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La última palabra
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opiniones
Todos sabemos la razón. En la Alcaldía de Bogotá suelen ponerse a prueba los futuros
presidentes de la República. No se podía permitir que alguien que pertenece con firmeza
a la oposición tuviera éxito en el segundo cargo más importante del país. Allí comenzó
una campaña insomne y laboriosa para desprestigiar al alcalde, un esfuerzo vigilante
para buscar su caída. No llevaba un año en el cargo y ya estaba en marcha una campaña
revocatoria, supuestamente por no haber cumplido su programa.
Pero nada despierta más resistencia en ciertos sectores que los intentos de Petro por
abrirle camino a su programa de gobierno. Porque difiere del modelo que se ha venido
aplicando en la ciudad hace mucho tiempo, y aunque la izquierda ha gobernado varias
veces, ninguno de esos alcaldes intentó contrariar el poder de las empresas que manejan
los grandes negocios metropolitanos: no ignoraban la resistencia que están dispuestos a
oponer al que quiera abrir camino a otros intereses de la comunidad.
La decisión de Petro con los servidores del aseo pudo ser una imprudencia, pero no es
un delito. Los grandes empresarios, advertidos de la voluntad de no renovar sus
contratos, resolvieron con toda intención no recoger las basuras, aunque es su deber
legal prestar el servicio hasta el momento en que se los reemplace. No se trataba de
combatir un servicio privado, sino de racionalizar un sistema que debe dar frutos para la
sociedad, cumpliendo la ley que ordena formalizar la labor de los recicladores.
En las ciudades modernas esperamos que salga agua del grifo, pero nunca nos
preguntamos de dónde viene limpia el agua y menos a dónde va después de que hogares
e industrias la contaminan y envilecen. Nos encanta no tener que pensar. Del mismo
modo nos gusta que los bienes de consumo nos lleguen sofisticadamente empacados en
cartones, celofanes y plásticos, pero miramos con desprecio a esos seres anónimos “de
rudas manos y de oscuros nombres”, que a medianoche, para evitar que el mundo se
hunda en un mar de desechos, pasan por las calles reciclando nuestra basura.
A Petro también lo persiguen por pensar en ellos, por recordarnos que les debemos
respeto y gratitud. Y a la maniobra de esas empresas que no quieren perder un negocio
tan jugoso, el procurador, que ha convertido su cargo en un tribunal de arbitrariedades,
no sólo añadió la destitución sino la muerte política del alcalde por 15 años. Su mensaje
para la democracia es que millones de electores se equivocan siempre, pero un
inquisidor iluminado por el rosario y la fe no puede equivocarse jamás.
Es una caricatura infame de la vieja república clerical que nunca acaba de irse, y esa
torpeza despertó la indignación de los ciudadanos, que se lanzaron a las calles a
demostrar que Colombia no es ya el país de Laureano Gómez y de sus cruzadas
intolerantes.
Todos saben que el procurador se excedió porque actúa con espíritu sectario y
fundamentalista. Todos saben que su decisión es un mensaje para los diálogos de La
Habana: que los negociadores sientan que no hay garantías para los que se reinserten,
que la democracia mantiene zonas de sombra con las cuales se puede negar en el
momento oportuno la voluntad ciudadana.
Pero es extraño que muchos que critican la decisión del procurador recomienden, sin
embargo, aceptar dócilmente la arbitrariedad, no poner objeciones, no expresar el
desacuerdo. Muchos han empezado más bien a hacer cuentas alegres con la alcaldía
vacante, y ya una legión de aspirantes hace fila ante la Registraduría.
¿Es esa la democracia que algunos sueñan? Que mientras en el país impere un solo
discurso, el del procurador, el de la vieja dirigencia, el de los empresarios que lo quieren
todo, en el país reina la armonía. Pero cuando aparece una voz disidente, otra manera de
pensar, otro modelo de ciudad deseable; cuando el país sale a las calles a expresar su
voluntad pacíficamente, eso se llama polarización ideológica.
* William Ospina