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La muerte de Jesucristo y la crucifixión (ver infografías)

La cruz es el símbolo religioso más extendido en el mundo y el más emblemático


del cristianismo. Ella representa muchas cosas para nosotros al recordarnos el
hecho más trascendente de la historia: el sacrificio voluntario de Jesucristo, el Hijo
de Dios, para salvar a la humanidad.

Pero, ¿cuánto de su significado comprendemos realmente? ¿Y cuáles son las


implicancias prácticas de la cruz para nuestra vida diaria? En este artículo queremos
entender “la muerte de Jesús en la cruz” y “la crucifixión de Jesús”:

 Quién es Jesús,
 Cómo era Jesús realmente,
 Cómo murió Jesús, la crucifixión de Jesús,
 Causas de la muerte de Jesús,
 Por qué murió Jesús en la cruz,
 Qué pasó después de la muerte de Jesús,
y sobre todo que...

 Jesús es vida, y
 La cruz no es el fin, sino el comienzo de la vida eterna.

La crucifixión en la historia
Antes de considerar el significado religioso de la cruz para nosotros hoy, haremos
bien en mirar algo del trasfondo histórico en que ella surgió y se desarrolló. Para
comenzar, debemos señalar que lo que hoy es un símbolo de salvación para
nosotros, antiguamente fue un símbolo de tortura y muerte. Antes y después de
Cristo, millones de hombres y mujeres, delincuentes o no, murieron de este modo.
Al parecer, este método de ejecución se originó en Asiria, donde fue utilizada
sistemáticamente por los persas durante el siglo VI a. C. Más tarde, Alejandro
Magno copió este sistema y lo introdujo en los países del este del Mediterráneo en
el siglo IV a. C., siendo los fenicios, o quizás los cartagineses, quienes
probablemente lo introdujeron en Roma en el siglo III a. C.
Había muchas formas de crucifixión. Las cruces podían tener forma de “X”, de “Y”,
o de “T”. Los romanos normalmente empleaban esta última. La forma actual de la
cruz se debió a que los romanos decidieron luego poner sobre la cabeza de los
ejecutados un letrero explicando las causas de su condena (cf. Jn 19.17–22).

Una muerte vergonzosa


La pena de la crucifixión estaba reservada para los reos más despreciables, y era
considerada la forma más humillante de morir. De hecho, la ley de Dios declaraba
esta forma de morir como una muerte maldita (Dt 21.22– 23; cf. Ga 3.13). Clavado
en un poste, semidesnudo, con un cartel sátiro sobre la cabeza y expuesto a la
intemperie hasta que el hambre, la sed, las heridas o la asfixia acababan con la vida
del reo. Los más fuertes duraban agonizando en la cruz hasta una semana.
Además, tanto las vestimentas como las pertenencias del crucificado podían ser
reclamadas por el centurión y los soldados encargados de la ejecución (cf. Jn
19.23–24). Debido a su carácter cruel y humillante, esta forma de castigo estaba
prohibida para los ciudadanos romanos condenados a muerte. Se prefería que estos
murieran a espada antes que por la muerte lenta, dolorosa y vergonzosa de la cruz,
donde no sólo la muerte tardaba en llegar sino que el reo se convertía en
espectáculo público y objeto de burla. Esta forma de tortura y ejecución fue
practicada por los romanos hasta el año 337 d. C., cuando fue prohibida en todo el
imperio. Esto, después de que el cristianismo fuese legalizado por el emperador
Constantino.
Cómo la gracia redimió la cruz
La extraordinaria historia del sacrificio de Jesús demuestra cómo la gracia de Dios
es capaz de redimir aun lo peor de la humanidad. Es asombroso pensar que algo
que era símbolo de una completa desdicha, ruina, desprecio y derrota, llegó a ser
símbolo de amor, fe y esperanza para el mundo. En este sentido, ¡incluso la horrible
cruz fue “redimida” por la gracia de Dios! En la carta del apóstol Pablo a los
Colosenses podemos apreciar tres beneficios que fluyen de la cruz de Cristo, en
términos extraordinarios:

1. Reconciliación: Mediante el sacrificio de Cristo, fue la intención de Dios “por


medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como
las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col
1.20 RV60).

2. Libertad: Cristo nos ha hecho libres de la culpa “anulando el acta de los decretos
que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y
clavándola en la cruz” (Col 2.14 RV60).

3. Victoria: También nos ha dado la victoria sobre los poderes del mal cuando,
“despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente,
triunfando sobre ellos en la cruz” (Col 2.15 RV60).
Nadie jamás hubiera imaginado que una imagen tan horrenda como la cruz llegaría
a significar cosas tan maravillosas. Eso es lo que sucede cuando lo peor de nosotros
es alcanzado por lo mejor de Dios: ¡Su gracia!
Lo que la cruz nos enseña
La cruz nos enseña muchas lecciones que tienen su efecto práctico en la vida
cristiana. Mencionaremos tres que son fundamentales:

1. La cruz nos humilla ante el amor de Dios.


“A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo
murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez
haya quien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor
por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por
nosotros” (Ro 5.6–8).
La cruz nos enseña primeramente cuán profunda es nuestra culpa y perdición
delante de Dios. Al estar ante la cruz nos damos cuenta de que no podemos hacer
absolutamente nada por nosotros mismos, que no tenemos nada que ofrecer.
Dependemos completamente de un Sustituto que sea capaz. ¡Somos tan pecadores
que se requiere que el santo Hijo de Dios muera una muerte espantosa en nuestro
lugar para salvarnos! Sobre el fondo oscuro de nuestra condición es que el amor de
Dios ha venido a brillar en la cruz de Cristo.

2. La cruz nos desafía a pagar un precio por seguir a Cristo.


“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que
quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su
cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt 10.37–38).
“He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que
ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su
vida por mí” (Ga 2.20).

Por otro lado, el llamado de Jesús a seguirle es, como vemos, radical. Convertirse
en un discípulo suyo requiere de una autonegación completa en esta vida y una
disposición a la ruina y al martirio, si fuera necesario. Son cosas que haremos sólo
si valoramos a Jesús lo suficiente, si verdaderamente creemos que vale la pena,
porque Él lo merece.

3. La cruz nos motiva a servir a la iglesia de Cristo.

“Ahora me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y voy completando en


mí mismo lo que falta de las aflicciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la
iglesia. De esta llegué a ser servidor según el plan que Dios me encomendó para
ustedes: el dar cumplimiento a la palabra de Dios” (Col 1.24–25).
El padecimiento de Cristo por su iglesia en la cruz (Ef 5.25–27) debe motivarnos
también al servicio abnegado a nuestros hermanos en la fe. El precio que nuestro
Señor pagó por ella fue tan alto que no podemos considerar como demasiado
ningún esfuerzo y sacrificio que debamos realizar para el servicio y edificación de la
iglesia, la amada esposa de nuestro Salvador. ¡Vale la pena luchar por ella!

La cruz y el discipulado
Como vimos, la imagen de la cruz ocupó un lugar prominente en las demandas de
Jesús para el discipulado, como leemos: “Dirigiéndose a todos, declaró: —Si alguien
quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día y me siga”
(Lc 9.23). Para los contemporáneos de Jesús, estas palabras no tenían las
connotaciones espiritualistas que han llegado a tener para nosotros a través de la
historia de la iglesia. Para ellos, sólo podían significar una cosa: hacerse discípulo
de Jesús implica estar dispuesto a perderlo todo en esta vida, incluso la vida misma
de la peor manera. ¿Quién quiere eso?
Por supuesto, Él no estaba diciendo que seguirle llevaría a uno necesariamente a
la ruina material o al martirio, pero estaba señalando, inequívocamente, que seguirle
requiere estar dispuestos a sufrir tales padecimientos. En una palabra, el llamado
de Jesús a seguirle es un llamado radical a abandonar nuestros propios intereses,
sueños y seguridad en este mundo para poner en primer lugar los propósitos y
voluntad de nuestro Señor. Son palabras que no dejan ningún espacio para el
cristianismo superficial.
Este aspecto del llamado del evangelio se ha visto amenazado de muchas maneras
a lo largo de la historia, y hoy no es la excepción. Es vital que la iglesia en su
predicación y testimonio al mundo mantenga las demandas del discipulado tal como
el Señor las estableció, sin diluir ni disimular su mensaje. Caer en tal peligro nos
lleva inevitablemente a ofrecer al mundo lo que Dietrich Bonhoeffer llamó una
“gracia barata”.

¿Sólo para el comienzo?


No comprender adecuadamente el lugar que ocupa la cruz en el discipulado, es
decir, el seguimiento de Jesús en la vida, ha llevado a algunos a reducir la
importancia de la cruz al restringirla al comienzo de la vida cristiana. Su
razonamiento es: “Si ya somos cristianos, si ya hemos creído el evangelio, si ya
hemos recibido la salvación que Él compró para nosotros con su preciosa sangre,
¿por qué seguir enfocándonos en la cruz? ¿No es tiempo de prestar atención a
asuntos más ‘maduros’ para crecer en la fe”?

Pues, no. En los términos de nuestro Salvador, la cruz no es sólo el comienzo del
camino, ¡es el camino entero! Como el autor David Prior señaló una vez, “nunca
avanzamos a partir de la cruz, sino solamente hacia una comprensión más profunda
de la cruz”. Es un error pensar que comenzamos la vida cristiana al pie de la cruz
pero que luego la dejamos atrás para avanzar. El Espíritu Santo nunca nos lleva “En
los términos de nuestro Salvador, la cruz no es sólo el comienzo del camino, ¡es el
camino entero!” más allá de la cruz, sino más bien a profundizar cada vez más en
ella.
Para el apóstol Pablo, la cruz representaba toda su fe, todo su mensaje, toda su
vida. En él encontramos un ejemplo de cómo vivir una vida “cruz-céntrica”. Él definía
su evangelio como “la palabra de la cruz” (1 Co 1.18 RV60), y consideraba la cruz
de Cristo como el motivo de todo su orgullo: “En cuanto a mí, jamás se me ocurra
jactarme de otra cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el
mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Ga 6.14).

No hay otro camino a la auténtica madurez cristiana sino a través de una dedicación
intencional a crecer en la comprensión de la cruz y sus implicancias para nuestra
vida diaria. En palabras del recordado John Stott, “la cruz es el fuego ardiente donde
la llama de nuestro amor es encendida, pero debemos permanecer lo
suficientemente cerca como para que sus chispas caigan sobre nosotros”.

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