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Las mangas del chaleco

Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra


| 28 Marzo, 2009
La evaluación es un fenómeno de extraordinaria complejidad que permite poner sobre
el tapete todas nuestras concepciones, principios y actitudes sobre la enseñanza y
el aprendizaje. Dime cómo evalúas y te diré qué tipo de profesional y de persona
eres. Pues bien, entramos en fase de evaluación. Todo cobra un especial sentido
porque vamos a encontrarnos con los resultados. Siempre me
ha llamado la atención que la evaluación se haya convertido en el fin y no en un medio de comprobar y
de mejorar el aprendizaje. Pareciera que se estudia para ser evaluado y no que se evalúa para saber si se
ha aprendido y se puede aprender más y mejor. Me sorprende aún más que la evaluación se convierta en
un ejercicio de poder, de modo que algunos no se podrían imaginar lo que sería la escuela si esa forma
de entender la evaluación (como una finalidad, como una calificación) desapareciese. Es decir, que se ha
hecho más importante aprobar que aprender. Me llama la atención aún más que haya profesores (ya sé
que son excepciones) que disfrutan cuando suspenden mucho y piensan que de esa forma ellos y sus
asignaturas se hacen más importantes.
Qué decir de esa actitud que lleva al regodeo cuando el docente dice “le pillé en un renuncio”, “le
sorprendí copiando”, “descubrí la trampa”… Se produce como un perverso reto entre profesores y
alumnos. Unos tratan de engañar y otros tratan de no ser engañados.
Un profesor de francés examinaba a sus alumnos de vocabulario. A uno de ellos le preguntó:
- ¿Cómo se dice en francés pantalón?
El alumno, que no tenía ni idea, contestó de manera tentativa y aparentemente segura:
- Pantaloné.
El profesor, sin inmutarse, formuló una nueva pregunta:
- ¿Cómo se dice chaqueta?
El alumno hizo un nuevo alarde de improvisación:
- Chaqueté.
El examinador siguió adelante con el vocabulario:
- ¿Cómo se dice en francés mangas del chaleco?
El alumno contestó sin dudarlo un momento:
- Mangué del chalequé.
Entonces, el profesor intervino de forma contundente y entusiasta para decir:
- Está usted suspenso porque el chaleco no tiene mangas.
No sé si la anécdota ha sucedido. Probablemente, no. Para el caso es lo mismo. La traigo a colación
porque me parece importante reflexionar sobre las actitudes que se ponen en juego en el proceso
evaluador. La escuela es el reino de lo cognitivo pero debería ser también el reino de lo afectivo. Hay
muchos sentimientos en juego amarrados a la evaluación. Sentimientos de profesores y sentimientos de
alumnos. El peligro consiste en que lo que se ha aprendido o se ha dejado de aprender venga a ser
secundario. Que lo verdaderamente importante sea que el poder del evaluador, a través de la evaluación,
se mantenga a flote. ¿Qué sucedería en algunas clases si desapareciese el poder de evaluar? ¿Qué
sucedería si los alumnos supiesen que ellos mismos podrían evaluarse? Es decir, si lo único importante
fuese lo que se aprende porque no importase nada absolutamente la evaluación como acreditación o
calificación.

La constante referencia a la evaluación durante el proceso de enseñanza aprendizaje, la forma de hacer


preguntas, la parafernalia que rodea los exámenes, la solemnidad de las correcciones, la importancia de
las calificaciones invierten la jerarquía de estos dos fenómenos: aprobar y aprender.
Hay profesores que tienen amenazados a sus alumnos con el arma del examen. A través de ella imponen
el orden. El respeto y la sumisión. Los alumnos entran en la dinámica y desempeñan su papel. Se produce
entonces un forcejeo para ver quién puede a quién, quién engaña a quién. Los alumnos descubren pronto
que se puede engañar y que quien no lo hace es un pobre estúpido. Aprenden a copiar para garantizar el
éxito. Una amiga me cuenta que su sobrina fue sorprendida por su madre con la palma de la mano
izquierda escrita con esmero con la información que iba a ser objeto de examen. Al preguntarle qué
pasaba con su mano, dijo:
- No lo sé. Me habré apoyado en algún libro sin darme cuenta.
Y aprenden incluso, de forma colectiva, trampas más o menos ingeniosas. Me han contado que los
alumnos de una clase de historia cuyo profesor hacía exámenes improvisando cinco preguntas en la clase,
se ponían de acuerdo para contestar a cinco cuestiones que ellos elegían. El profesor, ante la uniformidad,
no descubría que no eran las que él había dictado.
Los alumnos aprenden también a buscar la respuesta del libro o de los apuntes; en definitiva, la respuesta
deseada. Es lo que hizo aquel alumno que sólo se había aprendido la lección de los gusanos. Fue
preguntado por los elefantes. Y él, en un alarde de argumentación rigurosa, contestó:
- Los elefantes son unos animales muy grandes, que tienen cuatro patas, dos orejas muy grandes, una
cola y una trompa enorme. La trompa tiene forma de gusano. Y los gusanos se dividen en…
No se puede generalizar. Hay muchos modos de proceder en la evaluación. Muchas de ellas admirables.
En un magnífico libro titulado “La evaluación comprensiva” dice Robert Stake: ” La diversidad es buena
no sólo porque las situaciones que precisan de evaluación son de múltiples tipos, sino también porque
aprendemos a hacer mejor las cosas cuando vemos que otros u otras las hacen de manera diferente”.
Hay muchos docentes que están más atentos a procesos que a resultados, que hacen una evaluación que
va más allá de la simple calificación o de la sucinta medición. Hay muchos docentes que convierten la
evaluación en una ocasión de diálogo, de comprensión, ayuda, aprendizaje y mejora. Sobre todo en una
experiencia de encuentro en el que todos aprenden. Una experiencia exigente y profunda que es realmente
educativa. Es decir que educa a quien la hace y a quien la recibe. A todos ellos y ellas, enhorabuena
La cerca del león
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra

| 26 Septiembre, 2009

Hay personas y leones que siguen sabiendo qué es lo esencial.

¿Qué es lo esencial del proceso educativo? ¿Cuál es la más importante de sus


pretensiones? ¿Cómo trabajar por alcanzarla y cómo saber si se ha
conseguido? Preguntas fundamentales.

El ajetreo, la prisa, la rutina. y otras trampas que tiende la vida, la sociedad y las organizaciones nos
llevan a ocuparnos e incluso a obsesionarnos con cuestiones intrascendentes cuando no perjudiciales.
Lo mismo se debe uno preguntar sobre la vida. ¿Qué es lo más importante? ¿Qué lo esencial? Saber
muchas cosas, ganar mucho dinero, disponer de muchas comodidades, comprar todo lo deseable, alcanzar
la fama, llegar al poder…, se convierten fácilmente en objetivos prioritarios. ¿Por qué? ¿Para qué?
¿En qué entretenemos el tiempo en la escuela y en la vida? Uno estas dos instancias de manera firme
porque sólo entiendo una escuela que ayuda a vivir. No comparto la concepción de una escuela
academicista, de espaldas a la realidad, cuyo fin se cierra en sí misma.
Quiero compartir con el lector o lectora una historia que muestra de forma meridiana lo que quiero decir
en estas líneas sabatinas.
Un león fue capturado y encerrado en un zoológico, se encontró con otros leones que llevaban allí muchos
años. El león no tardó en familiarizarse con las actividades sociales de los restantes leones, los cuales
estaban asociados en distintos grupos. Un grupo era el de los socializantes; otro el del mundo del
espectáculo; incluso había un grupo cultural, cuyo objetivo era preservar las costumbres, la tradición en
la que los leones eran libres; había también grupos religiosos, que solían reunirse para entonar canciones
acerca de una futura selva en la que no habría vallas. Y había, finalmente, revolucionarios que se
dedicaban a conspirar contra sus captores.
Mientras lo observaba todo, el recién llegado reparó en la presencia de un león que parecía dormido, un
solitario no perteneciente a ningún grupo. Al reparar en la presencia del novato, el veterano león dijo:
- Ten cuidado. Esos pobres locos se ocupan de todo menos de lo esencial: estudiar la naturaleza de la
cerca
Hasta aquí la historia. No hacen falta muchas disquisiciones para comprender que todos los grupos
distraían al león recién llegado de la tarea fundamental que tenía que realizar en aquel lugar que le privaba
de la libertad. Podía estar entretenido en muchas actividades, incluso podría estar ajetreado con muchas
ocupaciones. Todas le distraían y alejaban de su quehacer fundamental
Creo que hay dos finalidades fundamentales en la educación. Una tiene que ver con el desarrollo de la
capacidad de pensar. Se refiere a esa dimensión crítica de la que hablaba Paulo Freire. Con sus palabras:
pasar de la dimensión ingenua a la dimensión crítica. Una persona educada no se deja engañar fácilmente.
Sabe que hay hilos ocultos que mueven las cosas, sabe que hay personas interesadas que mueven esos
hilos, sabe que esos hilos no está fatalmente tendidos por fuerzas divinas, sabe que esos hilos se pueden
romper…La persona educada no repite mecánicamente los conocimientos adquiridos como si la ciencia
fuese neutra e indiscutible. Sabe que también el conocimiento (su producción, su difusión, su utilización)
se puede manipular.
La persona educado en la esencial es consciente de que está ahí la cerca, de que hay quien está interesado
en recrecerla con nuevas piedras y de fortalecerla con nuevas capas de hormigón. Lo hace a veces el
poder que pretende hacernos meros súbditos. Lo hace el comercio que quiere convertirnos en meros
clientes. Lo hace el mercado que pretende convertirnos en trabajadores eficaces,. Lo hace la publicidad
que quiere persuadirnos de que sus intereses coinciden con los nuestros.
Lo esencial de la educación es que ayude a pensar a las personas, que las abra los ojos, que las libre de
la asunción acrítica de estereotipos, creencias, mitos, trucos, trampas, leyendas y otras estrategias de
dominación.
Hay otra finalidad esencial. Tiene que ver con la dimensión ética. Se trata de aprender a convivir. De
aprender a ser felices juntos. Una persona educada tiene valores. Los conoce y los ejercita. Si los
conocimientos que adquirimos son utilizados para engañar, robar, mentir, oprimir y explotar a los demás,
¿merece la pena adquirirlos?
Existe una obsesión por ganar puestos en las clasificaciones que establecen las evaluaciones del sistema
educativo. Está bien. Pero, ¿a dónde nos llevan los buenos resultados académicos? A que los que más
saben se aprovechen de los que menos saben, de los que menos tienen, de los que menos pueden? ¿Es
eso una buena educación?
La cuestión lógica que sigue es preguntarse por el modo de alcanzar esas finalidades esenciales. Podemos
saber hacia dónde queremos ir, pero no cómo se llega hasta allí. Para aprender a pensar es preciso romper
la visión academicista de la enseñanza. La concepción meramente transmisiva de conocimientos inertes.
Es preciso poner el énfasis en la creación, en la investigación, en el análisis, en la crítica, en la
argumentación. Para aprender a convivir hay que proponer, practicar, y desarrollar valores. Hay que
cultivar también la esfera de los sentimientos. Y hay que hacerlo de manera intencional, compartida y
persistente.
La última cuestión es preguntarse si se está avanzando en la buena dirección. Comprobar si aquello que
se busca a través de los medios elegidos nos está conduciendo a esa meta. Se trata de una comprobación
imprescindible. Por que, como he dicho alguna vez: no hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor
eficacia en la dirección equivocada.
Quien educa ama
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra
| 3 Octubre, 2009

La educación es comunicación sustentada sobre el amor.


“Quien ama educa” es el título de un reciente libro de Içami Tiba, licenciado
en Psiquiatría por la Universidad brasileña de Sao Paulo. El libro está
dirigido a padres y madres y, también, a educadores y educadoras.
En él se “ofrecen las claves necesarias para impedir que los hijos los
tiranicen, les ayuda a descubrir las consecuencias de una educación
permisiva y los prepara ante posibles situaciones críticas”, se dice en la
contraportada. Cuestiones importantes y en absoluto sencillas sobre las
que conviene reflexionar. Pero no me importa tanto el contenido del libro como glosar su hermoso y
certero título que, a mi juicio, encierra una gran verdad. Si la educación es algo, es precisamente
comunicación influyente y beneficiosa. Y para ser comunicación beneficiosa entre personas, tiene que
estar sustentada en el amor.
Me preocupa que haya mercenarios en la educación. Caracteriza a los mercenarios el desempeño de un
oficio por un salario, sin que medie apasionamiento, sin que en el ejercicio de la tarea existan sentimiento
alguno. Hay muchos rebotados que aterrizan en la enseñanza porque no han podido hacer lo que
realmente querían. Me preocupa el hecho de que algunos se dediquen a esta tarea “porque de algo hay
que vivir”, “porque es un modo como otro cualquiera de ganar un dinero” y “porque no encontré otra
cosa mejor”….
Sé que el amor está cargado de trampas. Ahí esta, para demostrarlo, la sobreprotección que impide crecer,
el chantaje afectivo que arrasa la libertad, la proyección de traumas que convierte al otro en una víctima,
la sensiblería que debilita la voluntad, la culpabilización que castiga de manera sutil…
Una madre judía le regala a su hijo dos corbatas, una roja y otra verde. Al día siguiente el hijo se presenta
en la casa de la madre, exhibiendo muy ufano la corbata roja. Al reparar en ella, con el rastro entristecido,
la madre le dice:
- Pero, hijo, ¿es que la verde no te ha gustado?
Es cierto que existen trampas en el amor. Recuerde el lector el hermoso título de Charo Altable:
“Penélope o las trampas del amor”. Pero no es menos cierto que sin amor es imposible que se produzca
un auténtico proceso educativo. Y entiendo por amor aquel sentimiento profundo que se concreta en
acciones significativas, no el sentimentalismo edulcorado que aleja de la exigencia , del esfuerzo y de la
responsabilidad.
En el excelente libro de Daniel Pennac titulado “Mal de escuela” dice el autor (perdóneseme, cito de
memoria) que los profesores estamos muy preocupados por los métodos de enseñanza, pero que hay algo
más importante que los métodos. Interrogado por un hipotético interlocutor sobre “eso” que es tan
importante, dice que no puede pronunciar esa palabra sin correr el riesgo de ser descalificado en algunas
instituciones. Ante la insistencia, desvela el secreto: El amor.
El amor ayudará a descubrir caminos, a mantener la esperanza, brindará estrategias, dará fortaleza y
perseverancia, y acercará con respeto a las personas. El amor está cargado de exigencia y de ternura, de
esfuerzo y de sensibilidad, de presencia y de distancia. El amor, hace que, utilizando la interesante
expresión de Pennac “nunca se abandone a la presa”. Porque el amor es más fuerte que la obstinada
brutalidad y la torpeza más aguda.
En muchas ocasiones, nos obsesionamos por las cosas que los niños y alumnos tienen que poseer, por
los conocimientos que tienen que adquirir, por las destrezas que tienen que dominar… Nos desvela la
pretensión de que no les falta nada. Y para ellos trabajamos con denuedo. Pero caemos en una trampa:
no estamos con ellos. Buscamos lo mejor para ellos sin darnos cuenta de que los estamos privando de lo
esencial: la compañía..
Lo voy a decir con palabras de un niño, reproduciendo un texto que llegó a mis manos hace años y del
que, lamentablemente, no puedo precisar la autoría:
“Un niño meditando en su oración, concluyó: Señor esta noche te pido algo especial, convertirme en un
televisor. Quisiera ocupar su lugar. Quisiera vivir lo que vive la tele de mi casa. Es decir, tener un cuarto
especial para mí y reunir a todos los miembros de mi familia a mi alrededor.
Quisiera ser tomado en serio cuando hablo. Convertirme en el centro de atención al que todos quieren
escuchar sin interrumpirle ni cuestionarle. Quisiera sentir el cuidado especial que recibe la tele cuando
algo no funciona.
Y tener la compañía de mi papá cuando llega a casa. aunque esté cansado del trabajo. Y que mi mamá
me busque, en lugar de ignorarme. Y que mis hermanos se peleen por estar conmigo.
Y que pueda divertirlos a todos, aunque a veces no les diga nada. Quisiera vivir la sensación de que lo
dejen todo por pasar unos momentos a mi lado.
Señor, no te pido mucho. Sólo vivir lo que vive cualquier televisor”.
Conmovedora y profunda demanda. Los adultos, acuciados por los trabajos y las ocupaciones (muchas
de ellas con finalidad de que los niños tengan una vida cómoda y segura), olvidamos que lo que más
necesitan los niños es tenernos a su lado haciendo patente el amor.
Creo que una buena parte de los problemas de la escuela y de la educación radica en la falta de amor.
Sencillamente, no nos importan porque no los queremos. Enunciado que puede invertirse: no los
queremos porque no nos importan.
Hay que saber, sí. Hay que estar al día. Hay que ser competentes. Un médico no cura a sus pacientes sólo
con amor. Pero hay que amar lo que se hace y, sobre todo, a las personas, para poder ayudarlas de verdad..
Porque es precisamente el amor lo que pone en marcha los motores de la acción comprometida. Decía
con el acierto de siempre la filósofa María Zambrano: “Hay cosas que sólo el amor puede conseguir”.
Dolor en la escuela
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra

| 29 Noviembre, 2008

Me preocupa mucho el dolor de los alumnos y alumnas en la


escuela. Ya sé que también sufren algunos profesores y
profesoras porque hay quien se empeña en no aprender y en
que los otros no aprendan. Es decir, en hacer la vida
imposible a los demás. Y porque hay familias que,
estúpidamente, desautorizan y agreden a los docentes, sin
darse cuentan que están alimentando un monstruo del que
serán las primeras víctimas. Me duelen los profesores que
sufren en la escuela. Pero, claro, los profesores son adultos y
cobran por hacer su trabajo. Tienen en su mano poder. El
poder de evaluar, el poder de mandar, el poder de saber, el
poder de la experiencia, el poder de la institución. No es lo
mismo.
Reflexionaré en estas líneas (no porque el otro dolor no
merezca mi respeto y preocupación) sobre el dolor de los
alumnos y de las alumnas, que empieza en los albores de la
escolarización. Me entristece el llanto de los niños pequeños
cuando dicen de mil modos, agarrados a las piernas de su
padre o de su madre:
- ¡No quiero ir al Cole…! ¡Por favor, no me lleves!
Hay quien sufre porque se considera una nulidad, una
persona incapaz de aprender. Por propio convencimiento o
por sugerencia ajena han acabado concluyendo que “no valen
para estudiar”, pero sabiendo que tienen que seguir
estudiando. O, lo que es peor, “que no valen para nada”,
sabiendo que tienen toda la vida por delante. Hay quien sufre
porque recibe comparaciones humillantes, respecto a otros
compañeros o, incluso, respecto a sus propios hermanos.
- ¡Si fueras como tu amigo! ¡Si fueras como tu hermano!

Hay quien sufre porque vive situaciones muy crueles. Me refiero a los alumnos que son interrogados,
examinados, juzgados en público (probablemente ante la persona de la que están perdidamente
enamorados), mostrando una ignorancia solemne… Hay quien recibe bromas hirientes (cuánta
mordacidad, cuánta ironía, cuánto sarcasmo…), sumido en el silencio de la impotencia, del miedo a las
represalias, del temor al castigo, de la inminencia del suspenso:
- Tienes menos futuro que una gamba en un chiringuito…, escribió un profesor en el cuaderno de la
hija de una buena amiga mía.
Hay quien sufre porque, a pesar de muchos esfuerzos, ve que sus calificaciones siguen siendo malas.
Mientras que otros con el mínimo esfuerzo son capaces de conseguir mejores resultados. Hay quien se
aburre soberanamente porque todo lo que se trabaja o se explica lo puede aprender en unos tiempos
sumamente breves. O porque lo que aprende no le interesa absolutamente nada. O porque tiene que
aprender con unos métodos absurdos.
Recuerdo vivamente una experiencia de mis años de Bachillerato. Los capitanes de los dos equipos que
integraban la clase elegíamos a los compañeros que iban a formar parte de nuestro grupo. Los equipos
competían por parejas de émulos y, también como grupos entre sí. Interesaba integrar el equipo con los
mejores alumnos para poder ganar. Los elegidos se ponían de pie al lado de los futuros compañeros.
- Elijo a fulano, decía un capitán.
- Elijo a fulano, decía el contrincante.
En una ocasión, cuando quedaban tres o cuatro alumnos sentados, sin haber sido elegidos todavía, el
capitán del otro equipo preguntó al profesor.
- ¿Podemos ya dejar de elegir?
Es decir, mejor sin ellos que con ellos. Eran un estorbo. Constituían un claro perjuicio para todos los
compañeros del equipo. La condena segura. La derrota inevitable. ¿Qué sentirían mientras se producía
este horrible proceso?, ¿qué pensarían de ellos mismos, de los profesores y de la situación?
Es preciso reflexionar sobre el dolor en la escuela. Sobre la humillación que supone el miedo, la
exclusión, el desprecio, la inferioridad, el fracaso. Sobre la tristeza causada por los compañeros y por
los que se dicen amigos cuando desprecian, acosan, comparan, ponen motes o insultan. En definitiva,
sobre las lágrimas que a muchos alumnos les ha supuesto acudir a la escuela.
Escribe Daniel Pennac en su hermoso libro “Mal de escuela”: “Eso era lo que le hacía llorar a la
pequeña Nathalie; sentía pesar por anticipado, lloraba su futuro como si fuera un joven muerto. Y se
sentía muy culpable de matarlo un poco más cada día, con sus dificultades en gramática. Cierto es que,
por otra parte, su profesor había creído oportuno asegurarle que tenía “agua sucia en el cráneo”.
Cuántas humillaciones, cuántas lágrimas, cuánto dolor innecesario. Es cierto que no todo es fácil en la
vida, que no todo es fácil en la escuela. Es cierto que los niños y los jóvenes han de saber que tienen
que esforzarse. Eso es otra cosa. Aquí me refiero a la angustia innecesaria, al dolor gratuito, a la
humillación ante el grupo de los compañeros… Ese dolor inmenso que produce una institución que está
ahí para enseñarnos a buscar la felicidad, ¿cómo se canaliza?, ¿adónde va a parar?, ¿qué efectos tiene
en el aprendizaje, en la convivencia, en el absentismo, en el fracaso escolar…? ¿Qué hacemos con ese
dolor, propio y ajeno?, ¿cómo lo desentrañamos?, ¿cómo lo manejamos?. Y, sobre todo, ¿cómo
podemos evitarlo? No mirar para otra parte. O decir que la escuela no se puede andar con paños
calientes porque su deber es preparar para una vida dura y de sufrimiento. Yo creo, por contra, que el
dolor estéril sólo produce rabia y amargura.
Muchos de quienes sufren lo hacen en silencio. Quizás piensan que ese dolor se lo tienen bien merecido
por torpes, por vagos, por estúpidos. A nadie hablan de él, con nadie lo comparten. Lo consideran
natural, consustancial a su condición inevitable de malos alumnos. No podemos ser indiferentes a ese
sufrimiento. Hemos de procurar evitarlo, no causarlo. Tenemos el deber de ayudar a quienes sufren ese
innecesario y estéril dolor que dificulta el aprendizaje, deteriora la propia imagen, enturbia la
convivencia y tiñe de color negro la vida. Creo que con una dosis más grande de sensibilidad y de
ternura, todos seríamos más felices, aprenderíamos más y conviviríamos mejor.

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