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luis ormachea

fantasía alegórica para hijos de los senderos

TRAPOROJO
ediciones
Cuando un sabio de clase suprema oye hablar del Sentido,
entonces se muestra celoso y obra en consecuencia.
Cuando un sabio de clase intermedia oye hablar del sentido,
entonces cree y en parte duda.
Cuando un sabio de clase inferior oye hablar del Sentido,
se ríe de él a carcajadas.
Y si no se ríe a carcajadas
es que todavía no era el verdadero Sentido.
LAO TSÉ

¿Olvido que jamás se dice nunca de rodillas?


CÉSAR VALLEJO
(objeto de conciencia, y práctica)

Escalinata fidedigna, el sol, guitarra, es nuestro, en tus labios de aliento universal. Tus tensos cabellos, atados,
cuello y brazo, tú, entregada, miras desde tan alto en el deseo del paladar y, nuestros, dos ríos invisibles, dos negras
fosforescencias: los ojos, se entornan. Tu silencio resplandece, inunda este rincón que la luz no oye; en cada ventana
un día ensangrentado se sacude, mas, rara simetría, tu opulencia espiral perdona. Oceánica, guitarra escrita, en ti
se duerme el numeroso corazón, la mirada deja de negar e inclinándose te busca, espiga y círculo, renaces, eres fuente
abismada, a ti el pie extraviado llega, luce esperanza y necesidad que arena, nieve, o mar desierto, no han vencido.
Y eres, rápida, estable, principio del fuego manso, tantas verdades a la vez; vaticinas la potencia del día:
comenzará, y lo merecemos; despiertan dormidos los suicidas, acuden a tu arroyo, a consolar sus cuerpos
porque caminarán, tu promesa a la espalda, aunque sea grave el risco de su desesperación: las más exhaustas
naciones reunidas en flor sedienta; pues, tuyo, logras: el oleaje mayor de la aventura humana.
circunstancia primera y, a manera de norma: juego mecánico
Decir innecesario. Lo discreto, lo ilícito. Decir entrañas del animal hecho humano por boca del objeto
humano, y por su hambre sagrada. Decir verdadera distancia de las estrellas, y decir fauces, las secuestran de
sus cuencas visuales: el hambre es ¡tan sagrada! Decir, gesto íntimo: materias móviles en el universo secreto del
cadáver; esa luz ilumina la disgregación, ven nuestros sueños intranquilos y la ventana hecha de fantasmas. Decir
paciencia de árbol; veloz inmóvil, una nube en el vaso perfecto, cada mirada se sumerge hasta el paraíso vocal de
unas cuerdas de las que penden todos los nombres que alguien logrará ser en su vida. Decir: la vida, la caída, los
cuerpos derramándose en absoluta gravedad, decir abismo: sus cortantes fragmentos; decir, conciencia, fuiste casa
de delicados espejos ante el huracán poderoso del pensamiento. Decir futuro, la música mejor, la pregunta
suprema. Decir adiós, decir nuestro pecho ante muda timidez, el horizonte asaltado por manadas; decir
nuestra codicia, decir el cuerpo asciende hacia poesía, decir: poesía, te resuelves redimida por los resplandores
de la carne. Decir el placer; decir fuegos de tiniebla, y la tiniebla ilesa, decir perfección de la luz, esos ojos
oscuros: esa carne. Decir respiración, decir bocas. Decir ciudad, una calle, una voluntad, un extenuado cinismo.
1

Ley nuestro amar silente, nube en el cielo de los párpados, amamos, los pies empecinados,
¿atrancaban la puerta, entreabrieron, gritaban: espérame? ¿La tierra no giraba, los cuidados del
musgo, las cifras más álgidas, de rumiantes y fieras cinceladas en ese oro del sueño: el sol, su
mano simple, irradiaba verdad y decadencia? ¿Hoy no tenemos cuerpo, nos confía, hoy estaremos solos,
seremos imprudente multitud: amó a pesar del viento, que llegaba? Ley del enfermo y su restitución al
claro humo. Las galaxias sabrán, hechas de hombres, de mujeres y sexos. Amábamos pensando
seriedad y prisa, un manojo de décadas: roía con crueldad nuestro segundo en la miseria
respirada. Tal amor, y silencio, nos buscamos, sabiéndonos: ingrata transparencia, los altos
edificios conocían su vaticinio enorme, pronunciaban luz última, su grito, y sus axiomas
deslumbrados, sus ardorosas leyes; si en la ausencia algo calla: de ahínco enamorado, y abraza a lo
vacío: de creencia inocente, de fantasma en el lado más otro de la casa, en el tiempo cansado, en
su lugar, su sombra, sus hábitos reconocibles, tras ese continente tan arcaico: ley; ley del obrar
abriendo surco, está la mano alzada por el filo, está el brazo, y la piel: madre ella, parentesco, esa
hija numerosa, esa primera sangre y esa total jornada que nunca querríamos gozar, amando,
coincidentes, nuestro retrato opuesto, nuestro nombre de espaldas, nuestra vía colgada de cabeza;
eran río, semilla, el candor, lo tan malvado; rostro a rostro.
2

Memoria desnuda bajo un árbol en el centro de la ciudad. Ayer es mañana, escribe la sabiduría de
nuestra sed. Pirámides humanas, recodos pétreos, grandioso apilamiento: símbolo sensorial.
Medito el resplandor cósmico de mis zapatos nuevos, medito interminablemente lo que hubo, lo
que no habrá, ese verbo rasante: ¿quién era a mi costado, quién encendía su fuego, quién se ha atrevido a
andar? No sé mirar lo que sus ojos ocultan, veo sin ver y sin ser visto, toco sin ser tocado, aunque
una mano se aferra a mi garganta siempre que debo, siempre que pago con sangre, siempre, al
inhalar el aire que todos ofrecen, vendedores hollados por el marasmo: afilan piedras y atan
canciones a sus pies, bajarán, traerán, enseñarán a vivir, pocos, hombres de sal, sabían: ayer es
mañana, dijo la destrucción, y la esperanza replicó: ayer… es mañana. Vuelvo a mi celda cubierto
por el día amplio. Cada vez cuando giran sobre mí las aspas, sé, debo exhalar, intento, pero me
brotan los órganos de mi todo linaje y siento tristeza: ellos lucharán para mí, aquí, inmóvil, a
pesar, augusto. Matándome los cabellos, masacrándome los pensamientos; ayer: es mañana. El sol
hace girar su juguete, y si su ojo nos hería, nos herirá aún más su hoguera renunciada, Ayer y Mi
Linaje, son mañana, no percibo devoción que a ellos liberaba de culpa, sólo percibo la culpa,
inocente, ensangrentado por esta pesadilla que nadie se echa en cara, dibujo mi retrato por cada
metro que avanzo, clavado al palo de mi sombra: es el tiempo, nadie más, ninguno menos; mi
prójimo hace alarde de generosidad, y me dibuja a gritos; algo es aplastado debajo de mi pie, veo
su pata, veo su líquido, veo su espíritu brotar inundando cuanta mejilla hubiera sido reclamada a
testimonio, mi sombra posee todas las bocas que yo poseí desde el ser arrojado a este sol, a esta
piedra, a este lugar donde encuentro descanso. Ayer es mañana, repite mi sombra, porque he caído,
porque ella sueña algún absurdo heroísmo, porque mis hojas caen, mis frutos se incineran, se
apuran los hambrientos, examinan el ritmo de las estaciones; ayer: es mañana, promete el sol.
3

Todo eso que no decimos, que no diremos jamás, y es nuevo. Notoria juventud, claro ímpetu, esa
nube, era sobre las cabezas de quienes iban a ser matados mientras aún sostenían su pancarta: se
mostraba gloriosamente, mas, su solidaria majestad ninguna palabra logró arrancar de nuestras
bocas; u ocasión cuando tu hijo festejaba su año reciente, o carne de la mujer que ha dejado de
amarte, de quien ya no hallará su dolor en tu cuerpo, incendiándolo como si fuera aquel dolor un
traje presidiario; no te detuviste a recitar su plegaria, tus sentidos estaban exhaustos, el instante
conmovía a tu corazón, y las lentas palabras no tardaban en desvanecerse entre realidad y,
enérgico, el viento de la historia; sabías: no estas palabras, no la escena, el color, no el aroma. Todo placer
era alimento destinado a halagar algo móvil en la capa más profunda de la ciencia terrestre. Todo
eso que necesita salvarse, ser tapado, defendido: al menos él, ese hijo que la naturaleza no había
previsto existiera, reptante entre las miserias de nuestra barraca, sostenido por un hilo de luz, una
migaja de fe, una sobra de tiempo, esa vivida juventud, ese ímpetu de harapos y escombros, se
multiplica hasta desaparecer porque hemos encargado sin lágrimas al levísimo viajero: lo ampare e
instruya mientras huye recogiendo su camino, sudoroso y áspero, y huérfano, todo eso, todo él,
despierta nuestros remordimientos en la oscuridad, y haciéndonos palpar el suelo de nuestros
calzados, nos arroja a ese agua de los espejos donde duerme la bestia.
4

Rodeados por la aridez resplandecen nuestros actos más leves, y nos encontramos sin culpa –pero,
¿no hace sólo un segundo debías restregar de tu piel esas ventiscas petrificadas que modelaron continentes derribando
la histórica ascendencia de las máscaras? Pensábamos: una formación de paredes salíferas, alguien, una
silueta entre ellas, contenía el crepúsculo, valiéndose de unas piedras encendía su precaria
infusión para entrar en el sueño. Vimos el pormenor agrietado del cuero de sus zapatos y su
mejilla partida por la intemperie, pues quien a solas se acuesta en los desfiladeros está sometido a
costumbre, y ya no extraña. Y pronunciamos, nueva, esta fórmula absolutoria: saber quedarnos
dormidos muy hondo en la noche escuchando el rumor de nuestras respiraciones apaciguadas o,
si no nos favorece ningún cansancio, permanecer a puertas de nuestra edificación: percibiendo
brisa animal y diálogo de pájaros, mientras el humo enceguece nuestras bocas alegres. Fluyen
frente a nosotros los veloces ejércitos nevados de los dioses macizos, su muchedumbre vegetal,
nuestros hermanos y hermanas: se inclinan fervorosos, resueltos a vivir, discriminando entre los
brotes sanos y los que enfermarían su plena solicitud; y conmovidos miramos por vez última el
espejo envejecido: ya no reconoce gran parte del rostro que lo ha requerido a diario hasta hoy; y
encendemos el fuego. Una naturaleza de angustias rasga nuestro corazón y adormece la carne de
nuestros labios. Corremos, a pie desnudo o a bordo de lo que estuviera al alcance, arañados en
los pensamientos, y en las piernas, atacados por el guijarro del camino, él no respeta dolor; y
cuando ya a cien metros o cien días, o habiendo recobrado lucidez y detenido el vaivén de la silla
y la vociferación radial, reconocemos nuestra arbitraria juventud, fotografía arruinada por la
ceguera, e intentamos volver a algún momento de enajenación: se era viento sobre los
despoblados, alma esforzada por recobrar su cuerpo dormido, aterido, a punto de rendirse y
renunciar, porque el espejo estaba envejeciendo, y negándolo, y la palabra en sus páginas
harapientas –su tesoro– comenzaba a desaparecer tras ese resplandor de los incendios invisibles.
5

Adormecido, en silencio animal, en plena perpetuidad del día, despierto al de mi costado: ¿habrá
quien nos conceda solidaria rapiña? Grazne o maúlle, le despierto, un puntapié, un beso, aquí no
sobran. Despierto al sol, recuerda no haber viajado sesenta últimos segundos y se apura: da
muerte; los dormidos desoyen el tiempo acabado de ocurrir, algunos nombres consiguen
escribirse en sus bocas, se retuercen asaltados por esta acumulación de espejismo, nubes extensas
para la lluvia acaeciente al interior de cada párpado rojo. Yo doy un paso, es juego, doy miles:
hasta la sed. Llegar es no llegar. Soy el primero si alguno otro desaparece y me concede lugar,
agujero en su agujero de sombra: comienzo a creer, esta fila se mueve hasta los arrabales de la
mirada, esas aspas, esas alas rotatorias arrastran hilachas de carne despierta, y no soy capaz de
engañarme. El silencio enferma al ojo de las abuelas obligadas a proferir sus pensamientos,
intensas líneas de una enumeración angustiada, angustiada; he dicho despertar, mas, ninguna
voluntad se nos permite: conoces, hoja, tu color irrevocable, tal vez sugieres contextura de plumas o claridad de
mujer. Me he afirmado despierto, mas, son otros quienes sacuden con sus cuerpos la extraña
sonoridad de trueno de cada muro translúcido. Algo debe ser dicho: al modo, ése, efímero, de las
cimentaciones indestructibles. No conozco palabra que los resista. Mi ofensa es mirar y creerme
quieto. Mi descarrío, une mis huesos a los de quien a mi costado grita el desconocido alimento de
las calles deshilachadas. Nuestra contradicción iza edificios, hileras, hombres a pie: los surcan,
porteadores en ascenso constante; hemos acordado igualdad: la mirada es esfuerzo de lámparas,
nos halaga si exhaustos, los cueros, los sexos enredados, si una dudosa perfección… Y nada está
permitido afirmar más allá del guarismo decente.
6

Por aquello que arde en la noche atenta, –su afligida cordura: sabe oír–. Cuando se descascara un
año dejando brazos solos, humanos y dispuestos a tomar el asa de un recipiente olvidado, pues la
sed existe: geológica verosimilitud, o decididos a herir se abrazan a esa sangre que habrá de
derramarse en la oscuridad de las losetas blancas. Por los pies petrificados, se sacrifican elogiando
nuestra sabiduría calcárea, lo arcaico de la verdad, esa soñada máscara, esa música, el lógico
ladrido trascendental; porque se hace tarde para regresar y los luceros ya no guiarán al temerario,
descarriado tras búsqueda de asombro o curvatura: azotea iluminada por la contemplación, lo
púrpura de cada atardecer, y fuego de hojas en su fardo de índices desencajados, porque atraen,
concilian, y es bueno conocer aquello que abre gargantas, allí donde la quemazón, un cuerpo,
continúa, recordada contra la más cerrada voluntad… Por aquello: lo dice el fruto espinal, la
astronomía sonriente del agujero del zapato izquierdo; por las risas: volaron alto en memoria,
sobre esos estandartes cuyo vaticinio resultaría hoy impresentable…Eso que se incorpora con
ojos atacados por ventiscas de piedra tascada; grieta solar en el techo habitual del horizonte. Por
ese aullido que ninguna otra bestia ha logrado hasta ahora fingir, porque las hojas, en fin, de los
diamantes, no sabrían lograr el número que nos arrastra del almuerzo aparente a unas abruptas y
silenciosas abstracciones hostiles… Por todo-esto, levántate, desdobla el agua tenaz y mira: es hoy,
amanece. Los recientes, supimos: vivirías; sabrán. Sucesiones, ingenua progresión de geometrías
mortales, si encaminados a la felicidad de los rebaños, a balar, a asestarse cabezazos a cambio de
comarca en las vulvas jugosas… Esta pared: aparenta ser suprema y última porque tus uñas han renunciado
a esfuerzo que las rompe haciéndote creer: incurres en ridículo –caerá–, pero,
e s t u v e a q u í,
leemos con cabizbajo orgullo, y palpamos las mejillas de nuestros rostros: preguntando, fingiendo a viva voz, si
llueve…
7

Apenas una eternidad: durante el pensamiento o la vida, a bordo del transporte y los nublados
edificios transitados por gentes desconocidas, alguien los sueña, alguien, en el mundo irreal: son suaves los
periódicos y la calma… está aconteciendo. Al bajar a mezclarte, ser uno junto a esa carne viva, junto a
esa carne sensible, y pensante: hay una puerta en el corazón de la materia, batería actuada por
dementes, no deja de erigir su heroica pulsación, su multitud, su fragoroso símbolo, al caer hacia
el profundo charco de tu reflejo callejero –otro quien hubiera empezado a ser dicho contigo no
pudo dejar de conmoverse observándote–. Oculto en los abismos forestales, despeñado, sacudido
por el río que duele mientras asciendes hacia el fruto de la escasez, ese momento, cuchillo en
mano, y en tu otra mano, la derrota: vencerá, por ese rayo de tiempo atrapado en las fotografías
afortunadas. Alguien sonríe, alguien vio la ventana, el sol ardía, y todo poseía un plazo gigantesco:
el todo inanimado en torno a ti. Tocas desde tu íntimo ensueño nuestros rostros para devolverlos
a su naturaleza cambiante, al zumbido de la abeja, a la fuente de música mejor, y tu día, tu lista,
tus dineros: se reanudan, y fiera que alguien liberó de cautiverio creyendo conquistar su afecto, se
aleja sin mirar atrás, y el aroma de la ciudad oxida nuevamente, y el hombro en las avenidas
vuelve ser una intensa muralla. Y se desnuda la noche.
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Emoción animal, y destierro, la planicie habló: un árbol mira lo alto, lo nocturno, de tempestad
celeste, cada noche razona sus frágiles semillas, ningún viento las llevará allá, tan lejos. Una nube sobre
el número forestal, sangra heroísmo, calcula su nueva residencia: hoja cierta, o entraña amarga de
los desesperados. Eran hombres, los de peldaños infinitos, y mujeres oceánicas y banderas
transparentes para un mundo finalmente reconciliado consigo mismo, y sintió urgente someter y
matar al difícil poema de la roca de muchísimos ojos, trajo tintura para el ejercicio del nadador
rupestre, venció la colosal caridad de las malezas buenas, dijo a los vientos exclamando música,
espiral de caracolas cuya delicadeza: su número, su derramamiento, la mirada y las manos las
hacían polvo cual si oraran imponiéndoles el sacrificio de la destrucción, el patrocinio de la
presencia. Y afirmó en los cerros pobres una alucinación de cadáveres. En mares abstraídos por
el ámbar lloró suavemente, suaves líquenes ásperos, giró sobre sí hasta que el dios debió yacer
apuñalado en un rincón de esa casa abierta desde entonces a la amplitud del aire persecutorio, al
mineral despierto, al amor y su misteriosa irradiación, al instante escultor de rostros y
civilizaciones; a curvatura del parto y a la sangre: emblema desde entonces, multitudinario
resplandor, dispuesta la multitud de nuestros refugios, tantas necesidades idénticas, los cuadros
adornados de las ventanas suman su individualidad, enjoyan el número sagrado de lo humano.
Hemos sembrado aquí nuestras señales, y hemos hallado otras anteriores. Nuestras huellas, que
buscan condición, y las nubes llovientes de una sola unidad, y el mar coral. Bajo esta esfera viviente,
otra, fundamental, de metales recónditos. Regresamos a nuestra casa que se multiplica favorecida por el
día de aprendizajes específicos, las palabras expuestas, volvemos de nuestro espíritu: se nutre, día
y noche, y la luz material, y sus maestros, y el decir recordado y el brazo natural de las multitudes encendidas, su
intervención sobre eso móvil que lo contiene, a la habitación, al signo escrito en representación
del acto de ser vivos, al esquema de la movilidad tajante, a mirar hasta lo muy oscuro de nuestra
vigilia sabiéndonos chispa que persigue su prado vertiginoso: así nuestra sangre, se permite
escuchar.
9

Eran los puros animales, un río nos hablaba: de espaldas; nos hablaba. Tres ríos conocimos ayer.
Incapaces de olvido hemos pecado de olvido, arena, y pasos, nuestras huellas son alimento del
aire migratorio, ninguna hallaremos, pero de nuestros hombros: alas, lienzos, al brotar entorpecen
la poca razón que nos queda. Inmovilidad es peligro, y su opuesto devora como si un planeta
enorme se hubiera acercado al nuestro, de colores cambiantes. Entre cuatro tierras nos
permitimos ser nosotros, tras una coraza de tardía voluntad: insectos pisoteados por la calumnia.
Toda niñez luce cadáveres en su calzado, quién querría conservarlo, quién, si es sano y dulce.
Cada palabra, al retornar sangrienta a nuestros labios. Mucho hemos meditado en voz alta, hemos
dejado caer al pensativo, herido está su mundo, herido y pronunciado. Vivos hasta que dejamos
de enmudecer. Hay quienes buscan asesino y no temen, satisfechos, se entregan, el agua les surca
e inventa sus rostros, comparten su papel, sacrificados para humo de conversaciones; hacia
cuatro tierras que se miran mostrándose las lenguas, hacia su centro, retrocedemos
escalonadamente, para no perderlo todo, porque todo es transitorio, tanto que puede ser perdido;
volvemos a sonreír, entrenando el gesto, confrontando un espejo instantáneo contra su
antepasado inmóvil, cosemos toda la noche, fraguamos, izamos el amanecer valiéndonos de
poleas y axiomas, en ese cuadrilátero hay unos pocos pares de pies, unos lomos, una respiración
ocurrida en el agua, dibujan nuestras manos conocedoras de artificio mortal: bofetada y cántico.
Tres ríos volveremos a ver mañana, cuando esto termine. No cerraremos los ojos, pues el
primero de ellos nos desciende y colmaría con su perfección, con su sed fresca y salada; otro nos
huye, un brazo o un amor, o una totalidad desfallecida, presa y caudal. Y estas alas que hemos
aprendido a presagiar, y lo demás, lo poco, dulces animales penitentes; nunca el humano, jamás, caerá, en
eso otro, último, y tercero, que también nos huye.
10

Cuando el señor transforma en humo su fortuna, cuando ama o acuéstase, desnudo, y piedra
momentánea, y atenido al enjambre que resulta: tú, víctima, agradeces, cumples, sangras,
diminutas felicidades echan a volar. Abres tu corazón pero has alborotado una conspiración de
escarabajos. Abres tu cráneo con la bala pero tan sólo sangra el silencio circundante, y masticas
silencio hasta que de tu brazo tan sólo sobrevive la palabra muerte. Fue robo mi miseria, repites desde
la oscuridad que esa oscuridad respira, que el espejo rechaza sin conseguir dejarte de mirar, a ti, al
desollado; habrá una nube de virtud y aceite, las carcajadas querrán decirlo todo, las
construcciones viajarán como hasta ahora. Creerás continuar en pie, a bordo, introduciendo
músculos en tu boca, imágenes en tus ojos, a la fuerza, a la maldad, al vuelo del nacer y hacerte
hombre; fue crudo robo la cicatriz que imitas de la luna, fue tu madre pariéndote, fue tu padre
pariendo a esa mujer de la que emerges a diario para ser devorado por la fortuna y la risa a punto
de estallar; cómo lograr tu ausencia después de tanta cosa tuya, cómo llevarte al menos la
dignidad de yacer vivo sobre tu última mañana cuando al árbol oíste fecundar con sus tercas
semillas el terco asfalto de las avenidas estériles: en esta seriedad que falsifica el sol de la caricia,
¿cómo entender su apuesta, y apostarte?
11

La voz, cautiva entre arrabales de exterminación, quiso explicártelo, pero tú has respondido con
indiferencia. Luego, la voz desaparece, y ya solo, tus pensamientos te conducen hacia época
cuando todo lo que te rodea hubiera resultado aborrecible. En la ventana reside un mundo cuya
única diferencia con el habitual y anterior, el del sembrío y la silla, y las noches de espera para una
muchedumbre que abordaba aliviada los humosos transportes, es esta sonora coincidencia. Toda
belleza necesita callar, has pensado, el callar de la mirada, el callar de las manos, el callar del
aroma, lo callado del vuelo; pero ahora toda belleza está siendo dicha del modo más unánime, y
las voces se enfrentan antes de ser devoradas por el conjunto de todas las voces. Los hombres
están cayendo, la tierra clausura en sus bocas toda palabra posible: y concluyen como una luz
privada de electricidad, o destino; el cielo se concentra en los ojos de todos esos hombres y los
aplasta, el día o la noche los inundan hasta hacerlos reventar. Esto no carece de belleza, has
pensado, esto: ya lo hemos conocido, por qué, entonces, nos sobresalta, o sorprende como a
niños sin ninguna experiencia; quizás la belleza era eso naciente entre los escombros de lo que
debía ser silenciado, quizá el silencio es una fuerza destructora, y la belleza es su eco natural. El
tiempo habita el horizonte, y está lejano como ese día cuando volveremos a casa, piensas, y esta
muerte, esta muchedumbre de muerte, nunca nos fue deleite ignorado, ante su luz las breves
alegrías de la cotidianeidad se tornan en pálidos guijarros. El agua al que ahora acudes contra una
sed protocolar pues todo tu cuerpo está dispuesto a vivir y economiza incluso sus más
insignificantes recursos, tal agua está repleta de cadáveres y ciudades arrasadas, su dulzura ya no
te ofende, porque la reconoces, pero la creíste lejana como una oración fantasmal más allá de los
campos donde el maíz respiraba con devoción; y el agua, frente a ti, pronuncia tu nombre
verdadero: mi viejo camarada, estás despierto, finalmente despierto, y eres un rojo y bellísimo río
que atraviesa tus pensamientos y florece en tu sien; luego, su voz habrá desaparecido, y tú
volverás a estar solo.
Toda flor: si unas manos la iluminan, liberan su remota existencia, trayéndola desde cierta
atmósfera no percibida. Si el sol acontece en nuestra ventana, y nos atrevemos a mirar sobre las
casas, ese inmenso celeste: es canción. Si cortamos la carne y nos sumergimos en éxtasis, estar
juntos, sumar nuestras edades recíprocas, bebiéndonos, así, memoria y algas cubren nuestros
cráneos, (mar, una flor constelada). De noche, el ojo sabio del cetáceo refleja las escasas luces de
nuestra conversación, las manos aferradas a una borda invisible, de adjetivos llameantes, la mirada
solar, nuestras bocas, y el oscuro profundo: rodeándonos; rostro en que estamos contenidos.
segunda circunstancia: desarticulación de extremidades
Testigos de erosión –el movimiento de las moléculas, ese objeto arrasador: es la atmósfera–, dueños de
una banca central en el parque florecido. Adjetivo lucífero, éste, último, revoca lo acabado de decir.
Persistente la flor, persistentes los cuerpos, persistente, la lengua no se rendirá; conocemos principio, el dolor se ha
marchado, y nadie cae: aquí el nosotros se desdice de su yo; busco, somos dos espejos orbitándose. Él, qué
explicará llevando a casa, cuál alimento, ¿palabra o porvenir? ¿Un amasijo de miradas lo seguía a disgusto, y solo,
tras la puerta, despojado de sí? Ella, sus muslos ávidos, dirá, la habrán pensado tus palabras, o fue olvido, o
fuego para los inocentes; en cualquier espacio público volvemos a ser todos una plenitud, todos, a la comprensión
numérica; mirar y concedernos paisaje, el aire calmo, total, así la dispersión: un infinito bienestar hecho de nombres
adquiridos.
1

Creo en mi creencia animal, y cadáver, y cansado alimento, esta sombra: aun avanza, aún.
Esplendor de las lúcidas moléculas, atesoro mi muerte, mi única certeza, la vida llegará; violencia
e instante son mis armas difíciles, caigo al presentimiento del herbívoro abortado, a sus ojos
sumamente habitados por el universo; ellos, ya no se cerrarán. Creo en el poderío de la libertad,
ese sol de grietas que la poesía del lienzo aun escribe, el mar retirado en construcción: infinitas
ciudades mansas. Algo debe acabar, voz de mi boca nueva, ya no será mi boca: atributo sonriente, y el grito
de la destrucción inunda los desiertos. Fui piedra equivocada por algún doloroso entusiasmo, el
viento estaba, las nubes, de inmolados atuendos, criaban a la multitud: el aire hacía sin palabras,
noche cuando aprendí a conocer, palabra es lo que queda. Sé lo que viene, conozco lo que espera,
un miedo y otro atan sus manos antes de internarse en la jungla siempre nueva. Vi las manadas
correr hacia su destino de polvo y osamentas, arañadas por el hambre sin culpa, ellas no pensaron
detenerse jamás, así poseo la certeza del dios, él mastica su ausencia, al ocultarse. Tú, día,
fundación de olvidos, los vitales, y fortaleza, y creación, con brazos abiertos estoy
sumergiéndome en la realidad de tu futuro.
2

Que seamos todas las hambres y todos los hartazgos, todos los odios y todas las obligaciones, y la muerte nos diga
lo callado por quienes la visitan cuando ocurre, y lo oculto y caudal, lo evidente, insaciable, sentimiento y necesidad,
existan: agua reflejante, fuego reflejante, enfermedad y lozanía, reflejantes; el camino concluya a nuestras espaldas,
pero las huellas, por humanas, no se pierdan jamás, no se pierdan, materia, en que fueron inscritas, materia
animal, y por serlo, prisionera de búsqueda, avance invirtiendo los milenios; el principio, esa noche, ese día,
amplitud tupida, esa flor ambivalente, ese desierto de agua y trueno, jungla de cultivos prometedores, ese alimento
creador, y el final arda en el corazón: el corazón sustente todos sus significados al comparecer, la muerte oponga
todos sus significados al comparecer, los jueces se asombren, desistan, intenten, causen; las palabras nos impugnen
con su apertura indeseable, las palabras nos rediman: su satisfactoria ausencia, y nada se contradiga, nada sea
complemento de nuestra ansiedad insomne, aun si día, noche, o los eclipses; muchos hablen dispuestos a conocer la
luz: nuestra primera palabra, y ella los observe; devoción y tareas agrarias y calle para una nación dispuesta a
almorzar su descanso; todo sea peligro, sinceridad atada a las patas de los caballos, el mezquino y los cardúmenes
giratorios a través del año constante, el sensato y su dinastía de aplausos, lo halaguen los cadáveres, y aquellos, por
recientes: sentenciados a merecer una vida plena de apetitos, y asombro, y contrición, y pozo; venga el viento, las
construcciones se justifiquen en el tallo del trigo, las nubes sean pan inverosímil, el pan abra los ojos, y la paz –sea
la paz– y los emblemas, los imperios, los dos: tú y tu interrogación obscena, tú y tu afirmación humanitaria,
ambas una sola mentira, una verdad junta, una playa poblada por rostros semejantes; el mal te arranque de mi
cuerpo, el bien me cosa a tu espalda; los libros no se atrevan a caer, las manos sean fuertes hasta el final, y
decírtelo, como si alguien hurgara nuestros pensamientos en busca del bien inteligente y el mal
inaceptable, y sus causas profundas.
3

Espero verdad: otros cavan en un corazón de árbol, se atienen a la línea aleonada de las
carreteras, al margen circular del nido; otros soy. Espero muertes, vidas espero, haciendo, sin
mover los pies, y siento hambre. El poderoso: es en parte mi conciencia, y el débil, ha de
moverse, es esta hoja, esta blancura de miradas: he educado a muy pocos hermanos; hermano de
mi espejo, soy el primer necesitado. Escribo en mi pierna la palabra pierna, y los caminos, si dije lo
correcto, nacerán; no espero ver, espero simplemente, nadie más está aquí, aquí no se resuelve
ninguna injusticia; una alegría insensata, eso soy, pero algo –¡fuerza! – decide desde el caos: la
semilla y su hoja, al constar vivas y tenerse, testimonio simultáneo, recíproco, y el sol: parece, se
cayera. Esperar es conmoverse por esa vocación de las ciencias, ellas dictan: el sol es superior, en
él giramos, en sus mansos oleajes, sus venenos; si alguien viera a miles de tropiezos este costo, y
opinara lo bueno de ser hombre, tan de lejos; he aprendido a esperar, mis padres más antiguos
fueron hábiles, edificaron muros y mancharon la tierra con sangre, no lograron justicia, nada ha
llegado de aquellos hasta aquí, no quiero serles a los jóvenes –no los veré– sino cierta textura de
guijarro en manos del juez vertiginoso, a él no quiero serle documento importante, nada será tan
valioso como sentirle vivir, metros encima, tierra entre nosotros; espero resolver mi desafío, mi
tiempo: son dos rostros opuestos, uno mastica un pensamiento del otro, y cuesta hambre, cuesta
el centavo; los maestros se tienen, los he visto, se entregan al amoroso esfuerzo que ha
engendrado a sus hijos, mas, también, ellos esperan, profetizan lo próximo. No sé mirar así, ni el
hambre ni la sed están conmigo, soy valiente a mi modo. Me he negado a yugular al culpable, él
tuvo su demencia y su arma, y nada más le fue permitido conservar, marcho con él, desde aquí
lejos, mi deber es oírle, mi deber es recordarlo, mi deber, sus hijos avisados, mi lengua está
pendiente, ellos, sólo ellos, vendrán, a quemarla, a decirme: ¡olvidado! con sus manos de juego. Al
de mi costado quiero ampararlo susurrándole una suave justificación, leerle sus fantasmas
cuando vaya a ser exterminado por el ojo carnicero de la esperanza, espalda al muro, la verdad en
su pómulo lleno y asustado; veré sus ojos y diré lo que he visto, mi época y mis semejantes son
generosa hilera de hombros en contacto, es como si buscáramos a un niño extraviado entre el
maíz, unos lo hallarán, otros se habrán equivocado. Por qué no esperar también para ellos, nadie
les dijo, nadie quiso mentirles esta suerte malvada, esta esquina de frío, sus padres los amaban
demasiado. Por allá, al principio del horizonte, un lienzo rojo, un párpado final, no cerrarán mi
camino, mi camino comienza porque toda desgracia ha creído terminar, esta verdad, esta
disculpa, estas canciones, ya no me reconfortan, espero solo: pensamientos insistentes las
trenzaron contra el dolor, a favor de la cosecha amante, ¿no habrá también entre los granos felices del
maíz conquistado una vida malsana por vencer? Venga ella conmigo cuando el futuro llegue, para otro
mejor y soñado. Espero verdad, siempre, en el principio del mundo.
4

Nadie yace por natural entusiasmo, nadie ama por misericordia. Axioma inapelable nos arrastra:
miles de años, piedra pulida, y filosófica, risas al otro lado de la realidad. Inclinar nuestros cráneos
sin dejar de mirar al lente del fotógrafo; es de noche y todo aquello, enorme, suspendido sobre un
acto mortal: las cáscaras de la naranja, belleza y máquina, se llevan los restos de la vida de un
hombre, aplastando colores y alimentos en desuso; y la piel, de amar caprichoso. Al dios, sea cual
fuese, creadores, pedimos, y música perfecta, la más perfecta, humana, es mendrugo, una nota
arrancada. Se avanza, avanzamos mirando hacia atrás, revoluciones lo confirman, nuestra
emoción, sostenida o temerosa: aferra la rama penúltima del árbol desafiado, mirar abajo,
recordar ayudándonos con un recuadro sonriente, obrando oscuridad, ventana para unas faunas de
ceniza cuyos cuerpos parecen gritar su poderío de tinieblas, cortar la poca luz: el firmamento
sensible; ellos nos pierden, ellos, quienes volverán a esta pregunta impostando una sabiduría
vulgar, poesía del liquen oxidado, y la fuente: lo que yo vi fue mar entre una muchedumbre, sus
asombradas huellas, medianoche del sol, el más abierto, un fragor de certezas hizo a mi cuerpo
sumergirse hondo en pasado hasta ser otro, y muro al caer, un trazo de silencio en los cielos que
lo habían soñado ya todo. Mi realidad: animal de muchas manos siempre inquietas, y muchos
sentidos; quise la risa despaciosa del entendimiento fundamental, la sola risa, inteligente, el futuro
enorme cuando no haya de ser hospitalada hambre ninguna. Eso supe, nada era necesario, sólo el
viento robando las cosechas, y la imaginación gloriosa de los descalzos; lograron amor,
escapatoria: contra el grillete sumo de su edad; yo preguntaba, cardumen de lúcidas
fosforescencias, ¿dónde ir? ¿Tierra otra que no hubiera previsto alimentar al hijo nuevo con los restos de hijo
otro parido por valientes sucesiones consumadas, y revocar el brazo científico de las potencias instintivas y permitir
entrara en casa al que esperaba ser cortado en muchos panes el día de la felicidad? Yo vi: eso deseaban en
secreto purísimo mis injustos parientes, alejados tras sus puertas de aprensión infantil, yo leía en
sus ojos honrados por el duro trabajo de cada madrugada, yo estuve aquí, sus pieles se
enfrentaban, fui testigo y conocí mi ardua obligación: decírtelo, gritarlo a tus oídos; el enemigo
está, estuvo desde siempre, ya no quieras su risa, mira los cráneos de agujeros impares, los
modales de la memoria, quédate y reanima nuestro fuego como hicieron tus padres presentidos,
continúa. Lo que yo vi no lo deseo a ése, el más cobarde entre tus herederos. Yo sólo fui esta
página, yo até mi sumisión arrojándola lejos, quise, atravesara siglo eterno de apariencia, y
conquistara tu sueño, pues, uno, yo, junto a los míos, también comí la corrupción de mi cadáver,
pero he regresado a cantar este polvo que lees.
5

Porque no es sensato afirmar silencio con las manos, despliego mi ventana. La mesa, floración de
plumajes. Oigo martillo y hoz, es mi prójimo, los círculos de su escritura, zapatos intensos,
veredas y volantes; me obtengo de eso todo que está siendo obsequiado; a cambio, sólo: una
palabra, el minuto entregado mientras ellos caen. Otro me buscará, desnudando su prisa, inclinará
sus pensamientos: jamás bastante, nunca necesario. La carne orgullosa estará siendo polvo; así
encuentro destino, caeré hacia los suelos nutritivos y sabré mi nuevo atributo, una hoja y el
tiempo, y respiro del humo su suavidad mortal, y de la lluvia, su brotar: me desgasta sin que yo lo
perciba, astronomías de relámpago al ir sobre los cuerpos vivos, al recorrerlos y tocar en la
secuencia exacta, y desgarrarla, sabiamente dios. Miro pasar los cofres –guardan un resto humano– y
divido en dos la naranja, y el recién nacido abre sus ojos a esta luz cuyo centro, por casualidad, he
sido yo, y me cuestiona, y no sé comprender lo que ve; apuesto una moneda, disparo al centro del
vaso de los mendigos: verdad incandescente en mi fiebre de iluminado, bien sé reconocer la
igualdad de nuestras sombras y la del perro que posee una prontitud tan ordenada; veo a diario:
unos muy juntos yacen a la sombra del árbol entreabierto, los veo lanzarse al minuto imperativo,
a los sesenta segundos y sus infinitas fracciones, a ser heridos por la cotidianeidad salvaje del
astro que nos patrocina, a sus manos peligrosas; agarro, ya en casa, sobre la silla habitual, el
grafito, el cuarzo, y digo, para no caer sin que se sepa, doy testimonio de tales muchos
homicidios, y sé y quiero: sépase cómo el interfecto besa a su semejante, su amante, y animal que
unos niños acarician estará pronto vacío del todo, y esta palma de mi mano desnuda y en su
desnudez estas líneas, cicatrices delatoras de un esforzado aprendizaje; y amo, y amamos, antes,
después, en decidida rebeldía, a traición, incendiando, día y noche, sonrisas artificiales; porque el
amor no había sido previsto.
6

Tarde, el bullicio extenso: extremidades cuya ejecución imita en su aullido al poco extinto animal
de las cavernas, de hojas sumergidas y metales; al niño le son enunciadas colosales advertencias
pues hay carne humana merodeando como una decapitación, u hombre forzado a convertir sus
visiones en migaja que los altísimos, esos señores truncos, ya rumiaron. Tarde, el sol gira con
música propia, sus aves líquidas, y sus ciudades, rebaño cultural: balante, él no lo dicta; y porque
se comercia entelequia del fabuloso reino de la tranquilidad, sombra proscrita, aún si bajo el gesto
de represalia de los héroes marítimos, paz de infinitos pulgares llorosos: giraron hacia tierra antes
que ningún error nos coronara con sus cinco sentidos; sabemos oír, entre dos pares de zapatos
expuestos a la altura del oído, entre los amplios trajes de las parturientas, dispuestas a secar gota a
gota sobre el piso donde nuestra mirada reposa de sus altos vuelos soberanos, cosa tan viva a
quien el pensamiento le ha sido ilícito; sabemos decir: hogar, aquel de nuestros padres desenterrados.
Despertamos satisfechos muy profundamente en la noche, y el simio, desprendiéndose de las
naves, su ambición no humana, viene hacia nosotros por el tragaluz, y lo viste exterminio.
Reconocemos su lenguaje ácido, sus patas entrenadas en el hurto gracioso. Inscrito en nuestra
memoria, sobre más alto patíbulo que supiera anunciarnos: todo fruto en esta nomenclatura de espejos,
todos… él quien aunque ajeno balbucea malamente el significado de lo que habremos soñado mañana… Pero ya
nos ha hastiado este pobre loco, quién lo permite… todos ellos, insistirá… nuestros, dispersos sobre los
pavimentos húmedos, nadie los ve… Entonces, para olvidar la divina arrogancia de los ahorcados, y
porque esos rostros existen, picados por las especies ávidas, porque los hemos condenado a
defensa ninguna: habíamos atado sus manos; y pensándolo y a punto de exhalar una lágrima
demacrada… suave, la mano pedestre del corsario deposita su mueca animal y una esfera de vid
en nuestros labios, esos órganos sapientes del sólo mendigar exigua reverencia en idioma
extranjero.
7

No conozco silencio, no he visto este querer, la noche: tu ceguera de hombre, tu condición de rama, y de
mujer, tus pies aprisionados, extensa dispersión de las ciudades. No estoy solo, estoy junto a nosotros, el
mejor semejante, quiero reconocerme desde el agua, quiero el tesón del tragadero. Muchas veces
he tocado mi carne, había alma numerosa. No poseo derecho, decir la podredumbre, los espejos
se acercan, se acuestan en los techos, en las jaulas. La vida es una cúbica paciencia, las paredes, los
marcos, los zapatos arrastran su camino hasta arrabales: siempre serán conmigo. No existen los
asesinatos imperfectos, nada se olvida demasiado. Para todos la sombra que los sacia, del hambre
del dejarse, del perder. Estoy seguro, otro día vendrá sobre mi cuerpo, sólo basta decir la luz de
piedra, un fragor de remiendos marginales, decir justo y atarse, y ser viento, y gritar los números
de la escritura poderosa de unos niños de oro, hoy polvo, si fueron lo que son, si procaces se
vuelven hasta el cielo, a mirar lo que no es permitido, esa mesa adornada, cuerpo aquel, parcela
fotográfica. Hay blanco de siluetas junto a mí. Hay una monstruosísima disipación, pero las voces
se ajustan a mi cuello, necesitan su aire, necesitan. No me voy, nadie se queda tanto, nadie es
equivalente al camino inundado. La lluvia me cosecha, es verdad, soy uno entre los números de
mi estirpe difusa, llegará siempre ella a ser la misma, sólo basta: estirar una mano y sentir caridad,
y entrañas de la víctima y su risa caliente. Hay sangre demasiada ya en mis ojos. Hay lentitud, una
voracidad imperdonables: yo ingresaré en los arboles desenredados, yo besaré lo rojo de la pena,
yo escribiré mi lengua, yo querré mi país, yo caeré sin asco. Habrán los ángeles, habrá el hedor de
las fogatas, y esto será pensado muchas veces, este saberlo todo, este final; y el vidrio, el rostro, y
la ventana atardeciente.
8

Al despertar, absorto, porque los nombres de las cosas: tal vez una luz las había tocado olvidando
siluetas y cómo esas siluetas se movían; lado ciego del día. Absorto, pues lo llamado multitud
podía concentrarse en tu sola reflexión visible, ibas a adquirir alimento, a beber embriaguez, a
tocar el cuerpo de quien no ha subsistido sino una frase inhóspita. Injuriado y absorto ante las
puertas cerradas de la caridad; fuiste hacia la cocina: a sentir ese cuello filoso, ave en suceso
continuo, en un cielo de espuma que tus párpados negaban, eran significado y justificación. Luz
ventanal: sobre rostros sin ninguna mirada. Cantando a las paredes, contra las dos manos de tu
cuerpo, agachado ante el piso cubierto de generaciones y musgos, llovido por las nubes, gritado
por la ciudad, encendido y solar. Una mañana fueron todos los jardines del tiempo, los ciclistas, el
camino, ese lienzo festivo. Fuiste todas las muertes, y ya en cumbre tus pies amoratados por el
esfuerzo, y la esperanza pacífica de aquel sedentario incomprensible, quisiste un mundo sobre tu
frente: brillaba, tú en él, tú, límite angular de nuestra residencia en ese cielo del que brotaba un
dios, y otro; fuiste el dios, habías despertado y la luz, incendiándolo todo, dibujó tu conciencia, tu
cuerpo se sumergía en la historia inmensa de la perplejidad humana: devorando, atrayendo
objetos inocentes, mundos cerrados se parían a sí mismos, precedidos por tu mirada, y su acto
redentor.
9

Para aprender del mundo cotidiano, de su esfera, ella, madre perpetua, su perfil habitado, miles
de lomos y miles de azoteas, y descender hacia lo impuro, hacia esa voz final del recipiente
fracturado por nuestras manos que olvidan; para rogar tu espíritu, lo dibujaban las leves palabras
de la educación, junto a millones de cuerpos, organismo en progreso constante, debías estallar,
sobre tus pasos las veredas decían, sobre tus francos hombros de animal abierto en sus dos hojas,
así las puertas de los vehículos, de profundo verbo enlutado, cantaban tu nombre. Veinte mil
años antes de esa mañana, móvil caverna, atrinchera tu nuevo corazón, ese diamante, niega
romper los límites de su guarida vuelta a encontrar, junto a tu padre de innúmeros disfraces, su
ruda mano de dios, a él pertenece esta candela deslumbrante que alimentas, a sus huesos negados.
La ciudad envía tropas contra ti, contra tu plenitud de fuego, porque algo debe terminar, ahora
mismo, para saberlo permitiste: el polvo regresara a los hocicos del tiempo; para ti búsqueda, e
interrogación, joya cuyos intérpretes todos están muertos o rindieron su ciudad a la ciudad
inacabada de la angustia. Libertad no es palabra correcta, no te describe, ya no, vencido,
generoso, alguien ha preferido rodar ante los pies de un enemigo quien no sabrá cortar su cabeza;
cómo amarlos desde tan adentro que el dolor no luzca su estandarte sonriente, cómo enseñarles
si nadie se ha propuesto desde tanto caminar, alto es el muro que a tus ojos agota, difíciles las
bocas, y los picos de los rapaces, y el diminuto mendigo: le fueron prometidos tus esfuerzos; las
puertas no han logrado abandonar su ceño mineral, a veces eres música, tallas la poderosa roca de
la memoria, ella no acostumbra comer bajo las patas de la mesa; permites al sol, a los elementos
encadenados oxiden tus brazos, te sumerges, lentísimo río, ya eres una de miles de esculturas que
él preserva: hay vientos y ciudades en esos vientos, tal vez, tu solo rostro, eso, imprudente, eso
atesoras, pero, estás seguro, las palabras que dice están pobladas por todas las palabras, y los
mapas ofrecen una sola certeza: las cuatro direcciones humanas de tu cuerpo a punto de ser
devorado.
10

Ascendiendo hasta las estrellas, al atisbar desnudez, una habitación vacía, para ti, para tu boca, al
caer esta noche: gesto animal entre tus pies, su esclavitud ignorada, pero, aún si todo es visible
está el aire que respiras, una flor acerada, y todo lo dicho permanece, su presencia, y tacto, en sus
ojos las calles del mundo se dan colmadas por esa luz verdadera de los escenarios: tú dibujas ola
que estalla contra los muros, y el lenguaje de los dormidos quisiera aprender a temerte, pero,
cómo despertaría la carne que devorará el matador si no te tuviera, qué serenidad podría heredar
aquél, fue hombre hace sólo un año atrás y hoy ya no sabe levantarse por sí solo, porque está a
punto de comparecer; quién hablaría para ellos trocando en rectitud lo injusto, suavizando la
piedra que no facilita alimento, ni dios; el tiempo de su necesidad, lo que cansa a las manos, al
latido, y envejece a esa silla dispuesta ante la ausencia de su amo en la azotea barrida por las
brisas, y arranca al fruto humilde del jardín anónimo de los famélicos… pero tú dibujas el mar del
sueño cuando pende sobre nuestros cráneos enseñándoles sus extensos abismos, de ellos serán
víctima alzada, poso para sus fundiciones, verdad de la cifra borrada en la pared: la pared misma
al caer extendía sus fórmulas, rientes solidarias, de continuidad sobre la arena dócil, su fantasma:
algo tan lejano, y áspero, tan hecho a semejanza de tu ilusión, y que la tierra simple o los
elementos fundamentales, desconocen.
Hay música en mis huesos –terrenales– y en los allá distantes del principio del horizonte. Mis
huesos, tantos y anteriores, una emoción poseen, esta cauta extrañeza, esta pregunta. Recorren el
jardín, sobre las casas en vuelo: su silencio de nube, de árbol, obró así en territorios de pesca
quien se aferró a una roca porque las marejadas del morir lo asediaban, fue semilla y pradera, y
alegre, ofreció corazón a los nidos migratorios, y llamó dioses: a su carne, a su tempestad
pensativa. Le oigo rezar cuando en tinieblas, trémulo, yo rezo: por lo que he sido y por eso que
seré, por el enfermo que la razón no soluciona todavía, por el dios que creeremos venir si
andados estos muchos siglos de búsqueda apremiante; él, quien tosía rogando a su mujer lo deje
solo, se ha puesto de pie y hace gravitar nuestro levísimo planeta ante el somnoliento regocijo de
su hijo. Rezo también por mis muertes posibles, por las muchas hambres del trigo expropiado a
costa de metales y combustibles inútiles. Estos eran mis huesos, ustedes, míos, que vendrán, mi
gesto reseco y mis pensamientos indescifrables, pero, tal como seré áspero y silencioso, y
perdonaré una mueca de repulsión, porque la muerte fue este muro de desgracia que intenté
saturar con poemas escritos grandemente en hojas de papel, yo los sabré sonoros, hábiles, y me
ataré a un hilo último de su ciencia abismada. Nuevos y pasajeros, mis huesos siempre abiertos a
la verdad, si ya en casa, entre los platos a mitad de ser acabados, entre los brazos a mitad de
amarse, entre los saltos del gato y la absorta inmovilidad de aquel: ha nacido y se dirige allá sin
que nada ni nadie pueda ayudarle o, pues ya inmortal e insomne, abrumado por su silencio
humano, por esa luz difícil que abraza solidaria al resto de la realidad.
circunstancia tercera: carcajada sinfónica
Esperanza, tallada por la multitud, su canto: océano en quien acontece. Esta noche, bajo su ala, estruendo, unos
niños cazadores, rayo vegetal, aullar o fruto que los astros traducen. Esta distribución de la luz sobre las cosas
vivas, –en todos los ojos– ¿había disfrazado un pétalo y reconoce nuestra proximidad? ¿Hay siempre
algún oculto, esperando: verdad, seas presente? Las semillas, ¿por amor desciendan suavemente hacia
el corazón fértil de los pájaros? Si multitudes detuvieron el silencio sobre una mesa, y sus manos, y la densa
unidad del mundo, sosteniéndolas con antiguo ademán, ¿esconden ellas esa magia perseguida bajo derecha,
o izquierda? ¿Serán la muerte, los abismos: soñada abundancia? ¿Establecen residencia para el
exhausto labrador de la materia, para el vencido comensal, hombre o mujer; o detenerse, fluir
desde su plena inmovilidad, siendo elegía fluvial todo lo que acontece? Si la segura paz al aprendiz
permite desplegar sus razones y una bandada ejerce repentina escapatoria, pues toda generosidad en boca humana
se torna implacable, llegar desde el recuerdo a tu recuerdo, gélido susurro demencial, emplazados entre esa boca e
infinito pentagrama ondulante, cantando: ¿quién vigila nuestra escultura en el tiempo? Ningún espejo los
contiene: la mirada, el rumbo abierto de su corazón, esa calle donde un hombre o una mujer están perdiéndose para
siempre… tal vez, un fragoroso amor los incendiaba. El plato de estos voraces luce colmado: ceniza, y
pan supremo del romance.
1

No son cielo estos trajes de madera fluvial que sólo el fuego reza, no es cada noche abierta para la
extensa solaridad de las aves, perseguidas por un signo de muerte: sólo a ellas otorgado presagiar;
no los tejados gravitantes sobre página interminable; y no es día cansado al que todos regresan
desde el futuro inmortal, a recobrar un mundo, una gota de sudor manifiesto. Nuestro cielo ve
como los niños las autopistas infinitas, y nuestro naufragio es este no saber, esta certera súplica,
milagro de los arrecifes, cielo, boca para devorar esta luz que nos cuece. Nuestra soberanía
migratoria toma poder sobre el signo dejado en cotidiano desamor por las risas ubérrimas; y su
forzoso continente, es horizonte sin murallas. Pero el cielo de nuestra desolación, nuestra
perpetua búsqueda, una áspera pureza, hiere. Para no arrancarla de la tierra donde nos hemos
encontrado, para vivir; no se piensan las uñas, mas, alguien las tiene, a su pesar… No se canta a las
aullantes estampidas: han detenido esa pura evolución de las higueras y convirtiéndolas en
sombra, dibujando la insomne lentitud del sol sobre la presa, las han hecho amargas; no lo
sabemos, sabemos sólo aquello que el cielo no es; hambre, resplandor inquietante en una mirada última,
ese, el cielo humilde que imploramos.
2

Esencial adjetivo colmado de conciencias, una mano en la perilla de la última puerta. Fluye la
férrea soberanía de los árboles: aplacados por su silencio propio, su perplejidad, y las fieras, y
celestial invisible, ha caído, héroe, bajo la prisa del calzado, en olvido inocente: el que vendrá,
también ellos, despiertos bajo el signo de un destello fugaz. Buscarnos, conocernos. Quemadura
del plazo inagotable, ese pastor hambriento; es persistencia y música: tierra a cuyo concierto otra
música teje enredaderas en nuestra habitación: hojas de rostros cambiantes. Porque ninguna voz
es tanto extensa como la sagrada individualidad de los rostros; es por eso, viajamos al silencio
solar, el de las manos ofrecidas en la calle abundante, a la conjetura armoniosa de una noche
atacada por nuestras lentísimas iluminaciones. Ciudad para las voces, todas encarnan solidario
artificio, ¿y su discordia? Vestidura esencial: el párpado sobre los ojos. Fuerte esperanza, ese traje
tejido con sumas cicatrices. Hay la carne, es de arena, hay el murmullo de todos los cuerpos, el
nocturno cardiaco, y armoniosa geometría de las piedras, que aún ahora enfrentamos, una contra
otra, la una, moldura humanitaria de la otra. Porque el esencial adjetivo está colmado de
conciencias.
3

Sobre el cráneo agradecido de quienes han visto, sol, un cielo de colores exactos; ese muro rojizo:
nuestra casa, huesos de miles de generaciones entre baldosa y baldosa, y tras el muro, si la
tormenta ha llegado, una metalidad, para pulir los clavos de la nostalgia: novia, empolla nuestros
ojos; y las acariciantes hojas de las malvas: por la sombra y su consciente dirección opuesta al
rayo, por la travesía esforzada del hermano cuyo nombre, misterio que a él no sobresalta,
pertenece a dominio de las primeras imprecaciones. Perfectas transparencias pero los mismos
cuerpos: porque vemos entre nuestros pies, calzados descalzos, pesarosas, unas cerámicas
resquebrajadas, aunque los labios dejarán en ellas humano resplandor, y fiera a quien
invocábamos contra las epidemias: pastar, y las malezas, otras y menores, asentir. Esta es nuestra
celebración, nuestros cuerpos han encontrado refugio: levantarnos, volar hacia el descubrimiento,
divino rostro a quien rendimos lealtad, ese instante robado: en la carne habitual de los platos se
tejía discordia, cuántas veces, finísimo lienzo cautivo entre nuestros dientes, y reíamos, porque cada segundo
fue péndulo forzoso, y nuestra eternidad, desnuda sobre la tierra, pozo, del que no supimos huir:
ha llamado a mis manos, ha despertado a mi sueño, ha bailado para mí, para mí atraviesa el túnel milenario de
las flautas, dice sus monumentos elementales: ningún horizonte logrará extenuar su mirada, lo visten tejidas las
canciones del ave inmaterial, rastro de vuelo persistente en el aire. Resonancia de la luz, agua de mi
conciencia, espejo al escribir sobre las tierras arduas, signo cómplice de una nueva vegetación, he
aprendido a conocer, decir cada palabra conquistada arañándola al viento, de esférico
hermetismo, el aroma de los rebaños y su sombra: día sobre la tierra, el que mis hijos oyen, y
disgregan en diminutos universos; ángulo y toro de mis edificaciones. Quiero creer: y suscito mi
nombre diciéndolo en nubes iluminadas por forestales electricidades, cuando mis manos
sobreviven grabadas, arcilla del humo, hoguera que él ha encendido, y permanece, giratoria,, es centro
perdurable de la noche –las puertas transparentes anuncian el más generoso de los fuegos, sabrás volver–, en su
lugar se afirman mis recuerdos. ¿Soy agua hostil? ¿Vio en mí el pasado por primera vez su rostro
sonriente?
4

Intensas desapariciones nos retratan, somos restituidos al paisaje; nos sacian lo táctil y la férrea
unidad de los tiempos, –nosotros, visitantes–. Un siglo, una pirámide, orquídeas abismadas: ¿cómo
aprendemos, resonancias, a ser seres humanos? Volver en estas páginas quemadas, y así los dos
cantar muy fuerte desde las dos orillas cuando el río acontece; escultura, tan leve, espiritual,
creíamos, posee viva voz, y la nombraban: nuestros nombres opuestos, contigo los escombros de mi
carne, conmigo tu proximidad, trazada en mi memoria, cuando caigo al relámpago de los vivientes lienzos, yo te
sueño en el mundo, yo te sueño: domas la luz de las arenas, y todo monumento lo asimila tu sangre, las calles
encendidas por la prisa, del que éramos, el que seremos: persuadido, veraz, feraz. Una mano girando en
derredor de otra mano: tiene al río del fuego, por centro, y por respuesta… al descubrir sobre
ellos su previo y alegre séquito, alumbrarlos, porque ellos van hacia el principio o huyen de él,
obteniéndolo; entre el alimento y esa gigantesca aparición: palabras; ellos ignoran conocerlas, o las
dicen en un secreto tan puro, un silencio tan poblado. Debieron detenerse para dejar pastar a los
corderos, sudar sobre la tierra, sangrar el agua necesaria, afirmar sombra, esos volúmenes
extendidos y errantes y ese campo áspero, ese mar que todo lo concluye. Cómo hubieran podido
no hallarse, gemir, criar al caminante, asistirlo en sus muchas caídas anteriores: así él tornaría en
cardumen su atributo indiviso, porque la vida es cuantiosa eternidad, fluía antes del aire nutritivo:
yo herí tu materia, quise, te supieras reunir y me buscaras, la noche de mi ausencia hiciera palpitar tu corazón,
reclamaras simetría, tu consuelo, ellos, entre estas casas enormes y cubiertas por el agua inmóvil, esos
cristales tras los que se esconden pues renuncian a su divinidad humilde de hoja en el arroyo, o
porque su propio dios se debe a plazo irrevocable, pero las palabras solares permanecen en
heroica renuencia dibujando cercanía de quien se sabe sentenciado; es lo que comparte, al
mostrar cómo la roca susurrante: disgregada, picos y alas por fin inmóviles, y cómo el acróbata
debió yacer: sus alegres parientes, esa música mendiga, gravitando con humildad, sólo anhela una
migaja, saludada por pasajeros entre las bancas de los espacios públicos: bandada cuyo astro
central sonríe, desde lo alto del caer, y el levantarse.
5

No conozco pasado con certeza tanta como lo por venir: pertenece a mis manos. Sé del
principio: violenta amplitud, huellas y agrupaciones enmarcadas en roca, eran los cielos, brillaban
más intensamente que cualquier obra humana; oigo por segunda vez incógnito rumor sumarse a
mi actitud de fiera, caza y recolección, y ciencia de humo, tierra hecha presente, esa sangre, ese
sol sobre los rostros de nuestros aprendices, el mar y su navegación, solidario atributo. De pie, al
final o al principio, nuestra nave, muchos hablan aquí, muchos al sueño niegan guarida en sus
pensamientos exhaustos: ellas, ellos, debieron irse, los siento estar, ¿suprema particularidad, estos
instantes juntos? ¿Eterna alabanza que las hambres saciadas nos provocan, alegres porque
venceremos? Proa total de los siglos, un manojo de cordura vegetal, y lo ayer, inscripción nuestra,
que dejaremos atrás, la casa, muchedumbre, los muros naturales quizá nos esperaban: a precio de
muerte, de matanza. Estoy en cada uno de sus actos, he adquirido su prisa, su profundidad,
dibujo a luz de la historia íntegra que me consume, susurro la nueva noche: el dios solar, devoró
nuestra primera tierra obligándonos a partir; diré, somos niños de nuevo, tras tantos numerosos
sistemas, hallaremos significado, aquella dirección que hemos tomado; grito, existe una sola
palabra y un solo número escondidos, los sabremos subyugar haciéndolos canción para lo que
siempre está a un paso de nacer; sonrío nuestra lujosa desnudez, la que en el cráneo libre de ya
masa cualquiera invocará mi nombre, mi nosotros.
6

¿Lograremos pasar, a través de este río, hacia la carne? Si, preocupados, viéramos, los más
profundos árboles, su leer desenreda: cabelleras y musgos, ayer en ellos se ablandaba el quejido;
amanecía, escombros o artes usurpadas, enemigos en vano, y este río atacado por el sol tan ebrio,
por sed de sedientos arenales, y raíces: pueblos; sostiene eternidad, una gota de luz aprisionada,
juego es, la noche en quien resiste es juego, el día al que despierta, acaba de nacer, ya recordado,
por amable desorden de los lechos, ellas, ellos, fervientes herederos: esta perplejidad hecha de
adioses, es río que nos lleva, formas de palpitante mineral, y sin nosotros, escribía, era la arena
larga de los huesos, éranse el uno al otro, extranjeros u hostiles ¿Somos el mar, y lo ignoraban?
¿Somos la prisa, y lo ignoraban? ¿Somos su capitulación, y lo ignoraban? ¿Vieron, algo viajaba
sobre ellos, desde ellos? Amados huesos de su sangre vertida por el tiempo, de los rojos
emblemas y la frente insolada. Silencio, silencio. Y el aroma del mar siempre distante en derredor,
astro, imagen, enmudecida concordancia: cuando calzan sus pies sobre las calles, uno tras otro, y
los arados surcan, y delirado insomnio del renuente, poesía carnal: una mejilla viaja desde la
oscuridad hacia otras patrias; el cuerpo simultáneo: vegetal, y los colmados, colmándose, voracidad
de su época, y el callar extenso de las horas, mañana, sobre el paisaje solar, los campos, las ciudades
pobladas por nuestro testimonio. ¿Quién abandonó esta forma útil, huyó de su cuadro doliente, el marco, la
ventana, aquello que en el aire preciso silba, entre las hojas o los edificios crepusculares? Miedo del sol, pues
enmudece: las mañanas necesitan ser pobladas, las tardes proclaman su acabarse, su noche,
reflejada en los charcos, cordilleras celestes, muchedumbre, una res, una enorme familia de
órganos aullantes, el oro esplendoroso de lo hallado o perdido… no, no lo sabemos.
7

Olvidando mi carga, mi planeta de escombros, contemplo ese día: una semilla ardió sobre el
asfalto inocente, descubrió su futuro de polvo; las almas estaban despertando, echando raíces,
esforzándose por agrietar al sólido ojo: ¿dónde residen los cielos de nuestra calamidad? ¿Cuáles serán
nuestras respuestas? Era el grito de las manos enamoradas, y juegos de violencia y candor sobre
calles de mundo, y curvatura de brasas: devora radiantes pensamientos atesorados a costa de
miles de noches y miles de pozos. ¿Quién gritará su lengua íntegra cuando el mar adquiera la silueta del
dios hasta ahora invisible? Un corazón había naufragado: el peso de todos sus nombres, rostros que
eran indicio de otros rostros anteriores, juntos contra la tempestad del tropiezo cotidiano.
Quiero oír su tragedia, quiero su boca de generaciones junto a mi sien, ¿cuál el significado del grave
incendio que nos roba sepultándonos entre las nubes tan prontas a llover, a ser arrastradas de patria en patria?
Comprendí, somos alto humo, y el ascenso difícil de las nervaduras vegetales hacia la suavidad
imposible del espacio. En nuestros rostros, espejos de mi sangre, se impacientan una por una las
arenas cuya alma es pentagrama y vacío y el vértigo suicida de una sombra cayendo hacia su
origen, cada vez más silenciosa, porque se ha hallado, porque se perderá.
8

Dice, palpita océanos, celebra inusual moneda, abre su corazón cruzado por los rayos de los
caminos, lanzas de edificios supremos. Hablan sus miles de manos, desnudez brotada del rigor
absoluto de unas artes inmemoriales: lo traen inmóvil a nosotros desde todos los tiempos. Ruega:
el refugio sea habitado o lo acostumbren nuestras pocas vegetaciones; cava en ojos de las
vendedoras de humeante tiniebla junto a la cual son víctima necesaria, corporalidad en pedazos
vuelta a su rumor natural; pero, ninguna inocencia jamás vuelve . Muslo colosal de la noche extendida
sobre su soledad de héroe hambriento. Dice el desconocido oración antigua, y al negarse a
cometer, y al negarse a huir porque las bocas arraigadas a su espalda, porque esa espesura de
frutos cálidos se contradice apenas el agua la toca, apenas el corazón aprieta su paso de sediento;
un pétalo deshabitado, un planeta ensayado al viento huraño de los imperios, arteria que el aire recorre de principio
a fin, sin que principio ni fin existan tras sus párpados de piedra, sobre la injusta miseria de quienes aún con vida
no serán fundidos en este mineral histórico, y pasarán, oleaje, greda dispersa, cuerpo expuesto a la fragancia de su
podredumbre impropia; dice, necesidad del musgo ante las aguas necesarias, ardiente sed de quemados y soles en
la profundidad de un cuerpo si apenas ha sido pensado por el deseo, nacimiento de espinas y juventud arrancada al
vértigo de las corrientes ciertas, hacia esta patria en escombros cuyos cuatro lados se sacuden escritos con nombres
vivos, cuyos cuatro lados son esos nombres que se retuercen porque alguien los lee; dice el desconocido, una
mejilla o mano oscurecida por las épocas y el trabajoso estar: en pie; amanezca, vuelo renunciado
a cambio de un retazo de calor junto a los hornos de la discordia. Espera el desconocido, una
confrontación lo juzgue, lo deponga; renuencia sabiamente ofrecida: para olvido, y consuelo, y
libertad.
9

Somos los brazos de esta ciudad, las piernas, y los ojos, y las peticiones, una prisa de pétalos
consumidos por la caricia del fuego en los paisajes, una juventud solar, tarde sobre las piedras, y
el rumor de sus edades, desde ellas: miramos cómo vienen, noches para un sueño imposible; tú,
alimentado por la sangre de la memoria, nosotros, el movimiento cíclico de un año a espaldas de
otro año, y su celebración. Las casas que vimos: cerradas, y que por jóvenes no extrañábamos,
llegarían, con una moneda de paciencia; entramos en ellas pero no encontramos sosiego. Algo
nos llama hacia el futuro, a nuestra carne derrotada. Una revelación innumerable. Cuando te
pienso, la camisa anuncia tu desnuda plenitud, el calzado revela su aroma de transmigraciones, y
todos ellos, todo tú, dejado, no huyes de las sucesivas fotografías que te nombran, permaneces,
giras con emoción astronómica, porque el cielo existe, aún contra tu voluntad, y proclama: eran
las tres de la tarde, llovía, y el sol y las palomas atrapadas, en vuelo, descubiertas, robaban nuestro
mundo, los invisibles desconocidos cuyo rostro no mereció atención, sólo tus ojos, esa clara
sonrisa de naciente, el río gravitaba lejano como si lo llamaran, más allá del recuadro imperfecto
dónde tu ademan, el hombro que abrazas: ha huido. Huyen los cuerpos, las nubes aplacan su
esperanza, y caen como hojas lentísimas, cierran l a mirada, y el rumor de las jaurías adquiere
humana caridad, son ellos, ese niño dormido en la sonrisa, esa mujer, de fieles salivas apacibles, el
hombre vuelto hacia la tierra, la familia escondida tras los escenarios fingidos de un parque
poblado por árboles y retratadas fugacidades que te invocan. Fuimos, para que así sobrevivieras, a
nosotros, a nuestros cuerpos, esa leve transparencia con que el recuerdo adorna el día de hoy, el
rápido significado de este día, idioma que jamás conociste.
10

Decimos que el presente ostenta apariencia de vegetaciones iluminadas. Imaginamos la forma


espiritual del presente como una falsificación, o recordamos presente como si el mundo
persistiera en nosotros, por nosotros, atento y necesitado de nuestro concurso. Y huimos. De las
vegetaciones abiertas hacia la luz inalcanzable, de la verdad cuya única certeza es ese misterio que
nos impugna: de la memoria, porque nuestros pies han conquistado fractura y resplandecen a
falta de ninguna otra constitución material. Pero si las calles decidieran, quizás lo hacen a diario,
noticia que de ellas obtenemos, y tan difícil de admitir que hemos inventado la fábula de las
superficies sobre las cuales existen residencia o destino; si las calles decidieran imponérsenos con
su totalitaria soberanía, o alguien superior a nosotros disculpara su descuido ante nuestros
cadáveres aplastados, vencidos, sumidos en perplejidad, serían otras las palabras: el río en quien
nacemos, al que hemos alimentado desde cuando decidimos nacer, está arañando con su aullido
nuestros más admirables razonamientos, la luz ya no puede ser dicha en ningún idioma y las cifras
que nos sostuvieron valientes ante la amenaza del hermano calzado con garras y pureza, y verdad
de carnicero, caen como telarañas trascendentales, y reiríamos al pensarnos actuales aunque la
sangre que el pálpito impulsa siempre haya estado a punto de llegar, y porque somos su finalidad,
su paradero, ya no podríamos albergar temor alguno, o esperanza: retrasarnos en la fila del
hambre, acomodar nuestro cuerpo a la voluntariosa honestidad de los tiempos que nos roen, uno
por cada uno de nosotros, uno mayor por la totalidad del número que a todos suma, y así
sabríamos temer, tocar el fuego, caminar sobre el lomo de las mareas, o detenernos, con una
nueva y perfecta sabiduría en ruinas: estamos satisfechos, no construiremos necesidad para
agobiar a nuestros ingenuo descendientes; y si ellos aprendieran el deleite de la permanencia ante
ese mar de destellos que sobre nuestras cabezas, bajo la belleza de la muerte que crece en la tierra
imaginándonos, nuestras suaves siluetas de borrasca, nuevos, para la novedad humilde, descubrir
que las palabras nos han llevado hacia un cauce circular en medio de la sequía, si ellos decidieran
unirse como un puente de quemaduras, de cenizas prontas, enseñarles aquello, necesario, fue
injusta prisa, no habrá ningún reproche para quien detenga su impaciencia y mire hacia atrás. O,
pues entendemos que ellos harán como nosotros, despertaron, era la inmensa noche, el fuego
estaba a punto de extinguirse, teníamos sed, quisimos un hogar, porque recordábamos el nuestro,
verdadero, mortal, la sabia dispersión de los cuerpos, esa morada inaceptable, la que ocultaba
lecho tallado a nuestro modo corporal y donde la verdad esperaba, dicha desde antes, suficiente,
caudal, era la lágrima, la fiera detenida en su reflejo, un río que las nubes cruzaban, corderos,
cánticos amamantados por la arena de la perpetuidad.
11

Esa mujer que arroja las aguas de una lluvia extrañamente detenida sobre su casa, sobre su cama
anciana, sobre la fidelidad de sus perros, y sobre la peligrosa electricidad que ilumina anuncios de
muerte en el espejo: está buscando las palabras de la única divinidad que conoce, y ha cerrado la
puerta para que un día más pueda amanecer, sacuda sus pelajes, inunde, fluya. El hombre que se
oculta de las sirenas y enciende un humo irreprochable, que amenaza cuando por casualidad
alguien intenta sorprenderlo, sostener a salvo la unidad de sus cuatro ramas dispersas en la noche
del aprendizaje, y huye, rápido como la felicidad que enferma su sueño haciéndolo herrumbre
humana, escoria de los hornos, migaja, ceniza, perro atado al hueso de una ferocidad desesperada,
ha vuelto a sonreír aún cuando conoce: la muerte está cruzando sus uñas sobre él, insecto de las
cabelleras sonrientes. La vida, que emerge desde los automóviles con su grito, su felicidad hecha
de adquisiciones transparentes, intocables, la que se inclina hacia una ventanilla o te retiene del
brazo porque posee el placer que todos buscan y no el hijo, la hija, los once largos años, madera
arrancada al cielo total de la inocencia; ella, la vida, su petición de aplazamientos y su camisa
tenue, sus insomnios curados con sangre industrial. La casa, mi casa, ésa que tú sabrías residir,
rendida ante la lluvia del año entablado, el árbol delirante, el rayo curvo de los asesinos, la certera
amistad, los siglos y su derrumbamiento encanecedor, el parto y la sabia pregunta de los padres
del parto, la cama donde todas las noches un hombre es ideado contra su voluntad, arrancado
desde la pantorrilla de algún dios, con sus tropiezos, sus fuegos y sus cuencas, y odio, y grito, y
cuerpo en quien descansa porque toda su edad está siendo contada, apostada. El hombre que
persigue estas palabras, sabiendo lo que son, furiosa enfermedad hecha de todos los actos, de
todos los nombres, de todas las arenas, del polvo que arañará sus ojos cuando se atreva a gritar. Y
las bestias continuas, enfrentadas, bellísimas, y las planicies, y la boca en quien caben, a diario. Yo
creí ser ese árbol que a todos ellos amparaba: ahora de pie, pero vencido, por este sonreír a
cuestas, por la luz que se aleja en la tiniebla de la luz ya tanto perseguida, mendigo de sus pieles
interiores, sus hallazgos, sus páginas pensadas para otro, quien cadáver y ajeno porque el número
constante de los astros ha caído sobre él despojándolo de memoria y pálpito, y soy lo que queda:
no es el amor, no es la tragedia, esa flor que conmueve mis ansiosas manos, porque cierran mis
ojos, porque abren mi corazón, y trenzan los grilletes y atan mis huesos y me impiden morir, y
engañan: verás; entonces descubro cobardía, soñarme vivo, un viento leve y enredado con los
hilos de alguna lejana alegría que me será alimento o excusa. Pienso a los silenciosos y naturales
absolutos, tan plenos de espíritu que sus palabras se tornan inaudibles, y quiero, cuando el mundo
ocurra sabiamente, y después de esperar, y después de haber visto, y consumido esos frutos, y
saber con la más álgida certeza, y miento mi deber porque temo: cuántos en mí, cuántos espejos
incesantes, iluminados por un futuro que los toma como a leños que fueron travesía del vuelo,
estación de la cría, guarida del dichoso mendigo que canta cada sol, cada mañana, cada prisa, sus
glándulas necesitadas, y pide: regálame tu pacífica hazaña, tu alimento, y los números que lo
describen radiante hasta sobrar, hasta ser compartido, haz de esta tarde cuando busco una forma
de salir, de entrar en la ventana del enigma celeste, o en la gota del agua del desierto en quien
serán guardados por las sales mis tatuajes de fuego humanizado; quiero el sueño, quiero el sueño,
y en mi sueño el sol perfecto de tu día, el aire justo, mi descanso, mi olvido.
12

Esta noche, estas palabras, estas rocas, vacantes y vencidas, mi alameda sangrienta, la bulliciosa
migración de los buitres del sueño: tú y yo, mendigos, nuestra carne desafiada; cómo evadir el
gesto, los labios son urgentes pasadizos, yo, quien corre y desbarata una marea de cálices
volcados en lo intacto del crimen. No, no estoy ciego, mi país es un gélido puñado de sonrisas,
estoy lejos de él, lejos de la mirada, y de la sombra. Quiero las autopistas del fracaso, abran sus
entrañas sobre las suaves rocas de mis dioses, el humo de los trajes cuando llegó sobre sus fibras
espaciales: la verdad; para esta noche con sus luces humanas, para el fuego que mira desde todos
los ojos y es un lago a su vez, una ventana. Quiero las manos que me cercan y arrojan en toda
dirección, saber cuál mi batalla, hombre de barro ante las lianas obsequiantes, mi jauría:
constructor, palabra si me arrastro, desgracia si levanto los hombros, y reír, pues aun es posible,
porque la noche no sabe mi regreso. La risa se derrama y este cielo de párpados y asfixiantes
dulzuras, pues no soy el brazo del suicida, la carne cuestionada de las vírgenes, en las regiones
líquidas de un alimento colosal y cotidiano, en la impaciencia que se yergue sobre sus herraduras,
siente este miedo mío, de dios. Yo, su reflejo, su hondura, ya no requiero conocer, lo que mis ojos
miren: será el mar del que regresaré cansado, o esa piedra despierta, la abyecta identidad, noche
deshabitada, las casas de cortinas expuestas a lo mucho del viento, el sol: la espalda, inexplicable
mansedumbre de fieras porque el trigo es sensato, pero arranca los brazos de sus padres
humanos, la caridad, estas palabras, rocas, o rostros, el escombro, la prisa cincelada bajo un sol
que fue pájaro distante. Sé que alguien oyó y supo contestar al silbido del rayo entre las hojas
muertas. Las ciudades se erizan en la historia del barro, no es el miedo, es el morir quien ha
tocado a la puerta, quien ha ahorcado el aullido del árbol; no pueden detenerse, abren sus
cuerpos, sus rostros: giratorios y múltiples y pendientes de un único cuello que vigila o arroja sus
espumas, mar radiante, su racimo de crías, su avidez: desposarlas, decirles la verdad, todos los
cuerpos, todos los escenarios: caben juntos y rodean mi cuerpo que se inclina sobre uno de mis
hombros, y no tiene verdad la arquitectura del canto en mis entrañas, mentía la verdad para
aferrarse al leño, verdad el fuego que lo roe, verdad el símbolo desnudo, no uno sino miles de
gigantes dispuestos a arrasar, a acallar el rumor de las orquestas aladas, la férvida celebración de
una primavera de láminas cortantes. Así se lee el nombre de mi patria, con un fuego viviente, con
su duda, su dar de cabezazos a la mesa, a los tácitos axiomas de algún abecedario, doméstico,
proscrito, a lo resuelto, a lo atado e impuro, así una caravana de oxidados y el destino solar que
los contuvo, los indujo a soñar, así los huesos disputados; esta prisa ha sido su prisa, esta canción
ha sido su canción, esta mejilla, su cráneo, ese planeta ensangrentado, sonriente, en ellos, con mis
ágiles instintos, con todos nuestros hijos, patas y uñas y pelajes sobre los altos rostros que el
pasado exhibía, no una rendición, no un lecho sabio. Han olvidado los cuchillos y saludan, y los
nuevos residentes aprenderán a morderse los dedos, a devorar el vuelo, tenues, infinitos por el
ruego del agua concentrada en círculo: de níquel resurrecto, el que no atacará a la piedra ni al
desnudo, el que ha hallado residencia entre las manos, y convoca sus propios sueños de ave salaz,
aquí, y más allá de mi silla, esta irradiación abierta cual la ciudad de los rendidos; si en las paredes
se dibujan rostros, desde su nacimiento hasta el sabor de las raíces, yendo, conmigo, con ellos,
con los ojos del nacido a esa noche de celebraciones, ave, y galaxia primordial.
13

Suéñame, le pido de rodillas a quien hace unos segundos vio su rostro sobre el agua de la
embriaguez urgente: necesito cada uno de los fragmentos de esa totalidad que aun creo ser. Veo
los años, las ropas que me visten, y a aquél que las sostiene sobre su cuerpo, viviente, y el sol de
su mañana, y su prisa, la que me trajo hasta aquí. Hay un sólo momento que no me proporciona
certeza, es cierto que el papel representado se debe a férrea continuidad, es cierto que la fatalidad
se dobla como una esquina transparente, es cierto, me uno a todos esos cuerpos que he sido, y el
movimiento que lo facilita carece de grietas, incluso para la más apresurada inteligencia, pero las
sombras aparentes me han advertido, es la luz algo que va desde nosotros hacia la genealogía del
tiempo, y son, quizás, nuestras conciencias algo que requiere ser colmado de mundo; ese
cascarón, entonces, esa constante carencia que falsifica su realidad para actuar con sosiego, para
beber el líquido, para inundar con él sus praderas sensoriales, esa orfandad que se sabe sobre la
tierra apenas sujeta por un hilo, por una deducción inadmisible, le ha suplicado, a la vida, a la
muerte, sean, con la frágil fugacidad que imponen, con la alegría quebrantable del estar, del recibir
el alimento sanguíneo para conquistar un brillo cada vez más sumergido en los abismos
infinitesimales que separan la mirada de la carne: la carne siempre adelantada a un paso, la mirada,
por su confuso signo de interpretaciones, una lectura controversial. Suéñame, tú, lo que existe,
con tu inconsciente plenitud, el rostro, el cielo sobre el rostro, la esquina del edificio, la
ondulación de la sed, el viento que era pentagrama infinito, y en el que todas esas voces a mi al
rededor fueron admitidas para justificar su rango anónimo, sometidas al azar: pude haber
guardado silencio, también ese silencio habría solicitado resolverse en el vacío, como una
probabilidad por cuya intermediación el poderío totémico de las pirámides congrega
armoniosamente cada uno de los cabellos del miedo, y trenzándolos, presagia la belleza letal de
esa nada inalcanzable de que están hechas las cosas humanas, cuando viajan sobre sus pies,
cuando esos pies se internan en los fundamentos de la continuidad, cuando la luz que de ellos
parte inscribe su requisito algebraico sobre las superficies: para atraer al sol y desencadenarlo en
lo que espera ser acontecido, la memoria, como en una móvil agricultura de escenarios; semilla,
una de todas.
Ninguno es capaz de interpretar la violenta sonoridad del bronce: corren –tierra y herrumbre que les
soy– entre mis maxilares, y se instalan junto a las nubes y descienden desde mi paladar hacia la
ingenua palabra que los nombra al filo de su desaparición. Intentan asumir jerarquía humanitaria,
pero, como si una repentina imprecación decidiera el nacimiento de sus pelajes, la habilidad de
sus cuatro extremidades idénticas, súbitamente se inclinan aterrorizados, y ninguno se hace
entonces ya capaz de existir. Mi mandato despierta a los más desconocidos obedientes, no
deseaba que ellos se impusieran sobre esa multitud, arrancándola, cuerpo por cuerpo, y la
arrojaran al hambre; en nidos que no sé recordar hasta que los inventa su memoria, sobreviven
extrañas versiones mías: abren sus picos y con ellos devoran un cielo oscurecido por el número
ausente de esa multitud arrasada, presa rendida y sangrante; ellos conocen el rezo que yo ignoro,
ellos la desesperación que mi paciencia ahuyenta, estoy de pie sobre sus sombras y aun así no
puedo dejar de marcharme: avanzo hacia lo más profundo de la historia, estas múltiples formas
vivientes sobre las cuales mis pies pisan con absoluta indiferencia, esta música hecha de todas las
interrogantes, cuerpos devorados que persisten y se alimentan de lo que nunca ha sido mi silencio
como si todas las épocas se hubieran reunido a su favor, como si algo las liberara mucho antes
que yo hubiera atinado a nacer… el tiempo se mira idéntico en el espejo viviente de sus caracolas,
el tiempo desaparece entre las sombras humildes de la conjunción que une al muro y a la tierra
indudable sobre la cual sé que estoy cada vez más vivo: era, habré sido una cabellera profética o el
resplandor del canto de tales mendigos cuando saben contra su voluntad que todos sus huesos
están hechos de oro viviente, incomerciable, animal, y abrumado por los andares gigantescos de
una música que los sueña y conmina a inclinarse, a ejercitar la maestría de sus cuatro
extremidades idénticas en el tiempo blanco de esta cacería ritual.
cuarta circunstancia: pájaros de fuego
Tú, fértil: ola última del anochecer. Nuestro y soñado, justo y silencioso, ¿solo tu acorde oscurecido por la
ovación? Natural es tu fuego, y el fuego que lo inicia. Algo comienza en ti, algo en tu carne anticipa final.
Principio de todo sentido, y carencia, toda, ahíta, profunda sangre, que ningún líquido profiere, ningún
entendimiento, silenciosa, así el individuo vegetal entre las rocas de una memoria sedienta, lo que esa memoria
agradeció conociendo, disponiéndose para la muerte cotidiana y el instante que no terminará de ser construido. ¿Ya
no te hará cimbrar el vasto número de las multitudes estremecidas? Dales tu huella, dales tu certidumbre: las
ves avanzar, mareas de sudor y cadáver en tu calzado ausente, sobre la lengua de un sendero
extenuado; tú, tiempo de agua, unidad humana de la prisa del viento que no duerme, los
incontables rostros, ellos te buscan sumergiendo su predestinación: ese decir que inscribe al
universo en tu silueta. Generoso, abrumador, estás abriéndote para nuestra voracidad; lo somos, lo decimos, lo
deseamos. A diario, despliegas tu rara soledad: de héroe. Tú, quien devora nuestra equivocación, y sueña, y
duerme, con ojos muy abiertos: los mares se levantan en nuestra memoria, arenas teológicas conquistan
las puertas de nuestro refugio. Ante el fuego prestigioso que supimos invocar, nuestro intérprete,
sonreía la risa, atacada, temida por los dioses, ellos, extraños invisibles, todos sus ojos vueltos
sobre la sed cansada; eran razones en lo ajeno del cielo, en el callado hueco de un cráneo
satisfecho –¿solo tu acorde?– esos soles simultáneos: los de nuestros sentidos.
1

Tras cada palabra, oculto, el material misterio de los hombres. Desde temprano el núcleo
emplumado del amanecer, salón de excelencias: para él señalan vértigo, un paraíso de
extenuación, sobre sus hombros, no obtienen hasta ahora recompensa. Es el color de la música,
le enceguece, número absoluto de todos los pasos, y esas voces, se adelantan dibujando leyenda,
nube otra, cauce de la restitución fluvial del porvenir siempre dispuesto a hacerse a los abismos;
piel, no bastas en sus huesos para mostrar eso todo, reflejarlo, esa manada inmensa: devora el
mundo, renovando, o perdiéndolo, simetría voraz del equívoco junto a su hermano
resplandeciente. Silencio del glóbulo espacial, del agua sabiamente repartida: escombros, los que
lleva a su boca, necesita nacer, y cuerpo otro, desde época distante –cima, o sima– a una
eternidad grita su nombre, cuántos de él, miles de torsos curvados, miles de manos contagiadas
por el atributo envejecedor de las raíces, no se devolverán al aire que las nutre, no adornarán las
sumas y cortantes cicatrices de su hambre, ha conocido presa: el hambre mismo, y no hay
instante, por enorme, si lo es, por poderoso el vórtice de su infinitesimalidad, que pueda cobijarlo
o le seduzca, junto a él, idénticos, hay fuegos de una dispersión vertiginosa, el agua sabe, al viajar
desde el mundo hacia unos lienzos tejidos con trazo febril; su tiempo, al dividirse en presurosos
engranajes, la caridad del viento en los acantilados de apariencia humana, arco natural de la
memoria: multitud, no pueden detenerse, brotan, frutos caudales, de sus manos abiertas, para esa
recompensa irrenunciable.
2

Número involuntario, el cielo, se propaga en mis ojos, la enorme muerte: obligada a callar,
porque distingo al dios humano del metal, están en la conciencia insomne del agricultor todos sus
hijos, se han sumergido en mi memoria, rescatándome, ignoro haber logrado la habitual
podredumbre del naufragio, res o campana cuyo oro es símbolo secreto, los árboles ya fueron
una vez todas las calles, generosa paciencia los supo amamantar: era lo mucho del viento,
insolaba sus noches con una prisa justa; sueño de las vegetaciones abierto de par en par a cuya
calma han regresado, y es mi sueño, yo lo hallé para siempre, soy casa e isla, y aluvión que llega
cantando desde el futuro, en este dialogo se despiertan las manos, una a otra, si debieron
apagarse, y los labios, unos a otros; no ocurre posea yo toda verdad y haga a costa de su dulce
apariencia diario fruto, es una hoja en la rama más lenta, amada por el universo, no dejará él de
colgarme de espaldas a la noche cuando fui tan feliz, yo me supe entregado a grutas donde todo
esperaba, y podía ser dicho; de cabeza sobre el día ardoroso: me devora para nutrir a otros hijos,
mis iguales, perfectos en su imperfección; mi duda es ir desde el olvido, ese animal
imprescindible, y mi certeza, aunque ya otro, en otra fervorosa exactitud; el agua fluye muy
cansada, abandona mi rostro, cae, la arena se reúne para hablar su calor diferente: lo que se queda
nada puede decir de lo que está marchándose; lo oculto, indudable, sus metáforas talladas en el
hueso blanco o en el negro espejismo de joya de las nubes, las que el mundo despierta cuando el
sueño no se hace suficiente, dicen: verdad, idéntica a miles de frutos que se aprestan a vivir, a caer y andar
sobre la prisa antigua de sus padres infinitos, permanece de ellos, materia poblada, un trozo de arcilla
concentrado en su signo desde entonces intrínseco, queda la piedra extrañamente atenta; y
entonces veo esta multitud oceánica, esta cifra, constelación de espejos pronunciada por las
ondas, esta playa consciente.
3

Para decir y saber: seres flotantes, volúmenes de tiempo, su transcurrir, rumor de martillazos;
alimentos descienden a paraísos de hartazgo: nuestros ojos mirarán al cielo en busca de sabiduría,
y el aprendiz caerá para ya no caer jamás cuando esté solo, y el sabio, aún ignora serlo, hallará
bajo sus pies, radiantes, los eventos de la creación material, luz de lo pasado: cielo interior, obra
multiplicada entre sus más sutiles trizas, reunida ante una pausa irreal; todo huye del cosmos
concéntrico, de su vorágine que es cosmos volcado, racimo de verdad sobre una superficie
reflexiva y convexa: allí residen nuestros los trabajos, las manos constructoras de mundo y,
sonriente fidelidad: esta penumbra visitada. Para no sucumbir mientras ascendemos por
escalinatas hacia la universal vorágine, para no tropezar cuando sonreímos sobre su cuerda al
entender cómo nos incinera el sol, y para no caer de nosotros ni del cielo que ella atraviesa,
divino abismo: una sola escritura, y aprender a ser uno entre sonora muchedumbre que la habita,
y no dispersos por la velocidad, para ser esos cráneos desnudos, esas pieles, ya otras y perfectas
de las bestias, pacientes en su perpetuidad colmada por toda la razón que nos falta; para postergar
el anuncio tantas veces como podamos usar sus vívidas diademas, sus lenguajes celestes y la
música exacta, dibujó, furiosa alegría: nuestra ceniza en el hueco de las constelaciones; para la deslumbrada
inmolación que nos protege: de nosotros, idénticos, para saberla merecer, ensangrentados, justos,
y sea el concebido, llegue a nuestro funeral, porque aprendió a reír desenterrando su
conocimiento del hueso mismo de la edad que nos conmueve, y tomar valor y extender nuestras
alas en el océano oscuro; para recordar y comprender: olvido, vienes a posarte en nuestros platos, para
volver a servírnoslo, para ofrecer al rudo pasatiempo del corazón herido por ternura la sombra
vertical de los muros, para rectificar el miedo: los erige en nuestra contra, y palpitar y sentir,
porque algo guardaremos de la soledad que en ese momento concluye para siempre.
4

Dibujamos lo recordado: exista; sea árbol sucesivo: alguna hoja sabrá pronunciar nuestro nombre.
Agrestes, silenciosos, partimos, a liberar este sueño entrecortado, este día de esfuerzos, y cantar: brote la noche,
sabia vegetación. ¿Ocultarnos del ejercicio del dios cuando su hambre araña la tierra? Alguien conozca:
nuestro extravío no orbitaba constelaciones de yugulación en vano, teníamos paciencia e inventábamos un idioma
nuevo por cada palabra arrancada a golpes de los labios impronunciables de nuestros héroes; son, y nos sienten y
obligan a cruzar amistad, compartir el calor que hurtáramos a los amplios milenios caminados, y encendemos
fogatas y palabras nuevas, así hará falta siempre un nuevo testimonio de los actos de siempre. Noche, esto
pronuncia mi grave corazón, con lamento de fiera ante sus perseguidores, sus ciegos hermanos
salidos de sus tumbas, vueltos a su piedad de hierro y al reclamo sin consuelo de sus hijos,
multiplicados por el espejismo sediento de la soledad, esa dama de arena, que los acaricia, y los
derrumba, y los dispersa.
5

Extraña, sólo te sé esperar, tú, jaspe, extiende tus palabras: límites de una estación todavía lejana;
lomo del animal, emerge a las aguas divididas de nuestra respiración; mirada del mar, uno sólo,
tus pensamientos lucen magnitud del siglo más arduo, y música, y oleaje, eres idioma, remoto, el
que dibuja cielos en la bóveda de mi sueño, mi abrupto paladar; sonrisa, espuma, tocas los pies de
mi casa, siembras tus árboles de sal, tus redes pobladas por infinitos edificadores; vértigo de las
estatuas, que la niebla describe, sobrevivo a tus abismos para descender hacia un pentagrama
henchido de revelaciones, tú lo eres. Extraño, sólo te sé esperar, en el humo floreces, roja y cálida
forma del fuego, eres noche, tu oscura página, resplandeciente, tus músicas de insomnio y
embriaguez, tu patria justa, verbo engendrado por el verbo viviente del amor silencioso, en ti la
oscuridad extravía sus pasos, y pronuncia su profunda oración de tinieblas, en ti se anudan los
enigmas, me obsequias tu cifra exuberante, túnica de las galaxias, giran veloces en torno a lumbre
que he encendido para inventarte: esta página hecha de corazón y planicie, me sabe infinito
rumor, el de la arena leve; espejo, tu amplia sangre, esa danza incendiaria y simétrica de las hojas,
cadenciosa perfección de tu luz, atraen, tus huellas anteriores, tu silueta iluminada por su
divinidad intrínseca.
6

Buscando multitud en la carga sonriente de una nube hacinada, áspera caricia de constructores,
playa, alambrada por la asfixia, el cielo de una huella que aun habita la marea, día, tiniebla de
radiante embriaguez, una voz da a beber su memorioso incendio, lleva a pórticos
impronunciables –el presente es rebaño disperso, nada lo conmina a permanecer junto a los platos en abandono,
junto a la cama de confidencia pasajera, ese cadáver anónimo: dos cuerpos felizmente exhaustos, fruto pacífico,
huye– cada mañana arrastran su calzado, sus naves, cuántos ingenios gravitantes, tras fruto
espiritual. Alegoría migratoria del espejo y la nube, y las ventanas dormidas, acaso la sonrisa:
hueso sabio de un cuerpo equivocado, tapa de un cráneo que nadie se atreve a volar, y por ser
rostro y zarpa portentosa, y esculpiéndolos, han hallado su belleza mejor, y es ¡tanto! difícil
permanecer a su vista, algo los reclama hacia nuevos abismos, lo dulce y lo ácido, y el fuego los
enredan en muchas direcciones, muchos contornos, cotidiano recuadro: otro será su cielo, otra su
serenidad, otra y esquiva el agua calma que predican sus perros; para ellos, nube, el amoroso
incendio de los vientos, las muchas, vitales alimañas sorprendidas al levantar una piedra
campesina, ese callado enigma del acto.
7

Actor de las violencias: espaciales, cromáticas, de flor antigua e iluminada entre tus labios, de sus
álgidos pétalos tejidos con galaxias y pájaros sociales, cómo tus dedos de humo, ropaje de
exterminios cuyo sol es tu fuego cotidiano, cómo en mis manos, esa textura inmaterial, tu sangre
sobrevive solidaria y me contiene; cuáles los puentes arteriales, en el corazón de los vientos
sacuden su minuto: el niño radiante que serás y al que heredamos, nuestras pocas palabras,
nuestros signos rodeados por la noche, el mundo: que ya no conocemos, ofreciéndolo para tus
ojos nuevos, conciliados, sombra otra, futuro inagotable, en su rápido concierto tu murmullo no
cesa de brotar, y forjado arduamente en la memoria insomne del que teme: muerte o la necesidad,
traen silencio a nuestras casas, y floreces, boca agobiada por el significado de todos los nombres.
Cómo se es dos solos universos, cómo una piel contiene al verbo que la nutre, cómo el pasado
estalla en embriaguez de los videntes al devorar la tierra con sus manos: dormidas por el rezo, y la
potencia forestal del pétalo en las inteligencias de la disolución, tu semilla, está en calma, soñará
despertar. Tuya es mi voz y te describe, llegas sobre mis huesos, te aproximan los símbolos, agreste
la emoción de mi memoria: no existía el camino, los surcos de los que surges nuevo, e interrogas,
no existían siquiera estas palabras, muchos las soñaron conmigo, soñándote, leyeras, su plenitud
de harapos, su certeza impaciente, el viento, él te impulsa: lo hemos descifrado, multitud
sonriente ante un hallazgo cómplice, a tus dedos opone vigilancia insomne de los astros, trazados,
son surcos digitales, y la móvil vorágine de tu casa en el mundo, aquella forma extensa, y
refulgente, habitada, esas corrientes que tus hijos conocen como hemos conocido en la tierra,
fundando el juego, tu prisa, mi vejez en rauda lejanía de crepúsculos; y creo, son a veces tus labios
estas procaces nubes, transparentes de pronto, era la noche: las rápidas constelaciones cuya
dificultad traía hacia mi mano tu paciencia de fruto, y este fragor de cieno conmovido a tu
escultura, aún pendiente, sospechada; eran las pieles cristalinas del perfume o los cánticos.
8

Salir a luz solar, de geranios, silenciosa contemplación, al poderoso pensamiento de las piedras:
un cuerpo humano gira en el vértigo para alejarse de los márgenes que lo conminan, poesía de su
carne y su sueño, sus turbulentos plumajes de cazador rodeado por la noche, señala ojos en una
oscuridad saturada de significado. Quién durante noche o día no ha tentado todos los muros:
puertas exactas que un rumor resguarda porque todas las cosas poseen algo propio, algo por
mucho individual, porque la ciudad vibra bajo nuestra mirada, y se detiene, y mira sonriente las
averías de nuestros ropajes cegados por el plomo del sol, pobre navegación en un mar de
abandonos; esa travesía de los vientos vivos… ¿Es el mañana? ¿El mañana? Una blanca tiniebla o
ala de los ángeles de greda, se han acercado hacia esta intensa amplitud, han alejado al niño del
hombre, y aquella serena devoción de la molicie: arrastra el pensamiento a través de calle pronto
inexistente; también las piedras, inmortales, practican una humanísima postura, han conocido
vejez, separadas de su alegría primera, acariciadas, sombras en vuelo infinito, o ignoradas por la
memoria: no comparten sus heridas salvajes el cazador y aquella forma que mira, ya cincelada por su
desaparición, la claridad nocturna de los planetas oceánicos.
9

Quise decirte, piel sobre mis huesos, no era tarde, el día persistía en los resquicios de la puerta
cerrada, la noche: la engullían las galaxias. Cómo negarme a girar, a encenderse mi boca, astro
naciente en la humildad sumada del escombro, y desde cuál discordia congregado su número para
lograrme, sombra, que en mi puerta, en mis ropas, despierta entre los cuerpos del cansancio, tú
esperas yo regrese, superando el galope de la tempestad. Tú el ave que se esfuerza remontando
los cielos abruptos, la sangre de tu lienzo, retratada, esa mano, esa omisión: un beso, aquella
historia, lo despierto, aunque el amanecer se hubiera levantado en secreto, y descalzo dejara
nuestra casa, entonces, encontrándonos pues sediento su paso le ha llevado hasta el agua, a su
reflejo, a la profunda certeza de su duda. Hay arroyo al que vamos, y en las fosforescencias de la
noche… noche, cuando abres tus manos y tus manos son rápidas calles de viento, una esquirla de
nuestro día humano brilla ante el ladrar que se repliega en temeroso cálculo contra la pared,
contra cualquiera; cuando veloces hojalatas cargadas de risa desaparecen dejando su rastro: otra
noche , oscuridad más densa, más despierta; cuando callas dormida sobre la suciedad de tu
corazón mientras el sol es podredumbre a altísima temperatura afiebrando el significado de la sed;
noche, noche, yo te poseo tanto, habitas la altura de mis ojos, y sólo tu cansancio vuelve: como
las más usada vestidura, y me revuelco en esperanza pues conozco el deber, el haber; desde el
principio: concluyó mi casa, lo demás hería sin soberbia, el primer paso fue paso equivocado,
pero te supe, vi tu lienzo, inicié tus escombros, esa madre, lejana entre las lluvias, ese padre
enredado y junto a ella deja las luces abiertas para que yo no tropiece, otras gentes iguales a mi
boca de sus bocas arrancan alegres dentelladas, me las dan, tan hambriento que creen ser
menores al signo de mi preocupación, aunque en mi diálogo, por cientos, por millares, cuando
recito el hábito de tu silencio, no importa a quién devores, quién: tras ser hundido encalla
conociéndote, ellos, quienes tanto soportan sobre su sueño forzoso esta batalla, vencen.
10

¿Existe realidad en la noche? ¿Ellos mintieron? ¿Porque no tenían ojos como los nuestros:
abiertos, hambrientos, enemigos de la res y del ángel? ¿Porque no supieron creer lo que nosotros:
a diario un ave arrancada al sueño busca a los fugitivos, y nosotros hacemos girar la perilla de la
electricidad o apretamos los labios? ¿Mintieron, existe realidad en la noche? Realidad de la noche,
¿irreal? ¿Esa nación en quien encarnan los muros cuando el violento decide sollozar? Realidad de
la noche, ¿ventanas, oquedades? ¿Ofenden a la naturaleza, se iluminan y ninguno ante ellas podría
jurar no haberse detenido para que alguno otro le acaricie el pelaje húmedo? Mintieron, esta
noche o aquella que los degolló están saturadas de cuerpos, lenguas y vestidos inimputables. Les
hemos creído la mitad de la vida o hemos creído encontrar palabras en sus bocas; mas, no: cierto
es el animal que los reside. Ha llegado hasta nosotros, y suplica, pero nosotros cortaremos su
cabeza y sonriendo anunciaremos la nueva realidad de la noche.
11

Porque desaparecen, porque lucen oralidad, o devoradas aprisa por una generación hecha para el
olvido, o apagadas por nuestra diaria memoria, ¿están las piedras, ejercitan verdad superior a la
carne: saberse descender de los cielos, nube que avanza con dulzura de relámpago para complejas
revelaciones fundamentales; lecho, azotea? ¿Guarece a los alados, o esos cósmicos parques de
respiración vegetal? Así, en el poema, toda mirada existe, repentina, espejo en casa adormecida
por una ausencia habitual, en todo escenario. ¿Quizás son ellas nuestra más antigua
consanguineidad, vigilantes, pues nuestras palabras les otorgan universo, reunidos bajo esta lluvia
que nos alimenta? ¿Es en sus rostros de hondura terrestre donde la lágrima se muestra más
humana, el ya extenso en las épocas todas el sonreír, y ocurre, cuántas veces, cuando la muy
cercana vitalidad de los pastos, hallarnos despiertos, y derrotados por el vuelo?
Mi semejanza, esfera, de la casa arraigada, que rodea mi rostro pues se busca: sobre el agua conclusa del espejo.
Las nubes no envejecen, las palabras: se descubren perpetuas, van, del aullido natal hacia su plena afirmación, o
callan en susurro, pero su anhelo nace, cada día, aún, aunque los pies, hubieran comenzado a estremecerse, bestias
otras, por veloces, por álgidas en su transformación, en ruego, porque al amor no ofrecen certidumbre: son reales, las
prisas son reales, abrillantan el canto, esa gota de sol, la secuestrada, arde sonoramente en sus plumajes, en la flor
del gentío migratorio, la noche de mi cuerpo labrado, tanto ya, por las mareas, él supo sonreír, amar, darse
paciencia, hijo de padres, otros hijos, los absortos acuden a esta médula de presente y verdad, las palabras,
fluctuantes, insumisas, no envejecen, no en la mirada: mar alentado por el ciclón del vuelo, eran la luz, el mundo,
los hilos generosos que a mis ojos, sus ojos, sostuvieron amantes, ese gesto desnudo de la carne, una huella, un
sembrío ensordecedor; el corazón, esa casa, jamás, nunca colmada. Queríamos una casa para nuestra
canción, una memoria poblada de herederos místicos: debías multiplicarte hasta desaparecer,
otredad atada al cántaro incesante de la siembra. Y al que fue hábil mensajero de la espuma… Y
nuestra casa crecía comparable al trono mismo del dios: pobre casa la nuestra, en los glaciales
territorios del cometa, la catástrofe; después, ya muchos años, muchas matas de espino
floreciente, tuvimos que creer, la casa es este mundo, las paredes nos guardan, mendigos tras los
barrotes, naipes llamados al fuego. Ocasiones suceden cuando comprendo tu tristeza, acudo a esa
luz sobreviviente entre la noche curva, y soy, y busco, para mi muerte el humo, para mi sonreír la
risa de los líquidos más erizados. Pobre casa, nuestra pobre casa de desterrados y obsecuentes
ternuras.
circunstancia final: oímos música reciente
¿A quién le digo tú, robándome existencia? ¿A esta ventana, principio de la noche, reflejante? ¿Al perro que
bailaba en mi memoria? ¿A los atroces pavimentos? ¿A tu cuerpo de espaldas, a la ausencia de aquello opuesto a
tus espaldas, si despierto al cadáver sonriéndole desde los cielos saturados de anuncios, y le intento tratar diciendo
tú, gritando tú en todos los idiomas? ¿Al corazón desnudo, nube, perfil de los suicidas, en los parques borrachos de
domingo y niños? ¿A quién cuando regreso a mi quimera, a mis imágenes, al poderío del contrato escondido en
cada huella que he dejado morir? ¿Quién lame lo perdido que otro como tú escribió con decencia? ¿Quién salvará a
la escalinata? ¿Quién la protegerá del firmamento peligroso? ¿Quién detendrá la nube: confunde a los videntes, la
remontan desde tan jóvenes, ya no la saben descender y conversan al cielo en quien no existe reflejo, sino, sólo, ese
álgido espejismo, una voz conocida? Por quien ella pregunta, ¿quién? ¿Cómo se puede aprisionar una palabra?
¿Cómo se puede obligarla a comer lo que no la alimenta? ¿Cuál país terrorífico será capaz de hacerlo con todas las
palabras que aprenderán los niños? ¿Cuál pueblo insensato es capaz de matar con esa hambre sus suaves palabras
multicolores? ¿Cuál pueblo busca su desgracia, y ríe cuando la ha encontrado, cuando noche tras noche desde el cielo
su enemigo hace llover sangre sobre todos los rostros? ¿Quién cosería su boca ante la fiesta natural de los manjares
eligiendo reclusión o guarida hasta que ocurra: aquello –lo silenciará todo su relato aún más real que el
trabajo de nuestro corazón en tu pecho–; o huiría a la sombra del reloj, hacia el espejo, materia de difíciles
aprendizajes ensimismados, y diría al árbol imponiéndole: propiedad nuestra –sonría el árbol, intuido por ese
universo que él visita–; y buscaría tormenta de oscuras fosforescencias: anticiparon espectáculo de invención,
y señalaría amor en la tierra sencilla que hemos cultivado, en la silueta lluviosa de nuestra civilización apurada, y
en su río de lodo íntegro? ¿Qué opulencias y qué constelaciones recordarán el brillo de nuestra primera terrenalidad?
1

Oímos, entregados al mundo que se indoma, música reciente, resonantes inocencias volcadas –así
celebran por vez última los consanguíneos, y las ruedas escriben sobre el asfalto: hubo prisa, intentaron detenerse–.
Algo se desparrama, mesa de guaridas plurales y sin nombre, las manzanas, los nutritivos suaves,
las palabras del diario porvenir; te oímos, música, es todo lo que queda. Nos acercamos a mirar:
fuego, cómo abres, tu boca que imploró, y lo silente come tus brazos inviolables. O cuerpo, tú, tú
muchos eres, venimos para oír cómo acontece lo pasado: ahora mismo, y cuan reciente, mineral,
tu silbido en la zanja, esas nubes intensas, se sorprenden si amamos, y aseveran relámpagos
suavísimos sellando la nueva habitación, ocurrirá –todo cuerpo palpita–, venimos, trenzamos nuestra
confidencia elemental y, animales resonantes, nos decimos oír. Enemigos por las mismas
hambres, enfundados en sumas viviendas de papel; alguien arroja un huesecillo, mas, bajar aprisa:
buscarlo; no es lo nuestro. Un árbol asediado por luz artificial de la naturaleza humana o las
garras, nos brotan siempre: búscame, dispararemos para refutar a la muerte. Nuestro centavo mineral, él
posee razón, conquiste enorme rapidez de las acciones, costará lo echado en cara, ese estandarte
rojo: créeme y búscame, despierto mucho. Sé tú valiente y cuéstame la sangre. Sé generoso, hijo de las materias
simétricas y primordiales. Sé muerte, sélo, para mis escamas, mi ciudadanía tangible hecha de cáscaras plomas, mis
muchas y mis pocas pieles. También yo he dispuesto barrotes en torno a la dulzura de los pastos humildes: ya no
los digo, he vuelto a la ciudad, aquí las cúbicas haciendas de los cielos que pesan sobre nosotros todos; para ti he
vuelto. A tu enseñanza previa, musgo de iluminaciones. Me detengo a pensar, lo hago siempre, nuestros ríos, su
metáfora terrestre, solo hombre que ve, e intenta remediar: y se sorprende inmóvil, pacífico.
2

Arrastro el cuerpo espiritual de quienes diéranme, por mendigo, una casa, una paz, cada tarde,
una mañana para ser cultivado; los veo irse: gente en torno mío, de sombra a sus entierros, de
juego a esa emoción de la manada propia, soñada pluralidad, aunque años ocurran, la piel se
habrá hecho sensitiva en exceso. ¿El tiempo no se mueve, el tiempo no conduce a ningún lugar?
Arrastro la tos de mi semejante, de quien he huido para sobrevivir, pero le quiero, aquí, sobre las
letras, ¿terminaré también en la insistencia de aquel otro tan idéntico que cree compromiso mi
nombre perpetuado? Ventanas hay por millones, susurro y corazón, las residen, dueños y fábulas,
aquellas, libertarias, de arenga y pesadilla, y nuca, si ella, sólo ella, dormida, supiera contestar. En
las alturas el ser humano tiene su hijo a espaldas, y es como si muchas huellas desde antes, ningún
camino lo repudia. He olvidado, el mundo, aún desde aprendiz, desde cegado por la luz de su
juguete; pallapaba la tierra y conocía. Es preciso quitarla de los ojos con ese movimiento esotérico:
esconde sollozo y utopía en el envés del puño. Arrastro mi bulto, mi planeta sentimental, la nueva
nieve sopla enfermedad, aplasta al infame desperdicio de las calles, el sol, desamorado, quema, el
viento se lleva la mirada o la hace rodar como al matojo del cinema obsolecido; y es todo y nada,
esto que sueño dejar: mi dura casa, allí el cuerpo que practico está grabado, y el pensamiento que
me roe, falta, escapa, teme, y las veredas, de la felicidad, y la desgracia, y ambas, mutuas: que se
anulan, y su callada bulla resultante; y denuncio palabras, denuncio enfermedad de aquél a quien
cuidé, denuncio lugar, digo haber venido, mundo consagrado a la misma tarde, a pesar de los
tiempos, pasaron diciendo: alguien lee y registra, desde alto en esta construcción, me cobra por el
dormir y el decir, unas voces, unos miedos se arrodillan ante lo sonriente, el dios, quieren hacer
como él: apresar con el potro, seccionar con la hoja, vender un lugar en la fila; aquí abajo, nadie
quiere mirar; te sanaré, le grito, y volaría sus sesos, pero me tiene sólo a mí, pues le tengo de la
mano, sujeto a caída: nadie que eres tu nombre, que te alimentas de ti propio, nadie en todas las
inscripciones del retrete comunitario del siglo que comienza tan gastado; y me voy, y me meto a
estas cuatro paredes, a increpar, a fumarme el corazón, cansarlo, oírle, y digo muerte, denuncio
todas las palabras, denuncio nombre que a todos sobresalta, denuncio haber dicho demasiado, y
me resuelvo: fórmula de los silencios tan abruptos; vengan los sedientos, he pedido; denuncio:
campesino fraterno, denuncio epopeya de culatas caer sobre el pensamiento más vil, pero esta
piedad, mi tara tan profunda, y estas muchas migajas cuyo rostro es humano hasta sólo poderse
morder una lengua: doliente.
3

Tú, muchedumbre fluvial, mi vida: eres música malvada y extravío, y semejas libertad de los
perfectos. No ceso en preguntarte: este final, ¿es último? Mi preocupación terminada un día
anterior, ¿es última? Regreso a escena, he atravesado el tiempo, hasta aquí; esperanza, más alejada
y recóndita que el recuerdo, debo comprender a traición: soy entre estas formas superiores la
menos socorrida, o mi palabra, mi carne y sus reflexiones, se someten a oneroso conjunto. Entre
lo pensado diariamente, y aquello que mi boca firma en el papel, inquietud vana, tan pocos
infinitos decimales, ¿cuál acto personal me separa de la conciencia de la destrucción y el
nacimiento, cuál trayectoria, y cuál camino? Si un creador fundárase visible cincelando entidades,
procurándonos una amorosa y rítmica violencia, verano deslumbrante. Si unas leyes nacieran
ocultadas, y las cuatro patas del león, y su gacela, prisionera y pastante, si a él invitara a mis
espejos, a sed que limita mis acciones en torno a este puñado de arcilla del que estoy hecho; y su
derecho natural, ¿una belleza que creí injusta cuando vi el momento desaparecer, arrancarme los
labios: cantaban al oído de las estrellas, diciendo acerca de mí algo que yo mismo ignoraba?
Pienso en mis venas, entonces, un cielo más terrenal que el morir las alimenta, ríos para plazo tan
breve, porque en toda eternidad existe uno profundo, anterior. Ante esas dos respuestas de mi
incertidumbre, bestia dramática e inmutable: los números eternos son suma, favorable
probabilidad, encierra mis acciones; y estoy por eso obligado a avanzar. Por mi respiración en la
boca, por boca del divino forestal unigénito, a los pies de la tarde hecha de muchos dioses
esparcidos, pero a espaldas de la justicia, ella padece peligrosa habilidad, no desearás te toque si
encabalgado sobre una voz humana, la de todos los tiempos, derribando montañas,
fortificaciones de naipes de número imperecedero, lo que dijeras o creyeras decir o te atrevieras a
convertir en palabras, tu testimonio amable o esa declaración de verdad: empalidece al más armado,
lo que te atrevieras a ignorar o enorgullece a tus huesos tapiados por una cerradura de desgracia,
tus suaves apellidos o esa música similar a las nubes apoyadas en importantes leyendas; de pie,
estás, solemne, cara al río de tu semejanza, sabio tú, sabios ustedes por deleitarse en certidumbre,
toda muerte es socorro, es pan reciprocado. No se mata al famélico, no lo hace la más
empalagosa caridad. Necesario tener cuidado y sentimientos, necesario ser lo más hombre, elegir,
tras mucha vigilia y ceguedad, y viajar entre visiones, larga noche sobre la tierra no cultivada,
exige paciencia, y fe: somos materia filosófica en manos del semejante. Si tu brazo cruzara
realidad desde un espejo transitorio mientras el olor ajeno de las maderas y la noche de zumbido
eléctrico… sosteniéndote, en las glorias del lienzo, claroscuro y gestual, te devolviera al camino.
Pero cada mañana llegas a oculta nieve de los aserraderos, al griterío de aves de una selva tupida,
a esquina humilde de la ciudad costosa: ofrecida a insensata peregrinación; las puertas se abren,
bostezan pasajeros, cuentan, reconocen en una fotografía el amor olvidado por las distancias, en
habitaciones cuya fábula es inmovilidad y sacrificio a cambio de una genealogía oscilante Tu
mirada ha caído junto a todas sus posibilidades, noticia sepultada: la mano tira del tobillo hacia
atrás haciendo tropezar una austera pirámide de años andados –fatigosa inconsciencia de las carreteras–,
si despertara obteniendo de sí un perfil fantasmal, recordándonos a gritos: la vida, la muerte, los
minutos oídos a las seis de la tarde cuando todo comienza a oscurecer y parecernos mentira. Palabra superflua
del mensaje confiado a los vientos, ante cuya pared de miles de siglos y fragancias, y paisajes, y
miedo, sólo puede revisarse con interés anterior al raciocinio lo áspero de la mejilla, recibir la rota
caridad de la discordia inexplicable –misericordia o solidaridad, también y tanto inexplicables– salvar los
salarios del corazón: una casa, tres niños en la ventana, o calle repleta en todas sus dimensiones,
o aquello que tú recuerdas y es mejor… Hallar hogar y reflejo porque en las altas provincias de lo
esperado otros también están emigrando, asan sus cuerpos reunidos en grandes grupos y leen el
humo, querrían encontrar silueta humana o Dios que los suceda a favor de alguna provechosa
expiación.
4

Artes y ciencias, lo jamás terminado, esta felicidad: ¿es invisible? Clavada al azote de la causalidad,
¿es brutalmente invisible? Yo quiero, yo aparezco de pie en la puerta, yo atravieso planicie de
arena y sal, ¿soy, invisible, solemne entusiasmo corroído por nubes y años de pólvora izados
sobre un cielo de fiesta? En los campos invernales, si la vida a punto de romperse gira y salva las
extremidades del gangrenado, y él se acerca hoy trayendo tres copas y el rumor de su experiencia
después que alguna guerra hubiera concluido, y su amor irracional, y sus héroes. Este siglo ya no
regresará, mas, son iguales los rostros: el recuerdo escribe silencio en sus mejillas, no se
reconocen descubiertas al sonreír luciendo un vacío que todo lo dice sin decir nada, mirando fijo
cómo evoluciona el humo en plazas de la medianoche, cuando enmascarados salen a bailar y los
iluminan reflejos de cielo, lomos de su río espacial; y esto es, así, ¿atrozmente invisible? Ninguna
palabra posee tanto abismo como la realidad que intenta designar, y la humanidad y todo su
sendero en el afán de conquistarla, su boca entrenada apenas en la mordedura ingenua de la presa
mordida por el fuego de su desesperación… Yo voy desde este poema hacia mi casa, yo me
duermo pensando en lo que diré mañana y en el ruido de mis arterias, yo digo el sol para que
nunca anochezca, pero, ¿son mis pensamientos, así, atrozmente invisibles: como el pasado es, y
como ha sido siempre el futuro?
5

Separados, porque todo reflejo miente declarándonos en oposición, las manos parecen alejarse
del cuerpo que las ama, y necesita: de pie sobre una partícula del firmamento, cayendo, cayendo
hacia nosotros. Mirándonos existir, suavidad de la niebla y los jardines desnudos. Nuestras
lenguas se acarrean a gritos; leyendo en las músicas universales del tambor místico y el fuego
transparente, una ola de sonoridades y una hoja brillante sobre el río ardoroso de todos los
pueblos. Puedo sentirme en tu rostro, hermano, hermana, tú disciernes, inteligencias de tu lectura, tú, fértil, giras
por dos veces la llave de nuestro refugio antes de soplar tranquilidad sobre el mar misterioso y caliente del que bebes
pensando los días que llegarán, herméticos huéspedes de tu memoria; y adquieres bienestar, dices y extiendes los
dedos para cuantificar el sacrificio de la carne. Al percibir luz espacial, en travesía o juego, conquistar el
rumor de los altos pedruscos para volver con algo más de nuestra insignificante sabiduría, porque
esta posee bandera y patria: pero, es habitual, en dirección opuesta al desaliento de las tropas
convencidas de su victoria, hombre o bestia, practican libertad, y hartazgo, van a una
permanencia mayor, recolectores de un bien que nuestra dispersión no conoce, y piedras que
nuestras bocas hieren con su mandato arquitectónico, piedras de mirada extensa –nosotros, instante
atesorado: por arrogancia y desazón avaras; ellas, el tiempo detenido en éxtasis–, negados a nuestra
genealogía común, heridos por el falso matiz de nuestras certidumbres hechas de piel y del nada
saber, dioses arrastrados por la oración que los conmueve hacia la penumbra de barro, pero el
barro mismo conoce más que nosotros, exhalando sus poderosos perfumes de fertilidad y sus
seres, y su agricultura densa, dioses atados a ofrenda: ante el agua elogiosa hemos comido engaño,
y del sueño despertamos heridos por la carne de nuestros padres y nuestros hijos desfallecientes,
y no sabemos gritar, y los muchos universos, superiores a nosotros, humildes marchan un paso
antes de la verdad y la luz; y el placer, dócil aprendiz de la materia… cómo acercárnosle sin que el
miedo nos ordene callar: incendio, háblanos esa humareda del idioma. Cómo decir, cómo reconocer y
oírnos, separados porque todo reflejo miente declarándonos en oposición.
6

Aman el sol de las avenidas; las han ido, llevados, convencidos por la luz involuntaria, mano
aferrada al metal inclemente y al perro que no volverán a ver: buscaba su explicación intrínseca,
su raciocinio animal de hombre bueno, de ser en la miseria del cartón y la luna. Quieren conocer
y quieren la oscuridad de una boca libre de fábulas bajo los árboles reclusos del ángulo formado
por dos o muchas prisas: se persiguen hasta hallar su mutua anulación; traen horizonte a sus
guaridas, traen la luz sospechosa de unas velas para invocar nuevo rostro; no oyen, tierra:
cantarina como el agua que alimentó su infancia sedienta de poetas y sabios, y miran, ademán
orgulloso, un cielo que no sabrán dibujar si se aproxima la tos y el hijo sufre; allí, cuando ya
juntos y despojados del secreto de la ropa, esa materia del miedo, esa divinidad de injusticia
admitida como una cosa más; y son tan prontos los horarios, saldrán del cuerpo y del amor, en el
raro secreto que aleja de la convicción del semejante al más solo, al que espera inquieto y
mordisquea una rama de su memoria: hablará la madera, se abrirá la puerta, serán fingidas las seriedades y
temidas las palabras calientes del afecto desesperado que les toca. Lucen miles de años, la lluvia ha llegado o
está por hacerlo desde el mar, desde los calabozos. Oran al agua, al barro, su ingenua discreción, y
su tristeza, cuerpo difícil de ser reconocido: está cayendo en alguna esquina. Afligen como
hombres, hacen falta sus leves mentiras de mujer, ausentes en los salones selectos y enormes que
no conocerán sus risas de tierra, sus preguntas de cera de muchos colores, sus linajes sonreídos
por las fotografías, sus firmas en el papel o en la disposición binaria de aquello inexistente, eso
todo, que es ninguna realidad apenas se cierran las telas de la mirada y el tiempo ha transcurrido,
despedazando al rebaño, sus arpas y sus muros, y sus declaraciones de fraternidad. Aman: lo que
no pertenece.
7

Idéntico a músicas nuevas de quienes se disponen a vivir, el día hace aparición; dividido entre
muchas palabras, ellas lo ostentan. Algo es trasladado hasta mi boca, algo es recordado: músculo
central de la sangre. Ventana existe, capaz de convocarnos dentro suyo, los órganos florecen en
carne viva, el ojo se ve, es la primera belleza, cielo: carpa tan alta a todos sus acróbatas, allá en la
evolución que teje aves pulsantes y lomos de nube de infinitas modalidades animales, entonces:
las montañas retornan a su enorme argumento terrestre; todos esos cuerpos, los hemos sido. Hay
instante, hay lo duradero, una franca sonoridad, dicen moverse las imágenes, se reintegran a
aquello que está esperándolas y no puede ser dicho; no se quiere abundar en desazón o gozo,
imperfecta es la perfección constante que hace previsible lo real; no se desea concluir su
escultura: viaje en procura de sí misma, se halle a través del gesto probable. Un músico anciano
mira su guitarra aún no constituida, la ha encontrado en la gota de desierto que el arbusto exhibe
abiertamente, en la curva de su espalda, que escribe una canción, que no se ha leído jamás, y la
otra, del remanso cantado mientras su piel iba cubriéndose de tiempo: está cabal, cerrada, viva,
inalcanzable. Es el principio, lo somos. Los colores desaparecen, quedan estructuras de polvo,
cada una, una voz diminuta, alta, más aún que cien hombres en pirámide, o cien pueblos:
necesario callar para saberla, belleza que no representa nuestro ideal de la belleza, y sobrecoge,
porque se llega con sed muy extensa hasta sus pies, y se cree morir: hay una luz más oculta y más
oscura que la luz cotidiana, deslumbra su cualidad de párpado. Hay una quietud más dócil que los
platos colmados de mañana y carroña, el corazón ante ella: se desboca, desespera a lágrimas,
invoca la palabra, el auxilio; cada mano se aferra al fantasma de lo que logró asir, cada pie busca
peldaño que nos condujo a playa desde aquello tan abierto en cúspide: sólo el viento constaba, los
abrojos, y fruto custodiado por un sol inescrutable. Cada pensamiento se multiplica en caos; son
el vacío, las máscaras de la discordia. Idéntico a músicas de amor, las escriben los jóvenes,
perseguidos por una imprecación: tarde o temprano los encontrará, el día nos ofrece su hombro
sin ropajes. Idéntico al cántaro violado y al simple universo que ocultaba, aparece despierto el
abrir de los ojos, los órganos se anticiparon, la conciencia llegó un instante después, ese instante
sin patria de las poesías exasperadas de los maestros muertos en cárceles, en barcos, en
explosiones, en barracas, en la monstruosa postración de lo blanco, en la fértil parcela roja de su
sangre, una noche. Idéntico a bestia acorralada hasta el día de su enfrentamiento, la que trova con
dulzura de mañana, cada mañana; e idéntico a rueca y huso de las campesinas sonrientes, el
tiempo nos dispersa en una sola hebra, los miedos se temen unos a otros, las arengas caen hechas
cosa ficticia. Esta es la belleza primera, cuando descubrimos, necesario por fin, el despertar.

Enorme curvatura sostiene mis andrajos. Me nutre, idea extensa, el construir sobre esta tierra: mi
casa, de rectas certidumbres, verticales arquitecturas. Lo que ya existe y se pregunta, esa mano
sorprendida, selvas públicas, primicias y linderos, constante iluminación solar. Desde que estuve aquí
por primera vez, algo fluía, un río mental. Bajo la piel entregada a su papel de centinela ante las
migraciones, un pensamiento se ausenta de su consecuencia, así los hijos de mis padres habitan su
gran gramo, y aquellos acerca de quienes desconozco sus pocos nombres se apresuran a dormir,
caen vencidos por el cansancio, llegan desde la sociedad a sus pequeñas jaulas. Siento el
desarrollo de la sonrisa sobre mis dientes; entre los huesos de mis dedos nerviosos y toda mi
palabra, está la forma sensible, un grande y heroico lienzo, un acabamiento de ejércitos bajo el
estandarte glorioso de la vida viva; son el aroma del semejante, la carne en fuego, que balaba
provocando ternuras en nuestro corazón, y ese estallido de tiniebla, esa luz que antecede al placer,
y las cualidades minúsculas de los escenarios convenidos para un encuentro orientado hacia la
memoria, y su nombre, y las hojas iniciales, apostarse en el secreto nocturno de una calle,
señalando muertes. Comer de tal alucinación, temer, poderío insensato, la razón: esa cuerda atada
a nuestros muchos sentidos, profundísimo sueño que nos traduce, porque hambrientos hemos
llegado hasta aquí, a las puertas del soberano, nuestro escultor: dará forma al barro pisoteado.
Mirar y conocer, lograr indicio. Este gallinero encriptado, este no tan victorioso, hubo quienes lo
palparon, sus sesos expuestos, quienes dejaron su húmero a la vista para arrastrarlo a través del
dolor de los caminos. Habrá verdad carnicera. Ciencia habrá. Yo conozco esa galería que me
tiene: dividido por un corte longitudinal, y mis manos, y mi lengua completa en la mitad
incompleta de un rostro que alguien supo oír, si el aire domado tejía su canción angular, movía
indistintamente los ojos hacia arriba o abajo, a la derecha adversa o al calor de las humanidades
cuya oración fue una sola y profunda, y hermosa sílaba sagrada; ojos sin párpados, ahora. Los
niños aún no dispersos, ni resecos, de los hijos de mis padres cierran para sonreír el lomo de sus
bibliotecas, y yo enciendo humo: perturbará mi edad truncándola, soy una cosa viva, divido en
tantas partes la unidad esférica, la tierra que amo, los años que he guardado; el tiempo sólo sabe
blandir su hacha, entregarme su coágulo celeste. ¿Lo ves? Esta palabra acaba de sangrar desde mi
boca.

¿Qué se forja en el presentimiento de la humanidad? ¿Cuál universo íntimo convoca la infinita


iniciación de su vorágine? Ninguna razón lo sabe, mas, nuestra conciencia sospecha un claro
lienzo inacabable. Los arbustos pronuncian noche inmensa, están hablando montañas. ¿Cuál luz –fue
bendición o misericordia haber despertado y sumirse en orfandad, errar un mundo y elegir sustantivo extranjero, y
ser escombro en el lugar de la cosecha–, cuál? ¿Duermen nuestras manos humanitarias o las sobresalta
el hallazgo de una escultura mortífera? Si al despertar explican habernos reunido en abrazo, si
recuerdan habernos visto mientras yacíamos seccionados, divididos entre muchos horizontes. Al
mirar: durante un instante, nuestros hermanos necesitados de intérprete. Reímos. La humanidad ilumina su
pasado, su ciencia maravillada, opondrá a nuestra tenaz negación, dirá desde el abismo de una
página, en un blanco cercano a la miseria más ruin, lo extenso de una extremidad arrancada por
su amor indudable, cómo al nacer, despojados de aquellas cortezas que nos protegieron durante
épocas, cómo, al abrir y desgarrar nuestros párpados, temblorosos por el frío cálculo de la
realidad: aullamos.
10

Asentamiento inmóvil, nuestra última palabra. Cifra anterior a cualquier presente, ola de
persecuciones. Toda ciudad requiere: ceros u ojos en previsión del andar desesperado, del sonreír
sabiéndonos pasto de ardientes páginas ansiosas. Los campos se extienden hasta el sol, una nube
mayor es sudorosa agricultura, lomo y sonrisa de aquel que cosecha nuestra felicidad humilde:
supervivencia, momento gastado junto a quienes querrán tenernos hasta que ellos mismos
deberán entregarse al clamor del escenario, al rumor animal de sus cuerpos atados, mano a mano,
en torno a una mesa y su repertorio de aromas, atentos para no perder detalle, hacer verdad esos
argumentos confidenciales, esas lianas, penden desde el futuro, desde la circularidad inofensiva
del territorio hallado: alguien estuvo aquí muy antes que nosotros, y eran perfectas sus trabajosas
fórmulas de amor. Se atiende esa condición alucinada y profética, se ama a todo sucesor, a todo
mártir, se le señala un abismo sin dueño tras los últimos cerros habitados, y ellos, avanzan, reman,
toman la palabra, asumen responsabilidad; los rostros nunca son visibles del todo. Labrarse la
inmortalidad forestal de un nombre atado a cualquier otro, brotar desde los continentes del
placer, avivar caricia que al extraño obligará a abandonar su guarida, gritando, ven,
compartiremos contigo esta preocupada migaja, preguntarle si no caerá sobre nosotros su
comprensible urgencia, sus hijos, evidentes en el metálico resplandor que los refleja. Si no caerá
para tomar de nuestra vida lo que a él, a ella, por ese amor tanta falta hace. Gentes del color de la
última palabra, brotarán: de cicatrices abiertas, de sucios costales atrincherados a cambio de una
moneda dulce, aparecidos tras la concentración que erige arengas sagradas, cuerpos y semejanzas
dibujados por ese andamiaje del raciocinio, y su educación. Mirar al mismo sur, fieras pasibles de
ser cabalgadas, lógicas continuidades, y color, y costosa simetría. Es verdad, es verdad: esto cambiará,
esto tiene que cambiar.
11

Muerte, martillo procurado sobre la mano opuesta, perfección y tropiezo en un campo definido
por las uñas del alambre inocente: poderoso símbolo que los libertos cruzan sin detenerse a
pensar; tú, el firmamento, organizado en círculos por ese falso mérito de la matanza: tal vez el pulso
en tus arterias se hace insuficiente, tal vez, sólo el grillete curvo que otro como tú modela bajo tierra, bajo el polvo
sumiso de unos bailes: atrozmente gozosos. Corazón, tú, una sola dentellada, un solo frío, no se te puede
hurtar, nunca te es tarde si alguien urge: protocolo, macabra sensatez, hueso de humano en la
garganta, y mesura. Tierra, atardeces: la misma al soplar horizonte sobre la carretera prófuga,
sobre las brasas del error, gritante en toda habitación de nuestro sueño; y tú, pasto fraterno, te
acercas, sin importar cuántos soy y cuántos he cosechado, porque el año era el mismo, el siglo, el
mismo, y la verdad nunca llegó a cambiar mientras vivía, las cuerdas se cerraban, los
pensamientos se inventaron conscientes, y obligaron a buscar, a coser a puñaladas, a robar al
bueno lo que el bueno robaba para ensuciarse los dientes; a matar: a secas, sin justificación, pero
sin culpa; vida, tú no te cansas de nacer. Vida, te prestas, aún contra las lluvias, vida, no fluyes por
el cauce anunciado y saltas, tú, cascada; nacimiento, obligas a mirar el allá del fuego, eres certeza
entrañable; tú, destierro, y multitud innúmera del extravío y adjetivo ninguno, y disperso, una sola
palabra. Vida, tú amas, tú te hieres, para serlo.
12

Pescadores nocturnos, acercándose al filo de nuestra vereda, toman un manojo de nosotros,


cinco o seis de nosotros. El mundo sobre nuestros lomos, doblándolos; rojedad de tizones
encendidos al soplo de la vida, ocultos en vegetaciones de viento, forma plural del vivir, del
peligro, del regreso constante desde ásperos costales torturados. Un día, un año, una cicatriz
añadida; el sol entre los párpados, pirámide de iridiscencias, y escualos y corrientes: agrupan
nuestro número trayéndonos hasta aquí. Metáfora de todos los oleajes en desafío silencioso
contra el tiempo. Astilla de la luz sumergida, respirada: cabellera nítida, pez cuyo salto no ha
terminado, forma cortante el resplandor simbólico de su silueta. Cada uno, atado a su violencia,
su necesidad, desgastado en su esfuerzo por dibujar memoria, esa única palabra que lograría
nombrarnos. Porque huimos de algo muy parecido a esta noche. No nos reconocemos, y es
urgente volver: allí donde somos ternura esperada, incidir en esta resonancia harta, humanidad
llevada por los vientos del porvenir. Prisa en número cerrado cara a lo que se acerca amenazante:
si de nosotros brotan la voz y su coralidad. Fuego desnudo del equilibrio, ese humo y el mañana
resplandeciente de nuestra utilidad magnética y la primera hoja sobre la tierra de triunfo; un
manojo de nosotros, cinco o seis de nosotros, enmudeciendo al aprendiz, rajándole una lágrima al
rostro, a las grietas de ese rostro vencido: era juventud, oyó, el viento acariciante cincelaba sus
límites, y su prisa aullaba desde las peñas, las copas de los árboles, las planicies maestras, avivando
esta móvil quemazón, al filo del maíz geográfico, sobre el mugido orgulloso de los tiempos
pacíficos hechos de astro y voluntad. Pescadores nocturnos, al filo de nuestra vereda. Esperando
su rumbo de metales, nublan nuestra ciudad, aquí estamos: muchos desde la extenuación
invisible, otros desde el reír, intentando un alimento difícil, viendo en las mesas, en los cuerpos,
en palabras de niebla, leyendo el humo y la incineración de la carne, sabor humeante logrado para
gobernar el beneficio espiritual del fuego, nuestro pastor de carroñas; traerlo hacia nosotros, a
una rama de distancia, y conocer realidad de nuestra supremacía desnuda aun sobre la marcha
nómada de toda recolección, y caza, y pesca. Organismos seguros de su hacer, en antigua
posición de descanso, las piernas dobladas hasta el filo de la renuencia, los dientes calzados a ras
de boca. Guiados por esa cualidad deslumbrante y recóndita como el sonoro asombro de los
primeros nombres de las cosas. Pescadores, ciudades cerradas, muros de espaldas a aquella
amplitud del paisaje al que robáramos con justicia el alimento, y el tiempo sagrado que ese
alimento permite. Tal vez el muro en sí mismo recita su oración y nos consagra junto a otros
rudos ejercicios vitales, o es ese animal inubicable y voraz quien ha concentrado el calor de
infinito de los paisajes andados durante épocas, y el cielo velozmente atendido entre la sangre, y
el verbo al derramarse, regresar a su definición fundamental, existente en su hondo rumor, en el
resquebrajamiento del leño expuesto a mordedura superior a cualquier adjetivo. Y ese sabor: nos
anhela en su gasa, entre las nubes puras, mas, resultantes del sacrificio del agua multitudinaria que
a nosotros también nos constituye; quizás ese el llamado al iniciar su realidad de brasa dispuesta a
poseer el mundo, contenerlo, derribarlo, tornarlo hermano nuestro, recordarle materia final de
nuestra igualdad, hablarle nuestra hambre. Entonces, monólogo de confusión, hoja sinuosa: un
ser humano plenamente encendido, halla a su hermano, el ser anónimo, le pronuncia palabra, y
desaparece tras la bofetada de su grito. Piel y Cordura en cuyo vértice concurre un número
cercano a lo imperecedero, van de los frutos a unas carnes cercenadas, del pez agonizante a la risa
ofrecida a cambio de sol tan difícil como el precio de otros muchos trabajos anteriores. Pero,
esto pudo ser diferente. Ríen los ojos al conocer amarga posibilidad contenida como sangre en la
arteria de aquel: sabe ya, será llorado, entre la sana alegría que gusta del dulzor familiar porque es
libre la tarde y las letras mayúsculas que lo describen con exactitud no quieren ser leídas, pues,
cómo obligar a fruto tan reciente, detenerse y comprender, este no será tu destino, mienten La Piel
y La Cordura, hasta que sepas aceptar: era el tiempo infinito de tu materia, pero tu ser en unidad
será tan breve como el sol entre las hojas del recuerdo. Y Piel y Cordura van de la música total al
gesto susurrado, porque la vida ya es insuficiente, y es preciso volver a esa sombra doméstica, a
devorar ese cadáver roto en materias tantas como esfuerzos describen el sueño de nuestra
civilización; y ríen y gritan los ojos porque conocen octubre, y solución; vuelven a casa, a esa
sombra doméstica, a devorar cadáveres rotos en tantas materias como esfuerzos describen su
sueño angustiado; a masticarse, propio, repentino. Allí, donde toda prisa se sofoca y se debe
pastar, en lechos de frutas amarillas, entre las herramientas de nombre insuperable, allí donde la
vida es evidente por la alegría de todas estas mutilaciones ofrecidas a cambio, porque una mano
sostiene el martillo y da sobre la superficie, y más tarde, los ojos se concentran y cosen
certeramente, y la sangre es circunstancia habitual del preservar la vida del hermano; un rostro,
una sola sonrisa, limpian esa gracia frontal de los rumbos imponiéndose sin escuchar: maldición
tan profunda. Inciden decididos los órganos, se transforma la piedra, adquiere condición
humanitaria, o la belleza es repartida de modo extenuante; o existe salvación y garita donde esa
salvación es gravemente arqueada. Fluye un espejo sobre el mundo, era nuestra finalidad. Ser
multitud armónica, entregados cada cual a la dirección de su giro, su engranaje veraz. Truena la
habitación inmóvil, el raciocinio se postra ordenando grupos de acuerdo a su necesidad política,
congregaciones nerviosas, ramos de espiritualidad causada de acuerdo a su dolor inadmisible, a las
preguntas que los hacen un solo dolor sobre la tierra alegre de sol y noche; a su fiera. Retumba el
raciocinio: erguido y salvaje como su poderoso antepasado carente de significados, piedra hecha
dios, o rudimento de rapiña campal. Tiembla la espalda del adormecido: sobre una calle, una
vértebra del frío colectivo, demostrando violenta irrealidad de nuestros fuegos inútiles; es río
desgastándonos, piedra de nuestra moldura inversa. Aúllan los ancianos a punto de nacer, la vida:
parirá, el sol umbilical, el charco productivo de una noche sangrada que todos lamen como si
consultaran el libro más oculto. Sujetos a tierra, mecanismos de exactitud subjetiva, a tierra, por
esa fuerza cuya delicadez permite ser belleza al pétalo, a las enormes hélices del artefacto pueril
caer ardientes, colosales; superficies cerradas en torno a una dualidad nerviosa, y cardiaca,
superficies presididas por islas sensoriales: pozo simultáneo, y la risa, gran caverna donde nuestra
inteligencia se hace escuchar. Giran las altas hojas de las aves, brazos unidos por líneas de sangre
a ese torso cansado, espaldas a la superficie, el alma: animal degollado, tensa el marco del
horizonte, y nadie ve, ¿dónde se encadenan los rostros, dónde los cráneos esféricos, los
pensamientos justos? Hay un rincón, allí la luz malgasta su sentido. ¿Por ella exclamaremos:
vendrán los elementos, restituirán los nombres, las materias robadas? ¿Del corazón del toro
regresará la espada a su mundo de estiércol, aquél: un niño para educar; y el árbol de mi sombra será tuyo,
y por fin, y por principio, haremos la palabra? Hojas invisibles de la arborescencia colectiva,
idénticas a dolor: del brazo roto tras una explicación, brillan restituidas porque el tiempo ha
despertado. Todas las faunas tal vez están entre nosotros, para otra mirada. Alma humana,
desfalleciente a la sombra de sus arduos trabajos, tan dispersa. Es tal la causa: un dios absorto,
sostenedor de los cimientos reales del mundo, entre ellos juegan los niños y los hombres mueren
buscando sabiamente su cielo, podría estar presente, o su negación hace la música que nos asiste
y provoca, dulce, un presentimiento de lágrima sobre las nubes instantáneas; ¿debíamos buscarla
meditando atentos al oír cada palpitación, sabiendo amar al frágil recipiente que la protegía de
cualquier intemperie? Y aun ahora, de las luces encendidas por el peligro de ser juntos manada
tan contradictoria, y hostigada, aunque nuestras raíces entrelazadas son ya la tierra, el signo cálido:
pensar el reír de uno solo de nosotros viaja, chispa de certeza y esmero, encendiendo el mundo
que es uno y mejor asistido por los idiomas humanos, hojas constantes de la arborescencia
colectiva. A diario, difícil acierto: no se desgarren los lazos que nos articulan en idioma digno de
ser compartido. Nuestra belleza: no sepa callar. Desnudo, el pie golpea sujeto a su soberanía de
polvo, encallecida extremidad aferra el artefacto lloroso que abrió una boca de silencio en la
mejilla del Otro. Y los rápidos razonamientos y esa palabra dicha sin haberla pensado por última
vez: ensombrece la dulzura de nuestra bebida y alza a nuestra mano disponiéndola para el crimen;
querríamos decir verdad, la opuesta, ahíta de esperanza, que restituyera línea y profundidad. Una
sola resolución; los ríos eran justos, los rituales salvajes, la prudencia coral, encerrados en rostros
minerales cuya transparencia justifica el hambre del desconocido, la perra que se arrastra junto a
sus muchas crías y abre nuestro alejamiento brutal, o fango creador, donde el relámpago ha caído:
un manojo de semillas se convierte en pastizal, y el elefante encuentra sus recuerdos marchando
desde mundos de arena hacia esa sombra tan pequeña como una familia de geranios porque estas
distancias mienten nuestra verdad de bosque y es difícil reconocernos, admirar esa joya pendiente
del cuello de una hembra que tirita ante ellos, sus nuevos hermanos y su nueva madre y la nueva
silueta de su casa recortándose contra el tiempo púrpura del atardecer. Se apoderan del aire,
hacen llover mañana sobre todas estas formas de cisco, sobre la tela que cubrió tantas hambres,
sobre las lámparas detenidas en mitad de su luz; un manojo de nosotros, cinco o seis de nosotros.
Canta su magia el ave de las desgracias, pobre ser de huesos y paisajes, injuriado por nuestra
orfandad, nuestra tumultuosa locura ante ella y ante todos los niños, los barbados y encallecidos,
los agrietados rostros de los patriarcas. Deseosos de llegar a casa. Cada noche, la superficie de
nuestro mar abrasado por lo fosforescente y humano, por nuestro número. Y otros de nosotros
nos toman, manojos de nosotros, cinco o seis en cada estación, en el tiempo invisible. Pescadores
nocturnos, al filo de nuestra vereda, nos devuelven a una historia que no hemos conocido, o nos
arrojan fuera del aire hacia pozos de injuria, hacia un aprendizaje olvidado, cada noche, cada
estación, cuando deseosos de volver a casa, a ese cielo que surca nuestra bandada fantasmal.
13

¿Fue difícil vivir en el extremo cotidiano del sol, despertar y vestir nuestras conciencias ante esta
explicación ceremonial: por qué el tambor luce saciados todos sus orificios, y asaltar esos refugios que
entre los pastos florecen con ignorancia, y ver nuestras manos brillar por el asesinato, y a nuestras
madres y a nuestras hijas cuando aplauden? ¿Será difícil mirar cómo el cielo se torna cada vez más
hermoso mientras más conocemos de la muerte? Porque estos trajes que ahora traigo para que tú
demuestres mi esperanza, incendiándolos, cada día que sucede adquieren la soberanía sin liturgias
de la juventud y los que me tocan para el futuro están ya inclinándose como si reconocieran la
tierra que me acogerá. ¿Sería fácil no escucharte gritar porque en las calles en que existimos
atrapados tú vas hacia mi camino y yo voy hacia el tuyo, y hoy sabemos: los caminos son esa
permanencia dolorosa a la que nadie puede regresar sino el tú de los humillados? Y es por eso,
¿debo serte la quieta consunción que consume al geranio, la graciosa arrogancia de las nubes
cuando buscan lo más verde y jugoso del paisaje? O, aquí, secreto, ¿debo cada día reparar el
aroma del amanecer que ata mis hombros y fingir arrancarme la ropa escribiendo sobre la carne
del domingo cuando descansan las guadañas, y desvestir tu flor para abrasarme, para contar tus
vértebras, y cuidar noche que en tu piel provoca saladas cicatrices de humo? Y, todo eso, ¿no es
más difícil que permanecer a oscuras escuchando lo que otro no tardará en decir acerca del
rompimiento de las hostilidades, de la amenaza ecuestre de nuestra inevitable destrucción?
Del dolor, una sola palabra. De la sonrisa fúlgida y las aguas circulares: cielo surcado por símbolos –acto
ninguno– aferrando el porvenir como a la mano del huérfano: esta guerra, ¿alguna vez terminará? Rodar
una calle es conocernos, dar nada a cambio de nada, es suficiente, rostro o transeúnte inexacto, para volver
satisfechos. Decir y caer, caer y reclamarnos vencedores, tantos en número, impensables; de tus escamas,
supremo arrendador, desprendernos, arrancarnos la piel y extender sus arduos fundamentos
encriptados. Charco, tú me acoges, tú, almohadón de cemento, y luz de sol, por embriaguez, o
hastío. Nada es lo pronunciado, pero alguien hallará nuestro labio veraz. De la puerta cerrada, esa migaja de
cabeza, su infinito anaquel: habrá verdad, habrá verdad, sabremos encontrarnos. De ese dolor, una sola
palabra; desde aquella sonrisa.
Arequipa, 2013 - 2019

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