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Nieves Concostrina

MENUDAS HISTORIAS
DE LA HISTORIA

Anécdotas, despropósitos,
algaradas y mamarrachadas
de la humanidad
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Nota de la autora

A unque las fechas señaladas intentan ser exactas y contrastadas, la


consulta de distintas fuentes lleva sin remedio a localizar varias para
el mismo acontecimiento. No lo tengan en cuenta. Día arriba, día abajo
no cambiaría el curso de la Historia. Ejemplo: Franco habría sido igual
de nefasto si se hubiera pronunciado el 18 o el 20 de julio.
Nadie vea en los siguientes textos pretensiones eruditas inexis-
tentes. Un rápido vistazo deja a la vista exactamente lo contrario. He
intentado única y exclusivamente facilitar un acercamiento a deter-
minados episodios, serios unos y absurdos otros, a los que la inmensa
mayoría profana no hemos podido aproximarnos por la frontera que
nos marcaron los textos académicos. Se trata sólo de pequeñas pince-
ladas que únicamente pretenden ser útiles para aguijonear la curiosi-
dad y empujar, ojalá, a beber en fuentes más doctas.
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SEÑOR, SEÑOR…
QUÉ CRUZ
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El animado concilio de Pisa

Hablar del concilio de Pisa suena, de entrada, a petardo, pero aquel con-
cilio que comenzó el 25 de marzo del año 1409, el que intentó poner
fin al famoso Cisma de Occidente, es cualquier cosa menos petardo,
porque fue uno de los más broncas y animados que se recuerdan. Se
trataba de acabar con un problema grave: había dos papas reinando en
la cristiandad. Bueno, pues cómo sería la que allí se montó, que cuando
terminó el concilio en vez de dos papas había tres.
Como el Cisma de Occidente merece capítulo aparte, sólo decir
que en el año que nos ocupa, 1409, la situación de la Iglesia pasaba de
castaño oscuro. Hacía treinta años que había dos papas mandando en
paralelo, uno desde Aviñón y otro desde Roma. Cada vez que se moría
uno de los dos papas, los cardenales de cada bando elegían sucesor,
con lo cual el cisma seguía y seguía y no se solucionaba nunca. Aque-
llo era insostenible; hasta que el rey de Francia Carlos VI dijo «ya basta».
La única forma de solucionar esto era retirar toda obediencia a los dos
y deponerlos; y, por cierto, uno de los dos papas era el nuestro, Bene-
dicto XIII, el aragonés, el Papa Luna.
Los cardenales de uno y otro bando se alarmaron ante el enfado
del rey francés, aparcaron sus diferencias un rato y se reunieron a ver
qué hacían. De esta reunión salió el concilio de Pisa. Muy bien, pero
resulta que el único que puede reunir un concilio y firmar todo lo acor-
dado es el papa. Y como había dos y ninguno quería ceder el poder,
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aquel concilio era como de juguete. Lógico, ninguno de los papas con-
tendientes iba a convocarlo para facilitar su expulsión. Los papas se man-
tuvieron en sus trece (esta frase hecha procede precisamente de
entonces, porque Benedicto XIII fue el que se mantuvo en sus ídem),
así que el seudoconcilio los declaró herejes, los separó de la Iglesia y
eligió a otro papa para sustituirlos, Alejando V. No hay dos sin tres.
Y Alejandro V tuvo que buscarse otra sede, porque en Aviñón y
Roma seguían amarrados a la silla los otros dos papas. Se fue a Bolo-
nia, donde la mortadela, y allí pasó su pontificado sin pena ni gloria
hasta que lo envenenaron. Los otros dos estuvieron todavía cinco años
más peleados.

Juan Pablo I: caso abierto

El 28 de septiembre de 1978 es una fecha negra en el Vaticano, y no


sólo porque se les muriera un papa. Al fin y al cabo se les han muerto
doscientos y pico y lo tienen bastante asumido. Pero las dudas que sur-
gieron en torno a aquella muerte aún no se han disipado, ni mucho
menos se ha solucionado la crisis interna que arrastró. Albino Luciani,
Juan Pablo I, murió a los 34 días de pontificado. Aún no les había dado
tiempo a recoger todo lo del entierro de Pablo VI, cuando tuvieron que
sacarlo de nuevo para los funerales del papa efímero.
Ahora que el Vaticano ha desclasificado los documentos del pon-
tificado de Pío XI para que el mundo sepa qué datos del nazismo, la
Guerra Civil española y el fascismo italiano se guardaron con tanto
secreto, es de esperar que en algún momento alguien explique exac-
tamente de qué murió Juan Pablo I. Haciendo un cálculo, así por
encima, no nos toca enterarnos hasta, más o menos, el año 2076.
El papa Luciani murió en algún momento de la noche del 28 al 29
de septiembre. Se prohibió la realización de autopsia, nunca se pudo
saber qué cenó la noche anterior, las cuatro monjas que asistieron al
papa fueron trasladadas al Santo Oficio con la prohibición de hacer
declaraciones, y no hubo un boletín médico que explicara claramente
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las causas de la muerte. El médico que certificó el deceso dijo que


probablemente se debió a un infarto de miocardio. Pero aquel infarto
no convenció.
La negativa a hacer autopsia se basó en que la Constitución Apos-
tólica promulgada por Pablo VI en 1975 lo prohibía, pero en realidad
ni lo prohíbe ni lo ordena, lo omite. O sea, ni sí ni no, ni todo lo con-
trario. La omisión de autopsia se entiende cuando el papa muere tras
una enfermedad tratada por los médicos o cuando se le conoce una
dolencia crónica. Pero es que Juan Pablo I no estaba enfermo y apare-
ció muerto en su cama cuando la noche anterior se había acostado más
ancho que largo.
Aún hoy hay voces que piden que se exhume y que se investigue.
Por pedir…

La polémica Inmaculada Concepción

El 8 de diciembre de 1854 un papa, el noveno de los Píos, Pío Nono,


definió como obligatorio para los católicos creer que la Virgen fue con-
cebida libre del pecado original, ése que transmitieron a todo homo
sapiens cristiano Adán y Eva. La Inmaculada Concepción es uno de los
símbolos más característicos del catolicismo, pero también ha sido uno
de los más polémicos. En contra estuvo Santo Tomás de Aquino. A favor,
los franciscanos; y mucho más en contra que Santo Tomás, los domi-
nicos. La guerra interna por demostrar si la Virgen nació o no con el
pecado original puesto trajo más de un insulto entre religiosos.
Los argumentos a favor de la inmaculada concepción de María
no eran muy poderosos cuando se empezó a discutir sobre ello, allá por
el siglo XII, pero como encontró un magnífico altavoz en la devoción
popular durante los siguientes siglos, la creencia arraigó. En contra había
argumentos más elaborados. Primero, que aquí el único ser humano
concebido libre de pecado era Jesucristo; segundo, que hacer una
segunda excepción con María daba lugar a graves problemas teológi-
cos; y tercero, si estaba aceptado que fue Jesucristo quien redimió a su
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madre del pecado original y resulta que María también nació libre del
pecado, ¿de qué la redimió su hijo?
Fueron los dominicos quienes mantuvieron durante siglos que tal
idea era una paparruchada producto de la «plebe indocta», arrastrada por
religiosos interesados que rehuían el debate. La chispa definitiva para
conseguir el dogma se prendió en Sevilla, después de que un dominico
rechazara en público la pura concepción de la Virgen. Los sevillanos se
encabritaron, el enfado saltó al resto de España y luego a la Europa cató-
lica. El asunto de la Virgen se convirtió casi en una campaña electoral
de los franciscanos y el clero sevillano. Se organizaron procesiones dia-
rias, responsos, por no llamarlos mítines, y hasta pegada de carteles por
toda la ciudad en los que se leía «María, sin pecado original».
La respuesta popular fue masiva y, aunque varios papas se resistie-
ron a definir el dogma, Pío Nono acabó haciéndolo a mediados del XIX.
Desde entonces, se acabó la discusión. La buena noticia es que, gracias
a aquella decisión, ese día es fiesta.

El cabreo de Lutero

El 31 de octubre del año 1517 un monje muy cabreado agarró un mar-


tillo, cuatro clavos y se fue a la iglesia de Witenberg, en Alemania. Sacó
un papel con noventa y cinco cláusulas escritas, lo dejó clavado en la
puerta y se volvió a su convento agustino con el martillo, pero más des-
ahogado. El monje se llamaba Martín Lutero y ese día, con aquel monu-
mental enfado, nació la Reforma protestante. ¿Por qué renegó Lutero
de la fe establecida? Porque Roma era un despiporre. Los papas eran
unos negociantes, corruptos la mayor parte de las veces. El que no tenía
cinco hijos al retortero tenía tres amantes. Compraban Estados, vendían
indulgencias, se asesinaban unos a otros, se robaban las novias… Y aquel
31 de octubre Lutero dijo «hasta aquí hemos llegado».
En Roma, al principio, no le tomaron muy en cuenta. No era la pri-
mera vez que alguien se quejaba. Pero al papa León X se le escapó un
pequeño detalle en esta ocasión. La imprenta ya estaba en marcha y cual-
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quier cosa tenía repercusión. Eso ocurrió con las noventa y cinco tesis
de Lutero, que en poco tiempo las conoció toda Alemania.Y si algo enfa-
daba especialmente a los alemanes era la venta de indulgencias, un
invento papal de lo más rentable que no servía absolutamente para nada.
En aquel siglo XVI, la muerte estaba más que presente. Todo el
mundo andaba muy preocupado por no acabar en el purgatorio, un
estado intermedio inaugurado por el Vaticano en el siglo XIII, situado
entre el cielo y el infierno y con lista de espera para ir a uno u otro sitio.
Como en Roma necesitaban hacer caja, se dijeron: pues para que la
gente no se muera tan preocupada les vendemos una milonga. O sea,
las indulgencias. Al que las compre le colamos en el purgatorio y le ase-
guramos plaza en el cielo. Y la gente compraba. Y Roma prosperaba.
El camelo de las indulgencias no fue lo único que enfrentó a Lutero
con Roma. Dijo también que qué era eso del celibato, así que fue y se
casó. Y encima se casó con una monja. Pero es que luego predicó la
Biblia en lengua vulgar, porque en latín no había Dios que la enten-
diese. Y así una tras otra. Lutero quiso incordiar hasta después de muerto
y redactó un epitafio que no se atrevieron a poner: «Durante mi vida
fui tu peste, papa. Con mi muerte, seré tu muerte». La maldición no
se ha cumplido, pero sí hizo bastante la puñeta. El Vaticano perdió la
mitad de la clientela.

Thomas Becket, el contestón

Sólo cinco datos para resumir la historia del inglés Thomas Becket: vivió
en el siglo XII, se hizo cura, se metió en política, mandó más de la cuenta
y acabó en la tumba. Pese a todo, le hicieron santo. Thomas Becket
murió asesinado el 29 de diciembre del año 1170.
El rey Enrique II y él eran íntimos, y Thomas Becket acabó siendo
arzobispo de Canterbury, el cargo eclesiástico más importante de Ingla-
terra. Pero Becket le salió respondón al monarca y la relación acabó
en trifulca, porque no se ponían de acuerdo sobre quién tenía que man-
dar más en el país: Dios o el rey. El arzobispo salió por pies de Inglate-
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rra y luego regresó ante una aparente reconciliación. Pero como vol-
vió a levantarle la voz a Enrique II, acabó pagando caros sus gritos.
Enrique II siempre negó haber ordenado asesinar a Thomas Be-
cket. Dijo que sólo hizo un comentario. Algo así como: «¿Será posible
que nadie me quite de encima este clérigo pesado?». Cuatro pelotas
de la corte lo oyeron y se fueron a por el arzobispo. Le sorprendieron
rezando en el altar de la catedral de Canterbury. Allí mismo lo asesi-
naron y allí mismo fue enterrado.
El crimen indignó a los católicos ingleses y la historia corrió por
toda Europa. La tumba de Becket se convirtió en lugar de peregrina-
ción y, tres años después de su muerte, el arzobispo fue declarado santo.
Los ánimos se calmaron durante un tiempo, hasta que llegó EnriqueVIII,
aquel rey orondo que cuando no estaba casándose o cortando la cabeza
de alguna de sus esposas se entretenía en discutir con el papa de Roma.
Y tanto discutió, que Enrique VIII acabó desterrando el catolicismo y
erigiéndose en principal cabeza de la Iglesia de Inglaterra. ¿Quién con-
tinuaba incordiándole desde la tumba? Santo Tomás Becket.
Enrique VIII ordenó destruir todos los sepulcros de santos cató-
licos y quemar sus huesos, y puso especial interés en el de Santo Tomás.
Se supone que aquí se pierde el rastro de los huesos, aunque todavía
hoy muchos se empeñan en que los frailes de Canterbury no eran tan
estúpidos como para esperar sentados a que se cumpliera la orden del
rey. Que sacaron los huesos, los sustituyeron por otros y escondieron
los originales. Pues vale, pero los debieron de esconder mejor que el
dinero de Marbella, porque de Santo Tomás nunca más se supo.

Nace la Guardia Suiza

Julio II es uno de los papas con peor genio que ha pasado por el Vati-
cano. Fue aquel que se pasó media vida discutiendo con Miguel Ángel
y la otra media reconciliándose con él. Cuando no tenían una bronca
por la Capilla Sixtina, la tenían por el gran mausoleo que el artista tenía
que hacerle al papa y que nunca terminó. Julio II era un belicoso, nacido
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para la conquista y la dominación. Un príncipe del Renacimiento, ávido


de grandeza, de gloria y de inmortalidad, y alguien así necesita guar-
daespaldas. Por eso, el 22 de enero de 1506 Julio II recibió a los pri-
meros 150 miembros de su propia empresa de seguridad privada, la
Guardia Suiza, el Prosegur vaticano del siglo XVI.
¿Por qué Julio II decidió que fueran soldados suizos? Porque eran
los mejores mercenarios de la época. Si eran o no católicos era lo de
menos. Lo importante es que defendieran la vida del papa y las pose-
siones vaticanas, aunque esto, evidentemente, ha cambiado en los últi-
mos cinco siglos. Porque ahora los guardias suizos deben ser fieles
católicos, tener entre diecinueve y treinta años, medir más de 1,74 y no
estar casados. El celibato no es condición indispensable, pero si están
solteros y enteros, miel sobre hojuelas.
La actual Guardia Suiza la componen unos cien soldados. A saber:
setenta alabarderos, veintitrés mandos intermedios, cuatro oficiales,
dos tamborileros para poner ritmillo a los desfiles y un capellán, que no
haría mucha falta porque si algo hay en el Vaticano son curas.
La autoría del diseño del uniforme que tanta gracia nos hace a todos,
lleno de colorines, algunos la atribuyen a Miguel Ángel, lo que tiene su
sentido, porque hubiera sido una forma de venganza contra Julio II. Pero
no, no los diseñó Miguel Ángel. Las bandas amarilla y azul de los trajes
están ahí porque eran los colores de la familia Della Rovere, la familia del
papa Julio II. Pero luego llegó otro papa, León X, y también quiso meter
cuchara, por eso añadió el color rojo, el color de su dinastía, la de los Medici.
El resultado es que ahora tenemos unos señores bastante estrafalarios, pero
todos de muy buen ver, que ganan mucho en cuanto se quitan el uniforme.
El ejército más ridículo del mundo por su número y por su vesti-
menta.

Calixto III, primer papa español

Día grande para España en el Vaticano el 9 de abril de 1455, porque en


esa fecha el cardenal Alonso de Borja fue elegido papa, el primer espa-
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ñol que aposentó sus reales en el solio pontificio.Y para ser el primer
papa exportado, no estuvo mal. Ha dado mucho juego a la historia, sobre
todo porque dejó bien colocado al resto de la familia, léase su sobrino
y futuro papa Borgia, Alejandro VI, y a los hijos de este disipado pontí-
fice, entre ellos los famosos Lucrecia y César Borgia. Los papas, por aquel
animado siglo XV, gustaban de tener mucha y variada descendencia.
El primer papa español tomó trascendentales decisiones, pero la más
extravagante y cómica, no de su papado, sino de toda la historia del Vati-
cano, fue la excomunión de un cometa. Calixto III excomulgó al cometa
Halley, ese que sólo se deja ver cada setenta y tantos años y que tuvo la
mala suerte de pasar justo cuando estaba Calixto III. Pero el asunto no
quedó en mera anécdota, porque además de excomulgar al cometa, el
papa ordenó a la cristiandad que el rezo del Ángelus, además de al ama-
necer y al anochecer, se hiciera también al mediodía.Y hasta hoy.
Cuando el papa llevaba un año en el trono, los astrónomos corrieron
a advertirle que en la bóveda celeste había un cometa grande y terrible,
con una cola de color amarillo que parecía una llama ondulante.Textual.
Calixto III buscó sus propias explicaciones al fenómeno: aquello era un
signo de la ira de Dios porque los turcos acababan de apropiarse de Cons-
tantinopla. Así que tomó varias medidas: primera, excomulgar al cometa;
segunda, que todos los príncipes cristianos se unieran contra la invasión
musulmana; y tercera, decretar que todos los católicos rezaran el Ángelus
a mediodía para hacer desaparecer el cometa o, en su defecto, provocar su
caída sobre Constantinopla para exterminar a los turcos de un golpe.
El cometa, afortunadamente, se tomó en serio lo de la excomu-
nión y se largó, porque si llega a caer en Constantinopla, se van a hacer
gárgaras no sólo los turcos, también los Borgia, el Vaticano y la cris-
tiandad al completo.

El último auto de fe en Sevilla

Mira que le gustaban a la Inquisición los autos de fe. Se lo pasaban


pipa quemando herejes, y el 13 de abril de 1660 se verificó en Sevilla

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