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II. La inquietud y la caricia.

Comentario
en clave agustiniana sobre el mundo, el
miedo y el amor

DIEGO IGNACIO ROSALES MEANA


Centro de Investigación Social Avanzada

A Claudia

I. EL MUNDO, EL BIEN Y LA INQUIETUD


Habitamos un mundo injusto, un mundo desequilibrado. No es-
tamos en el cielo. ¿Quién puede decir que habita en medio de la di-
cha plena, de la paz absoluta? El mundo en el que vivimos no nos
ofrece la totalidad de las seguridades que nuestra felicidad reclama.
Basta mirar fuera y ver el hambre y el dolor, o mirar dentro y ver
nuestras propias incapacidades, nuestros monstruos y necesidades,
para desmentirse sobre la realización completa de la felicidad y del
bien en nuestro presente.
Esta afirmación, no obstante, no se constriñe al estado de cosas
que el siglo XXI nos presenta. Más bien, al contrario, parece ser la
constante de las civilizaciones, cuya historia ha estado siempre atra-
vesada por el dolor, así como la constante de las infinitas biografías
de seres humanos que habitan esta tierra y que, a pesar de algunos
poder llamarse a sí mismos “felices”, no desengañarán a quien crea
que su felicidad es imperfecta. La felicidad que nos está permitida
es siempre provisional, potencialmente inmensa, es verdad, pero
no verdaderamente perfecta. No tengo ningún derecho a desmen-
tir a quien dice al final de su vida que vivió feliz. Está claro que hay
muchas vidas que encuentran un sentido en medio de la fatiga y el
dolor, o incluso gracias a ese dolor que padecen. Pero, ¿quién hay
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que califique esa vida como la vida perfecta, como el cumplimiento


completo de los anhelos y deseos? ¿No es, acaso, pensable al menos,
una vida sin dolor alguno, sin fin alguno, una paz sin violencia, una
dicha que no tenga fin y turbación alguna? “En realidad, aquí nos lla-
mamos felices cuando tenemos paz, esa pequeña paz que podemos
encontrar en una vida buena. Pero si comparamos esta felicidad con
la bienaventuranza que llamamos final, se vuelve una miseria1”. Sola-
mente un Bien que sea verdaderamente perfecto puede ofrecer una
satisfacción a esta situación primaria de inquietud, cuya naturaleza
es esencialmente mundana, perteneciente al mundo.
¿Qué significa que vivimos en el mundo? Primordialmente, que
toda experiencia de nosotros mismos dice tiempo y dice espacio, que
estamos siempre localizados en un lugar y en un momento y que
cualquier empresa vital que emprendamos implica y supone estas
condiciones. Nuestra existencia está marcada por una “topología2”,
por unas circunstancias y unas coordenadas a las que no puedo ser
sordo y que no puedo obviar si quiero describir quién soy.
Crezco, desenvuelvo mi vida y me constituyo quien soy siempre
en las coordenadas que el tiempo y el espacio me ofrecen. En esas
condiciones topológicas está mi vida transida desde el inicio y hasta
el final por un hiato doble: aquél que se abre entre lo que soy de he-

1
ciu. XIX, 10 (Hic autem dicimur quidem beati, quando pacem habemus, quan-
tulacumque hic haberi potest in vita bona: sed haec beatitudo illi, quam finalem
dicimus, beatitudini comparata prorsus miseria reperitur). Las traducciones de
los textos de san Agustín son mías, aunque he tenido siempre a la vista la edi-
ción de las obras completas en español publicada por la Biblioteca de Autores
Cristianos. Incluyo siempre el latín a pie de página para consulta del lector.
Las abreviaturas son las convencionalmente aceptadas, establecidas por el Au-
gustinus lexicon editado por Cornelius Mayer. Hay una relación de ellas al final
del texto.
2
Cfr. Jean-Yves Lacoste, Experiencia y Absoluto, p. 17. Para no hacer demasiado
engorroso el aparato crítico de la bibliografía secundaria, mencionaré única-
mente el nombre del autor, el título del libro o del artículo y, si es el caso, la
página. Al final podrá el lector encontrar un listado con las referencias biblio-
gráficas completas.
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cho y lo que quiero llegar a ser, y el que se abre entre lo que vivo en
mi interioridad y lo que de ello expreso. Por más que hable, por más
que actúe, siempre queda un residuo dentro mío que no logro exter-
nar del todo. Mi cuerpo es menos grande que mi interioridad, y mi
lenguaje es precario al comparársele con lo que vivo y experimento
en mi conciencia. Esta doble inadecuación: entre lo que soy y lo que
quiero llegar a ser, así como entre lo que vivo en mi interioridad y
lo que de ello externo, es la condición nativa sobre la que se monta
el deseo humano y toda actividad del hombre: quiero ser, pero no
siempre sé qué es aquello que quiero y cuando intento realizarlo no
puedo realizarlo bien del todo.
Esta inadecuación es primordialmente objetiva, pero al ser ella
experimentada desde el interior de mi subjetividad, es decir, cuando
cobro conciencia de que mi vida depende verdaderamente de mí y de
que cabe la posibilidad del éxito pero también la del fracaso, experi-
mento lo que Agustín ha llamado inquietudo3.
La idea de “inquietud” me permite decir la desarticulación pri-
maria que provoca la topología. Ella no es una emoción, un senti-
miento o un vivencia concreta, sino una situación primordial de lo
que implica la vida humana al interior del mundo: sea cual sea el
proyecto que emprenda y que sacie de alguna manera mi deseo, vie-
ne otro inmediatamente a suplir al anterior. Por eso la situación es
precisamente “in-quietud”, ausencia de paz, ausencia de estabilidad,
es movimiento originario e intento perenne de felicidad.
La situación fundamental de la inquietud provisionaliza todo bien
propuesto por la topología, todo bien inscrito en las coordenadas
espacio-temporales del mundo e instala al ser humano en una situa-

3
Cfr. conf. I, 1, 1: “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto
hasta que no descanse en ti” (fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum
donec requiescat in te). Un comentario interesante sobre la inquietudo como
raíz de la “facticidad” y del modo de disponerse el hombre ante los fenómenos
del mundo, sobre todo en relación con la tematización que de esto ha hecho
la fenomenología contemporánea, puede encontrarse en Jean-Yves Lacoste, Le
monde et l’absence d’œuvre, pp. 49 ss.
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ción de precariedad. No solamente porque la inquietud es una situa-


ción que enfrenta al ser humano con aquello que pueda satisfacerle
y exhibe de bruces la insuficiencia de lo mundano, sino porque ella
viene motivada también por la incapacidad fundamental de expresar
con hondura y precisión el ser que él mismo es. En este sentido el
ser humano es constantemente un perseguidor de la manifestación4.
Ya el niño se sabe y se vive inmerso en la lógica del “siempre más”
a la que le mueve la inquietud. Pero el adulto lo sabe aún mejor, pues
toda tarea que emprenda y proyecto que inicie podrá anunciarse des-
de su comienzo como una promesa que, si quiere plantearse absolu-
ta, será traicionera respecto de la inquietud fundamental. Sin negar
las alegrías que una meta cumplida pueda dar a la vida humana, nin-
guna de ellas puede ser considerada la definitividad última de lo que
quiero llegar a ser u obtener. La inquietud es por eso una situación
constitutivamente paradójica: siendo parte del mundo, el ser huma-
no se sustrae a cualquier satisfacción mundana. Solamente un Bien
perfecto puede colmarla y dar al ser humano la dicha tal como la
busca; alegría infinita, felicidad inmensa, que Agustín describió co-
mo “la paz de la vida eterna, o la vida eterna en paz5”.
La inquietud no predetermina nada ni predispone a nada, excep-
to a buscar la paz absoluta. Ella está íntimamente ligada a la cuestión
de la felicidad, pues el modo como la conciba a ella determina cuál es
el más grande de mis amores y el lugar al que se dirige el más hondo
de mis deseos. Debo preguntarme qué constituye la felicidad y cómo
puedo acercarme a tal estado de beatitud, bajo el riesgo mortal de
errar y dirigir mi vida hacia un estado de aún mayor inquietud y
desasosiego.

4
Cfr. Vicent Giraud, Augustin, les signes et la manifestation, que constituye, a
mi juicio, uno de los mejores libros que se han publicado sobre san Agustín
en los últimos años. No solamente tiene el mérito de hacer dialogar a Agustín
con la filosofía contemporánea, específicamente con la filosofía del lenguaje,
la fenomenología y la hermenéutica, sino que puede ser el comienzo, desde mi
punto de vista, del desarrollo de una antropología verdaderamente novedosa.
5
ciu. XIX, 11 (pax in vita aeterna, vel vita aterna in pace).
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La respuesta a esta pregunta es de capital importancia, pues ella


me ayudará a poner orden a lo que quiero y a lo que no quiero, me
ayudará a discernir lo importante de lo superfluo. La inquietud es
una cuestión de resolución urgente, que podrá y tendrá que impli-
car paciencia, pero que no puede nunca aplazarse. Ella me impele a
moverme hoy, no mañana ni el día después, sino que ella me obliga a
jugar mi libertad entera este mismo día y en este mismo momento6.
Por eso debemos dilucidar con el tesón que lo pide la cuestión sobre
qué es lo que queremos, pues con frecuencia nos contradecimos y
hacemos lo que no queremos o abandonamos el quehacer de lo que
sí queríamos.

II. EL TEMOR Y LOS DESEOS


La situación primordial de inquietud cobra forma al interior del
mundo bajo la figura del deseo. No podemos simplemente acallar
nuestros impulsos, apetitos y anhelos, pero tampoco podemos cie-
gamente obedecerlos y darles cauce sin límite alguno. Ellos pueden
acercarme al ideal de la paz o enviarme a divertimentos que no sólo
no acallarán sino que alimentarán más la inquietud fundamental. Si
bien el deseo se muestra con frecuencia precario e inútil, pues lo que
quiero me trae muchas veces males y dolores inmensos, él es el pri-
mer impulso y guía que me mueve a buscar la felicidad. Con todo,
no puede ser él sólo la resolución de la inquietud, no solamente por
su volatilidad o porque puede ser accidental a sí mismo el ser certero
(¡cuántas veces no lo es!). Hay al menos dos factores con los que el
deseo entra en juego por los que no puede ser él la única pista para
encontrar el Bien perfecto.
En primer lugar, la pregunta sobre lo que quiero comparece junto
con la pregunta sobre lo que “debo”, y el deseo y el deber no necesa-
riamente coinciden en su objeto. Hacer a un lado la pregunta por el

6
Cfr. Anibal Fornari, “Memoria, deseo e historia: acontecimiento del yo y alter-
nativa de la libertad desde san Agustín”, pp. 5-17.
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deber sería atacar la cuestión de manera fracturada. Si yerro en mi


desear, si dedico mi vida a banalidades sin fin, mi vida puede ser un
fracaso y, lo que es peor, puede hacer que la vida de otros quede da-
ñada en lo más profundo de su intimidad. Cabe la posibilidad de que
la búsqueda de mi propia felicidad haga a otros entera y eternamente
infelices. Deber y deseo han de comparecer juntos ante la pregunta
por la felicidad.
En segundo lugar, el carácter objetivo de los bienes del mundo es
un carácter finito. Aún en el caso de confirmar que verdaderamente
quería lo que deseaba, por ser este bien un bien mundano comparece
como precario. Tan pronto como obtengo un bien, aparece el miedo
de perderlo. Deseo y miedo constituyen así otra pareja permanente
al interior de la topología: “¿Cuándo le fue bien al género humano?
¿Cuándo vivió sin miedo, cuándo sin dolor? ¿Cuándo gozó de la feli-
cidad asegurada, cuándo no de la verdadera infelicidad? Si nada tie-
nes, ardes en deseos de poseer. ¿Posees algo? Tiemblas ante la posibi-
lidad de perderlo y, lo que ya es el colmo de la miseria, te consideras
sano a pesar de aquel ardor y de este temor7”. Deseo y deber; deseo y
temor, son dos parejas cuya dinámica va condicionando la búsqueda
de la felicidad y la resolución de la inquietud.
El temor exhibe una de las condiciones primordiales que la topo-
logía impone a la vida humana: la inseguridad y la precariedad. No
somos Dios, y el verdadero poder no está nunca en nuestras manos.
No basta la obtención de absolutamente todas las virtudes y los bienes
en esta vida para obtener la beatitudo, para que acaezca en nosotros
el Bien perfecto. Basta no abandonarse a los éxtasis del hachís para
comprender que todo lo que uno tiene en este mundo puede perder-
se para siempre. En esa medida, el miedo no es solamente una emo-
ción concreta, una pasión que surja ante un mal concreto —aunque

7
s. 346C, 2 (Quando ergo bene fuit generi humano? Quando non timor, quando
non dolor, quando certa felicitas, quando non vera infelicitas? Si non habes, ar-
des ut acquiras: habes? tremis ne perdas; et quod est miserius, et in illo ardore et
in isto timore sanum te putas.) Cfr. sol. I, 12, 20; beata u. 4, 33; mor. I, 3, 4-5;
ciu. XIV, 4-9.
La inquietud y la caricia 55

también—, sino quizá uno de los elementos esenciales en la ecuación


sobre la vida y, fenomenológicamente considerado, el correlato afec-
tivo de la condición primaria de precariedad, de indigencia, de habi-
tantes de un territorio pobre, tierra baldía (regio egestatis)8.
El miedo entendido como pasión consiste en el retraimiento del
yo hacia sí mismo9, es el freno mismo del deseo, su contrario. La
vida entera es, así, una afrenta en contra del temor y lo temible pues
si él triunfara siempre en cada lucha del ánimo, no levantaríamos si
quiera la primera ceja y todo movimiento que buscara conseguir la
felicidad quedaría siempre clausurado. Esto no es una cuestión de
poca monta, es precisamente en la respuesta al miedo en donde se
juega el triunfo o la derrota de la voluntad.
La importancia del De libero arbitrio radica a mi juicio precisa-
mente aquí. En él, Agustín alcanza a mirar claramente el punto de
bifurcación entre una vida echada por la borda o una vida dirigida y
conducida por el Bien. Así como el gozo es la experiencia primige-
nia afirmadora de la vida, a todos nos ha visitado el dolor y el sufri-
miento. Es normal y lógico que el temor, a partir de un determinado
momento de nuestras vidas juegue un papel importante, al no querer
nadie reproducir ni las condiciones que produjeron el acontecimien-
to del desastre ni, por supuesto, el desastre mismo. Después de que
la espada del sufrimiento nos ha helado el alma alguna vez, la mayor
parte del triunfo o el fracaso del deseo se juega en el modo como
afrontemos el temor. Puede haber en nuestra vida espantos tan gran-
des que, después de haberlos padecido, no queramos sino replegar-
nos sobre nosotros mismos para ver si encontramos allí, ya que nos
ha asustado tanto el mundo, algún resquicio de consuelo.

8
Cfr. beata v., 4, 28 ss; conf. II, 10, 18.
9
Cfr. ciu. XIV, 6; diu. qu. XXXIII; Cicerón, Disputas tusculanas, IV, 2; De finibus
bonorum et malorum, V, 7, 17; Sobre el papel de las pasiones y la vida afectiva
en la ética agustiniana puede verse el libro de Sarah Byers, Perception, Sensibi-
lity, and Moral Motivation in Augustine. A Stoic-Platonic Synthesis y el artículo
de Terrence Irwin, “Augustine’s Criticism of the Stoic Theory of Passions”, pp.
430-447.
56 Diego Ignacio Rosales Meana

Agustín.— […] Querer vivir sin miedo no es solamente propio de los bue-
nos, sino también de los malos, aunque con una diferencia: los buenos lo desean
rechazando el amor de las cosas que no se pueden poseer sin peligro de per-
derlas; los malos, en cambio, con el fin de disfrutar [fruendis] con seguridad de
ellas, se esfuerzan en remover los obstáculos y por eso llevan una vida malvada
y criminal que, más que vida, debe llamarse muerte.
Evodio.— Reconozco mi error, y me alegro mucho de haber visto por fin
con claridad qué es aquel deseo culpable que llamamos concupiscencia [libido].
Ahora veo con evidencia que consiste en el amor de aquellas cosas que podemos
perder contra nuestra propia voluntad10.

Es ésta una de las primeras apariciones del concepto libido en el


corpus agustiniano11. Significa el movimiento por el que entregamos
el alma a bienes caducos, es desear lo que me puede ser de alguna
manera arrebatado. Por el contrario, desear bien, quiere decir evitar
esos amores, los de lo precario y lo perecedero.
El buen deseo deseará renunciando a todo lo que no puede poseer
sin peligro de que luego le sea arrebatado, deseará solamente lo que
sea seguro de manera objetiva, de manera definitiva. El buen deseo
deseará un Bien que sea perfecto, sin pederse en bagatelas, faustos y
oropeles: “este bien, si existe, —dice Agustín— debe ser de tal modo
que no se pueda perder contra nuestra voluntad; pues nadie pone

10
lib. arb. IV, 10 (Aug.— […] Cupere namque sine metu vivere non tam bonorum,
sed etiam malorum omnium est; verum hoc interest, quod id boni appetunt aver-
tendo amorem ab his rebus, quae sine amittendi periculo nequeunt hebri; mali
autem, ut his fruendis cum securitate incubent, removere impedimenta conan-
tur et propterea facinorosam scelera tamque vitam, quae mors melius vocatur,
gerunt. / Ev.— Resipisco et admodum gaudeo tam me plane cognovisse, quid sit
etiam illa culpabilis cupiditas, quae libido nominatur. Quam esse iam apparet
earum rerum amorem, quas potest quisque invitus amittere. Quare nunc, age,
quaeramus, si placet, utrum etiam in sacrilegis libido dominetur, quae videmus
plura superstitione committi.)
11
El concepto de libido tiene en la filosofía agustiniana una importancia parti-
cular, pues expresa el movimiento de retraimiento del yo sobre sí mismo. Así
se explica el pecado, como la preferencia de uno mismo por encima del Bien.
Algunos de los textos fundamentales en los que desarrolla esta idea son: conf.
II, 4, 9; ciu. XIV; trin. XII, 9, 14; doctr. chr. III, 10, 6; Gn. litt. XI, 15, 19. Cfr.
Isabelle Bochet, Saint Augustin et le désir de Dieu, pp. 78-101.
La inquietud y la caricia 57

confianza en un bien que ve se le pueden arrebatar, aunque tenga


la firme voluntad de retenerlo y conservarlo. Y el que no posee con
confianza el bien que goza, ¿puede ser feliz con el temor que tiene de
perderlo?12”. Este deseo es un buen deseo porque lo que de él puede
obtenerse está por completo garantizado pues, por definición, el Bien
perfecto (summum bonum) tiene la característica del “poder” en sen-
tido estricto. No hay nada que lo amenace, de modo que permite el
descanso y la confianza. Por ser perfecto, además, este Bien es com-
prensible únicamente bajo el horizonte de un éschaton, es decir, bajo
un horizonte extra-histórico y extra-mundando, de manera que el
deseo que se deja moldear por él puede aprender a desear las cosas y
a sí mismo interpretándolas y amándolas como mediadoras y como
pasos intermedios para el verdadero fin. El deseo que deja modularse
por un horizonte extra-topológico podrá volver a los objetos munda-
nos sin considerarlos dioses omnipotentes, sin depositar en ellos la
totalidad de su alma y de sus cariños.
El mal deseo, movido por el temor no solamente al daño o al fra-
caso, sino por el temor de perder los frágiles bienes que va obtenien-
do, quiere seguridad hic et nunc. Por definición, el mal deseo es des-
confiado, busca una seguridad aquí y ahora. Como el Bien perfecto
no puede proveerle de manera fenoménica o evidente esta seguridad,
pues por principio está fuera del mundo, sustituye a este summum
bonum con las fuerzas que salen de sí mismo, fuerzas veleidosas y
caprichosas, mundanas, propias del árido territorio del mundo. El
sujeto que desea bajo la forma de libido se convierte en sostén de su
propio deseo, apela a sí mismo para justificar su movimiento y, en
este movimiento defectivo, inmanente, el deseo se vuelca sobre sí y
se muerde la cola, permaneciendo en la inmanencia.

12
mor. I, 3, 5 (Hoc igitur si est, tale esse debet quod non amittat invitus. Quippe
nemo potest confidere de tali bono, quod sibi eripi posse sentit, etiamsi retinere id
amplectique voluerit. Quisquis autem de bono quo fruitur non confidit, in tanto
timore amittendi beatus esse qui potest?)
58 Diego Ignacio Rosales Meana

Hay, pues, una buena y una mala voluntad13. Si es buena se lla-


ma “amor” (caritas/dilectio). Si es mala se llama “concupiscencia” o
“libido” (concupiscentia/libido)14. El ser bueno de caritas consiste en
dirigirse al Bien perfecto. El ser malo de libido consiste dirigirse ha-
cia sí misma. Sea mala o buena, ambas voluntades nacen del mismo
deseo (appetitus): el deseo originario de felicidad (beatitudo)15. Por
esta razón, el miedo es uno de los más grandes peligros para la vida


13
La diferencia entre “deseo” y “voluntad” en Agustín no fue explícitamente
sistematizada por él, pero bien pueden ambas ideas distinguirse. Un artículo
relativamente reciente sobre el asunto es el de Sarah Byers, “The Meaning of
voluntas in Augustine”, pp.171-189. Un aporte que abona a la misma distin-
ción, pero desde la fenomenología del s. XX, es el de Alexander Pfänder, Feno-
menología de la voluntad, pp. 62 ss. Para una primera elaboración en el propio
Agustín, cfr. trin. XI.
14
Las similitudes entre el español y el latín pueden llamar a engaño en este tema
si no se repara en algunas diferencias lexicales que circunscriben el signifi-
cado de las palabras. El término latino para el amor del que hablamos como
oposición a libido es caritas. En algunas ocasiones Agustín utiliza también el
término dilectio como un equivalente. El término latino amor, en cambio, y a
diferencia del español “amor”, suele estar reservado en general para referirse
al deseo genérico, en su sentido más lato y menos singularizado. Es práctica-
mente un sinónimo de appetitus. Está claro que caritas puede ser vertido al
español por “caridad” pero este término tiene ciertos tintes de beneficencia
que difícilmente incluye el amor de pareja y el amor de los amigos. No obstan-
te, cuando Agustín dice caritas se refiere al amor a Dios en primer lugar pero
también al amor a los demás hombres, y de hecho también al amor de una
pareja de enamorados y a lo que ocurre en la amistad sincera. Por eso, prefiero
traducir caritas y dilectio por “amor”, y appetitus y amor por “deseo”. Una de las
dificultades que entraña la traducción de estos matices podría ser que el pro-
pio Agustín no se aclaraba sobre cuál es el valor del amor humano como tal (el
amor a una pareja, a un amigo o al prójimo necesitado), cuando el único obje-
to que ofrece una seguridad sin fin es Dios, haciendo a un lado la bondad de la
dimensión propiamente erótica que pueda ocurrir en un aspecto importante
de los amores humanos. Como veremos ahora, Agustín vacila en la valoración
que hace del amor de un ser humano a otro, supeditándolo frecuentemente al
amor de Dios, pero teniendo también en cuenta la imposibilidad de amar a
Dios sin amar a los hombres. Cfr. Gerard J. P. O’ Daly, “Appetitus”, pp. 420-423;
Dany Dideberg, “Amor”, pp. 294-300.
15
Cfr. trin, IX, 8, 13; diu. qu. 33-36.
La inquietud y la caricia 59

de un hombre: le prohíbe desear y, peor aún, le prohíbe amar. Si el


deseo es el indicador y el recordatorio del summum bonum, el primer
vehículo de resolución de la inquietudo, el miedo representa la pri-
mera puerta del olvido del destino del corazón hombre.
Con todo, debemos advertir y debemos asumir que las condicio-
nes de precariedad por las que el miedo surge son inevitables, pues
“nada permanece, nada es estable en el tiempo16” y que, por tanto, no
deben ser invisibilizadas jamás, “de hecho, en este valle de miserias y
días llenos de maldad, no está de más vivir en esta alarma: nos sirve
para desear más ardientemente aquella seguridad donde la paz al-
canzará estabilidad y plenitud17”. El deseo de quien quiere controlar
el mundo desde el yo es un deseo estéril, pues el hombre no es tam-
poco señor del tiempo y no puede saber ni anticipar los nuevos acon-
tecimientos que entregarán sentido. Si concebimos el futuro como
lo que debe por nosotros ser planeado, si lo entregamos a nuestras
manos, no podrá aparecer de otra manera que como preocupante y
como amenazante, pues la voluntad humana y las fuerzas de nuestras
manos comparecen siempre como unas pobres y limitadas manos; y
si no nos aparecen así, si nuestras manos comparecen ante nosotros
como manos infranqueables, imbatibles, poderosas, ya será el fracaso
el que se encargue de mostrarnos nuestra realidad con evidencia. Por
eso nuestra condición de historia y de devenir nos obliga a enfrentar-
nos a un futuro que no controlamos o que no soportamos más que
en el modo de la esperanza. Ella, no obstante, no basta para diseñar y
controlar enteramente la vida. Es más, ella no puede configurarla de
manera objetiva —la esencia de la esperanza es lo contrario del con-
trol—, ella únicamente puede configurar nuestra disposición hacia
el futuro y la vivencia del presente. La verdadera esperanza es la que
cobra conciencia de que la virtud humana es siempre necesaria pero
insuficiente, y por eso mantiene intencionalmente abierta la cuestión

16
Io. eu. tr. XXXI, 6 (nihil stat, nihil fixum manet in tempore.)
17
ciu. XIX, 10 (In hoc enim loco infirmitatis et diebus malignis etiam ista sollici-
tudo non est inutilis, ut illa securitas, ubi pax plenissima atque certissima est,
desiderio ferventiori quaeratur.)
60 Diego Ignacio Rosales Meana

sobre el sentido del presente, sobre todo cuando éste es doloroso, a


que una alteridad pueda advenir y hacer manifiesto el sentido que
con ansia espera.
El Bien perfecto es necesariamente una alteridad. Su constatación
no es fenoménica, pero puede hacerse razonable, en la esperanza,
como la espera del cumplimiento de una promesa que se anuncia
en la inquietud misma. El buen deseo será, entonces, el que viva fir-
memente nutrido de esperanza, es decir, poniendo en suspenso la
cuestión definitiva del sentido y dando la última palabra a la alteri-
dad que pueda un día advenir. Como esto es tremendamente difícil,
y requiere de una profunda paciencia y valentía, la vida en el mundo
puede caer en la desdicha de confiarse a sí misma en un movimiento
inmanente al propio mundo. De esta constatación Agustín obtiene
un “imperativo desiderativo”, quizá el primer imperativo vital sobre
el modo como el ser humano ha de relacionarse con el mundo al
interior de la topología, una ley a la que el deseo debe ajustarse si no
quiere verse continuamente frustrado, un modo de ir solucionando
el dilema que la pareja “deber-deseo” impone. Este imperativo es el
siguiente: como amar no es otra cosa que desear una cosa por sí mis-
ma, sólo hemos de amar aquello que no puede perderse18. Veamos el
texto de Agustín: “todas las funciones de la acción tienen como meta
ese fruto de la contemplación. Sólo esa acción es libre, porque se de-
sea por sí misma y no tiene como meta otra cosa. A éste fin sirve la
acción; en efecto, cualquier cosa que se hace bien, tiene este fin como
meta, porque se hace en razón de él; no en razón de otra cosa, sino
en razón de él mismo, uno se atiene a él y lo tiene. Ahí, pues, está el
fin que nos basta. Por lo tanto, el Bien perfecto será eterno, pues no
nos basta un fin, sino ése que no tiene fin alguno19”.

18
Cfr. diu. qu. 35, 1-2.
19
Io. eu. tr. CI, 5. (quoniam ad istum fructum contemplationis cuncta officia re-
feruntur actionis. Solus est enim liber; quia propter se appetitur, et non referetur
ad aliud. Huic servit actio: ad hunc enim refertur quidquid bene agitur, quia
propter hunc agitur; ipse autem non propter aliud, sed propter semetipsum te-
La inquietud y la caricia 61

III. LA PIEDAD SUBVERSIVA


Si esto es verdaderamente así, el amor será esencialmente subver-
sivo, provocación, revolución e inversión de la ley del mundo. Amar
significa poner de cabeza la legalidad que el mundo impone a sus
objetos. El amor subvierte el orden topológico del mundo y del tiem-
po cronológico. En efecto, como comentó Hannah Arendt, “una vida
regida por caritas apunta a una meta que yace por principio fuera del
mundo y, con ello, fuera también de la propia caritas. Caritas no es
sino el camino que conecta al hombre con su meta última. Extendida
en la dirección que este propósito marca, caritas posee una suerte de
eternidad provisional, y por lo mismo, el mundo como simple medio
hacia este fin pierde su carácter temible y al hacerse relativo recobra
cierto sentido20”. Arendt logra ver y expresar con agudeza la nueva
ley que representa el amor de cara al orden del mundo. Pero el amor,
no obstante, no puede comenzar sin el mundo mismo, pues todo
amante comienza a amar en un espacio y en un tiempo y, aunque
tienda intencionalmente hacia una realidad fuera de la historia, esa
tensión se experimenta al interior de ella.
El temor, en ese sentido, aunque sea la antítesis del amor, puede
representar también el primero de sus escalones. Si se mira con aten-
ción, puede encontrarse en el temor una operación de reversa cuya
lógica puede ser aprovechada para el inicio de un amor verdadero.
Naturalmente, el temor con el que el amor comienza no es del mismo
tipo que el temor con el comienza la concupiscencia. El temor que da
inicio al amor es el reconocimiento de la belleza y de la santidad del
Bien, a quien no quiero de ninguna manera traicionar. Es un temor
causado no por el objeto, pues el objeto de amor al Bien no puede ser
amenazante, es el Bien mismo, sino causado por el carácter falible

netur et habetur. Ibi ergo finis qui sufficit nobis [Jn 14, 18]. Aeternus igitur erit:
neque enim nobis sufficit finis, nisi cuius nullus est finis.)

20
Hannah Arendt, El concepto de amor en San Agustín, pp.53s. Cfr. Michael J.
Scanlon, “Arendt’s Augustine”, pp.159-172.
62 Diego Ignacio Rosales Meana

del sujeto, es decir, por la conciencia que adquiero sobre mí mismo


cuando encuentro que soy falible.
Este temor ajusta y obliga a quien lo teme a reclinar la cerviz y a
reconocer la grandeza de aquello que ama, para poder después re-
cibirlo y entregarse a ello con toda la dignidad y el garbo posibles.
“Venza primero en ti el temor, y tendrás amor. Sea el temor como tu
pedagogo, pero que no se quede en ti, que te conduzca al amor como
un maestro21”. El que ama vive el temor desde la condición de quien
está ante lo sagrado o ante lo santo, el hombre enamorado quiere
amar en caritas y no satisfacerse a sí en libido; el temor permite al
amante guardar una actitud de reverencia, de cuidado y de respeto.
El hombre enamorado, el amante, ve en el objeto de su amor un
acontecimiento siempre creativo, ve un ser del que, dada su cualidad
de novedad, es imposible ejercer cualquier control instrumental y
por tanto prefiere no intervenir. Lo que el amante prefiere es, más
bien, prepararse a sí mismo para la posible reunión, intentar ser dig-
no para el encuentro con quien renueva todas las cosas y hace que el
mundo comience a perder su tono amenazante. Ante esta cualidad
esencial de todo ser digno de amor, el amante no puede sino rendirse
por un momento y esperar a ver cómo sucederán las cosas antes de
pronunciarse y continuar su empresa de amar. Por eso la más grande
de las dichas tiene como pórtico la reverencia. En caso contrario, el
amante no es amante sino un estafador. La reverencia es la actitud
que otorga al amante la bendita conciencia de la imperfección, hace
de él un ser explícitamente vulnerable y, en esa vulnerabilidad, el co-
razón se capacita para el amor, porque la capacidad para el amor no
es una potencia o una fuerza, sino una vulnerabilidad. No hay aman-
te que no quiera ser empapado y envuelto por el ser de lo que ama.
El amante no desea otra cosa más que aquello que ama transforme
por completo su vida, que entre en ella y le dé un vuelco. Por eso es

21
s. 349, 7 (Vincat in te prius timor, et erit amor. Timor paedagogus sit, non ipse in
te remaneat, sed te ad caritatem, quasi ad magistrum perducat.)
La inquietud y la caricia 63

amante el amante: porque ha logrado ver tal bondad en lo que ama


que quiere dejarse transfigurar por ello.
Al contrario del poder y de la concupiscencia, de la ley de lo pro-
piamente mundano y de lo topológico, el amante no encuentra su
gozo en ser sí mismo sino en hacer hueco para que el otro sea. Visto
desde esta nueva perspectiva, la de la reverencia, el temor ya no es
de hecho propiamente temor, ha adquirido un tinte y una lógica tan
diferente que quizá sea necesario nombrarlo de otro modo. A este
tipo de temor lo llama Agustín “piedad” (pietas), e incluso excluye el
otro tipo de temor: “si no quieres temer, mira primero si posees ya la
caridad perfecta, que arroja fuera el temor. Si excluyes el temor antes
de lograr esa perfección, la soberbia hincha y la caridad no edifica22”.
La piedad es así el inicio y la entrada, el primer salón del palacio
de las dulzuras y los dolores de la caridad, pero ella no es todavía el
amor, es solamente su inicio y su pórtico: caritas no se agota de nin-
guna manera en este acto de piedad. Amar es un acto voluntario. En
él, debe transformarse el appetitus, el deseo primordial de felicidad
que se vive como una pasión, es decir, como una experiencia invo-
luntaria, en un acto propio de la voluntad, explícitamente responsa-
ble de su persecución del Bien. Si debo dirigir mi vida al Bien, si lo
que debo amar es el Bien perfecto, ¿cómo amarlo si nunca lo veo?
¿Cómo amar el Bien si éste está siempre fuera de la historia?
La pietas, que implica el ejercicio de la paciencia, tiene una fun-
ción fundamental: no se trata solamente de ser héroes en un momen-
to determinado, en una encrucijada puntual. El amor ha de tener el
carácter de estable, de decisivo, aunque pueda haber momentos en
que se vea a sí mismo amenazado o tentado a rendirse ante la ley
el mundo. Caritas no es solamente una elección particular con una
consecuencia temporalmente finita y determinada. Si bien un solo
deseo dirigido al summum bonum es ya un deseo dirigido amoro-

22
s. 348, 1 (Si ergo habere non vis temorem, prius vide utrum iam perfectam ha-
beas caritatem, quae foras mittit timorem. Si vero ante istam perfectionem timor
excluditur, superbia inflat, non caritas aedificat.)
64 Diego Ignacio Rosales Meana

samente, caritas en su sentido fuerte plantea un estado entero que


ha de adquirirse por lo que Agustín llama costumbre (consuetudo)23.
Esta costumbre no se identifica con la rutina, sino con el hábito que
ha de ser siempre ejercitado con la disciplina de un deportista. Ca-
ritas es un estado de vida que implica la constante renovación de la
promesa de estar amando. Por eso la piedad es el principio del amor,
porque en ella se mantiene el amante como a reserva de lo que pueda
ocurrir, vigilante de sus flaquezas y consciente de sus defectos.
Sentadas estas bases, podemos afirmar que el amor no es una in-
vestigación trascendental sobre él. Amor es amar. El camino de ca-
ritas debe siempre ser recorrido innumerables veces, como el aman-
te que vuelve sobre sí mismo para asegurarse de no haber caído en
ninguna tentación que le haga indigno. No hay quien aprecie mejor
y se sorprenda más y más grandiosamente con el regalo de su amor
que aquél que ha tenido que ser paciente y esperar con valentía por
ello: “una tempestad combate a los navegantes y amenaza con el nau-
fragio, y todos palidecen ante la muerte que les espera; se calman el
cielo y el mar, y ellos se alegran sobremanera, porque temieron so-
bremanera24”. Sólo si adquirimos conciencia de la santidad del Bien
perfecto en un camino, casi siempre árido, del ejercicio de la virtud
y de constante rectificación vital, este Bien perfecto puede hacerse
visible en su esplendor.

IV. EL PRÓJIMO QUE SALVA


¿Cómo es posible entender, desde este tan radical punto de vista,
el amor a los otros hombres? Si el amor debe ser siempre amor a
Dios, si el amor se define por estar dirigido sólo a aquello que no
puedo perder incluso contra mi voluntad, ¿no es esto una negación

23
Cfr. conf. I, 16, 25; VIII, 5, 10.
24
conf. VIII, 3, 7 (Iactat tempestas navigantes minaturque naufragium; omnes
futura morte pllaescunt; tranquillatur caelum et mare, et exsultant nimis, quo-
niam timuerunt nimis.)
La inquietud y la caricia 65

de la posibilidad de amar a los hombres? Si el amor humano es fali-


ble, puedo perderlo sin mi consentimiento. ¿En dónde deja este plan-
teamiento el amor de los amigos, el amor de los amantes, el amor de
entrega y caridad a los pobres?
El amor al prójimo ha sido puesto en cuestión por una tradición
muy grande de la interpretación agustiniana25. La aporía surge con
particular agudeza a partir de una distinción que hace Agustín en su
pequeño tratado De doctrina christiana, en donde echa mano de dos
conceptos que ha tomado principalmente de la filosofía estoica26: uti
y frui, “uso” y “disfrute”, dos modos de relacionarse con el mundo.
Veamos un texto clave: “de entre todas las cosas que existen única-
mente debemos disfrutar [fruendum est] de las que, como dijimos,
son inmutables y eternas; de las restantes, hemos de usar [utendum
est] para poder conseguir el gozo de las primeras27”. Este principio es
claramente una regla que concreta la idea anteriormente mostrada:
hay que amar sólo lo que no puede perderse. Este “disfrute”, propio
del amor, es absolutamente inútil, es puro gozo, pura dicha, valioso
por sí mismo, por eso es legitimo buscarlo sólo cuando aquello de
lo que se disfruta es Dios mismo. Como el prójimo no es ni inmuta-
ble ni eterno, y gozarnos en lo mutable y perecedero acarrea consigo
miedos y concupiscencias, la actitud más propia hacia él deberá ser
a primera vista el uso y no el disfrute. El De doctrina christiana con-
tinúa: “vive justa y santamente quien es un honrado tasador de las
cosas; y éste es el que tiene el amor ordenado [ordinata dilectio], de
suerte que no ame lo que no debe amarse, ni deje de amar lo que de-
be, ni ame más lo que merece menos amor28”. Así las cosas, vivir justa

25
Puede verse, a modo de ejemplo, el artículo de Roland J. Teske, “The Ambigui-
ty of Love in Augustine of Hippo”, pp. 16-38.
26
Cfr. Cicerón, De officiis, III.
27
doctr. chr. I, 22, 20 (In his igitur omnibus rebus illae tantum sunt quibus fruen-
dum est, quas aeternas atque incommutabiles commemoravimos; caeteris au-
tem utendum est, ut ad illarum perfruitionem pervenir possimus.)
28
doctr. chr. I, 27, 18 (Ille autem iuste et sancte vivit, qui rerum integer aestimator
est. Ipse est autem qui ordinatam habet dilectionem, ne aut diligat quod non
66 Diego Ignacio Rosales Meana

y santamente parecería consistir en dirigir el amor siempre a Dios, y


al prójimo considerarlo sólo como un instrumento de acercamiento
al Bien perfecto.
¿Al hermano, entonces, hay que utilizarlo como medio para amar
a Dios o hay que amarlo por sí mismo? Parece que entran en con-
flicto dos deberes: el de amar a Dios y el de amar al prójimo. Arendt
considera como definitiva la aporía y lleva las cosas hasta el punto
de señalar como inconsistente la doctrina agustiniana del amor: “el
acento en este amor al prójimo está puesto en la ayuda mutua, y tal
insistencia es el signo más claro de que el amor permanece sometido
a la categoría del “por mor de”, que descarta un encuentro por dere-
cho propio con mis congéneres humanos (en su realidad mundana
concreta y en la relación mundana que tengan conmigo)29”.
La objeción de Arendt es oportuna, sobre todo tomando en cuen-
ta las consecuencias que podría tener en los distintos ámbitos del
amor, no solamente el de los amigos, sino también en el caso del
amor conyugal. Debemos admitir que el tema en Agustín es confu-
so en muchos momentos, lo que se explica si reparamos en que él
fue uno de los primeros filósofos cristianos en tener que dar cuenta,
desde el punto de vista filosófico, de la validez de los mandamientos
judeo-cristianos de amar al prójimo como a uno mismo y de amar
a Dios sobre todas las cosas, y que también debía afirmar al mismo
tiempo tanto la bondad del matrimonio como la bondad del mona-
cato célibe.
En primer lugar, considero pertinente señalar que sería un grave
error metodológico considerar el De doctrina christiana y los con-
ceptos ahí desarrollados como la posición definitiva de Agustín so-
bre el tema del amor al prójimo, o como el único camino posible
para describir cómo se plantean las relaciones interpersonales para
san Agustín, lo que Arendt, a pesar de conocer prácticamente todo

est diligendum, aut non diligat quod diligendum est, aut amplius diligat quod
minus diligendum est.)
29
Hannah Arendt, El concepto de amor en San Agustín, p.64.
La inquietud y la caricia 67

el corpus agustiniano, estuvo cerca de hacer30. Si bien toda su obra es


un canto al amor a Dios, ello no significa que, por muchos proble-
mas que Agustín haya tenido para admitir la belleza y maravilla del
matrimonio y del amor sexual, el amor a los seres humanos quede
abandonado en el trastero de los útiles y herramientas. En segundo
lugar, quisiera proponer dos vías que, a mi juicio, pueden ayudarnos
a resolver el problema. La primera de ellas tiene que ver con el modo
como ha de entenderse la relación entre los conceptos de uti y de
frui, y la segunda con la propia noción de summum bonum, es decir,
de “Dios”.

1. El “uso”, el “gozo” y el amor conyugal


Sabido es que para Agustín el matrimonio no debía ser en ningún
caso considerado como la cima de la vocación cristiana ni de nin-
gún tipo, sino que —paulino en este punto como en tantos otros—,
era concebido como un bien que sólo se justificaba como remedio a
la concupiscencia del incontinente, y cada vez que explica el origen
del pecado, insiste en que el deseo sexual no habría existido en una

30
Soy de la opinión que toda la reflexión agustiniana, desde la más estrictamente
filosófica de los primeros diálogos, hasta La ciudad de Dios, pasando por todas
las obras polémicas, apologéticas, teológicas y, por supuesto, las extraordina-
rias Confesiones, tienen como su centro neurálgico el amor, el amor a Dios
sobre todo pero también el amor al prójimo y el amor a la vida. Podríamos ci-
tar demasiados textos como muestra de ello. Por el momento, baste referir un
texto dedicado explícitamente a resolver el problema planteado ahora. Me re-
fiero a uno de los “nuevos” sermones descubiertos en Maguncia por François
Dolbeau, en 1990, titulado: De dilectione Dei et proximi (“Del amor a Dios y al
prójimo”), que fue predicado en Cartago probablemente en el año 397, cono-
cido ahora como el s. 90A (s. Dolbeau. 11). Todos los sermones descubiertos
por Dolbeau pueden encontrarse en su edición princeps titulada Vingt-six ser-
mons au peuple d’Afrique, publicada por el Institut d’Études Augustiniennes
en París. Hay una traducción al español de José Anoz publicada en 2001 en
Madrid como Sermones nuevos. Agradezco a la profesora Isabelle Bochet por
esta referencia. Este hermoso texto, como es evidente, no fue del conocimien-
to de Arendt.
68 Diego Ignacio Rosales Meana

naturaleza humana sin daño31. Al estar el amor de los amantes tan


íntimamente ligado con el placer carnal, Agustín es singularmente
puntilloso al advertir que muy fácilmente puede transformarse en
mera libido, y que por lo tanto la unión sexual del hombre con la
mujer ha de ejercerse con el fin de la procreación y, prácticamente,
por que no hay más remedio32. La postura de Agustín fue, en térmi-
nos generales, tan poco ventajosa para el matrimonio, que tuvo que
dedicar dos textos explícitamente a defenderlo (De bono coniugalium
y De nuptiis et concupiscentia), sobre todo de cara a los maniqueos
y los pelagianos —y mucha gente al interior de la Iglesia—, quienes
pensaban que, efectivamente, Agustín consideraba al matrimonio
como un mal, al asociar la transmisión del pecado original con la
reproducción sexual33.

31
Cfr. ciu. XIII.
32
Cfr. Gn. litt. XI, 31-39; ciu. XIV, 13; b. coniug. 1-2.
33
Uno de los textos más radicales es otro los sermones ya referidos y encontra-
dos recientemente por Dolbeau, el s. 354A (s. Dolbeau 12) “Ve, inspecciona,
examínate. Si no haces nada más de lo que ha de hacerse «para procrear hijos»,
no tienes algo que te perdone el Apóstol. Si, en cambio, haces algo más, malo
es lo que haces, pecado es lo que haces. ¿Mas quieres empero conocer cuál es el
bien de las nupcias? Gracias al bien nupcial es venial el mal de la incontinencia.
Se ha conmovido la concupiscencia: has sido vencido, has sido atraído, mas no
has sido arrastrado por la esposa. Superado por la incontinencia, soportarías
castigos, si por ti no intercediesen las nupcias.” (Vide, inspice, examina te. Si
nihil amplius facis quam quod faciendum est ‘liberorum procreandorum causa’,
non habes quod tibi ignoscat apostolus. Si autem amplius aliquid facis, malum
est quod facis, peccatum est quod facis. Sed tamen uis nosse quale sit nuptiarum
bonum? Por nuptiale bonum ueniale est incontinentiae malum. Commota est
concupiscentia: uctius es, tractus es, sed ab uxore abstractus non es. Inconti-
nentia superatum te exciperent poenae, nisi pro te intercederent nuptiae.) La
radicalidad de la afirmación estriba en que hay una clara valoración negativa
sobre el placer corporal, interpretándolo unívocamente como “carnal” en el
sentido peyorativo del término. Además, no menciona en este texto más que
la procreación como el único bien que se ha de buscar en la unión conyugal,
dejando fuera los otros dos bienes (fides y sacramentum) que el propio Agus-
tín afirmaría más tarde del matrimonio. Esta radicalidad se explica porque en
el momento de esta predicación, su reflexión sobre el matrimonio estaba en
estado prácticamente embrionario, pues s. 354A (s. Dolbeau 12) fue con toda
La inquietud y la caricia 69

De nuptiis et concupiscentia contiene una de las pocas afirmacio-


nes explícitas en las que el matrimonio es considerado como un bien:
“el bienaventurado apóstol Pablo muestra que la castidad conyugal
es un don de Dios cuando, hablando sobre ella, dice: ‘Quiero que
todos los hombres sean como yo, pero cada uno ha recibido de Dios
su propio don: uno de este modo, otro de otro’ [1 Cor 7, 7]. Así, pues,
afirmó que también este don proviene de Dios. Y, aunque sea infe-
rior a la continencia, en la que habría deseado que todos estuvieran
como él, sin embargo, es un don de Dios34”. Aquí nos encontramos,
efectivamente, y aunque sea en segundo puesto tras la continencia,
con la afirmación del matrimonio como un bien pero, tan sólo unas
líneas más tarde, agrega: “así, pues, la unión entre marido y mujer,
causa de la generación, constituye el bien natural del matrimonio.
Pero usa mal de este bien quien lo usa como las bestias, aquél cuya
intención se encuentra en el placer carnal [voluptate libidinis] y no en
la voluntad de la procreación [voluntate propaginis]35”. Hay un bien
en la unión sexual del matrimonio, y éste es la procreación, pero es
tergiversado en su sentido bueno cuando sirve para que uno se dé
placer a sí mismo, y abandone en ella la intención de la creatividad y
generatividad de la vida.

probabilidad predicado hacia el año 397 (al menos cuatro años antes que De
bono coniugalium), como lo señala el propio Dolbeau. Cfr. Vingt-six sermons
au peuple d’Afrique, pp. 73 ss. Aunque, al contrario de Dolbeau, Pierre-Marie
Hombert sostiene la tesis de que este sermón es contemporáneo a De bono
coniugalium, y que por tratarse de una predicación y no de una monografía,
Agustín centra su reflexión solamente en uno de los fines del matrimonio da-
do que dispone de poco tiempo para desarrollar el tema. Cfr. Pierre-Marie
Hombert, Nouvelles recherches de chronologie augustinienne, pp. 417-432.

34
nupt. et conc. I, 3, 3 (Donum Dei esse etiam pudicitiam coniugalem beatissimus
Paulus ostendit, ubi de hac re loquens ait: Volo autem omnes homines esse sicut
me ipsum; sed unusquisque proprium donum habet a Deo, alius quidem sic,
alius vero sic. Ecce et hoc donum esse dixit a Deo, etsi inferius quam illa conti-
nentia, in qua omnes volebat esse sicut se ipsum, tamen donum a Deo.)

35
nupt. et conc. I, 4, 5 (Copulatio itaque maris et feminae generandi causa bonum
est naturale nuptiarum. Sed isto bono male utitur, qui bestialiter utitur, ut sit
eius intentio in voluptate libidinis, non in voluntate propaginis.)
70 Diego Ignacio Rosales Meana

El acento está puesto en la contraposición entre el placer carnal


[volputate libidnis], que es placer de aquél que no busca al otro sino
a sí mismo, y la voluntad de procreación [voluntate propaginis]. No
hay en Agustín un término medio, o más bien, un tercer término,
que podríamos predicar de las dos siguientes maneras: la voluntad
de amar, voluntas caritatis, o el gozo en la dicha del amor al otro,
dilectio amoris. Agustín no había descubierto con claridad que en
el amor conyugal puede haber un bien distinto al de la procreación,
que es la unión en el amor. Bien mirado, esta dicha querrá expandir-
se, generar, participar en la música de la creación del mundo, pero
puede bien ella ser también apreciada y valorada como un momento
de dicha sin más, como un momento en el que el propio Bien per-
fecto sostiene, elevados, a quienes se aman para que escapen aunque
sea un momento del señorío del tiempo cronológico. Si los amantes
se aman verdaderamente, si hay en ellos una voluntas caritatis, una
intención de buscar el Bien, entonces esta dicha podrá ser ella mis-
ma considerada anuncio y realización, por parcial y finita que pueda
ser ella, del fin y del cumplimiento de la historia. Por un momen-
to pueden quienes se aman experimentar el gozo de la ausencia del
tiempo, y vivir aunque sea un instante en el paroxismo de la entre-
ga y la atención que exige la presencia de la alteridad como un don
completamente gratuito, definitividad colmadora de los inquietos36.
Este escape de los vectores del tiempo, que permite a quien ama con-
siderar al mundo desde una perspectiva que reniega como un rebel-
de de las condiciones de la topología, podría considerarse —aunque
sea bajo la forma de la esperanza— como una pequeña presencia del
Bien perfecto en el mundo, o al menos como una experiencia de la
realidad de su promesa.
Agustín no vio esto con la claridad aquí planteada, pues ni vio ni
experimentó ni tampoco quizá encontró testimonio, de las positivi-
dades del encuentro entre los sexos y del gozo mismo en el contex-
to del amor conyugal, confundiéndolo quizá demasiado rápido con

36
Cfr. b. coniug. 1-2; nat. et gr. LIV ss.
La inquietud y la caricia 71

la primera de las tres concupiscencias. No podemos, sin embargo,


pedir peras a un olmo. Una consideración aunque sea superficial
del contexto histórico en el que Agustín hacía filosofía nos permite
comprender por qué esto fue así para él, pero lejos de hacer una va-
loración extrínseca a la filosofía agustiniana del amor sexual, sí me
parece que pueden encontrarse en su itinerario filosófico elementos
para una lectura diferente a la que propone Arendt del amor entre
los seres humanos, y para decir algo más de lo que el mismo Agustín
señaló.
Que los otros hombres deban ser amados mediáticamente, o “uti-
litariamente”, puede entenderse, efectivamente, como lo hace Arendt.
Sin embargo, creo que el hecho de no poder amar bajo la figura de
frui a los otros no me habla tanto de su instrumentalización como del
hecho de que ni amigos ni esposa alguna pueden cumplir y satisfacer
por completo todos los anhelos del corazón humano porque ningu-
no de ellos es el Bien perfecto. Lo que la filosofía agustiniana ayuda
a advertir no ha de ser tanto la idea de concebir una especie rara de
amor instrumental, sino que ha de ser considerada como una invita-
ción a evitar la idolatría bajo la idea de que ningún hombre ni nin-
guna mujer puede acallar por completo el clamor del cor inquietum.
Este orden que permite ver al mundo en su justeza es un nuevo
modo de relacionarse con los objetos que se manifiestan al interior
de la topología. Es un ordo amoris37. Que ame a mi amada desde la
relación de uti no significa que la considere un instrumento, sino que
hay otra realidad, a saber, el summum bonum, que es el que ha de dar
sentido a esa relación. Esto no trae necesariamente como consecuen-
cia la instrumentalización del prójimo, ni tampoco la interpretación
del ejercicio de la sexualidad como un bien pequeñito que adquiere
legitimidad sólo en la procreación, pero sí que sólo cuando el amante

37
Cfr. ord. II, 1-2. El trabajo más relevante que se ha publicado en los últimos
años sobre la noción de ordo es el de Anne-Isabelle Boutton-Touboulic, L’ordre
caché. La notion d’ordre chez saint Augustin. Presenta una interpretación ex-
haustiva sobre todas las nociones de ordo, su contexto y su utilización en toda
la obra agustiniana.
72 Diego Ignacio Rosales Meana

ama a su amada bajo el horizonte del Bien perfecto puede amarla en


sentido total. El summum bonum le hace ver al amante que ella ha de
ser amada integral y no sólo parcialmente, pues considerar el Bien
perfecto como horizonte del amor humano me libera: amar al otro
como si fuera Dios sería una aberración, una fetichización indigna
de tener el nombre del amor. No asistimos, pues, a la instrumen-
talización del otro para mis propios fines sino más bien incluso al
contrario. Aún el más enamorado de los hombres debe saber que su
amada no es Dios y que, en esa medida, la felicidad más absoluta ni
puede dársela él a ella ni obtenerla de ella él. La relación bajo la forma
de uti revela a la conciencia la separación que hay entre mi amada y
Dios, y permite que yo no confunda a Éste con ella y, al mismo tiem-
po, me hace ver que no puedo ser yo tampoco el Bien último para
ella. Nuestro amor, y con él todo amor humano, no se plantea enton-
ces como meta sino como método, como via caritatis. Así es como
entramos en el segundo factor que, a mi juicio, da razón del primero
y abre camino a la resolución de la aporía.

2. Dios no es un objeto de este mundo


Debemos recordar que el Bien perfecto no es para Agustín un
objeto particular entre otros objetos, ni un ente más entre todos los
entes. Aunque la formulación clásica agustiniana del summum bo-
num haya tenido interpretaciones que la acusan de “onto-teología”,
que supone la consideración de Dios como un ente más entre los
entes, Agustín no quiso nunca haber afirmado eso. Más bien al con-
trario, para él el summum bonum es siempre un destino extrahistóri-
co y escapa a toda consideración mundana y, por tanto, óntica. Dios
no forma parte del mobiliario del mundo, es la posibilitación de los
fenómenos, pero no es jamás fenómeno y mucho menos objeto. Es
aquello hacia donde se dirige la historia entera como su éschaton.
Dios es siempre y en primer lugar lo que está más allá del mundo y de
todo lo ente y que, si en algún momento puede llegar a relacionarse
con lo mundano y con lo histórico es bajo el modo de una relación,
nunca bajo el modo de lo objetivo o de lo cósico, una relación esen-
La inquietud y la caricia 73

cial que se manifiesta como promesa, como misericordia y como an-


helo38. Precisamente por eso no podemos arrojarnos directamente al
Bien perfecto, en un acto de amor dirigido a él como el objeto inten-
cional de la experiencia del amor; es imposible dirigir nuestra vida a
Él sin mediaciones y objetiva o categorialmente, pues su carácter de
misterio tiene una inasibilidad que nos imposibilita siempre verlo o
experimentarlo de frente, por así decirlo.
Esta idea permite reconstruir algunos aspectos de la visión agus-
tiniana sobre el matrimonio y la sexualidad, así como del amor a los
amigos y, en otro sentido, al prójimo en general39. El propio Agustín
da una pista para resolver el problema en uno de los pequeños ser-
mones ya referidos: “pero ¿dónde está el amor? En el amor de Dios y
en el amor del prójimo. Elige el amor que quieras. ¿Eliges el amor del
prójimo? No será verdadero si Dios no es querido. ¿Eliges el amor a

38
Si bien puede mencionarse una larga lista de textos del propio Agustín sobre
este asunto, baste mencionar que la totalidad de las Enarrationes in Psalmos
puede ser considerada como una invitación a considerar a Dios como una
promesa, como una voz que llama, y no como un objeto al pueda dársele
alcance. Por mencionar dos textos en concreto sobre la idea de Dios como
relación y promesa, cfr. civ. XX-XXII; trin. V, 11, 12. Como bibliografía secun-
daria, además de la desarrollada a todo lo largo de la historia del agustinismo
teológico, apunto solamente tres referencias recientes: Goulven Madec, Le
Dieu d’Augustin, especialmente los cap. 13- 15, pp. 127-152, el extraordinario
libro de Yves Messen, L’être et le bien. Relecture phénoménologique, toda la pri-
mera parte: “L’être et la physionomie de Dieu”, pp. 29-81, sobre las nociones de
“Dios” y de “ser” en Agustín en diálogo con la concepción heideggeriana de la
“onto-teo-logía” y el de Jean-Luc Marion, Au lieu de soi. L’approche d’Augustin.
39
Philip Cary ha escrito un ensayo interesante a este respecto: “Love and Tears:
Augustine’s Project of Loving Without Losing”, pp.39-54. También puede ser
útil consultar el trabajo de Oliver O’Donovan, “Usus and Fruitio in Augustine,
De doctrina christiana 1”, pp.361-397. No obstante el interés de estos trabajos,
el planteamiento del problema en ambos mantiene la aporía agustiniana sobre
el amor al prójimo entendido como un fin en sí o como un mero medio para
amar a Dios. El primero de ellos, además, remite la solución del problema a la
cuestión teológica de la predestinación, en lugar de resolverlo desde el punto
de vista estrictamente antropológico.
74 Diego Ignacio Rosales Meana

Dios? No será verdadero si no se sobrentiende el prójimo40” y, en De


Trinitate, agrega contundente: “nadie diga ‘no sé qué amar’. Ame al
hermano y amará el amor41”.
Sí que engancha ahora directamente Agustín un precepto con el
otro, y dice explícitamente que no puede darse un amor sin el otro
amor. Amar a los hombres sin Dios es idolatrarlos. Amar a Dios sin
amar a los hombres es amar el vacío. Dios no es objeto de este mundo,
y el appetitus transformado en amor necesita encontrar asidero en el
tiempo. La topología afirma aquí el poder que tiene sobre nosotros,
pues exhibe nuestra condición de temporales y de espaciales. No hay
acto humano que no haya de estar instaurado en el mundo de alguna
manera, aunque éste esté dirigido al éschaton y al Bien perfecto que
se sitúa fuera de toda historia. Si vivimos con esperanza absoluta en
el final de la historia, esa vida estará siempre instalada en la historia y
en el tiempo. Sólo los hombres, sólo el prójimo, puede constituir un
asidero más o menos seguro de ese amor, pues cabe la posibilidad de
que ellos sean habitados en algún momento por el Bien. Eso es pre-
cisamente lo que ordo amoris visibiliza, que puede haber otro orden
en el mundo, y que ese orden tiene como ábside la razón y el lógos,
que es capaz de mirar y de comprender eternidades. Si el tiempo y
la verdad se tocan en algún momento, será precisamente en el gozne
en el que se abre el alma humana hacia lo eterno, es decir, amando.
Ordo amoris me permite reconocer que, de los diversos tipos de
seres que habitan el mundo, hay una escala que me indica en qué
medida debo amarlos: “cuatro son los géneros de cosas que han de
amarse: uno, el que está sobre nosotros; otro, nosotros; el tercero,
lo que se halla junto a nosotros; y el cuarto, lo que es inferior a no-

40
s. 90A (s. Dolbeau 11), 13, pp. 207-208. (Sed ubi caritas? In dilectione dei et in
dilectione proximi. Elige quam uis dilectionem. Dilectione proximi eligis: non
erit uera, nisi deus diligatur. Dilectionem dei eligis: non erit uera, nisi proximus
subaudiatur.)
41
trin. VIII, 8, 12 (Nemo dicat «non novi quid diligam». Diligat fratrem, et diliget
eamdem dilectionem.)
La inquietud y la caricia 75

sotros42”. Descubrir el ordo amoris es descubrir que cada uno de los


seres de la creación tiene una determinada posición y que la justicia
es aprender a reconocer el lugar y la proporción que existe en todas
las cosas. Amar es un modo de habitar el mundo que consiste en no
situar morada definitiva en él. Por eso el amante verdadero es, para
Agustín, siempre peregrino, pues habita una tierra de dificultad, es
pregunta inmensa para sí mismo, confusión y torpeza constantes43.
Pero esto es sólo parcialmente verdadero pues, si el Bien perfecto se
digna regalárnoslo, puede ocurrir en la vida de alguien algún mo-
mento de dicha que anuncie eternidad, un amigo, un feliz encuentro
inesperado, el arte, un beso, el enamoramiento y el amor. En ellos,
anuncios todos del adviento del éschaton, la historia está cumplida,
si no total, sí en una buena parte, son realidades en los que la vida se
ordena y se acomoda, son momentos en los que todo se pone en su
sitio, ocasiones en que la inquietudo, aunque sea por un momento,
cesa.
Caritas me permite, en este sentido, revaluar el mundo y tomar
posición en él. Verlo como desde arriba o desde fuera. Puedo gozar
de él sin tener que considerarlo como un fin y sin tener que desear
apropiármelo. Caritas me libera de ser esclavo de las cosas y de los
otros hombres a quienes quiero amar, acto que consistirá simple-
mente en “vivir justamente adheridos a la verdad y en despreciar to-
do lo perecedero por amor a los hombres, a quienes deseamos vivan
en justicia44”. Amar es quizá la única manera de vivir en la que la
vida esté verdaderamente viva, pues no claudica y no se vence ante
los bienes precarios que el mundo ofrece. Esta vida en el amor exi-
ge abandonar el solipsismo por mor de una realidad —distinta de

42
doctr. chr. I, 24, 24 (Cum ergo quatuor sint diligenda, unum quod supra nos est,

alterum quod nos sumus, tertium quod iuxta nos est, quartum quod infra nos
est.)
43
Cfr. conf. IV, 4, 9; X, 5, 7;
44
trin. VIII, 7, 10 (Haec est autem vera dilectio, ut inhaerens veritati iuste vi-
vamus: et ideo contemnamus omnia mortalia prae amore hominum, quo eos
volumus iuste vivere.)
76 Diego Ignacio Rosales Meana

sí— que le dé sentido. “¿Qué es el amor sino vida que enlaza o ansía
enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado? Esto es verdad,
incluso en los amores externos y carnales45”. El amor ansía su unión,
por eso ensancha y dilata. A diferencia de libido que inflama, hincha
y atrapa vientos, caritas engrandece verdaderamente, porque no hay
en ella el engrandecimiento de uno por uno mismo, sino el cum-
plimiento del ser finito por el Bien perfecto, que puede colmar para
siempre la inquietudo entera.
El Bien perfecto es, para Agustín, lo único que debe ser amado
con toda el alma y con todas las fuerzas, lo único en lo que cabe el
gozo pleno y el amor en su sentido más radical: solamente cuando se
ama lo que no puede perderse en contra de nuestra voluntad es que
nuestra voluntad se transforma en una voluntad amorosa, amante,
en sentido estricto. “Porque amar no es otra cosa que desear una co-
sa por sí misma46” y lo único que puede ser amado por sí mismo es
aquello ante lo cual no necesitamos nada para conservarlo sino el
solo hecho de ya poseerlo. Por lo tanto, lo único que cae dentro de la
descripción de “aquello que no puede perderse” es lo que permanece
con nosotros aún a pesar de nosotros mismos: amar el amor mismo.
Y esto es el amor de Dios.

V. CONSIDERACIONES FINALES
En los amores humanos el amor siempre está de alguna manera
disperso porque ha de atender a todo aquello que pueda afectarle.
Los amores humanos no son nunca amores del todo libres de temor:
siempre pueden fracasar y pueden vacilar y pueden traicionar. No
podemos nunca bajar la guardia en el amor humano, dada nuestra

45
trin. VIII, 10, 14 (Quid est ergo amor, nisi quaedam vita duo aliqua copulans,
vel copulare appetens amantem scilicet, et quod amatur? Et hoc etiam in externis
carnalibusque amoribus ita est.)
46
diu. qu.35 (Nihil enim aliud est amare, quam propter se ipsam rem aliquam
appetere.)
La inquietud y la caricia 77

propia condición de erráticos y falibles. Solamente un ser capaz de


amar de manera absolutamente incondicional será suficiente garan-
tía para que el amor no perezca, por eso el amor se realiza realmen-
te cuando ofrece una seguridad sin fin que ahuyente el temor para
siempre. Si caritas se opone a libido es entre otras cosas porque los
bienes que se aman en libido y su modo egocéntrico de amarlos no
ofrecen ninguna seguridad, y vivir atemorizados de perder lo que
amamos no puede ser la beata vita sino, en el mejor de los casos, una
aproximación o una promesa de ella.
La beatitudo, en su sentido radical, solamente acaecerá en la vida
de un hombre cuando aquello que ama no lo suelte a él jamás, y para
que esta seguridad sin fin pueda ocurrir, el objeto de su amor tendrá
que ser, también, un amor sin fin alguno. Por eso Agustín dice tan
contundentemente que “el veneno del amor es la esperanza de retener
bienes temporales. Su alimento es la disminución de la concupiscen-
cia, y su consumación echa fuera todo temor. Así pues, quien quiera
alimentarlo, que se dedique con tesón a disminuir la concupiscencia,
pues ésta es el deseo de conseguir y conservar las cosas temporales47”.
La gravedad de estas palabras brilla al constatar que ningún bien de
este mundo ni de la economía de la historia entera cumplirá con el
difícil reto de calmar nuestra inquietud, pues ninguno garantiza una
seguridad sin fin. La inquietudo es por eso característica esencial de
la vida en el mundo, una nota central del modo como se existe en la
topología, y no solamente por la caducidad propia de los bienes me-
nores, sino por la condición de mortal que rodea en todo momento
al hombre en cada una de las tareas en las que se afana48. Vivir bajo
el reino de caritas será posible únicamente mediante la forma de la

47
diu. qu. 36 (Caritatis autem venenum est, spes adipiscendorum aut retinendo-

rum temporalium. Nutrimentum eius est, immunitio cupiditatis; perfectio, nulla
cupiditas. Signum profectus eius, imminutio timoris; signum perfectionis eius,
nullus timor: quia ex radix est omnium malorum cupiditas [1 Tim 6, 10]; et
consumata dilectio foras mittit timorem [1 Jn 4, 18]. Quisquis igitur eam nu-
trire vult, instet minuendis cupiditatibus.)
48
Cfr. conf. I, 1, 1.
78 Diego Ignacio Rosales Meana

esperanza de lo que algún día puede advenir o hacia lo que algún día
podemos emigrar. El presente siempre es precario, pero la cualidad
paradójica de la esperanza es que, anclada intencionalmente —como
la inquietudo— en la pax de la definitividad, permite atender al pre-
sente y vivirlo como pleno de sentido. Cuando no se vive habitado
por caritas, el presente resulta insoportable, ya porque se considera
él como definitivo, ya porque se vive bajo la tonalidad de la preocu-
pación o la nostalgia. Sólo la esperanza permite, tendiendo siempre
“al norte del futuro49”, recibir el acontecimiento del presente como
un don gratuito que anuncia la promesa de la paz. Sólo así puede
ver el hombre que hay una ley por la que después de libido viene la
soledad, por la que no puedo sino anhelar siempre el bien aunque
ante mis ojos parezca que quiero el mal; y que esta ley, este orden, es
un ordo amoris. El orden es una legalidad ontológica regulada por el
amor, por la caridad, por una constante entrega de mundo. Solamen-
te cuando ajusto mis anhelos al orden del amor es que mi vida puede


49
No puedo dejar de recordar a Iván Illich, filósofo, teólogo e historiador. En
una entrevista fue cuestionado sobre el futuro, si él vislumbraba un futuro po-
sible dado el diagnóstico pesimista que presentaba sobre el rumbo de la Mo-
dernidad. Illich contestó: “¿El futuro? Al diablo con el futuro, es un ídolo an-
tropófago. Las instituciones tienen futuro, pero las personas no. Las personas
solamente tienen esperanza”. Esta respuesta está recogida por David Cayley en
el prefacio (p.XIX) a The Rivers North of the Future, una larga entrevista radio-
fónica que el canadiense hizo a Illich hacia el final de su vida y que se publicó
póstumamente. El título del libro es un verso de Paul Celan. En alemán reza:
In den Flüssen nördlich der Zukunft. Mientras que “ríos” y “norte” son sustanti-
vos propios del espacio, “futuro” es un adverbio de tiempo. ¿Cómo puede estar
algo al norte del futuro? Una interpretación posible la da el mismo Cayley:
“Los poemas de Celan representan lo que él llama la reaparición del lenguaje
—en palabras que han traspasado el fuego del purgatorio de un «terrible en-
mudecimiento». De los poemas de Celan, Illich admiraba particularmente Los
ríos al norte del futuro. Es un poema que habla de un «todavía-no» esperado,
de un tiempo y un lugar que no puede ser alcanzado por la simple proyección
desde el presente, pues yace al norte del futuro […] El futuro, como un ídolo,
devora el único momento en que el cielo puede acaecer sobre nosotros: el
presente. La preocupación trata de forzar el mañana; la esperanza extiende el
presente y hace un futuro, al norte del futuro” (pp.XVIII-XIX).
La inquietud y la caricia 79

verse de alguna manera realizada, aunque sea de forma provisional,


bajo el rostro de la esperanza.
Ordo amoris es, quizás por encima de todo, la relativización del
yo frente a todas las cosas de la creación y, especialmente, frente a
los otros hombres a quienes el mandato del amor me sujeta. Ordo
amoris es empequeñecimiento de mí mismo, es ajustar mis deseos al
Bien del otro, siempre del otro, pues el yo no es de ninguna manera
el vehículo de hacer presente el Bien perfecto, ni de vivir en espe-
ranza ni de evitar libido. Amar es siempre amar a Dios y amar a los
hombres, y eso significa buscar siempre y en todo, el Bien. Ése es el
ordo al que está sujeta voluntas, con el misterioso abismo que abre la
puerta a que no sea así. Si la libertad significa que en el mundo se ha
partido para siempre la estructura de la necesidad y de que las cosas
tengan que ser como algún dios lo haya prescrito, esto trae como
consecuencia que el ordo amoris ha de ser trabajado, bajo el riesgo de
que abramos las puertas a los monstruos del mal.
La estructura total del universo tiene para Agustín la estructura
propia de un cántico en el que cada cosa representa un tono y una
melodía. La justicia no es otra cosa que respetar, con piedad, el tono
en el que canta cada una de las cosas del mundo. En ese sentido, no
solamente es posible amar a los demás hombres, sino que constitu-
ye incluso un imperativo: “el que ama a los hombres ha de amarlos
porque son justos o para que sean justos. Con la misma caridad se
ha de amar a sí mismo, es decir, o porque ya es justo o para hacerse
justo. Sólo así podrá el hombre amar al prójimo como a sí mismo sin
sombra de peligro. Todo aquél que se ama con otro amor, se ama in-
justamente, pues se ama para hacerse injusto, se ama para ser malo y,
en consecuencia, no se ama. El que ama la injusticia odia su alma50”.

50
trin. VIII, 6, 9 (Qui ergo amat homines, aut quia iusti sunt, aut ut iusti sint,
amare debet. Sic enim et semetipsum amare debet, aut quia iustus est, aut ut
iustus sit: sic enim diligit proximum tanquam se ipsum sine ullo periculo. Qui
enim aliter se diligit, iniuste se diligit, quoniam se ad hoc diligit, ut sit iniustus:
ad hoc ergo ut sit malus, ac per hoc iam non se diligit. Qui enim diligit iniquita-
tem, odit animam suam [Ps 10,6].)
80 Diego Ignacio Rosales Meana

Así puede encontrar resolución la pareja de dilemas: deseo-deber y


deseo-temor. El amor es un deseo sin pompa ni fausto publicitario,
es la constante vela de quien se convierte en centinela de su herma-
no. Este acto de guardia da la opción al hombre de vivir de cara a un
futuro absoluto, de cara a un éschaton sin distanciarse del presente y
según las condiciones mismas de la topología. En esto mismo consis-
te amar, en una “conversión” que hace girar al hombre su cuerpo y el
espíritu entero hacia el Bien perfecto, giro que da al deseo su forma
más genuina51, giro que solamente puede mantenerse mediante las
obras del amor, mediante la salida del appetitus hacia el Bien, que por
cierto no somos nosotros mismos.

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Trad. de Félix García O.S.A. Revisión de José Rodríguez Díez
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drid: BAC, 1964. Trad. de Balbino Martín Pérez O.S.A.
Gn. litt Comentario literal al Génesis. Obras completas XV. Madrid:
BAC, 1957. Trad. de Balbino Martín O.S.A.

51
Éste es precisamente el tema del magnífico libro de Marie-Anne Vanier, Crea-
tio, conversio, formatio chez saint Augustin.
La inquietud y la caricia 81

Io. eu. tr. Tratados sobre el Evangelio de san Juan. Obras completas XIII-
XIV. Madrid: BAC, 2009. Trad. de José Anoz.
lib. arb. El libre albedrío. Obras completas III. Madrid: BAC, 2009. Trad.
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1956. Trad. de Victorino Capánaga.
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drid: BAC. Trad. de Teodoro C. Madrid y Antonio Sánchez Ca-
razo O.A.R.
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a) Obras completas VII, X, XXIII-XXVI. Madrid: BAC, 1985.
Trad. de Pío de Luis.
b) Sermones nuevos. Madrid: Editorial revista Agustiniana. Trad.
y edición de José Anoz.
c) Vingt-six sermons au peuple d’Afrique. Paris: Institut d’Études
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ción corregida.
sol. Soliloquios. Obras completas I. Madrid: BAC, 1994. Trad. de Vic-
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82 Diego Ignacio Rosales Meana

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