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Democracia paranoica
Deconstruyendo el populismo
Tolerancia intolerante
Los liberales creen que el “pueblo” es una ficción y un mito. Por eso no
pueden creer que del pueblo emane una “voluntad general”. Y acusan a
los populistas de totalitarios por pretender encarnarla. ¿Existe la
“voluntad general” del pueblo?
Cuando el populismo defiende la voluntad general –escribe Jan-Werner
Müller– hay algo de Rousseau en esa actitud. Con la diferencia –
añade– de que Rousseau era un demócrata, porque preveía la
participación de los ciudadanos en la “formación” de esa voluntad general.
Por el contrario, los populistas (siempre según Müller) pretenden conocer
directamente esa voluntad, a través de los cauces místicos
del Volksgeist y como representantes del pueblo “auténtico”. Ahí estaría
la esencia totalitaria del populismo.
En su alusión a Rousseau, Müller se equivoca de lleno.[5] El filósofo de
Ginebra nunca dijo que la voluntad general sea “formada” por el pueblo.
En su pensamiento, la voluntad general es un Bien objetivo que no
depende de las decisiones de la mayoría. Rousseau no era exactamente
un demócrata, no al menos en el sentido liberal del término. La voluntad
general no se crea, sino que se descubre. “La teoría de la voluntad general
–escribe Alain de Benoist– excede la idea de la mayoría que se expresa
en el sufragio universal. Centrada en torno a la noción de interés común,
implica la existencia y el mantenimiento de una identidad
colectiva”.[6] La idea de que una parte del pueblo pueda encarnar la
voluntad general – aún sin contar con la mayoría – es mantenida por
Rousseau y también por los populistas. Algo que a Müller no le gusta,
porque eso hace que los populistas se sientan legitimados para ignorar la
opinión pública e imponer su propia visión de las cosas. Con lo que
volvemos a la falacia del “doble rasero”. ¿Acaso los liberales no hacen lo
mismo?
Amparándose en el recurso cuasi-teológico a los “derechos humanos”, los
gobiernos liberales no cesan de sustraer a la deliberación ciudadana
decisiones sobre la inmigración, el multiculturalismo, la “diversidad”, la
globalización, la pena de muerte, las políticas familiares y otras cuestiones
de ingeniería social. La judicialización de la política opera en ese sentido,
de forma que la figura del juez imparcial ha sustituido a la del plebiscito
popular como símbolo del modelo occidental.[7] Por otra parte, a medida
en que el pueblo resulta cada vez menos “fiable” (referéndums europeos,
victorias populistas, Bréxit) se abre el debate sobre la necesaria limitación
de la democracia, con el argumento de que los “valores liberales” deben
quedar a salvo de la opinión “poco informada” de los votantes. El Estado
liberal –señala el politólogo norteamericano Patrick J. Deneen– “se ha
expandido hasta controlar prácticamente cada aspecto de la vida
ordinaria, mientras los ciudadanos miran a sus gobiernos como a un poder
distante y sin control, e incrementan su sensación de impotencia al verle
promover sin descanso el proyecto de globalización”.[8] En esa tesitura
los liberales se dedican a añadir adjetivos a la democracia – “democracia
cosmopolita”, “democracia constitucional”, “democracia militante”– en un
intento de reconfigurarla a su conveniencia.
Avanzamos a velocidad de crucero hacia la post-democracia. Para
imponer los “valores” que ellos consideran justos, los liberales pasan por
encima de la opinión pública. ¿Por qué critican entonces que los populistas
traten de imponer el “bien común” que ellos consideran justo? Lo que
ocurre es que, como hemos visto, los liberales no creen que el bien común
exista. Como tampoco creen que la voluntad general exista y tampoco
creen que el pueblo exista. Para ellos sólo los intereses particulares
cuentan. Ésa es la diferencia.
¡Aquí se juega! ¡Qué escándalo! (Casablanca)