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Querido xxx:
Usted me ha hecho el honor de escribirme a propósito de las consagraciones episcopales
y, pese a la gravedad del tema y al reconocimiento que le concedo, no he cesado de aplazar
mi respuesta. Le ruego que por favor me disculpe.
Estoy seguro de que estaremos de acuerdo en tres puntos que nos permiten situar con
exactitud la importancia y el núcleo del problema: ¿Es permisible, en la situación actual,
recurrir a las consagraciones episcopales conferidas sin mandato apostólico?
1. A través de las vicisitudes del decurso de su vida terrenal, la Santa Iglesia católica se
mantiene fiel a sí misma, bajo la Autoridad primera y soberana de Nuestro Señor Jesucristo,
según la Constitución —construida sobre la unidad jerárquica— que le ha otorgado Nuestro
Señor, en la posesión que jamás puede perder de las tres potestades que Nuestro Señor le
ha confiado (Magisterio, Orden y Jurisdicción) y de las cuatro notas que le ha conferido
(Unidad, Santidad, Catolicidad, Apostolicidad); y así debe continuar hasta el fin de los
tiempos.
2. La ausencia —y la ausencia prolongada— de la autoridad pontificia y de la autoridad
episcopal en la Santa Iglesia es un gran infortunio. A este infortunio se suma la presencia
desde 1968 de un nuevo rito de Ordenación que es, como muy mínimo, dudoso. La
conjunción de estos dos elementos constituye un estado de necesidad que, sin duda, la
Iglesia no había conocido nunca.
3. El estado de necesidad —por muy grande y angustioso que sea— no puede ser la excusa
para permitirlo todo, para que la necesidad inmediata se convierta en nuestra única guía y
nuestro único criterio (si no, baste considerar que la Iglesia no puede prescindir de un Papa
y, ¡zas! se ha fabricado uno a la medida). Esto es así por dos razones:
a) La perennidad de la Iglesia está asegurada por medios divinos y no puede depender de
las acciones de los hombres, quienes no pueden ser, en este caso, sino instrumentos. No hay
un vínculo de causa y efecto necesario entre lo que nosotros hacemos y la supervivencia de
la Iglesia. Si hablamos de la salvación de las almas, donde cada caso individual no está
garantizado por medios divinos, debemos recordar que la fidelidad es la primera cualidad
que se exige a quienes quieren o deben trabajar por dicha salvación: «Hic jam quæritur inter
dispensatores [mysteriorum Dei] ut fidelis quis inveniatur — Ahora lo que se requiere en los
dispensadores [de los misterios de Dios] es que cada cual sea hallado fiel » (1 Cor 4,2).
b) La Constitución de la Iglesia es intangible, de institución divina y, por tanto, no podemos
meterle mano. Si la epiqueya, con todas las precauciones necesarias, nos permite
interpretar la legislación de la Iglesia, esta no puede autorizarnos a actuar contra la
Constitución de la Iglesia.
Es en este último punto donde se encuentra el problema.
Afirmo que el episcopado, su transmisión y su dependencia al Sumo Pontificado
pertenecen a la Constitución de la Iglesia.
Antes de esforzarme en apuntalar esta afirmación, simplemente voy a señalar lo
siguiente: la consagración de un obispo sin mandato apostólico es un acto de extrema
gravedad —todo el mundo está de acuerdo, y la excomunión está ahí para recordárnoslo—.
Aquellos que la realizan, la aprueban o se benefician de ella deben, por tanto, tener razones
(razones objetivas, públicas, comunicables) de una gravedad equivalente a la gravedad del
acto, sobre todo para justificar que su acto no viola más que una ley disciplinaria. De lo
contrario, incurren en una grave falta. En otras palabras, les incumbe la carga de la prueba
de la legitimidad de dicha consagración, y les incumbe incluso de antemano.
Ahora bien, no me parece que esto haya sido efectuado seriamente ni por el lado de
monseñor Lefebvre, ni por el lado de los innumerables descendientes de monseñor Thuc.
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Afirmo, por tanto, que el episcopado y su vínculo de dependencia con el Sumo Pontificado
son parte integrante de la Constitución de la Iglesia. Lo afirmo porque:
– tal es la enseñanza de la Iglesia,
– tal es la práctica de la Iglesia,
– tal es la naturaleza del episcopado,
– las consecuencias lo demuestran copiosamente.
I. Enseñanza de la Iglesia
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II. Práctica de la Iglesia
El episcopado es jerárquico por naturaleza. Santo Tomás de Aquino enseña que aquello
que lo diferencia del simple sacerdocio es su ordenación al Cuerpo místico:
«Habet enim ordinem episcopus per comparationem ad Corpus Christi mysticum, quod est
Ecclesia… sed quantum ad Corpus Christi verum, non habet ordinem supra presbyterum — El
obispo tiene un orden relativo al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia… en relación al
Cuerpo físico de Cristo, el obispo no tiene un orden superior al del sacerdote» (in Billuart,
Cursus theologiæ, de sacramento ordinis, c. x, d. iv, a. 2, ad 4um).
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Por su ordenación esencial al Cuerpo místico, el episcopado es la “piedra elemental” de la
que está construida la jerarquía de la Iglesia. En él se unifican las dos diversas razones
según las cuales se ordena la única jerarquía de la Iglesia: el orden y la jurisdicción. La
unidad de estos dos aspectos existe en el episcopado que, solo él por institución divina,
toma su lugar simultáneamente en la jerarquía de orden y en la jerarquía de jurisdicción.
Yo digo que el episcopado consuma la unidad de la jerarquía eclesiástica puesto que, por
un lado, es la plenitud del sacerdocio y, por otro lado, la jurisdicción suprema y fundamental
de la Iglesia es episcopal, no en el sentido de la jurisdicción de un obispo en particular, sino
en el sentido de la jurisdicción del obispo de los obispos. El Concilio Vaticano, al definir la
jurisdicción del Papa, dice que es una jurisdicción episcopal:
«Enseñamos, por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor,
posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de
jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata —
… iurisdictionis potestatem, quæ vere episcopalis est, immediatam esse» (Pastor Æternus, 18
de julio de 1870; Denz. 1827).
En consecuencia, lo que está en juego es la unidad jerárquica de la Iglesia católica: hacer
un obispo es hacer una jerarquía. Y, si este obispo no es hecho por el Papa —único
fundamento de la jerarquía católica— es instituir una jerarquía distinta. No hay forma de
salir de esto.
Los obispos son los sucesores de los Apóstoles y le deben esta cualidad a su unión
episcopal con el Sumo Pontífice.
1. ¿Y la indefectibilidad de la Iglesia?
La indefectibilidad de la Iglesia es un hecho consumado por Dios en el pasado y
garantizado por Dios para el porvenir: la permanencia de su apostolicidad, de su
Constitución y de su doctrina de fe hasta el fin de los tiempos. Es una característica que solo
Dios puede asegurar: cualquier cosa que puedan hacer los hombres por iniciativa propia es
vana.
Lo es aún más si, a través de consagraciones sin mandato apostólico, los hombres actúan
contra la Constitución de la Iglesia, misma que la indefectibilidad debe conservar. Ocurriría
lo mismo si, a través de una pseudoelección pontificia, los hombres actuasen contra la
apostolicidad, misma que la indefectibilidad debe conservar; o si los hombres vinieran a
cambiar la doctrina de fe, misma que también es objeto de la indefectibilidad.
Desde luego, sabemos bien (a veces con angustia) que, para que esta indefectibilidad
perdure, es necesario que la cadena de los obispos válidos no se interrumpa; es necesario
que la Sede Apostólica no deje de estar ocupada, de tal manera que no se rompa la línea de
sucesión. Pero toda intervención humana contraria a la Constitución de la Iglesia es una
terrible falta de fe en esta indefectibilidad y no puede producir sino catástrofes.
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2. ¿Y las vocaciones sacerdotales?
A propósito de la naturaleza de la vocación, la Iglesia enseña: «Vocari autem a Deo
dicuntur qui a legitimis Ecclesiæ ministris vocantur — Y son dicho llamados por Dios, los que
son llamados por los ministros legítimos de la Iglesia» (Catecismo del Concilio de Trento, del
Sacramento del Orden).
Acerca del sacerdocio, San Pablo escribe (Heb 5,4): « Y ninguno usurpa para sí esta honra,
sino el que es llamado de Dios, como Arón». Con las consagraciones episcopales sin
mandato apostólico, ya nadie es llamado.
Los obispos consagrados sin mandato apostólico no pueden transmitir aquello de lo que
carecen: Nemo dat quod non habet. Al no haber sido llamados, ellos tampoco pueden llamar.
Así pues, si ellos ordenan sacerdotes, estos son sacerdotes sin vocación. Es por naturaleza,
por institución divina, por Constitución de la Iglesia, que el Papa llama a los obispos y que
estos, a su vez, llaman a los sacerdotes. Pero sucede que, con las consagraciones episcopales
sin mandato apostólico, la cadena se rompe; cuando los obispos se atribuyen el episcopado
(pues es esto lo que ocurre, incluso si se «dejan escoger» por un obispo que no tiene esta
potestad), los sacerdotes no reciben un llamado legítimo. En medio de la crisis de la Iglesia,
tan profunda como la suponemos, bien puede ser permisible traspasar una legislación que
delimita y organiza la transmisión del sacerdocio, pero jamás podrá ser permisible ir contra
la naturaleza de las cosas.
Con las consagraciones episcopales efectuadas sin mandato apostólico, se obtienen —
quizás— católicos-obispos, pero no se obtienen obispos católicos. ¿Por qué agrego este
quizás? Porque habría que verificar la veracidad del episcopado y la cualidad de católico,
cuando ya ninguna de estas están garantizadas por la Iglesia misma. Discernirlo será cada
vez más difícil. La certeza —que ya ahora se erige sobre una confianza que es muy difícil
ejercer— irá disminuyendo. Este simple hecho demuestra, ya por sí solo, que la «vía
episcopal» no es el camino de la salvación, ni siquiera el de la supervivencia. En algunos
linajes episcopales, ya van en la tercera o cuarta generación de consagraciones, y los
intermediarios, venidos a veces de quién sabe dónde, van desapareciendo uno tras otro…
3. Credibilidad, catolicidad
La Iglesia católica es una sociedad de esencia sobrenatural, pero es necesariamente
visible (aun si no siempre es visible de la misma manera, así como la divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo tampoco fue siempre visible de la misma manera durante su vida terrena).
Por lo tanto, nuestra pertenencia a la Iglesia debe ser, por naturaleza, visible. En esta época
tempestuosa en la que vivimos, la visibilidad de nuestra pertenencia ya no está asegurada
por la adhesión al Magisterio vivo, pues esta potestad (siempre presente) ya no se ejerce.
Tampoco está asegurada por el sometimiento a la jurisdicción, pues la autoridad es
deficiente. Lo único que nos resta es la tercera potestad de la Iglesia, la potestad de orden, a
la cual le corresponde consumar y asegurar esta visibilidad de la pertenencia. Si eliminamos
esta tercera vía al admitir la posibilidad de que existan obispos legítimos que no hayan sido
instituidos por el Sumo Pontífice, ya no nos queda nada: ya no hay ningún criterio que nos
permita discernir qué es católico y qué no; qué es legítimo y qué no lo es. Cada quien
construye su propio criterio: aquellos a quienes conocemos y apreciamos son los únicos
buenos. Pero, ¿dónde se encuentra la catolicidad en medio de todo esto? Este problema que
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se plantea es muy grande, pues nuestra catolicidad debe ser visible al exterior y
verdaderamente fundamentada desde el interior.
Esto es, además, un problema muy concreto. Si Juan Pérez es ordenado sacerdote, ¿cómo
voy a saber, con total certeza (una certeza objetiva, fundamentada en la Iglesia,
comunicable), que Juan Pérez es un sacerdote católico? Yo necesito esta certeza para poder
asistir a su Misa y recurrir a él. Esta certeza solo me la puede dar el linaje de este sacerdote,
según la Constitución misma de la Iglesia católica: la misión propia del Sumo Pontífice es
instituir a los obispos y la misión propia de los obispos es ordenar a los sacerdotes. Por lo
tanto, es necesario que yo sepa, además de si profesa la fe católica, por supuesto, si fue
ordenado según el rito católico por un obispo instituido por el Sumo Pontífice (y
consagrado según el rito católico). Fuera de eso, lo único que puedo tener es una opinión y
esta opinión no me basta para recurrir a él.
No quiero hablar aquí de la validez de las ordenaciones al seno de las distintas ramas
episcopales, aunque esta cuestión me inquieta cada vez más: para creer en esta validez, es
necesario multiplicar los actos de fe (humana) a medida que nos alejamos del origen y a
medida que la seriedad y la catolicidad de las intenciones se diluyen entre la niebla. Pero,
aun sin esto, la cuestión episcopal —y todo lo que de ella depende— ya es suficientemente
grave y preocupante.
4. Coherencia
¿De qué sirve haber luchado durante más de treinta años contra los gérmenes de la
disolución de la unidad de la Iglesia, a medida que estos se manifestaban en la realidad o en
la consciencia, para entregarse posteriormente uno mismo a este juego mortal? (La unidad
de la Iglesia proviene de su Constitución divina y es un objeto de fe: esta es, por tanto,
inalterable y está fuera del alcance de la maldad de los hombres. Sin embargo, hay factores
perversos que pueden sustraer a los cristianos de esta unidad. Es de estos factores de los
que quiero hablar).
¿De qué sirve haber rechazado, una y otra vez, todo aquello que rompe la triple unidad
católica? A saber:
– la libertad religiosa, la falsa concepción de la Iglesia proclamada por el Vaticano II, la
adhesión a Francisco I [falsa regla de la fe] y las divagaciones de los tradicionalistas acerca
del Magisterio, que disuelven la unidad de la fe;
– la reforma litúrgica de Pablo VI, el una cum y el carismatismo que disuelven la unidad
del orden sacramental;
– la adhesión a una pseudoautoridad, el conclavismo, de nuevo el carismatismo y la
supuesta justificación para la desobediencia, que disuelven la unidad jerárquica…
¿… de qué sirve, entonces, si nosotros hacemos algo semejante de nuestro lado?
P.S. Agrego aquí, unas líneas del Padre Berto acerca del derecho divino en materia
episcopal; dan para pensar…
«Por derecho divino, los Obispos incluso si están dispersos, son un cuerpo constituido en la
Iglesia. […] Es por derecho divino que no solo hay Obispos, sino que los Obispos constituyen
un cuerpo, y, si tal sujeto se convierte en Obispo, es por derecho divino que existe, entre él y
el Papa por un lado, y entre él y sus colegas por el otro, el doble vínculo orgánico que lo hace
miembro de dicho cuerpo. […] [Lo que agrega al cuerpo episcopal] es la potestad de
régimen, no actual, sino en tanto dicha potestad está regularmente asociada a la
Consagración, en tanto la Consagración confiere “vocación” a ella y esta “vocación” no se vea
perjudicada por el cisma […]. Obispo es aquel que ha recibido la Consagración, aun si fue en
el seno del cisma o aun si fue cismáticamente al hacerse consagrar sin mandato apostólico;
solo que entonces es Obispo que no pertenece al cuerpo episcopal».
Abbé V.-A. Berto, Pour la sainte Église Romaine, Le Cèdre, Paris 1976, pp. 242 sq.
Un fenómeno extraño
Desde los tiempos más remotos, se observa un extraño fenómeno en las controversias o
discusiones: mucha gente —quizás la mayoría— es mucho más receptiva a lo incisivo de la
voz y la violencia del vocabulario que a la pertinencia y la fuerza de los argumentos; un tono
imperioso es más eficaz que una argumentación apropiada. Si uno presenta su opinión con
delicadeza, esforzándose por la justa medida de las palabras y por la equidad hacia las
personas, esto se percibe como una flaqueza de la convicción, como un signo de que la
prueba o el razonamiento son débiles.
Este fenómeno es extraño, pero no inexplicable. Es una consecuencia del desorden
provocado por el pecado original: la parte sensible de nuestra naturaleza se impone
fácilmente sobre la parte espiritual, la impresión domina a la razón y a menudo la oculta. En
esto —y no debería sorprendernos— nos parecemos un poco a las bestias: cuando nos
escuchan hablar, ellas no comprenden el significado de las palabras, pero perciben
perfectamente el tono de la voz: la cólera, la dulzura, el disgusto, la lisonja; y reaccionan en
consecuencia.
Los publicistas de todas las calañas entienden esto desde hace mucho tiempo y abusan
desvergonzadamente de ello: para ellos basta con afirmar con brío, con repetir hasta la
saciedad, con arremeter; esto es muy eficaz y puede prescindir de toda demostración seria
o de argumentos fundamentados. Los espíritus débiles se dejan impresionar e incluso
conquistar, y el resto de la gente queda desalentada.
Por ello, a veces es necesario alzar el tono, reforzar el discurso para ser comprendidos
con eficacia. Esto es lo que hizo Nuestro Señor al llamar a los fariseos «sepulcros
blanqueados»; San Juan Bautista no dudó de hablar de la «raza de víboras» e incluso San
Policarpo le respondió a Marción que este era el «primogénito de Satanás».
— Pero, ¿qué quiere decir este preámbulo un tanto enigmático? ¿A dónde quiere usted llegar?
— A lo siguiente: mientras, en las controversias relacionadas con la legitimidad de las
consagraciones episcopales (porque aún es esto de lo que estamos hablando), nos
esforzamos por una cierta moderación; mientras no hacemos del tema el centro de su
campaña cotidiana, se oye decir —o, más bien, no se oye, pues lo dicen muy valientemente a
nuestras espaldas— que no tenemos argumentos, que somos incapaces de probar la
ilegitimidad de dichas consagraciones.
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Evidentemente, esto es un poco molesto por dos razones: la primera es la ligereza de este
comportamiento frente a la gravedad del problema. La segunda… la voy a mencionar en un
momento.
Asimismo, voy a decir las cosas de una forma un poco más clara.
Preguntas ineludibles
Por tanto, se plantean cuatro preguntas ante las que no se puede guardar silencio; cuatro
preguntas que no podemos ignorar fácilmente.
1. ¿Cuál es la intención de estos obispos al recibir la consagración? ¿Pretenden ser obispos
jerarcas como si hubieran recibido el mandato apostólico (y aquí vemos cómo se dibuja el
cisma en el horizonte)? ¿Pretenden ser simples «obispos disminuidos», provistos solamente
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de las potestades de orden que el obispo recibe en su consagración (rechazando así la
esencia del episcopado, mientras se dibuja en el horizonte la ausencia de validez)?
Esta pregunta sin salida ya la he expresado en estos términos: ¿Acaso no nos
encontramos ante una terrible disyuntiva que vuelve a ser casi un dilema en el que, sin
mandato apostólico, una consagración episcopal solo puede ser o cismática o inválida?
Cismática si el obispo reivindica una potestad autoatribuida sobre el Cuerpo místico;
inválida si, al recibir la consagración, reniega de esta potestad que es inherente al
episcopado.
2. Nemo dat quod non habet. Nadie puede dar aquello de lo que carece. Un obispo
válidamente consagrado, pero que no es miembro de la jerarquía católica por ausencia de
mandato apostólico, ¿puede, si ordena sacerdotes, convertirlos en miembros del clero
católico? ¿Acaso no serán católicos-sacerdotes en lugar de sacerdotes católicos? ¿Podremos
recurrir a su ministerio? Lo mismo para las confirmaciones: estos obispos que no son
ministros de la Iglesia, ¿pueden integrar miembros a la milicia de dicha Iglesia?
3. Estos obispos y los sacerdotes que ellos ordenen, ¿serán beneficiarios de las suplencias
que la Iglesia prevé para sus ministros?
4. Uno de los aspectos de la ayuda que le otorga Jesucristo a su Iglesia es la garantía de que
los sagrados órdenes serán transmitidos válidamente desde de los Apóstoles, de que no
habrá interrupción. ¿Esta garantía perdura incluso fuera de la jerarquía? ¿Acaso esto no
disolverá la certeza que podemos y debemos tener acerca de la veracidad del sacerdocio de
tal o cual sacerdote?
Subrayo que estas son preguntas sustanciales y que la preocupación por la pertenencia a
la Iglesia y por la validez sacramental nos lleva a planteárnoslas seriamente. No podemos
responderlas a la ligera.
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entonces cómo es esta Iglesia una sociedad completa en cuyo seno la autoridad reina con
tanto imperio.
«Por debajo de los Obispos, encontramos aún en la Iglesia otros magistrados de un rango
inferior; la razón de su establecimiento se explica por sí misma. Designado para gobernar
un territorio más o menos vasto, el Obispo necesita cooperadores que representen su
autoridad, y la ejerzan en su nombre y bajo sus órdenes, allá donde ésta no pudiera
ejercerse inmediatamente. Estos son los sacerdotes con cura de almas, cuyo lugar fijó el
Salvador en la Iglesia, por la elección de los setenta y dos discípulos, que añadió a sus
Apóstoles, a los cuales debían estar sometidos los discípulos. Complemento admirable del
gobierno en la Iglesia, donde todo funciona en la más perfecta armonía, por medio de esta
jerarquía desde cuya cima desciende la autoridad, y va a extenderse hasta los Obispos que
la delegan enseguida al clero inferior.
«Estamos en los días en que esta jurisdicción que Jesús había anunciado, emana por su
divino poder. Ved con qué solemnidad la confiere: “Todo poder, dice, me ha sido dado en el
cielo y en la tierra: id, pues, enseñad a todas las naciones” (Mt 28,18). Así, este poder que los
pastores van a ejercer, es de su propia autoridad de donde lo saca; es una emanación de su
propia autoridad en el cielo y sobre la tierra; y a fin de que comprendiésemos más
claramente cual es la fuente, dice también esos mismos días: “Como mi Padre me ha
enviado, así os envío yo” (Jn 20,21).
«Así, el Padre ha enviado al Hijo y el Hijo envía a los Pastores, y esta misión no será nunca
interrumpida hasta la consumación de los siglos. Siempre instituirá Pedro los Obispos,
siempre los Obispos conferirán una parte de su autoridad a los sacerdotes destinados al
ministerio de las almas; y ningún poder humano sobre la tierra podrá interceptar esta
transmisión, ni hacer que los que no han tenido parte en ella tengan el derecho de
considerarse por pastores. El César gobernará el Estado; pero será incapaz para crear un
solo pastor; pues el César no tiene ninguna parte en esta jerarquía divina, fuera de la cual la
Iglesia no reconoce más que súbditos. A él toca el mandar como soberano en las cosas
temporales: a él toca también obedecer, como el último de los fieles, al Pastor encargado del
cuidado de su alma. Más de una vez se mostrará celoso de este poder sobrehumano;
buscará el interceptarlo; pero este poder no se puede usurpar; su naturaleza es puramente
espiritual. Otras veces el César maltratará a los depositarios; se le ocurrirá incluso, en su
locura el tentar ejercerlo él mismo; ¡vanos esfuerzos!, este poder que remonta, hasta Cristo
no se confisca, no se embarga; es la salvación del mundo, y la Iglesia en el último día debe
remitirlo intacto al que se dignó confiarlo antes de subir donde está su Padre» (Año
Litúrgico, Martes de la tercera semana después de Pascua).
Ley divina
Este bello texto de Dom Guéranger nos ha llevado al corazón del problema: estamos ante
la presencia de una ley divina, de una ley constitutiva de la Iglesia; tocamos la naturaleza
misma de las cosas: la naturaleza de la Iglesia y la naturaleza del episcopado, misma que ha
sido instituida por Dios e inscrita en el andamiaje mismo de su obra. Nos encontramos,
pues, en un dominio que no depende de las circunstancias, por muy graves que estas sean o
por muy grave que sea la necesidad.
Es por esta razón, como veremos más adelante, que Pío VI vincula este problema al
dogma y León XIII y Pío XII lo vinculan a la Constitución de la Iglesia, cosas que son
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completamente independientes de las circunstancias históricas a propósito de las cuales se
expresan estos Papas (la Constitución civil del clero y la Iglesia patriótica de China).
Todo esto contribuye a afirmar, sin atenuar ni tergiversar: «Asimismo, en toda la Iglesia
católica, no puede haber ninguna consagración episcopal legítima si no es conferida por un
mandato apostólico » (Pío VI, Charitas, 13 de abril de 1791).
En consonancia, Dom Gréa escribe con toda simplicidad: « Sólo el Papa instituye a los
obispos. Este derecho le pertenece soberana, exclusiva y necesariamente, por la constitución
misma de la Iglesia y la naturaleza de la jerarquía » (Dom Adrien Gréa, La Iglesia y su divina
constitución, Casterman, 1965, p. 259).
La Iglesia católica es jerárquica por Constitución y su jerarquía es episcopal y su
episcopado es jerárquico. He aquí lo que afirman los Papas…
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Naturaleza jerárquica del episcopado
Es el Concilio de Trento quien lo afirma
«Por ende, declara el santo Concilio que, sobre los demá s grados eclesiá sticos, los
obispos, que han sucedido en el lugar de los Apó stoles, pertenecen principalmente a este
orden jerá rquico y está n “puestos —como dice San Pablo— por el Espíritu Santo para regir
la Iglesia de Dios” — Proinde sancta Synodus declarat, præter ceteros ecclesiasticos gradus
episcopos, qui in Apostolorum locum successerunt, ad hunc hiearchicum ordinem præcipue
pertinere, et “positos (sicut idem Apostolus ait) a Spiritu Sancto regere Ecclesiam Dei”
(Act 20,28)» (El Sacramento del Orden, c. iv; Denz. 960).
Es Santo Tomás de Aquino quien lo enseña
El episcopado es jerárquico por naturaleza. Santo Tomás de Aquino enseña que aquello
que lo diferencia del simple sacerdocio es su ordenación al Cuerpo místico:
«Habet enim ordinem episcopus per comparationem ad Corpus Christi mysticum, quod est
Ecclesia… sed quantum ad Corpus Christi verum, non habet ordinem supra presbyterum — El
obispo tiene un orden relativo al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia… en relación al
Cuerpo físico de Cristo, el obispo no tiene un orden superior al del sacerdote» (in Billuart,
Cursus theologiæ, de sacramento ordinis, c. x, d. iv, a. 2, ad 4um).
«En lo que concierne a la consagración episcopal, mediante la cual se recibe una potestad
sobre el Cuerpo místico, es necesaria la realización de un acto de parte de quien recibe
dicho cargo pastoral; por esta razón, la validez de la consagración exige que se tenga uso de
razón». (IV Sententiarum, d. 25, q. 2, a. 1, qla 2, ad 2).
«El poder del obispo excede al del sacerdote como un poder de otro tipo; mientras que el
poder del Papa excede al poder del obispo como un poder del mismo tipo» (IV Sent. d. 24,
q. 3, a. 2, qla 3, ad 3).
Con mucho, esta es la naturaleza de las cosas
Por su ordenación esencial al Cuerpo místico, el episcopado es la “piedra elemental” de la
que está construida la jerarquía de la Iglesia. En él se unifican las dos diversas razones
según las cuales se ordena la única jerarquía de la Iglesia: el orden y la jurisdicción. La
unidad de estos dos aspectos existe en el episcopado que, solo él por institución divina,
toma su lugar simultáneamente en la jerarquía de orden y en la jerarquía de jurisdicción.
Yo digo que el episcopado consuma la unidad de la jerarquía eclesiástica puesto que, por
un lado, es la plenitud del sacerdocio y, por otro lado, la jurisdicción suprema y fundamental
de la Iglesia es episcopal, no en el sentido de la jurisdicción de un obispo en particular, sino
en el sentido de la jurisdicción del obispo de los obispos. El Concilio Vaticano, al definir la
jurisdicción del Papa, dice que es una jurisdicción episcopal:
«Enseñamos, por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor,
posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de
jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata —
… iurisdictionis potestatem, quæ vere episcopalis est, immediatam esse» (Pastor Æternus, 18
de julio de 1870; Denz. 1827).
En consecuencia, lo que está en juego es la unidad jerárquica de la Iglesia católica: hacer
un obispo es hacer una jerarquía. Y, si este obispo no es hecho por el Papa —único
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fundamento de la jerarquía católica— es instituir una jerarquía distinta. No hay forma de
salir de esto.
Los obispos son los sucesores de los Apóstoles y le deben esta cualidad a su unión
episcopal con el Sumo Pontífice.
Notamos, de paso, que Santo Tomás afirma que, con la simple consagración episcopal, se
recibe una potestad sobre el Cuerpo místico: a esta potestad de regencia, para usar las
palabras de San Pablo, todavía a veces se le llama «jurisdicción primera». Esta ordenación al
Cuerpo místico, esta potestad —que se suspende con el cisma— es constitutiva del
episcopado: es la fuente de la extensión de la potestad de orden que recibe el obispo; es un
llamado (aptitud inmediata, pero no imperativa, y que debe ser llevada al acto por el Papa)
a la jurisdicción que le da a apacentar una porción de la grey de Jesucristo.
*
* *
He aquí algunos elementos de mi supuesta falta de argumentos. Los he repetido hasta la
saciedad desde hace años: es posible encontrarlos en el opúsculo Les sacres épiscopaux sans
mandat apostolique en question [Las consagraciones episcopales sin mandato apostólico en
cuestión] y en múltiples números de Notre-Dame de la Sainte-Espérance (133, 135, 147, 150,
151, 216 y otros). Uno termina por sentir un cierto hartazgo después de repetir siempre las
mismas cosas, siendo que las enseñanzas de la Iglesia son tan sólidas y claras.
Pero hay una cosa de la que uno no se cansa: de leer a Dom Guéranger o a su discípulo. Ya
he citado hace un momento un largo pasaje suyo. He aquí otros tres textos en los que se
recuerda la ley divina, la Constitución de la Iglesia y su práctica inmutable.
«¡Qué divina y sagrada, esa autoridad de las llaves, que, descendiendo del cielo en el
Romano Pontífice, se deriva de él por los prelados de las Iglesias sobre toda la sociedad
cristiana que debe gobernar y santificar! El modo de su transmisión por la Sede apostólica
ha podido variar según los siglos; sin embargo todo el poder no vino sino de la Cátedra de
Pedro. (…) Por lo tanto, a nosotros nos corresponde, sacerdotes y fieles, enterarnos acerca
de la fuente de la cual nuestros pastores obtuvieron su poder, de la mano que les transmitió
las llaves. ¿Su misión emana de la Sede apostólica? Si es así, vienen de Jesucristo, que les ha
confiado la autoridad por Pedro; honrémoslos, seamos sumisos a ellos. Si se presentan sin
ser enviados por el Romano Pontífice, no nos unamos a ellos; porque el Cristo no los conoce.
Incluso vestidos del carácter sagrado conferido por la unción episcopal, no son nada en la
Orden Pastoral; las ovejas fieles deben alejarse de ellas» (Año Litúrgico, La Cátedra de San
Pedro en Antioquía).
«El Espíritu Santo ha derramado sus dones en las almas de estos nuevos cristianos ; pero
las virtudes que brillan en ellos no se pueden ejercer de suerte que les sirvan para alcanzar
la vida eterna, sino en el seno de la Iglesia verdadera. Si en lugar de seguir al legítimo pastor
tienen la desgracia de entregarse a falsos pastores, todas estas virtudes resultan estériles.
Deben, pues, huir como de un mercenario de aquel que no ha recibido su misión del
Maestro, que únicamente puede conducirles a los pastos de vida. Frecuentemente, en el
correr de los siglos se han encontrado pastores cismáticos ; es deber de los fieles el huir de
ellos y todos los hijos de la Iglesia deben prestar atención a la prevención que nuestro Señor
les dirige aquí. La Iglesia que Él ha fundado y que gobierna por medio de su Espíritu Santo
tiene como carácter y distintivo el ser Apostólica. La legitimidad de la misión de los pastores
se manifiesta por la sucesión ; y como Pedro vive en sus sucesores, el sucesor de Pedro es la
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fuente del poder pastoral. Quien está con Pedro, está con Jesucristo » (Año Litúrgico, El
martes de Pentecostés).
«El acercarse la consumación de las bodas del Hijo de Dios coincidirá aquí en la tierra con
un redoblamiento de la furia del infierno para perder a la Esposa. El dragón del Apocalipsis
(Ap 12, 9), la antigua serpiente seductora de Eva, que vomita como un río su baba inmunda
(ibid. 15), desatará todas las pasiones para arrastrar a la verdadera madre de los vivos por
el esfuerzo. Sin embargo, será impotente para profanar el pacto de la alianza eterna; y, sin
poder contra la Iglesia, volverá su ira contra los últimos hijos de la nueva Eva, reservados
para el peligroso honor de las luchas supremas descritas por el profeta de Patmos (ibid. 17).
Entonces especialmente, los cristianos fieles tendrán que recordar los avisos del Apóstol y
comportarse con la prudencia que recomienda, poniendo todo su cuidado en mantener pura
su inteligencia no menos que su voluntad, en estos días malos. Porque la luz no tendrá que
soportar sólo los asaltos de los hijos de las tinieblas difundiendo sus perversas doctrinas;
será aún más, quizás, disminuida y falseada por los fallos de los propios hijos de la luz en el
terreno de los principios, por las postergaciones, las transacciones, la prudencia humana de
los llamados hombres sabios. Muchos parecerán ignorar en la práctica que la Esposa del
Hombre-Dios no puede sucumbir al impacto de cualquier fuerza creada. Si recuerdan que
Cristo se ha comprometido a mantener a su Iglesia hasta el fin de los siglos (Mt 28, 20), sin
embargo creerán hacer una maravilla al llevar a la buena causa la ayuda de una política
cuyas concesiones no siempre serán suficientemente pesadas según el peso del santuario :
sin pensar que el Señor no necesita, para ayudarle a cumplir su promesa, habilidades
desviadas ; sin decir, sobre todo, que la cooperación que se digna aceptar de los suyos para
defender los derechos de la Iglesia no puede consistir en la disminución o el ocultamiento
de las verdades que constituyen la fuerza y la belleza de la Esposa » (Año Litúrgico,
20º domingo después de Pentecostés).
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texto favorece la reflexión, el retroceso, la calma. En él, la argumentación está exenta de sus
parásitos. A menudo, el habla hace brillar a los espíritus superficiales en detrimento de la
precisión, de la verdad, de la exactitud del razonamiento; el texto se presta menos a todo
esto. Por tanto, escribo y nadie está obligado a leer. El problema ya me parece
suficientemente grave como para imponerme el deber de escribir acerca de él sin dejarle al
hecho la oportunidad de ocupar en los espíritus el estatus del derecho.
Además de la simple gravedad, hay otra razón que hace oportuno volver de vez en
cuando al tema: la permanencia de un estado. Una consagración episcopal, legítima o no, no
es solo un acto pasajero: es el origen de un estado y de una descendencia. Una ordenación
sacerdotal inaugura un estado que durará toda la eternidad. Por tanto, no debería
sorprendernos que sea necesario volver al tema una y otra vez.
Hagamos una comparación. Imaginemos a un hombre que ha cometido un pecado.
Recordárselo una y otra vez iría en contra de la caridad y del decoro. Si el pecado ha sido
perdonado y expiado, debemos olvidar y dejar de señalárselo. Pero, si el mismo hombre
comete un pecado que inaugura un estado permanente —un pseudomatrimonio, por
ejemplo—, entonces, hay que tenerlo en consideración de forma permanente e, incluso,
puede ser necesario hablar de ello periódicamente para evitar que, con el tiempo, este
estado termine por parecer normal. Cuántos falsos hogares no consiguen así imponerse
poco a poco a semejanza de los otros (en detrimento del santo matrimonio y de los
verdaderos hogares), pues nosotros, por fatiga o por sentimentalismo, hemos bajado la
guardia.
Hace algunos días, me interpeló (cortésmente) una persona un poco versada en teología y
con una cierta inclinación a favor de las consagraciones sin mandato apostólico. He aquí la
estructura de la controversia:
— El Concilio de Trento afirma que el episcopado es jerárquico…
— Sí, pero yo pienso que…
— Pío VI y Pío XII lo vuelven una cuestión de dogma y de la Constitución de la Iglesia…
— Sí, pero yo pienso que…
— Santo Tomás de Aquino estableció en muchas ocasiones que el poder episcopal…
— Sí, pero yo pienso que…
Exagero un poco, por supuesto, pero esa fue la esencia de la discusión. Es para evitar
estos desafortunados Sí, pero yo pienso que… y remplazarlos por Sí, pero la Iglesia enseña
que… que creo útil volver al tema y exponer las enseñanzas católicas.
— ¡Usted no pretenderá ser la encarnación de los pensamientos de la Iglesia!
— ¡Por supuesto que no lo pretendo! Incluso si me esfuerzo por «pegarme» a las
enseñanzas del Magisterio e impregnarme de su espíritu, mi exposición de estas enseñanzas
no tiene sino un valor personal (el de mis argumentos), y cada quien es libre de juzgar qué
tanto deformo o qué tanto desconozco. Eso está claro. Pero, precisamente, cada quien tiene
la obligación de hacer todo lo posible para conocer qué es lo que hace y enseña la Iglesia.
Una letanía de Sí, pero yo pienso que… no es la mejor manera de lograrlo. Ante un problema
de materia tan importante, con unas consecuencias tan graves, su posición se vuelve
injustificable y pone en riesgo de conducir a la catástrofe.
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2. [Reacción conocida de forma indirecta] Puede que el Padre Belmont esté muy
comprometido con los principios, pero lo hace en detrimento de la salvación de las almas,
pues necesitamos sacerdotes.
— La fragilidad del celo del Padre Belmont es un hecho notorio y esto es una gran tragedia.
Pero, en este contexto, eso no tiene nada que ver y, además, eso no lo vuelve inconsciente de
las necesidades.
Es Dios y solamente Dios quien nos salva por su misericordia. Ciertamente, no nos salva
sin elegir instrumentos humanos a tal fin, no nos salva sin intercesor o sin intermediario,
pero es él quien nos salva.
La primera preocupación que debe habitarnos es la de ser instrumentos mansos,
instrumentos obedientes, ministros fieles: «Así nos tenga el hombre como ministros de
Cristo, y dispensadores de los misterios de Dios. Ahora lo que se requiere en los
dispensadores es, que cada cual sea hallado fiel» (1 Cor 4,1-2).
Esta fidelidad no puede encontrarse sino en la aceptación de toda la doctrina de la
Iglesia, en la conformidad con su Constitución, en el rechazo a todo lo que ella condena.
Fuera de eso, no hay sino ilusiones.
Y luego, por supuesto, también hay que vivir en oración constante, con pureza de
intenciones, con un celo intenso. Vean, pues, ¡cuánto hay que orar por mí!
3. [Carta recibida]
Tengo una obra de Dom Guéranger, pero no hay que leerla como usted lo hace.
Ante la imprevista situación actual, algunas de sus afirmaciones son francamente inexactas.
¡¡¡Y si no hubiera Papa durante 50-70 años!!! ¡Solo un ocupante durante 100 años! ¡Se
acabaron los obispos! ¡Se acabaron los sacerdotes!
Ya las ordenaciones de monseñor Lefebvre (entre las cuales, la suya) son condenables.
Suprima a los obispos consagrados por monseñor Lefebvre con tendencia cismática (¡en eso
tiene usted razón!), las de monseñor Thuc y todos los sacerdotes ordenados por ellos, ¿qué
nos queda? ¡Nada!
Sobre todo si consideramos que los nuevos sacramentos de Pablo VI no son válidos.
Con toda mi amistad y mi respeto,
¿Acaso toda Francia debe reunirse en Burdeos para ir a Misa?
[Respuesta enviada]
Como lo menciono en mi boletín, cito a Dom Guéranger para mostrar cuál es la doctrina
que la Iglesia sostiene pacíficamente —y, por tanto, para mostrar a quién le incumbe la
carga de la prueba—. No es en absoluto porque su texto vaya a dirimir el debate.
Con todo esto, mi objetivo no es en absoluto llevar a toda Francia a Burdeos para asistir a
Misa (y no se olvide usted de Navarra), sino llevar a todo el mundo a los pies del Buen Dios
(y de la doctrina de la Iglesia, puesto que son la misma cosa), pues solo Él nos puede sacar
de ahí. Creo que no hay que buscar «ganar tiempo» con soluciones de emergencia que, a mi
entender, él reprueba. Lo que hay que hacer es ganarnos el corazón del Buen Dios.
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4. [Carta recibida]
Está muy bien hecho, es magnífico. La exposición de la causalidad y del argumento de la
proporcionalidad que a ella se refiere están particularmente logrados.
No entiendo bien la conclusión práctica que conviene sacar en el caso de un católico-obispo
cuya intención al aceptar la consagración episcopal habría sido hacer lo que la Iglesia
siempre ha hecho y asegurar la continuidad del sacerdocio, y quién no rechazaría a priori la
función de gobierno, aunque sí se vería privado de ella.
En este caso, no podemos emplear el término «negativa a gobernar». ¿Esta consagración
sería inválida?
[Respuesta enviada]
En mi pasaje al que le falta claridad, lo único que hago es preguntarme en voz alta (y esta
es una pregunta que me ha perseguido quizás desde hace 25 años, desde que se inventó el
concepto del «obispo disminuido»). La invención de este concepto, que me parece de la
misma calaña que el de un círculo cuadrado, ¿no es acaso la manifestación de que estamos
ante un verdadero dilema? ¿No estamos acaso atrapados entre la ausencia de validez (si
alguien tiene la intención de recibir solamente la potestad de orden del episcopado, su
intención no es acaso irreal en tanto incluye solo uno de los aspectos necesarios, pero
derivados de la consagración episcopal) y el cisma (si aquel que recibe la consagración tiene
la intención de recibir el episcopado en plenitud, entonces, no inicia este una nueva
jerarquía, distinta de la jerarquía católica, puesto que ningún acto pontificio lo integra a esta
última)?
Es una pregunta, un dilema al que yo no le veo ninguna salida. El que yo vea o deje de ver
no constituye la realidad, pero yo soy incapaz de llegar a una conclusión y he ahí por qué lo
único que hago es plantear la pregunta —sin embargo, el hecho de que podamos plantearla
ya me parece, en sí mismo, un hecho muy grave—.
Discúlpeme por tratar de aclarar una oscuridad con otra oscuridad…
5. [Carta recibida]
Adjuntos, usted encontrará dos testimonios que permiten afirmar que las consagraciones
realizadas sin mandato apostólico son ilegítimas. Me gustaría conocer su opinión sobre
estos dos extractos.
[Respuesta]
A continuación, voy a reproducir un fragmento del primer extracto (por falta de espacio,
no puedo incluir más) y el segundo extracto completo. Mi opinión es que estos textos tienen
un innegable valor de confirmación de la mencionada ilegitimidad. ¿Son suficientes por sí
solos? Es difícil de decir, pero, por otro lado, la Iglesia no nos ha dejado sin los recursos
necesarios para formular una conclusión firme.
En el primer extracto, cuando el autor habla de jurisdicción, vemos fácilmente que el
autor no se refiere solamente a eso que algunos autores llaman (con o sin razón, eso es otro
tema) la jurisdicción segunda, jurisdicción efectiva sobre una porción de la Iglesia (una
diócesis), sino sobre todo a la jurisdicción primera, aquella que le es otorgada por el
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mandato del Sumo Pontífice, mandato que concierne a la consagración en sí misma y a la
integración del consagrado a la jerarquía católica.
Esta jurisdicción es una dignidad principesca, un poder real sobre el Cuerpo místico de
Jesucristo, la agregación al colegio episcopal que, en unión y subordinación al Sumo
Pontífice, gobierna la Iglesia de Jesucristo.
Fragmento extraído del catecismo del Concilio de Trento. Nueva traducción con el texto contiguo en latín,
enriquecido con numerosas notas. Por el Padre Gagey, capellán del Liceo de Dijón. Popelain et Cie, libraires-
éditeurs, Dijon 1854. Tomo i, nota 7, páginas 212 y siguientes.
«Hemos dicho que nadie puede formar parte del cuerpo de enseñanza y dirección de la
Iglesia si no desciende de los Apóstoles: si no hay entre este y ellos un linaje verdadero. Una
vez dicho esto, he aquí nuestro razonamiento: es una ley general que el que emana de otro
por vía del linaje debe reproducir en su persona las propiedades fundamentales que
constituyen el orden, la especie de los seres a la que pertenece el otro; por tanto, todos
aquellos que desciendan realmente de los Apóstoles y que estén destinados a continuarles
en la tierra por vía del linaje estarán obligados a poseer los elementos constitutivos que
caracterizaban al hombre apostólico en cada uno de aquellos a los que Jesucristo llamó ante
él para continuar la obra de su misión. Este principio no es discutible. Ahora bien, ¿cuáles
fueron las propiedades esenciales, las prerrogativas fundamentales que hicieron a Pedro, a
Juan, a Simón, parte de los Apóstoles? Son solamente tres: la ordenación, la custodia
infalible de la revelación y la jurisdicción. Así es: ser elegido de entre todos los otros
hombres para formar un orden superior y aparte, no a causa de una elección vulgar y sin
trascendencia, sino en virtud de un rito de consagración y bajo la acción del influjo divino;
después, ser designado, de manera especial y a través de un llamado regular y formal, para
custodiar la doctrina; y después, por último, haber escuchado pronunciar sobre su cabeza el
Euntes ergo docete que comunica la misión… esto es lo que el hombre apostólico tiene de
esencial, de radical y de permanente. No podría existir en ninguna otra condición. Por eso,
cualquiera que desee ofrecerse para ser el continuador de los Apóstoles debe
necesariamente presentar las dignidades de este triple privilegio. Bastaría con que nos
faltara una sola para que nos sea imposible obtener e incluso para hacernos perder el
derecho de sustituir a los Apóstoles y de ejercer su rol».
Que no me hablen entonces de la doctrina, cuando la ordenación y la jurisdicción están
ausentes; ni de la ordenación y la jurisdicción, cuando la doctrina está mutilada.
Tanto en un caso como en el otro, no se es una personificación suficiente de los Apóstoles
y, en consecuencia, no se puede ser su heredero.
Fragmento extraído de «Tradition de l’Église sur l’institution des Évêques», Le Marié, Duvivier, imprimeurs-
libraires, Lieja 1814. Tomo i, página 156 y siguientes.
El orden pastoral no ha dejado de estar sometido a los sucesores del príncipe de los
Apóstoles desde el comienzo y en los siglos posteriores. Para ilustrar sus palabras, el autor
cita el siguiente hecho:
El Papa Simplicio (siglo V) había confirmado la elección de Juan Talaia, sucesor de
Timoteo, para la Sede de Alejandría. Pero el emperador Zenón, inconforme con el nuevo
patriarca, de cuya fidelidad sospechaba, le escribió a Simplicio, quien revocó su
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confirmación. El mismo Papa nos informa de estos de detalles en una carta a Acacio de
Constantinopla.
«Una relación que nos fue enviada no hace mucho tiempo, conforme al uso, por un
concilio de Egipto muy numeroso y muy apegado a la fe católica, así como por casi todo el
clero de la Iglesia de Alejandría, nos ha comunicado la muerte de nuestro hermano y colega
obispo Timoteo, de santa memoria, junto con la elección que han hecho de Juan como su
sucesor, por deseo unánime de los fieles. Como se le creía dotado de todas las cualidades
que exige el episcopado, parecía que no quedaba nada por hacer, salvo, dando gracias a Dios
y alegrándonos de que el obispo difunto hubiese hallado un sucesor sin problemas, darle el
consentimiento de la Sede Apostólica para otorgarle la solidez deseada. Sin embargo,
mientras me ocupaba de estas disposiciones, según la costumbre, me fueron remitidas unas
cartas del Príncipe en las que me rogaba impedir que Juan se convirtiese en obispo, pues es
indigno de tan alta dignidad a causa del crimen de perjurio, del que, según él, su propia
fraternidad no ignora que está acusado. Así pues, regresando inmediatamente sobre mis
pasos, he revocado la sentencia de confirmación que había emitido, por temor de que se me
acusara de haber actuado con ligereza ante un testimonio tan grande y considerable».
Observemos:
1) que fue un concilio, y un concilio muy numeroso, quien le pidió al Papa la confirmación
de un obispo elegido canónicamente y sin oposición;
2) que se recurrió a la Santa Sede, conforme al uso (ex more), y que la Santa Sede, al
confirmar a Juan Talaia, lo único que hacía era cumplir con una antigua costumbre
(secundum consuetudinem);
3) que el emperador, a quien le desagradaba la elección, se dirigió al Pontífice Romano para
que la anulara, reconociendo que él era el juez y que bastaba con su simple voluntad para
impedir que Juan se convirtiese en obispo: sacerdotio prohiberetur;
4) que, aunque Juan fue consagrado inmediatamente después de la elección, para que su
autoridad fuese plena, completa, inquebrantable, debía ser robustecida por el
consentimiento de la Sede Apostólica: Apostolicæ quoque moderationis assensu votivam
sumeret firmitatem. Hasta ese momento, la solidez de su episcopado no era más que un
anhelo, un deseo, expresión que parece haber sido elegida intencionadamente para
comunicar mejor la fuerza de esta sentencia de confirmación, sin la cual no se era nada y
que, entonces como hoy en día, instituye verdaderamente a los obispos.
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