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Ventana 654

¿Cuánto falta para el futuro?

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SECRETARÍA DE MEDIO AMBIENTE Y RECURSOS NATURALES
Ing. Alberto Cárdenas Jiménez
Secretario
Jaime Alejo Castillo
Coordinador General de Comunicación Social
Tiahoga Ruge
Coordinadora General del Cecadesu

SOCIEDAD MEXICANA PARA LA DIVULGACIÓN


DE LA CIENCIA Y LA TÉCNICA, A.C.
Fís. Ernesto Márquez Nerey
Presidente
M. en C. Salvador Jara
Vicepresidente
M. en C. Roberto Sayavedra Soto
Secretario
Lic. Octavio Plaisant
Tesorero

La Colección Básica del Medio Ambiente es una coedición de la Secretaría


de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT), a través del Centro
de Educación y Capacitación para el Desarrollo Sustentable (CECADESU), y
la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica, A.C.
(SOMEDICYT).
Ilustraciones: Leticia Barradas

José Luis Zárate

Ventana 654
¿Cuánto falta para el futuro?

COLECCIÓN BÁSICA D E L MEDIO AMBIENTE


Ventana 654. ¿Cuánto falta para el futuro?
Primera edición, 2004

D. R. © SOCIEDAD MEXICANA PARA LA DIVULGACIÓN DE LA CIENCIA


Y LA TÉCNICA, A.C. (SOMEDICYT)
Casita de la Ciencia, planta baja
Museo de las Ciencias Universum
Circuito Cultural, Ciudad Universitaria
04510 México, D.F.
www.somedicyt.org.mx

D. R. © SECRETARÍA DE MEDIO AMBIENTE Y RECURSOS NATURALES


(SEMARNAT)
Bulevar Adolfo Ruiz Cortines 4209
Col. Jardines en la Montaña
14210 México, D.F.
www.semarnat.gob.mx

CENTRO DE EDUCACIÓN Y CAPACITACIÓN


PARA EL DESARROLLO SUSTENTABLE (CECADESU)
Progreso 3, primer piso
Col. Del Carmen Coyoacán
04100 México, D.F.
cecadesu@semarnat.gob.mx
http://cruzadabosquesagua.semarnat.gob.mx

Revisión Técnica
Nashieli González Pacheco
Teresita del Niño Jesús Maldonado Salazar
Miguel Ángel Domínguez Pérez Tejada
Cecilia Escárcega Solís

Edición, formación y coordinación editorial


ADN Editores, S.A. de C.V.
Norma Castillo y Myriam Núñez

Diseño de la colección
Carlos Gayou

Ilustración de portada e interiores


Leticia Barradas

ISBN 968-7734-16-7

Derechos reservados conforme a la ley.


Impreso y hecho en México con papel 100 por ciento reciclable sin cloro.
ÍNDICE

1. Antes del juego 7


2. El juego 29
3. Después del juego 67
4. Ventana 654 97

GLOSARIO 115
Esta novela va dedicada a
Verónica Murguía, David Huerta,
Rax, Alberto, y a José Luis,
quien recorrerá la Ventana 654.

Un libro, cualquier libro, no puede ser escrito sin la generosa


ayuda de otras personas que ignoran qué hará el autor, pero que
confían en él y le ofrecen ese apoyo que hace que recorrer las
ventanas de la imaginación sea un auténtico placer.
Gracias a Nashieli, Teresita, Cecilia y Ernestina.

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1

ANTES DEL JUEGO

—Yo sólo fabrico ojos, sólo ojos, diseños


genéticos. ¿Eres Nexus, eh? Yo diseñé tus ojos...
—Me gustaría que pudieras ver lo que yo he
observado con tus ojos.
BLADE RUNNER
—Ignoramos quién lanzó el primer ataque...
lo que sí sabemos es que nosotros
quemamos el cielo.
MATRIX

INSERT A DISC...

L a mujer bajó corriendo las escaleras, con un portafolio


lleno de papeles, buscando en su pesada bolsa, colgada al
hombro, una docena diferente de cosas, mientras se decía
que no debía olvidar los libros, las hojas, los apuntes, los
boletos de avión. Miró su reloj: las 2.30 am. Apenas iban
a llegar a tiempo al aeropuerto. Se detuvo un segundo en
la entrada.
¿Tenía tiempo de subir, despertar a Raquel y decirle
que se cuidara?
—Mamá, ya tengo 13 años —diría su hija, muy seria,
y, la verdad, no disponía ya ni de un minuto libre.
Le pesó un poco no despedirse de Raquel, pero no
tenía caso despertarla. Además, ya se habían puesto de
acuerdo, y el encuentro de investigadores sólo duraba
cuatro días.
Salió, cerró, fue corriendo hacia el taxi mientras su
marido mantenía abierta la puerta. En la oscuridad
avanzaron a toda velocidad.
—¿Traes todo? —se preguntaron al mismo tiempo.

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—Sí —afirmó él con un tono muy poco convincente.
—Sí (espero).
—¿Te despediste de la niña?
—En la noche, antes de que se durmiera, estuve con
ella un rato... Pero no creas, me dieron ganas de despertarla
y darle otro beso.
—A mí también.
Se miraron, sintiéndose un poco culpables. Tal vez
en una vida tan bien planeada como la suya debería exis-
tir un espacio más grande para convivir con su hija. Por
independiente que fuera, por grande que estuviera, por
bien que se cuidara, aún era su bebé.
Lo bueno es que se quedaba con Marina que, también,
estaba acostumbrada a los largos viajes de la pareja, tal
vez más numerosos en los últimos meses. Raquel pasaba
más tiempo con ella que con sus padres. Pero los próximos
meses lo arreglarían. De verdad.
—Regresando llevaremos a Raquel a algún lugar
que le guste.
—Eso, todos necesitamos unas vacaciones.
—Llegando...
—Todo saldrá bien, ya verás. Le compraremos algo
bonito en el viaje. Algo tradicional. ¿Qué le gusta?
—Los GameBoys.
—Bueno, eso. Muy tradicional. ¿Trajiste la confe-
rencia?
—¿Crees que esté bien?
—¿La conferencia?
—Raquel...
—Por supuesto. ¿Qué podría pasarle?

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En esos momentos, Raquel subía lentamente unas escaleras
negras. Eran de piedra, lo cual representaba una ventaja:
no rechinaban. Era necesario no hacer ruido alguno. Así
no podrían localizarla. Había visto lo que hacían con los
que encontraban.
Subía casi a oscuras. Apenas podía ver. Los focos
en las paredes funcionaban perfectamente, pero estaban
cubiertos de una sustancia espesa, líquida, roja. Parecía
que alguien hubiera arrojado una cubeta de pintura contra
las paredes. Pero eso no era una pintura, y no habían usado
una cubeta, precisamente.
El cuerpo estaba acurrucado contra los escalones, un
títere sin cuerdas. Lo que había pasado aquí fue rápido,
terrible, mortal. Después de acabar con las personas del
comedor, el o los enemigos habían subido las escaleras a
toda velocidad y se habían encontrado a medio camino
con ese hombre.
Raquel se volvió lentamente, casi podía esperar ver
algo subiendo apresuradamente detrás de ella. No había
más que oscuridad. No se sintió tranquila en modo algu-
no, posiblemente esperaran arriba, a que terminara de
subir. Y todas las puertas se encontraban cerradas. Había
rejas en las ventanas que impedían que rompiera un vidrio
y escapara al exterior. El lugar había sido construido para
que nada entrara. Pero lo que fuera que querían mantener
afuera, había entrado ferozmente, y ahora no había forma
de salir.
Tal vez el cuerpo a mitad de las escaleras tuviera una
llave que sirviera en alguna de las mil cerraduras, tal vez
ahí se encontraba lo necesario para escapar.
Se acercó lentamente, sabía que el cuerpo iba a estar
lleno de horribles detalles que no quería ver. Pero debía.
Si iba a salir viva de aquí era necesario prestar atención
a todo.
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El hombre vestía un traje azul. Era un guardia de
seguridad. En el cinturón llevaba un llavero repleto, lo
cual era bastante bueno. No tenía arma alguna, lo cual era
bastante malo.
Raquel miró el brazo roto y supo que algo terrible-
mente fuerte le había arrancado el arma de las manos.
Debía recordarlo. El enemigo iba, también, armado.
Algo, a lo lejos, rió. Una risa no humana. Fue en-
tonces cuando el guardia abrió los ojos. Ojos rojos, bri-
llantes, con pupilas de gato. Con fuerza inusitada le aga-
rró el brazo.
A su pesar, Raquel se sobresaltó. ¿Qué hacer? Sin
armas, indefensa, atrapada por algo que iba transfor-
mándose en una bestia terrible. Tenía, cuando mucho, un
segundo para actuar. Pensó usar las llaves como arma,
pero no era suficiente, no para detener algo con garras y
colmillos. Para sobrevivir no bastaba con herirlo, debía
inutilizarlo...
Y a mitad de esas escaleras interminables no había
nada que pudiera utilizar como arma. Nada: excepto las
escaleras mismas.
Sin ver el control que tenía en sus manos, marcó A,
B, círculo, círculo y en la pantalla del televisor la mujer
atrapada por el monstruo se dejó caer por las escaleras,
arrastrando consigo al enemigo. Bastó un B, B, cuadrado,
X para dar un elegante giro en el aire, usar su peso como
palanca y, en un sorpresivo movimiento, lanzar sobre su
hombro a la bestia, hacia el abismo de escalones...
El guardia rebotó en cada uno de ellos, herido, pero
no muerto. No podía morirse más de lo que ya estaba. Lo
malo de los zombis es que demostraban, siempre, ser
unos necios. No importaba las veces que los destruyeras,
se ponían de pie y continuaban su sencillo plan de co-
merte.
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Raquel aferró (triángulo, X) la barandilla esperan-
do, tal vez, que se desprendiera y usarlo como mazo; sin
embargo, la mujer en la pantalla se puso de pie en la
barandilla y se deslizó como si se tratara de surf...
Zuuuuuuuuum. Adiós, zombi... Pero abajo, dos más la
esperaban, hambrientos. Eliminarlos era tan sencillo que
Raquel suspiró. Entonces uno de ellos sacó el arma del
guardia y empezó a disparar...
Los dedos de Raquel se movieron con tal agilidad
sobre el control que verlos era tan desconcertante como
ver los movimientos de los personajes en la pantalla.
El control tenía diez botones, con los que se podían
hacer millones de combinaciones diferentes, y ella parecía
usarlas todas.
Así como una persona que conduce efectúa casi
inconsciente los movimientos de la palanca de velocida-
des, los pedales y el volante, Raquel no podría decirte
exactamente qué botón oprimía a cada momento, pero
era indudable que no fue el azar quien logró que 25
zombis, tres vampiros y un comando armado fueran
destruidos sin usar arma alguna.
Raquel terminó tan satisfecha de su último movi-
miento que miró a su alrededor, buscando, tal vez, a al-
guien que la felicitara. Entonces fue consciente de que
no se encontraba en una mansión de dos kilómetros de
largo llena de mutantes hambrientos, sino en su cuarto,
vestida con una bata rosa de ositos (que odiaba, pero que
era la más cómoda de todas).
Miró la caja donde había venido el juego: “La Casa
de las Bestias IV”. En la portada, una mujer de ropa
ajustada le apuntaba con un cañón a lo que parecía una
medusa con los tentáculos llenos de navajas. Parecería
que esa mujer nunca usó una bata con ositos.

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Raquel guardó el nivel en la tarjeta de memoria,
quitó el CD. Miró la pantalla. El logotipo de su consola de
juego solicitaba que empezara a jugar de nuevo: “Insert
a disc”. Durante un segundo dudó, ¿por qué no? Pero
olvidaba algo. Mientras guardaba el disco compacto se
preguntó por qué su casa estaba tan tranquila.
—¿Mamá? —preguntó al aire— ¿Ya se fueron?
Silencio. Miró sobresaltada el reloj. Se había man-
tenido despierta para despedirse, y para no dormir había
colocado un ratito su nuevo juego. Pero el tiempo se le
había ido como agua (tal vez cuando cayó en la piscina
del spa maldito y esas cosas como arañas con aletas in-
tentaron ahogarla).
Ya no eran las 12 pm.
—¿Mamá? —dijo, saliendo de su cuarto.
—¿Papá? —llamó mientras bajaba las escaleras
rápidamente, como si pudiera alcanzarlos, aunque ya
sabía... Ya no estaban las maletas, ni la laptop de mamá,
ni los boletos cuidadosamente puestos a mitad de la mesa
para que no se les olvidaran. Sabía lo distraídos que eran
sus padres a veces y ella había insistido en poner lo
importante a la vista.
Se habían marchado ya. Y no los oyó cuando se fue-
ron, no pudo decirles adiós, no pudo darles otro beso de
la buena suerte.
“Ay, hija, es que cuando prendes tu juego te pierdes.”
¿Qué podía responder a eso en vista de que, esta vez, ha-
bía sido cierto? Pero ellos tampoco vinieron a despe-
dirse. Sin embargo, ¿no había quedado con ellos que no
era necesario? Pero iba a extrañarlos y por eso quería
despedirse.
Raquel recorrió la sala vacía, la cocina sin nadie, se
sirvió un poco de leche y se quedó mirando el vaso a mitad

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de la mesa. Ella se sintió también un vaso a mitad de una
mesa vacía. No tenía por qué estar triste. Había hablado
del viaje con sus padres, se habían despedido antes de
acostarse, Marina estaba en su cuarto, bien dormida.
Mañana la levantaría temprano para llevarla a la escuela.
Raquel tenía exámenes. No había por qué sentir que la
garganta le dolía y los ojos se le humedecían. Lavó el
vaso, lo secó cuidadosamente, lo puso en la alacena con
los demás.
Quién sabe por qué, tuvo el impulso de tocar en la
puerta de Mari. Pero se arrepintió. Ya estaba grandecita.
¿Qué podría decirle? ¿Mari, me dio tristeza que se fueran
mis papás? Después subió lentamente las escaleras de su
casa (no había sangre ni oscuridad, pero igual le pesó
mucho subirlas).
Mientras insertaba el disco en la consola de juego se
dijo que, tal vez, una legión de muertos-vivos no fueran
tan mala compañía.

LOADING...

—Los retrovirus en las muestras de fauna amazónica des-


plazada —leyó Raquel, sobre el hombro de su madre—...
Suena muy interesante, mamá.
La mujer sonrió y dejó de escribir.
—Vas a pedirme algo.
—Voy a presumirte algo.
—A ver.
—Me llegó hoy.
La carta que le mostró Raquel no tenía nada de
impresionante. Un sobre blanco, una hoja impresa en
computadora que empezaba con un impersonal: “Querido/
a Sr/Sra”, lo cual era signo de que había sido escrito por

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una computadora, uno de los tantos mensajes automáticos
que las compañías lanzan al aire. Correo basura. Sin em-
bargo, éste llevaba el nombre de su hija en el remitente.

Raquel Oviedo
Presente
Nos es grato invitarlo/a a participar en la contienda anual de
survival horror de nuestra compañía, a celebrarse en...
Grandes premios y oportunidades.
(No es necesario comprar nada para participar)

—¿No es maravilloso, mamá?


—No veo nada maravilloso en que te inviten a algo
llamado “horror de supervivencia”.
—Es un tipo de videojuegos, mamá. Hay muchos
tipos. Aquellos en los que tienes que dispararle a todo lo
que se mueve se llaman “mata-mata”, también están los
llamados “tirador en primera persona”, o los deportivos,
los de competencia, los de estrategia y, claro, los que
mejor se me dan: los “survival horror”, son esos en los que
debes mantenerte vivo en un lugar donde tratan de matar-
te, como en Isla Zombi, CyberMasacre, La Casa de las
Bestias...
—Y después afirman que los videojuegos no son
educativos.
—Ay, mamá, tú me regalaste Ciudad de Muertos III
hace un mes.
—Tú escogiste el CD. Y recuerdo que la portada del
videojuego que me enseñaste tenía unas muchachas
jugando voleibol en la playa.
—Sí, cuando regresan de las vacaciones, todos en su
ciudad son zombis, y deben sobrevivir y no tienen más
que...
—Bikinis y tablas de surf.

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—Exacto, al final todas terminan llevando equipo
militar y un helicóptero blindado. Esos juegos son muy
divertidos. Debes escapar de los malos, descubrir qué
pasó para que el lugar donde estás se transformara en una
trampa mortal, sobrevivir y escapar usando sólo lo que
puedas encontrar en los escenarios. Y yo soy muy buena
en esos juegos. Tan buena que me invitaron expresamente
al campeonato. ¿Puedo ir?, ¿puedo?, ¿puedo?, ¿puedo?
El asunto, naturalmente, no era si podía, sino si
debía.
Raquel estaba pasando demasiado tiempo con los
videojuegos, ya había tenido un par de problemas en la
escuela por tareas sin entregar y olvidos de exámenes
motivados, siempre, por la máquina. Tenía la impresión,
además, de que su hija no estaba durmiendo lo necesario.
Sin embargo, también se sentía un poco culpable porque
no había estado suficiente tiempo con ella últimamente,
y porque no había podido cumplirle esas vacaciones en
familia prometidas, ya que siempre se atravesaba algo
nuevo.
Y Raquel lucía tan orgullosa de la invitación.
—Es como una competencia, un torneo, mamá. Y yo
soy la mejor. Sé que soy la mejor.
Bueno, una competencia quería decir gente, muchos
participantes, personas con quienes hablar. Un mundo
fuera del aparato. Fue por ello que dijo que sí.
—Los atletas olímpicos van solos a las competencias
—dijo Raquel a su mamá al día siguiente.
—Llevan a sus entrenadores y como 50 cámaras de
televisión.
—Soy una ciberguerrera en una contienda altamente
tecnológica. Está mal visto que a los ciberguerreros los
acompañe su mamá.

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—Me pondré en la última fila de asientos y fingiré
que nunca tuve la dicha de tener una hija que me ignora.
—Ay, mamá: no hay asientos.
Había un montón de pantallas planas gigantes, mu-
chas consolas diferentes de juego, kilómetros de cables
negros reptando por todas partes, anuncios de nuevos
CDs, un tipo disfrazado de erizo, otro de fontanero ita-
liano, un río de gente.
“Este es el mundo de mi hija”, pensó. Luces de haló-
geno, sofisticados controles, el aroma de la electricidad,
paneles de aluminio, plástico por doquier. El lugar lucía
más industrial de lo que era. Todo lo que había a la vista
había sido diseñado para presumir que era alta tecnología.
No había ventanas. Bueno, sí, pero no daban al
exterior, sino a otros mundos.
Cada pantalla mostraba un escenario completa-
mente diferente. Había bosques de acero, horizontes ex-
traterrestres, cuevas llenas de dragones, carreteras infini-
tas, caminos interestelares. Paisajes de colores imposi-
bles, de ángulos que negaban la gravedad. Montañas
hechas de agua, mares de agujas... Y todo moviéndose,
girando, activo, pulsante.
Después de enseñar su carta, a Raquel le dieron un
gafete, una lista de competencias programadas y un ma-
pa. Mientras se trasladaban a través del mar de gente,
Raquel saludó a un par de muchachos:
—ETech, Dos-0.
—Extraños apodos.
—No son apodos, mamá, eso es taaan viejo. Son
nicknames.
—¿Y de dónde los conoces?
—De los juegos en la red.
—¿Survival horror?

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—Exacto, y mira, ahí viene uno de los mejores... Ey,
Alberto, ¿también te invitaron? Nos vemos al rato...
—¿Cuál es su nickname?
—Alberto. Capaz y hasta es su verdadero nombre.
Al llegar al sitio de competencia, la mamá de Raquel
vio que, después de todo, sí había asientos, pero sólo para
los contendientes. Con la vista fija en la pantalla, su hija
aceptó, casi sin ver, un control.
“Loading...”. El mensaje indicaba que el universo
contenido en el CD empezaba a cargarse en la consola de
juegos. Qué distinto era de los videojuegos de su época.
Cuando ella jugaba Pac-Man bastaba un joystick y un
botón. Miró el control que su hija sujetaba con familiaridad:
parecía una M transparente para que pudieran verse los
chips y tabletas que lo formaban. No pudo dejar de notar
que había un minúsculo joystick y cuatro botones para
cada pulgar. Y eso sin contar que los índices tenían
también botones.
En la pantalla un dinosaurio gigante empezó a
perseguir un helicóptero. Los dedos de Raquel danzaron
sobre los botones. Sonreía, sin notarlo, sin tomarse la
molestia de ver el entorno, concentrada ya en el juego. Ya
no estaba ahí. Su hija había salido por una de esas
ventanas a otro universo.

WAITING...

En la pantalla de la computadora, en el Messenger, fue


apareciendo, poco a poco, la conversación:

RAQUEL DICE: Dime un empleo feliz.


ALBERTO DICE: ¿Millonario?
RAQUEL DICE: No, algo que te encantaría ser.
ALBERTO DICE: Millonario.

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RAQUEL DICE: Algo así como el que prueba en las fábricas de
chocolate para ver si saben ricos...
ALBERTO DICE: Los que usan los nuevos juguetes para com-
probar si son seguros.
RAQUEL DICE: El público que ve las películas antes del estre-
no para ver si les gustarán a todos.
ALBERTO DICE: Catador de refrescos.
RAQUEL DICE: ¿Qué es catador?
ALBERTO DICE: Como el probador de chocolates, pero con
líquidos...
RAQUEL DICE: Ayudante de los Reyes Magos.
ALBERTO DICE: El de los ayudantes es Santa Claus.
RAQUEL DICE: Da igual. No sé... ¿qué otro empleo feliz se te
ocurre?
ALBERTO DICE: ¿Crítico de DVD al que le envían todos los
estrenos?
RAQUEL DICE: Tal vez. Ya sé. Cuidador de animalitos recién
nacidos.
ALBERTO DICE: Si te gustan los cachorros... No se me ocurren
más.
RAQUEL DICE: Ni a mí. Bueno, eso prueba lo que te decía:
ninguno de ellos es más feliz.
ALBERTO DICE: Es que nada se le parece. Nada es como ser
B-tester.

La mamá de Raquel releyó la carta nada impresionante


que llegó, ahora con su nombre, en la que le informaban
que su hija había sido la ganadora indiscutible de la
contienda anual de survival horror (“Sólo no dejé que
me comieran” comentó Raquel, modestamente) y le in-
formaban que una firma de software deseaba su auto-
rización para ofrecerle a su niña (“Ay, má, ya tengo 13”)
un empleo como B-tester.
Después leyó de nuevo el diccionario de informática
en línea que su hija rápidamente le localizó para que

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supiera que ser un B-tester no tenía nada de malo y sí
muchísimo de bueno.

Beta-tester
Antes de que un programa de software salga al mercado es
imprescindible una prueba de campo, en este caso, su uso por
parte de un determinado número de usuarios, técnicos, pro-
gramadores y especialistas con el fin de determinar fallas,
errores u omisiones en su funcionamiento. A este grupo se le
denomina Beta-tester. Su característica principal es que no
deben pertenecer a la empresa que desarrolla el programa y
que realicen las pruebas en un entorno real, en el medio en que
se utilizará realmente, esto es, como si hubieran adquirido el
programa y trabajaran diariamente con él.

—Entonces...
—Mamá, me van a pagar por usar videojuegos. Mi
empleo será jugarlos. ¿No es maravilloso?

Un par de días después se encontraban en una habitación


gris, aburrida, sin revistas recientes. Las salas de espera
son todas iguales. No importa si sus puertas llevan a un
dentista, un trámite, o una compañía desarrolladora de
videojuegos.
Raquel leyó por octava vez la plaquita de plástico:
SC Software Corporativo.
—Al menos no es Nekronos Corporation —le
murmuró Raquel a su mamá.
—¿Perdón?
—La compañía malvada que convierte a todos en
zombis en Casa de Bestias. Está experimentando para
crear supersoldados y libera un gen mutante que... bueno,
ya sabes. Una corporación enorme.

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—SC no suena muy atractivo, ¿verdad?
—Y no tiene instalaciones subterráneas, ¿qué cor-
poración no tiene instalaciones subterráneas?
Hasta ese momento, SC la había decepcionado. Un
edificio común y corriente en una calle del centro de la
ciudad. Para colmo las oficinas estaban en el tercer piso.
Nada de ambiente de alta tecnología. Aunque sabía que
eso sólo pasaba en los videojuegos, esperaba pisos de
aluminio, puertas deslizantes automáticas, o, por lo menos,
lectores de retina y huellas digitales. Tal vez fuera mejor.
En los videojuegos, mientras mejor lucieran los edi-
ficios de una corporación, peores eran sus intenciones. Y
en esa salita gris no había mucho espacio para esconder
mutantes hambrientos. Pero tampoco tenían carteles en
las paredes, ni anuncios gigantescos de sus videojuegos,
enmarcados en acrílico. El único adorno era una polvosa
palmera en una maceta. Ni siquiera era de plástico.
—Parece que alquilaron las oficinas...
Se sentía atrapada en el waiting... (cuando la máquina
te pedía que esperaras mientras acababa de organizar el
juego). El instante eterno antes de empezar.
Entonces se abrió la puerta, y un sonriente ejecutivo
fue a recibirlas. Pasaron a una oficina que, para colmo, ni
siquiera tenía una computadora a la vista. Raquel se
enteró entonces que sólo habían ido a firmar papeles.
Autorizaciones, permisos, sobre todo un documento
llamado “Contrato de confidencialidad”, que parecía ha-
ber sido escrito por la propia Nekronos Corporation. En
pocas palabras, Raquel se comprometía a no revelarle a
nadie el contenido del software que iba a probar, cosa que
le parecía de lo más lógica en el competitivo medio de los
videojuegos; si contaba algo, cualquier cosa, a personas
no autorizadas por Software Corporativo, las consecuen-

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cias eran terribles: demandas, prisión y, lo peor, como
era menor de edad, el castigo también llegaría a quien se
hiciera legalmente responsable de sus actos. Su mamá, en
este caso. Dudó un segundo, antes de firmar. Sí, las con-
secuencias de una indiscreción eran terribles, pero des-
pués de todo era sólo un videojuego. ¿Qué podía haber
de secreto en un videojuego?

“SC Software Corporativo” decía en el camión que se


estacionó frente a su casa el día siguiente. Era un camión
relucientemente negro, digno de aparecer en cualquier
pantalla.
Dos hombres hablaron con la madre de Raquel unos
minutos antes de empezar a descargar cosas. La niña
había supuesto que, simplemente, iban a pasarle un CD
para que jugara y algún montón de papeles para que co-
mentara todo lo que es importante en un juego: ma-
niobrabilidad, inteligencia artificial, tiempo de respuesta
de los controles, en fin, ese sencillo tipo de cosas. Nunca
se imaginó que le llevarían equipo. Sin saber muy bien
qué esperar, les enseñó su cuarto. Los hombres midieron
distancias, sacaron un pequeño librero, uno de ellos em-
pezó a modificar el contacto eléctrico visible. Otro fue
trayendo cajas y cajas de las que sacaba relucientes apa-
ratos. Raquel no cabía en sí de emoción. Comprendió que
por eso el contrato de confidencialidad era tan severo. Iba
a probar un nuevo juego, sí, pero al parecer también una
nueva consola de juegos. Las más sofisticadas tenían el
tamaño de una caja de zapatos. ¿Qué podía esperarse de
una consola de juegos del tamaño de un escritorio?
¿Cuánta memoria habría libre para la creación de

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imágenes? Mucha, muchísima. ¿Qué tipo de pantalla
usarían? Esperaba que una de esas enormes pantallas
planas que abarcaban una pared completa. Sería como
estar ya en el mundo virtual, como si un par de pasos le
permitiera estar adentro.
Cuando se fueron, Marina miró desconsoladamente
el montón de empaques de plástico rígido desechados que
no iban a caber en las bolsas de basura...
—32 cajas —dijo su madre—, metieron a la casa 32
cajas y algo que parecía un refrigerador negro.
—Dicen que mañana van a traer más.
—Ay, hija, créeme que ahora sí extraño al Pac-Man.

CHOOSE A DIFICULT LEVEL...

Había que vestirse para las graduaciones, para los bailes,


para los eventos deportivos. Bien, parecía que dentro de
poco habría que vestirse para los videojuegos. Raquel fue
sacando de sus cajas las prendas de color azul oscuro, con
ese aspecto entre tela y plástico de las ropas que usan los
corredores olímpicos, o los hombres-rana. Naturalmente
eran a su medida. Primero, una elegante chaqueta de
neopreno, llena de bultos que eran, al parecer, microchips,
una fuente de energía y un contacto inalámbrico; no tenía
un cuello convencional, sino un collarín rígido. Tam-
bién había un par de guantes largos. Cuando los vio por
primera vez creyó que eran los viejos data-gloves:
controles en forma de guante para videojuegos. Eran algo
más sofisticado que ello. Y por último, un casco negro,
parecido a una escafandra increíblemente ligera. Raquel
la tomó y se dijo que estaba a punto de comenzar su
carrera de B-tester. De entrar a un juego que por el
momento era únicamente suyo. Sonrió. Miró a su

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alrededor, a los nuevos aparatos que casi llenaban su
habitación.
—Bien, es hora —dijo, para sí.
Podía haberle pedido ayuda a Marina para vestirse
o verificar los aparatos, o para que fuera testigo del ini-
cio del juego. O esperar a que su mamá regresara del
simposium al que se había ido. Pero este asunto era
totalmente suyo, se lo había ganado, se comprometió a
realizarlo y no revelarle nada a nadie. Ella iba a realizarlo
sola. Sintió un agradable vértigo por todo ello.
Se vistió con cuidado, sintiéndose a la vez un poco
ridícula con todo ese estrafalario equipo encima, y a la
vez muy bien porque estaba portando un vestuario creado
única y exclusivamente para esta tarea: como los trajes de
los astronautas o de los buzos de mar profundo.
En cuanto cerró el chaleco empezó a escucharse un
ligerísimo tono eléctrico, como una cámara cuando carga
el flash. Se puso los guantes. Estaban hechos de un
plástico suave, ligeramente húmedo; casi parecía piel,
pues dibujaba los músculos que cubría. Eran tan largos
que podían conectarse al chaleco. En cuanto unió las
piezas, la fibra óptica que los rodeaba como costuras, se
iluminó.
La energía venía del vestuario mismo (“recuerda
recargarlo en la noche”, se dijo), ningún cable la unía a
las consolas de juego, o a los contactos de electricidad.
Del mismo modo no necesitaba cables para dar ins-
trucciones. No había ninguna posibilidad de enredarse
con los controles, con la gruesa maraña de las conexio-
nes. Era libre, gracias a toda esa alta tecnología.
—¿Cuánto costará esto? —pensó.
Bueno, ¿qué importaba? Por el momento era todo
suyo. Se había sentido bastante desilusionada cuando no

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trajeron ninguna pantalla gigante de alta resolución para
el videojuego. Pero pronto descubrió que habían traído
algo mucho mejor. Se colocó el casco. Pensó que debía
verse extraña con esa cosa puesta, como si tuviera la
cabeza dentro de una pecera negra. No era posible ver
nada, completamente a oscuras. Lo apoyó en el collarín
del chaleco. Con un ligero chasquido la pieza encajó
perfectamente. Entonces la luz la inundó. El interior del
casco era la pantalla del juego. Ponérselo era como
sumergirse en la imagen. En este caso, una colina verde
muy común y corriente. Un árbol a lo lejos, un río co-
rriendo tranquilo por ahí, nubes algodonosas. Todo in-
creíblemente detallado. El casco conservaba la perspec-
tiva real. Si giraba la cabeza, las imágenes no se des-
plazaban como si hubiera portado unas gafas-pantalla. Se
quedaban ahí y podía ver nuevas imágenes. Dio media
vuelta y tuvo una perspectiva de 360 grados del lugar.
Alzó la cabeza lo más que pudo y vio el cielo, tan azul y
preciso que sintió un poco de vértigo. Bajó la mirada para
ver el suelo: pasto verde. Era increíble. El casco debía
calcular los movimientos que hacía (tal vez mediante el
collarín) y los interpretaba para que su vista luciera real.
Estaba dentro de la pantalla.
Alzó las manos. Por un segundo esperó ver los
guantes llenos de luz, pero aparecieron ante ella dos ma-
nos delgadas y largas. No eran reales, tenían ese color
plástico que tiene toda piel en los videojuegos. Los guan-
tes mandaban una señal que le permitía a Raquel ver sus
movimientos realizados en ese mundo virtual.
—¡Guau! —exclamó.
Recordando las instrucciones, giró dos veces las
muñecas y ante ella apareció un control de videojuego.
Estiró sus manos virtuales y lo tomó. Con él podía avan-

25
zar como acostumbraba hacerlo en las consolas de juego.
Con otro girar de muñecas el control desaparecía y podía
tomar cosas del mundo virtual. Se agachó para tomar una
roca, esperando, casi, sentir el tacto, la rugosidad del ob-
jeto, pero era sólo una imagen. Las imágenes no pesan.
Era agarrar humo, niebla, nada. Sin embargo, el casco
seguía siendo una maravilla.
Raquel respiró profundamente, trató de relajarse.
Era hora de comenzar el juego... Hizo aparecer el control.
La primera sorpresa es que no apareció el conocido
letrero de “Choose a dificult level...” No se le preguntó si
deseaba que todo fuera fácil, promedio o difícil. Si de-
seaba enfrentar desafíos de aprendiz, experto o maestro.
Cuando no preguntan nada así, Raquel sabía, por expe-
riencia, que el juego era demasiado sencillo, o excesiva-
mente duro, y el que empezó no fue sencillo en absoluto.

START

La mamá de Raquel guardó sus papeles, y pensó en su hija


en ese momento. El simposium se había alargado un par
de días. Y el trabajo que ella y su esposo presentaron lla-
mó mucho la atención: tablas de migración de enferme-
dades. Los animales, desplazados de su medio ambiente
por la deforestación, habían abandonado la selva y vivían
en los bordes de las ciudades, llevando enfermedades e
infecciones nuevas, que trasmitían a los humanos. Era
necesario, urgente, preparar una proyección sobre esa
tendencia; pensar en todas sus implicaciones, en todas
sus consecuencias. Y éste era el mejor lugar y el mejor
momento para hacerlo.

26
Reunirse con su hija iba a llevar un poco más de tiem-
po. Se la imaginó sentada frente a una máquina, sonriendo.
Las vacaciones, se prometió de nuevo, debía orga-
nizarlas ya. A algún sitio tranquilo, alejado de médicos
investigadores y B-testers a la vez.
Si hubiera entrado a la habitación de Raquel en ese
preciso instante, hubiera visto a su hija estirar la mano
hacia la nada, tomar algo del aire, mover los dedos como
si fuera un mimo haciendo la pantomima de usar un vi-
deojuegos. El casco negro y la ropa azul llena de cables
y fibra óptica la hacían ver como si se hubiera topado con
una telaraña luminosa. Con un gesto preciso, lleno de de-
cisión, el índice oprimió el aire, del mismo modo que se
aprieta un botón.
Start, empezar.
Con ese tono distraído con el que leía en voz alta,
Raquel dijo:
—Ventana 923.
Entonces, a mitad de la habitación, Raquel dio un par
de pasos atrás, y eso que estaba acostumbrada a zombis,
vampiros y dinosaurios mutantes come-humanos. Tal vez
recordara, entonces, que había sido elegida por ser una
experta en el survival horror. Entonces... ¿qué veía?, ¿qué
imágenes le ofrecía la máquina?

27
28
2

EL JUEGO

VENTANA 923

L as palabras flotaron en el aire. Ventana 923. Nada


más. No había ningún sofisticado corto informando la
trama del juego. Y era una lástima; con semejante calidad
de imagen, Raquel hubiera jurado que sería espectacular.
Nadie le dijo el nombre de su personaje, quiénes eran los
malos, cuál era su objetivo, cuántas vidas poseía.
El letrero se apagó, y ante ella apareció, de pronto, un
abismo. Todo lucía tan increíblemente detallado que du-
rante un segundo sintió el vértigo de las alturas. Con el
giro de muñecas hizo aparecer el control, y lenta, cuida-
dosamente, se asomó por el borde. Como el casco contaba
con un sonido 3D realmente bueno, Raquel podía escu-
char el mar allá abajo, entre la niebla aceitosa que casi lo
ocultaba. El mar no sonaba como siempre, un murmullo
continuo, una respiración salada, sino que emitía un so-
nido denso, pesado, succionante, desagradable. Las olas
eran negras, lentas, se levantaban casi como tentáculos,
se aferraban a las orillas decididas a no retirarse.
Raquel se alegró de que el casco no reprodujera
aromas, porque el agua se veía sucia, putrefacta. La luz,
al tocarla, se convertía en una miríada de colores aceito-
sos. Las olas eran lentas por su excesiva densidad; las
aguas estaban a punto de coagularse. “Nada podría vivir
ahí dentro”, se dijo. Miró el horizonte lleno de montañas
negras, que surgían de ese mar agonizante. “Así que los

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30
océanos también pueden morir”, pensó. “Y éste es su
cadáver...”.
—Fantástico... —dijo, fascinada—, esto es más
siniestro que la Casa de las Bestias.
Con cuidado empezó a retirarse, y en ese momento
el borde se desgarró. Caía al océano inerte... Trató de
aferrarse a las grandes rocas negras que la acompañaban
en la caída, pero sus dedos atravesaron la corteza.
No eran rocas, por supuesto. Bastaba tocarlas para
que se desgarraran en largas tiras aleteantes. Dentro había
una pasta blancuzca, casi líquida, también... Aún así trató
de aferrarse a ello.
Una pantalla secundaria se abrió en el borde mismo
de su visión.
“Biopeligro”, leyó.
Retiró sus manos virtuales de aquella repugnante
pasta y las vio llenas de grumosas sustancias, y una aguja
clavada en el pulgar.
Raquel se estremeció. “Este juego no puede clasifi-
carse para todas las edades” pensó, mientras se aferraba
a lo que podía, lleno de filos o no. Cayó en una orilla, y
un montón de esas “rocas negras” cayeron sobre ella.
Ninguna pantalla informó de daño alguno. Eran como
almohadas llenas de sobras y basura. Al menos no había
caído al mar.
Un toque de color la distrajo. Un personaje de cari-
catura la miraba sonriente, impreso en una larga hoja
amarillenta. Había caído en el borde del agua, y lenta,
densamente, el agua avanzaba por el dibujo, ahogándolo.
Era un pañal absorbente. Las rocas negras estaban relle-
nas de pañales vueltos una masa blancuzca. Y agujas... Y
quién sabe qué más.

31
Las rocas negras eran tan frágiles que caminar sobre
ellas era un riesgo, sin saber qué desagradable sorpresa
ocultaban en su interior.
Un par de pantallas secundarias corrían información
a un costado de su visión. Una de ellas desplegaba una
lista de sustancias químicas presentes en el aire. Muchas
estaban escritas en color rojo, igual que el letrero cen-
tellante de “Biopeligro”.
Al parecer el océano era tóxico: el líquido blancuzco,
la aguja que retiró del pulgar... En la otra pantalla, una
silueta marcaba las heridas recibidas en la caída.
Tal vez porque deseaba ver algo no tan desagrada-
ble, Raquel miró el personaje de caricatura. A pesar de
no estar en el borde del agua, había sido ya tapado por
lo negro.
—Sí que es absorbente —se dijo, mientras se ponía
de pie.
La televisión estaba llena de anuncios de pañales,
por eso no le extrañó a Raquel recordar que la buena
absorción tenía que ver con los gelatinizantes.
Su personaje empezó a toser, necesitaba alejarse de
ahí.
Con cuidado comenzó a subir la montaña, necesi-
taba un punto de vista alto para decidir el camino. No ha-
bía más que montañas negras rodeadas por el mar. No
había caminos, rutas, ¿cómo iba a escapar de esas aguas
muertas, densas, lentas, casi coaguladas, gelatinizadas?
Un momento... miró las montañas negras... ¿Cuán-
tos pañales se necesitan para gelatinizar un mar?

32
Raquel sonrió, aferrada al mástil de su velero de po-
liuretano. Estaba formado por cajas, tiras de embalaje,
cuerdas plásticas, botellas transparentes. No era un barco
resistente, pero el mejor que pudo hacer con lo que había
a su alrededor. Por alguna causa que no le era fácil
precisar, el plástico se rompía al menor esfuerzo y se
convertía en un montón de lajas quebradizas. Escamas sin
resistencia alguna. Le daba la sensación de que era un
plástico viejo, terriblemente antiguo. “¿Cuánto dura el
plástico?”, se preguntó. No había herrumbre —no era
metal—, pero parecía haber pasado miles, tal vez millo-
nes de años a la intemperie.
El velero no iría muy lejos. Pero no deseaba eso.
Quería llegar a otra de las montañas negras. Buscaba
alimento. La pantalla de datos le informaba que se estaba
muriendo de hambre (algo muy común en los videojuegos,
sólo que ahí se llamaba “bajo nivel de energía”). En la
anterior isla no había nada ni remotamente orgánico para
comer. Con tanto desecho, debían haber programado
unas ratas, muchas moscas, gusanos. Podría haber so-
brevivido con unas cuantas ratas bien tostaditas, pero
nada. Prepararse un menú de roedor no habría sido tan
asqueroso como, por ejemplo, entrar en el interior de un
gusano carnívoro en el videojuego de Nekromundo, y ese
era uno de los atractivos del survival horror. Todo es
posible, todo es necesario para la sobrevivencia.
Raquel había mirado a su alrededor. El sonido 3D
del casco la estaba poniendo nerviosa. Viento, el mar, el
chasquido de las tiras de plástico contra el aire. Nada más.
Sonidos muertos. Hasta un cuervo siniestro graznando
amenazas habría sido bienvenido.
“Falta vida en este basurero”, eso debía decirles a los
programadores. Había, eso sí, mucho plástico.

33
Al principio construyó una balsa de botellas de-
sechables, pero se quedaron pegadas en el mar denso.
Comprendió entonces que no necesitaba nada que flota-
ra, sino algo que cortara las aguas. Una especie de es-
quíes, o raquetas de nieve. El mar era tan denso que uno
tardaba en hundirse.
El barco de poliuretano se deslizaba sobre dos tiras
de aluminio que, extrañamente, parecía herrumbroso.
Una vela de bolsas de plástico la empujaba hacia delante.
Raquel sintió el optimismo que todo capitán conoce. La
nave avanza y hay mucho horizonte. ¿Qué podría dete-
nerla? Nada, nadie mientras avanzara...
A lo lejos (muy, muy a lo lejos) Raquel pudo ver
tierra firme. No se dirigió hacia ella, porque no se veía
más que una arena sucia y aceitosa en las costas. Era
sencillo adivinar que se trataba del borde de un desierto
gris. En la lejana tierra firme no pudo ver nada vivo, ni una
planta, ningún animal.
“¿Qué pasó aquí?” era una pregunta típica en los
survival horror. No parecía un virus, ni algún plan de una
corporación malvada. Parecía, simplemente, que este
escenario estaba ahogado en desechos.
Las nubes aceitosas se apartaron en lo alto, y todo
quedó iluminado por la fuerte luz del mediodía. “Bio-
peligro”, parpadeó otra pantalla.
¿Ahora qué?
Raquel giró las muñecas e hizo aparecer el control.
Había un icono con el signo de interrogación, el típico
para pedir aclaraciones.

Alerta fotodermatológica
Hiperplasia epidérmica
Fotocarcinogénesis
Inmunosupresión

34
Fototoxicidad
Dermatosis fotoexarcebadas

—Gracias —murmuró Raquel—, quedó perfecta-


mente claro.
Qué juego más extraño...
—Los letreros aclaratorios no aclaran nada —se
dijo. Debía recordarlo. Todo B-tester debe marcar los
errores.
La mano virtual que aferraba una cuerda empezó a
cambiar de color. Unos círculos rosas aparecieron en todo
el dorso, fueron creciendo alarmantemente rápido. Ante
sus propios ojos, el rosa se volvió rojo, sanguíneo. Esto no
estaba bien. En segundos, el rojo se convirtió en marrón.
Soltó la cuerda y vio que el cambio de color no era
uniforme. Una línea sana corría por la palma.
—El lugar donde estaba la cuerda —dedujo.
También había otra línea sana en el antebrazo, pero
ninguna cuerda la cubría, nada la había tocado excepto...
la sombra del mástil. Las partes sanas eran las que habían
estado cubiertas o a la sombra. El peligro biológico venía
de la luz —alzó la vista— del sol.
—Oh, perfecto.
No tenía nada con qué cubrirse. Nada, excepto la
vela de plástico. Pero si el velero se detenía, iba a sumer-
girse en el agua negra.
¿Cuánto daño podría resistir hasta llegar a una isla de
desechos? Debería enterrarse en ellos para protegerse, y
quién sabe qué peligros habría ahí. Bueno, sería una
carrera contra reloj.
De una patada tiró todo lo innecesario por la borda.
Se situó lo más posible en la sombra de la vela y se
preguntó qué clase de planeta tendría un sol venenoso.

35
—Bien, ahora sé lo que sienten los vampiros...
La piel oscura parecía un hermoso bronceado, como
el que se consigue después de tres o cuatro semanas de
quedarse una hora en la playa con mucho bloqueador solar.
Recordó que en los frascos de bronceador decía
“Protección contra rayos ultravioleta”. Eso necesitaba.
Un poco de eso. Algo así como 10 o 20 litros. La piel
bronceada se estaba volviendo de un negro violáceo nada
saludable, y empezó a descamarse. Comprendió entonces
por qué no había ratas, moscas, insectos. El sol los había
matado a todos, los había quemado... ¿Serviría de algo
cubrirse con el agua oscura? Sumergió un dedo nomás
para ver cómo el letrero de biopeligro centelleaba
alarmado. No, el agua no iba a servir de nada.
—Sólo falta que un tiburón mutante me coma.
Pero seguía sin haber nada vivo a su alrededor.
—Sólo yo —pensó— y no voy a durar mucho.
Piensa-piensa-piensa.
¿No era la mejor superviviente virtual? ¿No había
salido ilesa de DinoIsla? ¿No detuvo la invasión de
Zombis en Nekroguerra? ¿Acaso no fue la única que
dedujo la trampa final de Casa de Bestias II? (Bueno,
Alberto también, pero se tardó dos días en resolver el
acertijo.)
¿Cómo ganar velocidad? Quitando peso. Pero la ma-
teria con la que estaba formado su barco de por sí no pesa
mucho. Estaba indefensa en medio del mar y no importa-
ba lo buena que fuera moviendo los controles. ¿Qué podía
hacer, sino esperar, mientras avanzaba hacia alguna orilla?
Y cubrirse del sol era sólo una parte del problema: ¿dónde
conseguir un poco de alimento? Con ese sol no iba a haber
plantas en ningún lado, ninguna hermosa selva llena de
plátanos, mangos de un amarillo reluciente.

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¿Qué organismos mutantes crecerían bajo ese sol
asesino?
Tal vez, sólo tal vez, hubiera algo creciendo bajo las
montañas de basura, bien profundo, alejado de la luz.
Musgo, hongos... algo. No puede estar todo muerto,
¿verdad?
¿Verdad?
¿Qué clase de juego era éste donde no había salida?
¿Quién iba a usarlo sólo para ser eliminado? ¿Quién
podría encontrar divertido morir de hambre en un mundo
muerto?
Pero su personaje no murió de hambre. No tuvo
tiempo. Una de las tiras de aluminio se rompió con un
seco chasquido, y el barco de desechos empezó a naufra-
gar, lejos, muy lejos de cualquier tipo de orilla.
“Esto no es agua, es gelatina”, recordó. Tal vez
estuviera lo suficientemente densa para resistir su peso.
Dio un salto hacia el mar. No se hundió de inmediato.
Empezó a correr sobre lo negro. Tal vez lo lograría, tal
vez, tal vez...
Las aguas primero alcanzaron sus tobillos (podía
desprenderse y dar otro paso, pero entonces se hundía un
poquito más), luego llegaron a sus rodillas y de ahí a su
cadera. Entonces ya no pudo escapar y lenta, impla-
cablemente se fue hundiendo.
Cuando el líquido oscuro cubrió su cabeza, todos los
letreros se pusieron en rojo. Explicaron, detalladamente,
qué sustancias tóxicas estaba bebiendo...
Raquel adivinó que en la ventana 923 no habría otra
vida para continuar el juego.

37
Con un gesto decidido retiraron el contacto del cráneo de
Neo. Morpheus, al lado, movió un poco la cabeza, regre-
sando al mundo real. Neo intentó incorporarse, pero no
fue sencillo. Mil dolores diferentes asaltaron su cuerpo.
Incrédulo tocó sus encías, buscando la causa del horrible
sabor metálico que inundaba su boca. En sus dedos... el
brillante color de la sangre, su sangre.
—Creí que no era real —dijo Neo, sorprendido de
que el viaje a la realidad virtual tuviera una consecuencia
dolorosa.
—Tu mente lo hace real.
Neo lo pensó un par de segundos. ¿Qué estaba di-
ciendo Morpheus? ¿Acaso quería decir que...?
—Si muero en Matrix... ¡¿muero también aquí?!
—Oh, por favor... —musitó, irritada, Raquel.
Neo era un quejica.
Detuvo el DVD. ¿Acaso nunca habían jugado vi-
deojuegos? Morirse era lo más común y corriente en el
mundo virtual. Ese era el chiste. Que morirse no tuviera
consecuencia alguna. Por supuesto que era molesto. A
nadie le agrada ser devorado por un zombi, que un espía
internacional le dispare a uno, o morir ahogado en el mar
de un mundo de basura. Pero ¿quién se metería a un
mundo virtual que fuera tan peligroso como el real?
Entonces ¿qué ventaja habría de crear algo enteramente
nuevo?
Raquel no dejó de respirar al sumergirse en el mar
oscuro, no aferró su garganta en busca de oxígeno. No se
ahogó en modo alguno. Es más, suspiró honda, densa,
profundamente. Enojada consigo misma. Había sido
humillante. No había durado nada en la maldita ventana
923. Como si hubiera sido una principiante, como si no
hubiera ganado una contienda anual.

38
Y el juego se había desconectado a sí mismo. Cuando
te matan en un videojuego puedes empezar y volver a in-
tentarlo las veces que quieras. ¿Por qué no la dejó empe-
zar de nuevo? ¿Era una falla, o parte de la programación?
Apretó todos los botones que pudo encontrar.
—Vamos —le gruñó Raquel al aparato, pero fue
inútil.
Se libró del casco, arrojó el chaleco sobre su cama,
salió furiosa de su recámara.
¿Qué quería ese condenado juego? ¿Cuál era el ob-
jetivo? ¿Qué debía hacer? Todo era venenoso ahí, ¿cómo
se supone que iba a sobrevivir alguien?
Bajó a la cocina, se preparó un sándwich enorme con
lo que pudo encontrar. Después, simple y sencillamente
para pensar en otra cosa, conectó el DVD, pero no había
servido de nada.
Miró su plato, sorprendida.
Vacío.
Hubiera jurado que se iba a tardar lo que dura la tri-
logía de Matrix en acabar todo lo que se había preparado.
Fue por un par de galletas más.
—Ay, niña —dijo Marina— comes como un náufrago.
Recordó el mar negro y a Morpheus diciendo:
—Tu mente lo hace real.
En ese momento se le atoraron las galletas a Raquel.

VENTANA 661

Oscuridad. Ahora no iban a tomarla desprevenida... nada


de movimientos bruscos, cubrirse era imprescindible, tal
vez moverse sólo durante la noche. Unas letras flotaban
en la nada. Estaba lista para enfrentar otra vez el mundo
tóxico de...

39
—¿Cómo que ventana 661?
¿No iba a repetir el nivel, una y otra vez, hasta pa-
sarlo? ¿Hasta cumplir la misión, o llegar a un checkpoint
(es decir, esa especie de pequeña meta que marca que una
fracción del juego ha sido completada y que ayuda, paso
a paso, a cumplir todo el recorrido)?
Muchas veces los videojugadores se parecían a las
moscas que se golpeaban interminablemente contra los
cristales transparentes. La mosca sabe que hay una salida,
y los jugadores que es posible pasar a un siguiente nivel,
porque nadie programa un solo escenario.
Empezar con un nuevo nivel antes de haber tenido
éxito en el anterior era extraño, inusitado. Nadie hacía
eso, ningún juego comenzaba en otro lugar.
Las letras desaparecieron y ella contuvo un segundo
el aliento. Primero fue un mar muerto y un sol venenoso...
¿y ahora?
—No te sugestiones —se dijo, recordando el plato
vacío—, es sólo un juego...
Ante ella tenía una puerta que se agitaba violenta-
mente contra el marco. Oía un estruendo, un rugir, algo
tan poderoso que era imposible determinar qué estaba
escuchando exactamente. Se encontraba a mitad de un
pequeño cuarto, a oscuras. Había unos cuantos muebles,
sillas de plástico, una mesa de madera de un hermoso
color azul eléctrico, pero casi no vio nada de ello, atraída
su atención por la puerta, que empezó a agitarse vio-
lentamente, rechinando, crujiendo en los goznes, agrie-
tándose en la cerradura. No iba a durar mucho, no podía
contener aquello que se encontraba afuera.
Paradójicamente, Raquel se sintió mejor. Se dijo que
había un monstruo allá afuera, qué bien. Por fin algo
normal.

40
Las paredes también se estremecían. Su refugio
estaba condenado, y no había más escape que la puerta. Se
acercó a ella, lentamente, sabía que en el momento menos
esperado...
La puerta se abrió de golpe y algo saltó hacia el ros-
tro de Raquel, demasiado rápido para detenerlo. Con un
rugido la tormenta la rodeó, devorándola.
La calidad de la imagen era tan extraordinaria, que
pudo ver claramente cómo la lluvia no le permitía ver
nada... atisbos apenas de lo que había más allá de la puer-
ta: imágenes dispersas de un río cercano, de casas a los
lados, algunas con ventanas rotas, otras ya abandonadas.
Trató de cerrar la puerta, pero no tenía fuerza suficiente
para luchar contra el viento.
Raquel, en su traje de juego, estaba cálidamente
arropada, seca y a salvo. Sin embargo, era tal el rugir del
viento, tanta la violencia de la tempestad, que se refugió
detrás de una pared mientras recuperaba el aliento. No
podía quedarse ahí. Por la puerta, la lluvia entraba sin
cesar, una lluvia horizontal, llevada por el viento.
Las sillas de plástico levantaron, sorpresivamente, el
vuelo, impulsadas por el aire y fueron a estrellarse contra
la mesa azul que se estremecía ya, dispuesta a su propio
vuelo.
Raquel se asomó hacia fuera, por un instante, bus-
cando una ruta de escape...
El río estaba cambiando de color: marrón, café,
negro. A diferencia del mar gelatinizado, este río corría
rugiendo, increíblemente rápido. Y, sin embargo, no es-
taba hecho sólo de agua. Era, también, un río de tierra, de
lodo. De ahí su color, su consistencia densa, el horrible
rugido chapoteante que lo acompañaba. Se agitaba en su
cauce, se estremecía al pasar, serpenteando.

41
Lenta, implacablemente, comenzó a desbordarse, a
correr libre fuera de cualquier límite.
Raquel miró sus pantallas. Ningún signo de bio-
peligro. Por un instante creyó que le iban a informar que
el agua era tóxica, o las paredes radioactivas, pero al pa-
recer el juego había optado, esta vez, por el realismo.
Lo que las aguas cafés rodearon era un auto Dodge
Dart perfectamente reconocible; lo sacudieron como un
niño agita a veces una sonaja, lo arrastraron como si fuera
un juguete; impacientes, fueron a estamparlo contra una
pared cualquiera con tal fuerza que el vehículo atravesó
medio muro, y el río entró junto con el auto para ver qué
cosas fascinantes había ahí dentro.
Raquel fue consciente, entonces, de que el cauce
llegaba hasta las casas, que las aguas se acercaban
rápidamente. Había oído la expresión “la crecida de un
río”, pero jamás pensó que fuera tan rápida.
La fuerza inhumana...
Salió a la tormenta, corriendo. Había un auto a la
entrada, buscó en sus bolsillos virtuales una llave que
seguramente... Sí, llevaba las llaves. Perfecto. Todo
aficionado a los videojuegos sabe conducir virtualmente.
Raquel metió primera, aceleró, giró el volante lejos del
río. El auto no respondió, empezó a deslizarse hacia un
costado; las ruedas no podían hacer tracción en el lodo
que las rodeaba; el río las había alcanzado ya. De un salto,
Raquel abandonó el auto, justo antes de que se partiera en
dos contra un poste.
Empezó a correr. Miró sus pies, tenía agua hasta los
tobillos, pero no era del río. El agua brotaba como un
surtidor de todas las atarjeas; la lluvia no tenía por dónde
irse y se quedaba ahí, aumentando el cauce del río.

42
En Control Comando II escapó de una avalancha, y
todo juego que involucraba antigüedades arqueológicas
debía tener una piedra rodante; sin embargo, aquí las
pantallas anunciaban que el agua en los tobillos frenaba
todo intento de correr, y además era sumamente fácil
resbalarse.
Un crujido impresionante la obligó a mirar detrás de
sí, a la casa que acababa de abandonar. Ya no estaba ahí.
El cauce marrón se la había llevado a pasear, sin
esfuerzo alguno. Pudo ver cómo flotaba sobre las aguas
un instante, antes de que empezara a fracturarse, a con-
vertirse en escombro, en astillas.
Con las patas hacia arriba, como un perro muerto,
flotaba a su lado la mesa azul. ¿A qué velocidad iría el río,
qué fuerza tendría, para llevarse una casa así? ¿Qué le
haría de alcanzarla?
El río se acercaba rugiendo, como un monstruo
múltiple, implacable, imposible de detener.
Miró a su alrededor. Había un letrero que decía: “Al
bosque”. Recordó entonces todas esas fotos de supervi-
vientes aferrados a los árboles, rescatados por pacientes
socorristas. Si llegaba al bosque, si tenía tiempo de trepar
en un árbol, tal vez la corriente pasaría de largo.
¿Eran las raíces de un árbol más fuertes que los
cimientos de una casa? Tal vez no, pero un bosque eran
cientos de árboles, mil lugares donde la fuerza del río
podría dispersarse. Era su única oportunidad.
“Al bosque”, decía otra señal, “Camino del Bosque”,
se leía en otro letrero, “Colina del Bosque 200 metros...”
El río continuaba creciendo, casi la alcanzaba. Miró
sus tobillos. Estaban rodeados de agua café... pero ¿cómo?
El río estaba aún atrás. Dobló la última esquina y se
encontró con la Colina del Bosque. Un relámpago le

43
permitió ver con una inusitada claridad todo el terreno,
que se elevaba. El bosque: 100 hectáreas de árboles rotos,
100 hectáreas de bases de troncos, 100 hectáreas en don-
de nada sobrepasaba el metro de altura.
El agua torrencial caía también ahí. Bajaba a toda
velocidad hacia el pueblo, arrastrando la tierra que rodeaba
la madera muerta, una corriente café que se reunía veloz
con el río marrón que iba a su encuentro.
Cuando las aguas rodearon a Raquel se encendió,
por fin, el letrero de “Biopeligro”.
Ahogarse, por supuesto, era muy malo para la salud.

VENTANA 755

Esta vez las letras no fueron una sorpresa. Un nuevo nú-


mero de ventana quería decir, entonces, un nuevo esce-
nario. Las dos primeras ventanas fueron muy diferentes
una de la otra, así que esta tercera podía ser cualquier
cosa. “Espera lo inesperado”, se dijo.
Raquel giró las muñecas, lista para tomar el control
desde el inicio. Nada de cantidades industriales de agua.
En primer lugar, no se iba a ahogar. Ahogarse le estaba
quitando diversión al asunto; así pues, tal vez lo primero
sería conseguirse un equipo de buzo, alejarse de cualquier
cantidad de agua suficiente para cubrirla, ir a tierras altas
antes de cualquier cosa.
Se vio rodeada de una brillante luz solar. Vio pasar
a un lado un edificio. Ella se desplazaba.
La imagen se sacudía, a veces se inclinaba demasiado,
lo cual era bastante molesto con una pantalla de perspecti-
va completa: se estaba mareando. Miró a su alrededor.
Estaba en el interior de un Jeep traqueteante, casi podía
sentir cada bache del camino, pero no iba conduciendo.

44
Había, además de ella, otras cuatro personas. Por un
momento creyó que sus compañeros de vehículo eran
zombis. Tenían toda la apariencia: ojos hundidos, ex-
presión de sufrimiento, un color enfermizo.
Sin embargo, uno de ellos iba leyendo algo, otro
abría un walkman y miraba, desolado, un par de baterías
muertas. Los zombis no se preocupan por cosas así.
Entonces ¿qué eran?, ¿pasajeros enfermos?
En los videojuegos nunca hay personas enfermas
(excepto si eran víctimas de un virus que los convirtiera
en vampiros, muertos-vivos o monstruos). “No en un
videojuego normal”, pensó Raquel.
Uno de sus compañeros le sonrió, cerró un puño y lo
agitó débilmente. Era un gesto muy usado en los vi-
deojuegos de comando: “lo lograremos”.
¿Lograr qué? ¿A dónde iban? ¿Por qué lucían tan
mal todos?
En la pantalla aparecieron varias advertencias:
“Bioalerta”, resplandeció un letrero.

Alerta: DA
DA del tipo hipotónica
Sequedad mucosa
Disminución turgencia cutánea
Hipernea
Hipotensión
Hundimiento del globo ocular
Pulso débil y rápido
Pérdida de calor en extremidades
Alerta: ph sanguíneo: muy elevado

—Recordar que los letreros no ayudan —se dijo,


pero al parecer su personaje virtual también llevaba los
ojos hundidos típicos del zombi.

45
Entonces ¿ella lucía tan mal como sus compañeros?
Trató de verse en el cristal del vehículo, pero no pudo
porque había demasiado sol.
—Ey, un momento...
Ella conocía esa calle; miró a su alrededor fran-
camente asombrada. Era un camino que había recorrido
mil veces, calles familiares. Allá afuera se desplegaba la
ciudad de México, ¿por qué no la había reconocido de
inmediato? Lo descubrió enseguida: la ciudad nunca está
silenciosa. No de este modo. Podía escucharse, única-
mente, el motor del jeep. Nada más, ni la menor señal del
rumor eterno de la ciudad más grande del mundo, de los
millones de vehículos, personas y ruidos que producían
un sonido tan pesado y constante que uno dejaba de
percibirlo... hasta que faltaba.
El jeep se detuvo. El sonido del motor perduró un
segundo en el eco hasta desaparecer también.
Raquel se sintió hundida en un vacío. Si no oía a la
multitud... ¿quería decir que la multitud había desapare-
cido? ¿Qué sucedió aquí? Era divertido tratar de dedu-
cirlo en los survival horror, pero no en un lugar que co-
noces.
Miró a su alrededor, las calles vacías de autos, auto-
buses, bicicletas. Fuera lo que fuera lo que había sucedi-
do, se llevó consigo todos los vehículos.
Alguien le aventó un rifle. No fue un gesto decidido
y enérgico, sino lento y titubeante. Al parecer nadie tenía
mucha energía para parecer un comando militar.
Raquel siguió a los otros, que se habían pegado a la
pared y avanzaban con precaución. Ella miraba a su
alrededor, demasiado asombrada para interesarse en el
arma que llevaba, o en la misión. No era raro que el jeep
se hubiera agitado tanto. Había avanzado por una calle

46
atiborrada de basura. Todas lo estaban, pero también había
papeles y muchos objetos dejados al descuido, como si un
gigantesco desfile o carnaval hubiera pasado por ahí, tiran-
do todo a su paso. Había, eso sí, muchas cajas de cartón en
el piso, muchas aún con objetos dentro. Raquel se asomó
a una, y una muñeca le sostuvo la mirada.
—Esto se cayó de un camión de mudanzas —se dijo.
Pero eran demasiadas cosas, o se había caído todo,
o... O eran miles de carros de mudanzas, millones de per-
sonas retirándose con sus objetos...
¿La ciudad estaba vacía porque todos se habían ido?
¿Por qué? ¿Huían? ¿De qué? ¿De eso llamado “DA del
tipo hipotónica”?
Su comando, o lo que fuera, se había alejado.
—Bueno, por lo menos aquí no hay mares, ríos,
lagunas donde ahogarme.
En el piso, moviéndose apenas, había algunos pe-
riódicos. Siempre hay periódicos revoloteando alrededor
de los desastres. Y siempre eran papeles imposibles de
leer en los videojuegos. O con titulares que daban una
pista precisa.
“¡MICROGRIETAS EN TODA LA CIUDAD!”
—Oh, perfecto —se dijo Raquel—. No hay nada
como la información precisa.
“EL BORO ES RESPONSABLE DE LA ATROFIA: OLDF”
“EXPERTOS AFIRMAN CULPA DE EXTRACCIONES DE MANTOS
FÓSILES”
Al parecer era el día de no entender nada.
“LA EXTRACCIÓN PROVOCÓ EL DERRUMBAMIENTO DEL
GIGANTE”
“La grieta que este martes provocó el colapso de la
Torre Latinoamericana puede deberse a la sobreex-
plotación del manto acuífero de...”

47
Se veía una fotografía borrosa de una gran nube
oscura que cubría el Palacio de Bellas Artes.
¿Eso fue?, ¿por ello abandonaron todo?
“EL SISTEMA CUTZAMALA SE DERRUMBA; LA INTER-
CONEXIÓN DEL SISTEMA SURESTE, INSUFICIENTE”
¿De qué estaban hablando? ¿Qué significaban esas
fotografías de territorio reseco? Eso parecía un desierto,
dunas y polvo, pero se podía adivinar la silueta de la
ciudad de México a lo lejos.
A lo lejos, muy apagados, se oyeron disparos.
Raquel levantó la lista de los periódicos, sorprendida.
El fragor de una batalla. Sin ella. Pero... ¿cómo? ¿No
debían esperarla? ¿No es el jugador el que siempre marca
dónde está la acción?
Raquel aferró su rifle y corrió hacia el lugar de donde
venía el sonido. Estaba furiosa, herida, sorprendida de
que la acción se desarrollara sin tomarla en cuenta.
—No me van a abandonar, no me van a dejar a un
lado, no me van ignorar, no me van a prometer vacaciones
que nunca llegan, tiempo que nunca encuentran para mí,
no me...
Uno de sus compañeros estaba tirado en el suelo;
aferraba una bolsa con una mano, el arma con la otra.
Evidentemente estaba muerto. No más señales optimistas
de comando: él no lo había logrado.
Al caer, la bolsa se había roto. Raquel se agachó para
recoger aquello por lo que habían ido a pelear a fuego y
acero, aquello por lo que valía arriesgar la vida y perderla.
Una botella de agua. La bolsa estaba llena de ellas. Con una
súbita intuición la abrió, y tomó un trago largo, enorme.

Bioalerta
Rehidratación oral iniciada.
No es suficiente aún para tratar la deshidratación aguda: DA

48
Agua.
Todos ellos estaban enfermos de falta de agua. ¿La
ciudad había sido abandonada por...? En ese instante la
botella estalló. Raquel la miró, extrañada.
—¿Qué...?
Por supuesto. Al parecer no habían dejado de dis-
pararse, y ella se había quedado inmóvil ahí, convirtién-
dose en un blanco perfecto. Una pantalla le informó todos
los desastres que provocan las balas perdidas. Antes de
que el juego la sacara de ahí pensó:
—Bueno, logré ahogarme en un vaso de agua... no,
en una botella de agua.

RAQUEL DICE: ¿Alberto, nunca has pensado en lo mal que debe


sentirse Mario?
ALBERTO DICE: ¿Cuál Mario?
RAQUEL DICE: Bros. Mario Bros. El pobre se despierta un día
y descubre que alguien secuestró a su princesa y desde enton-
ces no puede hacer otra cosa que buscarla en lugares llenos de
estúpidas monedas, rodeado de enemigos por todas partes y
laberintos donde brincar, saltar, huir y nunca, nunca puede
tomarse un día libre, ir al cine, chatear con los amigos...
ALBERTO DICE: Los juegos tienen pausa.
RAQUEL DICE: La pausa es para los jugadores, las memory card
son para que se olviden un rato del videojuego y, cuando
quieran retomarlo, regresen a donde se quedaron, pero Mario
sólo se queda inmóvil, y solo, y triste, y... ¡y no es justo!
ALBERTO DICE: Es un juego...
RAQUEL DICE: ¿Y si no lo fuera? ¿Si empezaras a pensar que no
sólo es un juego? ¿Si te sintieras como el pobre de Mario?
ALBERTO DICE: Te diría que necesitas desconectarte un rato.
RAQUEL DICE: Tal vez.
ALBERTO DICE: ¿Cómo sabes si has pasado demasiado tiempo
conectada?
RAQUEL DICE: Suena a chiste.

49
ALBERTO DICE: Sientes que a tu nombre le falta una @. No, en
serio, empiezas a pensar en que los personajes de videojuegos
son reales. Que comen, duermen, se aburren fuera del argu-
mento del videojuego, que tienen vida propia, y empiezas a...
RAQUEL DICE: Ya sé, a imaginar historias con ellos. Y acabas
escribiendo fanfics.
ALBERTO DICE: “El amor secreto de Lara Croft”, “La triste
infancia de Iori Yagami”...
RAQUEL DICE: “Los sueños de Ash Ketchum”.
ALBERTO DICE: Bueno, cuando tradujeron del japonés a los
pokemon cambiaron los nombres, en realidad se llama...
RAQUEL DICE: ¡Ja! Y dices que YO he estado demasiado
tiempo conectada.
ALBERTO DICE: Ey, eres tú la que se siente Mario Bros.
RAQUEL DICE: Me gusta más Luigi.
ALBERTO DICE: Raquel Bros.
RAQUEL DICE: Si pasaras lo que Mario tiene que pasar, si sin-
tieras lo que sienten cuando los laberintos no llevan a nada, o
los matan una y otra vez. No sé... empiezas a pensar en que
estar perdido, rodeado de enemigos y con todo buscando tu
muerte... bueno, piensas que es una forma muy extraña de
divertirte.
ALBERTO DICE: El chiste es que es un juego, Raquel. Es como
una película de miedo: te permite conocer monstruos sin la
desventaja de que te coman.
RAQUEL DICE: Tienes razón. Lo padre del asunto es que no es
real. Y si parece real, pues más chiste. Y si casi te convence,
pero puedes hablar después de que te mataron por una botella
de agua, mejor, y si te ahogas en gelatina, pero puedes ver
Matrix... bueno... creo que entiendo.
ALBERTO DICE: Qué bien, porque yo no te entendí nada.

VENTANA 723

Raquel simplemente escuchó el ruido del motor, apenas


tuvo tiempo de girar y observar dos grandes columnas de
agua acercarse a toda velocidad. Sin pensarlo se sumergió
de inmediato, y fue rodeada por una gruesa columna de

50
burbujas, tan densa que apenas pudo ver pasar junto a ella
una hélice girando a toda velocidad, a centímetros escasos
de su nariz.
Emergió, para ver a la moto acuática alejarse, dejando
una gruesa estela y levantando surtidores de agua como
si fueran un par de alas líquidas.
—¿Cuál es la prisa? ¡Idiota! —le gritó, antes de
recordar que ningún videojuego, desde los primitivos
tiempos del ping-pong electrónico, ha respondido jamás
a los insultos.
La calidad de la imagen seguía siendo inmejorable,
y en esta ocasión le mostraba cómo el agua escurría por
una escafandra, empañando la vista. Raquel llevaba un
traje de buzo completo y la bioalarma indicaba que había
bastante aire en los tanques y la mezcla de gases era la
correcta. Al parecer, los buzos no sólo respiran oxígeno...
Miró a su alrededor en busca de motos, lanchas,
barcos. Ni en el mar podía uno dejar de preocuparse por
el tráfico. Había muchos, pero muy lejos, ocupados en sus
propios asuntos.
Bien, tenía el lugar para ella sola. Lo cual es excelente
cuando se visita una ciudad sumergida en agua: calles,
cuadras enteras, parques, jardines, tiendas. Algunos
edificios estaban bien cerrados, con lo cual se trataba de
evitar que el mar inundara las habitaciones, mientras que
otros tenían puertas y ventanas abiertas, cuyas cortinas se
movían como algas llenas de encajes.
Aún se levantaban postes aquí y allá, algunos hasta
con sus cables eléctricos colocados; las calles relucían
bajo el líquido y todo parecía muy normal, como si nada
más se hubiera el aire convertido en agua.
Por supuesto era una impresión falsa: aún se podían
ver grandes barricadas de sacos de arena, y presurosos

51
muros, y canales, y construcciones que trataron de detener
el nivel del mar, que al parecer fue creciendo, hasta que
se tragó la ciudad entera.
Parecía que hubo tiempo suficiente para evacuar la
zona, pues no se observaban objetos abandonados en la
vacía ciudad de México. O tal vez las cajas de cartón y su
contenido desparramado se fueron flotando por ahí...
Había partes en las que todo lucía tranquilo y sereno.
Un mundo común y corriente vuelto extraordinario por el
simple hecho de encontrarse bajo el agua. Por ejemplo,
esa casa con un automóvil estacionado a la entrada, como
si aún esperara que alguien lo abordara.
Raquel nadó sobre la calle y se posó en un farol.
—Así nos ven los pájaros —pensó desde las alturas.
Aunque, claro, ella tenía que ver a través de man-
chas de aceite y agua gris. Raquel había visto ciudades
sumergidas antes (generalmente Manhattan), pero en
todas ellas se suponía que el agua era totalmente clara y
se mantenía inmóvil.
Del auto estacionado surgían largas tiras de líquidos
oscuros, tal vez el aceite, o la gasolina, formando una
nube que, al moverse el agua, parecía palpitar. Ni un pez
nadaba en los alrededores, y Raquel los comprendía
perfectamente.
La ciudad había sido tragada por un mar aceitoso, y
reluciente. O tal vez era agua limpia y el contacto con todos
los desechos de una ciudad había creado esas aguas grises.
Como iba cubierta por un traje completo, la bioalarma
no registraba peligro alguno, pero Raquel no se creaba
falsas esperanzas.
Cerca del auto había un parque con bancas de hierro
forjado y un área de juegos infantiles: un columpio de
metal, un sube y baja, el tradicional juego de tubos. El

52
metal a su alrededor aún no empezaba a oxidarse, lo que
indicaba que ese lugar tenía muy poco tiempo de haberse
inundado.
Raquel no pudo evitar sentarse en la banca, fingir
que todo era normal, imaginar que en cualquier momento
iba a aparecer alguien paseando un perro, algún niño
corriendo hacia la maravilla de los tubos de colores.
Fue hacia los juegos y descubrió que es imposible
columpiarse bajo el agua, y no había con quién jugar al
sube y baja. De un salto llegó hasta la resbaladilla y se
dejó ir por ella, pero antes de tocar el piso flotó hacia
arriba, después se lanzó de cabeza, luego deslizándose en
surf, girando, todas las formas imposibles que se le ocu-
rrieron.
Pudo haberse divertido por lo fácil que era jugar con
el laberinto de tubos sumergidos, pero el lugar era de-
masiado silencioso. Era claro que, después de ella, nadie
iba a volver a jugar ahí. Se quedó sobre la resbaladilla
mirando los árboles que debieron dar sombra y frescura
alrededor del parque. Estaban muertos. De pie aún,
aferrados de sus raíces, pero ahogados por la inundación.
Las hojas de un verde enfermizo, la corteza despren-
diéndose poco a poco...
Raquel se estremeció. Éste era otro mundo que había
fallecido, sin peces, sin algas, sólo aguas negras y la
ciudad abandonada.
En las bancas de hierro forjado podía leerse aún:
“Ayuntamiento de Veracruz”.
Ella nunca había recorrido el puerto, ignoraba si se
parecía al lugar real, pero ya que el juego había repro-
ducido fielmente el DF, ¿por qué no habría de imitar 100
por ciento las bancas, el parque, los edificios blancos
manchados de gris? ¿Y para qué preocuparse tanto por el

53
realismo si al lugar le había sucedido algo realmente
extraño? ¿O acaso todas las ciudades costeras habían sido
inundadas? ¿Qué significaba eso?
Una sombra la obligó a levantar la vista, una nube de
metal se acercaba a ella.
Lenta, majestuosamente, un barco empezó a avanzar
entre los edificios. Un barco enorme, un trasatlántico o
algo por el estilo, un buque tanque a juzgar por las largas
paredes de metal, por las inmensas anclas que trataban
desesperadas de aferrarse a algo, abriendo una larga
herida en el asfalto, arrastrando y partiendo en dos al auto
estacionado. Aún bajo el agua, Raquel pudo escuchar la
frenética sirena de la embarcación. No estaba ahí por
gusto.
Gracias al videojuego de Masacre Pirata, sabía lo
imprescindibles que eran las cartas de navegación. Los
pilotos de las naves necesitaban la descripción precisa de
las costas, era vital saber qué obstáculos existían bajo las
aguas y qué tan lejos estaba el fondo del océano.
Si el puerto de Veracruz estaba inundado, significa-
ba que la costa había cambiado, que ahora había otros
obstáculos en la ruta, que las cartas de navegación no
servían ya, y un barco podía perderse y chocar contra el
nuevo arrecife formado ya no por coral, sino por ladrillo
y concreto. De hecho, eso fue lo que ocurrió: el barco
arremetió contra un edificio, y éste se derrumbó en
cascotes y escombro, pero dejó una larga hendidura en el
metal, por donde el agua entró a borbotones.
Raquel se dio cuenta de que ver un naufragio desde
esa perspectiva era mala idea. Se alejó nadando lo más
rápido que pudo de la desigual lucha entre el barco y las
construcciones. Poco a poco se fue acercando a los buzos
que trabajaban por ahí, sacando objetos de los edificios,

54
transportando enseres que habían sido abandonados du-
rante la huida y que siempre resultan imprescindibles.
Vio que algunos llevaban un par de ataúdes de metal.
Al parecer, alguien había regresado por sus muertos. Pero
todos miraban en su dirección. Bueno, en dirección al
barco cuya sirena todavía aullaba. De pronto vio un res-
plandor. Algo había estallado a sus espaldas. ¿Habría cho-
cado el barco contra algo inflamable? Tanques de gas, ga-
solineras repletas; el agua misma parecía llena de petróleo.
Raquel se dio media vuelta buscando, tal vez, ver
una bola de fuego bajo el océano, un incendio submarino.
Y sí, lo vio. Una esfera brillante en el centro de otra esfera
ondulante que iba a toda velocidad hacia ella: el frente de
la explosión, la onda expansiva. La bioalarma no tuvo
tiempo siquiera de advertirle nada, antes de que la os-
curidad la rodeara.

—¿Te lavaste los dientes?


—Sí, mamá. Me lavé los dientes, me cepillé el pelo,
y puse a cargar el traje y el celular.
—Ésa es mi niña.
—Ay, ma, tengo ya...
—13 años, ya me enteré. Buenas noches.
—No te vayas. Quédate un segundo.
—¿Te sientes bien?
—Sí, pero, no sé, quiero platicar un poco contigo.
La señora trató de no ver su reloj. Había planeado
terminar un artículo, pero ¿cuántas veces le había dicho
después?
—¿Quieres que te cuente un cuento antes de dormir?

55
—Ja. Nunca terminaste ninguno. No, te quiero
preguntar algo, pero es en serio.
—¿Algún novio?
—Dije en serio, ma.
—A ver.
—¿Te acuerdas cuando usaste por primera vez un
videojuego?
—Ay, hija, ¿no puedes pensar en otra cosa que no
sea...?
—Por favor.
—Al menos no me preguntaste si había videojuegos
en mis tiempos.
—Bueno... la verdad...
—Me haces sentir vieja, nena. Sí había videojuegos
en mis tiempos, y para que lo sepas no hace mucho que
existen. El primer videojuego se vendió, no sé, en los 70
más o menos. Era el gran regalo de navidad: una cajita
negra con una perilla que giraba, para que jugaras ping
pong; dos rayitas y un círculo blanco era todo lo que se
veía en la pantalla. El juego traía una pieza de plástico que
se pegaba a la pantalla del televisor: mostraba el cuadrado
de la cancha. Y el único sonido que hacía era, cuando
mucho, un pong cada vez que la pelota rebotaba. Después
aparecieron otros que eran más o menos iguales: líneas en
una pantalla, bloques que bajaban, todos tenían una
música muy irritante; los timbres de celular tienen más
tonos que los viejos videojuegos.
—¿Recuerdas por qué jugaste con ellos?
—No sé, tal vez porque eran nuevos, porque era un
reto, y deseabas saber cuánto tardabas antes de que el
aparato te ganara...
—¿Y te ganaba siempre?

56
—Por supuesto. Creo que por eso nunca me llamaron
la atención. Siempre perdías: aceleraban cada vez más
hasta que era imposible alcanzarlos.
—¿Y si aceleraran de entrada, si desde el inicio fuera
imposible ganar?
—Supongo que los habría jugado un par de veces y
los habría abandonado, pero no recuerdo ninguno que
pareciera invencible al principio.
—Sí, lo sé. Parecen tan sencillos... Ma, ¿crees que
alguien compraría un juego que jugara a derrotarte?
—Depende de la publicidad, creo, tal vez lo vendie-
ran como el juego imposible que sólo los ases ganan o al-
go por el estilo.
—¿Y si los ases también perdieran?
—Creo que a la larga no venderían muchos juegos.
—Sí, yo también lo creo.
Raquel suspiró.
—¿Estás bien, mi amor? —preguntó la señora,
preocupada al notar a su hija agotada, con grandes ojeras.
—Sólo un poco cansada —sonrió, valerosa—. Nada
más, mamá. No te preocupes... ¡y no vayas a tomarme la
temperatura!
—Las desventajas de tener una madre doctora.
—Odio cuando me tomas la presión, esas cosas aprietan.
—Mira que nunca te he medido la glucosa.
—Ya lo hiciste...
—Bueno, ¿segura que estás bien?
—Sí. Es que ya es noche y tengo sueño.
—Bueno, que duermas bien, tengo que ir a escribir
un rato, nena.
—Lo sé. Los retrovirus en las muestras de fauna
amazónica desplazada.

57
—Ése ya lo terminamos, ahora es un estudio esta-
dístico de los vectores de infección animal.
—No suena como un buen cuento antes de dormir.
—En realidad no es algo agradable para escuchar
antes de dormir.
—¿Ma?...
—¿Sí?
—¿Por qué hace uno cosas que no son agradables?
—No lo sé. A veces porque es necesario hacerlas. En
ocasiones, si uno las deja así se ponen peor... depende.
—¿Y si no fueran importantes?, ¿si sólo fuera, no sé,
un juego...? ¿Por qué jugarías algo desagradable?
—No creo que lo jugara. Bueno, tal vez un minuto o
dos, hasta que sintiera que no me gusta; después de eso,
si no me estuviera divirtiendo, lo dejaría por la paz. Pero,
precisamente eso es lo bueno de los juegos, que puedes
abandonarlos... ¿verdad?
“Yo no puedo”, pensó Raquel.

Tres días: 72 horas exactas. Era el tiempo que restaba para


que terminaran las pruebas del juego. Raquel recordó lo
bien que se había sentido cuando le ofrecieron ser B-tester,
la sensación de ser adulta al ver su nombre en papeles
legales, el que le tuvieran la confianza necesaria para
dejar a su cargo aparatos sofisticados. Y todo eso estaba
terminando. Lo cual, a fin de cuentas, era un alivio. No
más aparatos abarrotando su cuarto, no más ventanas.
Eso era lo mejor de todo.
Nunca pensó que fuera pesado ponerse el traje de
juego, que deseaba inventar cualquier pretexto para no
conectar los controles, que hiciera girar sus muñecas sin

58
decidirse a prender el programa, que hubiera preferido
hacer cualquier cosa, cualquiera, en vez de entrar a un
survival horror. Pero así era.
Mucha alta definición de imagen, excelente sonido
3D, respuesta precisa de controles y todo ello, pero lo
único que en verdad quería era no entrar a ninguna ven-
tana nueva. Aunque no iba a abandonar el juego. Claro
que no. Y sabía por qué: le dijo a Sofware Corporativo
que iba a hacerlo, se había comprometido a jugarlo, y,
sobre todo, no iba a entregar el juego sin ganar, al menos,
un nivel. Un programa no iba a derrotarla. No, señor, no
a ella...

VENTANA 731

Un vehículo blindado era un buen principio. Tanto acero


brinda un poco de seguridad. Botellas de agua a la mano,
un rifle con todos los aditamentos posibles. Perfecto.
Raquel decidida al volante. ¿Qué podía pasar? Se acercaba
a un lago. Antes de meterse de lleno al escenario descrito
por esa ventana debía hacer inventario. Se detuvo, para
ver a su alrededor.
“Raciones”, decía en un paquete a su lado, el cual no
tenía el aspecto industrial de lo hecho en serie. Envuelta
en papel aluminio, se veía una como pasta verde repug-
nante. La desmenuzó: eran algas compactadas.
Antes de bajar del vehículo sacó un dedo por la
ventanilla. Podía arriesgarse a perder el dedo. La bioalerta
no se activó. No había aire tóxico ni luz envenenada por
el momento.
Se bajó con cuidado, el arma en la mano. Su vehículo
era una camioneta con mucho acero remachado, cubierto
por más placas de metal. Muy casero, también. Había un

59
amplio cajón atrás que contenía una pala, una especie de
rastrillo, restos largos de plantas... algas. Por lo visto
cosechaba lo que comía.
Así pues, la misión era ir al lago por una carga más
de plantas de un verde oscuro repugnante, para tener más
raciones. Perfecto. El tipo de misión sencilla que gene-
ralmente es mortal en los videojuegos: recoge monedas,
ve por paquetes de municiones, recolecta algas.
Miró al cielo. Las nubes, de un horrible color mostaza,
no se desplazaban con su acostumbrada lentitud densa y
algodonosa, sino rápidamente, como si fueran de mercurio,
casi líquidas. Un rayo las iluminó desde dentro y, la
verdad, no mejoró su aspecto. Raquel no quería saber qué
clase de lluvia transportaban. Tal vez era una misión
contra reloj.
Acercó el vehículo hasta las orillas del lago, que se
movía en largas olas, densas y pesadas en sentido contra-
rio al viento. Ni siquiera pensó que fuera una falla de
programación. Ese lago tenía algo raro, aparte de su color
negro con líneas plateadas aquí y allá. Bajó de la camio-
neta con las armas listas.
De pronto, la superficie del lago se elevó hacia las
alturas y apareció... ¿el tentáculo de un monstruo gigante?
Pero este juego de las ventanas nunca ofrecía cosas
sencillas como ésa.
El tentáculo se acercó a ella, veloz. No le dio ni
siquiera una oportunidad. Raquel empezó a disparar.
Naturalmente era inútil. Las balas se sumergieron en esa
oscuridad y desaparecieron sin dejar rastro.
El tentáculo estaba formado por millones de pequeños
cuerpos sólidos, algunos de los cuales fueron a estrellarse
contra Raquel. Eran moscas, comunes y corrientes, un
tornado de insectos, una marea viva que, demasiado

60
ocupadas en alimentarse del lago, de su superficie de
peces muertos, ni siquiera reparaba en Raquel.

Alerta:
Peligro de sofocación.
Conductos respiratorios pueden ser obstruidos por insectos.
Se recomienda no respirarlos.

Perfecto. Podía ahogarse respirando moscas. ¿A


quién se le ocurrían estas cosas?
“Oh, sí, para esta ventana necesitamos un millón de
sabandijas, no, seis millones, y peces muertos, un lago
cubierto por algas repugnantes, un cielo lleno de nubes
asquerosas y sí... pensemos en algo más desagradable
aún, porque eso sólo es el inicio del juego.”
Raquel sentía una opresión en el pecho, tal vez temía
aspirar profundamente. Porque una cosa es ver una masa
de insectos palpitando en una pantalla, y otra sentir cómo
esa marea viva te rodea por todos lados. Moscas grandes
y pesadas, verdes o negras, de cuerpos jugosos, delgadas y
esbeltas, del tamaño de una uña o minúsculas y casi in-
visibles; las más notorias eran las grandes, pero de las que
había mayor cantidad era de las pequeñas, polvo vivo...
Raquel se dejó caer al piso. Tal vez ahí no hubiera
tantas y pudiera respirar bajo el tentáculo de insectos...
Cerró los ojos para que las moscas no se arrastraran
dentro de ellos, sin reparar en que no eran más que
imágenes presentadas por un aparato. Abrió la rendija de
un párpado. Los moscas volaban arriba de ella. Frente a
su nariz había una piedra pulida, con un extraño dibujo,
casi como si la hubieran modelado con plastilina Play
Doh de color roca; era posible imaginar que esas largas
protuberancias eran los dedos del artista... Tomó fir-
memente la piedra, no para arrojarla contra los insectos y

61
dispersar el tentáculo de moscas, sino para comprobar si
podía cargarla, llevársela en su viaje.
Una gota de lluvia cayó frente a ella, y las moscas se
dispersaron por todas partes, huyendo. Excelente, había
algo que desagradaba incluso a moscas alimentadas con
pescados muertos. El agua, naturalmente, era tóxica. Vi-
niendo de esas nubes, no le extrañaba en lo más mínimo.
Inmersa por completo en ese mar de moscas, corrió
hacia la camioneta lo más rápido que pudo; sólo 600 o 700
entraron con ella a la cabina. Tal vez tanto blindaje era
para protegerse de la lluvia. Tal vez. Pero lo mejor era
resguardar el vehículo de esa agua siseante. Encendió el
motor, que se estremeció violentamente antes de apagarse.
Ella no sabía que los vehículos también podían sofocarse.
La combustión controlada del motor necesitaba aire
relativamente limpio. La camioneta tomó un sorbo de las
moscas casi invisibles y se atascó con ellas.
—¿Y ahora qué?
Lluvia tóxica afuera, algunas moscas dentro. No era
una ventana muy emocionante. Su ración de comida fue
cubierta en un instante por una masa negra palpitante, que
zumbaba.

Bioalerta:
Vectores infecciosos presentes

Raquel recordó el trabajo de su mamá. Esto también


es fauna. En un lago de peces muertos, con agua tóxica,
¿qué enfermedades podían desarrollarse?
Miró afuera y se dio cuenta de que, a excepción de
ella, no se veía nada humano a kilómetros de distancia.
No había otras camionetas, casas a lo lejos, luces. Recordó,
entonces, que las ventanas que había recorrido estaban

62
casi vacías. Los pocos personajes que vio fueron eli-
minados casi sin esfuerzo, una baja más. Tamborileó en
el volante. ¿No iba a haber batalla en su última ventana?
Aún aferraba la roca que había recogido afuera.
Como botín era demasiado poco. Por alguna causa esa
piedra la incomodaba. Parecía tan real. Extraña, pero real.
Una roca deformada por quién sabe qué horrible proceso.
Probó otra vez encender el motor: ni siquiera vibró
en esta ocasión, estaba muerto. Raquel debía regresar al
refugio sin algas ni camioneta. Afortunadamente para
ella, la lluvia cesó en ese instante, por lo que podía irse
caminando.
Tomó la piedra, el arma y empezó a seguir las huellas
del vehículo. El lugar estaba devastado, no había ni una
pizca de vida, hierba, árboles, animales. Sólo el lago con
sus moscas y sus algas y sus rocas torturadas.
El disparo la tomó por completo desprevenida. Cayó
sin comprender por qué el suelo se levantaba a recibirla.
Al cambiar la perspectiva, Raquel perdió el equilibrio y
el golpe que se dio en el piso le añadió realismo a su caída
en el mundo virtual.
¿Eran nazis?, ¿monstruos con metralletas?, ¿ejércitos
mutantes? Oyó pasos, vio las botas de sus atacantes. Se
trataba de niños, niños que corrieron felices a la camioneta,
con ganchos de metal y barretas. Así, pues, el blindaje no
era para protegerse de tornados de insectos, ni de lluvia
tóxica, sino de otros humanos. Uno de ellos salió comiendo
el paquete de ración sin apartar las moscas.
No había mucho que hacer. Esperar que la bioalarma
determinara en qué momento había sangrado lo suficiente
para sacarla del juego.
Entonces comprendió. La muerte era el checkpoint
en ese juego de ventanas. La muerte era la meta del juego.

63
UN RESPIRO

Era hora de acomodar todo, de guardar el traje de juego,


de esperar a que vinieran a recoger los aparatos.
Raquel acomodó la chaqueta de neopreno sobre su
cama y se le quedó viendo un par de segundos. En verdad
ignoraba cuál sería su aspecto con el equipo completo,
desde fuera. Pensó en decirle a su mamá que le tomara una
fotografía, pero recordó que el contrato de confidencialidad
prohibía guardar recuerdo alguno. Y era una lástima, el
traje se veía realmente bien. ¿Sería el neopreno, la fibra
óptica y los bultos de los aparatos la próxima moda? ¿Por
qué no?
Escogió un par de pantalones azul oscuro y los
acomodó debajo. La silueta se veía deportiva, atlética...
Conectó los guantes para ver el tejido de luz. Colocó el
casco en el collarín, y se sorprendió cuando éste se
iluminó con una tenue luz ámbar.
—Cabeza de televisor.
No le preocupaba que el juego iniciara al conectar el
traje. Eran necesarios bastantes movimientos para
empezar. Se quedó mirando el conjunto un par de minutos.
Le había parecido tan divertido todo, al principio. Un
juego. Se suponía que todo eso era un juego.
Alargó la mano para quitar el casco. Fue entonces
cuando el traje respiró.
Raquel dio un salto hacia atrás. El pecho de la
chaqueta de neopreno se levantó como quien inspira
profundamente. Ella se quedó ahí esperando ya cualquier
cosa, que el casco girara lentamente para mirarla o algo
así de escalofriante. Como en los videojuegos.
El traje continuó simplemente ahí. Unos segundos
después, una parte de la manga izquierda del guante se

64
infló hasta donde estaba un anillo, ligeramente arriba del
codo. El espanto fue sustituido por la curiosidad. Raquel
reconoció ese círculo rígido. Hija de doctora, sabía que
ése era el lugar perfecto para tomar la presión arterial. Era
necesario hacer una ligera presión para medir la velocidad
con la que se desplazaba la sangre por su cuerpo. Tocó el
pecho de la prenda. Otro anillo de goma rígido se infló,
seguramente de modo automático al conectar el traje. En
el pecho pueden medirse los latidos del corazón, el ritmo
de respiración, quién sabe qué cosas más. El traje leía en
ella. Datos médicos: presión, pulso, respiración. ¿Para
qué? ¿A quién podía importarle saber la velocidad con la
que respiraba, el ritmo en que palpitaba su corazón?
Lentamente los anillos de goma se fueron desinflando,
como si nunca hubieran estado ahí. La chica tocó el lugar
donde habían estado. ¿Por qué no los había notado?
Naturalmente, porque no se habían inflado de inmediato.
Habían esperado hasta que ella estuviera inmersa en el
videojuego, hasta que las imágenes que la rodeaban
absorbieran toda su atención. Eso le gustó menos que
saber que a Software Corporativo le interesaran datos de
su organismo. Le molestaba que fuera furtivo, que leyeran
a escondidas.

65
66
3

DESPUÉS DEL JUEGO

MENSAJE DE TEXTO

A l celular de Raquel llegó un mensaje de Alberto:


“Dónde estás?” Sin molestarse en ver las teclas del
celular, ella escribió perfectamente: “árboles, + árboles,
sólo árboles”. Era increíble lo rápido que se puede teclear
utilizando sólo un pulgar. Una habilidad pulida, sin duda,
por el uso de los controles de videojuego. Oprimió send.
El aparato cabía perfectamente en la palma de su
mano, lo cual era magnífico porque se suponía que se
había quedado guardado en casa.
—Nada de aparatos durante las vacaciones —había
dicho su mamá— es un viaje de desintoxicación. Tú no
llevas videojuegos, nosotros no llevamos la laptop.
Raquel no había protestado primero porque, increí-
blemente, las vacaciones tantas veces aplazadas estaban
ahí, y segundo, porque después de usar el casco de panta-
lla y el traje del juego de las ventanas, la pantalla plana
y los controles normales habían perdido un poco su atrac-
tivo. Además, después de tanto escenario muerto, era
agradable estar rodeada de colores cálidos, verdes vivos
y un cielo, aunque algo nublado, no apocalíptico.
Cuando el último aparato de Software Corporativo
salió de la casa, la mamá le dio la noticia a su hija: iban
a festejar el fin de su primer empleo como B-tester, va-
cacionando. Era estupendo.

67
68
Viajaban en una camioneta de amplias ventanas, ce-
rradas para no desaprovechar el cálido aire acondiciona-
do. Raquel pensó que viajaban en una pecera, dentro de
un casco de realidad virtual. Bajó la ventanilla para dis-
frutar la humedad y el frío. Abrió la boca para paladear
esa sensación de frescura.
—No te vayas a tragar un insecto —dijo, sonriente,
su papá.
Un insecto, uno solo, no era un problema.
El celular vibró en su mano. Era un mensaje de
Alberto: “Manda fotos”.
Raquel levantó discretamente la mano, abrió los
dedos para darle espacio a la diminuta lente de la cámara
del celular y disparó. La imagen registrada, con esa luz y
a esa velocidad, era únicamente un manchón verde in-
determinado. Pero era un verde sano, un verde vivo. Des-
pués de las imágenes de las últimas semanas, era justo lo
que necesitaba. Eso y la sensación de que no iba a me-
terse a un callejón sin salida en donde todo iba a matarla
y no tuviera la más mínima oportunidad.
Ahora podía dormir tranquilamente de noche; las
comidas no le sentaban mal, no sentía una ansiedad
injustificada ni las palmas húmedas a todas horas. Ella no
podía saber que con el poco tiempo que había usado el
juego, había desarrollado los primeros síntomas de la
fatiga de combate.
Sus padres, doctores, no pensaron que fuera eso. ¿A
qué situación de fuerte estrés y sin control alguno podía
enfrentarse una niña de 13 años?
Raquel se veía feliz, mirando el bosque, cubierta por
una colcha de cuadros rojos, sonriente. Todo estaba bien.
—Espero que no estés jugando videojuegos con el
celular...

69
—Este... no, mamá (son horriblemente sencillos).
—¿Trajiste el celular, Raquel?
—No regañes a la niña, tú también trajiste el tuyo,
querido.
—Puede presentarse una emergencia.
—No hay problema.
La mamá de Raquel se recargó en el asiento y dis-
frutó de la increíble vista del camino arbolado, de la luz
suave filtrándose entre las hojas, y de lo que el personal
de las cabañas le informó sobre la pésima recepción de los
celulares en el lugar.
Alberto escuchó, una vez más, el mensaje automático:
“El número que ha marcado no contesta. El usuario
puede tener el celular apagado o se encuentra fuera del
área de servicio. Gracias.”

MULTIMEDIA

La cabaña estaba bien. Las camas eran lo suficientemente


suaves. No había televisión por cable, pero eso lo sabía
desde que su mamá insistió en unas vacaciones naturales.
Todo olía a madera, y a humedad, pero, claro, humedad
fresca.
—Ya sé cómo es oler una nube —dijo su mamá.
Raquel hubiera descrito el lugar como multimedia.
Era posible percibir con cada sentido el lugar: oírlo, verlo,
paladearlo, olerlo, sentirlo...
A su papá le gustaron los ventanales.
—Miren, miren —dijo.
Abrió las cortinas de golpe, como un mago que hace
aparecer un tigre blanco, y surgió una magnifica vista del
bosque, de los árboles y de...
—Un río, nena ¿no es bonito? Casi al alcance de la
mano.
70
Raquel se obligó a sonreír.
—Precioso. ¿Sabes si es temporada de lluvias?
—¿Cómo podría saberlo?
—¿Puedo preguntar en la recepción?
—No hay prisa. Desempaquemos antes.
Raquel miró el río, que corría sin prisa alguna; por
suerte, era azul y cristalino, y no marrón y lleno de lodo.
Recordó el videojuego de las ventanas: “Brommmmm”,
había rugido la inundación, ocultando todos los demás
sonidos. Se prometió estar atenta, en cuanto esas aguas
dejaran de murmurar sabía que era tiempo de escapar.
—Deja las llaves del auto a la mano, papá. Nunca se
sabe cuándo se van a necesitar.

Raquel contó los pasos de su cabaña al río. Doscientos


treinta y cuatro. Arrojó una ramita a la corriente y la vio
irse, perezosamente. Por el momento no había peligro
alguno que arrasara con todo a su paso. Pero nunca hay
que dejar de tener un plan B.
La puerta de la habitación se abría hacia fuera, lo
cual podría ser un problema si un viento tormentoso
presionara contra ella. Pero una silla arrojada al ventanal
brindaría la salida de emergencia necesaria.
La luz naranja del atardecer fue apagándose poco a
poco. Como si fuera una señal, los grillos comenzaron
a cantar. Eso, sumado al rumor del río, dio como resultado
una suave cascada de sonidos, un delicado y lento ritmo.
Raquel, que pensaba en esos instantes en rutas de es-
cape, no se dio cuenta de inmediato. Poco a poco comenzó
a percibir esa paradójica calidad de los bosques: el silencio
susurrante. Los leves sonidos nuevos de otro lugar la rodea-

71
ban suavemente. “No hay prisa”, parecían decir. El rugien-
te desastre de la ventana no estaba ahí. No aún.

“Al bosque”, decía el cartel, innecesariamente porque los


árboles estaban a todo el rededor, y el viento se dispersaba
entre los troncos.
Había empezado a llover, pero era una lluvia suave,
tranquila. Casi como si la niebla se hubiera convertido de
golpe en gotas, pero gotas casi tan insustanciales como el
manto blanco de la niebla.
Una mujer con un uniforme verde paseaba a lo lejos
con los señores Oviedo. Era una guía de ecoturismo.
Raquel sonrió. Sus papás necesitaban datos para sentir
que habían estado en un lugar. Otros papás se llevaban
figuritas, tazas de cerámica, pero ellos preferían las
estadísticas y los números.
Seguramente, para decidirse por ese lugar para va-
cacionar fue tan importante la guía de ecoturismo como
las cabañas, los servicios y el río. ¿Se darían cuenta ellos
de eso? Los alcanzó para escuchar también la explicación.
La guía decía algo sobre los servicios ambientales que, al
parecer, era algo así como valorar lo intangible, lo que no
podía venderse de forma inmediata:
—La regulación del clima, el amortiguamiento del
impacto de los fenómenos naturales, la generación de
oxígeno, mantener el ciclo bosque-agua...
Pero como no puede verse ni comercializarse ni usar-
se de manera inmediata, no se valora. Y si desaparece,
también desaparece lo demás. Si no hay bosque no hay
manera de fijar la tierra, resurtir los mantos acuíferos, et-
cétera, y el terreno ya no sirve, no sólo como bosque sino

72
tampoco como pastizal o tierra de cultivo. Una hectárea
de bosque puede valorarse, no sólo por la madera que se
vende al cosecharse, se debe valuar también lo que se ga-
naría al no tocarla.
—Debe ser muy difícil establecer una tasa de va-
lor, un precio para algo que no se puede tocar ni ver ni oler
—dijo la mamá, fascinada por el reto de números y cifras.
—Puedes dar una cifra, pero ¿cómo convences del
valor? —observó el papá, a quien también le gustaban
esos temas.
Raquel escuchaba a medias, contenta sólo de estar
caminando junto con su familia, sin prisa alguna.
—Una cifra no dice nada a menos que tenga un sig-
nificado. A menos que lo sientas. Todos saben qué signi-
fica un millón de pesos, pero ¿qué vale para ti no tocar es-
te bosque? ¿Qué significa que desaparezca?
—¿Como habitante, como consumidor, como empre-
sario? Las cifras sirven para establecer un valor sin im-
portar quién seas.
—¿Y si la cifra no significa gran cosa? Si un bosque
cuesta lo mismo que un Ferrari, ¿no preferirías el Ferrari?
¿Cómo hacer sentir a alguien un valor?
—Una buena pregunta.
Sonrieron, felices. Así descansaban, haciéndose pre-
guntas que no se habían hecho antes.
Le pidieron a la guía que continuara hablando...
—Podemos entender los servicios ambientales como
los procesos y funciones de los ecosistemas que, además
de influir directamente en el mantenimiento de la vida,
generan beneficios y bienestar para la gente y las comu-
nidades. No es volver intocables los recursos naturales, es
usarlos sustentablemente.

73
A lo lejos, Raquel vio una fascinante colección de
hongos rojos. Sólo los había visto de ese color en los
videojuegos. Inmensos y perfectamente simétricos. Tenía
que ver cómo eran realmente.
—Ma —susurró—, los alcanzo después.
Para alcanzar los hongos bastaba con deslizarse por
la colina, pero debía hacerlo con cuidado, si no, podía...
—Supongan que hay una inundación —dijo la guía—
y no hay bosque.
Raquel perdió el equilibrio. De pronto ya no estaba
ahí, al borde del camino. Se escuchó un deslizarse de
tierra, una exclamación y algo que caía pesadamente.
Un instante después, la chica trepó hasta donde
estaban sus padres, sacudiéndose la tierra de las rodillas.
—Yo sé —dijo, como si no hubiera pasado nada—.
No habría de dónde agarrarse para que no te llevaran las
aguas, ¿verdad?
—Bueno... sí.
—Y nada detendría el viento.
—Correcto.
—Y habría dos corrientes: la del río, y la que baja de
las montañas, ¿no?
—También, y al no haber árboles, no hay raíces, ni
forma de fijar la tierra que cubre las laderas y esta sería...
—Arrastrada hacia el río. Y las aguas son color café,
y el lodo agarraba las cosas y se las llevaba, y... y fue
horrible cuando me pasó...
—¿Perdón? —dijo la guía, con expresión incrédula.
¿Cómo explicarle lo de las ventanas y el traje de
juego, y todo eso?
—Digo, cuando me pasaron un documental en la
escuela fue horrible. Recuerdo que había casas arrasadas,
como si fueran de palillos, y autos partidos en dos, y... y

74
todo era muy espectacular. Era terrible, pero con una
imagen increíble, y recuerdo un bramido que lo cubría
todo...
—Creo que estás describiendo un flujo de lodo. Es
una mezcla de rocas, tierra y agua que se desprenden de
un cerro muy árido, sobre todo cañones y laderas bastante
empinadas. Ocurre después de una lluvia muy intensa. Es
un evento muy violento, extremadamente rápido. Debido
a que no hay vegetación que contenga la fuerza del des-
plazamiento...
—¿Sabe si hay alguna manera de pasar el nivel?
—¿Pasar el nivel?
—De sobrevivir.
—Simplemente alejarse de la corriente.
Raquel pareció meditarlo un segundo. Después se
dirigió de nuevo hacia los hongos rojos. Antes de irse
dijo:
—Alejarse es muy difícil, señorita. Se lo digo por
experiencia.

.JPG

—¿Recuerdas cuando las fotos se ponían en un álbum y


no se mandaban por e-mail? —preguntó el papá de Ra-
quel, mientras se sentaba frente al televisor.
—Tú escogiste la cámara digital —dijo la mamá,
acomodándose a su lado.
—Pa, esto es un álbum —afirmó Raquel, colocando
el CD que había quemado con las fotografías—, sólo que
digital.
—¿Y quién descubrió que se podían ver en el DVD?
—Raquel, ¿quién más?

75
—Ay, ma, la etiqueta dice “compatible con formato
.jpg”.
—¿Cómo se me pudo escapar?
—Recuerdo las diapositivas...
—Esa foto es bonita, papá, cuando te caíste al río.
—Preciosa.
—Y aquí estás, Raquel, hablando con la guía.
—Y aquí también... y aquí, y aquí... y aquí...
—En ésta, la guía se ve muy alegre...
—Es que ya nos íbamos.
—¿Y por qué le preguntaste si una lluvia podía
inundar Veracruz?
—Se me ocurrió.
—Hmmm.
—¿Y puede?
—No. Por mucho que llueva, no es suficiente para
que la cubra por completo. Ni un huracán podría. ¿Qué es
eso?
—Mi zapato, creí que había apagado la cámara.
—Aquí me veo horrible.
—Siempre te ves preciosa.
—Gracias, amor.
—El efecto invernadero podría...
—¿Qué?
—Inundar todas las costas del mundo, incluyendo
Veracruz. Si la temperatura de la Tierra crece, se derretirían
los polos, y entonces el nivel del agua subiría lo suficiente,
y puede que eso suceda pronto... ¿no es increíble? Y
calentamos la Tierra con la contaminación atmosférica, si
continuamos deforestando, si se rompe el equilibrio del
agua, entonces la atmósfera...
—Aquí se ve a Raquel jugando con el celular.
—Lo sabía.

76
—Estaba organizando mi directorio, ma, y entonces
la atmósfera... este... ¿En qué iba?
—Efecto invernadero.
—Pues eso. Que estamos derritiendo los polos y
después... ¡Un pajarito!
—A las siete de la noche todo estaba lleno de pa-
jaritos chillones, no fue nada difícil fotografiar uno.
—La guía no supo decirme qué era un peligro fo-
todermatológico.
—Cuando la luz afecta la piel —dijeron a coro sus
padres.
—¿Qué es eso?
—Una mariposa volando, pero no supe enfocar.
—¿Y si la piel se pone oscura, bronceada y luego
negra?
—¿En qué tiempo?
—Minutos. Pa, ¿fotografiaste el ventanal?
—Era hermoso. Suena a quemaduras de rayos
ultravioleta.
—Dos fotos más del ventanal... Una quemadura en
minutos sólo podría ocurrir ante una fuente inmensa de
UV...
—Me pregunto cómo se vería en el despacho.
—No, no, no. Me distraería demasiado. Y también si
no hubiera capa de ozono.
—La atmósfera debería cambiar...
—¿No está cambiando por los gases de los sprays?
Creo que son los hidrofluorocarbonos, ¿o eran los clo-
rofluorocarbonos?
—Tal vez con cortinas.
—¿Qué tienen que ver las cortinas con el ozono?
—El ventanal.
—Aquí está papá jugando con su celular...

77
NEKRONOS CORPORATION

Afuera de su ventana el sonido del río fue aumentando su


volumen. Era extraño porque se encontraba en su recáma-
ra y no en la cabaña de las vacaciones. Sin embargo, ese
rugir era inconfundible.
Se puso de pie y fue acercándose al ventanal. Antes
de llegar a él, una luz verde y repugnante iluminó las
cortinas. Era el color de las cosas venenosas, de la ra-
diación y el ácido. Raquel había visto los suficientes
videojuegos para saber que si un verde resplandecía en la
oscuridad era peligroso.
Las rendijas de su puerta se iluminaron también. No
podía salir con esa luz, estaba atrapada. Pero no sola, no a
salvo. Algo, denso y pesado, empezó a respirar detrás de
ella.
Lentamente se dio la vuelta. En medio de su recámara
había una silueta. No era ninguna persona, nada humano.
Era el traje del juego que se movía por sí mismo. Las
luces que recorrían el tejido, como costuras luminosas,
cambiaron de color, de un blanco azulado a un verde
infeccioso, pulsante, putrefacto. El casco negro se cubrió
de signos, de pinceladas verdes que casi formaban un
rostro. Parecía algo construido por la propia Nekronos
Corporation.
—Tú sabes —gruñó el traje, con una voz metálica.
Raquel, experta en los juegos de supervivencia, no
gritó. Buscaba con la vista algo que pudiera usar contra
eso, si decidía atacarla.
—Sabes lo que las ventanas no son.
No podía negarlo. Sabía.
Junto a su cama había un vaso con agua. ¿Esa cosa
haría cortocircuito con un vaso de agua?

78
—Sabes lo que no queríamos que supieras.
Tal vez si le rompiera una silla encima al casco...
—Sabes lo que ocultamos.
—¡Pues qué mal ocultan las cosas! —le gritó ella,
furiosa porque un pedazo de ropa se atreviera a amena-
zarla, furiosa porque, la verdad, sí la estaba asustando—
¡Son pésimos para guardar secretos!
El traje se arrojó sobre ella. Raquel trató de apoyar-
se en las cortinas para subir las piernas dos metros y que
el traje pasara por debajo de ella, se estrellara contra el
ventanal y lo atravesara... pero no puedes subir las
piernas dos metros sin entrenamiento, y de todas mane-
ras las cortinas no aguantaron su peso y cayeron a su
alrededor atrapándola a ella junto con el traje: un re-
voloteo de tela. Antes de que pudiera hacer algo, lo tenía
frente a ella. La luz del casco era roja... Los guantes del
traje aferraron su garganta. Piensa-piensa-piensa.
Raquel recordó entonces el punto débil que todo
traje, asesino o no, tiene. Y aunque habían empezado a
estrangularla, ella se permitió sonreír. Alzó ambas manos
y abrió los cierres que unían las mangas con el chaleco.
De inmediato, los guantes perdieron su fuerza, se desin-
flaron como globos. Con un rápido movimiento abrió el
largo cierre del chaleco: el traje cayó informe en el piso.
Lo único que se movía por sí mismo era el casco. Giró
lentamente para verla.
—Su secreto... —le gritó Raquel— ¡lo sé, lo sé, lo sé!
Entonces, despertó. Pero lo cierto es que sabía lo que
el juego de las ventanas ocultaba. Algo muy sencillo.
Simplemente que el juego de las ventanas...
—...no es un juego —susurró Raquel, sorprendida
de no haberse dado cuenta antes, pero era tan claro ahora;
eso explicaba por qué era tan extraño, la falta de ins-

79
trucciones, el que ese equipo fuera tan grande para tratarse
de una simple consola de juego, lo avanzado de los con-
troles y el traje. Eso no era un videojuego. Nunca lo fue.

PLANTA DE ORNATO

Todos los jugadores de survival horror comparten la


misma característica: aman la acción directa. ¿Hay una
bestia terrible en el lugar? ¿Qué mejor que ir y enfrentarla?
—Es increíble lo bien que puede caer una pesadilla
—se dijo Raquel esa mañana.
Se sentía bien. Activa, llena de vida, dispuesta a
todo. Ganar el combate contra el traje asesino le recordó
lo que había olvidado desde el mismo momento en que
entró al asunto de las ventanas: que ella era la mejor en los
juegos, que era una ciberguerrera.
Es increíble lo rápido que se acostumbró a perder, a
ser arrastrada por las circunstancias. Cambió de una ex-
perta en survival horror a una mera víctima, una espec-
tadora. Se convirtió en alguien a quien podían engañar,
mentir, ocultar. Software Corporativo la contrató para ser
una B-tester, pero ¿cómo probar algo si se desconocía
cuál era su función exacta?
Raquel se levantó dispuesta a derribar el edificio de
Software Corporativo con sus propias manos si no le
daban las respuestas necesarias. Si no tenían nada qué
ocultar, no habría problema alguno. Si era una empresa
como Nekronos Corporation, entonces tal vez no fuera
tan sencillo salir de ahí... No podía ir simplemente y en-
tregarse como un corderito al lobo feroz. Era necesario ir
con el hada madrina, o un tanque totalmente armado. O
con una carta bajo la manga. O, mejor, con una carta sobre
el escritorio:

80
“Abrir sólo en caso de que no regrese”. Ella hubiera
jurado que escribir algo así sería emocionante, que se iba
a sentir como un detective o una bella y valiente periodis-
ta de tantas historias, pero, la verdad, le había dado un po-
co de pena hacer la carta, marcar el rótulo, dejarlo ahí. ¿Y
si lo abrían antes?
“Fui secuestrada por Software Corporativo” sonaba
tan melodramático si no pasaba nada... pero, ¿no era
mejor que no pasara nada?
Se vistió con ropa cómoda, que le permitiera correr
con soltura (por desgracia no era ninguna vestimenta
oscura como la de los comandos y los ninjas). No tenía un
walkie tolkie militar, pero sí algo mejor: su celular bien
cargado y con suficiente crédito. Y necesitaba un vehículo
de escape.
—¡Ma! ¿Me puedes llevar al centro?
El pretexto era un CD. Le dijo a su mamá que los de
Software Corporativo habían olvidado un compac disc en
su recámara y que era mejor regresárselo. Hasta le enseñó
un CD, brillante y sin marca alguna.
—No, mamá, no tiene caso que subas...
Era cosa de un minuto; mejor que la esperara en el
estacionamiento con el motor encendido...
La chica sacó su celular, marcó el teléfono de su casa
(donde no había nadie) y esperó a que se conectara el
buzón de voz.
—No borres este mensaje. Estoy en el edificio de
Software Corporativo y voy a subir. Si no vuelvo a llamar
en cinco... no, en cuatro minutos, estoy en problemas.
Colgó.
¿No era magnífica la tecnología? Era como llevar el
micrófono oculto de las series policiacas. Si no pasaba

81
nada, bastaba con llegar a su casa y borrar todos los
mensajes. Si pasaba algo... bueno, estaba registrado.
Cuatro minutos después volvió a marcar.
—Casa de la familia Oviedo.
—Marina, ¡no deberías estar en casa! Digo, hola.
—Hola, niña ¿qué se te ofrece?
—Que cuelgues y no respondas, por favor, estoy
probando el correo de voz.
—Tú y tus inventos.
Click.
—Como no bajaba el elevador, subo por las escaleras,
voy a las oficinas de Software Corporativo. Si no hablo en
cinco minutos, estoy en... oh, no.

—¿Qué traes ahí?


Raquel miró el botín.
Las oficinas de Software Corporativo estaban vacías,
no había escritorios, secretarias, plaquitas de plástico con
el nombre, nada, sólo una delgada capa de polvo. Eso
quería decir que el lugar llevaba bastante tiempo vacío.
Tal vez abandonaron el sitio poco después de que fueron
su mamá y ella. Era una fachada. Nunca fueron oficinas
reales.
No habían dejado nada atrás, excepto...
—¿Qué haces con esa palmera seca?
—Estaba sola ahí.
Pero no sólo encontró esa planta de ornato. Había, en
medio de la nada, unos papeles pulcramente puestos a
mitad de todo, en una carpeta azul eléctrica. Nadie que
entrara en las abandonadas oficinas podía dejar de verlo.
Raquel abrió la carpeta: “Contrato de confidencialidad”,
decía.
82
UN VISITANTE

Software Corporativo había necesitado un frente falso.


Tal vez ni siquiera se llamara realmente así. Todo era muy
misterioso. Las ventanas no eran un juego. Y el traje
tampoco era simplemente un control más sofisticado,
sino que tenía otras funciones que Raquel desconocía.
Funciones ocultas, ¿no era magnífico?
En DinoIsla no había más que cuerpos tirados por
todas partes, instalaciones militares deshechas, muchas
barreras rotas, y cosas que se escondían de la vista. En
Nekromundo, los zombis eran la menor de las preocu-
paciones, porque resultaron ser sólo títeres de una com-
pañía malvada que deseaba abrir una dimensión parale-
la, ¿pero quién iba a creer que esos come-humanos sólo
eran víctimas?
—Yo —se dijo Raquel—, yo lo supe.
Sabía que era muy buena para ese tipo de acertijos y
misterios. Y ahora tenía un acertijo que le pertenecía, un
misterio todo suyo. Una pregunta típica en los survival
horror: ¿Qué pasó aquí?
Había visitado cinco ventanas. Les había dado nom-
bres provisionales: Mundo Basura, Inundación, Sed (ésa
era la vacía ciudad de México), Veracruz y Moscas, aun-
que, la verdad a la última podría haberle puesto también
Piedra. Esa roca que parecía moldeada con plastilina la
molestaba, ignoraba por qué. Con todo lo que había visto
en el juego: ¿qué tenía de particular? Parecía amarillenta,
deformada, como si la hubiera hecho de Play Doh un niño
con dedos enormes.
Bueno: Basura, Inundación, Sed, Veracruz, piedra.
Mundos vacíos o en proceso de quedarse sin nada vivo.
¿Qué más? ¿Qué más? Piensa-piensa-piensa.

83
¡Los números! Cada ventana tenía un número. Los
había apuntado, porque suponía que cada B-tester haría
algo parecido. Miró la lista:

923 Mundo Basura


661 Inundación
755 Sed
723 Veracruz
731 Piedra

Cada ventana era diferente (muy diferente) de la


anterior. Tal vez porque había saltado de número en
número.
Los acomodó de menor a mayor:

661 Inundación
723 Veracruz
731 Piedra
755 Sed
923 Mundo Basura

La inundación era un paisaje muy cercano. Podría


haber sido el lugar donde vacacionó. A la guía de
ecoturismo no le parecía algo imposible, sino que había
ocurrido ya.
El número más lejano correspondía a Mundo Basu-
ra, con su aspecto casi extraterrestre; pero, según sus
papás, la luz tóxica era posible aquí en la Tierra.
Al principio pensó que las ventanas eran como ca-
nales de TV; o, simplemente, un catálogo de pesadillas
mortales. Pero, ¿y si los números querían decir algo?

84
—Para el carro, Marina, ¡Párate!
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—¿Viste? ¿Viste?
—¿Si vi qué?
—El anuncio. Por eso me molestaba tanto. ¡La había
visto antes!
—¿De qué estás hablando, niña?
—¿Puedes estacionarte? ¿Puedes? Tengo que verla
de nuevo, tengo que saber.
—Ay, niña, si es un anuncio de juguetes...
—Ey, ya tengo 13.
—De ropa, de discos, de lo que sea, no es necesario
tanto grito. ¿A ver, dónde lo viste?
—Ahí.
—¿La piedra? ¿Nos bajamos para ver el anuncio de
una piedra?
Raquel se quedó sin decir una palabra más: ahí
estaba, amarillenta, torturada, la roca que vio cuando
trató de huir de un tentáculo de moscas. Fuera de la
ventana. En el mundo real. En su mundo.
Aquí.
Aunque el cartel incluía una dirección, Raquel sólo
podía ver la frase publicitaria: “Un visitante del mañana”.

Había carteles, maquetas, dibujos, mapas de suelo, es-


quemas que todo mundo reconoce: un mar, una flecha que
sube hasta una nube, lluvia, una flecha que baja hasta el
mar, el sol: el ciclo de la lluvia. Sólo que este esquema
incluía fábricas y humo negro y fórmulas químicas que
nada tenían que ver con el H2O. Por lo que se veía al-
rededor, lo que se había unido al ciclo de la lluvia no era

85
nada agradable. Fotos de peces flotando inmóviles, algas
putrefactas, árboles con aspecto de envenenados y ani-
males muertos. Alguien había traído una parte del techo
de un edificio. Se veía carcomido. “Hormigón expuesto”,
decía el cartelito.
Raquel había esperado encontrarse con una exposi-
ción de mundos virtuales, videojuegos, software, incluso
máquinas de tiempo y muestras de rocas de otros planetas.
No con una exposición sobre el clima. Sobre la lluvia.
El nombre de la exposición era “Los efectos de la
lluvia ácida”.
Raquel se prometió comprarse un paraguas de in-
mediato. Miró el folleto que le habían dado en la entrada.

¿Qué es la lluvia ácida?


Cuando la atmósfera recibe fuertes dosis de óxidos (de azufre
y nitrógeno), provenientes generalmente de la contaminación,
estos compuestos, por reacciones químicas complejas, se
convierten parcialmente en ácido sulfúrico y nítrico. Algunas
de esas partículas permanecen en la atmósfera, se combinan
con la humedad de las nubes y caen con la lluvia, la nieve y
el rocío: es la lluvia ácida.

¿Ácido cayendo del cielo? Sonaba digno de un sur-


vival horror, pero los videojuegos pueden apagarse.
—Los de la visita, aquí, por favor, los de la visita
guiada... ¿Vienes con la primaria?
—Ey, ya tengo trec... este, sí... ¿puedo hacer
preguntas?
—Por supuesto.
—¿Dónde está la roca del cartel?
—Al final del recorrido. Espera... no te adelantes,
queremos darles información importante.
—¿La lluvia ácida crea tentáculos de moscas?

86
—¿Perdón? ¿Moscas con tentáculos?
—Digo, ¿la lluvia ácida puede crear moscas?
—Nada crea moscas más que otras moscas, pero la
larva de mosca puede sobrevivir bastante bien en aguas
ácidas, y los depredadores naturales de ellas (como los
peces) no, por lo que tienes el principio de una plaga si el
desequilibrio es serio.
—¿Y la lluvia ácida puede crear un lago de peces
muertos y muchas, muchas algas?
—En los lugares más contaminados por este fenó-
meno ahora sucede lo siguiente: los productos químicos
de la lluvia ácida se filtran a los cuerpos acuáticos, en es-
pecial el nitrógeno, y algunas especies de algas se mul-
tiplican mucho más allá de los números normales, cuando
esto sucede y las algas mueren, bloquean la relación na-
tural entre el aire y el agua, y ésta se pudre, es decir, se le
agota el oxígeno. El resultado es que la mayoría de las
especies que viven en ese cuerpo de agua se mueren, por
un fenómeno conocido como hipoxia, es decir, oxígeno
escaso. Por eso, de pronto pueden aparecer cardúmenes
enteros flotando panza arriba y muertos, ahogados dentro
del agua.
—¿Y esto pasa en realidad? ¿Nadie se lo inventó?
—Nadie lo inventó. No a propósito. La quema de
carbón y otros combustibles minerales es la causa de que
se vierta a la atmósfera el óxido de azufre. Las altas
temperaturas de las combustiones combinan química-
mente el nitrógeno y el oxígeno presentes en el aire y
forman el óxido de nitrógeno. Las centrales eléctricas, las
industrias grandes y pequeñas y las casas donde se quema
carbón son los responsables, junto con los usuarios de
petróleo, de este tipo de contaminación.

87
Raquel miró de nuevo su folleto. Era como si le
dijeran la dirección exacta del spa del horror, como si
fuera posible ir en ese instante a la Casa de las Bestias IV.
Ahí estaba. La piedra torturada, deformada. Si le
llovían continuamente esos productos químicos no era de
extrañar su aspecto enfermizo.
—Esta roca es un visitante del mañana. Los niveles
de lluvia ácida que han bañado esta roca no existen en la
actualidad, pero de no detener la contaminación existirán:
es el aspecto que tendrán todas las rocas si no eliminamos
este tipo de contaminación, es la figura del futuro si
dejamos que las cosas continúen como hasta ahora,
queremos mostrarles la forma exacta del mañana...
El resto de la gente que recorría el lugar no parecía
muy impresionada. Raquel podría decirles que no todo se
limitaría a una piedra. Ella, en cierta forma, había estado
en ese futuro.
—Y no duré mucho —pensó—. La experta super-
viviente no duró nada.

RAQUEL DICE: ¿Sabes lo que es un contrato de confidencialidad?


ALBERTO DICE: ¿Uno que te impide decir cualquier cosa a nadie?
RAQUEL DICE: Más o menos. Así que no te voy a decir nada.
ALBERTO DICE: Perfecto.
RAQUEL DICE: Voy a dejar que lo adivines.
ALBERTO DICE: No me metas a cualquier cosa que quieras
meterme.
RAQUEL DICE: ¿No te interesa resolver un enigma?
ALBERTO DICE: No, la verdad.
RAQUEL DICE: Es un reto, es...
ALBERTO DICE: Algo prohibido en algún papel que firmaste.
RAQUEL DICE: Bueno... si me ayudas puedo decirte cómo ter-
minar el último nivel de Casa de Bestias IV.

88
ALBERTO DICE: ¿Para qué? El chiste es averiguarlo uno mismo.
RAQUEL DICE: No es fácil.
ALBERTO DICE: Yo puedo hacerlo.
RAQUEL DICE: Lo que digas.
ALBERTO DICE: De veras.
RAQUEL DICE: No lo estoy negando.
ALBERTO DICE: En serio.
RAQUEL DICE: Hay una espada...
ALBERTO DICE: ¿Una espada? No he visto ninguna espada.
RAQUEL DICE: Lástima... me avisas cuando termines...
ALBERTO DICE: ¿En serio hay una espada?
RAQUEL DICE: Bueno, al principio, Lord Ravenhard le teme a
la pócima Esmeralda.
ALBERTO DICE: ¿Qué pócima?
RAQUEL DICE: Ups. Ya dije demasiado, y como lo quieres ave-
riguar tú mismo...
ALBERTO DICE: ¿Tiene que ver con la Séptima Puerta?
RAQUEL DICE:
ALBERTO DICE: ¿Raquel?
RAQUEL DICE:
ALBERTO DICE: De acuerdo, ¿cuál es el enigma?
RAQUEL DICE: ¿Cuándo un juego no es un juego?
ALBERTO DICE: Cuando es otra cosa.
RAQUEL DICE: Ja, ja. Lo sé. Sé que es otra cosa. ¿Y si no se nota?
¿Cómo sabes si no lo es?
ALBERTO DICE: ¿Suena a juego?
RAQUEL DICE: Se ve como juego, suena a juego, se juega como
juego pero no es un juego.
ALBERTO DICE: Puede ser la manga del mago.
RAQUEL DICE: ¿La qué?
ALBERTO DICE: Cuando un mago te enseña que no tiene nada
oculto en su manga te está distrayendo, dirige tu atención a
donde no está el truco.
RAQUEL DICE: ¿Y si no aparece ningún truco? ¿Si sólo enseña
la manga?
ALBERTO DICE: ¿Es atractivo el juego que no es juego?
RAQUEL DICE: Mucho.
ALBERTO DICE: Puede ser la envoltura de algo sin buen sabor.

89
RAQUEL DICE: Lo has descrito perfectamente... Pero si es una
envoltura, lo que vende está dentro. Pero lo de adentro es
horrible... ¿quién va a vender algo así?
ALBERTO DICE: Alguien que espere que se lo compren.
RAQUEL DICE: ¿Y quién compra algo horrible?
ALBERTO DICE: Alguien que no sabe que lo es. O a quien le
guste ese tipo de cosas.
RAQUEL DICE: No hay nadie a quien le guste eso.
ALBERTO DICE: ¿Nunca te has puesto a pensar que nosotros
compramos cosas así, como Casa de Bestias IV?
RAQUEL DICE: Pero Casa de Bestias no es real. No le sucede a
nadie. Es un juego.
ALBERTO DICE: Bueno, piensa en algo más simple: policías y
ladrones, cuando apuntas con un dedo o con una pistola de
agua. ¿Es divertido que te disparen?
RAQUEL DICE: Con un dedo sí... porque no es real, es de
mentiritas, es... es... creo que entiendo.
ALBERTO DICE: Entonces, creo que ya te respondiste la pregunta
“¿Y cuándo un juego no es un juego?”
RAQUEL DICE: Cuando sucede en realidad.
ALBERTO DICE: Ahora, sobre esa espada...
RAQUEL DICE: ¿Estás loco? No hay espadas en Casa de Bestias
IV.

¿Qué se necesita para una deducción? Música, por su-


puesto. El soundtrack preciso. Raquel pasó 15 minutos
escogiendo el CD exacto.
Como no es posible detenerse una vez empezado el
proceso de descubrir el secreto, se preparó un sándwich,
llevó suficiente líquido a su recámara, y por si el asunto
resultaba más complicado de lo previsto: unas galletas.
Después es imprescindible tumbarse en la cama, y
poner alrededor todo lo necesario: papeles, una libreta,
otro CD por si acaso. Sin zapatos es mejor. Y debe dispo-
nerse de tiempo para pensar, de ese tiempo durante el cual

90
parecería que simplemente se está viendo el techo y co-
miendo galletitas.
Bien, Alberto había confirmado lo que ella sabía.
Las ventanas no eran un juego. ¿Qué eran entonces?
El mundo ofrecido por las ventanas parecía una Isla
de la Fantasía al contrario: en vez de encontrar ahí lo que
uno deseara, encontraba lo que no quería tener. ¿Era un
catálogo de pesadillas?
Raquel miró su lista:

661 Inundación
723 Veracruz
731 Piedra
755 Sed
923 Mundo Basura

Bueno... sí. Según la guía de ecoturismo la inundación


sucedía: se necesitaba un bosque destruido, una lluvia
torrencial, laderas empinadas.
Un Veracruz sumergido era posible, si continuaba el
calentamiento global.
La ventana que mostraba la piedra era el resultado de
la lluvia ácida.
Algunos de los efectos del Mundo Basura, como la
luz tóxica, también eran posibles, así que:

661 Inundación POSIBLE


723 Veracruz POSIBLE
731 Piedra POSIBLE
755 Sed
923 Mundo Basura POSIBLE

¿Y la ventana Sed, de la vacía ciudad de México?


Tomó un largo sorbo de refresco. Nadie podría sobre-
vivir en una ciudad sin agua.

91
Escribió “posible”. Entonces eran pesadillas posi-
bles. Pesadillas (según la exposición de la roca) a punto de
ser reales. Pesadillas que, de suceder, no le pasarían sólo
a una persona.
Recordó lo indiferentes que parecían esos mundos,
no la atacaban precisamente a ella, simplemente eran mor-
tales para cualquiera. Y eso que era una experta super-
viviente.
Así pues, las ventanas no era mundos imaginados
completamente por algún programador, como Nekro-
mundo, donde todo ocurría en unas cuevas imposible-
mente grandes, o en DinoIsla que si bien tenía una selva
muy detallada, era irrealmente simétrica. Eran escena-
rios 100 por ciento realistas, como los que hacían para los
videojuegos de autos y algunos deportivos que ocurrían
en estadios famosos. Pero, según los de la lluvia ácida, no
eran escenarios actuales, eran, este... eran...
Se puso de pie, se sacudió unas migajas, y arrastrando
sus chanclas fue hasta la recámara de sus papás.
—Ma... ¿cómo se llama lo que haces?
Su mamá miró el cepillo que tenía en las manos.
—¿Peinarme?
—No, no, eso de unos animalitos desplazados, que
iba a pasar si seguían desplazándose... Eso de decir que va
a pasar pero todavía no pasa...
—Proyecciones.
—Gracias... proyecciones, proyecciones realistas...
Regresó a su recámara.
Inundación y Veracruz tenían que ver con el clima.
Piedra y Mundo Basura con la contaminación. La vacía
ciudad de México sufría por falta de agua. ¿Clima o con-
taminación? Parecía obra humana. ¿No lo era también la
deforestación, el calentamiento global, la lluvia ácida?

92
¿No eran problemas que el hombre creaba? ¿Ése era el
punto común? Proyecciones realistas de desastres crea-
dos por el hombre.
Como había hablado mucho con la guía de ecoturismo
y acababa de ir a la exposición de la lluvia ácida tenía muy
claro el nombre: problemas ambientales. Las ventanas eran
proyecciones ecológicas. Justo lo que iba a suceder si todo
continuaba como iba. Pero... ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Qué
tenía eso que ver con que el traje leyera furtivamente su
presión arterial, su respiración? ¿Por qué Software Cor-
porativo iba a usarla a ella para sus secretos planes? ¿Cuá-
les secretos planes?
Tal vez debería ir por otro sándwich...

SPYWARE

RAQUEL DICE: Sobre el asunto del que no te estoy diciendo nada...


ALBERTO DICE: ¿Sí?
RAQUEL DICE: Aparecen unos números y no sé qué significan.
ALBERTO DICE: Ajá.
RAQUEL DICE: No son sucesivos, y no puedo descifrarlos.
ALBERTO DICE: ¿Algún tipo de clasificación? Pueden ser nú-
meros de un catálogo, de un archivo, como los clasifican en
alguna biblioteca.
RAQUEL DICE: Pueden ser las páginas de un muestrario de de-
sast... de hechos. Las páginas de un libro. Los años que fal-
tan... ¿crees que en 755 años podamos reconocer de un vistazo
la ciudad de México?
ALBERTO DICE: Lo dudo mucho. ¿Por qué no me pasas los
números y tal vez pueda ver qué tienen en común?
RAQUEL DICE: Van...

Raquel miró su lista:

661 Inundación
723 Veracruz

93
731 Piedra
755 Sed
923 Mundo Basura

Empezó a teclear “661, 723, 731, 755, 923”. Entonces


la pantalla se apagó. Al principio creyó que se había ido
la luz, pero el zumbido de la computadora continuaba sua-
ve a su lado. Y el LED verde del monitor seguía encendido.
—¿Qué...?
Unas letras verdes empezaron a escribirse por sí
mismas en su monitor: “Dar esos números no es buena
idea, ¿no crees Raquel?”
El celular sonó en ese instante y ella estuvo a punto
de dar un grito:
—¡No me asustes! —le dijo Alberto.
—¿Que yo no te asuste?
—¿No escribiste en el messenger: “La información
que está a punto de recibir puede incriminarlo en espionaje
industrial y exponerlo a las sanciones correspondientes.
Por favor, interrumpa esta conversación”.
—Yo no.
—Vino de tu computadora.
—Mi computadora me está amenazando a mí en este
instante.
—¿Le has metido programas nuevos?
—Ninguno. Bueno, me dieron un programa...
—¿Quién?
Software Corporativo le había dado un programa
con preguntas que debía contestar sobre las ventanas.
Preguntas del tipo: ¿están bien los colores?, ¿hay atraso
en el tiempo de acciones?, y cosas así.
—Este... no creo que deba decírtelo.
—De acuerdo. No me digas nada. ¿Sabes qué es un
spyware?

94
—¿Spyware?
—Un programa espía. Un programa instalado en tu
máquina para vigilar tus actividades, graba lo que haces
y lo transmite a otra parte, y da acceso libre a quien quiera
usarlo.
—¿Y cómo...?
—Tal vez está programado para actuar si escribes en
tu computadora algo en particular, tal vez se activó
cuando marcaste los números...
“¿Sabes que también es muy sencillo escuchar tu
celular?”
—Alberto no sabe nada.
—¿Perdón? ¿Raquel, con quién estás hablando?
—¿Qué quieren?
“Pasar al siguiente nivel”.

95
96
4

VENTANA 654

UN VIEJO AMIGO

M ientras esperaba con su mamá el elevador, Raquel se


dijo que debía haberlo adivinado. Cuando por fin llegó y
entraron en él, no oprimieron el botón correspondiente al
piso de las abandonadas oficinas, sino el del sótano.
Software Corporativo, como toda buena compañía
misteriosa, tenía instalaciones subterráneas. Una secretaria
gordita las recibió, les pidió una identificación, les dio
gafetes de visitante, les pidió amablemente que dejaran en
recepción su celular si es que éste llevaba cámara integrada.
Había en todos lados carteles que ofrecían extraños
productos: “HMSTT para su empresa”. “El HMSTT es la
ventaja corporativa, nosotros se lo ofrecemos a bajo
precio”, y cosas por el estilo. También había carteles que
proclamaban:
“¿Sabe cuánto falta para el futuro?”
—Están mejores estas oficinas, ¿no crees?
Raquel quiso gruñir. Había sido amablemente invi-
tada a visitar Software Corporativo una vez más. El hecho
de que tenían pruebas (en su computadora) de que había
incumplido el contrato de confidencialidad no se mencionó
siquiera. Pero no todo estaba perdido.
—Soy una ciberguerrera —se dijo—, una experta
superviviente.
Algo se le ocurriría. Algo debía ocurrírsele porque,
la verdad, no veía salida alguna.

97
98
—¿Pueden acompañarme?
El lugar estaba lleno de cubículos, cajas con papeles,
aparatos de alta tecnología, y de gimnasia. Había decenas
de caminadoras desarmadas, una especie de círculo lleno
de un gel oscuro, y un hombre con unos zapatos especia-
les andaba encima de él. El gel se desplazaba en sentido
contrario al hombre: una caminadora de 360 grados. Los
zapatos eran de neopreno, y llevaban el tejido luminoso
que Raquel reconoció de inmediato como el de su traje de
juego. Ella había usado sólo el chaleco, los guantes y el
casco. Era claro que aquí diseñaban las prendas que
faltaban para que la sensación de ciberespacio fuera total.
A su pesar, Raquel se interesó en las posibilidades.
Si lograban que esa caminadora funcionara, no serían
necesarios controles estilo videojuego del traje para
desplazarse. Simplemente se caminaría por los escenarios
sin salir del círculo del aparato.
“¿Sabe cuánto falta para el futuro?”, preguntaban
aquí también los carteles. Al parecer no mucho.
—Por aquí, pueden pasar.
Entraron en una oficina con paredes de madera
donde había un sillón muy cómodo y la media docena de
aparatos que Raquel reconoció de inmediato como los
que habían llevado a su casa.
La secretaria llevó a su mamá hasta el sillón, le ofreció
revistas recientes (todas de tecnología); le preguntó si de-
seaba un café. Después abrió una puerta que daba única-
mente a una habitación casi vacía. A mitad de todo, el cír-
culo con el gel. Y un sillón con un viejo amigo: el chaleco,
los guantes, el casco, además de un pantalón azul y los za-
patos de tejido luminoso: un traje de juego completo. Así
pues, la entrevista no iba a ser en estas oficinas, en el sóta-
no de Software Corporativo, sino dentro de las ventanas.

99
En cuanto conectó el casco, la imagen parpadeó un se-
gundo y Raquel se encontró de pie ante unas escaleras real-
mente grandes, que descendían hacia la oscuridad. Las pa-
redes eran de un desagradable color gris. Ella podía ver a
su alrededor, pero, por alguna causa, todo parecía desapa-
recer en la noche a un par de metros. Una antorcha inten-
taba inútilmente iluminar lo negro. A lo lejos se oyeron
gritos, disparos continuos, el ruido insensato de la violen-
cia. Y, más cerca, el sonido de alguien que subía hacia ella.
Era un guardia de seguridad. El hecho de que llevara
el cuello roto y aun así siguiera subiendo, implacable, no
fue lo que sorprendió realmente a Raquel, sino descubrir
dónde estaba.
El guardia sonrió, desnudando unos colmillos enormes.
“La Casa de las Bestias IV”, pensó Raquel.
En la pantalla del televisor, el guardia parecía sólo
un enemigo más; en la increíble precisión de las ventanas,
Raquel se dio cuenta de que medía un metro más que ella,
y lucía extraordinariamente compacto, invulnerable, in-
destructible.
Ella se agachó, hizo girar la pierna a toda velocidad
y trató de derribarlo con la fuerza de la patada. Creía que
el golpe lo atravesaría como humo.
Cuando el golpe le dolió, no pensó en la sorprendente
tecnología del traje que permitía sensaciones de ese tipo,
sino en que las piernas del guardia eran tan sólidas que no
se movieron ni un milímetro.
—¿Sabes cuánto falta para el futuro? —preguntó esa
cosa, con una voz llena de líquidos.
Raquel reflexionó que si podía sentir lo que pasaba
en esa ventana, ¿qué sentiría si la atrapaban? Giró para

100
correr, y en el último instante se dejó caer y rodó sobre su
espalda para escurrirse de las garras del guardia, y se di-
rigió hacia las escaleras, las cuales empezó a bajar de dos
en dos, dejando atrás al monstruo y su pregunta:
—¿Sabeeeeeeees...?
En el videojuego, las escaleras bajaban por muchos
niveles; en la ventana, Raquel se dio cuenta de que me-
dían dos o tres kilómetros y era muy pesado recorrerlas.
No estaba a salvo en ellas, había signos claros de disparos
de bala, muchos escalones derruidos, súbitas manchas de
sangre. También había un montón de relojes rotos, todos
destruidos, cuando faltaba muy poco para la medianoche.
Relojes digitales que parpadeaban “11.59.59”.
Recordaba que en este lugar había reptadores, gusa-
nos carnívoros, tecnobuitres, zombis, todos esos especí-
menes típicos del survival horror.
Se detuvo a recuperar aliento, mientras se preguntaba,
seriamente, por qué no había elegido juegos del tipo Hello
Kittie, ahora estaría huyendo de pasteles de crema.
Estaba en problemas. Piensa-piensa-piensa.
El sitio se veía como la Casa de las Bestias, pero no
lo era. Otro debía ser su objetivo. Esperaba que fuera otro
y no simplemente que el programa intentara matarla.
¿Cuál era el checkpoint?, ¿cuál la meta?
Entonces la escalera empezó a vibrar. Algo enorme
bajaba a toda velocidad hacia ella. Raquel recordó el surf
del barandal. Sin querer se asomó al abismo que se abría
al otro lado de las escaleras, pero no tenía más opción. El
barandal también vibraba y, sorpresivamente, escapó de
sus manos. Lo había arrancado allá arriba el ente que
descendía.
Rodando a gran velocidad, una repugnante esfera de
casi tres metros, hecha de algún material putrefacto, ba-

101
jaba hacia ella. No había a dónde huir. Se habían acabado
las opciones. Estaría enseguida sobre ella. No tenía a la
mano más que un reloj roto: “11.59.59”.
Miró la esfera acercarse y se dijo que iba a ocupar los
últimos instantes de su vida viendo esa cosa descender.
Supo entonces la respuesta a la pregunta “¿cuánto
falta para el futuro?”.
—Un segundo —dijo en voz alta y clara, y todo a su
alrededor se inmovilizó.

KILIMANJARO

—Perfectamente contestado —dijo una voz detrás de


ella.
Raquel se dio vuelta esperando al mismo Lord Ra-
venhard, el malvado dueño de la Casa de las Bestias IV,
pero sólo había un joven muy común y corriente.
—¿Esta cosa me habría matado de no contestar co-
rrectamente? —preguntó ella.
—Simplemente te hubiera sacado de aquí. Game Over.
Raquel alargó la mano para tocar la esfera.
—Ugh.
—Bonita, ¿verdad? Hicimos esto para ti. Los pro-
gramadores estaban encantados. La Casa de las Bestias
les fascina. No puedo creer que descansen de la progra-
mación jugando videojuegos. Ninguno creyó que pasa-
rías este nivel. Es que no te conocen. Trabajas muy bien
bajo presión.
Presión que habían creado para ella.
—¿Quién eres?
—Un presidente en turno, un accionista mayoritario,
el diseñador en jefe de este proyecto... en realidad, podría
decir que soy Software Corporativo.

102
—Vaya.
—El casco observa tus pupilas, Raquel, mide tus
expresiones. Me dice en este instante que estás enojada.
—¡No necesita un casco para saberlo! Me obligó a
venir aquí.
—Sí, ¿verdad? Pero fue para ahorrar tiempo. Tarde
o temprano habrías venido por tu propio pie. Tienes mu-
cho que preguntarme.
—No quise incumplir el contrato de confidencialidad...
—Seguro no revisaste la carpeta que te dejé en las
oficinas vacías. Si la hubieras visto con detenimiento, te
hubieras dado cuenta de que era mi copia firmada. Te
regresé el único documento que te ataba. Era un regalo.
—Yo no...
—Lo sé, el personal de Proyectos dice que no me doy
a entender bien, que me paso de simbólico.
—Pues mejor vaya explicándose bien porque tengo
muchas cosas que preguntarle: ¿Por qué el traje medía mi
presión? ¿Qué son las ventanas? ¿Quién va a usarlas?
¿Son proyecciones o qué? ¿Por qué me escogieron a mí?
—En resumen, ¿qué demonios pasa aquí?
—En resumen, sí.
Con un ademán, el joven hizo aparecer una caja que
le ofreció a Raquel.
“HMTT a 865KHZ ¡Incluye USBkey!”, decía en
alegres colores; se veía la ilustración de un microchip que
planeaba feliz sobre un campo con borreguitos.
—¿Sabes que el hombre que hizo esa ilustración no
sabe dibujar?
—No se ve tan mal.
—Quiero decir que esas imágenes no surgieron de
ningún lápiz o pincel, sino que fueron tecleadas en la
máquina; usaron un programa Photoshop.

103
—¿Qué tiene que ver...?
—Hace 10 años no había mercado de trabajo para
photoshopistas. Hace 30 años, nadie creería la cantidad
de gente que trabaja alrededor de los videojuegos. Un
videojuego, si es exitoso, puede ganar más dinero que la
película más vista del año. ¿Sabes la cantidad de dinero
que es eso? Trabajar con computadoras, con entornos
virtuales, tenía que ver con el futuro.
—Falta un segundo para el futuro.
—Exacto. Estamos trabajando para empresas del
mañana que nadie, nadie se imagina en este instante.
El joven hizo un ademán y la Casa de las Bestias
desapareció. De pronto, estaban en un helicóptero, volando
sobre una imponente montaña nevada, que se levantaba
majestuosa en el aire azul; parecía capaz de perforar el
cielo, y el blanco de su nieve trasmitía una sensación de
pureza, de infinito...
—Las nieves del Kilimanjaro —dijo el joven—.
Ernest Hemingway escribió sobre ellas y las hizo famosas
para el mundo, pero siempre se han considerado monta-
ñas sagradas. Son la principal fuente de recursos para el
gobierno de Tanzania. Vienen tantos turistas a verlas que
se ha construido un aeropuerto internacional para reci-
birlos.
Raquel podía entenderlo; era un mundo de nieve, un
universo blanco. En el frío extremo es posible notar la
precisa nitidez de cada objeto, era la naturaleza perfec-
tamente delineada.
—En 10 años...
El joven, con un suave ademán, señaló la montaña.
La nieve se estremeció, perdió su color blanco, se fue
volviendo azul, y luego marrón; el agua empezó a correr
cuesta abajo, en cantidades inconcebibles; la roca bajo la

104
capa de hielo surgió, como huesos rotos, negro bajo lo
blanco; fue como si la montaña entera enfermara, murie-
ra y se pudiera ver cómo su cuerpo era consumido en
segundos.
—El calentamiento global, el cambio de los patro-
nes de clima, la contaminación han hecho que la capa de
hielo de 50 metros de espesor que cubre la montaña se es-
té derritiendo. Las nieves del Kilimanjaro están a punto
de desaparecer, como si nunca hubieran existido.
El joven hizo un gesto al piloto, y el helicóptero se
fue alejando de ahí.
—Para impedirlo —continuó— se necesita una enor-
me cantidad de dinero, una inversión realmente grande.
Se ha pensado en construir dispersores de calor, fijar ca-
pas de hielo mediante ingeniería, crear corrientes de aire
frío para mantener la temperatura. Pero... ¿quién va a
invertir en eso? ¿Quién comprende lo que realmente
sucede? Sólo es una montaña, sólo es nieve.
Descendieron en un aeropuerto derruido, donde había
aviones abandonados, jets herrumbrados...
—Esto es lo que se llama una proyección. Se ex-
trapolan los datos, se calcula qué pasará en el futuro.
Creímos que sólo veríamos derrumbarse la economía de
Tanzania, porque la proyección nos mostró que el Ki-
limanjaro es el principal proveedor de agua de la zona; así
pues, el derretimiento primero inundará el lugar y después
lo hundirá en la sequía. La nieve desaparecerá junto con
todo cultivo de la zona. ¿Recuerdas la ventana de la ciu-
dad de México? Era la extrapolación de un par de sencillos
factores: la deforestación de la zona, una época de sequía
en la cuenca del Golfo, y el derrumbamiento del sistema
Cutzamala, que aporta agua del exterior. No importa lo
imponente que sean, las ciudades son frágiles, delicadas

105
flores de mil pequeñas raíces. La ventana del Kilimanjaro,
una de las más importantes, fue retirada.
Salieron a una ciudad abandonada, vacía bajo el sol.
—Según nuestros datos, éste es el futuro si la monta-
ña deja de ser blanca.
En el horizonte se levantaba la montaña negra; a su
alrededor, yacía una ciudad derribada, huellas de una
cruenta batalla, un tanque quemado bajo el sol...
—El futuro... —dijo Raquel.
—Sí. Y sólo falta un segundo para el futuro. 10 años
no es nada...

BETA-TESTER

Con un preciso ademán, el joven proyectó ante Raquel un


escenario de la convención anual de survival horror.
—No reconozco a nadie...
—Ésta no es una proyección tan realista. Simplemen-
te es un escenario.
Caminaron entre la multitud; de vez en cuando,
alguien los atravesaba sin darse cuenta. Eran fantasmas.
No podían tocar nada, nada podía tocarlos a ellos.
“Es cómo vivir en una pantalla sin tener el control
remoto”, pensó Raquel, y se estremeció.
—Como dedujiste adecuadamente, fuiste escogida
para usar las ventanas. Enviamos observadores a las con-
venciones buscando un tipo de persona especial.
—Los ganadores de los videojuegos.
—No, por supuesto que no. Puede que encontremos
algún modo de emplear a los que ganan en los tapetes de
baile electrónico, pero aún no...
—¿Entonces?

106
—Nuestros buscadores de talento saben qué va a
ocurrir en el videojuego. Conocen el instante exacto en
que saldrá la bestia, el monstruo, el enemigo. Ven tu
reacción ante lo inesperado. Tu decisión, tu inventiva...
Por cierto, nos encantó tu barco de desechos...
—No sirvió de mucho.
—No, pero fue ingenioso. Eres alguien que ha vivido
rodeada de imágenes, cuya realidad es primordialmente
visual; es más, eres de una generación que nunca ha exis-
tido antes: una donde las imágenes responden.
—Multimedia.
—Interconectividad, hipertexto, feedback. Los nom-
bres son muchos, pero puede resumirse en que la tecnolo-
gía te ofrece mundos nuevos y para ti es normal usarlos,
te sientes tan cómoda con ello que incluso juegas. Eras la
persona ideal...
—Para mentirme, para engañarme. No estaban pro-
bando las ventanas.
—Exacto. El traje y las proyecciones no necesitan un
B-tester.
—¿Entonces...?
—Tú eras lo que necesitábamos probar.
Otro ademán del joven los “colocó” en un laboratorio
blanco. Había unas siluetas en azul, tridimensionales,
girando. Raquel había visto los suficientes programas
para reconocer un holograma médico. Números y fantas-
males órganos flotaban en el interior de esas siluetas.
—Tus mediciones, Raquel. Presión, latidos del co-
razón, reflejos controlados, reflejos inconscientes...
—¿Ése es mi esqueleto? Qué mal me veo.
—Tal vez necesitas hacer más ejercicio al aire libre...
—¿Y para qué necesitaban probarme?

107
—Es tu respuesta ante las imágenes, porque las ven-
tanas simple y sencillamente son eso. Las mejores que po-
demos conseguir con la tecnología actual, las más realistas
jamás creadas, pero imágenes al fin. Descubrimos que hay
una increíble respuesta fisiológica. Tu cuerpo reaccionó
ante lo que veía.
—Tu mente lo hace real —dijo Raquel, recordando
el diálogo de Morpheus.
—Matrix. Mi película favorita. Y sí, pero no.
—Muy claro.
—Eso de que mueres si mueres en Matrix es fantasía.
Nosotros descubrimos midiéndote que las reacciones no
son reflejas: si te golpeas en la ventana no te aparecen mo-
retones... no, tu cuerpo reaccionaba ante estímulos emotivos.
—No entiendo.
—Jugaste en el Veracruz inundado. O lo intentaste.
Subiste a una resbaladilla y de pronto dejaste de hacerlo.
—Esos juegos nunca los usarían otros niños...
—Sabías que las moscas eran falsas, y aun así te
cubriste los ojos para que no te entraran.
—Se veían tan reales...
—... tan reales que tu cuerpo lo sintió. Sintió esa
realidad. Justo lo que necesitábamos saber, lo que nos
dijo que las ventanas son un éxito.
—No entiendo.
—Las ventanas son proyecciones ambientales. Son
mundos que serán. Ya lo habías deducido, ¿verdad?
—Una es lluvia ácida, otra deforestación, una más
capa de ozono, otra...
—¿Sabes lo que son los servicios ambientales?
—En mis vacaciones lo averigüé: es comprender el
valor de cosas como mantener el ciclo agua-bosque, los
beneficios de no deforestar, el...

108
—Es hacer una proyección y comprender lo impor-
tante que es actuar antes del desastre.
—Mi mamá escribe sobre unos animalitos que...
—La fauna desplazada. He leído los informes de sus
conferencias. Muy interesantes. Deberíamos hacer una
ventana sobre ello. ¿Sabes por qué?
—No.
—Porque las ventanas nos permiten una reacción
emotiva. Sentimos la proyección, el escenario.
—Nadie aprende en cabeza ajena, ¿verdad?
—Eres la gente que necesitamos, Raquel. Exacto.
Nadie aprende en cabeza ajena, la gente necesita sentir lo
que pasará en el futuro.
—¿Qué eran los números? 661, 723 y los demás.
—Pasos. Pasos que hemos dado para que al final no
sobreviva nadie. Hechos que hemos llevado a cabo, pro-
cesos que hemos puesto en marcha.
—¿Faltan 923 pasos para llegar al Mundo Basura?
—¿Mundo Basura?
—El mar gelatinizado por los pañales desechables.
—Bueno, también hubo otros factores, reacciones
químicas diversas con materiales no biodegradables, pero
no es mala descripción. ¿Sabes que el plástico tarda miles
de años en desintegrarse?
—Todo parecía viejo...
—No quiero que ése sea nuestro futuro. En vez de
grandes obras de la humanidad, que lo único que nos
recuerde sean montañas de desechos.
—¿Entonces faltan o no 923 pasos para llegar al
Mundo Basura?
—No, claro que no.
—Menos mal.
—Faltan menos.

109
—¿Para la luz tóxica y todo eso?
—Sí, porque hoy no estamos en el paso 0. Llevamos
bastante camino andado.
—No entiendo.
—Si hiciéramos una ventana del presente sería la...
déjame ver... la ventana 654. Sí, éste es nuestro tiempo,
hoy, este momento. La ventana 654.
—Pero no es todo, ¿verdad? No sólo es un viaje al
país de los desastres.
El joven rió, hizo un ademán y se encontraron en un
zepelín, sobrevolando maizales. A lo lejos, mil zepelines
más, perfectamente plateados, creaban una sombra errá-
tica sobre el sembradío.
—A un B-tester se le ocurrió cómo cultivar bajo sol
extremo... Para sobrevivir, el mañana estará lleno de tra-
bajos y empresas que nadie se imagina en este instante...
si funciona necesitaremos diseños de zepelines, por ejem-
plo... tu idea de navegar el mar gelatinizado también es bue-
na... las proyecciones de desastres ambientales también
nos permiten imaginar qué hacer...
—Econautas.
El joven se rió.
—Qué excelente nombre. Econautas... deberé re-
cordarlo. Lo define perfectamente... Raquel, necesitamos
viajeros en las ventanas, creadores en las ventanas. Hay
muchos científicos y ecólogos creando los datos, haciendo
las proyecciones, investigando los efectos. Todo esto es
resultado de su trabajo. Las ventanas son un resumen vi-
sual de ello. Pero necesitamos también quien piense usan-
do esos datos transformados ya, necesitamos perspectivas
nuevas, gente que maneje estas imágenes como nadie lo
ha hecho antes...

110
—Necesitan gente experta en el survival horror.
—No. Necesitamos gente llena de recursos, inventi-
va y decisión, que no tema aventurarse en lo desconocido
y busque cómo usar su entorno para sobrevivir. Gente
proactiva. Tu viniste a buscarnos, no te quedaste con
nuestras explicaciones, actuaste para resolver el misterio.
Eres justo lo que necesitamos. Piensa, Raquel, ¿quieres
trabajar en el futuro?
—Las ventanas no son divertidas.
—No. No lo son. La supervivencia no es un juego cuan-
do es real. Pero debemos actuar ahora. Es todo el tiempo que
tenemos antes del futuro. Necesitamos tus habilidades.
—Las ventanas son muy duras.
—Pero tú las manejaste bien. Más ahora que sabes
lo que son. Más si comprendes que no estás sola en el fin
del mundo y hay una misión...
—No sé. No creo. No, mejor no... Pero...
—¿Sí?
—Pero es el máximo juego de supervivencia, ¿verdad?
—Sí.
—Y si lo gano no sólo ganaré puntos, ¿verdad?
—Tal vez salvemos vidas.
—Déjeme pensarlo, porque, señor Software Corpo-
rativo, aún creo que no me esté diciendo toda la verdad.
El joven se rió, hizo un ademán y una puerta se abrió.
Saludó como un mago al final del espectáculo y antes de
salir dijo, sonriente:
—¿No es mejor, siempre, un poco de misterio?

CONECTANDO

Mil veleros se desplazan y, sobre ellos, los zepelines pla-


teados, que transportan unas bandejas enormes de líque-

111
nes, algunos de los cuales han empezado a subir por los
costados curvos; a lo lejos puede verse un globo casi cu-
bierto por las plantas, un desconcertante bosque de líque-
nes suspendido en el cielo.
¿Quién iba a creer que hubiera nutrientes en la atmós-
fera? A ella se le ocurrió, simplemente, que si el suelo se
había vuelto inadecuado en esta ventana, y la poca tierra
fértil se cubría de agua, siempre quedaba el aire... Además,
los jardines flotantes eran hermosos.
“Estoy diseñando este mundo, lo estoy construyendo,
intento salvarlo”, pensó. Por supuesto que sólo se trataba
de una imagen, una proyección.
El medio ambiente no se salva mágicamente; hace
falta trabajo, recursos, mucha gente ocupada en ello y,
también, imaginación. Y ése era su trabajo. Y lo ejecutaba
excelentemente.
Tampoco se le escapaba que la prioridad era la ven-
tana 654, la cual era el presente, la realidad. Lo que era ne-
cesario hacer no podía realizarse más que en esa ventana:
el presente, un segundo antes del futuro.
Había mucho trabajo que realizar al otro lado de la
pantalla: pasos que dar, desastres que evitar, medidas que
aplicar ya. Falta un segundo para el futuro.
Fue contratada para imaginar, pero le gustaba ima-
ginar también en la realidad. ¿Cómo salvar a la ciudad de
México si se quedaba sin agua? Parecía una pregunta sen-
cilla, pero había un millón de tareas que realizar.
Por lo pronto, ella y un grupo de B-tester estaban
proyectando un plan de emergencia, una página web so-
bre utilización racional del agua, y algunas maravillosas
proyecciones que parecían imposibles, pero hermosas.
¿No bastaba con acercar una montaña o dos al DF?
Mientras pensaba cómo hacerlo, también organizó un par

112
de jornadas de reforestación, y repartió folletos sobre el
cuidado del agua.
Grandes planes y el pequeño, pero necesario, actuar
real. La montaña y un vaso de agua ahorrado. Un mundo
de jardines en el aire, y un nuevo árbol plantado. Era
mejor llegar al futuro con más de una carta que jugar.
Miró su reloj de pulsera y le divirtió que existieran ho-
rarios en los mundos virtuales. Pero quería estar con los
econautas que iban a explorar el Mundo Basura. Sin em-
bargo, aún tenía tiempo.
Sonó un repiqueteo en sus auriculares y una figura
empezó a formarse a su lado. Alguien se estaba conectan-
do a esta ventana. Un nuevo econauta, quien miró a su
alrededor, absolutamente sorprendido. Todos lo hacen en
el primer instante dentro de las ventanas. Y señalan. Y
preguntan siempre:
—¿Qué es eso?
Eso dependía de cada ventana programada, en este
caso era el globo ardiendo. El primer incendio forestal en
el aire. Habría que pensar un método para alejar el peligro
de los rayos.
De todas maneras, por el momento, su papel era
recibir al nuevo.
—Bienvenido.

ALBERTO DICE: ¿Ya viste la Casa de las Bestias V?


RAQUEL DICE: ¿Me creerías que he estado muy ocupada?
ALBERTO DICE: No.
RAQUEL DICE: La verdad estoy esperando que unos amigos la
adapten para mi equipo.
ALBERTO DICE: Eso sí sonó misterioso. ¿Te compraste el nuevo
X-play?

113
RAQUEL DICE: Frío, frío. ¿Y qué tal está el juego?
ALBERTO DICE: ¿Te cuento de las espadas que se necesitan para
terminarlo?
RAQUEL DICE: Mejor de la contienda de este año...
ALBERTO DICE: Gané, gané. E-Tech por poco me elimina. Me
extrañó no verte.
RAQUEL DICE: ¿Firmaste?
ALBERTO DICE: ¿Qué cosa?
RAQUEL DICE: Lo que se supone no me puedes decir, pero lo
que yo puedo adivinar. Es sencillo, lo sé porque lo niegas.
ALBERTO DICE: ¿Decirte no es como decir sí?
RAQUEL DICE: No.
ALBERTO DICE: O sea sí.
RAQUEL DICE: Que no, o sea sí.
ALBERTO DICE: Quedamos en que no te estoy diciendo nada,
¿verdad?
RAQUEL DICE: Quedamos. No te voy a decir que estoy muy
contenta.
ALBERTO DICE: Gracias, yo tampoco te voy a decir que sospecho
que tiene que ver algo con el juego que no es juego.
RAQUEL DICE: Yo tampoco te diré que es mejor que haya sitio
extra en tu casa para cierto equipo.
ALBERTO DICE: Gracias por no decírmelo.
RAQUEL DICE: No te diré que es posible que trabajemos juntos.
ALBERTO DICE: No te estoy diciendo que eso me gustaría.
RAQUEL DICE: No te daré las gracias.
ALBERTO DICE: Yo tampoco diré “de nada”. Bueno, no te diré
que mi mamá grita que está llegando un camión negro con
cosas.
RAQUEL DICE: Ni creas que voy a contarte que voy a conectarme
a mi trabajo en este instante.
ALBERTO DICE: Bueno, nos vemos.
RAQUEL DICE: Antes de lo que crees.
ALBERTO DICE: ¿No es estupendo chatear para dejar claras las
cosas?

114
GLOSARIO

.jpg
1. Abreviatura de joint picture expert group.
2. Cosa que no explica nada, pero que significa que si algún archivo
de computadora termina con .jpg contiene una imagen.

Beta-tester
1. Los que prueban los programas de computadora y buscan todos
los errores que puedan tener.
2. Que es más o menos como si un cocinero te acercara algún guiso
de extraño aspecto y te dijera: “pruébalo para saber si está sabroso”.

Biopeligro
1. Riesgos ligados al funcionamiento del cuerpo de una persona. Se
incluyen los agentes que producen enfermedades, materiales in-
fecciosos, toxinas, Contaminación, radiación, etcétera.
2. Quien se acerca a ver qué es exactamente lo biopeligroso y no es
experto en su manejo, no acostumbra durar mucho tiempo. Son
del tipo de gente que al ver un tigre de Bengala dice: “gatito,
gatito”.

CD
1. Normalmente se refiere a compact disc. Otras abreviaturas re-
lacionadas son: CD-ROM, CD-R y CD-RW. Un CD para com-
putadora es capaz de almacenar cerca de 650 Mb de información.
2. A principios del siglo XXI, soporte donde guardamos informa-
ción para computadoras. No va a ser por mucho tiempo. Antes se
usaron casetes y disquetes y ahora nos parece ridículo que hubiera
entrado algo en ellos.

Chat
1. De charla. Servicio de comunicación instantánea que permite que
los usuarios de internet se comuniquen por medio del teclado de
la computadora. Por eso se dice que se “chatea” cuando su utiliza
ese medio.
2. Es hablar con los dedos, pero ahora ya puede usarse audio y video.
Aunque no se trata de que sea un videoteléfono, sino recaditos.

115
Checkpoint
1. Punto de comprobación. En los videojuegos, un lugar al que se
debe llegar para seguir jugando, una meta momentánea.
2. En la vida real, cuando estás subiendo una colina y no puedes más te
dices: “nomás llego al arbolito y descanso”, sabiendo que aún falta
más para subir, pero que es necesario tener una meta al alcance de la
mano para continuar.

Choose a dificult level...


1. “Escoge un nivel de dificultad”.
2. Lo cual es bastante deprimente cuando marcas “Extremadamente
fácil” y te eliminan a los dos segundos.

Clorofluorocarbonos
1. Familia de productos químicos que contienen cloro, flúor y car-
bono. Se utilizan como refrigerantes, propulsores de aerosoles,
disolventes de limpieza y en la fabricación de espumas. Constitu-
yen una de las principales causas del agotamiento del ozono.
2. “Nomás es tantito”, acostumbran decir sus fabricantes, que es
como darle cucharaditas de veneno a alguien a ver si se acostumbra
con el tiempo, o sólo por llevar la contraria se muere.

Dermatosis
1. Término general para adjetivar cualquier afección de la piel.
2. ¿Oh, Dios, qué es esto? Esto puede ser un millón de padecimien-
tos: manchas, pústulas, descoloramientos, escamas, etc., etc., etc.,
y a todo se le llama dermatosis. Modo elegante de decir que pasa
algo en la piel.

Dermatosis fotoexacerbadas
1. Dermatosis que tienen una respuesta anormal a las radiaciones so-
lares en forma indirecta.
2. Sí, el Sol es una reacción nuclear del tamaño de cientos de planetas
Tierra. A algunas pieles les parece muy mala idea tenerlo a sólo 8
minutos-luz de distancia.

Deshidratación aguda
1. Se denomina deshidratación aguda a la pérdida de agua y electroli-
tos, que comporta un compromiso más o menos grave de las prin-

116
cipales funciones orgánicas (circulatoria, renal, pulmonar, ner-
viosa). Es el estado que resulta de la pérdida de líquidos.
2. ¿Ves cómo se pone una planta a la que se te olvidó echarle agua
por un mes? Bueno, a los humanos nos pasa igual, sólo que en
mucho menos tiempo.

Deshidratación del tipo hipotónica


1. Cuando el sodio sérico es inferior a 130 meq/l. Cuando las pérdi-
das de sodio son mayores que las de agua.
2. Hubo hace tiempo un anuncio en que encuentran a un náufrago,
con los labios secos, muerto de sed, y antes de tomar un líquido
pide galletas saladas. Parecía un chiste, ahora sé que padecía de
deshidratación hipotónica.

Disminución turgencia cutánea


1. Es una anomalía en la capacidad de la piel para cambiar de forma
y retornar a la normalidad (elasticidad), y está determinado por va-
rios factores, como la cantidad de líquidos corporales (hidratación)
y la edad.
2. Es parecido a tener piel de lagarto. La pesadilla de quienes se echan
muchas cremas cosméticas.

DVD
1. Disco digital mejorado, con una capacidad muy superior al CD.
Siglas de digital video disk o digital versatile disk. Al igual que en
los CD, hay distintas variantes según si sólo puede leer, leer y es-
cribir, etc.: DVD-ROM, DVD-RAM, etc. La capacidad de un DVD
va desde los 4.7 Gb hasta los 17 Gb.
2. Alta tecnología informática que se raya muy fácil. No acostumbres
transportarla junto con tus llaves.

Fotocarcinogénesis
1. Nombre que indica que la radiación solar, particularmente las
radiaciones ultravioleta (UV del tipo A y B) son causa de cáncer,
dependiendo del efecto acumulativo de las UV y del tipo de piel.
Otro factor que aumenta el riesgo de contraer cáncer por exposi-
ción a las radiaciones UV es la disminución de la densidad de la
capa de ozono, que se atribuye a la presencia de fluorocarbonos
en la atmósfera.

117
2. Si vas a atravesar el desierto del Sahara y te quemas fácilmente es
imprescindible que lleves una sombrilla.

Fotodermatológico
1 . Afecciones dermatológicas que directa o indirectamente están pro-
vocadas por las radiaciones solares. Se puede afirmar que todas
ellas tienen como común denominador una topografía característica
que corresponde a las superficies expuestas al sol. En nuestro país,
la radiación lumínica está presente prácticamente todo el año. Las
fotodermatosis en conjunto constituyen, sin lugar a dudas, uno de
los grupos de afecciones dermatológicas más frecuentes.
2. Tienen que ver con tiempo de exposición al sol, tipo de piel, ali-
mentación, salud general. No vayas a creer que debes convertirte
en vampiro, simplemente no exageres con el bronceado.

Fototoxicidad
1. Cuando la exposición a radiaciones lumínicas resulta dañina, he-
cho generalmente asociado con administración de determinadas
sustancias químicas. Esta reacción se debe a la absorción de ra-
diaciones lumínicas por la sustancia fotosensibilizante y que trans-
fiere su energía a las estructuras vecinas, dañando directamente
las células, y aparece, por lo general, unas cuantas horas después
de la exposición.
2. Pregúntale a Drácula.

Hidrofluorocarbonos
1. Gases artificiales producto de la sustitución de hidrógenos por
átomos de flúor en las moléculas de hidrocarburos acíclicos, y las
mezclas de dichos gases. Esta denominación genérica de gases no
se ajusta estrictamente a la realidad, ya que de este conjunto de
productos los hay que son líquidos a presión y temperatura am-
bientes. Suelen ser considerados como una de las causas del efecto
invernadero.
2. No es necesario un cañón del tamaño de la Luna para acabar con
un planeta, a veces bastan muchos aerosoles.

Hipernea
1. Cuando se fuerza el ritmo respiratorio se habla de hipernea. Res-
piración profunda, pesada, densa.

118
2. Como respiras cuando tu mamá te explica que tiró toda tu co-
lección de historietas porque al fin y al cabo “ya las habías leído”.

Hiperplasia epidérmica
1. Hiperplasia es el incremento en la producción celular de un tejido
normal del cuerpo, lo cual hace que un órgano aumente de tamaño.
Epidérmica, de la piel.
2. Algo que es mejor que le pase a alguien más.

Hipotensión
1. Presión sanguínea baja. Es una condición anormal en la que la
presión sanguínea de una persona, es decir, la presión de la sangre
contra las paredes de los vasos sanguíneos durante y después de
cada latido cardiaco, es mucho más baja de lo normal, lo que
puede causar síntomas tales como vértigo y mareo. Cuando la
presión sanguínea está demasiado baja se presenta flujo insufi-
ciente de sangre al corazón, al cerebro y a otros órganos vitales.
La deshidratación puede provocarla.
2. En la televisión, los argumentistas creen que quienes lo padecen
se desmayan lo suficientemente lento para encontrar siempre un
sillón a la mano, y basta con darle unas palmaditas en el dorso de
la mano para que se les quite. Cuando en la vida real no sucede así
se desconciertan mucho.

HMTT
1. Producto que vende Software Corporativo.
2. Algo muy caro, del tipo de cosas que los fanáticos de computadoras
consideran imprescindible y uno no tiene la menor idea de qué sea.

Hundimiento del globo ocular


1. Signo de padecimiento general, deshidratación aguda, agotamiento
agudo.
2. Tarde o temprano el espejo te mostrará cómo te verías si actuaras
en una película de zombies.

Inmunosupresión
1. Trastorno o condición en la cual se presenta disminución o au-
sencia de la respuesta inmune. El sistema inmunológico protege

119
al organismo de las sustancias potencialmente dañinas (antígenos)
tales como microorganismos, toxinas, células cancerígenas.
2. Cuando el sistema de defensa biológico de tu cuerpo se desconecta.

Insert a disc
1. “Inserte un disco.”
2. Lo que toda consola de videojuegos pide. Original, por supuesto.

Joystick
1. El control de un videojuego.
2. Los primeros eran un bastoncito negro con un botón. Entonces era
suficiente. Algunos pretenden que en el futuro se parezcan al ta-
blero de un jumbo jet. Por el momento basta con que puedan lle-
varse en las manos. Tienen mucho cable que, cuando no es in-
suficiente, se enreda.

kHz
1. Kilohertz. Mil ciclos por segundo. Frecuencia. Número de ciclos
completos por unidad de tiempo para una magnitud periódica, co-
mo en las ondas de radio, en donde se usa el hertz o hercio, equi-
valente a un ciclo u oscilación por segundo. Se usan los múltiplos
del hertz (kilohertz, megahertz, etc.).
2. El tipo de cosas que te explican una y otra vez y olvidas de in-
mediato. Información importante en cajas de equipo de cómputo.

Laptop
1. Computadora portátil.
2. En la mayoría de los casos, delgada, negra e increíblemente cara.

Loading
1. “Cargando.”
2. No es que la consola de videojuego se levante y haga pesas. Es
simplemente cuando la máquina procesa el programa que se va a
jugar.

Mantos fósiles
1. El agua que penetra en las capas más profundas de la tierra forma
mantos subterráneos. Si éstos llegan a una depresión superficial

120
puede aflorar el agua. También puede no hacerlo y quedar bajo
tierra, formando los llamados mantos fósiles.
2. ¿Sabes cuántos mantos fósiles hay en tu cuarto, sobre todo en las
orillas y bajo los muebles?

Microchip
1. Circuito muy pequeño, compuesto por miles, y a veces millones,
de transistores impresos sobre una oblea de silicio.
2. ¿En qué se parecen los peces de colores a los microchips? En que
es más sencillo y barato reemplazarlos que repararlos.

Microgrietas
1. Minúsculas grietas, por supuesto. Aparecen por diversos factores:
torsión, deformación de cimientos, etc. A veces, cuando se sobre-
explotan las reservas de agua subterránea, aparecen en casas y
edificios.
2. La unión hace la fuerza. Muchas microgrietas en un lugar pueden
derribarlo.

Multimedia
1. Información que utiliza conjunta y simultáneamente diversos
medios, como imágenes, sonidos y texto.
2. Piensa en la publicidad de la última película de moda. Imágenes,
carteles, sitios web, entrevistas con los actores, la canción del
film, etc., etc. Todo eso es publicidad multimedia.

Nickname
1. El nombre que te representa en internet.
2. Algunos usan las iniciales de su nombre; otros, nombres de juegos
o programas de TV; algunos más, palabras que les son importan-
tes (y, como casi siempre ésas ya están ocupadas, alguna extraña
combinación). Pronunciarlos en voz alta suele ser difícil.

Ozono
1. Gas cuyas moléculas contienen tres átomos de oxígeno y cuya
presencia en la estratosfera constituye la capa de ozono. En eleva-
das concentraciones, el ozono es tóxico para los seres humanos,
los animales y las plantas. Cuando se produce en las partes bajas

121
de la atmósfera actúa como contaminante, pero en las partes al-
tas absorbe eficientemente la radiación ultravioleta.
2. Es como nuestra tía madrina, a la que adoramos cuando está lejos,
pero a quien no soportamos cuando está de visita una semana en
nuestra casa.

Photoshop
1. Programa de retoque fotográfico por computadora.
2. Planeado inicialmente para limpiar defectos fotográficos, como
ojos rojos, rayones, etc, actualmente se utiliza para modificar las
imágenes a niveles increíbles y muy pocas veces para lo que fue
diseñado.

Quemadura solar
1. La quemadura solar se origina por exposición a radiaciones ul-
travioleta. Puede causar un daño fotoquímico directo o un daño
oxidativo indirecto a biomoléculas estratégicas como el ADN y
las proteínas. La quemadura solar se reconoce fácilmente. Después
de la exposición aparece eritema y dolor, aumento de la temperatura,
edema, e incluso ampollas.
2. Cuando te quemas bajo los rayos del sol hasta ponerte como
camarón, siempre hay alguien que te palmea alegremente la es-
palda y dice: “¿Cómo te fue en la playa?”

Retrovirus
1. Es un virus que tiene su genoma ubicado en el ARN y no en el
ADN. Los retrovirus usan transcriptasas inversas para convertir
el ARN en ADN.
2. Claro, ¿verdad? Los virus ya son difíciles de tratar. Los retrovirus
lo son aún más.

Send
1. “Enviar.”
2. Justo lo que tus papás no quieren que aprietes en tu celular.

Sistema Cutzamala
1. La mayor obra hidráulica para abastecimiento de agua potable de
nuestro país. Tiene capacidad para suministrar a la ciudad de Mé-
xico hasta 19 m3/s de agua potable, aprovechando las aguas de la

122
cuenca alta del río Cutzamala, provenientes de las presas Tuxpan
y El Bosque, en el Estado de México, así como de la presa Chi-
lesdo, que fue necesario construir para aprovechar las aguas del
río Malacatepec. Se integra también por un acueducto de 140 km
que incluye 19 km de túneles y 7.5 km de canal; una planta po-
tabilizadora con capacidad de 24 m3/s y seis plantas de bombeo.
2. Que todo ese esfuerzo no se vaya al caño, no la desperdicies.

Software
1. Las instrucciones de la computadora, las órdenes que las hacen
funcionar, los programas, lo que le dice a una máquina cómo
portarse.
2. “Lávate los dientes”, “arregla tu cuarto”, etc., son algunos ejemplos
de software paterno.

Sonido 3D
1. Sonido envolvente.
2. El sonido no tiene forma, así que ¿cómo puede ser tridimensional?
En realidad, quiere decir que viene de todos lados, pero 3D se ve
mejor en las cajas de altavoces que te venden.

Spyware
1. Programa espía. Diseñado inicialmente para recabar información
de clientes que usan la red: páginas visitadas, veces que regresan
a un sitio de internet, etc. A veces son maliciosos y buscan claves
y números de tarjetas. Lo grave del asunto es que generalmente tú
lo instalas sin saberlo.
2. Es como un hermanito chismoso que averigua lo que haces, y va
y lo platica todo.

Start
1. “Comenzar”, “poner en marcha.”
2. El botón del videojuego que puedes oprimir con calma y tran-
quilidad, sin prisa ni problema alguno, después... ah, después ya
no puedes ni respirar...

Survival horror
1. Una clasificación de videojuegos. Son del tipo “recorrer un lugar
que trata de matarte”.

123
2. Lo divertido del asunto es llevarle la contraria al programa y
sobrevivir.

USBkey
1. “Llaves USB”, dispositivos del tamaño de un llavero, muy útiles
para transportar información entre ordenadores. También llama-
dos memorias flash o stick USB. Existen llaves USB de diferentes
capacidades: 64, 128, 256, 512 MB. Estos dispositivos han pa-
sado a sustituir a los disquetes convencionales de capacidad 1,44
MB, ya obsoletos debido a su escasa capacidad frente a estas lla-
ves USB.
2. Se rompen si las giras en una cerradura.

UV
1. Radiaciones ultravioleta. Radiaciones solares con longitudes de
onda entre la luz visible y los rayos X. Las UV-B (280-320 nm)
son una de las tres bandas de las radiaciones UV, son nocivas para
la vida en la superficie de la Tierra y son absorbidas en su mayor
parte por la capa de ozono, que está en riesgo por la contaminación.
2. Ups.

Vectores
1. Agente que transporta algo de un lugar a otro. Ser vivo que puede
transmitir o propagar una enfermedad.
2. Si las enfermedades fueran un chisme, el vector de infección sería
quien lo va divulgando en todas partes.

Waiting
1. “Espere.”
2. Mientras la consola del videojuego carga el programa, reconoce
el disco o simplemente cuenta hasta diez antes de empezar.

124
TÍTULOS DE LA COLECCIÓN

1. Claudia: un encuentro con la energía


María Trigueros y Ana María Sánchez

2. La dosis hace el veneno


Martín Bonfil Olivera

3. El narrador de prodigios
Edith Polanco Jaime

4. Cosas del ruido y algo más


Ernesto Márquez Nerey

5. Una voz en un planeta único


Gloria Valek Valdés

6. El taco nuestro de cada día


Guillermo Bermúdez

7. Herederos de la Tierra
Arcadio Monroy Ata

8. El suelo: ese desconocido


Elizabeth Solleiro Rebolledo

9. Aguas con el agua


Ernesto Márquez Nerey

10. Campamento Biofilia


Alejandra Alvarado Zink

11. La nube de Magritte


Mónica Lavín

125
Ventana 654. ¿Cuánto falta para el futuro?
consta de 9,000 ejemplares
y se terminó de imprimir en diciembre de 2004
en los talleres de Sevilla Editores, S.A. de C.V.,
San Andrés Atoto 21-A, Col. Industrial Atoto,
Naucalpan 52519 Estado de México.

126

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