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La censura de prensa en la Inglaterra isabelina

Cyndia Susan Clegg


Pepperdine University, Malibu
(Traducción del inglés por Gonzalo Ciarleglio)

En Clegg, Cyndia Susan (1997) Press censorship in Elizabethan England. Cambridge University Press,
Cambridge, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

Capítulo 1

Privilegios, licencias, autoridad de la Corona y la prensa

What a grieffe it is to the bodie to lose one of his membres you all knowe... I ame
sorie for the losse of my haund, and more sorie to lose it by judgment...
Mr. John Stubbes his Wordes upon the Scaffolde, when he lost his Haunde, on
Tewsdaie, 3 Novembre 1579

There as they entred at the Scriene, they saw


Some one, whose tongue was for his tresspasse vyle
Nayld to a post, adjudged so by law
Edmund Spenser, The Fairie Queene, V. IX. 25, I-3 (1596)

Who kills a man kills a reasonable creature, God’s image; but he who destroys a good
book, kills reason itself, kills the image of God as it were, in the eye.
John Milton, Areopagitica (1644)

Las recurrentes imágenes de violencia en estas tempranas representaciones modernas


de la censura, entrelazadas con el encumbramiento post-Ilustración de la libertad
individual, han impregnado profundamente la construcción moderna y posmoderna
de la práctica cultural de la censura de prensa en la Inglaterra moderna temprana.
Sea porque su perspectiva es esencialista, neohistoricista o materialista cultural, los
estudios modernos y posmodernos de la cultura moderna temprana han seguido a
Stubbs, Spenser y Milton en la yuxtaposición de los intereses de la libertad y de la
autoridad. Glynn Wickham creyó ver en el Estado de los Tudor una “completa
maquinaria de censura y control” cuya evolución fue reconstruida por Frederick
Siebert en Freedom of the Press in England, 1476/1776. De acuerdo a Siebert, “el rápido
incremento en el control gubernamental sobre la imprenta tuvo lugar durante los
reinados de Enrique VIII y de Isabel”, siendo el de esta última “el punto más álgido
del período de trescientos años del patrón promedio que siguieron los tres factores de
la censura: número y variedad de controles, rigidez de su aplicación y cumplimento
general de las regulaciones”. Aunque Annabel Patterson señala “aquellos
desconcertantes incidentes de no-censura” (como el reconocimiento de Isabel I de la
actualidad de Ricardo II) que sugieren un punto débil en las monolíticas estructuras
descritas por Wickham y Siebert, su noción de ambigüedad funcional depende no
solo de que la maquinaria permanezca inalterada sino sobre todo de sus discursos
formadores de comportamientos, cuyas intenciones eran correctamente
comprendidas tanto por los autores como por las autoridades”.

Un sistema de censura tan claramente intencionado y eficiente ha sido puesto bajo la


lupa en años recientes, en especial en lo que hace a los monarcas de la casa de
Estuardo. Philip Finkelpearl observó que “un sistema eficiente de censura se
construye sobre un gobierno monolítico con un claro sentido de su propósito, de lo que
deriva una precisa definición de qué es permisible y qué no lo es”. Tanto Finkelpearl
como Richard Dutton, Richard Burt, y otros, no han podido hallar evidencia de la
existencia de tal gobierno monolítico. En su lugar, Finkelpearl encontró, en lo que
respecta a la censura teatral, “violaciones de magnitud prácticamente inaceptable”;
Dutton descubrió, en la Oficina de Ceremonias y Entretenimientos, prácticas de
licenciamiento que incluso engendraron más libertad que control; y Burt halló
prácticas de licenciamiento de la Corte tan contradictorias que la noción de censura,
sostiene, requiere ser replanteada. Dichas contradicciones, violaciones y libertades
que estos investigadores rastrearon en la censura del teatro de los tiempos de los
Estuardo fueron identificados por Sheila Lambert en la escena jacobina. Lambert
sitúa las más estrictas regulaciones de licenciamientos impuestas por el Decreto de la
Cámara Estrellada de 1637 no dentro de una escalada de intentos del gobierno de
Carlos I por reforzar la censura sino en la persistente demanda que la Compañía de
Estacionarios (en adelante, Company of Stationers) hacía al Gobierno para prevenir
los abusos en el oficio de la impresión. Lambert, así, une su voz a estudios recientes
sobre el teatro no ya a partir del repudio de la idea de una censura estatal, sino
demostrando que la censura -al menos en la Inglaterra de los Estuardo- no es un
tejido homogéneo y parejo de regulaciones elaborado por las altas esferas del
Gobierno tal como la entendió Wickham y, hasta cierto punto, Siebert.

Si este es el caso en la Inglaterra de los Estuardo, donde autores como Dutton


encuentran “desconcertantes incidentes de no-censura” en la política contemporánea y
en prácticas de la Oficina de Ceremonias y Entretenimientos así como en piezas
como A game of chess de Thomas Middleton (1625), ¿no es posible acaso que intereses
bastante más complejos -políticos, económicos y religiosos, tanto dentro de la
industria gráfica como en el gobierno- hayan contribuido más a la ocurrencia de estos
“desconcertantes incidentes de no-censura” (y censura” durante el reinado de Isabel
I? Según Blair Worden, la “amplitud del juego político que podría asegurar una
representación vigilada en el escenario” sugiere que “el gobierno carecía no sólo del
poder sino de la inclinación a imponer condiciones de escritura que pudieran ser
calificadas de ‘represivas’”. Condiciones menos represivas pueden encontrarse de
igual manera para la cultura impresa de lo que se pensaba hasta ahora. Esto no
significa que la prensa en Inglaterra entre 1558 y 1603 disfrutara de una libertad
irrestricta; el control sobre la prensa existía, pero ni sus fines ni sus medios se
correspondían con la apabullante sistematización descritas por Wickham, Siebert o
Patterson. Cuando los conflictos entre el gobierno isabelino y la prensa son
considerados de manera individual y entendidos en su contexto económico, legal,
político y religioso, la censura aparece menos como el producto de una política Tudor
prescriptiva (y proscriptiva) que como una respuesta pragmática y específica a una
extraordinaria variedad de acontecimientos particulares. En ese sentido, medidas del
Gobierno que afectaran la actividad de la prensa, así como las prácticas de la
industria gráfica, son con frecuencia contradictorias e idiosincráticas: el tejido de la
censura y control de prensa isabelinos aparece, así, como un inconsistente rejunte de
de proclamas reales, patentes, regulaciones comerciales, decretos judiciales y acciones
parlamentarias y del Consejo Privado amalgamadas por el conjunto de intereses
religiosos, económicos, políticos y privados que a veces tenían objetivos en común,
pero a veces también entraban en competencia entre si. La censura de prensa y la
cultura que le dio origen pueden ser mejor entendidas si se vuelven a poner en
contexto estos actos de control y si se comprenden los múltiples factores que
influyeron sobre dichos contextos.

La tendencia en los estudios literarios e históricos por generalizar las prácticas de


censura durante el periodo moderno temprano en Inglaterra han contribuido
significativamente a una mala comprensión de la censura de prensa isabelina.
Mientras que los estudios teóricos recientes, que desacreditan el estudio de este
fenómeno enfocándolo desde la periodización por los reinados de los diferentes
monarcas del periodo, apoyan esta clase de generalizaciones, en materias que hacen
al funcionamiento de la prensa en las que el monarca o sus más cercanos consejeros
tuvieron una influencia significativa, el fracaso en identificar rupturas a la vez que
continuidades distorsiona la comprensión histórica. Para comprender la censura de
prensa en la Inglaterra isabelina se requiere, por lo tanto, identificar no sólo aquellas
instituciones relativas a la prensa que el gobierno de Isabel I mantuvo y modificó, sino
también aquellas que sus predecesores establecieron y de las que su gobierno luego
abjuró. La continuidad más importante en la política de los Tudor hacia la prensa se
basó, fundamentalmente, en extender los privilegios reales o monopolios. Las
rupturas más evidentes se evidenciaron en las prácticas de censura, tanto en las
concernientes a la censura previa (licensing) como en aquellas que buscaban suprimir la
circulación de textos considerados subversivos. Este capítulo versará sobre las
prácticas, tanto en el Gobierno como entre los impresores, que emergieron en los
primeros años de la actividad de la imprenta en Inglaterra y que modelaron las
políticas y prácticas isabelinas.

Los intereses de la Corona respecto de la actividad impresora

El régimen de Isabel I, como los de los monarcas Tudor que la precedieron,


reconoció el extraordinario poder de la palabra impresa para lograr fines religiosos,
políticos y culturales y, por lo tanto, se vinculado con la actividad impresora en
muchos niveles. Desde los tempranos años de la actividad a finales del siglo XV, los
gobiernos ingleses se preocuparon por regular tanto la propia actividad como el
comercio de libros. Enrique VII demostró su propio interés en la impresión cuando
decidió nombrar al primer impresor oficial de la Corona en 1504, dándole así a la
autoridad política una fundamentación en documentos escritos que podrían ser
diseminados masivamente. Más allá de apropiarse de una tecnología para satisfacer
sus propios fines, buena parte del interés gubernamental en los primeros tiempos de la
actividad impresora se concentró en dictar medidas para fomentar y proteger su
ejercicio dentro de las fronteras nacionales. En sus etapas fundacionales, la actividad
gráfica inglesa estuvo dominada por artesanos continentales que habían traído su
dominio de la técnica a Londres amparados en una ley del Parlamento. Para 1534,
en cambio, los artesanos ingleses ya dominaban la venta, encuadernación e
impresión, pero los efectos de la competencia extranjera llevaron al Parlamento a
aprobar una ley de “alivio económico” que restrigió dicha competencia. Si bien la
competencia para regular las prácticas comerciales que afectaban los intereses de los
impresores ingleses correspondía a la Company of Stationers luego de que esta
recibiera su reconocimiento real en 1557, el Estado Tudor repetidamente siguió estos
precedentes parlamentarios e intervino, habitualmente a pedido de la propia
Company of Stationers, para proteger los intereses económicos de los impresores
nacionales.

Además de tomar medidas proteccionistas, los monarcas Tudor patrocinaron a la


actividad gráfica mediante el otorgamiento de privilegios a impresores, vendedores de
libros y autores. Gracias a este recurso, los monarcas pudieron ejercer una
considerable influencia sobre la cultura impresa tanto por la concesión de beneficios a
determinados impresores como asegurándose que ciertos libros -o cierta clase de
libros- fuesen publicados. Sin importar lo útiles que los privilegios de impresión
podrían haber sido a los intereses del patronazgo real, estos eran de una naturaleza
fundamentalmente económica y legal; le daban a sus depositarios la posibilidad de
disfrutar de los beneficios económicos derivados de la impresión de documentos (o, en
raras ocasiones, de su autoría) y, gracias a que eran extendidos por la Corona, daban
a su depositario el derecho a solicitar el auxilio de las cortes reales en caso de que
alguien los infringiera.

Los privilegios de impresión eran otorgados mediante Prerrogativa Real: la misma


autoridad por la que los monarcas Tudor designaban oficiales y comisiones para
aplicar las políticas del gobierno y las leyes, administrar la política económica de
control de comercio, salarios, precios y la producción de materias primas, y extendían
el patronazgo mediante el otorgamiento de cargos públicos, tierras, ingresos,
pensiones y otros “privilegios” (condiciones especiales, exenciones y beneficios no
siempre garantizados por el Common Law). William Stafford, un jurista del siglo
XVI, identificó la existencia de una muy estrecha relación entre prerrogativa y
propiedad al afirmar que el ejercicio de “la prerrogativa no sólo se vincula a la propia
persona sino también a todas sus posesiones, bienes muebles e inmuebles”. Así,
cuando un monarca Tudor concedía un privilegio -sea para imprimir o para realizar
cualquier otra actividad- el Soberano esencialmente transfería al sujeto aquellos
intereses propietarios que por derecho feudal pertenecían a la Corona. En este
sentido, los privilegios de impresión funcionaban como las licencias de la Corona para
adquirir o enajenar tierras, para ocupar tierras, para exportar (cenizas, cerveza, telas,
granos, cueros, lana), para abrir ferias y mercados, para importar (sombreros de
fieltro, joyas, pieles, vino, madera, lana); manejar tabernas, canchas de tenis o pistas
de bowling, vender tañinos y cuero crudo. De esta manera, la mayoría de los
privilegios de impresión que constan en los registros oficiales fueron ingresados como
“licencias” y las palabras “licencia” y “privilegio” eran utilizadas como si fuesen
sinónimos.

Que los monarcas Tudor otorgaran privilegios para imprimir no es, pues, algo
destacable. La jerarquía de algunos de estos privilegios, en cambio, merece cierta
consideración. Durante el reinado de Isabel I, los privilegios de impresión eran
ingresados en los registros de patentes tanto bajo el Sello Privado (Privy Seal) como
bajo el Gran Sello de Inglaterra. El Gran Sello era fundamental para todas las
concesiones reales, y su uso fue lo que distinguió, por ejemplo, la importancia de una
concesión como la licencia a Christopher Saxton “para ser el único impresor y
vendedor de mapas en Inglaterra y Gales”. No obstante, la mayoría de los privilegios
de impresión aparecen, durante el reinado de Isabel, bajo el Sello Privado. Durante
el reinado de Enrique VIII, en cambio, los privilegios no parecen haber sido
otorgados de manera tan consistente. Mientras algunos aparecían concedidos bajo el
Sello Privado, otros tantos lo hacían bajo la forma de proclamas reales;
probablemente algunos registros de concesiones se hayan perdido, y otros bien
podrán haber sido concedidos de manera oral por el Soberano. Durante la etapa de
Enrique VIII, los títulos de página y los colofones dan cuenta de que muchos textos
eran impresos con privilegio, aún cuando sólo unos pocos registros de concesiones
sobreviven hasta nuestros días.

Los impresores reales disfrutaron de algunos de los más tempranos privilegios


extendidos por la Corona. No existe registro del nombramiento del primer impresor
oficial de la Corona, el francés William Faques, quien entre 1504 y 1507
probablemente haya servido como “impresor al servicio del Rey”, como se hacía
llamar en algunos de los documentos oficiales impresos más antiguos en archivo: una
proclama sobre la moneda, un salterio en latín y estatutos (todos de 1504). El sucesor
de Faques, Richard Pynson, firmó una edición de 1508 de la Carta Magna como
“Regis impressor expertissim” (sic), y aunque no se autodenominó impresor del Rey,
imprimió un Misal en 1504 por orden y encargo (“mandata & impensa”) por el que el
presupuesto privado del monarca (Privy Purse) registra que se hicieron pagos. Si bien
estos tempranos trabajos impresos con apoyo de la Corona pueden asociarse con el
otorgamiento de privilegios reales, ninguno de ellos lleva el título de página o el
colofón que se convertiría en una clara muestra de status, cum privilegio, ni tampoco se
registran pagos al impresor del rey sino hasta 1515. El trabajo impreso más antiguo
en el que consta expresamente el privilegio detentado por un impresor real data de
1518 y reza “Oratio Richardi Pacei in pace nuperime composita “Impressa Londini. Anno
Verbi incarnati MDxviii. Nonis Decembris per Richardum Pynson regium
impressorem cum privilegio a rege indulto”; es decir, impreso por Richard Pynson, el
impresor del rey con privilegio por la gracia del rey. Los impresores reales recibían no
sólo un pago por sus oficios sino también el derecho exclusivo a imprimir los
documentos reales que facturaban a la Corona, algunos que además podían resultar
de interés comercial. Los sucesores de Pynson generalmente imprimían sus textos con
alguna forma de la leyenda cum privilegio regali. Cada monarca Tudor designó a un
nuevo impresor ante cada sucesión del trono: Eduardo VI designó a Richard Grafto.
(1543-53) para que sucediera a Thomas Berthelet (impresor de Enrique VIII); la reina
Maria designó a John Cawood (1553-58). Isabel designó a Richard Jugge y a Cawood
(1559, de por vida) y aunque su patente no especificaba el cargo de impresor de la
Reina, les hacía extensivos los privilegios para imprimir estatutos, leyes del
Parlamento, proclamaciones, mandatos y les agregó la impresión de libros religiosos y
otros libros impresos con autoridad del Parlamento.

Por fuera de la oficina de impresor de la Corona, no queda del todo claro el status
alcanzado por los privilegios reales entre los predecesores de Isabel. Unos pocos
registros supervivientes dan cuenta de que se otorgaron monopolios bajo el Sello
Privado, como por ejemplo el que se extendió a Grafton y a Edward Whitchurch el
28 de enero de 1543 para imprimir libros litúrgicos para su uso en la misa. Este
monopolio fue lo suficientemente importante como para ser anunciado mediante una
proclama real el 28 de mayo de 1545. Parece, sin embargo, que la mayoría de los
privilegios de impresión se registraban únicamente en los propios libros producidos
por sus beneficiarios. Así se indica en una carta de julio de 1539, dirigida a Thomas
Cromwell1 acerca de un texto impreso por un editor privilegiado, en la que consta
que al menos algunos privilegios se otorgaban de manera oral, en cuyo caso el uso de
la leyenda “cum privilegi regali” era testimonio de que dicho favor había sido
otorgado por el monarca. En su papel de jefe de ministros y Lord del Sello Privado
durante parte del reinado de Enrique VIII, Cromwell poseía total autoridad para
conceder tales privilegios. El incremento en la producción de libros privilegiados que
se registró durante su período en el cargo se corresponde con la ruptura con Roma
dispuesta por Enrique y con el ascenso del propio Cromwell al poder; de los 2223
títulos impresos durante su reinado y que se conservan hasta la actualidad, 302 fueron
impresos con privilegio. De los 135 textos supervivientes que fueron impresos antes
de que una proclama en 1538 ordenara uniformar la notación de privilegio (con el
uso de la leyenda cum privilegio ad imprimendum solum) los impresores del Rey produjeron
73, apenas poco más de la mitad (55 por ciento). De los restantes 62 trabajos
conservados, 16 eran documentos legales y 3 eran textos litúrgicos (sin incluir la
Biblia, los Salmos o catecismos). Los restantes 43 textos, que incluían los trabajos de
Erasmo, crónicas, pronósticos, sermones, diccionarios y gramáticas, eran impresos
utilizando alternativamente las leyendas “cum privilegio regia majestate”, “cum
privilegio regis” o simplemente “cum privilegio”; todas ellas indicaban algún tipo de
status especial, generalmente, el derecho exclusivo del impresor a imprimir ese texto
particular durante un determinado período de tiempo.

El privilegio real para imprimir hacía extensivos, además, una serie de beneficios
económicos y legales para su destinatario. Esto fue dejado en claro mediante un
registro efectuado en 1533 en el que “tales especialidades a partir de hoy, 15 de mayo

1Thomas Cromwell, 1º conde de Essex, fue el consejero y ministro más importante de Enrique VIII entre
1532 y 1540. Fue uno de los más fervientes impulsores de la Reforma en Inglaterra (Nota del Traductor)
25 Enrique VIII, permanecen en las manos de mi señor Thomas Cromwell, en lo que
hace a la presentación de personas ante el Consejo Privado”. Cromwell había
prohibido al “reverendo Redman vender el libro titulado ‘La división de la
Espiritualidad y de la Temporalidad”, ni ningún otro libro privilegiado por el Rey”.
El titular de un privilegio (los impresores en esta época eran también vendedores de
libros) tenían derecho a recurrir al Consejo Privado si dicho privilegio era infringido y
el Consejo Privado podía, si así lo consideraba conveniente, defender los privilegios
del titular -en este caso, el derecho a vender cierto título- ante el infractor.

La naturaleza de los privilegios de impresión ha sido a veces mal entendida por


aquellos que estudian la historia de los Tudor. Las palabras cum privilegio impresas en
la portada de un documento han sido frecuentemente interpretadas como un sello de
permiso o aprobación legal (licencia) para publicar, lo que parecería sugerir la
existencia de un proceso de revisión y de censura previas. Algo de esta confusión
deriva de la proclama real del 16 de noviembre de 1538, que establecía el requisito de
contar con una licencia y ordenaba “no colocar las palabras cum privilegio regali sin
agregar ad imprimendum solum”. Dicha proclama, una de las tantas dictadas en tiempos
de Enrique VIII para controlar la actividad impresora, ha originado extensos debates
académicos sobre si cum privilegio ad imprimendum solum indica si se cuenta con
aprobación oficial (licencia) o con derecho a imprimir (privilegio). Esta discusión ha
llevado a pensar que la leyenda ad imprimendum solum, entre otros sentidos que le fueron
atribuidos, fue instituida para desligar al Rey de la responsabilidad por el uso
indiscriminado de su privilegio como una suerte de salvaguarda del copyright sobre una
obra. La finalidad evidente de esta proclama fue, en cambio, instituir la censura
previa sobre la impresión de las Escrituras y de otros textos religiosos y prevenir la
impresión de textos cuestionables “con privilegios, conteniendo anotaciones y
adiciones en los márgenes, prólogos y calendarios imaginados así como inventados
por los hacedores, diseñadores e impresores de los mismos libros, así como por
personas extrañas y desagradables como los Anabaptistas y los Sacramentarios”. Al
ordenar que se incluyera la leyenda ad imprimendum solum, la proclama buscó instituir
una notación impresa que permitiera discriminar entre aquellos libros objetables
impresos cum privilegio y que contenían agregados ofensivos de aquellos libros a los que
se les había concedido auténtico privilegio real. Desde diciembre de 1538 y hasta el
final del reinado de Enrique VIII, todo libro impreso cum privilegio incluyó también la
frase ad imprimendum solum. Los libros así privilegiados compartieron las mismas
categorías que los textos que previamente habían recibido el real privilegio de
impresión. Luego de la proclama, de los 166 trabajos conservados impresos con
privilegio, 90 de ellos (54 por ciento) fueron impresos por Berthelet, el impresor del
Rey. De los restantes, 12 eran documentos legales y 8, litúrgicos que incluían dos
ediciones del Orarium impreso por Grafton “per regiam majestatem & clerum”; dos
ediciones del Libro de Horas también producidas por Grafton “set foorth by the
kynges majestie and his clergie”, cuya preparación fue supervisada personalmente por
Enrique; y un Portiforium del rito de Sarum hecho por Whitchurch. La “gran” Biblia
de Grafton y Whitchurch da cuenta de otros siete ejemplares, pero sólo una de las tres
ediciones efectuadas fueron revisadas y aprobadas por el clero. Dos tercios de los
trabajos impresos cum privilegio ad imprimendum solum, por lo tanto, eran de importancia
para el Rey y su administración del Estado y de la Iglesia.

Quizás la razón por la que tres pequeñas palabras en latín hayan provocado tanta
discusión entre los académicos radique en que, al contrario de las interpretaciones
más respetadas sobre sus primeros años de uso, no todos los privilegios para imprimir
eran de la misma naturaleza. Como se ha visto, algunos privilegios eran aquellos
ejercidos por los impresores del Rey en relación con el status de su puesto en la
estructura de la administración real y por los intereses del gobierno. Otros privilegios,
en cambio, eran aquellos otorgados por Cromwell -como los que detentaban Grafton
y Whitchurch- para asegurarse de que sólo algunos tipos de textos eran impresos o,
incluso, para que un libro en particular fuese editado (como el libro sobre gramática
francesa de Palsgrave o las gramáticas inglesa y latina de Lily). Los restantes -aquellos
de los que sólo queda registro en portadas y colofones.- reflejan el esfuerzo del
gobierno por apoyar la industria impresora. A pesar de las diferencias, durante el
reinado de Enrique VIII todos los privilegios compartieron dos características
principales. Por un lado, un privilegio real protegía el derecho del titular a imprimir
exclusivamente el texto o textos privilegiados. Esto, por supuesto, no prevenía que
dicho privilegio no fuese infringido pero le daba a su titular el derecho a recurrir al
Consejo Privado para que este lo hiciera respetar -recurso que fue ampliamente
aprovechado, como se verá, durante el reinado de Isabel-. Por otro lado, a pesar de la
afirmación de Pollard de que “la palabra ‘privilegium’ parece haber sido utilizada
como un sinónimo en latín” tanto para privilegio (la protección frente a la copia no
autorizada) como para licencia (el permiso para imprimir un documento una vez que
este haya sorteado la censura previa), la expresión cum privilegio no implicaba que un
trabajo privilegiado hubiese necesariamente recibido el escrutinio oficial estipulado
tanto por proclamas reales como por las leyes parlamentarias.

La distinción entre licencia y privilegio se mantuvo durante el reinado de Isabel I y así


puede observarse en la redacción de las patentes de impresión isabelinas, que eran
regularmente ingresadas bajo el Sello Privado en los libros de leyes. los impresores
isabelinos disfrutaban de privilegios para la impresión de textos específicos, clases de
textos, e incluso para todo tipo de textos durante un periodo limitado de tiempo, pero
estos privilegios diferían en sus requerimientos para ser otorgados. Isabel ordenó que
se establecieran sistemas de control eclesiástico en sus Órdenes de 1559. La primera
patente que emitió fue para John Day ese mismo año, en la que especificaba no sólo
un privilegio vitalicio para imprimir The Cosmographicall Glasse de William Cuningham,
sino también un privilegio por siete años para publicar otros textos compilados a
expensas de Day. Restringió también sus otras publicaciones “para que no sean
repugnantes a las Sagradas Escrituras ni a la ley; ninguno de los libros pueden ser
copias pertenecientes a la oficina de los impresores de la Reina o libros prohibidos
que hayan sido ya impresos por anteriores licenciatarios; los libros deberán ser
inspeccionados y autorizados antes de su impresión, de acuerdo a las órdenes
vigentes”. Day imprimió parte del texto de su patente en The Comographicall Glasse en
lugar de cualquier otro tipo de formato de la leyenda cum privilegio, pero no incluyó el
requerimiento de permiso de publicar presumiblemente porque esta era requerida
sólo para los demás tipos de documentos. El texto de la licencia de The Comographicall
Glasse comienza de esta manera: “Un extracto del generoso Privilegio & Licencia de
su Majestad La Reina”, reflejando así la creciente complejidad que adquiría el
lenguaje de las formulaciones de licencias y privilegios. En el caso de la Biblia de
Grafton y Whitchurch, el privilegio estaba claramente diferenciado de la licencia. En
el caso de la patente de Day, privilegio y licencia eran lo mismo (The Cosmographicall
Glasse era un texto impreso tanto por privilegio como por licencia), pero la censura y
el permiso de publicar eran un requerimiento para cualquier otro tipo de texto que
quisiera imprimir.

Que licencia y privilegio sean sinónimos en las patentes isabelinas -y que sean
conceptos diferentes a los de “censura previa” (perusal) y “cuota de
producción” (allowance)- es un hecho aparente a lo largo de las diferentes concesiones
otorgadas por el gobierno. William Seres recibió un privilegio en 1559 para imprimir
“todos los textos de plegarias privadas autorizados, llamados catecismos y salterios”.
Esto no requería la determinación de una cuota de producción puesto que se trataba
de textos oficiales. En 1571, esta patente fue extendida para comprender tanto al hijo
de Seres -Richard- como a “todos los libros que han impreso o imprimirán, escritos
por cualquier hombre instruido del reino, sean estos en inglés o en latín” pero sin
ningún tipo de determinación de cuotas de producción. La “licencia” que recibió
Richard Tottel en 1559 para ser “el único impresor de libros sobre common law”,
otorgada “en tanto se comportara correctamente en uso de su licencia”, no requería
ni censura previa ni cuotas de producción. La licencia que Day recibió en 1567 por
diez años para imprimir los Salmos en métrica y El ABC con el catecismo2 incluía una
renovación de su licencia de 1559 con las mismas estipulaciones de censura previa y
cuotas de producción de la licencia original. De manera similar, la licencia que Day
recibió en 1574 para imprimir los catecismo de Alexander Nowell en latín, “así como
cualquier otro libro en inglés o en latín escrito por Nowell e indicado por él para ser
impreso por Day”, requería que “todos los libros impresos y vendidos en virtud de
este privilegio deberán ser censurados y recibir la asignación de una cuota de
producción antes de su impresión”. Luego de que el gobierno de Isabel atravesara un
período de fuerte ansiedad tras la publicación de una serie de profecías y pronósticos
que predijeron que la Reina sería depuesta y asesinada, Richard Watkyns y James
Robert recibieron en 1578 una licencia para imprimir durante diez años “todos
aquellos almanaques y pronósticos a los que las autoridades eclesíasticas asignen una
cuota de producción”. Este privilegio, válido sólo para libros “con cuotas de
producción”, aún distinguía entre licencia y cuota. Thomas Marshe, quien recibió en
1572 una patente para imprimir textos escolares en latín en consideración a los
grandes gastos en los que incurrió para procurar “letras más aptas que aquellas con
las que se contó hasta el momento” y para fomentar el uso de textos escolares que ya
no estaban disponibles para comprar directamente al Continente gracias a las

2The ABC with the Catechism era un libro de texto empleado durante el reinado de Isabel I para enseñar a los
niños a leer y a escribir a la vez que incorporaban conceptos religiosos básicos. (Nota del Traductor)
restricciones a la importación vigentes, recibió la licencia sin estipulaciones sobre
censura o cuotas de producción. Tampoco las patentes de Thomas Vautrollier para
imprimir unos textos en latín en particular (1573 y 1574) requerían cuotas de
producción, aunque la de 1574 contenía una cláusula que “nada de lo que se
imprima deberá ser repugnante a las Escrituras o a las leyes del reino”. La licencia de
Henry Bynnemann de 1584 para imprimir “todos los diccionarios y críticas habidas”
no requería tampoco ni censura previa ni cuotas de producción.

Además de confirmar que los privilegios de impresión, a menos que se especificara lo


contrario, no eran por lo general el método con el que los monarcas Tudor
controlaban a la prensa, las patentes isabelinas explican su uso de los privilegios. Las
patentes dadas a Marsh, Vautrollier y Bynnemann reflejan el interés de su régimen
por promover la educación y enseñanza clásicas y, en el caso de las crónicas, fomentar
el conocimiento del pasado de Inglaterra. Los privilegios existían también para
trabajos sobre los que el gobierno de Isabel tenía un marcado interés: la licencia
recibida por John Bodeleigh en 1561 para imprimir una Biblia en inglés con
anotaciones al pie dedicada a la Reina, por ejemplo, o el atlas de Christopher Saxton,
o los catecismos de Nowell. Al igual que en el caso de las patentes de Cromwell para
imprimir la Biblia, la patente para imprimir almanaques refleja el uso que la Corona
daba a los privilegios para restringir versiones consideradas como inaceptables de un
trabajo que, sin embargo, había sido ya juzgado aceptable por la censura.
Finalmente, algunas de las patentes de Isabel, como aquellas concedidas a Day y
posiblemente también a William Seres, demuestran su valor como una herramienta
del patronazgo real. La patente original de Day claramente asegura privilegios de
impresión particulares más que un interés en la edición de un libro o libros
particulares, con la excepción de la obra de Cuningham. The Cosmographicall Glasse
está dedicada a Robert Dudley3 , y John Day se encontraba bajo el patronazgo del
arzobispo Matthew Parker. William Seres había ya tenido una patente para imprimir
libros de horas en tiempos de Eduardo VI, pero el hecho de que le fuera quitada por
María “para su total perjuicio” se suele ofrecer como justificación, en parte, para su
privilegio isabelino. No obstante, no todos los privilegios eran sinónimo de
patronazgo, tal como la cláusula de la patente isabelina de Tottell - “hasta tanto
perdure su buen comportamiento en uso de esta licencia” - parece sugerir.

Con todos estos diferentes modos de empleo, los privilegios de impresión durante el
reinado de Isabel eran aún más claramente definidos que aquellos otorgados por sus
predecesores. Todos los privilegios aparecen registrados en bajo el Sello Privado, y los
propósitos de cada privilegio aparecen más claramente delineados en sus patentes.
Lo que desapareció durante su tiempo en el trono fue la plétora de privilegios
utilizados para proteger a los impresores de las copias no autorizadas. Estos se habían
vuelto innecesarios, tal como se verá más adelante, gracias a la aprobación de los
estatutos de la Company of Stationers, que asumió la responsabilidad central entre
1557 y 1603 sobre la operación y el control del comercio de libros. El Estatuto de la

3 Robert Dudley, 1ºconde de Leicester, era un amigo personal, favorito y pretendiente de la reina Isabel I.
Company of Stationers era en sí misma una concesión de patronazgo real otorgado
por la reina María -privilegio que fue ratificado por Isabel a su ascenso al trono-.

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