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Para los pueblos del tercer mundo es su futuro lo que está en juego. ¿Cómo y hasta
dónde una sociedad puede aceptar el progreso introducido desde el exterior, sin
comprometer su identidad, su capacidad de ordenar sus propios recursos para poder así
escapar de una determinación total desde el exterior? Sin rechazar los intercambios, las
interdependencias, ¿qué hay que hacer para no caer en la dependencia total, para no
perder progresivamente el sistema propio de valores?
No se trata de criticar sin más a los misioneros como si hubieran sido poco respetuosos
o hubieran incluso destruido las culturas. La sistematización de los dogmas, de la moral,
del derecho y de los ritos cristianos, realizada por ellos, fue expresión de lo que se creía
que era universal. Por otro lado conviene no olvidar que ellos prepararon, aunque de
lejos, la toma de conciencia actual. Pero el Occidente se va despertando lentamente a las
diferentes culturas que son irreductibles a la suya. Lo hace por la fue rza de los
acontecimientos, pues los otros pueblos denuncian cada vez más la dominación cultural
de que son víctimas. Esto ha llevado a preguntas como: ¿es posible ser cristiano sin
dejar de ser africano?
EUGENE JUGUET
En todo caso, los cristianos de estos países continúan estando en dos mundos que se
comunican poco: el de su cultura autóctona y el cristianismo que han recibido de fuera.
Esto provoca un fenómeno de frustración. La fe cristiana no ha abandonado su
inculturización del mundo occidental. Hace falta aún un paso decisivo: reconocer que
las otras culturas son algo más que unos "accidentes" de algo "esencial" (la naturaleza
humana) que ya conocemos. Nos resulta difícil reconocer que el otro es verdaderamente
otro y que esto es su riqueza, tanto para Dios como para ellos y nosotros.
La cuestión se radica- liza: el anuncio del Evangelio, ¿es realmente conciliable con el
respeto a los demás? Pero, además, surge hoy otro problema. Antes era evidente que era
necesario evangelizar. Hoy no se cree necesario. Pero esta renuncia puede estar
marcada, también "culturalmente". Nos podemos preguntar si la renuncia a evangelizar
no esconde algo más radical: no tener que buscar la manera de comunicarse con el otro
anunciándose como algo realmente distinto. La renuncia a toda voluntad de dominación
y de reducción del otro, ¿no será indiferencia, deseo más o menos inconsciente de
romper con él, más que respeto a su libertad? Además, ¿en nombre de quién decidimos
que el Evangelio no puede tomar cuerpo en las otras culturas, si creemos que la Palabra
de Dios se encarnó en nuestra cultura, sin confundirse con ella? No somos propietarios
de esta Palabra y no depende de nosotros el parar este movimiento. Hoy, como en el día
de Pentecostés, la fe comporta la exigencia de ser proclamada hasta los confines del
mundo. Si creemos que verdaderamente Dios ha hablado y que Jesucristo es el Verbo
hecho carne, no podemos guardar la Palabra para nosotros y retenerla cautiva en una
cultura particular. Por el contrario, si no se dirige a todos los hombres y a todos los
pueblos, no la podemos reconocer como Palabra de Dios. Si tomamos conciencia de la
situación en la que la mayoría de los pueblos se encuentran hoy, los unos con respecto a
los otros, aparecerá más urgente que nunca la necesidad de anunciar valerosamente el
Evangelio. El choque de culturas y religiones es irreversible. Hay que procurar que el
intercambio entre ellas prevalezca sobre el dominio. Por otro lado, este choque ha
introducido en ellas una fuerza de cambio que no puede reprimirse; por lo tanto el
encuentro con ellas puede ser enriquecedor y las afirmaciones particulares pueden, por
primera vez en la historia, hacerse en sentido de una búsqueda realmente común de lo
universal.
¿Cómo podemos imaginar entonces que los cristianos quieran ausentarse de este
encuentro histórico? ¿Cómo pueden poner bajo el celemín la luz del Evangelio, en un
mundo en el que los hombres participan cada vez más de la misma falta de sentido, de la
EUGENE JUGUET
Cuando recha zan el dejarse reducir a la imagen que nosotros nos hacemos de ellos y al
afirmar su singularidad, los hombres de culturas diferentes nos dan a entender que
abusamos de la Palabra de Dios cada vez que pretendemos trazar un saber universal
sobre el hombre. Y también traicionamos la Palabra si es verdad que, cuando
evangelizamos, tenemos que asumir el movimiento por el cual Dios ha venido en
Jesucristo a manifestar un respeto absoluto a los hombres en su libertad personal y en lo
que llamamos hoy su identidad cultural. Al hacernos concienciar nuestra finitud y
particularidad, nos obligan a cuestionarnos el modo cómo nos hemos apropiado de Dios
como si pudiera quedar sistematizado dentro de nuestra lengua y cultura. Nosotros -y la
Iglesia también- somos invitados a reconocer la modestia y relatividad de nuestros
esfuerzos para comprender y vivir el Evangelio, para explicitar el misterio de Jesucristo.
Las otras culturas ponen al descubierto todo lo nuestro que en la predicación del
Evangelio hemos introducido sin saberlo. Es a través de la desnudez a la que nos invitan
como contribuyen a liberarnos por partida doble: 1) de una sistematización del
cristianismo que impide que nos abramos a la novedad incesante del Evangelio; 2) de
un sistema eclesial en el que el servicio ministerial se había convertido excesivamente
en un instrumento de opresión de las conciencias, en detrimento de la libertad esencial
de la fe. Además, hemos de reconocer que los pueblos reivindicando su autonomía y su
identidad frente a un cristia nismo abusivo, hacen que nos pongamos a redescubrir y a
vivir las bienaventuranzas, a seguir a Cristo en la renuncia que Dios ha elegido para
venir al encuentro de los hombres. ¿Hasta qué punto los evangelizadores aceptarán que
se les evangelice? De esto depende el porvenir de la fe cristiana en nuestro mundo.
Hay que insistir sobre la gratuidad del anuncio del Evangelio, en la prolongación de una
reflexión sobre la gratuidad del amor que Dios nos da en Jesucristo. El amor se
comunica porque es amor. Si queremos que los otros se encuentren con Cristo es porque
dicho encuentro transformó nuestras vidas (en el sentido de Mt 5,6 y Jn 13,35). Pero la
meta de la evangelización no es hacer entrar a cualquier precio el mayor número posible
de personas y de pueblos en la Iglesia. Pues resulta que Dios mismo no parece haber
tomado los medios para ello. ¿No será faltar a su confianza el que nos atribuyamos una
tarea que El no nos ha confiado? Más bien conviene que profundicemos en uno de los
EUGENE JUGUET
grandes temas del Vaticano II: la Iglesia es "en Cristo como un sacramento... de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" "Lumen gentium" II).
Esto no significa que tengamos que minimizar la importancia esencial de la Iglesia para
la humanidad y la creación, pues sería despreciar el valor que Dios da a la respuesta de
los hombres a su iniciativa en la historia humana por medio de Jesucristo. ¿Qué
importancia tiene, entonces, la evangelización?
Por más que los cristianos seamos humildes y estemos alejados de todo proselitismo, si
damos testimonio del Evangelio con toda su fuerza no cesará de ser "una locura" a los
ojos de toda sabiduría humana y "un escándalo" para cualquier religión (1 Co 1,23).
Cuando dos alteridades se enfrentan seriamente, se establece una relación de fuerzas. La
otra alteridad da miedo, representa una amenaza sobre todo para el más débil que puede
ser destruido. Pero con Jesucristo no ocurre lo mismo, pues para encontrarse con los
hombres "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo" (Flp 2,7). Jesús quiso
caer bajo la violencia de los hombres, pues les pide lo imposible: renunciar a todas las
formas de dominación, aprender a amarse, a comunicarse unos con otros. Esto vale para
todas las relaciones humana s, incluidas las culturales y religiosas. Jesús quería que
todos los hombres y pueblos pudieran vivir su singularidad y que ésta fuera reconocida
y respetada por todos.
La frase de Pablo "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1
Co 2,2) puede entenderse así: para evangelizar hace falta imitar a Cristo tan
radicalmente como sea posible. Hay que "despojarse", "no saber nada" a fin de que se
interpele sólo la libertad de los hombres para que acepten convertirse al amor que viene
de Dios. Lo que esto implica para sus tradiciones, son ellos solos los que lo han de ver y
no el extranjero que los evangeliza. Este es un riesgo que hay que correr, pues es
inherente a toda auténtica inculturación.