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Un escritor ni andino

ni costeño
UNA ENTREVISTA A CARLOS CALDERÓN FAJARDO POR ABELARDO SÁNCHEZ
LEÓN
espués de cuarenta años y de mostrar una vocación irrenunciable, ¿te

D sientes parte de la literatura de hoy?


Ahora que en esta feria del libro van a sacar una antología de cuarenta
años de mis cuentos, he venido tratando de responder esa pregunta. Al
leer el libro veo, en primer lugar, que he logrado persistir, lo que ya es
bastante mérito, y lo que me pregunto es si mis cuentos han o no envejecido. Em-
pecé a escribir cuentos en la segunda mitad de la década de los sesenta. Mi primer
libro sale en 1980, pero mi primer libro de cuentos, Pelea de fondo, que Julio Ramón
Ribeyro corrige línea por línea, letra por letra, el año 1963. Por una serie de razo-
nes, como falta de seguridad en lanzarme tan rápidamente al ruedo, fui poster-
gando la publicación hasta el ochenta.
Es una novela que recuerda en algo a Rayuela, hay una parte en Europa y
otra en Lima.
Es una novela que sucede en Viena. Es una novela rara. Yo soy un escritor raro,
porque mi biografía es muy extraña. A los 17 años estoy ya en Austria, donde
nazco como escritor, cosa que no pasa con el resto de mi generación. Ahí sufro
una enfermedad grave, desconocida. Y en mi primer libro tenía que sacarme esa
cosa tan fea que tenía metida dentro, y publiqué esta novela que toca ese tema. En
esa novela ya estaban prefiguradas varias cosas, una de ellas es que no soy un
escritor típico de mi generación.
¿Y cuál es tu generación?
Yo no creo que existan generaciones por décadas, sino —como decía Ortega y
Gasset— generaciones de quince a dieciocho años. Mi generación empieza con
Bryce, con Miguel Gutiérrez, con José Antonio Bravo, y termina con Cueto. De ahí
entra otro tipo de sensibilidad totalmente diferente. Yo tengo una relación muy
cercana con la generación de los sesenta.
¿Tú estuviste en el Grupo Narración?
No, yo era muy cercano a Narración, pero ellos nunca me invitaron a ser
miembro del grupo y yo tampoco lo pedí.
¿Era un requisito, una condición?
Sí, había que serlo de alguna manera.
¿Tú crees que Gregorio Martínez era marxista?
Sí, por supuesto que sí; todos ellos eran marxistas. Es más, había escritores de
ese grupo para quienes era mucho más importante la línea ideológica que lo artís-
tico. Y los que daban línea política muy fuertemente eran Miguel Gutiérrez, Os-
waldo Reynoso, Gálvez Ronceros. Gregorio no era de los duros. Hay gente que
entra mucho después, con una línea más dura, como Hildebrando Pérez Hua-
rancca.
Vista a la distancia, esa generación de narradores que esbozas no sería tan
consistente como la generación de poetas de los sesenta o de los cincuenta. El
que persiste es Miguel Gutiérrez.
Los viejos de mi generación —Alfredo Bryce no cuenta porque estaba en Eu-
ropa, no en el juego acá de la literatura peruana— eran Urteaga Cabrera, un com-
pañero de ruta pero que no perteneció a Narración, y Harry Belevan, que era del
cuerpo diplomático.
Pero es una generación de escritores que nunca se ven cara a cara.
No fuimos generación en el sentido de que éramos un grupo de amigos con los
que nos reuníamos, pero sí estábamos en el mundo de la literatura en los años
sesenta.
Tú tienes fama de ser un escritor retraído, pero al mismo tiempo dices que
has estado cerca de todos los escritores, que los conoces. Hay dos visiones con-
trapuestas. ¿Eres un solitario? ¿Conversabas con alguien en esa época?
Con todo el mundo. Lo que pasa es que en el Perú tienes que estar etiquetado
de alguna forma para ser archivado por la crítica, por los lectores. Y yo nunca he
podido ser etiquetado. En este pleito de andinos y costeños, yo no soy ni andino
ni costeño.
Tú has nacido en Juliaca, serías más andino.
En Juliaca porque mi padre era médico militar.
Tampoco participa Edgardo Rivera Martínez, el escritor jaujino por excelen-
cia, y se abstiene de la polémica.
Pero él nunca tuvo una posición de izquierda radical. Tampoco Colchado. Y
hay gente que perteneció a Narración y se salió, por ejemplo José Watanabe, Nilo
Espinoza, González Viaña. Ellos salieron en procesos de depuración propia y co-
lectiva.
La trayectoria posterior de algunos de ellos, hablo de Miguel Gutiérrez y de
Gregorio Martínez, no necesariamente está encuadrada en ese marxismo…
Pero el grupo tiene un momento muy radical, incluso en el libro se dice “por el
sendero luminoso de Mariátegui”, parafraseando lo que vendrá más adelante.
Después de eso el grupo se disgrega y se sigue disgregando, porque ahora hay
rupturas más radicales de todos sus miembros.
Ya no hay Grupo Narración.
No, pero hay declaraciones de algunos escritores que no eran tanto de Narra-
ción como se pensaba, y autores que se han ido a posiciones estéticas totalmente
distintas. Para mejorar en algunos casos, como en el de Augusto Higa y el mismo
Oswaldo Reynoso, cuyos tres últimos libros no tienen nada que ver con la litera-
tura social; tienen, sí, un discurso político relativamente radical y consecuente con
algunas ideas, pero estéticamente no. Miguel Gutiérrez publica con Alfaguara,
sigue teniendo un discurso radical, pero ya no esa cosa tan de izquierda que tenía
en los años de Narración.
O sea, ¿un narrador marxista no podría publicar en Alfaguara o en Planeta?
Si tú fueras una persona coherente con tus ideas, no deberías. Pero los tiempos
cambian.
¿Por qué no?
Porque se supone que estás en contra de la literatura como negocio. Y estas
empresas, desgraciadamente, de editoriales se han convertido en empresas co-
merciales. Lo que les importa es la parte comercial, unas más que otras. Planeta
más que Alfaguara, por ejemplo. No creo que Alfaguara tenga problema en pu-
blicar a Miguel Gutiérrez, pero si tú tuviste ideas radicales, debes ser coherente.
¿Cómo te sientes en este mundo tan comercial de la literatura? Eres un escri-
tor de culto, secreto, tímido, raro.
No, parece que fue una cosa que se vinculó a mí desde muy temprano.
Wolfgang Luchting, que andaba por nuestro mundo en los setenta, escribió un
artículo sobre literatura peruana y dijo que uno de los escritores jóvenes más
interesantes era Carlos Calderón Fajardo, para él un escritor fantasma. Recién
estaba empezando a escribir y ya era un escritor fantasma. Luego han venido los
calificativos de “escritor huraño”, “esquivo”.
¿Tú no has publicado en Alfaguara o en Planeta porque…?
Porque nunca me lo han ofrecido.
O no te has acercado, quizá.
O no me he acercado, eso sí es cierto.
Pero podrías acercarte.
Sí, ahora tengo firmado un contrato con Peisa para publicar una reedición de La
conciencia del límite último.
La pregunta iba por cómo te sientes en este mundo comercializado de la lite-
ratura.
Habría que ver cómo he entendido yo la literatura desde que empecé. Justa-
mente por eso mi biografía es muy importante para entenderme como escritor. Yo
nací en Alemania como escritor y terminé de formarme como escritor en Francia.
Cuando llego al Perú ya tenía una idea bien formada de lo que yo quería como
escritor. No quería ser un escritor social, no me interesaba hacer reportajes socia-
les sobre la realidad. Yo quería que mi literatura fuese literatura y nada más que
literatura.
¿Qué es eso?
Una cosa que no tiene una intencionalidad de por medio, sino que expresa los
mundos que necesitas expresar. Pero no hay una intención social, por ejemplo, o
política, o comercial. O sea, yo escribo tal libro, como dijo Roncagliolo en una
entrevista, porque este libro vende. Nunca ha habido eso. Ahora, que yo me con-
vierta en un escritor comercial, suponiendo que eso pasara, no me voy a negar.
Mi idea ha sido siempre estar dentro de los fueros de la literatura sin ninguna
intencionalidad. Pienso que la intencionalidad va en desmedro de la calidad lite-
raria.
Aunque sea la social marxista.
Sale mal. Las peores novelas de Vargas Llosa son cuando les pone intención;
cuando no, son excelentes. Cuando quiere transmitir una idea a través de la nove-
la, la rebaja; igual Arguedas. Cuando no le pone intención, sale Los ríos profundos,
pero cuando le pone intención, sale Todas las sangres.
En los años sesenta o setenta no había ese mundo comercial, por lo tanto,
una posición como la tuya era más fácil.
Pero había otras obligaciones, las de carácter político. Escribir una novela que
pasaba en Viena, como la mía, era una herejía, era severamente castigada con
cierta forma de ostracismo de parte de los críticos. Porque había una crítica que
quería una novela edificante. Todavía existe esa crítica que quiere novelas edifi-
cantes sobre la Lima de hoy, sobre el senderismo, novelas que puedan ser utili-
zadas sociológicamente para formar no sé qué cosa que se llama conciencia na-
cional o peruanidad, o algo por el estilo. Se siguen escribiendo historias de la
literatura en función del Perú como marco de referencia, cuando hace un montón
de tiempo para los jóvenes, y para mí desde el principio, eso no existió tan cla-
ramente.
¿Verías un vínculo entre los escritores jóvenes y tu propuesta literaria?
Hay un acercamiento de los escritores jóvenes a mí, es uno de los públicos a los
que llego, para los que soy escritor “de culto”. Pero eso de culto es un poco jodido:
eres un escritor al que todos reconocen como bueno pero al que nadie lee. Empecé
a hacer cosas hace veinte años cuando nadie lo hacía.
¿Quiénes son?
Yo fui muy cercano a casi toda la generación del noventa: Iván Thays, Donayre,
Sumalavia, Patricia de Souza, incluso fui el presentador de sus primeros libros.
Los tres primeros me buscaron cuando tenían dieciséis, diecisiete años, e hice un
especial sobre su narrativa en Quehacer cuando nadie los conocía. Yo veía en ellos
una narrativa distinta a esa clásica narrativa realista, que tampoco creo que está
mal; yo también la he hecho. En Hueso Húmero, Fernando Vidal escribe un artículo
sobre mi primera novela, al principio elogioso, y al final dice: “Calderón Fajardo
es un escritor con talento, esperamos mucho de él, pero en esta novela es un es-
critor decadente”.
Una chapa más.
El año setenta envié uno de mis primeros cuentos al suplemento El Dominical
de El Comercio. El domingo, desde temprano, mi familia llamaba a mi casa por
teléfono para felicitarme porque mi cuento había sido publicado en página entera.
¿Quién fue el culpable de eso? Unos dicen que fue Carlos Germán Belli, otros que
fue Abelardo Oquendo, otros que Zimmermann Zavala. Era la historia de un fas-
cista italiano que se estaba muriendo en un jardín recordando a un caballo que cae
muerto en la calle y la gente sale a comérselo en plena Segunda Guerra Mundial.
Era un cuento fantástico con un registro, un tono, que no tenía nada que ver con lo
que escribían los de mi generación.
Tú has estudiado sociología, ¿cuál es la relación entre la sociología y tu voca-
ción literaria?
He tratado de evitar a como dé lugar que el sociólogo se meta en el literato. Son
dos oficios que tratan sobre lo mismo y están contrapuestos y enfrentados.
Tú pensaste vivir de la sociología y escribir literatura. ¿Esa fórmula funcio-
na?
Puede funcionar, sí. Si bien siempre evité que la sociología se me pierda en la
literatura —más bien, los que no hacían sociología hacían mucha literatura so-
cial—, yo decía “lo puedo hacer mejor desde el punto de vista sociológico”. Sigo
teniendo interés por la sociología, me encanta la sociología.
Recuerdo que habías dividido, burlonamente por supuesto, la literatura por
barrios, por distritos, por regiones. Era una forma realista de dar testimonio.
Era una visión geográfica. Incluso Julio Ramón fue el primero en decirme que él
y Vargas Llosa eran miraflorinos y que yo era barranquino, por lo tanto mi litera-
tura era un acercamiento a Martín Adán, a Eguren. Pero como los primeros cuen-
tos míos que leyó eran sobre las barriadas, decía que yo era un Martín Adán pa-
seándose por las barriadas. No deja de tener cierta lógica lo que él decía. La visión
de un miraflorino es completamente diferente de la de uno de Barranco. Los ba-
rranquinos crecemos en una atmósfera completamente distinta, de casas francesas,
en la bruma, influidos por “Los Reyes Rojos” de Eguren. Nuestro mundo termina-
ba en la quebrada de Armendáriz.
Literariamente no crees en los territorios, pero sí en tu historia personal.
Sí, casi todas mis novelas están vinculadas a una ciudad. La colina de los árboles
a Viena, La segunda visita de William Burroughs a Lima, La noche humana a París, El
huevo de la iguana a Talara, El fantasma nostálgico a Berlín.
Siempre tuviste una postura ambivalente entre el vitalismo y lo intelectual.
Tú no tenías mucha afinidad con la actitud vitalista de Juan Gonzalo Rose, por
ejemplo.
Juan Gonzalo era mi amigo íntimo. Una vez me dijo que a él le afectaba dema-
siado lo que a otras personas les permitía saltar en un pie. Era excesivamente sen-
sible. Parece que desde muy niño tuvo un acercamiento muy fuerte a su mamá.
Eso lo marcó mucho. Tenía un complejo de Edipo muy fuerte. Era un hombre
sensible pero a la vez muy vital. Él me decía: “Yo solamente puedo tomar en El
Triunfo, en Surquillo, porque no puedo tomar en El Fracaso”. Él tenía esas salidas
a cada rato, era muy gracioso. Era nuestro hermano mayor, de Rodolfo Hinostro-
za, de César Calvo, mío.
La gente de los cincuenta era muy amiga y muy generosa con los jóvenes, como
si tuvieran una obligación con ellos. La generación de los sesenta no la tiene, ni
vuelve a aparecer nunca más. Javier Sologuren era un tío para todos. Wáshing-
ton Delgado recibía en su casa. Pablo Guevara fue cercano de Hora Zero.
Incluso les gorreábamos cerveza.
Oswaldo Reynoso sigue siendo amigo de los jóvenes. Y Ribeyro recibía en su
casa de París a los escritores jóvenes.
Quizá los de los sesenta no son tan generosos porque viajaron muy jóvenes a
Europa.
Antonio Cisneros tiene una mutación muy fuerte en su personalidad. Él era
una persona muy distinta en los sesenta, en los setenta, cuando era director de El
Caballo rojo, de lo que es ahora.
¿Ahora cómo es?
Es un hombre muy selectivo con sus amistades, refinado en sus maneras. Sobre
sus ideas políticas no sé, hace tiempo que no converso con Toño. Sigue siendo un
gran poeta, de los mejores, casi insuperable.
¿Y Rodolfo Hinostroza ha cambiado también?
Ha cambiado, pero Rodolfo siempre fue una persona con una posición un poco
aristocrática con respecto a los demás. Aristocrática en términos intelectuales, que
era la tónica de la generación de los sesenta. Contra eso insurge la generación de
poetas de los setenta, entre los que estás tú, que escribes uno de los poemas más
emblemáticos, “En el Chino Chino”. Si se pudiera hablar de una generación con la
que tengo una cercanía es la del setenta. No solo en Lima, sino que me encuentro
con ellos en París. Toda mi generación se va a París. Se van los dos Rosas, Tulio
Mora, Verástegui, Nájar, Carmen Ollé, Óscar Málaga, Armando Rojas, Elqui Bur-
gos, Carlos Henderson.
Tú eres el tímido y reservado más sociable que conozco.
Mucha gente dice que debo escribir un libro al estilo de Alberti, La arboleda per-
dida. Pero tendría que contar algunas cosas personales de mis amigos y prefiero
no hacerlo. En mi disco duro tengo montones de historias íntimas de mucha gen-
te. Antes de los veinte años, ya era amigo de Arguedas y de Ribeyro.
¿Cuál es tu ritmo de publicaciones?
Soy como los toros de casta: cuando me pasa una cosa muy fuerte, en lugar de
bajarme me levanta. Sufrí una enfermedad muy grave.
¿Tiene nombre?
Sí, pero mejor no te la cuento. Es una enfermedad que le da a uno entre un mi-
llón de personas. Cuando me enfermé en Viena, en los años sesenta, todavía no
era escritor. Si no me hubiera enfermado no hubiese sido nunca un escritor. Era
un pata de barrio. Y cuando me da esta enfermedad en el 2000, salgo de eso y me
pasé como tres años con una enfermera que me llevaba al parque a pasear porque
no podía ni caminar. Tiene que ver con una distonía muscular. Te levantas en la
mañana bien, a las diez ya estás cansado y a las doce tienes que meterte a la cama.
Pero podía escribir. Y empecé a acumular dos, tres libros y de repente volví a
despertar a la vida y empecé a caminar.
Tienes una bibliografía amplia.
Tengo siete novelas publicadas, cuatro libros de cuentos y varios libros inédi-
tos. Tengo El fantasma nostálgico, que probablemente salga con otro título.
Ese eres tú, el fantasma.
No, la historia es esta. Mi padre estudió medicina en Alemania, se casó con una
alemana y tuvo un hijo, pero tuvo que salir del país porque violó una ley de
Goebbels: los que no eran de raza aria no podían casarse con alemanas. Las vícti-
mas de esa ley son mi padre y Enrique Solari Swayne. El año 1993 un poeta lla-
mado Abelardo Sánchez León y un narrador llamado Carlos Calderón Fajardo son
invitados a la Casa de la Cultura del Mundo en Berlín. Tú vas a buscar la piscina
donde nadó Walter Ledgard y yo a recorrer las calles donde caminó mi padre
cuando estudió en Berlín, y debe haber caminado mi hermano mayor. La mujer de
mi padre no salió de Alemania y lo que se sabe es que ella y su hijo mueren en el
bombardeo de Berlín. El año 1994 vuelvo a ir a Berlín por un semestre y busco a
mi hermano. La novela es la historia de alguien que va a buscar a su hermano
alemán muerto, el paso del Berlín nazi al Berlín de la República Democrática
Alemana.
¿Escribes novelas simultáneamente?
Escribo cuentos todos los días. Tengo algo que tú bautizaste como “el desván
de las vergüenzas”, que es un cajón de donde no deben salir nunca. Tengo como
cuatrocientos cuentos que probablemente quemaré antes de morir. Y si me muero
sin hacerlo, me va a pasar lo que le pasó a Ciro Alegría.
¿Tú ves en tu generación y en ti mismo una continuidad o contradicciones?
Yo soy parte de una generación en tanto que he compartido con ella vivencias,
afectos, experiencias comunes, pero como escritor no solo no me siento vinculado a
ningún escritor de mi generación sino a ningún escritor peruano, con la sola excep-
ción de Ribeyro. Y leyendo algunos de mis libros, veo una influencia de Arguedas.
También de Vargas Llosa, pero no como literatura sino como actitud: o sea el escritor
moderno, cosmopolita, europeo, que no tiene ningún complejo. Eso influyó mucho
en mí. Nunca me he sentido un escritor provinciano que tiene la obligación de escri-
bir sobre Juliaca. Eso lo aprendí de Vargas Llosa. En París, en casa de Ribeyro, siem-
pre me sentí en el Perú, cuando en la calle me sentía un poco afrancesado. Cosa que
me impidió después adaptarme al Perú, ser del Grupo Narración y finalmente ser
una especie de outsider.
¿Qué opinas del boom del tema de Sendero Luminoso, de la guerra interna,
en la novela peruana? ¿Te atrae?
No me atrae porque lo tengo muy cerca. Sigo con la idea de que lo que escribo
no tiene que aludir directamente a la realidad. Lo que yo escribo tiene que ser siem-
pre metaforizado, tiene que convertirse en ficción. Antes de que Abimael Guzmán
fuese capturado, yo tenía alumnos senderistas en la UNI. En 1990, una vez me hi-
cieron un juicio político en la universidad. Entraban a las clases de noche con ca-
puchas, soltaban su arenga y como profesor tenías que pegarte a la pared y dejar
que terminaran y se vayan. Escribí una novela, La conciencia del límite último, donde
hay un periodista de policiales al que mandan a cubrir un asesinato, pero él y el
fotógrafo se van a una cantina y se meten una tranca. A su regreso al diario, escribe
una crónica imaginaria. Cuando se publica, el director lo llama para decirle que eso
era inventado. Desde ese momento le piden que invente todos los días un crimen
cada vez más sangriento e insólito. Esta novela alude a lo que pasaba en el país,
que la gente que estaba creando aquí la guerra estaba imaginando todos los días
asesinatos. Esa novela fue escrita en el 91 y nunca fue considerada dentro de las
novelas de violencia política. ¿Por qué? Porque esas novelas tienen que ser docu-
mentos que compitan con la Comisión de la Verdad. La violencia fue una cosa
traumática para toda la sociedad peruana. Ahora hay escritores que están tratando
de exorcizar eso y me parece bien. Pero eso también ha empatado con los intereses
de las editoriales españolas.
Yo debo pasar de la realidad a la ficción. Mientras ese salto no se produzca, no
escribo. Tengo que encontrar la metáfora, porque si no caería en el reportaje, en el
documento. Y yo me siento un escritor artista. No quiero hacer sociología.

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