Sei sulla pagina 1di 14

REFLEXIONES SOBRE LA IZQUIERDA Y UNA NUEVA ESTRATEGIA

POLÍTICA
LA IZQUIERDA HOY

No cabe duda de que el último proceso eleccionario ha arrojado un capital muy positivo
para la izquierda peruana en términos electorales y de desempeño político. Tan es así, que
algunos voceros de la derecha empiezan a hablar ya de la necesidad de interceptarle el paso
en los próximos cinco años para privarla de la posibilidad de acceder al gobierno el 2021.
Fatalmente para estos voceros, todo apunta a que la lógica de las cosas no se desenvolverá
según sus deseos y a que, por el contrario, se está abriendo un nuevo escenario favorable a la
izquierda en el que es posible hablar ya a día de hoy de su resurgimiento como nueva fuerza
política capaz de reordenar el tablero, luego de décadas de haber quedado prácticamente
borrada de la escena nacional. Si el Frente Amplio consigue leer con acierto el nuevo mapa
político postelectoral que se está abriendo ahora, podrá también calibrar en su real dimensión
la oportunidad histórica que se le está presentando de liderar en las próximas elecciones
generales un nuevo proceso de transformación política y social.
Como es lógico, el camino no luce tan despejado y avanzar en esa dirección va a requerir de
ajustes y definiciones que tienen que ver con algunas interrogantes claves, que, simplificadas,
podrían ser reducidas a dos grandes cuestiones: cómo reinventar una identidad propia que
permita postular un nuevo referente hacia la sociedad peruana y, sobre todo, cómo elaborar
una estrategia que, más allá de permitirnos tomar parte en una nueva coyuntura electoral,
pueda enfrentarnos a un nuevo escenario en donde la posibilidad de ser gobierno deje
finalmente de sernos esquiva.
De allí entonces que la relevancia histórica del actual momento político no puede limitarse
de ningún modo a ser solo una experiencia autocomplaciente. Lo ganado en el último proceso
electoral es apenas uno más de entre una vasta multiplicidad de factores (algunos existentes y
otros por construir) con el que el Frente Amplio cuenta ya para consolidar su presencia en la
esfera política. La representación parlamentaria obtenida por la izquierda, juzgada en relación
con las abultadas proporciones que tendrá la nueva bancada fujimorista en la próxima
legislatura, no alterará por sí sola la correlación general de fuerzas en el Legislativo, marcado
como estará por una aplastante hegemonía fujimorista, si no la concebimos solo como una
variable más dentro de una fórmula mucho más amplia de acción política que tendrá que
involucrar, entre otros muchos factores clave, a la sociedad civil. La nueva composición
congresal le permitirá a la izquierda, naturalmente, darle curso formal a las demandas de la
ciudadanía y sus organizaciones, pero también –y esto es lo más importante- permitirá su
aparición pública como actor político, lo cual será necesario para facilitar la tarea de interpelar
severamente el discurso dominante.
En ese contexto, junto al reto de impedir la desintegración de su grupo parlamentario
mediante una política que asegure cohesión y unidad en sus filas, la izquierda parlamentaria
deberá, por otro lado, eludir el riesgo que supone convertirse en una fuerza que, en vez de
impugnar el modelo económico, pase a representar, mediante su incorporación al sistema
político, una falsa señal de pluralismo democrático en el país. Dicho de otro modo, el desafío
viene dado por la amenaza de que la izquierda provea la coartada perfecta para que se pueda
hablar oficialmente del Perú como de un Estado democrático que tolera la diversidad de
posiciones. Las próximas elecciones locales y regionales serán, en ese sentido, la piedra de
toque que pondrá a prueba el avance de la izquierda y que asimismo medirá el grado en que
se está avanzando en la dirección correcta.
De más está decir que los últimos comicios han demostrado una vez más que los votantes
están lejos de identificarse con propuestas programáticas, y, por consiguiente, que el actual
ascenso de las izquierdas no puede ser explicado por razones ideológicas relacionadas con el
viejo eje de diferenciación izquierda/derecha. El crecimiento de la izquierda en las preferencias
electorales, y consecuentemente su ingreso al recinto parlamentario, no estuvo determinado
tanto por su capacidad de desafiar el establishment o el orden existente como por los niveles
de renovación política que los votantes creían percibir en su oferta electoral1. Si se trata de
enrumbar hacia el 2021 de la mano de una opción capaz de cautivar a los sectores más
refractarios de la ciudadanía, esta situación de resignación social –claramente retratada por las
encuestas, por lo demás– habrá de ser revertida mediante la recuperación de la confianza
ciudadana en un nuevo proyecto de país que interrogue el sentido común de la época y
traduzca los problemas privados en gestión pública, poniendo en práctica una pedagogía que
aspire a despertar en la población la conciencia de la necesidad de cambios profundos en la
estructura económica del país2. Vamos a defender en el presente artículo que semejante tarea
solo será posible si llevamos la batalla política hacia el terreno de la lucha hegemónica, esto es,
la disputa por el sentido común y por subvertir el discurso dominante tejido por las élites
políticas y económicas. Solo por esta vía, la izquierda podrá desnudar el funcionamiento real
de la democracia y situar a la vez la pelea política en un terreno más propicio para alcanzar el
éxito.
Vamos a defender también que estas tareas pasan necesariamente por empujar el discurso
político de izquierda hacia posiciones más duras de interpelación política. Esto abrirá, según
hemos indicado, la posibilidad de desarrollar la disputa política en términos que le devuelvan
el arraigo popular necesario para la victoria. Empezar a dictar la agenda política desde el
Congreso con temas cruciales para el protagonismo de una nueva idea de cambio permitirá
empezar a cuestionar el orden hegemónico mediante una crítica al funcionamiento de las
instituciones, al actual pacto social, a las élites políticas y empresariales, y, especialmente, a la
política económica neoliberal que ha conducido en los últimos veinticinco años al
desmantelamiento del Estado y a una situación de empobrecimiento y precariedad de amplias
capas de la sociedad. Esta maniobra nos llevará directamente, como habremos de discutir más
adelante, hacia una crítica del actual modelo de democracia resultante de la Transición vivida
por el país tras la caída de la dictadura a finales del siglo pasado.

CRISIS DE IDENTIDAD DE NUESTRA IZQUIERDA

Gran parte de la literatura académica existente sobre la izquierda ha puesto un especial


énfasis en describir su fracaso a la hora de reconstruir una nueva personalidad política de cara
a la ciudadanía3. Está más allá de los alcances de este artículo establecer en qué medida ha
influido esta “derrota identitaria” en los resultados electorales obtenidos por la izquierda en

1
Esta inclinación del electorado peruano no hace sino ratificar de modo inequívoco la crisis de
legitimidad del sistema político, que empieza a evidenciarse en nuestro país a finales de la década de los
ochenta, como consecuencia de la incapacidad de los actores políticos de hacer frente
fundamentalmente a dos problemas centrales en aquella época: la crisis económica y la violencia
política. Desde entonces, la descomposición del sistema de representación se ha acentuado
dramáticamente, provocando, de un lado, niveles inusitadamente altos de desafección política entre la
ciudadanía y favoreciendo, del otro, el surgimiento de figuras independientes que han aprovechado su
mayor o menor distanciamiento de los partidos tradicionales y su condición de outsiders para obtener
grandes niveles de popularidad.
2
Ciertamente, el 19% de la votación obtenido por la izquierda en los últimos comicios se puede explicar,
entre otras razones, por una conjunción favorable de situaciones azarosas, ejemplificada en la exclusión
de la contienda electoral de dos candidatos sumamente populares (César Acuña y Julio Guzmán),
circunstancia que acabó alterando significativamente la competencia a favor del Frente Amplio.
3
Para un desarrollo más extenso del problema de la identidad de nuestra izquierda, véase Carlos
Alberto Adrianzén García Bedoya. (2009). La izquierda peruana y los impasses de su redefinición política
(1978-2006). Lima: PUCP.
los últimos años, aunque ciertamente sobran fundados indicios para sospechar que dicho
fracaso ha pesado decisivamente en los niveles de respaldo ciudadano obtenidos. Salvo raras
ocasiones, como la que indudablemente rodeó la candidatura presidencial y posterior llegada
al poder de Ollanta Humala Tasso, en que la izquierda ha sabido ser capaz de construir una
subjetividad propia y original y, por tanto, un discurso capaz de movilizar significativamente las
pasiones de gran parte de población, desde finales de los años ochenta en adelante la historia
de la izquierda es la historia de un fracaso recurrente por rearticular una nueva identidad
política e ideológica. Como resultado, la actual situación de las izquierdas evidencia un
profundo desconcierto a la hora de presentarse en los dos niveles de la sociedad civil y la arena
política.
No obstante, la lucha por confeccionar una identidad sigue siendo apremiante y es una de
las tareas de las que difícilmente podrá prescindir la izquierda, en tanto supone la única
manera de alcanzar tres objetivos centrales, a saber: a) tejer un discurso que inspire su prédica
y, sobre esa base, elaborar la estrategia política más adecuada; b) caracterizar la sociedad
actual a fin de establecer en qué campo ha de librarse la lucha política y qué actores tendrá
por adversarios fundamentales; y finalmente c) reconocer al sujeto político históricamente
llamado a llevar adelante la lucha social y política por la emancipación.
Desde los años sesenta, la identidad de la izquierda ha venido evolucionando en forma
permanente como reacción a los profundos cambios vividos por el país. Así, por ejemplo, con
el fin del gobierno militar y el retorno de la democracia a finales de los años 70 se inauguró un
proceso constituyente que obligó a la izquierda a revisar sus tradicionales procedimientos de
lucha y a abandonar progresivamente su prédica a favor de la lucha armada para incorporarse
a la vida democrática. Aquel período supuso un jalón importante en la redefinición de su
identidad y sirve como ejemplo para entender de qué modo se llevó a cabo con éxito un
proceso de renovación del discurso de izquierdas. Antes de esos años, dicha identidad estaba
articulada en gran medida por las nociones procedentes de la teoría marxista. Por citar solo un
ejemplo, era completamente natural que, conforme a esta identidad, la mayor parte de los
grupos de izquierda estuviesen ocupados entonces en militarizar sus partidos y prepararse de
esa forma para una insurrección armada que habría de traer un nuevo orden fundado sobre
bases socialistas4.
Sin embargo, a partir de finales de la década de los ochenta tienen lugar importantes
rupturas en el movimiento socialista que prueban, por un lado, una resistencia a abandonar las
viejas formas de lucha (la confrontación con la oligarquía, la acción política desde los márgenes
de la legalidad y la defensa de la “violencia revolucionaria”) y, por el otro, una interpretación
de la apertura del juego democrático como el nuevo escenario al que tenían que adecuar sus
movimientos y sobre cuya base habrían de elaborar nuevas concepciones ideológicas. La
tensión que produjo esta encrucijada complicó las relaciones en el seno del movimiento,
provocando alineamientos a favor de una u otra opción. Al final, no obstante, las posiciones
pluralistas y democráticas acabaron prevaleciendo en sus filas. Puede decirse, con todo, que el
viraje definitivo de la izquierda de esos años hacia posiciones a favor del pluralismo y la
democracia constituyó un éxito innegable, factor que puede explicar los elevados niveles de
representación política recogidos entre el movimiento popular y sindical que acabaron por
otorgarle a la izquierda agrupada en el frente electoral Izquierda Unida (IU) un papel
fundamental como actor político de relevancia a lo largo de toda la década de los ochenta5.

4
Es altamente probable que el golpe militar de 1968 interrumpiera en forma abrupta un proceso
histórico revolucionario en curso para el que se habían preparado durante largos años las
organizaciones de izquierda, apaciguando con medidas de justicia social aquellos ánimos exacerbados
que habían permitido hablar de un inminente estallido revolucionario.
5
La del frente electoral Izquierda Unida es sin duda la experiencia política más exitosa de la historia de
la izquierda peruana. A pesar de la creciente literatura que existe sobre el tema, queda pendiente aún
un esclarecimiento integral de todos aquellos motivos que pueden explicar tanto su inmensa
Cabe anotar, a manera de apunte histórico, que la unidad de las fuerzas de izquierda no
aparecía en este contexto como una mera y arbitraria fórmula electorera, sino como un
auténtico requisito para la posibilidad de un amplio y heterogéneo movimiento de masas6.
Tales esfuerzos unitarios se inscribirían consecuentemente dentro de un discurso y una táctica
políticos más amplios que la mera yuxtaposición de fuerzas y responderían, asimismo y por
ende, a un conjunto de circunstancias particularmente concretas que acaso no han vuelto a
verificarse en años posteriores.
Sin embargo, tras la desarticulación del movimiento, ni aún los más arduos y voluntariosos
empeños de los sectores de izquierda han sido capaces de reeditar una experiencia similar a la
de IU. Antes de probar a explicar los sucesivos fracasos electorales de la izquierda en años
posteriores por la imposibilidad de restaurar la unidad resquebrajada, quizás sería más
provechoso hallar una explicación para tan profunda debacle en el examen de la crisis de
identidad de la izquierda peruana. Aunque a día de hoy los análisis más restringidos de los
diversos episodios de la historia de IU continúan situando a las tensiones internas de la
izquierda de hoy como el principal motivo de su actual atomización, hacen falta sin duda
nuevas pesquisas que exploren ángulos distintos de la misma cuestión (como la referida a la
crisis de identidad).
Los años noventa no fueron más favorables para la izquierda. Además de las querellas
intestinas que desgarraban a sus principales organizaciones y ensombrecían las perspectivas
de un nuevo entendimiento, se sumó un problema adicional que, en cierto modo, había
precipitado también la fractura de IU: las acciones violentas de Sendero Luminoso, agrupación
de inspiración maoísta cuyo objetivo era capturar el Estado por medio de una sangrienta
guerra indiscriminada. Sendero no solo produjo una ola de pánico en la población con sus
brutales crímenes: golpeó también el movimiento de izquierda desde un punto de vista
orgánico, obligándolo a romper definitivamente con las tesis de la vía insurreccional para
tomar el poder político y contribuyendo a debilitar aún más, mediante el asesinato de muchos
de sus dirigentes y la apropiación de sus símbolos, a su desplazamiento a la periferia de la
política.
No quisiera culminar este apartado sin apuntar la siguiente observación: más allá de la
discusión ideológica acerca de los puntos de vista adoptados por la izquierda entre los años
ochenta y noventa, es importante tener presente que su identidad durante ese periodo tenía
como primer referente, de modo general, a los postulados marxistas y leninistas y, en
particular, a la lucha de clases, que tendía a comprender el enfrentamiento político como una
lucha destinada a sepultar a una clase oligárquica que castigaba a amplias mayorías sociales y
las condenaba a una situación de explotación y miseria intolerables. En otras palabras, la
identidad de la izquierda, antes de Sendero, era una identidad nacida del conflicto entre dos
actores sociales específicos, conflicto que se desvaneció al ser inevitablemente asociado a la
guerra desatada por Abimael Guzmán y los suyos.

RECUPERANDO EL CONFLICTO: SCHMITT Y MOUFFE

Según hemos indicado más arriba, el proceso de formación de la identidad de la izquierda


peruano (y, en general, de todos los partidos) ha estado estrechamente ligado al desarrollo
histórico del país en los últimos años, valiéndole a esta última resultados especialmente
exitosos a finales de los años setenta, con el inicio de un nuevo ciclo democrático. Hemos

popularidad y su capacidad de unificar al grueso de los sectores de izquierda y demás organizaciones


populares como de aquellos factores que condujeron de modo irreversible a su división a finales de los
años ochenta.
6
Una prueba de que la fórmula unitaria obedecía a unas circunstancias muy particulares son las
declaraciones algo retóricas de diversos dirigentes de la izquierda de la época, en el sentido de que la
unidad constituía en aquellos momentos el “mandato recibido por las masas”.
señalado asimismo que dicho éxito se debió particularmente a la capacidad de la izquierda de
acomodar los ejes de su identidad al nuevo escenario político sin comprometer la centralidad
de su discurso, basado en el irresoluble antagonismo político entre clases sociales específicas.
Ahora bien, con la llegada de los años noventa, tal identidad entra en una profunda crisis.
Aturdida por el durísimo golpe asestado por la acción de grupos políticos violentos en el Perú,
la izquierda se ve obligada a condenar la violencia en todas sus formas y, en ese tránsito, a
renunciar definitivamente a una parte sustancial de su personalidad: el conflicto. La fuerza
misma del desarrollo de los acontecimientos internos en el seno de la sociedad peruana
obligaba por aquel entonces a todas los sectores de la izquierda, con excepción de ciertos
grupúsculos marginales, a plantear la lucha política en términos distintos al del asalto del
poder mediante la fuerza de las armas –por nombrar solo un ejemplo de política entendida
como conflicto.
Sin embargo, es importante subrayar que tal crisis de identidad no solamente fue originada
por el clima de violencia promovida por las huestes de SL en muchas ciudades del país, sino
también por acontecimientos ocurridos en el plano internacional que dieron lugar a nuevas
corrientes de pensamiento político. La caída del muro de Berlín en 1989 y la desaparición
definitiva de la Unión Soviética en 1991, gracias a la aplicación progresiva de políticas
heterodoxas por parte de los nuevos dirigentes de la Federación Rusa, pusieron punto final a
los largos años de la Guerra Fría e hicieron estallar en pedazos el mundo bipolar, dando lugar a
una nueva configuración de fuerzas en el orden mundial que colocaba a los Estados Unidos
como cabeza de la nueva hegemonía global. Este nuevo panorama mundial favoreció
inmensamente la influencia de nuevas ideas teóricas en grandes campos del saber humano.
La crisis del comunismo en muchos países es precisamente una de las claves más relevantes
para entender el hundimiento de la izquierda electoral en términos ideológicos y electorales.
Muertos los referentes comunistas en los países del Este europeo, la expansión de las ideas
neoliberales en todo el mundo y la edificación de un amplio aparato cultural destinado a
defenderlas como las salidas más razonables terminaron por zanjar la discusión en torno a
nuevos modos de resolver los problemas sociales por vías distintas a la neoliberal, marginando
de ese modo a todos aquellos grupos humanos que osaran desafiar los principios de la
ideología del libre mercado. Sin embargo, las recetas neoliberales no solo han revelado una
singular ineficacia para resolver los problemas económicos de los Estados, sino que sus
consecuencias en el campo de la cultura han sido realmente devastadoras, provocando que
todos aquellos problemas colectivos causados por decisiones políticas lleven a ser percibidos
por los individuos como desgracias personales y a ser resueltos en soledad7.
La paulatina aproximación a las nuevas ideas neoliberales por parte de los países avanzados
facilitaron el afianzamiento de este nuevo orden dominante en prácticamente todo el globo.
La aplicación despiadada de sucesivos paquetes de ajustes económicos no tuvo más propósito
que el de abrir las puertas a la llamada economía de libre empresa, para lo cual hubo de ser
necesario la construcción de gruesos consensos en las flamantes sociedades de mercado. En
ese sentido, el Tratado de Maastricht y el Consenso de Washington, por citar dos ejemplos

7
En efecto, la concepción neoliberal del mundo ha llevado a los individuos a entender las relaciones
humanas únicamente a través de los dispositivos provistos por el mercado. Como bien ha documentado
Zigmunt Bauman en numerosas publicaciones, el auge del orden neoliberal ha significado también hasta
ahora el declive de los viejos valores de la época moderna y su sustitución por un contrato social más
flexible y precario, en el que los individuos aparecen crecientemente dominados por la incertidumbre y
el miedo. A los efectos producidos por el imperio del mercado y sus leyes en el dominio de las relaciones
sociales, podemos entenderlos, de acuerdo con Bauman, como la “modernidad líquida”, término
equivalente a la “modernidad tardía” de Ulrich Beck. La primera de estas expresiones pretende describir
el funcionamiento de los actuales tiempos posmodernos bajo el símil de la liquidez, en el que nada sería
duradero, estable o sólido.
concretos, no fueron otra cosa que la cristalización de amplios consensos a ambos lados del
Atlántico, construidos para facilitar la apertura de puertas de gran parte de los países al capital
global. A partir de la década de los noventa, la nueva hegemonía neoliberal, que ya había sido
puesta en marcha desde los años setenta encontrando en un principio fuertes resistencias en
varios países, era ya una realidad en grandes regiones del mundo. La presencia de organismos
internaciones, tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la
Organización Mundial del Comercio (OMC) pasaron a asumir cada vez más el papel de nuevos
comisarios del nuevo orden mundial, acelerando en muchos lugares el proceso de
liberalización de las sociedades, velando por el cumplimiento a cabalidad del programa de
máximos neoliberal e impidiendo, mediante diversos modos de coacción, que los países se
sustrajeran a las nuevas tendencias dominantes que por aquellos días se mostraban ya como
una corriente imparable8.
Es a la luz de este contexto que hay que leer las nuevas formas de pensamiento político que
postulan a las actuales sociedades como el producto de amplios contratos basados en los
dogmas económicos del programa neoliberal: privatización de los bienes públicos,
desregulación absoluta de los mercados, desmantelamiento de los Estados de bienestar en
muchas naciones europeas y un largo etcétera. En tal sentido, las tesis políticas del “fin de la
historia” de Francis Fukuyama y las de la “Tercera vía” o “centro político” de Anthony Giddens
no son otra cosa que elaboraciones teóricas inscritas en un nuevo enfoque al que algunos
autores llaman “pospolítico” y que se caracteriza, fundamentalmente, por propugnar un nuevo
orden social en donde las relaciones humanas serían presuntamente armoniosas y la
confrontación ideológica quedaría al fin desterrada. La celebración del nuevo sentido común
neoliberal y la defensa del neoliberalismo como etapa última del devenir histórico equivale a
negar cualquier otro modelo político más razonable que pueda hacerle frente, así como a
volver innecesaria cualquier construcción ideológica alternativa a la del neoliberalismo,
quedando únicamente la labor de administrar eficientemente la riqueza de modo que pueda
ser distribuido mejor entre todos. Si toda ilusión de un mejor orden social opuesto al vigente
ha desaparecido de escena, con esta han sido barridos también los políticos capaces de
imaginar nuevas alternativas. El vacío dejado por la extinción de la utopía política ha sido
llenado por técnicos expertos y eficaces que no tienen otra función que administrar lo
existente sin detenerse a evaluar la validez de los presupuestos dominantes.
En el Perú, la aplicación de medidas neoliberales desde los años noventa, a la vez que ha
acentuado la precariedad de amplias mayorías sociales, también ha dado origen a una nueva
narrativa hegemónica frente a la cual no hay actividad política posible. La debilidad de las
izquierdas se debe, además de muchos otros factores ya mencionados anteriormente, a esta
nueva configuración social que impide cuestionar el orden existente para proponer nuevas
formas de organización social. La aparición de la visión pospolítica pretende eliminar el
conflicto del terreno de la discusión política mediante la ilusión de un pacto social que
establecería relaciones armoniosas entre todos los individuos. Esto no puede ser posible,
puesto que pretender erradicar la conflictividad de la política equivale a pretender erradicar la
política propiamente dicha. Sin embargo, la izquierda peruana, lejos de recuperarse a través de
la batalla por la recuperación del enfrentamiento en la política, ha cedido al juego de seguir la
agenda que marcan los grandes agentes de la hegemonía (intelectuales, empresarios,
“tecnócratas” y medios de comunicación), convirtiéndose en gran parte en una fuerza incapaz
de hacer frente a la derecha neoliberal. Tal enfrentamiento solo será posible, sostenemos aquí,

8
A más de cuarenta años de experiencia neoliberal, sin embargo, el propio FMI ha admitido
recientemente que la implementación de políticas de mercado no ha mejorado las condiciones de vida
de grandes sectores de la población mundial y que ha traído más bien como consecuencia el aumento
de la desigualdad en el ingreso en varios países del planeta.
en tanto los problemas sociales atraviesen un proceso de politización que conduzca a
plantearlos en términos de conflicto entre grupos sociales determinados.
Si Sendero, a nivel nacional, y los acontecimientos mundiales, a nivel internacional,
contribuyeron a despolitizar la acción de las izquierdas y gran parte de la sociedad civil,
aquellos factores que han reforzado esa misma despolitización –por lo menos, en el caso
particular del Perú- han sido numerosos e involucran principalmente la acción de las ONG, las
que, frente a la debacle actual de la izquierda, han pasado a constituirse en las instituciones
más representativas de aquellos sectores de la ciudadanía que ansían cambios en la
orientación política y económica de las sucesivas administraciones políticas y rehúsan
decididamente, a la vez, enunciar sus demandas en términos de conflicto. No es escaso el
contingente humano que, dadas las condiciones actuales de la izquierda, ha recalado en las
ONG, adoptando sus prácticas, su discurso y su identidad. Lejos de poner sobre la mesa la
discusión en torno al conflicto como único medio de oponer alternativas al actual orden, el
trabajo de las ONG ha centrado su actividad en intervenir de forma humanitaria sobre aquellos
sectores postergados del país, aplicando formas de resolver los males sociales con
instrumentos pacíficos y reforzando, al negar las raíces conflictivas del problema colectivo, una
lógica individualista que toma, a modo de principal elemento discursivo, el “desarrollo
humano”. El conflicto, en este caso, ha sido relevado por un cierto altruismo que no hace sino
desarmar a la izquierda y relegar cada vez más a un último plano a la política como actividad
nacida del conflicto9. Es útil recordar que las agencias de cooperación internacionales y los
organismos multilaterales han sembrado en muchos países latinoamericanos una agenda
social que comprende el procesamiento de diversas demandas sociales, ofreciendo
satisfacerlas a partir de la estimulación del llamado desarrollo humano. Tal agenda ha sido
recogida por las ONG y demás organizaciones del mismo tipo. Resulta evidente que esta
agenda es parte de una operación hegemónica que, dadas las contradicciones mismas de los
regímenes neoliberales, defiende modos de solución a las cuestiones sociales sin tocar los
orígenes mismos de los grandes problemas, las que se hallan en el propio esquema
económico.
Entendiendo todo esto, ¿es posible reavivar el conflicto en un país como el nuestro, que
conoció los excesos y atrocidades de una lucha fanática desarrollada en nombre de los más
ciegos ideales? ¿Tendrá nuestra izquierda alguna oportunidad de recuperar el componente
conflictivo de la política, luego de más de veinte años de hegemonía neoliberal en el mundo?
Antes de dar respuesta a estas interrogantes, vamos a introducir algunos conceptos teóricos a
la luz de los cuales discurriremos sobre la necesidad urgente de que la izquierda traiga de
vuelta el conflicto a la política a fin de recobrar su identidad perdida y, de ese modo, contar
con la posibilidad de tener éxito.
En “El concepto de lo político”, el teórico alemán Carl Schmitt, fiel a la tradición de la
realpolitik, afirma que una aproximación conceptual a la naturaleza de lo verdaderamente
político solo puede obtenerse mediante el establecimiento de una diferenciación que es
inherente y específica a lo político: el criterio de distinción entre amigos y enemigos. De
acuerdo con Schmitt, todas los móviles y actos políticos pueden ser reducidos en última
instancia a tal criterio. Hacer política o, para el caso que ahora nos ocupa, volver a politizar la
agenda requeriría, siguiendo la línea abierta por Schmitt, volver a aplicar sobre ella la decisión
en virtud de la cual el campo social se polarizaría en torno a la dicotomía amigo-enemigo, en el

9
En relación con las nuevas tendencias a abandonar el terreno político como único escenario de
solución al problema social, han surgido también nuevas formas de organización política en el espacio
heterogéneo de la sociedad civil que tienden a asociarse alrededor de plataformas y colectivos
ciudadanos ajenos a los partidos políticos, aun cuando es sabido que no hay otro vehículo más allá de
estos últimos capaces de pegar el salto de la sociedad civil a las instituciones políticas. Me he ocupado
algo más detenidamente de este problema en un ensayo titulado “La enfermedad del pensamiento
antipartido”.
que este último es percibido como una amenaza extraña a la existencia de la propia identidad
“amigo”.
Partir de la capacidad política de dividir la vida social entre amigos y enemigos nos llevaría,
según Schmitt, a una lucha por la extinción del “otro”, del “enemigo”. La manifestación más
extrema de esta tensión entre identidades sería, pues, el combate militar10. La decisión de fijar
una frontera entre el “amigo” y el “enemigo”, que es parte del jus belli del Estado o de
cualquier unidad política con suficiente fuerza para entablar una guerra, puede ser tomada con
arreglo a razones de cualquier índole, sean estas económicas, éticas, morales, estéticas. Así,
por ejemplo, para salvaguardar la paz y la seguridad dentro de un Estado, este tiene a veces
que aplicar leyes de excepción contra todo aquel enemigo que desafíe las leyes vigentes.
Para Schmitt, el liberalismo es incapaz de comprender adecuadamente la lógica específica
de lo político, en tanto espera que sean el derecho y las leyes los que en todo momento
prevalezcan sobre el poder para controlarlo. Pero si entendemos de qué modo opera en la
realidad el poder, descubriremos que no hay orden jurídico, o de la naturaleza que fuere,
capaz de primar por encima de él. La verdadera naturaleza del poder siempre es
desenmascarada en las circunstancias más extremas, y ese proceso de descubrimiento
desmiente invariablemente todas aquellas pretensiones liberales que intentan regular al poder
del Estado por la vía legal. Aunque ciertamente la tarea del Estado es crear las condiciones
para que tenga lugar una situación normal dentro de un territorio y para que, precisamente en
virtud de esa situación normal, sean las normas legales las que imperen de modo absoluto,
nadie puede esperar que en tiempos de guerra o en circunstancias excepcionales sean la ley y
el derecho los que prevalezcan. Incluso dicha función, la de instaurar la paz dentro del propio
Estado, puede exigir a veces el reconocimiento implícito de un “enemigo interno”. Los
regímenes constitucionales, por ejemplo, tienen por fuerza que desarrollarse sobre la base de
la exclusión de todos aquellos que nieguen o desafíen en un momento dado sus leyes y su
Constitución. Por el contrario, todo aquel que acepte el derecho y lo observe correctamente,
pasa a pertenecer al grupo de los “amigos”. En ocasiones, la declaración del “enemigo interno”
y su exclusión pueden suponer la aplicación de leyes especiales, como la restricción a las
libertades de asociación o de reunión, medidas preventivas que un Estado puede tomar
legítimamente y que reflejan, en última instancia, que su capacidad política para separar a los
“amigos” de los “enemigos” ha sido ya ejercida.
Todos estos apuntes resultan necesarios para concebir la dinámica de la política en tanto
separación eventual de la asociación humana en dos grupos determinados: amigos y
enemigos. Hemos visto de qué modo las teorías políticas del liberalismo, que pretenden en
vano limitar el accionar del poder, encubren tras de sí la posibilidad eventual de la misma
separación social. Llevando la lógica del razonamiento de Schmitt a sus últimas consecuencias,
no cabría esperar entonces un orden democrático capaz de reconciliar a todos los grupos
humanos e incorporar sus intereses en un solo consenso. Dicho de otro modo, ¿es todavía
posible, luego de entender el real funcionamiento de la actividad política, postular una
democracia que pretenda ahogar el conflicto como elemento constituyente de lo político con
la finalidad de integrar a todos sin distinción, incluidos “amigos” y “enemigos”?

10
Para Schmitt, la guerra no es la continuación de la política por otros medios, como apunta el teórico
prusiano Carl von Clausewitz en una frase que ha hecho gran fortuna desde hace siglos. Según el filósofo
alemán, el combate militar revela únicamente que la decisión de un Estado de señalar al enemigo y de
librar una guerra en nombre de su extinción ha sido ya tomada previamente. Para designar la capacidad
de los Estados soberanos de tomar legítimamente esa decisión, Schmitt toma la noción clásica del jus
belli, en tanto que por “unidad política” define a todo grupo humano que, consecuente con la aplicación
de la discriminación entre amigos y enemigos, posea la posibilidad real de llevar adelante una guerra. La
sola posibilidad de entablar este combate militar, aun cuando en ocasiones se opte a la postre por
evitarla, define ya a un grupo humano como unidad política. La unidad política por excelencia, de
acuerdo con Schmitt, es el Estado.
Chantal Mouffe argumenta que no es necesario apartar esta relación conflictiva de la
política para creer que un orden democrático sea posible. Para ello, habla del “pluralismo
agonista”, cuya tesis central postula la inerradicabilidad del conflicto en la política y la
posibilidad de que las democracias proporcionen aquellas instituciones y procedimientos
necesarios para impedir que los antagonismos se desborden en forma de guerras11.
Para Mouffe, los actuales enfoques liberales presentan graves limitaciones para
comprender el papel que el elemento conflictivo juega en todo orden social. La visión
pospolítica, tendiente a imaginar una sociedad humana como un contrato fundado en la
integración de todos los individuos, es una simple apuesta imaginaria, en tanto todo orden
político es de naturaleza hegemónico y se funda en la exclusión de un determinado grupo
humano. Esta exclusión, por sí sola, mantiene siempre viva y presente la posibilidad de un
antagonismo capaz de desafiar el régimen establecido por medio de dos formas: un
cuestionamiento al monopolio de la violencia o la articulación de un nuevo discurso
contrahegemónico.
Por lo tanto, la anulación del conflicto bajo el pretexto de una etapa histórica en la que ya
no hay alternativas es, a la larga, un ejercicio inútil. Las consecuencias del esfuerzo por hacer a
un lado toda alternativa –y la política es, a fin de cuentas, un enfrentamiento entre
alternativas– al actual orden instituido han empezado ya a despertar súbitamente en todo el
mundo, bajo la forma de movimientos populistas, a amplios sectores que han puesto en
evidencia el fracaso de la hegemonía neoliberal en incorporar a todos en un consenso
universal y sin exclusión.
Si Schmitt sostiene que el antagonismo es irreconciliable entre las dos identidades
construidas alrededor de la dicotomización amigo/enemigo y que únicamente puede ser
resuelto en el plano de la guerra militar, Mouffe cree que en un sistema democrático, que
admita la viabilidad del conflicto, la tarea fundamental es convertir la vieja polarización de
Schmitt en una nueva relación, agrupada en las dos categorías sociales del “nosotros” y el
“ellos”. La diferencia con la primera clasificación reside en que las identidades postuladas por
Mouffe toman su forma en un marco diseñado por las prácticas institucionales de la
democracia, que evitan que el conflicto desemboque en un antagonismo irreconciliable y, por
ende, en una guerra por la extinción de la amenaza representada por ese “otro”, que es, en la
definición de Schmitt, la alteridad, el extraño, el “enemigo”. De lo que se trata es simplemente
de llevar la dimensión antagónica de la política al terreno de los procedimientos institucionales
de la democracia, en el cual el conflicto entre alternativas e identidades no queda excluido ni
tampoco asumen la forma de una guerra a muerte.
Tras explicar las nociones anteriores, podemos ensayar algunas respuestas a las
interrogantes planteadas más arriba acerca de la posibilidad de traer de vuelta el conflicto a la
arena política nacional sin ser desestimado por esa razón como una amenaza para la vida
democrática. Creemos que la posibilidad de la consolidación de nuestra izquierda como actor
político pasa necesariamente por abandonar el plano tecnocrático en el que, al no estar
puesto en cuestión la opción neoliberal dominante, se delega la administración de lo existente
a los expertos. La batalla de la nueva izquierda peruana ha de ser la batalla por traer el de
vuelta el conflicto al centro del debate político, por politizar a la sociedad. Es ineludible
reconfigurar la identidad de la izquierda a la luz del planteamiento de los problemas en
términos políticos, esto es, en términos de conflicto, toda vez que dicha identidad supone uno
de los ingredientes más relevantes para conseguir el éxito sin sacrificar el núcleo de la misma.

11
La noción de “pluralismo agonista” ha sido largamente desarrollada y enriquecida por Mouffe a lo
largo de los últimos años en sus volúmenes “Hegemonía y estrategia socialista” (texto escrito junto a
Ernesto Laclau), “El retorno de lo político” y “En torno a lo político”, además de aparecer recogida en
numerosos ensayos, artículos y conferencias académicos.
HACIA UNA NUEVA ESTRATEGIA CONTRAHEGEMÓNICA Y POPULISTA: GRAMSCI Y LACLAU

Todas las premisas teóricas que acabamos de explicar son sumamente relevantes en tanto
nos van a servir de base para elaborar una posible estrategia de acción política que la izquierda
podría aplicar al específico caso peruano. Desde luego, esta posible estrategia no es la única
que nuestra izquierda podría seguir, pero –como destacaremos más adelante– sí resulta muy
apropiada para el caso del Perú, un país en el que el fracaso de las instituciones políticas para
atender las demandas de grandes bolsones de insatisfacción social resulta evidente a más de
quince años de recuperada la democracia. Una última advertencia antes de empezar: en el
presente artículo, solo nos es posible delinear los rasgos más generales de la estrategia
presentada a continuación, por la sencilla razón de que el proceso de su ejecución no está
exento de una amplia variedad de operaciones desplegadas por el adversario para frustrarla, lo
cual habrá de requerir de nuevas maniobras para mantenerla intacta. Como es lógico, los
límites temporales del presente artículo nos impiden prever a tiempo la senda que han de
seguir dichas operaciones hostiles.
Si los aportes de Schmitt y Mouffe han de servirnos de cemento teórico para dibujar una
estrategia de izquierdas, en tanto exigen aceptar el conflicto como componente central de la
política y la consiguiente división del campo social en dos campos (amigo/enemigo según
Schmitt y nosotros/ellos para Mouffe), van a ser las nociones de “hegemonía” y “voluntad
colectiva popular-nacional” del gran pensador marxista italiano Antonio Gramsci las que
vertebrarán los siguientes pasos para armar una estrategia de izquierdas de cara al éxito
político.
Sin duda, la de “hegemonía” es una de las ideas globales más amplias del esquema teórico
construido por Gramsci, en tanto y en cuanto impregna el conjunto de su obra “Cuadernos de
la cárcel”. Para los propósitos de este texto, trataremos de desmenuzarla estratégicamente sin
correr el riesgo de comprometer alguno de sus aspectos teóricos. Lo mismo ocurre con el
concepto de “voluntad colectiva popular-nacional”, que está dando lugar en la actualidad a
numerosas oportunidades de examinar los alcances de esta concepción teórica en la política
contemporánea de varias sociedades.
En efecto, el teórico argentino Ernesto Laclau toma ambas nociones, las de “hegemonía” y
“voluntad colectiva popular-nacional”, para ensayar una reivindicación del populismo como
lógica de formación de identidades12. En efecto, para Laclau el populismo no designa otra cosa
que el proceso por el cual una cadena de demandas sociales heterogéneas se agrega para
construir un sujeto político de carácter popular. (La constitución del sujeto popular va a
resultar indispensable para politizar el espacio social, en la medida en que requiere siempre de
la construcción de una identidad popular opuesta a una identidad adversaria para dividir –y,
por ello, politizar– el escenario social en dos bandos mediante el establecimiento de una
frontera).
Por ello mismo, comprender el populismo exige abandonar los preconceptos creados
contra él y pensarlo en un sentido opuesto al habitual13. La forma populista de la política, en
ese sentido, no aludiría a una ideología ni a un movimiento determinado, lo cual solo ha

12
Los conceptos del pensamiento de Laclau que aquí discutimos han sido tomados de sus diversas
publicaciones, principalmente de “Hegemonía y estrategia socialista” y “La razón populista”.
13
No podemos menos que lamentar que el predominio de los enfoques liberales entre nuestros
politólogos les haya impedido hasta ahora aproximarse teóricamente a conceptos tales como
“populismo”. Esto evidencia una vez más, como observa Mouffe (otra teórica del populismo), la
incapacidad de los principios individualistas y racionalistas de las teorías liberales para comprender el
papel central que juegan los elementos afectivos en la formación de las identidades políticas y, por
ende, para aprehender la verdadera significación de actuales fenómenos como el populismo. Tal
impotencia de parte de los presupuestos liberales lleva habitualmente a los investigadores a excluir de
sus áreas de investigación a tales fenómenos como prácticas reñidas con las costumbres democráticas.
servido hasta ahora para revestir al concepto de cierta vaguedad e imprecisión teóricas que
imposibilita captar su verdadero sentido. Por populismo, según Laclau, no vamos a entender
otra cosa que un modo, una lógica, en que la política vuelve a surgir (recordando, una vez más,
que la política es enfrentamiento entre identidades colectivas.) Para entender esta práctica
social, Laclau propone distinguir la unidad mínima y básica de un grupo social, que no viene a
ser el individuo, sino algo aún más básico y primitivo. Para reconocer esta unidad, Laclau utiliza
la categoría de “demanda”, cuyas dos acepciones –“petición” y “exigencia”– van a señalar dos
momentos diferenciados clave en el proceso de formación de las identidades políticas.
Cuando un conjunto de demandas o peticiones sociales ha sido permanentemente
insatisfecho o aplazado por el orden vigente, puede ocurrir el caso de que dichas demandas se
agrupen dentro de lo que Laclau llama “cadenas equivalenciales”. Al tener lugar esta última
situación, las demandas abandonan progresivamente su significado de petición para pasar a
constituirse en reivindicaciones o reclamos al sistema institucional. Para describir el modo en
que esta cadena de demandas, variopintas y heterogéneas por su contenido diferencial, se
articula, Laclau postula el concepto de “significante vacío” o “significante flotante”. Esta noción
hace referencia a aquellos términos que, debido a la infinidad de conceptos que han recibido
desde siempre, se han vaciado de toda acepción y pueden ser reclamados y llenados en un
momento dado por cualquier grupo social. Algunos ejemplos históricos de significantes vacíos
serían nociones tales como “democracia”, “justicia”, “libertad”, “patria”, “nación”, etc.
Cualquier palabra es susceptible de convertirse en un significante vacío si permite la
cristalización de una amplia red de demandas insatisfechas. Laclau observa que, en momentos
extremos, el nombre del líder político que asume la representación de todas las demandas
puede llegar a convertirse en el significante vacío por excelencia. Cuando los lazos entre los
reclamos sociales se fortalecen bajo la presencia de un determinado significante vacío, puede
afirmarse ya que el proceso de formación de la identidad colectiva está en curso. El punto
culminante del populismo lo constituye, sin embargo, el momento en que el mismo sujeto
popular que está detrás de la cadena equivalencial se reclama a sí mismo como el pueblo y
señala al orden establecido como un adversario que ha frustrado sus demandas de forma
continua. Esta división de la escena entre el sujeto popular y el enemigo ha preparado ya las
condiciones para lo que Laclau llama “ruptura populista”.
Ninguna identidad existe por sí misma, sino que es relacional y requiere, por lo tanto, de un
“afuera constitutivo” (Mouffe dixit) que define al “nosotros” y permite la cohesión dentro del
propio grupo. Este “afuera constitutivo” (el “ellos” de Mouffe o el “enemigo” schmittiano) ha
sido denominado a menudo en América Latina con las expresiones de “los de arriba” u
“oligarquía”. Una estrategia populista pasaría, por consiguiente, por una necesaria división de
la vida social en dos identidades políticas opuestas.
Esta capacidad de denominar las cosas por parte de un sujeto popular es fundamental para
empezar a cuestionar la hegemonía entendida como disputa por los sentidos y para construir
una nueva narrativa contrahegemónica que abra la batalla por dotar de nuevas acepciones a
los significantes vacíos en un terreno discursivo. De allí que todo discurso hegemónico esté
fundado sobre significantes vacíos que eventualmente podrían ser llenados de un nuevo
sentido. Esto revela el carácter precario de todo orden dominante, que jamás puede excluir la
contingencia o la posibilidad de ser subvertido mediante la apropiación de sus sentidos y
significantes vacíos por parte de un nuevo sujeto popular. Ya no se trata de entablar con el
régimen vigente una guerra por la disputa del monopolio de la violencia (lo cual exigiría poseer
una fuerza inmensa), sino de llevar la lucha política al campo de la disputa por el sentido, por
subvertir ese “sentido común” gramsciano plasmado en las instituciones existentes. Se trata,
siguiendo nuevamente a Gramsci, de una guerra de posiciones y no de una guerra de
maniobras.
El origen de la reactivación de la política a través del despliegue de prácticas populistas
puede rastrearse en las reflexiones teóricas gramscianas recogidas en sus “Cuadernos”. En
“Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno”, el teórico italiano se
refería a la “voluntad colectiva nacional popular” como “conciencia activa de la necesidad
histórica” y “protagonista de un drama histórico efectivo y real”14.
Cuando una parte de la sociedad se pone por encima del conjunto de la misma y pretende
encarnar el interés colectivo y el bienestar general, podemos hablar ya de una clase
hegemónica. No hay construcción hegemónica alguna que no integre a la mayor parte de los
segmentos sociales en un contrato social y que no aspire a representar a todos sin excluir
necesariamente a un cierto sector potencialmente revolucionario. Gramsci hizo este gran
descubrimiento al contrastar el funcionamiento entre los regímenes orientales y los regímenes
occidentales. Mientras que en los primeros tipos de Estado, la dominación de los hombres se
obtenía por medio del ejercicio de la coacción y de la violencia legítima, en los segundos el
poder y la dominación se ejercía a través de un dispositivo clave: el consenso, que asegura la
construcción de un relato hegemónico que persigue el convencimiento y la aceptación pasiva o
activa por parte de todos los individuos y, por lo tanto, su final incorporación al sistema. Al
surgir, sin embargo, una amenaza a la credibilidad de las élites dominantes, que pone en juego
la legitimidad de la obediencia de parte de los gobernados, el poder siempre cuenta con la
última ratio para afirmar su autoridad: el monopolio de la fuerza. Para explicarlo en clave
metafórica: el poder es un puño de acero en un guante de seda.
El populismo como lógica de articulación de lo político nos va a servir, en primer lugar, para
recuperar la centralidad del conflicto en la política y, en segundo, para construir un sujeto
popular con capacidad de disputa del control hegemónico de la sociedad en un nuevo sentido.
Laclau afirma que aquellas sociedades con sistemas institucionales peculiarmente débiles para
procesar gran parte de las demandas de la población multiplican las posibilidades de una
ruptura populista. Es decir, resulta altamente probable que en aquellas sociedades cuyo orden
institucional entra en crisis de legitimidad a causa de su incompetencia para satisfacer el
reclamo social, las posibilidades de que el pueblo se constituya en un actor hegemónico con
suficiente capacidad de amenazar la estabilidad de las élites dominantes aumenten
significativamente. En ese sentido, la “crisis orgánica” de la que hablaba Gramsci y que alude al
abismo que puede abrirse en cualquier momento entre gobernantes y gobernados, dirigentes
y dirigidos, puede ocasionar una grieta al orden establecido por el cual la penetración de las
mayorías sociales, bajo la categoría de una subjetividad popular, solo dependerá de su
capacidad para trasladar la lucha política hacia un terreno hegemónico de lucha por la
institución de sentidos compartidos.
En el Perú, no cabe duda que la caída del régimen fujimorista a principios de este siglo
configuró un nuevo discurso hegemónico que supo atraer con habilidad a numerosas capas
sociales hacia un consenso a favor de la recuperación democrática. Durante ese periodo, el
proceso de institución de dicha elaboración hegemónica ha involucrado a cuatro factores
cruciales que juegan hasta hoy un papel preponderante: 1) la Constitución del año 1993, que
selló un amplio contrato social sobre la base de una economía neoliberal15; 2) el Informe final
de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), que documentó centenares de

14
Para Gramsci, la voluntad colectiva aparece personificada en la figura del Príncipe moderno, que no es
otra cosa que el partido político. La tarea de las elites dominantes ha sido tradicionalmente la de
impedir la formación de dicha voluntad, ya que, de lo contrario, se habría avanzado el primer paso en el
camino de un cambio revolucionario. Así lo entendieron los jacobinos durante la Revolución Francesa,
según recuerda Gramsci, al reconocer a las masas campesinas como el actor colectivo sin el cual no
podrían operar las transformaciones revolucionarias.
15
Algunas de las modificaciones constitucionales más relevantes que se realizaron durante la Transición
fueron las innovaciones legales relativas a las bases de la descentralización. Aquí entendemos que tales
reformas, además de dejar intacto el signo neoliberal de nuestra Carta Magna, fueron una condición
necesaria para conquistar el apoyo de importantes sectores sociales al proceso hegemónico de la
recuperación democrática.
atrocidades cometidas por las organizaciones terroristas y el Estado peruano durante los años
de la violencia política y la dictadura y que ha empujado, según hemos visto, a través de la
formación de una posición colectiva común de condena ante los episodios de violencia, a la
izquierda a romper definitivamente con la prédica del conflicto; 3) destacadas figuras políticas
cuya participación en el proceso de transición hacia la democracia dotó de cierta credibilidad
moral y legitimidad al nuevo orden (Valentín Paniagua es, sin duda, la figura democrática más
representativa de este periodo); y, por último, 4) el rol de la democracia como “significante
vacío” de este nuevo relato hegemónico16.
El camino más fácil hacia una impugnación de este discurso hegemónico pasa por la crítica
al funcionamiento de la democracia peruana. Profundamente marcado por el contenido
económico neoliberal consagrado en los textos constitucionales del año 93, nuestro modelo de
democracia se ha desarrollado sobre bases institucionales que están lejos de asegurar el
bienestar social para la mayor parte de la población. Asimismo, la presencia de poderosos
gremios empresariales que ejercen una influencia decisiva sobre el aparato del Estado e
inspiran gran parte de las leyes a través de operadores y lobbies, invitan a pensar en unas
élites económicas que gobiernan en perjuicio de amplias mayorías sin presentarse jamás a las
elecciones. Bastaría solo esta constatación para iniciar la operación de desnudamiento de la
verdadera naturaleza de nuestra democracia. Aunque desde distintos frentes de resistencia
social al dogma neoliberal se han ensayado ya críticas en ese sentido, no hay que subestimar
de ningún modo la poderosa fuerza de la democracia como “significante vacío” hegemónico.
Esa fuerza se ha puesto de manifiesto de modo especial en el último proceso eleccionario,
suscitando a favor del mantenimiento de nuestra democracia la coalición de diversas fuerzas
políticas, entre las cuales ha figurado como ficha importante la izquierda.
El 31% obtenido por el candidato presidencial Ollanta Humala y su programa de gobierno
de La Gran Transformación durante el 2011, lleva a hablar inevitablemente de un gran sector
peruano dispuesto a votarle a un candidato antisistema que represente un discurso duro y de
rechazo a las elites políticas y limeñas. Humala tuvo la oportunidad de inaugurar una nueva
descentralización mediante un estilo de gobierno que privilegiara la conducción apropiada de
la conflictividad social y el cambio general, claro está, de la orientación económica del
gobierno central. La ratificación de varios funcionarios de la gestión anterior en los cargos
ejecutivos del gobierno y el modo en que se manejó el affaire Conga fueron desde el inicio las
señales inequívocas que permitieron hablar de un línea continuista en relación con los
gobiernos anteriores. La izquierda del Frente Amplio tendrá que aprovechar ese importante
caladero de votos mediante un nuevo discurso político centrado en demandas tales como las
de soberanía y control sobre nuestros recursos económicos, una apuesta por la diversificación
del aparato productivo, la defensa de los derechos ambientales, lucha contra la corrupción,
respeto de los derechos laborales, así como muchos otros reclamos aparentemente invisibles.
Estas banderas y muchas otras tendrán que ser conjugadas en el marco de la lucha por
apropiarse del significante vacío de la democracia. Hace falta dotar de un nuevo sentido a
nuestro juego democrático y postularlo como sinónimo de todas las demandas insatisfechas
que la izquierda ha enunciado a día de hoy. En una palabra, es preciso dejar de entender que la
democracia no puede ser aquella en la que la influencia de las clases empresariales que
controlan los poderes fácticos del país sea más decisiva que la voluntad popular llamada a
pronunciarse solo cada cinco años.
Vamos a cerrar este trabajo proponiendo que la estrategia de la izquierda que hemos
enunciado a grandes rasgos, a partir de los aportes teóricos de Gramsci y Laclau, solo será

16
Sobre el papel jugado en los últimos quince años por la democracia como significante vacío inscrito en
el nuevo discurso hegemónico peruano me gustaría ocuparme en otro lugar. Sin duda, las herramientas
teóricas proporcionadas especialmente por el pensamiento de Gramsci, Laclau y Mouffe, así como por
las de la Teoría del Discurso, serán de inapreciable valor para emprender dicho examen.
posible si esta última aspira a constituir a la sociedad civil como el sujeto político a representar
las grandes demandas insatisfechas de la población. En ese proceso, habrá que estudiar sin
duda el papel que han de desempeñar ciertos sectores específicos de la sociedad, tales como
el sur peruano, una de las regiones más afectadas por el fracaso del establishment político en
la atención de sus reivindicaciones y de la administración descentralizada del poder político en
casi todo el país. Los índices de insatisfacción con la clase política nacional no solo revelan la
debilidad de las instituciones, la crisis de legitimidad de los actores políticos, la descomposición
del sistema de partidos y la ruptura del principio de autoridad (prerrequisitos para la
posibilidad de una “crisis orgánica” gramsciana). También abren la posibilidad de que ciertos
sectores dejen de estar limitados únicamente a decidir los resultados finales de cada elección y
pasen a jugar un papel más activo como sujeto popular. La izquierda, en ese sentido, no tendrá
más que hacer que leer adecuadamente lo que está ocurriendo en el país.

Autor: Enrique Sarmiento Benites


Junio de 2016

Potrebbero piacerti anche