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Absurdo y realismo en la escena porteña

En el acto de su incorporación a la Academia de Letras, el escritor Jorge Cruz se refirió al


"teatro de irrisión" y a los nuevos autores realistas de la década del 60 en la Argentina. A
continuación se publican fragmentos de su disertación

DOMINGO 23 DE NOVIEMBRE DE 2003

Pude cumplir el anhelo de ejercer la crítica dramática gracias a Adolfo Mitre, bisnieto del
fundador de LA NACION, extraordinario periodista y crítico apasionado en sus juicios y en su
estilo. Aprendí con él y de él, según era usual en las redacciones de entonces, el oficio esquivo.
Con él colaboré largamente hasta que dejó a mi cargo los comentarios de la actividad de los
teatros independientes. El los había iniciado en LA NACION cuando los llamados periódicos
serios apenas se ocupaban de esas manifestaciones. Se las solía mencionar con
denominaciones diminutivas, como vocacionales, aficionados y aun filodramáticos, hasta que
merecieron el nombre definitivo y decoroso de teatro independiente, alternado a veces con el
de teatro libre.

Tiempo después y gracias al generosísimo Murena, ejercí la misma actividad nada menos que
en Sur, la revista de Victoria Ocampo, que, todavía, a pesar de las mortificaciones que le
infligían los parricidas, conservaba prestigio. [...]

En aquel tiempo se expandieron, iniciados precisamente en el teatro independiente, dos


fenómenos que, a lo largo de mis años de crítico, adquirieron creciente predominio: un nuevo
realismo alimentado por tipos y conflictos locales, y un aparente antirrealismo, cuyas primicias
llegaron primero de Francia y cuya denominación más extendida entre nosotros fue teatro del
absurdo. Contribuyó a la difusión del nombre un libro de Martin Esslin, ex director de la B.B.C.
de Londres, titulado precisamente El teatro del absurdo. Las obras de autores como Samuel
Beckett y Eugène Ionesco --exponentes ejemplares a quienes me limitaré en esta oportunidad-
- mostraban la condición distintiva del hombre contemporáneo, desamparado, sin Dios ni
valores, extraviado en un mundo absurdo sin razón ni lógica.

También en el teatro existencialista de la década del 40 el absurdo era un concepto definitorio,


asociado a la náusea, a la angustia, al sentimiento trágico de la vida, pero mientras los dramas
de Camus y Sartre enfocaban la absurdidad con los instrumentos del realismo, los nuevos
dramaturgos la mostraban restando sentido a las palabras y dando a los objetos, mudos pero
expresivos, y a los efectos audiovisuales, un papel principal. La denominación teatro del
absurdo fue recusada por algunos, en Francia, justamente porque originaba confusiones y
malentendidos respecto del inmediatamente anterior teatro existencialista. Uno y otro tenían
un factor común, el absurdo, pero lo exteriorizaban con distintos medios.

Hay que añadir que la denominación teatro del absurdo, además de engendrar confusión, no
señalaba un factor peculiar, que es su propensión a provocar la risa, o mejor, un tipo de risa.
Por eso, autores como Michel Corvin, Geneviève Serreau y Emmanuel C. Jacquart hablaron de
"teatro de irrisión". Jacquart, en un libro así denominado, dice lo siguiente: "El dramaturgo no
cree en Dios ni en el hombre, se siente prisionero de una condición humana inexplicable y
desprovista de sentido, pero como no quiere precipitarse en la ?locura´ ni perder la máscara
que le permita conservar un poco de dignidad, se ve impulsado a ironizar a sus propias
expensas, a abandonarse a una risa rechinante, a la vez cómica y trágica".
Se advierte que la del "teatro de irrisión" no es una risa jovial, sino una risa sarcástica, que
afluye como una respuesta del instinto de conservación, como un signo de la capacidad
protectora de la risa. [...]

Recuerdo, en las primeras representaciones de las piezas del teatro del absurdo o de irrisión,
el desconcierto del público ante el doble juego que se le proponía: de un lado, el sentimiento
trágico; del otro, los elementos promotores de la risa. Con razón se las llamó farsas grotescas,
por la coexistencia de lo trágico y lo cómico. Pero aquí cabría la salvedad formulada respecto
del teatro existencialista: el grotesco clásico se vale de elementos realistas, mientras el teatro
del absurdo apela fundamentalmente a los sentidos del espectador.

Sobre la recepción de este "antiteatro", como también se lo ha llamado, quiero mencionar una
curiosa anécdota que cuenta Martin Esslin en su libro: se refiere a la inusitada representación
de Esperando a Godot, de Beckett, en la cárcel norteamericana de San Quintín, hogar vitalicio
de peligrosos ladrones y criminales de los Estados Unidos. A los organizadores de la
representación los inquietaba la reacción de los singulares espectadores. Esslin comenta que
aquello que había desconcertado a los sofisticados auditorios de París, Londres y Nueva York (y
podría añadirse Buenos Aires) fue inmediatamente asimilado por el público de presos. Sin
prejuicios de arte y en situación terminal, muchos se vieron reflejados en los personajes que
esperan a un enigmático Godot, en medio de un paisaje abierto, pero tan desolado como el
reducido espacio de sus celdas. Para esos reclusos de San Quintín, la obra de Beckett podía ser
una manifestación realista de sus propias circunstancias, llevadas no al absurdo sino al
paradigma. Para otros, Godot podía ser la sociedad, o el exterior, o una esperanza o un
irrisorio espejismo.

El público y los críticos que vimos estas obras, entonces de vanguardia, buscábamos su
significado con los reflectores de nuestras lecturas, de nuestra experiencia de espectadores.
Queríamos situarnos en el ángulo propicio para interpretar los silencios de Beckett y las
locuacidades de Ionesco. Uno reducía las palabras, el otro las multiplicaba pero eliminaba su
sentido; no obstante, sus obras no carecían de sentido. George Steiner, con una expresión
militar, habló de "la retirada de la palabra" y confirmaba que el teatro contemporáneo recurría
cada vez menos al verbo y cada vez más a los medios escénicos y audiovisuales.

En mis comienzos de crítico dramático recuerdo las versiones escénicas de Ionesco


presentadas por Francisco Javier, a quien tanto le debe la vanguardia francesa en nuestro
idioma por sus puestas en escena y sus traducciones. Javier dio a conocer la primeras piezas
del teatro del absurdo representadas en Buenos Aires, en una misma jornada de 1955: El
profesor Taranne, de Arthur Adamov, y Santiago o la sumisión, de Ionesco. Convertido en el
principal difusor del autor rumano francés entre nosotros, estrenó, además de otras, Las sillas,
una de las mejores piezas de la primera etapa de Ionesco, y El rey se muere, representativa de
la segunda.

Recuerdo a Jaime Jaimes y a Marcelo Lavalle, director de La cantante calva, la pieza inicial de
Ionesco. Sus obras pasaron del teatro independiente al teatro profesional, y varias compañías
francesas, de visita en Buenos Aires, sellaron la consagración de una vanguardia que ya no lo
era sino un nuevo dechado clásico. En cuanto a Samuel Beckett, su célebre Esperando a Godot
fue traducida por el dramaturgo Pablo Palant, y editada en 1954, al año siguiente de su
primera representación en París. La estrenó aquí el Teatro de Arquitectura, en 1956, puesta en
escena por Jorge Petraglia, gran intérprete del autor irlandés y, asimismo, del británico Harold
Pinter, otra figura notable del teatro del absurdo.
En ese período de los "dorados sesenta" --en verdad, abarcó el primer lustro de la década--
asomó, entre nosotros, un retoño de la vanguardia que ya se había ramificado por muchos
países. Su más puro exponente fue Griselda Gambaro, que desarrolló esa veta de su talento a
partir de El desatino, en 1965, interpretada por el ya ponderado Jorge Petraglia. La siguieron
Viejo matrimonio, Las paredes y Los siameses, después de la cual su obra dramática modificó
su ruta.[...]

El teatro del absurdo en Buenos Aires contó con muy buenos directores y actores y un público
adicto. Recuerdo obras de Georges Schéhadé, Fernando Arrabal, François Billetdoux, René de
Obaldía, ubicables dentro del mismo cauce, y de autores como Alfred Jarry, Apollinaire y
Artaud, considerados los ancestros del teatro del absurdo. El Instituto Di Tella, crisol de todas
los experimentos imaginables, fue el espacio escénico de varias de estas creaciones. Los
estrenos se realizaban en medio de la variada actividad escénica de la ciudad, en la cual
alternaban clásicos, modernos y contemporáneos.

Un puñado de autores argentinos dieron impulso a un "nuevo realismo". El otro, el primero,


fue el que floreció en la última década del siglo XIX y la inicial del siguiente; un caudaloso
movimiento que mostró, menos sombríamente que la novela naturalista del 80, la vida
argentina de esa época de grandes cambios. La tumultuosa inmigración y los choques entre
criollos y gringos, la oposición de campo y ciudad, la tragicómica convivencia en los babélicos
conventillos y los intentos de ascenso del recién venido en la escala social; el ansia de
figuración y los padecimientos de la pobreza vergonzante; la irrupción de la metrópoli en la
vida provinciana, fueron temas que dieron al primer realismo argentino un fuerte carácter
testimonial.

Tan valiosa como la galería de tipos y conflictos expuestos desde los escenarios fue la variedad
lingüística exhibida por los personajes de sainetes, comedias y dramas, casi siempre
analfabetos y de orígenes muy diversos. Los autores utilizaban vocablos y frases tomadas del
habla popular y a veces las inventaban y las echaban a rodar en la corriente coloquial. Durante
décadas, tipos, actitudes y jergas provenientes del campo, el suburbio y la inmigración
constituyeron fuente irrestañable de segura comicidad. [...]

Luego de un período de cuarenta años, durante los cuales el teatro nacional buscó otros
caminos, a fines de la década del 40 se produjo un fenómeno que la historia del teatro ha
recogido y reconocido. El instinto realista volvía a despertar la necesidad de buscar en el
espejo de la vida cotidiana la propia imagen. De nuevo, complacía verse y oírse. En su Esquema
de la literatura dramática argentina, publicado en 1950, Raúl H. Castagnino, que fue miembro
de esta academia y uno de sus más destacados presidentes, luego de exponer la trayectoria
del teatro en la Argentina entre 1717 y 1949, anunció una esperanza con la aparición del
entonces joven dramaturgo Carlos Gorostiza, que acababa de estrenar El puente. En la obra,
Castagnino señalaba el vínculo con el neorrealismo italiano, entonces en boga, y en el autor,
descubría "la garra de un legítimo hombre de teatro", predicción que el tiempo ha confirmado.

En esta obra inaugural del "nuevo teatro", una patota inofensiva, deportista y burlona
suscitaba regocijo y simpatías. Ademanes, gestos y sobre todo el habla de los muchachos de
barrio eran referentes directos de tipos porteños de la vida cotidiana. Daba la ilusión de que
los actores se copiaban a sí mismos y que el espectador tocaba la realidad. Tipos populares no
habían dejado de aparecer en el teatro, la radio y el cinematógrafo nacionales de años
precedentes, pero se les había asignado un papel burlesco que podía implicar menosprecio.
Casi todos los actores cómicos del espectáculo utilizaron este recurso de antigua data. La
novedad de El puente consistía, precisamente, en que el lenguaje y los tipos populares eran
tratados, no con sentido jocoso sino con intención expresiva.

La chispa que Gorostiza encendió en 1949 quedó reducida a rescoldo hasta 1955; pero aun
después de la Revolución Libertadora tardó en reavivarse. Transcurrió más de una década para
que una nueva promoción volviera a animarla. Mientras tanto, dramaturgos como Agustín
Cuzzani, Osvaldo Dragún, Alberto Rodríguez Muñoz y Juan Carlos Ghiano seguían caminos
propios, sin coincidencias generacionales. Un grupo coherente de jóvenes dramaturgos se
reveló sólo en la década del 60. En sus piezas se reconocía la común intención de animar en el
espacio escénico a personajes y conflictos contemporáneos. Era un realismo que iba más allá
de la superficie colorida y enfocaba sobre todo a la gente joven, coetánea de los mismos
autores. [...]

Ricardo Halac, Roberto Cossa y Germán Rozenmacher fueron los dramaturgos más
representativos de la pléyade realista. Por medio de sus personajes, hablaban de frustraciones,
nostalgias, confusiones, propósitos de cambio. Los de Nuestro fin de semana, la primera pieza
de Roberto Cossa, llenan su propio vacío. Su protagonista no tiene otro horizonte que la
posible independencia en su trabajo; ni otros recreos que la pasiva afición deportiva y la buena
mesa compartida con amigos, a quienes se aferra y retiene, casi desesperado, en inacabables
convites. Se ha unido a un compañero para trabajar por propia cuenta y acaricia ese sueño;
pero el presunto socio, más joven y vivo, lo desplaza. Todos dejan traslucir sus anhelos, sus
descontentos, la conciencia de su fracaso íntimo. La nota de penosa desilusión con que se
oscurece y concluye el fin de semana se transmite a los demás personajes y, en mayor o menor
grado, identifica al "nuevo realismo" de la década del 60.

Por debajo de esas actitudes no estaban ya aquellas promesas de una nación ascendente que
fortificaron el primer realismo, sino los reiterados fracasos de un país sin orientación, que
enjuiciaba acerbamente el pasado, fantaseaba sobre el futuro, pero sin saber qué hacer con el
presente. Era un realismo sin deformaciones ni detallismos innecesarios, pero un tanto
extenuado, como convaleciente, propio de una sociedad con poca salud. [...]

Algunos de nosotros, como ciertos huéspedes de San Quintín ante el enigma de Godot,
hallamos que, en el gran teatro del mundo, el absurdo y la irrisión se han convertido en el más
descarnado realismo. Ante ciertos hechos de aquí y allá reaccionamos a veces con accesos de
risa sarcástica, o sea, experimentamos, en carne propia, la risa trágica del teatro del absurdo.
Beckett y Ionesco se han vuelto tan realistas como los hermanos Discépolo. El absurdo se ha
instalado como amo y señor. Y, sin embargo, nuestro deseo es que la realidad no sea absurda
ni nos provoque la risa sarcástica ni la risa cínica. No deseamos tampoco que la palabra haga
mutis por el foro ni que se bata en retirada. Deseamos un buen realismo, alimentado por un
verbo que no refleje la degradación del alma sino su ennoblecimiento. Queremos que esa
palabra vuelva al teatro y al mundo, con los atributos que nuestra civilización ha sabido
conferirle a lo largo de los siglos.

Por Jorge Cruz

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