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Para escuchar al Señor, es necesario aprender a contemplarlo, a percibir su presencia constante en

nuestra vida; es necesario detenerse a dialogar con Él, dejarle espacio en la oración. Cada uno de
nosotros, también vosotros muchachos, muchachas, jóvenes, tan numerosos esta mañana, debería
preguntarse: ¿qué espacio dejo al Señor? ¿Me detengo a dialogar con Él? Desde que éramos
pequeños, nuestros padres nos acostumbraron a iniciar y a terminar el día con una oración, para
educarnos a sentir que la amistad y el amor de Dios nos acompañan. Recordemos más al Señor en
nuestras jornadas.
Desearía recordar la importancia y la belleza de la oración del santo Rosario. Recitando el
Avemaría, se nos conduce a contemplar los misterios de Jesús, a reflexionar sobre los momentos
centrales de su vida, para que, como para María y san José, Él sea el centro de nuestros
pensamientos, de nuestras atenciones y acciones. (S.S. Francisco, 1 de mayo de 2013)

Dios nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza y nos ama aun cuando nos
equivocamos. Esta relación de hijos con el Señor debe crecer, ser alimentada cada día con la
escucha de su Palabra, la oración, la participación en los sacramentos y la práctica de la caridad.
Comportémonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por nuestras caídas, sintiéndonos amados
por Él, sabiendo que Él es nuestra fuerza. Porque Él siempre es fiel. Ser cristianos no se reduce
sólo a cumplir los mandamientos, es ser de Cristo, pensar, actuar, amar como Él, dejando que
tome posesión de nuestra existencia para que la cambie, la trasforme, la libere de las tinieblas del
mal y del pecado. A quien nos pida razón de nuestra esperanza, mostrémosle a Cristo Resucitado
y hagámoslo con el anuncio de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. Porque
nosotros también por el bautismo hemos resucitado, como Cristo. (S.S. Francisco, 10 de abril de
2013).

No conocemos el corazón del Señor y no tendremos nunca la alegría de sentir esta misericordia.
No es fácil confiarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo incomprensible, pero
debemos hacerlo.
"Ah padre, si usted conociera mi vida no me hablaría así": ¿Por qué, qué has hecho...? "Las
combiné gruesas". Mejor, ve donde Jesús, a él le gusta que le cuentes estas cosas. Él se olvida, Él
tiene una capacidad de olvidarse. Es especial, se olvida y te besa y te abraza, y solamente te dice:
"Tampoco yo te condeno, ve y de ahora en adelante no peques más". Solamente ese consejo te da.
Pero después de un mes estamos en las mismas... Volvamos donde el Señor; el Señor no se cansa
nunca de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pidamos la gracia de
no cansarnos de pedir el perdón, porque Él nunca se cansa de perdonarnos. Pidamos esta gracia.
(S.S. Francisco, 17 de marzo de 2013

"Creo en la Iglesia una, santa, católica...". Hoy hacemos una pausa para reflexionar sobre esta
indicación: le decimos católica en el Año de la catolicidad. En primer lugar: ¿qué significa católico?
Deriva del girego "kath'olòn" que significa "de acuerdo con el conjunto", la totalidad. ¿En qué
sentido esta totalidad se aplica a toda la Iglesia? ¿En qué sentido decimos que la Iglesia es católica?
Yo diría que en tres sentidos básicos.
1. El primero. La Iglesia es católica porque es el espacio, la casa en la que se anuncia la fe entera,
en la que la salvación que Cristo nos trajo se ofrece a todos. La Iglesia nos hace encontrarnos con la
misericordia de Dios que nos transforma, por que en ella está presente Jesucristo, que le da la
verdadera confesión de fe, la plenitud de la vida sacramental, la autenticidad del ministerio
ordenado. En la Iglesia cada uno de nosotros encuentra lo que es necesario para creer, para vivir
como cristianos, para ser santos, para caminar en todo lugar y en cada época.
Por poner un ejemplo, podemos decir que es como en la vida familiar; en familia a cada uno de
nosotros se nos fue dado todo lo que nos permite crecer, madurar, vivir. No se puede hacer crecer
solo, no se puede caminar solo, aislándose, sino que se camina y se crece en una comunidad, en una
familia. ¡Y lo mismo ocurre en la Iglesia! En la Iglesia podemos escuchar la Palabra de Dios, con la
seguridad de que es el mensaje que el Señor nos ha dado; en la Iglesia podemos encontrar al Señor
en los sacramentos que son las ventanas abiertas por donde se nos da la luz de Dios, los arroyos de
los cuales recogemos la vida misma de Dios; en la Iglesia aprendemos a vivir la comunión , el amor
que viene de Dios. Cada uno de nosotros puede preguntarse hoy: ¿Cómo vivo en la Iglesia? Cuando
voy a la iglesia, es como si fuera al estadio, a un partido de fútbol? ¿Es como si estuviera en el cine?
No, es otra cosa. ¿Como voy a la iglesia? ¿Cómo acojo los dones que la Iglesia me da, para crecer,
para madurar como cristiano? Participo en la vida de comunidad o voy a la iglesia y me encierro en
mis problemas aislándome del otro? En este primer sentido, la Iglesia es católica porque es la casa
de todos. Todos son hijos de la Iglesia y todos están en esta casa.
2. Un segundo significado: la Iglesia es católica porque es universal, se extiende por todo el mundo
y proclama el Evangelio a todos los hombres y mujeres. La Iglesia no es un grupo de elite, no solo
para unos pocos. La Iglesia no tiene límites, es enviada a todas las personas, a toda la humanidad .
Y la única Iglesia está presente incluso en las partes más pequeñas de la misma. Todo el mundo
puede decir: en mi parroquia está presente la Iglesia Católica, porque también esa parte de la Iglesia
universal, también esta tiene la plenitud de los dones de Cristo, la fe, los sacramentos, el ministerio;
está en comunión con el obispo, con el papa y está abierta a todos, sin distinción. La Iglesia no está
solo a la sombra de nuestro campanario, sino que abarca una gran variedad de gente, de pueblos que
profesan la misma fe, se nutren de la misma Eucaristía, son atendidos por los mismos pastores.
¡Sentirse en comunión con toda la Iglesia, con toda la comunidad católica grande y pequeña de todo
el mundo! ¡Esto es hermoso! Y luego sentir que todos estamos en misión, pequeñas o grandes
comunidades, todos tenemos que abrir nuestras puertas y salir por el evangelio. Preguntémonos
entonces: ¿qué estoy haciendo para comunicar a los demás la alegría del encuentro con el Señor , la
alegría de pertenecer a la Iglesia? Proclamar y dar testimonio de la fe no es una cuestión de unos
pocos, tiene que ver también conmigo, contigo, ¡con cada uno de nosotros!
3. Una tercera y última reflexión: la Iglesia es católica, porque es la "casa de la armonía", donde la
unidad y la diversidad hábilmente combinan entre sí para ser riqueza. Pensemos en la imagen de la
sinfonía, que significa acuerdo, armonía, diferentes instrumentos que tocan juntos; cada uno
conserva su timbre inconfundible y sus características de sonido se unen por algo en común. Luego
está el que guía, el director, y en la sinfonía que se ejecuta todos suenan juntos en "armonía", pero
no se borra el timbre de cada instrumento; ¡la peculiaridad de cada uno, de hecho, es aprovechada al
máximo!
Es una bella imagen que nos dice que la Iglesia es como una gran orquesta en la que hay variedad.
No todos somos iguales y no debemos ser todos iguales. Todos somos diversos, diferentes, cada uno
con sus propias cualidades. Y esa es la belleza de la Iglesia: cada uno trae lo propio, lo que Dios le
dio, para enriquecer a los demás. Y entre los que la componen hay esta diversidad, pero es una
diversidad que no entra en conflicto, no se opone; es una variedad que se deja fundir en armonía por
el Espíritu Santo; Él es el verdadero "Maestro", él mismo es armonía. Y aquí nos preguntamos: ¿en
nuestras comunidades vivimos en armonía o peleamos entre nosotros? En mi parroquia, en mi
movimiento, donde soy parte de la Iglesia, ¿hay chismes? Si hay chismes no hay armonía, sino una
lucha. Y esta no es la Iglesia. La Iglesia es la armonía de todos: ¡nunca hablar mal entre sí, nunca
pelear!
Aceptamos al uno y al otro, se acepta que exista una justa variedad, que esto sea diferente, que
aquello se piense de una forma u otra –incluso en la misma fe se puede pensar de otra manera-- ¿o
tendemos a estandarizar todo? Porque la uniformidad mata la vida. La vida de la Iglesia es variedad,
y cuando queremos imponer esta uniformidad sobre todos matamos los dones del Espíritu Santo.
Oremos al Espíritu Santo, que es el autor de esta unidad en la variedad, de esta armonía, para que
nos haga cada vez más "católicos", es decir, ¡en esta Iglesia que es católica y universal!
Un corazón que sabe orar y sabe perdonar. Por esto podemos reconocer a un cristiano. Lo explicó la
mañana del martes el papa Francesco durante la homilía de la misa presidida en la Casa Santa
Marta. Y a partir del evangelio, dedicado a la santa por quien lleva el nombre su residencia, recordó
que "la oración hace milagros", siempre que no sea el resultado de un acto mecánico.
Marta y el profeta Jonás. Estas figuras modélicas del nuevo y del antiguo testamento, presentadas
por la liturgia de hoy, estaban unidos por una idéntica incapacidad: no sabían cómo orar. El papa
Francisco ha desarrollado la homilía sobre este aspecto, a partir de la famosa escena en el evangelio
donde Marta le pide casi en tono de reproche a Jesús, que su hermana la ayudara a servir en lugar de
permanecer quieta para escucharlo, a lo que Jesús responde: "María ha escogido la mejor parte". Y
esta "parte", afirma el papa Francisco, es "la de la oración, la de la contemplación de Jesús":
"A los ojos de su hermana estaba perdiendo el tiempo, también parecía un poco fantasiosa: mirar al
Señor como si fuera una niña maravillada. Pero, ¿quién quiere eso? El Señor: ‘Esta es la mejor
parte’, porque María escuchaba al Señor y oraba con su corazón. Y el Señor un poco nos dice: ‘La
primera tarea en la vida es esto: la oración'. Pero no es la oración de las palabras, como loros, sino
la oración, el corazón: observar al Señor, escuchar al Señor, pedir al Señor. Sabemos que la oración
hace milagros".
Y la oración produce un milagro, incluso en la antigua ciudad de Nínive, a la que el profeta Jonás
anuncia en nombre del Dios la destrucción inminente, pero que se salva porque los habitantes,
creyendo en la profecía, se convierten del primero al último, invocando el perdón divino con todas
sus fuerzas. Sin embargo, incluso en esta historia de la redención el papa identifica una actitud
errónea, la de Jonás, más dispuesto a una justicia sin misericordia de una manera similar a Martha,
con una tendencia al servicio que excluye la vida interior:
"Y Martha hacía esto: ¿hacía cosas? ¡Pero no oraba! Hay otros como el terco Jonás, que son los
justicieros. Él iba, profetizaba, pero en su corazón decía: ‘Pero se lo merecen. Se lo merecen. Se la
han buscado!'. Él profetizaba, ¡pero no oraba! No pedía perdón al Señor por ellos. Solo los
golpeaba. Son los verdugos, ¡los que piensan que tienen razón! Y al final --continúa el libro de
Jonás-- se ve que era un hombre egoísta, porque cuando el Señor lo ha salvado, por la oración del
pueblo, Nínive, él se ha enojado con el Señor: ‘¡Tú siempre eres así. Tú siempre perdonas!'.
Por lo tanto, concluye el papa Francisco, la oración que es solo fórmula sin corazón, así como lo es
el pesimismo o la inclinación a una justicia sin perdón, son tentaciones que el cristiano siempre
debe evitar para llegar a elegir "la mejor parte":
"Incluso cuando no oramos, lo que hacemos es cerrar la puerta al Señor. Y no orar es esto: cerrar la
puerta al Señor, para que Él no puede hacer nada. En cambio, la oración, frente a un problema, en
una situación difícil, en una calamidad, es abrir la puerta al Señor para que venga. Porque Él atrae
las cosas, Él sabe arreglar las cosas y acomodar las cosas. Orar es esto: abrir la puerta al Señor, para
que haga algo. Pero si cerramos la puerta, ¡el Señor no puede hacer nada! Pensemos en esta María
que ha escogido la parte mejor y nos hace ver el camino de cómo se abre la puerta al Señor".

Dejemos escribir nuestra vida por Dios. Esta fue la exhortación del santo padre Francisco en la misa
que la mañana del lunes celebró en la Casa Santa Marta, y durante la cual se centró en las figuras de
Jonás y el Buen Samaritano. En ocasiones, observó el papa, puede suceder que incluso un cristiano,
un católico huye de Dios, mientras un pecador, considerado alejado de Dios, escucha la voz del
Señor.
Jonás sirve al Señor, reza mucho y hace el bien, pero cuando el Señor lo llama comienza a escapar.
El papa Francesco ha desarrollado su homilía centrándola en el tema de la "fuga de Dios". Jonás,
señala, "tenía su historia escrita" y "no quería ser molestado". El Señor lo envía a Nínive, y él "toma
un barco para España. Huía del Señor":
"La fuga de Dios. Se puede huir de Dios, incluso siendo cristiano, católico, siendo de la Acción
Católica, siendo presbítero, obispo, papa... ¡todos, todo podemos huir de Dios! Es una tentación
diaria. No escuchar a Dios, no escuchar su voz , no sentir en el corazón su propuesta, su invitación.
Se puede escapar directamente. Hay otras maneras de escapar de Dios, un poco más educado, un
poco más sofisticado, ¿no? En el evangelio, está este hombre medio muerto, tirado en el suelo, y
por casualidad un sacerdote bajaba por aquel camino --un digno sacerdote, precisamente en sotana,
bueno ¡muy bueno! Vio y observó: ‘Llego tarde a misa’, y ha seguido su camino. No había oído la
voz de Dios, allí".
Luego pasa un levita, que, dice el papa, quizá pensó: "Si lo cojo o si me acerco, tal vez estará
muerto, y mañana tendré que ir al juez y dar testimonio..." y se siguió de largo. También Él, dijo el
papa, se escapa "de la voz de Dios". Y añade: "Solo tuvo la capacidad de comprender la voz de Dios
uno que habitualmente huía de Dios, un pecador", un samaritano.
Este, señala, "es un pecador, alejado de Dios", que sin embargo "escuchó la voz de Dios y se
acercó". El samaritano, señala, "no estaba acostumbrado a las prácticas religiosas, a la vida moral,
incluso teológicamente estaba mal", porque los samaritanos “creían que a Dios se le debía adorar en
otro lugar y no donde el Señor quería". Y, sin embargo, prosiguió el papa, el samaritano "se ha dado
cuenta de que Dios lo estaba llamando, y no huyó".
"Se le acercó, le vendó las heridas echándole aceite y vino, y luego lo puso en el caballo", e incluso
"lo llevó a una posada y cuidó de él. Perdió toda la tarde":
"El presbítero llegó a tiempo para la Santa Misa, y todos los fieles contentos; el levita tuvo al día
siguiente, un día tranquilo de acuerdo con lo que había pensado hacer, porque no pasó por todo este
enredo de ir al juez y todas esas cosas...
¿Y por qué Jonás huyó de Dios? ¿Por qué el sacerdote huyó de Dios? ¿Por qué el levita se escapó
de Dios? Porque tenían cerrado el corazón, y cuando tienes cerrado el corazón, no se puede
escuchar la voz de Dios. En cambio, un samaritano que iba de camino ‘lo vio y tuvo compasión’:
tenía el corazón abierto, era humano. Y su humanidad lo acercó".
"Jonás –observa el papa- tenía un diseño de su vida: él quería escribir su historia", y así también el
sacerdote y el levita. "Un diseño del trabajo". Sin embargo, continuó el papa, este pecador, el
samaritano "se ha dejado escribir la vida por Dios: ha cambiado todo, aquella tarde, porque el Señor
le ha acercado la persona de este pobre hombre, herido, gravemente herido, tirado en la calle":
"Me pregunto a mí mismo, y les pregunto también a ustedes: ¿nos dejamos escribir la vida, nuestra
vida, por Dios o queremos escribirla nosotros? Y esto nos habla acerca de la docilidad: ¿somos
dóciles a la Palabra de Dios? '¡Sí, yo quiero ser dócil!'. Pero tú, ¿tienes la capacidad de escucharla,
de oirla? Tienes la capacidad de encontrar la Palabra de Dios en la historia de cada día, o tus ideas
son las que te rigen, y no dejas que la irrupción del Señor te hable?".
"Tres personas están huyendo de Dios -resumió el papa-, y otra en situación irregular", que es
"capaz de escuchar, abrir el corazón y no escapar". Estoy seguro, dijo el pontífice, que todos vemos
que "el samaritano, el pecador, no huyó de Dios".
Que el Señor, concluyó, "nos permita escuchar la voz del Señor, su voz, que nos dice: ¡Anda y haz
los mismo!".
Y el Señor, ¿qué cosa nos responde? Responde: “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, habrían
dicho a este sicómoro: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y les habría obedecido” (v. 6). La semilla de
la mostaza es pequeñísima, pero Jesús dice que basta tener una fe así, pequeña, pero verdadera,
sincera, para hacer cosas humanamente imposibles, impensables. ¡Y es verdad!
Todos conocemos a personas sencillas, humildes, pero con una fe fortísima, ¡que verdaderamente
mueven las montañas! Pensemos por ejemplo en tantas mamás y papás, que afrontan situaciones
muy pesadas; o en ciertos enfermos, incluso gravísimos, que transmiten serenidad a quien los va a
visitar. Estas personas, precisamente por su fe, no se vanaglorian de lo que hacen, es más, como
pide Jesús en el Evangelio, dicen: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”
(Lc. 17, 10). ¡Cuánta gente entre nosotros tiene esta fe fuerte, humilde, y que hace tanto bien!
Para el papa, "nuestra fe es pequeña, nuestra fe es débil, frágil, pero la ofrecemos tal como es, para
que (Dios) la haga crecer".

Papa Francisco: «Los males más graves que afligen al mundo en estos años son la desocupación de
los jóvenes y la soledad en la que se deja a los ancianos. Los ancianos tienen necesidad de cuidados
y de compañía; los jóvenes de trabajo y de esperanza, pero no tienen ni lo uno ni lo otro, y el
problema es que ya no los buscan. Han sido aplastados en el presente. Dígame usted: ¿se puede
vivir aplastados en el presente? ¿Sin memoria del pasado y sin el deseo de proyectarse en el futuro
construyendo un proyecto, un porvenir, una familia? ¿Es posible continuar así? Esto, en mi opinión,
es el problema más urgente que la Iglesia tiene ante sí».
Santidad, le digo, es un problema sobre todo político y económico, se refiere a los Estados, a los
gobiernos, a los partidos, a las asociaciones sindicales.
«Cierto, tiene usted razón, pero se refiere también a la Iglesia, es más, sobre todo a la Iglesia,
porque esta situación no hiere sólo los cuerpos, sino también las almas. La Iglesia debe sentirse
responsable tanto de las almas como de los cuerpos».
Santidad, usted dice que la Iglesia debe sentirse responsable. ¿Debo deducir que la Iglesia no es
consciente de este problema y que usted la incita en esta dirección?
«En amplia medida esa conciencia existe, pero no lo suficiente. Yo deseo que exista más. No es éste
el único problema que tenemos delante, pero es el más urgente y el más dramático».
El encuentro con el Papa Francisco tuvo lugar el martes pasado en su residencia de Santa Marta, en
una pequeña habitación desnuda, con una mesa y cinco o seis sillas, un cuadro en la pared. Había
sido precedido de una llamada telefónica que no olvidaré mientras viva.
Eran las dos y media de la tarde. Suena mi teléfono y la voz bastante agitada de mi secretaria me
dice: «Tengo al Papa en línea; se lo paso inmediatamente».
Me quedo desconcertado mientras ya la voz de Su Santidad del otro lado de la línea dice: «Buenos
días, soy el Papa Francisco». Buenos días, Santidad —digo yo, y luego—, estoy impresionado, no
me esperaba que me llamara. «¿Por qué impresionado? Usted me escribió una carta pidiendo
conocerme en persona. Yo tenía el mismo deseo y así que estoy aquí para fijar la cita. Veamos mi
agenda: el miércoles no puedo, el lunes tampoco, ¿le iría bien el martes?».
Respondo: está muy bien.
«El horario es un poco incómodo, las 15. ¿Le va bien? Si no, cambiamos de día». Santidad, está
muy bien también el horario. «Entonces estamos de acuerdo: el martes 24 a las 15. En Santa Marta.
Debe entrar por la puerta del Santo Oficio».
No sé cómo acabar esta llamada y me dejo llevar, diciéndole: ¿puedo abrazarle por teléfono?
«Ciertamente, le abrazo también yo. Luego lo haremos en persona. Hasta pronto».
Ahora estoy aquí. El Papa entra y me da la mano, nos sentamos. El Papa sonríe y me dice: «Alguno
de mis colaboradores que le conoce me ha dicho que usted intentará convertirme».
Es una broma. Le respondo. También mis amigos piensan que será usted quien querrá convertirme.
Vuelve a sonreír y responde: «El proselitismo es una solemne tontería, no tiene sentido. Hay que
conocerse, escucharse y hacer crecer el conocimiento del mundo que nos rodea. A mí me sucede
que después de un encuentro tengo ganas de tener otro, porque nacen nuevas ideas y se descubren
nuevas necesidades. Esto es importante: conocerse, escucharse, ampliar el círculo de los
pensamientos. El mundo está recorrido por caminos que acercan y alejan, pero lo importante es que
lleven hacia el Bien».
Santidad, ¿existe una visión del Bien única? ¿Y quién la establece?
«Cada uno de nosotros tiene una visión del Bien y también del Mal. Nosotros debemos incitarlo a
proceder hacia lo que él piensa que es el Bien».
Usted, Santidad, ya lo había escrito en la carta que me dirigió. La conciencia es autónoma, dijo, y
cada uno debe obedecer a la propia conciencia. Pienso que ese es uno de los pasajes más valientes
dichos por un Papa.
«Y aquí lo repito. Cada uno tiene su idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir
el Mal como él los concibe. Bastaría esto para mejorar el mundo».
¿La Iglesia lo está haciendo?
«Sí, nuestras misiones tienen este objetivo: identificar las necesidades materiales e inmateriales de
las personas y buscar satisfacerlas como podamos. ¿Usted sabe qué es el “ágape”?».
Sí, lo sé.
«Es el amor por los demás, como nuestro Señor lo predicó. No es proselitismo, es amor. Amor por
el prójimo, levadura que sirve al bien común».
Ama al prójimo como a ti mismo.
«Exactamente, es así».
Jesús en su predicación dijo que el ágape, el amor por los demás, es el único modo de amar a Dios.
Corríjame si me equivoco.
«No se equivoca. El Hijo de Dios se encarnó para infundir en el alma de los hombres el sentimiento
de la fraternidad. Todos hermanos y todos hijos de Dios. Abba, como Él llamaba al Padre. Yo os
trazo el camino, decía. Seguidme y encontraréis al Padre y seréis todos sus hijos y Él se complacerá
en vosotros. El ágape, el amor de cada uno de nosotros hacia todos los demás, desde los más
cercanos hasta los más lejanos, es precisamente el único modo que Jesús nos ha indicado para
encontrar el camino de la salvación y de las Bienaventuranzas».
Sin embargo la exhortación de Jesús, lo hemos recordado antes, es que el amor por el prójimo sea
igual al que tenemos por nosotros mismos. Así que lo que muchos llaman narcisismo está
reconocido como válido, positivo, en la misma medida del otro. Hemos discutido largamente sobre
este aspecto.
«A mí —decía el Papa— la palabra narcisismo no me gusta, indica un amor desmedido hacia uno
mismo y esto no va bien, puede producir daños graves no sólo al alma de quien lo padece, sino
también en la relación con los demás, con la sociedad en la que vive. El verdadero problema es que
los más golpeados por esto, que en realidad es una especie de trastorno mental, son personas que
tienen mucho poder. A menudo los jefes son narcisos».
También muchos jefes de la Iglesia lo han sido.
«¿Sabe cómo pienso en este punto? Los jefes de la Iglesia a menudo han sido narcisos, adulados y
mal excitados por sus cortesanos. La corte es la lepra del papado».
La lepra del papado, lo ha dicho exactamente así. ¿Pero cuál es la corte? ¿Alude tal vez a la
Curia?, pregunto.
«No, en la Curia a veces hay cortesanos, pero la Curia en su conjunto es otra cosa. Es lo que en los
ejércitos se llama la intendencia, gestiona los servicios que sirven a la Santa Sede. Pero tiene un
defecto: es Vaticano-céntrica. Ve y atiende los intereses del Vaticano, que son todavía, en gran parte,
intereses temporales. Esta visión Vaticano-céntrica descuida el mundo que nos rodea. No comparto
esta visión y haré lo posible por cambiarla. La Iglesia es o debe volver a ser una comunidad del
pueblo de Dios y los presbíteros, los párrocos, los obispos con atención de almas, están al servicio
del pueblo de Dios. La Iglesia es esto, una palabra no por casualidad diversa de la Santa Sede que
tiene una función propia importante, pero está al servicio de la Iglesia. Yo no habría podido tener la
plena fe en Dios y en su Hijo si no me hubiera formado en la Iglesia y tuve la fortuna de hallarme,
en Argentina, en una comunidad sin la cual no habría tomado conciencia de mí y de mi fe».
¿Usted sintió su vocación desde joven?
«No, no jovencísimo. Habría tenido que hacer otro oficio según mi familia, trabajar, ganar algún
dinero. Hice la universidad. Tuve incluso una profesora hacia la cual concebí respeto y amistad, era
una comunista ferviente. A menudo me leía y me daba a leer textos del Partido comunista. Así
conocí también esa concepción muy materialista. Recuerdo que me consiguió el comunicado de los
comunistas americanos en defensa de los Rosenberg, que habían sido condenados a muerte. La
mujer de la que le estoy hablando fue después arrestada, torturada y asesinada por el régimen
dictatorial entonces gobernante en Argentina».
¿El comunismo le sedujo?
«Su materialismo no tuvo ningún arraigo en mí. Pero conocerlo a través de una persona valiente y
honesta me fue útil, entendí algunas cosas, un aspecto de lo social, que después encontré en la
doctrina social de la Iglesia».
La teología de la liberación, que el Papa Wojtyła excomulgó, estaba bastante presente en América
Latina.
«Sí, muchos de sus exponentes eran argentinos».
¿Usted piensa que fue justo que el Papa los combatiera?
«Ciertamente daban una consecución política a su teología, pero muchos de ellos eran creyentes y
con un alto concepto de humanidad».
Santidad, ¿me permite decirle también yo algo de mi formación cultural? Fui educado por una
madre muy católica. A los 12 años gané incluso una competición de catecismo entre todas las
parroquias de Roma y tuve un premio del Vicariato. Comulgaba el primer viernes de cada mes, en
síntesis, practicaba la liturgia y creía. Pero todo cambió cuando entré al liceo. Leí, entre los demás
textos de filosofía que estudiábamos, el «Discurso del método», de Descartes, y me impactó la
frase, convertida ya en un icono, «Pienso, luego existo». El yo se transformó así en la base de la
existencia humana, la sede autónoma del pensamiento.
«Descartes, sin embargo, nunca renegó de la fe del Dios trascendente».
Es verdad, pero había puesto el fundamento de una visión del todo diversa y me sucedió que me
encaminé en aquel itinerario que después, corroborado por otras lecturas, me llevó a una orilla
completamente distinta.
«Pero usted, por lo que he entendido, es un no creyente, pero no un anticlerical. Son dos cosas muy
distintas».
Es verdad, no soy anticlerical, pero me vuelvo así cuando encuentro a un clerical.
Él sonríe y me dice: «También me sucede a mí, cuando tengo delante a un clerical me vuelvo
anticlerical de golpe. El clericalismo no debería tener nada que ver con el cristianismo. San Pablo,
que fue el primero en hablar a los gentiles, a los paganos, a los creyentes de otras religiones, fue el
primero en enseñárnoslo».
¿Puedo preguntarle, Santidad, cuáles son los santos que usted siente más cercanos a su alma y en
cuáles se ha formado su experiencia religiosa?
«San Pablo es quien puso las bases de nuestra religión y de nuestro credo. No se puede ser
cristianos conscientes sin san Pablo. Tradujo la predicación de Cristo en una estructura doctrinal
que, si bien con las actualizaciones de una inmensa cantidad de pensadores, teólogos, pastores de
almas, ha resistido y resiste después de dos mil años. Y después Agustín, Benito, Tomás e Ignacio.
Y naturalmente Francisco. ¿Debo explicarle el por qué?».
Francisco —se me permita en este punto llamar así al Papa, porque es él mismo quien te lo sugiere
por cómo habla, por cómo sonríe, por sus exclamaciones de sorpresa o de participación— me mira
como para alentarme a plantear también las preguntas más escabrosas y más embarazosas para
quien guía a la Iglesia. Así que le pregunto: de san Pablo ha explicado la importancia y el papel
que ha desempeñado, pero querría saber ¿a quién, entre los que ha nombrado, siente más cercano
a su alma?
«Me pide una clasificación, pero las clasificaciones se pueden hacer si se habla de deporte o de
cosas análogas. Podría decirle el nombre de los mejores futbolistas de Argentina. Pero los santos...».
Se dice «scherza coi fanti...». ¿Conoce el proverbio?
«Precisamente. Pero no quiero evadir su pregunta porque usted no me ha pedido una clasificación
sobre la importancia cultural y religiosa, sino quién es más cercano a mi alma. Así que le digo:
Agustín y Francisco».
¿No Ignacio, de cuya Orden usted proviene?
«Ignacio, por razones comprensibles, es al que conozco más que a los otros. Fundó nuestra Orden.
Le recuerdo que de esa Orden procedía también Carlo Maria Martini, a mí y también a usted muy
querido. Los jesuitas fueron y todavía son la levadura —no la única, pero tal vez la más eficaz— de
la catolicidad: cultura, enseñanza, testimonio misionero, fidelidad al Pontífice. Pero Ignacio, que
fundó la Compañía, era también un reformador y un místico. Sobre todo un místico».
¿Y piensa que los místicos han sido importantes para la Iglesia?
«Han sido fundamentales. Una religión sin místicos es una filosofía».
¿Usted tiene una vocación mística?
«¿A usted qué le parece?».
A mí me parece que no.
«Probablemente tiene razón. Adoro a los místicos; también Francisco en muchos aspectos de su
vida lo fue, pero yo no creo tener esa vocación y además hay que ponerse de acuerdo sobre el
significado profundo de esa palabra. El místico logra despojarse del hacer, de los hechos, de los
objetivos y hasta de la pastoralidad misionera y se eleva hasta alcanzar la comunión con las
Bienaventuranzas. Breves momentos que, en cambio, llenan toda la vida».
¿A usted le ha ocurrido alguna vez?
«Raramente. Por ejemplo, cuando el Cónclave me eligió Papa. Antes de la aceptación pedí poderme
retirar por algún minuto en la estancia junto a la del balcón sobre la plaza. Mi cabeza estaba
completamente vacía y una gran ansia me había invadido. Para que se pasara y relajarme cerré los
ojos y desapareció todo pensamiento, también el de negarme a aceptar el cargo, como por lo demás
el procedimiento litúrgico permite. Cerré los ojos y no tuve ya ningún ansia ni emotividad. En cierto
momento una gran luz me invadió, duró un instante pero a mí me pareció larguísimo. Después la
luz se disipó, me alcé de golpe y me dirigí a la estancia donde me esperaban los cardenales y la
mesa sobre la que estaba el acta de aceptación. La firmé, el cardenal Camarlengo la controfirmó y
después en el balcón fue el Habemus Papam».
Nos quedamos un poco en silencio, después dije: hablábamos de los santos que usted siente más
cercanos a su alma y nos habíamos quedado en Agustín. ¿Quiere decirme por qué le siente muy
cercano a sí?
«También mi predecesor tiene a Agustín como punto de referencia. Ese santo atravesó muchos
acontecimientos en su vida y cambió varias veces su posición doctrinal. Tuvo también palabras muy
duras respecto a los judíos, que jamás he compartido. Escribió muchos libros y el que me parece
más revelador de su intimidad intelectual y espiritual son las Confesiones; contienen también
algunas manifestaciones de misticismo pero no es en absoluto, como en cambio muchos sostienen,
el continuador de Pablo. Es más, ve la Iglesia y la fe de modo profundamente distinto al de Pablo,
tal vez también porque habían pasado cuatro siglos entre uno y otro».
¿Cuál es la diferencia, Santidad?
«Para mí es en dos aspectos, sustanciales. Agustín se siente impotente ante la inmensidad de Dios y
las tareas que un cristiano y un obispo debería cumplir. Con todo, él no fue para nada impotente,
pero su alma se sentía siempre y en cualquier caso por debajo de cuanto habría querido y debido. Y
después la gracia dispensada por el Señor como elemento fundante de la fe. De la vida. Del sentido
de la vida. Quien no es tocado por la gracia puede ser una persona sin mancha o sin miedo, como se
dice, pero no será nunca como una persona a la que la gracia ha tocado. Esta es la intuición de
Agustín».
¿Usted se siente tocado por la gracia?
«Esto no puede saberlo nadie. La gracia no forma parte de la conciencia, es la cantidad de luz que
tenemos en el alma, no de sabiduría ni de razón. También usted, sin que lo supiera, podría ser
tocado por la gracia».
¿Sin fe? ¿No creyente?
«La gracia se refiere al alma».
Yo no creo en el alma.
«No lo cree, pero la tiene».
Santidad, había dicho que usted no tenía ninguna intención de convertirme y creo que no lo
lograría.
«Esto no se sabe, pero en cualquier caso no tengo ninguna intención».
¿Y Francisco?
«Es grandísimo porque es todo. Hombre que quiere hacer, quiere construir, funda una Orden y sus
reglas, es itinerante y misionero, es poeta y profeta, es místico, ha constatado sobre sí mismo el mal
y ha salido de ello, ama la naturaleza, los animales, la hoja de hierba en el prado y los pájaros que
vuelan en el cielo, pero sobre todo ama a las personas, los niños, los ancianos, las mujeres. Es el
ejemplo más luminoso de ese ágape del que hablábamos antes».
Tiene razón, Santidad, la descripción es perfecta. ¿Pero por qué ninguno de sus predecesores
nunca ha elegido ese nombre? ¿Y en mi opinión después de usted ninguno lo elegirá?
«Esto no lo sabemos, no hipotequemos el futuro. Es verdad; antes que yo ninguno lo eligió. Aquí
afrontamos el problema de los problemas. ¿Quiere beber algo?».
Gracias, tal vez un vaso de agua.
Se levanta, abre la puerta y pide a un colaborador que está en la entrada que traiga dos vasos de
agua. Me pregunta si desearía un café, respondo que no. Llega el agua. Al final de nuestra
conversación mi vaso estará vacío, pero el suyo se ha quedado lleno. Se aclara la voz y comienza.
«Francisco quería una Orden mendicante y también itinerante. Misioneros en busca de encontrar,
escuchar, dialogar, ayudar, difundir fe y amor. Sobre todo amor. Y anhelaba una Iglesia pobre que se
ocupara de los demás, recibiera ayuda material y la utilizara para sostener a los demás, con ninguna
preocupación por sí misma. Han pasado 800 años desde entonces y los tiempos han cambiado
mucho, pero el ideal de una Iglesia misionera y pobre permanece más que válida. Esta es en
cualquier caso la Iglesia que predicaron Jesús y sus discípulos».
Ustedes, cristianos, ahora son una minoría. Hasta en Italia, que es definida como el jardín del
Papa, los católicos practicantes serían, según algunos sondeos, entre el 8 y el 15 por ciento. Los
católicos que dicen serlo, pero de hecho lo son bastante poco, son un 20 por ciento. En el mundo
hay mil millones de católicos e incluso más, y con las demás Iglesias cristianas superan los mil
millones y medio, pero el planeta está poblado por 6 o 7 mil millones de personas. Son ciertamente
muchos, especialmente en África y en América Latina, pero minoría.
«Lo hemos sido siempre, pero el tema de hoy no es éste. Personalmente pienso que ser una minoría
es incluso una fuerza. Debemos ser una levadura de vida y de amor y la levadura es una cantidad
infinitamente más pequeña que la masa de frutos, de flores y de árboles que de esa levadura nacen.
Me parece haber dicho ya que nuestro objetivo no es el proselitismo, sino la escucha de las
necesidades, los deseos, las desilusiones, de la desesperación, de la esperanza. Debemos volver a
dar esperanza a los jóvenes, ayudar a los ancianos, abrir hacia el futuro, difundir el amor. Pobres
entre los pobres. Debemos incluir a los excluidos y predicar la paz. El Vaticano II, inspirado por el
Papa Juan XXIII y por Pablo VI, decidió mirar el futuro con espíritu moderno y abrir a la cultura
moderna. Los padres conciliares sabían que abrir a la cultura moderna significaba ecumenismo
religioso y diálogo con los no creyentes. Después de entonces se hizo muy poco en aquella
dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de quererlo hacer».
También porque —me permito añadir— la sociedad moderna en todo el planeta atraviesa un
momento de crisis profunda y no sólo económica, sino social y espiritual. Usted al inicio de este
encuentro nuestro ha descrito una generación aplastada en el presente. También nosotros, no
creyentes, percibimos este sufrimiento casi antropológico. Por esto nosotros queremos dialogar con
los creyentes y con quien mejor les representa.
«Yo no sé si soy quien mejor les representa, pero la Providencia me ha puesto en la guía de la
Iglesia y de la diócesis de Pedro. Haré cuanto pueda para cumplir el mandato que me ha sido
confiado».
Jesús, como usted ha recordado, dijo: ama a tu prójimo como a ti mismo. ¿Le parece que esto ha
ocurrido?
«Lamentablemente no. El egoísmo ha aumentado y el amor hacia los demás disminuido».
Este es, por lo tanto, el objetivo que nos reúne: al menos equiparar la intensidad de estos dos tipos
de amor. ¿Su Iglesia está dispuesta y preparada para desarrollar esta tarea?
«¿Usted qué piensa?».
Pienso que el amor por el poder temporal es aún muy fuerte entre los muros vaticanos y en la
estructura institucional de toda la Iglesia. Pienso que la Institución predomina sobre la Iglesia
pobre y misionera que usted desearía.
«Las cosas están en efecto así y en esta materia no se hacen milagros. Le recuerdo que también
Francisco en su tiempo tuvo que negociar largamente con la jerarquía romana y con el Papa para
que se reconocieran las reglas de su Orden. Al final obtuvo la aprobación pero con profundos
cambios y transacciones».
¿Usted tendrá que seguir el mismo camino?
«No soy ciertamente Francisco de Asís y no tengo su fuerza ni su santidad. Pero soy el Obispo de
Roma y el Papa de la catolicidad. He decidido como primera cosa nombrar a un grupo de ocho
cardenales que sean mi consejo. No cortesanos, sino personas sabias y animadas por mis propios
sentimientos. Este es el inicio de esa Iglesia con una organización no sólo verticista, sino también
horizontal. Cuando el cardenal Martini hablaba de ello poniendo el acento sobre los Concilios y los
Sínodos sabía muy bien cuán largo y difícil era el camino a recorrer en esa dirección. Con
prudencia, pero firmeza y tenacidad».
¿Y la política?
«¿Por qué me lo pregunta? He dicho ya que la Iglesia no se ocupará de política».
Pero justamente hace algunos días usted hizo un llamamiento a los católicos para que se
comprometieran civil y políticamente.
«No me dirigí sólo a los católicos, sino a todos los hombres de buena voluntad. Dije que la política
es la primera de las actividades civiles y tiene un campo propio de acción que no es el de la religión.
Las instituciones políticas son laicas por definición y actúan en esferas independientes. Esto lo han
dicho todos mis predecesores, al menos desde hace muchos años hasta aquí, si bien con acentos
diversos. Yo creo que los católicos comprometidos en la política tienen dentro de ellos los valores
de la religión, pero una conciencia madura y competencia para actuarlos. La Iglesia no irá jamás
más allá de la tarea de expresar y difundir sus valores, al menos mientras yo esté aquí».
Pero no ha sido siempre así la Iglesia.
«No ha sido casi nunca así. Muy a menudo la Iglesia como institución ha sido dominada por el
temporalismo y muchos miembros y altos exponentes católicos tienen todavía este modo de sentir.
Pero ahora déjeme a mí hacerle una pregunta: usted, laico no creyente en Dios, ¿en qué cree? Usted
es un escritor y un hombre de pensamiento. Creerá entonces en algo, tendrá un valor dominante. No
me responda con palabras como honestidad, la búsqueda, la visión del bien común; todos principios
y valores importantes, pero no es esto lo que le pregunto. Le pregunto qué piensa de la esencia del
mundo, es más, del universo. Se preguntará, ciertamente, como todos, quiénes somos, de dónde
venimos, adónde vamos. Se hace también un niño estas preguntas. ¿Y usted?».
Le estoy agradecido por esta pregunta. La respuesta es esta: yo creo en el Ser, o sea, en el tejido
del que surgen las formas, los Entes.
«Y yo creo en Dios. No en un Dios católico, no existe un Dios católico, existe Dios. Y creo en
Jesucristo, su encarnación. Jesús es mi maestro y mi pastor, pero Dios, el Padre, Abba, es la luz y el
Creador. Este es mi Ser. ¿Le parece que estamos muy distantes?».
Estamos distantes en los pensamientos, pero semejantes como personas humanas, animadas
inconscientemente por nuestros instintos que se transforman en pulsiones, sentimientos, voluntad,
pensamiento y razón. En esto somos semejantes.
«Pero lo que ustedes llaman el Ser, ¿quiere definir cómo lo piensa usted?».
El Ser es un tejido de energía. Energía caótica pero indestructible y en eterna caoticidad. De esa
energía emergen las formas cuando la energía llega al punto de explotar. Las formas tienen sus
leyes, sus campos magnéticos, sus elementos químicos, que se combinan casualmente, evolucionan,
finalmente se apagan pero su energía no se destruye. El hombre es probablemente el único animal
dotado de pensamiento, al menos en este planeta nuestro y sistema solar. He dicho que está
animado por instintos y deseos, pero añado que contiene también dentro de sí una resonancia, un
eco, una vocación de caos.
«Está bien. No quería que me hiciera un compendio de su filosofía y me ha dicho cuanto me basta.
Observo por mi parte que Dios es luz que ilumina las tinieblas aunque no las disuelve, y una chispa
de esa luz divina está dentro de cada uno de nosotros. En la carta que le escribí recuerdo haberle
dicho que también nuestra especie acabará, pero no acabará la luz de Dios que en ese punto invadirá
a todas las almas y serátodo en todos».
Sí, lo recuerdo bien, dijo «toda la luz será en todas las almas», cosa que —si puedo permitirme—
da más una figura de inmanencia que de trascendencia.
«La trascendencia permanece, porque esa luz, toda en todos, trasciende el universo y las especies
que en esa fase lo pueblan. Pero volvamos al presente. Hemos dado un paso adelante en nuestro
diálogo. Hemos constatado que en la sociedad y en el mundo en que vivimos el egoísmo ha
aumentado bastante más que el amor por los demás y los hombres de buena voluntad deben actuar,
cada uno con la propia fuerza y competencia, para que el amor hacia los demás aumente hasta
igualar y si es posible superar el amor por uno mismo».
Aquí también la política está llamada en causa.
«Con seguridad. Personalmente pienso que el llamado liberalismo salvaje no hace más que volver a
los fuertes más fuertes, a los débiles más débiles y a los excluidos más excluidos. Se necesita gran
libertad, ninguna discriminación, no demagogia y mucho amor. Se necesitan reglas de
comportamiento y también, si fuera necesario, intervenciones directas del Estado para corregir las
desigualdades más intolerables».
Santidad, usted es ciertamente una persona de gran fe, tocado por la gracia, animado por la
voluntad de relanzar una Iglesia pastoral, misionera, regenerada y no temporalista. Pero por cómo
habla y por cuanto yo entiendo, usted es y será un Papa revolucionario. Mitad jesuita, mitad
hombre de Francisco, una unión que tal vez jamás se había visto. Y además le gusta los «Promessi
Sposi» de Manzoni, Hölderlin, Leopardi y sobre todo Dostoevskij, la película «La strada» y «Prova
d’orchestra» de Fellini, «Roma città aperta» de Rossellini y también las películas de Aldo Fabrizi.
«Me gustan porque las veía con mis padres cuando era niño».
Eso. ¿Puedo sugerirle que vea dos películas que han salido hace poco? «Viva la libertà» y la
película sobre Fellini de Ettore Scola. Estoy seguro de que le gustarán. Sobre el poder le digo:
¿sabe que con veinte años hice un mes y medio de ejercicios espirituales con los jesuitas? Estaban
los nazis en Roma y yo había desertado del alistamiento militar. Éramos punibles con la condena a
muerte. Los jesuitas nos acogieron con la condición de que hiciéramos los ejercicios espirituales
durante todo el tiempo en que estuviéramos escondidos en su casa y así fue.
«Pero es imposible resistir a un mes y medio de ejercicios espirituales», dice él estupefacto y
divertido. Le contaré la continuación la próxima vez.
Nos abrazamos. Subimos la breve escalera que nos separa del portón. Ruego al Papa que no me
acompañe, pero él lo excluye con un gesto. «Hablaremos también del papel de las mujeres en la
Iglesia.
Le recuerdo que la Iglesia es femenina».
Y hablaremos si usted quiere también de Pascal. Me gustaría saber qué piensa de esa gran alma.
«Lleve a todos sus familiares mi bendición y pida que recen por mí. Usted acuérdese de mí,
acuérdese a menudo».
Nos estrechamos la mano y él se queda quieto con los dos dedos alzados en señal de bendición. Yo
le saludo desde la ventanilla.
Este es el Papa Francisco. Si la Iglesia se vuelve como él la piensa y la quiere habrá cambiado una
época.

"Cuando Dios viene y se acerca siempre hay fiesta". Esto es lo que el papa Francisco subrayó en la
misa de la Casa Santa Marta, que contó con la presencia de los miembros del "Consejo de
Cardenales" reunidos estos días en el Vaticano con el papa.
En su homilía, el papa resaltó que no se necesita transformar la memoria de la salvación en un
recuerdo, en "un evento habitual”. La misa, reiteró, no es un evento social, sino la presencia del
Señor en medio de nosotros.
Esdras lee desde lo alto el Libro de la Ley que se creía perdido, y el pueblo conmovido llora de
alegría. El papa se inspiró en el pasaje del libro de Nehemías, en la primera lectura de hoy, para
enfocar su homilía en el tema de la memoria. El Pueblo de Dios, dijo, "tenía la memoria de la Ley,
pero era un recuerdo lejano"; en ese día, en cambio, “la memoria se vuelve cercana" y "esto toca el
corazón". Lloraban "de alegría, no de dolor", dijo, "porque tenían la experiencia de la cercanía de la
salvación":
"Y esto es importante no sólo en los grandes momentos históricos, sino en los momentos de nuestra
vida: todos tenemos el recuerdo de la salvación, todos. Pero yo me pregunto: ¿esta memoria está
cerca de nosotros, o es un recuerdo un poco lejano, un poco difuso, arcaico, como de museo... que
puede olvidarse... Y cuando la memoria no está cerca, cuando no tenemos la experiencia de la
cercanía de la memoria, esta entra en un proceso de transformación y la memoria se convierte en un
simple recuerdo".
Cuando la memoria se aleja, agregó, "se transforma en recuerdo; pero cuando se acerca, se
convierte en alegría, y esta es la alegría de la gente". Esto, continuó, "es un principio de nuestra vida
cristiana". Cuando la memoria está cercana, reiteró, "hace dos cosas: calienta el corazón y nos da
alegría":
"Y esta alegría es nuestra fuerza. La alegría de la memoria cercana. En cambio, la memoria
domesticada, que se aleja y se convierte en un mero recuerdo, no calienta el corazón, no nos da
alegría y no nos da fuerza. Este encuentro con la memoria es un acontecimiento de la salvación, es
un encuentro con el amor de Dios que ha hecho historia con nosotros y nos ha salvado; es un
encuentro de salvación. Y es tan maravilloso ser salvados, que necesitamos hacer fiesta".
"Cuando Dios viene y se acerca –dijo--, siempre hay fiesta". Y "muchas veces –constató--, nosotros
los cristianos tenemos miedo de la fiesta: esta fiesta sencilla y fraterna que es un don de la cercanía
del Señor". La vida, agregó, "nos lleva a alejar esta cercanía, solo a mantener el recuerdo de la
salvación, no la memoria que es viva". La Iglesia, señaló el papa, tiene "su memoria": la "memoria
de la Pasión del Señor". También a nosotros, advirtió, sucede que "alejamos esta memoria y la
convertimos en un recuerdo, en un evento habitual".
"Cada semana vamos a la iglesia, o porque ha muerto alguien, vamos al funeral... y este recuerdo,
muchas veces, nos aburre, ya que no está cerca. Es triste, pero la misa muchas veces se convierte en
un evento social y no estamos cerca de la memoria de la Iglesia, que es la presencia del Señor
delante de nosotros. Imaginamos esta hermosa escena en el libro de Nehemías: Esdras que lleva el
libro de la memoria de Israel y el pueblo que se acerca a su memoria y llora, el corazón se ha
calentado, está alegre, siente que la alegría del Señor es su fuerza. Y hace fiesta, sin miedo,
simplemente".
"Pidamos al Señor --concluyó el papa-- la gracia de tener siempre su memoria cerca de nosotros,
una memoria cercana y no domesticada por el hábito, por tantas cosas, y alejada como un simple
recuerdo".

El papa ha continuado esta mañana las enseñanzas sobre la Iglesia en la audiencia de este miércoles.
Una gran multitud de fieles venidos de todo el mundo esperaba al papa Francisco en la plaza para
escuchar su catequesis. Incluidas las calles cercanas a la plaza, estaban repletas de personas que, a
pesar del calor que aún protagoniza estos días de otoño en la ciudad eterna, entusiasmados acuden
como peregrinos a san Pedro.
Tras haber profesado 'Creo en la Iglesia una', el papa ha recordado que añadimos el adjetivo 'santa',
"y esta es una característica que ha estado presente desde el inicio en la conciencia de los primeros
cristianos, que se llamaban simplemente 'los santos' porque tenían la certeza de que es la acción de
Dios, el Espíritu Santo que santifica la Iglesia", ha explicado el santo padre. A este punto , Francisco
ha desarrollado la catequesis en torno ha esta idea, explicando "¿en qué sentido la Iglesia es santa si
vemos que la Iglesia histórica, en su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades,
problemas y momentos de oscuridad? ¿Cómo puede ser santa una Iglesia hecha de ser humanos, de
pecadores?"
En primer lugar, se ha guiando de un fragmento de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso.
"El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que 'Cristo ha amado a la
Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella, para hacerla Santa'". Esto significa, ha explicado el santo
padre, que la "Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona en
poder de la muerte y del mal". Y ha añadido que "no es santa por nuestro méritos, sino porque Dios
la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus dones".
Un segundo aspecto que Francisco ha explicado que el hecho de que la Iglesia esté formada de
pecadores, no significa que la Iglesia es solo la Iglesia de los que son totalmente coherentes y los
otros están lejos, "La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores", ha subrayado Francisco. Así
mismo, "en la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino como el Padre de la
parábola del Evangelio". Además, ha añadido, "el Señor nos quiere parte de una Iglesia que sepa
abrir los brazos para acoger a todos, que sea la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos
podemos ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles,
los pecadores, los indiferentes, los que si sienten desalentados y perdidos".
Un última pregunta que ha dirigido el pontífice ha sido: "¿Qué puedo hacer yo que me siento débil,
frágil, pecador?" a lo ha respondido "Dios te dice: no tener miedo de la santidad, no tener miedo de
apuntar a lo alto, de dejarse amar y purificar por Dios, no tener miedo de dejarse guiar por el
Espíritu Santo".
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España,
Argentina, México, Panamá, Colombia y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a no
olvidar la vocación a la santidad. No se dejen robar la esperanza. Ustedes pueden llegar a ser santos.
Vayamos todos por este camino. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor.
Muchas gracias.

En el 'Credo', después de hacer profesado: 'Creo en la Iglesia una', añadimos el adjetivo 'santa';
afirmamos por tanto la santidad de la Iglesia, y esta es una característica que ha estado presente
desde el inicio en la conciencia de los primeros cristianos, los cuales se llamaban simplemente 'los
santos' (cfr At 9,13.32.41; Rm 8,27; 1 Cor 6,1), porque tenían la certeza que es la acción de Dios, el
Espíritu Santo que santifica la Iglesia.
Pero ¿en qué sentido la Iglesia es santa si vemos que la Iglesia histórica, en su camino a lo largo de
los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas, momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa un
Iglesia hecha de seres humano, de pecadores? Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes
pecadores, monjas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, papa pecador? Todos.
¿Como puede ser santa una Iglesia así?
1. Para responder a la pregunta quisiera guiarme de una fragmento de la Carta de san Pablo a los
cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que "Cristo
ha amado la Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella, para hacerla santa" (5,25-26). Cristo ha amado
la Iglesia, donando todo sí mismo sobre la cruz. Y esto significa que la Iglesia es santa porque
procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cfr Mt
16,18), está unido de forma indisoluble con ella (cfr Mt 28,20); es santa porque está guiada por el
Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios
la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No somos nosotros que la hacemos santa.
Es Dios, el Espíritu Santo, que en su amor hace santa a la Iglesia.
2. Vosotros podrías decirme: pero la Iglesia está formada por pecadores, lo vemos cada día. Y esto
es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros pecadores estamos llamados a dejarnos
transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que
afirmaba: la Iglesia es solo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y los otros
están lejos. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los
pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no nos rechaza porque llama a todos, los acoge, es
abierta también a los más lejanos, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la
ternura y del perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarlo, de caminar hacia la
santidad.
"¡Pero padre, yo soy un pecador, un gran pecador!, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?"
Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que deseo el Señor, que tu le digas:
"Señor aquí estoy, con mis pecados". ¿Alguno de vosotros está aquí sin los propios pecados?
¿Alguno de vosotros? Ninguno, ninguno de vosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros
pecados. Pero el Señor quiere escuchar que le decimos: "¡Perdóname, ayúdame a caminar,
transforma mi corazón!" Y el corazón puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que
encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola del Evangelio.
Puedes ser como el hijo que dejado la casa, que ha tocado fondo en la lejanía de Dios. Cuando
tengas la fuerza de decir: quiero volver a casa, encontrarás la puerta abierta, Dios viene a tu
encuentro porque te espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta.
Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celeste.
El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la
casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados
por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, aquellos que se
sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la
santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos,
especialmente en la confesión y en la eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en
la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos, entonces: ¿nos dejamos santificar?
¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que dona valentía,
esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en al que se vive el amor
de Dios, en la que hay atención hacia el otro, en la que se reza los unos por los otros?
3. Una última pregunta: ¿Qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no
tener miedo de la santidad, no tener miedo de apuntar alto, de dejarse amar y purificar por Dios, no
tener miedo de dejarse guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar de la santidad de Dios.
Todo cristiano esta llamado a la santidad (cfr Cost. dogm. Lumen gentium, 39-42); y la santidad no
consiste primero en el hacer cosas extraordinarias, sino en el dejar actuar a Dios. Y el encuentro de
nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción que nos permite vivir
en la caridad, de hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al
prójimo. Hay una célebre frase del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de su vida
decía: "Hay una sola tristeza en la vida, la de no ser santos". No perdamos la esperanza en la
santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos, con los
brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en el camino de la santidad. Vivamos con alegría
nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y
para los otros.

No una organización ni una programación perfecta, sino “paz y alegría” son el signo de la presencia
de Dios en la Iglesia. Esto fue lo que dijo el papa Francisco la mañana del lunes en la misa
celebrada en Santa Marta.
Comentando las lecturas del día, explicó que los discípulos fueron entusiastas, preparaban
programas, planes para la futura organización de la Iglesia naciente, discutían sobre quién era el
más grande e impedían hacer el bien en el nombre de Jesús a los que no pertenecían a su grupo.
Pero Jesús los sorprende, moviendo el centro de la discusión sobre la organización a los niños:
"Porque el que sea el más pequeño entre todos ustedes --les dijo Jesús-- es el más grande!". Así,
indica el papa, en la lectura del profeta Zacarías se habla de los signos de la presencia de Dios: no
"una buena organización" ni "un gobierno que avanza, todo limpio y perfecto", sino de los ancianos
que habitan en las calles y de los niños que juegan.
El riesgo es descartar tanto a los ancianos como a los niños. Y dura es la advertencia de Jesús hacia
los que escandalizan a los más pequeños: "El futuro de un pueblo está aquí, en los ancianos y en los
niños. ¡Un pueblo que no se ocupa de sus ancianos y de sus niños no tienen futuro, porque no tendrá
memoria y no tendrá promesa! ¡Los ancianos y los niños son el futuro de un pueblo! ¿Cuánto es
común dejarlos de lado, no? A los niños, tranquilizarlos con un caramelo, con un juego: ‘Hazlo ,
hazlo, vamos, vamos’. Y al anciano no le permiten que hable, prescinden de su consejo: "Son
viejos, pobres...".
Los discípulos no comprendían: "Lo entiendo, los discípulos --dijo el papa-- querían eficacia,
querían que la Iglesia siga adelante sin problemas y esto puede convertirse en una tentación para la
Iglesia: ¡la Iglesia del funcionalismo! ¡La Iglesia bien organizada! ¡Todo bien pero sin memoria y
sin promesa! Esta Iglesia así, no avanzará: será la Iglesia de la lucha por el poder, será la Iglesia de
los celos entre los bautizados, y muchas otras cosas que están allí cuando no hay memoria ni
promesa".
Por lo tanto, la "vitalidad de la Iglesia" no está dada por los documentos y reuniones "para planificar
y hacer bien las cosas": estas son realidades necesarias, pero no son "el signo de la presencia de
Dios":
"El signo de la presencia de Dios es ésto, así dice el Señor: 'Los ancianos y las ancianas se sentarán
de nuevo en las plazas de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano, a causa de sus muchos
años. Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas, que jugarán en ellas'.
El juego nos hace pensar en la alegría: es la alegría del Señor. Y estos ancianos, sentados con un
bastón en la mano, calmados, nos recuerdan la paz. Paz y alegría: ¡este es el aire de la Iglesia!".
El santo padre esta mañana a las 10.30, ha celebrado la eucaristía por la Jornada de los Catequistas,
en ocasión del Año de la Fe, en la plaza de San Pedro. Publicamos a continuación la homilía:
1. «¡Ay de los que se fían de Sión,... acostados en lechos de marfil!» (Am 6,1.4); comen, beben,
cantan, se divierten y no se preocupan por los problemas de los demás.
Son duras estas palabras del profeta Amós, pero nos advierten de un peligro que todos corremos.
¿Qué es lo que denuncia este mensajero de Dios, lo que pone ante los ojos de sus contemporáneos y
también ante los nuestros? El riesgo de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida
y en el corazón, de concentrarnos en nuestro bienestar. Es la misma experiencia del rico del
Evangelio, vestido con ropas lujosas y banqueteando cada día en abundancia; esto era importante
para él. ¿Y el pobre que estaba a su puerta y no tenía para comer? No era asunto suyo, no tenía que
ver con él. Si las cosas, el dinero, lo mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se
apoderan de nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres: mirad bien, el rico del
Evangelio no tiene nombre, es simplemente «un rico». Las cosas, lo que posee, son su rostro, no
tiene otro.
Pero intentemos preguntarnos: ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo es posible que los hombres, tal vez
también nosotros, caigamos en el peligro de encerrarnos, de poner nuestra seguridad en las cosas,
que al final nos roban el rostro, nuestro rostro humano? Esto sucede cuando perdemos la memoria
de Dios. 'Ay de los que se fían de Sion', decía el profeta. Si falta la memoria de Dios, todo queda
comprimido en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás, pierden consistencia, ya no
cuentan nada, todo se reduce a una sola dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios,
también nosotros perdemos la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro
rostro como el rico del Evangelio. Quien corre en pos de la nada, él mismo se convierte en nada,
dice otro gran profeta, Jeremías (cf. Jr 2,5). Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no a
imagen y semajanza de las cosas, no de los ídolos.
2. Entonces, mirándoles a ustedes, me pregunto: ¿Quién es el catequista? Es el que custodia y
alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe despertarla en los demás. Qué bello es
esto: hacer memoria de Dios, como la Virgen María que, ante la obra maravillosa de Dios en su
vida, no piensa en el honor, el prestigio, la riqueza, no se cierra en sí misma. Por el contrario, tras
recibir el anuncio del Ángel y haber concebido al Hijo de Dios, ¿qué es lo que hace? Se pone en
camino, va donde su anciana pariente Isabel, también ella encinta, para ayudarla; y al encontrarse
con ella, su primer gesto es hacer memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en su vida, en
la historia de su pueblo, en nuestra historia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha
mirado la humillación de su esclava... su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación» (cf. Lc 1,46.48.50). María tiene memoria de Dios. En este cántico de María está
también la memoria de su historia personal, la historia de Dios con ella, su propia experiencia de fe.
Y así es para cada uno de nosotros, para todo cristiano: la fe contiene precisamente la memoria de la
historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse,
que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su Palabra que inflama el corazón, de sus
obras de salvación con las que nos da la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta. El catequista es
precisamente un cristiano que pone esta memoria al servicio del anuncio; no para exhibirse, no para
hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad. Hablar de transmitir todo
aquello que Dios ha revelado, es decir, la doctrina de su totalidad, sin quitar ni añadir. San Pablo
recomienda a su discípulo y colaborador Timoteo sobre todo una cosa: Acuérdate de Jesucristo,
resucitado de entre los muertos, a quien anuncio y por el que sufro (cf. 2 Tm 2,8-9). Pero el Apóstol
puede decir esto porque él es el primero en acordarse de Cristo, que lo llamó cuando era un
perseguidor de los cristianos, lo conquistó y transformó con su gracia.
El catequista, pues, es un cristiano que lleva consigo la memoria de Dios, se deja guiar por la
memoria de Dios en toda su vida, y la sabe despertar en el corazón de los otros. Esto requiere
esfuerzo. Compromete toda la vida. El mismo Catecismo, ¿qué es sino memoria de Dios, memoria
de su actuar en la historia, de su haberse hecho cercano a nosotros en Cristo, presente en su Palabra,
en los sacramentos, en su Iglesia, en su amor? Queridos catequistas, les pregunto: ¿Somos memoria
de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que despiertan en los demás la memoria de Dios,
que inflama el corazón?
3. «¡Ay de los que se fían de Sión», dice el profeta. ¿Qué camino se ha de seguir para no ser
«superficiales», como los que ponen su confianza en sí mismos y en las cosas, sino hombres y
mujeres de la memoria de Dios? En la segunda Lectura, san Pablo, dirigiéndose de nuevo a
Timoteo, da algunas indicaciones que pueden marcar también el camino del catequista, nuestro
camino: Tender a la justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad, a la paciencia, a la mansedumbre (cf. 1
Tm 6,11).
El catequista es un hombre de la memoria de Dios si tiene una relación constante y vital con él y
con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en él su seguridad; si
es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de «hypomoné», de
paciencia y perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con
serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia.
Pidamos al Señor que todos seamos hombres y mujeres que custodian y alimentan la memoria de
Dios en la propia vida y la saben despertar en el corazón de los demás. Amén.
El papa en la homilía de Santa Marta, haciendo referencia al Evangelio del día en el que Jesús
anuncia a los discípulos su pasión, ha invitado a pedir la gracia de no huir de la Cruz. "El Hijo del
hombre va a ser entregado a las manos de los hombres", a estas palabras de Jesús se ha referido el
papa para decir que "congelan a los discípulos que pensaban en un camino triunfal. Palabras que "se
mantenían misteriosas para ellos porque no entendían el sentido" y "tenían miedo de interrogarlo
sobre este argumento".
En palabras del papa "tenían miedo de la Cruz, tenían miedo de la Cruz. El mismo Pedro, después
de esa confesión solemne en la región de la Cesarea de Felipe, cuando Jesús dice esto otra vez,
reprendía al Señor: '¡No, nunca, Señor! ¡Esto no!' Tenía miedo de la Cruz, pero no solo los
discípulos, no solo Pedro, ¡el mismo Jesús tenía miedo de la Cruz! Él no podía engañarse, Él sabía.
Tanto era el miedo de Jesús que esa tarde del jueves sudó sangre; tanto era el miedo de Jesús que
casi dijo lo mismo que Pedro, casi... 'Padre, aparta de mí este cáliz. ¡Se haga tu voluntad!' ¡Esta era
la diferencia!".
Ha subrayado el papa que la Cruz nos da miedo también en la obra de evangelización, pero está la
"regla" que "el discípulo no es más grande del Maestro. Está la regla que no hay redención sin la
efusión de la sangre", no hay obra apostólica fecunda sin la Cruz.
Por eso Francisco ha afirmado que "quizá nosotros pensamos, cada uno de nosotros puede pensar:
'Y a mí, ¿a mí qué me sucederá? ¿Cómo será mi Cruz?' No sabemos. No sabemos, ¡pero estará!
Debemos pedir la gracia de no huir de la Cruz cuando venga: con miedo ¡eh! ¡Eso es verdad! Eso
nos da miedo. Pero seguir a Jesús termina allí. Me vienen a la mente las últimas palabras que Jesús
ha dicho a Pedro, en esa coronación pontificia en el Tiberiades: '¿me amas? ¡alimenta! ¿me amas?
¡alimenta!.... pero las últimas palabras eran esas: 'te llevarán donde no quieres ir. La promesa de la
Cruz".
Para finalizar su homilía el santo padre lo ha hecho con una oración a María: "muy cercana a Jesús,
en la Cruz, era su madre, su mamá. Quizá hoy, el día que nosotros la rezamos, será bueno pedirle la
gracia no de quitar el miedo - eso debe venir, el miedo de la Cruz... - sino la gracia de no asustarse y
huir de la Cruz. Ella estaba allí y sabe como se debe estar cerca a la Cruz".

El papa Francesco ha desarrollado su homilía en torno a la pregunta que Herodes hace a Jesús. Un
interrogativo, ha dicho el papa "que en realidad se hacen todos los que encuentran a Jesús", una
pregunta "que se puede hacer por curiosidad" o se "puede hacer por seguridad". Así mismo, ha
observado que leyendo el Evangelio vemos que "algunos comienzan a sentir miedo de este hombre,
porque les puede llevar a un conflicto político con los romanos".
Ha añadido que "no se puede conocer a Jesús sin tener problemas. Y yo diría: 'pero si tu quieres
tener un problema, ve por el camino de conocer a Jesús. No uno, ¡tendrás muchos! ¡Pero es el
camino para conocer a Jesús! ¡No se puede conocer a Jesús en primera clase! A Jesús se le conoce
en el andar cotidiano de todos los días. No se puede conocer a Jesús en la tranquilidad, ni si quiera
en la biblioteca... ¡Conocer a Jesús!"
Del mismo modo ha explicado que se puede conocer a Jesús en el catecismo porque éste nos enseña
muchas cosas sobre Jesús. "Debemos estudiarlo, debemos aprenderlo", ha matizado el santo padre.
Así, ha continuado, "conocemos al Hijo de Dios, que ha venido para salvarnos; entendemos toda la
belleza de la historia de la Salvación, del amor del Padre, estudiando el Catecismo". A este punto,
ha preguntado por cuántos han leído el Catecismo de la Iglesia Católica desde que se publicó hace
20 años.
"Sí, se debe conocer a Jesús en el Catecismo. Per no es suficiente conocerlo con la mente: es un
paso", ha proseguido Francisco. Por eso ha afirmado que es necesario conocerlo en el diálogo con
Él, hablando con Él, en la oración, de rodillas. "Si tu no rezas, si tu no hablas con Jesús, no lo
conoces. Tu sabes cosas de Jesús, pero no vas con ese conocimiento que te da el corazón en la
oración", ha dicho Francisco.
Al conocimiento de Jesús a través del catecismo y la oración ha añadido una tercera vía: el
discipulado, "ir con Él, caminar con Él". Por eso, ha matizado Francisco "es necesario conocer a
Jesús con el lenguaje de la acción".
Para concluir ha afirmado que "no se puede conocer a Jesús sin involucrarse con Él, sin apostar la
vida por Él. Cuando tanta gente - también nosotros - se hace esta pregunta '¿quién es este?' la
Palabra de Dios nos responde: '¿tú quieres conocer quién es este?' A lo que el santo padre ha
respondido: "lee lo que la Iglesia te dice de Él, hablar con Él en la oración y anda su camino con
Él".
La unidad de la Iglesia ha sido el tema central en la catequesis de la audiencia general de hoy
miércoles. Como ya es habitual, una gran multitud de peregrinos llegados de todas las partes del
mundo esperaban al papa Francisco en la plaza de San Pedro. El santo padre ha salido en el jeep
descubierto a las 9.50 y ha recorrido los pasillos para saludar y bendecir a los presentes. Durante
este tiempo, un especial protagonismo tienen los niños, que el papa abrazaba con ternura.
A las 10.30 ha comenzado la catequesis del santo padre en la que ha hablado principalmente sobre
la unidad de la Iglesia. Como ha recordado, aún en la diversidad de culturas, existe una unidad en la
fe, en la esperanza y en la caridad. Del mismo modo que existe unidad en los sacramentos y en el
ministerio, que son los pilares del edificio que es la Iglesia. Francisco ha comparado a la Iglesia con
una familia, que aún estando lejos se siente unida.
Ha interrogado a los presentes sobre si rezamos y tenemos presentes a los cristianos que sufre o que
son perseguidos sintiéndoles como hermanos. Y ha dado cuatro ideas sobre los verdaderos caminos
de la Iglesia: humildad, dulzura, magnanimidad y amor para conservar la unidad.
Como ya lo ha hecho en otras ocasiones ha advertido que el chismerío hace mal a la Iglesia y
aconseja que un cristiano antes de murmurar, debe morderse la lengua, porque de este modo se
hincha y así no se puede hablar.
Para finalizar la catequesis, el obispo de Roma ha recitado algunos versos de la oración de san
Francisco "que allí donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde
haya discordia, ponga yo unión..."

En el «Credo» decimos «Creo en la Iglesia, una», profesamos por lo tanto que la Iglesia es única, y
que esta Iglesia es en sí misma unidad. Pero si miramos a la Iglesia católica en el mundo
descubrimos que abarca a cerca de tres mil diócesis repartidas en todos los continentes: ¡muchas
lenguas, muchas culturas! Aquí están obispos de diferentes culturas, de muchos países. Está el
obispo de Sri Lanka, el obispo de Sudáfrica, un obispo de la India, hay muchos aquí ... Obispos de
América Latina. ¡La Iglesia está dispersa por todo el mundo! Y más aún, las miles de comunidades
católicas constituyen una unidad. ¿Cómo puede suceder esto?
1 . Una respuesta concisa la encontramos en el (Compendio del) Catecismo de la Iglesia Católica,
que afirma: la Iglesia católica extendida en todo el mundo "tiene una sola fe, una sola vida
sacramental, una sucesión apostólica única, una esperanza común, la misma caridad" (n. 161). Es
una hermosa definición, clara, nos orienta bien. Unidad en la fe, en la esperanza, en la caridad;
unidad en los sacramentos, en el Ministerio: son como pilares que apoyan y mantienen unidos el
único gran edificio de la Iglesia.
Dondequiera que vayamos, incluso en la parroquia más pequeña en el último rincón de la tierra, está
la única Iglesia; nosotros estamos en casa, estamos en familia, estamos entre hermanos y hermanas.
¡Y esto es un gran regalo de Dios! La Iglesia es una sola para todos. No hay una iglesia para los
europeos, una para los africanos, una para los americanos, una para los asiáticos, una para los que
viven en Oceanía, no, es la misma en todas partes. Es como en una familia: se puede estar muy
lejos, esparcidos por todo el mundo, pero los profundos lazos que unen a todos los miembros de la
familia permanecen intactos sea la que sea la distancia. Pienso, por ejemplo, en la experiencia de la
Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro: en esa inmensa multitud de jóvenes en la playa
de Copacabana, se podía oír hablar muchos idiomas, se veían rasgos muy diferentes entre sí, se
encontraron diferentes culturas, y sin embargo había una profunda unidad, se formaba una única
Iglesia, se estaba unido y se sentía.
Preguntémonos todos: yo como católico, ¿siento esta unidad? Yo como católico, ¿vivo esta unidad
de la Iglesia? ¿O no me importa, porque estoy encerrado en mi grupo pequeño y en mí mismo?
¿Soy de aquellos que "privatizan" la Iglesia para su propio grupo, su nación, sus amigos? Es triste
encontrar una Iglesia "privatizada" por este egoísmo y esta falta de fe. ¡Es triste! Cuando oigo que
tantos cristianos en el mundo están sufriendo, ¿soy indiferente, o es como si sufriera uno de mi
familia? Cuando pienso u oigo decir que muchos cristianos son perseguidos y hasta dan la vida por
su fe, ¿esto toca mi corazón o no me llega? ¿Estoy abierto a aquel hermano o hermana de la familia
que está dando su vida por Jesucristo? ¿Oramos los unos por los otros? Déjenme preguntarles, pero
no respondan en voz alta, sino solo en el corazón: ¿cuántos de ustedes están orando por los
cristianos que son perseguidos? ¿Cuántos? Cada uno responda en el corazón. ¿Rezo por aquel
hermano, por aquella hermana que está en problemas, por confesar y defender su fe? ¡Lo importante
es mirar más allá de su propio espacio, sentirse Iglesia, una sola familia de Dios!
2. Vayamos un poco más allá y preguntémonos: ¿hay heridas a esta unidad? ¿Podemos herir esta
unidad? Lamentablemente, vemos que en el curso de la historia, incluso ahora, no siempre vivimos
la unidad. A veces surgen malentendidos, conflictos, tensiones, divisiones, que la hieren, y entonces
la Iglesia no tiene el rostro que nos gustaría, no manifiesta el amor, aquello que Dios quiere. ¡Somos
nosotros los que creamos las heridas! Y si nos fijamos en las divisiones que aún existen entre los
cristianos, católicos, ortodoxos, protestantes... sentimos el esfuerzo de mantener plenamente visible
esta unidad. Dios nos da la unidad, pero a menudo tenemos dificultades para vivirla. Hay que
buscar, construir comunión, educar a la comunión, a superar malentendidos y divisiones,
comenzando por la familia, desde las realidades eclesiales, también en el diálogo ecuménico.
Nuestro mundo necesita unidad, es un momento en el que todos necesitamos unidad, tenemos
necesidad de reconciliación, de comunión y la Iglesia es la Casa de la comunión. San Pablo decía a
los cristianos de Éfeso: "Los exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que vivan de una manera
digna de la vocación con que han sido llamados, con toda humildad , mansedumbre y paciencia,
soportándose unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz" (4, 1-3 ).
¡Humildad, dulzura, nobleza, amor para mantener la unidad! Estos son los caminos, los verdaderos
caminos de la Iglesia. Escuchémoslo una vez más. Humildad contra la vanidad, contra el orgullo;
humildad, mansedumbre, paciencia, amor para mantener la unidad. Y Pablo continuaba: un solo
cuerpo, el de Cristo que recibimos en la Eucaristía; un solo Espíritu, el Espíritu Santo que anima y
continuamente recrea la Iglesia; una sola esperanza, la vida eterna; una sola fe, un solo bautismo, un
solo Dios, Padre de todos (cf. vv. 4-6). ¡La riqueza de lo que nos une! Y esta es la verdadera
riqueza: lo que nos une, no lo que nos divide. ¡Esta es la riqueza de la Iglesia! Que cada uno se
pregunte hoy: ¿hago crecer la unidad en la familia, en la parroquia, en la comunidad, o soy un
hablador, una habladora. ¿Soy motivo de división, de malestar? ¡Ustedes no saben el mal que le
hace a la Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, el chisme! ¡Hacen daño! Los chismes hacen
daño. ¡Un cristiano antes de chismear tiene que morderse la lengua! ¿Sí o no? Morderse la lengua:
esto nos hará bien, porque la lengua se hincha y no pueden hablar y no pueden chismear. ¿Tengo la
humildad de recomponer con paciencia, con sacrificio, las heridas a la comunión?
3. Finalmente, un último paso más en profundidad. Y, esta es una buena pregunta: ¿quién es el
motor de esta unidad de la Iglesia? Lo es el Espíritu Santo que todos hemos recibido en el Bautismo
y también en el sacramento de la Confirmación. Es el Espíritu Santo. Nuestra unidad no es
principalmente el resultado de nuestro acuerdo, o de la democracia dentro de la Iglesia, o de nuestro
esfuerzo para estar de acuerdo, sino que viene de Él que hace la unidad en la diversidad, porque el
Espíritu Santo es armonía, siempre crea la armonía en la Iglesia. Es una unidad armoniosa en medio
de tanta diversidad de culturas, lenguas y pensamiento. Y el Espíritu Santo es el motor. Por esta
razón, es importante la oración, que es el alma de nuestro compromiso de hombres y mujeres de
comunión, de unidad. La oración al Espíritu Santo, para que venga y realice la unidad en la Iglesia.
Pidamos al Señor: Señor, concédenos estar cada vez más unidos, de no ser nunca instrumentos de
división; haz que nos comprometamos, como dice una bella oración franciscana, en llevar el amor
donde haya odio, a llevar el perdón donde haya una ofensa, a llevar la unión donde hay discordia.
Que así sea.

Jesús nos espera siempre, esta es la humildad de Dios. Es lo que dijo el papa Francisco en la misa
de esta mañana en la Casa Santa Marta. El papa, quien se inspiró en el salmo "Vamos alegres a la
casa del Señor", subrayó que el sacramento no es un ritual mágico, sino un encuentro con Jesús, que
nos acompaña en la vida.
El papa Francisco se inspiró en el salmo de hoy, recitado después de la primera lectura, para
detenerse sobre la presencia del Señor en nuestra vida. Una presencia que acompaña. En la historia
del Pueblo de Dios, observó el papa, hay "buenos momentos que dan alegría", y también momentos
malos "de dolor, de martirio, de pecado":
"Y sea en los momentos malos, como en los buenos tiempos, una cosa es siempre la misma: ¡el
Señor está allí, nunca abandona a su pueblo! Porque el Señor, aquel día del pecado, del primer
pecado, ha tomado una decisión, hizo una elección: hacer historia con su pueblo. Y Dios, que no
tiene historia, porque es eterno, ha querido hacer historia, caminar cerca de su pueblo. Pero más
aún: convertirse en uno de nosotros, y como uno de nosotros, caminar con nosotros, en Jesús. Y esto
nos habla de la humildad de Dios".
He aquí, pues, que la grandeza de Dios --añadió, es su humildad: "Ha querido caminar con su
pueblo". Y cuando su pueblo "se alejaba de Él por el pecado, con la idolatría", "Él estaba allí"
esperando. Y también Jesús –continuó, viene con "esta actitud de humildad”. Él quiere "caminar
con el pueblo de Dios, caminar con los pecadores; incluso caminar con los soberbios". El Señor,
dijo, ha hecho mucho "para ayudar a estos corazones soberbios de los fariseos":
"Humildad. Dios siempre está listo. Dios está a nuestro lado, Dios camina con nosotros, es humilde,
siempre nos espera. Jesús siempre nos espera. Esta es la humildad de Dios. Y la Iglesia canta con
alegría esta humildad de Dios que nos acompaña, como lo hicimos con el Salmo. "Vamos alegres a
la casa del Señor': vamos con alegría porque Él nos acompaña, Él está con nosotros. Y el Señor
Jesús, incluso en nuestra vida personal nos acompaña: con los sacramentos. El sacramento no es un
ritual de magia: se trata de un encuentro con Jesucristo, nos encontramos con el Señor. Es Él quien
está al lado de nosotros y nos acompaña".
Jesús se hace "compañero de camino". "También el Espíritu Santo –añadió, nos acompaña y nos
enseña todo lo que no sabemos, en el corazón" y "nos recuerda todo lo que Jesús nos enseñó". Y así
"nos hace sentir la belleza del buen camino".
"Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo -dijo el papa Francisco, son compañeros de camino, hacen la
historia con nosotros".
Y esto --continuó, la Iglesia lo celebra "con gran alegría, incluso en la Eucaristía", con la "cuarta
oración eucarística", donde "se canta el amor tan grande de Dios que ha querido ser humilde, que ha
querido ser compañero de viaje de todos nosotros, que ha querido también Él hacerse historia con
nosotros".
"Y si Él entró en nuestra Historia, entremos también nosotros un poco en la historia de Dios, o por
lo menos pidámosle la gracia de dejar escribir nuestra historia por Él: que Él escriba nuestra
historia. Es algo seguro".

“Una mirada que lleva a crecer, a ir adelante; que alienta porque hace sentir que Él te quiere”; que
da el valor necesario para seguirle.
Precisamente como ocurrió para el recaudador de impuestos que se convirtió en su discípulo: “Para
mí es un poco difícil entender cómo Mateo pudo oír la voz de Jesús”, que en medio de muchísima
gente dice “sígueme”. Es más, el obispo de Roma no está seguro de que el llamado haya oído la voz
del Nazareno, pero tiene la certeza de que “sintió en su corazón la mirada de Jesús que le
contemplaba. Y aquella mirada es también un rostro” que le cambió la vida. "Nosotros decimos: le
convirtió”. Después hay otra acción descrita en la escena: “En cuanto oyó en su corazón aquella
mirada, él se levantó y lo siguió”. Por esto el santo padre hizo notar que “la mirada de Jesús nos
levanta siempre; nos eleva”, nos alza; nunca nos “deja ahí” donde estábamos antes de encontrarle.
Ni tampoco quita algo: “Nunca te abaja, nunca te humilla, te invita a alzarte”, y haciendo oír su
amor da el valor necesario para poderle seguir.
He aquí entonces el interrogante que pone el santo padre: “Pero ¿cómo era esta mirada de Jesús?”.
La respuesta es: “No era una mirada mágica”, porque Cristo “no era un especialista en hipnosis”,
sino algo muy distinto. Basta pensar en “cómo miraba a los enfermos y los curaba” o en “cómo
miraba a la multitud que le conmovía, porque la sentía como ovejas sin pastor”. Y el santo padre
explica que para tener una respuesta al interrogante inicial es necesario reflexionar no sólo en
“cómo miraba Jesús”, sino también en “cómo se sentían mirados” los destinatarios de aquellas
miradas. Porque, explicó, “Jesús miraba a cada uno” y “cada uno se sentía mirado por Él”, como si
llamara a cada uno por su proprio nombre.
Por esto la mirada de Cristo “cambia la vida”. A todos y en toda situación. También -añadió el Papa
Francisco- en los momentos de dificultad y de desconfianza. Como cuando pregunta a sus
discípulos: ¿también vosotros queréis iros? Lo hace mirándoles “a los ojos y ellos han recibido el
aliento para decir: no, vamos contigo”; o como cuando Pedro, tras haber renegado de Él, encontró
de nuevo la mirada de Jesús “que le cambió el corazón y le llevó a llorar con tanta amargura: una
mirada que cambiaba todo”. Y finalmente está “la última mirada de Jesús”, aquella con la que,
desde lo alto de la cruz, “miró a su mamá, miró al discípulo”: con aquella mirada “nos dijo que su
mamá era la nuestra: y la Iglesia es madre”. Por este motivo “nos hará bien pensar, orar sobre esta
mirada de Jesús y también dejarnos mirar por Él”.
El papa Francisco volvió a la escena evangélica, que prosigue con Jesús sentado a la mesa con
publicanos y pecadores. “Se corrió la voz y toda la sociedad, pero no la sociedad 'limpia', se sintió
invitada a aquel almuerzo”, comentó el santo padre, porque “Jesús les había mirado y esa mirada
sobre ellos fue como un soplo sobre las brasas; sintieron que había fuego dentro”; y experimentaron
también “que Jesús les hacía subir”, les alzaba, “les devolvía a la dignidad”, porque “la mirada de
Jesús siempre nos hace dignos, nos da dignidad”.
Y el papa identificó una última característica en la mirada de Jesús: la generosidad. Es un maestro
que come con la suciedad de la ciudad, pero que sabe también cómo “bajo aquella suciedad estaban
las brasas del deseo de Dios”, deseosas de que alguno las “ayudara a prenderse fuego”. Y esto es lo
que hace precisamente “la mirada de Jesús”: entonces como hoy. “Creo que todos nosotros en la
vida -dijo el Papa Francisco- hemos sentido esta mirada y no una, sino muchas veces. Tal vez en la
persona de un sacerdote que nos enseñaba doctrina o nos perdonaba los pecados, tal vez en la ayuda
de personas amigas”. Y sobre todo “todos nosotros nos encontraremos ante esa mirada, esa mirada
maravillosa”. Por esto vayamos “adelante en la vida, en la certeza de que Él nos mira y nos espera
para mirarnos definitivamente. Y esa última mirada de Jesús sobre nuestra vida será para siempre,
será eterna”. Para hacerlo se puede pedir ayuda en la oración a todos “los santos que fueron mirados
por Jesús”, a fin de que “nos preparen para dejarnos mirar en la vida y nos preparen también para
esa última mirada de Jesús”.

Francisco ha reflexionado sobre la situación paradójica de la profesión médica. Por un lado, ha


explicado, están los progresos de la medicina y por otro el peligro de que el médico pierda la propia
identidad de servidor de la vida. Lo ha dicho durante la audiencia esta mañana a los ginecólogos
católicos que participan en el Encuentro de la Federación Internacional de las Asociaciones de
Médicos Católicos.
Esta situación paradójica, explica el santo padre "se ve en el hecho de que mientras se les da nuevos
derechos a las personas, a veces incluso presuntos, no siempre se protege la vida como un valor
primario y el derecho básico de todos los hombres. El objetivo final del médico siempre es la
defensa y promoción de la vida”.
El este contexto contradictorio, el papa también ha querido señalar que la Iglesia hace un
llamamiento a las conciencias de todos los profesionales y voluntario sanitarios. Por eso el santo
padre ha hablado de la cultura del descarte, "que hoy esclaviza los corazones y las mentes de
muchos, tiene un costo muy alto: requiere que se eliminen seres humanos, sobre todo si son
físicamente y socialmente más débiles ". Y el papa ha afirmado que "nuestra respuesta a esta
mentalidad" es un sí, decidido y sin vacilación, a la vida".
Del mismo modo ha señalado que "las cosas tienen un precio y son vendibles, pero las personas
tienen una dignidad" y por eso, ha continuado, "la atención a la vida humana en su totalidad se ha
convertido en los últimos tiempos en un verdadera y propia prioridad del Magisterio de la Iglesia,
particularmente en favor de los más indefensos".
Al respecto, Francisco recuerda que "en el ser humano frágil todos nosotros debemos reconocer el
rostro del Señor". Y añade "cada niño no nacido, sino condenado injustamente a ser abortado, tiene
el rostro del Señor, que antes incluso de nacer, y después apenas nacido ha experimentado el
rechazo del mundo. Y cada anciano, también enfermo o al final de sus días, lleva en sí el rostro de
Cristo. ¡No se pueden descartar!", ha advertido el papa.
El tercer aspecto en el que insistió fue el de dar testimonio y difusión de “la cultura de la vida”. A
los presentes les ha animado con las siguientes palabras: "Ser católicos implica una mayor
responsabilidad: ante todo hacia uno mismo, por el esfuerzo de coherencia con la vocación
cristiana; y luego a la cultura contemporánea, en la necesidad de ayudar a reconocer la dimensión
trascendente de la vida humana, la huella de la labor creativa de Dios, desde el primer instante de su
concepción". Y les ha recordado que "El Señor cuenta con vosotros para difundir "el evangelio de la
vida".
Concluyendo su discurso, el obispo de Roma les ha indicado que "vosotros estáis llamados a
ocuparos de la vida humana en su fase inicial, recordad a todos, con hechos y con las palabras, que
esta es siempre, en todas las fases y en todas las edades, sagrada y siempre de calidad. ¡Y no por ser
un discurso de fe, sino de razón y de ciencia!"
Así mismo, recuerda que "no existe una vida humana más sagrada que otra, como no existe una
vida humana cualitativamente más significativa que otra, La credibilidad de un sistema sanitario no
se mide solo por la eficiencia, sino sobre todo por la atención y el amor hacia las personas, cuya
vida es siempre sagrada e inviolable".

Hoy vuelvo a la imagen de la Iglesia como madre. Me gusta mucho esta imagen de la Iglesia como
madre. Es por eso que he querido volver a ella, porque me parece que esta imagen nos dice no sólo
cómo es la Iglesia, sino también cuál es el rostro que debería tener cada vez más la Iglesia, nuestra
Madre Iglesia.
Permítanme destacar tres cosas, siempre viendo a nuestras madres, a todo lo que hacen, cómo
viven, lo que sufren por sus hijos, continuando con lo que dije el miércoles pasado. Me pregunto:
¿qué hace una madre?
1. En primer lugar, nos enseña a caminar por la vida, nos enseña a ir bien por la vida, sabe cómo
orientar a los niños, busca siempre de mostrar el camino correcto en la vida para crecer y
convertirse en adultos. Y lo hace con cariño, siempre con amor, incluso cuando trata de enderezar
nuestro camino porque nos desviamos un poco en la vida o tomamos rumbos que conducen hacia un
acantilado. Una madre sabe lo que es importante para que un niño camine bien en la vida, y no lo ha
aprendido de los libros, sino que lo aprendió del propio corazón. ¡La Universidad de las madres es
su propio corazón! Allí aprenden cómo sacar adelante a sus propios hijos.
La Iglesia hace lo mismo: orienta nuestra vida, nos da lecciones para caminar bien. Pensemos en los
Diez Mandamientos: nos indican un camino que es necesario recorrer, para madurar, tener algunos
puntos fijos en la forma en que nos comportamos. Y son el resultado de la ternura, del amor mismo
de Dios, que nos lo ha donado. Ustedes me pueden decir: ¡pero son mandatos! Son un conjunto de
¡"no"!
Me gustaría invitarlos a leerlos --tal vez los han olvidado un poco--, y luego pensarlos en positivo.
Verán que se relacionan con la forma en que nos comportamos en relación a Dios, con nosotros
mismos y con los demás, justamente lo que nos enseña una madre para vivir bien. Nos invitan a no
hacernos ídolos materiales que luego nos esclavizan, a recordarnos de Dios, a respetar a los padres,
a ser honestos, a respetarnos unos a otros... Traten de verlos así, y considerarlos como si fueran las
palabras, las enseñanzas que da la madre para ir bien en la vida. Una madre nunca enseña lo que es
malo, lo único que quiere es el bien de los hijos, y así también lo hace la Iglesia.
2 . Me gustaría decirles una segunda cosa: cuando un niño crece, se convierte en un adulto, toma su
camino, se asume sus responsabilidades, camina con sus piernas, hace lo que quiere y, a veces,
también sucede que se sale del camino, ocurre algún accidente. La mamá siempre, en todas las
situaciones, tiene la paciencia para seguir acompañando a sus hijos. Lo que la impulsa es el poder
del amor; una madre sabe cómo seguir con discreción, con ternura el camino de los hijos, e incluso
cuando se equivocan siempre encuentra la manera de entender, para estar cerca, para ayudar.
Nosotros, en mi tierra, se dice que una madre sabe "dar la cara". ¿Qué quiere decir esto? Esto
significa que una madre sabe "poner la cara" por los propios hijos, por lo que está lista a
defenderlos siempre.
Pienso en las madres que sufren por sus hijos en la cárcel o en situaciones difíciles: no preguntan si
son culpables o no, siguen amándolos aunque a menudo sufran la humillación, pero no tienen
miedo, no dejan de entregarse.
La Iglesia es así, es una madre misericordiosa, que entiende, que siempre trata de ayudar, de alentar
incluso a sus hijos que estaban equivocados; no cierra jamás las puertas de la casa; no juzga, sino
que ofrece el perdón de Dios, ofrece su amor que invita a retomar el camino, incluso a aquellos
hijos que han caído en un profundo abismo, la Iglesia no tiene miedo de entrar en su noche para
darles esperanza; ¡la Iglesia no tiene miedo de entrar en nuestra noche, en la oscuridad del alma y
de la conciencia, para darnos esperanza! ¡Porque la Iglesia es madre!
3 . Una última reflexión. Una madre sabe también pedir, tocar todas las puertas para sus hijos, sin
calcular, y lo hace con amor. Y pienso en cómo las madres saben también, y por encima de todo
¡tocar a la puerta del corazón de Dios! Las madres rezan mucho por sus hijos, especialmente por los
más débiles, por los que más lo necesitan, por los que en la vida han seguido caminos peligrosos o
equivocados. Hace unas semanas, he celebrado en la iglesia de San Agustín, aquí en Roma, donde
se conservan las reliquias de su madre, santa Mónica. ¡Cuántas oraciones ha elevado a Dios esa
santa madre por su hijo, y cuántas lágrimas ha derramado! Pienso en ustedes, queridas madres:
¡cuánto rezan por sus hijos, sin cansarse! Continúen orando, ¡a confiar a sus hijos a Dios: Él tiene
un gran corazón! Llamen a la puerta del corazón de Dios con la oración por los niños.
Y lo mismo ocurre con la Iglesia: pone en las manos del Señor, con la oración, todas las situaciones
de sus hijos. Confiamos en el poder de la oración de la Madre Iglesia: el Señor no permanece
insensible. Siempre sabe cómo sorprendernos cuando menos lo esperamos. ¡La Madre Iglesia lo
sabe!
Estos eran los pensamientos que quería decirles hoy: veamos en la Iglesia a una buena madre que
nos muestra el camino a seguir en la vida, que sabe ser siempre paciente, compasiva,
misericordiosa, y que sabe cómo ponernos en las manos de Dios.

Una síntesis del cristianismo


Hizo ver a los fieles, algunos de los cuales lo escuchaban en medio de la Plaza de San Pedro bajo la
lluvia, que en estas parábolas de la misericordia está resumido todo el evangelio. "¡Aquí está todo el
Cristianismo!", dijo emocionado.
Advirtió que no estamos ante una “ostentación de buenos sentimientos”, sino por el contrario, "la
misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del 'cáncer' que es el
pecado, el mal moral, el mal espiritual".
Fue más allá cuando dijo que "solo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre
en el corazón y en la historia". Porque para Francisco, "Jesús es todo misericordia (y) cada uno de
nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida, cada uno de nosotros es ese hijo que ha
desperdiciado su propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y lo ha perdido
todo".
El padre amoroso
Con el fin de profundizar sobre este mensaje que caracteriza ya su pontificado, el papa recordó que
Dios no nos olvida, "el Padre no nos abandona jamás (..) es un Padre paciente, nos espera siempre".
Si bien respeta nuestra libertad --continuó, "permanece siempre fiel, y cuando volvemos a Él, nos
acoge como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con
amor".
"Y su corazón está de fiesta por cada hijo que vuelve, porque Dios tiene esta alegría, cuando uno de
nosotros, pecadores, va a Él y pide su perdón", aseguró.
En referencia a la parábola del Hijo Pródigo, el Catequista universal insistió en que a veces se cae
en las actitudes del hermano mayor del relato, quien, igual que muchos cristianos "presumimos que
somos justos, y juzgamos a los demás; juzgamos también a Dios, porque pensamos que debería
castigar a los pecadores, condenarlos a muerte, en lugar de perdonar".
Amar siempre
Porque para el papa, "si en nuestro corazón no hay misericordia, la alegría del perdón, no estamos
en comunión con Dios, incluso si observamos todos los preceptos; porque es el amor el que salva,
no la sola práctica de los preceptos. Es el amor por Dios y por el prójimo lo que da cumplimiento a
todos los mandamientos".
Finalmente, recomendó no vivir según la ley del 'ojo por ojo, diente por diente', porque jamás se
sale de la espiral del mal.
"El Maligno es astuto, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos salvarnos y salvar
al mundo (cuando) el acto supremo de justicia es precisamente también el acto supremo de
misericordia", enseñó Francisco, quien en varios momentos de su reflexión se salió del texto
previsto, dándole calidez y cercanía a sus palabras.
Antes de terminar, comprometió a todos a rezar "por quienes estamos enojados y que no queremos".
Invitó a pensar en "esa persona", y creó una pausa de silencio durante la cual él y todos los oyentes
rezaron por sus enemigos, con quienes pidió tener misericordia siempre.

En la Liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las tres parábolas
de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y después la más amplia de todas
las parábolas, típica de san Lucas, la del padre de los dos hijos, el hijo “pródigo” y el hijo que se
cree justo. Que se cree santo.
Todas estas tres parábolas hablan de la alegría de Dios. Dios es gozoso, es interesante esto, Dios es
gozoso, y ¿cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de Dios es
perdonar! Es la alegría de un pastor que encuentra a su ovejita; la alegría de una mujer que
encuentra su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a recibir en casa al hijo que se había
perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida. Ha vuelto a casa.
¡Aquí está todo el Evangelio, aquí, eh, aquí está todo el Evangelio, está el Cristianismo! ¡Pero miren
que no es sentimiento, no es “ostentación de buenos sentimientos”! Al contrario, la misericordia es
la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el mal
moral, el mal espiritual. Sólo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en el
corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto. Y ésta es la alegría de Dios.
Jesús es todo misericordia, Jesús es todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de nosotros, cada
uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdida, cada uno de nosotros es ese hijo que ha
desperdiciado su propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo.
Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos abandona jamás. Pero es un Padre paciente, nos espera
siempre. Respeta nuestra libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge
como hijos, en su casa, porque no deja jamás, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor.
Y su corazón está de fiesta por cada hijo que vuelve. Está de fiesta porque es alegría. Dios tiene esta
alegría, cuando uno de nosotros, pecadores, va a Él y pide su perdón.
¿Cuál es el peligro? Es que nosotros presumimos que somos justos, y juzgamos a los demás.
Juzgamos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarlos a
muerte, en lugar de perdonar. ¡Entonces sí que corremos el riesgo de permanecer fuera de la casa
del Padre! Como ese hermano mayor de la parábola, que en lugar de estar contento porque su
hermano ha vuelto, se enoja con el padre que lo ha recibido y hace fiesta. Si en nuestro corazón no
hay misericordia, la alegría del perdón, no estamos en comunión con Dios, incluso si observamos
todos los preceptos, porque es el amor el que salva, no la sola práctica de los preceptos. Es el amor
por Dios y por el prójimo lo que da cumplimiento a todos los mandamientos. Y esto es el amor de
Dios, su alegría, perdonar. Nos espera siempre. Quizá alguien tiene en su corazón algo grave, pero
he hecho esto, he hecho aquello, Él te espera, Él es Padre. Siempre nos espera.
Si nosotros vivimos según la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, jamás salimos de la espiral del
mal. El Maligno es astuto, y nos hace creer que con nuestra justicia humana podemos salvarnos y
salvar al mundo. En realidad, ¡sólo la justicia de Dios nos puede salvar! Y la justicia de Dios se ha
revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero
cómo nos juzga Dios? ¡Dando la vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha
vencido de una vez para siempre al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de justicia es
precisamente también el acto supremo de misericordia. Jesús nos llama a todos a seguir este
camino: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc. 6, 36).
Yo les pido una cosa ahora. En silencio, todos, pensemos, cada uno piense en una persona con la
que no estamos bien, con la cual estamos enojados y que no la queremos. Pensemos en esa persona
y en silencio en este momento oremos por esta persona. Y seamos misericordiosos con esta persona.
Invoquemos ahora la intercesión de Maria Mater Misericordiae.

El misterio de la Cruz es un gran misterio para los seres humanos, al cual solo puede aproximarse
en la oración y en las lágrimas: esto es lo que ha dicho la mañana del sábado el papa durante la misa
celebrada en Santa Marta, el día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz .
En el misterio de la Cruz --dijo el papa en la homilía--, encontramos la historia del hombre y la
historia de Dios, sintetizados por los Padres de la Iglesia en la comparación entre el árbol del
conocimiento del bien y del mal, en el Paraíso, y el árbol de la Cruz:
"Ese árbol había hecho tanto mal y este árbol nos lleva a la salvación, a la salud. Perdona aquel mal.
Este es el camino de la historia del hombre: un camino para encontrar a Jesucristo, el Redentor, que
da la vida por amor. En efecto, Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo se salve por medio de Él. Este árbol de la Cruz nos salva, a todos nosotros, de las
consecuencias de ese otro árbol, donde comenzó la autosuficiencia, el orgullo, la soberbia de querer
conocer –nosotros--, todo, según nuestra mentalidad, de acuerdo con nuestros criterios, incluso de
acuerdo a la presunción de ser y de llegar a ser los únicos jueces del mundo. Esta es la historia del
hombre: desde un árbol a otro".
En la cruz está también "la historia de Dios" --dijo el papa Francisco-- "para que podamos decir que
Dios tiene una historia”. Es un hecho que, "Dios ha querido asumir nuestra historia y caminar con
nosotros": se ha abajado haciéndose hombre, mientras nosotros queremos alzarnos, y tomó la
condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte en la Cruz, para levantarnos:
"¡Dios hace este camino por amor! No hay otra explicación: solo el amor hace estas cosas. Hoy
miramos la Cruz, historia del hombre e historia de Dios. Miremos esta Cruz, donde se puede probar
aquella miel de aloe, aquella miel amarga, la dulzura amarga del sacrificio de Jesús. Pero este
misterio es tan grande, que nosotros solos no somos capaces de ver bien este misterio, no tanto para
entender --sí, entender..., sino sentir profundamente la salvación de este misterio. En primer lugar, el
misterio de la Cruz. Solo se puede entender un poco de rodillas, en la oración, pero también a través
de las lágrimas: son las lágrimas las que nos acercan a este misterio".
"Sin llorar, un llanto en el corazón –enfatizó Francisco--, no se podrá “jamás comprender este
misterio". Y "el llanto del arrepentido, el llanto del hermano y de la hermana que ven tanta miseria
humana" y la ven en Jesús, pero "de rodillas y llorando" y "nunca solos, nunca solos!".
"Para entrar en este misterio, que no es un laberinto pero se parece un poco, siempre tenemos
necesidad de la Madre, de la mano de la mamá. Que ella, María, nos haga escuchar cuán grande y
cuán humilde es este misterio; tan dulce como la miel y tan amargo como el aloe. Que sea ella la
que nos acompañe en este viaje, no puede hacerlo nadie más que nosotros mismos. ¡Alguien debería
hacerlo! Con la madre, llorando y de rodillas" .
“La humanidad sufriente" de Jesús y la "dulzura" de María. Estos son los dos "polos" que el
cristiano debe observar para vivir lo que pide el Evangelio. Así lo afirmó el papa Francisco este
jueves durante la homilía de la misa celebrada en la Casa Santa Marta.
El Evangelio es exigente, le pide "cosas fuertes" a un cristiano: la capacidad de perdonar, la
magnanimidad, el amor a los enemigos... Solo hay una manera de ser capaz de ponerlo en práctica:
"meditar en la Pasión, la humanidad de Jesús” e imitar el comportamiento de su Madre.
Y es justamente a la Virgen, de quien hoy la Iglesia celebra el "Santo Nombre", el papa Francisco
ha dedicado el primer pensamiento de la homilía. Un tiempo, dijo, la fiesta de hoy se llamaba el
"dulce Nombre de María". Después la definición ha cambiado, "pero en la oración --observó--, se
ha mantenido la dulzura de su nombre":
"Necesitamos hoy de la dulzura de la Virgen para entender estas cosas que Jesús nos pide, ¿verdad?
Debido a que esta son cosas no fáciles de vivir. Amen a sus enemigos, hagan el bien, presten sin
esperar nada... Si alguien te pega en una mejilla, preséntale también la otra, a quien toma tu manto
no le niegues la túnica... Son cosas fuertes, ¿no? Pero todo esto, a su manera, fue experimentado por
la Virgen María: es la gracia de la mansedumbre, la gracia de la apacibilidad".
Incluso san Pablo, en su Carta a los Colosenses de la liturgia del día, invita a los cristianos a
revestirse de "sentimientos de ternura, de bondad, de humildad, de mansedumbre", de tolerancia y
perdón mutuo. Y aquí, comentó el papa Francisco, "nuestra pregunta brota de inmediato: pero,
¿cómo puedo hacer esto?, ¿cómo me preparo para hacerlo?, ¿qué debo estudiar para hacer esto?".
La respuesta, dijo el papa, "es clara": "Nosotros, con nuestro esfuerzo, no podemos hacerlo.
Solamente una gracia puede hacerlo en nosotros". Y esta gracia, agregó, pasa a través de un camino
preciso:
"Piensa sólo en Jesús, si nuestro corazón, si nuestra mente está con Jesús --el ganador, aquel que ha
vencido a la muerte, el pecado, al diablo, a todo-- podremos hacer esto que el mismo Jesús nos pide
y que nos lo pide el apóstol Pablo: la mansedumbre, la humildad, la bondad, la ternura, la dulzura,
la magnanimidad. Si no miramos a Jesús, si no estamos con Jesús no podemos hacer esto. Es una
gracia, es la gracia que proviene de la contemplación de Jesús".
En particular, dijo el santo padre, hay un aspecto particular de la vida de Jesús a la que debe
dirigirse la contemplación del cristiano: su Pasión, su "humanidad sufriente" Y surayó: "Es así que a
partir de la contemplación de Jesús, de nuestra vida escondida con Jesús en Dios, que podemos
llevar adelante estas actitudes, estas virtudes que el Señor nos pide. No hay otra manera".
"Pensar en su silencio manso: este será tu esfuerzo; Él hará el resto; Él hará todo lo que falta. Pero
tienes que hacer lo siguiente: Ocultar tu vida en Dios con Cristo. Esto se hace con la contemplación
de la humanidad de Jesús, de la humanidad doliente. Hay otra manera: no hay ninguna otra. Es la
única. Con el fin de ser buenos cristianos, hay que contemplar la humanidad de Jesús y la
humanidad sufriente. Para dar testimonio, para poder dar este testimonio, hay eso.
Para perdonar, contempla el sufrimiento de Jesús. Para no odiar a tu prójimo contempla el
sufrimiento de Jesús. Para no hablar mal contra el vecino, contempla el sufrimiento de Jesús. El
único. Oculta tu vida con Cristo en Dios: este es el consejo que nos da el Apóstol. Es el consejo para
ser humilde, manso y bueno, generoso, tierno".

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