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Martín Lutero

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Según que se comparta o no su doctrina, Lutero es un apóstol o como


mínimo un profeta para unos, y para otros un hereje renegado.
Destructor de un sinfín de cosas, este hombre de intensas y enérgicas
convicciones representa, con su concepción del hombre como individuo
aislado de Dios, de la historia y del mundo, uno de los pilares sobre los
que se apoya la Edad Moderna. Iniciador de la Reforma (período de dos
siglos de la historia del cristianismo de amplia repercusión europea,
origen de las Iglesias protestantes y de la Contrarreforma), rechazó la
autoridad del papa y debilitó el poder de la Iglesia. La abolición del
purgatorio, de donde las almas eran liberadas con misas, el rechazo de
la doctrina de las indulgencias, que mermaría de manera considerable
los ingresos del papa, y, sobre todo, la doctrina de la predestinación,
que independiza el alma de la acción de los clérigos después de la
muerte (a lo que hay que añadir el reconocimiento de todo príncipe
protestante como jefe de la Iglesia de su país), obligan presentar la
Reforma como una gran revolución de las naciones menos civilizadas
contra el dominio intelectual de Roma.

Martín Lutero

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Martín Luder nació en la noche del 10 al 11 de febrero de 1483 en
Eisleben, en Turingia, región dependiente del electorado de Sajonia.
Andando el tiempo y recién conquistado el título de doctor, Martín
cambiaría el apellido Luder por el de Lutero, derivándolo de Lauter, que
en alemán antiguo significa "claro, límpido, puro". Era el primogénito de
los nueve hijos de Hans Luder, minero, hijo de campesinos y buen
católico, y de Margarethe Ziegler, mujer trabajadora, muy piadosa y
devota, que inculcó en su hijo una piedad tan sombría que dejó en su
alma una profunda tristeza. Ambos progenitores eran de familia pobre y
muy severos.

Al año del nacimiento contrataron al padre en una explotación de minas


de cobre de Mansfeld y la situación de la familia, precaria en extremo,
mejoró un poco, sin llegar a ser en modo alguno boyante. En Mansfeld
recibió Lutero muchas de las palizas que sus padres le propinaban,
aunque, en opinión del propio Lutero, «siempre quisieron mi bien; sus
intenciones para conmigo siempre fueron buenas, procedían del fondo
de su corazón». Por sus cartas sabemos que fue a menudo sometido a
crueles castigos, como una vez que su padre le azotó tan violentamente
que el joven huyó de casa y tardó mucho tiempo en perdonarle en su
corazón, o en otra ocasión en que su madre le golpeó hasta hacerle
sangrar por haberse comido sin permiso una nuez.

El duro trato al que le sometieron lo convertiría, al decir de sus amigos,


en un ser huraño y desconfiado. La escuela, a partir de los seis años, no
lo trató mejor. También del maestro recibió azotes, quince en un día,
según contaría más tarde, ya que «nuestros maestros se portaban con
nosotros como verdugos contra ladrones». A los catorce años dejó
Mansfeld por Magdeburgo para estudiar en la escuela latina, y un año
más tarde abandonó Magdeburgo y se trasladó a Eisenach, a casa de los
abuelos maternos. Allí, en su «ciudad bienamada», recibió sólida
instrucción de un maestro poeta llamado Hans Treborio, que había
sustituido el látigo por las buenas maneras.

El 17 de julio de 1501 se inscribió en la Facultad de Filosofía de la


Universidad de Erfurt, contrariando por primera vez a su padre, que
quería hacerle estudiar leyes. El 29 de septiembre del año siguiente se
licenció como bachiller, primer grado de la universidad, con el número
treinta de una promoción de cincuenta y siete nombres. A los veintidós
años era proclamado maestro de filosofía. Esta vez fue el segundo de
diecisiete y su padre, admirado ante la superioridad de su retoño, dejó
de tutearlo. A partir de ese momento el joven maestro se dedicaría con
tesón al estudio de la teología y con pasión a la Sagrada Escritura.

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El 2 de julio de 1505 Martín Lutero se trasladó de Mansfeld a Erfurt para
ver a su familia. A mitad de camino un rayo cayó a sus pies. El joven,
que era nervioso en extremo y muy sensible, se vio a las puertas de la
muerte, se aterrorizó e invocó a la patrona de los mineros: «Sálvame,
querida santa Ana, y me haré monje», exclamó. Vislumbró entonces en
el cielo una figura fantástica, que por la excitación del momento no logró
identificar. Fue la primera de las visiones que tendría a lo largo de su
vida, en los lugares mas inverosímiles y, a veces, inadecuados. Quince
días más tarde se presentó en el convento de los agustinos de Erfurt
para cumplir su promesa, decisión que irritó de tal manera a su padre
que volvió a tutearlo. Sin el consentimiento paterno, pues, entró en el
convento. Novicio primero con el nombre de Agustín, tomó los votos
definitivos y a los veinticuatro años fue ordenado sacerdote.

Lutero en hábito de monje agustino

Con el objeto de estudiar teología y ocupar una cátedra en una de las


muchas universidades alemanas regidas por los agustinos, en 1508 su
amigo y consejero espiritual Johan von Stanpitz, a la sazón vicario
general de los agustinos, le mandó a la Universidad de Wittenberg para
estudiar un curso sobre la ética aristotélica. En 1509 Lutero obtuvo el
título de Baccalaureus Biblicus, que le concedía el derecho de practicar la
exégesis bíblica públicamente. Joven profesor en la recién creada
Universidad de Wittenberg, pronto daría muestras de gran intemperancia
y osadía en sus manifestaciones, al tiempo que se sentía acuciado en su
intimidad por graves escrúpulos de conciencia y devastadoras
tentaciones.
La forja de un pensamiento

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Por aquel tiempo, un viejo fraile agustino le recomendó la consoladora
lectura de San Pablo, en cuyo estudio se enfrascó ávidamente para
deducir de él las primeras simientes de su dramática disidencia con la
ortodoxia religiosa. En la Epístola a los romanos de San Pablo halló
respuesta a sus angustias sobre la salvación, entendiendo que el hombre
encuentra su justificación en la gracia de Dios, generosamente otorgada
por el Creador con independencia de sus propias obras. Paradójicamente
es en esa poco tranquilizadora idea de que solamente la fe y no los
méritos salvan, doctrina individualista que condena al hombre, en cierto
modo, a una soledad abismada, donde Martín Lutero encuentra una
cierta paz y certidumbre espiritual que le moverá a una irreductible
diatriba con el Vaticano, a templar su turbulento carácter en una batalla
perenne y a fundar la nueva doctrina protestante. Sus enseñanzas
llamaron bien pronto la atención. Comenzó también a predicar; su
elocuencia arrastraba multitudes y le valdría la consideración de ser el
primer predicador de la época. «No daba grandes voces -diría uno de
sus oyentes-, pero su voz era fina y pura tanto en el canto como en la
palabra.»

En 1510, Lutero realizó un viaje a Roma en compañía de otro agustino


para presentar al general de su orden ciertas quejas sobre la estricta
observancia de la regla monástica. El resultado y las impresiones del
viaje no pudieron ser más nefastas para el alma inquieta y rebelde de
Lutero. La consecuencia inmediata fue la de crear en él una definitiva
aversión a Roma, al ambiente de corrupción y relajación del clero
romano, a la decadencia en la que había caído todo el Vaticano y al
exceso de boato y riqueza que ostentaba la Santa Sede, con prelados y
papas más pendientes de los aspectos materiales que de los espirituales.
Contrariado por el espectáculo, Lutero se tornó ácidamente crítico
respecto al espectáculo de degradación que reinaba en la ciudad de los
papas y menos afecto a las obligaciones anejas a su estado.

De regreso a Wittenberg, se doctoró en teología el 18 de octubre de


1512, aunque en su obra demuestra el enorme desapego que sintió por
la filosofía y la teología escolástica imperante en su época. Apenas se
interesó por los grandes pensadores del siglo XIII (Tomás de Aquino,
Buenaventura o Escoto), aunque exploró con apasionada intensidad la
Biblia y algunos escritos de San Agustín. Nombrado también, muy a
pesar suyo, subprior del convento de Wittenberg, Lutero comenzó a
impartir clases en la universidad en las que interpretaba y estudiaba las
Sagradas Escrituras, con especial interés la obra paulina. En esa época
acabó de conformar y pulir la que sería su piedra angular teológica, la
justificación por la fe, según la cual el cristiano se podía salvar no por
sus propios esfuerzos o méritos, sino por el don de la gracia de Dios,
aceptada tan sólo por la fe en Cristo el Salvador.
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Lutero también llegó a otra conclusión igual de importante y
trascendental para el futuro de su reforma: había que someterse por
completo a las Sagradas Escrituras, y rechazar a cualquier otra
interpretación proveniente del exterior. Los Evangelios habían sido
inspirados directamente por Dios; ninguna interpretación podía ser fiable
por sí misma. Sospechar de la autoridad del papa como jefe supremo de
la Iglesia y como persona infalible era el siguiente paso, que Lutero dio
enseguida. Fue entonces cuando transformó su apellido y empezó a
pensar en sí mismo como el «hombre de la Providencia llamado a
iluminar la Iglesia con un gran resplandor». Por el momento tenía poca
influencia. Sólo era, a sus treinta y cuatro años, un elocuente y famoso
profesor de la Universidad de Wittenberg que ocupaba importantes
cargos tanto en el convento como dentro de la orden; pero se sentía
personalmente responsable de la fe sajona.

Venta de indulgencias

Por aquellos años asumió el cargo de vicario de su distrito, lo que


suponía la dirección de once conventos, a lo que había que sumar sus
lecciones en la universidad y el gobierno, la administración económica y
la dirección espiritual de su convento de Wittenberg. Abrumado de
trabajo, llegó incluso a visitar en sólo dos días todos los conventos que
estaban bajo su férula, permaneciendo en uno de ellos escasamente una
hora. Dormía apenas cinco horas sobre una dura tarima, aunque
disfrutaba de los placeres de la mesa con la misma inmoderación que le
caracterizó durante toda su vida. A veces se encerraba en su celda para
rezar siete veces los oficios y suplir de ese modo la negligencia en que
había incurrido durante la semana, acuciado por sus ocupaciones.

La rebelión de las indulgencias

Mientras tanto el papa León X, embarcado en la construcción de la


basílica de San Pedro de Roma, propiciaba con entusiasmo la venta de
indulgencias. Lutero, que ya había empezado a exponer sus ideas

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personales sobre los fundamentos de la fe, se alzó en sus discursos
contra aquella práctica. Escandalizado por lo que consideraba un
envenenamiento y timo espiritual de la gente sencilla, intentó poner
sobre aviso a las autoridades eclesiásticas alemanas, pero, al
encontrarse con el más absoluto de los silencios a todos los niveles,
decidió actuar por su cuenta.

Las noventa y cinco tesis

Inspirado obsesivamente por unas palabras de San Agustín ("lo que la


ley pide, lo consigue la fe"), redactó sus célebres noventa y cinco tesis
contra la venta de indulgencias que clavó con determinación en el sitio
más visible de la ciudad, en la puerta del pórtico de la iglesia de Todos
los Santos de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517. Las incendiarias
tesis, repletas de diatribas y ataques directos a la Iglesia de Roma y al
papa, fueron primero redactadas en latín, para, al poco tiempo, ser
traducidas al alemán y reproducidas por la imprenta, al mismo tiempo
que se difundían con una extraordinaria rapidez gracias a la labor de los
estudiantes.

Fue una declaración de guerra que Roma no podía dejar sin respuesta.
La resonancia del acontecimiento fue enorme a pesar de que Lutero,
desde el púlpito y las aulas, intentó en vano suavizar la situación que
había creado apelando a una doctrina tradicional aceptada en la Iglesia,
según la cual se aceptaba la nulidad de las indulgencias para salvar
almas, ya que dicha prerrogativa sólo le competía a Dios. Los dominicos,
encargados de la Inquisición, denunciaron a Lutero ante Roma, por lo
que éste fue conminado, al año siguiente, a presentarse en la ciudad
eterna para responder de los cargos que se habían formulado en su
contra. Lutero hizo gala de una gran astucia y logró involucrar al poder
político en la disputa pidiendo al príncipe Federico el Sabio, elector de
Sajonia, que intercediera ante el papa para conseguir que el juicio en su
contra se celebrase en suelo alemán, como así sucedió.

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El papa León X

En el mes de octubre de 1518, Lutero acudió a la ciudad de Augsburgo


para discutir su postura con el legado pontificio Cayetano de Vio, quien
tenía en su poder una breve del pontífice León X por la que Lutero debía
retractarse públicamente de sus graves errores o, en caso contrario, ser
llevado a Roma arrestado. Bajo la protección política del príncipe
Federico, Lutero prolongó su discusión con el legado papal cuatro días
sin que ninguna parte cediera en sus respectivas posturas. Y no sólo no
se retractó, sino que protagonizó una pelea a gritos con el cardenal. El
cardenal afirmaría: «No quiero más tratos con ese animal. Tiene unos
ojos que fulminan y unos razonamientos que desconciertan». Lutero
endureció su postura afirmando que la infalibilidad de las Sagradas
Escrituras estaban por encima de la del propio pontífice. Aunque la
ruptura definitiva aún no se produjo, Lutero adoptó a partir de ese
momento una actitud de intransigencia que no se reducía al mero
rechazo de las indulgencias, sino que implicaba algo mucho más grave:
el desacato directo de la autoridad papal.

Tras marchar indemne de Augsburgo, Lutero mandó difundir un


llamamiento bajo el título Del papa mal informado al papa mejor informado, en el
que apelaba a un concilio presidido por el papa para expresar sus ideas
reformistas. Desde su seguro retiro de Wittenberg, Lutero logró reunir
una especie de concilio menor en la ciudad de Leipzig, celebrado entre
los días 27 de junio hasta el 16 de julio de 1519, en el que Lutero afirmó
que aunque el deseado concilio no le diera la razón, no se retractaría, ya
que estaba sometido a la única autoridad legítima, la de las Sagradas
Escrituras.
La respuesta de León X no se hizo esperar. El 15 de junio de 1520, el
papa mandó a Lutero la bula Exsurge Domine por la que le conminaba por

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última vez a retractarse bajo la pena de excomunión. Lutero, tras un
intento baldío por dirigirse al pontífice para que éste celebrase el ansiado
concilio, el 10 de diciembre del mismo año quemó solemnemente la bula
junto con un ejemplar del Corpus Iuris Canonici en presencia de estudiantes
y ciudadanos de Wittenberg, y replicó al papa con el libeloContra la
execrable bula del Anticristo. Con semejante acto, Lutero expresó
simbólicamente su ruptura total con la Iglesia de Roma.

Lutero quema la bula papal

El 3 de enero de 1521, León X redactó la bula Decet Romanum Pontificem,


por la que Lutero era excomulgado definitivamente. Conforme al
Derecho Eclesiástico, la excomunión eclesiástica debía ser ejecutada por
el brazo secular, tarea que recayó sobre el recién elegido emperador,
Carlos V de Alemania y I de España. El emperador aprovechó la reunión
de cortes en la ciudad de Worms, en abril de 1521, para citar a Lutero,
donde se le intimidó para que se retractara, pero el díscolo monje
agustino siguió empecinado en su heterodoxia, y se enfrentó a todos los
dignatarios imperiales y eclesiásticos reunidos allí en su contra,
totalmente convencido de que le esperaba la misma suerte que a Jan
Hus.

Carlos V, presionado por la situación política inestable de Alemania y por


la fama y predicamento que había adquirido ya el monje herético, se
limitó a prohibir la práctica de la nueva fe y a declarar proscritos a
Lutero y a sus seguidores. Los esfuerzos que se hicieron a continuación
para hacer cambiar de opinión a Lutero resultaron inútiles. El 26 de
mayo, Carlos V firmó el Edicto de Worms; en él ratificó la sanción de
destierro para Lutero y ordenó la quema de todos sus escritos.

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Lutero en la Dieta de Worms

Precisamente, el año anterior a la condena, Lutero había sacado a la luz,


en alemán y ayudado por la poderosa maquinaria de propaganda que
resultó ser la imprenta, sus tres obras fundamentales: La libertad del
cristianismo, sin duda alguna su obra mejor elaborada y escrita, en la que
esbozó claramente el pilar sobre el que se sustentaba la nueva religión,
la salvación por la fe en Cristo; Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación
alemana, en la que invitaba a la nobleza a asumir su papel de protector
del pueblo y a unirse a la causa luterana, además de instituir los tres
principios evangélicos básicos del protestantismo (sacerdocio universal,
inteligibilidad de las Sagradas Escrituras y responsabilidad de todos los
fieles en el gobierno de la Iglesia); y, por último, La cautividad babilónica de
la Iglesia, obra destinada a los teólogos en la que analizó con rigor el
proceso de perversión al que habían llegado los sacramentos, de los que,
según él, sólo debían subsistir dos, el bautismo y la cena (desechando la
transubstanciación). Con estas tres obras, Lutero dispuso su línea de
batalla a la par que asentó los primeros cimientos de una futura Iglesia
evangélica.

Para proteger a Lutero, Federico el Sabio fingió su secuestro y lo


escondió clandestinamente en el castillo de Wartburg, en Turingia,
donde el exmonje encontró la paz y el ambiente de retiro ideal para
abandonarse de lleno a una fructífera actividad literaria. Lutero escribió
numerosas cartas, continuó con varios salmos, redactó glosas
eclesiásticas, escribió una obra dedicada a la confesión, otra sobre los
votos monásticos y un buen número más. Y, además, en el escaso año
que permaneció en Wartburg (desde mayo de 1521 hasta marzo de año
1522), Lutero llevó a cabo su producción literaria más importante y
trascendental para la implantación definitiva de la nueva fe: partiendo
del texto griego publicado en 1516 por Erasmo de Rotterdam, tradujo al
alemán el Nuevo Testamento. La edición se llamaría la "Biblia de
septiembre" por haber aparecido en ese mes, y ponía a disposición del
pueblo alemán su versión del texto sagrado por excelencia. La obra sería
un éxito tal que en el mes de diciembre hubo que imprimir muchos más

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ejemplares. Doce años más tarde, en 1534, pondría fin a su proyecto
publicando su versión del Antiguo Testamento, traducido del hebreo.

Guerras y bodas

Los desórdenes surgidos en Wittenberg por sus seguidores más


radicales, que habían comenzado a tomar medidas drásticas en
cuestiones litúrgicas, como la supresión de la celebración de la misa,
obligaron a Lutero a dejar su apacible retiro de Wartburg y regresar a
Wittenberg, donde volvió a tomar las riendas con prudencia y
moderación, sin perder la calma, pero con determinación. Lutero se puso
al mando en la organización de las nuevas comunidades evangélicas que
iban surgiendo por doquier en toda Alemania. Desde Wittenberg, Lutero
abrió otro frente de lucha contra los movimientos de liberación social y
nacional de la pequeña nobleza y especialmente de los campesinos. Los
primeros no dejaban de presionar para que Lutero constituyera una
Iglesia nacional alemana, mientras que los segundos, alentados por la
libre interpretación de las Sagradas Escrituras defendida por Lutero,
buscaban su apoyo para aliviar las condiciones de miseria y
sojuzgamiento en que vivían. Sus posturas se radicalizaron hasta
convertirse en una cuestión política que arrastró al propio Lutero.

Las Guerras Campesinas (1524-1526), lideradas por un antiguo pastor


luterano, Thomas Müntzer (fundador de la secta de los anabaptistas),
fueron el colofón de la situación de crispación que había introducido en
Alemania la Reforma emprendida por Lutero. Durante el transcurso de la
sangrienta guerra de los campesinos contra sus señores, Lutero fracasó
en sus intentos por apaciguar los ánimos con su pluma. Aunque en el
fondo apoyaba un gran número de sus reivindicaciones, cuando los
campesinos recurrieron a la violencia contra toda la población en
conjunto, Lutero no dudó un momento en apelar a los nobles para que
restituyeran el orden establecido con las armas, lo que dio cobertura a
una represión sangrienta de campesinos como jamás se había visto en
Alemania. El conflicto, que derivó en una auténtica matanza
indiscriminada, restó popularidad a Lutero entre las masas más
desfavorecidas, pero por lo menos salvó a la Reforma de una más que
segura desintegración.

En 1525, en la Alemania devastada por la guerra de los campesinos,


Lutero se esforzaba en demostrar la servidumbre de la voluntad humana
y escribió De servo arbitrio (Del albedrío esclavizado), como refutación a la
defensa del libre albedrío de Erasmo en su obra De la voluntad libre.
También fue el año que escogió para contraer matrimonio. En 1523
habían llegado a Wittenberg unas monjas que escapaban del convento
de Nimchen Laz Grimma. Una de ellas, Katharina de Bora, de veintiséis

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años, se convirtió en la señora de Lutero, en su Käte. La boda suscitó
una viva repulsa, no tanto por el acto en sí como por realizarse en
momentos de gran desolación y muerte. El matrimonio sería, sin
embargo, un éxito. Katharina de Bora, dieciséis años más joven que
Lutero, pertenecía a la pequeña nobleza y era una mujer sensata e
inteligente que suavizó el exaltado carácter de su marido y vivió junto a
él en perfecta armonía.

Katharina de Bora

Después de su boda el príncipe elector de Sajonia le regaló el antiguo


convento de los agustinos en Wittenberg, donde la laboriosa Katharina
estableció una pensión de estudiantes para paliar en alguna medida sus
estrecheces económicas. Los estudiantes tenían el privilegio de
compartir la mesa con Lutero, quien tras la colación condescendía a
responder a sus preguntas, de resultas de las cuales nació el libro Dichos
de sobremesa. En el convento de Wittenberg, convertido en finca familiar,
nacieron uno tras otro sus seis hijos, de los que sobrevivieron cuatro:
Hans, Magdalena, Martín y Paulus, que llenaron de júbilo al predicador.
Doctrinalmente nada de ello debe sorprender; pocos años antes, Lutero
había dado a luz su obraOpinión sobre las órdenes monásticas, una vibrante
exhortación a los monjes y monjas para que rompieran sus votos de
castidad, recomendación que fue muy bien acogida, hasta el punto de
que no pocos religiosos agustinos de ambos sexos se comprometieron
en uniones vistas desde la ortodoxia como sacrílegas.
La consolidación de la Reforma

El joven Lutero, de mediana estatura, que había sido «de cuerpo tan
flaco y fatigado que se le podrían contar los huesos», fue engordando

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con la edad y el nuevo estado. Su amor a la buena mesa, y sobre todo a
la cerveza, con la que reemplazaba el agua (estaba convencido de que el
agua de Wittenberg era mortal), le convertirían en un hombre macizo y
pesado, aunque siguiera tan vivaz como siempre. Se acentuó en él la
vulgaridad agresiva de que siempre hizo gala y empleó cada vez
palabras más rudas y groseras. Siguió siendo irritable; a duras penas
conseguía controlar su carácter colérico y violento. «No consigo
dominarme y quisiera dominar el mundo», dijo de sí mismo.

La nueva Iglesia, que oficiaba la misa en la lengua vernácula, tenía


desde 1529 su catecismo escrito por Lutero (Grosser Katechismus y Kleiner
Katechismus, el gran catecismo y el pequeño catecismo), su propio clero y
un gran número de fieles. La influencia de la Reforma se había extendido
por el norte y el este de Europa, y su prestigio contribuyó a convertir a
Wittenberg en un centro intelectual de primer orden. La defensa tan
encendida que hizo de la independencia de los gobernantes respecto del
poder eclesiástico le valió el apoyo incondicional de muchos príncipes,
hasta el punto de que a partir de esos momentos la Reforma pasó a ser
más un asunto de reyes que de eclesiásticos, justo una de las cosas que
se había propuesto Lutero desde un primer momento.

Lutero en un retrato de Cranach el Viejo (c. 1526)

Al prohibírsele la asistencia a la Dieta de Augsburgo, celebrada en 1530,


por estar excomulgado e imposibilitado para hablar con el emperador,
Lutero delegó la defensa reformista en la persona de su colaborador más
querido y preparado, el humanista Philipp Melanchthon, quien presentó a
los asistentes la Confesión de Augsburgo, texto redactado bajo la vigilancia
de Lutero que exponía la profesión de fe protestante y veintiocho puntos
de definitiva discrepancia con el catolicismo. Dos años más tarde, el

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emperador Carlos V, acuciado por la lucha que venía sosteniendo con los
turcos en el Mediterráneo, no tuvo más remedio que transigir con el
luteranismo firmando la Paz de Nuremberg, en la que se establecía la
libertad para ejercer libre y públicamente el nuevo culto en territorio
alemán.
Cuando en 1536, el papa Paulo III se decidió a convocar, tardíamente, el
concilio de Trento, Lutero, ensoberbecido y encumbrado, dio por hecha
su inutilidad alegando el irreversible alejamiento de ambas posiciones.
Para reforzar aún más una postura tan disidente e intransigente, Lutero
publicó los Artículos de Esmalcalda, en los que expuso todas las divergencias
que habían causado la separación de ambas iglesias. Puso especial
énfasis en la celebración de la misa (abominable y superflua para él) y
en el papel del papa como único responsable del estado calamitoso al
que había llegado la Iglesia cristiana.

Hacia 1537, la salud de Lutero comenzó a quebrarse de forma


progresiva y alarmante para sus adeptos. El reformador envejecía y su
humor se volvió hosco. Sufría jaquecas, zumbidos de oído y dolorosos
cálculos renales, pero se negaba a seguir el consejo de su médico de
moderar su afición a la comida y la bebida. La muerte de su hija
Magdalena, en diciembre de 1542, ensombreció todavía más su ánimo.
A principios de 1543 escribió: «Ya no puedo escribir ni leer. Me siento
débil y cansado de vivir». Eran momentos penosos para Lutero,
aquejado de una dolorosa lesión en la arteria coronaria y de profundas
depresiones causadas por el resurgimiento del papado, por el intento de
los judíos por reabrir la cuestión del mesianismo de Jesús y por el nuevo
rebrote de la facción reformista más radical, la de los anabaptistas.

Pero precisamente por ello no podía permitirse el lujo de retirarse, y


prosiguió su intensa actividad hasta la muerte. Encontró fuerzas para
publicar en 1545 la célebreReforma de Wittenberg, que era una suave
exposición de la nueva doctrina. Unos meses más tarde reaccionaría
violentamente ante la propagación del rumor de su muerte, que él
atribuyó a los welches (italianos y franceses) y desmintió mediante
sus Mentiras de los welches sobre la muerte del doctor Lutero. Y en 1545, en
vísperas de su muerte, publicó uno de sus más violentos panfletos con
motivo del conflicto surgido en el concilio de Trento entre el emperador y
el papa: Sobre el papado de Roma fundado por el diablo. La causticidad de tan
encarnizado ataque al papado adquirió todavía un mayor relieve gracias
a las célebres y grotescas caricaturas del papa que realizó Lucas
Cranach el Viejo para ilustrar la publicación.

El 22 de enero de 1546, enfermo y cansado, el anciano reformador se


dirigió a Eisleben, su ciudad natal. Debía actuar de árbitro en la disputa
suscitada entre dos hermanos, Albretcht y Gebhard, condes de Mansfeld,

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a propósito de los ingresos de unas minas. El invierno sajón es frío y
duro, y Lutero había sobrestimado sus fuerzas. El 18 de febrero, a las
tres de la madrugada, casi de repente, falleció. Los dos médicos que le
atendieron apenas dispusieron de tiempo para hacer algo y nunca se
pusieron de acuerdo sobre la causa de la muerte: un ataque de
apoplejía, según uno; una angina pulmonar, según el otro; aunque
igualmente pudiera haber sido cualquier otra cosa.

Sus restos fueron trasladados a Wittenberg en un ataúd de estaño, y al


paso de la comitiva sonaba el toque fúnebre de las campanas. Fue
enterrado el 22 de febrero en la iglesia de Todos los Santos, bajo el
púlpito. Un año después de su muerte, el emperador Carlos V entró en la
ciudad tras la victoria sobre los protestantes en Mühlberg, y obligó a la
esposa del Elector de Sajonia a entregarle aquella plaza a cambio de la
vida de su marido hecho prisionero. En aquellas circunstancias, el duque
de Alba, poco amigo de miramientos, propuso al emperador desenterrar
el cadáver de Lutero, incinerarlo y aventar las cenizas, pero Carlos no
consintió en ello, arguyendo que él hacía la guerra contra los vivos y no
contra los muertos. Verdaderamente hubiera sido inútil; tras su muerte,
su Reforma se extendería por el mundo a pasos agigantados,
penetrando en miles de hogares y conformando la manera de pensar,
sentir y vivir de millones de seres.

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