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| 26 Septiembre, 2009
El ajetreo, la prisa, la rutina. y otras trampas que tiende la vida, la sociedad y las organizaciones nos
llevan a ocuparnos e incluso a obsesionarnos con cuestiones intrascendentes cuando no perjudiciales.
Lo mismo se debe uno preguntar sobre la vida. ¿Qué es lo más importante? ¿Qué lo esencial? Saber
muchas cosas, ganar mucho dinero, disponer de muchas comodidades, comprar todo lo deseable, alcanzar
la fama, llegar al poder…, se convierten fácilmente en objetivos prioritarios. ¿Por qué? ¿Para qué?
¿En qué entretenemos el tiempo en la escuela y en la vida? Uno estas dos instancias de manera firme
porque sólo entiendo una escuela que ayuda a vivir. No comparto la concepción de una escuela
academicista, de espaldas a la realidad, cuyo fin se cierra en sí misma.
Quiero compartir con el lector o lectora una historia que muestra de forma meridiana lo que quiero decir
en estas líneas sabatinas.
Un león fue capturado y encerrado en un zoológico, se encontró con otros leones que llevaban allí muchos
años. El león no tardó en familiarizarse con las actividades sociales de los restantes leones, los cuales
estaban asociados en distintos grupos. Un grupo era el de los socializantes; otro el del mundo del
espectáculo; incluso había un grupo cultural, cuyo objetivo era preservar las costumbres, la tradición en
la que los leones eran libres; había también grupos religiosos, que solían reunirse para entonar canciones
acerca de una futura selva en la que no habría vallas. Y había, finalmente, revolucionarios que se
dedicaban a conspirar contra sus captores.
Mientras lo observaba todo, el recién llegado reparó en la presencia de un león que parecía dormido, un
solitario no perteneciente a ningún grupo. Al reparar en la presencia del novato, el veterano león dijo:
- Ten cuidado. Esos pobres locos se ocupan de todo menos de lo esencial: estudiar la naturaleza de la
cerca
Hasta aquí la historia. No hacen falta muchas disquisiciones para comprender que todos los grupos
distraían al león recién llegado de la tarea fundamental que tenía que realizar en aquel lugar que le privaba
de la libertad. Podía estar entretenido en muchas actividades, incluso podría estar ajetreado con muchas
ocupaciones. Todas le distraían y alejaban de su quehacer fundamental
Creo que hay dos finalidades fundamentales en la educación. Una tiene que ver con el desarrollo de la
capacidad de pensar. Se refiere a esa dimensión crítica de la que hablaba Paulo Freire. Con sus palabras:
pasar de la dimensión ingenua a la dimensión crítica. Una persona educada no se deja engañar fácilmente.
Sabe que hay hilos ocultos que mueven las cosas, sabe que hay personas interesadas que mueven esos
hilos, sabe que esos hilos no está fatalmente tendidos por fuerzas divinas, sabe que esos hilos se pueden
romper…La persona educada no repite mecánicamente los conocimientos adquiridos como si la ciencia
fuese neutra e indiscutible. Sabe que también el conocimiento (su producción, su difusión, su utilización)
se puede manipular.
La persona educado en la esencial es consciente de que está ahí la cerca, de que hay quien está interesado
en recrecerla con nuevas piedras y de fortalecerla con nuevas capas de hormigón. Lo hace a veces el
poder que pretende hacernos meros súbditos. Lo hace el comercio que quiere convertirnos en meros
clientes. Lo hace el mercado que pretende convertirnos en trabajadores eficaces,. Lo hace la publicidad
que quiere persuadirnos de que sus intereses coinciden con los nuestros.
Lo esencial de la educación es que ayude a pensar a las personas, que las abra los ojos, que las libre de
la asunción acrítica de estereotipos, creencias, mitos, trucos, trampas, leyendas y otras estrategias de
dominación.
Hay otra finalidad esencial. Tiene que ver con la dimensión ética. Se trata de aprender a convivir. De
aprender a ser felices juntos. Una persona educada tiene valores. Los conoce y los ejercita. Si los
conocimientos que adquirimos son utilizados para engañar, robar, mentir, oprimir y explotar a los demás,
¿merece la pena adquirirlos?
Existe una obsesión por ganar puestos en las clasificaciones que establecen las evaluaciones del sistema
educativo. Está bien. Pero, ¿a dónde nos llevan los buenos resultados académicos? A que los que más
saben se aprovechen de los que menos saben, de los que menos tienen, de los que menos pueden? ¿Es
eso una buena educación?
La cuestión lógica que sigue es preguntarse por el modo de alcanzar esas finalidades esenciales. Podemos
saber hacia dónde queremos ir, pero no cómo se llega hasta allí. Para aprender a pensar es preciso romper
la visión academicista de la enseñanza. La concepción meramente transmisiva de conocimientos inertes.
Es preciso poner el énfasis en la creación, en la investigación, en el análisis, en la crítica, en la
argumentación. Para aprender a convivir hay que proponer, practicar, y desarrollar valores. Hay que
cultivar también la esfera de los sentimientos. Y hay que hacerlo de manera intencional, compartida y
persistente.
La última cuestión es preguntarse si se está avanzando en la buena dirección. Comprobar si aquello que
se busca a través de los medios elegidos nos está conduciendo a esa meta. Se trata de una comprobación
imprescindible. Por que, como he dicho alguna vez: no hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor
eficacia en la dirección equivocada.
Quien educa ama
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra
| 3 Octubre, 2009
| 29 Noviembre, 2008
Hay quien sufre porque vive situaciones muy crueles. Me refiero a los alumnos que son interrogados,
examinados, juzgados en público (probablemente ante la persona de la que están perdidamente
enamorados), mostrando una ignorancia solemne… Hay quien recibe bromas hirientes (cuánta
mordacidad, cuánta ironía, cuánto sarcasmo…), sumido en el silencio de la impotencia, del miedo a las
represalias, del temor al castigo, de la inminencia del suspenso:
- Tienes menos futuro que una gamba en un chiringuito…, escribió un profesor en el cuaderno de la
hija de una buena amiga mía.
Hay quien sufre porque, a pesar de muchos esfuerzos, ve que sus calificaciones siguen siendo malas.
Mientras que otros con el mínimo esfuerzo son capaces de conseguir mejores resultados. Hay quien se
aburre soberanamente porque todo lo que se trabaja o se explica lo puede aprender en unos tiempos
sumamente breves. O porque lo que aprende no le interesa absolutamente nada. O porque tiene que
aprender con unos métodos absurdos.
Recuerdo vivamente una experiencia de mis años de Bachillerato. Los capitanes de los dos equipos que
integraban la clase elegíamos a los compañeros que iban a formar parte de nuestro grupo. Los equipos
competían por parejas de émulos y, también como grupos entre sí. Interesaba integrar el equipo con los
mejores alumnos para poder ganar. Los elegidos se ponían de pie al lado de los futuros compañeros.
- Elijo a fulano, decía un capitán.
- Elijo a fulano, decía el contrincante.
En una ocasión, cuando quedaban tres o cuatro alumnos sentados, sin haber sido elegidos todavía, el
capitán del otro equipo preguntó al profesor.
- ¿Podemos ya dejar de elegir?
Es decir, mejor sin ellos que con ellos. Eran un estorbo. Constituían un claro perjuicio para todos los
compañeros del equipo. La condena segura. La derrota inevitable. ¿Qué sentirían mientras se producía
este horrible proceso?, ¿qué pensarían de ellos mismos, de los profesores y de la situación?
Es preciso reflexionar sobre el dolor en la escuela. Sobre la humillación que supone el miedo, la
exclusión, el desprecio, la inferioridad, el fracaso. Sobre la tristeza causada por los compañeros y por
los que se dicen amigos cuando desprecian, acosan, comparan, ponen motes o insultan. En definitiva,
sobre las lágrimas que a muchos alumnos les ha supuesto acudir a la escuela.
Escribe Daniel Pennac en su hermoso libro “Mal de escuela”: “Eso era lo que le hacía llorar a la
pequeña Nathalie; sentía pesar por anticipado, lloraba su futuro como si fuera un joven muerto. Y se
sentía muy culpable de matarlo un poco más cada día, con sus dificultades en gramática. Cierto es que,
por otra parte, su profesor había creído oportuno asegurarle que tenía “agua sucia en el cráneo”.
Cuántas humillaciones, cuántas lágrimas, cuánto dolor innecesario. Es cierto que no todo es fácil en la
vida, que no todo es fácil en la escuela. Es cierto que los niños y los jóvenes han de saber que tienen
que esforzarse. Eso es otra cosa. Aquí me refiero a la angustia innecesaria, al dolor gratuito, a la
humillación ante el grupo de los compañeros… Ese dolor inmenso que produce una institución que está
ahí para enseñarnos a buscar la felicidad, ¿cómo se canaliza?, ¿adónde va a parar?, ¿qué efectos tiene
en el aprendizaje, en la convivencia, en el absentismo, en el fracaso escolar…? ¿Qué hacemos con ese
dolor, propio y ajeno?, ¿cómo lo desentrañamos?, ¿cómo lo manejamos?. Y, sobre todo, ¿cómo
podemos evitarlo? No mirar para otra parte. O decir que la escuela no se puede andar con paños
calientes porque su deber es preparar para una vida dura y de sufrimiento. Yo creo, por contra, que el
dolor estéril sólo produce rabia y amargura.
Muchos de quienes sufren lo hacen en silencio. Quizás piensan que ese dolor se lo tienen bien merecido
por torpes, por vagos, por estúpidos. A nadie hablan de él, con nadie lo comparten. Lo consideran
natural, consustancial a su condición inevitable de malos alumnos. No podemos ser indiferentes a ese
sufrimiento. Hemos de procurar evitarlo, no causarlo. Tenemos el deber de ayudar a quienes sufren ese
innecesario y estéril dolor que dificulta el aprendizaje, deteriora la propia imagen, enturbia la
convivencia y tiñe de color negro la vida. Creo que con una dosis más grande de sensibilidad y de
ternura, todos seríamos más felices, aprenderíamos más y conviviríamos mejor.