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Texto de presentación de La Venganza del Gallego, en Madrid, en el

Círculo de Bellas Artes, en 2004. Editado por Ediciones del Zorzal


en Buenos Aires. Dos fragmentos del libro y la Crónica de la
presentación en Buenos Aires.

E n primer lugar, quiero expresar mi agradecimiento a la Embajada


de Argentina en Madrid, a su consejero cultural don Jorge Alemán y
a su embajador, don Carlos Bettini, porque sin su apoyo directo y
organización este acto no se hubiera producido. Y esto no es cortesía
sino simple realidad. Quiero decir además que cuando este nuevo equipo
se hizo cargo hace menos de un año de la Embajada de Argentina en
Madrid, fueron ellos los que llamaron para testimoniarme en seguida su
reconocimiento por este pequeño libro de ensayos, porque lo habían
leído y les había gustado, o, tal vez, habían encontrado algo útil en él.

C uando me llamaron, yo tenía ciertas dudas, porque el libro no es una


apología de Argentina, una hagiografía, sino el testimonio de alguien
que ha estado allí en una cierta posición de observador privilegiado,
pero que en ocasiones no duda en zaherir o destacar determinados
vicios o carencias argentinas. Y por eso mismo tiene valor y yo lo aprecio
y destaco, el apoyo de Jorge Alemán, y de la propia embajada. Pero como
me dijo hace pocos días José Muñagorri al comentarle esto mismo que
digo, es que se nota que el libro está escrito desde adentro, desde alguien
que ha querido situarse en una posición intrínseca a Argentina. Y es
acertado ese comentario, porque en el libro, por encima de las acertadas
o desacertadas opiniones, hay sin duda mucho cariño, el cariño que
recibí y sigo recibiendo de tantos amigos argentinos, que tan bien me
trataron y nos trataron. Y en este sentido el libro espero que tenga algo
de devolución de todo ese cariño. Jorge Alemán, que antes de consejero
es un importante psicoanalista, como no podía ser menos, supongo que
ha visto esto que digo.

E n segundo lugar agradecer sus palabras a Pedro Molina Temboury,


escritor, degustador de Argentina, argentinófilo como yo y
argentinósofo en sus ratos libres. Y que también ha escrito y bien acerca
de sus peripecias argentinas, aunque en la clave más libre que permite el
género novela. Pero quiero aquí decir con orgullo que si lo de la
argentinofilia es posible y hasta deseable, lo de la argentinosofía es en
verdad más difícil. Y es que el arte de entender Argentina y a los
argentinos no está al alcance de todos, ni siquiera aunque se sea
argentino. Es más, tal vez ser argentino pueda ser un impedimento para
entender Argentina. Pues bien sabemos que a veces hay que ponerse
fuera del objeto estudiado para comprenderlo, para ver ciertas
características generales que el que esta au dessus de la melee
necesariamente no ve, o ve mal. A nosotros nos ha pasado, y de ahí viene
la larga serie de hispanistas que han realizado tan importantes
contribuciones al estudio de España.

S i leen este libro verán que yo no presumo de ser un gran


argentinósofo, ni siquiera uno bueno, u objetivo, pero no he tenido
más remedio que pasar por ello. Así, en estos cuatro años últimos, desde
que dejé Argentina, y para ganarme la vida, entre otras cosas, he tenido
la suerte de ser invitado en distintos foros y debates acerca de
Argentina. Y en ellos me he curtido tratando de responder a la pregunta
candente y actual de qué es lo que pasa en Argentina. Este libro recoge
algunas de estas inquisiciones e hipótesis con las que yo mismo he
tratado de responderme.

P ero aunque disfrazado de libro de ensayos, La venganza del gallego


es también otras cosas. En realidad, es un libro de viajes, y un libro
que narra la aventura personal mía, y de mi familia de cuatro años en el
Río de la Plata, desde la enorme distancia desde la que allí se ve el
mundo. Un libro que tuvo una génesis inicial del todo involuntaria. Yo
comencé a tomar notas apenas llegado al país. Vivía entonces en el viejo
Hotel City, junto a la Plaza de Mayo. Todavía no había alquilado casa y el
asunto llevó casi tres meses. Tampoco conocía tanta gente, de modo que
después del trabajo, me iba a los cafés de Avenida de Mayo a cenar, a
leer, a pasar, solo, en mi mesita, las últimas horas del día. Allí,
contemplaba a los argentinos de toda edad y condición, platicando,
conversando durante horas delante de un cafecito y un vaso de agua. Y
yo me preguntaba: ¿de qué se puede hablar tanto? Porque al argentino,
le gusta tanto hablar como poner la oreja.

Yo creo que escribí este libro para responder a esa pregunta.


O FREZCO AHORA UNOS FRAGMENTOS DE LOS CAPÍTULOS II Y
III, SOBRE LA AMISTAD, EL TANGO Y OTRAS MÚSICAS..., Y
DONDE SE RINDE HOMENAJE A GUILLERMO SAAVEDRA Y A
ALFREDO PRIOR. RE-DEDICADAS AQUÍ A PABLITO NARRAL, ALIAS
SAMUEL BOSSINI.

I I.

A l poco de llegar conocí a Guillermo Saavedra, poeta, autor de esa


hermosa elegía que es El velador, editor y crítico literario. Apenas
acabábamos de alquilar nuestro piso de la calle Callao, entre la Plaza de
Vicente López y La Recoleta. Era el inmueble de un aragonés
emprendedor que había hecho fortuna en la exportación de carne a
Europa. Un viudo delicioso que tenía casi noventa años y cuya historia, al
final, acabó mal. Yo viví su caída. El expolio de unos hijos vagos e inútiles
que terminaron malgastando la fortuna familiar, hipotecando las casas
para invertir en aventuras financieras en la bolsa y viviendo como reyes,
a cuenta del viejo. Por suerte murió poco antes de que llegasen los
embargos judiciales.

M i amistad con Saavedra fue consagrada una noche de literatura y


ginebra Bombay, en la librería Bar Clásica y Moderna, regentada
por Natu Poblet y su marido, que entonces vivía para animación de
todos. Los camareros se fueron y allí quedaron los dueños de casa
animando nuestra etílica conversación hasta no sé qué hora. Una pareja
delicada y notable, cultos, que me recibieron y acompañaron luego
muchas noches. Aquella siempre la recuerda Guillermo porque a la
salida había yo olvidado dónde vivía y el taxi tuvo que dar vueltas y
vueltas hasta que reconocí el portal de mi casa. Guillermo me enseñó lo
poco que sé de tango, de tango jondo, como yo lo llamo, el cante rasgado
que más se parece al flamenco pues el bailado o el más melódico nunca
me ha podido emocionar. Es una incapacidad que se deriva de mi nulo
sentido del ritmo en la pista pese a que alguna vez intenté dar algunos
pasos acompasados en algún boliche de Almagro. Por suerte el tango ha
vuelto ahora con fuerza, y la gente más joven comienza a retomar el hilo
dejado por los mayores. Pasa como con el flamenco en España, que
atravesó un momento difícil en parte por su equívoca asociación con la
dictadura franquista y el gusto por lo nacional y cañí que esta trató de
imponer. Por fortuna, este como otros equívocos se deshicieron a la
muerte del dictador y el flamenco recuperó su libertad y prestigio, que
sobre todo es rebeldía y anarquía, lo contrario de cualquier dictadura.
U na de las primeras cosas que hice como director del ICI-Centro
Cultural de España fue incorporar el tango a la programación de
actividades artísticas, de la mano de Guillermo, para sorpresa de algunos
y con la oposición de otros, que no consideraban que el tango debiera
medirse con la literatura, el arte de vanguardia y la filosofía. Pero
siempre he defendido el eclecticismo en cultura y en casi todo, la noción
de “culturas” frente a la seriedad académica o al dogmatismo estéril de
los que se toman su mundo demasiado en serio.

E n mi familia, por influencia paterna y materna se escuchó y se bailó


tango desde siempre. Mi padre, un exiliado vasco y republicano, lo
había incorporado a su mundo desde su llegada a Montevideo y Buenos
Aires en los años cuarenta y mi madre, panameña, había crecido con él
desde la infancia. Con sus hermanas acudía a la casa de un argentino que
tenía una colección extraordinaria de tangos, para escándalo de mi
abuelo. Porque el tango en aquella época, en los veinte y treinta, era
escándalo. Mi tía Gloria tenía un álbum completo de recuerdos e
imágenes de Libertad Lamarque, su artista favorita, y mi madre
atesoraba en su cuaderno de autógrafos como mejor prenda la
dedicatoria personal de Hugo del Carril. Ya en España, cuando yo tenía
diez años, en mi casa no dejaba de oírse a Agustín Magaldi, Mercedes
Simone y por supuesto una y mil veces al idolatrado Carlitos Gardel.
Pero fue en Argentina donde aprendí a sentir el sonido profundo y
afilado, como una rotura del alma, que es el bandoneón. Luego vino el
descubrimiento de lo que había sido la historia de la milonga, la guardia
nueva de Julio De Caro, la Orquesta Típica y poética de Aníbal Troilo, la
voz tremenda y detenida de Roberto Goyeneche, la apertura total al
mundo del jazz y de la música clásica del grande Astor Piazzola, la
calidad de pegada de esos poetas del tango, Enrique Santos Discépolo y
Homero Manzi, lo que fue Libertad Lamarque, las voces de Susana
Rinaldi o ahora de Lidia Borda, y el piano de Horacio Salgán y su
Quinteto Real de Buenos Aires y el bandoneón de Nestor Marconi en el
Club del Vino de Palermo Viejo, local fundado por Cacho Vázquez, un
argentino exiliado muchos años en España, y donde pasé noches felices
de tango y vino, y tantas historias cortas, sincopadas, arrebatadoras.

P orque el tango es como el coito entre los adolescentes, pocos besos


y mucha prisa furtiva por llegarse al cuerpo a cuerpo, porque “le
caiga el telón al corazón”, porque llegue ese ¡ay! corto de desinfle que
nos llene de tristeza. El adulto dosifica su efusión, contiene y espacia lo
que le falta. El tango en su ejecución es juvenil, enfático e ingenuo, se
derrama muchas veces, todas las que quiere, y con rapidez se recupera y
ya se apronta al siguiente asalto. El tango como música representa la
expresión de un jovencito melancólico, soñador, suicida, solitario y
arrabalero, abandonado de suerte y familia.

L uego de nuevo gracias a Guillermo Saavedra y a esos Lunes de Tango


que él coordinaba en el ICI, con picada y vino de la casa para todos,
ingresé en la religión de Luisito Cardei, y a partir de entonces no dejé ir a
escucharlo siempre que pude, al Opera Prima o al Club del Vino. Y
también siempre que pude, llevé a los amigos españoles que nos
visitaban a disfrutarlo acompañado del maestro al bandoneón Antonio
Pisano, “¡qué lindo!, porque uno no puede bajar las persianas del alma”.
Recuerdo sus memorables versiones de Como dos extraños, Pedacito de
cielo, y su eterna despedida con el infaltable Los cosos de al lado.
Recuerdo también entre otras las emociones sinceras y las lágrimas de
agradecimiento de los poetas españoles Carlos Edmundo de Ory y Olvido
García Valdés. Para mí era un test definitivo: quien no palidecía con
Luisisto dejaba de interesarme. Cuando luego Luis Cardei murió, joven a
sus cincuenta y pico años, comprendí también que mi estancia en
Argentina tocaba a su fin, que uno de los eslabones que me anclaban se
había roto. Hoy soy como cualquier otro exiliado: lo escucho para
torturarme. También después murió el Cacho Vázquez y hoy el Club del
Vino lo regenta su hijo, espero que con igual acierto.

C uatro años después, cuando estaba a punto de irme de Argentina el


personal del ICI, fiel y conspirador me escribió: “cuando escuches el
sollozo del bandoneón y la voz quebrada aullando un tanguango, vas a
manyar con nota, porque la viste y la viviste de cerca. Si se te pianta un
lagrimón recordando a la Reina del Plata ya sabrás que en un rincón de
tu alma madrileña guardás el sabor de un café, con garúa tras el cristal,
servido alguna vez en algún barsucho porteño”. Ya poco antes de
embarcarme, vino a verme el maestro Oscar Ferrari con su libro recién
sacado de máquinas, para agradecerme lo que habíamos hecho por el
tango, poco a decir verdad, pero me honra que el tango haya sonado en
nuestras salas durante esos años. Su libro, Obras Completas, lleva por
subtítulo Historias de Cabaret, Versos de Amor y Barricada, y Lunfardía.
Son historias de boliches, de cantores, de orquestas típicas, de amores
muchos. Lo guardo y lo leo como una condecoración de los viejos
tiempos.

G uillermo Saavedra fue uno de mis mejores cicerones argentinos;


luego vendrían otros, que irán saliendo en estas páginas. Saavedra
tiene algo de los retratos de caballeros pintados por El Greco. Sobrio,
serio, con esa voz de locutor profunda y galante, conquistador ya
retirado. Es un argentino por los cuatro costados, castizo, y con
doscientos años de argentinidad a sus espaldas, lo que no es poco. Y sin
embargo, como él no tenía que alardear de argentinidad, porque la
llevaba encima, era uno de los argentinos que de verdad comprendía
mejor a los españoles. En nuestras muchas conversaciones aprendí a
compartir con él un gusto por ese tipo literatura que no busca la
distracción sino la transformación del lector. Entre los narradores
argentinos de ahora nos gustaban las cosas de Sergio Chejfec, Marcelo
Cohen y Pablo de Santis, y entre los de la generación anterior las de
Vlady Kociancich, Ricardo Piglia, y Juan José Saer.

L uego vendrían otras coincidencias, incluso en las condenas que a


dúo adjudicábamos. Sobre todo cuando por su trabajo o por el mío
teníamos que recibir a esa grey de papanatas endiosados por las grandes
editoriales españolas, que no dejaban de caer por allí de cuando en
cuando. Era un momento perfecto para disfrutar de Guillermo, y de su
rebuscada ironía. Verle en escena presentando una obra que obviamente
le disgustaba, satisfaciendo al mismo tiempo el ego del autor y
salvaguardando, discretamente, su juicio, y saliendo indemne del envite.
La única vez que disentimos fue a propósito de Sarmiento, claro que eso
me ha sucedido con muchos argentinos. La culpa la tiene la leyenda del
estadista, su programa de reformas, que comparto, y Borges, que lo
consideró el padre de la literatura argentina. Pero como escritor me
sigue pareciendo irregular y mediocre. Un apunte interesante del siglo
XIX.
II I.

N o creo, por lo demás, que Argentina sea la tierra más apropiada


para hacer cuentas personales o para hacer que las cuentas
cuadren; y en un primer avance de ideas no creo que pudiera
caracterizarse al argentino como espíritu matemático y ni siquiera
calculador, incluso en el sentido malicioso del término. Los cálculos, al
argentino, le suelen salir mal aun cuando ponga en ello su mejor o su
peor intención. Si de algo podemos adjetivar a ese espíritu, lo sabemos
muy bien, es de especulativo, y aquí se puede decir en casi todos los
sentidos. Pero contra lo que pudiera parecer a simple vista tiene el
carácter especulativo argentino su algo de grandeza y de originalidad, un
algo que a otros pueblos más seguros de sí mismos (y sin duda más
mediocres) les falta. El argentino es soñador por naturaleza y crianza
como casi es un delirio de inmensa soledad su vasta geografía; inquieto,
insatisfecho, porque el potrero de su vida siempre será menor que la
pampa de sus deseos y así se hallará siempre en tensión a causa de lo
que es y a causa de lo que cree debería ser.
L o que digo no es un descubrimiento sino una constatación de época
que tal vez dé sentido a esto que venimos diciendo. Hay algo de
caballerosidad a la antigua o de vieja hidalguía si se quiere en esta
actitud. Un estilo algo trasnochado que uno encuentra en las provincias,
en las mansiones venidas a menos, en las familias decadentes. Y
Argentina está llena de todo eso, y de los fantasmas que habitaron sus
barrios destartalados, sus veredas rotas y desdentadas. Claro que este
espíritu caballeresco ya no reside en las grandes familias y apellidos de
hoy, patéticamente entregados a un remedo imitativo de lo que se hace
en cualquier centro comercial del mundo, y no digo ciudad a conciencia,
y ajenos por completo a cualquier interés cultural y noble. Pese a las
apariencias.

E l segundo caballero que quiero convocar en estos recuerdos de mi


tiempo argentino, y sin que eso suponga prelación, fue Alfredo
Prior, el más grande pintor que tiene hoy Argentina de entre los
emergieron en los años ochenta. Desde luego que su país lleva
cometiendo con este artista una gran injusticia, en el sentido de que no
le trata como se merece, y la crítica debe hacerse extensiva a todos esos
comisarios internacionales venales que llegan a la Argentina buscando
nuevos filones y que terminan cayendo en las manos de directores de
museos que sólo desean el espectáculo de cambiar cromos con la
condición de que les llenen las salas con los saldos de lo que no quiere
exponerse en países de primer nivel. Ocurre esto también porque las
instituciones argentinas carecen de recursos económicos para organizar
sus propias muestras y deben subsistir con aquello que les mandan esos
otros países que deben lavar su mala conciencia mediante el concepto
difuso de cooperación cultural. Mis ocupaciones cotidianas me obligaron
a asistir a muchos de estos enredos.

D igamos que se trata de un nuevo tipo de colonialismo burdamente


disfrazado. La postración y la debilidad institucional argentina es
tan absoluta que no es capaz ni de influir en el contenido de las grandes
muestras que llegan al país y que modifican la forma de ver su propia
historia. Así puede plantearse una gran exposición del siglo XVIII que
glorifica la Colonia, la monarquía imperial, pero que se detiene en el
1800, con toda la intención, para no tener que tocar la Constitución de
Cádiz y el periodo de las independencias. O será para compensar eso que
dice Emilio, el protagonista de Respiración Artificial de Ricardo Piglia,
que Argentina no tuvo siglo XVIII. Así que como no tuvo Siglo de las Luces
ahora le toca a las viejas metrópolis completar la tarea. Es en definitiva
un trágala cultural patrocinado por los sectores más reaccionarios de la
política cultural neocolonista y que se hace, y esto hay que decirlo, sin
diplomacia, esto es, al margen de los tradicionales criterios de
cooperación mantenidos por los profesionales españoles del servicio
exterior. Eso hay, o los que sólo buscan el negocio puro y duro; y con
frecuencia, lo digo, coinciden unos y otros.

E n pintura, Alfredo Prior es lo más contemporáneo de la Argentina


de hoy y también lo más propio, el único que bebe en sus propias
fuentes y en las de los clásicos. Andando el tiempo será el Xul Solar de
nuestra época. Porque Prior nunca hará nada por remediarlo, y menos
que nada leer revistas extranjeras para copiar el ultimo tupé de moda,
como hacen una buena parte de los artitas locales. Para este artista, el
buen cuadro en el arca se vende: espíritu generoso con los demás, jovial
y desprendido con su trabajo, culto y atento a lo que se publica y lee,
Prior es el último caballero pintor que ha parido la Argentina. Ni en las
noches más tórridas de alcohol y juerga, Prior pierde su mirada incisiva,
inteligente, y su gesto amable. Tuve la suerte de verlo muchas veces y de
facilitarle recursos y espacios para una singular exposición que llevaba
por título Óperas Chinas Completas, en julio de 1999.

CRÓNICA DE MARTIN DE AMBROSIO EN EL DIARIO PÁGINA 12 CON


MOTIVO DE LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO EN ARGENTINA, EN
2004.

L a semana pasada se presentó en el Centro Cultural de España La


venganza del gallego de Tono Martínez, que tiene poco de
venganzas y casi nada de gallegos. Es más bien un inteligente recorrido
por la vida cultural porteña vista con los curiosos ojos de un ser cuyo
cosmopolitismo incluso podría igualar al de la misma Buenos Aires.
Nacido en Guatemala de padre vasco exiliado y madre panameña, José
Tono Martínez se ha convertido, después de cuatro años en el país, en
una especie de argentino honorario. Y tal vez por eso la impresión que
dejó el acto de presentación de su libro –en el mismo lugar que dirigió
durante cuatro años– fue la de un festejo por el retorno del hijo pródigo.

D e modo que no casualmente la velada tuvo más emoción que


palabras, lo que por otro lado demuestra que Tono Martínez fue
menos vengativo que amable al evocar a la argentinidad y que su gestión
al frente del ICI fue impar. Y, justo es decirlo, pese a que el libro a veces
abunda en definiciones de “lo argentino”, la apuesta consciente del autor
no era tanto dar definiciones precisas e irrefutables como evocar a los
argentinos (o, más bien, a los porteños, como él mismo se corrige) con
los que departió en “inolvidables veladas”. Tanto que, aunque a veces
incurra en el peligroso género “ensayo de interpretación”, no deja de
aclarar en el mismo libro que “esa clase de generalidades que se dicen de
países y de gentes esconden casi siempre las mezquindades propias, la
tópica ignorancia en la que preservamos la seguridad de nuestro mundo,
de nuestro terruño”.

L a presentación de La venganza del gallego congregó en la pequeña


sala del CCE a editores, escritores y periodistas una fría tarde de
miércoles. Junto al autor estuvieron en la mesa de rigor la escritora Ana
María Barrenechea, el artista plástico Alfredo Prior y el escritor y crítico
literario Guillermo Saavedra. Luego de que Alfredo Prior realizara una
irreproducible intervención elogiosa –que incluyó en un deliberado
acento peninsular la afirmación de que “este libro es el mayor chiste de
argentinos”–, Barrenechea comparó la obra que se presentaba con
ciertos textos de Ortega que también hablan del Ser Nacional. Fue
Saavedra quien más se extendió: “Esta Venganza es la dialéctica de un
español dudoso y dudante precisamente de su misma condición de
español. Hijo de vasco y panameña llegó aquí menos español de lo que se
podía creer, pero tampoco latinoamericano sin fisuras como somos los
argentinos, aun sin quererlo”. Los abrazos y la nostálgica alegría
continuaron un rato más, pero entonces ya con vino en los cuerpos y las
almas.

Martín De Ambrosio

“Lecturas. Memorias del ex director del ICI de Buenos Aires


Cuaderno de un viaje accidentado”. Crónica de Leonel Giacometto,
publicada el domingo, 10 de octubre de 2004, en La Opinión.

Para quien no está al tanto de los avatares culturales nacionales


(porteños, más precisamente), el nombre de José Tono Martínez
(Guatemala, 1959) pasa tan desapercibido como el de muchos otros
que, de alguna forma u otra, en vida o dejando su herencia escrita
en arrugados papeles que se descubrirán (con suerte) en un futuro,
no intentan "ser" aquello que alguna vez escribió y cantó Sergio
Pángaro: "Aprende a decir la verdad como si fueran mentiras.
Siguiendo esta conducta nadie podrá distinguir tu falsedad."

Nacido en Guatemala, de padre vasco (exiliado) y madre panameña,


José Tono Martínez dirigió en la ciudad de Buenos Aires y por cuatro
años el Instituto de Cooperación Internacional (ICI), organismo
dependiente del Estado Español, hasta que fue destituido en 2001 a
raíz de presiones conservadoras (argentinas y españolas) en su
contra que se suscitaron tras una muestra del artista plástico León
Ferrari en las dependencias del Centro Cultural que tenía a su
cargo. "Yo ignoraba que dos años después una exposición dedicada al
artista argentino León Ferrari fuera a suponerme un interdicto por
parte de la administración española representada por el señor Miguel
Angel Cortés y el señor Rafael Rodríguez-Ponga, de los que se dice
que representan al Opus Dei el primero, y a los Legionarios de
Cristo, el segundo", escribió en uno de los capítulos de "La
venganza del gallego", libro que presentó recientemente en el mismo
lugar donde fue destituído.

En un mundo perfecto o en un mundo, aunque sea, más tolerante; sin


sectores reaccionarios que se rasgaran las vestiduras por
iconografías irónicas de santos condenados al Infierno, Tono
Martínez no hubiera sido destituído y tal vez hoy, ya finalizada su
gestión en la ciudad porteña, publicaría el mismo libro pero quizás
con otro título y uno que otro artículo menos. Por lo demás, el
tenor de una supuesta publicación sería el mismo. Es que, más que
una venganza o un ajuste de cuentas, "La venganza del gallego" es un
cuaderno de viaje a partir de la mirada inteligente y curiosa de una
persona que, en su vida y en los devenires de ésta, tuvo y tiene
tanto cosmopolitismo y "mezcla" como la Argentina.

Tono Martínez, más allá de su destitución, observa y reescribe su


mirada sobre Argentina, tierra a la cual arribó plagado de
prevenciones, preconceptos y mitos: "Debo decir ahora que llegaba a
Buenos Aires prevenido contra el argentino. Falsamente prevenido,
pero prevenido. Incluso en los servicios centrales de la
administración española que me delegaba a este país me habían
prevenido acerca de la doblez y de la petulancia del argentino.
(...) Yo ya había vivido en distintos sitios y yo mismo procedo de
distintos sitios. En eso, casi soy argentino, en el sentido de que
nunca he tenido del todo claro mi sentimiento de pertenencia, de
procedencia. Además, he comprobado que este tipo de generalidades
que se dicen de países y de gentes esconden casi siempre las
mezquindades propias, la tópica ignorancia en la que preservamos la
seguridad de nuestro mundo, de nuestro terruño".

Aunque en varias ocasiones en el libro aparece el término "ensayo de


interpretación", con "La venganza del gallego", su autor no intentó
comprender -y seamos sinceros- lo que todos sabemos que no tiene
explicación (por qué Argentina trata tan mal a los argentinos; por
qué detrás de la "argentinidad" está la verguenza; por qué nunca
estamos seguros si avanzamos o retrocedemos; etcétera), sino que,
desde una especie de "simbiosis porteña adquirida", evocó con una
"emoción sincera" a toda una lista de personas y personajes que
desfilaron ante (durante y entre) su estadía y gestión pública en el
país. En su cuaderno de notas, agradece con una melancolía de
extranjero sorprendido el hecho de haber aprehendido con exactitud
lo que implica "la amistad" y "la charla compartida", en lo que, al
parecer, los argentinos somos especialistas mundiales.

Pero también, corrosivo y sarcástico por momentos, intuitivo y


desconcertado por otros, y quizás con la autoexigencia de "conocerlo
todo" acerca la cultura argentina (aunque por momentos confunda
"argentina" con "porteña"), Tono Martínez disecciona e intenta
reflexionar sobre nuestro país. "El argentino, salvo excepciones,
mientras ejerce de argentino, siempre fracasa", menciona sobre el
comienzo de "La venganza del gallego" y argumenta, como ya lo había
dicho otro español, que la "argentinidad" se forjó en los barcos. Es
por eso que, quizás previendo que nadie lo haría por el momento,
Tono Martínez rescata, cita y rinde homenaje a un escritor netamente
argentino: Marco Denevi (Buenos Aires, 1923/1998).

Resulta, entonces, una de las sorpresas más interesantes del libro


cuando su autor considera a Denevi uno de los escritores más grandes
y "propios" de nuestro país. Sorpresa para algunos y desazón para
otros ya que, justamente, para muchos "popes" de las letras
argentinas el nombre, la figura y la obra de Marco Denevi, lisa y
llanamente, no existe. Sin embargo -y Tono Martínez los cita más de
una vez- Denevi escribió, entre otros, "Manuel de Historia" (1985) y
La República de Trapalanda (1989), libros que, cuando dejemos de
buscar quién sabe qué en los políticos y en la tele y se nos ocurra,
aunque sea con pereza, hurgar viejas estanterías, entenderemos cuán
profundo es el término "desencanto".

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