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Carta abierta a mi amigo Periandro,

Querido Periandro,

A la vuelta de mi viaje a tus posesiones andaluzas, herencia de tu


mujer y hechura suya en gran medida, la estupenda Auristela,
descubro en ti ciertos cambios que me preocupan. Ciertas tendencias que
siempre has tenido, incubadas, latentes, presentes desde los recuerdos de
tus antepasados, pero que ahora, como si se tratase de un destino
reservado, quieren aflorar, segarte, devorarte. Y, lo peor, tal vez, devorar
la felicidad enorme que has ido atesorando, la suerte que siempre te
sonrió y te vino, en ocasiones sin esfuerzo, pero que todos reconocimos
como parte de ti y de tu entorno, de tu familia, de tus hijos también
excelentes en todo, en belleza, en humanidad, en salud, en capacidad para
ponerse en el lugar del otro.

H ace más de doce años que no trabajamos juntos. El que fue tu


asesor es ahora tu amigo fiel y, como sabes, en muchas ocasiones
hemos intercambiado los papeles siendo tu consejo, literario, vital, y hasta
oracular, por el gusto que hallas en el Libro de los Cambios, uno de los
elementos de reflexión que más me importan a la hora de tomar
decisiones. Pero, sobre todo, a la hora de verme en tu espejo, a la hora de
tener que explicarme ante ti.

L a impresión que me has causado tras este encuentro no es buena. Es


como si te hubieras quedado colgado en alguno de esos meandros
del tiempo en los que uno, a poco que se descuide, queda varado, incapaz
en el propio fango de seguir navegando. Necesitas una marea poderosa
que te saque de allí. El aislamiento que has buscado, el retiro al cortijo,
tiene estas cosas, a veces. Comienza uno a tener ideas que presume como
excelentes pero que, lejos de los límites que imponen la ciudad y la moda,
la lucha por la vida y el debate a que esta obliga, pueden ser absolutas
majaderías, nonadas, que pasan a convertirse, para ese ser aislado, en
certidumbre. Sólo alguien con una poderosa formación, con una escuela
de soledad buscada y ganada, y con una poderosa capacidad de autocrítica
discursiva es capaz de aislarse de los demás y vivir, como las fieras, en el
monte. Sólo un dios puede hacer eso, echarse al monte, nos recuerda
Aristóteles. Y bien entiendes, querido Periandro, que monte es una
metáfora capi disminuida cuando uno piensa en tus olivos y encinas, tan
cuidados y ordenados.

C uando, además, no se tiene pasión en un proyecto personal,


artístico, empresarial, social, cualquiera, la opción del retiro se
puede convertir en un martirio, en un anticipo de un fracaso que, en tu
caso, sería un mal cierre, una mala salida de la escena. Ya sabes que al
entrar en escena, el buen actor busca captar la atención, fijar su tempo,
pero esto tiene truco porque el beneficio de la intriga por venir le
favorece. Pero, ¡salir bien de ella!, eso no tiene precio. Por lo demás, la
vida es proyecto, proyección a futuro, sea a cinco meses o cinco años.
Proyecto ejemplar que se proyecta en nosotros mismos, en nuestros
descendientes y amigos en cuando reflejo de pervivencia de nuestras
creencias y principios. Esto último es lo que los antiguos llamaban fama o
gloria, imperecedera. Pero consígase o no, nuestro deber no nos exime de
este proyecto ejemplarizante ni hasta el último segundo de nuestra vida.
Por nosotros, nuestros hijos, los que nos conocieron. Hasta el moribundo
tiene el deber de luchar y de morir bien. Y más en nuestro caso, amigo
Periandro, que enfrentaremos esa última representación incapaces de
creer en cualquier tipo de vida ultraterrena, ayunos de cielo.

T ú tuviste antepasados militares; un mariscal se cuenta entre ellos si


no me equivoco. Bien sabes que la concesión del campo, la
rendición, es un simple adelanto sobre algo que ya tenemos concedido
desde el nacimiento. Por esto mismo también los antiguos enfatizaban ese
hecho o suceso del buen morir, del ejemplo moral de acabar los días en el
siglo con entereza y dignidad. Pues esta pequeña victoria sobre la muerte,
la angustia y el dolor, era al menos un sustituto de la gran fama, de esa
que hacían libros y hazañas. Pero ¡ojo!, no un sustituto menor sino
elocuente. Jorge Manrique, en el poema que dedica a su padre menciona,
entre otros méritos del difunto, la entereza con la que el viejo Maestre don
Rodrigo encaró la hora final. Sólo esto podía y puede ser bastante. Y
cuando digo hora final, ¡claro!, no me refiero al momento o suerte de la
verdad sino al lento proceso de desgaste que conduce a esta. Por eso
cuestan las despedidas, pero sobre todo cuesta que se hagan bien. Así
decimos en castellano que acabe bien lo que mal empieza, porque es más
decisivo lo primero que lo segundo. Conoces el ejemplo de mi padre,
muriendo en casa, en su cama, víctima de un cáncer doloroso, pero sin
quejarse nunca, más bien preocupado por su mujer, nuestra madre,
exhortando a sus hijos a su cuidado.

P ero en tu caso, querido Periandro, my former advisee, entregarte a


este curso de acción y pensamiento, a tus cincuenta y seis años, es
una burla. Un capricho. Un desdén hacia una vida rica que te ha dado
tanto, y que te sigue dando. Ahí tienes a tu lado a esa suerte de diosa,
Auristela, que bien podría recordarte, por comparación con el común de
los mortales, todas las ventajas con las que habéis contado desde la línea
de salida. He detectado entre vosotros gestos adustos, miradas que no
buscaban la antigua y querida complicidad. Todo ello me entristece. Sé
que a ti también. Te recomiendo que te busques un analista, a ser posible
de escuela lacaniana, un intelectual. Es tu perfil. Lo necesitas. Antes
nunca hubiera hecho una recomendación parecida. Pero yo también he
ido conociendo nuestra debilidad, nuestra vulnerabilidad básica y tal vez
necesaria. Y decirlo todo, soltarlo todo, con honestidad, sé que es parte de
un proceso de conocimiento propio, por otras vías. Y de sanación. He
hablado con alguno de tus hijos. Concuerdan conmigo.
T ú también sabes que yo en mi tiempo fui eso que llaman un prisillas.
Por eso hoy recomiendo a quien me quiera oír que es fundamental
saber cumplir los plazos de las cosas, hacerlas a gusto, saciarnos de ellas,
en su momento justo. No es bueno dejar asignaturas pendientes. En lo
importante, no hay atajos. No quiero hacerme el viejo. Pero a mis
cuarenta y cinco años ya tengo perspectiva suficiente para ver y encontrar
por el camino a muchos amigos que quisieron correr más que su tiempo.
Al casarse, al tener hijos, al culminar empresas de un tipo u otro, y que
ahora de repente se encuentran en una edad todavía joven, pero en la que
ya nada les satisface, en la que ya nada encuentran ilusión, o consuelo.
Son carcamales prematuros, jóvenes viejos, que es mucho peor que viejos
jóvenes. Mi querida Constanza, al comentarle esta carta, y por lo bien que
te quiere, me ha recordado el caso de esos elefantes que se alejan de la
manada cuando llegan a viejos, para no herir o molestar a los demás,
porque se han vuelto gruñones, pesados, insolidarios. Carecen de
proyecto colectivo, y propio, que sólo es en lo colectivo.

N osotros no somos elefantes. Y como te he dicho, no estamos hechos


para la vida solitaria. Claro que hay excepciones, Periandro, lo
sabes mejor que yo. Fuiste tú quien quiso doctorarse en historia. Pero sólo
a los genios les está reservado el poder correr solos, más que su tiempo,
adelantarse a los acontecimientos y superar las medianías en las que nos
movemos. Pero pocos consiguen algo. La delimitación de fronteras entre
el loco y el visionario es escasa, borrosa. Sólo la comprendemos en
relación con el éxito obtenido, después, a veces mucho después. Bolívar, o
nuestro venerado Almirante de la Mar Océana, fueron visionarios;
Aguirre, un loco. Y no deja de ser curioso que los tres, en sus momentos
finales, murieran como fracasados, entre penalidades o exilios. Con este
oficio de vivir nunca se aprende, del todo.
S igo, querido Periandro, y voy terminando. No quiero que me acuses
de lo que suelo ser, barroco y prolijo. Te decía antes que el qué dirán
más allá de la muerte es un poderoso límite. Y al tiempo un no menos
poderoso estímulo. Ya sé que al muerto, al que se va, esto puede no
importarle. Pero a poco que se mire con cuidado verás que no es así. Pues
si ese deber del buen recuerdo del que te hablaba, como todo deber, no se
extingue con la muerte misma de uno, ¡qué podríamos decir entonces del
deber de vivir bien! Y fíjate que ambos deberes lo son en cuanto
proyectados hacia los nuestros, que tú bien amas. ¿O es que crees que
podrías librarte fácilmente del peso de tu ejemplo? En nosotros están los
muertos, aunque no los hayamos conocido. Si no te bastase un deseo
propio de hacer algo con pasión, que puedo entender no tengas, esto que
te digo basta y sobra para mantener el tipo.

P or todo ello, Periandro, uno siempre debe vigilarse, contenerse,


antes de soltarse del todo, abandonado a humores y acechanzas de
tinieblas interiores. Sólo un amor general al mundo y la vida, la nuestra y
la de los otros, en su conjunto, puede ayudarnos en esta tarea que, se ha
visto, no termina nunca, ni después de la muerte.

U na última observación, si me permites. Me dices que no encuentras


en tus pagos y haciendas contertulios de mérito que te acompañen
y distraigan. En ti esto es posible. Pero yo dudo que no los haya. Por lo
poco que he visto. Es más bien la curiosidad en el otro lo que te está
faltando, como reflejo de tu falta de curiosidad en ti mismo. La curiosidad
de saber lo que uno puede hacer mañana. Lo que harán tus nietos, el
mensaje que les dejarás a esos dos hermosos que tienes ya. Y a otros que
puedan venir. Y si hubiera algo de cierto en esto que dices, yo te pregunto,
¿haces tú lo suficiente para buscar a los viejos amigos de mérito?,
¿cultivas los que tenías? Recuerda aquí el adagio también de los antiguos:
“No te hagas deprisa de amigos, pero tampoco te deshagas de ellos con
prisas”.

Saluda y besa a mi querida Auristela,

Tu amigo JTM
En Madrid, a 8 de febrero de 2005

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