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JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ ALONSO

Jesús de Nazaret
Sus palabras y las nuestras

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SAL TERRAE
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
30-06-2016

Diseño de cubierta:
María José3 Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2611-6
Reflexión clara, crítica y actual sobre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.
El autor, de profunda preparación en los distintos campos de investigación sobre
esta materia, presenta a Jesús de Nazaret en su realidad histórica y como Hijo querido
del Padre, enviado para salvar a la humanidad. El presente libro resultará singularmente
útil para cualquier lector que se interese por su identidad cristiana, desee conocer la
situación actual de los innumerables estudios en esta disciplina teológica, y ansíe dar
razón de su fe y anunciar la presencia del Resucitado en el mundo

JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ ALONSO, licenciado en Teología por la Universidad


Gregoriana de Roma, doctor en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca
(previos estudios de doctorado y tesis en la Westfälische Wilhelms-Universität de
Münster, Alemania) y doctor en Filología, especialidad Germánicas, por la Universidad
de Salamanca; ha sido profesor de Eclesiología y de Estudios Culturales de Estados
Unidos en la Universidad de Salamanca.

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Índice

Portada
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Introducción general
Capítulo 1: El Jesús histórico
1.1. El Jesús de la historia
1.2. Atracción y trascendencia del estudio sobre el Jesús de la historia
1.3. La interminable búsqueda de Jesús de Nazaret
1.4. Del Jesús histórico a la Iglesia, comunidad de discípulos de Jesús
a) La Iglesia en el evangelio según Mateo
b) La Iglesia en el evangelio según Marcos
c) La Iglesia en el evangelio según Lucas
Capítulo 2: Presupuestos de estudio y cuestiones metodológicas
2.1. Euvagge,lion o buena noticia
2.2. Tras la huella de los Evangelios
2.3. La recepción de la comunidad eclesial
2.4. Los cuatro evangelios
2.5. El desarrollo de la tradición del Evangelio de Jesús
a) Las palabras y los hechos de Jesús
b) La predicación apostólica
c) La composición escrita de los evangelios
2.6. Reconocer al Jesús histórico
a) Criterio de dificultad
b) Criterio de discontinuidad
c) Criterio de testimonio múltiple
d) Criterio de coherencia
e) Criterio de rechazo y ejecución
f) Criterio de huellas del arameo
g) Criterio del ambiente palestino
h) Otros criterios varios
2.7. La Iglesia católica y la investigación de la Biblia
2.8. Conclusión
Capítulo 3: La esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento. Una introducción a la
historia de Israel
3.1. Los orígenes de un pueblo: la tierra y sus habitantes. Los Patriarcas
3.2. Bajo el poder de Egipto
3.3. La conquista de Canaán

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3.4. La época de los Jueces
3.5. La institución monárquica
3.6. La monarquía dividida: el reino del Norte y el reino de Judá
3.7. El exilio en Babilonia
3.8. La restauración en la época persa
3.9. La época helenística
3.10. Conclusión
Capítulo 4: El contexto de la vida de Jesús
4.1. La figura de Jesús de Nazaret: una semblanza
4.2. La tierra de Jesús
4.3. Bajo el imperio de Roma
4.4. Herodes el Grande
4.5. Palestina
4.6. Galilea
4.7. Judea
4.8. La familia de Jesús
4.9. Jesús y Juan el Bautista
4.10. El ministerio de Jesús
4.11. La familia nueva de Jesús
4.12. Los discípulos
4.13. Los Doce
4.14. Enemigos de Jesús
Capítulo 5: El anuncio del reino de Dios
5.1. El reino de Dios
5.2. Poder y soberanía de Dios en el Antiguo Testamento
5.3. El reino de Dios, centro del mensaje de Jesús
5.4. Significado de basilei,a tou, Qeou/ o reino de Dios
5.5. La predicación de Juan el Bautista
5.6. El reino de Dios en la predicación de Jesús: el reino está cerca
5.7. Presente y futuro del reino de Dios
5.8. El contexto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios
5.9. Ha llegado el reino de Dios
5.10. El reino de Dios es para los pobres y excluidos del mundo
5.11. La dimensión futura del reino de Dios
5.12. Reinterpretando el reino de Dios: Opiniones de exegetas y teólogos
5.13. Los valores permanentes del reino de Dios
Capítulo 6: Actitudes y milagros de Jesús de Nazaret
6.1. Las acciones de Jesús narradas en los evangelios
6.2. El concepto de milagro
6.3. Las curaciones (exorcismos y terapias) de Jesús
6.4. El estilo de vida de Jesús: familia y comidas
6.5. Significado teológico de los milagros de Jesús

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Capítulo 7: Sobre los títulos de Jesús
7.1. Cuestión introductoria
Capítulo 8: El Hijo del hombre
8.1. Jesús, el Hijo del hombre
8.2. Origen de la expresión «Hijo del hombre»
8.3. Palabras de Jesús que evocan al Hijo del hombre
8.4. Opiniones acerca de la expresión «Hijo del hombre»
8.5. Significado de la expresión «Hijo del hombre»
Capítulo 9: El Mesías
9.1. Jesús, el Mesías
9.2. Significado del término «Mesías»
9.3. «Mesías» en el Antiguo Testamento
9.4. El «Mesías» en el Nuevo Testamento
a) La confesión de Pedro
b) La pregunta del sumo sacerdote ante el sanedrín
c) Jesús y una mujer de Sicar
d) Jesús, el rey de los judíos
9.5. Conclusiones
Capítulo 10: El «Hijo de Dios»
10.1. Jesús, el «Hijo de Dios»
10.2. El mundo de los dioses paganos y el concepto de «Hijo de Dios»
10.3. «Hijo de Dios» en el Antiguo Testamento y en el judaísmo
10.4. «Hijo» e «Hijo de Dios» en los escritos de los Evangelios
a) Marcos
b) Mateo
c) Lucas
d) Juan
10.5. Conclusión
Capítulo 11: El conflicto final de Jesús
11.1. La muerte de Jesús
11.2. El conflicto en la vida de Jesús
11.3. Jesús se enfrenta a la muerte y deja entrever su alcance
11.4. La muerte del Profeta
11.5. La muerte del Justo
11.6. La muerte del Siervo sufriente
11.7. La pasión de Jesús
11.8. Referencias evangélicas al sufrimiento de Jesús
11.9. Las predicciones de los sufrimientos y de la pasión de Jesús
11.10. Los relatos de la pasión de Jesús
11.10.1. La oración en el huerto de Getsemaní
11.10.2. El prendimiento de Jesús
11.10.3. Jesús ante el sanedrín

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11.10.4. Jesús ante el tribunal romano
11.10.5. El camino de la cruz y la crucifixión
11.10.6. La muerte de Jesús
Capítulo 12: La última cena de Jesús
12.1. Los relatos de la cena
12.2. Cena pascual y cena de Jesús
12.3. La última cena y la eucaristía
12.4. Conclusión
Capítulo 13: ¡Resucitó!
13.1. Dios lo resucitó
13.2. La experiencia pascual
13.3. Los relatos pascuales
13.4. La tradición del sepulcro vacío
13.5. Las apariciones de Jesús
a) Las apariciones a las mujeres
b) La aparición a Pedro
c) Apariciones a los Once en Jerusalén
d) Aparición a Tomás
e) La aparición en el camino a la aldea de Emaús
f) Apariciones en Galilea
13.6. La tradición sobre la fe pascual
13.7. Lenguaje del Nuevo Testamento y realidad sobre la nueva vida de Jesús
Capítulo 14: La fe de la Iglesia en Jesús de Nazaret, o Credo eclesial
14.1. La fe de la Iglesia en Jesús
14.2. Principales rasgos cristológicos de los evangelios
14.3. La fe en Jesús y el diálogo con el mundo de la cultura
14.4. Pensamiento cristológico en el periodo preniceno
14.5. Errores sobre Jesús en el cristianismo naciente
14.6. El camino hacia el Concilio de Nicea[80]
14.7. El Concilio I de Nicea (325)
14.8. El Concilio de Constantinopla I (381)
14.9. Entre Constantinopla y Calcedonia
14.10. El Concilio de Calcedonia (451)
14.11. Conclusión
Conclusión final
Glosario[1]
Bibliografía general

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Dedicatoria

En el seguimiento del Galileo más universal,


cuyos hechos y palabras anunciaron proféticamente
el camino del reino de Dios.
Con curiosidad, humildad, admiración y esperanza en él,
que señaló un futuro perdurable y luminoso.

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Prólogo

Accedo con gusto y con gratitud a la invitación de Juan José Hernández Alonso de
prologar el presente libro, Jesús de Nazaret: Sus palabras y las nuestras, por dos
razones: Por nuestra larga amistad y porque lo he leído detenidamente, con atención, con
gusto y hasta con devoción, y reconozco que me ha sido de gran provecho.
Conocí al autor en el año 1947, como alumno del Seminario diocesano de Ciudad
Rodrigo, dos cursos posteriores al mío. Después él estudió la Teología en Roma; a mí me
correspondió Salamanca. Nuestra amistad se consolidó en el curso 1959-1960 en el
Convictorio sacerdotal de Ciudad Rodrigo. En julio de 1960 fuimos enviados los dos,
junto con otro compañero, Juan Medina (q.e.p.d.), a Alemania, a la diócesis de
Rottenburg/N, hoy Rottenburg-Stuttgart, para el servicio pastoral a los emigrantes
españoles, con la preparación previa en el ministerio de vicarios parroquiales en
parroquias alemanas.
Juan José, ya para entonces, apuntaba maneras de lo que había de ser después su
oficio y su pasión: el estudio y la enseñanza de la Teología, fruto maduro de lo cual es el
presente libro. Digo que Juan José ya apuntaba maneras porque, mientras Juan Medina y
yo nos fuimos a Alemania ligeros de equipaje, Juan José iba equipado con una maleta de
libros de Teología cuyo peso nos repartíamos por turnos en los cambios de estación por
los túneles del Metro de París.
Juan José compatibilizó su servicio a los emigrantes españoles, primero en
Alemania, después en Inglaterra, con el estudio de la Teología alemana y la anglosajona,
que más tarde amplió en los Estados Unidos de América. Completaba así su estudio en
Roma, antes del Concilio Vaticano II, con la Teología postconciliar desde otra doble
perspectiva: la alemana y la anglosajona.
Tuvo la oportunidad de comunicar sus conocimientos en el breve tiempo que ejerció
como profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca y, aunque posteriormente ha
sido profesor de Filología Inglesa en la Universidad de Salamanca, nunca abandonó el
estudio y el interés por la Teología. La prueba de esta trayectoria de toda una vida es esta
obra que tengo el honor de presentar.

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Pero no me mueve solamente mi amistad con el autor a escribir esta sencilla
presentación; no sé si puede llamarse «prólogo», porque es un género literario que no he
cultivado. Me mueve también, y sobre todo, la gratitud, porque a mí me ha sido
provechosa su lectura y no puedo sino recomendarla a quienes tengan interés por
acercarse adecuadamente a la persona, vida y obra de Jesús de Nazaret, el Cristo.
Después de una atenta lectura, considero que bien puede ser colocado este estudio
sobre Jesús de Nazaret en la lista de las buenas publicaciones de este género; algunas ya
clásicas, otras más recientes; todas, sin embargo, actuales. Por citar algunas, sin que
suponga excluir otras, considero que el libro del Dr. Hernández Alonso no solo no
desmerece, sino que está a la altura del Jesús. Historia de un Viviente, de E.
Schillebeeckx; del Jesús de Nazaret. Mensaje e historia de Jesús, de Joachim Gnilka; de
la obra Jesús de Nazaret, de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI); del Jesús. Aproximación
histórica, de José Antonio Pagola..., entre otras. Cito solo algunos de los libros sobre
Jesús más leídos últimamente; me abstengo de un juicio de valor o de manifestar mis
preferencias. Con esta afirmación solo quiero expresar mi convencimiento de que el libro
que prologo reúne las condiciones exigidas para poder medirse con estas y similares
publicaciones.
Fundamento mi opinión, no solo mi impresión, en que el libro sobre Jesús de Juan
José Hernández Alonso es, en primer lugar, el resultado de la lectura y valoración crítica
de lo más importante que se ha publicado sobre este aspecto de Jesús como figura
histórica en los últimos tiempos, no solamente en el ámbito europeo, sino también en el
mundo anglosajón.
En el libro se mantiene firme la tesis común de la historicidad de Jesús, patente en
los textos sagrados y en la Tradición de la Iglesia desde sus orígenes, confirmada por los
testimonios profanos o apócrifos, que, aunque escasos y algunos menos fiables, son
suficientes para no poner en duda la existencia de Jesús en la historia.
La interminable y fascinante búsqueda del Jesús de la historia –desde la época de la
Ilustración hasta nuestros días– simboliza el afanoso y resbaladizo intento de la reflexión
teológica sobre la figura de Jesús y la inagotable riqueza de su persona y su mensaje.
Como el mismo autor manifiesta, «la búsqueda del Jesús histórico siempre es
fructífera, pese a sus dificultades y limitaciones; pero el Jesús histórico que encontramos
no es suficiente ni puede agotar el sentido de nuestra fe cristiana. Nunca llegaremos a

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descubrir un Jesús histórico al que podamos identificar con el auténtico y verdadero
Jesús».
Por eso, no menos importante es la línea constante y el empeño del autor en que el
rigor del investigador sobre Jesús en la historia no oculte la condición del autor como
creyente en Jesús, el Hijo de Dios, Señor y Salvador. Con la misma fuerza con que se
presenta a Jesús en su historia humana, se le presenta en su origen divino, en su misión
mesiánica, como Señor y Salvador. Aspectos estos fundamentales, reconocidos y
demostrados también en la historia de los creyentes y discípulos de Jesús, en su tiempo y
posteriormente.
La importancia en esta obra de la doble línea de fidelidad histórica, desde la historia
terrena de Jesús y la de la fe de los creyentes, aparece por ejemplo en la línea de
continuidad de las expectativas mesiánicas del Antiguo Testamento con el tramo histórico
de Jesús de Nazaret, desde su nacimiento hasta su muerte; con el Cristo Resucitado
creído, confesado y vivido por sus discípulos y por la Iglesia; con la esperanza de su
venida en majestad, como aparece en los escritos neotestamentarios y en la fijación de la
fe cristiana en los primeros concilios.
Los medios y los métodos históricos de aproximación a Jesús en su historia terrena
no son aplicables para acercarnos al acontecimiento de su resurrección y al Cristo
Resucitado y vivo y presente hoy, aunque no perceptible por los sentidos. Pero no es
menos real el Jesús de Nazaret que el Cristo de la fe. Al primero, a Jesús de Nazaret, se
puede acceder, aunque con dificultades, por los métodos históricos, como a cualquier
personaje histórico de hace veinte siglos del que quedan testimonios. Al segundo, al
Cristo que resucita y vive para siempre y vendrá con gloria, y que es el mismo Jesús de
Nazaret, se accede por la fe, que es también un medio válido, no ilusorio ni en
contradicción con la razón o con la historia, para llegar al conocimiento de una persona
real.
El autor trata este importantísimo punto, por ejemplo, al hablar de la resurrección
del Señor, acontecimiento trascendental en Jesús de Nazaret, aunque ya no pertenezca a
su historia terrena, pero que no es menos real que su nacimiento, vida o muerte.
Dice así: «La resurrección de Jesús no pertenece ya a la historia terrena. Los
métodos históricos no pueden comprobar el hecho de la resurrección. El Resucitado
trasciende el espacio y el tiempo, aunque su persona se mezcle con los trazos propios y

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singulares del Jesús histórico. En este sentido, y singularmente por la centralidad de la
creencia en Jesús Resucitado desde los mismos comienzos del cristianismo, el Jesús de la
fe está íntimamente relacionado con el Jesús de la historia, y sin la resurrección no podría
explicarse la religión cristiana. Desde esta perspectiva, cabe entender de alguna manera el
componente histórico de la resurrección de Jesús. La continuidad del Jesús de la historia
y el Cristo de la fe es incontrovertible. El crucificado y el glorificado son una única
realidad».
Sin caer ni en una apologética acrítica o por imperativo categórico, ni en una especie
de biografía devota de Jesús, el autor mantiene permanentemente en la obra el rigor del
investigador bien informado, el acertado discernimiento en lo que es opinable y, al mismo
tiempo, el respeto, la fidelidad y el afecto del creyente. No es irrelevante el lenguaje claro
y asequible y el buen castellano, dentro de la dificultad de algunos puntos
Por lo mismo, considero este libro adecuado para una puesta al día sobre el estado
de la cuestión sobre Jesús, que, de una u otra forma, viene planteándose desde hace
varios siglos, pero, sobre todo, desde el siglo XIX. Por otra parte, puede ofrecerse este
libro como alimento espiritual del lector creyente en Jesucristo. Su lectura suscita la
admiración por su persona, fortalece la fe del lector y le ofrece medios y recursos para
ser su mensajero y testigo.
A mí, personalmente me ha encantado su lectura y me ha servido para un mejor y
más actualizado conocimiento de Jesús y de lo que de él se piensa y se escribe, y para
responder a las dos preguntas que, como a sus discípulos, nos hace a todos el Señor (cf.
Mt 16,13ss): ¿Qué se dice de mí por ahí? «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» ¿Quién
es Jesús hoy para tantos que no lo conocen y para los que hablan de él y lo estudian? ¿Y
quién es Jesús para mí? Considero que la lectura del presente libro puede ofrecernos una
valiosa ayuda para responder adecuadamente a esta doble pregunta.

† JOSÉ SÁNCHEZ GONZÁLEZ


Obispo emérito de Sigüenza-Guadalajara

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Introducción general

Con curiosidad, admiración y respeto, hombres y mujeres de todos los tiempos –


creyentes y no creyentes– nos hemos preguntado por Jesús de Nazaret. ¿Quién es ese
hombre, de origen humilde, predicador y sanador infatigable y aclamado en las ignoradas
aldeas de Galilea, alejadas del poder imperial de Roma y de la pureza religiosa del pueblo
de Israel? ¿Por qué un hombre, ejecutado por sus pretensiones de ser «rey de los
judíos» se convirtió rápidamente en el centro de un movimiento religioso que marcaría el
rumbo espiritual y cultural del mundo occidental? ¿Por qué un crucificado ha despertado
tantos interrogantes, inquietudes y esperanzas en el corazón del ser humano? ¿Qué razón
existe para que la memoria de un galileo perviva en tantos millones de personas, de toda
condición económica, religiosa y social y a través de toda la historia del cristianismo?
Esta pregunta múltiple sobre Jesús de Nazaret aparece ya expresamente formulada
en los propios orígenes del cristianismo. En la Galilea superior, en una ciudad llamada
Cesarea de Filipo, en honor de un hijo de Herodes el Grande, la antigua Panias (Banias,
en la actualidad), en una región pagana y fuertemente relacionada con actividades
visionarias y con el César de Roma, Jesús pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los
hombres que soy yo?» (Mc 8,27). Las opiniones del pueblo, aunque apropiadamente
hacen referencia al carácter profético de Jesús, son realmente incompletas. Por eso Jesús
se dirige a sus discípulos y les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc
8,29). Pedro respondió así: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Es decir, Jesús es el Cristo,
el Mesías escatológico, el último rey de Israel que enseñará los caminos de Dios a todos
los reyes del universo, sometiéndolos y derrotándolos. Como gran novedad, esta misión
mesiánica se realizará a través del sufrimiento y de la muerte: «el Hijo del hombre tenía
que sufrir mucho, y ser rechazado por los ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas,
y sufrir la muerte, y después de tres días resucitar» (Mc 8,31). Precisamente, el
Crucificado y Resucitado –y solo él– traerá la salvación a Israel y a todos los pueblos de
la tierra.
Esta confesión de Pedro bien puede ser, como opina J. Marcus, «el eco de una
confesión cristiana primitiva, que conocían ya los lectores de Marcos por sus propios
oficios litúrgicos» [1] .

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A partir de la respuesta de Pedro, la pregunta de Jesús de Nazaret ha provocado
infinidad de soluciones, impregnadas de múltiples concepciones bíblicas, filosóficas y
teológicas, en un renovado afán por descubrir la auténtica figura del Salvador del mundo.
Es claro que los escritos del Nuevo Testamento, inspirados en las Escrituras
hebreas, ofrecen una abundante variedad de cristologías, en las que se encuentran
diversos títulos –Mesías, Hijo del hombre, Señor, Hijo de Dios, incluso, Dios– aplicados
a Jesús de Nazaret. Animados por esta riqueza doctrinal, cristianos de todas las épocas
de la historia han expresado su fe, conformándola a sus propias representaciones
culturales. De esta forma, la imagen del Jesús de la historia aparece unas veces como
maestro ético, perseguidor de un preclaro ideal religioso y otras como personaje
revolucionario, intolerante con las actitudes morales de los dirigentes políticos y religiosos
de Israel. Asimismo, biblistas y teólogos se centran, tanto en su humanidad, resaltando
las propiedades inherentes en la misma, como en su divinidad, llamándolo Logos, Cristo,
Señor y Salvador [2] .
Esta permanente búsqueda de la identidad de Jesús de Nazaret es una prueba
inequívoca de la centralidad de la cuestión en la cristología. Ella nos conduce
inevitablemente a la consideración del hecho bíblico por excelencia: la existencia histórica
de Jesús de Nazaret y la profesión de fe en Cristo, el Señor. Hecho e interpretación
constituyen inseparablemente el hecho bíblico por antonomasia. La historia –el Jesús que
vivió en Palestina y murió en una cruz– queda muda sin la interpretación y la
interpretación –la fe en el Resucitado– sin la historia, hueca y vacía [3] .
Resulta innecesario afirmar que, como teólogo cristiano que emprende este trabajo
ayudado por el conocimiento de las ciencias filológicas, mi profesión de fe proclama la
verdadera divinidad y verdadera humanidad de Jesús, que en su existencia histórica
predicó la buena nueva del reino de Dios, sanó a los hombres más necesitados, padeció y
murió y Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor del universo.
Después de tantos estudios de investigación sobre Jesús de Nazaret, mis
pretensiones de llevar alguna novedad a los lectores sobre él se desvanecen
irremediablemente. Mi fuerza argumentativa son los conocimientos de innumerables
teólogos y biblistas en cuyo saber me amparo y a quienes me siento muy agradecido. No
pretendo sugerir que mis conocimientos bíblicos y teológicos en esta materia sean
intrascendentes. En mis estudios de licenciatura en teología en la Universidad Gregoriana

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de Roma y de doctorado, orientado a la eclesiología, en la Universidad de Münster en
Westfalia (Alemania), advertí que la dogmática es incomprensible sin la escritura, la
Iglesia sin el reino y que ningún estudio teológico, en general, tiene otro centro que no
sea Cristo, el Señor. Recuerdo, además, con lúcida añoranza y hondo contento, el curso
de cristología que di a teólogos protestantes en la Facultad del Garrett-Evangelical
Theological Seminary, en la atractiva y ecuménica ciudad de Evanston, a las orillas del
hermoso lago Michigan, en los Estados Unidos de América. Fue una experiencia única y
enriquecedora, y como tal la recuerdo. En esta ocasión, escribo por pura curiosidad
intelectual y satisfacción personal, en busca del fundamento de mi fe cristiana. Yo sé que
Jesús es inabarcable, que su persona es cautivadora y su mensaje original y fascinante.
Por eso, sin pretensiones académicas ni restricciones de tiempo, me embarco cual seeker
[buscador] indigente, ingenuo y curioso, en la búsqueda de aquel que ha cautivado mi
existencia por haberme enseñado la paternidad de Dios y la hermandad entre los hombres
y haberme mostrado un futuro esplendoroso, en el que, como dice el Apocalipsis de
Juan, el Señor Dios lucirá sobre toda la creación y reinará por los siglos de los siglos (Ap
22,5).
No me cuestiono en estos momentos la oportunidad de publicar un nuevo libro
sobre Jesús de Nazaret, aunque soy plenamente consciente tanto de la imposibilidad de
reconstruir su vida, en el sentido más estricto de la ciencia histórica moderna, como de
hacer alguna aportación novedosa a tantos estudios serios sobre esta materia.
Paradójicamente, en esta innegable debilidad encuentro yo mi fuerza. Aparte de
excelentes y minuciosos estudios sobre la vida de Jesús de Nazaret, siempre aparece en
el horizonte de la persona y de su mensaje la salvación de Dios, ofrecida en él a toda la
humanidad. Ningún ser humano puede realizar por sí mismo esa salvación, ninguna
forma de liberación científica y social es capaz de llenar las ansias de bondad y
compasión de la persona, ninguna experiencia religiosa puede sustituir la originalidad
salvífica que nos ofrece el Resucitado. Mi estudio va encaminado a conocer mejor a
Jesús, la auténtica salvación del mundo.
El objetivo de este libro no es entrar en discusión con las variadas corrientes
cristológicas, antiguas y modernas, con pretensiones de aportar alguna interpretación
relevante en el campo de la cristología. No es mi intención polemizar sobre tantas
cuestiones abiertas en torno a la figura de Jesús de Nazaret. Me resulta imposible entrar

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en el análisis de la abundante literatura bíblica y teológica sobre Jesús, desplegada
especialmente en los últimos tiempos. Mi aspiración es, sencillamente, presentar a Jesús
de Nazaret con el lenguaje más transparente y asequible posible, mostrar los contenidos
más esenciales de su mensaje y, al tiempo, poner de relieve la sencillez y espontaneidad
de sus palabras frente a la complejidad y, en ocasiones, artificiosidad de las nuestras.
He llevado a cabo este trabajo recogiendo el ingente material que la exégesis –
católica y protestante– ha utilizado para aproximarse al conocimiento de la figura de
Jesús de Nazaret y juzgando críticamente el valor de los argumentos utilizados. Esta y no
otra es la función del teólogo, necesitado de la Escritura, pero libre para evaluar y elegir
las opiniones de los exegetas. Y, sobre todo, me he acercado con esmero y dedicación al
Jesús de los evangelios, de vida diáfana y mensaje luminoso.
En el estudio de Jesús de Nazaret he empleado el método histórico-crítico que,
como opina González-Faus, se acomoda fácilmente a la situación de secularización del
mundo actual (sustituyendo una cristología «deductiva» por una «genética») y hace
frente a un problema «cultural» de nuestra época [4] . También he recurrido a la fe,
consciente de que las ciencias históricas no solo no agotan el conocimiento de Jesús, sino
que dejarían sin solución cuestiones planteadas a lo largo de toda la historia. Razón y fe
se necesitan y se complementan mutuamente, como afirma el Concilio Vaticano II en
varios de sus documentos señeros [5] .
Los evangelios canónicos han sido mi primera y fundamental fuente de inspiración.
Doy por entendidas las cuestiones que hacen referencia al carácter histórico de los
mismos y a la hermenéutica para su comprensión. Me ciño exclusivamente a la
interpretación de estos escritos, que posibilitan el acceso al Jesús de la historia y al Cristo
de la fe. También han sido utilizadas otras fuentes, clásicas en esta materia, cuyo
conocimiento está al alcance de cualquier lector.
Los temas de investigación pretenden ofrecer una visión bastante amplia de la figura
de Jesús, tanto en su faceta histórica como desde el punto de vista de la fe. Para ello,
detallando los presupuestos de estudio y las cuestiones metodológicas, analizo el
trasfondo judío para llegar a los puntos esenciales de la cristología: el Jesús histórico, la
semblanza y contexto de su vida, el anuncio del reino de Dios, sus actitudes y milagros,
los títulos mesiánicos reivindicados por Jesús, el conflicto final de su vida y la celebración
de la última cena y, finalmente, la fe de la Iglesia en su Señor.

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Mis últimas palabras desean transmitir el agradecimiento sincero a tantos teólogos y
exegetas que, con sus investigaciones, han servido de inspiración y orientación en este
estudio. Personalmente creo que estudiar y conocer con más profundidad a Jesús es en sí
una alegre satisfacción y recompensa. Me he cerciorado de la generosidad y misericordia
de un hombre-Dios, que ama y acoge a las personas de todos los tiempos, sean
descendientes del pueblo de Israel o naciones de la gentilidad.
El libro lleva por título: Jesús de Nazaret: sus palabras y las nuestras. La palabra,
pese a ser el instrumento más sutil y poderoso del ser humano, siempre es frágil y
quebradiza. Incluso si invocamos teorías lingüísticas puede aparecer como inconsistente
y vacía de sentido en sí misma o necesitada de integración en estructuras gramaticales y
del discurso. Con la palabra, no obstante, afirmamos la sublimidad de Dios y confesamos
las verdades más firmes y liberadoras de nuestra fe cristiana. Hablamos de Jesús de
Nazaret de forma analógica y simbólica, amparados en la fuerza de su Palabra –de él
mismo– que nos comunica a Dios, su Padre y que trasciende los signos alfabéticos más
sagrados, los que encontramos en la Escritura, por ser el Logos, la Palabra, que existía al
principio con Dios y era Dios (Jn 1,1). Con la contraposición entre las palabras de Jesús
y las nuestras he querido significar el desfase evidente que existe entre el frescor original
del mensaje del Ungido de Dios y la fragilidad y, en ocasiones, pobreza en la formulación
que hacemos del mismo sus discípulos y seguidores. Salvar estas distancias –las que
median entre sus palabras y las nuestras– es la tarea de la teología en todos los tiempos,
que intenta expresar con valentía y belleza la peculiar originalidad del mensaje de Jesús.
Para finalizar esta introducción, quiero reseñar que las citas del Antiguo Testamento
y del Nuevo Testamento que se ofrecen en el libro están tomadas de la Sagrada Biblia
por Francisco Cantera y Manuel Iglesias, publicada en la BAC en el año 2003. Es una
Biblia científica, con versión crítica sobre los textos hebreo, arameo y griego, en la que
sobresalen la fidelidad textual y los comentarios de tipo filológico. A juicio de expertos
exegetas, es la más apropiada y conveniente para un estudio de estas características. Para
mí, ha sido extraordinariamente útil e instructiva; por ello, mi admiración y gratitud a
quienes, tan expertamente, han sabido descubrir y enseñar la inagotable riqueza de la
palabra de Dios.

[1] J. MARCUS , El evangelio según Marcos 8,22–16,8 (Salamanca: Sígueme, 2011), 701.

18
[2] Cf. E. RICHARD, Jesus: One and Many: The Christological Concepts of the New Testament Authors
(Wilmington: Michael Glazier, 1988), 26.
[3] Cf. F. FERNÁNDEZ RAMOS , Diccionario de Jesús de Nazaret (Burgos: Monte Carmelo, 2001), 649. J. I.
González Faus, La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19849 ), 15.
[4] J. I. GONZÁLEZ FAUS , La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19849 ), 15-
16.
[5] CONCILIO VAT ICANO II: Dei Verbum, c. III, 12; Lumen gentium, c. II, 9; Ad Gentes, c. II, 10.

19
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20
CAPÍTULO 1:
El Jesús histórico

21
1.1. El Jesús de la historia
En los últimos tiempos, la figura de Jesús de Nazaret ocupa el centro de las
manifestaciones populares de la fe, de las investigaciones históricas y de las reflexiones
teológicas. Así aparece en infinidad de libros y ensayos de alta especialización exegética y
teológica, en estudios temáticos de divulgación, en diarios y revistas de interés general de
amplia difusión e, incluso, en proyecciones cinematográficas y de televisión.
Estos estudios se caracterizan por su abundancia y su pluralidad y variedad de
enfoques, que conducen a conclusiones nítidamente diferenciadas, pese a que en todos
ellos existan unos trazos básicos que nos ayuden a dibujar la figura de Jesús de Nazaret.
Todas estas investigaciones poseen unas peculiaridades muy definidas: tienen un
planeado carácter interdisciplinar, prescinden parcialmente del interés teológico que,
teóricamente, debe mostrar todo estudio sobre Jesús, consideran seriamente las
aportaciones de documentos que no se encuentran en el canon tradicional de la teología
católica, conceden gran importancia a las ciencias históricas y a la metodología científica,
se realizan no solo en centros teológicos, sino también en departamentos de
universidades civiles y se producen tanto en Europa –particularmente en seminarios e
institutos alemanes– como en países de habla inglesa, especialmente en los Estados
Unidos.
No resulta o no debe resultar extraño que las ciencias y la teología se ocupen de la
búsqueda del Jesús de la historia. Se trata sencillamente de dar expresión al viejo
problema de la relación entre la fe y la ciencia, precisamente en aquellas cuestiones que
son fundamentales en la vivencia cristiana. Aunque resulte extremadamente difícil, por
las intrincadas urdimbres de las tradiciones y de los relatos bíblicos y su compaginación
con los datos de la historia, no es aconsejable renunciar a la búsqueda del Jesús de la
historia. Eliminar esta búsqueda de la correspondencia o armonía entre fe y ciencia sería
sencillamente disfrazar el sentido de la realidad histórica y de la fe en Jesús en este caso.
Indagar el Jesús de la historia, que aparece en los evangelios, es simplemente una
exigencia de la fe. Los esfuerzos por averiguar al Jesús de la historia, que aparece en los
evangelios, aunque sean arduos y complejos, resultan indispensables para la tradición
creyente. Los evangelios no pueden ser abandonados a la incuria y olvido de la ciencia,
exponiéndolos indebidamente a la leyenda y al escepticismo. En ellos se observa la
frescura de los relatos, la autenticidad de los hechos, la originalidad del mensaje, de tal

22
forma que ni siquiera pueden ser oscurecidos por la fe pascual de la comunidad. Los
vestigios de la historia en los evangelios son inequívocos y preceden a cualquier
consideración de índole teológica.
En todo caso, la investigación histórica no puede ser frenada ni obstaculizada por los
presupuestos dogmáticos. Es indudable que el interés que suscita la tradición evangélica
tiene un alcance que sobrepasa la dimensión de la historia y que la perspectiva pascual de
los seguidores de Jesús no se ciñe a parámetros de la ciencia histórica moderna. Pero
Jesús tiene una historia antes de su muerte y resurrección, antes de que la fe de sus
discípulos reconociera su filiación divina. La fe cristiana no es un mito ni una leyenda,
construidos sobre concepciones falsas, carentes de todo fundamento histórico. Los
contenidos del evangelio han sido construidos e interpretados, no por un interés histórico,
sino desde una perspectiva de fe. Lo humano, lo que ha ocurrido en la historia, es
convertido en divino, con la certeza que da la fe de la comunidad de los seguidores de
Jesús. Todo lo demás, es decir, aquello que no es recogido en las tradiciones orales y
escritas sobre Jesús como ocurrido en la historia, debe ser considerado ajeno a la fe
cristiana. La dimensión histórica de los evangelios reafirma la presencia de Jesús en la
humanidad, al tiempo que deja abierto el futuro escatológico de la soberanía de Dios.
Las interpretaciones históricas sobre Jesús no están llamadas a ofrecernos una
imagen detallada de su persona, de sus hechos y dichos y de su evolución psicológica.
No es necesario precisar detalles, ni debe olvidarse la percepción pascual de la
comunidad primitiva sobre Jesús. La crítica histórica moderna puede librarnos de muchos
defectos de interpretación. Sería ingenuo imaginar que los evangelios presentaran en
detalle la historia de Jesús; sin embargo, nos hablan de hechos y acontecimientos que,
como decía anteriormente, se caracterizan por su autenticidad y sencillez. La historia de
Jesús de Nazaret, narrada con trazos de tradición popular –tan alejada del concepto de
historia que tenemos en la actualidad– y orientada al conocimiento y práctica de una
comunidad creyente, alejada de todo saber científico, no solo no desvirtúa la realidad,
sino que la convierte en única y singular, dando cabida a la fe de la primitiva comunidad
cristiana.

23
1.2. Atracción y trascendencia del estudio sobre el Jesús de la historia
El interés por la figura de Jesús de Nazaret es manifiesto en los últimos años. Como he
dicho, en el esclarecimiento de su persona se centran estudios de toda índole, unos
tratando de profundizar en la idea tradicional de la comunidad eclesial, otros aplicando a
Jesús conceptos ajenos a todo quehacer teológico. Con estos planteamientos, han
aparecido estudios sobre Jesús llenos de fantasía y sensacionalismo junto a otros que,
aunque con perspectivas diferentes, conducen a una aproximación crítica a las tradiciones
orales de la comunidad primitiva y a los contenidos del evangelio.
En cualquier caso, el estudio del Jesús histórico es un tema central en la reflexión
teológica. La revelación definitiva de Dios al hombre, la encarnación, así como la
experiencia pascual de la comunidad después de la resurrección de Jesús, carecen de
todo sentido si no se cimientan en una realidad histórica. El mito y la leyenda no pueden
ser fundamento de lo auténticamente divino. Jesús, el que se conformó a nuestra
naturaleza y al que Dios resucitó de entre los muertos para ser ensalzado a la gloria de
Dios, no puede ser confesado por la comunidad cristiana como Señor si su existencia se
disfraza de mito y leyenda y no se conforma a la realidad histórica. El alejamiento de la
historia en el estudio sobre Jesús no conduce más que al docetismo, reduciendo toda la
riqueza de su persona a una mera apariencia estéril.
Las investigaciones históricas sobre Jesús de Nazaret arrojan mucha luz sobre su
persona, aunque estén llenas de múltiples dificultades de índole muy diversa. Nos
encontramos en primer lugar con la confrontación entre el Jesús histórico y el Cristo de la
fe, que suscita profundos desencuentros, originados a veces por meros prejuicios, tanto
en el campo bíblico como en el de las ciencias históricas y sociales. También, la
terminología, metodología, presupuestos y conceptos son muy variados en las reflexiones
sobre Jesús. Ello nos lleva a pensar que la tarea para llegar al conocimiento del Jesús de
la historia es ardua y, a veces, desalentadora.
En este estudio, es necesario tener presente las afirmaciones de uno de los más
eminentes y eruditos exegetas católicos, J. P. Meier. Al comienzo de su gran obra sobre
Jesús constata: «Por “Jesús histórico” entiendo el Jesús que podemos recuperar, rescatar
o reconstruir utilizando los medios científicos de la investigación moderna. Dada la
fragmentariedad de nuestras fuentes y el carácter frecuentemente indirecto de los
argumentos que tenemos que emplear, este “Jesús histórico” será siempre una

24
elaboración científica, una abstracción teórica que no coincide ni puede coincidir con la
realidad total de Jesús de Nazaret como realmente vivió y actuó en Palestina durante el
siglo I de nuestra era» [1] .
De forma categórica, este reconocido exegeta afirma: «El Jesús histórico no es el
Jesús real. El Jesús real no es el Jesús histórico» [2] . Y en el sentido de «real» considera
diferentes grados. Pese a la existencia incuestionable de una persona, nadie puede
conocer la realidad total de la misma, sencillamente porque, por su propia naturaleza, el
conocimiento histórico es limitado. Acerca de muchos personajes de la historia moderna,
de los que disponemos de numerosos datos empíricos, podemos trazar un retrato
«razonablemente completo» de su realidad, pese a que las interpretaciones de dichos
datos sean muchas y diferentes. De personajes de la historia antigua, de los que tenemos
materiales menos abundantes, podemos reconstruir a veces un retrato fiable. Sin
embargo, carecemos de fuentes suficientes para reconstruir un retrato razonablemente
completo de la figura de Jesús.
Hablando del Jesús histórico, este autor dice: «Jesús vivió aproximadamente treinta
y cinco años en la Palestina del siglo I. Cada uno de esos años estuvo lleno de cambios
físicos y psicológicos. Incluso antes de que empezase su ministerio público, buena parte
de sus palabras y hechos habían tenido como testigos a su familia y amigos, sus vecinos
y clientes. En principio, estos acontecimientos estaban entonces a disposición del
interesado en indagar. Luego, durante aproximadamente los tres últimos años de su vida,
mucho de lo que Jesús dijo e hizo ocurrió en público o al menos delante de sus
discípulos, especialmente de aquellos que viajaban con él. De nuevo, en principio, se
trata de unos acontecimientos que podían llegar entonces a conocimiento del celoso
indagador. Sin embargo, la gran mayoría de esos hechos y palabras, el historial
“razonablemente completo” del Jesús “real”, se encuentra hoy irremediablemente
perdido para nosotros» [3] .
De forma más categórica, se pronuncia Meier, afirmando: «No podemos conocer al
Jesús “real” mediante investigación histórica, ni su realidad total ni siquiera un retrato
biográfico razonablemente completo» [4] .
En cambio, sí podemos conocer al «Jesús histórico». El Jesús de la historia no es
absolutamente inalcanzable a los medios técnicos de la moderna investigación científica.
R. Aguirre sostiene que «ningún historiador serio pone hoy en cuestión la posibilidad de

25
acceder al Jesús de la historia» [5] . Disponemos de escritos suficientes para trazar los
rasgos más importantes de Jesús, según los medios científicos de la investigación
histórica. Parece evidente que no podamos llegar a conocer al Jesús real, a la totalidad de
su persona y que tengamos que conformarnos con algunos aspectos de su vida. Tampoco
debemos confundir el «Jesús real», conocido «mediante estudio y raciocinio» y el «Jesús
teológico», sostenido «mediante la fe», como expresa Meier [6] . Una cosa es la reflexión
teológica sobre Jesús, con métodos y criterios propios de esta ciencia, es decir, la
cristología, que tiene a Jesucristo como objeto de la fe cristiana, y otra muy distinta la
investigación de la persona de Jesús mediante los métodos modernos de las ciencias
históricas.
El Jesús de la historia –y vuelvo una vez más a citar a J. P. Meier– es una
abstracción y construcción moderna, surgida en la época de la Ilustración y su búsqueda
«puede reconstruir solo fragmentos de un mosaico, el ligero esbozo de un fresco
descolorido que permite muchas interpretaciones» [7] .
Acerca de la búsqueda del Jesús histórico, otro famoso teólogo, especialista en
Nuevo Testamento a nivel mundial, James D. G. Dunn, señala una serie de hechos, que
se me antojan significativos para la comprensión del tema. Este teólogo pone de
manifiesto la dificultad de definir el sentido de la expresión «Jesús histórico» (aquel,
como él dice, «reconstruido por la investigación histórica») y de los intentos de
sustitución del «Cristo de la fe» por el «Jesús de la historia». Siguiendo la
argumentación, este biblista, perteneciente a la confesión anglicana, establece dos
corolarios de extrema importancia, a saber, que sin la fe de la tradición eclesial resulta
imposible acceder al Jesús de la historia –el acceso a Jesús de Nazaret solo es posible en
«la medida en que fue recordado» (explicado en su libro Jesus Remembered [Jesús
recordado])– y que ninguna fuente goza de la pureza y autenticidad que proporcionan los
evangelios canónicos. El único Jesús que realmente podemos encontrar en cualquier
búsqueda es el «Jesús de los evangelios», aquel que con sus palabras y hechos dio origen
al cristianismo [8] . Su pensamiento puede resumirse en el párrafo que cierra su libro:
«No hay un “Jesús histórico” creíble tras el retrato de los evangelios que se distinga del
Jesús emblemático de la tradición sinóptica. No tenemos a nuestra disposición un Jesús
galileo distinto de aquel que dejó tan profunda huella en y a través de la tradición de
Jesús. No obstante, este es con toda seguridad el Jesús histórico que el cristiano desea

26
encontrar». Y se pregunta retóricamente: «¿Deberían el exegeta y el historiador
contentarse con menos?» [9] .
Tomadas en consideración estas reflexiones y conscientes de las limitaciones tanto
en los métodos como en los resultados sobre el Jesús histórico, nos aventuramos a la
apasionante tarea de la búsqueda, movidos no solo por la curiosidad científica y el
espectacular interés cultural del tema, sino, sobre todo, por descubrir la raíz histórica de
nuestra fe cristiana.

27
1.3. La interminable búsqueda de Jesús de Nazaret
La búsqueda del Jesús de la historia es un hecho persistente desde la época de la
Ilustración hasta nuestros días. No es por tanto un fenómeno nuevo. De hecho, es una
cuestión intrínseca a la fe cristiana, pese a que la reflexión y la polémica sobre el tema
pertenezcan a tiempos recientes. Si el cristianismo de los primeros siglos no hizo
problema de la relación entre el Cristo de la fe (creído y confesado) y el Jesús de la
historia, la cultura de la Ilustración, basada en el racionalismo y en la manifiesta
oposición a lo sobrenatural y tradicional, comenzó a cuestionar las religiones reveladas y
a poner en duda las seculares convicciones religiosas. La imagen de Jesús de Nazaret, el
centro de la fe cristiana, sufrió las invectivas de este movimiento cultural e intelectual
europeo y los evangelios, imágenes de esta figura, fueron sometidos a la investigación
crítica.
Los estudiosos de esta investigación, plasmada en muchas ocasiones en profundos
desacuerdos y múltiples enfoques enormemente diferenciados, hablan genéricamente de
la Old Quest (antigua búsqueda), de la New Quest (nueva búsqueda) y de la Third Quest
(tercera búsqueda), aunque esta última categoría, según algunos autores, carezca de
entidad propia. Todas estas investigaciones históricas discurren desde mediados del siglo
XVIII hasta la época actual [10] .
Hermann Samuel Reimarus (1694-1768) es considerado unánimemente el primer
investigador que inicia el camino de la búsqueda del Jesús histórico. Manuscritos inéditos
de este profesor de lenguas orientales en Hamburgo, publicados, en parte, por su
discípulo, G. E. Lessing, como «Fragmentos de Wolfenbüttel», abrieron los caminos de
la investigación histórica sobre Jesús, aún abiertos y, en buena medida, esperanzadores y
en constante actualización. Se suponía una búsqueda de Jesús desvinculada de la
tradición dogmática de la Iglesia católica, que proporcionase una imagen de Jesús libre de
todo prejuicio de épocas anteriores.
Los textos manuscritos de Reimarus, con gran carga de agudeza crítica a la par que
de resentimiento, provocaron reacciones muy diversas, como era de presumir, pero
abrieron indiscutiblemente un camino que conduciría inevitablemente al esclarecimiento
de la figura de Jesús de Nazaret.
La investigación acerca del Jesús histórico era fruto de la Ilustración y del
nacimiento de la historia como ciencia. Era lógico, en consecuencia, que dicha

28
investigación no pudiera verse libre de los prejuicios que estos movimientos proyectaban
sobre la religión. Como señala A. Schweitzer, los libros sobre Jesús de este periodo están
impregnados de un profundo carácter personal, en el que se observa claramente el odio o
el amor de los autores, movidos no tanto por el rigor científico cuanto por la agresión o la
defensa de los evangelios [11] . La sospecha de la Ilustración se centraba en la identidad
entre el Jesús de la historia y el que se nos presenta en los evangelios. Se ponía en tela de
juicio la unidad entre el Jesús objeto de la ciencia histórica y el presentado en los
evangelios y predicado por la Iglesia como Cristo de la fe. No es extraño que, con tales
presupuestos metodológicos, aparecieran en el ámbito de la religión imágenes de Jesús
cargadas de subjetivismo y carentes de imparcialidad.
La tesis central de Reimarus, expresada de forma concisa, es muy clara y sencilla, a
saber, el Jesús que vivió en Nazaret en el siglo I no es el mismo que el Cristo predicado
en los evangelios. El Jesús de la historia fue un personaje profético más entre los que
abundaron en el pueblo judío, fracasado y condenado a la muerte; los discípulos
convirtieron su fracaso en resurrección y lo proclamaron redentor y salvador por su
muerte en cruz. Era el Cristo de la fe.
Reimarus aplicó los principios del racionalismo a todos los acontecimientos narrados
en los evangelios y separó, por principios metodológicos, el mensaje de Jesús y la fe de
sus seguidores. Una cosa son los dichos y hechos de Jesús y otra, muy distinta, la
predicación que sus discípulos hicieron de ellos. Jesús fue un típico profeta apocalíptico
de Israel. Su predicación, centrada en el arrepentimiento, estaba concebida como anuncio
del reino de Dios. Este reino, expuesto prolijamente en imágenes y parábolas (entendido
por el pueblo sin necesidad de más explicaciones), se concebía, según Reimarus, como
temporal y personificado en Jesús, que liberaría a su pueblo de la opresión de Roma.
Esto sería el comienzo de un nuevo reino. Pero Jesús murió en el más estrepitoso
fracaso, abandonado de su Padre y de los hombres, atormentado en una cruz.
La lógica frustración de los discípulos, abandonados de nuevo a su incierta suerte
tras la muerte de Jesús, se tornó en seguridad y firmeza al proclamar la resurrección del
galileo. Robaron su cuerpo, afirma Reimarus, e inventaron la historia de la resurrección y
de un Mesías salvador de la humanidad, ascendido a los cielos y lleno de poder y gloria
sobre vivos y muertos. Los propósitos de Jesús y los de sus discípulos eran radicalmente
distintos.

29
El retrato del Jesús histórico pintado por Reimarus es, en palabras de J. Jeremias,
«absurdo y chapucero» [12] . La publicación de los «Fragmentos», un intento de
reemplazar la revelación por la razón y una búsqueda de un cristianismo sin dogmas,
provocó un enorme escándalo en la opinión pública religiosa, pero su importancia no
puede minimizarse. En adelante, comenzaría el debate histórico-crítico sobre Jesús, se
distinguiría nítidamente desde el punto de vista metodológico entre el Jesús de la historia
y el Cristo de la fe y aparecerían tratados abundantes sobre la vida de Jesús, como los
publicados por David Friedrich Strauss (1808-1874) [13] , Bruno Bauer (1809-1882) [14] ,
Ernest Renan (1823-1892) [15] o J. Weiss (1863-1914) [16] , entre otros.
Gran parte de las publicaciones sobre la búsqueda liberal de Jesús sobresale por su
actitud hostil hacia el cristianismo. Los autores, guiados por los principios de la
Ilustración y hostiles a la ortodoxia del cristianismo, dibujaron un Jesús histórico alejado
del judaísmo y de la predicación de la Iglesia católica. Los evangelios fueron
interpretados con criterios puramente humanos y la imagen de Jesús de Nazaret se redujo
a la de un mero predicador de moralidad, un reformador social, comprometido con los
pobres y oprimidos, un revolucionario político, un ser humano excepcional o, incluso, un
personaje de ficción. Los auténticos deseos de objetividad se habían convertido en
imágenes distorsionadas de la realidad histórica, en pura subjetividad en muchos casos.
La semblanza de estas vidas de Jesús estuvo inspirada en el descubrimiento de la
prioridad de Marcos sobre los otros evangelistas sinópticos. Los sencillos detalles del
evangelio de Marcos, cercanos aparentemente a los acontecimientos de la vida de Jesús,
se consideraron más fiables desde el punto de vista histórico y marcaron el tono de la
vida de Jesús, distinguida por el éxito en Galilea y convertida en sufrimiento, una vez
descubierta su auténtica misión que le conduciría a la muerte en cruz en Jerusalén.
Pese a tantos fallos y deformaciones, la búsqueda iniciada no resultó completamente
negativa. Hacia finales del siglo XIX, en 1882, el teólogo alemán, Karl Martin August
Kähler (1835-1912) publicó su obra Der sogenannte historische Jesus und der
geschichtliche, biblische Christus [«El así llamado Jesús de la historia y el Cristo bíblico
histórico»], en la que, aparte de una llamada de atención sobre el optimismo del
racionalismo y de la escuela liberal, introdujo dos famosas distinciones que, en adelante,
formarían parte del vocabulario de la cristología. Él distinguió entre «Jesús» y «Cristo»,
por un lado, y entre historisch (lo histórico) y geschichtlich (la historia), por otro.

30
Estaríamos ante una realidad –central en el cristianismo– que admitiría, según este
teólogo, una doble interpretación: la que constata los hechos históricos, interpretados con
meros criterios histórico-científicos, siempre abierta a multiplicidad de opiniones, y la
realizada a la luz del hecho de la resurrección y proclamación de Jesús como Señor, es
decir, fundamentada en la fe. Quedaba así planteada una doble alternativa para la
comprensión de Jesús: la de un Jesús cuyos hechos y palabras quedaban a merced de la
mera interpretación de la ciencia histórica (historisch) y la del Cristo, existencialmente
histórico (geschichtlich), proclamado por la Iglesia. El Jesús de la historia hace referencia
a Jesús de Nazaret, conocido por la investigación crítica de las ciencias humanas,
mientras que el Cristo de la fe es el Jesús conocido a la luz de la resurrección y
proclamado por la fe como Mesías y Señor [17] .
En el año 1901, aparece la importante obra de William Wrede (1859-1906), Das
Messiasgeheimnis in den Evangelien [18] . Este libro, ya establecida la prioridad del
evangelio de Marcos, puso de manifiesto el carácter teológico de este evangelista y en
consecuencia su naturaleza tendenciosa. Así se desprende del llamado «secreto
mesiánico» –el silencio que Jesús (el descrito por Marcos) impone a los espíritus
inmundos que lo reconocen como Mesías e Hijo de Dios– que más que un dato histórico
es un recurso literario del evangelista, producto de la fe de la comunidad cristiana
después de la resurrección. La comparación de los distintos pasajes de los sinópticos
convenció a Wrede de que el origen del secreto mesiánico no estaba en Jesús, sino en
Marcos. La identificación de Jesús como Mesías se produjo solamente a partir de su
muerte. No existe la menor duda, afirma este teólogo, de que «la idea del secreto
mesiánico es un concepto teológico».
La obra de Wrede planeó como una gran nube de dudas sobre la investigación
histórica de la vida de Jesús. Al poner en duda la fiabilidad de Marcos como fuente
histórica (y descartados con anterioridad otros relatos evangélicos más dudosos), se
produjo una situación de perplejidad, agravada con la publicación de la Historia de la
investigación sobre la vida de Jesús de A. Schweitzer.
Albert Schweitzer (1875-1965) publicó, en el año 1906, la obra Geschichte der
Leben-Jesu-Forschung, traducida al inglés por W. Montgomery con el nombre de The
Quest of the Historical Jesus, y de gran influencia, especialmente, en el mundo de habla
inglesa. Schweitzer rechazó la imagen de Jesús presentada por la teología liberal,

31
afirmando que era imposible su reconstrucción partiendo de los escritos evangélicos y de
las ciencias humanas. Los teólogos de la época habían pretendido deshacerse de las
ataduras del dogma y se habían enredado en los lazos de la filosofía y de las ciencias,
proyectando una imagen de Jesús acorde con sus ideales éticos, sociales o políticos. Su
célebre frase, que tomo de R. Aguirre, resume así esta idea: «Jesús, libre de las ataduras
con las que desde hacía siglos había estado atado a la roca de la doctrina eclesiástica (...),
no se detuvo en nuestro tiempo, sino que se volvió al suyo» [19] . El tiempo al que hace
referencia es el de la espera escatológica-apocalíptica. Jesús, argumentaba, no fue un
hombre moderno, sino «un extraño y un enigma» para la época contemporánea [20] . En
los textos de una escatología apocalíptica, Schweitzer distinguió dos etapas en la vida de
Jesús: por una parte, concienciado de su mesianismo, habría estado plenamente
convencido de la cercanía del fin. Así parece concluirse del misterio del reino de Dios, al
que se refiere Marcos (Mc 4,11), y el texto clave de Mateo, según el cual: «y cuando os
persigan en esta ciudad, huid a la otra; pues os digo de verdad: no agotaréis las ciudades
de Israel antes que llegue el Hijo del hombre» (Mt 10,23). Por otra, la profecía –referida
al tiempo– no se cumplió. Los discípulos regresaron de su misión y el mundo no
presenció la manifestación del Hijo del hombre. Pero Jesús no renunció a su misión.
Subió a Jerusalén y, con su muerte, esperaría definitivamente la llegada del reino de Dios.
Según Schweitzer, «el Jesús de Nazaret que se manifestó públicamente como Mesías,
que predicó la ética del reino de Dios, que fundó el reino de los cielos sobre la tierra y
murió para dar a su obra la consagración final, nunca existió». El auténtico conocimiento
de Jesús radica en la vivencia de su espíritu. En plena coherencia con sus postulados
teológicos, A. Schweitzer dedicó los últimos años de su vida al estudio de la medicina y a
su ejercicio en África, a la espera del tiempo escatológico.
La antigua búsqueda del Jesús histórico llegó a su fin con la obra de Schweitzer, una
vez que la euforia del liberalismo teológico había languidecido y aparecía en el escenario
teológico la figura dominante de R. Bultmann. Pese a las dificultades y errores
cometidos, la búsqueda no había sido infructuosa. Se habían establecido principios que
formarían parte de la naciente investigación bíblica. Se había incorporado a la ciencia
bíblica el documento Q y admitido la prioridad de Marcos. La distinción entre el Jesús de
la historia y el Cristo de la fe había quedado patente. Había cobrado realce y valor el
contexto del siglo I del judaísmo palestino en la interpretación de los temas bíblicos, así

32
como el trabajo de la primitiva comunidad eclesial en el conocimiento de la figura de
Jesús.
El escepticismo acerca del conocimiento del Jesús histórico que domina, en buena
medida, la primera mitad del siglo XX está representado en la figura del gran teólogo
alemán Rudolf Bultmann (1884-1976). Su postura respecto al tema del Jesús histórico ha
de entenderse en el contexto del descubrimiento de la «historia de las formas». Los
evangelios nacieron de pequeñas unidades independientes a las que dieron forma literaria
contextualizada los evangelistas (esta fue la gran aportación de K. L. Schmidt) y, además,
estas unidades habían surgido y se habían transmitido en diferentes ambientes de las
comunidades cristianas, guiadas por la fe (M. Dibelius,1883-1947) [21] . Con estos
descubrimientos bíblicos, la tarea de trazar la vida de Jesús se hacía mucho más ardua al
requerir no solo del estudio de las fuentes, sino también de las tradiciones orales. Y así,
Bultmann no solo duda de la posibilidad de acceder históricamente a Jesús, dada la
complejidad del material elaborado por las primeras comunidades cristianas, sino que,
además, considera innecesaria esta búsqueda desde el punto de vista teológico, ya que lo
importante es la adhesión del creyente al Cristo, predicado en el kerigma de la Iglesia. Lo
importante no es Jesús, sino el mensaje.
La autoridad de Bultmann pesó tanto en el mundo teológico y bíblico que en la
primera mitad del siglo XX apenas se produjeron aproximaciones importantes al Jesús
histórico. Solamente un célebre teólogo luterano, Joachim Jeremias (1900-1979),
formado en Jerusalén y perfecto conocedor de los textos y la cultura bíblica, se adentró
en este estudio, con excelentes aportaciones al mismo, especialmente en lo referente a la
invocación abbâ’, a las parábolas de Jesús y a la teología del Nuevo Testamento [22] .
En octubre de 1953, Ernst Käsemann, profesor de Nuevo Testamento en la
Universidad de Tubinga y discípulo de Bultmann, en desacuerdo con el escepticismo de
su maestro, pronunció una conferencia en Hamburgo titulada «El problema del Jesús
histórico» [23] , en la que abogaba por la vuelta a la investigación del Jesús histórico.
Dicha investigación, desprovista de los prejuicios y de los defectos de la primera
búsqueda, disponía ahora de nuevos métodos histórico-críticos: la crítica de las fuentes,
de las formas y de la redacción. Era impensable, según este teólogo, negar la relación
existente entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, y el kerigma del Nuevo Testamento
no podía prescindir del Jesús histórico. La fe cristiana no podía desvincularse de la vida

33
histórica de Jesús. Los evangelios no son historias, pero contienen material histórico;
tampoco son documentos míticos, y la fe no puede sustentarse solamente en el kerigma
eclesial. El Jesús histórico interpreta el kerigma y este al Jesús histórico. Käsemann, al
referirse al interés que debemos mostrar por el Jesús de la historia, dice: «(desinteresarse
del Jesús terreno) sería dejarse escapar que existen en la tradición sinóptica unos cuantos
elementos que el historiador, si quiere seguir siendo realmente historiador, tiene que
reconocer sencillamente como auténticos (...) El problema del Jesús histórico no ha sido
inventado por nosotros. Sino que es el enigma que nos propone él mismo» [24] .
La segunda búsqueda, iniciada por E. Käsemann, desencadenó un interés renovado
por la persona de Jesús y, en consecuencia, una oleada de publicaciones teológicas. Entre
los teólogos protestantes, en gran medida alemanes, se encuentran G. Bornkamm, H.
Conzelman, H. Braun, W. Pannenberg y J. Robinson y entre los católicos, R.
Schnackenburg, H. Küng, W. Kasper y E. Schillebeeckx.
El precioso y famoso libro de Günther Bornkamm, Jesús de Nazaret, se orienta en
la misma dirección de E. Käsemann, defendiendo la posibilidad y conveniencia de la
investigación sobre el Jesús histórico. En el capítulo titulado «Fe e historia en los
evangelios» afirma: «Nuestra tarea más urgente no será, pues, la de reafirmar la
verosimilitud histórica de tal o cual relato de milagro, que la crítica considera como una
leyenda, y de salvar tal o cual palabra del Jesús histórico que sin embargo no se explican
bien más que por la fe de la comunidad creyente. Tales operaciones intentadas aquí o
allá, no pueden remediar nuestra situación en su conjunto. Sin embargo, los evangelios
no autorizan de ninguna manera la resignación o el escepticismo. Por el contrario, nos
hacen sensibles a la persona histórica de Jesús, aunque de manera muy distinta de como
lo hacen las crónicas o los relatos históricos. Está bien claro: lo que los evangelios relatan
del mensaje de los hechos y de la historia de Jesús está caracterizado por una
autenticidad, una frescura, una originalidad que ni siquiera la fe pascual de la comunidad
ha podido reducir; todo eso remite a la persona terrestre de Jesús» [25] .
Edward Schillebeeckx, uno de los teólogos católicos más famosos y originales del
siglo XX, ha publicado dos relevantes libros para la interpretación cristológica: Jesús: un
experimento en Cristología y Jesús La historia de un viviente. Son de los mejores
trabajos sobre el Jesús histórico. Cito dos lugares, relativamente extensos, que dan idea
de su opinión en esta cuestión. El primero de ellos dice así: «Una investigación histórica

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sobre Jesús es absolutamente necesaria; da un contenido concreto a la fe, pero en ningún
caso puede ser una verificación de la fe. Una imagen de Jesús reconstruida
históricamente no puede más que admitir la interpretación cristiana o mantenerla abierta,
pero no puede imponerla partiendo de sus propios planteamientos. De ahí que sea
racionalmente posible interpretar a Jesús en un sentido judío, no cristiano o religioso en
general. Un historiador, por lo demás, no puede en cuanto tal demostrar que la auténtica
acción salvífica de Dios se ha realizado en Jesús. Una realidad salvífica no puede
verificarse objetivamente por medio de la historia. Para ello se requiere, tanto antes como
después de la muerte de Jesús, una decisión de fe basada en acontecimientos relativos a
Jesús, los cuales son identificables, pero no dejan de ser históricamente ambiguos y por
eso escapan a una valoración racional inequívoca. Si la investigación histórica nos
permite descubrir que la cristología posterior a la muerte de Jesús se fundamenta en su
vida, en su mensaje y en su praxis, con ello estamos mostrando una continuidad real,
pero tal verificación solo es significativa si se parte del supuesto creyente de que Dios
actúa realmente en ese Jesús. Y esto es un acto de fe» [26] . Y, en el segundo, se afirma:
«Por ello, la fe cristiana implica para mí no solo la presencia personal y viva del Jesús
glorificado, sino también una conexión con su vida terrena; esa vida terrena fue
confirmada y legitimada por Dios a través de la resurrección. Por eso, para mí, el
cristianismo o el kerigma sin el Jesús histórico carece de contenido o, en cualquier caso,
no es cristianismo. Si el núcleo de la fe cristiana consiste en el reconocimiento creyente
de la acción salvífica de Dios en la liberación, particularmente en la historia de Jesús de
Nazaret, para la liberación de los hombres (en otras palabras, si debemos hablar del Jesús
histórico con un lenguaje de fe), entonces la historia personal de ese Jesús no puede
perderse en la bruma, so pena de que nuestra cristología se convierta en ideología» [27] .
La búsqueda continuó su avance, incorporando el estudio de las ciencias sociales, de
la arqueología, de los descubrimientos de Qumrán y, en general, de los contenidos
provenientes de la tradición rabínica. Esta nueva búsqueda se liberó, en buena parte, de
los postulados racionalistas de la primera búsqueda, pese a que aún persisten entre sus
representantes signos de una clara modernidad.
Hacia la década de 1980, los estudios sobre el Jesús histórico, realizados, en un
principio, en institutos superiores y en universidades teológicas europeas, especialmente
alemanas, se abrieron a seminarios y a departamentos universitarios de estudios religiosos

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asentados en países de habla inglesa, particularmente en los Estados Unidos. Nacía así la
llamada Third Quest, o tercera búsqueda, cuestionada por algunos estudiosos por romper
abruptamente con la fase anterior y por su carencia de interés teológico.
Los investigadores de la tercera búsqueda realzan el valor de las fuentes antiguas,
como los datos ofrecidos por el historiador judío, Flavio Josefo [28] (hasta ahora,
bastante ignorado), las valiosas aportaciones de los documentos de Qumrán [29] y, en
general, las aportaciones de las ciencias sociales, culturales, antropológicas y religiosas al
judaísmo palestino de la época de Jesús.
Entre los teólogos más importantes de esta tercera búsqueda merecen mención
aparte los miembros del llamado Jesus Seminar [30] y, de forma especial, J. P.
Meier [31] .
La reconstrucción histórica por la que aboga el fundador del Jesus Seminar, R. W.
Funk, se contrapone radicalmente a las líneas trazadas por las Escrituras y, en particular,
por los evangelios. Jesús de Nazaret, un profeta itinerante, libre y sabio, subversivo y
peligroso por la novedad de su mensaje, no puede entroncarse en las costumbres
tradicionales del pueblo de Israel, ni ajustarse a dichos y parábolas del Nuevo
Testamento, como tampoco confundirse con las prácticas de la primitiva comunidad
cristiana. La fe, más que ayudar, distorsiona la figura del Jesús histórico y en
consecuencia ha de ser eliminada. Historia y fe son realidades irreconciliables y el «Jesús
histórico» debe prevalecer sobre el «Cristo de la fe» [32] .
Sobre el extenso y profundo trabajo del biblista católico J. P. Meier, Un judío
marginal, R. Aguirre se ha pronunciado, en la presentación del libro, de la siguiente
manera: «Por su talante ponderado, por el rigor analítico y por lo abarcante de su
tratamiento, el libro de Meier está llamado a ser un punto de referencia ineludible durante
mucho tiempo en la investigación histórica sobre Jesús» [33] . De forma semejante,
aprecia R. E. Brown la aportación de este autor al estudio del Jesús histórico, al afirmar
que es «la más ambiciosa reconstrucción moderna del Jesús histórico» [34] . Y sentencia:
«De la imponente obra de Meier emerge un Jesús más tradicional, uno que tiene un
considerable número de rasgos en común con el Jesucristo descrito en Pablo y los
evangelios» [35] .
Los cinco primeros capítulos del tomo I de Un judío marginal están dedicados a
conceptos básicos y a las fuentes sobre el Jesús histórico. Meier parte de un contexto

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católico (p. 34) y se pronuncia inmediatamente sobre los aspectos sociológicos, religiosos
y la crítica literaria como instrumentos para el conocimiento del Jesús histórico. Respecto
a los aspectos sociológicos, el autor hace una clara distinción entre «una consideración de
las realidades sociales del tiempo de Jesús» y el «análisis sociológico formal» (o el
análisis transcultural de la antropología). Y dice: «debo dejar claro desde el principio que
tal análisis sociológico no es el objetivo de este libro» (p. 38). Otra distinción que se
impone, según Meier, es «la diferenciación entre prestar atención a las condiciones
sociales dentro de las que la vida y el ministerio de Jesús tuvieron lugar y una reducción
de la dimensión religiosa de su obra a fuerzas sociales, económicas y políticas» (p. 39).
Hay que evitar a toda costa que la religión se enmascare con fines sociales y políticos,
convirtiéndose en una fuerza más. En cuanto a la crítica literaria, se dice: «La crítica
literaria es un útil medio de fijar la atención en aquello que de otro modo pasaríamos por
alto en nuestra celosa búsqueda de fuentes y de trasfondo histórico. Nos ayuda a prestar
atención al todo literario y a entender cómo las diferentes partes de la narración
funcionan dentro de un todo. Sin embargo, es obvio que tan ahistórica aproximación a
los documentos de propaganda cristiana del siglo I que daban a conocer lo que en ellos se
consideraban verdades sobre Jesús de Nazaret... no puede ser el principal método en una
búsqueda del Jesús histórico» (p. 40).
Pero, se pregunta Meier, ¿Cuáles son las fuentes primeras de nuestro conocimiento
sobre el Jesús histórico? El célebre biblista va enumerando y revisando las distintas
fuentes que la ciencia y la exégesis ponen a la consideración de los estudiosos. Se habla
de los cuatro evangelios canónicos, indudablemente la principal fuente de información
sobre el Jesús histórico (pp. 65-69), de la información ofrecida por Pablo, el único autor
neotestamentario que procede de la primera generación cristiana (pp. 69-71), del resto de
epístolas del Nuevo Testamento (pp. 71-72), de los escritos no canónicos del siglo I o II
d.C., como los de Flavio Josefo (pp. 79-92), reflejados en sus dos importantes obras, a
saber, La guerra judía (comenzada a partir de la caída de Jerusalén, en el año 70 d.C.) y
Antigüedades judías (ca. 93-94 d.C.), los del historiador Tácito (56-ca. 118 d.C.), en su
obra Anales, sobre la historia de Roma (pp. 109-112), los documentos de Qumrán (pp.
113-118), los agrapha (hechos y dichos no escritos de Jesús) y evangelios apócrifos (pp.
131-142), y el material de Nag Hammadi, descubierto, en el año 1945, en el Alto Egipto,
junto a la antigua Chenoboskia o Chenoboskion (pp. 142-158) [36] .

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Sobre estas fuentes enumeradas, Meier se pronuncia de una forma entre escéptica y
decepcionante. Transcribo sus palabras, un resumen de su opinión sobre el tema.
Respecto a los escritos del Nuevo Testamento y a otros documentos del siglo II, afirma:
«Los cuatro Evangelios canónicos son al final los únicos documentos extensos que
contienen bloques de material suficientemente importantes para una búsqueda del Jesús
histórico. El resto del NT ofrece únicamente pequeños fragmentos, la mayor parte de las
veces en el corpus paulino. Fuera del NT, el único testimonio no cristiano e
independiente sobre Jesús en el siglo II lo ofrece Josefo, pero su famoso Testimonium
Flavianum requiere alguna poda crítica para eliminar las interpolaciones cristianas
posteriores. Incluso después de ella, Josefo proporciona una comprobación independiente
de los principales rasgos de Jesús que trazan los Evangelios, pero nada realmente nuevo
o distinto. Si Tácito representa una fuente independiente –lo que es dudoso– todo lo que
nos brinda es una confirmación adicional de la ejecución de Jesús por Poncio Pilato en
Judea durante el reinado de Tiberio. El resto de los autores paganos grecorromanos
(Suetonio, Plinio el Joven, Luciano de Samosata) no ofrecen ninguna información
temprana e independiente acerca de Jesús. Así pues, para todos los efectos prácticos,
nuestras fuentes tempranas e independientes de conocimientos sobre Jesús se reducen a
los cuatro Evangelios, unos pocos datos diseminados en otras partes del NT y
Josefo» [37] .
Con relación a materiales fuera del Nuevo Testamento, opina de esta forma: «A
diferencia de algunos eruditos, no creo que el material rabínico, los agrapha, los
evangelios apócrifos y los códices de Nag Hammadi (en particular el Evangelio de
Tomás) nos ofrezcan información nueva y fiable ni dichos auténticos independientes del
NT. Lo que vemos en estos documentos posteriores son más bien reacciones contra el
NT o reelaboraciones del mismo, debidas a rabinos metidos en polémicas, a cristianos
imaginativos que reflejan la piedad popular y las leyendas y a cristianos gnósticos que
desarrollan un sistema especulativo místico. Sus versiones de las palabras y hechos de
Jesús se pueden incluir en un “corpus de material de Jesús”, si se entiende por tal el
conjunto de todo aquello que cualquier fuente antigua identificó alguna vez como
material procedente de Jesús. Pero semejante corpus es la red mateana (Mt 13,47-48)
entre cuyos peces hay que seleccionar los buenos de la tradición primitiva para echarlos
en el cesto de la investigación histórica seria, mientras que los malos peces de la mezcla y

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de la invención posterior hay que devolverlos al tenebroso mar de las mentes sin sentido
crítico» [38] .
Aunque algunos especialistas se hayan sentido inclinados a admitir tales documentos
para acceder a la búsqueda del Jesús histórico, Meier se pronuncia de forma tajante
sobre el tema: «Por suerte o por desgracia, en nuestra búsqueda del Jesús histórico no
podemos ir mucho más allá de los Evangelios canónicos; el corpus auténtico resulta
exasperante en sus restricciones. Para el historiador es una limitación mortificante. Pero
recurrir al Evangelio de Pedro o al Evangelio de Tomás como complementos de los
cuatro Evangelios es ampliar nuestras fuentes desde lo problemático hasta lo
increíble» [39] .
En referencia a los evangelios, Meier hace la siguiente observación crítica: «Los
cuatro Evangelios son, en efecto, fuentes difíciles. El hecho de que ocupen en principio
un lugar privilegiado no garantiza que recojan las palabras y los hechos de Jesús.
Impregnados por completo de la fe pascual de la Iglesia primitiva, sumamente selectivos
y ordenados según varios programas teológicos, los Evangelios canónicos exigen un
cribado crítico muy cuidadoso antes de proporcionar información fiable para la
investigación» [40] .
Aparece claro, según he expuesto anteriormente, que Meier argumenta solamente
con fuentes históricas. Lo afirma él mismo en la introducción al primer volumen de su
ingente y valiosísima obra: «Por “Jesús histórico” entiendo el Jesús que podemos
recuperar, rescatar o reconstruir utilizando los medios científicos de la investigación
histórica moderna» [41] . Pero, a diferencia de otros autores, más proclives a negar lo
sobrenatural y milagroso de la vida de Jesús, considera que «desde el punto de vista
histórico, la afirmación de que Jesús actuó y fue considerado como exorcista y sanador
durante su ministerio público cuenta con tanto respaldo como casi cualquier otra
declaración que podamos hacer sobre el Jesús de la historia. De hecho, como afirmación
global acerca de Jesús y su actividad está mejor atestiguada que muchas otras sobre él,
que se suelen aceptar sin más. (...) Cualquier historiador que intente trazar el perfil del
Jesús histórico sin dar la debida importancia a su fama de taumaturgo no describirá a este
extraño y complicado judío, sino a un Jesús “domesticado” y reminiscente del blando
moralista creado por Thomas Jefferson» [42] .

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A conclusiones semejantes a las de J. P. Meier –con ligeras diferencias en los
contenidos terminológicos– llega el especialista en Nuevo Testamento y gran conocedor
de los documentos en lengua aramea, J. A. Fitzmyer [43] . Según este biblista, las
referencias extrabíblicas a Jesús son escasísimas. Tácito se refiere a Cristo como autor de
una «superstición perniciosa» y que fue ejecutado en tiempo del «procurador» Poncio
Pilato, siendo emperador Tiberio (Annales 15.44,3). Suetonio menciona a un Chrestus
(probablemente Christus), al hablar de la expulsión de los judíos de Roma por el
emperador Claudio (Vita Claudii,25.4). El Testimonium Flavianum del historiador
Flavio Josefo, con toda probabilidad interpolado por los comentaristas cristianos, dice
que Jesús fue condenado a muerte por Pilato (Ant. 18.3,3 y 63-64). En otro pasaje, muy
poco interpolado, habla de Santiago, «el hermano de Jesús a quien llamaban Cristo»
(Ant. 20,9,1 y 200) [44] . Plinio el Joven refiere que los cristianos de su tiempo (finales
del siglo I) cantaban en Bitinia (un territorio al noroeste de Asia Menor) «himnos en
honor de Cristo, como si fuera un dios» (Christo quasi deo, en Ep. 10.96,7). El sofista
de origen sirio, Luciano de Samosata, se refiere a Jesús como «primer legislador» de los
cristianos que «les convenció de que todos ellos son hermanos entre sí» y que ellos
mismos «adoran a aquel sofista crucificado y que viven de acuerdo con sus leyes» (De
morte Peregrini,13). La obra apócrifa, El Evangelio de Tomás, atribuye a Jesús más de
cien afirmaciones, introducidas por la fórmula «Jesús dijo». Pero tales afirmaciones son,
en su mayoría, posteriores a los evangelios canónicos, están en ocasiones enmascaradas
con intereses gnósticos y, aunque a veces algunas fórmulas sean más primitivas que los
propios evangelios, no es posible establecer su autenticidad.
Todos los documentos citados, dice Fitzmyer, son problemáticos por múltiples
razones. Y, en todo caso, «lo máximo que hacen es confirmar unos cuantos detalles,
conocidos fundamentalmente por las narraciones de la pasión, contenidas en los
evangelios canónicos: que Jesús fue condenado a muerte en el reinado de Tiberio bajo la
autoridad de Poncio Pilato, que estuvieron relacionados con su muerte algunos dirigentes
de los judíos palestinos, y que tenía algunos seguidores por quienes era considerado
como “Cristo”, legislador y fundador de una nueva forma de vida, y quasi deo» [45] .
Después de dos siglos de investigación sobre el Jesús de la historia, cabe preguntarse
acerca de su utilidad para el conocimiento de la persona de Jesús. Las dudas que aún
acechan a la cristología parecen ensombrecer las adquisiciones que se han llevado a cabo

40
en este campo de la teología. Pero no sería justo desconsiderar los logros realizados, que
han introducido conceptos tan básicos y esclarecedores para nuestro tiempo como la
distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, la prioridad del evangelio de
Marcos y el valor del documento Q.
Si la primera búsqueda se enredó y esterilizó por los prejuicios de la Ilustración, la
segunda descubrió la continuidad entre el Jesús descubierto por la historia y el Cristo
objeto de fe de la comunidad cristiana. La búsqueda del Jesús histórico no podía dejar al
margen el kerigma y la interpretación de este requería el conocimiento del judaísmo
palestino de la época de Jesús, especialmente en su vertiente religiosa. E. Käsemann se
opuso a la distinción de Bultmann (y sus discípulos) entre «continuidad objetiva» y
«continuidad histórica», demostrando la inseparabilidad de ambas y la insuficiencia de
aceptar por la fe el kerigma de Cristo sin asumir la realidad histórica [46] . La tercera
búsqueda ha desbrozado aún más el camino hacia el conocimiento de Jesús. Mediante el
estudio de las fuentes antiguas profanas, el examen del contexto histórico del mundo
judío palestino del siglo I, el descubrimiento de los escritos de Qumrán y otros
documentos apocalípticos, hemos podido tener un acceso más fiable y cercano a las
palabras y hechos de Jesús y, en general, a su persona. Las investigaciones del Jesus
Seminar son escasamente valoradas, cuando no despreciadas, por exegetas y teólogos.
Sus métodos de selección de las fuentes son muy cuestionables, suelen aislar las palabras
de Jesús de la visión más comprehensiva de su ministerio y de su muerte y sus fines no
responden a criterios específicamente científicos, sino que se ajustan más bien a
propósitos sensacionalistas y propagandísticos. Parte de su atractivo, afirma R. E.
Brown, se debe a su aireada intención de liberar a Jesús de la superestructura religiosa y
a la extravagante afirmación de que Jesús no pronunció el Padrenuestro. Por otra parte,
este autor, apoyándose en testimonios de prestigiosos biblistas, les culpa de una
metodología descarriada, de escasa investigación neotestamentaria y de anteponer sus
prejuicios religiosos a la búsqueda objetiva [47] .
La búsqueda del Jesús histórico siempre es fructífera, pese a sus dificultades y
limitaciones, pero el Jesús histórico que encontramos no es suficiente ni puede agotar el
sentido de nuestra fe cristiana. Nunca llegaremos a descubrir un Jesús histórico al que
podamos identificar con el auténtico y verdadero Jesús. Esta idea la expresa
magníficamente J. P. Meier cuando dice que «el Jesús de la historia es una abstracción y

41
construcción moderna» [48] . No en vano, la búsqueda del Jesús histórico es un empeño
surgido con la Ilustración, en el siglo XVIII. Más aún, continúa Meier, «el Jesús histórico
puede darnos fragmentos de la persona “real”, pero nada más» [49] . En otro momento,
reitera la misma idea: «El Jesús de la historia no es el Jesús real, sino solo una
reconstrucción hipotética y fragmentaria de él con los medios de investigación
modernos» [50] . Al mismo tiempo, deja muy claro que, en la práctica, no se puede
separar adecuadamente el «Jesús de la historia» del «Jesús de la fe». En realidad, «el
uno desemboca ampliamente en el otro» [51] .
R. E. Brown, hablando del Jesús histórico, es decir, aquello que podemos recuperar
de la vida de Jesús de Nazaret por la aplicación de métodos modernos a los escritos de
personas que, hace dos mil años, lo concibieron como Señor y Mesías, afirma: «Es un
gran error pensar que el “Jesús histórico (o reconstruido)”, una pintura totalmente
moderna, es el mismo que el Jesús real, es decir, Jesús tal como vivió en realidad en su
tiempo». Y continúa: «Es igualmente un error considerar igual al “Jesús histórico (o
reconstruido)” con el Jesús real, un Jesús que significa realmente algo para la gente, un
Jesús en el que pueden fundamentar sus vidas» [52] .
El Jesús auténtico en ningún caso se corresponde con la reconstrucción histórica que
podamos hacer de él. La ciencia, en este caso la historia, no puede ser normativa para la
fe, aunque, de hecho, pueda ayudar a la elaboración teológica. J. Gnilka expresa esta idea
con las siguientes palabras: «El exegeta, con su labor histórica, no puede proponer
contenidos de fe que sean vinculantes. [...] La finalidad de la labor histórica consistirá en
investigar la conexión entre Jesús y el testimonio de fe que da el Nuevo Testamento,
entre la proclamación efectuada por Jesús y la proclamación realizada por la comunidad
postpascual, tal como la encontramos en el Nuevo Testamento, particularmente en los
evangelios» [53] . El mismo pensamiento es desarrollado de forma mística por Luke T.
Johnson, que ha criticado duramente la metodología histórica del Jesus Seminar y se ha
pronunciado contra las doctrinas de Funk, Crossan y Mack, entre otros. La fe cristiana,
lejos de perderse en disquisiciones puramente científicas que la fundamenten, se centra
en la persona de Jesús de Nazaret, resucitado y constituido por Dios Cristo y Señor [54] .
R. E. Brown, teniendo en cuenta la distinción entre el «Jesús histórico (o reconstruido)»
y el «Jesús real», advierte de «la locura de hacer del “Jesús histórico”, dibujado por un
investigador o un seminario de estudiosos, la norma del cristianismo, de modo que la

42
tradición de las iglesias cristianas hubiera de ser continuamente alterada de acuerdo con el
último retrato» [55] .
En suma, el Jesús de la historia es crucial para evitar falsos malentendidos de mera
y pura helenización del lenguaje mítico del judaísmo, que reduciría la persona de Jesús a
pura leyenda y a falsos fundamentalismos de carácter apocalíptico. Al tiempo, y con la
misma consistencia, hemos de afirmar que el objeto de la fe cristiana no es el Jesús de la
historia, sino el Cristo de la tradición de la Iglesia.
En un empeño loable de síntesis, en nota bibliográfico-temática sobre el Jesús
histórico, X. Pikaza propone unos acuerdos básicos, en los que se evocan, tanto las
aportaciones como los interrogantes sobre Jesús de Nazaret [56] . Son estos: a) Jesús es el
profeta escatológico, al que se vincula la acción inminente de Dios y la salvación del
hombre. Su proyecto fracasó externamente y, por eso, murió en una cruz. La experiencia
pascual de sus discípulos recrea su vida y mensaje. b) Jesús es un sabio en el mundo, un
filósofo de la vida, alejado de la función profético-apocalíptica del judaísmo. c) Jesús fue
un sanador y un carismático, entregado por completo a la liberación de los hombres. d)
Jesús ha colocado el signo y la realidad de la mesa compartida, anteponiéndolos a normas
sagradas que establecían distinciones entre ricos y pobres, limpios y pecadores. e) Jesús
ofreció a todos la «gracia escatológica», haciendo inútil la ley de purezas y pecados. f)
Jesús fue condenado y murió; y g) Dios lo resucitó y sus discípulos continuaron su
mensaje, aguardando su venida como Mesías escatológico. La fragilidad de tales
acuerdos y aportaciones sobre Jesús de Nazaret, enumerados por X. Pikaza, quedan
patentes a la luz de la disparidad de interpretación en una materia tan escabrosa y variada
como esta.
El vasto saber y los denodados esfuerzos de numerosos escrituristas y teólogos nos
han guiado al convencimiento –siempre expuesto a objeciones razonables– de que existe
un núcleo de hechos y dichos de Jesús en su ministerio que pueden ser considerados
como históricos.
La estructura narrativa de Marcos, corroborada por otros escritos no narrativos del
Nuevo Testamento, así como por documentos no cristianos, nos ofrece unos datos sobre
el Jesús histórico que podríamos trazar en los siguientes términos, ciñéndonos a los
aspectos más esenciales de su vida.

43
Jesús fue un judío, nacido en Palestina, en los últimos años del rey Herodes el
Grande (73-4 a.C.), de una mujer de nombre María, casada con José, carpintero o
artesano, abierto a oficios diversos. Vivió con su familia en Nazaret, un pequeño pueblo
en las montañas de Galilea. En su ministerio público, aparece por primera vez en el
desierto de Judea, acudiendo a la llamada profética de penitencia de Juan y recibiendo su
bautismo. Relacionado íntimamente su ministerio con el de Juan el Bautista, comenzó su
predicación hacia el año 28 d.C., decimoquinto del reinado del emperador Tiberio Julio
César Augusto. Durante su ministerio, cuya duración exacta se desconoce (Juan
menciona tres pascuas, mientras que los sinópticos lo hacen una sola vez), enseñó en
Galilea, bajo la tetrarquía de Herodes Antipas, la prefectura de Poncio Pilato y el sumo
sacerdocio de Caifás, principalmente en la ciudad de Cafarnaún.
No obstante la oposición ocasional a ciertos maestros de la ley judía en actitudes
referentes a la ley de Moisés, al cumplimiento del sábado, al respeto al templo y otras
tradiciones, Jesús se conformó al pensamiento judío religioso-apocalíptico de su época.
Sus enfrentamientos dialécticos se produjeron de forma especial con fariseos y saduceos,
convertidos en intérpretes auténticos de la ley mosaica.
Escogió para su seguimiento a un grupo de hombres, entre los que sobresalen Simón
y Andrés, Santiago y su hermano, Juan, hijos del Zebedeo, de oficio pescadores y
elegidos a orillas del mar de Galilea. Tres de ellos, Simón (Pedro), Santiago y Juan, se
constituyeron en el círculo de sus íntimos, acompañando al maestro en los momentos
más trascendentales de su vida. Eligió personalmente a doce de sus discípulos
predilectos, instruyéndolos y compartiendo con ellos un modelo de vida.
Al final de su ministerio, subió a Jerusalén, próxima la pascua judía. Allí, con la
colaboración de Judas Iscariote, fue apresado, interrogado por dirigentes religiosos
judíos, presentado ante el prefecto de Judea, Poncio Pilato, condenado a muerte y
crucificado. Ese mismo día fue enterrado. Pasados unos días, se encontró su sepulcro
vacío, el primer día de la semana, y sus seguidores comenzaron a difundir noticias de
apariciones de Jesús «resucitado» de entre los muertos, considerándose ellos mismos,
entre otras personas, testigos de estas apariciones [57] .
Como puede colegirse, sobre estos escuetos datos se proyectan infinidad de
opiniones, unas relativas al Jesús de la historia y otras, al Cristo de la fe. Inmersos en un
profundo mar de opiniones, queda abierta la noble y a la par escabrosa tarea de trazar lo

44
más nítidamente posible la línea histórica acerca de Jesús para abrazarnos a la exquisita y
siempre elaborada fe de la Iglesia en Cristo, el Señor.

45
1.4. Del Jesús histórico a la Iglesia, comunidad de discípulos de Jesús
Jesús se revela al hombre a través de la intimidad de su persona y de sus hechos y
palabras. Sobre ellos podemos cimentar, con las limitaciones inherentes a nuestro
pensamiento humano y teniendo siempre presente la singularidad de su persona, la
ciencia de la cristología o conocimiento acerca de Jesucristo. El estudio sobre la Iglesia –
la eclesiología– se fundamenta en el conocimiento sobre Jesús. La comunidad eclesial no
tiene exclusivamente una razón «funcional», a saber, garantizar a lo largo de los tiempos
la proclamación de la palabra y la celebración de los sacramentos. No es cuestión
únicamente de «necesidad práctica», sino de «continuidad fundamental» entre el pueblo
de Israel y el nuevo pueblo de Dios, establecida en la continuidad entre el «Jesús de la
historia» y el «Cristo de la fe», entre el «mensaje» y el «kerigma», el anuncio de la
resurrección de Jesús trasmitido por las comunidades cristianas, primero a los judíos y
después, al mundo entero.
La Iglesia de los comienzos explicitó a todas las gentes lo que significaba para ella
Jesús de Nazaret. No le sirvió seguir la trayectoria de la religiosidad judía, ensoberbecida
por el elitismo del pueblo elegido de Dios y el rígido imperio de la ley del pueblo de
Israel, sino que se conformó al seguimiento humilde del Maestro, ofreciendo el servicio y
la sanación a todos los pueblos [58] .

a) La Iglesia en el evangelio según Mateo

Nos dicen los escrituristas que el evangelio según Mateo es una versión aumentada y
corregida del de Marcos, especialmente en lo que hace referencia a las enseñanzas de
Jesús. Escribe para una comunidad, formada principalmente por gente procedente del
judaísmo –puede ser Antioquia, en Siria (con toda probabilidad), Damasco o la Cesarea
Marítima– con la intención de probar que Jesús de Nazaret es el Ungido de Dios y que
las tradiciones de Israel van a ser continuadas, aunque de forma distinta, por otro pueblo,
el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. Mateo entra así en el gran debate dentro del
judaísmo en el siglo I de nuestra era. Todos los temas de su evangelio –principalmente la
aceptación o rechazo de Jesús y su proclamación del reino de Dios– tienden a dibujar
una imagen de Jesús donde se pueda contemplar la plenitud de la tradición religiosa del
pueblo judío. Al comienzo de su evangelio, traza la genealogía de Jesús, situándolo en la

46
línea de Abrahán y David, es decir, entroncándolo en el corazón del Antiguo Testamento
(Mt 1,1-17). Todas las narraciones de la infancia de Jesús insertan cumplimientos de
profecías del Antiguo Testamento (Mt 1,22; 2,6; 2,15; 2,18). Para Mateo, Jesús es el
único maestro (Mt 23,10), el único que interpreta la Torá con autoridad, cuidándose muy
bien de que nadie pueda pensar que haya venido a abolir la ley o los profetas, sino a
darles plenitud (Mt 5,17). En esa interpretación autoritativa se asientan también las bases
éticas de sus discípulos a la luz del reino de Dios (de los cielos, dice Mateo, siguiendo la
costumbre judía de no utilizar en vano el nombre divino).
La comunidad eclesial de Mateo, pese a su entronque y referencias simbólicas al
pueblo de Israel, tiene un carácter novedoso. No es una mera sustitución de Israel o una
modalidad del mismo, sino una realidad que da forma definitiva a las promesas de
salvación de Dios al hombre. En la parábola de la viña y los renteros homicidas (Mt
21,33-46), inspirada claramente en otra bellísima parábola de Isaías (Is 5,1-30), donde
expresamente se dice que «la viña de Yahvé-Seba’ot es la casa de Israel», (v.7) no se
dice que la viña (Israel) sea arrasada (tal como se afirma en Isaías); más bien, se advierte
a los perversos labradores (los dirigentes del pueblo de Israel) que el dueño de la viña
«acabará con ellos de mala manera, y arrendará la viña a otros labradores» (Mt 21,41).
Y por eso «se os quitará el reino de Dios, y se dará a gente que produzca los frutos del
reino» (Mt 21,43). Es la gran novedad. Israel no será rechazado, la viña permanece, pero
surge un nuevo pueblo, llamado a guiarse por los valores del reino y a predicarlo a los
demás.
La comunidad que aparece en Mateo es radicalmente nueva: es un nuevo pueblo de
Dios, existe gracias al acontecimiento de Cristo Jesús, se rige por la nueva ley del amor,
es portadora de los frutos del reino y está abierta al todo, es decir, posee un carácter
universal, en cuanto que la fe en Cristo, de la que ella vive, es fuente de salvación para
todos los hombres, tanto los procedentes del Israel antiguo (no conviene olvidarlo) como
los venidos de la gentilidad (Mt 12,21; 24,14).
A pesar de que las promesas de Jesús a sus discípulos después de su resurrección y
antes de su ascensión a los cielos garanticen la viva presencia del maestro a la comunidad
a lo largo de los siglos y la acción animadora del Espíritu Santo (Mt 28,20), esta pequeña
comunidad se presenta frágil, incluso en los miembros más paradigmáticos (como los
Doce), con discípulos cobardes y de escasa fe, ovligo,pistoi (Mt 8,26), con escándalos y

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egoísmos y con necesidad constante de corrección fraterna (Mt 18,15-17). Pero, por
encima de todo ello y siempre, está el perdón de Dios a todos los que perdonamos a
nuestros deudores (Mt 6,12-15).
Mateo, como es sobradamente conocido, es el único evangelista que menciona
expresamente la palabra evkklhsi,a. No parece ser muy chocante que la omitan el resto
de evangelistas al encargarse principalmente de recoger la vida de Jesús hasta su muerte
y resurrección. El tiempo de la Iglesia vendría después. En cualquier caso, este hecho ha
supuesto y supone motivo de interpretaciones distintas y dispares entre los teólogos
cristianos al analizar el pasaje que dice: «Y yo por mi parte te digo: tú eres Pedro, y
sobre esta peña edificaré mi Iglesia, y las puertas del averno no podrán contra ella» (Mt
16,18). No es este el espacio para tratar el tema. Sin embargo, resulta apasionante
descubrir una vez más el vigor y la importancia de la figura de Pedro. Envueltos en una
problemática teológica, a la par que histórica, filológica y bíblica, entrevemos las
dificultades que nos asaltan. En Cesarea de Filipo, una región al norte de Israel, próxima
a los manantiales del río Jordán, en Iturea y no muy lejos de Fenicia, Jesús pregunta a
sus discípulos por la opinión que tiene la gente de él. El «Hijo del hombre» entra en un
juego de palabras a preguntar a los hombres. Los discípulos le dicen al maestro las
opiniones recogidas en el pueblo, comparándolo a alguno de los profetas más importantes
de Israel: Juan Bautista, Elías o Jeremías. De la opinión de la gente se pasa a la opinión
de los discípulos y Simón Pedro le responde y dice: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo». El centro de atención del relato se dirige ahora a Pedro por su profesión de fe,
quien recibe la solemne promesa de que «Tú eres “Piedra” (Pedro), y sobre esta roca
voy a edificar mi iglesia». Y las puertas del hades no prevalecerán contra ella.
Sobre este sencillo, hermoso y significativo relato se ha levantado un mar de
dificultades que no terminan de poner fin a las diferencias entre teólogos y biblistas. Es
verdad que el pasaje citado entraña muchísimas dificultades. Y no es este el momento ni
de mencionarlas ni de buscarles explicación.
En todo caso, aparece claro que hay muchas cosas en este pasaje de Mateo que
continuarán siendo debatidas por las iglesias cristianas durante mucho tiempo. Esto nos
indica, indudablemente, la capital importancia de Pedro en la Iglesia. Ciertamente, en
todas y cada una de las realizaciones históricas eclesiales se encuentran recogidos
aspectos de este texto bíblico. Ninguna iglesia puede condenar la parte de verdad que se

48
encuentra en las otras. Más bien, todos debemos preguntarnos hasta qué punto hemos
hecho del «ministerio» de Pedro un «servicio» a la Iglesia católica, a la universal, a la
que por incluir a todas llamamos Iglesia de Cristo. El «servicio» de Pedro, el discípulo de
Jesús, un «servicio» cimentado en el testimonio público de su fe en Cristo Jesús y en su
coraje por el seguimiento de su maestro, seguirá para siempre. Así lo hemos asumido los
cristianos; de otra forma, la comunidad se desvanecería, como se derrumba una casa que
no está fundada sobre roca.
La Iglesia, en fin, con la presencia del Señor sobre ella, con la dirección de los
pastores constituidos en autoridad, entre el escándalo, el pecado y la miseria de sus
miembros, peregrina hacia el reino de Dios que la mantiene indefectible hasta que él
vuelva: «Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt
28,20). La Iglesia aparece así históricamente en tensión entre gozos y tristezas, entre
santidad y pecado, entre el «ya» y el «aún no» y garantizada en su indefectibilidad por la
presencia del Señor.

b) La Iglesia en el evangelio según Marcos

Si nos acercamos a los escritos de Marcos observaremos que, contando con tradiciones
orales y escritas de las iglesias primitivas, utilizó los títulos más importantes aplicados a
Jesús –Hijo de Dios, Hijo del hombre, Mesías, Hijo de David– concernientes a todas las
comunidades cristianas, al tiempo que presentó la figura de Jesús, sufriendo y muriendo
en la cruz, capaz de dar fuerzas a unos cristianos atormentados por la persecución del
emperador Nerón, a quienes se les achacaba la quema de Roma (año 64 d.C.) y
sospechosos de la revolución judía en Palestina (año 66 d.C.) que terminó con la
destrucción de Jerusalén (entonces provincia romana) y lo más sagrado de ella y del
judaísmo, el Templo. Tendrían que explicar que «el Rey de los Judíos» no había sido un
revolucionario político. No lo tenían fácil.
Marcos, una vez presentado el ministerio del precursor, da paso a Jesús, quien
predica el euvagge,lion, la buena noticia y afirma que «se ha cumplido el tiempo, y ha
llegado el reino de Dios» (Mc 1,14-15). Con anterioridad, Jesús, en su bautismo, había
sido reconocido por el Padre: «Tú eres mi Hijo querido, en ti me agradé», siendo testigos
los cielos y el Espíritu (Mc 1,10-11). Fue un sanador, curando endemoniados, leprosos y
paralíticos (Mc 1,29s – 2,1-12). Se impuso a las fuerzas del mar, curó a la hemorroísa y

49
resucitó a la hija de Jairo (Mc 4,35; 5,1-42). Pese a todo, él no encuentra más que
incomprensión, falta de fe e, incluso, oposición.
En el corazón del evangelio según Marcos está el misterio de la cruz. Jesús predice
su pasión, muerte y resurrección (Mc 8,31s). Y los escandalizados y opositores aparecen
por todas partes entre sus discípulos y escribas y fariseos (Mc 8,33; 10,37; 11,15 s;
14,10-11). Jesús es ciertamente el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Mesías –él acepta
esa dignidad únicamente tras las sombras tenebrosas de la cruz– reconocido incluso por
el centurión que estaba presente en su muerte: «Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios» (Mc 15,39).
Importante en Marcos es también su reflexión sobre el discipulado de Jesús, siempre
orientado y confrontado con la realidad dura y enigmática de la cruz. Él llama y dice:
«Sígueme» (Mc 2,13), dando a entender que el seguimiento no significa «imitar», ni
«enseñar una conducta», sino «adherirse», en definitiva, «creer», entrar en el reino de
Dios, ya presente, compartir cruz y gloria con el Resucitado. Él llama a pescadores (Mc
1,16-20), convoca a los Doce, dándoles órdenes de supeditar todo afán material a la
misión de predicar (Mc 6,7-11). Pero la familia de discípulos no tiene fronteras: «Ahí
tenéis a mi madre y a mis hermanos. Pues el que haga la voluntad de Dios, ese es mi
hermano, y hermana, y madre» (Mc 3,34-35). Como él dice, Jesús no ha venido «a
llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Eso sí, los miembros de esta gran familia
de los hijos de Dios están llamados a dar su vida para ganar otra mejor: «Si alguno
quiere venir detrás de mí, niéguese (avkolouqe,w) a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y
sígame». A la Iglesia de Marcos, acosada por la persecución y el sufrimiento, se le abre
el camino de la cruz que le llevará al triunfo y a la gloria [59] .

c) La Iglesia en el evangelio según Lucas

Con significativas diferencias respecto a los otros dos sinópticos, Lucas coloca a Jesús en
el centro de la historia de la salvación, llama a todos los pueblos a dicha salvación –
probablemente escriba a comunidades con muchos no-judíos– y describe la función del
Espíritu Santo como alma del nuevo pueblo de Dios.
El ministerio de Jesús en Galilea es presentado como un ministerio profético. Jesús
es profeta, obra como profeta y muere como profeta (Lc 4,16-30; 7,16; 24,25-27). Es
un profeta al que asiste el Espíritu, descendiendo en su bautismo (Lc 3,21-22), guiando

50
sus enseñanzas y quedando con sus discípulos una vez que él haya subido a los cielos
(Lc 24,49). El mismo Espíritu garantiza la continuidad entre el tiempo de Jesús y el
tiempo de la Iglesia. Es más, la sucesión profética se realiza de modo pleno en los
seguidores de Jesús el día de Pentecostés (Hch 2).
En este ministerio tienen una cabida tierna y especial las mujeres. No solo aquellas
que, como Isabel y Ana, representan lo mejor de la tradición judía, sino también las
pecadoras (Lc 7,36-50) a las que siempre devuelve amor. Marta y María experimentan
de cerca la amistad de Jesús (Lc 10,38-42). Las mujeres están al lado de la cruz,
siguiendo a Jesús desde Galilea (Lc 23,49) y le acompañan en el trance más triste,
desolador y desgarrador de su vida, es decir, en el sepulcro, cuando la oscuridad y el frío
de la losa parecían cerrar la puerta a toda esperanza (Lc 24,10-11).
En toda la vida de Jesús juega un papel excepcional la ciudad de Jerusalén. Un judío
piadoso, como Jesús, estaría familiarizado con nombres que –como Salem, Ciudad de
David o Ariel, por poner unos ejemplos– indican la importancia de esta ciudad, tanto en
el campo político como religioso, en la historia de su tierra. Conocería, con toda
probabilidad, sus orígenes, que se remontan a las tribus de los jebuseos (Gn 10,15).
Habría escuchado repetidas veces los nombres de Saúl, de David y de Salomón (sus
reyes) y los de Nabucodonosor, Ciro y Alejandro Magno (los reyes extranjeros). Sabría
de las vicisitudes y la suerte de los reinos del Norte (931-721) y de Judá (931-587).
Rezaría en el segundo Templo, consciente de la destrucción del construido por Salomón.
Estaría al corriente de los forzosos y dolorosos exilios de su pueblo. Experimentaría muy
de cerca los caprichos y veleidades de los procuradores romanos residentes en Cesarea y,
sobre todo, de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, y de Poncio Pilato, prefecto romano
que le condenaría a morir en cruz. Pero, sobre todo, reconocería a Jerusalén como
centro religioso de todos los pueblos, esperando el fin de la idolatría y el retorno de todas
las naciones al Dios de Israel, como había profetizado el segundo Isaías: «Volveos a mí y
seréis salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Yahvé y no hay otro» (Is
45,22). Volviendo al evangelista Lucas, vemos que Jesús derrocha sabiduría en el lugar
sagrado del Templo y que allí ejerce su ministerio (Lc 2,46-47; 21,38). Las apariciones
del Resucitado también tienen lugar en Jerusalén (Lc 24,13s) y desde esa ciudad se
predicará «el arrepentimiento y perdón de (los) pecados a todas las naciones» (Lc
24,47).

51
Ese profeta, que se rodea de discípulos –Lucas identifica los términos los Doce y
Apóstoles (Lc 6,13)–, que reza al Padre en los momentos más trascendentales de su vida
–cuando cura, cuando elige a los doce, cuando se transfigura y cuando muere (Lc 5,16;
6,12; 9,28-29; 23,34)– y que enseña a rezar (Lc11,1-13), ese mismo, que abraza a los
pobres y llama insensatos a los ricos (Lc 12,13-21), abre la salvación, en los tres grandes
períodos que marca el evangelista (Antiguo Testamento, la presencia salvadora de Jesús
y el tiempo de la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo), a todas las gentes. Las comidas
con publicanos y pecadores, la última cena, sobre todo, y las apariciones del Resucitado
son signos que orientan al gran banquete del reino de Dios. Un reino que está ya presente
(Lc 17,21), que brillará plenamente en su día, como el relámpago brilla de un extremo al
otro extremo del cielo (Lc 17,24) y que, en cualquier caso, es un acontecimiento gozoso
porque con él, nos dice Jesús, «ha llegado vuestra liberación», la de todos (Lc 21,28).
Si fuera posible relatar en pocas palabras los trazos más significativos de la
comunidad que continúa en el tiempo la misión que desarrolló Jesús en tierras de
Palestina, me atrevería a enumerar algunos aspectos fundamentales. Sería un peligroso
error que la Iglesia tratase, por cualquier medio, de identificarse con Jesús. Su existencia
se debe por completo al servicio de la causa de Jesús y su misión a profundizar en la
revelación que le ha sido entregada para llevar a los hombres al conocimiento de la
verdad plena. Jesús es la novedad última, la que nunca envejece y nunca se agota; en ella
han de inspirarse las acciones más innovadoras y audaces de sus seguidores. Por otra
parte, la Iglesia tampoco es el reino de Dios. La idea dominante de la predicación y de la
acción ministerial de Jesús es el reino de Dios, como lo atestigua el evangelio de Marcos
(Mc 1,15). La Iglesia es, más bien, el instrumento del reino, guardián del mismo, y su
misión consiste en dar testimonio de la presencia del reino, es decir, de la acción
salvadora de Cristo, tanto pasada como futura [60] . Jesús permanece como el único
Maestro (Mt 23,10), el que habla con autoridad (katV evxousi,an: Mc 1,27), no solo en
la interpretación de la Torá, sino en los asuntos de su Padre, que constituirán las bases
doctrinales y éticas de sus discípulos a la luz del reino de Dios.
La nueva comunidad de los seguidores de Jesús entronca en la tradición religiosa del
pueblo judío y está saturada de referencias simbólicas a sus instituciones y vivencias.
Pero no es una mera sustitución de Israel o una modalidad del mismo. Es una realidad
nueva, un nuevo Pueblo de Dios, aparecido en el mundo por el acontecimiento de Cristo

52
Jesús, regido por su amorosa soberanía y abierto a todas las gentes, a quienes van
destinados los frutos del reino.
La Iglesia tiene un carácter universal. Su servicio debe estar abierto a todos,
hombres y mujeres, poderosos e indigentes. Como Jesús fue un sanador, curando
endemoniados y enfermos (Mc 1,29s–2,1-12), incluso resucitando muertos (Mc 5,41), y
convocó a los Doce para que, abandonando todo, saliesen a predicar (Mc 6,7-11), así la
Iglesia debe seguir (o simplemente imitar o enseñar una conducta) su camino, es decir,
creer en él, entrar en el reino de Dios y compartir con todos los hombres la cruz –el
misterio de la cruz– y la gloria del Resucitado.
La gloria de la Iglesia es mostrar al mundo la esperanza de Jesús. Ella, de forma
singular e ilusionada, y siempre guiada por el Espíritu, debe orientar al mundo de todas
las épocas hacia la liberación y salvación que vienen de Jesús. En él siempre encontrará
el espejo diáfano para percibir la bella realidad del amor de Dios. Porque Jesús rezó,
abrazó a los pobres, comió con publicanos y pecadores, cenó con sus amigos, se
apareció a sus discípulos después de resucitar y les habló con pasión del reino de Dios ya
presente (Lc 17,21) y que brillará un día en todo su esplendor, apareciendo como
acontecimiento gozoso para toda la humanidad porque, como nos dice él mismo, «ha
llegado vuestra liberación», la de todos los que somos sus seguidores (Lc 21,28).

[1] J. P. MEIER , Un Judío Marginal. Nueva visión del Jesús histórico, I: Las raíces del problema y de la
persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 29.
[2] Ibid., 47.
[3] Ibid., 48.
[4] Ibid., 50.
[5] R. AGUIRRE, C. BERNABÉ, C. GIL, Qué se sabe de...Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 21.
[6] J. P. Meier, op. cit., 34.
[7] Este autor, además de los términos «Jesús real» y «Jesús histórico», admite la existencia de otro, a
saber, «Jesús terreno» o «Jesús durante su vida en la tierra». Respecto a este último, dice: «La ambigüedad del
término “Jesús terreno” estriba en el hecho de que también se puede usar, con diferentes matices, para el Jesús
real y el Jesús histórico: estos remiten también a Jesús en la tierra. Y la ambigüedad se agrava todavía más
porque, para un teólogo, la simple expresión “Jesús terreno” puede implicar una existencia en el cielo, antes de la
encarnación y después de la resurrección. Por esta falta de claridad en el concepto, no emplearé “Jesús terreno”
como una categoría principal en este libro». (op. cit., 51).
[8] Cf. J. D. G. DUNN, Redescubrir a Jesús de Nazaret. Lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha
olvidado (Salamanca: Sígueme, 2015), 36-42.
[9] Ibid., 122.

53
[10] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 11-34, ofrece una
corta y señera introducción acerca del debate histórico sobre Jesús, bajo los epígrafes siguientes: a) El Jesús de
los ilustrados, b) El Jesús de la escuela de Tubinga, c) El Jesús de la «escuela liberal», d) Jesús en la historia de
las religiones, e) El Jesús «histórico» en el siglo XX.
[11] A. SCHWEIT ZER , Geschichte der Leben Jesu Forschung (Tübingen: Mohr, 19849 ).
[12] J. J EREMIAS , The Problem of the Historical Jesus (Phliladelphia: Fortress Press, 1964), 5.
[13] Escribió Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet (Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1969).
Los evangelios, afirma, son relatos míticos, no falsificados, como sostiene Reimarus; libros de fe que no tienen
explicación racional, escritos con una mentalidad precientífica. Los relatos evangélicos contienen materiales
existentes en el Antiguo Testamento y en la historia de las religiones. El Jesús de la historia es simplemente
mitológico. Ese mito representa verdad, pero no se realiza en la historia, sino que solamente se representa en la
idea. Conforme a esta argumentación, escasamente interesada en buscar la verdad histórica de los relatos
evangélicos, la figura de Jesús sería fácilmente prescindible, abriendo el camino a la negación de su existencia
histórica. En su interpretación se aprecia la influencia de F. C. Baur, fundador de la famosa «Escuela de Tubinga».
[14] Publicó Die Geschichte des Lebens Jesu mit steter Rücksicht auf die vorhandenen Quellen (Leipzig:
Dr. Von Ammon, 1842).
[15] Con su obra La Vie de Jésus (Paris: Calmann-Lévy, 1923) [Vida de Jesús (Madrid: Edaf, 1968)]
contribuyó a la búsqueda del Jesús histórico desde las posiciones racionalistas de la escuela liberal. Según Renan,
la Biblia está sujeta al escrutinio científico y crítico como cualquier libro, y la vida de Jesús ha de ser escrita
como la de cualquier personaje histórico. En opinión de este autor, arropada con su lenguaje sentimental y
pintoresco, Jesús aparece al comienzo como el bondadoso predicador del reino de Dios en Galilea, hasta
convertirse en un revolucionario en sus últimos días en Jerusalén, dispuesto a dar su vida por la causa del reino
de Dios, interpretado ahora de forma apocalíptica.
[16] A Johannes Weiss se debe la denominación del documento Q. Para este teólogo protestante alemán, el
tema central de Jesús de Nazaret es la llegada inminente del reino de Dios. Así puede observarse en su obra Die
Predigt Jesu vom Reiche Gottes (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1964). Él insiste en el enraizamiento del
cristianismo en las fuentes judías, alejándolo de interpretaciones provenientes de los cultos mistéricos.
[17] El idioma alemán dispone de dos términos sinónimos, uno de raíz latina historisch (históricamente
documentado), y otro de raíz germánica geschichtlich (históricamente significativo). En el debate sobre el Jesús
histórico, estos términos han servido para distinguir entre el objeto de la ciencia historiográfica moderna -
historisch- y la historia entendida en un sentido más profundo, en cuanto acontecimiento significativo no solo
para el presente, sino también para la posteridad -geschichtlich-.
[18] W. WREDE, Das Messiasgeheimnis in den Evangelien. Zugleich ein Beitrag zum Verständnis des
Markusevangeliums (Göttingen: Vandenhoeck and Ruprecht, 1901).
[19] R. AGUIRRE, C. BERNABÉ, C. GIL, Qué se sabe de...Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009), 27.
[20] A. Schweitzer, The Quest of the Historical Jesus: A Critical Study of its Progress from Reimarus to
Wrede (Londres: A. & C. Black, 1910), 398. [trad. esp., Investigaciones sobre la vida de Jesús, 2 vols., Edicep,
Valencia 1990-2002].
[21] M. DIBELIUS , Die Formgeschichte des Evangeliums (Tübingen: Mohr, 1919).
[22] J. J EREMIAS , Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1981); ID., Las
Parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 1981); Id., Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús
(Salamanca: Sígueme, 2009).
[23] E. KÄSEMANN, «El problema del Jesús histórico», en Ensayos exegéticos (Salamanca: Sígueme, 1978),
159-189.
[24] E. KÄSEMANN, Ensayos exegéticos (Salamanca: Sígueme, 1978), 159.
[25] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 24-25.

54
[26] E. SCHILLEBEECKX, Jesús La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 63-64.
[27] Ibid., 65.
[28] Flavio Josefo nació en Palestina, en el año 37 d.C. Comandó las fuerzas judías en Galilea durante la
rebelión contra Roma (66-70). Se rindió a Vespasiano y, posteriormente, fue cliente de la familia imperial Flavia
(de ahí, el nombre de Flavio). Tito, hijo de Vespasiano, lo llevó a Roma y lo aposentó en el palacio imperial. En
Roma escribió sus obras más conocidas.
[29] Los manuscritos del Mar Muerto, hallados en las cuevas de Qumrán en la ribera noroccidental del Mar
Muerto, en el año 1947, comprenden rollos y fragmentos escritos entre finales del siglo III a.C. y principios del
siglo I d.C. Entre ellos, hay libros del Antiguo Testamento, escritos apócrifos y composiciones de la comunidad
judía que habitaba en ese lugar. Entre las composiciones más importantes de la comunidad se encuentran las
denominadas QS4, o regla de la comunidad (150-125 a.C.), QSa, que trata de los últimos días, QSb, que contiene
bendiciones, QH, una colección de himnos o salmos, QM, una descripción de la guerra final entre las fuerzas del
bien y las del mal.
[30] Los autores del Jesus Seminar más importantes han quedado consignados en el capítulo IV de este
libro, «Contexto de la vida de Jesús», en concreto, en el apartado IV.10 «El ministerio de Jesús».
[31] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, vols. I-IV (Estella: Verbo Divino,
2004-2010).
[32] Cf. R. W. FUNK, Honest to Jesus: Jesus for a New Millennium (San Francisco: Harper, 1996), 208,
252, 300.
[33] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la
persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 26.
[34] R. E. BROWN, Introducción al Nuevo Testamento II (Madrid: Trotta, 2002), 1057
[35] Ibid., 1058.
[36] En este lugar egipcio, al sur del Cairo, no muy lejos del lugar de un antiguo monasterio cristiano del
siglo IV, se descubrieron trece códices coptos, con tratados diferentes, de los cuales unos 40 eran desconocidos
anteriormente. Son traducciones de documentos griegos, marcados muchos de ellos por el pensamiento gnóstico.
El «Evangelio de Tomás» es una colección de dichos del Jesús viviente, muchos de los cuales tienen claras
analogías en la tradición sinóptica. Es un documento sumamente importante para el estudio del Nuevo
Testamento, que ofrece un adecuado paralelo de la famosa fuente Q.
[37] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la
persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 158-159.
[38] Ibid., 159. El autor hace notar que esta observación vale solamente con referencia a la búsqueda del
Jesús histórico, puesto que estos documentos tienen gran valor para la historia del cristianismo primitivo en el
periodo patrístico.
[39] Ibid., 160.
[40] Ibid., 160.
[41] Ibid., 29.
[42] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: Los milagros (Estella: Verbo
Divino, 2005), 1113.
[43] J. A. FIT ZMYER , Catecismo cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme,
1998), 16-21.
[44] La obra de FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos (Terrassa: CLIE, 1988), contiene en el libro 18
el famoso fragmento Testimonium Flavianum, que hace referencia a la vida de Jesús.
[45] J. A. FIT ZMYER , op. cit., 18.

55
[46] E. KÄSEMANN, «Sackgassen im Streit um den historischen Jesus», en Exegetische Versuche und
Besinnungen I (1960), 187-214. Citado por J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder,
1995), 27.
[47] R. E. BROWN, Introducción al Nuevo Testamento II (Madrid: Trotta, 2002), 1050-1051.
[48] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la
persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 51.
[49] Ibid., 51.
[50] Ibid., 57.
[51] Ibid., 57.
[52] R. E. BROWN, Introducción al Nuevo Testamento II, (Madrid: Trotta, 2002), 1059.
[53] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 27.
[54] L. T. J OHNSON, The Real Jesus: The Misguided Quest for the Historical Jesus and the Truth of the
Traditional Gospels (San Francisco: HarperCollins, 1996), 121-122. ID., Living Jesus: Learning the Heart of the
Gospel (San Francisco: Harper, 2000), 105-108.
[55] R. E. BROWN, op. cit., 1059.
[56] X. PIKAZA, Iglesia Viva 210 (2002).
[57] Estos trazos del Jesús histórico están corroborados no solo en los evangelios, sino también en escritos
no cristianos. Pueden comprobarse en: L. T. J OHNSON, The Real Jesus: The Misguided Quest for the Historical
Jesus and the Truth of the Traditional Gospels (New York: HarperCollins Publishers, 1971), 121-122. J. A.
FIT ZMYER , Catecismo cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 21-22.
[58] Para esta breve reflexión sobre la Iglesia, aparte de los tratados eclesiológicos más conocidos en
lengua española, he utilizado escritos de eminentes teólogos y escrituristas que me han servido de inspiración.
Entre estos autores, se encuentran R. E. Brown, N. Brox, A. D. Clarke, J. Dunn, P. Ester, D. J. Harrington, J. F.
Nelly, G. Lohfink y G. Theissen. A todos ellos, mi sincero reconocimiento.
[59] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 128-135, expone
sencillamente el tema de Jesús y sus discípulos, considerando los apartados de a) Los «doce», b) La llamada y c)
El seguimiento y la misión.
[60] Concilio Vaticano II: Lumen Gentium, c. 1, a. 5.

56
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57
CAPÍTULO 2:
Presupuestos de estudio
y cuestiones metodológicas

58
2.1. Euvagge,lion o buena noticia
Sublime y esplendorosa es la manifestación de Dios a la humanidad en la obra de la
creación, abierta a la curiosidad, a la admiración y al escudriñamiento de todo ser
humano. Portentosa y misteriosa es la revelación de Dios al pueblo de Israel, elegido
entre todos para seguir las sendas del Dios verdadero y preparar los caminos al mayor
profeta de todos los tiempos. Más milagrosa y novedosa aún es la buena noticia o
euvagge,lion que Jesús de Nazaret trae a toda la humanidad. La creación y la elección
divina del pueblo de Israel quedan menguadas y ensombrecidas ante la grandeza de una
noticia que anuncia la venida del reino de Dios en Jesús de Nazaret, en el que se
enmarcan la liberación y salvación de toda la humanidad y la soberanía absoluta de Dios.
Este evangelio, es decir, la buena noticia, es el objeto primordial de esta reflexión.
Marcos comienza su evangelio con la expresión «el evangelio de Jesucristo Hijo de
Dios», presentando el evangelio como «noticia» de la predicación acerca de Jesucristo,
cuya novedad radica, más que en el mensaje, en la persona de Jesús de Nazaret (Mc
1,1). En el mismo capítulo, el evangelista habla del «Evangelio de Dios», asociado
íntimamente a la desbordante noticia de la llegada del reino de Dios (Mc 1,14). En los
restantes capítulos de su libro, Marcos emplea el término «evangelio» en sentido
absoluto, significando siempre la buena noticia que representa Jesús de Nazaret (Mc
8,35; 13,10; 14,9). La palabra «evangelio», según Marcos, designa casi siempre la buena
noticia que trae Jesús de parte de Dios para compartir con la humanidad. Esa buena
noticia se predica (khru,ssw), es el kh,rugma, la predicación de la Iglesia, evidenciando
de esta suerte que el evangelio solamente puede ser entendido en el contexto de la misión
y que su carácter es universal, destinado a todos los pueblos, sean judíos o gentiles. Así
lo entendieron los primeros judeocristianos de Palestina que llevaron el anuncio a
Alejandría, a Antioquia y a Damasco. La «buena noticia» surge –antes que en el mundo
pagano– en Palestina, entre los judíos de la diáspora, para dirigirse posteriormente a
todos los pueblos de la tierra. Obviamente, el kh,rugma de esa extraordinaria noticia
abarca toda la persona de Jesús, sus hechos y dichos, especialmente, su pasión, muerte y
resurrección. El evangelio es inconcebible sin la asunción de la actividad terrena de Jesús
y sin la proclamación de su muerte y su resurrección. De otra forma, la noticia del Nuevo
Testamento no se diferenciaría mucho del mundo religioso del Antiguo, quedando
desvirtuada la persona de Jesús de Nazaret.

59
Mateo habla del «evangelio del reino», en el que se incluye la actividad de Jesús y la
comunicación de la acción graciosa de Dios a todas las gentes (Mt 4,23; 9,35; 24,14).
Lucas prescinde del término «evangelio» en su propio evangelio (no así en Hechos, que
aparece en dos ocasiones Hech 15,7; 20,24), si bien utiliza con frecuencia el verbo
euvaggeli,xomai, «anunciar la buena noticia».
El empleo de este verbo, afirma Schillebeeckx, «remite precisamente al contexto
original a que pertenece el vocablo, es decir, a un contexto al principio puramente judío,
en el que están mutuamente ligados los conceptos de “profeta escatológico” y “llevar la
buena noticia a los pobres”» [1] . Y continúa diciendo: «En este contexto tradicional judío
es sorprendente que el término “evangelio” se convirtiera en un concepto
específicamente cristiano, en la palabra clave del movimiento en torno a Jesús, tan
pronto como ese movimiento inició su misión en Palestina (misión entre los judíos,
incluidos los de la diáspora) y, más tarde, en su misión a los paganos, donde el término
“evangelio” adquirió un nuevo matiz» [2] . La novedad y la fuerza de este concepto
vienen determinadas por la persona de Jesús de Nazaret, que trasciende todas las
categorías del Antiguo Testamento, incluso las más bellas y liberadoras. Las nociones de
«unción», «reino de Dios», «luz del mundo» y «buena nueva» y otras similares
adquieren su plenitud en Jesús de Nazaret.

60
2.2. Tras la huella de los Evangelios
La tarea primordial, fascinante e interminable de los cristianos de todos los tiempos es
seguir a Jesús de Nazaret y de esta forma proclamar la buena noticia a todos los pueblos
de la tierra, cumpliendo la voluntad salvífica, en obediencia a la voluntad del Padre.
Para seguir a Jesús es preciso conocerlo y a él se llega a través de su mensaje –
reflejado en palabras, hechos y actitudes– recogido en los evangelios, relatos y
testimonios de fe de aquellos que conocieron y experimentaron la presencia de Jesús en
la tierra.
La aproximación a los evangelios parece extremadamente sencilla. Los siglos de
vivencia cristiana y los adelantos técnicos nos han deparado una lectura fácil, repleta de
erudición e interpretación, de la buena noticia de Jesús. Pero, en realidad, el proceso para
llegar a esta lectura ha sido largo y complejo. Los evangelios son el final de un complejo
proceso, que se extiende a lo largo de más de medio siglo, resultado exquisito de la
predicación cristiana y de la reflexión teológica de las primeras comunidades cristianas
sobre los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús, especialmente sus
palabras y hechos, muerte y resurrección. Ellos representan, de forma respetuosa y
crítica a la par, la reflexión de las primitivas comunidades cristianas sobre el
acontecimiento único de Jesús de Nazaret, bajo el prisma de su propia percepción y
visión personal.
Esta reflexión apasionada de los primeros seguidores de Jesús de Nazaret se cimentó
en múltiples tradiciones, unas orales y otras escritas, que cristalizaron en muchos escritos
–unos en forma de libro– como lo confirman los evangelios de Lucas (Lc 1,1-2) y Juan
(Jn 21,24-25). De estos escritos y libros, unos se han perdido; otros han llegado hasta
nosotros de forma fragmentaria y algunos los hemos recibido de manera completa.
Es obvio suponer, dadas las formas culturales de la época, que los primeros
recuerdos de quienes conocieron a Jesús personalmente u oyeron hablar de él se
divulgasen de forma oral y que, solo con el paso del tiempo, se pusieran por escrito.
En el complicado proceso de la tradición sobre Jesús –oral y escrita– distinguen los
biblistas tres fases, claramente diferenciadas, y que, a la par, interaccionan entre sí. La
primera fase, con claro predominio del aspecto oral, se extiende desde el comienzo del
ministerio público de Jesús hasta mediados del siglo I, fecha en la que las palabras y

61
hechos del galileo comienzan a tomar forma escrita, como parece desprenderse de las
cartas de Pablo a los Corintios y a los Tesalonicenses, que refieren tradiciones
procedentes del «Señor» de contenidos diferentes (1 Cor 7,10; 9,14; 11,23-26; 1 Tes
4,15). En la segunda fase los recuerdos sobre Jesús coexistieron en forma oral y escrita,
si bien los escritos se fueron imponiendo progresivamente, al ser aceptados de forma tan
abierta y confiada por las primitivas comunidades cristianas. Esta fase se extiende desde
mediados del siglo I hasta finales del siglo II. En la tercera fase, a pesar de que la
tradición oral continuó existiendo en las comunidades cristianas, se observa claramente el
predominio de los escritos sobre Jesús, cuyo conocimiento se extiende por estas
agrupaciones a partir de la segunda mitad del siglo II.
Aproximadamente en un periodo de tiempo de un siglo (desde mediados del siglo I a
mediados del siglo II) aparece un buen número de escritos sobre Jesús, unos que no han
llegado hasta nosotros y otros que han sido atestiguados por manuscritos (la mayor parte
procedentes de Egipto) y por escritores eclesiásticos del siglo II.
No es mi intención ofrecer un catálogo completo de los libros sobre Jesús. Es
conveniente, no obstante, recordar escritos de suma importancia para el conocimiento de
Jesús de Nazaret. En esta línea, y dejando constancia de las valiosísimas aportaciones de
estos escritos, me atrevo a mencionar algunos de ellos. Existe una composición que suele
denominarse de formas diversas, en función del aspecto que se pretenda resaltar,
«Documento Q», «Fuente Q» o «Fuente sinóptica de dichos». La sigla «Q», tomada de
la primera letra del término alemán Quelle (fuente) suele dar nombre a esta composición,
que ha despertado el interés general de los estudiosos de la Biblia por su enorme valor
para averiguar el proceso de formación de los evangelios. La reconstrucción de esta
fuente –una colección de dichos de Jesús– se efectúa a partir de la coincidencia de los
pasajes que los evangelios de Lucas y Mateo tienen en común, aunque solo sea posible
llegar a una aproximación de las versiones utilizadas por estos evangelistas. El llamado
«Relato de la pasión» (RP) previsiblemente sirvió de fuente a Marcos, a Juan y al
evangelio de Pedro. Las características que configuran el relato de la pasión en los
evangelios –los sinópticos coinciden sorprendentemente con Juan, el orden de los
episodios narrados y la propia cohesión narrativa– sugieren la posibilidad de la existencia
de un relato anterior que explicase las coincidencias entre ellos. Otra composición de vital
importancia en el proceso de formación de los evangelios es la conocida como «Fuente

62
de los signos» o Semeia (Shmei/a) Quelle (SQ), nombre con el que son conocidos los
milagros de Jesús en el evangelio de Juan. Esta fuente, bastante compleja tanto literaria
como teológicamente, solo está recogida en el cuarto evangelio y, como sucede con el
resto de composiciones, es de gran importancia para comprender el proceso de la
formación de los libros sobre Jesús.
Otros escritos antiguos sobre Jesús, ya más conocidos, enumerados por el número y
la importancia de los testimonios sobre ellos, son: los evangelios de Mateo (Mt), de Juan
(Jn), de Lucas (Lc), el evangelio de Pedro (EvPe), el de Tomás (EvTom), el evangelio
de Marcos (Mc), el evangelio de la infancia de Jesús (InfJes), el protoevangelio de
Santiago (PEvSant), el evangelio del papiro Egerton (PEg), el evangelio de la Verdad
(EvVer), el evangelio de Judas (EvJud), el evangelio de los Hebreos (EvHebr), el
evangelio de los Nazarenos (EvNaz) y el evangelio de los Egipcios (EvEg) [3] .
Increíblemente, estos datos fríos y asépticos teóricamente permiten entrever ciertas
sugerencias, extremadamente valiosas para conocer la persona de Jesús. Parece evidente
que las formas y los temas en que se plasmó la tradición sobre Jesús de Nazaret fueron
variados y de índole diversa. La mayor parte de los escritos tienen forma narrativa,
centrada en el ministerio público de Jesús. Otros narran la infancia o la pasión de Jesús.
Otros refieren dichos, discursos o diálogos del Señor. Por otra parte, se observa
fácilmente la procedencia de estos escritos, vinculados unos a determinados grupos
judeocristianos y gnósticos y por tanto de carácter más restringido y local, mientras que
otros presentan una condición más universal. Últimamente, se observa nítidamente la
importancia concedida a la apostolicidad, ya que los escritos mejor atestiguados y más
ampliamente difundidos son aquellos que hacen referencia a un apóstol.
Estos libros sobre Jesús contienen escritos de índole diversa, tanto en su contenido
como en su forma. Nos encontramos en ellos las denominadas colecciones de dichos, en
las que se incluyen pequeñas composiciones de dichos, anécdotas, controversias y
parábolas de Jesús. Este material, utilizado por las primeras comunidades cristianas para
indagar su identidad y formar un estilo de vida, sirvió de gran utilidad para la
composición de los evangelios de Mateo y Lucas, elaborados a partir del «Documento
Q».
Los dichos originaron otra forma de composición muy conocida, los llamados
discursos y diálogos. Ambos, discursos y diálogos, utilizan la misma técnica,

63
construyéndose sobre los dichos de Jesús, ampliados mediante mecanismos exegéticos de
la tradición hebrea o de la tradición helenística. Encuentran su máxima expresión y
elaboración en el evangelio de Juan (Jn 14–16), aunque también existan en Mateo y en
Lucas.
Junto a estas tradiciones sobre los dichos de Jesús, se desarrollaron otras, referidas a
las acciones y a los acontecimientos más importantes de su vida. Son las «colecciones de
milagros». Dichas colecciones, desarrolladas ampliamente en la literatura sobre los
apóstoles de Jesús, apenas encuentran cabida en los escritos evangélicos, a excepción del
evangelio de Marcos que incorpora en sus contenidos tradiciones populares sobre el
tema.
Una de las tradiciones narrativas más señeras, incorporada a los escritos sobre
Jesús, es la que hace referencia a la pasión de Jesús. Amparados en relatos tradicionales
distintos, Marcos y Juan utilizan estas tempranas tradiciones del cristianismo naciente
relatando escenas de la pasión, desde el prendimiento hasta el sepulcro vacío. La trama
narrada por ambos evangelistas es prácticamente idéntica, si bien elaborada conforme a
la visión teológica particular de cada uno de ellos (Mc 14–16; Jn 18–19).
Finalmente, otra tradición sobre los escritos de Jesús es la que trata de los orígenes
de Jesús, conocida como «relatos de la infancia». A diferencia de las anteriores, estas
composiciones, que responden a la curiosidad de los cristianos por el nacimiento e
infancia de Jesús, son más tardías y de menor importancia. Están recogidas por Mateo y
Lucas (Mt 1–2; Lc 1–2) [4] .

64
2.3. La recepción de la comunidad eclesial
Resulta una obviedad decir que los escritos sobre Jesús se produjeron en las
comunidades que, sintiéndose seguidoras de Jesús, pusieron todo su empeño en conocer
su vida y encarnar sus enseñanzas. Sin la comunidad de los seguidores de Jesús hubiera
sido imposible la escritura de los evangelios. De haberse hecho, habrían sido algo
diferente. Escritos en los que se integra la fe en Jesús han de realizarse necesariamente
en una comunidad que nace y vive de la fe. La dimensión comunitaria de los escritos
evangélicos es innegable y solo desde ella se comprende el auténtico sentido del evangelio
de Jesús. Con fórmulas consagradas a partir de la segunda mitad del siglo II, los
evangelios llevan la autoría personal de un evangelista: «Evangelio según...», pero son
pertenencia de la comunidad y por tanto a ella corresponde pronunciarse sobre la
inclusión de los mismos en su seno, lo que equivale a reconocer la autenticidad de su
doctrina.
Como resultado del conocimiento y vivencia de las primeras comunidades cristianas
sobre la persona de Jesús de Nazaret y tras un largo proceso de discernimiento, aparece
la distinción entre los llamados escritos canónicos y los que, posteriormente, se definirían
como apócrifos. En este proceso se implicaron todas las comunidades eclesiales,
ratificando con su autoridad y su vida el valor y la autenticidad de aquellos escritos que,
finalmente, serían reconocidos como evangelio de Jesús.
Los escritos canónicos son aquellos que fueron considerados normativos por las
comunidades cristianas (norma, medida de la fe) y apócrifos, los restantes. La distinción
entre escritos canónicos y apócrifos es relativamente tardía, ya que ambos coexistieron
durante bastante tiempo, prácticamente hasta el siglo IV, época en que adquirieron el
sentido que le atribuimos en la actualidad. A partir de estas fechas, el adjetivo «apócrifo»
que originariamente había significado «arcano», «escondido», «oculto», adquiriría el
sentido de «falso», «adulterado» «espurio», en contraposición a aquellos libros
canónicos que contenían la fe auténtica de las iglesias. El texto canónico, aparte de
contener una escritura sagrada, gozaba además de autoridad normativa.
Este largo y complejo proceso de formación y definición del canon de los libros
sobre Jesús no se efectuó simultáneamente ni de la misma forma en todas las
comunidades cristianas. Es cierto que los escritos que hoy conforman los cuatro
evangelios habían sido ampliamente reconocidos hacia finales del siglo II y que los

65
grandes concilios de la época constantiniana (siglo IV) confirmaron su carácter
normativo, pero algunas iglesias –concretamente, las de Siria– continuaron concediendo
más importancia al Diatéssaron (dia. tessa,rwn, genitivo de te,ssarej, hecho de cuatro), la
armonía de los evangelios más importante, compuesta por el asceta y apologista Taciano
(ca. 160-175) [5] .
El largo y escrupuloso proceso de las comunidades cristianas acerca de los escritos
sobre Jesús de Nazaret, que finalizó con la aceptación y veneración de los cuatro
evangelios que hoy conocemos, fue un hecho de vital importancia eclesial, tanto desde el
punto de vista bíblico como desde el dogmático. La memoria de Jesús quedó esclarecida
de forma viva y fiable, sirviendo como norma de fe y modelo de vida para cuantos
creían en él. Quedaban zanjadas para siempre las diferencias entre lo «normativo» y lo
«falso», al tiempo que los «evangelios» (cuatro) se leían en las celebraciones litúrgicas y
configuraban con robustez al cristianismo naciente.
Pero el pronunciamiento de las comunidades sobre la definición del canon no se
produjo caprichosamente. Guiadas por la presencia del Espíritu y críticas con la
adaptación del mensaje de Jesús a los tiempos que vivían, utilizaron los criterios más
adecuados para distinguir la autenticidad de los escritos que hacían referencia a su
maestro.
Uno de estos criterios, quizá el más determinante, fue la estrecha vinculación de los
escritos sobre Jesús con la tradición apostólica. Necesariamente, los escritos y los
apóstoles debían estar íntimamente relacionados, puesto que estos fueron los testigos y
los trasmisores del mensaje de Jesús. De hecho, los evangelios más conocidos en el siglo
II fueron los relacionados con el nombre de un apóstol y los escritores más antiguos
presentan a los autores de los evangelios vinculados a alguno de ellos [6] .
Otro criterio de selección de gran fuerza eclesial fue el uso de los textos evangélicos
en las celebraciones litúrgicas de las comunidades. La lectura de los textos en las
celebraciones confirmaba la validez de los mismos y, de hecho, aquellos más leídos
formarían más tarde parte del canon. Se apreciaba así la catolicidad de las primeras
comunidades cristianas, que dejaban fuera los escritos más sectarios y de grupos
restringidos, mientras aceptaban aquellos de carácter universal.
La coincidencia de los contenidos de los escritos con la fe de las comunidades fue
otro criterio básico para determinar la canonicidad de los mismos. Es lógico pensar que la

66
fe vivida en las comunidades fuera la norma para determinar la fidelidad de los escritos al
espíritu de Jesús. Se trataba de hacer coincidir la fe vivida y la fe expresada, sin el menor
atisbo de discrepancias.
Los criterios se ceñían escrupulosamente a la concepción de auténtica catolicidad de
las comunidades eclesiales. Estas se sentían y se concebían conforme a esa catolicidad y,
desde esta perspectiva, es legítimo pensar que ellas fueran quienes determinasen, en
última instancia, el valor de los escritos que, como depositarias, les pertenecían [7] .
Se llegaba así, hacia finales del siglo II, a una denominación de los libros sobre
Jesús, muy familiar entre nosotros, «evangelios», con el sentido de «buena noticia» de
Jesús y sobre Jesús. El carácter normativo de esta «buena noticia» queda abierto aún por
cierto tiempo.
La palabra euvagge,lion con el significado de «buena noticia» formaba parte del
lenguaje ordinario de la cultura helenística y de la tradición israelita. Además de esta
acepción común, el término se utilizaba en ambas culturas para designar, por un lado, la
propaganda imperial, concebida como buena noticia, plasmada en los grandes
acontecimientos militares [8] y, por otro, la llegada salvadora de Dios, anunciado como
rey del universo [9] . En ambos casos la buena noticia se percibe como anuncio de
salvación, que se establece en un nuevo reinado.
Muy pronto, los seguidores de Jesús, conocedores de la cultura de su mundo, se
apoyaron en ella, dando un significado nuevo a la palabra euvagge,lion, refiriéndose
expresamente al mensaje de salvación que ellos proclamaban. Jesús se convirtió en el
centro de este mensaje y, mientras las comunidades de la diáspora, más influidas por la
mentalidad imperial, interpretaban el evangelio como la buena nueva «sobre Jesús», es
decir, centrada en los acontecimientos salvadores de su muerte y resurrección, las de
Siria y Palestina lo concebían como la llegada del reino de Dios, anunciada «por Jesús»,
realización última de las promesas proféticas de Israel. En cualquier caso, la palabra
«evangelio» se utilizó preferentemente en referencia a un mensaje, aunque, con el
tiempo, pasase a designar también un texto escrito.
Los evangelios apócrifos, es decir, los libros «escondidos», «secretos», quedaban
excluidos de la condición de escrituras sagradas y del carácter de normatividad, atribuido
a los escritos canónicos. Nadie pone en duda la antigüedad de algunos de estos escritos
(como el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Pedro o el Protoevangelio de Santiago)

67
y su contribución al conocimiento de algunos dichos y hechos de la vida de Jesús.
Tampoco puede negarse la proximidad de estos escritos a ciertas formas de piedad
cristiana, pese a la desviación en cuestiones doctrinales, o incluso sus contribuciones a la
teología, al arte y a la liturgia. Pese a que dichos escritos hayan surgido de la tradición
enraizada en el ministerio de Jesús de Nazaret y que algunos detalles referidos puedan ser
considerados históricos, sus construcciones son básicamente imaginativas y sus
aportaciones sobre Jesús de Nazaret resultan realmente de escaso valor [10] .

68
2.4. Los cuatro evangelios
A partir de la segunda mitad del siglo II, los evangelios o «buena noticia» de Jesús y
sobre Jesús comenzaron a ser titulados de tal forma que reflejan el sentido auténtico del
término evangelio. Los evangelios se denominaron «Evangelio según Marcos», «según
Mateo» etc., resaltando la convicción de que el mensaje es idéntico, pese a que la autoría
se atribuya a diferentes personas. Hay un único Evangelio –el de Jesús– con cuatro
versiones diferentes. Se confirmaba, al tiempo, la autoridad y veneración de estos
escritos y la autenticidad del contenido de la salvación de Jesús de Nazaret. Escritura y
autoridad quedaban engarzadas de forma indisoluble.
Los cuatro libros canónicos sobre Jesús presentan diferencias y semejanzas entre
ellos. La diferencia más notable es la que existe entre los tres evangelios llamados
«sinópticos» y el evangelio de Juan.
Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) son muy parecidos en las
formas que utilizan al referir dichos, parábolas, milagros, etc., de Jesús de las diversas
tradiciones que reciben. Por esta razón se les denomina «evangelios sinópticos» (de
«sinopsis», palabra griega que significa «visión de conjunto»), cuya lectura puede
abarcarse con una sola mirada. Desde el punto de vista formal, presentan un carácter
narrativo, son auténticos relatos, dih,ghsij, que cuentan la actividad pública de Jesús,
comenzando con la predicación de Juan Bautista y terminando con el relato de la pasión,
al que se concede una importancia excepcional. Felipe Fernández Ramos resume estas
ideas de la forma siguiente: «Los tres (sinópticos) nos ofrecen el mismo esquema:
actuación ininterrumpida de Jesús en Galilea; solo después de haber terminado la
actividad en Galilea se nos cuenta su ministerio en Jerusalén. El contenido y el orden de
la materia sinóptica es el siguiente: el Bautista, bautismo de Jesús, tentaciones, vida
pública, Galilea-viaje a Jerusalén, muerte y resurrección» [11] . Con todo, los
«sinópticos» también presentan notables diferencias entre sí, siendo las más significativas
las existentes entre Marcos, por un lado, y Mateo y Lucas, por otro. En el evangelio de
Marcos, el más antiguo de ellos, no se encuentran muchas de las enseñanzas recogidas
en Mateo y Lucas, así como los relatos de la infancia de Jesús o de las apariciones del
resucitado. Pero las diferencias más importantes aparecen cuando se comparan los tres
sinópticos con el evangelio de Juan, tanto en contenidos como en forma literaria. En Juan
abundan, sobre todo, los diálogos y los grandes discursos de Jesús y la importancia de la

69
fe, al tiempo que desaparecen los temas centrales de su predicación (el reino de Dios), se
ofrecen versiones distintas de acontecimientos idénticos y se sitúan en escenarios
diferentes los mismos relatos. (Mc 1,16-20 par y Jn 1,35-50; Mc 11,15-17 par. y Jn
2,14-16) [12] .

70
2.5. El desarrollo de la tradición del Evangelio de Jesús
En el proceso de formación de los escritos sobre Jesús han podido apreciarse de forma
palmaria la centralidad de la persona de Jesús, la fidelidad de las comunidades cristianas,
manifestada tanto en sus creencias como en su estilo de vida y la acción del Espíritu, que
vela por estas comunidades, inspirándoles las formas de permanencia hasta el final de los
tiempos.
Jesús es el único evangelio que, venido de Dios, revela a los hombres el gran
misterio de la salvación. Antes de que Jesús tomase carne y viviese entre nosotros, antes
de que su ministerio profético se realizase en tierras de Palestina y, por supuesto, antes
de que existiesen las tradiciones orales y escritas sobre él, el evangelio de la salvación se
encontraba prefigurado en los escritos del Antiguo Testamento. Si la salvación de Dios a
los hombres es única, los escritos antiguos sobre Jesús han de confluir con los nuevos,
aunque estos revistan un carácter de radical innovación. Esta es la razón de que los
textos del Antiguo Testamento fueran tan minuciosamente examinados por las primeras
comunidades cristianas, que percibieron el pasado del pueblo de Dios como anuncio de
los nuevos tiempos. Dios no podía contradecirse a sí mismo, modificando su designio
sobre la humanidad.
La dinámica entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es transferible a la acción de
las primeras comunidades cristianas en busca del mensaje de Jesús de Nazaret. Los
evangelios son la bella concreción de la fe y esperanza de las comunidades cristianas. Su
fe indagó tradiciones orales de tiempos antiguos y plasmó de formas diversas sus
vivencias en textos literarios. Hay testimonios múltiples, correspondientes a comunidades
cristianas diferentes, que profesaban idéntica fe en el Señor Jesús.
El Espíritu vela por la permanencia en la fe de estas comunidades a lo largo de los
tiempos. La tradición no es historia muerta ni mero recuerdo del pasado; es, más bien,
vivencia continuada de la siempre nueva noticia de la salvación. Por esta razón, el tiempo
presente se convierte en tradición viva, sin confrontaciones estériles con el pasado y
reclama, con la enorme potencialidad de lo nuevo, toda su fuerza.
Conforme a las enseñanzas de los documentos de la Iglesia, el desarrollo de la
tradición del evangelio de Jesús ha experimentado tres fases, nítidamente diferenciadas:
las palabras y los hechos de Jesús durante su ministerio público, la predicación de los
apóstoles después de la resurrección y la composición escrita de los evangelios.

71
El Concilio Vaticano II, integrando sabiamente las Escrituras de ambos Testamentos,
afirma de manera sencilla y magistral, en la Constitución sobre la divina revelación:
«Dios quiso que lo que había revelado para la salvación de todos los pueblos, se
conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor,
plenitud de la revelación (cf. 2 Cor 1,20 y 3,16–4,6), mandó a los Apóstoles predicar a
todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de
conducta, comunicándoles así los bienes divinos; el Evangelio prometido por los profetas,
que él mismo cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues
los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de
palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu
Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por
escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» [13] .
En el año 1964, una Instrucción sobre la verdad histórica de los evangelios de la
Pontificia Comisión Bíblica se pronunciaba de la siguiente forma: «El exegeta, para
afirmar el fundamento de cuanto los evangelios nos refieren, atienda con diligencia a los
tres momentos que atravesaron la vida y las doctrinas de Cristo antes de llegar hasta
nosotros. Cristo escogió a los discípulos, que lo siguieron desde el comienzo, vieron sus
obras, oyeron sus palabras y pudieron así ser testigos de su vida y de su enseñanza. El
Señor, al exponer de viva voz su doctrina, siguió las normas del pensamiento y expresión
entonces en uso, adaptándose a la mentalidad de sus oyentes, haciendo que cuanto les
enseñaba se grabara firmemente en su mente, pudiera ser retenido con facilidad por los
discípulos... Los apóstoles anunciaron ante todo la muerte y la resurrección del Señor;
dando testimonio de Cristo y, exponían fielmente su vida, repetían sus palabras, teniendo
presente en su predicación las exigencias de los diversos oyentes... Esta instrucción
primitiva, hecha primero oralmente y luego puesta por escrito –de hecho, muchos se
dedicaron a “ordenar la narración de los hechos” que se referían a Jesús–, los autores
sagrados la consignaron en los cuatro evangelios para bien de la Iglesia, con un método
correspondiente al fin que cada uno se proponía. Escogieron algunas cosas; otras las
sintetizaron; desarrollaron algunos elementos mirando la situación de cada una de las
iglesias, buscando por todos los medios que los lectores conocieran el fundamento de
cuanto se les enseñaba» [14] .

72
En el año 1984, otro documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre Sagrada
Escritura y cristología expresaba la misma idea bajo estos términos: «Las tradiciones
evangélicas se reunieron y pusieron poco a poco por escrito bajo esta luz pascual hasta
recibir, finalmente, su forma estable en cuatro libros. Estos contienen no solo “lo que
Jesús comenzó a hacer y enseñar” (Hch 1,1), sino que ofrecen también sus
interpretaciones teológicas. En ellos hay que buscar por tanto la cristología de cada
evangelista. Esto vale especialmente para san Juan, que en época de los Padres recibirá
el sobrenombre de “teólogo”. Igualmente, los demás autores cuyos escritos se conservan
en el Nuevo Testamento interpretaron de formas diversas los hechos y palabras de Jesús,
y mucho más su muerte y resurrección» [15] .
Veamos con más detalle estas tres fases, descritas por el magisterio eclesial:

a) Las palabras y los hechos de Jesús

Se incluyen en este apartado las palabras, frases, sentencias, parábolas y relatos de la


vida de Jesús, recogidos por los evangelistas de distintas e independientes tradiciones,
antes de ser consignados por escrito y atribuirles un determinado contexto histórico.
Estas palabras responden, unas veces, a la dimensión profética de Jesús que, al estilo de
los profetas del Antiguo Testamento, anuncia la venida del reino de Dios, la hora de la
salvación para todos los pueblos (Mc 1,15); en otras ocasiones, revelan la conciencia
mesiánica de Jesús y la relación con el Padre (Mt 11,27); a veces, aparecen en el
contexto de discusiones entre Jesús y sus adversarios sobre las tradiciones de los fariseos
y la ley de Dios (Mt 5,21ss; Mc 7). En otros momentos, las palabras de Jesús refieren
situaciones normales de la vida ante las que se reflexiona con inusitada sabiduría (Mt
6,25-7,29). Las parábolas también pertenecen a sus palabras y, aunque en buena medida
hayan sido reformuladas, constituyen el recurso didáctico más utilizado por Jesús para
enseñar a sus discípulos. El relato de la pasión merece especial consideración por su
carácter histórico, su unidad y la fidelidad en la tradición. A todo esto hay que añadir la
palabra abbâ’, la oración del Señor, las formas de las bienaventuranzas y algunas
expresiones referidas al núcleo del mensaje de Jesús.
Los hechos de Jesús hacen referencia expresa a las curaciones y milagros que
efectuó a lo largo de su ministerio público. Nadie pone en duda el poder de Jesús sobre el
mal, pero su actuación en la curación de «posesos» y otras acciones a las que se atribuye

73
el carácter de milagrosas, deben enmarcarse en la perspectiva misericordiosa de Jesús
hacia los más necesitados. En realidad, él es el «Santo de Dios» y «el Hijo de Dios»,
reconocido por los espíritus impuros (Mc 1,24; 3,11), y no un taumaturgo cualquiera.
Evidente y lamentablemente, muchas palabras y hechos de Jesús se han perdido
definitivamente para la historia, especialmente aquellos que hacen referencia a su vida
anterior al ministerio profético en Galilea. No en vano, el vacío histórico de este periodo
es conocido tradicionalmente como la «vida oculta» de Jesús.

b) La predicación apostólica

La predicación cristiana comienza con el kh,rugma (proclamación, anuncio) de la


resurrección de Jesús. Discípulos y Apóstoles de Jesús proclaman los dichos y los hechos
de su maestro, los interpretan conforme a las necesidades de sus oyentes y los predican
con formas literarias sacadas de las Escrituras. Este proceso en la predicación apostólica
queda perfectamente reflejado en la Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica, que
dice así:
«No se puede negar, sin embargo, que los apóstoles presentaron a sus oyentes los
auténticos dichos de Cristo y los acontecimientos de su vida con aquella más plena
inteligencia que gozaron a continuación de los acontecimientos gloriosos de Cristo y por
la iluminación del Espíritu de verdad. De aquí se deduce que, como el mismo Cristo
después de su resurrección les interpretaba tanto las palabras del Antiguo Testamento
como las suyas propias, de esta forma ellos explicaron sus hechos y palabras de acuerdo
con las exigencias de sus oyentes. “Asiduos en el ministerio de la palabra”, predicaron
con formas de expresión adaptadas a su fin específico y a la mentalidad de sus oyentes,
pues eran “deudores de griegos y bárbaros, sabios e ignorantes”. Se pueden, pues,
distinguir en la predicación que tenía por tema a Cristo: catequesis, narraciones,
testimonios, himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias semejantes que
aparecen en la Sagrada Escritura y que estaban en uso entre los hombres de aquel
tiempo» [16] .
En esta predicación se encuentran primordialmente el kh,rugma pascual, es decir, la
resurrección de Jesús, que ha de convertirse en una vida nueva en Cristo para cuantos se
consideren seguidores suyos, y las narraciones pascuales acerca de la tumba vacía y de
las apariciones del resucitado a sus discípulos. También aparecen los relatos acerca de

74
Jesús (su bautismo, la elección de los doce, etc.) y sus dichos, así como las parábolas y
las narraciones de milagros. Se utilizan, además, fórmulas litúrgicas e himnos, ambos
empleados por las primitivas comunidades cristianas (Mt 26,26-29; Mc 12,22-25; Lc
22,17-19). Finalmente, se proclaman los títulos cristológicos, que los cristianos de los
comienzos atribuían a Jesús, como Mesías, Hijo de David, Hijo del hombre, Hijo de
Dios y Señor, entre otros.
La riqueza y vitalidad de las primeras comunidades cristianas son fácilmente
observables. Ellas proclamaron su fe en Jesús como Señor en variedad de formas, al
tiempo que celebraron la acción de gracias en la cena de Jesús, memorial hasta que él
vuelva. Los evangelistas plasmarían por escrito toda esa tradición.

c) La composición escrita de los evangelios

Los evangelistas pusieron por escrito lo que recibieron de múltiples tradiciones, orales y
escritas, de las comunidades que fueron atraídas por el mensaje de Jesús de Nazaret.
Recogieron y seleccionaron el abundante material que llegó a sus manos, lo estructuraron
y, conforme a sus capacidades y elaboraciones propias y las necesidades de las
comunidades a las que se dirigieron, escribieron los evangelios que hoy conocemos.
Todos vivieron contextos culturales diferentes, tuvieron diferentes perspectivas,
escribieron de forma distinta, aunque persiguiesen los mismos objetivos: proclamar el
Evangelio de Jesús.
Es obvio que los evangelistas están interesados en la vida de Jesús, pero sus escritos
no son crónicas fiables de su existencia terrena y, menos aún, relatos apologéticos de su
fama y milagros. Tampoco tienen un carácter biográfico, ni se ajustan a normas
históricas o exigencias geográficas y temporales, pese a que no desdeñen el interés por
datos de esta naturaleza. Sus escritos se enmarcan en un género literario nuevo, que se
centra en la fe en Jesús y se anuncia al mundo entero.
Marcos, discípulo de Pedro, es el autor del segundo evangelio, tal como lo
atestiguan abundantes testimonios de la tradición cristiana. La relación de Marcos con
Pedro parece iniciarse ya en Jerusalén (Hech 12,12) y se constata cuando es mencionado
junto a él y llamado «Marcos, mi hijo», o sea, discípulo queridísimo (1 Pe 5,13).
Aparece también con Pablo y Bernabé en Antioquía (Hech 12,25) y solo con Pablo en
Roma (Col 4,10; 2 Tim 4,11).

75
Acerca del lugar donde se escribió este evangelio, existen discrepancias entre los
biblistas: unos lo sitúan en Roma y otros, en Palestina o Siria. En cuanto al tiempo, es
indudable que este es el primero de los evangelios sinópticos, ya que Mateo y Lucas
dependen de él en sus contenidos, y fue compuesto con anterioridad al año 70, puesto
que no existen en él referencias a la destrucción de la ciudad de Jerusalén.
Los destinatarios del libro son cristianos procedentes del mundo gentil, tal como
parecen confirmar los frecuentes latinismos y la traducción de términos aramaicos. La
comunidad a la que Marcos se dirige afrontó indudablemente la violencia y la
persecución, situada en un contexto de confrontación y hostilidad ambiental.
El evangelio quiere presentar a Jesús como el Cristo, Hijo de Dios. Estructurado
claramente en dos partes casi iguales, la primera de ellas, que muestra en un clima
secreto el mesianismo de Jesús, culmina con la confesión de Pedro (Mc 8,29), a partir de
la cual el «Hijo del hombre» (Mc 14,62) aparecerá con toda gloria y esplendor, es decir,
como Hijo de Dios (Mc 15,39).
Mateo es el autor del evangelio que lleva su nombre, según testimonios múltiples y
unánimes de la tradición. Es el apóstol llamado por Jesús cuando estaba sentado en su
despacho de recaudador (Mt 9,9) y muy bien pudo haber sido un escriba judeo-cristiano
que, como dice el evangelio, «saca de sus provisiones cosas nuevas y antiguas» (Mt
13,52).
El evangelio fue escrito probablemente después de la ruptura entre los cristianos
judíos y el grupo de los fariseos, dominante en el judaísmo, tras el impulso dado a su
religión en Yamnia, alrededor del año 80 [17] . Los destinatarios son claramente cristianos
procedentes del judaísmo, como aparece en las continuas expresiones de sabor semítico,
en las abundantes referencias a costumbres judías y en las múltiples alusiones al Antiguo
Testamento.
El plan trazado en el evangelio es una llamada de Jesús al pueblo judío, la repulsa de
este pueblo elegido y la apertura a todas las gentes. Jesús es el nuevo Moisés, que enseña
y confirma con sus obras el poder de su palabra. El rechazo de Israel a Jesús conduce a
la fundación de la Iglesia, abierta a todos los pueblos. Jesús permanecerá en medio de
ella hasta el fin del mundo.
El tercer evangelio se atribuye a Lucas, médico, converso al judaísmo antes de la
conversión al cristianismo. Parece ser que fue un cristiano gentil, de la tradición de

76
Antioquía, cuyos escritos evidencian la simpatía por los pueblos de la gentilidad y la
apertura hacia ellos.
No resulta fácil determinar con precisión la composición de este evangelio. Es,
indudablemente, posterior al evangelio de Marcos por la dependencia que muestra de él.
Lucas estuvo familiarizado con la traducción de los LXX, con el resto de los evangelios
sinópticos y fue el que mejor utilizó la lengua griega.
La estructura del evangelio se ajusta a la propia de los sinópticos, con la peculiaridad
de que toda la actividad de Jesús está orientada hacia Jerusalén. Jesús, además de ser el
profeta por excelencia, es el Señor y Salvador del universo. Entre los temas,
esmeradamente tratados por el evangelista, figuran la bondad de Dios, las exigencias en el
seguimiento de Jesús y la acción del Espíritu que actúa fundamentalmente en la persona
de Jesús de Nazaret.
El evangelio de Juan representa, teológica y simbólicamente, un mundo distinto al
de los evangelios sinópticos, más rico y más completo.
Este evangelio, aunque comparta algunas tradiciones comunes con los sinópticos, se
fundamenta principalmente en la tradición del «discípulo amado», en un principio tal vez
discípulo de Juan Bautista y posteriormente, seguidor de Jesús. El «discípulo amado» no
perteneció al grupo de los Doce y en consecuencia no fue el hijo del Zebedeo. El
evangelio en sí mismo es obra de un discípulo de la comunidad joánica y la conclusión
del final puede ser atribuida a un redactor que aportó nuevos materiales (Jn 20,30-31).
La composición del cuarto evangelio es, indudablemente, posterior a la de todos los
sinópticos y habría que situarla hacia finales del siglo I, entre los años 90 y 100. Este
evangelio difiere de los sinópticos en los datos cronológicos, en las referencias de lugares
y, sobre todo, en el contenido teológico.
El evangelio presenta una gran originalidad en sus discursos, desarrollados en forma
de diálogo o en compacta unidad temática, siendo el más extenso y significativo el de la
última cena. Jesús es la luz, acogida por unos y rechazada por otros, y la revelación de su
mesianismo y divinidad exige una respuesta de fe y adhesión a él, que conducirá a una
participación de su propia vida. Esta vida del nuevo pueblo de Dios comienza con el
nacimiento del bautismo (Jn 3,5) y se preserva mediante la eucaristía (Jn 6,35).

77
2.6. Reconocer al Jesús histórico
Las diversas tradiciones orales de las comunidades primitivas sobre Jesús de Nazaret, la
labor redaccional de los evangelistas y la distancia temporal entre estos hechos y el
mundo actual están indicando la dificultad de acceso a los orígenes de Jesús.
Es cierto, como dice E. Schillebeeckx, que «la identificación absoluta del Jesús
terreno con el Cristo proclamado por las comunidades cristianas es un presupuesto
fundamental en todas las tradiciones precanónicas y neotestamentarias del cristianismo
primitivo» [18] . Pero no es menos indiscutible la legitimidad de la búsqueda del Jesús
histórico, escondido entre la riqueza y variedad de las primeras tradiciones orales de la
comunidad eclesial y las manifestaciones de fe en el Resucitado, presentes
fehacientemente en los evangelios canónicos. La teología y la historia no deben ser
ciencias excluyentes, sino complementarias.
La búsqueda no es fácil. El teólogo se mueve entre un mundo de esperanza e
ilusión, anhelando ver la realidad de Jesús en todas las manifestaciones tradicionales bien
orales o escritas, y unas normas rígidas, impuestas por criterios científicos de
historicidad. Para pesar de muchos, no todo lo razonable en los relatos evangélicos goza
del carácter de historicidad, ni la certeza que podamos alcanzar con los métodos
históricos modernos es siempre absoluta.
La búsqueda del Jesús histórico está condicionada por la utilización de criterios de
historicidad, unos más fiables que otros. Pero, en cualquier caso, es necesario tener
presente que la realidad histórica de Jesús se enmarca en la religiosidad del judaísmo
palestino del siglo I. Son loables y meritorios los esfuerzos de ciertos estudiosos de la
Escritura que se aproximan a la figura histórica de Jesús utilizando criterios
antropológicos y culturales, con un alto grado de desconsideración a su dimensión
religiosa. Pero es imposible ignorar que Jesús forma parte de la historia de Israel, que su
mundo pertenece al de las Escrituras hebreas y que toda su vida, desde su bautismo por
Juan hasta su muerte y resurrección, está ubicada en un contexto de fuerte religiosidad.
Los criterios de los biblistas para asegurarnos el camino hacia las palabras y los
hechos de Jesús de Nazaret se han ido configurando a lo largo de los últimos años.
Varían en cuanto al número e importancia, según la opinión de los autores.
Conformándome a un investigador bíblico de prestigio universal [19] , enumero los
criterios que pueden ayudarnos en la búsqueda del Jesús histórico. Son los siguientes:

78
a) Criterio de dificultad

El criterio de «dificultad» o de «contradicción» supone que los dichos o hechos de Jesús


que hubieran causado extrañeza o complicaciones a las comunidades primitivas no
habrían sido consignados en los evangelios. Resultaría chocante que las comunidades
cristianas de los comienzos hubieran creado un material que pudiera ser utilizado por sus
adversarios religiosos en contra de sus intereses. Así sucedería, por ejemplo, en el relato
del bautismo de Jesús, sometido a un bautismo destinado a pecadores (Mc 1,4-11), y en
la afirmación, según la cual solo el Padre (y no el Hijo) conoce la hora exacta del juicio
final (Mc 13,32).
Este criterio que, como dice Meier, «tiene para el historiador una importancia que
va mucho más allá de los datos aislados que ese criterio puede ayudar a verificar» [20] ,
no está exento de limitaciones. Es lógico suponer, por una parte, que los casos
escabrosos para la comunidad cristiana no abunden en los evangelios y, por otra, que no
todo lo «difícil» para nuestra mentalidad se corresponde con las categorías de los
comienzos del cristianismo.

b) Criterio de discontinuidad

Este criterio, llamado también de disimilitud y de originalidad, se fija en las palabras y


hechos de Jesús que no concuerdan con las prácticas del judaísmo de la época, ni
corresponden a la mentalidad de las comunidades primitivas. Se presupone aquí que
cualquier expresión o acción, contraria al judaísmo y a la Iglesia primitiva, ha de ser
considerada auténtica con toda probabilidad. Suelen aportarse como ejemplos la
prohibición de todo juramento por Jesús (Mt 5,34-37), el rechazo del ayuno de los
discípulos de Jesús (Mc 2,18-22 par) y la prohibición del divorcio (Mc 10,2-12 par).
Este criterio, aunque útil, implica también, a juicio de Meier, algunas limitaciones. El
investigador debe ser consciente de su modestia en su labor de redescubrir el ambiente
religioso de Palestina en el siglo I. Además, no se puede divorciar la persona de Jesús del
judaísmo de la época ni de la comunidad cristiana primitiva, a no ser arriesgando la
auténtica dimensión del ministerio profético de Jesús. Finalmente, el concepto de
«unicidad» (valorado siempre bajo el criterio de la discontinuidad) indica que Jesús no

79
pudo dejar de sentirse influido por la historia de su pueblo. Sería más apropiado hablar
de lo «característico» o «insólito» en las formas de actuación de Jesús [21] .

c) Criterio de testimonio múltiple

Este criterio (llamado también de «referencias cruzadas» o de «sección transversal») se


basa en los dichos y hechos de Jesús que están atestiguados en diversas fuentes literarias
independientes y aparecen en diferentes formas o géneros literarios. Se considera que los
testimonios sobre Jesús que cumplan estas condiciones son auténticos con un alto grado
de probabilidad.
Esto sucede con la predicación de Jesús acerca del reino de Dios (o reino de los
cielos), formulada en diversos géneros literarios (parábolas, bienaventuranzas, relatos de
milagros, etc.) y presente en múltiples fuentes literarias independientes, como el
documento Q, los evangelios sinópticos y Juan. Otro tanto puede afirmarse del discurso
de Jesús sobre la destrucción del templo de Jerusalén (Mc 13,2; 14,58; Jn 2,14-22), de
las palabras sobre el pan y el vino en la última cena (Mc 14,22-35; Jn 6,51-58) y de la
prohibición del divorcio (Mc 10,11-12; Lc 16,18).
Este criterio, aunque sea altamente fiable, no es, en modo alguno, infalible. Y, por
supuesto, no excluye que un solo hecho o dicho de Jesús, testimoniado en una sola
fuente, pueda ser considerado auténtico. Este es el caso de la invocación aramea por
Jesús abbâ’ (el Padre), que aparece solo una vez en Marcos (Mc 14,36) [22] y la
«posibilidad histórica de que Jesús fuera, al principio, discípulo de Juan y, como tal,
también bautizara» (Jn 3,22) [23] .

d) Criterio de coherencia

Este criterio, llamado también criterio de coherencia o de conformidad, solo puede


aplicarse una vez que, mediante los criterios anteriormente citados, se haya establecido
un material histórico acerca de Jesús y, por coherencia, otros hechos y dichos relativos a
su persona encajen de tal modo en ellos que puedan ser considerados probablemente
históricos. Este sería el caso, por ejemplo, de los dichos de Jesús acerca de la llegada del
reino de Dios o de las disputas con sus enemigos sobre la ley de Moisés.

80
Es un criterio de carácter claramente complementario y no debe utilizarse de forma
negativa, declarando no auténticos hechos o dichos de Jesús por no ser congruentes con
otros probados como tales. No deben olvidarse, en este sentido, las diferencias tan
radicales entre el pensamiento semítico y la filosofía occidental. Por eso, resulta un
contrasentido contraponer el carácter escatológico del mensaje de Jesús de Nazaret y su
dimensión sapiencial [24] .

e) Criterio de rechazo y ejecución

Este criterio, a diferencia de los anteriores, no puede aprobar o desmentir por sí mismo la
autenticidad de ningún hecho o dicho de Jesús. Se enfoca particularmente al hecho
histórico incuestionable del final violento de Jesús y se pregunta por las razones que
condujeron al mismo. J. P. Meier escribe así a este respecto: «El Jesús histórico
amenazó, molestó, irritó a mucha gente: desde los intérpretes de la ley hasta la
aristocracia sacerdotal, pasando por el prefecto romano, que finalmente lo procesó y
crucificó. Este énfasis en el violento final de Jesús no es simplemente una perspectiva
impuesta a los datos por la teología cristiana. Para autores no cristianos, como Josefo,
Tácito y Luciano de Samosata, una de las cosas más llamativas en torno a Jesús fue su
crucifixión o ejecución por Roma. Un Jesús, cuyas palabras y hechos no encontraran
rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús histórico» [25] .
Además de los criterios referidos, existen otros, llamados por Meier «secundarios»
(o dudosos) [26] y por Schillebeeckx, «utilizados, pero no válidos» [27] , entre los que se
incluyen:

f) Criterio de huellas del arameo

Este criterio pretende aceptar como auténticas aquellas expresiones de Jesús que se
atengan a vestigios lingüísticos del arameo, ya sea en su vocabulario, en su gramática y
sintaxis, o en su ritmo y rima. Quien popularizó este criterio fue Joachim Jeremias,
apoyado en los estudios filológicos arameos de sobresalientes escrituristas del siglo XX. A
propósito de esta cuestión, escribe: «Hay que afirmar sin rodeos que la manera en que
hoy día se utiliza el “criterio de desemejanza” como una especie de shibboleth o “santo y
seña”, contiene una grave fuente de error. Mengua y deforma el hecho histórico porque

81
desatiende una realidad: la continuidad entre Jesús y el judaísmo. Por eso, será muy
importante que, además del método comparativo, tengamos otra ayuda para investigar la
tradición prepascual. Y esta ayuda será un examen del lenguaje y del estilo» [28] . A tal
fin dedica este destacado exegeta alemán el estudio de la base aramaica de los «logia» de
Jesús en los sinópticos, las maneras de hablar preferidas por Jesús y las características de
la ipsissima vox [29] .
La validez de este criterio está seriamente cuestionada en la actualidad y no sin
razones. Todo hace suponer que, si buena parte de los primeros cristianos eran judíos
palestinos de lengua aramea, ellos mismos pudieron recrear palabras en esa lengua, sin
que necesariamente podamos atribuirlas al propio Jesús. Por otra parte, los semitismos
que se hallan en los textos griegos pueden pertenecer al dominio de la gente común o al
intento de los escritores cristianos de lengua griega por imitar la lengua de los LXX y no
al vocabulario utilizado por Jesús.

g) Criterio del ambiente palestino

Este criterio es similar y complementario del anterior. Pretende afirmar que aquellos
dichos y hechos de Jesús, que correspondan a prácticas religiosas, sociales y culturales de
la Palestina del siglo I, tienen un alto grado de probabilidad de ser auténticos y al revés.
El criterio es muy dudoso, puesto que las diferencias entre la Palestina de la época de
Jesús y la de los tiempos de los primeros judíos cristianos apenas son apreciables. En
todo caso, la aplicación negativa de este criterio resulta más fiable, es decir, cualquier
dicho que refleje situaciones existentes fuera de Palestina o con posterioridad a la muerte
de Jesús ha de considerarse con toda probabilidad creación pospascual.

h) Otros criterios varios

Aparte de los dos últimos criterios, existen otros de escasa fiabilidad. Entre ellos se
encuentran los relativos a la tendencia evolutiva de la tradición sinóptica, a la viveza de la
narración, a la presunción de historicidad y a las expresiones y fórmulas de carácter
singular.
Resulta imposible trazar leyes que rijan la tradición sinóptica. Tampoco pueden
considerarse históricos hechos o dichos de Jesús por estar relatados de forma viva y

82
detallada. La crítica actual presupone que la prueba de historicidad recaiga en quien
pretenda probar algo y no aceptar la presunción de historicidad. Los dichos que emplean
fórmulas como: «en verdad, en verdad os digo» o «pero yo os digo» no gozan
necesariamente de autenticidad. De hecho, estas fórmulas son muy frecuentes en los
escritos apocalípticos judeo-helenísticos. Asimismo, aunque la palabra aba abbâ’ saliera
de la boca de Jesús, no puede concluirse que las expresiones que contienen esta palabra
sean necesariamente auténticas.
Ninguno de los criterios examinados, incluso los llamados primarios, carece de
limitaciones y dificultades. Todos ellos pueden conducir a un alto grado de probabilidad
en la búsqueda del Jesús histórico, pero nunca proporcionarán la certeza absoluta. En
esto, como en otras cuestiones de la vida, nos guiamos más por convicciones morales
que por verdades apodícticas, sin que ello destruya la realidad y la evidencia de nuestra
existencia.
Los escritos de los evangelios sobre Jesús se fundamentan en el Jesús de la historia.
El mundo de la modernidad y posmodernidad ha dejado atrás concepciones sobre la
Biblia que, aparte de proveer la narrativa de la fe cristiana, se suponían la norma absoluta
de la visión del mundo. La ciencia y el conocimiento crítico de la historia han dejado
desfasados ciertos modos de pensamiento que contraponían la verdad de la Biblia y el
saber científico. En nuestros días, aparece claro que la fe no se hará inteligible sin el
reconocimiento de la ciencia, una forma de expresar la clásica complementariedad de la
fe y la razón [30] . Y, en consecuencia, solo a través de la historia podemos llegar a Jesús
y el Cristo de la fe no puede ser disociado del Jesús de la historia.

83
2.7. La Iglesia católica y la investigación de la Biblia
La Biblia siempre ha sido para el cristiano la palabra de Dios, que encierra un relato de
salvación a la humanidad, manifestada en la persona de Jesús de Nazaret, singularmente
en su pasión, muerte y resurrección. Es más, este relato bíblico funcionó durante muchos
siglos como arquetipo de interpretación en la visión del mundo, tanto desde el punto de
vista espiritual como material. Los creyentes se sintieron obligados a seguir una
interpretación bíblica precientífica, si deseaban seguir perteneciendo a la comunidad
eclesial.
Si nos atenemos a los comentarios sobre la crítica moderna del Nuevo Testamento
en el Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo [31] , es obligado reconocer que algunos
escritores de la antigüedad se aproximaron a la Biblia con visión crítica. Así, el hereje
Marción (ca. 150), en consonancia con su concepción sobre Dios, rechazó el judaísmo y
el Antiguo Testamento, a la par que redujo el texto evangélico. Taciano (ca. 175) intentó
armonizar en su famoso Diatessaron los cuatro evangelios, reconociendo sus diferencias
cronológicas y de contenidos. Orígenes (ca. 185-254) se significó por su Hexapla,
considerado el primer intento de crítica textual del Antiguo Testamento, y por la
interpretación alegórica de la Sagrada Escritura. Agustín (354-430) reconoció en De
consenso evangelistarum que las narraciones evangélicas y el orden que mantienen no
reflejan un estricto sentido histórico. Sus reflexiones bíblicas fueron el fundamento
durante siglos en la interpretación de las diferencias sinópticas.
A pesar de estas notables excepciones, la orientación crítica no llegó a los estudios
bíblicos hasta el siglo XVII. La revolución científica del siglo XVII y la Ilustración del
siglo XVIII, es decir, la verificación empírica y el racionalismo, condujeron al surgimiento
del método científico que, aplicado a la historia, concretamente a la historia bíblica,
aportó la ciencia de la crítica histórica de la Biblia.
Esta ciencia crítica histórica fue introducida en el mundo bíblico por el sacerdote
francés Richard Simon (1638-1712), el primero en aplicar el método crítico a los estudios
del Nuevo Testamento en su obra Histoire critique du texte du Nouveau Testament.
Años más tarde, aparecería una figura fundamental en esta materia, H. S. Reimarus
(1694-1768), que distinguió entre el Jesús histórico (un judío que fracasó en su intento
mesiánico) y el Cristo de la fe (invención de sus discípulos, que robaron el cuerpo y

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predicaron la resurrección y la parusía). El interés por el Jesús de la historia, de plena
vigencia en la actualidad, se debe en gran medida a este historiador alemán.
El desarrollo de los métodos históricos y literarios para la investigación bíblica –
crítica de las fuentes, crítica textual, crítica de la redacción, etc.– serían asumidos por la
famosa escuela de Tubinga, entre cuyos maestros se encuentran F. C. Baur (1792-1860)
y D. Strauss (1808-1874).
La Iglesia católica, al considerar peligrosos los cambios producidos por la revolución
científica y la Ilustración, se opuso vigorosamente a cualquier innovación en el campo
bíblico, considerándola una amenaza a la esencia del cristianismo. La teología católica se
marginó del espíritu de los tiempos, arrinconándose cada vez más, conforme se
avecinaba la crisis modernista de comienzos del siglo XX.
A comienzos del siglo XX, en el año 1902, León XIII creó, mediante la publicación
de la Carta apostólica Vigilantiae, la Pontificia Comisión Bíblica, complemento práctico
de la encíclica Providentissimus Deus. La Comisión tenía un doble objetivo: promover
en el mundo católico el estudio científico de la Biblia e incorporar a la interpretación
bíblica los avances de las ciencias y suprimir y tapar así la brecha abierta en la ortodoxia.
A partir de esta fecha, la Pontificia Comisión Bíblica promulgó una serie de decisiones,
manifiestamente contrarias al espíritu de la investigación moderna en los temas bíblicos.
Esta clara oposición a las nuevas corrientes en la interpretación bíblica puede observarse,
por citar solo dos casos, uno sobre el Antiguo y otro sobre el Nuevo Testamento, en
cuestiones como el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis [32] y el
orden cronológico de los evangelios [33] .
Hacia la mitad del siglo XX, la Iglesia católica modificó su actitud reticente a las
nuevas técnicas de investigación histórico-críticas respecto a la Biblia, con la publicación
de la encíclica Divino Afflante Spiritu del papa Pío XII. En la misma línea seguirían
otros documentos magisteriales, que trato de explicar brevemente.
La encíclica Divino Afflante Spiritu abre las puertas de la investigación católica a
las técnicas modernas, existentes en el campo de los estudios bíblicos. Reconoce el
cambio producido durante los últimos cincuenta años en los estudios bíblicos y en otras
disciplinas que les son útiles, así como la importancia de las investigaciones en esta
materia que «crece más todavía por el frecuente hallazgo de documentos escritos, que
contribuyen mucho al conocimiento de las lenguas, literaturas, costumbres y cultos de los

85
más antiguos. No es de menor importancia el hallazgo y la investigación, tan frecuente en
nuestro tiempo, de los papiros que tan útiles han sido para conocer la literatura y las
instituciones públicas y privadas, principalmente del tiempo de nuestro Salvador» [34] .
La encíclica recomienda al exegeta católico la utilización de las lenguas bíblicas y
explicar el texto original, de mayor autoridad y peso que cualquier versión: «Ponga pues
(el exegeta) diligentemente los medios para adquirir una pericia cada día mayor en las
lenguas bíblicas y aun en las demás lenguas orientales, de modo que su interpretación se
apoye en todos los subsidios que proporciona la filología en sus diversos géneros... De un
modo semejante, por tanto, conviene explicar el texto original que, en cuanto escrito
inmediatamente por el mismo autor sagrado, tiene mayor autoridad y mayor peso que
cualquier versión, ya antigua, ya moderna, por muy buena que sea» [35] .
También reconoce la importancia de la crítica textual para la interpretación de la
Biblia: «Hoy este arte, que se llama crítica textual y que se explica con mérito y
provecho en la edición de los textos profanos, se ejerce también con toda legitimidad
sobre los sagrados libros, precisamente en nombre de la reverencia debida a la palabra
divina» [36] . Los temores a este tipo de crítica, plagados de prejuicios en épocas
anteriores, han dado paso a la utilización razonable de la misma, posibilitando así la
limpieza y corrección de los textos bíblicos. Todos estos instrumentos han de conducir al
exegeta a determinar claramente el sentido de las palabras bíblicas: «Que descubran este
significado literal de las palabras con toda diligencia por el conocimiento de las lenguas,
teniendo en cuenta el contexto y la comparación con lugares semejantes; pues de todo
esto es costumbre también ayudarse en la interpretación de los escritos profanos para que
aparezca más clara la mente del autor» [37] .
La encíclica deja abierto el futuro de la interpretación de las Sagradas Escrituras,
corrigiendo a quienes dicen que: «al exegeta católico de nuestros días no le queda ya
nada que añadir a cuanto la antigüedad cristiana produjo; cuando, al contrario, son
muchos los problemas planteados por nuestro tiempo que reclaman una nueva
investigación y un nuevo examen, y estimulan no poco la dedicación activa del intérprete
moderno» [38] .
Con toda nitidez se expresa, además, la importancia del género literario para
determinar el auténtico sentido de los escritos bíblicos. Aquello que los escritores
sagrados quisieron expresar con sus palabras «no se determina solo por las leyes de la

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gramática o de la filología, ni solo por el contexto del discurso; es preciso que el
intérprete vuelva mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente, y con el debido
auxilio de la historia, de la arqueología, de la etnología y de otras disciplinas, discierna y
considere qué género literario, como lo llaman, quisieron emplear y de hecho emplearon
los escritores de aquella vetusta edad» [39] .
Finalmente, la encíclica no tiene dificultad alguna en admitir que aún haya
cuestiones que agiten la mente de los exegetas católicos, al tiempo que estimula la
esperanza. Más expresamente, se expresa con valentía diciendo: «entre lo mucho que
proponen los libros sagrados, legales, históricos, sapienciales y proféticos, son muy pocas
las cosas cuyo sentido ha sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y no son más
tampoco aquellas sobre las que hay una sentencia unánime de los Santos Padres. Quedan
pues muchas cosas, y muy importantes, en cuyo examen y exposición puede y debe
ejercitarse libremente el ingenio y la agudeza de los intérpretes católicos, a fin de que
cada uno por su parte haga una contribución para la utilidad de todos, para un
adelantamiento cada día mayor de la doctrina sagrada, y para la defensa y honor de la
Iglesia» [40] .
La Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la verdad histórica de los
Evangelios, Sancta Mater Ecclesia, es de capital importancia en los estudios de
cristología [41] . La instrucción anima al exegeta católico a emplear cuidadosamente «las
normas de la hermenéutica racional y católica, los nuevos medios de la exégesis, sobre
todo los que ofrece el método histórico globalmente considerado. Este método (asegura)
investiga con cuidado las fuentes y delimita su naturaleza y valor, sirviéndose para ello de
la crítica textual, la crítica literaria y el conocimiento de las lenguas» [42] . Aunque con
mucha cautela y advirtiendo de los peligros del racionalismo, permite al intérprete
«investigar qué elementos válidos hay en el “método de la historia de las formas”,
elementos que podrá usar adecuadamente para una más plena inteligencia de los
Evangelios» [43] .
Los evangelios, argumenta la Instrucción, son el producto del desarrollo de una
tradición que comienza con el ministerio del Jesús histórico, sigue con la predicación de
los apóstoles, que anunciaban ante todo la muerte y resurrección del Señor y termina con
los escritos de los evangelistas [44] . Por otra parte, las palabras y hechos atribuidos a
Jesús pueden proceder de las tradiciones de las comunidades cristianas o de la

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elaboración de los evangelistas porque, según los términos de la citada Instrucción, los
autores sagrados «seleccionando algunas cosas de entre las muchas transmitidas,
sintetizando otras y desarrollando otras en atención a la situación de las iglesias, por
todos los medios se esforzaron para que los lectores conocieran la solidez de las palabras
en las que habían sido instruidos (cf. Lc 1,4)» [45] .
Se comprende, por tanto, la afirmación según la cual «en nada se opone a la verdad
de la narración el que los evangelistas refieran en orden distinto los dichos o los hechos
del Señor y expresen sus palabras –conservando su sentido– de formas diversas, y no
literalmente» [46] .
Como cabía presumir, la Instrucción deja abierta la discusión en muchas cuestiones
bíblicas e impulsa al exegeta católico a ejercitar libremente, según sus palabras, la
agudeza de su ingenio.
Un año más tarde de la publicación de Sancta Mater Ecclesia, aparecía la
constitución dogmática sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, del Concilio Vaticano II.
Es una alegría renovada y un gozo reiterado acercarse al estudio de los documentos de
este Concilio de la Iglesia, lleno de vitalidad, sabiduría inagotable y actualidad.
El Vaticano II comienza la exposición sobre la divina revelación proclamando con
valentía la palabra de Dios, escuchada previamente con devoción, para que todo el
mundo la «escuche y crea, creyendo espere, esperando ame» [47] . La revelación no se
concibe como una verdad abstracta, formulada en intrincados términos que albergan el
núcleo de la fe cristiana, sino como la comunicación graciosa y bondadosa de Dios a la
humanidad a lo largo de la historia, culminada en plenitud en la persona de Jesús de
Nazaret, para que los hombres puedan llegar a participar de la naturaleza divina mediante
la acción del Espíritu Santo [48] . Queda así de manifiesto la dimensión personal de la
revelación, prevaleciendo a cualquier expresión de fe, aunque su formulación pueda ser
considerada perfecta.
Por otra parte, la revelación no es algo estático, sino que continúa dinamizando la
historia humana. Aun siendo Cristo la plenitud, el Concilio afirma: «Esta tradición
apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la
comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan
y estudian repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios
que viven, cuando las proclaman los Obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma

88
de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta
que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» [49] . Realmente, estas palabras
son un canto a la actitud de humildad y servicio del cristiano, que debe estar siempre a la
escucha de la palabra de Dios, a la esperanza, cimentada en la fuerza de Jesús y al
optimismo que procede de la acción del Espíritu en el mundo.
Según Dei Verbum, la Biblia está escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo, pero
insiste a la par, en que «Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus
facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos
autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería» [50] . La autoría de los
escritos bíblicos queda expresamente confirmada en el sentido más estricto del término.
Al hablar Dios en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano,
continúa la constitución, el intérprete «debe estudiar con atención lo que los autores
querían decir y lo que Dios quería dar a conocer con dichas palabras». Para esto se
reconoce la necesidad de utilizar los «géneros literarios». A tal efecto se dice
pormenorizadamente: «Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta,
entre otras cosas, “los géneros literarios”. Pues la verdad se presenta y se enuncia de
modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en
otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir,
según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época» [51] .
La misma afirmación aparece en otro lugar, formulada en un símil de increíble belleza:
«La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje
humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana,
se hizo semejante a los hombres» [52] .
Otro documento de la Pontificia Comisión Bíblica realmente trascendental es La
interpretación de la Biblia en la Iglesia, del año 1993. En él se afirma que: «las
cuestiones de interpretación (de la Biblia) se han vuelto más complejas en los tiempos
modernos a causa de los progresos realizados por las ciencias humanas» [53] . A partir de
esta afirmación, el documento valora los distintos métodos contemporáneos para la
interpretación de la Escritura y las aproximaciones de los movimientos de liberación y del
feminismo.
Se reafirma el valor del estudio histórico-crítico de la Biblia. «El método histórico-
crítico es el método indispensable para el estudio científico del sentido de los textos

89
antiguos. Puesto que la Sagrada Escritura, en cuanto “palabra de Dios en lenguaje
humano”, ha sido compuesta por autores humanos en todas sus partes y todas sus
fuentes, su justa comprensión no solamente admite como legítima, sino que requiere la
utilización de este método» [54] . Sin embargo, se reconocen sus inherentes limitaciones y
por eso se dice: «Ciertamente, el uso clásico del método histórico-crítico manifiesta
límites, porque se restringe a la búsqueda del sentido del texto bíblico en las
circunstancias históricas de su producción, y no se interesa por las otras posibilidades de
sentido que se manifiestan en el curso de las épocas posteriores de la revelación bíblica y
de la historia de la Iglesia. Sin embargo, este método ha contribuido a la producción de
obras de exégesis y de teología bíblica de gran valor» [55] .
El documento de la PCB es altamente crítico con la lectura fundamentalista de la
Biblia. Aunque el fundamentalismo tenga razón al insistir en la inspiración divina de las
Escrituras, acentúa indebidamente la inerrancia de los detalles en los textos bíblicos,
ignora el crecimiento de la tradición en los escritos evangélicos, es antieclesial y en el
problema de base está: «que, al no querer tomar en cuenta el carácter histórico de la
revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación
misma. El fundamentalismo rehuye la estrecha relación de lo divino y lo humano en las
relaciones con Dios. Rechaza admitir que la Palabra de Dios inspirada se ha expresado en
lenguaje humano y que ha sido compuesta, bajo la inspiración divina, por autores
humanos cuyas capacidades y posibilidades eran limitadas. Por esta razón, tiende a tratar
el texto bíblico como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu y no llega
a reconocer que la Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y una fraseología
condicionados por tal o cual época. No concede ninguna atención a las formas literarias y
a los modos humanos de pensar presentes en los textos bíblicos, muchos de los cuales
son el fruto de una elaboración que se ha extendido por largos periodos de tiempo y lleva
la marca de situaciones históricas muy distintas» [56] .
El carácter de la exégesis bíblica católica no puede reducirse a un método particular,
sino que debe ajustarse, más bien, a la rica y siempre viva tradición de la Iglesia, con
fidelidad inquebrantable a la revelación, empleando todos los métodos que le permitan
captar mejor el sentido del texto bíblico. En este sentido, se afirma: «En consecuencia,
ella (la exégesis católica) utiliza, sin segundas intenciones, todos los métodos y
acercamientos científicos que permiten captar mejor el sentido de los textos en su

90
contexto lingüístico, literario, socio-cultural, religioso e histórico, iluminándolos también
por el estudio de sus fuentes y teniendo en cuenta la personalidad de cada autor (cf.
Divino Afflante Spiritu, Enchiridion biblico, 557). Contribuye así activamente al
desarrollo de los métodos y al progreso de la investigación.
Lo que la caracteriza es que se sitúa conscientemente en la tradición viviente de la
Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por la
Biblia. Las hermenéuticas modernas han sacado a la luz, como hemos recordado, la
imposibilidad de interpretar un texto sin partir de una “precomprensión” de uno u otro
género. El exegeta católico aborda los escritos bíblicos con una precomprensión que une
estrechamente la cultura moderna científica y la tradición religiosa proveniente de Israel y
de la comunidad cristiana primitiva. Su interpretación se encuentra así en continuidad con
el dinamismo de interpretación que se manifiesta en el interior mismo de la Biblia, y que
se prolonga después en la vida de la Iglesia» [57] .
El documento de la PCB concluye con unas afirmaciones de incalculable valor. Por
una parte, estima que las investigaciones «diacrónicas» serán siempre indispensables para
la exégesis y que los acercamientos «sincrónicos» son contribuciones muy útiles para
este fin; y por otra, que «en la organización de conjunto de la tarea exegética, la
orientación hacia el fin principal debe ser siempre efectiva y hacer evitar dispersiones de
energía. La exégesis católica no tiene el derecho de asemejarse a una corriente de agua
que se pierde en la arena de un análisis hipercrítico. Ha de cumplir, en la Iglesia y en el
mundo, una función vital, la de contribuir a una transmisión más auténtica del contenido
de la Escritura inspirada» [58] . Sabios contenidos bíblicos, envueltos en una bella
metáfora.
En el año 2010, aparecía una extensa y valiosa Exhortación apostólica del papa
Benedicto XVI, Verbum Domini, que recoge las reflexiones del Sínodo sobre la Palabra
de Dios, celebrado en el año 2008.
Verbum Domini, en clara continuidad con los documentos anteriores en esta
materia, incluye aspectos novedosos para las personas y la sociedad de nuestros días. En
la primera parte, se habla de Dios, que inicia y mantiene un diálogo con el ser humano,
revelándose de diversas maneras a través de la historia y del hombre, llamado a entrar en
comunicación con Dios que escucha y responde a sus preguntas. También se trata de la
hermenéutica de la Sagrada Escritura en la Iglesia, sobre la que comentaré más abajo. La

91
segunda parte subraya la presencia de Jesucristo en el mundo gracias a la Palabra y a la
acción sacramental, insiste en el vínculo entre la Escritura y los sacramentos,
especialmente la eucaristía, y resalta la importancia de la Biblia en la vida de la Iglesia. La
tercera parte señala que es misión de la Iglesia anunciar al mundo la Palabra de Dios,
recuerda el compromiso de los cristianos con la reconciliación y la paz entre los pueblos
y trata el tema de la inculturación de la Escritura y la vital importancia y actualidad de la
Biblia en el diálogo interreligioso.
Volviendo al tercer capítulo de la primera parte, dedicado al tema de la hermenéutica
de la Sagrada Escritura en la Iglesia, podemos resaltar las siguientes consideraciones:
La exhortación, en conformidad con lo expresado en la Constitución dogmática Dei
Verbum del Concilio Vaticano II, afirma que la Sagrada Escritura ha de ser «el alma de la
teología» [59] . El lugar originario de la interpretación escriturística no puede ser otro que
la Iglesia. Así se dice: «precisamente el vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que
la auténtica hermenéutica de la Biblia solo es posible en la fe eclesial» [60] . Expresado de
otra forma: «la Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios,
bajo la inspiración del Espíritu Santo. Solo en esta comunión con el Pueblo de Dios
podemos entrar realmente, con el “nosotros”, en el núcleo de la verdad que Dios mismo
quiere comunicarnos» [61] .
Se reconoce la aportación innegable de la investigación histórico-crítica al
conocimiento de la Biblia, al tiempo que se afirma que «solo donde se aplican los dos
niveles metodológicos, el histórico-crítico y el teológico, se puede hablar de una exégesis
teológica, de una exégesis adecuada a este libro» [62] . Una estéril separación entre estos
dos niveles metodológicos conduciría al grave riesgo de dualismo al abordar las Sagradas
Escrituras y a una hermenéutica secularizada, positivista, que aparta a Dios de la historia
humana [63] .
La unidad de ambos niveles en la interpretación bíblica presupone una armonía
entre la fe y la razón. Dice la exhortación: «por una parte, se necesita una fe que,
manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el
cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra
parte, se necesita una razón que, investigando los elementos históricos presentes en la
Biblia, se muestra abierta y no rechaza a priori todo lo que exceda su propia
medida» [64] .

92
La perspectiva de la unidad de las Escrituras en Cristo ilumina la relación entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento. La exhortación hace suya la afirmación de san Agustín,
según la cual: «el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo es
manifiesto en el Nuevo» [65] . En este contexto han de interpretarse también las llamadas
páginas «oscuras» y difíciles de la Biblia, por la violencia y las inmoralidades que a veces
contienen. Es preciso percatarse de que «la revelación bíblica está arraigada
profundamente en la historia», de que el plan de Dios se manifiesta «progresivamente»
en ella y que se realiza lentamente «por etapas sucesivas», no obstante la resistencia de
los hombres [66] .
Una cuestión que preocupó a los padres sinodales fue la interpretación
fundamentalista de la Sagrada Escritura. La exhortación la aborda crítica y severamente
en estos términos: «en efecto, el “literalismo” propugnado por la lectura fundamentalista,
representa en realidad una traición, tanto del sentido literal como espiritual, abriendo el
camino a instrumentalizaciones de diversa índole, como, por ejemplo, la difusión de
interpretaciones antieclesiales de las mismas Escrituras. El aspecto problemático de esta
lectura es que, rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica,
se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma» [67] .
Verbum Domini, aunque aborda un temario más amplio que los documentos
analizados anteriormente, se pronuncia de forma muy parecida a ellos en lo que hace
referencia a la cuestión de la hermenéutica católica de la Biblia.

93
2.8. Conclusión
La manifestación de Dios a la humanidad, siempre graciosa y generosa, visibilizada en un
principio en el pueblo de Israel, se ha convertido en «buena noticia» para todas las gentes
en la persona de Jesús de Nazaret.
La «buena noticia», manifestada en la historia a través de las palabras y hechos de
Jesús, se convirtió en reflexión y vida de las primeras comunidades cristianas,
prolongadas hasta nuestros días en forma de tradiciones orales y escritas, en primer lugar,
y en los escritos que llamamos «evangelios».
El proceso de la tradición sobre Jesús –oral y escrita– ha sido largo y complejo. El
ministerio público de Jesús fue recogido con fe y esmero por las múltiples tradiciones
orales y escritas de las primeras comunidades cristianas y escrito bajo las formas de los
cuatro evangelios. En el proceso sobresalen especialmente la centralidad de Jesús de
Nazaret, la fidelidad de las comunidades cristianas y la acción del Espíritu que vela por
ellas.
Los evangelios contienen material histórico, pero no son documentos históricos o
simples biografías, en el sentido científico moderno. Son auténticos testimonios de fe.
Es legítima la búsqueda del Jesús histórico. Más aún, la fe cristológica de la
comunidad eclesial debe fundarse en el Jesús de la historia, visto desde la perspectiva de
la tradición religiosa de Israel, y cuyo estudio debe abordarse en conformidad con los
métodos aprobados por la Iglesia católica. En todo caso, ha de preservarse la absoluta
identificación entre el Jesús terreno y el Cristo proclamado por la comunidad eclesial.
El contexto para la interpretación cristológica debe ser la fe de la Iglesia, expresada
en su credo y su liturgia, es decir, en su fe y en su vida; de otra forma, el conocimiento
de Jesús resultaría incompleto y desfigurado.

[1] E. SCHILLEBEECKX, Jesús La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 98.


[2] Ibid., 99.
[3] El orden de los evangelios canónicos corresponde al P45 , un códice de mediados del siglo III, el
primero en consignarlos. El orden actual corresponde a las ediciones del Nuevo Testamento, fijadas a partir del
siglo IV.
[4] Para más información acerca de los escritos sobre Jesús pueden consultarse: S. GUIJARRO, Jesús y sus
primeros discípulos (Estella: Verbo Divino, 2007), 11-34; ID., Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme,

94
2010), 21-34. W. H. KELBER , The Oral and the Written Gospel. Hermeneutics of Speaking and Writing in the
Synoptic Tradition, Mark, Paul, and Q (Bloomington: Indiana University Press, 19972 ). E. NEST LE – K. ALAND
(eds.), Novum Testamentum Graece et Latine (Stuttgart: Deutsche Bibelgesellschaft, 2008), 683-720. H. KÖST ER ,
Ancient Christian Gospels. Their History and Development (London: SCM Press, 1990).
[5] Sobre la recepción eclesial de los escritos sobre Jesús pueden consultarse: H. GAMBLE, The New
Testament Canon, Its Making and Meaning (Philadelphia: Fortress Press, 1985). T. C. SKEAT , «The Oldest
Manuscript of the Four Gospels»: New Testament Studies 43 (1997), 1-34. D. M. SMIT H, «When Did the Gospels
Become Scripture?»: Journal of Biblical Literature 119 (2000), 3-20. J. T REBOLLE, «Los comienzos o APXAI del
Nuevo Testamento y de la biografía de Jesús», en A. AGIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL (eds.), Reimaginando los
orígenes del cristianismo (Estella: Verbo Divino, 2008), 401-431. S. GUIJARRO, Los Cuatro Evangelios
(Salamanca: Sígueme, 2010), 36-42.
[6] EUSEBIO DE CESAREA, Historiae Ecclesiasticae, lib. III, cap. III, J. P. Migne, Patrologia Graeca (en
adelante PG), t. 20, 215-218; IRENEO, Adv. Haer. 3,1,1, PG, t. 7-1, 844-845.
[7] Sobre los criterios en el proceso de selección de los libros sobre Jesús pueden consultarse: S.
GUIJARRO, Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme, 2010), 42-44. L. M. MC DONALD, The Biblical Canon:
Its Origin, Transmision, and Authority (Peabody: Hendrickson Publisher, 2007), 401-421.
[8] FLAVIO J OSEFO, Las Guerras de los Judíos II (Terrassa: CLIE, 1990), lib. IV, cap. I-VII, 43-81.
[9] El anuncio de la buena noticia aparece sobre todo en los últimos capítulos del libro del profeta Isaías (Is
40-66).
[10] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico, respuestas del nuevo testamento (Salamanca: Sígueme, 1998),
23-25. G. RAVASI, Cuestiones de Fe: 150 respuestas a preguntas de creyentes y no creyentes (Estella: Verbo Divino,
2011), 31-34.
[11] F. FERNÁNDEZ RAMOS , La Biblia, claves para una lectura actualizada, II: Nuevo Testamento (León,
2011), 60.
[12] S. GUIJARRO, Los Cuatro Evangelios (Salamanca: Sígueme, 2010), 51-57. F. FERNÁNDEZ, op. cit., 59-
73. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 53-57. G.
BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 207-212.
[13] Concilio Vaticano II: Dei Verbum, II, 7.
[14] Sancta Mater Ecclesia, Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios, PCB (1964), VI, VII,
VIII, IX.
[15] Sagrada Escritura y cristología, PCB (1984), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion
bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 1015-1017.
[16] Sancta Mater Ecclesia, Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios PCB (1964), VIII.
[17] En Yamnia, la actual Yabné o Yavné, al sur de Tel Aviv, se tomaron medidas por parte del judaísmo
fariseo para combatir al cristianismo, con fuerte presencia en Palestina, Asia Menor, Grecia y Egipto. En el Nuevo
Testamento no aparece Yamnia, pero ciertos detalles de los evangelios (especialmente del evangelio de Mateo) no
logran explicarse sin la existencia de este judaísmo renaciente en Yamnia, en estrecho contacto con las tradiciones
de las comunidades cristianas que vivían en Siria-Palestina.
[18] E. SCHILLEBEECKX, Jesús La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 71.
[19] J. P. MEIER , Un judío marginal I: Las raíces del problema y de la persona (Estella: Verbo Divino,
2005), 184-199.
[20] Ibid., 186.
[21] Ibid., 187-190.
[22] Ibid., 191.

95
[23] E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 84.
[24] J. P. MEIER , op. cit., 192; E. SCHILLEBEECKX, op. cit., 85.
[25] J. P. MEIER , op. cit., 193.
[26] Ibid., 193.
[27] E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 87.
[28] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
15.
[29] J. J EREMIAS , op. cit., 15-52.
[30] J UAN PABLO II, Fides et Ratio (1998) n. 48, se expresa así: «No es inoportuna, por tanto, mi llamada
fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes
con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de
la razón».
[31] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo,
Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 804-807.
[32] Sobre el carácter histórico de los tres primeros capítulos del Génesis. Respuestas de la PCB (30 de
junio de 1909) I: «Si los diversos sistemas exegéticos que han sido elaborados bajo una apariencia
pretendidamente científica para excluir el sentido literal histórico de los tres primeros capítulos del libro del
Génesis se apoyan en un sólido fundamento». Respuesta: No
[33] Cuestiones sobre los evangelios según Marcos y según Lucas. Respuestas de la PCB (26 de junio de
1912) V: «Si, por lo que se refiere al orden cronológico de los Evangelios, es lícito rechazar aquella opinión,
confirmada con el antiquísimo y constante testimonio de la tradición, según la cual después de Mateo, que fue el
primero de todos en escribir su Evangelio en su lengua nativa, Marcos habría escrito en segundo lugar y Lucas en
tercero; o si hay que considerar contraria a esta sentencia la opinión que afirma que el segundo y tercer
Evangelios fueron compuestos antes que la versión griega del primer Evangelio». Respuesta: No a ambas partes.
[34] Divino Afflante Spiritu (1943), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico.
Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 546.
[35] Ibid., 547.
[36] Ibid., 548.
[37] Ibid., 550.
[38] Ibid., 555.
[39] Ibid., 558.
[40] Ibid., 565.
[41] J. A. FIT ZMYER , Catecismo cristológico respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998),
113-143.
[42] Sancta Mater Ecclesia (1964), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion bíblico. Documentos
de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 646.
[43] Ibid., 647.
[44] Ibid., 648-651.
[45] Ibid., 651.
[46] Ibid., 651.
[47] Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 1.
[48] Ibid., 2.

96
[49] Ibid., 8.
[50] Ibid., 11.
[51] Ibid., 12.
[52] Ibid., 13.
[53] La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion
bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 1266.
[54] Ibid., 1275.
[55] Ibid., 1287.
[56] Ibid., 1384.
[57] Ibid., 1423-1424.
[58] Ibid., 1559.
[59] BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, n. 31
[60] Ibid., n. 29.
[61] Ibid., n. 30.
[62] Ibid., n. 34.
[63] Ibid., n. 35.
[64] Ibid., n. 36.
[65] Ibid., n. 41.
[66] Ibid., n. 42.
[67] Ibid., n. 44.

97
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98
CAPÍTULO 3:
La esperanza mesiánica
en el Antiguo Testamento.
Una introducción a la historia de Israel

Al hablar del Antiguo Testamento, nos acecha la impresión, a veces revestida de temor,
de acercarnos a una palabra vieja, tal vez anticuada, casi inservible para entender la
inimaginable e inagotable novedad de la persona de Jesús de Nazaret. No es así, en
absoluto. Tal vez, hayamos llegado a esa conclusión por haber descuidado la distinción
lingüística (y teológica, a la par) entre testamento y alianza. La Alianza, el pacto, entre
Yahvé y el pueblo de Israel –histórica, real y trascendente– continúa en el tiempo, con
vigencia y vigor, hasta culminar definitivamente en Jesús de Nazaret, prefigurado en los
acontecimientos más señeros e importantes que distinguieron al pueblo de Dios de otros
pueblos. La Alianza de Dios con Israel es una, si bien diferenciada en el tiempo y
realizada de formas diversas a lo largo de la historia de la humanidad.
Desde esta perspectiva, es lógico prever las prefiguraciones de Jesús de Nazaret en
los escritos del Antiguo Testamento, vislumbrar su importancia y comprender su utilidad
para descubrir con mayor nitidez la figura histórica del Mesías de Dios, que habría de
colmar las ansias profundas de religiosidad de Israel y se anunciaría como Señor y
Salvador de todos los pueblos de la tierra.
No resulta fácil, ni siquiera de forma generalizada, trazar los rasgos más importantes
de la historia del pueblo de Israel, donde pueda revelarse el trasfondo mesiánico, que
oriente a la persona de Jesús de Nazaret. Sabemos que los relatos bíblicos no pueden ser
interpretados en términos de métodos históricos, que correspondan a una concepción
moderna de la historia, basada en fuentes propias de esa ciencia y de otras que, como la
arqueología y la antropología, la sustentan y complementan. De hecho, con el enfoque de
la ciencia histórica moderna pueden descubrirse diferentes reconstrucciones históricas en
los textos del Antiguo Testamento, obviamente de carácter hipotético y, en cierta medida,
alejados de la realidad científica. Y esto, pese a la existencia de tradiciones orales –más
antiguas que los textos bíblicos– que, ciertamente, pueden albergar ciertos recuerdos de
credibilidad histórica. Esta tarea he podido realizarla, apoyándome en escritos y opiniones

99
de excelentes exegetas e historiadores, que han abierto luz a mis ansias de conocimiento
en esta materia [1] . A ellos, el reconocimiento y el mérito.

100
3.1. Los orígenes de un pueblo: la tierra y sus habitantes. Los Patriarcas
En los comienzos de la historia de Israel, se encuentra, como símbolo por antonomasia,
la figura de Abrahán, llamado a formar un pueblo elegido y seguir y adorar a Yahvé, el
único Dios verdadero entre los muchos que eran venerados por las gentes que habitaban
el mundo de los grandes imperios de la época. Abrahán, en efecto, representa y simboliza
la alianza de Yahvé con el pueblo de Israel, comprometido a obedecer sus mandatos.
Abrahán, entroncado con los semitas, pueblos que emigraron de Arabia a las
regiones vecinas, es oriundo de la ciudad de Ur, cerca de Uruk y Girsu, al sur de
Babilonia. Ur pertenecía a Sumeria, región de Oriente Medio, en la parte sur de la
antigua Mesopotamia, entre las planicies de los ríos Éufrates y Tigris, considerada como
la primera y más antigua civilización del mundo. Hacia el año 2800 a.C., comienza el
periodo sumerio con el desarrollo de grandes ciudades en el sur de Mesopotamia, como
Ur y Uruk, al que seguirían otros pueblos como los amorreos, los babilonios, los hititas,
los asirios, los caldeos y los persas.
A Ur, ciudad próspera y tolerante, en la que convivían los nómadas semitas, dando
culto al dios Sin babilónico y explotando las riquezas de la Mesopotamia central y
meridional, llegaron tiempos funestos y calamitosos, bajo el reinado de Sîn Muballit (al
que sucedería su hijo Hammurabi), que utilizó la fuerza militar contra esta ciudad. Tales
hechos provocaron la emigración de Abrahán y su clan a otra ciudad, llamada Harán,
situada sobre el río Balikh, afluente del Éufrates, una importantísima encrucijada en las
grandes rutas comerciales entre Babilonia y Siria, Egipto y Asia Menor, así como sede de
reconocidas divinidades, entre ellas la diosa Luna.
En Harán, precisamente, recibió Abrahán la orden de Yahvé de abandonar su tierra,
su casa paterna, y dirigirse a otro país, donde él formaría una gran nación, con las
bendiciones de su Dios (Gn 12,1-3). Quien había vivido de forma casi nómada,
entregado al pastoreo trashumante, aunque hubiera residido de manera más permanente
en la zona de Mambré-Hebrón, se enfrentó a la llamada de Yahvé, iniciando con su
vocación una relación singular entre Dios y su pueblo. En adelante, sus hechos tendrían
valor paradigmático para todos los creyentes, abriendo la esperanza no solo a Israel, sino
a todos los pueblos. El libro del Génesis narra, en efecto, la promesa de una tierra y de
un pueblo, así como las bendiciones de Yahvé sobre Abrahán y su descendencia (cf. Gn
12; 15; 17; 18). Confiado y obediente, Abrahán partió con Sara, su mujer, con su

101
sobrino Lot y con sus esclavos y hacienda, rumbo a la tierra de Canaán (Gn 12,4-5). Si
atendemos al testimonio del Génesis (Gn 14,1), e identificamos el nombre de Amrafel
con el de Hammurabi, nos situamos, con bastantes visos de probabilidad, en la segunda
mitad del siglo XVIII a.C. y, en todo caso, según el criterio de muchos historiadores, la
emigración de Abrahán hacia Canaán se enmarcaría en el cuadro de los grandes éxodos
de norte a sur de aquella zona, en los comienzos del segundo milenio a.C.
La región de Canaán, una denominación antigua de un territorio de Asia occidental,
está situada entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán y se extiende desde el sur del
Líbano y del monte Hermón, al norte, hasta el desierto de Egipto, al sur. Enclavada, en
tiempos antiguos, entre los poderosos imperios de Mesopotamia y Egipto, su territorio se
encuentra ocupado, en la actualidad, por Siria, el Líbano, Israel y Jordania.
Esta tierra, ocupada ya por pequeños grupos de población no semítica a comienzos
del cuarto milenio a.C., que habitaban en pueblos, protegidos por muros de barro,
practicaban la agricultura y labraban rudimentarios instrumentos de piedra, fue invadida,
al principio del tercer milenio a.C., por población semita, que se estableció en el oriente y
occidente de las montañas, es decir, en la costa del Mar Mediterráneo, en el valle del río
Jordán y de la Arabá, al sur del Mar Muerto. Estos invasores son los denominados
cananeos en el Antiguo Testamento que, dentro de la gran variedad de tribus existentes
(hititas, perezeos, jebuseos, etc., cf. Gn 10,16; Ex 3,8.17; 13,5; 23,28; Jos 3,10; 24,11;
Dt 1,7; Nm 13,29), habla de dos grupos principales: los amorreos, que habitaban en las
montañas, y los cananeos, establecidos en la costa del Mar Grande, ahora conocido
como Mar Mediterráneo, y en el valle del río Jordán.
Los testimonios que aparecen en la Biblia sobre estos pueblos, confirmados por los
descubrimientos arqueológicos, nos hablan, a veces de forma exagerada y desmesurada,
de un pueblo más grande y más alto que los hebreos, de gigantescas ciudades,
fortificadas hasta el cielo (Dt 1,28), de carros de hierro (Jos 17,16), de gentes
contaminadas por la idolatría, esclavos de sus dioses, como Baal , el «padre de los
dioses», su esposa Astarté y Moloc, a quienes ofrecían sacrificios en altares de piedra,
manchados por formas abominables.
La estructura política de esta tierra se configura en ciudades-estado independientes,
dominadas en el segundo milenio a.C. por Egipto, según consta en las «Cartas de El-
Amarna», modificándose progresivamente con la irrupción de los filisteos (que se

102
asentaron en la costa meridional), de grupos seminómadas (moabitas y edomitas, entre
otros), que poblaron la zona sureste del interior y, finalmente. de las tribus de Israel,
establecidas en la franja central (tierra de colinas).

103
3.2. Bajo el poder de Egipto
En un periodo que se extiende, aproximadamente, entre los años 1600-1200 a.C.,
conocido como el Bronce Reciente, se desarrollan unos acontecimientos de extraordinaria
importancia para el pueblo hebreo –esclavitud en Egipto, el éxodo, la peregrinación por el
desierto– todos ellos originados en territorio del imperio egipcio, bien en el mismo Egipto,
o en países, como Palestina y vecinos, bajo su dominio. Algunos de estos
acontecimientos marcarán una huella profunda en la historia del pueblo de Israel, a la par
que orientarán a una intervención generosa de salvación en la historia de la humanidad.
Egipto, país conquistado por unos pueblos del Norte, llamados hicsos, fuertes por su
armamento militar –sus carros y sus caballos– y gobernado por ellos hacia el año 1750-
1580 a.C., comenzó su esplendor, tras la expulsión de estos, en tiempos de Tutmosis III
(hacia 1485-1450 a.C.), que sentó las bases del imperio egipcio. En sus 34 años de
reinado, invadió Siria, destronando a los príncipes (sirios) que se habían negado a pagar
los tributos a Tutmosis I, avanzó hacia el Líbano y conquistó Palestina y Nubia. Su
recuerdo fue duradero, conquistando un imperio que se extendía desde Napata, capital de
Nubia, una región situada en el sur de Egipto y el norte de Sudán, hasta el río Éufrates.
En sus dominios se encontraban por tanto Siria y Canaán. En sus numerosas campañas
militares, el faraón llevó a Egipto muchos prisioneros de territorios conquistados, que
habrían de prestar servicio en sus ejércitos, servir de mano de obra en sus suntuosas
construcciones, realizadas principalmente en el Alto Egipto, la zona sur del país, o
simplemente engrosar el número de esclavos y ser destinados a realizar trabajos
forzados. Se sabe por los textos egipcios de la época que algunos de estos prisioneros
eran llamados «aperu», relacionados probablemente con los «habiru» de los textos
babilónicos y emparentados quizá con los israelitas, llamados hebreos por los extranjeros.
En todo caso, ambos grupos no deben ser identificados ni confundidos entre sí, ya que
los israelitas eran libres y residentes extranjeros, vivían en el delta del Nilo, al norte de
Egipto, una región fértil y apta para la agricultura, y difícilmente podrían haber
participado en las obras del Alto Egipto, situado en la zona sur del país.
En el siglo XIV a.C., Egipto experimentó una etapa de inquietud y turbulencia,
conocida como periodo de Amarna, que a punto estuvo de producir la división del país.
Amenofis IV (conocido como Akenatón) propició el culto al dios del sol, Atón,
declarándolo dios único, y enfrentándose así a los sacerdotes de Amón, el dios supremo

104
de Egipto. Las conocidas cartas de Amarna relatan el hecho y los conflictos provocados
en el imperio egipcio. Afortunadamente, la dinastía de Amenofis IV duró poco tiempo y
sus sucesores restauraron el culto de Amón. El general Horemheb devolvió la paz al país;
a él le sucedieron Ramsés I y el hijo de este, Seti I, dando lugar a la fundación de la
dinastía XIX.
Egipto conoció su época de mayor esplendor con Ramsés II (hacia 1298-1232
a.C.), de la dinastía XIX. Durante su reinado, se ampliaron viejos templos y se
construyeron otros nuevos, sobresaliendo los ubicados en Nubia, especialmente los de
Abu Simbel. Y, sobre todo, se trasladó la capital y residencia real de Tebas, situada en la
actual población de Luxor, al delta, recibiendo el nombre de Pi-Ramsés, edificada sobre
Avaris, antigua ciudad de los hicsos. Reaccionó ante las amenazas de los hititas, que
trataron de invadir las fronteras de su reino, luchando en la batalla de Qadesh, al norte de
Siria, contra los ejércitos de la alianza sirio-hitita del rey Muwatalli II. El tratado de
Qadesh firmaría la paz entre Ramsés II y Hattusili III, sucesor de Muwatalli II.
Asentada la capital del imperio en el delta y consecuentemente en contacto directo
con los israelitas que habitaban allí, el faraón reparó en la amenaza que suponía una
eventual multiplicación de este pueblo para su imperio. Tal circunstancia le indujo a
castigar y minar la moral de los israelitas, a quienes forzó a la construcción de Ramasés y
Pitom (dos ciudades-granero), convertidas en lugar de aprovisionamiento para las dos
rutas asiáticas y centro de operaciones militares en sus campañas contra Asiria (cf. Ex
1,11).
A Ramsés II le sucedió su hijo, Mernephtah (1232-1234 a.C.). El nuevo faraón
llevó a cabo numerosas campañas militares contra sus enemigos, especialmente los libios
que, con la ayuda de los Pueblos del Mar, hostigaron a Egipto por la zona oeste. Egipto
no pudo sobrevivir al caos y la confusión, que acabaron con esta famosa dinastía,
presidida en sus últimos años por cuatro reyes de escasa importancia. Pero, para nuestro
objetivo, es especialmente significativo el hecho de que, con este faraón se recrudeció la
animosidad contra los israelitas, condenados a trabajos forzados, ocurrieron las conocidas
plagas y comenzó el éxodo del pueblo de Israel hacia la tierra prometida.
En el libro del Éxodo se lee que la señal de que Dios envía a Moisés para hablar con
el faraón a favor de su pueblo es que, una vez sacados de Egipto, darán culto a Elohim
«sobre esta montaña», es decir, en el Sinaí (Ex 3,12). El objetivo inmediato de los

105
israelitas en su salida de Egipto no fue la tierra de Canaán, sino el monte Sinaí. Esto
explica que emprendieran no la ruta más directa a lo largo de la costa arenosa del Mar
Grande o camino de los filisteos, sino la travesía del desierto que conducía al Mar Rojo y
al Sinaí. Así, partiendo de Ramasés, acamparon en Sucot (el término significa «tienda»,
«campamento») y en Etam, de donde volvieron a Egipto, a la orilla del Mar Rojo, para
acampar más tarde en Migdol. Saliendo de Pihahirot, se dirigieron al desierto del Sinaí,
cruzando Marah, Elim, el desierto de Sin, Dofqá y Refidim. Desde el desierto del Sinaí
partieron hacia Quibrot-hataaváh, Hazerot, Rimmón-peres, hasta acampar en el desierto
de Sin, o sea, Cadés.
En el monte Sinaí, cuya localización exacta se desconoce, bajo el liderazgo de
Moisés, los israelitas experimentaron la protección de su Dios. Allí se estableció la
Alianza, se proclamó la Ley y se organizó el culto. En un relato complejo, repleto de
elementos yuxtapuestos y tradiciones diversas, Yahvé se había revelado a su pueblo de
forma majestuosa, portentosa y aterradora, tras la que se escondía, no obstante, la
benevolencia y la clemencia (cf. Ex 19-24; Nm 1–10). Tras la teofanía, se produjo la
ratificación de la Alianza por parte del pueblo, recogida en dos tradiciones en el libro del
Éxodo (Ex 24,1-11; Ex 24,1.9-11).
La intención de los israelitas era invadir Canaán por el sur, partiendo desde Cadés,
pero los informes de sus exploradores les disuadieron por completo, al confirmar que los
habitantes de aquel país eran fornidos, protegidos por grandes ciudades fortificadas y
descendientes de Anaq, es decir, gigantes (Nm 13,25-33). Se encaminaron, pues,
rodeando el corazón de Edom, con sus animales y tiendas, cruzando impresionantes
desfiladeros, hasta alcanzar finalmente el monte Nebo. Aquí murió Moisés,
contemplando la tierra deseada (Dt 32,48-52). Fue Josué el encargado de introducir al
pueblo de Israel en aquel lugar, cuyas fronteras se extendían «desde el desierto y el
Líbano hasta el río Grande, el río Éufrates, todo el país de los hititas, y hasta el Mar
Grande, a poniente» (Jos 1,4). La travesía había durado cuarenta años, colmados de
dificultades, pero, también, henchidos de portentos y alianzas de Yahvé con Israel. Los
historiadores fechan estos acontecimientos hacia el año 1200 a.C.
El camino por el desierto fue una preparación lenta y penosa para la entrada en la
tierra de Canaán, la patria prometida y definitiva del pueblo de Israel. Este pueblo había
sido testigo de innumerables acontecimientos, todos ellos portentosos y de extraordinaria

106
repercusión. Pudo comprobar cómo para su propia supervivencia, las plagas y
penalidades que Yahvé infligió a los egipcios, aparte de fenómenos naturales que tuvieran
una explicación por las condiciones propias de aquel país, alcanzaron un carácter
milagroso por su intensidad, sus efectos devastadores, su predeterminación temporal en
su principio y final y, sobre todo, por la muerte de los primogénitos egipcios, carente de
cualquier explicación natural (Ex 7-12)
Yahvé guió el camino a la tierra de promisión, marchando al frente de los israelitas,
de día en una columna de nube y de noche en una columna de fuego (Ex 13,21-22;
14,19-20). Nube y fuego son símbolos de la presencia de Dios. Yahvé ayudó también al
pueblo para atravesar el mar hacia el desierto, ordenando a Moisés que alzase su cayado,
extendiese su mano sobre él y lo abriese (Ex 14,16; Nm 33,8). En Marah, las aguas
amargas se tornaron dulces, gracias a la intercesión de Moisés ante Yahvé (Ex 15,23-25).
En el desierto de Sin, entre Elim y el Sinaí, ante las quejas de los israelitas contra Moisés
y Aarón, la gloria de Yahvé se apareció en la nube, con la promesa de que «al atardecer
comeréis carne y a la mañana os saciaréis de pan» (Ex 16,12). Y así sucedió, cuando las
codornices cubrieron el campamento y apareció el maná, el pan que habría de servirles
de alimento (Ex 16,13-15). La fuerza de Yahvé también se manifestó en las orientaciones
y órdenes, dadas a los israelitas para atravesar el territorio de los hijos de Esaú, que
habitaban en Seir, la región de los moabitas, y el país de los amorreos (Dt 2,4-24).
A la generosa protección de Yahvé, el pueblo israelita respondió con
murmuraciones, rebeliones, amotinamientos, e incluso, apostasía. Desconfiaron de su
Dios, al juzgar que habían salido de Egipto para sucumbir a espada de sus enemigos (Nm
14,1-4). Se amotinaron contra Moisés y Aarón por desconfiar de su autoridad divina
(Nm 16,3-4). Y apostataron de Yahvé en Sittim, ofreciendo sacrificios a los dioses, tras
prostituirse con las hijas de Moab.
Sabemos que la cólera de Yahvé, de la que quedan fehacientes testimonios bíblicos
de extrema dureza, sobrevino con frecuencia ante el indigno comportamiento de Israel.
Pero el amor prevaleció sobre la cólera. Y así, en el monte Sinaí, entre truenos y
relámpagos, tras una temerosa y selecta preparación del pueblo, habló Elohim, diciendo:
«Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud.
No tendrás otros dioses frente a mí» (Ex 20,2-3). Yahvé estaba dispuesto a usar de
misericordia infinita para quienes guardasen sus mandamientos, que ahora les entrega.

107
Algunos de estos mandamientos se encuentran, como es lógico suponer en un pueblo
sometido a grandes civilizaciones, en textos egipcios y babilónicos; pero otros, como los
referentes a la prohibición de la idolatría y de los malos deseos, son propios de un pueblo
de religiosidad indiscutiblemente superior y única.
Se había producido una alianza singular entre Yahvé y el pueblo elegido. Dios
entregó al pueblo el decálogo y las leyes del código de la alianza sobre la vida y la
libertad, la propiedad y las costumbres, y otras (Ex 20–23), y el pueblo respondió: «todas
las palabras que ha pronunciado Yahvé ejecutaremos» (Ex 24,3). Se fabricó el Arca de
madera de acacia, revestida de oro puro, la mesa de los panes, un candelabro de oro
puro, el Tabernáculo o Morada, con diez tapices de lino fino, el Altar de los holocaustos,
cuadrado y de madera de acacia, y el atrio del Tabernáculo (Ex 25-27).

108
3.3. La conquista de Canaán
Ni Moisés ni Aarón lograron entrar en Canaán. Josué fue el elegido para llevar a su
pueblo a la tierra de promisión [2] . No resulta fácil extraer conclusiones históricas
convincentes de las dos fuentes directas de las que disponemos, el libro de Josué y el de
los Jueces. El primero habla de una conquista, que no fue total (Jos 13,1-6; 15,13;
16,10), y el segundo describe unas tribus, que luchan separadamente por el control de las
montañas (sin asentarse en las llanuras), y que, con frecuencia, convivían con los
habitantes de aquella región.
Como ya sabemos, la Biblia hace referencia, aparte de otros pueblos –varios y
diferentes entre sí–, a la población preisraelita de Palestina, nombrando a cananeos y
amorreos. Los amorreos son semitas noroccidentales que se establecieron en las
montañas del interior, mientras que los cananeos son el pueblo semita del noreste,
asentados a lo largo de la zona costera, desde la frontera egipcia hasta Ugarit.
Canaán, que se encontraba por esta época bajo el imperio egipcio, vivía absorbida
en su religiosidad por el culto a la fertilidad, cuyas principales divinidades eran Baal y
Anat, su esposa, y se organizaba políticamente en múltiples ciudades-estados
independientes, fuertemente construidas y concentradas en la llanura y con capacidad de
alianza con grupos de menor importancia y poder. Con el favor y el poder de Yahvé, el
bien adiestrado y entrenado guerrero Josué decidió la invasión y conquista de esta tierra,
al oeste del Jordán, teniendo en consideración todas estas circunstancias. La tarea era
ardua y cruzar el río Jordán entrañaba serias dificultades. Al otro lado del río, se
encontraban numerosas ciudades, bien amuralladas y dispuestas a resistir. Por otro lado,
los distintos pueblos que habitaban esa tierra eran tremendamente independientes,
recelosos de sí mismos y poco inclinados a unir sus fuerzas contra el invasor.
Con la ayuda de Yahvé y confiado en su promesa, Josué, acompañado por todas las
tribus y partiendo de Sittim, cruzó el río Jordán y acampó en Gilgal, en la frontera
oriental de Jericó. La toma de Jericó, una de las ciudades clave para la región
transjordánica, bien cerrada por miedo a los israelitas, se llevó a cabo, siguiendo las
órdenes de Yahvé: «Daréis la vuelta a la ciudad todos los combatientes, contorneando la
ciudad una vez; así harás durante seis días. Siete sacerdotes llevarán delante del Arca
siete trompetas de los Jubileos, y al séptimo día daréis la vuelta a la ciudad siete veces, y
los sacerdotes tocarán las trompetas. Y ocurrirá que, al sonar el cuerno de carnero,

109
cuando oigáis el sonido de la trompeta, todo el pueblo lanzará gran alarido y entonces se
desplomará la muralla de la ciudad, y el pueblo escalará, cada uno por enfrente de sí»
(Jos 6,1-5). La muralla se desplomó (Jos 6,20), y, tras las victorias sobre los reyes del
mediodía y la conquista del norte de Canaán (Jos 10–11), Josué se apoderó de todo el
país, repartiéndolo en herencia a Israel, según las suertes de las tribus (Jos 11,23). Y se
dice categóricamente que «el país descansó de la guerra» (Jos 11,23). Sabemos, sin
embargo, que muchas de las grandes ciudades, valles de cultivo y el litoral, se
mantuvieron largo tiempo en poder de los antiguos habitantes de Canaán, cuyo final se
completó en el reinado de Salomón [3] .
El reparto de la tierra prometida entre las tribus de Israel es, asimismo, resumido y
claramente idealizado. En la Transjordania, se asientan las tribus de Manasés, Gad y
Rubén. Judá, Efraín y Manasés ocupan un territorio importante, demostrando su
trascendencia en la historia de Israel. El territorio del resto de las tribus se encuentra más
indefinido. En la tribu de Benjamín se halla Jerusalén, arrebatada por el rey David a los
jebuseos. La tribu de Leví no posee territorio alguno por tratarse de una tribu sacerdotal.
A sus miembros se les asignan algunas ciudades en los territorios de las otras tribus.

110
3.4. La época de los Jueces
La época de los Jueces –importante en la historia de Israel– se extiende desde la muerte
de Josué hasta el nacimiento de Samuel, el último de los Jueces, que proporcionó a Israel
el primer rey. Coincide con la segunda fase de la conquista de Canaán, hacia el año
1200-1050 a.C. Desaparecido ya el imperio hitita y debilitado también Egipto, el único
enemigo de los israelitas eran los pequeños pueblos vecinos. El pueblo de Israel se dividió
en tribus, con intereses dispares y, a veces, contrarios. Así, las tribus del norte –Aser,
Neftalí y Zabulón– se vieron inmersas en la lucha con los cananeos rebeldes, que los
separaban de las tribus sureñas por sus fortalezas militares. Al sur se encontraban las
tribus de Judá, Simeón y Dan, combatiendo a los filisteos en la llanura y a los amorreos
en la montaña. En el centro del país se asentaban las tribus de Efraín, Benjamín y
Manasés, ocupadas en la expulsión de los cananeos del valle de Esdrelón y en la defensa
del norte de Samaría. El territorio que ocupaba la tribu de Isacar continuó por largo
tiempo en poder de los cananeos.
La dispersión y la diversidad de intereses de las tribus no deshicieron del todo su
unidad, reforzada por la conciencia de ser el pueblo de Dios y por la intervención de los
jueces. El libro de los Jueces relaciona la lenta y penosa instalación de las tribus en
Canaán con la infidelidad del pueblo de Israel que, atraído por las formas y costumbres
paganas de los pueblos vecinos, reniegan de Yahvé. Adoraron a dioses cananeos,
construyeron un santuario a Baal en Ofra, precisamente allí, en Silo, donde habían sido
instalados el Arca de la Alianza y el Tabernáculo; en Siquem se mezclaron con los
cananeos, dando culto a la divinidad El-berit, o dios de la alianza. Algo parecido sucedió
con la tribu de Dan. La depravación queda perfectamente descrita en el brutal
comportamiento de Abimelec y en los amoríos de Sansón.
La misericordia de Dios no abandona a su pueblo, llamándolo a la fidelidad y
enviándole hombres justos y liberadores, es decir, los jueces. La función principal del
juez es por tanto hacer justicia a los oprimidos, liberar al pueblo de sus opresores y
pecados y salvar de las esclavitudes terrenales, orientando a Israel hacia Yahvé. El juez
ejerce su poder de forma limitada, circunscrita a la región en la que vive y al pueblo que
quiere liberar. Su poder nunca se extiende a todo el pueblo de Israel. Así se concluye de
la historia de los doce jueces de Israel, los seis «jueces menores», que merecen una
escasa mención (Jue 3,31; 10,1-2.3-5; 12,8-10.11-12.13-15), y otros seis «jueces

111
mayores»: Otniel (Jue 3,7-11), que consiguió para el país cuarenta años de paz, tras el
olvido de su pueblo, adorando a los Baales; Ehúd (Jue 3,12-30), de la tribu de Benjamín,
que obtuvo el favor de Yahvé, derrotando al rey de Moab y estabilizando su país durante
ochenta años; Débora (Jue 4–5); Gedeón (Jue 6–9), vencedor de los madianitas, que
habían atemorizado a Israel, obligándolo a refugiarse en las cavernas de la montaña y
devastando sus cosechas hasta la entrada de Gaza; Jefté (Jue 10–12,7), juez durante seis
años y guerrero jefe contra los amonitas que atacaron a Israel; y Sansón (Jue 13–16),
famoso por sus proezas contra los filisteos, por su enamoramiento con Dalila y por su
legendaria fuerza, que dificulta una correcta valoración de sus hazañas.
Mención especial merece Débora, juez y profetisa, a la par. Nos dice el libro de los
Jueces que Débora, hija de Lapidot, juzgaba a Israel, sentada bajo la «palmera de
Débora», entre Ramá y Betel, y que los israelitas subían a ella a juicio (Jue 4,4-5).
Débora, ante la amenaza de esclavitud de su pueblo por los cananeos, profiere un
oráculo, dirigido a Barac, diciendo: «Ve y ocupa el monte Tabor. Toma contigo diez mil
hombres de los hijos de Neftalí y Zabulón. Yo atraeré a ti, hacia el torrente Quisón, a
Sísara, general del ejército de Yabín, con sus carros y su tropa, y lo entregaré en tu
mano» (Jue 4,6-7). El combate tuvo lugar junto al monte Tabor. Los carros de los
cananeos se atrancaron en las aguas del Quisón y Sísara, el general enemigo, murió en su
huida, a manos de una mujer, Yael, que lo mató en su tienda. Todo terminó con la
humillación y aniquilación de Yabín, rey de Canaán. Débora entona un cántico a Yahvé,
Dios de Israel (Jue 5), uno de los textos más antiguos y bellos de la Biblia. Se canta a la
acción de Yahvé en la historia del pueblo de Israel, de forma mística y sublime, se alaba
o se increpa a las tribus, conforme a su comportamiento bélico, y ella misma se exalta de
forma espléndida como madre de su pueblo: «¡Cesaron las gentes de lugares abiertos, en
Israel cesaron, hasta que surgí yo, Débora, surgí como una madre en Israel!» (Jue 5,7).

112
3.5. La institución monárquica
La mera instalación de las tribus de Israel en la nueva tierra de promisión no constituye,
por sí misma, la identidad de un pueblo, complejo, por otra parte, en sus realidades
sociales, políticas y religiosas. De hecho, las tribus de Israel necesitaron tiempo para
alcanzar la unidad nacional, amenazada aún por intereses internos y fuertes enemigos del
exterior, como eran las superpotencias de la época y otros pueblos vecinos. Los rasgos
fundamentales de las potencias de aquel tiempo –Egipto, Asiria, Babilonia y Persia– son
sobradamente conocidos. Junto a ellas, se encontraban varios reinos y países vecinos,
cuyo conocimiento facilita la comprensión de la historia de Israel. Apuntaré unos
sencillos datos sobre ellos.
En la Transjordania, zona por la que los hebreos penetraron en Palestina, se
encontraban, partiendo del sur hacia el norte y en este orden, los reinos de Edom, Moab
y Amón. Edom perdió su independencia en los reinados de David y Salomón, pero, una
vez dividido el reino, la recuperó un corto espacio de tiempo, terminando bajo el poder
asirio. Este reino fue sometido finalmente al poder de los nabateos. Moab, recordado por
el oráculo de Balaam de maldición a Israel, fue también conquistado por algún tiempo
por el rey David. Fue vencido y ocupado por el imperio asirio. Amón, escenario de
numerosas contiendas bélicas, fue asimismo incorporado temporalmente al reino de
David, una vez conquistada su capital, Rabat-Amón. Fue dominado por Asiria y en el
siglo VI a.C., incorporado al imperio persa. En la zona sur de Siria, se hallaban las tribus
arameas, donde se asentaban los pequeños reinos de Aram-Zobah, Tob y Maakah. Las
relaciones entre estas tribus arameas e Israel fueron siempre conflictivas, singularmente
tras la división del reino, cuando Benadad de Aram-Damasco se apoderó de la parte
oriental del reino del Norte. En el año 732 a.C., Tiglatpiléser III sometió definitivamente
a los arameos. A partir de esta fecha, Aram se constituyó una provincia asiria, como
sucedió con parte de los territorios de Israel –Galaad, la Galilea y el país de Neftalí, entre
otros– tras la victoriosa operación militar de Asiria, en el año 733 a.C.
En la costa del Mar Mediterráneo se asentaban dos pueblos: los fenicios y los
filisteos. Los fenicios ocupaban la región costera del Mediterráneo, que se extendía desde
el monte Carmelo al golfo de Alejandreta, también conocido antiguamente como golfo de
Issos. Son famosos por sus centros de Tiro, Sidón y Biblos, importantísimos puertos de
mar, por la influencia de su religión y por ser los creadores del alfabeto, pese a que

113
apenas hayan quedado vestigios literarios de importancia, si exceptuamos los famosos
documentos de Ugarit, del siglo XIV a.C., de extraordinaria importancia para el estudio
de las Escrituras. Los filisteos (Palestina les debe su nombre) integraban aquellos Pueblos
del Mar, que intentaban invadir el Próximo Oriente. Expulsados de Egipto, se
establecieron en la famosa pentápolis filistea: Gaza, Ascalón, Asdod, Gat y Ecrón, en la
costa sudoeste de Palestina. Saúl y David lucharon para contener su poderío que llegó
hasta Gelboé, pero no consiguieron integrarlos en sus reinos. Desaparecieron del
escenario político, tras las brutales invasiones de Asiria y Babilonia.
La convivencia con estas naciones y pueblos vecinos, las constantes amenazas
militares y la creciente convicción de que su sistema de tribus confederadas resultaba
ineficaz para luchar contra sus enemigos y atrasado para una forma de vida más estable
que se proponían consolidar, impulsaron al pueblo de Israel a buscar formas de gobierno
más apropiadas para su entorno geográfico-político. Gobernados en los últimos tiempos
por ancianos de las respectivas tribus y por Yahvé a través de su profeta Samuel,
quisieron tener un rey como las demás naciones circundantes. Y Dios accedió a sus
ruegos, según la versión de 1 Samuel, revelando a Samuel que ungiera por jefe de su
pueblo a un hombre del país de Benjamín para salvarlo del poder de los filisteos (1 Sm
9,16-17).
Saúl, de una tribu pequeña y de escasa influencia, aceptada sin temores por las
otras, fue elegido rey, el primer rey de Israel. Hijo de Quis, perteneciente a una tribu
pequeña, aunque vinculada a la casa de José, destacó por su sencillez y cualidades de
caudillo militar. Luchó contra el ejército filisteo y los amonitas. El primer libro de Samuel
describe el levantamiento del sitio de Yabés de Galaad por Saúl, con la movilización del
pueblo de Israel y la ayuda de Yahvé, y dice así: «A la mañana siguiente dispuso Saúl al
pueblo en tres cuerpos, que penetraron en medio del campamento enemigo al tiempo de
la vela matutina y batieron a los amonitas hasta el calor del día. Resultó que los que
escaparon se dispersaron de forma que no quedaron dos juntos» (1 Sm 11,11). Refiere el
mismo libro (y esta es una de varias versiones) que, una vez vencidos estos enemigos del
sur y ante la invitación del propio Saúl, el pueblo de Israel marchó a Gilgal y allí
proclamaron rey a Saúl, inaugurando de este modo la monarquía (1 Sm 11,14-15).
Los relatos del texto bíblico se centran principalmente en los pecados de Saúl, que
condujeron a la enemistad con el profeta Samuel y al rechazo de Yahvé. Dios le había

114
marcado un camino, diciéndole que consagrase al anatema a los amalecitas y los
combatiese hasta aniquilarlos y él se contentó con el botín. Por eso Samuel exclamó:
«Por cuanto rechazaste la palabra de Yahvé, él te ha rechazado de la dignidad real» (1
Sm 15,22). También se aprecia el carácter envidioso y malicioso de este rey respecto a
David, a quien odió por ser aclamado por las mujeres del pueblo, tras dar muerte al
filisteo, e intentó matar con su lanza (1 Sm 18,6-11). Murió en una batalla contra los
filisteos, en el monte de Gilboa, juntamente con «sus tres hijos y su escudero, como
también toda su gente» (1 Sm 31,6). Fue enterrado bajo el tamarisco de Jabes de
Galaad. Su reinado no consiguió cercenar la amenaza de los filisteos, asentados en el
valle de Esdrelón. Y su nombre quedaría oscurecido por la figura de David.
David, hijo menor de Jesé de Belén, fue el auténtico fundador de la monarquía de
Israel. Tradiciones paralelas, no exentas de discrepancia en los sentimientos de sus
redactores, aunque con tono claramente apologético, presentan la figura de este rey en la
corte de Saúl, recreando al monarca con su cítara, y dando muerte al gigante filisteo
Goliat, al tiempo que conducido por Abner, hijo de Ner, de la tribu de Benjamín, a la
presencia de Saúl (1 Sm 17). La rápida amistad con Jonatán, tras el episodio de Goliat, y
el matrimonio con Mical precipitaron su ascenso, que muy pronto despertaría los celos
de su señor. La doble tradición resalta la magnanimidad de David que, en la cueva de En-
gadí, perdonó la vida de Saúl, «pues que es el ungido de Yahvé» (1 Sm 24,7).
Muerto el rey Saúl, y tras la guerra civil en las tribus del norte, asesinados Isbaal y
Abner, los gobernantes ancianos de Israel se acercaron a David, en Hebrón, suplicándole
que fuera el caudillo de su pueblo. Pactaron entre ellos, delante de Yahvé, y ungieron a
David como monarca sobre Israel. En Hebrón reinó sobre Judá (2 Sm 5,5).
La victoria sobre las naciones vecinas –filisteos (2 Sm 5,17), arameos, moabitas y
edomitas (2 Sm 8) y amonitas (2 Sm 10)– a excepción de los fenicios, sus aliados,
consolidó un gran reino, que se extendía desde el desierto de Egipto hasta Jamat, en
Siria, y desde el desierto arábigo hasta el Mar Grande o Mediterráneo. Al reino se
incorporaron, asimismo, amplios núcleos de pobladores cananeos que habitaban
Palestina. El rey David se beneficiaba así de la decadencia del imperio egipcio y antes de
que tomase cuerpo el poderío de Asiria. Su mayor éxito, político y religioso a la vez, fue
la conquista de Jerusalén, antigua ciudad jebusea (no pertenecía antes a ninguna tribu), a

115
la que convierte en capital del reino y en heredad de las tradiciones religiosas del
santuario de Siló, llevando allí el Arca de la Alianza.
Desde el punto de vista político, el reinado de David tiende a parecerse al de otros
grandes monarcas orientales de la antigüedad. Como ellos, representantes de divinidades
protectoras, también él se consideraba delegado de Yahvé. Accedió a compromisos
políticos con reyes paganos, compró para su defensa y protección mercenarios
extranjeros y poseía su propio harén.
Desde la vertiente religiosa, David, el elegido de Dios, de religiosidad profunda, fiel
servidor de su Dios, modelo de reyes, aunque también cargado de pecados, llevó a
término grandes proyectos de reforma religiosa, concibiendo la idea –ejecutada por
Salomón– de levantar un santuario en Jerusalén, trasladando el Arca de la Alianza desde
Quiriat-Jearim hasta el monte Moria y reorganizando a los sacerdotes y levitas. También
se le atribuye la composición de salmos y otras obras poéticas, reflejo de su profunda
espiritualidad, y se pone de manifiesto el claro y notable arrepentimiento de sus graves
pecados.
El resentimiento de los seguidores de Saúl hacia David y la amenaza de la sucesión
en el reino, disputada por los hijos de sus distintas mujeres, presagiaban el fin de una
etapa gloriosa. El adulterio de David con Betsabé, la censura del profeta Natán, la
rebelión de su hijo Absalón (2 Sm 11–12; 15–18) nos muestran a un rey prisionero de
sus propias debilidades. Dando instrucciones a Salomón para que caminase rectamente y
observase las órdenes de Yahvé, David murió y fue enterrado en la ciudad de David.
Reinó sobre Israel cuarenta años; en Hebrón siete y en Jerusalén treinta y tres (1 Re
2,11).
Salomón, hijo de David y Betsabé, subió al trono de Israel por una conjuración
palaciega entre Betsabé y el profeta Natán, arrebatándole el reino a Adonías (1 Re 1,11-
27). Su reino, según Crónicas, estaba destinado a ser pacífico y amistoso con los que
habían sido enemigos de Israel (1 Cr 22,9). Dotado con grandes cualidades diplomáticas,
estrechó relaciones con los países vecinos, incluso sellando matrimonio con la hija del
faraón de Egipto (1 Re 3,1). Son, asimismo, legendarias su actividad y relaciones
diplomáticas con otras naciones, destacando el acuerdo con Hiram, rey de Tiro, que le
proporcionó maderas de cedro y de ciprés para edificar una «Casa al Nombre de
Yahvé», además de trigo y aceite para la corte, así como carpinteros y canteros que

116
modelaban las maderas y las piedras para la construcción del Templo (1 Re 5,15-32). Su
proverbial sabiduría cautivó a la reina de Sabá que, tras bendecir al Dios de Salomón, le
regaló oro, aromas y piedras preciosas en grandísima cantidad (1 Re 10,1-13). La
administración real fue también ampliada y reorganizada, posibilitando el origen de una
nueva clase de escribas e intelectuales.
Aparte de fortificaciones en diversas ciudades e instalaciones militares para carros y
caballos, las grandes construcciones salomónicas son el Milló (1 Re 9,24) [4] , el palacio
real y sus anejos (1 Re 7,1-12) y, la más famosa, el Templo, en cuya dirección,
construcción y materiales colaboraron los tirios (1 Re 5,15-26; 6,1-38; 7,13-51). El
Templo, edificado en la cumbre del monte Moria, sería, en adelante, lugar de referencia
de la religiosidad del pueblo hebreo, en el que la gloria de Yahvé se manifestaría a sus
adoradores.
Su glorioso reinado terminó en desgracia y catástrofe. La bendición de Yahvé, que
le alzó al trono, se convirtió en castigo por sus numerosas infidelidades, su desmedido
afán por las riquezas, sus injusticias y especialmente por haberse dado a la adoración de
falsos dioses. La unidad de su reinado había llegado a su fin. En adelante, tenemos que
hablar de la monarquía dividida.
Al llegar aquí, he de detenerme en aquellos textos bíblicos que, en este largo periodo
de la historia de Israel, prefiguran algún tipo de esperanza mesiánica singular para el
pueblo elegido.
Es obvio que, en muchas páginas de la Biblia, figuran personajes, enviados por
Dios, que liberan y salvan al pueblo de Israel, apartándolo de constantes y graves peligros
en su fe al Dios verdadero y señalándole el camino recto. Estas personas, reyes, profetas,
jueces y sacerdotes, son realmente «mesías» como dice R. E. Brown. Pero el
«mesianismo», en cuanto tal, como liberación singular y especialísima de Yahvé a su
pueblo, que se inserta en el marco de la institución monárquica, aparece por vez primera
en tiempos del rey David [5] .
En este sentido, y probablemente como primer documento de carácter mesiánico,
encontramos el oráculo de Natán, presentado en tres formas o versiones, a saber, en el
segundo libro de Samuel (2 Sm 7,1-16), en el Salmo 89 (Sal 89,20-38) y en el primer
libro de las Crónicas (1 Cr 17,4-14). Veamos detalladamente cada uno de estos textos.

117
Los biblistas afirman que los dos libros de Samuel, aunque sus contenidos no tengan
un carácter unitario –en ellos se detectan concepciones diferentes, reiteraciones, e
incluso, contradicciones– formaban originariamente una unidad, dividida en dos en la
Biblia griega. Los libros tratan, como sabemos, del juez Samuel y de los dos primeros
reyes de Israel, Saúl y David, y se calcula que su composición se realiza entre los
comienzos de la monarquía de Israel y los periodos exílico y posexílico [6] .
El texto de 2 Samuel (2 Sm 7,1-16) pertenece, según la opinión de los exegetas, al
estrato más antiguo del libro y dice así: «Desde el día en que establecí jueces sobre mi
pueblo Israel, a ti he procurado el descanso de parte de todos sus enemigos, y a ti ha
anunciado Yahvé que Yahvé te haría una casa. Y cuando se cumplan tus días y reposes
con tus padres, suscitaré detrás de ti a un vástago tuyo, salido de tus entrañas, y
consolidaré su realeza. Él construirá una casa a mi Nombre y consolidaré el trono de su
realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; que si él se
pervierte, le castigaré con vara de hombre y con golpes habituales entre humanos. No
apartaré de él mi benignidad, como la aparté de Saúl, al cual aparté de tu presencia. Y tu
casa y tu realeza permanecerán firmes para siempre ante mí: tu trono será estable por
siempre» (2 Sm 7,11-16).
La versión del primer libro de Crónicas utiliza casi las mismas palabras y dice así:
«Cuando se hayan cumplido tus días para ir a reunirte con tus padres, suscitaré después
de ti un descendiente tuyo que pertenezca a tus hijos, y consolidaré su realeza. Él me
construirá una casa y consolidaré su trono para siempre. Yo seré para él un padre y él
será para mi un hijo. No retiraré de él mi benignidad, como la retiré de aquel que te ha
precedido. Le estableceré para siempre en mi casa y en mi reino, y su trono será firme
perpetuamente» (1 Cr 17,11-14).
En el capítulo séptimo del segundo libro de Samuel se ensamblan perfectamente el
oráculo del profeta Natán y la oración del rey David, algo que es esencial para la
comprensión del mesianismo real del pueblo de Israel y de la fe cristiana. En el v. 5 se
dice que David no construirá una «casa», un templo, para morada de Yahvé, dejando
entrever el sistema tribal por el que se regía el pueblo de Israel, pese a las palabras de
consuelo y fortaleza que le dirige su Dios (v. 8-10). En el v. 11, Yahvé garantiza una
«casa», una descendencia a David. «Casa» y «Templo» son términos en los que se
puede observar, aparte de la unidad del capítulo, el cambio radical entre el antiguo

118
gobierno de tribus separadas y el sistema monárquico hereditario, acogido al pacto de
amistad entre Yahvé y su pueblo, sin excluir el castigo, en caso de perversión de este. En
el v. 13, «él construirá una casa a mi nombre y consolidaré el trono de su realeza para
siempre» (2 Sm 7,13) y en el 16, «y tu casa y tu realeza permanecerán firmes para
siempre ante mí; tu trono será estable para siempre» (2 Sm 7,16), las tradiciones judía y
cristiana ven un anuncio mesiánico. Más allá del contexto histórico inmediato, según el
cual Salomón construiría un Templo en Jerusalén, se introduce en el texto una nueva
idea, la de un mesías de la descendencia de David, una de cuyas características es su
perpetuidad: «Has constituido a tu pueblo Israel como pueblo tuyo para siempre, y tú,
Yahvé, has venido a ser su Dios» (2 Sm 7,24).
El Salmo 89 es un himno preexílico, que exalta el poder de Yahvé, Dios de Israel,
sobre otros poderes del mundo. Es un salmo complejo, en el que caben la lamentación y
la alabanza. Comienza cantando las mercedes de Yahvé, concretamente, su lealtad,
bondad y generosidad. De ahí se pasa a la consideración de la dinastía davídica,
celebrando las maravillas de la creación y la alabanza a Yahvé por los poderes del cielo.
Este Dios, señor único de toda la creación, es quien pronuncia el nombre de David y
dice: «He hallado a David, mi servidor, con mi óleo santo lo he ungido» (v. 21) y «él me
invocará : eres mi Padre, mi Dios, y mi Roca salvadora». Además, «yo le constituiré
primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Por siempre le guardaré mi gracia, y
mi pacto respecto a él será firme. Y haré que dure siempre su semilla, y su trono cual los
días de los cielos» (vv. 27-30). La dinastía perdurará y ni siquiera las infidelidades
humanas podrán destruirla. Yahvé no violará su pacto y el trono de David será duradero,
como el sol y la luna que permanecen para siempre (vv. 35-38).
Los salmos reales, aplicables a cualquier monarca de la dinastía de David, aunque
no hayan sido compuestos por este rey, como se creía tradicionalmente, se orientan en el
mismo sentido [7] . Así, el Salmo 2, preexílico con bastante probabilidad, en el que se
describe la trama de una rebelión contra el rey y, por consiguiente, contra Yahvé, dice:
«¡Pero yo he consagrado a mi rey sobre Sión, mi santa montaña!» (v. 6). El rey
responde con la fórmula típica de adopción divina, propia del lenguaje cortesano: «Mi
hijo eres tú, yo mismo te he engendrado» (v. 7).
El preexílico Salmo 72 canta al rey como representante de Yahvé en expresiones
tomadas de las monarquías del antiguo Oriente y anuncia el reino mesiánico. El rey hace

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y ejecuta justicia, defendiendo la causa de los pobres, salvando a los indigentes y
aniquilando al opresor (vv. 1-4). El rey es también principio del orden cósmico y
dominador de mar a mar, en referencia al mar Grande, al oeste, y al golfo Pérsico, al
este. Y, un deseo: «¡Sean en él benditas las familias todas de la tierra» (Sal 72,17). La
idea de un rey «salvador» aparece muy clara, encarnada en el sucesor de David, aunque
no existe referencia alguna a un futuro escatológico.
El Salmo 110, preexílico, culmina una serie de himnos, dedicados a la entronización
de un rey. Consta de una colección de oráculos, cuyas ideas son las siguientes: a) Yahvé
honra al rey, haciéndolo sentar a su derecha; b) desde el día de su nacimiento, al rey le
acompaña el principado, el esplendor sagrado, es decir, su origen divino; c) se dice que
el rey es sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec; d) con Adonai a su
derecha, el rey es capaz de derrocar a otros reyes y hacer justicia a todas las naciones.
Todo el lenguaje del salmo describe simbólicamente al rey como representante de Yahvé
y como sacerdote eterno, a la manera de Melquisedec, según las costumbres de los reyes
cananeos de Israel, pero no podemos atribuirlo literalmente a Jesús de Nazaret.

120
3.6. La monarquía dividida: el reino del Norte y el reino de Judá
Con la muerte de Salomón concluyó la unidad del reino de Israel, sobre el que habían
gobernado Saúl, David y el mismo Salomón. El castigo de Yahvé a Salomón por dar
culto a falsas divinidades, la enemistad endémica entre las tribus del norte y del sur por el
trato favorable concedido a estas últimas –el Norte estaba más poblado y era más rico y
activo política y culturalmente– el empobrecimiento y el malestar social del reino por la
suntuosidad del monarca y la negativa de Roboán a modificar la política de su padre
provocaron la división y la guerra del pueblo. La unidad se rompió, territorial y
políticamente hablando, y el reino de Israel se dividió en lo que se denomina reino del
Norte (continuó llamándose reino de Israel), que abarcaba las regiones de Samaría y
Galilea, y reino del Sur o reino de Judá, que comprendía la región de Judea.
El reino del Norte, iniciado por Jeroboán (931-910 a.C.) y concluido con Oseas
(730-722 a.C.), estableció la capital primero en Siquem y, más tarde, en Samaría, que
terminaría asediada y arrasada por los asirios, bajo los reinados de Salmanasar V (727-
721 a.C.) y Sargón II (721-705 a.C.). Desde el punto de vista político, vivió bajo la
amenaza del imperio asirio, oponiéndose a él militarmente, experimentó un fuerte
deterioro social y acusó una profunda descomposición moral y religiosa, adorando a
dioses extranjeros. Frente a estas desviaciones, la voz de Yahvé se hizo siempre presente
en su pueblo a través de los profetas que, recordando las anteriores tradiciones de Israel,
interpretaron las nuevas situaciones, criticando los abusos e injusticias y señalando el
camino recto. Los profetas más destacados de este periodo son Elías y Eliseo, del siglo
IX a.C., que desempeñaron su ministerio en tiempos del rey Ajab (874-853 a.C.) y
Amós y Oseas, del siglo VIII, durante el reinado de Jeroboán II (787-747 a.C.) [8] .
La última fase del reino del Norte (841-721 a.C.), si exceptuamos el largo y exitoso
reinado de Jeroboán II, está marcada por luchas sucesorias, reinados cortos y sangrientos
y guerras con países extranjeros. Efectivamente, la caída del reino del Norte fue rápida y
estrepitosa. A ello contribuyeron significativamente las campañas militares de Tiglatpiléser
III de Asiria, la anarquía política que siguió al reinado de Jeroboán II y la represalia del
nuevo monarca asirio, Salmanasar VI, contra el rey Oseas, cercando primeramente y,
posteriormente, conquistando Samaría, en el año 722 a.C. En conformidad con la
política tradicional, la población conquistada fue deportada y el resto –mezclado con

121
gentes venidas desde el otro extremo del creciente fértil– pasó a ser una provincia más
del imperio asirio.
En el reino de Judá, tras el breve reinado de Ocozías (845 a.C.), la reina madre
Atalía usurpó el trono y, para asegurarlo y continuar con sus maléficos y ambiciosos
planes, mató a todos los descendientes de la familia real. El dominio que había ejercido
durante el reinado de Joram, su padre, y del mismo Ocozías se incrementó, perjudicando
seriamente los intereses religiosos de su pueblo, hasta el punto de establecer oficialmente
el culto del dios Baal en la ciudad de Jerusalén. El único que se libró de su ira fue el niño
Joás, que a la edad de siete años fue proclamado rey en el Templo y Atalía, asesinada en
las afueras del mismo. Joás (836-797 a.C.) fue un rey que tutelado por el sumo sacerdote
Joyada se ocupó de la restauración del Templo, administrando las contribuciones
aportadas por el pueblo para esta causa, pero después de morir Joyada y atendiendo los
deseos de aquellos que habían apoyado a Atalía, restauró el culto a dioses profanos.
Desatendió las amenazas del profeta Zacarías, hijo de Joyada, por haber abandonado a
Yahvé y por orden del monarca murió lapidado en la Casa de Yahvé, como relata el
segundo libro de las Crónicas (2 Cr 24,20-22). Derrotado por Jazael, rey de Damasco, a
quien reparó con ingentes tesoros del Templo y del palacio, y con el descontento de su
pueblo, Joás murió asesinado en una revuelta.
Amasías (796-767 a.C.) comenzó su reinado, vengando a los asesinos de su padre,
Joás. Llevó a cabo una expedición, reconquistando Edom, que se había independizado en
tiempos del rey Joram del reino del Norte, y restableciendo el comercio por el Mar Rojo.
Envalentonado por el triunfo y el botín, entre los que se encontraban ídolos del pueblo
sojuzgado, hizo frente a Joás, rey de Israel, siendo derrotado en Betsames y llevado
prisionero a Jerusalén. Tales hechos desastrosos provocaron una insurrección militar, que
le obligaron a huir y refugiarse en Laquis, donde fue asesinado.
Azarías, llamado también Ozías (767-739 a.C.), su hijo y sucesor, fue un rey de
grandes cualidades, afortunado, tanto en sus relaciones con el exterior como en el
desarrollo y prosperidad de su tierra. Reorganizó el ejercito, fortificó ciudades, Jerusalén
incluida, y favoreció el campo, especialmente la agricultura y la vinicultura. Organizó y
desarrolló grandes campañas militares contra los edomitas, los amonitas, los filisteos y
algunas tribus árabes. Mantuvo excelentes relaciones con Jeroboán II, rey de Israel.
Preservó el celo por el culto a Yahvé, alentado por los consejos del profeta Zacarías. En

122
los últimos años de su reinado, usurpó la función sacerdotal de ofrecer incienso en el
Templo, a lo que se opusieron muchos sacerdotes, encabezados por otro sacerdote,
Azarías. Fue castigado con la lepra, obligándolo a abandonar el gobierno. Hasta su
muerte, fue sustituido por su hijo Jotán, que hizo de regente. El nuevo rey (739-734
a.C.) se mantuvo fiel a Yahvé, edificó la puerta superior del Templo, construyó algunas
ciudades y fortalezas y derrotó a los amonitas. Durante su reinado, comenzaron las
hostilidades siroisraelitas contra el reino del Sur, que se endurecerían en tiempos de su
hijo y sucesor, Ajaz. También surgió la actividad profética de Isaías, iniciada con la
muerte de Azarías, que se prolongaría durante los reinados de Ajaz, Ezequías y
Manasés.
Ajaz (734-728 a.C.), conocido como Joacaz en los documentos asirios que
registraban los tributos, es considerado uno de los peores reyes de Judá. Falto de fe en el
Dios de Israel, puso su confianza en los dioses de sus poderosos vecinos, los reyes de
Damasco y de Asiria. De hecho, el rey de Asiria, Tiglatpiléser III, atacó Judá y Ajaz se
vio obligado a entregar al monarca asirio los tesoros del Templo y del palacio, dejando su
reino a merced de Asiria. El deterioro cultural y religioso del reino de Judá fue notable,
evidenciándose el culto a dioses extranjeros. Los grandes profetas, Oseas, Isaías y
Miqueas, alertaron de los graves problemas del reino, evitando su catástrofe. El impío
rey fue sepultado en la ciudad de David, pero no en el panteón de los reyes de Israel.
Ezequías (728-699 a.C.) sucedió en el trono a su padre, Ajaz, y comenzó su
reinado en línea opuesta a su predecesor, tanto política como religiosamente hablando.
Obediente a la palabra de Yahvé, expresada en los oráculos de los profetas,
especialmente de Isaías, Ezequías comenzó una profunda reforma religiosa. Nos dice la
Biblia que «hizo lo recto a los ojos de Yahvé, enteramente como había hecho su
antepasado David. Suprimió el culto de los altares, quebró los massebás, taló las aserás y
machacó la serpiente de bronce que había fabricado Moisés; porque hasta aquel tiempo
los israelitas le habían quemado incienso, y se la denominaba Nehustán» (2 Re 18,3-4)
[9] . Y así fue, en efecto. Purificó el Templo y restauró los lugares de culto. Reunió a los
sacerdotes y levitas para santificar la Casa de Yahvé, borrando las prevaricaciones y
pecados que había cometido su pueblo. Ellos sacaron al atrio de la Casa de Yahvé toda
inmundicia que hallaron en el Santuario (2 Cr 29). Purificado el Templo y destrozado
cualquier vestigio de modelos asirios, Ezequías ofreció un sacrificio expiatorio por los

123
pecados de Israel. Intentó, además, atraer a la pureza del culto de Yahvé a los
supervivientes del recién destruido reino de Israel, enviando emisarios por todo Israel y
Judá para celebrar la Pascua en Jerusalén. Puso todo el empeño en recuperar las
tradiciones del reino de Israel. El libro de los Proverbios habla de una comisión, instituida
por Ezequías, para recoger y elaborar las sentencias de Salomón (Prov 25). El esplendor
religioso estuvo acompañado por la prosperidad económica, como puede apreciarse en la
descripción que hace el libro segundo de los Reyes de los tesoros de Ezequías ante los
emisarios del rey de Babilonia: «les mostró toda su tesorería, la plata, el oro, los
bálsamos, el aceite aromática, su armería y cuanto se hallaba en su erario» (2 Re 20,13).
En el terreno político, Ezequías se enfrentó con éxito a los filisteos, reforzando las
defensas de la capital y construyendo un acueducto subterráneo, que conducía las aguas
de la fuente de Guijón a Jerusalén. Como sabemos, el reino de Judá sufría el vasallaje del
imperio de Asiria. Pues bien, aprovechando el resurgimiento de Egipto y uniéndose a la
insurrección de los reinos de Filistea, Moab y Edom, Ezequías se sumó a la rebelión
contra Asiria. Filistea fue arrasada por Sargón (711 a.C.), y Judá se salvó
momentáneamente por haber presentado su sumisión. El papel de Judá en la nueva
insurrección de los reinos citados, en el año 702 a.C., contra Asiria fue más importante y
el castigo que sufrió fue duro cuando Senaquerib invadió Palestina, en el año 701 a.C.
Muchas de sus ciudades fueron capturadas y algunas de ellas, entregadas a los partidarios
de Asiria en Filistea. Muchos de sus habitantes fueron deportados (se calcula que serían
alrededor de 20.000). Jerusalén fue severamente asediada y, aunque no tengamos
testimonios históricamente fiables de la retirada de Senaquerib, la Biblia nos habla de la
intervención de Yahvé para su liberación. Y así «Senaquerib, rey de Asiria, levantó el
campo y partió y, vuelto, se estableció en Nínive» (2 Re 19,36).
Al fiel y piadoso Ezequías le sucedió su hijo, Manasés (699-643 a.C.), en cuyo
largo reinado aparecieron nuevamente las execraciones del culto asirio, consecuencia, en
cierta forma, de su sumisión a los asirios. El contraste con la actitud de su padre fue
enorme. Introdujo, de nuevo, en Jerusalén el culto a dioses extraños, particularmente
asirios y cananeos, a quienes el rey sacrificó a su propio hijo (2 Re 21,6). Nos dice la
Biblia que «se dio al nefelismo y a los encantamientos e instituyó nigromantes y adivinos
y repetidamente obró lo malo a los ojos de Yahvé, irritándole» (2 Re 21,6). En el año
652 a.C., se alió en una insurrección, organizada por el rey de Babilonia; fue derrotado y

124
llevado prisionero a Nínive. Asurbanipal, el rey asirio, lo puso en libertad, reintegrándolo
en su reino. Le sucedió su hijo Amón (641-640 a.C.), cuyo corto reinado es considerado
más impío incluso que el de su padre. Reabrió el culto a dioses extranjeros y cometió
numerosos crímenes. Fue asesinado por sus súbditos, condenados, a su vez, por el
pueblo.
Josías (641-609 a.C.) subió al trono con apenas ocho años de edad. Influyó
enormemente en el aspecto político y religioso de su reino, convirtiéndose en el último
gran monarca del reino de Judá. En el año octavo de su reinado comenzó a buscar al
Dios de David, limpiando a Jerusalén y a todos sus dominios de toda suerte de culto que
no estuviera conforme a la ley de Yahvé (2 Cr 34,3-8). Ordenó restaurar el edificio del
Templo (2 Re 22,3-7), donde se produjo el hallazgo del Libro de la Ley (2 Re 21,8). El
Libro de la Ley, leído al pueblo, y la voz de los profetas Sofonías y Jeremías, exhortando
a la conversión, propiciaron el clima para la renovación religiosa, que se visibilizó en la
solemne celebración de la Pascua (2 Re 23,21-23). La Biblia resume elogiosamente su
obra, diciendo: «Hizo lo recto a los ojos de Yahvé y siguió los derroteros de David, su
antepasado, sin apartarse ni a derecha ni a izquierda» (2 Cr 34,2). En política interior,
sus éxitos no se corresponden con la importancia de las reformas religiosas. El
debilitamiento del imperio asirio le permitió ampliar el ámbito de influencia hasta
Meguido, en el extremo suroccidental de la llanura de Yezrael, punto importante de la
ruta comercial que iba de Egipto a Siria y Babilonia. Los asirios, tras la caída de Nínive,
en el año 612 a.C., continuaron en Harán la resistencia, bajo el mando de Asuruballit.
Los egipcios, temerosos de que un nuevo enemigo –Babilonia en este caso– sustituyera a
Asiria, constituyeron un poderoso ejército, al mando del faraón Necao, dispuestos a
ayudar a los asirios. Josías, al pasar, intentó cerrarle el paso, y Necao murió en Meguido.
Fue sepultado en Jerusalén (2 Re 23,29-30) [10] .
A Josías le sucedió su hijo menor, que tomó el nombre de Joajaz (609 a.C.), que,
durante su breve reinado, continuó la política de su padre. Reinó solo unos meses. Fue
depuesto del trono y llevado prisionero a Egipto por el faraón Necao, que se había
inclinado por su hermano para gobernar Judá.
Joaquim (609-597 a.C.). Sabemos que Babilonia alcanzó su esplendor bajo
Nabucodonosor, rey desde c. 605-562 a.C. A comienzos del reinado de Joaquim,
Nabucodonosor derrotó a los asirios y a sus aliados a las orillas del río Éufrates, en la

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ciudad de Carquemis, ocupada por el faraón Necao después de la caída y destrucción de
Nínive. Jerusalén fue también tomada y destruida, en el año 607 a.C., produciéndose la
primera deportación. Cuenta el segundo libro de las Crónicas que «contra él (Joaquim)
subió Nabucodonosor, rey de Babilonia, y le prendió con grilletes para conducirle a
Babilonia. Nabucodonosor llevó asimismo a Babilonia parte de los objetos de la Casa de
Yahvé y los colocó en su palacio de Babilonia» (2 Cr 36,6-7). En esta primera
deportación se encontraban Daniel y sus tres compañeros. Una segunda deportación se
produjo, en el año 597 a.C., ya en el reinado de Joaquín, hijo del rey anterior, que
gobernó Judá solo tres meses. Fueron llevados a Babilonia el rey, su corte y los tesoros
del Templo.
Sedecías (597-586 a.C.). Este monarca, mediocre, débil y vacilante, desatendiendo
los sabios consejos del profeta Jeremías, se echó en brazos de los egipcios, rebelándose
contra el todopoderoso Nabucodonosor, quien, el año 587 a.C., tomó la ciudad de
Jerusalén, la saqueó, destruyó sus murallas y expolió sus riquezas. Numerosos habitantes
de Judá fueron deportados a varias localidades de Babilonia, quedando en el país los
campesinos y aquellos que no presentaban ningún peligro militar. Estos deportados,
aleccionados fundamentalmente por Ezequiel, continuarían la historia del pueblo elegido,
constituyendo el llamado «resto de Israel», del que habían hablado Jeremías y otros
profetas. Comenzaba así con la caída del reino de Judá y el exilio en Babilonia, una
nueva etapa de la historia de Israel.
En el periodo comprendido entre la muerte del rey Salomón, comienzo de la
monarquía dividida en el reino de Israel, y la restauración o regreso del exilio de
Babilonia, los textos bíblicos experimentan un acusado desarrollo en el mesianismo regio,
que se pone de manifiesto en la predicación de los grandes profetas del reino de Judá,
durante los grandes poderes imperiales de Asiria y de Babilonia.
Isaías (735 a.C.) ofrece un pasaje de extraordinaria importancia en la expectativa
mesiánica de la dinastía davídica (Is 7,14-17). El contexto histórico en el que se sitúa el
pasaje es la llamada guerra siro-efraimita, es decir, el ataque de Siria (Aram) e Israel
(Efraín) contra Judá, con la intención de forzarla a una coalición contra el imperio asirio.
El rey Ajaz, desoyendo la recomendación del profeta Isaías y la ayuda tendida por
Yahvé, que le dice: «Cuida de estar tranquilo, no temas ni desmaye tu corazón» (v. 4),
presta vasallaje a Asiria y, con ella, combate contra Siria e Israel. A Ajaz se le pide fe

126
para reinar indefinidamente, buscando la ayuda solamente en Yahvé. Ante la continuada
e indecisa actitud del monarca, el profeta interviene de nuevo y le suplica que le pida un
signo de Yahvé. Ajaz se niega, indicando con ello que su mente estaba cerrada para
tomar la decisión aconsejada. Yahvé, a través de Isaías, le dice: «Pues bien, Adonai
mismo os dará una señal: He aquí que la doncella concebirá y parirá un hijo, a quien
denominará con el nombre de Emmanuel. Leche cuajada y miel comerá hasta que sepa
rechazar lo malo y elegir lo bueno. Pues antes de que el niño sepa rechazar el mal y
elegir el bien será abandonado el país por el que sientes horror a causa de sus dos reyes.
Yahvé hará venir sobre ti y sobre tu pueblo y sobre la casa de tu padre días tales cual
nunca han venido desde los días en que Efraín se separó de Judá, a [saber] el rey de
Asiria» (Is 7,14-17). El signo es la confirmación del futuro, anunciado por el profeta. La
doncella, h'ml.[; almah, término entendido en la tradición cristiana como parqe,noj o
virgo y aplicado a María, se puede interpretar de varias formas, pero lo más probable es
que aluda a una esposa de Ajaz, cuyo niño prometido garantizaría el futuro de la dinastía
de David [11] . Por esa razón se le llamará Emmanuel. El niño comerá leche y miel –lo
propio de una tierra devastada– desarrollará una vida en conformidad con Yahvé (la
antítesis del rey Ajaz) y discernirá entre el bien y el mal. Siria e Israel serían destruidos.
El Emmanuel, signo de la presencia de Yahvé en su pueblo en la persona del rey
davídico, se nos dice en otro pasaje de Isaías que «se llamará Consejero maravilloso, el
Fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz... y se sentará sobre el trono de David y sobre
su reino» (Is 9,5-6). Aunque es probable que la expresión «un niño nos ha nacido» (Is
9,5) haga referencia al futuro rey Ezequías, las expectativas del profeta son mucho más
amplias y tienen connotaciones de futuro, que anuncian la paz, característica de las
cualidades del rey, de las promesas de Yahvé a la dinastía davídica y de la justicia sobre
la que se asienta el trono de David.
En otro pasaje, el profeta Isaías eleva sus expectativas a un futuro más claro y
remoto (Is 11,1ss). El monarca ideal está marcado por las cualidades carismáticas que le
vienen del Espíritu de Yahvé: sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza,
espíritu de conocimiento y de temor de Dios (Is 11,2). Y, con estas cualidades, traerá la
paz universal, que implica la carencia de injusticia en el reino y la victoria sobre el
enemigo exterior. Todo deriva del «conocimiento de Yahvé», que llenará a todo el país.
El pasaje, considerado por muchos especialistas como añadido exílico, es bellísimo, y

127
dice así: «Ahora bien, saldrá un brote del tocón de Jesé y un vástago de sus raíces
germinará. Sobre él se posará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor de Yahvé, y le
alentará en el temor de Yahvé. No juzgará por lo que vean sus ojos ni fallará según lo
que oigan sus oídos, sino que juzgará con justicia a los pobres y fallará con rectitud
respecto a los humildes del país; y golpeará al tirano con la vara de su boca y con el
soplo de sus labios hará morir al impío. Y será la justicia el ceñidor de sus lomos y la
verdad el cinturón de sus caderas. Entonces morará el lobo con el cordero, y el leopardo
con el cabrito se echará; y el ternero y el leoncillo pacerán juntos y un muchachuelo
podrá conducirlos. Vaca y oso pastarán; juntos se tumbarán sus cachorros, y el león,
como una res vacuna, comerá paja. Entonces el niño de pecho jugará junto al agujero del
áspid, y hacia la caverna del basilisco extenderá su mano el destetado. Pues no obrarán
mal ni causarán daño en toda mi Montaña Santa; porque lleno estará el país del
conocimiento de Yahvé como las aguas cubren el mar» (Is 11,1-9).
Estas afirmaciones dan pie a R. E. Brown para decir que «estas dos ideas, la
restauración de la dinastía de David y el alcance religioso y universal de la salvación de la
que es instrumento la dinastía de David, probablemente aparecen aquí combinadas por
primera vez en el antiguo testamento» [12] .
El profeta Amós, cuya actividad profética se desarrolla en los reinados de Ozías de
Judá y Jeroboán II de Israel (s. VIII a.C.), ganadero de profesión, profetizó en Betel, un
centro de culto importante del reino del Norte. En el capítulo noveno de su libro, hace
referencia a la restauración de todo el pueblo de Israel. Habla en términos de salvación y
liberación, utilizando expresiones como llegarán días en que «el arador se encontrará con
el segador», «el que pisa la uva con quien esparce la semilla» y «las montañas destilarán
mosto» (Am 9,13). El contenido del capítulo tiene evidentes connotaciones históricas,
pero deja entrever un mesianismo escatológico, que comporta la intervención de Yahvé
y, con ella, la salvación de todos los pueblos.
El profeta Miqueas procede, como Amós, del ambiente campesino y es
contemporáneo de Isaías. Crítico y duro con las diferencias entre ricos y pobres, e
inclinado a la misericordia con los campesinos explotados, predice un tiempo nuevo, en el
que se afianzan la dinastía y los valores davídicos. De Belén Efrata, la ciudad de Jesé y
de su hijo David, saldrá el que ha de ser «dominador en Israel» (Miq 5,1). Él pastoreará,

128
con la potestad de Yahvé, al pueblo, será grande hasta los confines de la tierra y él
mismo será la Paz (Miq 5,4). El mesías que viene de Belén garantizará la victoria sobre
el imperio asirio y entonces se consolidará con poder «el resto de Jacob en medio de
pueblos numerosos, como rocío procedente de Yahvé, cual lluvia sobre la hierba» (Miq
5,6).
El profeta Jeremías, que vivió uno de los periodos más turbadores de la historia del
Próximo Oriente antiguo, con la caída del imperio asirio, el nacimiento poderoso de
Babilonia y el caos del reino de Judá, predijo un tiempo en el que, en boca de Yahvé,
«suscitaré a David un vástago legítimo, y reinará como rey y obrará sabiamente, y
ejercitará derecho y justicia en la tierra. En sus días será salvada Judá e Israel habitará en
seguridad, y este será el nombre con que se le llamará: “Yahvé nuestra justicia”» (Jer
23,5-6). La mención de un mesías, que obra sabiamente, ejercita el derecho y salva a
todo el pueblo de Israel, es evidente. La disparidad de opinión comienza al determinar el
tiempo en que se ejerce este mesianismo. Unos autores se inclinan por un mesianismo
regio, vinculado a la historia del pueblo judío, y otros lo entienden en sentido futuro
escatológico.
El profeta Ezequiel de familia sacerdotal y uno de los deportados a Babilonia, dirige
un mensaje a los exiliados, preocupado por la suerte de su patria y de la ciudad de
Jerusalén. Bajo la alegoría del buen pastor, anuncia la restauración de Judá con estas
palabras: «Luego suscitaré sobre ellas (las ovejas) un solo pastor que las apaciente, mi
siervo David: él las apacentará y les servirá de pastor. Entonces yo, Yahvé, seré su Dios,
y mi siervo David será príncipe en medio de ellas. Yo, Yahvé, he hablado» (Ez 34,23-
24). David permanecerá en un rey de su dinastía, pero su función real se plasma aquí, no
en términos de poder y gobierno, ni de salvación, sino bajo la forma de pastoreo y
custodia (Ez 37,24).

129
3.7. El exilio en Babilonia
El reino del Norte (Israel) fue asediado por Salmanasar y su sucesor, Sargón, llevó en
cautividad a sus habitantes a Asiria. Los vestigios dejados en la historia son escasos, si
excluimos su culto a la idolatría. Algo diametralmente opuesto ocurre con el reino de
Judá en su cautiverio en Babilonia. Su destierro duró medio siglo (587-537 a.C.). Los
judíos deportados pertenecían a las clases altas de la sociedad, que vivían en las
ciudades. Aunque se vieron obligados a trabajos forzados en la construcción de canales y
ciudades, muchos de ellos vivieron juntos en colonias e incluso ocuparon tierras en
propiedad y ejercieron cargos importantes en la administración. En tal sentido, habla la
Biblia –los libros de Ester y Daniel– de la prosperidad del pueblo judío en Babilonia, que
explica, a la par, el hecho de que algunos exiliados permaneciesen allí para siempre,
aunque se sintiesen obligados por su patriotismo a la reconstrucción del Templo de
Jerusalén. Ellos continuaron practicando el culto a Yahvé, vigorizado por las reformas de
Ezequías y de Josías, e impulsado por la predicación de grandes profetas como Isaías,
Miqueas y Jeremías. La presencia en el destierro de otro gran profeta, Ezequiel, les
mantuvo firmes en la fe de Yahvé y en la esperanza de su poder. Sus profecías, en
efecto, se orientaron hacia la fidelidad de Yahvé y la confianza de su pueblo, abierto –
casi por necesidad– a una esperanza futura. Es más, los sufrimientos en el exilio,
considerados como castigo a sus infidelidades, fueron causa de un resurgimiento
religioso, que trazaba un futuro ideal, cimentado en la estricta observancia de la Torá. En
su preparación para el regreso a su patria, jugaron un papel importante los escribas
(aparecen por primera vez aquí), dedicados al estudio y enseñanza de la ley y la
observancia de preceptos tan importantes como la circuncisión y el sábado.

130
3.8. La restauración en la época persa
La hegemonía del imperio persa y la caída de Babilonia cambiaron radicalmente el
ambiente político en todo el Mediterráneo oriental y especialmente la historia del pueblo
de Israel. A diferencia de los asirios, que deportaban a los vencidos, y de los babilonios,
que destruían el sistema político y religioso de sus enemigos, los persas intentaron
mantener la unidad de su vasto imperio respetando las identidades nacionales de sus
súbditos, en el caso de Israel, la religión de Yahvé.
En el año 538 a.C., el rey persa, Ciro el Grande, conquistó Babilonia y destruyó su
imperio. Él, fundador del imperio persa, el mayor conocido hasta ese momento, fue el
ejecutor de los designios misericordiosos de Yahvé sobre el pueblo de Israel. En sintonía
con su política de respeto a las religiones existentes en su imperio, Ciro autorizó el
regreso de los judíos exiliados a Judá, permitiéndoles reedificar el Templo y adorar a su
Dios (Esd 1,1-4). Otro tanto hicieron Darío I, Artajerjes I y Artajerjes II, según consta
en los libros de Esdras y Nehemías y en el rescripto de Darío II sobre la Pascua (Papiro
de Elefantina).
La vuelta de Babilonia a los territorios de Judá y Benjamín, inaugurada en la
primavera del año 537 a.C., la iniciaron miles de judíos, de diversos clanes y familias,
con esclavos, camellos, caballos y asnos, y fue conducida por Zorobabel, representante
del monarca persa, y el sumo sacerdote Josué. El retorno no resultó fácil. Los nuevos
habitantes del territorio tuvieron que levantar sus hogares y aposentos, arruinados u
ocupados por extraños, comenzar la penosa reconstrucción del Templo, iniciar sus ritos y
defender su fe en Yahvé, enfrentándose a la hostilidad de sus vecinos, especialmente los
samaritanos, que se convertirían en enemigos irreconciliables.
El celo religioso de los exilados, expuesto a dificultades de todo tipo, se vio
impulsado por el profeta Ageo, en el reinado de Darío I. Recriminó la suntuosidad de las
mansiones de muchos jerosolimitanos, a diferencia del abandono de las obras del Templo
(Ag 1,4) y vislumbró un segundo Templo, más famoso que el primero, por la futura
presencia del Mesías y los presentes que lo embellecerían: «conmoveré, pues, a todas las
naciones, y afluirán las cosas más preciadas de todas las naciones, y henchiré de gloria
esta Casa, dice Yahvé Sebaot. Mía es la plata, mío el oro –oráculo de Yahvé Sebaot.
Mayor será la gloria postrera de esta Casa que la primera, dice Yahvé Sebaot, y en este

131
lugar daré la paz –oráculo de Yahvé Sebaot» (Ag 2,7-9). La predicación de otro profeta,
Zacarías, estuvo orientada en el mismo sentido, es decir, a la reconstrucción del Templo,
cuyo esplendor no dependería de fuerzas y obras humanas, sino de la intervención del
Espíritu de Yahvé (Zac 4,6).
Las obras de reconstrucción del Templo, tras no pocas dificultades políticas y
económicas que las entorpecieron, incluso paralizaron temporalmente, finalizaron en la
primavera del año 515 a.C., fecha en la que se celebró la Pascua por primera vez
después de la vuelta de Babilonia.
En la ciudad de Jerusalén se reedificaron los muros, en tiempos de los monarcas
persas Jerjes y Artajerjes I. Este último, interpretando la reedificación como una
amenaza militar, suspendió las obras y ordenó demoler lo construido. Un judío seglar,
Nehemías, copero de Artajerjes I en la corte persa, nacido en el exilio y temeroso del
Dios de Israel, informado de lo que sucedía en Jerusalén, incluso de los abusos religiosos
y morales, y con el permiso de las autoridades del gobierno, marchó a Judá, y allí, tras
haber conseguido el nombramiento de gobernador de Judá y luchando contra la oposición
de hombres tan poderosos como Sanballat, gobernador de la provincia de Samaría, y
Tobías, gobernador de la provincia de Amón, expuso sus planes para la edificación de los
muros que, en menos de dos meses, estuvieron levantados. Nehemías emprendió,
además, la repoblación de Jerusalén, ensanchada por el lado Norte, luchó contra las
desigualdades económicas provocadas por la avaricia de los poderosos, castigando la
usura y condonando las deudas de la gente más pobre y así reduciendo el intenso
desorden social y promovió la reforma religiosa, expulsando del Templo a ocupantes
indignos, como Tobías, prohibiendo en él la actividad comercial en el día del sábado,
recriminando el matrimonio de judíos con extranjeros, restableciendo los ministerios de
sacerdotes y levitas, que implicaba la renovación de la alianza con Yahvé (Neh 13,4-31).
La alianza estuvo precedida por la lectura y explicación de la Torá, encargadas a Esdras,
un joven sacerdote y escriba. La Biblia dice así: «Esdras abrió el Libro a la vista de todo
el pueblo, pues él estaba más elevado que toda la gente, y cuando lo abrió, el pueblo
entero se puso de pie. Esdras bendijo a Yahvé, el Dios grande, y respondió todo el
pueblo, alzando sus manos: “Amén, amén”. Luego se inclinaron y prosternaron ante
Yahvé, rostro en tierra» (Neh 8,5-6).

132
Esta solemne promulgación de la Ley, ante el pueblo que, «como un solo hombre»,
se había congregado en la plaza, delante de la Puerta del Agua (Neh 8,1), se convirtió en
marco constitucional religioso y civil del pueblo judío, aprobado por la autoridad
soberana del imperio persa.

133
3.9. La época helenística
Filipo II, rey de Macedonia, aprovechándose de las debilidades y rivalidades internas de
los pequeños estados de Grecia, logró la unidad de los griegos y en el año 338 a.C. se
proclamó soberano de toda Grecia. Su hijo y sucesor, Alejandro Magno, asumió el
proyecto de su padre de conquistar el imperio persa.
En el año 334 a.C., Alejandro Magno derrotó al ejército de Darío III en Isos. Desde
allí se dirigió hacia Damasco, Fenicia y Palestina, llegando hasta Egipto, donde, en el año
331 a.C., fundó la famosa ciudad de Alejandría. Con esta conquista se inicia una nueva
época, en la que se mezclan las culturas de Oriente y de Grecia, dando lugar al fenómeno
cultural que conocemos con el nombre de «helenismo». Este fenómeno se propagará a
través de las ciudades, tanto de nueva fundación, como de las existentes con
anterioridad.
En el año 331 a.C., Alejandro Magno derrotó al imperio persa, en el que estaba
incluido Israel. Es probable que Jerusalén no fuera atacada por el rey macedonio, bien
por la benevolencia y tolerancia que le caracterizaba hacia los pueblos dominados o por
las noticias que le habían llegado del pueblo judío, respecto a su lealtad y fidelidad (cf.
Dan 11,3-4).
En el año 323 a.C., moría Alejandro Magno, dejando un grave problema sucesorio
en el imperio y una lucha abierta por el poder. Después de las guerras de los Diadocos
(en las que intervinieron fuerzas de los sucesores de Alejandro, entre los años 323-281
a.C.), en el reparto de su imperio Palestina fue adjudicada a Egipto y obligada a pagar
tributos a los Ptolomeos, aunque sin ser perturbada en sus formas de vida religiosas y
sociales. De hecho, el pueblo judío contribuyó de forma extraordinaria al esplendor de la
nueva capital de Alejandría, convertida en el corazón del helenismo judío. A mediados
del siglo III a.C., comenzó la traducción de los libros sagrados al griego.
La situación cambió drásticamente cuando Antíoco III el Grande, rey del imperio
seléucida (223-187 a.C.), derrotó a los egipcios en la batalla de Baniyás. Los seléucidas,
que gobernaron en Siria desde el año 312 a.C., se adueñaron de Palestina, con la
renuencia de todo el pueblo judío. En este ambiente de disgusto y desesperación, llegó al
trono Antíoco IV Epífanes (175-163 a.C.), helenizante fanático y hostil a las tradiciones
y prácticas del judaísmo. Fascinado por el esplendor de Roma, donde había vivido,
pretendió imponer en los territorios de su imperio la unidad y grandeza de esta,

134
impulsando vehementemente la helenización, incluso en Judea. Sus hechos –
nombramientos de sumos sacerdotes entre sus amigos, saqueo y profanación del Templo,
erección de estatuas de dioses paganos, abolición de los preceptos de la circuncisión y el
sábado y persecución religiosa– demostraron fehacientemente su idea de la
incompatibilidad entre el helenismo y la religión judía. Pese a todo, la población
campesina mantuvo la fidelidad a su Dios.
La insurrección contra esta execrable tiranía fue iniciada por los hermanos
Macabeos, nombre que reciben de Judas Macabeo, el primer jefe, hijos de Matatías, de
estirpe sacerdotal (1 Mac 2,1-5). La fuerza de su rebelión contra el imperio sirio radica
en su fe y su pasión por la nobleza de su causa.
El padre de la insurrección, Matatías, murió poco después de haber comenzado
esta. Sus hijos, Judas, Jonatán y Simón llevarían a cabo tan justa y digna causa. Judas,
tras conseguir una tregua con el ejército sirio de Antíoco Epífanes, purificó el Templo y
fortificó el recinto sagrado. Derrotado por el ejército de Lisias, regente de Antíoco
Epífanes, fue asediado en el recinto del Templo, librándose de la muerte por unos
disturbios en Antioquía que reclamaron la presencia urgente de Lisias y, en consecuencia,
se retornó a la situación de tregua vivida anteriormente. Años más tarde (160 a.C.),
Demetrio I, habiendo dado muerte a Lisias y a Antíoco, venció al caudillo judío y le
mató.
El sucesor de Judas fue su hermano Jonatán, encargado de dirigir la lucha de los
Macabeos contra los enemigos de Israel. En un principio, se limitó a una guerra de
guerrillas contra el enemigo sirio. Pero, cuando, en el año 153 a.C., rivalizaron por el
poder Demetrio I, rey de Siria, y Alejandro Balas (quien reclamaba ser hijo de Antíoco
IV), Jonatán se puso al lado de Balas, quien le nombró sumo sacerdote, ejerciendo como
tal en la fiesta de los tabernáculos (1Mac 10,21), y en el transcurso de su boda con
Cleopatra, hija de Ptolomeo Filometor, lo hizo «estratega», con rango ligeramente
inferior al del rey. Jugó con gran habilidad y provecho durante el periodo de luchas al
trono de Siria entre Demetrio II Nicátor, hijo de Demetrio I Sóter, y Antíoco VI, hijo de
Balas, obteniendo inmensos beneficios territoriales –incluso fuera del territorio judío–
ciudades fortificadas e importantes sumas de dinero (1Mac 11,59; 12,31-38). Fue
ejecutado, en el año 143 a.C., tras una emboscada en Tolemaida. Pese a sus numerosos

135
éxitos políticos y económicos, no consiguió liberar la ciudad de Jerusalén, tarea que
correspondería a su hermano y sucesor, Simón.
Simón, el último de los hermanos, se alió con Demetrio II, al proclamarse rey
Trifón. Con él comenzó una nueva era de independencia por las numerosas concesiones
que le otorgó Demetrio II. Fortificó Jerusalén, bloqueó la amenaza siria de Acra, que
acabó rindiéndose, se constituyó sumo sacerdote, confirmado por el pueblo, obtuvo el
reconocimiento diplomático de Roma, y fue aceptado por todos como general y etnarca
del pueblo judío. Desde entonces, se mantuvo independiente hasta su muerte, en el año
134 a.C., cuando fue asesinado en un banquete. Juan Hircano, el tercero y último hijo de
Simón, que fue avisado de las intenciones de sus enemigos, se constituyó en etnarca y
sumo sacerdote de Judea, de la familia de los asmoneos, gobernando desde el año 134
a.C. hasta el 104 a.C.
La era de los Macabeos terminó el año 63 a.C., cuando el general romano Pompeyo
llegó a Siria. Jerusalén fue conquistada, saqueada y profanada. A partir de este momento,
Roma dominó el territorio y el pueblo judío dejó de ser completamente independiente.
La historia posterior está recogida en el capítulo IV: «El contexto de la vida de
Jesús», y a él me remito.
Desde el periodo del exilio hasta el final de la era de los Macabeos, cuando Roma
comienza el dominio sobre el pueblo judío, se produce una diferencia importante en la
concepción mesiánica, tanto en los escritos tardíos del Antiguo Testamento, como en los
intertestamentarios. Me refiero al cambio entre un «mesianismo davídico» y otro, más
orientado hacia un futuro indefinido, carente de institución monárquica. Resultaba ya
inconcebible la idea de un «mesías» que se fundase en la rehabilitación de la línea de
David. El pueblo de Israel orientaba sus expectativas hacia un futuro indefinido, que
esperaría la intervención última y definitiva de Dios para su liberación. En este sentido, y
pese a que nombres de «mesías» aparezcan tanto en los escritos del Nuevo Testamento
como en la literatura profana, solamente en esta etapa podemos hablar estrictamente de
«Mesías», con carácter indefinido, aunque sus rasgos difícilmente puedan ser
identificados con el Jesús de Nazaret de los evangelios canónicos.
El profeta Zacarías, contemporáneo de Ageo, regresado del exilio junto con
Zorobabel, evoca la figura de un rey singular; «¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; grita
jubilosa, oh hija de Jerusalén! He aquí que tu rey viene a ti; es justo y victorioso,

136
humilde y montado sobre un asno, sobre un pollino, cría de asnas» (Zac 9,9). El rey
descrito aquí es un rey terrenal con proyección de futuro; justo porque cumple la
voluntad de Dios y que no salva, sino que es salvado por Dios; montado en un asno,
como signo de paz (y no de humildad). Y, también, su gobierno pacífico se extenderá a
todo el mundo (Zac 9,10).
Junto a esta versión mesiánica, aparece otra en los conocidos Salmos de Salomón,
obra apócrifa del siglo I d.C., en la que se incluyen características espirituales y políticas
por igual en la descripción del mesías. Me fijo en dos de estos salmos.
En el titulado «Salmo de Salomón, con canto. Para el Rey» se dice, entre otras
cosas: «Tú, Señor, escogiste a David como rey sobre Israel; tú le hiciste juramento sobre
su posteridad, de que nunca dejaría de existir ante ti su casa real. Por nuestras
transgresiones se alzaron contra nosotros los pecadores; aquellos a quienes nada
prometiste nos asaltaron y expulsaron, nos despojaron por la fuerza y no glorificaron tu
honroso Nombre. Dispusieron su casa real con fausto cual corresponde a su excelencia,
dejaron desierto el trono de David con la soberbia de cambiarlo. Pero tú, oh Dios, los
derribas y borras su posteridad de la tierra, suscitando contra ellos un extraño a nuestra
raza» (SalSl 17,4-7). Y, en otro lugar del mismo, se afirma: «Él será sobre ellos un rey
justo, instruido por Dios; no existe injusticia durante su reinado sobre ellos, porque todos
son santos y su rey es el ungido del Señor» (SalSl 17,32).
En otro salmo, titulado «Salmo de Salomón. De nuevo sobre el Ungido del Señor»,
se dice: «Felices los que nazcan en aquellos días, para contemplar los bienes que el Señor
procurará a la generación futura, bajo la férula correctora del ungido del Señor, en la
fidelidad a su Dios; con la sabiduría, la justicia y la fuerza del Espíritu» (SalSl 18,6-7)
[13] .

Sobre el mesianismo de la comunidad de Qumrán existen muchos estudios


especializados, con dificultades aún por resolver. Realmente, es una cuestión compleja y
abierta a la interpretación. Como se sabe, esta comunidad, que vivía su existencia en el
contexto escatológico que le proporcionaba la rica historia de Israel en tal sentido, tenía
un «Maestro de Justicia» que, sin ser calificado como mesías, ni reivindicar ningún título,
era concebido como salvador de Israel. La muerte del «Maestro» y la incorporación de
numerosos fariseos a la secta facilitaron las ansias mesiánicas, abriendo en la comunidad
un tiempo indefinido de espera. Se esperaba, como dice algún manuscrito, «la venida de

137
un profeta y de los Mesías de Aarón e Israel» (1 QS 9-11). Es altamente probable que la
figura del «profeta» se refiera a Moisés o a Elías y los dos Mesías, el Mesías de Aarón al
sumo sacerdote ungido y el Mesías de Israel al rey davídico, ungido, por supuesto.
Tendríamos por tanto un mesías sacerdotal y un mesías del tronco de David. Es lógico
pensar que, como dice R. Brown, «puede haber habido una amalgama de Mesías en una
sola figura compuesta con otros personajes salvadores, por ejemplo con el Hijo del
hombre» [14] .
La figura mesiánica, que ha podido ser percibida a lo largo de la historia de Israel,
ha estado impregnada con tintes nacionalistas y espirituales. Así lo concibieron los
contemporáneos de Jesús de Nazaret. Los escritos del Nuevo Testamento, iluminados
por la resurrección de Jesús, hablarán del Ungido del Señor, del Cristo, cuyo reino no es
de este mundo y está, además, orientado indefectiblemente a un futuro de salvación y
liberación para todos los pueblos.

138
3.10. Conclusión
La historia de Israel, cuya comprensión resulta extremadamente difícil con criterios
meramente críticos de la ciencia histórica moderna, es realmente singular y apasionante.
Desde sus comienzos hasta el final se descubre en ella la intervención de Yahvé,
manifestada en múltiples y diversos acontecimientos, para liberar a un pueblo –su
pueblo– de los enemigos e infundir en él la esperanza, no exclusivamente personal y
material, sino también colectiva y espiritual, a través de quien sería considerado por
todos el Mesías de Dios.
La esperanza mesiánica se simboliza, si bien con tonalidades e intensidad diferentes,
en la vocación de Abrahán, en el seguimiento de los patriarcas, en la promisión de la
tierra de Canaán, en la protección del pueblo judío contra los abusos de los faraones
egipcios, en la iluminadora y penosa a la par peregrinación por el desierto y en la ayuda
divina en la conquista de la tierra prometida. También los jueces de Israel fueron
liberadores y salvadores y la institución monárquica marcó la línea de la que surgiría el
futuro Mesías; en ella se encuadran también las grandes reformas religiosas, la
purificación del templo y la celebración de importantes ritos sagrados. Los grandes
profetas, con su voz autorizada y su ejemplo incontestable, pregonan siempre esperanza
y vislumbran bienes futuros no solo para Israel, sino para toda la humanidad.
Algo distinto de la esperanza son los contenidos de la misma y el tiempo y forma de
su realización. En este campo el «mesianismo» de Israel ofrece múltiples
interpretaciones. En todo caso, en la historia de Israel cabe siempre la figura de un
Mesías, que establecería un reino espiritual, cuyos valores transformarían los ideales del
pueblo judío y constituiría además, aunque esto se afirme con menor insistencia, la
salvación para todos los pueblos de la tierra.

[1] S. HERMANN, Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2003). J.
SOGGIN ALBERTO , Nueva Historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999). R. M. BOGAERT – M. DELCOR – E.
LIPINSKI et al., Diccionario enciclopédico de la Biblia (Barcelona: Herder, 1993). F. KOGLER – R. EGGER -WENZEL –
M. ERNST , Diccionario de la Biblia (Bilbao–Santander: Mensajero–Sal Terrae, 2012). A. G. WRIGHT – R. E.
MURPHY – J. A. FIT ZMEYER , Historia de Israel, en (R. E. BROWN – J. A. FIT ZMEYER – R. E MURPHY [eds.]) Nuevo
Comentario Bíblico San Jerónimo (Estella: Verbo Divino, 2004), 946-973. E. POWER , «Historia de Israel (hasta
130 a.C.)», en B. ORCHARD – E. F. SUT CLIFFE – R. C. FULLER – R. RUSSELL, Verbum Dei. Comentario a la
Sagrada Escritura I (Barcelona: Herder, 1956), 207-237. T. CORBISHLEY, «Historia de Israel (130 a.C.- 70 d.C.)»,
en B. ORCHARD – E. P. SUT CLIFFE – R. C. FULLER – R. RUSSELL, op. cit., 240-253. R. E. BROWN, Introducción a la
Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 173-180. G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret

139
(Salamanca: Sígueme, 2002), 27-35. T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao:
Mensajero, 2006), 69-87. R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San
Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 1070-1077. J. L. SICRE, Introducción al Antiguo
Testamento (Estella: Verbo Divino, 2000). R. KESSLER , Historia social del Antiguo Israel (Salamanca: Sígueme,
2013). J. BRIGHT , La historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970). L. MÁLEK – C. ZESAT I – C. J UNCO –
R. DUART E, El Mundo del Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2012). M. NOT H, Historia de Israel
(Barcelona: Garriga, 1966). R. DE VAUX, Historia Antigua de Israel (Madrid: Cristiandad, 1975).
[2] Cf. P-M. BOGAERT – M. DELCOR – E. LIPINSKI et al., Diccionario enciclopédico de la Biblia (Barcelona:
Herder, 1993), 267-268. Se afirma que la conquista de Canaán es una de las cuestiones históricas más discutidas.
Se invocan diferentes teorías: a) la de la infiltración pacífica, lenta y en un periodo largo; b) la de una conquista
propiamente dicha; c) la que habla de una revuelta de campesinos contra la opresión de las ciudades-estado
cananeas; y d) la que se inclina no por una, sino por múltiples entradas de los israelitas en Canaán.
[3] El relato bíblico de la conquista es esquemático y fuertemente idealizado, centrado exclusivamente en la
figura de Josué. Más que historia, parecen describirse hechos, percibidos por la fe en la promesa de la nueva
tierra.
[4] Una ostentosa fortificación en la ciudad de Jerusalén, situada probablemente en su extremo norte.
[5] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 173.
[6] A. F. CAMPBELL – J. W. FLANAGAN, en Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Antiguo Testamento
(Estella: Verbo Divino, 2005), 224-226.
[7] Los Salmos reales son aquellos que, en su temática: lamentaciones, alabanza, etc. tienen al rey como
sujeto o como objeto. Continúa siendo una cuestión debatida tanto su número como la fecha de su composición.
En cualquier caso, son admitidos como tales los salmos 2; 18; 21; 45; 72; 101; 110; 144, 1-11.
[8] Estimo que no es necesario un desarrollo más pormenorizado de la historia del reino del Norte porque,
según los historiadores y biblistas, no se perciben en este periodo signos que orienten a una esperanza mesiánica
del pueblo de Israel, el tema que quiero dilucidar. Me centraré, por tanto, en el estudio del reino de Judá,
sumamente rico e indicativo en lo referente a los contenidos de este apartado.
[9] Nota: Massebá significa piedra conmemorativa/sagrada, y Aserá, diosa de la vegetación, venerada en
todo el ámbito fenicio-cananeo; el término en plural hace referencia a la existencia de ciertos lugares de culto de
esta diosa.
[10] Una versión distinta se ofrece en 2 Cr 35, 20-25.
[11] Almah (joven, doncella) no se utiliza técnicamente para designar a una «virgen», que en hebreo se dice
betûlâh.
[12] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 176.
[13] A. DÍEZ MACHO (ed.), Apócrifos del Antiguo Testamento III (Madrid: Cristiandad, 1982), 49-57.
[14] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 179.

140
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141
CAPÍTULO 4:
El contexto de la vida de Jesús

142
4.1. La figura de Jesús de Nazaret: una semblanza
Relatar una semblanza de la vida de Jesús de Nazaret no resulta tarea fácil. Las fuentes
son escasas, de índole muy diversa y en ocasiones aparentemente irreconciliables, tanto
en el campo de la investigación histórica como en el de la exégesis bíblica y la teología.
No obstante la seriedad de estas dificultades, es posible señalar unos trazos generales que
nos orienten, apenas sin discusión de ningún tipo, en el conocimiento de su figura y
actividad histórica.
Nació en Palestina, una región alejada, compleja y conflictiva del poderoso imperio
romano, que había sometido estas tierras en el año 63 a.C., una vez que el general
Pompeyo conquistara la ciudad de Jerusalén y pusiera fin al reinado de la dinastía
asmonea [1] .
El nacimiento de Jesús tuvo lugar en el reinado del emperador romano Augusto,
poco tiempo antes (de uno a tres años) de la muerte del rey Herodes el Grande, que
ocurrió en el año 4 a.C. [2]
Su nombre, Jesús ([:wvy [Yeshuá], en hebreo) [3] , significa y realiza a la vez la
salvación de Dios, comprometida desde antiguo con el pueblo elegido de Israel, y
ampliada desde ahora a todas las gentes.
Pese a evidentes complicaciones históricas y salvando rigurosas exigencias
hermenéuticas y exegéticas, la figura de Jesús de Nazaret se vislumbra prefigurada en el
Antiguo Testamento, anunciando liberación y salvación para el pueblo de Israel en
tiempos históricos y en el futuro escatológico. Dicha liberación se haría realidad gozosa
para todos los pueblos. La tradición mesiánica, que hunde sus raíces en la monarquía del
pueblo de Dios una vez que este deja atrás su vida nómada, hace referencia no solo a un
rey temporal, sino que alude a una alianza de Yahvé con Israel, realizada en plenitud en
un futuro rey «ungido» (xyvm [mâssiah, en hebreo]; cristoj [cristos], en griego; mesías,
en español). El oráculo del profeta Natán así lo deja entrever en el relato del libro de
Samuel (2 Sm 7,1-16), y de esta manera lo confirma la teología oficial del reino sureño
de Judá (Sal 2,7; 89,20-38; 132,11-12; 1 Cr 17,4-14). Los profetas hablan asimismo de
diferentes formas de la salvación de Dios a su pueblo en el futuro, y esto desde el siglo
VIII a.C. hasta después del exilio en el siglo VI a.C. Las palabras de los profetas recogen
ejemplarmente las imágenes de una tradición a la que daría vida la persona de Jesús de
Nazaret.

143
La imagen del «ungido», alguien que liberaría a Israel de sus enemigos con plena
justicia y equidad, aparece frecuentemente en el discurso de los profetas. Así lo apuntan
Miqueas (Miq 5,1-5), Amós (Am 9,11ss), Isaías (Is 11,1-9), Jeremías (Jer 23,5),
Zacarías (Zac 9,9) y Ezequiel (Ez 37,24).
La expresión «el día de Yahvé», con connotaciones de juicio severísimo a Israel y a
otras naciones y con dimensiones rigurosamente escatológicas, se encuentra en la
tradición profética, tanto antes como después del exilio. Así se observa, por ejemplo, en
Isaías (Is 2,11) y en Joel (Jl 4,14). También se esboza la misteriosa figura del «siervo de
Yahvé». Unas veces tiene carácter de colectividad, otras es una figura individual que,
cargando sobre sí los pecados del pueblo y sufriendo por ellos, librará a Israel y llevará la
salvación a los confines del mundo (Is 42,1-4; 50,4-9; 52,13-53,12).
Otra tradición, la sapiencial o de la sabiduría, aparece en Israel en el periodo
posexílico. Hace referencia a la vida del individuo, centrada en Yahvé, a la vez que
supone una meditación sobre la sabiduría divina. La sabiduría (sofi,a, en griego) procede
de Dios (Eclo 24,3), es imagen suya (Sab 7,25-26) y está presente en la creación (Eclo
1,4; Sab 7,22). El justo en su sufrimiento, víctima de las maquinaciones de los malvados
(Sab 2,12-24), se considera «hijo del Señor» (Sab 2,13) que entiende su vida más allá de
la muerte por considerarse imagen de su creador (Sab 2,23-24).
La tradición apocalíptica –significativamente envuelta en un lenguaje simbólico o
alegórico– se mezcla profusamente en la vida de Jesús de Nazaret. El libro de Daniel,
plagado en la segunda mitad de escabrosas visiones apocalípticas, presenta entre ellas una
figura humana, «el hijo del hombre», que el profeta describe de esta manera: «Y he aquí
que en las nubes del cielo venía como un hombre, y llegó hasta el anciano y fue llevado
ante él. Y se le concedió señorío, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y
lenguas le sirvieron; su señorío es un señorío eterno que no pasará, y su imperio no ha de
ser destruido» (Dan 7,13-14).
Algo similar sucede con escritos judíos no canónicos de composición tardía (4
Esdras, llamado también 2 Esdras), aunque la identificación de figuras «de hijo de
hombre» con Jesús pueda ser atribuida con bastante grado de probabilidad a la primitiva
comunidad cristiana.
Volviendo a los escritos del Nuevo Testamento, existen muchas cosas acerca de la
vida de Jesús que aglutinan un amplio consenso entre los historiadores y los biblistas y

144
teólogos. Las diferencias más significativas giran en torno a la contextualización y a la
interpretación de su vida y su mensaje, singularmente en aquellos temas que constituyen
el núcleo de su discurso. Siempre, en cualquier caso, al tratar de acercarnos a la figura de
Jesús, surgen incertidumbres, acordes con la misteriosa profundidad de su enseñanza y la
extraordinaria singularidad de su persona.
Vivió los años de su infancia y juventud –oscuros desde el punto de vista histórico–
en Nazaret, una pequeña aldea en las montañas de la baja Galilea, a 23 kilómetros al
oeste del lago de Tiberíades, semipagana y apenas conocida y, ciertamente, apartada de
las grandes rutas que marcaban la civilización de aquel tiempo. Los destinos de esta
región durante la vida de Jesús estuvieron dirigidos por Herodes el Grande (justo en los
comienzos) y Herodes Antipas, uno de sus herederos.
Sus padres fueron José y María, una de tantas familias judías, estrechamente
vinculadas al culto del templo de Jerusalén y a la observancia legal del judaísmo. Los
evangelios mencionan también a sus hermanos (Mc 6,3, recuérdese que, según la
tradición semítica, el término «hermano» es un concepto amplio que abarca también a
primos hermanos/as) y a otros familiares que, inicialmente reacios a sus enseñanzas (Mc
3,21), formaron parte de la primitiva comunidad misionera (Hch 1,14). Vivió célibe,
orientando su genuina religiosidad a la enseñanza de hombres y mujeres de aldeas
innominadas y pueblos cercanos al mar de Galilea y relegando de su ministerio público a
las grandes ciudades de la región, como Séforis o Bet Sheán (Escitópolis). No es extraño,
pues, que sus primeros seguidores fueran pescadores, gente sencilla, y que las bellas
imágenes de su doctrina fueran extraídas del mundo rural.
Su lengua materna fue el arameo, en la forma dialectal de Galilea, como parece
desprenderse del episodio de las negaciones de Pedro ante el sanedrín (Mt 26,73),
aunque comprendía el hebreo, la lengua culta, reservada para el estudio de la Biblia y la
práctica religiosa. No se sabe con exactitud hasta qué extremo conocía la lengua griega,
bastante generalizada en el mundo de la administración, aunque apenas existen visos de
influencia del pensamiento heleno en la vida de Jesús.
El comienzo del ministerio público de Jesús está estrechamente vinculado a la
predicación de Juan el Bautista. Abandonó Nazaret y escuchó el mensaje de conversión
del Bautista, que bautizaba en el desierto, junto al río Jordán. Allí fue bautizado por Juan
y ese bautismo fue un acontecimiento singular que transformó enteramente su vida. Así

145
lo atestiguan los evangelios (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Jesús, aún admitiendo
la autoridad de Juan y reconociendo su apremiante llamada al arrepentimiento, no
continuó la obra del Bautista ni siguió su ejemplo, sino que inició su propia misión en
Galilea, como profeta itinerante del reino de Dios.
No puede precisarse la duración de su ministerio profético, que se calcula entre uno
y tres años. Lo comenzó, aproximadamente, en el año decimoquinto del emperador
Tiberio (año 28 d.C.), bajo la tetrarquía de Herodes Antipas en Galilea, la prefectura de
Poncio Pilato en Jerusalén y el sumo sacerdocio de Caifás. El escenario de su actividad
son las aldeas y pueblos de Galilea, especialmente los lugares junto al bello y fascinante
lago de Genesaret, donde Jesús predica y cura a las gentes sencillas, anunciándoles el
reino de Dios. El reino es el tema central de su doctrina, sin el cual se hace inexplicable la
misión de Jesús. El reino es él y él se ha convertido en la expresión del reino – la última–
para la humanidad. Es la gozosa y liberadora realidad que ha irrumpido definitivamente
en el mundo, redimido en adelante de cualquier esclavitud. El reino expresa el amor de
Dios al mundo a través de Jesús [4] .
La predicación de su mensaje estuvo abierta a todo el pueblo de Israel. La gente se
aglomeraba a su alrededor, seguía con curiosidad su predicación y buscaba su asistencia
en los momentos de dificultad y de dolor. Hablaba en un lenguaje claro y sugerente, en
forma de aforismos y, sobre todo, de bellas parábolas, unificando en la cautivadora
fuerza de su persona las enseñanzas de las tradiciones pasadas y futuras de su pueblo. Él
era el centro y la plenitud de las alianzas del pasado y de las esperanzas del futuro. Su
discurso, nacido de la estrecha experiencia con Dios, a quien llama Padre, no se dirigía a
un grupo selecto, sino a los pobres, marginados social y religiosamente. También tuvo
importantes adversarios, aferrados a ritos y leyes tiranizantes y opuestos a cualquier
mensaje liberador. En todo caso, fue tanta la fuerza y la grandeza de Jesús de Nazaret
que su presencia humanizó tanto a justos como a pecadores. El ser humano quedó
siempre engrandecido con la presencia de Jesús, que invitaba constantemente a la
confianza en la misericordia acogedora de Dios. La soberanía de Jesús, reconocible en
sus palabras y acciones, y la inmediatez de sus enseñanzas –la «autoridad», dicho en
otros términos– son impresionantes. Él conoce las intenciones de sus adversarios, atiende
las peticiones de los enfermos, reprocha las ambiciones de sus discípulos y destruye las

146
barreras de las tradiciones vacías de religiosidad. Solo Jesús puede invocar esta autoridad
para hablar del mundo de Dios.
Destacó, sobre todo, un grupo de seguidores o discípulos, hombres y mujeres, que
acompañaron a Jesús a lo largo de su vida pública. Unos lo hicieron por motivos de
curiosidad o admiración hacia el gran sanador; otros le profesaron una adhesión
inquebrantable, hasta el extremo de acogerlo y hospedarlo en sus casas, convencidos de
su fuerza y bondad; un grupo reducido –elegido por él mismo– al que llamamos «los
Doce», seducido por la grandeza de su personalidad y la radicalidad de su doctrina, vivió
y sufrió con él, se empapó de su mensaje y lo difundió al mundo tras la resurrección del
Maestro.
En los últimos días de su vida, en un enérgico y arriesgado intento de confrontar al
pueblo con su mensaje del reino de Dios, Jesús subió a Jerusalén a celebrar la pascua con
sus amigos. Entró en la ciudad montado sobre un asno y, pese a que el gentío lo aclamó
como «Hijo de David» (Mt 21,9), el sumo sacerdote y su consejo determinaron que el
que se confesaba «Mesías, el Hijo del Bendito» (Mc 14,61-62) y «el Rey de los judíos»
(Mt 27,11) debía morir. Para la aristocracia sacerdotal estaban suficientemente
confirmadas la peligrosidad de la doctrina y la actitud hostil hacia el Templo del profeta
galileo. Celebrada la cena pascual con sus discípulos, recitadas las amargas oraciones en
la finca de Getsemaní, traicionado por uno de los Doce y tras un proceso judicial
envuelto en burda farsa, Jesús de Nazaret murió crucificado a las afueras de Jerusalén,
junto con otros dos malhechores, bajo el sumo sacerdocio de Caifás y siendo prefecto de
aquella provincia romana Poncio Pilato. Algunos de sus discípulos le dieron sepultura.
La muerte en cruz no terminó con el movimiento iniciado por Jesús. «Pasado el
sábado a la (hora) en que clareaba al primer (día) de la semana, fue María Magdalena, y
la otra María, a observar el monumento» (Mt 28,1). Y Jesús «había resucitado como
había dicho» (Mt 28,6). Sus seguidores lo vieron y experimentaron su resurrección,
comenzaron a hablar a la gente de estas apariciones del «resucitado» y creyeron que
Dios había actuado en Jesús para salvar a la humanidad.
Los discípulos, en un comienzo afincados en su restringido y excluyente mundo
judío, extendieron por el orbe entero la buena noticia, el evangelio de Jesús, a quien
consideraron el «Cristo» y «Señor». Comenzó así un movimiento nuevo, separándose
gradualmente del judaísmo, al que hoy llamamos Iglesia, humilde servidora del reino que

147
Jesús predicó. La humanidad entera, de una forma o de otra, está bajo la novedad
esplendorosa y salvífica del reino de Dios.

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4.2. La tierra de Jesús
Costumbres inveteradas sobre lecturas evangélicas de la vida y acontecimientos de Jesús,
asociadas con frecuencia a la enorme pujanza del imperio de Roma de aquellos tiempos,
han influido en nosotros de tal forma que apenas pensamos en la tierra de Jesús más allá
de la época de la dominación romana. Y detrás de aquella región, conformándola y
configurándola en buena medida, existían muchos años de historia, asociados
generalmente a grandes imperios que dejaron tras de sí grandiosas civilizaciones que
marcaron el rumbo del mundo entero [5] .
La memoria de los primeros y sobresalientes personajes bíblicos, que solemos
asociar con los orígenes del pueblo de Dios, se remonta a unos 2.000 años a.C., época
en que pueblos nómadas se establecen con sus rebaños de cabras y ovejas en los
pequeños reinos cananeos, en unos tiempos convulsos en las todopoderosas
civilizaciones de Egipto y de Mesopotamia. Al delta del Nilo, en Egipto, se dirigen clanes
de la región de Palestina en busca de pastos para sus ganados. Tras las severísimas
medidas de Ramsés II contra los emigrantes extranjeros y la experiencia espiritual de
Moisés en el monte Horeb, Josué tuvo el privilegio de conquistar y entrar en Canaán, la
tierra prometida. El pueblo nómada que siguió a Josué se mezcló con los cananeos de la
zona del interior y con los filisteos que ocupaban la costa. La convivencia no resultó ni
fácil ni pacífica y, en adelante, acostumbraremos a ver al pueblo de Israel, liderado por
jueces, regido por monarcas y guiado por profetas.
Pero acerquémonos a épocas más próximas en el tiempo y más acordes con los
propósitos específicos de este apartado. Entre los siglos VI y II a.C., Palestina era una
nación pequeña, si bien conectada con las grandes rutas del comercio [6] y protegida en
su territorio y en sus instituciones por los imperios de Persia y de Macedonia. Ciro II el
Grande, cuyo reinado se extiende entre los años 559 y 529 a.C., autorizó el retorno de
los deportados a sus tierras, reconstruyó la ciudad de Jerusalén y su Templo y dignificó el
estamento clerical, encargado del culto a Yahvé y de la cohesión religiosa del Templo. A
la muerte de Alejandro Magno y desatada la lucha por su sucesión entre sus generales,
los ptolomeos de Egipto gobernaron Palestina (durante el siglo III a.C.), mostrando un
exquisito respeto por las instituciones del pueblo de Israel, especialmente por el sumo
sacerdote y por el sanedrín o senado de las familias influyentes de Jerusalén. El proceso
de helenización o asimilación de la lengua y cultura griegas por las naciones de Oriente a

149
través de la convivencia entre los pueblos y del comercio se realiza con perfecta
normalidad. En un prolongado periodo de aproximadamente cuatro siglos apenas
existieron problemas importantes entre los poderes imperiales y Palestina [7] .
Esta situación de armonía entre los pueblos comenzó a deteriorarse con la subida al
trono de Antíoco IV Epífanes del imperio seléucida, hacia el año 175 a.C.
El año 201 a.C., Roma impuso la paz a los cartaginenses, implantando su potencia
militar en el Mediterráneo occidental y avanzando hacia Asia Menor y Siria. Aquí
precisamente reinaba Antíoco IV, ambicioso y sin escrúpulos, hasta el extremo de
traspasar las sagradas barreras religiosas del pueblo judío como no lo había hecho ningún
soberano de épocas anteriores [8] .
Las relaciones comerciales que ptolomeos y sirios habían impulsado comenzaron a
declinar. Otro tanto sucedió en el campo militar y de la administración. La cultura y las
formas de vida helenísticas fueron impuestas a los judíos, forzando su helenización hasta
el extremo de profanar el lugar sagrado del Templo, imponer sacrificios a dioses paganos
suprimiendo el culto a Yahvé, permitir que se comieran alimentos impuros y transgredir
la venerada ley mosaica. La resistencia del pueblo no se hizo esperar, encabezada por los
Macabeos, dando paso a la formación de diversos grupos e ideologías, que conformarían
las bases de la compleja estructura del judaísmo en el siglo I a.C., según el historiador S.
Herrmann [9] .
Las devastadoras guerras dinásticas en el imperio seléucida, acaecidas tras la muerte
de Antíoco IV, facilitaron la revolución de los asmoneos (o hasmoneos), una familia
sacerdotal conocida como «macabea», apodo de Judas, uno de los hermanos que
acaudilló la revolución.
Los asmoneos gobernaron Palestina como una casta sacerdotal, con sumos
sacerdotes a los que designaron con el título de «reyes». Extendieron las fronteras del
reino judío hasta llegar casi a las dimensiones de los tiempos del rey David, un reino que
duró desde el año 134 a.C. hasta el año 63 a.C., cuando Jerusalén fue conquistada por el
general romano Pompeyo.
El general Pompeyo, al que habían recurrido dos hermanos asmoneos en su lucha
por el poder, Hircano II y Aristóbulo II, designó sumo sacerdote y etnarca a Hircano II y
a un idumeo, Antípatro, gobernador militar. Uno de los hijos de Antípatro, conocido
posteriormente como Herodes el Grande, fue nombrado gobernador de Galilea.

150
La conquista de Jerusalén por el general Pompeyo cambió drásticamente el régimen
jurídico del pueblo judío. Dejó de ser completamente independiente. Hircano II fue
gobernante «cliente», es decir, sometido a pagar tributos y a obedecer las directrices de
Roma a cambio de preservar la autonomía dentro de sus fronteras y gozar de la defensa
del imperio.
Herodes fue declarado rey de Judea, en el año 40 a.C., por el senado romano,
recibiendo a la par el apoyo del ejército imperial.

151
4.3. Bajo el imperio de Roma
Todos estamos familiarizados con la narración del evangelista Lucas, según la cual el
emperador César Augusto promulgó un edicto para que se empadronara pa/san th.n
oivkoume,nhn, todo el orbe o mundo habitado (Lc 2,1). Con la victoria de Accio, en el
año 31 a.C., Roma había impuesto la paz a los mundos romano y helenístico y Caesar
Octavianus fue proclamado «Augustus», en el año 27 a.C. El imperio fue dirigido y
conservado en relativa paz por sus sucesores: Tiberio, Gayo (Calígula), Claudio y Nerón.
El dominio de Roma sobre Oriente no supuso una extraña realidad. De hecho, el nuevo
imperio no era más que una cadena en la sucesión de imperios anteriores, como el persa
o el de Alejandro Magno y cuantos imperios helenísticos sucedieron a este. El sistema de
los distintos imperios era muy semejante. Los ejércitos victoriosos protegían a las
naciones sometidas de los pueblos invasores y estas pagaban tributo a sus defensores.
Más específicamente, en el caso de Roma, los estados conquistados eran regidos,
unas veces por gobernantes «independientes» de ámbito local y otras, por gobernadores
imperiales que utilizaban a su antojo a los jerarcas del lugar en el ejercicio ordinario del
poder. En regiones alejadas y difíciles, no aptas aún para ser consideradas provincias
romanas, se establecían los llamados reinos «clientes» –«protegidos»–, en definitiva
regidos por monarcas nativos, nombrados y controlados por Roma.
La maquinaria del imperio se desplazaba por un vasto territorio, controlado por las
eficientes y temibles legiones romanas, repartiendo a la población entera la paz y la
cultura, desde las grandes ciudades que, como Roma o Alejandría, hacían presente el
poderío del imperio hasta los lugares más alejados y casi olvidados.
En un rincón de este poderoso mundo, ajeno a toda concepción de poder político y
militar, vivió Jesús, en la aldea de Nazaret, región de Galilea, no muy lejos del bello lago
de Genesaret y al margen de las grandes rutas comerciales que partiendo de la región del
Éufrates atravesaban Siria y Galilea hasta llegar a Egipto. Jesús conocería estas rutas
muy tardíamente, al principio de su ministerio profético, cuando hizo de Cafarnaún su
propia casa [10] .

152
4.4. Herodes el Grande
Como dije anteriormente, la conquista de Jerusalén por el general Pompeyo cambió el
panorama político y religioso del pueblo judío. Herodes, beneficiado por las intrigas de
dos hermanos asmoneos que luchaban por el poder (Hircano II y Aristóbulo II),
excelente y fiel soldado y conveniente para los intereses de la política de Roma, fue
nombrado, en el año 37 a.C., rey de los judíos. Su poder se extendió por un amplio
territorio, Galilea, Samaría y Judea, la región situada al este del río Jordán (Perea) y
algunas tierras situadas al este y noreste de Galilea.
Fuera de su jurisdicción, aunque de suma importancia para los intereses estratégicos
y económicos de Roma, se encontraba al norte la provincia de Siria, bajo la autoridad de
un gobernador, y al sur el reino de los nabateos, con Petra como capital. El grupo de
ciudades autónomas, que conocemos como la Decápolis, también quedaban fuera de su
control.
En cualquier caso, Herodes, mediante argucias y astutas maniobras ajenas a toda
clase de escrúpulos, se consolidó como señor incuestionable de Palestina, sujeto
únicamente al emperador de Roma en cuestiones relacionadas con la guerra y la política
exterior. En asuntos políticos y sociales disfrutó de autonomía absoluta, evitando incluso
el pago de tributos al César.
No sé si es posible afirmar que Herodes «fue un buen rey» [11] . Tampoco creo que
sea realista sostener que «fue sin duda el más cruel» [12] . Tales categorías son tal vez
poco acordes con la ciencia histórica actual. En cualquier caso, durante su largo reinado
(treinta y cuatro años) hubo momentos de descontento, de intrigas, de conspiraciones y
de muertes, aunque también periodos de paz y estabilidad.
Es bastante probable que la personalidad de Herodes estuviera ribeteada de
complejos y manías que desembocasen en odios, venganzas y fuertes represiones con
objeto de permanecer en el trono. Descendiente de familia idumea [13] , estuvo
obsesionado por eliminar a sus opositores, incluidos su mujer Mariamne, una princesa
asmonea, y tres de sus hijos: Alejandro, Aristóbulo y Antípatro, al creer que su reino
corría peligro.
Su estrategia para llegar al poder fue únicamente su propia conveniencia, manejando
hábilmente y sin escrúpulos sus relaciones con el imperio romano, evitando siempre el

153
foco del conflicto y traicionando, llegado el momento, a las altas instancias del imperio.
Así ocurrió en la lucha entre Antonio y Octavio, tras el asesinato del dictador Julio César
(44 a.C.), inclinándose en un principio por el primero y sometiéndose al segundo después
de la batalla de Accio, en el año 31 a.C.
Fiel servidor de Roma y considerado por el pueblo judío como un extranjero
invasor, castigó severamente las protestas populares, gravó al pueblo con duros
impuestos, al tiempo que premiaba con los cargos más honrosos a sus amigos idumeos
que, aunque paganos muchos de ellos, controlaron el gobierno del reino. Nunca se
interesó por el judaísmo, ni el pueblo judío lo tuvo por amigo. Más bien, se rodeó de
consejeros griegos, que trataron de helenizar culturalmente su reino.
A sus devaneos por la permanencia en el poder se deben también las grandes
construcciones y obras de defensa de su periodo, como la Torre Antonia en Jerusalén,
que lleva el nombre de su protector, o palacios como el Herodium, al sureste de Belén,
Masada, en la ribera occidental del Mar Muerto, Maqueronte, donde murió Juan el
Bautista, y algunos más. Modernizó, además, la puerta occidental de Jerusalén,
proveyéndola de tres torres, y allí construyó su palacio. Restauró Samaría, a la que dio el
nombre de Sebaste (Augusta) y mandó construir el puerto de Cesarea. Jericó fue elegida
como ciudad de residencia preferida y engalanada al efecto con obras de arte y lugares de
recreo. Pese a su paganismo y tendencias helenizantes que le impulsaron a la
construcción de edificios paganos en los que se celebraban actividades reñidas con el
espíritu del judaísmo, supo entender el valor de la religión de sus súbditos, ordenando
reedificar el Templo de Jerusalén, ampliándolo considerablemente.
La Palestina judía gozó indudablemente de un prestigio en el mundo anteriormente
desconocido y sus habitantes no fueron molestados por el ejército de Roma. La
estabilidad y fortaleza del reino hoy parecen incuestionables.
A la muerte de Herodes, en el año 4 a.C., su cadáver fue trasladado desde Jericó
hasta el Herodium, donde recibió sepultura con gran pompa y suntuosidad. Sus territorios
quedaron repartidos entre tres de sus hijos: Arquelao recibió Judea, Samaría e Idumea,
con título de rey; Antipas obtuvo Galilea y Perea, con el título de tetrarca, y a Filipo se le
concedió, con el título de tetrarca, Iturea y Traconítide (Lc 3,1). La vida de Jesús de
Nazaret se enmarca plenamente en el gobierno de Herodes Antipas [14] .

154
4.5. Palestina
Los diversos nombres con los que se designa a Palestina –Palestina, Israel, Tierra de
Canaán, Tierra Santa– aunque con frecuencia se utilizan indistintamente, no
corresponden con exactitud a la realidad geográfica, cultural e histórica de esta región. La
vaguedad e imprecisión de la terminología vienen determinadas por los constantes
cambios políticos y culturales que se han producido en esta agitada parte del mundo. No
obstante, cualquiera de las citadas denominaciones puede utilizarse correctamente para
designar la tierra en la que vivió Jesús.
Palestina (el nombre no es bíblico) se encuentra en el extremo occidental del
llamado creciente fértil, una vasta extensión, en forma de arco, que discurre desde Israel
y Jordania hasta la fértil Mesopotamia, regada por los ríos Éufrates y Tigris, después de
atravesar oasis y montañas de Siria y Líbano y el sur de la meseta de Anatolia.
Esta región se halla atravesada de arriba abajo por las fallas del valle del Rift,
originando la fosa tectónica del río Jordán, y flanqueada por la costa del Mar
Mediterráneo en la parte occidental y por el Gran Desierto, en la oriental.
El río Jordán cruza Palestina de norte a sur, dando vida y diferenciando las tierras
que componen esta histórica región. Sus aguas recogen las nieves y los arroyos que
nacen en el monte Hermón (frontera entre Palestina y el Líbano), las de Ain Leddan, y
las del arroyo Hasbani. Penetra en el paradisíaco lago de Genesaret, de agua dulce y rico
en pesca, y desemboca en el Mar Muerto, cuya superficie se encuentra a más de 400
metros bajo el nivel del Mar Mediterráneo, de aguas muy salobres, sin peces y sin rastros
de vegetación en sus márgenes. A escasos kilómetros del Mar Muerto, se encuentra un
impresionante oasis, lleno de luz, de flores y de árboles frutales. Es Jericó, conocida en el
Antiguo Testamento como «Ciudad de las Palmeras», pertenencia de Cleopatra de
Egipto, en su día, y lugar de invierno de Herodes el Grande.
En la ribera occidental del Mar Muerto se encuentra el desierto de Judá, donde vivió
y predicó Juan el Bautista y donde, con toda probabilidad, tuvieron lugar las tentaciones
de Jesús. Es un paraje inhóspito, sin vegetación y dominado por montículos de acceso
áspero y peligroso y quebradas gargantas, con altísimas temperaturas en verano, aunque
de exótica belleza por los impresionantes barrancos o wadis que se forman por las lluvias
torrenciales, caídas en algunos días del invierno, y el color verdoso de las montañas,
originado por tales circunstancias. Al sur del Mar Muerto se extiende un gran valle,

155
surcado por el río Arabá, que también desemboca en el Mar Muerto, trazando un curso
en sentido contrario al del río Jordán.
El golfo de Akaba, donde hoy se asientan la ciudad jordana de este nombre y la
israelí de Elat, servía de lazo de unión entre Israel y las costas del Índico, de donde se
suministraban los productos lujosos a la corte de Jerusalén.
El curso del Jordán divide las tierras en dos partes netamente diferenciadas en todos
los aspectos: Cisjordania, en la zona oeste del río y con acceso al mar y Transjordania, al
este del mismo y orientada al desierto.
Cisjordania, continuación por el extremo sur de la cordillera de Líbano, comienza al
sur del río Litani o Leontes y termina en el desierto de Negev.
En Transjordania se distinguen básicamente tres regiones: el territorio de El-Haurán,
que termina en la cuenca del río Yarmuk; las tierras comprendidas entre los ríos Yarmuk
y Yabok que, en su día, formaron parte del famoso bosque de Galaad (2 Sm 18,8-18); y
la región llamada El-Belqa, entre los ríos Yabok y Arnón. En ella se encuentran la ciudad
de Mádaba, el monte Nebo y Ammán, antigua capital del reino amonita y en la actualidad
capital del reino de Jordania [15] .

156
4.6. Galilea
Galilea (en hebreo, Lylg [gâlil], «círculo», «distrito») es una región al norte de Palestina
limitada por la llanura de Izreel, el río Jordán y los territorios de Tiro y Sidón. País de
Zabulón y de Neftalí, su nombre aparece mencionado en el profeta Isaías: «pero en el
último (tiempo) honrará la ruta del mar, la Transjordania, “mywgh lylg gelil-ha-
goyim”» o «Galilea de los gentiles», evocando las invasiones siria y caldea, la mezcla de
civilizaciones que trajeron consigo y la presencia de elementos paganos en el judaísmo
(Is 8,23).
Conquistada en la época de los asmoneos, formó parte de los territorios de
Alejandro Janneo, hijo menor de Juan Hircano, hermano de Aristóbulo I, y rey y sumo
sacerdote de los judíos entre los años 103 a.C. y 76 a.C. Sucesivamente estuvo bajo la
autoridad de Juan Hircano II, de Herodes el Grande y finalmente de Antipas.
Antipas, que heredó Galilea (y Perea), detentó el poder durante cuarenta y tres
años. Con escasas diferencias, su gobierno siguió las líneas trazadas por su antecesor.
Mantuvo el orden público, evitando así problemas con Roma, pagó tributos al imperio a
cambio de seguridad en su reino, propició cierta independencia económica a su pueblo y
guardó el respeto a las instituciones judías, como escuelas y sinagogas, sin imponer en
absoluto las formas de vida grecorromanas a la población galilea. Pese a estos logros
políticos, económicos y religiosos, su política agraria enfrentó los intereses de unos
cuantos terratenientes con los de los campesinos, forzados a cultivar la tierra a precios
exagerados por el alza de los arrendamientos. Ese enfrentamiento entre la población
urbana y la rural se manifestó también en la construcción de grandes ciudades, como
Séforis y Tiberias, creando ciertos problemas religiosos a causa de la penetración de la
helenización en el mundo judío.
Tal vez, el acontecimiento más singular de su gobierno lo constituya el caso narrado
por el evangelista Marcos, relacionado con Juan el Bautista (Mc 6,17-29). El Bautista fue
ejecutado por atreverse a criticar abiertamente el casamiento de Antipas con la mujer de
su hermano Filipo, Herodías, repudiando a la anterior [16] . Fue decapitado por ser un
gran profeta y por temor a que incitara al pueblo a la rebelión. Los herodianos, casados
con un gran número de esposas y con muchos descendientes y sin prohibición expresa
por parte de la Biblia hebrea de contraer matrimonios de semiparentesco de sangre, no
encontraron motivos suficientes para desaprobar tal acción [17] . Pero resultó que un rey

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árabe, Aretas, padre de la esposa despedida, invadió el territorio de Antipas, causándole
una severísima derrota. Las tropas de Roma, estacionadas en Siria, intervinieron más
tarde para vengarse de la invasión del rey Aretas contra su «gobernante cliente».
Mientras tanto, la ambición de Herodías, que buscaba para su marido el título de rey, no
conformándose con el de tetrarca, provocó la caída de Antipas, depuesto por el
emperador romano. Marido y mujer, en desgracia con el imperio, se vieron obligados a
exiliarse.
Galilea presenta dos regiones nítidamente diferenciadas: la alta Galilea, una región
de espectacular y agreste belleza, con grandes picos montañosos y borbotones de aguas
cristalinas que forman el nacimiento del río Jordán, y la baja Galilea, salpicada de
pequeñas aldeas y desamparadas montañas. En la zona montañosa, se encuentra Nazaret
y un poco más arriba Séforis, la capital; contiguo se encuentra el inmenso valle de Izreel
o llanura de Esdrelón (importante cruce de caminos y llanura regada por el río Quisón),
que limita con la cadena del Carmelo y Samaría al sureste, al norte con las montañas de
Galilea y al este con la colina de Moré, a escasos kilómetros del monte Tabor y el
corredor de Bet San, que lleva al río Jordán [18] y el fértil valle del río Jordán, donde
habitaba una población bastante numerosa y relativamente acomodada, además de
expuesta –no se sabe a ciencia cierta hasta qué extremo– a las grandes rutas comerciales
que atravesaban la zona. Junto al bellísimo y aparentemente sereno y apacible lago de
Quinéret (Genesaret), extremadamente sugerente por sus aguas y la sobrecogedora paz
de su paisaje y abundante en pesca, se enmarcan ciudades importantes como Cafarnaún,
Magdala y Tiberíades, escenarios frecuentes de momentos significativos de la vida de
Jesús.
Las formas de vida de la sociedad contemporánea de Jesús corresponden a las de
un pueblo sencillo, sujeto a una disciplina de grupo familiar, obligado a pagar los tributos
a Roma, ocupado en los asuntos del campo y de la pesca y respetuoso con sus propias
tradiciones legales.
Galilea era una región de gentes sencillas [19] . Es cierto que en las grandes ciudades
de Séforis, antigua capital de Galilea, y Tiberíades o Tiberias, la capital fundada por
Antipas en la década de los años 20 de nuestra era junto al lago de Genesaret, vivían las
clases dirigentes del pueblo, militares, administradores, jueces y grandes terratenientes,
en edificios cubiertos de tejas y alfombrados con exquisitos mosaicos y pinturas al fresco,

158
con acceso a calles o avenidas, en ocasiones flanqueadas por columnas. Pero la gente
sencilla vivía en poblados pequeños y en casas humildes, hechas de barro, cubiertas por
endebles techumbres de ramajes, y amplios patios comunes que facilitaban la
administración de una familia, entendida en el sentido extensivo del término. Las calles
no tenían elementos decorativos y eran de tierra sin pavimentar. El campo, y no la ciudad
–es evidente la tensión originada en bastantes ocasiones entre las gentes del campo y de
la ciudad– era considerado el lugar básico de la economía y mantenimiento de la familia y
el espacio de formación de los valores religiosos y sociales. Así se mantenía la cohesión
de la familia que marcaba la disciplina del pueblo [20] .
El pueblo sencillo pagaba tributos a Roma. Dichos tributos correspondían, bien a la
tierra, bien a las personas (tanto hombres como mujeres), y se pagaban en moneda o en
especie, la forma preferida por los administradores para evitar la escasez de alimentos
que se producía en ocasiones en el imperio romano. El sistema recaudatorio se extendía
también al ámbito religioso, contribuyendo así al mantenimiento del Templo de Jerusalén,
aunque se desconozcan las formas exactas en que se ejecutaba. En cualquier caso, las
cargas tributarias pesaban como una losa en la precaria economía de Galilea; los
campesinos observaban con preocupación su endeudamiento, en unos casos, y su ruina,
en otros, comprobando cómo sus tierras eran confiscadas y viéndose forzados a prestar
sus servicios como aparceros a los grandes señores. En términos generales puede
afirmarse que en la Galilea de Antipas, un tetrarca cliente «semiindependiente» del
imperio romano, los impuestos eran suyos, él designaba los gobernadores de distrito y los
magistrados locales, pero los tributos se pagaban a Roma [21] .
La Galilea de tiempos de Jesús era una región campesina, dedicada al labrado y
cultivo del campo y a la pesca. Labrar la tierra era la ocupación del pueblo llano, una
tarea tediosa y escasamente rentable cuyos frutos eran destinados, en buena medida, al
mantenimiento de las elites de las ciudades. En el lago de Genesaret, de apenas 21
kilómetros de longitud y 13 en su punto más ancho, alimentado por las aguas del Jordán,
se desarrollaba la actividad de la pesca, bien desde la orilla o desde pequeñas barcas,
rudimentariamente equipadas [22] . De la tierra, en la que se sembraban trigo y cebada y
se plantaban viñedos, y del lago, rico en pesca desconocida en otros lagos del mundo,
vivía a duras penas la población campesina de Galilea, resignada a salarios insuficientes y

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a veces abocada a la mendicidad. En casos extremos se advertían también la disgregación
familiar, el bandidaje, la prostitución e incluso la esclavitud.
Resulta difícil conocer la importancia del comercio en la vida del vecino de Galilea.
Parece cierto el hecho de la exportación del aceite y otros productos del campo a zonas
de la costa fenicia; también cabe suponer el uso y venta particular de productos de
cerámica de barro, frecuentes en las viviendas galileas. Más compleja resulta la tarea de
determinar la importancia del comercio con el exterior, pese a que Galilea constituyera un
centro de comunicaciones que facilitaba el intercambio de mercancías. Para unos, la
importancia del comercio exterior en la Galilea de tiempos de Jesús es exigua; otros, en
cambio, opinan que esta región generó mucha riqueza en el intercambio con el exterior.
Una cosa parece cierta: la riqueza no se quedaba en Galilea y sus habitantes se
beneficiaban muy poco de ella.
Los galileos se distinguieron por el respeto a sus propias tradiciones legales. El
hecho de considerarse un pueblo campesino, alejado de las formas de vida de las grandes
ciudades, había marcado su forma de religiosidad, claramente diferenciada de la
practicada por los seguidores del movimiento fariseo, centrado en el cumplimiento
escrupuloso de la Torá y el respeto por las instituciones y la autoridad, bien religiosa o
civil. Sin ser irrespetuosos con la Torá, que interpretaban más suavemente alejándose del
rigorismo rabínico, los galileos se atuvieron a sus propias tradiciones, la halaká (hklh en
hebreo), recopilación de las principales leyes judías (incluyen los 613 mitzvot (twcm),
«mandamientos» o preceptos de la Torá), las leyes talmúdicas y rabínicas y las propias
tradiciones y costumbres, menos helenizadas y más reacias al influjo del gobierno de
Roma. Su relación con el Templo de Jerusalén también es chocante. Respetan el Templo,
pagan los diezmos para su mantenimiento, encabezan protestas cuando consideran que el
santo lugar es profanado, pero, al mismo tiempo, perciben su lejanía, y al considerarse,
de algún modo, una región «gentil» [23] se sienten incómodos por mancillar, en cierto
sentido, la tierra concedida por su Dios. La lejanía del Templo de Jerusalén, al que
visitaban en raras ocasiones, se suavizaba con el respeto y la estima por otra institución,
la sinagoga. La sinagoga (una estructura física específica, una casa particular o algún
espacio público) era una asamblea donde los judíos leían e interpretaban la Escritura,
oraban y comentaban los asuntos cotidianos, siempre relacionados con su vida religiosa.

160
Esta tensión de la visión religiosa de Galilea con la de Jerusalén se pone de manifiesto en
la vida de Jesús [24] .
En esta bellísima región, bajo el poder soberano del imperio romano, entre
complejos conglomerados sociales y religiosos, en una aldea perdida de la zona
montañosa de la baja Galilea llamada Nazaret, bajo la autoridad familiar de José y María,
en un ambiente de honrado trabajo y fuerte religiosidad, vivió Jesús. Y, más importante
aún, allí comenzó su ministerio público, según el testimonio de los sinópticos (Mt 10,5-
15; Mc 6,7-13; Lc 9,1-6) [25] . La región, conocida por su acento particular (Mt 26,73;
Mc 14,70; Lc 22,59) y despreciada por no haber dado al judaísmo profeta alguno (Jn
7,52), aparece en el marco de la historia universal con un maestro y un mensaje que
dejarán antiguo todo lo sucedido anteriormente.

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4.7. Judea
En tiempos antiguos, en la época del imperio persa, el término hdwhy (Yêhudah, en
hebreo; Ioudai,a, en griego, designa el país ocupado por el pueblo judío tras el regreso de
Babilonia (Tob 1,18). Era un pequeño territorio, reducido a Jerusalén y sus alrededores.
A partir de las conquistas de los asmoneos, el vocablo puede hacer referencia bien al país
de Judá propiamente dicho o al reino judío en un sentido mucho más amplio.
En los primeros años de la era cristiana Judea, que, como unidad política, constaba
de las regiones de Idumea, Samaría y la propia Judea (Jerusalén incluida), gozaba de una
historia propia y altamente significativa en la vida de Jesús. Geográficamente, Judea es
una región árida, en gran medida desértica, con montañas que sobrepasan los 1000
metros de altitud hasta descender a los 400 bajo el nivel del mar. En sus regiones se
encuentran las colinas de Hebrón, Jerusalén, las colinas de Betel y el desierto de Judá,
que desciende hasta el Mar Muerto. Desde el punto de vista político, Arquelao, uno de
los hijos de Herodes el Grande, obtuvo el título de rey de Judea, el único que alcanzó tan
alto rango. Poco le duró el honor y el cargo. Algunas decisiones de su padre al final de su
reinado, concernientes a la ejecución de personajes populares judíos y al nombramiento
caprichoso de un sumo sacerdote, levantaron las iras del pueblo. A ello se unía el
ejercicio despótico del poder, tanto civil como religioso. Arquelao, que ejercía su reinado
en una zona de Palestina altamente conflictiva, aunque no fuese más que por las
rivalidades entre Samaría y Judea y por las frecuentes concentraciones públicas en la
ciudad de Jerusalén, no supo apaciguar las protestas, en las que murieron muchas
personas, y fue depuesto por las autoridades de Roma.
El emperador Augusto prescindió del «gobernante cliente» y nombró un gobernador
a quien asignó dicho territorio. El «prefecto» –es el título de la época de Jesús– vivía en
Cesarea, una ciudad helenizada de la costa mediterránea, bien comunicada con Roma;
disponía de suficiente número de tropas romanas para hacer frente a cualquier problema
serio y respetaba la vida cotidiana del pueblo judío. Solamente en contadas ocasiones, en
momentos de graves revueltas y convulsiones políticas o religiosas, se justificaba la
intervención del legado de Siria, provincia romana en la que se concentraban grandes
contingentes de fuerza militar. Conviene saber que, para evitar tales intervenciones
extraordinarias, el prefecto romano solía acudir a las grandes fiestas religiosas de

162
Jerusalén acompañado de algún refuerzo militar que pudiera disuadir cualquier tipo de
escaramuzas.
Los conflictos existieron y la intervención del ejército se produjo en ciertas
ocasiones. El historiador Flavio Josefo nos cuenta algunas importantes, como la de
Quirino, gobernador de Siria, en el año 6 d.C. a causa del censo [26] ; las de Poncio
Pilato, entre los años 26-30 d.C., por intento de profanación del Templo con la
introducción de estandartes del César de Roma y utilización de dineros sagrados para la
construcción de un acueducto [27] y la del emperador Calígula, en al año 39 d.C., por
mandar erigir una estatua suya en el Templo judío [28] .
El prefecto romano tenía absoluto y exclusivo derecho de condenar a alguien a
muerte. Solo se contemplaba una excepción, la trasgresión de determinados lugares del
Templo de Jerusalén, que conllevaba una ejecución inmediata, sin contar con el
consentimiento del prefecto. El prefecto solía actuar con responsabilidad y cautela. Y es
que los emperadores, tanto Augusto como Tiberio, no querían complicaciones que
vinieran del exterior.
Jerusalén merece una mención especial en el espacio de Judea [29] . Y, dentro de
Jerusalén, el sumo sacerdote y su consejo o «sanedrín». El sacerdocio, de carácter
hereditario, entroncaba sus funciones en el linaje de Aarón, el primero de los sacerdotes
de Yahvé, según narra el libro del Éxodo (Ex 28,1). Así se entendió en los periodos persa
y helenístico (herederos de Sadoq, 1 Re 1,34), en tiempos de los asmoneos, aunque no
fueran sadoquitas, y en los años que marcan el comienzo de nuestra era (entre el 6 y el
66 d.C.). En tiempos de Jesús el sumo sacerdote y su consejo controlaban las cuestiones
cotidianas de Jerusalén. Ellos eran quienes organizaban el culto y los tributos, quienes
dirigían la escuela y la vida religiosa, los intermediarios responsables, en definitiva, entre
el pueblo y las autoridades romanas [30] . El pueblo judío veneraba la figura del sumo
sacerdote y el prefecto romano respetaba esta tradición secular. Por eso no corresponde
a la realidad la estereotipada opinión de la ocupación militar de Roma en Jerusalén. En
esta ciudad no había ocupación romana, como tampoco existía dominación de gentiles.
Roma nunca estuvo interesada en imponer la cultura y las instituciones grecorromanas al
pueblo judío. Palestina nunca fue «anexionada» al imperio, aunque Judea fuera una de
sus provincias. Todo ello no pretende indicar que Roma y el pueblo judío se encontrasen
en una perfecta paz y estabilidad. El poder siempre presiente amenazas y los pueblos

163
dominados, esperanzas de liberación. La religiosidad del pueblo judío cifraba esa
esperanza en Dios. La forma de hacerse realidad tal esperanza era tan variada que
mientras algunos esperaban un Mesías libertador, otros se conformaban con un signo
espectacular o una fuerza que confirmara a los justos ante el temor y la adversidad de
aquellos tiempos.

164
4.8. La familia de Jesús
Puede dar la impresión de que el estudio de la familia de Jesús sea un tema
intrascendente o, a lo sumo, de mera curiosidad o erudición. No es así. Sencillamente,
estamos en la entraña para conocer la dimensión humana de Jesús, para entender su
misión y para profundizar en nuestra genuina humanización, que se realiza con la venida
de Jesús a este mundo. Para conocer este proceso de humanización, que lleva a la
divinización, tenemos que remontarnos a los comienzos de la vida de Jesús. También es
un tema vital para conocer el cometido del cristiano, siguiendo las huellas del movimiento
iniciado por Jesús. En los comienzos de la vida de Jesús se trazan las líneas de nuestra
actitud ante la vida como seguidores suyos. Pero no conviene hacerse excesivas
ilusiones, ni pretender establecer un árbol genealógico acabado.
Sabemos muy poco sobre la vida de Jesús de Nazaret antes de ser bautizado por
Juan. Nació hacia el año 4 a.C. Y, aunque los evangelistas Mateo y Lucas relatan su
nacimiento en Belén –según algunos exegetas podría tratarse de una construcción
teológica (theologoumenon), basada en una profecía del Antiguo Testamento (Miq 5,1-
3), para demostrar su mesianismo davídico– [31] nació probablemente en Nazaret, un
lugar insignificante, desconocido en el Antiguo Testamento. Los evangelistas, cuando se
refieren a Jesús, lo llaman «nazareno» (Mt 2,23; Lc 1,26) y sitúan su «casa» o su
«ciudad» en Galilea (Mc 1,9; 3,20; 6,1-6).
Las fuentes tampoco nos ilustran mucho sobre su familia, más allá de algunas
generalidades, propias de un grupo familiar judío de aquella época. Él se llamaba Yeshuá‘
([:wvy en hebreo), y su madre Maryam (myrmi): Jesús y María. Además de su madre,
aparecen en fuentes canónicas y extracanónicas, los nombres del padre (escasamente
mencionado) y de sus hermanos y hermanas [32] .
La concepción virginal de Jesús está afirmada por los evangelios de Mateo y de
Lucas (Mt 1,18-25; Lc 1,26-38). Por otra parte, esta concepción virginal está atestiguada
en el texto de Isaías, que dice: «He aquí que la doncella concebirá y parirá un hijo, a
quien denominará con el nombre de Emmanuel» (Is 7,14). El término hebreo hlwtb
(betulah) lo ratifica. Y, pese a que algunos exegetas consideren el término hebreo
mencionado poco definido y genérico, la tradición eclesial afirma contundentemente la
interpretación del mismo referido a la virginidad de María.

165
Al amparo de la costumbre judía que entendía la institución matrimonial como
creación de una nueva familia, algunos autores –con escasa consistencia histórica en las
fuentes utilizadas– hablan de un posible matrimonio de Jesús. En cambio, la tradición
eclesial es unánime en afirmar el celibato en la vida de Jesús.
Respecto a la existencia de hermanos y hermanas en la familia de Jesús, y
remitiéndome a la tradición semítica que he reflejado anteriormente, una vez que la
virginidad de María comienza a ser afirmada y elaborada en los siglos II y III de nuestra
era por Ireneo de Lyon, Clemente de Alejandría y Orígenes, los términos avdelfo,j /
avdelfh, son traducidos no por «hermano/a», sino por «hermanastro/a» o por «primo/a».
Determinar la educación de Jesús resulta una cuestión enigmática, a la que podemos
acceder únicamente desde ciertas consideraciones de tipo general. En la Palestina del
siglo I de la era cristiana abundan restos arqueológicos donde se muestran grabados en
arameo de objetos utilizados en la vida cotidiana. También se conservan inscripciones y
documentos en arameo, hebreo, latín y griego, aunque sabemos que estas lenguas no
eran conocidas por todos los judíos, ni se empleaban para el mismo fin. Unas, como el
latín y el griego, se utilizaban por las elites para asuntos políticos y económicos; el hebreo
se usaba principalmente en la liturgia del Templo y en el estudio de la Escritura y el
arameo era el medio de comunicación entre el pueblo sencillo. Otra evidencia de la época
es la alta consideración del pueblo judío a la Sagrada Escritura, el aprendizaje de la
misma en el Templo, en las sinagogas o en las casas, y su religiosidad, vinculada a las
exigencias de la misma. Desde estas consideraciones puede concluirse que Jesús tuviese
como lengua materna el arameo, conociese el hebreo para poder discutir e interpretar la
Biblia hebrea y poseyera conocimientos del griego que le permitieran algún trato con el
mundo de los gentiles.
El evangelio de Marcos (Mc 6,3), que ofrece respecto a Mateo (Mt 13,55) la
versión más antigua, afirma indirectamente que Jesús tenía el oficio de te,ktwn, un
término genérico que puede significar carpintero, ebanista, cantero o cualquier oficio
relacionado con un trabajo de artesanía, ejercido con destreza.
Jesús abandonó Nazaret cuando se presentó Juan «bautizando en el desierto y
predicando un bautismo de arrepentimiento para perdón de (los) pecados» (Mc 1,4). En
aquellos días, fue bautizado por Juan en el Jordán (Mc 1,9).

166
4.9. Jesús y Juan el Bautista
La vida y la actividad de Juan el Bautista están estrechamente vinculadas a la historia de
Jesús. El evangelista Marcos presenta a Juan al comienzo del evangelio de Jesús,
salvación para el mundo entero, en la que se enmarca y se incluye la persona de Juan el
Bautista (Mc 1,1ss). Esta misma visión la ha percibido la propia tradición cristiana, que lo
considera precursor del Mesías y portavoz de los profetas que con anterioridad
anunciaron la venida del Mesías. Su figura, por tanto, no es un mero recuerdo o
ambientación de la persona de Jesús, sino parte de la historia de salvación que él trae al
mundo.
Juan es un personaje histórico, referido con singular presencia en los cuatro
evangelios y mencionado por el historiador judío Flavio Josefo [33] . En Mateo, Marcos y
Juan la figura del Bautista aparece repentinamente, sin precedentes de vocación alguna y
sin detalles biográficos que pudieran ilustrar su vida. Lucas, en cambio, nos ofrece un
marco histórico singular y unos detalles extremadamente significativos. Siguiendo el
esquema bíblico trazado para los grandes personajes del pueblo de Israel (cf. Gn 18; Jue
6.13; 1 Sm 1.3), Lucas relata que Juan es uno de los grandes profetas que anuncian el
reino de Dios que viene (Lc 1,5ss). Hijo de un sacerdote de nombre Zacarías, en tiempo
de Herodes, rey de Judea, Juan tiene un evidente origen en una familia sacerdotal desde
el que pueden explicarse más fácilmente algunos rasgos característicos de su misión. No
es un agitador más entre los que pululaban en aquellos tiempos, anunciando un
mesianismo político. Su ruda vestimenta –pieles de camello y un cinturón de cuero– y su
sobria comida –langostas y miel del campo– recuerdan, más bien, a los grandes profetas
de Israel. Se presenta bautizando en el desierto de Judea, en la estepa del río Jordán, en
el año 27-28, el decimoquinto del reinado de Tiberio, bautizando y predicando un
bautismo de arrepentimiento para perdón de (los) pecados (Mc 1,4). Al desierto
precisamente se vinculaban las esperanzas escatológicas del pueblo de Dios y Juan, con
su predicación y su bautismo de arrepentimiento, renovaba con fuerza esas tradiciones
sagradas de Israel.
Hay algunos datos de la vida de Juan que son extremadamente difíciles de verificar.
Y así, pese a las dudas que pueda plantear la tradición lucana, en la que aparece un
parentesco entre Juan y Jesús, autores muy autorizados, como Meier y Senén Vidal,
encuentran admisible la idea de que Juan fuera hijo de un sacerdote rural que oficiaba en

167
el templo de Jerusalén y que hubiera pasado un tiempo de su vida en contacto con el
movimiento esenio, más concretamente en la comunidad de Qumrán, a escasa distancia
de la estepa del Jordán, donde Juan desempeñó su ministerio profético [34] .
En contraposición a la incertidumbre de estos datos, aparece con toda nitidez el
mensaje de Juan. Es cierto que la tradición evangélica no registra ningún relato de su
vocación; pero su voz profética exhorta a la conversión, al estilo de los grandes profetas
de Israel. En un ambiente de soledad, alejado de su pueblo y de los lugares sagrados,
Juan llama a la conversión, no solo de Israel, sumido en una profunda crisis material y de
identidad religiosa, sino de todo el mundo porque, ante el que juzga no se puede invocar
la pertenencia al pueblo elegido de Dios: «Engendros de víboras –les dice a los fariseos y
saduceos– ¿quién os mostró (el modo de) escapar de la ira inminente? Así que producid
fruto correspondiente al arrepentimiento. Y no se os ocurra decir: ¡Tenemos por padre a
Abrahán! Pues os digo que Dios tiene poder para suscitarle a Abrahán hijos de estas
piedras. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, así que todo árbol que no
produzca buen fruto se corta y se echa al fuego» (Mt 3,7-10).
Como dice E. Schillebeeckx, la llamada a la conversión de Juan está en línea con los
mensajes de otros profetas de Israel; es «un profeta de juicio, un mensajero que anuncia
la calamidad que ha de sobrevenir al que no es justo». Sin embargo, aporta algo nuevo, a
saber, «la necesidad del bautismo, concretamente del bautismo de Juan». [35] Pero es
chocante la inminente irrupción del reino de Dios y la intranquilizadora llamada al
arrepentimiento (Mt 3,2). La conversión consiste fundamentalmente en un cambio de
orientación hacia esa inmensa realidad del reino de Dios. La conversión no es un mero
rito, ni siquiera un cambio de mentalidad personal, sino más bien la apertura total al
mundo nuevo que nos viene de Dios. El escenario donde comenzaba esta conversión
eran las aguas del Jordán. En la cuenca oriental de este río se realizaba el rito del
bautismo, íntimamente unido a la conversión y atravesando las aguas hacia la ribera
occidental se recordaba el paso del desierto a la tierra prometida, que suponía la
liberación. En este sentido, Wright afirma que el bautismo de Juan incorporaba al
bautizado al verdadero Israel, a quien Yahvé traería la salvación [36] .
En la predicación de Juan resuena de forma especial otro anuncio: «Viene detrás de
mí el que es más fuerte que yo, ante el que no soy digno de agacharme a desatar la
correa de su calzado. Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con espíritu santo»

168
(Mc 1,7-8). Él anuncia no a un personaje político, sino al juez del mundo, al que
bautizará no solo con agua, sino con «Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11; Lc 3,16) o
sencillamente «con Espíritu santo» (Mc 1,8; Jn 1,33). Juan no puede ensombrecer al
auténtico Mesías; por eso se muestra en actitud de servicio y de humildad, con el único
empeño de anunciar al que ha de venir.
La voz que clamaba potente en el desierto fue escuchada solamente en el interior de
algunos corazones rectos y sinceros. Ellos siguieron las prácticas ascéticas y piadosas del
maestro en el quehacer diario de la vida del pueblo judío (Mc 2,18). Pero no impulsó
ningún movimiento que crease escuela en el futuro. Las autoridades del tiempo, religiosas
y civiles, ignoraron su mensaje, aunque fueron objeto de su dura recriminación por violar
las sacrosantas tradiciones del pueblo judío. Así sucedió con el rey Antipas, por construir
Tiberiades sobre un antiguo cementerio o casarse con Herodías, y con los grupos
religiosos de sacerdotes, saduceos, fariseos y herodianos.
Su mensaje, centrado en la inminente condena de los impíos que no se convirtieran
y fueran bautizados, no puede calificarse de «buena noticia». El euvagge,lion, la buena
noticia, pertenece al que él anunciaba como «más fuerte que yo» (Mc 1,7). Él no era
más que el precursor.
La tradición cristiana ha sido sumamente respetuosa con la figura de Juan, en
cuanto que su anuncio profético ha reconocido el mesianismo de Jesús. Los datos
históricos invitan, no obstante, a una reflexión más crítica y menos firme. Es muy
probable que Juan tuviera dudas acerca del ministerio de Jesús, tal como relata el
documento Q, al enviar a sus discípulos a averiguar si era él el que había de venir: «Juan,
(al oír hablar de todas estas cosas), envió a algunos de sus discípulos para preguntar(le):
¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?» [37] . (Lc 7,20; Mt 11,3). Por
otra parte, la evocación de Juan de un juez del mundo con poder destructor no se aplica
muy bien a la figura y al mensaje de Jesús, que enseña al mundo el hermoso significado
de la palabra «padre». Es muy probable que Juan muriera con sus dudas acerca de la
misión de Jesús; pero, en todo caso, su singular figura brilló en la estepa del Jordán,
influyendo no solo en sus propios discípulos, sino en los de Jesús y, si cabe, en el mismo
Jesús.
La admiración de Jesús por el Bautista resulta evidente, aunque los testimonios de
Jesús sobre él hayan estado sometidos a la elaboración de la comunidad cristiana

169
primitiva. Entre la multitud de personas que se acercaron al Jordán para recibir el
bautismo de penitencia estaba Jesús. Quien lo bautizó era más que un profeta. Así lo
plasmó después Mateo diciendo: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Un hombre vestido
delicadamente?... Pero, entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más
que profeta» (Mt 11,7-10). Es posible –sin poder llegar a una demostración– que algunos
discípulos de Juan estuvieran en el grupo de Jesús; es seguro que la predicación de Juan
llegó a los corazones de los judíos piadosos, entre los que se encontraba Jesús,
conocedores de su tradición religiosa. Y es casi imposible explicar completamente el
hecho del bautismo de Jesús sin establecer una relación muy estrecha entre ambos
profetas. Es cierto que Jesús no comenzó su misión como discípulo de Juan y que en
ningún momento puede ser considerado su sucesor, pero defiende y aprueba su
ministerio. De forma muy enigmática y desconcertante para los sumos sacerdotes y los
escribas y los ancianos, Jesús afirma la autenticidad del bautismo de Juan y su sentido
cuando, paseando en el templo, les pregunta: «El bautismo de Juan ¿era del cielo o de los
hombres? Y le responden así a Jesús: “No sabemos”. Y Jesús les dice: “Tampoco yo os
digo con qué autoridad hago esto”» (Mc 11,30-33). Y en otra ocasión, más
explícitamente, reconoce que «todo el pueblo que lo oyó, y los publicanos, reconocieron
la justicia de Dios al bautizarse con el bautismo de Juan» (Lc 7,29). Juan, según la
tradición del documento Q, es el más grande entre los nacidos de mujer: «Yo os digo: No
ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan; pero el más pequeño en el
reino de Dios es mayor que él» [38] . (Mt 11,11; Lc 7,28).
La vida pública de Jesús comienza inmediatamente después de ser bautizado por
Juan, un hecho histórico incuestionable. El galileo dejó su pacífico hogar de Nazaret,
abandonó su oficio y viajó de Galilea a Judea para escuchar al nuevo profeta de Israel.
Allí, en las riberas del Jordán, Jesús acudió a ser bautizado por Juan.
El bautismo es un hecho de tal trascendencia en la vida de Jesús que las fuentes que
lo narran son muy abundantes. Joachim Jeremias afirma que está recogido en «quíntuple
tradición» [39] . Pero veamos los textos evangélicos con detención. El relato más antiguo
es el de Marcos, y dice así: «Y se dio el caso de que, en aquellos días, llegó Jesús desde
Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y en seguida, al subir del agua,
vio rasgados los cielos, y al Espíritu, que descendía hacia él como una paloma; y sonó
una voz desde los cielos: “Tú eres mi Hijo querido, en ti me agradé”» (Mc 1,9-11).

170
El texto latino describe el bautismo de esta forma: «Et factum est in diebus illis,
venit Iesus a Nazareth Galilae et baptizatus est in Iordane ab Ioanne. Et statim ascendens
de aqua vidit apertos caelos et Spiritum tamquam columbam descendentem in ipsum; et
vox facta est de coelis: “Tu es Filius meus dilectus; in te complacui”» [40] .
Y el griego lo hace así: «kai. evge,neto evn evkei,naij tai/j h`me,raij h=lqen VIhsou/j
avpo. Nazare.t th/j Galilai,aj kai. evbapti,sqh eivj to.n VIorda,nhn u`po. VIwa,nnou) Kai.
euvqu.j avnabai,nwn evk tou/ u[datoj ei=den scizome,nouj tou.j ouvranou.j kai. to.
pneu/ma w`j peristera.n katabai/non eivj auvto,n\ Kai. fwnh. evge,neto evk tw/n
ouvranw/n( Su. ei= o` ui`o,j mou o` avgaphto,j( evn soi. euvdo,khsa» [41] .
Los evangelistas Mateo, Lucas y Juan nos ofrecen algunas variantes, que podrían
reducirse a las siguientes: según Mateo, Jesús llega de Galilea al Jordán, habiendo
reconocido a Juan, para hacerse bautizar por él. Da la impresión de que quien debería
bautizar era Jesús, y no Juan, consciente plenamente de la superioridad de aquel que
humildemente se acercaba al rito penitencial entre los judíos piadosos de Israel (Mt
3,14). Lucas introduce en el bautismo del pueblo y en el de Jesús tiempos de participio
pasado y subraya el hecho de que la visión de Jesús se produce «estando en oración»
(Lc 3,21). El evangelio de Juan no hace referencia expresa al bautismo de Jesús.
Solamente se dice en él que «Juan testificó diciendo: “He visto al Espíritu, que descendía
del cielo como una paloma y se posó sobre él”» (Jn 1,32). Tal vez escritos posteriores,
como este evangelio, tuvieran cierto pudor por colocar a Jesús entre la muchedumbre de
pecadores que buscaban el lavado de sus culpas. Jesús, no obstante, aún siendo él la
absoluta inocencia, se mezcló entre los hijos del pueblo de Israel, entre aquellos que se
abrían auténticamente al juicio compasivo de Dios.
A la vista de estos relatos evangélicos, me permito hacer algunas consideraciones.
En lo concerniente al rito bautismal, es preciso observar que el verbo griego usado en voz
pasiva, bapti,sqh/nai y correspondiente al arameo qal (qal) activo intransitivo dm[
(‘amad), significa «inmergirse», «recibir un baño de inmersión», y no simplemente «ser
bautizado». Habría que terminar con la imagen que tenemos del Bautista, con la mano
alzada derramando agua sobre la cabeza de Jesús. Los que iban a ser bautizados se
inmergían ellos mismos, al tiempo que Juan actuaba de testigo. Y Jesús, en medio de la
muchedumbre, participó en un bautismo colectivo, lejos de todo tipo de actividad a solas
entre él y Juan. Esto lo esclarece estupendamente Lucas cuando dice: «Y se dio el caso

171
de que mientras se bautizaba todo el pueblo (a[panta to.n lao.n), cuando también se
bautizó Jesús...» (Lc 3,21).
El bautismo tuvo lugar en el Jordán, es decir, dentro del río. Y, en seguida (Kai.
euvqu.j avnabai,nwn) al subir del agua, como nos dice Marcos con un término favorito
que omiten otros evangelistas, dando a entender la rapidez con que se iban a suceder los
grandiosos acontecimientos de Dios con su pueblo, los cielos se rasgaron (scizome,nouj)
–no solo se abrieron, como escriben los paralelos de otros evangelios– para dejar paso al
Espíritu de Dios, de tal forma que permanezca siempre con Jesús y sus seguidores. Y el
Espíritu descendía sobre él como una paloma. En un lenguaje simbólico, típico de los
textos apocalípticos y con claras evocaciones a la narración de los inicios del mundo en el
primer capítulo del Génesis, se apuntan los comienzos de la nueva creación, centrada en
la persona de Jesús. Y sonó una voz desde los cielos. Es la voz que, desde el cielo,
ratifica la condición de filiación de Jesús: «Tú eres mi Hijo» (Mc 1,11), una frase que
reproduce casi con exactitud el Salmo 2,7, aunque invirtiendo el orden del primer verso y
omitiendo el segundo. Para Marcos, que en este momento cita un salmo real, la palabra
«hijo» que, en principio, puede ser atribuida a reyes o a ángeles de Yahvé, se concibe de
un modo mesiánico. Además, es un hijo «querido» (avgaphto,j), palabra que podría
incluso ser interpretada como título de Jesús, aunque quizá lo más correcto sea traducirla
como «amado». «En ti me agradé» (evn soi. euvdo,khsa), una clara alusión a Isaías (Is
2,1) y que, aunque gramaticalmente permita un uso de presente (en quien yo me deleito),
tiene un bello y real sentido de pasado. Jesús, según Marcos, sería el elegido antes de
todos los tiempos, antes de la creación del mundo, y ahora ratificado en el bautismo del
Jordán. El bautismo es una teofanía clara y a la vez extraña. La voz de Dios es
escuchada solamente por Jesús, si bien es cierto que todos sus seguidores estamos
también llamados a escucharla [42] .
Todos los autores están de acuerdo en admitir que el bautismo fue una experiencia
determinante en la vida de Jesús y que con ella se distanció radicalmente de la misión de
Juan el Bautista. Si interpretamos a Marcos (Mc 11,27-33 par), descubrimos que la
autoridad que Jesús se arroga se sustenta en la experiencia de su bautismo. Allí descubre
(se le revela) que es el Hijo amado de Dios, al que se le encarga la misión de comunicar
la salvación del Padre a todas las gentes. Él tiene conciencia de ser poseído por el
Espíritu para infundir el aliento de vida a toda la nueva creación. Él inaugura un tiempo

172
nuevo y definitivo, en el que no solo el pueblo de Israel, sino todos los pueblos
presenciarán la llegada del reino de Dios, que se traduce en amor compasivo de Dios a la
humanidad entera. Es una experiencia original y única, no tenida por ningún profeta de
Israel, porque no solo escuchó la voz de Yahvé para anunciarla a su pueblo, sino que fue
proclamado Hijo amado de Dios. A él se le encargó una misión singular, anunciando y
haciendo suya la bondad de Dios con la humanidad hasta el extremo de encarnar en su
persona esa misma bondad. Todo ello trasciende los límites de cualquier ser humano, de
cualquier proyecto, por noble que fuera, aún realizado por el mayor de los profetas. Pero
él tenía la fuerza del Espíritu que guiaría toda su vida, desde los momentos más duros y
precarios hasta el más esplendoroso y sublime de la resurrección.
Resultan evidentes las diferencias entre la misión de Juan y la de Jesús. La visión
que Juan tenía de Dios y de su salvación era más bien de amenaza y amonestación. Su
Dios estaba lejano del ser humano. Nunca habló del reino de Dios. Tampoco curó a
enfermos, ni comió con pecadores. En cambio, Jesús encarnó un Dios presente entre
nosotros y predicó la buena noticia (euvagge,lion) de la salvación para todos.
Después de la experiencia vocacional del bautismo, Jesús regresó a Galilea,
moviéndose alrededor de unos pequeños poblados de la ribera norte y occidental del
bello lago de Genesaret, como Magdala, Tabgha, Tiberias y, especialmente, Cafarnaún, la
que hoy llamamos su casa. Allí comenzó su breve y arduo ministerio.

173
4.10. El ministerio de Jesús
La experiencia del bautismo transformó la vida de Jesús. Aunque resulte imposible
reconstruir la secuencia de los hechos, es muy probable que, una vez abandonado el
desierto del Jordán, Jesús regresase a Nazaret con su familia. El desconcierto y la
extrañeza de su pueblo, incapaz de ver en Jesús un nuevo profeta, comprometido con el
reino de Dios, –liberación para todos, especialmente los pobres y los oprimidos de la
tierra– ocasionaron la marcha a las ciudades del lago de Genesaret, donde Jesús crearía la
gran familia de los hijos de Dios, que le ayudó a conformar su propia personalidad y
experiencia vital y que, más tarde, difundiría su mensaje a todos los pueblos (cf. Mc 6,1-
6).
En los alrededores del mar de Galilea, apartado de su familia natural y abierto a
otras gentes, incluso a las más alejadas de las creencias judías, Jesús anuncia la llegada
del reino de Dios y, para comunicarla al pueblo, se rodea de seguidores que recorrerán
las aldeas de Galilea y Judea, compartiendo su forma de vida, iniciando así el
movimiento que sería el germen del cristianismo. La actividad de Jesús y sus seguidores
y seguidoras se desarrollará con autentica pasión y profunda humildad a la par, con
firmeza y convicción, con estrecha fidelidad al Padre y con el fresco contagio del espíritu
que anuncia a las conciencias la proximidad liberadora de Dios, especialmente a los
pobres de la tierra.
Jesús comenzó su ministerio con la proclamación de la venida del reino de Dios.
Esto resulta innegable. También es evidente que el anuncio del reino de Dios debe ser
entendido como «buena noticia», no solo para Israel, sino para el mundo entero. El
ministerio de Jesús, aparentemente reducido al pueblo de Israel, tenía vocación de
universalidad, entroncado en las propias raíces del Antiguo Testamento y en el amor de
Dios a todo el universo. Otra cuestión muy diferente es explicar en qué consiste ese reino
o reinado, cuál es su relación con las estructuras religiosas del pueblo judío, cuál la
comprensión del mismo por la primitiva comunidad cristiana y en qué sentido la Iglesia se
relaciona con la realidad suprema del reino de Dios. Todas estas cuestiones están abiertas
a la interpretación teológica.
Ciertamente, el anuncio del reino de Dios originó lo que se conoce con el nombre de
«movimiento de Jesús». Esta expresión popular se interpreta también de formas
diferentes. A raíz de la creación del Jesus Seminar en el año 1985, proyecto del Westar

174
Institute, con sede en Sonoma, California, biblistas y teólogos de distintas confesiones
cristianas han buceado en el tema, con enormes logros y resultados de extraordinaria
importancia. Todos ellos comparten presupuestos metodológicos similares, conocen a la
perfección las lenguas bíblicas, están al corriente de los descubrimientos arqueológicos
relacionados con el mundo de Israel y son expertos en el conocimiento histórico del
judaísmo del siglo I de nuestra era cristiana. Las semejanzas descritas no impiden que, en
muchas ocasiones, sus conclusiones sean muy diferentes, mostrando una amplia gama de
imágenes referidas a Jesús.
J. D. Crossan, biblista estadounidense de origen irlandés, concibe el «movimiento
del reino de Dios» de Jesús como un grupo de «itinerantes», como el propio Jesús,
principalmente propietarios o campesinos desposeídos, que aceptarían la pérdida de todo
como juicio sobre el sistema que les había arruinado. Las enseñanzas y comportamientos
de Jesús, sometido a un proceso tenso de helenización de su tierra, trasmitían un mensaje
social innovador y liberador, en oposición a las estructuras patriarcales que alimentaban
las desigualdades de aquella época. Jesús, al estilo de los numerosos filósofos cínicos que
recorrían entonces el imperio romano, no tenía otro sentido que trasformar el orden
establecido. Abogaba por un igualitarismo radical, sin consideración de normas sociales ni
religiosas, como prueban sus prácticas de comensalidad, abiertas a desheredados y
pecadores. Su enorme ingenio, su absoluta libertad en su modo de actuar y sus
sanaciones estaban claramente orientados a la transformación del orden establecido. Sus
enseñanzas se encontraban muy alejadas de las expectativas apocalípticas judías,
basándose, más bien, en normas universales de experiencia humana. En el sentido
estricto del término, Jesús no realizó exorcismos por estimar que las convulsiones de
ciertos enfermos no correspondían a una posesión diabólica. Más que milagros, las
acciones de Jesús se consideran elementos mágicos, fuera de los cauces habituales de la
religión. En los últimos días de su vida subió a Jerusalén, donde murió, sin mediar
proceso alguno, ejecutado por los romanos, abandonado por todos, para ser enterrado
con toda probabilidad en una fosa común. A lo largo de su ministerio, nunca llamó aba
abbâ’ a Dios, ni tuvo intención de formar discípulos que continuasen su obra. Sin
embargo, una vez muerto en la cruz, sus seguidores interpretaron su muerte a la luz de
las profecías del Antiguo Testamento, creando el mito de su pasión y resurrección [43] .

175
Burton L. Mack, especialista en los orígenes del cristianismo, trabaja sobre hipótesis
altamente arriesgadas y con enfoques muy escépticos acerca de los escritos sobre Jesús.
Dichos escritos, según este autor, sin que puedan ser tachados de falsedad, tienen
realmente un carácter mítico, opuesto a la historia, y, más que otra cosa, reflejan las
situaciones sociales, políticas y culturales de sus autores. Son auténticos documentos del
movimiento cristiano primitivo más que versiones fiables de la vida de Jesús.
Centrado desmesuradamente en la fuente Q, Mack considera al evangelista Marcos
el verdadero fundador del cristianismo, inventor de la historia del conflicto entre Jesús y
los líderes religiosos de Israel, y el constructor de la figura de Jesús como maestro de
sabiduría y fundador de un experimento social. Más tarde (entre los años 70 y 100 de
nuestra era), Mateo y Lucas hicieron uso de los escritos de Marcos y de la fuente Q,
convirtiendo a Jesús en Hijo de Dios [44] .
Elisabeth Schüssler, teóloga feminista, describe el movimiento de Jesús como un
«discipulado de iguales», alternativa a las estructuras patriarcales del judaísmo, sin que
ello suponga rechazar sus normas y sus prácticas [45] .
Para E. P. Sanders, Jesús fue un profeta escatológico (no un reformador social),
plenamente consciente de ser el último enviado de Dios para anunciar la restauración de
Israel, es decir, profundamente insertado en las tradiciones del pueblo judío. Tuvo plena
conciencia de ser el último profeta enviado de Dios y de vivir un momento decisivo en la
historia. Ahí radica su personalidad irrepetible y la originalidad de su actuación. Su
predicación estuvo orientada a preparar al pueblo para la venida definitiva del reino (o
reinado) de Dios y tanto sus milagros como su muerte deben explicarse en este contexto.
Acepta los milagros obrados por Jesús (no pueden ser considerados pura magia), pero los
atribuye a causas naturales y no sobrenaturales. Lo más excéntrico y ofensivo de este
profeta para el ambiente judío del tiempo fue el ofrecimiento a los pecadores de un
puesto en el reino de Dios, sin necesidad de arrepentimiento ni de penitencia ritual. Sus
discípulos continuaron tras su muerte la predicación escatológica, aunque, gradualmente,
fueron orientándola hacia la figura de Jesús, convirtiendo así su persona en el eje central
de su anuncio. En opinión de este biblista de Texas, lo importante no es la situación
política de Palestina, sino la estrecha relación de Jesús con los movimientos judíos de
aquel tiempo [46] .

176
R. A. Horsley, al entender que Jesús fue un militante del cambio social, político y
económico, opina que el movimiento de Jesús estaba orientado hacia la renovación social
de la Galilea de aquella época, fuertemente marcada por la explotación de las clases
dominantes. Las comunidades campesinas de las aldeas y ciudades de Galilea estaban
llamadas a promover una ética nueva, cimentada en el amor a los enemigos y la
supresión de las estructuras patriarcales, generadoras de desigualdades y de rencor entre
sus miembros. Toda la actividad ministerial de Jesús debe ser entendida en el marco de la
situación política, social y económica de Galilea, alejada de la tranquilidad aparente del
reinado de Tiberio [47] . Jesús fue, efectivamente, un revolucionario social en contra de
las élites poderosas de su tiempo más que un predicador o un carismático que recorría las
aldeas de Galilea. Fue un profeta más de Israel y no un Mesías. El movimiento liberador
de Jesús fue, de hecho, uno más de los movimientos de renovación, que surgieron en la
Palestina de la época, en espera de que los gobernantes políticos, judíos y romanos a la
par, fueran expulsados por Dios de aquella tierra.
Marcus J. Borg, influido por las obras de G. Vermes y de J. Dunn, presenta la figura
de Jesús como la de un carismático espiritual, enraizado en la más genuina tradición del
pueblo de Israel –pueblo santo de Dios– y lleno del Espíritu de Yahvé. Jesús es un sabio
lleno de carisma y un mediador de lo sagrado, pero no puede apropiarse el título de
Mesías. Su doctrina y sus hechos, lejos de contener tintes escatológicos, están llenos de
la experiencia de Dios, que él manifiesta especialmente en sus milagros. En estos
milagros se aprecia la relación de Jesús con otros maestros carismáticos del judaísmo y la
autenticidad de su mensaje. Su postura respecto a la vida futura, a la resurrección de
Jesús, está inmersa en el agnosticismo, pese a que reconozca que la convicción de que
«Dios lo resucitó (a Jesús) de entre los muertos» (Rom 10,9; Gal 1,1; Col 2,12; 1 Pe
1,21) está ampliamente difundida en los escritos del Nuevo Testamento [48] .
Estas opiniones parecen prescindir del carácter teológico del movimiento de Jesús,
tan específico de su misión. Por otra parte, resulta extremadamente simplista enmarcar la
persona de Jesús en un grupo de predicadores itinerantes, sin propósito específico y al
margen de la fuerte religiosidad del pueblo de Israel. Es prácticamente imposible concebir
el movimiento de Jesús sin apenas vinculación con el pueblo de Israel, del que Jesús
formaba parte. De hecho, según Meier, los fariseos y Jesús representaban los dos
principales movimientos religiosos de Palestina en aquella época [49] . En los evangelios

177
existen suficientes evidencias que prueban la relación de los seguidores de Jesús con los
movimientos proféticos de etapas anteriores, al tiempo que determinan la identidad de los
mismos. Los relatos de la gran familia de Jesús son muy minuciosos al distinguir «mucha
gente» (Mc 6,34), «sus discípulos» (Mc 14,13), «algunas mujeres» (Lc 8,2) y el grupo
más íntimo, «los doce» (Lc 8,1; Mc 3,14).
Estamos hablando ya de una familia nueva de Jesús, de hombres y mujeres que se
sienten llamados por él, que lo siguen y que pretenden continuar su misión, una vez que
resucite de entre los muertos. Ya no importan los lazos de sangre, ni la pertenencia a un
clan; tampoco el vínculo con instituciones tan significativas en la cultura semítica oriental,
ni siquiera la elección de un pueblo, Israel, al que pertenecen los judíos, en el que tanto
contaba el amor de Yahvé. Son sencillamente sus seguidores, los continuadores de su
ministerio en el tiempo y por todos los lugares de la tierra.

178
4.11. La familia nueva de Jesús
Jesús es el gran fascinador. Una familia nueva no se hace desde la apatía y la inactividad.
Los lazos naturales funcionan por sí mismos, espontáneamente, mientras que las nuevas
conquistas de familia responden a la innovación y al anuncio de nuevos retos e ideales. Y
así lo hizo Jesús [50] . La atracción que ejerce Jesús sobre las gentes sencillas es
realmente abrumadora. Él está siempre abierto a las necesidades de los más pobres, a los
que atentamente escucha con sincera compasión. Y consecuentemente muchas personas
caminan detrás del maestro, contentos de compartir la alegría presente y la esperanza de
un mundo mejor. Su llamada es radical; llama a todos, aunque de diferentes maneras, e
invita a dejarlo todo –incluso tierras y la propia familia natural– para lanzarse a la
aventura de la inseguridad, plasmada en sus duras y gráficas palabras: «las zorras tienen
madrigueras, y los pájaros del cielo nidos; en cambio, el Hijo del hombre no tiene donde
reclinar la cabeza» (Mt 8,20).
La llamada de Jesús lleva consigo una vida compartida. Las gentes siguen a Jesús y
viven como él, tras los pasos del nuevo profeta itinerante. No siguen a un sabio maestro,
al estilo de los grandes pensadores del mundo griego; tampoco son aleccionados por un
famoso rabí que les instruya en las Escrituras hebreas; él transmite la sabiduría de la
vida, centrada absolutamente en el reino de Dios, es decir, curando y perdonando con
amor a las personas y enseñándoles a ver a Dios como padre. Todo está, pues, al
servicio del reino de Dios. Y reino significa liberación y salvación. Por eso, Jesús aparta
de sus seguidores la servidumbre a los poderes de Roma, libera asimismo al pueblo de las
ataduras esclavizantes de la ley mosaica, al tiempo que enseña a sus seguidores el amor a
los demás, aun a costa de ser rechazados por su causa. En la propia inseguridad
encontrarán los discípulos la auténtica alegría, compartiendo con toda la humanidad el
amor de Dios a este mundo. Esta es la misión del discípulo: anunciar con alegría el reino
de Dios, no con imposiciones, sino como servicio, curando las dolencias y sufrimientos
de las gentes y diciéndoles que Dios está con ellas. Jesús expresa estas bellas realidades
en extrañas metáforas que hablan de seguidores que se convertirán en «pescadores de
hombres» (Mc 1,17), que no deben llevar «alforja para el camino» (Mt 10,10), que
«sacudan el polvo de sus pies» cuando no sean bien recibidos en una casa (Mt 10,14),
que no se preocupen de «qué van a hablar» cuando sean entregados a los sanedrines y a
las sinagogas (Mt 10,19), y otras similares. Así aparece en el mundo el reino de Dios,

179
suscitando una comunidad viva, que recibe la buena noticia de la salvación y que ofrece
hospitalidad a los más necesitados [51] .
Innegablemente, Jesús despierta el interés de la multitud cuando recorre las aldeas y
ciudades de Galilea y Judea. No es el primer profeta al que las gentes, oprimidas política
y religiosamente en la Palestina de aquel tiempo, persiguen anhelando su liberación, en
espera de tantas promesas mesiánicas aún incumplidas. Pero ahora, todo es distinto y
novedoso [52] . Pobres campesinos, atormentados por su miseria y el peso de las leyes
religiosas, siguen a Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios. Salen al encuentro del
maestro, escuchándole y llevándole los enfermos, en ocasiones con entusiasmo y
auténtica entrega; otras, de forma menos comprometida, pero siempre fiándose de su
especial autoridad. En el grupo de seguidores hay hombres, perfectamente identificados
por sus nombres y su actividad, pero también figuran mujeres, que aunque no aparezcan
en los llamados relatos de vocación, en los que se incluyen únicamente varones, siguen a
Jesús y sirven como auténticas seguidoras (avkolouqe,in y diakone,in). Estas mujeres,
seguidoras de Jesús en Galilea (Mt 27,41; Mc 15,40-41; Lc 23,49), fueron testigos del
hecho excepcional de la pasión de Jesús –relato que contiene tradiciones muy antiguas de
la comunidad de Jerusalén– junto con algunos varones, tal como aparecen consignadas
en varios escritos evangélicos (Mt 27,56.61; 28,1; Mc 15,40.47; Lc 8,2-3; Jn 19,25;
20,1). Nunca son llamadas maqhth,j (discípulas) de Jesús, pero, aunque nominalmente
no aparezcan como tales en los evangelios, así pueden ser consideradas en realidad [53] .
Estas gentes fascinadas por la noticia del reino de Dios son la nueva familia de
Jesús. Lo que he dicho anteriormente acerca del seguimiento de Jesús lo expresan los
evangelios de forma mucho más contundente y exigente. El evangelio de Marcos nos
enfrenta a un pasaje en el que aprendemos que el ser «familia» de Jesús no equivale a
estar con él. Los que están a su lado no pertenecen a su círculo mesiánico. Los familiares
de Jesús que tratan de alejarlo de su misión, que han dicho que «estaba fuera de sí», se
encuentran realmente fuera de su ámbito familiar. Por eso, cuando a Jesús le anuncian
que «tu madre y tus hermanos te buscan fuera», «dirige en torno su mirada a los que
estaban sentados en corro alrededor de él, peri` auvto.n (evocando una imagen
patriarcal), y les dice: “Ahí tenéis a mi madre y a mis hermanos. Pues el que haga la
voluntad de Dios, ese es mi hermano, y hermana, y madre”» (Mc 3,32-35).

180
Claramente, sus hermanos, hermanas y madre son aquellos que cumplan la voluntad
de Dios. Jesús, en términos similares al profeta Isaías (Is 49,18-21; 60,4), expresa la
esperanza de la llegada de la familia escatológica, en perfecta consonancia con el reino de
Dios que está anunciando. Lucas expresa enérgicamente la misma idea: «Si alguno viene
a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a (su) mujer y a (sus) hijos, a (sus)
hermanos y hermanas, y más aún, incluso a su vida, no puede ser discípulo mío» (Lc
14,26). Jesús propone una forma de seguimiento, ciertamente chocante y extraña. Otro
tanto cabe decir del dicho de Jesús: «pues vine a desunir: el hombre contra su padre, la
hija contra su madre, la nuera contra su suegra» (Mt 10,35). Y el cuarto evangelio
enfatiza que, por la cruz y desde ese mismo momento nace la nueva familia de Jesús.

181
4.12. Los discípulos
A excepción de Lucas, que presenta un Jesús solitario y ambulante, que ha predicado en
la sinagoga de Nazaret y ha realizado diversas curaciones en Cafarnaún (Lc 4,16-44), los
evangelios nos dicen que Jesús comenzó su ministerio rodeándose de discípulos (Mt
4,18-22; Mc 1,16-20; Jn 1,35-51). No se puede descartar la posibilidad de que Jesús,
aunque solo fuera por un corto espacio de tiempo, hubiera comenzado su actividad sin la
compañía de discípulos [54] ; pero lo más relevante en este caso es la elección de
personas que acompañarían a Jesús durante todo su ministerio [55] .
Siempre me ha parecido que los relatos vocacionales de los evangelios –encuentro
de Jesús con personas que son invitadas a su seguimiento– son genuinos modelos de
narrativa. Enmarcada en un ambiente natural de intensa belleza y reflejando un profundo
conocimiento de la psicología humana, la palabra de Jesús se dirige a las personas con
una sencillez estremecedora, una ternura y exquisitez entrañables y una proyección
amorosa desbordante. Es cierto que, como dice R. Aguirre, «el fenómeno del
seguimiento de Jesús fue complejo», produciéndose probablemente diferentes formas,
unas más personales y otras que hacen clara referencia a la familia o a la sociedad en
general (cf. Mc 1,16-20; Mc 10,46-52; Jn 1,40-42) [56] , pero el trasfondo del mismo es
idéntico.
Veamos cómo expresa estas realidades el evangelista Marcos, en el escenario de
Galilea, una región de vital importancia para él en la actividad ministerial de Jesús. Dice
así: «Y según iba por la orilla del mar de Galilea vio a Simón y a Andrés, hermano de
Simón, echando la red en el mar, pues eran pescadores. Y Jesús les dijo: “Venid detrás de
mí, y haré que seáis pescadores de hombres”. Y en seguida, dejando las redes, lo
siguieron. Y según iba un poco adelante vio a Santiago el de Zebedeo y a su hermano
Juan, también ellos en la barca, arreglando las redes. Y en seguida los llamó. Y dejando a
su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, fueron tras él». (Mc 1,16-20).
La llamada de Jesús siempre es absoluta, radical, soberana, inapelable; nunca es
brusca, ni violenta ni amenazante. Y, en todas las ocasiones, muestra una gran
generosidad, orientada claramente al servicio de los pobres, que tienen a Dios como
única esperanza.
Aunque en estas historias de vocación se invoquen frecuentemente las coincidencias
y similitudes con la de Eliseo por el profeta Elías, es evidente que los elementos que

182
configuran a unas y a otra son completamente diferentes. En el Antiguo Testamento
aparece raramente la relación entre maestro y discípulo, establecida en el Nuevo
Testamento, y el término maqhth,j no se encuentra en la traducción de los LXX. Este
término griego, si bien se utiliza para designar a los discípulos de Juan el Bautista (Mt
11,1) y, en alguna ocasión, a los de los fariseos (Mt 22,16), es específico de los
seguidores de Jesús y lo convierte realmente en único [57] . En poco se parecen, además,
las actitudes de Jesús con las de profetas y rabinos judíos. En el mundo de la Torá, eran
los discípulos –solamente varones– quienes elegían al maestro, del que aprendían y al
que servían. Los discípulos de los maestros de la ley y los que se adherían a algún
movimiento profético se diferencian substancialmente de los seguidores de Jesús.
El mencionado texto de Marcos (Mc 1,16-20) comienza con una palabra: para,gwn
(praeteriens), «pasando» o «según iba» por la orilla del mar de Galilea. Marcos recuerda
con este término la manifestación de Dios a Moisés (Ex 33,18-23) y el paso del profeta
Elías antes de confiar su misión a Eliseo (1 Re 19,11), realzando así la acción de Jesús al
llamar a sus discípulos. Y esto ocurre en un lugar singular, no simplemente en «el mar»,
como dice en otros lugares (Mc 2,13; 3,7; 4,1; 5,1.13.21), sino «en el mar de Galilea»,
para demostrar el interés del evangelista por esta región en la misión de Jesús [58] . Este
mar es el lugar de trabajo de aquellos que van a ser sus discípulos.
Jesús, moviéndose por la orilla del mar, inquieto por el amor a la humanidad, ve a
Simón y a Andrés. Él toma la iniciativa, interpretándose su acción no como la de un
mero observador, sino como la de alguien interesado en la vida de los seres humanos. En
este caso, los discípulos no eligen al maestro, como en el judaísmo rabínico, sino al
revés. El seguimiento a Jesús supone una llamada personal, dirigida a un grupo reducido,
sin que ello se contraponga a la llamada universal al arrepentimiento y al amor, es decir, a
los valores del reino de Dios. Siempre la invitación al reino es superior y más amplia que
la llamada al discipulado. El discípulo está al servicio del reino de Dios y no al revés. Uno
es el servidor del otro; el discípulo, en definitiva, es servidor de Jesús, que personifica y
realiza ese reino. No importa que los llamados a ser discípulos gocen de cualidades
especiales; lo importante es la fuerza de Jesús que los convierte en seguidores suyos y la
misión que él les va a confiar. Jesús no restringe su llamada. Se dirige a todos, hombres y
mujeres, puros e impuros, observantes de la ley y gentes alejadas de Yahvé. Así vio y
llamó a Simón (a quien posteriormente impone el apodo de Pedro), que tiene el honor de

183
ocupar el primer puesto en los acontecimientos más trascendentes de la vida de Jesús, y
a Andrés, su hermano. Estaban echando la red en el mar, probablemente utilizando una
red circular, arrojada al mar desde la costa o a escasos metros de ella, pues eran
pescadores [59] . También llamó a Santiago y a su hermano Juan, hijos de Zebedeo, para
distinguirlos claramente de Santiago, el hermano del Señor, y Juan Bautista. En los
sinópticos los hijos de Zebedeo aparecen siempre juntos y, con Pedro, forman un grupo
estrechamente relacionado con los acontecimientos más significativos de la vida del
maestro (Mc 5,7; 9,2; 14,33; Lc 9,51-56).
Venid detrás de mí (deu/te ovpi,sw mou), dijo Jesús. En la literatura rabínica, el
discípulo va detrás del maestro, acompañándolo y aprendiendo de sus enseñanzas, pero
siempre a una distancia prudencial, que marca diferencias. El seguimiento del discípulo
de Jesús es entrega total, vivir su vida en la ruta del camino trazado por el maestro. Los
primeros discípulos dejaron las redes, es decir su trabajo y su negocio, tal vez próspero y
en todo caso seguro para seguir a Jesús (hvkolou,qhsan auvtw[). La llamada de Jesús
(evka,lesen au,tou,j, los llamó), con el trasfondo de la llamada de Dios a los profetas y al
pueblo de Israel, se traduce por el seguimiento de los discípulos, avkolouqe,in, un
término empleado con muchísima frecuencia en los sinópticos y en Juan; y aunque en
ocasiones hace referencia a la muchedumbre que iba tras de Jesús, se aplica de forma
característica y diferenciada a los discípulos [60] . Si la llamada de Jesús es personal, el
seguimiento es total y radical. Elías permitió a Eliseo despedirse de sus padres y
atenderlos (1 Re 19,20). Jesús exige del discípulo una ruptura fundamental, en lo
personal y en lo cultural. Y los evangelios lo narran claramente de esta manera. El
discípulo debe dejar su trabajo (Mc 1,18), incluso a su familia, rompiendo así los
esquemas de valores del Antiguo Testamento (Mc 1,20; 10,29-30), dejarlo todo (Lc
5,11), para compartir la vida itinerante, pobre y dolorosa del maestro.
Las exigencias que conlleva el seguimiento de Jesús han de terminar en un servicio
auténtico y completo a los demás y en un amor desinteresado, incluso a los enemigos. En
lugar de aspirar a los primeros puestos, el discípulo ha de estar atento a las necesidades
de los otros e incluso soportar injurias por Jesús (Mc 9,35; Mt 5,38-42). En resumen,
todo se reduce a seguir los pasos de Jesús, a amar a los demás como él nos amó,
entregando su vida de forma tan radical, hasta llegar a la muerte por sus amigos (Jn
15,12-13). Todo quedaría compendiado en los dos dichos de Marcos: «Si alguno quiere

184
venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, lleve a cuestas su cruz y sígame. Pues el que
quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y el Evangelio, la
salvará» (Mc 8,34-35).
La renuncia a todo del discípulo –no llevar «ni pan ni alforja, ni calderilla en la faja;
sino calzados con sandalias; y no llevar dos túnicas» (Mc 6,8-9)– no es simplemente un
desapego hacia los bienes del mundo, marcando diferencias con el estilo de vida de los
demás que habitan la misma tierra, sino un signo y una proclamación del reino de Dios
anunciado por Jesús. Desde el anuncio del reino de Dios se entiende perfectamente la
pobreza y desnudez del discípulo, la inseguridad material que le orienta a confiar en la
providencia y el mismo distanciamiento con la familia y con el mundo. Es que el reino de
Dios ha llegado y ha llegado a los pobres (se bendice a los pobres, no la pobreza), a los
enfermos y poseídos por el mal –personas que solo confían en Dios para su realización y
felicidad– a quienes Dios llama dichosos porque les ha prometido su salvación, su
basileia.
El discípulo de Jesús asume voluntariamente la condición de marginado, de
postergado de aquellos valores que le aparten de la novedosa realidad del reino de Dios;
recibe asimismo la misión de anunciar ese reino con los poderes de curación conferidos
por el carisma de Jesús para poder llevarla a término y obtiene la promesa de
desempeñar un lugar privilegiado en el nuevo Israel escatológico, tal como dice el
evangelio de Mateo: «Vosotros, los que me seguisteis, cuando en la regeneración se siente
el Hijo del hombre en su trono esplendoroso, os sentaréis también vosotros en doce
tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Aparece evidente que la
función del discípulo gira en torno a la misión del anuncio del reino de Dios, repleto de
realidades presentes y signo de sucesos futuros Y sin esta singular y liberadora realidad la
figura carecería de sentido. El discípulo es, simplemente, la persona que continúa
anunciando el reino, hecho presente en Jesús de Nazaret.

185
4.13. Los Doce
Los Doce constituyen el grupo más conocido y más íntimo de los seguidores de Jesús.
Los relatos evangélicos se refieren a ellos como los Doce (Mc 3,14; 6,7; 9,35; 10,32;
11,11; 14,17), los Doce discípulos (Mt 10,1), o los Doce apóstoles, una terminología
muy propia de Lucas (Lc 6,13; 9,10; 17,5; 22,4; 24,10), que obliga a una nítida
distinción entre el concepto de los Doce y el de Apóstol, un grupo más amplio y con
connotaciones específicamente pospascuales.
Aunque continúa siendo una cuestión abierta a la discusión teológica, la mayoría de
los exegetas opinan que el círculo de los Doce se remonta al Jesús histórico, pese a la
ausencia de mención en la fuente de los logia y a la rápida desaparición en la conciencia
de las primeras comunidades cristianas [61] . El grupo se halla muy establecido y
afianzado en la memoria de los seguidores de Jesús, según consta en los evangelios, y
difícilmente se explicaría la mención a Judas Iscariote como «uno de los Doce» (Mc
14,10.20.43; Mt 26,14) o las apariciones del Resucitado a este grupo en la tradición más
antigua, citada por Pablo en la carta a los Corintios (1 Cor 15,3-5), aparte de que el
significado del mismo se ajusta perfectamente a la actuación profética de Jesús de
Nazaret. Resulta poco verosímil que los Doce fueran una creación de la primitiva
comunidad cristiana y que desaparecieran poco después de las apariciones del
Resucitado, sin apenas dejar huella significativa en ella.
El Nuevo Testamento presenta cuatro listas con los nombres de los Doce, tres de
ellas en los evangelios sinópticos y una en los Hechos de los Apóstoles (Mc 3,16-19; Mt
10,2-4; Lc 6,14-16 y Hch 1,13). En el evangelio de Juan no aparece lista alguna, aunque
haya referencias a los Doce en general (Jn 6,67), a Judas (el) de Simón Iscariote, como
«uno de los Doce» (Jn 6,71), y de igual manera, a Tomás, que se llamaba Dídimo (Jn
20,24).
Paso a considerar la narración de Marcos que, aparte de presentar una palmaria
coincidencia con las restantes listas de los Doce, hace una aportación a la perícopa
consistente, según dice J. Gnilka, «en que empalmó con una lista de nombres un relato
que narraba la constitución de los doce y la asignación de nombre a tres. Además
introduce en el relato la idea del envío y del poder. Tal vez a causa de la preferencia de
los tres, se produjo el desplazamiento de Andrés del segundo al cuarto lugar y la
caracterización de Judas Iscariote como el traidor» [62] .

186
Este es el texto: «Y subió al monte y convocó a los que quiso él, y se le acercaron.
E instituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran
autoridad para expulsar los demonios. E instituyó los Doce; e impuso a Simón el nombre
de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan el hermano de Santiago, y les impuso el
nombre de Boanergés (que significa “hijos del trueno”); y a Andrés, a Felipe, a
Bartolomé, a Mateo, a Tomás, a Santiago el de Alfeo, a Tadeo, a Simón el Cananeo, y a
Judas Iscariote, el que lo entregó» (Mc 3,13-19).
La región del mar de Galilea, el escenario habitual donde el maestro enseñaba a sus
discípulos, da paso ahora a la montaña, un lugar aislado y solitario, al que accede Jesús y
un pequeño grupo de seguidores, atraído por la fuerza arrolladora de su persona. El
acontecimiento narrado se desarrolla en la intimidad, lejos de las aglomeraciones del mar
y bajo el signo de la ternura y confianza, inspiradas por la relación entre el Padre y el
Hijo. Como dice J. Ratzinger, es «un lugar en lo alto, por encima del ajetreo y la
actividad cotidianos», un lugar de oración, de intimidad con Dios, indicando claramente
que «la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional,
un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está
anclada en él» [63] .
Jesús subió a la montaña. Es muy probable que, detrás de esta expresión,
avnabai,nei eivj to, o;roj, Marcos tenga presente las significativas alusiones del Antiguo
Testamento a la presencia de Dios en la montaña, como sucede en el monte Sinaí (Ex
19,3; 19,24; 24,1-4; Nm 27; Dt 9,10.32). Más importante aún es la elección que se
produce. El texto nos dice que Jesús proskalei/tai (llamó a sí: el verbo en voz media,
compuesto de kale,w y la partícula pro,j) a los que él mismo quiso, poniendo de
manifiesto la soberanía de la elección (reflejada también en el Antiguo Testamento, Dt
7,6-8; Is 41,8-10; 45,4), y que los elegidos siguen indefectiblemente la llamada de Jesús,
alejándose de sus quehaceres cotidianos para estar con él, kai. avph/lqon pro,j auvto,n.
La fuerza del verbo utilizado (se separaron) recuerda al profeta Isaías cuando afirma que
«tal será mi palabra, que salga de mi boca: no volverá a mí de vacío, sin que haya
realizado lo que yo deseaba» (Is 55,11).
Instituyó a doce, kai` evpoi,hsen dw,deka. El verbo griego utilizado (poie,in), que no
aparece en la lengua clásica y significa literalmente «hacer», es reflejo de un semitismo
utilizado en los LXX (1 Re 12,6) y evoca la creación del mundo en el libro del Génesis,

187
dando a entender la acción de Jesús como una nueva creación, un signo de carácter
escatológico, confirmado además por la proclamación de la buena noticia a los pobres y
la expulsión de los demonios cuando se acerca el reino de Dios. Los Doce están llamados
a estar con Jesús y a ser enviados, sin que una cosa excluya la otra. Primero, los Doce
han de estar con Jesús, es decir, ahora, y más tarde, serán enviados a predicar y a
expulsar los demonios. De una forma clarividente, J. Ratzinger afirma: «Estar con Jesús
y ser enviados parecen a primera vista excluirse recíprocamente, pero ambos aspectos
están íntimamente unidos. Los Doce tienen que aprender a vivir con él de tal modo que
puedan estar con él incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra. El estar con
Jesús conlleva por sí mismo la dinámica de la misión, pues, en efecto, todo el ser de
Jesús es misión» [64] .
A la llamada de los discípulos y a la «creación» de los Doce, realidades altamente
simbólicas, Marcos añade el nombre de los mismos. Son los siguientes:
Simón (!w[mv: Simeón), nombre muy común en el mundo judío, llamado Pedro
(pe,troj), forma griega del arameo apk, Kêpha, Roca. En el Nuevo Testamento aparece
en forma aramea y traducida al griego. Es nombrado el primero en la lista (el primero en
ser llamado por Jesús), es uno del grupo más íntimo de Jesús (Mc 5,37; 9,2; 14,33),
portavoz del grupo de discípulos, primer testigo del Resucitado, asociado a la tarea
fundacional de la Iglesia por la primitiva comunidad cristiana (Mt 16,18), concebido
como uno de los «pilares» de la Iglesia de Jerusalén (Gal 2,9), y con un claro significado
escatológico.
Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que forman con Pedro el círculo más íntimo de
discípulos, según Marcos. Son apodados «Boanergés» o «hijos del trueno».
Andrés, el hermano de Pedro, separado de él y colocado en cuarto lugar en esta
lista.

Felipe.
Bartolomé.
Mateo.
Tomás.

Santiago, el hijo de Alfeo, posiblemente hermano de «Leví», que aparece también


como discípulo de Jesús en Marcos (Mc 2,14).
Tadeo, reemplazado por Judas de Santiago (Lc 6,16).

188
Simón el Cananeo, epíteto que parece estar relacionado con una transliteración de la
voz aramea ![nk, (kana´an), con el significado de «celota».
Judas Iscariote, cuyo epíteto ha dado lugar a múltiples interpretaciones, aunque tal
vez la más probable de ellas tenga que ver con los «sicarios», uno de los partidos
rebeldes en la Palestina de tiempos de Jesús. Judas fue quien traicionó a Jesús,
pare,dwken, un término cargado de sentido negativo, pero que deja abierta la
interpretación de «la entrega o traición» más allá de la responsabilidad humana.
En suma, todas las listas de discípulos comienzan con Simón Pedro y terminan con
Judas Iscariote. Los cuatro primeros, entendida la posición como una valoración,
corresponden a las dos parejas de hermanos que fueron llamados en primer lugar. Simón
Pedro y Andrés, a quienes llamó en las orillas del mar de Galilea, eran procedentes de
Betsaida, al este del río Jordán, perteneciente a Gaulanítide y no a Galilea, pese la
referencia de Juan (Jn 12,21), que la sitúa en este lugar. Entre los Doce, Pedro ocupa un
puesto único y singular.
Si la institución de los Doce se remonta ciertamente a tiempos del Jesús histórico, es
obvio suponer que el número doce tenga un carácter simbólico, acorde con la vida y la
predicación del maestro, más allá de la mera precisión numérica. Los Doce representan
de forma nueva al antiguo pueblo de Dios, a Israel, integrado por doce tribus. La
esperanza de los tiempos mesiánicos visibiliza la restauración del pueblo de Israel. Y todo
ello se cumple en Jesús, en sus gestos proféticos, en sus palabras, en sus hechos y en la
propia institución de los Doce, porque se anuncian los tiempos últimos, la salvación de
Dios a todos los pueblos, en definitiva, el reino de Dios. Así lo resume magistralmente K.
Berger cuando afirma: «En la medida en que, en el Nuevo Testamento, Jesús reúne de
nuevo en torno a sí a una docena de apóstoles, inserta su acción en la continuidad de
Israel y su gran tradición del doce y, al mismo tiempo, remite a la consumación que
acontecerá al final de los tiempos, que ha empezado ya con ello» [65] . Los Doce están
llamados a proclamar la buena nueva del reino de Dios y más que un cuerpo constituido
en autoridad, deben ser un símbolo de la llegada de los tiempos escatológicos [66] .

189
4.14. Enemigos de Jesús
A simple vista, resulta difícil entender que Jesús pudiera haber tenido enemigos. Sus
intenciones fueron siempre sinceras y comprometidas, sin ningún ápice de doblez. Sus
palabras en todo momento estuvieron revestidas de ternura y de esperanza y sus
acciones se encaminaron con entrega absoluta a hacer el bien de cuantos le rodeaban y,
más concretamente, de los pobres y desheredados de la Palestina de aquellos tiempos.
Por otra parte, no es preciso tener mucha imaginación para pensar que el anuncio del
mensaje de Jesús pudiera provocar reacciones violentas en quienes lo escucharon. Él era
un profeta y, por ello, incómodo para cuantos se habían alejado de los auténticos
caminos de Yahvé. La predicación del amor a los enemigos, clave en su mensaje, su
actitud de acogida a los más pobres, su amistad con publicanos y pecadores, su denuncia
y enfrentamiento con las autoridades religiosas y políticas de la época, abrió el camino de
la enemistad a todos aquellos que percibieron en el mensaje del reino de Dios un ataque
frontal a las instituciones más sagradas del judaísmo –el Templo y la ley de Moisés– e
incluso, al propio Yahvé. El gesto simbólico en el templo (Mt 21,12-13.17; Mc 11,15-19;
Lc 19,45-48; Jn 2,14-16) resquebrajaba la columna vertebral de la fe del pueblo judío.
Sus enemigos planearon y, al final, acabaron con su vida.
Un gran enemigo de Jesús fue la aristocracia sacerdotal de Jerusalén que, formada
en gran medida por el partido saduceo, aparte de los ancianos del pueblo, bajo la
presidencia del gran sacerdote, constituía la suprema autoridad jurídica y religiosa, con
poder hasta la destrucción de Jerusalén en el año 70 de nuestra era. Los saduceos, cuyo
nombre, más que «justo», qyds (saddiq), parece estar relacionado con Sadoc, rival de
Ebiatar (Ez 40,46; Eclo 51,12) y cuya presencia queda constatada en los Evangelios,
ejercían su ministerio sacerdotal en el Templo de Jerusalén. Tienen su origen como
partido en el año 153 a.C., cuando Jonatán Macabeo (sin pertenecer a una familia
sadiquita, aunque sí sacerdotal) reunió en su persona el poder del pontificado supremo y
el político. A partir de estas fechas, saduceos y fariseos se turnan en el poder, aliándose
con las autoridades civiles según conveniencias. Comprometidos seriamente con el poder
político, se adaptaron tanto al helenismo de los seléucidas como a la dinastía asmonea y
al imperio romano. El rancio tradicionalismo de su fe no fue obstáculo para hacer
concesiones, tanto políticas como religiosas, a las creencias y costumbres paganas de los
gobernantes poderosos de la época. Un ejemplo evidente de esta disponibilidad saducea

190
lo encontramos en las estrechas relaciones de colaboración con el prefecto romano
Poncio Pilato, en el proceso de Jesús, pese a sus evidentes diferencias y oposición.
Constituyen una auténtica casta, preocupada por el rango social, escasamente relacionada
con el pueblo. Respecto a su doctrina, pertenecían a la ortodoxia judía. Aceptaban el
Pentateuco como libro normativo, rechazaban prácticamente todo aquello que no
estuviera documentado en la Biblia hebrea, eran partidarios de una exégesis literal,
estaban estrechamente vinculados al Templo y sus tradiciones y negaban la resurrección
de los muertos (Mt 12,28; 22,23; Mc 12,18; Lc 20,27), amén de disquisiciones sobre
ángeles y demonios. Aunque aparecen raramente en los evangelios, muestran su rencor
hacia Jesús al final de su vida (Mt 22,22-23 par; Lc 20,22-23) y es Caifás, un saduceo,
quien desempeña un papel decisivo en el proceso de Jesús (Jn 11,49ss). La destrucción
del Templo de Jerusalén en el año 70 d.C., trajo consigo la pérdida de la función religiosa
y social –también la económica– de este partido y prácticamente su desaparición en
cuanto grupo de poder y de influencia.
Parece lógico suponer que el poder civil, representado en Poncio Pilato y el ejército
romano, fuera otro enemigo de Jesús. El prefecto romano, gobernador de Judea del año
26 al 36, bajo el imperio de Tiberio, había reprimido ya tumultos en Jerusalén, donde
subía para la fiesta de la Pascua, y matado a samaritanos que buscaban utensilios
sagrados en el monte Garizim. No es de extrañar, pues, que la proclamación de la llegada
del reino por parte de Jesús turbase su mente y constituyera una amenaza para todo el
imperio romano. Los símbolos políticos y religiosos utilizados por Jesús podían ser
interpretados en clave de dura e incómoda advertencia para el poder civil. El reino que
predicaba Jesús se contraponía al de este mundo, porque en él Yahvé era el único
soberano y su paz no se imponía por la fuerza y la espada, sino por el amor, ofrecido a
todos, especialmente a los más pobres y necesitados. El título escrito en la cruz –rey de
los judíos– pone de manifiesto la carga política como causa de la muerte de Jesús.
Los fariseos aparecen en los evangelios como el grupo de adversarios más
conflictivo con la persona y enseñanzas de Jesús [67] . Sus orígenes son bastante
problemáticos, aunque, en parte al menos, pueda decirse que descienden del movimiento
asideo, del que se escindieron en tiempos de Juan Hircano. Su nombre aparece por
primera vez en tiempos de los Macabeos, hacia la primera mitad del siglo II a.C., con el
término mydysx,, hassidim, o «piadosos». Los fariseos (del hebreo vrp parash,

191
separar), procedentes de las clases humildes de la sociedad, comerciantes y artesanos
fundamentalmente, tenían a gala distinguirse tanto de los grupos helenizantes como de los
ignorantes de la ley de Yahvé, es decir, del pueblo llano de Israel. Entre ellos se
encontraban numerosos escribas y doctores, empeñados en preservar la ley e
interpretarla rigurosamente como fuente de inspiración para su comportamiento moral.
Con mucha frecuencia, aparecen en los evangelios junto con los escribas, enseñando la
Torá, intercalada con sutiles y raras interpretaciones que condujeron a una variadísima y
onerosa casuística. Así sucede en dos pasajes de Marcos (Mc 2,16 y 7,1.5), donde
escribas y fariseos cuestionan los compañeros de mesa de Jesús y el hecho de que sus
discípulos coman con manos impuras. Disputan con Jesús sobre el ayuno (Mc 2,18),
sobre la observancia del sábado (Mc 2,24; 3,2) y sobre el divorcio (Mc 10,2). Como
afirma J. Jeremias, a sus miembros les imponían principalmente dos obligaciones: el
cumplimiento de pagar el diezmo y la escrupulosa observancia de las leyes de pureza. A
pesar de ser laicos, se consideraban a sí mismos pertenecientes al pueblo sacerdotal de
los últimos tiempos, concibiéndose como los santos, los justos, el auténtico pueblo de
Israel [68] . Desde el punto de vista doctrinal, se caracterizaban por la estricta observancia
de la Torá, que les obligaba a rechazar tajantemente cualquier contacto con el mundo
pagano, a no ser para conseguir su conversión a la verdadera fe de Yahvé. La Torá
constituía el fundamento de su doctrina, tanto en los tiempos presentes como en los
futuros y, desde su interpretación, entraban o no en diálogo con las nuevas doctrinas de
los apocalípticos, como la resurrección en la vida futura, el juicio universal o las teorías
sobre ángeles y demonios. Se constituyeron en guías espirituales y civiles del pueblo y
echaron los cimientos para la supervivencia de la esencia específica de Israel tras la
destrucción del Templo de Jerusalén. Su imagen intolerante e hipócrita, reflejada en los
escritos del Nuevo Testamento y en sentencias de los monjes de Qumrán (y en la misma
Iglesia primitiva) ha de ser interpretada en el marco de la polémica entre distintos grupos
religiosos de la época, no siempre concordante con la verdad histórica. Los escribas, en
cambio, grammatei/j, eran intérpretes de la Ley y, aunque identificados con los fariseos
por la fuerza del capítulo veintitrés de Mateo (Mt 23,1ss), donde aparecen las invectivas
contra ambos grupos, solo algunos de ellos pertenecían a su fracción. Habían surgido
como clase después del destierro y se les consideraba teólogos eruditos, una vez
realizado el rito de la imposición de ambas manos (&ms, samakh), por el que se confería
a estos sabios maestros el derecho de interpretar cuestiones teológicas y judiciales [69] .

192
Marcos sitúa a los fariseos casi siempre en Galilea (Mc 2,16.18.24; 3,6; 7,1.5; 8,11.15;
10,2), y a los escribas en Jerusalén (Mc 8,31; 10,33; 11,18.27; 12,28.32.35.38;
14,1.43.53; 15,1.31). Los fariseos eran considerados por la gente por el rigor con que
vivían, aunque tal vez hayan sido exageradas su autoridad y su influencia. Las críticas de
los evangelios sobre ellos recaen no tanto en la observancia de los preceptos morales,
sino en sus exigencias e imposiciones como maestros de conducta que, además de poner
trabas a los demás, anteponen su sabiduría al espíritu de la fe del pueblo de Israel (Mt
12,11; 16,16; 22,36-39; 23,1-12; Mc 8,1; 12,28-33; Lc 12,1; 18,18; Jn 7,22) [70] . En el
trasfondo de esta cuestión está el hecho que, tras la destrucción de Jerusalén y del
Templo, los fariseos, como opina R. Aguirre, «comenzaron la recomposición del
judaísmo configurándolo desde un modelo diferente que tenía como centro la Ley en
lugar del Templo» [71] . Los seguidores de Jesús, en cambio, centraron su fe en el mismo
Jesús, confesado como Mesías y Señor.

[1] Este territorio, tras numerosos avatares políticos y religiosos, quedó bajo el poder absoluto de Herodes
el Grande, confirmado rey de los judíos por Roma, en el año 30 a.C. El reino limitaba al norte con la provincia
romana de Siria; al sur y sureste, con el reino nabateo; al este y noreste se encontraba la Decápolis, una liga de
ciudades autónomas. El reino quedó repartido entre sus hijos: Arquelao (Judea y Samaría), Herodes Antipas
(Galilea y Perea), y Filipo (Iturea y Traconítide). Judea y Samaría, una vez depuesto Arquelao en el año 6 de
nuestra era, fueron gobernadas por un funcionario de Roma, cuya autoridad dependía directamente del
emperador. Poncio Pilato ejerció ese cargo.
[2] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), 28-29, refiere la curiosidad y
extrañeza que produce el hecho de que la sigla a.C.(antes de Cristo) se utilice para acontecimientos que tuvieron
lugar antes del comienzo de la era que se inicia con su nacimiento. El autor emplea las siglas AEC (antes de la era
común) y EC (era común). El calendario actual se debe a un monje escita, llamado Dionisio el Exiguo, cuya
información (limitada y defectuosa) obtuvo la aprobación general, a partir del siglo VI.
[3] Abreviación de Yehoshúa, Yahvé salva.
[4] Cuando Jesús predica el reino no se asemeja a un rabí cualquiera que interpreta con autoridad la letra de
la Escritura; tampoco es un mero profeta que legitima su relato con la autoridad de Yahvé. Su autoridad se
confunde con la voluntad de Dios. «Oísteis que se dijo... Pero yo os digo» (Mt 5,21-48). Todos quedaban
pasmados de su enseñanza porque les enseñaba «como quien tiene autoridad» (Mt 7,29; Mc 1,22).
[5] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 59-86, ofrece datos
interesantes sobre el ambiente de Jesús, bajo los títulos de: a) Historia y geografía, b) La vida económica, c)
Sociedad y familia, d) La vida religiosa, y e) Movimientos y grupos en el ambiente de Jesús.
[6] A Palestina la cruzaban grandes rutas que unían las ciudades más importantes de aquellos tiempos. La
más importante de ellas, la Via Maris, partía de Egipto y, costeando el Mediterráneo a través del Sinaí, se
internaba en Palestina. La ruta continuaba a Damasco hasta llegar a la baja Mesopotamia. La segunda en
importancia era el llamado «Camino Real», una ruta alternativa a la anterior, que sin bordear el Mediterráneo,
llegaba al golfo de Akaba. El tráfico del interior se comunicaba a través de caminos existentes a lo largo del valle
del Jordán, a un lado y a otro del río.

193
[7] Cf. S. HERRMANN, Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2003),
432.
[8] Para apreciar la dificultad en la denominación exacta para las formaciones estatales de Israel y Judá en
esta época véase S. HERRMANN, op. cit., 433, nota 1.
[9] Cf. ibid., 452. Sobre la época de Antíoco IV tenemos una excelente fuente de información: el primer
libro de los Macabeos. Y también, Josefo y Polibio. Véase: S. HERRMANN, op. cit., 453, nota 4.
[10] La mayor información sobre la Palestina de tiempos de Jesús nos la proporciona el historiador Flavio
Josefo, nacido en el año 37 de nuestra era. Escribió: Autobiografía. Contra Apión (Madrid: Gredos, 1994), Las
Guerras de los Judíos I y II (Terrassa: CLIE, 1990), y Antigüedades de los Judíos I, II y III (Terrassa: CLIE,
1988). Las citas posteriores de las obras de Josefo están referidas a estas ediciones.
[11] Cf. E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), 38.
[12] Cf. J. A. PAGOLA, Jesús Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 15.
[13] Idumea, región al sur de Judea, conquistada por los judíos durante el periodo asmoneo.
[14] A los sucesores de Herodes se les llamó «Herodes». Esta es la razón de que en el Nuevo Testamento
lleven este nombre personas diferentes. Véanse, por ejemplo, los pasajes de Mt 2,1-22 y Lc 15, que hacen
referencia a Herodes el Grande; o los de Mt 14,1-6 y Mc 6,14-22, que hablan de Antipas, hijo de Herodes el
Grande, tetrarca de Galilea.
[15] J. GONZÁLEZ ECHEGARAY, El Creciente Fértil y la Biblia (Estella: Verbo Divino, 2011), 13-38. En el
capítulo «Una tierra que mana leche y miel» puede encontrarse una descripción más detallada de esta región del
mundo.
[16] Cf. FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos III, lib. XX, cap. V, 239-243
[17] En Lev 18,6-18 se ofrece una lista de matrimonios prohibidos. Los esenios, en cambio, permitían el
matrimonio entre parientes.
[18] Esta llanura de Izreel se llamó «llanura de Esdrelón» en la época helenística.
[19] Véase E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), 125-131. I.
CARBAJOSA – J. GONZÁLEZ-ECHEGARAY – F. VARO, La Biblia en su entorno (Estella: Verbo Divino, 2013), 67-73. Se
relatan con precisión y claridad: a) las divisiones administrativas de Palestina; y b) la geografía de los Evangelios.
[20] J. A. PAGOLA, Jesús Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 21, nota 21: «Estudios
comparativos llevan a la conclusión de que, en tiempos de Jesús, la población que trabajaba en los campos de
Galilea representaba el 80-90%, mientras el 5-7% podía pertenecer a la elite (Lenski, Malina, Rohrbaugh, Hanson
y Oakman)».
[21] J. A. PAGOLA, op. cit., 24, notas 27, 28, 29 y 30: «Los estudios de Lenski, Freyne, Hanson, Oakman,
Horsley, etc. están contribuyendo a adquirir una conciencia más precisa de la organización económica de Galilea.
No existe prácticamente intercambio económico de reciprocidad entre campesinos y élites, sino imposición de
una política que se resume en tres palabras: “exacción”, “tributo” y “redistribución desde el poder” (Oakman)».
«Al parecer, el tributum soli consistía en pagar un cuarto de la producción cada dos años; por el tributum capitis,
cada persona pagaba un denario al año: los varones, a partir de los catorce años, y las mujeres, desde los doce».
«Flavio Josefo habla del “trigo del César” que estaba depositado en las aldeas de la Alta Galilea (Autobiografía,
71). Según Tácito, hacia el año 17, cuando Jesús tenía veintiuno o veintidós años, Judea, exhausta por los
tributos, pidió a Tiberio que los redujera; no sabemos la respuesta del emperador. Sin embargo, Sanders está
probablemente en lo cierto cuando observa que la situación de los campesinos de Egipto y del norte de África, los
dos grandes “graneros” de Roma, era todavía peor».
[22] El lago se conoce con los nombres de lago de Genesaret, por una ciudad del mismo nombre asentada
en sus orillas; lago de Kinneret, por su forma de cítara; lago de Tiberíades, por la ciudad de Tiberias, situada en la
orilla occidental, fundada por Herodes Antipas; y mar de Galilea, por sus excepcionales dimensiones.

[23] Cf. «Galilea», en F. KOGLER – R. EGGER -WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la Biblia (Bilbao-
194
[23] Cf. «Galilea», en F. KOGLER – R. EGGER -WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la Biblia (Bilbao-
Santander: Mensajero-Sal Terrae, 2012), 312-313. «La población judía en Galilea fue disminuyendo
progresivamente, y el rey asmoneo Aristóbulo I (104-103 a.C.) llevó a cabo un programa de judaización forzosa
tras su conquista».
[24] Cf. R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret, (Estella: Verbo Divino,
2009), 41-43.
[25] El evangelio de Juan narra el ministerio de Jesús desplazándose de Judea a Galilea (Jn 4,43-47.54;
7,9).
[26] FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos III, lib. XVII, cap. I, 175-178.
[27] ID., Las Guerras de los Judíos I, lib. II, cap. VIII, 224-226.
[28] ID., Las Guerras de los Judíos III, lib. XVIII, cap. II, 228-232.
[29] I. CARBAJOSA – J. GONZÁLEZ-ECHEGARAY – F. VARO, La Biblia en su entorno (Estella: Verbo Divino,
2013), 79-88. Se ofrece una visión sucinta y sumamente clarificadora de la ciudad de Jerusalén desde sus
orígenes hasta la primera revuelta judía, en la que tuvo lugar el asedio y la destrucción, en el año 70 d.C.
[30] FLAVIO J OSEFO, Las Guerras de los Judíos I, lib. II, cap. VIII, 224-226.
[31] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y la
persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 230-231.
[32] Conviene recordar que, según la tradición semítica, los términos «hermano/hermana» responden a un
concepto más amplio de lo que se entiende en la actualidad. Los primos hermanos/hermanas también son
llamados hermanos/hermanas.
[33] FLAVIO J OSEFO, Antigüedades judías, 93-94.
[34] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios
(Estella: Verbo Divino, 2004), 51-57. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 22ss.
[35] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 117, ve a Juan con rasgos
de zelota, mesiánico y apocalíptico. J. P. MEIER , op. cit., 61, lo describe como profeta escatológico, con trazos
apocalípticos.
[36] N. T. WRIGHT , Jesus and the Victory of God (Minneapolis: Fortress Press, 1996), 160.
[37] Q 7,18-19. Cf. J. M. ROBINSON – P. HOFFMANN – J. S. KLOPPENBORG (eds.) – S. GUIJARRO (ed. esp.),
El Documento Q en Griego y en Español (Salamanca: Sígueme, 2004), 125.
[38] Q 7, 28. Ibid., 127.
[39] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
67.
[40] NEST LE-ALAND, Novum Testamentum Graece et Latine (Stuttgart: Deutsche Bibelgesellschaft, 1993).
[41] Ibid.
[42] Cf. J. MARCUS , El Evangelio según Marcos (Salamanca: Sígueme, 2010), 169-179. J. J EREMIAS ,
Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009), 67-74. J. GNILKA, El
Evangelio según san Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 56-64. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal
Terrae, 2006), 61-67. T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006),
101-104.
[43] J. D. CROSSAN, El nacimiento del cristianismo: Qué sucedió en los años inmediatamente posteriores a
la ejecución de Jesús (Santander: Sal Terrae, 2002), 281-282. ID., El Jesús de la historia: vida de un campesino
judío (Barcelona: Crítica, 1994). ID., The Essential Jesus: Original Sayings and Earliest Images (San Francisco:
Harper, 1994). ID., Jesús: biografía revolucionaria (Barcelona: Grijalbo Mondadori, 1996). J. P. MEIER , Un judío

195
marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y la persona (Estella: Verbo Divino, 2005),
131-182, ofrece una crítica de estas opiniones.
[44] B. L. MACK, A Myth of Innocence: Mark and Christian Origins (Philadelphia, Fortress, 1988), 322-
323. ID., The Christian Myth: Origins, Logic and Legacy (New York-London: Continuum, 2001).
[45] E. SCHÜSSLER -FIORENZA, En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los orígenes
del cristianismo (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1989), 147-148.
[46] E. P. SANDERS , Jesús y el judaísmo (Madrid: Trotta, 2004). ID., La figura histórica de Jesús (Estella:
Verbo Divino, 2000).
[47] R. A. HORSLEY, Sociology and the Jesus Movement (New York: Crossroad, 1989), 115ss.
[48] M. J. BORG, Jesus, a New Vision: Spirit, Culture, and the Life of Discipleship (San Francisco: Harper,
1991). ID., Meeting Jesus Again for the First Time: The Historical Jesus and the Heart of Contemporary Faith
(San Francisco: Harper Collins, 1994). ID., Jesus in Contemporary Scholarship (Harrisburg: Trinity Press
International, 1994). ID., The God We Never Knew: Beyond Dogmatic Religion to a More Authentic
Contemporary Faith (New York: HarperCollins, 1997).
[49] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico III: Compañeros y competidores
(Estella: Verbo Divino, 2005), 644-645.
[50] R. A. HORSLEY, Sociology and the Jesus Movement (New York: Crossroad, 1989), 122-124.
[51] Véase: J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 269-300, en el capítulo X,
«Creador de un movimiento renovador». Aparte de una descripción detallada de este movimiento de Jesús,
pueden encontrarse opiniones interesantes de diversos autores sobre este tema.
[52] B. CHILTON – J. I. H. MC DONALD, Jesus and the Ethics of the Kingdom (London: SPCK, 1987), 96,
afirman que la dinámica del reino de Dios rompe con los esquemas de valores religiosos de la época.
[53] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico III: Compañeros y competidores
(Estella: Verbo Divino, 2005), 105-108, ofrece la explicación en este punto afirmando que las palabras hebreas y
arameas (dymlt [talmid en hebreo] y adymlt [talmidâ en arameo]) no tenían formas femeninas y que los
evangelios griegos siguieron el uso judío en esta cuestión.
[54] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 205-206.
[55] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2000), «Apéndice II: Los discípulos
de Jesús», enumera la lista total de nombres, que son estos: Simón (apodado por Jesús apk Kepha, Cefas,
que en arameo significa «roca»; pe,troj [Pedro] es la versión griega de su apodo), Andrés, su hermano, Santiago,
Juan, Felipe, Tomás, Judas Iscariote (aparecen en los cuatro evangelios y en los Hechos), Bartolomé, Mateo,
Santiago, el hijo de Alfeo, Simón el cananeo o el zelote (aparecen en Mateo, Marcos, Lucas y Hechos), Tadeo
(aparece en Mateo y en Marcos), Judas, el hijo de Santiago (así en Lucas y Hechos; Juan lo llama «Judas, no el
Iscariote»), aparece en Lucas, Hechos y Juan; y Natanael (aparece en Juan). A estos catorce nombres, Marcos y
Lucas añaden a Leví, un recaudador de impuestos, seguidor de Jesús.
[56] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
131.
[57] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico III: Compañeros y competidores
(Estella: Verbo Divino, 2005), 67, comenta que el uso judío del término maqhtn,j, próximo a los escritos
evangélicos, se encuentra muy posteriormente en el historiador Flavio Josefo.
[58] Este mar (más exactamente, un lago) es conocido en las fuentes judías por mar de Kinneret, mar de
Genesaret o mar de Tiberíades. En el Nuevo Testamento aparece comúnmente como «el mar»; solamente
Marcos, en el pasaje citado y en Mc 7,31, con los paralelos de Mateo y Juan (Jn 6,1), utiliza la expresión
completa «mar de Galilea».

[59] D. J. HARRINGTON, en (R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY [eds.]), Nuevo Comentario
196
[59] D. J. HARRINGTON, en (R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY [eds.]), Nuevo Comentario
Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 21, afirma que «los primeros discípulos
trabajaban como pescadores, una industria importante en Galilea. Poseían redes (1,16) y tenían empleados (1,
20)... Hay suficientes razones para pensar que sabían leer y escribir y que, quizá, estaban familiarizados con los
textos bíblicos».
[60] FLAVIO J OSEFO utiliza también este verbo en Antigüedades judías XX, 188.
[61] R. BULT MANN, Historia de la tradición sinóptica (Salamanca: Sígueme, 2000), 345-351, considera que
el grupo de los Doce no se constituyó durante la vida de Jesús, sino que surgió en la Iglesia primitiva, asumiendo
las estructuras del judaísmo.
[62] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 162.
[63] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 208.
[64] Ibid., 211.
[65] K. BERGER , Jesús (Santander: Sal Terrae, 2009), 452.
[66] Cf. R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino,
2009), 133.
[67] Sobre fariseos y saduceos, cf. J. WELLHAUSEN, Pharisäer und Sadducäer: Eine Untersuchung zur
inneren jüdischen Geschichte (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, [1967). J. NEUSNER , The Rabbinic Traditions
about the Pharisees before 70, 3 vols. (Leiden: E. J. Brill, 1971). P. CULBERT SON, «Changing Christian Images of
the Pharisees»: Anglican Theological Review 64 (1982), 539-561. J. ALBERTO SOGGIN, Nueva Historia de Israel
(Bilbao: Desclée de Brouwer, 1999), 381-390.
[68] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
172-173.
[69] Ibid., 172.
[70] K. BERGER , Jesús (Santander: Sal Terrae, 2009), 443, afirma que «Jesús critica la divergencia entre
palabras y obras (de los fariseos). Lo cual, por lo demás, se llama gazmoñería, no hipocresía». Utiliza la palabra
alemana scheinheilig.
[71] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
142.

197
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198
CAPÍTULO 5:
El anuncio del reino de Dios

199
5.1. El reino de Dios
El anuncio del reino de Dios en la predicación de Jesús de Nazaret es un mensaje
insondable y perenne que envuelve la soberanía del Dios de Jesús –hecha amor y
salvación para el hombre– y el estilo de vida de Jesús, comprometido totalmente con la
causa de Dios. En la conocida y ambigua expresión «reino de Dios» o «reino de los
cielos» se ocultan el eterno y supremo amor de Dios a la humanidad, expresado en la
antigua alianza, la obediencia absoluta de Jesús a Dios y la estrecha relación entre el
hombre y Dios, en quien aquel encuentra la auténtica felicidad y salvación.
Refiere el evangelista Marcos (Mc 1,14) que, después de que Juan Bautista fuese
entregado –en clara alusión a la acción de Dios que somete a sus escogidos al sufrimiento
y a la muerte– Jesús marchó a Galilea, predicando el Evangelio de Dios y diciendo: «Se
ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al Evangelio»
(Mc 1,15). Efectivamente, se ha cumplido una «época» o «lapso» de tiempo (kairo,j) y
ha llegado el reino de Dios o dominio de Dios, por el que él manifiesta su soberanía o
dominio, conforme al sentido elemental de la expresión hebrea y aramea ~ymv twklm
(malkut shamayim / aymvd atwklm malkuta´ d’shamayya), «reino del cielo». Y el
evangelista, en perfecta sintonía con los profetas del Antiguo Testamento, que piden al
pueblo de Israel que retorne a Dios, llama al arrepentimiento, al cambio de mente, en la
orientación espiritual y a creer en la «buena nueva», en el euvagge,lion, en un sentido
absoluto, sin cualificación alguna, algo que no se encuentra en los otros evangelistas. Con
estas palabras tan escuetas y llenas de sentido queda presentada ante Israel la misión de
Jesús. Mateo y Lucas consignan también la predicación que da comienzo al ministerio
público de Jesús y lo hacen en términos similares, aunque con giros propios. Mateo
escribe: «desde entonces Jesús empezó a predicar y decir: “Arrepentíos, pues ha llegado
el reino de los cielos”» (Mt 4,17). El evangelista utiliza el lenguaje de la primera
comunidad judeocristiana que recurre a la perífrasis para evitar el nombre de Dios, pero
el sentido es el mismo. Lucas no emplea la expresión «reino de Dios» al introducir el
ministerio profético de Jesús en Galilea, pero cita la profecía de Isaías acerca de la venida
del reino, realizada en la sinagoga de Nazaret: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante
(este) vuestro auditorio» (Lc 4,21). Parece evidente que el tema central de la predicación
de Jesús es el reino de Dios. Y así lo interpretan todos los biblistas y teólogos [1] . Esta
idea, que aparece a lo largo de los escritos evangélicos (de forma preferente, en el

200
Documento Q, en la tradición marcana, en el evangelio de Mateo, en textos exclusivos de
Lucas, y escasamente en el evangelio de Juan) y viene expresada de múltiples y variadas
formas, aparece en algunas sentencias que interpretan la actividad de Jesús, manifestando
su relación con el reino de Dios (Mt 12,28; Lc 11,20), a la vez que resume el mensaje
central de la misión de los Doce (Mt 10,7) y de los setenta y dos discípulos (Lc 10,9). Si
a esto se añade que la expresión «reino de Dios» o «reino de los cielos» aparece en
contextos muy diversos y en distintos géneros literarios, podremos darnos cuenta de la
importancia y de la riqueza del tema.

201
5.2. Poder y soberanía de Dios en el Antiguo Testamento
El poder y la soberanía, aunque sean realidades perfectamente diferenciadas –no siempre
que existe poder se da soberanía– se han ejercido a lo largo de la historia de la
humanidad. En los tiempos actuales estos conceptos suenan a autoritarismo, abuso y
despotismo, difícilmente explicables para quienes viven en la libertad conquistada con
esfuerzo durante siglos. Cuando pretendemos explicar la forma en que Dios actúa en la
existencia humana, nos encontramos con la necesidad de superar los prejuicios que se
derivan tanto del lenguaje como de los conceptos que, a veces, por ser antiguos y estar
en discordancia con los esquemas del mundo de hoy, oscurecen la propia realidad.
Innegablemente, Dios es soberano por la creación que se extiende a todo el universo. A
primera vista, esta afirmación suena a prepotencia y superioridad, alejando a la débil
criatura de su creador. Jesús aclararía que esta soberanía de Dios se traduce por
benevolencia y amor supremo a la humanidad, aunque su mensaje y su vida dejen
patente el sentido absoluto de dicha soberanía.
En términos generales, podemos decir que la realeza de Dios es una idea
abundantemente expresada en el Antiguo Testamento, aunque casi nunca aparezca la
conocida expresión «reino de Dios» [2] . Yahvé reina sobre el hombre y sobre cualquier
realidad de la creación. Su derecho a ser reconocido por las criaturas es absoluto, hasta el
extremo de que la vida de todas ellas depende de su omnímoda voluntad. Esta absoluta
influencia de Yahvé en la vida de los seres humanos, aunque ejercida en todos los
ámbitos –humano, social, económico y cultural– se significa sobremanera en la
dimensión religiosa, mostrando sus atributos de rectitud, de sabiduría y de fidelidad y, de
manera especial, de misericordia y de perdón. Una vez que el pueblo de Israel vuelve del
exilio, es decir, del año 539 a.C. en adelante, la soberanía de Yahvé adquiere un carácter
escatológico, en el que queda comprometida una intervención especial de Dios en los
asuntos del pueblo elegido, con promesas de restablecimiento total de la abundancia
material y de la paz para aquellos que se sometan a su voluntad.
Estas afirmaciones genéricas se hacen realidad viviente en la historia del pueblo de
Israel. Veamos algunos detalles de esta realización:
La soberanía y realeza de Dios, en las que descansará la idea del «reino de Dios»
predicado por Jesús, hunden sus raíces en los mismos comienzos de la historia de Israel.
El Señor de todos los pueblos es Dios de Israel de una forma especial: él los libró de la

202
esclavitud de Egipto y los condujo a la tierra de Canaán. Aunque no lo llamasen «rey», el
pueblo sentía su poder y protección. Mucho antes del establecimiento de la monarquía
(ca. 1030 a.C.), Moisés y los hijos de Israel cantaron a Yahvé, diciendo: «¡Ha de reinar
Yahvé para siempre jamás!» (Ex 15,18). En el libro de los Números, en los oráculos de
Balaam, se afirma: «No ha percibido iniquidad en Jacob, ni ha visto maldad en Israel.
Yahvé, su Dios, está con él, resuena aclamación como por un rey» (Nm 23,21). En el
Deuteronomio se celebra a Yahvé como rey victorioso en Israel, diciendo: «Una ley
prescribió para nosotros Moisés, posesión de la comunidad de Jacob; y fue rey en
Yesurún al congregarse los caudillos del pueblo y a una los gobernantes de Israel» (Dt
33,5). Y en 1 Samuel se dice: «Yahvé dijo a Samuel: “Atiende la voz del pueblo en todo
lo que te digan, pues no es a ti a quien recusan, sino que a mí recusan para que no reine
sobre ellos”» (1 Sm 8,7). El periodo de la monarquía ayudó a entender la soberanía de
Yahvé y, poco a poco, el pueblo de Israel fue comprendiendo el poder real de Dios,
reflexionando sobre la inutilidad de los ídolos de los países vecinos, sobre sus propios
errores y, sobre todo, sobre la acción poderosa de su propio Dios.
Los profetas proclaman a Yahvé rey de Israel. Isaías dice: «Yo soy Yahvé, vuestro
Santo, el creador de Israel, vuestro rey» (Is 43,15). Y, en otra ocasión, imprime al reino
de Yahvé una dimensión escatológica que aportará al pueblo elegido la salvación plena:
«La luna se sonrojará entonces y se abochornará el sol, pues reinará Yahvé Seba’ot en el
monte Sión y en Jerusalén, y ante sus ancianos (brillará su) Gloria» (Is 24,23). En el
mismo sentido, profetizan Zacarías (Zac 14,16-21), Sofonías (Sof 3,15-20) y Abdías
(Abd 21). Dios, por tanto, es el rey no solo de Israel, sino del mundo y manifestará su
realeza a todas las naciones
Los especialistas discuten sobre la forma que adoptará este reinado futuro de Dios
en el mundo. Según G. Eldon Ladd, aunque la descripción de reino sea
considerablemente diversa en el Antiguo Testamento, siempre envuelve la irrupción de
Dios en la historia una vez realizado en plenitud su plan redentor. Sea cual fuere la
esperanza profética, aquella que surja en la historia y se encarne en un descendiente de
David en un entorno terreno o la que renuncie a este escenario, como sucedería después
del exilio de Babilonia, el reino es siempre una esperanza terrena, si bien la tierra será
redimida de la maldición del mal. Sin embargo, la esperanza del Antiguo Testamento es
de carácter ético y el tiempo presente se ve envuelto por la luz del futuro. De esta forma,

203
el tiempo presente y el futuro se fusionan. Dios actuará en el futuro próximo para salvar
o juzgar a Israel, lo mismo que en el futuro indeterminado para llevar a cabo el
cumplimiento de la esperanza escatológica. Según este autor, los profetas percibieron la
acción de Dios a favor de su pueblo, aunque no distinguieran con clarividencia entre el
futuro próximo y el lejano [3] .
En la tradición primitiva de Israel aparece (aunque escasamente) la referencia al
reinado de Dios. Los salmos llamados de entronización (Sal 47; 93; 96-99) proclaman el
triunfo de Yahvé sobre los pueblos, lo alaban como creador y señor del universo y
ensalzan su grandeza y misericordia. En los Salmos se dice también que la soberanía de
Yahvé «en todo señorea» (Sal 103,19) y se invita a los hombres a dar a conocer «la
gloria esplendente de tu reino» (Sal 145,12). En el periodo más tardío del Antiguo
Testamento se menciona más frecuentemente la noción de reino o reinado de Dios. Así
aparece en el libro de Tobías (Tob 13,1), en la Sabiduría (Sab 10,10) y especialmente en
el profeta Daniel. Sabemos que, a partir del siglo VI a.C., ante el escenario desastroso de
la historia de Israel, surge con fuerza la esperanza apocalíptica del pueblo, reafirmando la
soberanía presente de Dios y aguardando un futuro prometedor. El libro de Daniel,
aparecido durante el bárbaro reinado de Antíoco IV Epífanes, rey de Siria de la dinastía
seléucida, que saqueó Jerusalén e intentó abolir el culto a Yahvé (175-164 a.C.), plasma
diáfanamente estas esperanzas, en las que resalta la figura del «Hijo del hombre»,
encargado de establecer la soberanía de Dios.
Las opiniones referentes al reinado de Dios en el judaísmo apocalíptico no son
concordantes, ni en su importancia ni en su significado. Se habla de la escasa
trascendencia que se concede en la apocalíptica al reino de Dios como futuro esperado o
deseado. Y respecto a los contenidos de ese reino se enfatizan unas veces los aspectos
históricos o terrenos del mismo y otras los más trascendentes y espirituales. En cualquier
caso, parece evidente suponer que el acento de la apocalíptica sea de carácter
escatológico y revista tonalidades pesimistas. Asumido el hecho del abandono de Dios en
la historia del pueblo judío, entregado a las fuerzas del mal, el sufrimiento era
incontestable y solo podría erradicarse con la acción de Dios, estableciendo su reino en la
edad futura [4] .
En la comunidad de Qumrán se observa un análogo concepto sobre el reinado de
Dios. Su esperanza se centra en la consumación escatológica, en la que la comunidad de

204
seguidores aguarda la victoria de sus hijos –los hijos de la luz– sobre los hijos de la
oscuridad, ayudada por los ángeles del cielo que vienen en su auxilio [5] . Otro tanto
sucede con la literatura rabínica. El reino de Dios se corresponde con la observancia de la
Ley. De esta forma, solo mediante el sometimiento a ella se puede percibir la soberanía
de Dios, que, obviamente, quedaría restringida al pueblo de Israel y concretamente a
aquellos que observasen la Ley. En el tiempo presente, la libre decisión del hombre
puede rehusar la soberanía de Dios, pero al final de los tiempos, Dios manifestará su
soberanía en todo el mundo, a toda la creación, ejerciendo su poder. Según palabras de J.
Jeremias, el judaísmo antiguo entiende que el reinado de Dios en el eón presente (se
habla de un reino duradero en este eón) se extiende solo sobre Israel y al final de los
tiempos (en el eón futuro) se extenderá a todas las naciones (reino futuro) [6] . El
movimiento de los zelotes estuvo siempre preocupado por la instauración del reino de
Dios. En el escenario de las primeras décadas del siglo I de nuestra era se encuentran
insurrecciones y protestas de zelotes que arrastrados por su impaciencia y radicalidad no
se contentaban con esperar pacientemente el reino de Dios, sino que procuraron
adelantarlo, incluso con el uso de la espada.
En todo caso, el judaísmo entendía que la señoría de Dios, que trasciende la historia
y se hace presente, a la vez, en la liturgia del Templo y en la oración de la sinagoga, es
realmente un acto único de Dios, que reuniría al pueblo de Israel, liberándolo de todos
sus enemigos y entregándole la tierra prometida, bajo el pastoreo del único rey
verdadero [7] .

205
5.3. El reino de Dios, centro del mensaje de Jesús
La soberanía de Dios, que muchos judíos del tiempo de Jesús interpretaron en términos
de liberación del poder de Roma o de esperanza mesiánica del pueblo elegido, encuentra
su auténtico sentido en la predicación de Jesús de Nazaret. El reino de Dios o reino de
los cielos constituye el núcleo de la predicación pública de Jesús. El tema central de su
mensaje es la proclamación del poder de Dios con su palabra y con sus hechos. El tema
del reino aparece frecuentemente en los evangelios sinópticos, en claro contraste con las
escasas veces que se halla en el judaísmo contemporáneo y en el resto de escritos del
Nuevo Testamento. Se encuentra en el comienzo del evangelio de Marcos (Mc 1,15) y
en Mateo (Mt 4,23; 9,35) y en Lucas (Lc 4,43; 8,1), aunque con giros diferentes.
También aparece en el documento Q y, si bien en contadas ocasiones, en Juan [8] . Las
expresiones que hablan de este reino y los contextos en que aparece son extremadamente
diversos. Así se habla de la cercanía del reino, que está «cerca», «llegando» o
«aproximándose» (Mc 1,15; Mt 10,7; Lc 10,11), más aún, está «entre vosotros» (Lc
17,21); se nos invita a «entrar en él» (Mc 9,47; Mt 5,20; Jn 3,5); unos, se dice, «no
están lejos» de él (Mc 12,34), mientras que a otros se les prohíbe entrar (Mc 10,15; Mt
7,21); también hay palabras acerca del misterio del reino (Mc 4,11), etc.

206
5.4. Significado de basilei,a tou, Qeou/ o reino de Dios
Es sorprendente constatar que el tema central de la predicación de Jesús se revele en una
expresión compleja y ambigua, a saber, «reino de Dios» o «reino de los cielos». Todos
los autores coinciden en afirmar tanto que el reino de Dios constituya el núcleo de la
enseñanza de Jesús, como que su interpretación sea una de las cuestiones más discutidas
en la investigación del Nuevo Testamento.
Es obligado reconocer que la noción del reino de Dios aparece diáfana y precisa en
algunos aspectos. Es evidente que al hablar de reino de Dios se manifiesta la soberanía
de Dios, que actúa de forma distinta a la de los reyes de la tierra y que los valores de su
reino se distancian de los de este mundo hasta el punto de reclamar una reestructuración
radical del poder. Efectivamente, el reino que predicaba Jesús se distanciaba
sustancialmente del concepto que pudieran tener los judíos de la Palestina del siglo I
respecto a sus reyes y gobernantes. Dios reina en el cielo y en el futuro actuará
definitivamente en la tierra. Pero las dificultades que rodean al tema son muchas y de
índole diversa. La expresión «reino de Dios» tiene una significación y unas
connotaciones claramente políticas, que contribuyen a entorpecer la clarificación de los
contenidos, conduciendo, en numerosas ocasiones, a la identificación entre el reino de
Dios y los regímenes políticos de los hombres, incluso aquellos que legitiman la privación
de los derechos fundamentales de la persona. Por otra parte, como sabemos, la expresión
«reino de Dios» aparece en contextos diversos y con significados distintos: unas veces,
se menciona de forma abstracta, en sentido de reino o reinado; otras, hace referencia al
orden apocalíptico futuro y, en ocasiones, se acentúa la dimensión presente del mismo.
La forma de entender y explicar el reino por parte de Jesús, la relación que este tiene con
su muerte, el papel que desempeña Jesús en el reino futuro y la idea de sus discípulos y
enemigos acerca del mismo contribuyen a oscurecer esta sublime realidad. Jesús no se
preocupó de definir con términos exactos en qué consistía el reino de Dios. Tal vez, esta
indefinición por parte de Jesús corresponda, como opina J. P. Meier, a la propia
naturaleza de dicha expresión, que encierra una realidad polifacética, todo un
acontecimiento dinámico del poder de Dios sobre Israel en el tiempo final [9] . Compartía
con sus seguidores las enseñanzas bíblicas que hablaban de la soberanía de Dios en todo
el universo (Sab 10,10), a quien se daba culto en la sinagoga, proclamándolo rey de toda
la tierra, entonándole cánticos, y anunciando su grandeza y misericordia (Sal 97-99).

207
Pero poco más. Únicamente anunció que estaba cerca. Pero, incluso esa cercanía fue
captada de forma distinta por aquellos judíos que aguardaban vehementemente esa
venida. Así, los fariseos seguían pensando en la plena observancia de la Ley; los zelotes,
en la fuerza de las armas de su peculiar reino; los apocalípticos, en el eón futuro; y sus
discípulos más íntimos, tal vez, en un reino reservado a Israel. En medio de tantas
dificultades y ambigüedades, veamos qué nos aclara la filología.
«Reino de Dios» es la traducción tradicional de la expresión griega basilei,a tou,
Qeou/, consagrada en los estudios bíblicos y teológicos, así como en ambientes más
populares. Pero no todos los exegetas tienen un sentir unánime en esta cuestión. Algunos
piensan que el concepto de basilei,a puede traducirse indiferentemente por «reino» o por
«reinado», aunque consideren que «reino» sea una traducción más fiel que «reinado»,
por expresar mejor la soberanía del rey sin evocar fronteras definidas [10] . Otros, en
cambio, opinan que «reinado» es un concepto más exacto, sin dejar de admitir la
conveniencia de «reino» por diversas razones [11] .
La expresión hebrea o aramea empleada para designar el concepto de reino en
griego se traduce por basilei,a. La palabra twklm (malkut) aparece en raras ocasiones en
el Antiguo Testamento y casi siempre designa el poder o la autoridad de gobierno de un
rey. Se entiende siempre en sentido concreto y dinámico y nunca se expresa como un
concepto espacial, puramente interno, referido a la vida futura o abstracto. atwklm
malkutâ significa primordialmente «autoridad real» o «reinado»; solo secundariamente,
un territorio en el que se ejerce la autoridad del rey. Como escribe G. Lohfink, «reinado
real» (en hebreo, malkuth) es una expresión relativamente tardía. Originalmente, se
empleaba un verbo, evitando el nombre abstracto. Se decía: «Dios reina como rey». A
partir del exilio, esta expresión derivó hacia una dinámica histórica [12] .

208
5.5. La predicación de Juan el Bautista
A nadie puede causar extrañeza la estrecha relación que existe entre el precursor y Jesús.
Si Jesús abandonó Nazaret para escuchar a Juan, que predicaba en el desierto de Judea,
incluso aceptando su mensaje y recibiendo su bautismo, es obvio colegir su interés y
cercanía. Con ello, no pretendo establecer una relación de maestro y discípulo, ante la
que los exegetas se pronuncian de forma muy distinta [13] . Solo intento sugerir que Juan
y Jesús compartirían, de algún modo, algunos aspectos doctrinales y formas de vida, en
concreto en lo referente al reino de Dios, y que, por tanto, el conocimiento de la
predicación de Juan sirve para entender mejor los contenidos del mensaje de Jesús.
Comprendiendo, por tanto, la predicación del Bautista, especialmente su escatología, nos
aproximaremos con mayor certeza al mensaje de Jesús sobre el reino de Dios. La imagen
del reino de Dios, la más significativa y dominante en la predicación de Jesús, aparece en
los dichos de Jesús sobre el Bautista, signo inequívoco de la estrecha relación entre
ambos. Así se expresa el evangelista Mateo: Juan es el más grande entre los nacidos de
mujer, pero el menor en el reino de los cielos (Mt 11,11); desde su nacimiento, el reino
de los cielos está irrumpiendo con violencia y los violentos lo arrebatan (Mt 11,12); y
publicanos y prostitutas irán delante de sumos sacerdotes y ancianos hacia el reino de
Dios por haber creído en la justicia de Juan (Mt 21,31).
Juan es un profeta escatológico, que trae ante nuestros ojos la inmediatez del
anuncio final de Jesús de Nazaret. En ese sentido, su predicación es altamente
significativa para entender el ministerio profético de Jesús, preocupado también por la
suerte de Israel, enfrentado al juicio de Dios, y por su respuesta a la urgente llamada al
arrepentimiento. Es cierto que, aunque la voz del Bautista se dirija a las personas que
acudían a escucharlo en el desierto de Judea, su mensaje iba destinado al pueblo de
Israel, al pueblo de Dios, que decía tener como padre a Abrahán. A un pueblo
descarriado, que se ha olvidado de las promesas de Dios, pero que acude de toda Judea a
la región del Jordán a la llamada del profeta, Juan le dice airadamente: «Engendros de
víboras, ¿quién os mostró (el modo de) escapar de la ira inminente? Así que producid
fruto correspondiente al arrepentimiento. Y no se os ocurra decir en vuestro interior:
¡Tenemos por padre a Abrahán! Pues os digo que Dios tiene poder para suscitarle a
Abrahán hijos de estas piedras. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, así que
todo árbol que no produzca buen fruto se corta y se echa al fuego. Yo os bautizo con

209
agua para que os arrepintáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, su
calzado no soy digno de llevar (lo en la mano): él os bautizará con Espíritu Santo y
fuego. En su mano tiene su bieldo, y limpiará su era, y juntará su trigo en su granero;
pero la paja la quemará con fuego inextinguible» (Mt 3,7-12).
No es suficiente, por tanto, pertenecer a Israel, ni tener por padre a Abrahán, para
evitar el duro e inminente juicio de Dios, pese a que la historia de este pueblo parezca
indicar que sus raíces divinas no puedan erradicarse para siempre. Ya no vale escudarse
en la salvación colectiva e Israel se enfrenta ahora, como pueblo, al juicio de Dios. El
hacha está presta para cortar la raíz del árbol, que si no se arrepiente y da fruto, será
cortado y arrojado al fuego. El criterio que se utilizará en el juicio son las obras humanas,
el «fruto», a los que Mateo da tanta importancia (Mt 7,21-23; 12,50). Situado en el río
Jordán Juan predica y bautiza, anunciando a Israel el camino de la conversión para
entrar, de nuevo, en la tierra prometida. El compromiso de Dios con su pueblo llega a su
fin y el juicio es inminente.
Las imágenes que Juan utiliza para describir el juicio de Dios sobre Israel son
realmente aterradoras. El hacha, que recuerda los vaticinios de Isaías contra Asiria (Is
10,33-34) y los de Jeremías contra Egipto (Jer 46,22), en los que se manifiesta el poder
absoluto de Yahvé, está a punto de caer sobre el árbol. El bieldo separa el grano de la
paja, llevando el grano al granero y quemando la paja con fuego inextinguible, en clara
alusión al día del juicio (Is 48,10; Jer 7,20). El fuego destruye y consume, aunque la
suerte de Israel no es la desdicha final, sino la esperanza, siempre que se arrepienta y dé
frutos. Pero el tiempo está al caer y fariseos y saduceos (jefes judíos opuestos a Juan y
también a Jesús, distintos al pueblo llano), como refiere Mateo, deben entrar en la
renovación escatológica, acudiendo al Jordán, confesando sus pecados y dejándose
bautizar por Juan.
Toda la misión de Juan tiene un simbolismo exquisito. Él mismo es el profeta que se
presenta al pueblo como el nuevo Elías, quien será enviado «antes de que llegue el día de
Yahvé, grande y terrible» (Mal 3,23). Su vestido y alimentos, frutos espontáneos de una
región pobre e inculta, indican no solamente la austeridad de su vida, sino la penuria del
pueblo de Dios antes de entrar en la tierra de promisión. El río Jordán marca la línea
fronteriza entre la aridez del desierto y la abundancia de la tierra prometida y el bautismo
en sus aguas conduce al pueblo de Israel a la heredad de una tierra rica en leche y miel,

210
rememorando escenas bíblicas de Moisés y Josué (Dt 34,1-12; Jos 1,1-5). El rito
bautismal del profeta se orienta a la purificación y al perdón de los pecados, una vez que
las instituciones más sagradas habían sido adulteradas y corrompidas. Todo, por tanto,
simboliza la existencia de Israel antes de entrar en la tierra de la gran promesa.
La talla profética de Juan es realmente excelsa; de hecho, es el mayor de los nacidos
de mujer, como reconoció Jesús. Con todo, entre los dos personajes media un abismo.
Juan anuncia el juicio de Dios y en él confía para la transformación de Israel. Jesús
predica el reino, que trae la salvación, presente ya en el mundo. Sus palabras y
curaciones dan comienzo al tiempo nuevo, abierto a la hermandad entre los hombres y a
la esperanza de la salvación para todas las gentes. Se inaugura la nueva alianza de Dios
con los hombres, caracterizada por la paternidad de Dios y el espíritu transformador de
las bienaventuranzas.

211
5.6. El reino de Dios en la predicación de Jesús: el reino está cerca
Al margen de las dificultades que entrañan las múltiples cuestiones abiertas en la
investigación bíblica, las palabras de Jesús de Nazaret y sus hechos –especialmente los
milagros y sanaciones– simbolizan la profunda y vigorosa realidad del reino de Dios.
Sobre dicha realidad, pueden construirse pronunciamientos unánimemente incontestables,
que ponen de manifiesto la centralidad de los mismos en la predicación de Jesús sobre
esta materia. Paso a enumerar algunos de ellos, sobre los que existe conformidad entre
exegetas y teólogos y a los que, de algún modo, me he referido anteriormente.
Inequívocamente, el anuncio del reino de Dios como Señor que actúa en el tiempo
presente, se encuentra en el centro del mensaje de Jesús de Nazaret. De hecho, aunque
la expresión «reino de Dios» o «reino de los cielos» hunda sus raíces en la teología del
Antiguo Testamento, resuena como propia de Jesús en la tradición Q, en Marcos, en los
materiales propios de Mateo y de Lucas, incluso en el evangelio de Juan, y en algunas
sentencias evangélicas que interpretan la actividad y la relación de Jesús con el reino. El
anuncio se sintetiza en las palabras de Marcos: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado
el reino de Dios. Arrepentíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15).
El anuncio del reino de Dios, fuerza de salvación para el mundo –eso significa
«evangelio»– es un hecho absolutamente novedoso y universal, alejado de las
enseñanzas del judaísmo y de la mentalidad del Antiguo Testamento. Únicamente Jesús
proclamó que el reino de Dios había llegado al hombre, que estaba presente entre
nosotros, que la salvación había empezado ya, pese a que la plenitud de la misma
quedase reservada para el tiempo futuro.
Los valores que predica Jesús son también nuevos y revolucionarios. Dios entra en
la historia de forma nueva y definitiva, ofreciendo generosamente al ser humano la
liberación y la salvación, consumación de todas sus ansias de perfección. Desaparece el
valor mítico de los bienes materiales e imperan el servicio y la humildad.
El reino de Dios es anunciado en todas partes y a todos los hombres, tipificados en
los pobres y marginados, pecadores, alejados y paganos. Todo el mundo tiene cabida en
la bondad y misericordia de Dios.
Establecidas estas opiniones, universalmente admitidas, paso a examinar aspectos
más complejos y sometidos a interpretaciones diversas de este tema.

212
5.7. Presente y futuro del reino de Dios
El reino de Dios, un acontecimiento dinámico por el que, de forma nueva, se manifiesta
la acción salvadora de Dios en la historia de la humanidad, se expresa en términos de
presente y de futuro a la par. De hecho, Jesús proclamó que la salvación generosa de
Dios estaba actuando ya en la vida de los hombres, corroborada por su actividad de
perdón, de sanación y de acogida: «Se ha cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de
Dios» (kai` h;ggiken h` basilei,a tou/ Qeou/), dice el evangelista Marcos (Mc 1,15); y
otro tanto afirma el evangelista Mateo: «Arrepentíos, pues ha llegado el reino de los
cielos» (Mt 4,17). De igual forma, es necesario constatar la dimensión de futuro del reino
de Dios, confirmada por numerosos dichos sobre el reino (Mc 14,25; Mt 6,10; Lc 11,2;
etc.). Presente y futuro se ensamblan así, conformando la acción salvadora de Dios en el
mundo, es decir, dando expresión temporal al reinado interminable de Dios sobre la
creación. En opinión de G. Lohfink, ninguna escena evangélica ilustra tan diáfanamente
la tensión entre el «ya» y el «aún no» como la que tiene lugar en la sinagoga de Nazaret.
Jesús, comentando allí el texto profético de Isaías sobre el restablecimiento escatológico
de Israel, dice: «Hoy se ha cumplido esta escritura ante (este) vuestro auditorio» (Lc
4,21). La predicación y las obras de Jesús dan cumplimiento a toda la Escritura y, en
concreto, a la profecía de Isaías (Is 61,1-2). Con Jesús de Nazaret ha comenzado el
futuro, el tiempo de la plenitud. Él mismo es la plenitud [14] .
No resulta fácil explicar la relación que existe entre el reinado presente y futuro de
Dios. En realidad, las opiniones entre los exegetas se encuentran divididas, inclinándose
casi a partes iguales por la realidad presente (C. H. Dodd, N. A. Dahl, J. D. Crossan,
etc.) y por la de futuro del reino (A. Schweitzer, J. Weiss, etc.), esgrimiendo razones de
todo tipo, desde las estrictamente psicológicas –en las que se pretenden encontrar
distintos estados en la conciencia mesiánica de Jesús– hasta las que pertenecen a la
historia de la tradición, diferenciando las palabras de Jesús y las manifestaciones de la
comunidad cristiana. En cualquier caso, las afirmaciones de Jesús sobre el reino de Dios
relacionadas con el futuro no deben separarse de aquellas que se orientan al presente.
Como afirma clarividentemente J. Gnilka, el reino de Dios no es una cualidad que pueda
captarse totalmente, relacionándolo con los tiempos de presente y de futuro. Más bien,
«el reinado de Dios cualifica al tiempo; no se halla únicamente en relación con el futuro,
sino que es el futuro. Y esto no puede carecer de consecuencias para la definición del

213
presente» [15] . El mismo pensamiento subyace en las palabras de G. Bornkamm: «El
por-venir de Dios es la llamada que Dios dirige al presente y este presente es el tiempo de
la decisión a la luz del por-venir de Dios» [16] .
Presente y futuro constituyen, pues, la hermosa realidad del reino de Dios.
Examinaré estas dimensiones y su significado en seguida, pero antes conviene tener
presentes algunas consideraciones elementales acerca del contexto en el que se produce
el anuncio del reino de Dios.

214
5.8. El contexto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios
El anuncio del reino de Dios irrumpe en la historia de la salvación de la humanidad de
forma escueta, contundente, determinante y novedosa. Frente a los ritualismos y
prácticas de conversión, a los que se supeditaba el cumplimiento de las promesas de
Yahvé, Jesús proclama abiertamente la llegada del reino, que exige conversión: «Se ha
cumplido el tiempo, y ha llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al Evangelio»,
dice el evangelista Marcos (Mc 1,15), y Mateo lo afirma de esta manera: «Arrepentíos,
pues ha llegado el reino de los cielos» (Mt 4,17). En el primer plano, aparece el anuncio
de la llegada del reino para todos los hombres, justos e injustos, al que sigue la
conversión, plasmando así la importancia decisiva de la acción salvadora de Dios y
rechazando falsas formas de penitencia, externas y farisaicas.
El mensaje de Jesús aparece luminoso y reconfortante para quienes lo escuchen con
sencillez y humildad. Sus palabras no se dirigen a los poderosos y satisfechos, sino a los
pobres y necesitados (Mt 11,5). Tampoco se orientan sus acciones a los fuertes y
pagados de sí mismos. A él lo siguen unos pescadores del mar de Galilea, afanados en su
trabajo y con espíritu de pobres, y multitudes fascinadas por la autoridad de su palabra y
ansiosas de un cambio radical en sus vidas. El mensaje del Galileo es universal, aunque
ambientado en las circunstancias socio-religiosas de su pueblo, y, como dice R. Aguirre,
bajo trazos de indignación (Mc 3,5; 8,11-12; Mt 23,4 etc.) y de misericordia (Mc 1,41;
6,34; Mt 9,36; 20,34), que ocultan la misma realidad [17] . Todo se centra en el
restablecimiento de la dignidad de la persona.
La predicación del reino de Dios dio un vuelco a las cosas. Jesús habló de la acción
de Dios que habría de cambiarlo todo radicalmente, presentando un escenario de
absoluta alegría e ilusión. No se trataba de una pura revolución política. Su idea de Dios
como padre orientaba su predicación no al poder y al honor, sino al amor y al servicio,
hasta el extremo de expresarlos sublimemente en una muerte en cruz. El reino de Dios
llega así, sirviendo a los pobres y necesitados y aceptando el sacrificio, incluso la muerte.
El mensaje del reino conforta y anima a los pobres y marginados presentándoles un
horizonte de realización y de esperanzas ilimitadas. A los pobres y necesitados se les
llama «bienaventurados» y se les ofrece no un atractivo programa moral que termine con
la injusticia y la esclavitud, sino un mensaje de liberación y de salvación, inspirado en la
generosa y misericordiosa paternidad de Dios. La pobreza no es una virtud idealizada a la

215
que tan frecuentemente nos aferramos los cristianos para eludir nuestro compromiso
evangélico o justificar el desorden social y económico. La pobreza, el sufrimiento y la
marginación son males en sí, a los que Jesús se enfrenta anunciando la liberación total.
Con el anuncio del reino de Dios quedan orientadas las necesidades reales y las ansias
más nobles del ser humano, a las que dará cumplimiento la acción de Dios, ya presente
en la historia.
Echando la vista atrás, sentimientos, teología y acción cristiana quedan tocados ante
la presencia de tanta marginación y barbarie que conviven en nuestro civilizado mundo
occidental. Da la impresión de que hayamos pretendido relegar el mensaje principal de la
actividad profética de Jesús a la esfera de lo marginal o, quizás más sutilmente, al ámbito
de lo puramente religioso y moral. Si algo distingue y especifica el mensaje del reino de
Dios es el respeto y la acogida a los pobres y sencillos, para devolverles la dignidad de
seres humanos en paz consigo mismos y con los demás, al amparo de la acción
misericordiosa de Dios. La liberación que anuncia el reino es actual y absoluta (también
futura), a la que nadie ni nada puede sustraerse en ningún tiempo.
El hecho de que el reino de Dios irrumpa en la historia de forma nueva y definitiva
exige del hombre una actitud, también nueva y decisiva. La conversión exigida ya no es
un mero juego, en el que se valore la presuntuosa justicia de los perfectos, sino la actitud
humilde de quienes confían plenamente en la salvación que viene de Dios. No es
simplemente un «arrepentimiento» ο «dolor» por los pecados; ni siquiera, me atrevería a
decir, un cambio de mentalidad y de corazón, que expresamos frecuentemente con el
término griego metanoei/te. La conversión a los valores del reino de Dios es pura alegría
y confianza, sin parangón. El reino de los cielos, como dice el evangelista Mateo, «es
parecido a un tesoro oculto en el campo, que un hombre encontró y ocultó; y por la
alegría de haberlo encontrado va a vender todo lo que tiene, para comprar aquel campo»
(Mt 13,44). También es parecido «a un mercader que buscaba perlas preciosas; y en
cuanto dio con una de gran valor fue, vendió todo lo que tenía y la compró» (Mt 13,45).
Ya no hay excusas para rechazar la invitación de Dios. La renuncia encubierta se vuelve
salvación para la vida. Solo se pide humildad para acoger la salvación, aquello que, de
otra forma, dice Jesús a Nicodemo: «De verdad te aseguro: si uno no nace de nuevo, no
puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3).

216
5.9. Ha llegado el reino de Dios
¡Cuántas veces utilizamos la feliz y liberadora expresión: «Se ha cumplido el tiempo, y ha
llegado el reino de Dios» (Mc 1,15). Dicha expresión, con la que Marcos sintetiza la
predicación de Jesús en Galilea, es, en opinión de C. H. Dodd, la característica más
distintiva del mensaje del reino respecto a las profecías y creencias del judaísmo [18] . El
reino «ha llegado» kai` h;ggiken h` basilei,a tou/ Qeou/, como dice el evangelio de
Marcos (Mc 1,15), acertando a expresar, en opinión de J. Gnilka, «las intenciones
esenciales de Jesús ... acerca de la cercanía del reino de Dios» [19] . Otro tanto afirma el
evangelista Mateo: «Pero si yo expulso los demonios gracias al Espíritu de Dios, quiere
decir que se os ha presentado el reino de Dios» (a;ra e;fqasen evfV u`ma/j h` basilei,a
tou/ Qeou/: Mt 12,28). Los exorcismos de Jesús, como veremos después, significan la
venida del reino a todos los hombres, incluso a los fariseos. El tiempo se ha cumplido y
se ha acercado la buena noticia del reino de Dios. Y se anuncia con alborozo y alegría. El
reino se anuncia, se proclama, se hace público, se revela a los hombres (aunque no se
diga nada de él), dejando claro que es pura acción de Dios, sin intervención humana
alguna, y que precede, incluso, al arrepentimiento. Lo primero es la salvación, ya
presente; el arrepentimiento es la consecuencia, a la que se acoge la respuesta de la
persona. Volviendo al pensamiento de C. H. Dodd, no me resisto al comentario que hace,
interpretando las sentencias de Mt 12,28 y Lc 11,20, y que expresa de esta forma: «Aquí
el reino de Dios es un hecho de experiencia actual, pero no en el sentido que hemos visto
en el uso judío. Cualquier maestro judío podía haber dicho: “Si os arrepentís y os
comprometéis a observar la Torá, habréis aceptado el reino de Dios”. Jesús, en cambio,
dice: “Si yo expulso demonios por el dedo de Dios es que el reino de Dios ha llegado a
vosotros”. Ha sucedido algo que el poder soberano de Dios ha comenzado a operar
efectivamente. No se trata de tener a Dios por rey en el sentido de obedecer sus
mandamientos, sino de ser confrontados con el poder de Dios que actúa en el mundo. En
otras palabras: el reino “escatológico” de Dios se presenta como un hecho presente que
los hombres deben reconocer, tanto si lo aceptan como si lo rechazan con sus
acciones» [20] .
Mateo y Marcos sitúan en el comienzo de la actividad profética de Jesús en Galilea
la predicación del reino de Dios (Mt 4,17; Mc 1,15). El evangelista Mateo, una vez
referido el elogio de Jesús acerca de Juan el Bautista, se pronuncia sobre la realidad del

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reino de Dios en estos términos: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino
de los cielos está irrumpiendo con violencia, y violentos lo arrebatan» (Mt 11,12). La
tradición común de Mateo y de Lucas recoge el mismo pensamiento. Lucas, en un
contexto diferente al de Mateo, que hace referencia al valor de la ley, se pronuncia
diciendo: «La ley y los profetas (llegaron) hasta Juan; desde entonces se predica el
Evangelio del reino de Dios, y todo (el mundo) se hace violencia (por entrar) en él» (Lc
16,16). Una sentencia exclusiva de Lucas, en la que se describe el diálogo entre Jesús y
los fariseos acerca de la venida del reino de Dios, dice: «El reino de Dios no viene
visiblemente, ni podrán decir: “¡Mirad, (está) aquí, o allí”. Pues mirad, el reino de Dios
está entre vosotros» (Lc 17,20-21). En todas estas sentencias, por más que se discuta el
sentido de algunos de sus contenidos y los contextos en los que puedan ser interpretados,
aparece claro que el reino de Dios se presenta como una realidad cercana, dejando atrás
la etapa de la ley y los profetas, que actualiza el reinado de Dios, como Señor de la
historia, presentado por Jesús de Nazaret. Los logia de Marcos (Mc 9,1; 13,30) y de
Mateo (Mt 10,23) hablan también de la cercanía del reino, que viene con poder, antes de
que pase la generación de los oyentes de Jesús.
Pero ¿qué significa «estar cerca»? ¿Qué quiere decir «se ha cumplido el tiempo?
¿Cuál es el sentido de «se os ha presentado el reino de Dios?
Los vocablos griegos h;ggiken y e;fqasen han provocado un intenso debate entre los
exegetas. Algunos autores traducen estos términos por cercanía; otros, por presencia real.
Algo parecido sucede con la expresión evnto,j u`mw/n, traducida, algunas veces, como
«en vosotros» (dentro de vosotros), «a disposición de» y, otras, como «entre
vosotros» [21] . A mi entender, la terminología del mensaje de Jesús sobre el reino habla
de la presencia de Dios en la historia humana, no solo de una cercanía en el tiempo. De
otra forma, estaríamos discutiendo la novedad radical del anuncio de Jesús. El «tiempo
ha llegado» se funde con el «tiempo se ha cumplido». Es una realidad presente que está
«entre nosotros», «en medio de nosotros», aunque de forma inesperada y aún por
realizar plenamente [22] .
La presencia del reino de Dios se pone de manifiesto en las parábolas. La tradición
sinóptica ofrece pruebas indudables de que Jesús de Nazaret fue un auténtico maestro en
utilizarlas para explicar los misterios más profundos de la vida de Dios y su relación con
el hombre. Incluso, como afirma E. Schillebeeckx, «Jesús mismo –su persona, sus

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relatos y sus acciones– es una parábola... una parábola viva de Dios en la solicitud por el
hombre y su historia de dolor» [23] . Enraizado en el ambiente de la Palestina del siglo I y
conocedor de la cultura narrativa de su pueblo, empleó el lenguaje de la gente, con el que
interpelaba las actitudes más profundas y nobles, tanto de sus seguidores como de sus
adversarios y enemigos. Sus palabras no se disfrazan de grandes proposiciones
filosóficas. Su punto de partida es, más bien, un episodio de la vida cotidiana, ficticio casi
siempre, un relato oportuno y sugerente, sencillo y sutil a la par, chocante y paradójico,
ante el que el interlocutor se sienta abocado a reconocer su realidad más íntima y a
pronunciarse en las cuestiones más vitales de su existencia. Al final de este recurso
didáctico se encuentra una verdad, aquella que Jesús quiere enseñar de parte de Dios,
aunque los símbolos que la envuelvan sean, en general, puramente humanos.
Varias de estas parábolas hablan del reino de Dios. El capítulo 13 del evangelio de
Mateo dice que Jesús expuso muchas cosas valiéndose de parábolas, explicando la
preciosa realidad del reino. Ahí se habla de la semilla, cuyos granos cayeron unos junto al
camino, otros en los pedregales, otros en los espinos, y otros en tierra buena. La misma
parábola viene narrada en el evangelio de Marcos (Mc 4,1-20), advirtiendo del carácter
capital y de la importancia de la misma para entender las demás (Mc 4,3; 4,13). La mala
tierra, símbolo de la esterilidad de la edad antigua, aún persiste y, de hecho, produce
malas cosechas, pero la edad nueva irrumpe y coexiste con ella constituyendo el gran
misterio del reino de Dios. A pesar de la existencia del mal y las realidades opuestas a
Dios, la parábola de la semilla tiene un carácter positivo y esperanzador. La semilla
siempre nace, aunque se haya ido perdiendo a lo largo de su etapa de crecimiento. Los
frutos, al final, son abundantes, apuntando a la generosidad del poder de Dios y
desviándose de los cálculos puramente humanos: la cosecha puede ser del treinta, del
sesenta, o del ciento por uno. El evangelio de Marcos registra otras dos parábolas sobre
la semilla, una que compara el reino de Dios con la semilla echada en tierra, que germina
y crece, pese a que el hombre no se entere, y otra que habla del grano de mostaza, la
más pequeña de todas las semillas, pero que, una vez que brota, se hace tan grande que a
su sombra pueden anidar los pájaros del cielo (Mc 4,26-29; 4,30-32). En la primera de
estas parábolas se acentúa el contraste entre los insignificantes y tímidos comienzos del
reino de Dios y la plena manifestación del mismo al final de los tiempos. El reino está ya
presente y actúa, es obra exclusiva de Dios y su final será esplendoroso. La parábola de
la semilla de mostaza significa la invisibilidad inicial del reino de Dios (probablemente

219
también la auto-percepción de la comunidad de Marcos), que se transformará en
importancia y grandeza en el éschaton.
Volviendo al capítulo 13 del evangelio de Mateo, nos encontramos con las bellas e
ilusionantes parábolas del tesoro oculto en el campo y de la perla preciosa (Mt 13,44-46).
Leyendas o historias sobre descubrimientos de tesoros en el campo eran muy frecuentes
en la antigüedad, pero la hermosura y riqueza del reino de los cielos que describen las
parábolas narradas por el evangelista Mateo desbordan la imaginación y la felicidad de
quien experimenta el hallazgo de un tesoro. No se realza el valor del tesoro, ni siquiera la
alegría de quien lo descubre, aunque ambas realidades sean inconmensurables. Lo
sustancial es la decisión que toma el hombre que lo encuentra. En lugar de sustraerlo en
secreto o cumplir con la justicia pregonando el hallazgo, el descubridor lo oculta, va a
vender todo lo que tiene y compra aquel campo. Es la apuesta firme del hombre que
vende todo lo que posee para adquirir el reino de los cielos. Sucede lo mismo con la
parábola de la perla. Un mercader de perlas encuentra una (indicando la importancia de
la misma); no se interesa por otras circunstancias. Lo fundamental es que el comerciante
«vendió todo lo que tenía y la compró» (Mt 13,46). El camino hacia el reino de Dios se
traza con absoluta nitidez: se exige la renuncia real y metafórica a los bienes, modelada
siempre por el amor.
Los milagros y exorcismos de Jesús también hablan del reino de Dios. Ante la
curación de un endemoniado, ciego y mudo, los fariseos acusaron a Jesús de expulsar los
demonios gracias a Belcebú y Jesús les responde: «Pero si yo expulso los demonios
gracias al Espíritu de Dios, quiere decir que se os ha presentado el reino de Dios» (Mt
12,28). Idéntica afirmación se encuentra en Lucas, aunque con la novedosa locución
«con el dedo de Dios» (evn daktu,lw Qeou/): «Pero si expulso los demonios gracias al
dedo de Dios, quiere decir que se os ha presentado el reino de Dios» (Lc 11,20) [24] . El
evangelista Marcos habla de poseídos por espíritus impuros (Mc 1,21-28), del adversario
que se alza contra sí mismo y que está tocando a su fin (Mc 3,26) y de la autoridad
concedida a los Doce para expulsar los demonios (Mc 3,15; 6,7). El reino de Dios ha
llegado y la dignidad del ser humano ha quedado restablecida en su totalidad –cuerpo y
espíritu– desterrando al poder del mal. El poder liberador de Dios prevalece así sobre las
fuerzas del maligno y los actos de Jesús son signos del tiempo nuevo, que apunta a la
consumación final. No es extraño que J. P. Meier afirme que «los exorcismos (de Jesús)

220
son manifestaciones y realizaciones, al menos parciales, de la venida de Dios con poder
para reinar sobre su pueblo en el tiempo final» [25] .
Con el perdón de los pecados también anunció Jesús la presencia del reino de Dios
entre los hombres. El profeta de Galilea no se ceñía a ningún rito vacío, ni practicaba
cosas extrañas a la dignidad humana. Su poder, traducido en perdón, se alejaba de toda
magia y fascinación. Él proclamó el perdón, perdonó y mandó perdonar, reconciliando al
hombre con Dios y restableciendo las relaciones entre los miembros de la comunidad.
Enseñó a sus discípulos a pedir el perdón de los pecados a Dios Padre (Lc 11,4),
condicionando el perdón de Dios al perdón humano (Mt 6,14-15; 18,35; Mc 11,25; Lc
11,4). Con generosidad ilimitada e inmensa ternura Jesús perdona a los más marginados
y excluidos de la sociedad de su tiempo. A un paralítico le dice: «Ánimo, hijo. Tus
pecados quedan perdonados» (Mt 9,2; Mc 2,5; Lc 5,20). El perdón aparenta blasfemia a
los fariseos, poco convencidos de la acción de Dios en Jesús y muy versados en las
restricciones de la Misná sobre la blasfemia. Y es que, en el judaísmo, nadie sino Dios
podía perdonar los pecados. El más alto poder de los hombres, reservado al sumo
sacerdote, se limitaba a una simple «declaración» (declarar libre de pecado), que no iba
más allá de una reconciliación del individuo con el Templo, con la Torá y con la
comunidad. Pese a la duda y maldad de escribas y fariseos, los textos evangélicos dejan
patente que el Hijo del hombre, es decir, Jesús, tiene autoridad para perdonar pecados en
la tierra, ya ahora, que serán absueltos en el juicio final. El perdón y la salvación no
quedaban confinados a justos e israelitas, pertenecientes al mundo privilegiado del
Templo y de la Torá, sino que se ofrecían también a quienes se consideraban seguidores
de Jesús y aceptaban los valores del reino que él predicaba. Como el maestro, también
los discípulos debemos perdonar hasta setenta y siete veces (Mt 18,22), es decir, de
forma ilimitada, sin restricciones, y perfecta. De este modo se perdona en dos momentos
excepcionales de la vida de Jesús: en la institución de la eucaristía y en la muerte en cruz.
En la institución de la eucaristía, la sangre de la alianza se derrama «en favor de muchos
para perdón (de) los pecados (Mt 26,28) y en la cruz Jesús exclama: «Padre, perdónalos,
pues no saben qué están haciendo» (Lc 23,34). Aquí, más que en cualquier otra
situación, el reino de Dios se hace presente en el mundo.
Las comidas de Jesús expresan con inmensa plasticidad la realidad del reino de
Dios. En las tradiciones de Marcos, documento Q, las fuentes propias de Mateo y de

221
Lucas e incluso en la de Juan, aparecen relatos de comidas de Jesús con pecadores y
excluidos de la sociedad judía. Varias parábolas hablan de la experiencia de Jesús con
publicanos y prostitutas, a quienes se ofrece la alegre noticia del reino de Dios. Es un
hecho incontrovertible que Jesús comparte mesa y comida con personas de mala
reputación en la sociedad de su tiempo (publicanos, pecadores, prostitutas, recaudadores,
poseídos de espíritus inmundos, etc.), acogiéndolas con exquisita predilección,
derribando barreras de incomunicación, revalorizando su dignidad perdida y
enseñándoles el camino del reino de Dios (cf. Mc 2,15-17; 6,8-10; Lc 7,36-50; 11,37-54;
19,9; Mt 9,35; 21,31 etc.).
Examinemos dos textos significativos, uno de Marcos y otro de Lucas. El pasaje de
Marcos dice así: «Y es el caso que estaba él a la mesa en su casa, y muchos publicanos y
pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos y lo seguían.
Y los escribas de los fariseos, al ver que comía con los pecadores y publicanos, decían a
los discípulos de Jesús: “¿Por qué come con los publicanos y pecadores?” Cuando Jesús
(lo) oyó, les dice: “No tienen necesidad de médico los fuertes, sino los que se encuentran
mal; no vine a llamar a justos, sino a pecadores”» (Mc 2,15-17). La escena, que se
remonta a un hecho histórico, continúa con la discusión mantenida entre Jesús y los
escribas sobre la elección de sus discípulos. En casa de Leví, hijo de Alfeo, se celebra
una comida a la que asisten Jesús, sus discípulos y también algunos comensales
incómodos, los escribas de los fariseos, que plantean una seria objeción sobre la
conducta de Jesús: ¿Por qué come con los publicanos y pecadores? [26] Los publicanos
eran considerados impuros ante la Ley y, por tanto, quienes participaban en sus actos,
corrían el riesgo de impureza ritual. Los pecadores, por otra parte, no solo eran poco
cuidadosos con las cuestiones rituales, sino que trasgredían leyes humanas y divinas
rompiendo la armonía de la elección divina del pueblo de Israel. A la crítica de los
fariseos, Jesús responde con un doble proverbio: «No tienen necesidad de médico los
fuertes, sino los que se encuentran mal» y «no vine a llamar a justos, sino a pecadores».
En adelante, «justos y pecadores» no van a contraponerse más, recordando la tradición y
la práctica judías, sino que ambos quedarán incluidos en la invitación de integración en el
reino de Dios. No es que los «justos» queden excluidos, sino que los «pecadores»
quedan integrados. Los pecadores quedan también invitados a la mesa, pueden comer
con Jesús y los ritos de purificación nunca más podrán romper la dignidad de la persona.

222
La santidad de Jesús y su presencia salvadora son más poderosas que el pecado de los
hombres y se contagian más que este en las comidas de alegría entre hermanos.
El evangelista Lucas refiere una hermosa escena de banquete (Lc 7,36-50). El
relato, con claros tintes eclesiales, cuenta que uno de los fariseos había invitado a comer
a Jesús, tal vez impresionado por su fama de profeta. Ya recostado a la mesa, es decir,
en actitud de celebrar una fiesta, como sucedía en especiales ocasiones en el mundo
greco-romano y en el judío, una mujer (que pasaba por prostituta en la ciudad) entra en
la casa con un pomo de alabastro, lleno de perfume, baña los pies de Jesús con sus
lágrimas y lo unge con el perfume. El anfitrión, que observa escandalizado la situación,
piensa para sus adentros que si Jesús fuera realmente un profeta tendría que darse cuenta
de qué clase de mujer tenía delante de sí. Jesús, que lee el interior de los corazones, le
cuenta al fariseo una parábola de un prestamista que perdona a dos deudores. Al serle
perdonadas sus deudas, ambos agradecen la generosidad de su señor; y más aún aquel a
quien se le perdonó más. La mujer pecadora ha cumplido con los deberes que Simón ha
descuidado. Ella ha amado más y, por eso, será perdonada más. El pecado de la mujer se
perdona no por normas escritas en la Ley, sino por un encuentro con Jesús en una
comida. La gracia y la salvación vienen de Dios, proclamadas por Jesús en un convite en
el que participan justos y pecadores.
Jesús, además de aparecer como invitado en comidas compartidas por publicanos y
pecadores, es presentado en los evangelios como anfitrión en las mismas. Un caso
paradigmático se ofrece en el milagro de la multiplicación de los panes, narrado por los
cuatro evangelistas, y repetido en Marcos y Mateo (Mc 6,34-44; 8,1-9; Mt 14,14-21;
15,32-38; Lc 9,11-17; 16,5-12; Jn 6,1-15). Tras el paréntesis del martirio de Juan el
Bautista, Marcos retoma el argumento de la misión de los Doce, que acuden a Jesús para
contarle lo que habían hecho y enseñado, buscando un despoblado para descansar. La
multitud busca con ahínco a Jesús y él ejercita su compasión, atendiendo a sus
necesidades materiales. No es el momento de entretenerme en los rasgos que este relato
pueda aportar para una reelaboración eucarística del mismo. Sea cual fuere la relación
que se establezca entre el relato de Marcos y la eucaristía, es indudable que en la
comunidad cristiana existían numerosos recuerdos de comidas que cristalizaron en los
relatos de la multiplicación. El punto central del relato, como observa E. Schillebeeckx,
es la «comunidad de mesa», el «ofrecimiento de comunión por parte de Jesús» durante

223
su vida terrena [27] . En los dos relatos que ofrece el evangelista Marcos se encuentran
coincidencias y diferencias. La estructura de ambos es básicamente idéntica: el escenario,
que corresponde a un lugar deshabitado, la conversación de Jesús con sus discípulos, en
la que se ponen de manifiesto la compasión de Jesús y el desconcierto de los discípulos,
la preparación para la comida, ofrecida por Jesús, el rezo de la bendición, la comida, la
recogida de los pedazos sobrantes y la marcha hacia el distrito de Dalmanuta. En el
primero de estos relatos (Mc 6,34-44), se alude de forma implícita al Antiguo
Testamento, describiendo la solicitud de Jesús, como pastor que cuida de sus ovejas,
proporcionándoles comida. En el segundo de ellos (Mc 8,1-10), a diferencia del anterior,
se acentúa la extenuación de la gente que sigue a Jesús, apenas sin comida para subsistir
y atrapada en el desierto. Las diferencias, llamativas aunque intrascendentes, se observan
en el número de los panes, en los peces, en los cestos y en la multitud asistente. En todo
caso, en este relato de «milagro de regalo», como lo califica J. Gnilka [28] , la bendición
de Jesús sobre la comida, ajustada a la tradición judía, reparte entre sus seguidores no
solo pan de trigo o de cebada (el alimento principal de los judíos) y pescado (el
complemento habitual en el mar), sino abundancia de bienes materiales y espirituales,
signo de la plenitud de los últimos tiempos. Una vez más, la comida de Jesús hace
presente el reino de Dios.
La comunidad de mesa también se da con el Señor resucitado. Así lo cuentan Lucas
(Lc 24,28-31) y Juan (Jn 21,12-13). El relato de Emaús es muy familiar para nosotros.
Dos discípulos de Jesús se dirigen a ese lugar, conversando sobre lo que había sucedido
en Jerusalén. Y sucedió (una expresión muy típica de Lucas) que Jesús se acercó y
caminaba con ellos, a quien contaron las cosas terribles que le habían sucedido al profeta
de Nazaret. Ellos esperaban que fuese el libertador de Israel, pero ya habían pasado tres
días y aunque algunas mujeres les habían dicho que vivía, a él no lo habían visto.
Después de un repaso serio del acompañante a las Escrituras, y acercándose al final del
camino, se dio el caso de que (aparece de nuevo esta expresión), «cuando estaba a la
mesa con ellos, cogió el pan, rezó la bendición, (lo) partió y se lo daba» (Lc 24,30). Los
caminantes reconocieron al Señor y contaron su experiencia a los Once y cómo se les dio
a conocer en la fracción del pan. Después del camino, al atardecer, hora de sentarse a
compartir la comida según la costumbre judía, Jesús, desempeñando la función de
anfitrión, «parte el pan» y «lo da». La expresión «labw`n to`n a;rton euvlo,ghsen kai.
kla,saj evpedi,dou auvtoi/j» se ajusta y recuerda lo acontecido en la última cena,

224
momentos antes de la pasión: «labw`n a;rton euvcaristh,saj e;klasen kai` e;dwken
auvtoi/j» (Lc 22,19). Es una comida singular, enmarcada en el acontecimiento de la
resurrección de Jesús, pero una comida auténtica, en la que se renuevan los vínculos de
amistad entre los hombres y se trasluce de forma excelsa el reino de Dios.
En el apéndice del evangelio de Juan aparece de nuevo la comida como elemento de
cohesión entre la comunidad de discípulos y Jesús (Jn 21,1-14). De forma hábil, se
produce la unión entre un milagro, el de la pesca milagrosa, y una comida pascual.
Asistimos a una profunda transformación de los discípulos, que, desde el
desconocimiento más absoluto, terminan por reconocer al Señor, guiados por la fe del
discípulo amado y la actuación de Pedro. El Señor Resucitado dirige las acciones de sus
discípulos, les ordena llevar los peces que terminan de pescar, les invita a almorzar y
«coge el pan y se (lo) da, y lo mismo el pez» (Jn 21,13). Es el cuadro perfecto de una
comunidad reunida en el nombre del Señor Resucitado, que vive la fe y recuerda las
comidas de Jesús de Nazaret en las orillas del mar de Galilea, signo de la presencia y de
los valores del reino de Dios en la tierra.
Recapitulando lo dicho sobre las comidas de Jesús, podemos llegar a la siguiente
conclusión: en el ministerio profético de Jesús de Nazaret jugó un papel importante la
comunidad de mesa, tanto de discípulos como de pecadores y excluidos de la sociedad,
hasta el punto de diferenciar por ello su misión de la de Juan el Bautista (Mt 11,18-19).
Las normas del judaísmo, que hablaban de pureza de los hijos de Dios y de impureza de
los que quebrantasen la ley de Moisés, que cuidaban la selección de los invitados y
reservaban los puestos en función del honor de las personas, quedaban obsoletas y daban
paso a la salvación escatológica con un mensaje nuevo e inclusivo, iniciado por Jesús.
Esta salvación se celebraba alegremente en las comidas entre amigos y con gente
marginada de la sociedad, que suscitaban el arrepentimiento y la conversión, el camino
correcto hacia el reino de Dios.

225
5.10. El reino de Dios es para los pobres y excluidos del mundo
La declaración de felicidad y bienaventuranza que dirige Jesús a los pobres y excluidos
de este mundo –obviamente en contexto y sentido muy diferentes– se encuentra en la
literatura griega, aplicada a los dioses y a los seres humanos. En ambos casos, los
macarismos hacen referencia a valores internos y externos, frecuentemente asociados a la
riqueza y el bienestar [29] . Asimismo, aparece en los escritos del Antiguo Testamento,
donde Yahvé se revela como liberador de los pobres y oprimidos, que sufren la
esclavitud de Egipto, y consolador del pueblo de Israel, sometido a la tiranía y
despotismo de otros pueblos infieles. El mundo bíblico está repleto de promesas de
esperanza y de liberación, anunciadas especialmente por los profetas y en los salmos (Is
11,1-5; 52,7; 61,1-2; Jer 23,5; Sal 72; 113,5-8), destinadas a los pobres y oprimidos,
como signo de la soberanía de Dios en el mundo, y realizadas en la persona de Jesús de
Nazaret [30] .
Las bienaventuranzas de los evangelios culminan la historia de esperanza de los
pobres y marginados y la acción soberana de Dios en el mundo. El evangelio de Mateo,
al comienzo de la predicación de Jesús en Galilea, proclama solemnemente la felicidad de
los pobres: «¡Felices los que tienen espíritu de pobres, porque el reino de los cielos es
suyo!» (Mt 5,3). Y detrás de esta bienaventuranza, que compendia las restantes, siguen,
en estructura análoga, las que hacen referencia a los afligidos, los mansos, los
hambrientos y sedientos de justicia, los misericordiosos, los de corazón limpio, los
pacificadores y los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5,4-10). La versión de Lucas
reduce a cuatro las ocho bienaventuranzas de Mateo: los pobres, los hambrientos, los
afligidos, y los perseguidos (Lc 6,20-23). La esencia es la misma, aunque, además del
número, se detecte una ligera diferencia, a saber, un matiz más ético en Mateo, explicable
por su adaptación a la tradición primitiva y la tarea redaccional del autor.
El reino es para los pobres, que han vuelto a encontrar en las palabras de Jesús el
sentido más genuino. Pero, ¿Quiénes son los pobres? ¿Quiénes pueden ser contados
entre ellos? Son gente que no encuentra cabida ni cobijo en grupos religiosos protegidos
por la Ley, tampoco tiene una consideración social reconocida. Más bien, son aquellos
que, no pudiendo apoyarse en sí mismos –en sus capacidades o habilidades humanas– ni
confiar en los poderes del mundo, se amparan solamente en la misericordia de Dios.
Pobres son aquellos que se vacían de todo tipo de autosuficiencia y reconocen a Dios

226
como el Señor de sus vidas, superando las adversidades ambientales que los dominan y
esclavizan. Dios es poderoso, justo, y libera. El pobre solo confía en Dios, en quien
encuentra el sentido de su humanidad. La pobreza no se confunde con una virtud moral;
tampoco se idealiza, puesto que el ideal que marca Jesús no se centra en ella, sino en la
liberación de la misma por la esperanza en el reino de Dios, que él anuncia. Por esa
razón, la pobreza es un mal, como el sufrimiento y la marginación que derivan de ella, de
modo semejante a como lo fueron el menoscabo y las dolencias que, en tiempos de
Jesús, padecieron los enfermos, los poseídos por espíritus inmundos y los excluidos del
pueblo de Israel.
A los pobres pertenece el reino de Dios. Esta es la revelación central del mensaje de
Jesús. Dios se presenta ante el mundo con una imagen nueva, cargada de libertad y de
misericordia, acogiendo a los marginados y anunciándoles el reino. Tiene razón G.
Bornkamm al afirmar que «la palabra de Jesús no es el consuelo de un más allá mejor,
como tampoco la pobreza presente no es por sí misma una bienaventuranza.
“Bienaventurados vosotros” no significa: “porque vosotros iréis al cielo”, ni: “ya estáis en
el cielo si comprendéis bien vuestro sufrimiento”. La expresión significa: “el reino de
Dios viene a vosotros”» [31] . Efectivamente, el reino de Dios es más inmenso que el
cielo que nosotros imaginamos. Es un acontecimiento que marca la historia del hombre
sobre la tierra, en el que Dios se aproxima graciosamente a aquellos que vacíos de sí
mismos se acogen confiadamente a él. Desde la perspectiva de esta soberanía graciosa de
Dios, se quiebran para siempre todos los privilegios –morales, sociales y religiosos– que
discriminan y esclavizan. Únicamente sobresale la misericordia de Dios, en la que
encuentran la paz todos los hombres, independientemente de su raza, sexo, condición
social y religión.
El reino es también para todos aquellos que se conforman a este sentido original,
inmersos en sus propias limitaciones humanas y abiertos a la protección misericordiosa
de Dios. Al ser las bienaventuranzas un mensaje teológico, más que un proyecto moral,
son felices asimismo todos aquellos que, privados de los recursos más elementales de la
vida, gozan del beneplácito de Dios. En este apartado engloba R. Fabris a los niños
(privados de la dignidad humana en el contexto cultural de la época de Jesús), a los
pecadores y a los paganos [32] .

227
Podríamos preguntarnos: ¿Qué sentido tiene hoy el anuncio del reino a los pobres y
excluidos de un mundo egoísta y alejado de Dios? ¿Qué fuerza moral tenemos los
seguidores de Jesús de Nazaret para predicar libertad y ansias renovadoras ante la duda y
desfallecimiento de tantos cristianos, a quienes el mensaje de las bienaventuranzas se les
antoja rancio y utópico? El teólogo se queda enmudecido ante el trágico desequilibrio
entre la bondad de Dios y el egoísmo del hombre. Nos movemos entre el anuncio
perenne de Jesús (válido para todos los tiempos) y nuestra misión profética, que debe
contemplar la naturaleza de nuestro mundo, al que debe llegar nítidamente la fuerza del
Evangelio, la buena nueva que lo trasforma y libera. Entre el anuncio de Jesús y nuestra
misión de comunicarlo a todas las gentes debe prevalecer siempre la actitud graciosa
(liberadora y generosa) de Dios, que ha de traducirse en exquisito respeto y acogida
(nunca condenación) a los más necesitados.
Abriendo el espíritu de la tradición evangélica a la situación actual, podríamos
proclamar dichosos a todos aquellos que se sienten y son realmente excluidos por los
poderes de este mundo soberbio y egoísta. Son dichosos y felices. Son felices los niños,
objeto de abusos y explotación; los ancianos, desvalidos frente a la altivez juvenil y la
indiferencia de los poderes públicos; los jóvenes, incapaces de realizar sus legítimas
aspiraciones en su ambiente natural y familiar; los desempleados y expropiados de sus
humildes viviendas, condenados a llevar una vida indigna a causa de la especulación
despiadada del capitalismo salvaje; los emigrantes, cuyas culturas y vivencias personales
son ignoradas por los países del primer mundo; las familias, en general víctimas del
creciente y doloroso empobrecimiento de una sociedad fracturada; los marginados por su
condición religiosa y orientación sexual. Y tantos otros, que perdidos en el complejo
mundo de la globalización en el que se diluyen sus legítimas ilusiones de realización,
pierden la esperanza de alcanzar el horizonte de la igualdad. A todos hay que decirles que
el reino de Dios ha llegado, y que la libertad y la paz deben ser el fruto de la aceptación
de la gracia misericordiosa de Dios y de la fraternidad entre las personas que poblamos
este mundo.
La suerte de los pobres y desamparados de este mundo ha cambiado radicalmente.
Su situación se ha transformado sustancialmente, no en atención a sus carencias y
sufrimientos, sino porque el poder y la justicia de Dios, que nunca abandonan al débil, se
han hecho presentes en ellos. Su desdicha está ya amparada por Dios y comienza a ser

228
escuchada. Dios está actuando ya, y no solo en Israel, sino en todos los pueblos. El
mensaje de Jesús proclama esta buena noticia. Él le dijo a la mujer cananea que había
sido enviado, en principio, a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15,24), pero, en
el relato de la curación del criado del centurión en Cafarnaún, también afirmó que
vendrían muchos de Oriente y de Occidente y se pondrían a la mesa «con Abrahán,
Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Esta es la grandiosa novedad del reino
de Dios: el poder y la justicia de Dios se ofrecen a todos los hombres, especialmente a
los pobres y marginados.

229
5.11. La dimensión futura del reino de Dios
Al afirmar la presencia del reino en la predicación del mensaje de Jesús, hemos podido
comprobar la novedad de la soberanía de Dios respecto a la antigua esperanza del pueblo
de Israel, al tiempo que descubrir la dimensión futura de dicha soberanía. El reino de
Dios se hace presente en el pueblo elegido y a la par se orienta en plenitud al tiempo
futuro. Con otras palabras, el reino de Dios es una realidad en la que el presente y el
futuro interaccionan entre sí. No existe contradicción alguna entre la misión profética de
Jesús en Galilea, que proclama la cercanía del reino de Dios, y los anuncios que hacen
referencia a la esperanza escatológica, según la cual Dios restaurará al pueblo de Israel.
Como escribe J. A Pagola, está «germinando ya un mundo nuevo, pero solo en el futuro
alcanzará su plena realización» [33] . O, como opina J. Jeremias, el reinado de Dios, que
en el judaísmo antiguo se extendía solo sobre Israel, ha de ser reconocido «por todas las
naciones» al final de los tiempos [34] . Categóricamente ha de afirmarse que teólogos y
exegetas confirman unánimemente la dimensión futura del reino de Dios [35] .
La tradición sinóptica es muy rica refiriéndose al futuro del reino de Dios. Para
detectar esta dimensión futura del reino nos centraremos en tres apartados que tratan de
las parábolas del reino de Dios, de las expresiones llamadas «sentencias de admisión»
que posibilitan la entrada en la basilei,a y en las peticiones del Padrenuestro. Los
examinamos uno por uno.
a) Al hablar de la llegada del reino de Dios o de la realidad presente del mismo,
decía que esta dimensión se ponía de manifiesto en las parábolas de Jesús. De la misma
forma hay que afirmar que en ellas se percibe el carácter futuro de ese reino. No podía
ser de otro modo, puesto que la intervención graciosa de Dios en la historia de la
humanidad no es ni parcial, ni puntual, ni inconclusa, sino que tiende a la realización
plena, total y definitiva de los últimos tiempos. De hecho, aunque el mensaje de las
parábolas esté sometido a múltiples interpretaciones, o incluso aunque su contenido
original sea prácticamente indescifrable –pese a que, como dice G. Bornkamm, «las
parábolas de los evangelios no están solamente al servicio de una doctrina sino que ellas
mismas son su anuncio» [36] –, el reino de Dios, que ha comenzado en el tiempo y en el
mundo y que está obrando ya, no se limita a las concepciones humanas de tiempo y
espacio, sino que interpela al hombre de forma constante hasta su destino final. No existe
interrupción entre presente y futuro en la concepción cristiana de la existencia. O, dicho

230
de otra forma, el hombre se inicia en el camino del reino con la mirada fija en la
misericordia final de Dios.
El capítulo 13 del evangelio de Mateo desgrana una serie de parábolas que nos
sirven de reflexión en este aspecto. Nos habla de la cizaña, del grano de mostaza y de la
levadura, del tesoro oculto en el campo, de la perla preciosa, y de la red que se echa al
mar y que recoge peces de todas clases. Marcos, por su parte, narra las parábolas del
sembrador, la de la semilla que germina y va creciendo y la del grano de mostaza (Mc
4,1-32). Lucas reseña la parábola del banquete, las de la oveja perdida y de la dracma
perdida, la del padre perdonador, la del administrador infiel y la del rico y de Lázaro (Lc
14,15; 15; 16,1-31). Todas ellas nos brindan elementos que revelan la dimensión futura
del reino de Dios, y que ahora brevemente señalamos.
La parábola del sembrador, tal vez la más familiar de todas (Mc 4,3-8 par), sin
ofrecer indicaciones precisas acerca del modo y el tiempo en que se realiza la siembra,
sin dar importancia al esfuerzo y dificultades del agricultor que cultiva el terreno, habla
de un sembrador y de una semilla, cuyo rendimiento está expuesto seriamente a las
fuerzas del mal, y de la que se ocupa profusamente: parte de la semilla cayó junto al
camino, siendo devorada por los pájaros; parte cayó en el pedregal, sin poder echar
raíces, al ser quemada por el sol; otra parte cayó entre espinos, que la ahogaron, y no dio
fruto. Los granos que cayeron en la tierra buena dieron fruto y produjeron, uno treinta,
otro sesenta, y otro ciento. La parábola deja patente que el reino de Dios ha comenzado
ya, que las dificultades para su realización persisten, y que el futuro aparece
esperanzador y feliz [37] . Todo comienzo (de Dios), por insignificante que parezca, tiene
un futuro glorioso. G. Bornkamm, haciendo referencia a la eficacia de la palabra que sale
de la boca de Yahvé (Is 55,11), expresa profundamente esta idea, en consonancia con el
misterio del reino de Dios. Dice así: «pero la certeza tiene también la primera palabra; en
efecto, un sembrador sale para sembrar –nada más– y eso significa el nuevo mundo de
Dios» [38] .
Otras parábolas se orientan en la misma dirección. En las parábolas del grano de
mostaza (Mc 4,30-32; Mt 13,31-32; Lc 13,18-19) y de la levadura (Mt 13,33; Lc 13,20-
21) la contraposición entre los comienzos del reino de Dios y la realización final aparece
con extrema nitidez. El reino de Dios mantendrá su carácter misterioso y de ocultamiento
hasta que aparezca el e;scaton. Como el grano de mostaza, una semilla insignificante en

231
la región de Palestina y que la comunidad de Marcos, enfrentada al poder y hostilidad de
los poderes enemigos, la percibe como la más pequeña de todas las de la tierra, así el
reino [39] . El reino de Dios se ha introducido en el mundo de forma insignificante e
inapreciable, pero, en el futuro, se convertirá en una realidad enorme y grandiosa, como
sucede con el crecimiento del grano de mostaza, en cuyas ramas podrán anidar los
pájaros del cielo. No es improbable que la comunidad de Marcos asociase su suerte
futura con el crecimiento del reino de Dios, y que su pequeña y difícil situación inicial
diese paso a una visión optimista, que soñase con la incorporación de los gentiles en su
seno, pero es conveniente advertir que no existe razón eclesiológica alguna que permita
identificar ambas realidades. Reino de Dios e Iglesia no son realidades intercambiables.
Es una parábola que los exegetas llaman «de contraste», que resalta un acontecimiento
misterioso, diminuto al principio y sublime al final. Otro tanto sucede con la parábola de
la levadura, utilizada por judíos y griegos para elaborar el pan. La levadura, en pequeñas
porciones, es capaz de fermentar gran cantidad de harina. En lo pequeño se oculta lo
grande, que un día aflorará ante los ojos de todos, como ocurre con el reino de Dios. El
mismo sentido podemos atribuir a la parábola de la semilla, narrada únicamente por el
evangelista Marcos (Mc 4,26-29). El grano, esparcido por el hombre en la tierra, germina
y crece, tanto de noche como de día, esté él durmiendo o velando. La tierra fructifica
«automáticamente», como acontece con el reino de Dios, que actúa por sí mismo
milagrosamente, sin que su realización precise (o dependa) absolutamente del esfuerzo y
la colaboración del hombre.
b) La soberanía futura de Dios se anuncia también de forma solemne en la cena de
despedida con sus discípulos, en la que Jesús les asegura: «Os digo de verdad: ya no
beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de
Dios» (Mc 14,25). Esta renuncia de Jesús, que recuerda el voto solemne de nazareo para
consagrarse a Yahvé (Nm 6,1-4) y la vida santa de los rekabitas (Jer 35), se sitúa
claramente en el futuro escatológico: predice la pasión y muerte del Mesías y no beberá
ni comerá hasta que lo haga en el reino de Dios. La afirmación se mueve en el contexto
del acontecimiento de la Pascua, que no solo contempla la liberación del pueblo de Israel
en el pasado, sino también la redención futura. El mismo espíritu respira la tradición que
Pablo trasmite a la comunidad de Corinto: «Pues siempre que coméis ese pan y bebéis
ese vaso anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26) [40] . Este
sentido escatológico del reino, que aparece en Marcos referido a la persona de Jesús, se

232
halla presente asimismo en aquellos textos que hablan de la inclusión en el reino de Dios
de Abrahán, Isaac y Jacob y de todos los profetas, así como de los paganos que vendrán
de todas las partes del mundo (Lc 13,28-29). Lo mismo acontece en las sentencias que
recoge la triple tradición sinóptica, en las que, pese a su inminencia, se dibuja el futuro
del reino de Dios. Marcos afirma: «Os digo de verdad: hay algunos de los que están aquí
que no probarán la muerte sin ver antes el reino de Dios, venido [ya] con poder» (Mc
9,1). Comentando este pasaje, escribe J. Gnilka: «El ver en 9,1 adquiere un significado
ambivalente. Si originariamente significaba la participación existencial en la llegada del
definitivo reino de Dios, el evangelista permite una participación anticipada que no
elimina a la definitiva. Se concede a Pedro, Santiago y Juan sobre el monte» [41] . Lucas,
sin hablar de la venida gloriosa del reino, solo anuncia que algunos de los allí presentes
no morirán sin verlo antes (Lc 9,29). Y Mateo pone el énfasis en la figura del Hijo del
hombre, que llega como rey (Mt 16,28).
El carácter futuro del reino de Dios se hace ostensible igualmente en las conocidas
como «sentencias de admisión», formas que posibilitan la entrada en la basilei,a. En
consonancia con las advertencias de Jesús sobre el peligro de las riquezas, y con una
expresividad desconcertante, el evangelista Marcos refiere estas palabras: «Hijos, ¡qué
difícil es entrar en el reino de Dios! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una
aguja que un rico entre en el reino de Dios» (Mc 10,24-25). Mateo, en su denodada
lucha contra los escándalos, escribe: «Si tu mano, o tu pie, te hace caer, córtalo y échalo
lejos de ti; te es mejor entrar en la vida manco o cojo, que ser arrojado al fuego eterno
conservando [las] dos manos o [los] dos pies» (Mt 18,8). Entrar en el reino de Dios
(como dice Marcos) o entrar en la vida (en expresión de Mateo) indican la misma
realidad, concebida en términos de futuro y de felicidad, aunque para ello se exijan
compromisos presentes frente a las palabras de Jesús.
c) J. Jeremias, al preguntarse cómo entendía Jesús la expresión «reino de Dios», y
refiriéndose a las peticiones del Padrenuestro, responde de forma categórica: «Las dos
peticiones del Padrenuestro que enlazan con el qaddish (Mt 6,10; Lc 11,2), muestran
con seguridad que Jesús utilizó el concepto de malkuta en su sentido escatológico» [42] .
El deseo de Jesús por la venida del reino, que desplace la injusticia y el abatimiento de su
pueblo, es tan vehemente que enseña a sus discípulos a orar así: «Que tu reino venga»
(Mt 6,10). La soberanía de su Padre aparece nítida, imperiosa e independiente de la

233
acción humana; es más, actúa no solo en el pueblo de Israel, sino que su fuerza
liberadora abarca y trasforma al mundo entero. De la misma forma ha de interpretarse la
petición: «Que tu nombre sea santificado» (Mt 6,9; Lc 11,2), es decir, que sea revelado,
significándose, una vez más, como don de Dios a los hombres. El «nombre» –
constitutivo de la esencia divina, desde la concepción bíblica– es un concepto equivalente
al «reino de Dios». J. P. Meier expresa esta idea, afirmando: «El sentido de la primera
parte del padrenuestro es: “Padre, revélate con todo tu poder y gloria [= santificado sea
tu nombre] viniendo a reinar [= venga tu reino]”» [43] .
Como conclusión de este apartado, me parece acertada la opinión de J. P. Meier,
que dice así: «En nuestro recorrido por estas corrientes y formas de la tradición de y
sobre Jesús hemos visto un punto constantemente confirmado: para Jesús, el símbolo del
reino representaba la venida definitiva de Dios en un futuro próximo para poner fin al
presente estado de cosas y reinar plenamente sobre el mundo en general e Israel en
particular» [44] .
El reino de Dios aparece con toda nitidez en las diferentes imágenes y sentencias,
utilizadas por Jesús, en la doble dimensión de presente y de futuro [45] . No es tarea fácil
explicar teológicamente ambas dimensiones, integradas en el mensaje de Jesús, es decir,
esclarecer cómo el reino de Dios puede ser futuro y presente a la vez. G. E. Ladd ofrece
una solución a este problema, argumentando que, «tanto en el Antiguo Testamento como
en el judaísmo rabínico, el reino de Dios –su reinado– puede tener más de un sentido.
Dios es ahora el rey, pero tiene también que llegar a ser (become) rey» [46] . En cualquier
caso, no es necesario recurrir a teorías extrañas acerca de la evolución en la conciencia
de Jesús y en el desarrollo histórico de su misión profética para explicar esta realidad.
Sencillamente, hay que hablar de tensión entre presente y futuro, excluyendo toda
contraposición entre estos tiempos. Es cierto que en algunos pasajes evangélicos se
acentúa más uno que otro, pero el reino es una realidad en la que se incluyen por igual
presente y futuro. La explicación correcta, como propone W. Kasper, no ha de partir de
una concepción filosófica, sino bíblica del tiempo, según la cual, este no representa una
realidad puramente cuantitativa (mera sucesión uniforme de fases temporales), sino
cualitativa [47] .

234
5.12. Reinterpretando el reino de Dios: Opiniones de exegetas y teólogos
Si la predicación del reino de Dios constituye el núcleo del mensaje de Jesús de Nazaret,
es lógico inferir que la tarea fundamental de la comunidad cristiana sea expresar y vivir
esta Buena Noticia en todos los tiempos. Y no solo por esta razón elemental, sino,
además, porque la idea de reino –central en las ciencias bíblicas– extiende su influencia a
todas las disciplinas teológicas, especialmente a la eclesiología.
Obviando una literatura católica, antigua y abundante, que concebía la Iglesia como
la realización histórica del reino de Dios, puede afirmarse que hacia finales del siglo XIX
y comienzos del XX se inicia una etapa teológica que redescubre la importancia de los
conceptos escatológicos y apocalípticos en el mensaje de Jesús de Nazaret. La teología
liberal protestante, inspirada en la Ilustración (se ensalza la razón y el progreso) y nutrida
de fuentes kantianas, redujo el elemento apocalíptico en la enseñanza de Jesús a un mero
ropaje del núcleo de su mensaje, entendido este como espacio del espíritu y de la
libertad [48] . El exponente de esta visión liberal de la teología es la obra What Is
Christianity? de A. von Harnack. El teólogo protestante concibe el reino de Dios,
predicado por Jesús, como la expresión más auténtica de la «paternidad de Dios» y la
«hermandad del hombre», que supera los marcados aspectos exclusivistas y cultuales del
judaísmo de la época y realza el valor de la persona y la ética del amor.
En el año 1892, en abierta oposición a A. Ritschl [49] , que defendía una concepción
de reino no escatológica, marcada por una clara tonalidad ética, más desde una
perspectiva kantiana que desde presupuestos evangélicos, J. Weiss aboga por un
concepto de reino de Dios como realidad puramente futura y de carácter religioso,
descalificando todo tipo de actividad humana como apta para la realización de dicho
reino. Su famosa obra sobre la proclamación del reino de Dios [50] defendía una visión
del reino –en conformidad con la apocalíptica judía– futura y escatológica. Por otra
parte, el reino que Jesús proclama es un acto sobrenatural de Dios, fuera del alcance de
toda actividad humana.
En la misma dirección se orientan las primeras investigaciones bíblicas de A.
Schweitzer, reconocido exegeta, médico y defensor de los derechos humanos [51] . Según
este autor, la persona de Jesús no puede percibirse correctamente si se niega la modalidad
escatológica de su vida. Jesús anunció la llegada de la época final, la consumación de los
últimos días. Evidentemente se equivocó y sus predicciones no se cumplieron. Ante esta

235
situación desesperada, la única salida airosa de Jesús era forzar (con su testimonio y en
Jerusalén) la llegada del reino, de los signos de los últimos tiempos. Su actitud lo condujo
a la cruz. Según A. Schweitzer, el carácter escatológico del mensaje del reino, y la
increencia del hombre moderno en esta faceta del mismo, convierten a Jesús de Nazaret
en un personaje «desconocido», en alguien que apareció públicamente como Mesías y
que predicó unos valores del reino de Dios, pero que nunca ha tenido existencia real. Es,
más bien, una figura creada por el racionalismo, reavivada por el liberalismo y revestida
de historicidad por la teología moderna [52] . Lo esencial del cristianismo no es la
comprobación de la historicidad de la persona de Jesús, sino «el espíritu de Jesús» y, por
tanto, su mensaje de amor puede ser válido para todos los tiempos [53] . La interpretación
del reino, según A. Schweitzer, es rigurosamente escatológica –él la llama konsequente
Eschatologie– una escatología «consecuente» (en realidad, no muy consecuente), cuyos
valores éticos no estaban destinados para la vida cotidiana de la gente.
R. Bultmann –uno de los exegetas más influyentes en la interpretación escatológica
del reino de Dios– aplicando los conceptos de desmitologización y de vivencia existencial
a esta realidad, afirma que Jesús no fue más que un profeta apocalíptico judío,
preocupado por la venida inminente del reino. Un reino con categorías de presente es
contradictorio. Con todo, ante la certeza de Jesús acerca de la inmediatez del final, el
reino puede considerarse como «germen», como «incipiente», pudiendo ser entendida
esta inmediatez como central en su mensaje. La expectación mitológico-escatológica de
Jesús es absolutamente accidental; lo esencial es el carácter trascendente del reino que
interpela al hombre a una decisión radical, un poder que, aun siendo completamente
futuro, determina el presente de la humanidad [54] . Es la llamada escatología existencial.
M. Goguel concibe a Jesús como un maestro preocupado por una escatología de
futuro, puesto que su visión del reino de Dios fue exclusivamente futurista y
catastrófica [55] .
C. H. Dodd es el representante de otro tipo de escatología que considera unilaterales
las interpretaciones acerca del reino de Dios reseñadas anteriormente. Este teólogo afirma
que el reino de Dios es atemporal, eterno, trascendente y, en consecuencia, siempre
presente, y ha entrado en la historia con la persona de Jesús de Nazaret. En Jesús, el
wholly other ha entrado en la historia. El reino de Dios se ha «realizado» –de ahí, el
nombre de escatología realizada– plenamente en Jesús de Nazaret y el tiempo futuro, el

236
éschaton, no puede aportar nada a las inquietudes y tensión de la existencia cristiana
actual [56] .
Es evidente que el presente es un elemento esencial del reino de Dios, pero es
imposible negar la virtualidad intrínseca del mismo, orientado al más allá. Los tiempos de
la historia de salvación no responden a concepciones lineales excluyentes, sino a modos
de manifestación divina que en su contingencia y limitación dan paso a otras realidades, a
la par que nos revelan lo que anuncian. El mismo C. H. Dodd ha modificado, aunque no
alterado, su rígida postura ante la escatología [57] .
T. W. Manson figura entre los intérpretes más auténticos y autorizados de la
concepción no escatológica del reino de Dios [58] . Según este teólogo, el reino consiste
esencialmente en la soberanía de Dios en el ámbito del alma humana. Jesús es la
personificación más evidente de la presencia de Dios en el mundo al someterse
enteramente en su ministerio a la voluntad del Padre; antes del episodio de Cesarea de
Filipo, habló de la llegada del reino; después de Cesarea, de la presencia del mismo y del
ingreso de los hombres en él. El reino de Dios consiste, por tanto, en la relación personal
entre Dios y el hombre, de quien Jesús es la manifestación más perfecta, al tener
conciencia de su misión de conducir los hombres a Dios.
Con posterioridad al libro mencionado anteriormente, en un comentario sobre los
relatos de Jesús, T. W. Manson ofrece una interpretación del reino en la que se combinan
los aspectos de presente y de futuro, al concebir como núcleo del mismo más la
intervención de Dios que la experiencia humana. El reino se interpreta aún en categorías
de realización de la voluntad de Dios en el mundo, pero dicha voluntad se concibe en
términos de una acción divina orientada hacia la humanidad, es decir, algo cuya iniciativa
corresponde a Dios y no al hombre. De esta forma, el reino penetra en la historia,
sucediendo al periodo de la Ley y los profetas, y abarcando las dimensiones del presente
y del futuro, a la vez que tiende a su consumación, una consumación prevista por Jesús
como inminente y total [59] .
La iniciativa de Dios en el reino es rechazada por C. J. Cadoux. Para este autor, la
iniciativa procede del hombre, ya que el reino no consiste en la victoria del poder de
Dios, sino, más bien, en la aceptación voluntaria y personal de la soberanía divina por
parte del hombre. Jesús, al admitir en su vida obediente la autoridad del Padre, se
constituyó en la encarnación más auténtica del reino y su misión consistió en

237
proporcionar a la humanidad el camino hacia el reconocimiento de la soberanía de Dios.
Los aspectos apocalípticos que circundan la realidad del reino son, según C. J. Cadoux,
producto de la imaginación oriental, incapacitada para comprenderlos literalmente. El
valor permanente de la escatología consiste en la perennidad y urgencia de aquellos
grandes valores por los que Jesús comprometió su existencia terrena [60] .
J. W. Bowman defiende la interpretación no escatológica, llamada «realismo
profético», que interpreta al reino en categorías de relación entre Dios y el hombre, de
experiencia del individuo de la soberanía divina en todo el ámbito de su vida. En este
sentido, se opone a toda concepción apocalíptica del reino de Dios por considerarla
insuficiente para explicar la actividad del reino en el plano de la historia. Cualquier tipo de
explicación sobre la naturaleza del reino que no deje a salvo el carácter de su
intervención en la historia es considerado por este autor como «pesimismo
apocalíptico» [61] .
Como síntesis de las posturas extremas que he reseñado en la concepción del reino
de Dios, se encuentra la opinión de prestigiosos teólogos que reconocen la dimensión de
presente y de futuro como elementos integrantes de ese reino. Según R. Otto, el reino es
el ámbito suprahistórico donde se ejerce la soberanía divina. Jesús, con su mensaje, es el
puente de unión entre el cielo y la tierra. El acontecimiento de la venida del reino es
exclusivamente divino y significa la unión de lo sobrenatural y metahistórico con la
historia y el hombre, produciéndose una transformación sorprendente en el mundo. Jesús
creyó que el reino se encontraba en proceso de realización; él conoció la victoria de Dios
sobre Satán. El reino no es solo dominio escatológico, sino también poder victorioso y
coercitivo. El mundo se convierte así en escenario de la dynamis divina y Jesús en el
agente de ella [62] .
Para J. Jeremias, Jesús es el Mesías, el rey de la Gottesherrschaft, encargado de la
consumación del mundo, llevada a cabo en la humillación y en la gloria a la par. Jesús
proclamó en su humillación, con palabras y hechos, la presencia de la acción salvadora
de Dios en el hombre. El anuncio del reino, bajo la forma de humildad, era asequible
únicamente a los ojos de la fe; posteriormente, en la parusía, se manifestará
gloriosamente, y entonces tendrán lugar la destrucción total de los poderes del mal y la
celebración de la fiesta mesiánica por la comunidad cristiana [63] . Este teólogo sugiere
una Sich realisierende Eschatologie, una escatología en proceso de realización [64] .

238
W. G. Kümmel opina que el reino de Dios es la realidad escatológica futura, que
Jesús esperó en un futuro próximo y que, de alguna manera, encarnó en su propia
persona. Al mismo tiempo, afirma que la presencia del reino venidero se limita a la
persona de Jesús, ya que ni en sus acciones ni en sus palabras pueden encontrarse
pruebas de que se previera una comunidad que, entre su muerte y su parusía, realizase la
consumación escatológica; es decir, Jesús no concibió que la presencia del reino se
manifestase en la comunidad de sus discípulos en el intervalo entre su muerte y la
segunda venida en majestad; más todavía, W. G. Kümmel llega a decir que Jesús no
percibió la relación entre la Iglesia y el reino, descartando la posibilidad de la presencia
del reino de Dios en la comunidad durante su existencia terrena [65] .
G. Bornkamm, uno de los discípulos más famosos de R. Bultmann, presenta una
imagen de Jesús ajena a todo escepticismo histórico radical de influencia bultmanniana.
Si, para Bultmann, la motivación final de la visión escatológica de Jesús fue el sentido
abrumador de la presencia de Dios, para Bornkamm la conciencia de esta presencia
inmediata –unmittelbare Gegenwart– se identifica con el reino de Dios en cuanto
realidad presente. Y, puesto que basilei,a puede emplearse como sinónimo de Dios, el
sentido de la presencia de Dios es el reino de Dios mismo. Jesús anunció que el cambio
de los tiempos estaba presente. El reino se ha hecho «acontecimiento» en su persona y el
hombre se ve obligado a optar a favor o en contra de él. Siguiendo a su maestro,
Bornkamm interpreta, no obstante, los contenidos del reino en términos existenciales. El
final del mundo no significa un drama escatológico, sino un acontecimiento, ante el cual
el hombre se siente interpelado por la presencia inmediata de Dios, cuyo resultado es ese
final. De esta suerte, el tiempo ha llegado a su fin, y el hombre se ve afectado por este
nuevo presente, debido a la presencia de Dios. El reino, en su comienzo, es una realidad
invisible, que acontece en el tiempo y en el mundo presentes para transformarlos en
finales. Así, el mundo nuevo está ya operando [66] .
R. Schnackenburg opina que los términos más apropiados para describir los
contenidos bíblicos sobre el reino de Dios son los de «promesa», «cumplimiento» y
«consumación» (Verheissung, Erfüllung y Vollendung). La Gottesherrschaft es
fundamentalmente escatológica y salvadora, si bien se hace presente en la persona y en el
ministerio de Jesús de Nazaret. Este autor estima conveniente una distinción entre la
expresión «reino de Cristo» y la de «reino de Dios». La primera haría referencia al

239
periodo entre la resurrección y la parusía, durante el cual Cristo ejercería su soberanía
sobre los poderes mundanos, incluso la muerte, mientras que la segunda indicaría la
entrega, el resultado de esta soberanía, al Padre, en el que Dios sería todo en todas las
cosas y el reino se convertiría en una realidad [67] .
Otras expresiones contemporáneas sobre el reino de Dios podemos descubrirlas en
el grupo del Jesus Seminar, en ciertos círculos evangélicos de los Estados Unidos y Gran
Bretaña y en algunos teólogos católicos modernos, por citar algunos ejemplos. El
movimiento estadounidense del Jesus Seminar, en un intento de presentar una figura de
Jesús de Nazaret más asequible y familiar al hombre moderno y utilizando métodos de
investigación histórico-críticos poco académicos, que violentan el texto bíblico y
desvinculan a Jesús del contexto judío, niega el carácter futurista del reino, rechazando la
historicidad de aquellos textos que contengan alguna referencia en este sentido.
En ciertos círculos evangélicos de los Estados Unidos y Gran Bretaña ha cobrado
fuerza la contundente distinción entre el reino de Dios y el reino de los cielos. Este último
haría referencia a la soberanía de Dios en la tierra, prometida a Israel en el Antiguo
Testamento. Al rechazar Israel la oferta del reino, Jesús propuso un nuevo mensaje de
salvación, iniciando una nueva comunidad de fe, que rebasa todas las categorías raciales.
El principio rector de este pensamiento teológico es el reconocimiento de dos pueblos de
Dios –Israel y la Iglesia– con dos destinos distintos, bajo dos planes de Dios [68] .
Algunos teólogos católicos entienden el reino de Dios en categorías de servicio y
amor, de compasión y liberación. Allí donde hay servicio a la humanidad, se ama a los
desfavorecidos, se ejerce la compasión con los débiles, y se libera a las personas de las
fuerzas que les oprimen, se realiza el reino de Dios [69] .

240
5.13. Los valores permanentes del reino de Dios
En toda la exposición sobre el anuncio del reino de Dios se trasluce la novedad del
mensaje de Jesús, impregnada de valores que han de perdurar en la vida de sus
discípulos al servicio de toda la humanidad. Es cierto que las palabras de Jesús se
enmarcan en la historia del pueblo de Israel, pero su carácter es universal, abarcando no
solamente a este pueblo –señalado por serias discriminaciones sociales y religiosas– sino
extendiendo sus valores a todos los rincones de la tierra. Ahora podemos preguntarnos:
¿Cuáles son estos valores?
Muchos hablan de «revolución de valores» en la enseñanza de Jesús de Nazaret. Y
es verdad, siempre que no se reduzca dicha revolución a aspectos políticos, sociales o,
incluso, religiosos. La «revolución» de Jesús es absoluta y trascendente, evidenciando
que la acción de Dios no se restringe al ámbito de lo personal, sino que abarca al
acontecer de la historia en general. El reino de Dios se identifica con la acción de Dios en
la historia de la humanidad, transformándola y dirigiéndola al único y definitivo fin
trazado por Dios. Pese a las múltiples y serias dificultades que entraña la conciliación
entre la naturaleza de la historia (esta ciencia trata de hechos contingentes, sometidos a
una interpretación crítica) y la acción de Dios en la misma (Dios es sujeto y no objeto),
estimo que Dios se hace presente y actúa en la historia, en conformidad con la idea
bíblica del reino, a no ser que convirtamos la teología en una ciencia de lo extraño, lejano
y ajeno a los intereses y anhelos del hombre. A Dios nunca lo podremos entender como
frío y lejano espectador ante la actividad de los seres humanos. Y si Dios actúa en la
historia humana toda ella está sometida y orientada a los valores del reino, en el que,
definitivamente, se producirá la salvación y liberación de toda la creación, una vez
aniquilados los poderes del mal. No es que nosotros construyamos el reino o lo
implantemos –expresiones frecuentemente utilizadas en la teología moderna–, sino que la
victoria del reino de Dios se consumará realmente por la acción generosa de Dios en
Jesús de Nazaret, que comparte su vida con el hombre, sufre, muere y resucita, y, al
final, vendrá en gloria y majestad. La acción de Dios en la vida terrena de Jesús y lo que
realizará al final de los tiempos, en la parusía, no son sino dos formas distintas de la
única soberanía redentora de Dios.
Los cristianos somos conscientes de nuestra misión como testigos, de que formamos
la comunidad de seguidores de Jesús, de la victoria definitiva del reino de Dios.

241
Proclamamos en este mundo la esperanza en el triunfo definitivo del reino de Dios,
cumplido ya en la persona de Jesús de Nazaret. Aparece claro, así, que el reino sigue
actuando en el mundo a través de la Iglesia, que la Iglesia es un instrumento del reino,
que está sometida al juicio del reino y que su paso por este mundo debe estar sujeto a la
tensión entre la historia y la escatología, evitando las tentaciones mundanas y
manteniendo vivas las ansias de futuro. Más concretamente, podemos señalar algunos
valores del reino de Dios que son perdurables y nosotros tenemos que asimilar. Son
estos:
– La alegría de sentir a Dios cercano en nuestras vidas, hasta el extremo de poder
llamarle «Padre».
– El aprecio de la dignidad de la persona «por sí misma», no condicionada por ningún
código cultural y social, como la familia, el honor o las riquezas.
– La actitud de servicio, que supone la renuncia a los bienes materiales y la entrega total
a los hermanos, especialmente los más pobres y necesitados.
– La esperanza de una realización completa, tanto individual como colectiva, en la que,
como dice san Pablo, Dios estará «totalmente en todas las cosas» (1 Cor 15,28).

Los valores del reino de Dios son, en definitiva, un anticipo de la vida divina en este
mundo. Nos enseñan a estimar y a vivir las realidades de la tierra de forma
completamente diferente. Hay que desterrar las injusticias, los egoísmos, las envidias, las
guerras, la intolerancia, incluso la religiosa y todo lo que signifique desviación y olvido de
la voluntad de Dios. En su lugar, es preciso promover la libertad, la justicia y la paz,
fomentando el amor, especialmente a los marginados y olvidados. La enseñanza
fundamental de Jesús es que Dios es «padre» de todos y que todos somos hermanos, en
el amor.

[1] Es imposible enumerar a los exegetas y teólogos que han investigado sobre el tema del reino de Dios.
Solamente citaré algunos autores que, además de enseñarme, pueden ser útiles para quienes sientan interés por
esta materia, tan rica y compleja a la par. Son estos: J. Jeremias, J. Gnilka, W. Kasper, J. Ratzinger/Benedicto
XVI, J. P. Meier, G. Bornkamm, T. Rausch, E. P. Sanders, R. Aguirre, R. Fabris, J. A. Pagola, C. H. Dodd, M.
Karrer, G. Eldon Ladd, R. E. Brown, S. Vidal, J. I. González Faus, K. Berger, E. Schillebeeckx, G. Lohfink, J. D.
G. Dunn.
[2] El único ejemplo en el que aparece «reino de Dios» (basilei,an Qeou/) se encuentra en el libro
deuterocanónico/apócrifo de la Sabiduría (Sab 10,10). En los escritos protocanónicos aparece la expresión «el

242
reino de Yahvé» (why twklm malkut Yahvé; léase malkut Adonai). En el libro primero de las Crónicas se lee:
«Asimismo, de entre todos mis hijos –pues Yahvé me ha concedido muchos hijos– ha escogido a mi hijo Salomón
para que se siente sobre el trono del reino de Yahvé sobre Israel» (1 Cr 28, 5).
[3] G. ELDON LADD, A Theology of the New Testament (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing
Company, 1993), 58.
[4] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 135. G. ELDON LADD, op.
cit., 59.
[5] El documento de Qumrán más importante en este sentido es la Regla de la Guerra o Rollo de la Guerra
(1 QM), pero ni siquiera aquí la idea del «reino de Dios» cumple un papel predominante. Le sigue en importancia
el Manual de Disciplina o Regla de la Comunidad (1 QS), cuya única referencia puede darse al dominio absoluto
de Dios.
[6] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
123.
[7] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios
(Estella: Verbo Divino, 2004), 332, llega a la siguiente conclusión en este punto: «Parece, por tanto, que Jesús
echó mano de unas imágenes y un lenguaje presentes, pero no centrales, en el Antiguo Testamento y en las
tradiciones intertestamentarias del judaísmo y conscientemente decidió convertir el símbolo del reino de Dios en
uno de los temas fundamentales de su propio mensaje».
[8] Puede consultarse N. T. WRIGHT , Jesus and the Victory of God II (Minneapolis: Fortress Press, 1996),
663-670. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 46, dice que «el término
basilei,a, para designar el reino de Dios (tou/ Qeou/ / tw/n ouvranw/n) aparece en labios de Jesús con la siguiente
distribución: en Marcos (13 veces), en los logia comunes a Mateo y Lucas (9 veces), ejemplos adicionales en
Mateo solo (27 veces), ejemplos adicionales en Lucas solo (12 veces), en el evangelio de Juan (2 veces)». Afirma
también que en la época precristiana la expresión «reino de Dios» aparece únicamente en el qaddish y en algunas
plegarias relacionadas con él. En la literatura rabínica aumentan las expresiones que hablan de «acoger en sí el
reino del cielo». Transcribo aquí la bella oración del qaddish o «Santo», que cerraba el culto de la sinagoga. Se
encuentra en la página 233 de la citada obra de J. Jeremias, y dice así: «Glorificado y santificado sea su gran
nombre / en el mundo creado por él según su voluntad. / Haga él reinar su señorío / por el tiempo de vuestra vida
y por vuestros días y durante la vida / de toda la casa de Israel, en seguida y pronto. / Alabado sea su gran
nombre, de eternidad en eternidad. / Y decid a esto: ¡Amén!»
[9] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios
(Estella: Verbo Divino, 2004), 536
[10] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 67, nota 2.
[11] J. P. MEIER , op. cit., 296-297. J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde
el Bautismo a la Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 83. La misma opinión comparte G.
Lohfink, que opina que, sin hacer de esta cuestión un principio rígido, la expresión reign of God o rule of God
(«reinado de Dios») es preferible a la de kingdom of God (Gottesreich), la traducción, por otra parte, más común
en las traducciones de la Biblia. G. LOHFINK, Jesus of Nazaret. What He wanted, Who He Was (Collegeville:
Liturgical Press, 2012), 88.
[12] G. LOHFINK, ibid., 89.
[13] Sobre la imprecisión en esta cuestión, pueden verse los argumentos que ofrece J. P. MEIER , Un judío
marginal Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios (Estella: Verbo Divino, 2004), 160s.
[14] G. LOHFINK, Jesus of Nazaret. What He Wanted, Who He Was (Collegeville: Liturgical Press, 2012),
103.
[15] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 173.
[16] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca : Sígueme, 2002), 98.

243
[17] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
80.
[18] C. H. DODD, Las Parábolas del reino (Madrid: Cristiandad, 1974), 50-51.
[19] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 187.
[20] C. H. DODD, op. cit., 50-51.
[21] C. H. DODD, op. cit., 50-51.
[22] J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 95, nota 25, afirma: «Aunque la
expresión griega entos hymin puede significar también “dentro de vosotros”, los investigadores modernos
traducen hoy de forma general: “El reino de Dios está entre vosotros”, pues, para Jesús, ese reino no es una
realidad íntima y espiritual, sino una transformación que abarca la totalidad de la vida y de las personas». C. H.
DODD, Las Parábolas del reino (Madrid: Cristiandad, 1974), 50, nota 15, dice: «El verbo fqanein en griego clásico
tiene el sentido de “anticiparse” a alguien, llegar antes que él y, por tanto, estar en un lugar antes que él lo sepa.
Pero en griego helenístico se emplea, especialmente en aoristo, para indicar el hecho de que una persona ha
llegado ya adonde se proponía. Este uso se conserva en griego moderno». U. Luz, El Evangelio según San
Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 348, nota 65, opina así: «El verbo (fqa,nw) es sinónimo del clásico
avfikne,isqai, no de evggizein. Su nota propia es alcanzar la meta, no solo aproximarse a ella. Si el sujeto es un
concepto espacial que no puede moverse, fqa,nein significa “extenderse hasta”... Este significado podría ir
implícito en Mt 12, 28 para la basilei,a, que en Mateo ofrece también una dimensión espacial».
[23] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 142-143.
[24] La expresión «con el dedo de Dios» solo aparece en este dicho Q de Lc 11,20 par, en todo el Nuevo
Testamento. Parece tener una clara referencia en el texto de Ex 8,15: «Entonces dijeron los adivinos a Faraón: ¡Es
el dedo de Elohim!; pero el corazón de Faraón se endureció, y no los escuchó, según Yahvé había predicho». Los
exegetas coinciden en afirmar que, por su lenguaje y su pensamiento discontinuo, tiene su origen en el Jesús
histórico.
[25] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios
(Estella: Verbo Divino, 2004), 534.
[26] Escribas y fariseos aparecen estrechamente vinculados en dos pasajes de Marcos: en (Mc 2,16),
airados porque Jesús comparta mesa con pecadores y publicanos, y en (Mc 7,1.5), donde cuestionan la práctica
de los discípulos de Jesús de comer sin lavarse las manos. Los escribas aparecen generalmente en Jerusalén,
mientras que los fariseos se sitúan en Galilea.
[27] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 194.
[28] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 300.
[29] H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme,
1998), en maka,rioj 127-128.
[30] En el judaísmo tardío, el significado de «pobre» lleva inherente una situación de indigencia real, que,
con el tiempo y el cambio de las circunstancias económicas y sociales, conducentes a mayores cotas de bienestar
y a un progresivo alejamiento de Dios, se asoció a una interpretación religiosa, confundiéndose, a veces, pobreza
con piedad.
[31] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 82.
[32] R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 110-113.
[33] J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC, 2007), 109.
[34] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 123.
[35] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 193-197. Al examinar los
dichos sobre el reino, este autor los divide en seis categorías, tres de las cuales son simples subdivisiones del
significado futuro de «reino de Dios». Las consigno por ser ilustrativas: 1) El reino de Dios está en el cielo: está

244
allí, ahora y en el futuro. 2) El reino de Dios es ahora una esfera trascendente en el cielo, pero en el futuro
vendrá a la tierra. El reino está allí ahora y en el futuro estará también aquí. 3) Una subcategoría especial de
dichos consideran de antemano una esfera futura que será introducida por un acontecimiento cósmico. Los
pasajes que describen esta subcategoría indican cómo vendrá el reino a la tierra, acompañado generalmente de
señales cósmicas. 4) En muchos pasajes, el reino es futuro, pero no se define de otro modo. Son, por tanto,
menos específicos que las categorías 2 y 3. 5) En algunos pasajes es posible que el reino sea una «esfera»
especial en la tierra, constituida por personas dedicadas a vivir según la voluntad de Dios, y que existe dentro y al
lado de la sociedad humana normal. No hay en los evangelios ningún pasaje que tenga exactamente ese
significado, pero algunos se le acercan: el reino es como la levadura, que no se puede ver, pero que fermenta toda
la masa (Mt 13,13; Lc 13, 20s). 6) Muchos estudiosos han encontrado en dos pasajes la opinión de que Jesús
consideraba el reino de algún modo presente en sus propias palabras y obras: presente aquí y ahora, pero solo en
su propio ministerio. Estos dos pasajes corresponden a Mt 11,2-6 y Mt 12,28.
[36] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 73.
[37] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 411, interpreta que «La
denominada “parábola del sembrador” no se narra desde la perspectiva del sembrador, que después del v. 3
desaparece de ella; la parábola trata de la semilla y del campo. Solo esto interesa a Mateo, Marcos y, antes de
ellos, al intérprete alegórico de la parábola».
[38] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 76. Cita a J. SCHNIEWIND, Das
Evangelium nach Markus (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1949), 75.
[39] La semilla de la llamada brassica nigra o mostaza negra alcanza poco más de 1 mm. de diámetro y
puede convertirse en una de las mayores hortalizas, con dos o tres metros de altura. Aun siendo valorada por la
Misná como planta silvestre, en Palestina se cultivaba en los huertos. Por otra parte, la utilización de esta imagen
por Jesús para hablar del reino de Dios despertaría en sus oyentes sentimientos que chocarían fuertemente con
sus ideas y concepciones del mismo, orientadas, en buena medida, al triunfo de Yahvé sobre sus enemigos y a la
liberación de Israel.
[40] El evangelista Mateo ofrece una pequeña variante con respecto a la edición de Marcos, asegurando
que beberá el fruto de la vid «con sus discípulos» en el reino de su Padre (Mt 26,29). Lucas emplea dos
sentencias, una inspirada en la cena pascual (Lc 22,16), y otra en el cáliz de la eucaristía (Lc 22,18).
[41] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 30.
[42] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 123.
[43] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/1: Juan y Jesús. El reino de Dios
(Estella: Verbo Divino, 2004), 364.
[44] Ibid., 424.
[45] G. E. LADD, The Presence of the Future. The Eschatology of Biblical Realism (Grand Rapids: William
B. Eerdmans Publishing Company, 2002), 133, dice que en el mensaje de Jesús se encuentran como elementos
centrales: present fulfillment and future eschatological consummation. Desarrolla esta afirmación en el apartado
«The Abstract Usage of the Gospels», 135-138.
[46] G. E. LADD, A Theology of the New Testament (Grand Rapids: Donald A. Hagner, 1993), 61.
[47] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 132.
[48] A. VON HARNACK, Das Wesen des Christentums (Leipzig: J. C. Hinrichs, 1900) [Trad. esp.: La esencia
del cristianismo I (Barcelona: Heinrich y Compañía, 1904)].
[49] A. RIT SCHL, Unterricht in der christlichen Religion (Tübingen: Mohr Siebeck GmbH & Co. KG,
2002).
[50] J. WEISS , Die Predigt Jesu von Reiche Gottes (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1964).
[51] A. SCHWEIT ZER , The Quest of the historical Jesus. A Critical Study of its Progress from Reimarus to
Wrede (New York: Macmillan, 1965).

245
[52] Ibid., 398.
[53] Ibid., 399-401.
[54] R. BULT MANN, Theology of the New Testament I (New York: Scribner, 1951), 22-23. [Teología del
Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1987)]. ID., Jesus Christ and Mithology (London: SCM Press, 1960).
ID., «History and Eschatology in the New Testament»: New Testament Studies I (1954-1955). ID., Jesus and the
Word (New York: Scribner, 1934), 51.
[55] M. GOGUEL, Jésus (Paris: Payot, 1950).
[56] C. H. DODD, The Coming of Christ (Cambridge: University Press, 1954). ID., Las Parábolas del reino
(Madrid: Cristiandad, 1974). ID., The Interpretation of the Fourth Gospel (Cambridge: Cambridge University
Press, 1963).
[57] C. H. DODD, The Interpretation of the Fourth Gospel (Cambridge: Cambridge University Press, 1963),
447. [Trad. esp.: Interpretación del Cuarto Evangelio (Madrid: Cristiandad, 1978].
[58] T. W. MANSON, The Teaching of Jesus: Studies of its form and content (Cambridge: University Press,
1963).
[59] T. W. MANSON, The Sayings of Jesus: As recorded in the gospels according to St. Matthew and St.
Luke arranged with introduction and commentary (London: SCM Press, 1949), 134, 148, 304-305.
[60] C. J. CADOUX, The Historic Mission of Jesus: A constructive re-examination of the eschatological
teaching in the synoptic Gospels (Cambridge: James Clarke & Co. 2002).
[61] J. W. BOWMAN, Prophetic Realism and the Gospel. A Preface to Biblical Theology (Philadelphia:
Westminster Press, 1955), 34-37.
[62] R. OT TO, The Kingdom of God and the Son of Man: A study in the history of religion (London: Starr
King Press, 1943), 55, 98, 105, etc.
[63] J. J EREMIAS , Jesus als Weltvollender (Beiträge zur Forderung christlicher Theologie, XXVII)
(Gütersloh: Chr. Kaiser / Gütersloher Verlagshaus, 1930). ID., The parables of Jesus (New York: Charles
Scribner’s Son, 1963).
[64] J. J EREMIAS , The Parables of Jesus, 21, 230. [Las parábolas de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2008)].
[65] W. G. KÜMMEL, Promise and Fulfilment: The Eschatological Message of Jesus (London: SCM Press,
1957), 105, 107, 139-140.
[66] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 67s, 151s.
[67] J. J. HERNÁNDEZ ALONSO , La Nueva Creación. Teología de la Iglesia del Señor (Salamanca: Sígueme,
1976), 133-166. En esta obra, de la que he seleccionado estas interpretaciones sobre el reino de Dios, puede
encontrase una exposición más amplia en esta materia, en el capítulo titulado «El reino y la Iglesia».
[68] J. D. PENT ECOST , Things to Come: A Study in Biblical Eschatology (Grand Rapids: Zondervan, 1958).
C. C. RYRIE, Dispensationalism Today (Chicago: The Moody Bible Institute, 1965).
[69] M. L. COOK, The Jesus of Faith: A Study in Christology (New York: Paulist Press, 1981), 56-57. A.
NOLAN, ¿Quién es este hombre? Jesús, antes del cristianismo (Santander: Sal Terrae, 1981), 86. E. SCHÜSSLER -
FIORENZA, In Memory of Her: A Feminist Theological Reconstruction of Christian Origins (New York:
Crossroads, 1992). [Trad. esp.: En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los orígenes del
cristianismo (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1989)].

246
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247
CAPÍTULO 6:
Actitudes y milagros
de Jesús de Nazaret

Entrar en el estudio de los milagros de Jesús de Nazaret es sumergirse en un mundo


misterioso y complejo, ante el que caben actitudes tanto de admiración y asombro como
de profundo escepticismo. En la Palestina del tiempo de Jesús, las gentes estaban
familiarizadas con el mundo –amplio y variado– del demonio, con su extraordinario
poder, y con las enfermedades mentales, derivadas de este dominio del maligno. Era un
mundo cerrado y hostil, sometido a las fuerzas del mal, presente en todos los ámbitos del
pueblo judío. Jesús vivió en ese mundo y los evangelios narran con el lenguaje de la
época las curaciones de estas enfermedades, anunciando los nuevos tiempos de la
aniquilación del poder de Satanás y la victoria del reino de Dios.
Las creencias y prácticas religiosas del pueblo judío en el siglo I reflejan claramente
la influencia de la religiosidad popular greco-romana, en la que se entretejían creencias en
dioses sanadores, en hombres taumaturgos, adivinación y magia, e incluso en héroes y
muertos.
Ya en tiempos muy remotos, hacia el año 1600 a.C., se descubrieron en el monte de
Petsofas, en la Creta oriental, representaciones humanas dedicadas a una divinidad
sanadora. En época más reciente se menciona un santuario en el monte Jukta, y otros,
vinculados a pequeñas localidades, distantes de los grandes santuarios religiosos. A finales
del siglo V a.C., brilla con luz propia la divinidad salutífera de Asclepio, designado en
muchas ocasiones con el nombre de swth,r, al que se rindió culto de forma singular en la
pequeña localidad de Epidauro, en el Peloponeso, proliferando santuarios en su honor
por las zonas próximas, hasta penetrar en Atenas, en el año 420 a.C., donde se le dedicó
un santuario en la parte sur de la acrópolis, y en Roma, en el año 293 a.C., guardando su
memoria la isla Tiberina, un islote en el curso del río Tíber, próximo a la colina
Capitolina.
La actividad sanadora de Asclepio ha quedado probada en numerosos relatos de
curaciones inscritos en grandes lápidas por sus sacerdotes en el templo. El dios sanador
curaba dolencias y enfermedades de todo tipo: ceguera, sordomudez, hidropesía, dolores

248
de parto, etc. El procedimiento curativo más común y eficaz era dormir en el templo del
dios –la incubación– aunque también se recurría al agua y a la serpiente, además de
prácticas de carácter mágico y sincretista. Al enfermo se le exigía fe en la divinidad y
gratitud por la curación obtenida, traducida en ofrendas al templo, como reproducciones
de la parte sanada del cuerpo, frutos, animales y, en ocasiones, oro.
He aquí algunos ejemplos de curaciones de este dios:
«Cleo estuvo cinco años encinta. Esta, cuando llevaba ya cinco años encinta, llegó
suplicante al dios y durmió en el recinto sagrado. Y tan pronto como salió de él y estuvo
fuera del santuario, parió a un muchacho, que, nada más nacer, se lavó a sí mismo,
tomando agua de la fuente y caminó con su madre. Habiendo obtenido este favor,
inscribió en el exvoto: “No se ha de admirar la magnitud de la tabla, sino lo divino, pues
Cleo llevó cinco años un peso en el vientre hasta que durmió en el templo y el dios la
puso sana”» [1] .
«Eufanes de Epidauro, niño. Este durmió en el templo, aquejado de mal de piedra.
Le pareció que el dios, poniéndose a su lado, le dijo: “¿Qué me darás si te pongo sano?”,
y que él le respondió: “Diez tabas”, y que el dios, echándose a reír, le dijo que pondría
fin a su mal. Cuando se hizo de día, salió sano» [2] .
«Arata de Lacedemonia, hidropesía. Por ella, que estaba en Lacedemonia, durmió
en el templo su madre y tuvo un sueño. Le pareció que el dios cortaba la cabeza de su
hija y colgaba el cuerpo con el cuello hacia abajo y que, una vez que se derramó mucho
líquido, descolgó el cuerpo y le puso de nuevo la cabeza en el cuello. Y después de tener
este ensueño, a su regreso a Lacedemonia se encuentra con que su hija se había curado y
tenido el mismo ensueño» [3] .
Aparte de Asclepio, merecen una mención los dioses salutíferos Isis y Sarapis. La
diosa Isis curaba a los enfermos mediante amonestaciones oníricas, siendo famoso el
oráculo de esta divinidad en Menuthis. Sarapis tenía su santuario en Canopos. En los
templos se encontraban también intérpretes de los sueños. De igual modo, tenían poder
de curación las imágenes y estatuas de la divinidad, así como las de los héroes y
personajes famosos. La presencia de lo divino se hallaba en todas sus representaciones y
en cualquier ser u objeto, bendecido por su ilimitado dominio y potestad.
En el mundo religioso de la antigüedad, además de dioses salutíferos, existían
grandes personajes que excedían en poder y en fama al común de los mortales y

249
mediaban entre la divinidad y el hombre. Eran taumaturgos, adivinos, profetas, reyes y
filósofos, que ostentaban la grandiosa categoría de Qei/oj avnh,r. Entre ellos figuran
Heracles, hijo de Zeus, y los sabios –ilustres filósofos– que, por sus conocimientos,
caminan por el sendero de los dioses. La fama de estos taumaturgos se adornaba con
vestimentas sagradas, dietas severas y curaciones milagrosas.
El taumaturgo más próximo y conocido por el cristianismo primitivo es Apolonio de
Tiana, del siglo I y contemporáneo de Pablo de Tarso. Calificado por algunos de «mago
y hechicero», ganó su fama de «divinidad» con su exigente autodisciplina, sus
predicciones proféticas y sus obras de curaciones de enfermos e, incluso, de resucitar
muertos. Entre sus curaciones se narran un exorcismo en Atenas y una resurrección en
Roma. El relato de la resurrección, narrado por Filóstrato suena así:
«Una muchacha parecía haber muerto en la hora de su boda, y el novio seguía el
féretro haciendo a gritos los lamentos naturales de un matrimonio no consumado.
Lamentábase con él Roma, pues la muchacha pertenecía a una familia consular.
Apolonio, que se encontraba por casualidad presente en el duelo, dijo: “Depositad el
féretro en el suelo, pues yo pondré fin a vuestras lágrimas por la muchacha”. Al propio
tiempo preguntó cuál era el nombre de esta. La gente pensó que iba a pronunciar un
discurso al modo de las oraciones fúnebres que despiertan los lamentos, pero él, sin
hacer otra cosa que tocarla y pronunciar algo en secreto, despertó a la muchacha de su
muerte aparente. La joven dio un grito y regresó a casa de su padre, devuelta a la vida
como Alcestis por Heracles. Y pretendiendo regalarle los parientes de la joven 150.000
sestercios, dijo que se los añadieran a la dote de la joven. Y si Apolonio encontró en ella
una chispa de vida que hubiera pasado inadvertida a los médicos –pues se dice que
estaba lloviendo y salía vapor de su rostro– o si devolvió el calor apagado de la vida
recuperándolo, es algo cuya comprensión fue misteriosa no solo para mí, sino para todos
los que estaban presentes» [4] .
Figura más controvertida es la del pseudo-profeta Alejandro de Abonutico, quien, en
el siglo II d.C., defendió el culto de Glicón, a quien llamaba «el nuevo Asclepio». Este
taumaturgo intercedía ante los dioses y pronunciaba oráculos, interpretados por exegetas
mediante pago. Su prestigio sanador llegó a Roma, donde el nombre de su ciudad natal
fue cambiado por el de Ionopolis. En sus prácticas salutíferas no se incluía la incubación.

250
En el mundo judío, sobresalen los taumaturgos Honi (su nombre es Onías), del siglo
I a.C., a quien Josefo describe como «hombre honesto» y «amado de Dios» y Hanina
ben Dosa, rabino que vivió en el siglo I en la baja Galilea y una de las personalidades del
Talmud conocidas como mydsx (hasidim).
El mundo de los taumaturgos conduce inexorablemente al encantamiento y la magia.
La magia es un fenómeno de carácter sincretista, originario de la cultura asirio-babilónica,
que penetró en la Grecia clásica y tuvo su apogeo en Roma, en los dos primeros siglos de
la era cristiana. El mago se caracteriza por el conocimiento de los démones que operan
en el universo y la aplicación correcta del medio apropiado en cada caso para destruir su
acción maléfica. En la aplicación del medio correcto –llamada simpatía– el mago
ejecutaba todo tipo de medios, unos materiales, como ungüentos y brebajes hechos del
cuerpo de animales, plantas, etc., y otros inmateriales, como la palabra, empleada para la
súplica a la divinidad o a los démones y la invocación en numerosas lenguas. Una vez
efectuado el ritual mágico, la religiosidad popular abundaba en imágenes, estatuillas
mágicas y amuletos que, además de representar el mundo de los seres superiores,
protegían contra cualquier adversidad. Los judíos utilizaban sus propios amuletos, los
mylypt (tephillim), filacterias que llevaban prendidas en la frente y en el brazo izquierdo.
Es obvio suponer que el mago estuviese sujeto a ciertas normas de honradez personal,
que desarrollase sus ritos en lugar y tiempo indicados y que su saber de mediación entre
las fuerzas divinas y el mundo de los seres humanos se mantuviese en secreto, por el
hecho de estar reservado a los sabios y elegidos.
Otro fenómeno importante y extendido en la religiosidad popular es la mántica o
adivinación que mediante dotes o poderes naturales (divinatio naturalis, según la
división clásica de Cicerón), o la observación y razonamientos sobre ella (divinatio
artificiosa) interpreta los acontecimientos futuros. Los oráculos se producían en
determinados días y lugares y el don de la adivinación pertenecía a ciertas castas de
videntes, obligados al cumplimiento de rituales precisos de pureza interior y exterior.
Además del oráculo, pronunciado en las famosas sedes de los dioses y adivinos y cuyo
ámbito abarcaba toda la dimensión humana, aparecieron colecciones escritas de los
mismos, que constituyeron una fuente de inspiración, tanto para la religiosidad popular
como para la vida política. La mántica onírica, en la que participaban los dioses y las
almas de los muertos, gozó de gran estima y divulgación, aplicándose los ensueños para

251
fines curativos. Al mundo de la mántica no artificiosa hay que añadir la adivinación,
basada en la interpretación racional de los fenómenos naturales, centrada especialmente
en el campo de la astrología, de las plantas y del mundo animal [5] .
En definitiva, desde el punto de vista religioso, nos hallamos en todo el
Mediterráneo oriental, ante «un mundo abigarrado y complejo», como dice R.
Aguirre [6] .

252
6.1. Las acciones de Jesús narradas en los evangelios
En los evangelios, aparte del mensaje propiamente dicho de Jesús, se consignan hechos
de carácter milagroso, que revisten un carácter singular y extraordinario y cuyo
significado resulta enigmático, incluso dudoso, para el hombre de nuestros días. Los
discípulos de Jesús recordaron las acciones del maestro –en buena medida, exorcismos,
curaciones y milagros de la naturaleza– para ofrecernos con ellas una faceta más de su
persona. Las entendieron en el contexto del complejo mundo de la religiosidad imperante
en el Mediterráneo oriental del siglo I, que hablaba de espíritus, taumaturgos y dioses
sanadores con absoluta espontaneidad y llaneza.
El hombre moderno carece de paradigmas culturales para interpretar estos hechos
del pasado, envueltos en magia y ajenos a las necesidades sociales. Por esta razón, los
milagros relatados en los evangelios plantean problemas de índole múltiple y diversa. Así,
uno de ellos se refiere a la fiabilidad histórica de los relatos evangélicos. ¿Hasta qué
punto el acontecimiento extraordinario narrado en los evangelios es obra de Dios que
actúa en la salvación del hombre? ¿Se trata de un acontecimiento singular o es, más bien,
un hecho aún sin explicación por falta de conocimientos? Es claro que tras una seria
investigación histórico-crítica se puede concluir que existe una tendencia en los relatos
evangélicos a la multiplicación de los milagros, a la exageración de los mismos y a la
adición de los llamados milagros de la naturaleza. Muchos relatos milagrosos de los
evangelios son legendarios, tienen connotaciones folclóricas (como el endemoniado
geraseno, Mc 5,1-20) y encierran un pensamiento protológico (intentan explicar algo de
forma primitiva), recurriendo al demonio para esclarecer una enfermedad, sin posibilidad
de diagnóstico científico en aquel momento. Los milagros de la naturaleza son los más
complejos y, para algunos exegetas, quedan relegados al mundo de la leyenda, siendo
calificados de «creaciones pospascuales para transmitir una idea teológica» [7] , o de «un
añadido secundario a la tradición primitiva» [8] , aunque, como dice Meier, nos orienten y
conduzcan a algún acontecimiento del ministerio profético de Jesús [9] .
Otro problema deriva de la disposición que el hombre adopte frente a los
acontecimientos prodigiosos. ¿Nos acercamos a los milagros con escepticismo o con
acogida religiosa? En este punto, es preciso evitar tanto la visión precrítica o
sobrenaturalista, que concibe el milagro como una intervención sorprendente de Dios en
la naturaleza, conculcando la causalidad del orden creado e incluso imponiendo la fe,

253
violando con ello la libertad humana; cuanto la interpretación (crítica) que rechaza
cualquier novedad real en el hecho milagroso, reduciéndolo a mera transformación en el
plano de la interpretación. A mi juicio, la solución más apropiada a este problema es la
propuesta por W. Kasper que contradiciendo las visiones deísta (un Dios alejado de la
historia humana) y determinista (sin espacio para lo novedoso y extraordinario), se inclina
por una visión bíblica, según la cual Dios es el Dios de la historia, es decir, «aquel que
muestra a los hombres su amor siempre de modo totalmente nuevo “en” y “por” el
acontecer humano, o sea, Dios es aquel que se sirve de la regularidad de las leyes
naturales que él ha creado y, por tanto, la quiere, para demostrar al hombre, “en” y “por”
ella, su cercanía, su ayuda y su benevolencia mediante signos y de manera efectiva» [10] .
Al margen de estas cuestiones interpretativas, la mayoría de los biblistas está de
acuerdo en afirmar la existencia de un núcleo histórico en la tradición de los milagros de
los evangelios sinópticos, en la que se atestigua la actividad taumatúrgica de Jesús en
forma de exorcismos o de curaciones. Evidentemente, Jesús expulsó a los demonios,
curó a los enfermos de diferentes dolencias, dio de comer a los hambrientos y realizó
ante sus discípulos signos portentosos. El criterio del testimonio múltiple e independiente
de las fuentes confirma la realización de hechos milagrosos por Jesús [11] . Nadie pone en
duda que Jesús fuera conocido como sanador y exorcista. En este sentido, Meier sostiene
que «la afirmación de que Jesús actuó y fue considerado como exorcista y sanador
durante su ministerio público cuenta con tanto respaldo como casi cualquier otra
declaración que podamos hacer sobre el Jesús de la historia... Cualquier historiador que
intente trazar el perfil del Jesús histórico sin dar la debida importancia a su fama de
taumaturgo no describirá a este extraño y complicado judío, sino a un Jesús
“domesticado” y reminiscente del blando moralista creado por Thomas Jefferson» [12] .

254
6.2. El concepto de milagro
Constatada la existencia de un núcleo histórico de una tradición de milagros, conviene
preguntarse por la naturaleza de estos hechos extraordinarios, recogidos en los escritos de
los evangelios.
El concepto de milagro (del latín miraculum), es decir, aquello que asombra y
produce admiración, así como los términos griegos (qau/ma, qauma,sion), procedentes
del tema qe,a, contemplar, aparecen ya en algunos escritos de la antigüedad, con
anterioridad y durante la era cristiana. El sentido de quebrantamiento de las leyes de la
naturaleza queda relegado a un segundo plano [13] .
Los evangelios sinópticos que relatan milagros de curaciones (quince en total),
exorcismos (cinco), milagros de la naturaleza (cinco, más otro dudoso –el que refiere el
evangelio de Mateo a propósito del pago de tributos a los reyes de la tierra, Mt 17,24-
27–), y dos resurrecciones, utilizan frecuentemente el término duna,meij, que puede
traducirse por virtutes (latín), mighty works (inglés),o «prodigios» (español), es decir,
hechos de fuerza y poder. La forma pasiva, en la que aparece esta terminología bíblica,
alude a la acción de Dios, cuyo trasfondo responde al plan de salvación de la humanidad
en Cristo Jesús. La referencia a Jesús y al reino que anuncia parece evidente. Solamente
en una ocasión (Mt 21,15), los actos extraordinarios realizados por Jesús son designados
como milagros –ta. qauma,sia, o hechos admirables– que, aunque susciten una fuerte
admiración en sus seguidores, no se reducen a mero sensacionalismo que satisfaga las
ansias de asombro del ser humano. La sorpresa que mostraba la gente ante el poder de
Jesús con los espíritus inmundos trasciende la anécdota y la simple curiosidad. Los
hechos milagrosos o admirables mostraban el camino de la salvación y del reino de Dios.
En el evangelio de Juan se consignan siete milagros en el libro de los signos (cap. 1–
12) y uno en el apéndice (cap. 21). De ellos, cuatro son milagros de la naturaleza (dos de
los cuales tienen paralelos en los sinópticos), tres son curaciones y uno habla de una
resurrección. Los términos que se utilizan son e;rga: opera (latín), works (inglés),
«obras» (español) y shmei/a: signa (latín), signs (inglés), y «señales» (español),
manifestando la singularidad de Jesús, cuyas obras superan a las de cualquier profeta de
Israel, y cuyos signos solamente pueden ser interpretados y realizados en él mismo.
Parece claro que los evangelistas sinópticos desarrollan su esquema literario sobre
los milagros de Jesús en función de la tradición comunitaria que recogen, de la estructura

255
propia del evangelio que anuncian y en conformidad con su específica y característica
perspectiva cristológica y eclesial. Marcos concede una importancia excepcional a los
milagros, colocándolos, de hecho, casi en su totalidad, en la primera parte de su
evangelio. Ellos constituyen realmente una manifestación admirable del sorprendente
poder de salvación que actúa en la persona de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, cuya
potestad ha sido revelada en plenitud en el contexto de su muerte y de su resurrección. El
señorío de Jesús de Nazaret se descubre precisamente en la muerte que anuncia la
resurrección y, por eso, el verdadero compromiso del discípulo es aceptar en la fe a
Jesús, no como Qei/oj avnh,r (hombre divino), sino como Hijo del hombre, sometido al
sufrimiento y a la muerte. Mateo elimina los rasgos mágicos, los detalles pintorescos y las
descripciones minuciosas de los milagros que adornan el evangelio de Marcos. Los
milagros señalan que Jesús es el Mesías de los últimos tiempos que trae la salvación, no
solo para el pueblo de Israel, sino para todas las gentes. La comunidad eclesial debe
orientar sus experiencias de fe en conformidad con los criterios de Jesús, siempre
presente y misericordioso. Lucas relata los milagros de Jesús como signos de liberación
contra el poder de Satán, en continuidad con los grandes profetas de Israel, aunque, en
esta ocasión, la liberación sea definitiva. Jesús actúa por el poder del Señor y los milagros
alaban a Dios a la vez que orientan hacia Jesús. En los Hechos de los Apóstoles, Lucas
dice explícitamente que Jesús de Nazaret, ungido por Dios con espíritu santo y poder
«pasó haciendo el bien y curando a todos los que estaban dominados por el diablo,
porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Los signos milagrosos de Jesús, aunque puedan
parecer ambiguos algunas veces, continúan en la comunidad de discípulos, que actúa en
su nombre realizando curaciones, señales y portentos (Hch 4,30). Lucas, por otra parte,
es el único de los evangelistas que narra milagros de punición, como la mudez de
Zacarías por no haber creído las palabras del ángel Gabriel (Lc 1,20) y las muertes
sobrecogedoras de Ananías y Safira (Hch 5,1-11).
El evangelio de Juan utiliza una terminología distinta a la de los sinópticos (shmei/a
y e;rga) para designar los milagros de Jesús. Pero la terminología no es la única
desemejanza entre los evangelistas, ni siquiera la principal. La diferencia esencial estriba
en la concepción que tienen de la fe. En los sinópticos, la fe es una condición para que se
realice el milagro. En repetidas ocasiones afirma Jesús: «Tu fe te ha salvado». Así sucede
en las curaciones del paralítico, del criado del centurión, de la mujer sirofenicia, o del
ciego de Jericó. También se comprueba que entre los habitantes de Nazaret no pudieron

256
realizarse milagros debido a su falta de fe. En Juan, por el contrario, la fe es una
consecuencia del milagro, que interpela al hombre a la fe en todos los casos, excepto en
las curaciones. Los discípulos creyeron en Jesús tras el signo realizado en Caná de
Galilea y lo reconocieron como profeta que iba a venir al mundo. La fe se fundamenta en
Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, para gozar de la plenitud de la vida de Dios, que él ha
revelado con sus palabras y hechos y ha consumado en la cruz y en la resurrección.
Como dice M. Karrer, «esos milagros son shmei/a, señales que remiten a la persona de
quien los hace y a su lugar» [14] .
Sin entrar en la ardua e inasequible tarea de la reconstrucción histórica de los relatos
milagrosos que se encuentran en los evangelios, conviene señalar que dichos relatos
presentan ciertos rasgos característicos que los diferencian tanto de los hechos
prodigiosos acaecidos en los ambientes judeo-helenistas, como de los intereses de la
primitiva comunidad cristiana. Ni la imagen de un Mesías taumaturgo se corresponde con
las esperanzas del mesianismo oficial de Israel, ni la fe pospascual en Jesús de la
comunidad eclesial coincide con la que se exige en los milagros. El marco de
interpretación de estos relatos no es otro que el proyecto universal de salvación de Jesús
de Nazaret, resumido en el anuncio del reino de Dios. El milagro evangélico está siempre
e íntimamente vinculado a la persona de Jesús de Nazaret, a su proyecto, a su mensaje y
a su estilo de vida, de forma que en él se establece una estrecha relación entre Jesús y el
destinatario, hasta el extremo de calificarla como «fe». Los gestos milagrosos de Jesús no
son algo distinto o al margen de su mensaje, sino inherente e inseparable de él; de lo
contrario, podríamos calificarlos de actos mágicos y fortuitos. Por otra parte, las
intervenciones portentosas de Jesús van dirigidas a la liberación de la persona humana en
todos los ámbitos de su existencia, tanto material como espiritual. Así, los discípulos más
íntimos son rescatados de su egoísmo y de sus falsas expectativas mesiánicas,
abriéndoles a la generosidad y a la confianza en su Maestro, y los excluidos y marginados
de la sociedad, atormentados por las enfermedades mentales y la severa e injusta
pobreza, son restablecidos en su dignidad humana y orientados a un futuro de esperanza.
Finalmente, el efecto liberador de los milagros de Jesús se acentúa entre las personas más
necesitadas, a las que se ofrece la salvación, contraviniendo incluso las normas más
escrupulosas de pureza ritual del pueblo judío. Solamente desde esta perspectiva puede
explicarse la tensión entre Jesús y los escribas y fariseos, que trataban de preservar el
orden de lo sagrado, simbolizado en la observancia del sábado y la veneración del

257
Templo. El carácter portentoso y liberador de los milagros ha de compaginarse, en todo
caso, con la libertad humana, capaz de aceptar o rechazar la iniciativa salvadora de Jesús.

258
6.3. Las curaciones (exorcismos y terapias) de Jesús
Los textos evangélicos narran profusamente intervenciones curativas prodigiosas de Jesús
de Nazaret en favor de toda clase de enfermos. Esta afirmación genérica viene
corroborada por la lista que enumera el evangelista Mateo, en respuesta a la pregunta de
los discípulos de Juan Bautista sobre la identidad de Jesús (Mt 11,3-6). Juan, ya
encarcelado antes de comenzar la predicación de Jesús en Galilea (Mt 4,12), oye hablar
de las «obras» de Cristo (palabras y acciones), y por medio de sus discípulos quiere
saber si Jesús es el Hijo del hombre que ha de venir y que él mismo había anunciado:
«Eres tú el que va a venir, o tenemos que aguardar a otro?» (Mt 11,3). La respuesta de
Jesús remite a la experiencia de los enviados: «Id a contarle a Juan lo que oís y veis: Los
ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen,
los muertos resucitan, a los pobres se les predica el Evangelio. ¡Y feliz el que no dé un
mal paso a causa de mí!» (Mt 11,4-6). En la respuesta se señala el nuevo tiempo de
salvación –en el que se enmarcan no solo los milagros, sino también (y principalmente) el
anuncio de la buena noticia a los pobres– formulado en pasajes proféticos del Antiguo
Testamento, especialmente en Isaías (Is 29,18s; 42,18; 61,1) [15] .
Las curaciones, como observa S. Vidal, «configuran el núcleo histórico fundamental
de la tradición evangélica de los milagros» [16] . Y lo argumenta diciendo que las
curaciones constituyen el núcleo más numeroso del abundante material de milagros:
veinticinco relatos de curaciones (exorcismos y terapias) en comparación con ocho
relatos de otro tipo de milagros. Además de la abundancia de los relatos de curaciones,
conviene saber que solo se habla de ellos (y no de otros milagros) en el resto de los
textos evangélicos fuera de los relatos de milagros, en los sumarios o compendios de los
evangelios y en los portentos realizados por los discípulos de Jesús [17] .
El contexto general en el que deben interpretarse los milagros de Jesús (exorcismos
y terapias) es la realidad liberadora del reino de Dios. Las curaciones, así como cualquier
otra actividad taumatúrgica de Jesús, se enmarcan en el acontecimiento central de su
predicación, es decir, el reino de Dios, presente en su persona. En continuidad con la
liberación del pueblo de Israel, anunciada por los profetas a lo largo de toda la historia, y
que afectaba a su dimensión material y espiritual, Jesús proclama la liberación integral de
la persona. La salud que Jesús concede a los enfermos y necesitados en la Palestina del
siglo I –donde vive una sociedad profundamente desestabilizada social y religiosamente–

259
no se reduce a la sanación de una disfunción física, sino al restablecimiento físico, social
y religioso (total) de la persona curada, orientándola al acontecimiento liberador por
excelencia, el reino de Dios. Para la liberación de la persona solo se exige la fe, que
reconoce y acepta confiadamente la fuerza salvadora de Dios presente en Jesús de
Nazaret.
Examinemos el caso de la cura de la hemorroísa para ilustrar el proceso de las
sanaciones, como se narra en el evangelio de Marcos (Mc 5,25-34).
En la orilla galilea del lado de Tiberíades, tras haber consignado el milagro del
endemoniado geraseno y haber referido el asombro de los habitantes de la Decápolis ante
el poder de Jesús, el evangelista Marcos narra la curación de la hemorroísa. Se trata de
una mujer, aquejada por una enfermedad corporal crónica –una hemorragia vaginal– que,
aparte de haber sufrido mucho con el tratamiento de muchos médicos (una clara ironía) y
haber gastado su fortuna inútilmente, se encuentra excluida socialmente y despreciada
religiosamente. Su enfermedad abarca, por tanto, todas las dimensiones de la persona.
Una persona con ciertas enfermedades corporales –según se declara en las leyes del
Levítico y en los tratados de la Misná– es impura y queda excluida en el ámbito social y
en el religioso (Lev 12,7; 15,19-33; 20,18). La hemorroísa es, en términos judíos, una
mujer hbz, zabâ, cuya enfermedad de sangre (la sangre contiene vida) puede causar la
muerte y, por supuesto, aniquilar el poder curativo de una persona carismática (Dt
12,23).
Esta mujer –el contraste con el relato entrecruzado de Jairo es altamente
significativo– se encuentra en el extremo más alejado del espectro económico, social y
religioso. Es una mujer desconocida, impura según las leyes judías, arruinada
económicamente y excluida social y religiosamente. Su única esperanza es Jesús de
Nazaret, de quien solo había oído hablar. Pero su dilema es profundo: para ser curada,
precisa entrar en contacto físico con el sanador; pero, al saberse impura, teme que su
presencia anule el poder del sanador. La mujer opta por tocar el manto de Jesús por
detrás, pues sabía que con tocar siquiera su vestido sanaría. Desde el punto de vista
gramatical, la palabra «tocar» se realza, en contraste con la retahíla de participios que le
preceden, constituyendo una parte importante del relato. Efectivamente, tras esa actitud
audaz e ilícita, a la mujer se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba
curada. El poder sanador de una persona santa, ya contemplado en el Antiguo

260
Testamento (2 Re 13,20-21), reside ahora en Jesús de Nazaret, quien, ante una mujer
asustada y temerosa, mira a la multitud, preguntando quién había tocado su ropa. La
mujer reacciona con temor y temblor ante esta teofanía y se postra delante de Jesús,
diciéndole toda la verdad. Jesús la llama «hija» (forma parte de una nueva familia),
salvada por su adhesión y confianza en él (fe), e invitada a compartir la paz, asociada a la
nueva era. La fe en Jesús ha sanado el padecimiento físico de la mujer con fuertes
hemorragias y ha devuelto la normalidad a su distorsionado mundo social y religioso.
La fama de Jesús como exorcista es indiscutible. Los exorcismos son, de hecho, uno
de los rasgos más aceptados por sus contemporáneos y, más importante aún, están
íntimamente relacionados con el mensaje central de su predicación, el reino de Dios:
«Pero si expulso los demonios gracias al dedo de Dios, quiere decir que se os ha
presentado el reino de Dios» (Lc 11,20). Cuando hablamos de exorcismos, la cuestión
importante, como afirma R. Aguirre, no es «su historicidad, sino su significado» [18] . Y
este ha de explicarse en el contexto cultural y religioso de la época, como sucede con las
curaciones.
En la tradición evangélica los exorcismos aparecen como signos de la victoria de
Dios sobre el mal, representado en el dominio de Satanás sobre el hombre (Mc 3,22-27;
Lc 10,17-20; Q 11,15-18; Q 11,20 [19] ). En un mundo con una visión dualista y
apocalíptica de la historia, en el que el ser humano sufría la interferencia de los espíritus
en su relación con Dios, el autoritarismo religioso y la opresión política y social, se
entiende perfectamente el significado de los exorcismos: la sanación completa de la vida
de un pueblo oprimido, eliminando el poder del mal, simbolizado en las posesiones
demoníacas. En los exorcismos, Jesús acoge solícitamente al poseído (Mc 3,20-30; 5,1-
20; 9,14-29) y lo libera de su mal, que es personal, social y religioso. Una vez liberado, el
poseído queda totalmente restablecido en su dignidad personal y abierto a la nueva
dimensión del reino de Dios. El único requisito exigido por Jesús para que el reino
bondadoso de Dios se instaure en el hombre es la fe en él. Sin fe el exorcismo se torna
imposible. El evangelista Marcos narra cómo Jesús fue rechazado en Nazaret, ya que el
milagro carece de sentido cuando el hombre se cierra a la acción prodigiosa de Dios (Mc
6,5-6). El milagro requiere reconocimiento y adhesión a la autoridad de Jesús, en quien
se personifican los valores del reino de Dios. Es verdad, como escribe J. Jeremias, que
«todo esto (la aniquilación de Satanás) se enuncia de manera paradójica. Y que es algo

261
que solo está visible para el que cree. Todavía sigue ejerciendo Satanás su poder. Por
eso, los e;rga no legitiman; pueden entenderse también como obra del diablo (Mc 3,22).
Pero allá donde se cree en Jesús, resuena el clamor de júbilo que recorre todo el nuevo
testamento: ¡El poder de Satanás ha quedado quebrantado! Satana maior Christus!
(Lutero)» [20] .

262
6.4. El estilo de vida de Jesús: familia y comidas
Indagar sobre el estilo de vida de Jesús de Nazaret es una tarea fascinante e insondable a
la par y, siempre, gratificante y aleccionadora a la vez. Supone, en último término,
profundizar en el sentido de sus enseñanzas y de sus comportamientos, aún
reconociendo la inagotable riqueza de su personalidad.
Resulta imposible catalogar a Jesús en los rígidos esquemas socio-religiosos de la
sociedad judía de la época. Él es un gran profeta de Dios en la historia del pueblo de
Israel, y reconocido como tal por sus contemporáneos, como sucede en el momento de
su entrada triunfal en Jerusalén (Mt 21,11), o cuando resucita al hijo de una viuda en
Naín (Lc 7,16), pero su mensaje es totalmente nuevo, porque anuncia la presencia del
reino de Dios y sobrepasa el lenguaje propio de los profetas y la relación entre estos y
Yahvé. Jesús no es un rabino dedicado al estudio y la interpretación de la Torá, ni un
fariseo de clase media, empeñado en la estricta observancia de la Ley, sino que enseñaba
a la gente «como quien tiene autoridad» (Mc 1,22), constituyéndose a sí mismo en
norma de la misma, y se mezclaba libremente con gente pecadora. Tampoco es un
sacerdote judío, sino que critica su actuación (Mc 11,15-19), ni un saduceo, partidario de
las autoridades romanas, ni un monje de una comunidad religiosa, como la de Qumrán a
orillas del Mar Muerto, sino alguien que convive con publicanos y gente de mala
reputación y llama a todo el pueblo, especialmente a los más necesitados y pecadores
(Mt 9,9-13).
Al amparo de estas formulaciones, puede afirmarse que los evangelios señalan
abiertamente que el lugar de Jesús (como algo característico y exclusivo de su persona)
se sitúa en el margen y la frontera en todos los aspectos de su vida. Y precisamente este
rasgo de marginalidad de su persona orienta y ayuda a entender su vida y su mensaje.
Los dichos de Jesús se explican desde esta categoría de marginalidad y de frontera
que asumida y vivida consciente y plenamente busca la inversión de los valores
dominantes de la época, en aras de un sentido nuevo, digno e integral de la vida humana.
Así sucede principalmente con los que hacen referencia a la invitación de seguimiento a
su mensaje, con los relativos a los valores familiares y sociales y con los que conforman
el auténtico proyecto del reino de Dios.
En el evangelio de Mateo se narra la vocación de cuatro pescadores, dos parejas de
hermanos, a las orillas del mar de Galilea (Mt 4,18-22). Jesús se dirige a Simón, llamado

263
Pedro, y su hermano Andrés, que estaban echando la red esparavel, y les invita a
seguirlo para hacerlos pescadores de hombres. Al instante, estos hombres dejan su red y
siguen a Jesús. Aparecen aquí el verbo avkolouqe,w (este por primera vez) y el adverbio
euvqe,wj, que indican la radicalidad del seguimiento y la prontitud obediente para
abandonar su trabajo. La radicalidad es idéntica en el caso de los hijos de Zebedeo,
Santiago y Juan. El seguimiento y la radicalidad son propios de toda la comunidad
mateana y suponen el abandono «instantáneo» de las cosas materiales, de la familia
carnal e incluso la ruptura dolorosa con la sinagoga, y la problemática vivencia en
situación de diáspora, que comprometería no solo valores religiosos, sino, también,
familiares.
La invitación al seguimiento radical del discípulo aparece nítidamente en otro pasaje
del evangelio de Mateo (Mt 16,21s). Ante el anuncio de Jesús que debía ir a Jerusalén y
padecer mucho, incluso ser ejecutado, Pedro se rebela y lo increpa. Actúa con criterios
humanos y, posiblemente, de forma tierna y cariñosa. Pero el mensaje de Jesús es
rotundo y claro: «Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, lleve a
cuestas su cruz y sígame» (Mt 16,24). La invitación al seguimiento radical es manifiesta
y, en el versículo, así como en los paralelos de Marcos (Mc 8,34) y de Lucas (Lc 14,27)
se dice en qué consiste tal seguimiento.
La exigencia moral del discípulo de Jesús debe concordar con la radicalidad del
seguimiento. En este aspecto, el evangelista Mateo, al considerar las tres formas de
religiosidad judía –la limosna, la oración y el ayuno– deja muy claro cuál debe ser la
actitud del cristiano. La limosna ha de hacerse no por amor a uno mismo, sino por amor
al prójimo o por Dios, sin alharacas e hipocresía, sin pregonarla a la gente y, de esta
forma, el Padre la recompensará. La oración que en el judaísmo se practicaba
preferentemente en la sinagoga y, como los momentos de oración no estaban
exactamente fijados, también en las esquinas de las calles, convirtiéndose en un acto de
auto exhibición, el discípulo de Jesús debe hacerla en un lugar no visible desde la calle,
sin ostentación religiosa alguna y dirigirla al Padre, el Dios de Jesús. En el ayuno, ha de
huirse de la hipocresía, considerándose como expresión de arrepentimiento y de
humildad, que nada tiene que ver con la apariencia corporal (Mt 6,2-18). En este mismo
capítulo, Mateo habla de la acumulación de riquezas en la tierra, criticando el afán
humano por las mismas e invitando a almacenar tesoros en el cielo, donde no hay polilla,

264
ni carcoma, ni ladrones que puedan destruirlos. El tesoro del hombre (lo que más le
importa) debe hallarse en el corazón (kardi,a), el centro de su ser (Mt 6,19-21).
En el capítulo octavo, el citado evangelista pone en boca de Jesús la dificultad del
seguimiento del discípulo: el Hijo del hombre, el que ha de venir como juez universal,
vivió en pobreza y abandono, careciendo incluso de lo que no les falta a las zorras y a las
aves (Mt 8,18-20). Jesús es el itinerante perenne, el apátrida perseguido, el pobre real.
Por otra parte, la exigencia del seguimiento del discípulo de Jesús es tan radical que,
incluso, ha de anteponerse a las obligaciones familiares. El deber de enterrar a un padre
fallecido era primordial en el judaísmo, pero el seguidor de Jesús debe vivir los valores
del reino de Dios por encima de todo: «Pero Jesús le dice: “Sígueme; y deja a los
muertos enterrar a sus muertos”» (Mt 8,22).
Las palabras de Jesús, referidas en el evangelio de Lucas a propósito de la misión de
los setenta y dos discípulos, se orientan en la misma dirección y son extraordinariamente
significativas. En este evangelio, contrastan las notas de confianza y de ausencia de
miedo: «id» con las referencias aterradoras a la vivencia cristiana como «corderos en
medio de lobos» (Lc 10,3). Todo indica una situación peligrosa en el entorno de los
primeros cristianos, aunque quepa la esperanza de la reconciliación escatológica (Is 11,6).
En lo concerniente al viaje, el equipamiento del discípulo se limita hasta el extremo,
prohibiendo, incluso, llevar bolsa, alforja o sandalias (Nada: ni bastón, ni alforja, ni pan,
ni dinero; y no tener dos túnicas cada uno, se dice en Lc 9,3). Tales prescripciones, que
parecen desmarcarse de las costumbres de los peregrinos judíos y de los filósofos
itinerantes, subrayan principalmente la fragilidad del discípulo y su dependencia absoluta
del Señor y, en menor medida, de la hospitalidad de los habitantes del lugar
evangelizado [21] . Todos estos dichos provocan una crisis de valores, rompiendo
ataduras tradicionales y orientando a una auténtica concepción y realización de la persona
humana, devolviéndole su inalienable dignidad.
Otro tanto sucede con los dichos que hacen referencia a la familia. En el evangelio
de Mateo, ante la pregunta retórica de «¿Quién es mi madre y quiénes son mis
hermanos?», Jesús, extendiendo su mano hacia sus discípulos, indicando protección y
amparo, responde: «Ahí tenéis a mi madre y a mis hermanos; pues el que haga la
voluntad de mi Padre (que está) en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre»
(Mt 12,50). La verdadera familia de Jesús es la comunidad de discípulos que están bajo

265
su cuidado y abrigo. En otra ocasión, el evangelista Lucas menciona la orden de Jesús de
abandonar al padre, incluso en el acompañamiento hacia su última morada, ante la
obligación de anunciar el reino de Dios. El radicalismo evangélico exige el abandono de
ciertas leyes –aún siendo conocidas y sagradas en el mundo judío y en el griego– para
cumplir con el deber primordial, el anuncio del reino de Dios: «Deja a los muertos
enterrar a sus muertos, y tú marcha a anunciar el reino de Dios» (Lc 9,60). Y, en otra
ocasión, el mismo evangelista escribe: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a
su madre, a (su) mujer y a (sus) hijos, a (sus) hermanos y hermanas, y más aún, incluso
a su vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26). El texto es desconcertante y
chocante. A diferencia del paralelo de Mateo, que argumenta por comparación (hay que
preferir a Cristo más que a la familia), Lucas recurre al contraste y a la oposición. No se
trata de un rechazo, ni de una condena de los lazos familiares, sino de evitar que estos se
conviertan en un obstáculo para el anuncio del reino. En el discípulo, el corazón no
puede estar dividido porque nadie puede servir a dos señores.
Los pronunciamientos de Jesús sobre los valores y comportamientos sociales de la
época son sorprendentes. La gran novedad de la ética cristiana es el amor a los enemigos.
El judaísmo prohibía alegrarse de la desgracia del prójimo y exigía generosidad y nobleza
frente al necesitado. También el helenismo se preocupaba por la situación del débil. Pero,
ni uno ni otro defendían el principio moral del amor a los enemigos. Los imperativos que
resuenan en el evangelio de Lucas son contundentes: «Amad a vuestros enemigos, haced
bien a los que os aborrecen. Bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os
maltratan. Al que te golpea en la mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite tu
manto no le niegues también la túnica. Da a todo el que te pida; y al que te quite lo tuyo
no se (lo) reclames. Y como queréis que os hagan los hombres, hacédselo igual a ellos»
(Lc 6,27-31) [22] . El mensaje es radical, opuesto a la tendencia natural a la
autoprotección –prestar la mejilla a quien ofende o permitir ser desnudado es contrario a
la inclinación humana de protegerse– y contrario a los valores sociales dominantes de la
época. Se enmarca en los valores del reino y así se puede llegar a ser «hijos de vuestro
Padre (que está) en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre
justos e injustos» (Mt 5,45). La escala de valores se replantea en conformidad con el
proyecto del reino de Dios, centro del mensaje de Jesús, que se consumará en el futuro.
En ese proyecto, y en contra de algunas tradiciones del Antiguo Testamento que
enaltecen la abundancia y la alegría (Dt 28,47-48; Is 3,26), se insertan las

266
bienaventuranzas del sermón del monte (Mt 5,3-12; Lc 6,20-22). La inversión de valores
es ostensible, provoca una crisis de principios morales y obliga a una vivencia inmediata
de aquellas realidades que se harán efectivas plenamente en el tiempo futuro.
Estos dichos de Jesús, así como sus vivencias y todo su mensaje, no son algo
accidental en su vida, sino que constituyen la esencia de su inabarcable personalidad.
Jesús vive y habla así porque experimenta en él la presencia de Dios, y él y el Padre son
uno (Jn 14,11; 16,32; 17,21). Los valores que predica son innovadores y subversivos,
con fuerza suficiente para trastocar los códigos éticos de la Palestina del siglo I y para
infundir en los más necesitados y marginados de la sociedad la esperanza que comienza
en esta tierra y se completará en el más allá.
La liberación que implica la llegada del reino de Dios se significa y simboliza
portentosamente en las comidas de Jesús. En todas las sociedades se pone de manifiesto
el sorprendente valor simbólico de las comidas. Ellas, de alguna manera, compendian la
estructura económica, social y religiosa de un pueblo. En la mesa de la comida hay unos
invitados, que reafirman un grupo diferenciándolo de los demás, un orden
jerárquicamente establecido en la ocupación de los puestos y unos alimentos que,
incluso, pueden ser catalogados como puros o impuros. Todos estos elementos aparecen
en el judaísmo del tiempo de Jesús. La participación en las comidas venía determinada
por rígidos esquemas socio-religiosos, estableciendo diferencias insalvables entre los
pertenecientes al pueblo de Israel y los gentiles, entre los fieles a Yahvé y los publicanos
y pecadores y aquellos excluidos por su condición social, como ciegos, cojos y lisiados en
general.
La tradición evangélica sobre las comidas de Jesús es tan abundante y variada que
resulta difícil entender la vida de Jesús sin relacionarla con la gente catalogada como
pecadora, compartiendo con ella mesa y comida. De hecho, el reino de Dios es como
una comida, repleta de bendiciones materiales y espirituales, a la que son invitados todos
los hombres de la tierra, especialmente los más pobres y marginados. Tanto se identifica
Jesús con esta actividad –en la que sobresale su poder de sanar y de compartir– que sus
adversarios encuentran en ella razones para la indignación y el insulto: «Vino el Hijo del
hombre, que come y bebe, y dicen: “Mira un hombre comilón y bebedor de vino, amigo
de publicanos y pecadores”» (Mt 11,19). Los sabios, los hijos de la sabiduría, reconocen,
en cambio, el plan salvador de Dios (Mt 11,19; Lc 7,35). Jesús es el amigo, a quien

267
Marta le dio hospedaje (Lc 10,38), y es invitado con sus discípulos a una boda en Caná
de Galilea (Jn 2,2). Jesús frecuenta comidas públicas y se sienta a la mesa sin escrúpulos
con publicanos y pecadores, como sucede en casa de Mateo (Mt 9,10), o con el jefe de
publicanos, Zaqueo (Lc 19,2-10). Así lo confirman el evangelista Marcos (Mc 2,15-
17.18-22; 6,8-10; 7,1-2) y, sobre todo, la tradición lucana (Lc 7,36-50; 10,7; 11,37-54;
14,1-6.12-14.15-24; 19,1-10 etc.).
Estas comidas realizan los anuncios mesiánicos del Antiguo Testamento,
derramando sobre la humanidad los dones de Dios. La comida cúltica en presencia de
Yahvé es un signo de alegría y regocijo, según afirma el Deuteronomio (Dt 14,26), y la
expresión «comer y beber» parece designar la conclusión de la alianza (Gn 26,30;
31,46.54; Ex 24,11; Jos 9,14s) [23] . Jesús, en sus comidas, anuncia también el gozo y la
salvación (Mt 9,15; Lc 19,9). Con ellas muestra y expresa, además, la hospitalidad y la
acogida del extraño, señalando la buena nueva de su llegada y elogiando a quienes
practican la solidaridad con el forastero, como signo de la protección de Dios a toda la
humanidad (Mc 14,3-9; Lc 7,36-50; Jn 12,1-8). De igual modo, las comidas describen la
felicidad en términos de jubiloso banquete y orientan hacia la escatología: «Y os digo que
desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con
vosotros nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,29) [24] . Son, en definitiva, una forma
sencilla y bella de presentar a los débiles y excluidos la llegada del reino de Dios,
anunciada ya en los escritos proféticos del Antiguo Testamento (Is 2).
Si Jesús compartía la mesa con personas marginadas, si declaraba que todos los
alimentos eran puros y ponía en tela de juicio el rígido sistema socio-religioso,
promoviendo la igualdad y solidaridad de los seres humanos, es lógico pensar que su
forma de actuar suscitase duras críticas. Él mismo se hizo eco de tales críticas (Lc 7,34),
dando a entender que sus comidas con publicanos y pecadores estaban íntimamente
relacionadas con su misión de sanación y liberación: «No tienen necesidad de médico los
fuertes, sino los que se encuentran mal; no vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc
2,17). Podríamos decir que Jesús es coherente en su estilo de vida: enseña y practica los
valores del reino de Dios, en absoluta conformidad con la voluntad de su Padre.

268
6.5. Significado teológico de los milagros de Jesús
El significado teológico de los hechos prodigiosos de Jesús de Nazaret ha de encuadrarse
en la ingente y viva tradición bíblica, que habla de la intervención liberadora de Dios en
la historia de la humanidad y, más concretamente, en la del pueblo de Israel. Resulta
difícil entender los gestos milagrosos de Jesús sin recordar los prodigios realizados por
Dios a través de su profeta Moisés. El Mesías repetirá y dará sentido a los actos del
primer liberador. Los milagros de Jesús son el cumplimiento y la síntesis de la acción
liberadora de Dios en el Antiguo Testamento. Prueba evidente de ello es el pasaje
evangélico de Mateo (y sus paralelos), que recoge citas del profeta Isaías (Is 29,18-21;
35,5-6; 61,1), y que implican promesas de liberación y salvación para Israel en los
tiempos mesiánicos: «Los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les predica el Evangelio»
(Mt 11,5). Los milagros, como dice W. Kasper, son «acto de obediencia a la voluntad de
Dios, tal y como está revelada en el Antiguo Testamento» [25] .
La acción taumatúrgica de Jesús se desarrolla, como sabemos, en la región de
Galilea y más concretamente en la zona del lago de Genesaret, con centro en Cafarnaún.
Los evangelios sinópticos solo hablan de la curación de un (o dos, en Mateo) ciego en
Jericó y el cuarto evangelio relata algunos episodios milagrosos en el entorno de
Jerusalén. En esos lugares, la gente del pueblo recibe con entusiasmo y pasión los gestos
prodigiosos de Jesús, mientras que los representantes del judaísmo institucional –para
quienes el milagro no tiene valor en sí mismo, sino que solo sirve para reclamar la
observancia de la ley– muestran su desconfianza y oposición. En todo caso, Jesús realiza
esos milagros con el poder de Dios (Lc 11,20), que testifica su propia autoridad (Mt
7,29), traducida en palabras y obras, evitando toda exhibición y reafirmando su misión
profética escatológica.
Sorprende extraordinariamente la actitud de Jesús, que, por una parte, se sustrae
enérgicamente a los deseos populares de reducir su función taumatúrgica a una mera
curación de los enfermos y, por otra, está firmemente comprometido en encajarla en el
proyecto liberador del reino de Dios, que él predica. Pese a la ambivalencia que parecen
mostrar los gestos taumatúrgicos de Jesús –en la que cabe el llamado (impropiamente)
«el secreto mesiánico»– los milagros del profeta de Galilea son signos inequívocos de la

269
llegada del reino de Dios a los hombres y corresponden fehacientemente al anuncio de
liberación de los pobres.
Los milagros son signos para la fe, produciéndose una estrecha vinculación entre
ambos conceptos. En el milagro de sanación, la iniciativa no parte ordinariamente de
Jesús, sino que responde a la petición de un enfermo o de sus familiares. En la mayoría
de los relatos evangélicos aparecen los términos pi,stij y pisteu,w: «Tu fe te ha salvado»,
le dice Jesús a la hemorroísa (Mc 5,34) y al ciego Bartimeo (Mc 10,52). La fe conduce
al milagro de tal forma que es condición necesaria para su realización. Por esta razón,
Jesús no puede obrar milagros donde no encuentra fe, como sucede en su tierra, Nazaret
(Mt 13,58). Por otra parte, el milagro no solo suscita admiración en el creyente, sino que
orienta a descubrir la persona de Jesús, a aproximarse a las obras de Dios, alejándose de
las fuerzas del mal, aunque no constituya propiamente una prueba sólida para creer.
Como resume acertadamente W. Kasper: «la fe de los milagros no es una fe en los
milagros, sino una confianza en la omnipotencia y providencia de Dios» [26] .
Los gestos poderosos de Jesús se integran armónicamente en su proyecto profético
de anuncio del reino de Dios. No son actos de un profeta más en la historia del pueblo de
Israel, por muy espectaculares que parezcan. Jesús no es simplemente un predicador
religioso o un narrador de bellas parábolas. Por eso no hubiera sido considerado peligroso
por las autoridades de Roma, ni sospechoso de heterodoxia religiosa por los dirigentes
judíos, lo que le conducía inexorablemente a la condena a muerte. Sus gestos, también
los milagros, se enmarcan en su proyecto vital, en la predicación del reino, que anuncia la
aniquilación del poder de Satanás (Mt 12,28), asume la bondad inicial de la creación y
anticipa la victoria definitiva sobre la muerte. Solo en la resurrección de Jesús se revela
plenamente el auténtico significado de los milagros.

[1] J. LEIPOLDT – W. GRUNDMANN, El Mundo del Nuevo Testamento II: Textos y Documentos (Madrid:
Cristiandad, 1973), 73.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid., 7[4.
[5] J. LEOPOLDT – W. GRUNDMANN, El Mundo del Nuevo Testamento II: Estudio histórico-cultural (Madrid:
Cristiandad, 1973), 75-109. En esta obra puede encontrarse una exposición detallada de este apartado.

[6] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
270
[6] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
106.
[7] Ibid., 102.
[8] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 151.
[9] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: «Los Milagros» (Estella: Verbo
Divino, 2005), 1113.
[10] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 158-159.
[11] Nota: Los milagros vienen recogidos, en gran medida, en los evangelios sinópticos y, algunos, en el
evangelio de Juan. Aparte de las alusiones en los Hechos de los Apóstoles (una fuente no independiente de los
evangelios, ya que reproduce los informes de Lucas), la tradición extraevangélica, tanto en Pablo como en las
fuentes judías (de autenticidad discutible), silencia la actividad milagrosa de Jesús.
[12] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: «Los Milagros» (Estella: Verbo
Divino, 2005), 1113.
[13] Cf. M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 356s.
[14] Ibid., 371.
[15] Nota: Cabe interpretar que el texto de Mateo refleje la concepción de la comunidad cristiana, que
entendía la misión de Jesús bajo la perspectiva de los escritos del Antiguo Testamento. En cualquier caso,
permanece firme y claro el sentido de dicha misión, que vincula toda la actividad sanadora de Jesús con el
anuncio del reino de Dios a los pobres, según observaremos más adelante.
[16] S. VIDAL, Jesús el galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 168.
[17] En el apéndice de los relatos de milagros de la obra citada anteriormente, S. Vidal escribe: «Los relatos
de milagros en los evangelios, sin contar los paralelos ni los sumarios o compendios, suman en total 33: 18 en
Marcos; 2 en la fuente Q; 3 en los textos propios de Mateo; 6 en los textos propios de Lucas; 4 en Juan (sin
contar los 3 paralelos a la tradición sinóptica). En ellos se distinguen: exorcismos (6 casos), terapias (19 casos),
epifanías (1 caso), liberaciones (1 caso), donaciones (4 casos) y demostraciones (2 casos)». S. Vidal, op. cit.,
177-180.
[18] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
112.
[19] Cf. J. M. ROBINSON – P. HOFFMANN – J. S. KLOPPENBORG (eds.) – S. GUIJARRO (ed. esp.), El
Documento Q en Griego y en Español (Salamanca: Sígueme, 2004), 141-142 y 143.
[20] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
119.
[21] El Documento Q es radical al hablar de estas prescripciones. Dice así: «No llevéis (bolsa), ni alforja, ni
sandalias, ni bastón; y no saludéis a nadie por el camino» (Q 10,4). Este radicalismo parece haber perdido
vigencia en tiempos de Lucas (aunque lo cita), como se desprende de la lectura de Lc 22,35-38.
[22] La regla de oro viene expresada de esta manera: Q 6,31: «Tratad a los demás como queráis que ellos
os traten a vosotros». Cf. J. M. ROBINSON – P. HOFFMANN – J. S. KLOPPENBORG (eds.) – S. GUIJARRO (ed. esp.), El
Documento Q en Griego y en Español (Salamanca: Sígueme, 2004). EvTom 6,3: «(y) no hagáis (lo que) odiáis».
Cf. A. PIÑERO (ed.), Todos los Evangelios (Madrid: Edaf, 2009).
[23] E. J ENNI – C. WEST ERMANN (eds.), Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento I (Madrid:
Cristiandad, 1978), 226.
[24] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 207, en el capítulo dedicado
a «La llegada del reino», se pregunta si los judíos en general esperaban o no que la nueva era fuera como un
banquete. Él piensa que no. Y afirma que «la importancia de la última cena en el pensamiento y la práctica
cristiana ha conducido a la excesiva valoración de las comidas en el judaísmo».

271
[25] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 163.
[26] Ibid., 165.

272
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273
CAPÍTULO 7:
Sobre los títulos de Jesús

274
7.1. Cuestión introductoria
La fe en Jesús de Nazaret se ha expresado de múltiples y variadas maneras a lo largo de
la historia, evidenciando, por una parte, la riqueza de la revelación de Dios en Jesucristo
y, por otra, la capacidad del hombre para profundizar en el mensaje de Jesús y en su
correspondiente adaptación a las nuevas formas de pensamiento de las diferentes culturas
de la humanidad. Así lo demuestra la abundancia de títulos sobre Jesús acuñados en los
escritos del Nuevo Testamento y la adopción y transformación, por parte de la primitiva
comunidad cristiana, de figuras pertenecientes al mundo judío y al helenístico para
expresar el acontecimiento singular de Cristo –que las trasciende y supera a todas–
representado siempre en categorías de salvación y liberación del hombre.
La fe en Jesús, última y definitiva revelación de Dios al mundo, se expresa en
numerosos títulos cristológicos a lo largo de los escritos del Nuevo Testamento [1] . En
los evangelios, a Jesús se le llama y reconoce como auténtico «Maestro», lleno de
autoridad, tanto en sus palabras como en la fuerza de sus hechos. Este título aparece
repetidamente en los cuatro evangelistas: 20 veces en Lucas, concretamente en Lc 3,12 y
a lo largo de los capítulos 5 al 12, reapareciendo del capítulo 17 al 22; Mateo y Marcos
coinciden en el número de veces (12): Mateo lo menciona en los capítulos 8-9-10-12-17-
22-23 y 26 y Marcos, en los capítulos 4-9-10-12-13 y 14; en Juan se hace referencia a
este título solo en ocho ocasiones, en los capítulos 1-3-8-11-13 y 20. Jesús de Nazaret es
el «Santo de Dios», cuyo poder es reconocido por las fuerzas del mal (Mc 1,24; Lc
4,34). Es también el «Profeta»; de hecho, todos lo tenían por «Profeta», el «Profeta del
Altísimo», el verdadero «Profeta» que ha de venir al mundo. Así lo repiten
constantemente Mateo (unas 18 veces), Lucas (12 veces), Juan (en 10 ocasiones) y
Marcos (otras 5). Es reconocido también como «Rey». Él es el «Rey» que, como
anunció el profeta Isaías (Is 62,11), viene a la hija de Sión, manso y montado en una
borrica (Mt 21,4), el que viene en nombre del Señor (Lc 19,38) y el que es presentado a
los suyos como Rey de los judíos (Mc 15,2s; Mt 2,1; Jn 19,14). Jesús es asimismo el
«Salvador», que enviado por el Padre para la salvación del mundo (Jn 4,42), ha nacido
en la ciudad de David, que es Cristo Señor (Lc 2,11). Él es la «Palabra» por excelencia,
que existía con Dios y era Dios (Jn 1,1) y el «Siervo», anunciado por Isaías, amado por
Dios, sobre el que reinará su espíritu, y anunciará justicia a las naciones (Mt 12,18). Y,
todos los evangelistas (especialmente los sinópticos) hacen referencia unánimemente a

275
Jesús como «Hijo del hombre», o` ui`o.j tou/ avnqrw,pou. Esta famosa expresión
aparece solamente en los evangelios y en numerosas ocasiones: 69 veces en los
sinópticos, y 13 en Juan. Mateo la utiliza 30 veces; Lucas,25, y Marcos,14.
En otros escritos del Nuevo Testamento, aparte de los evangelios, la fe en Jesús
viene expresada de múltiples formas. A Jesús se le llama, en el discurso de Pedro a los
Israelitas, «Justo» y «Santo», entregado y negado ante Pilato (Hch 3,14), y «Autor de la
vida», al que Dios resucitó de entre los muertos (Hch 3,15). En la primera carta a los
Corintios, a Jesús se le denomina «el segundo Adán», en contraposición al primer
hombre, convertido en espíritu que hace vivir (1 Cor 15,45), y «el segundo Hombre»,
celeste, al contrario que el primero (1 Cor 15,47). En la carta a los Romanos se enaltece
la gracia de Dios y el don (que se da) por la gracia de «un Hombre», Jesucristo (Rom
5,15). La carta a los Hebreos afirma que Jesucristo debía parecerse a los hermanos en
todo, para llegar a ser «misericordioso» y «sumo sacerdote» con el fin de expiar los
pecados del pueblo (Heb 2,17). Y, por fin, el Apocalipsis, al describir el juicio contra
Babilonia, ensalza el poderío y autoridad de Jesús, al que designa «Señor de señores» y
«Rey de reyes» (Ap 17,14) [2] .
No es necesario advertir que la fe de la comunidad eclesial en Jesús (como puede
comprobarse en el apartado sobre «la fe de la Iglesia en Jesús de Nazaret») goza de tal
dinamismo que, a lo largo de la historia, ha descubierto formas genuinas de expresión que
combinan la esencia de su creencia y la novedad del pensamiento actual. En realidad,
este es el proceso que requiere la evangelización al mundo. Y así se ha hecho,
comenzado con la cristianización del mundo helénico y continuando en el tiempo
presente. El resultado, en contra de lo que se ha venido afirmando comúnmente por
autores autorizados, desde la Reforma hasta la teología liberal de los siglos XIX y XX,
no ha sido ni la helenización del cristianismo ni la perversión de la fe, sustituida por vagos
y espurios conceptos religiosos del mundo pagano. Es lógico pensar que si Dios ha
entregado a su Hijo al mundo, y aún sabiendo que esta revelación es definitiva, el
hombre bucee en esa historia de salvación, definitiva, pero inconclusa, preservando la
innegable tradición, a la vez que sacando a la luz la igualmente incuestionable novedad
del gran misterio de la comunicación de Dios, convertida en auténtica e imperiosa historia
del hombre. Desde otra perspectiva, el compromiso cristiano se realiza en la búsqueda

276
constante del misterio de Dios en Jesucristo, revelado en la intimidad del propio ser y, a
la vez, formulado y vivido en el credo de la comunidad eclesial.
Al final de estas breves notas introductorias sobre los títulos de Jesús, conviene
tener presente en el estudio de esta cuestión las observaciones de la Pontificia Comisión
Bíblica en la materia. En el documento «Sagrada Escritura y cristología» se afirma que,
en lo referente a los títulos de Cristo, no basta con distinguir entre los títulos que él
mismo se atribuyó en su existencia terrena y los aplicados por los teólogos de época
apostólica. Conviene, más bien, continúa el documento, distinguir entre «títulos
funcionales» (que definen la función de Cristo en la salvación de los hombres) y «títulos
relacionales» (referidos a la relación de Cristo con Dios, de quien es Verbo e Hijo). Junto
a los títulos, debe examinarse, además, «el comportamiento y las acciones de Cristo»,
que revelan lo más escondido de su persona [3] .
Con estas sencillas consideraciones, procedo al estudio específico y detallado de los
títulos de Jesús.

[1] En Sagrada Escritura y cristología, PCB (1984), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion
bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 1.005-1.009, puede verse la
«Relación de Jesús con la tradición del Primer Testamento».
[2] Al estudiar los títulos de Jesús –en definitiva, estos son una reflexión de los primeros cristianos sobre la
identidad de Jesús–, es sumamente conveniente tomar en cuenta, como dice R. E. Brown, ciertas «cautelas» al
abordar este tema. Así, entre otras cuestiones, es preciso saber que, aunque se estableciera que Jesús no habría
utilizado alguno de esos títulos, no puede por ello concluirse que la aplicación de los mismos por los cristianos a
Jesús no estuviera suficientemente motivada y, en consecuencia, que expresase correctamente la identidad de
Jesús. Por otra parte, la aplicación de los títulos a Jesús no comporta necesariamente una relación directa con la
conciencia que el propio Jesús decía tener con Dios, manifestada en esos títulos. Una cosa es la conciencia de sí
mismo, la comprensión de la auténtica realidad, y otra la expresión o comunicación de la misma. Y, finalmente, la
conciencia de Jesús sobre su identidad (básicamente, la de su relación singular con Dios Padre), a diferencia de
las expresiones utilizadas para expresarla, aparece clara en la proclamación cristiana, constituyendo parte
importante de su núcleo fundamental. Cf. R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento
(Salamanca: Sígueme, 2005), 85-86.
[3] Sagrada Escritura y cristología, PCB (1984), C. GRANADOS – L. SÁNCHEZ NAVARRO, Enchiridion
bíblico. Documentos de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura (Madrid: BAC, 2010), 969.

277
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278
CAPÍTULO 8:
El Hijo del hombre

279
8.1. Jesús, el Hijo del hombre
Profundizar en la expresión «el Hijo del hombre» supone para el teólogo adentrarse en
un espejismo inquietante, que, a la par que parece aproximarnos a la auténtica realidad
histórica de Jesús, deja abiertos numerosos interrogantes acerca del verdadero sentido de
esta expresión y del alcance de sus conclusiones en el campo bíblico y teológico. Pero el
interés por el conocimiento de la persona de Jesús sobrepasa cualquier incertidumbre –
por dificultosa que sea– que pueda plantear esta expresión bíblica, tan conocida por una
parte, y tan enigmática por otra [1] .
La enigmática expresión «Hijo del hombre» es el título utilizado más
frecuentemente por Jesús para designarse a sí mismo. No es, en contra de lo que pudiera
sospecharse, ni el título de «Cristo» ni el del «Hijo de Dios». Es verdad que el evangelio
de Juan habla constantemente de Jesús como «Hijo de Dios», pero todos los evangelistas
(los sinópticos especialmente) hacen referencia unánimemente a Jesús como «Hijo del
hombre», o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou. Esta famosa expresión aparece solamente en los
evangelios y en numerosas ocasiones: 69 veces en los sinópticos, y 13 en Juan. Mateo la
utiliza 30 veces; Lucas, 25, y Marcos,14. En ningún caso el título conlleva una
explicación, dando por supuesto que los oyentes de Jesús captan perfectamente el sentido
de la expresión. En todo el Nuevo Testamento solo se menciona en los Hechos de los
Apóstoles, cuando Esteban, antes de morir, mirando fijamente al cielo, ve a Jesús de pie
a la derecha de Dios, a quien describe como «el Hijo del hombre» (Hch 7,56) [2] .
La pregunta de la gente del evangelio de Juan –«¿Quién es ese Hijo del hombre?»
(Jn 12,34)–, llena de curiosidad y asombro ante las palabras de Jesús acerca de su
«hora», representa el estado de ánimo del teólogo al abordar esta cuestión. Por un lado,
se pensaba que esta expresión bíblica podría conducir fácilmente a un conocimiento más
directo y exhaustivo de la realidad terrena de Jesús, mientras que, por otro, las
conclusiones a las que se ha llegado desde el punto de vista teológico y bíblico son tan
complejas y dispares que apenas podemos establecer una verdad sólida donde apoyar la
investigación. Hoy en día, pese al valor de los datos evangélicos, resulta complicado
conceder a esta cuestión una función primordial en la búsqueda de la persona de Jesús,
precisamente por su complejidad y oscuridad. No obstante, el conocimiento de este tema
resulta fascinante, y para este propósito, exponemos los datos que se enuncian a
continuación.

280
8.2. Origen de la expresión «Hijo del hombre»
La expresión «Hijo del hombre» (o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou) no utilizada en la lengua
griega, es una traducción literal de un estado constructo determinado del arameo avna
rb( (bar ’nâshâ). Aunque delante de sustantivos este término arameo y el
correspondiente hebreo tb/nb (ben/bat) y trb/rb (bar/berat) tienen diversas acepciones,
en este caso designa al individuo perteneciente al concepto colectivo. avna rb (bar
’nâshâ) significaría, por tanto, «el hombre» o, sencillamente, «un hombre». Esta
acepción cotidiana habría dado paso a una versión de esta expresión, utilizada en el
lenguaje apocalíptico, con tintes de título mesiánico [3] . Desde el punto de vista
filológico, se trata de un semitismo, sin correspondencia en la lengua griega, y que los
autores del Nuevo Testamento han traducido literalmente «Hijo del hombre»,
conscientes de que el nombre común «hombre» no expresaba el sentido pleno de la
realidad que pretendían comunicar. Continuando con el sentido filológico de la expresión,
se disputa entre los arameístas si podía servir como perífrasis para designar el sujeto
hablante (es decir, «yo»). Las opiniones entre los autores de reconocido prestigio están
muy divididas, pronunciándose a favor y en contra casi por igual [4] .
La expresión «Hijo del hombre», que, como he dicho, aparece en numerosas
ocasiones en los evangelios, nunca se encuentra explicada ni aclarada; más bien se
supone perfectamente conocida por todos los que escuchaban a Jesús. Si Jesús no es el
autor de la misma, podemos preguntarnos: ¿Cuál es su origen? ¿De dónde procede?
La historia de las religiones ha pretendido derivar la expresión «Hijo del hombre» de
los antiguos mitos que hacen referencia al hombre primitivo (Urmensch), tal como se
concebían en Mesopotamia, en Persia o en la India. Tales pretensiones carecen de base
científica. Los orígenes de esta misteriosa expresión, tal como se encuentra en los
evangelios, han de buscarse en la tradición apocalíptica judía.
La primera vez que aparece la expresión avna rb (bar ’nâshâ) se encuentra en un
oscuro pasaje del libro de Daniel, describiendo una visión del profeta [5] . Esta figura
apocalíptica reaparecerá de forma importante en los apocalipsis no inspirados,
especialmente en el Libro de Henoc (o Enoc), en la sección conocida como «Libro de las
parábolas» (el libro de Henoc es un libro intertestamentario que forma parte del canon de
la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope, no reconocido por las demás Iglesias cristianas), y
en el libro de Esdras (posterior a la era cristiana).

281
El capítulo 7 del libro de Daniel (en la descripción de una visón del profeta) relata
que después de que los cuatro vientos del cielo agitaran el gran mar (puede interpretarse
como el caos de Gn 1,1 o, simplemente, como metáfora para la historia de la
humanidad), aparecieron cuatro enormes bestias, diversas y diferentes unas de otras, que
salían del mar, es decir, del abismo, del caos primitivo. Las cuatro bestias simbolizaban
cuatro reinos. Muerta la cuarta bestia, la más espantosa de todas ellas, Daniel vio
aparecer sobre las nubes del cielo un ser, que no tenía forma de animal, sino que
semejaba a un hombre: «Proseguí mirando en las visiones nocturnas y he aquí que en las
nubes del cielo venía como un hombre y llegó hasta el anciano y fue llevado ante él. Y se
le concedió señorío, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron;
su señorío es un señorío eterno que no pasará, y su imperio no ha de ser destruido»
(Dan 7,13-14).
La sobriedad del texto, que no desvela la identidad de ese «hombre», pone de
manifiesto algunas cualidades que indican su función. El «ser con semejanza de hombre»
tiene una apariencia humana, aunque no se identifique con la humanidad, como tampoco
se identifican con la animalidad los reinos simbolizados en los animales. No es un ángel
(el profeta no contempla más que un estado animal y otro humano), no sube de la tierra
o del abismo, sino que viene acompañado de nubes, es decir, tiene su origen en el cielo,
sin que ello lleve connotaciones de divinidad ni de preexistencia. Es entendido como un
quinto reino, último y definitivo, que será entregado «al pueblo de los santos de !ynwyl[
(‘Elyonin); su imperio es imperio eterno, y todos los señoríos le han de venerar y prestar
obediencia» (Dan 7,27). Claramente se significa que esta figura humana es símbolo del
pueblo de los justos, que prevalecerá sobre los imperios opresores del mundo, alejados
del reino de Dios.
En Daniel, el «Hijo del hombre» no es un título mesiánico. Sin embargo, en textos
apocalípticos judíos más tardíos la figura de «hombre» no se interpreta ya en términos
de colectividad, sino que, en torno a este personaje misterioso van cristalizando
cualidades y prerrogativas que se orientan a la divinidad y a la preexistencia, una vez
producida la crisis del final de los tiempos. Los textos apocalípticos judíos hablan del
«hijo del hombre», personaje escatológico que se manifiesta en las nubes del cielo, que
instaura su reino una vez desaparecidos los imperios de la tierra, que convoca un ejército
pacífico, que reúne en torno a sí a los elegidos después del exterminio de los pecadores,

282
que será la luz y esperanza de los pueblos, y en cuya mesa se sentarán y tendrán parte
los justos y elegidos. El hijo del hombre, según estos textos apocalípticos, es un
personaje escatológico, objeto de una espera deseada, alguien que ha de venir, cuya
actuación comenzará cuando el poder de Dios haya expulsado la maldad de este mundo.
Pero ¿quién es este hombre? El «Hijo del hombre» es un personaje paradójico.
Nunca se le presenta como un ángel, pero es una figura de otro mundo, de tiempos
antiguos, que ocupa el trono de gloria en virtud de la fuerza del Señor de los espíritus. Es
un ser humano, pero goza de privilegios divinos. Se sienta en el trono de Dios, goza de
su gloria, pero su misión está en el mundo, como revelador y salvador, garante de la
justicia y de la paz hasta que triunfen definitivamente al final de los tiempos. Pertenece,
por tanto, al mundo de Dios y al mundo de los hombres. En esta reflexión es oportuno
recordar que para entender correctamente los textos apocalípticos judíos es necesario
tener en cuenta que la expectación mesiánica dominante en el judaísmo no se
corresponde con los testimonios de estos escritos. El Mesías esperado por el pueblo judío
se presentaba en forma de gran soberano, con tintes bélicos y nacionalistas, que vendría
a liberar al pueblo judío del dominio del pueblo romano. Los textos apocalípticos
mencionados reflejan una expectación mesiánica que, aunque centrada también en el
sentido nacionalista y en aspectos terrenos, presenta indudablemente rasgos de carácter
trascendente y alcance universal. Solo estos escritos atestiguan profusamente esta
expectativa mesiánica.
Los escritos apocalípticos sobre el «Hijo del hombre» cobran un realce singular a la
hora de aproximarnos e interpretar ciertos pasajes del Nuevo Testamento. En los libros
apocalípticos mencionados se habla del «hombre» en varias ocasiones. A él se refieren
como presente antes de la creación en el Señor de los espíritus, en consonancia con la
afirmación de Isaías, según la cual «Yahvé me llamó desde el vientre materno, desde las
entrañas de mi madre mencionó mi nombre» (Is 49,1); como «luz de los pueblos», en
clara referencia al siervo de Yahvé, como se afirma en el libro de Isaías (Is 42,6); como
poderoso entre los reyes de la tierra, al estilo de lo que dice el profeta Isaías: «los reyes
verán y se levantarán los príncipes y se prosternarán a causa de Yahvé, pues es leal, del
Santo de Israel, que te escogió» (Is 49,7); como siervo, que dibuja Isaías: «Tú eres mi
siervo, el Israel, en quien me glorificaré» (Is 49,3). La vinculación del «Hijo del hombre»
con los enunciados anteriores, especialmente con el de siervo de Yahvé, por estrecha que

283
parezca, no permite intercambiar conceptos, aunque siempre pueda ser útil para
escudriñar el misterio de la persona de Jesús.

284
8.3. Palabras de Jesús que evocan al Hijo del hombre
Como he expuesto anteriormente, la expresión «Hijo del hombre» aparece en numerosas
ocasiones, tanto en las tradiciones sinópticas como en el evangelio de Juan. Aparte de
estos lugares, el papel cristológico de esta expresión en los escritos del Nuevo
Testamento queda reducido al libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 7,56) y al del
Apocalipsis (Ap 1,14 y 14,14).
Las palabras de Jesús, transmitidas en los evangelios, en las que se evoca al Hijo del
hombre, pueden agruparse en los siguientes apartados, aunque no pueda establecerse una
conexión real entre ellos:

1) Hay un grupo de palabras que hablan del Hijo del hombre en su condición
terrena. A él pertenecen las referencias de Lucas que describen a Jesús como «el Hijo del
hombre, que come y bebe, (del que dicen sus paisanos):¡Mira un hombre comilón y
bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores!» (Lc 7,34). Las mismas expresiones
recoge el evangelio de Mateo (Mt 11,19). Lucas relata también la forma de vida del
maestro, de quien dice: «las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos; en
cambio, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).
En un sentido más noble habla de Jesús el evangelista Marcos, reconociendo su
poder, autoridad y señorío. La gente, dice, se sentía pasmada de la enseñanza de Jesús,
pues les enseñaba «como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,21). La
actuación de Jesús está revestida de autoridad, traspasando los límites de la enseñanza
aprendida en las sinagogas y situándose en la esfera del legislador. Este poder y autoridad
quedan aún más patentes en la escena que nos refiere Marcos de la curación de un
paralítico. A Jesús le llevan un paralítico, transportado por amigos, y se lo presentan en
un camastro, una vez que levantaron la techumbre y abrieron un boquete. Las primeras
palabras que salieron de la boca de Jesús no fueron de consuelo para los acompañantes,
ni de curación para el paralítico, sino de perdón: «Hijo, tus pecados quedan perdonados»
(Mc 2,5). Los escribas allí presentes dijeron indignados: «¿Quién puede perdonar
pecados sino únicamente Dios?» (Mc 2,7). Efectivamente, perdonar pecados
corresponde únicamente a Dios, y Jesús, al atribuir este poder al «Hijo del hombre» da a
entender que tiene la dignidad y el poder de Dios. Perfectamente aclarada esta cuestión,
y perdonados los pecados del paralítico, llega la deseada curación: «Pues para que sepáis

285
que el Hijo del hombre tiene autoridad para perdonar pecados en la tierra, (dice al
paralítico) te (lo) digo: ¡levántate!, coge a cuestas el camastro y vete a tu casa» (Mc
2,10-11). El paralítico se levantó y todos, asombrados, glorificaban a Dios. Nunca habían
visto cosa igual.
Marcos habla también de Jesús como señor del sábado. En el episodio de las
espigas, arrancadas en sábado por los discípulos de Jesús, se afirma que: «el sábado se
instituyó por causa del hombre, y no el hombre por el sábado. De manera que el Hijo del
hombre es dueño incluso del sábado» (Mc 2,28). La fórmula «el Hijo del hombre» que,
en principio, hacía referencia al hombre, genéricamente hablando, se atribuye aquí a
Jesús. Dicha fórmula no implicaría la relación esencial de Jesús, por naturaleza, con el
Padre, pero resulta evidente que Jesús no solo tiene poder sobre el pecado, la
enfermedad y la muerte, sino que también es el único intérprete de la ley. Él está sobre
Moisés y su interpretación del día del sábado supera al precepto meramente positivo de
la ley mosaica. En la expresión «el Hijo del hombre es el señor del sábado», dice J.
Ratzinger, se aprecia toda la grandeza de la reivindicación de Jesús, que interpreta la Ley
con plena autoridad porque él mismo es la Palabra originaria de Dios. Y se aprecia en
consecuencia qué tipo de nueva libertad le corresponde al hombre en general: una
libertad que nada tiene que ver con la simple arbitrariedad» [6] .

2) Un segundo grupo de sentencias sobre Jesús hace referencia a los sufrimientos, la


muerte y la resurrección del Hijo del hombre, según el plan trazado por Dios. Estas
sentencias pertenecen exclusivamente a la tradición de Marcos y faltan en el documento
Q.
Marcos comienza la segunda parte de su evangelio con escasas referencias a las
curaciones milagrosas y centrándose más en las enseñanzas de Jesús. Estas enseñanzas
están orientadas preferentemente a un aspecto nuevo de Jesús, a saber, que el Mesías
cumplirá su misión a través del sufrimiento y de la muerte; solo así Dios lo resucitará.
Aparece con fuerza la revelación del «Hijo del hombre» doliente, escasamente entendida
y, en ocasiones, rechazada por los discípulos. En el primer anuncio de la pasión, dice
Marcos, Jesús «empezó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y
ser rechazado por los ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte,
y después de tres días resucitar» (Mc 8,31). En el segundo anuncio de la pasión, de
camino a través de Galilea, Jesús instruye a sus discípulos y les dice: «El Hijo del

286
hombre va a ser entregado en manos de (los) hombres; y lo matarán; y ya muerto,
después de tres días resucitará» (Mc 9,31). Y en el tercer anuncio de la pasión, subiendo
a Jerusalén, llevándose a los Doce, les dijo: «Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del
hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte,
lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; pero
después de tres días resucitará» (Mc 10,33-34).
Estos anuncios de pasión, realistas y crudos, que trazan la vida dolorosa de Jesús,
encuentran perfecta aclaración en otro pasaje de Marcos, en el que, bajo pretexto de la
ambición de los hijos del Zebedeo, Jesús enseña la auténtica grandeza de sus servidores,
diciendo: «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en
rescate por muchos» (Mc 10,45). Jesús recuerda aquí al siervo que padece y muere,
descrito en el profeta Isaías (Is 53), e indica que el servicio es la única forma de reinado,
que el reinado que él trae al mundo (reinado de Dios) es puro servicio, que su servicio
(en forma de pasión y de muerte) se convierte en liberación y salvación no solo para el
pueblo judío, sino para toda la humanidad («muchos» es un semitismo que indica la
totalidad, numerosa o no), y que, como veremos en el grupo tercero de palabras sobre el
Hijo del hombre, el abajamiento y la humillación conducen al triunfo y la exaltación.

3) El tercer grupo de palabras acerca del Hijo del hombre hace referencia a su
venida gloriosa y a su función de juez escatológico y salvador. Estos pasajes pertenecen
casi en su totalidad a Marcos y los logia, hablan del Hijo del hombre en tercera persona,
y no se dice nada de la identidad entre ese Hijo del hombre y Jesús.
Marcos reprocha con extrema crudeza el comportamiento de aquella generación
adúltera y pecadora, que se avergüenza de Jesús y sus palabras, afirmando que «el Hijo
del hombre se avergonzará de él (de aquella generación) cuando venga con el esplendor
de su Padre junto con los ángeles santos» (Mc 8,38). Se deja bien claro que el Hijo del
hombre –en el contexto significativo del anuncio de su pasión– vendrá en el esplendor, es
decir, en la gloria y magnificencia propias del Padre, para pagar a cada uno según sus
obras. En una ocasión de majestuosidad, por un lado, y de tribulación, por otro, cuando
se profetiza la destrucción del templo de Jerusalén y se describe la gran tribulación,
Marcos avisa del engaño de aquellos tiempos y apela a la atención de todos porque,
transcurrida aquella tribulación, y oscuro y tambaleante el universo entero, precisamente
entonces, «verán al Hijo del hombre que llega en las nubes con gran poder y

287
esplendor»(Mc 13,26). Se repiten las mismas palabras y se reconoce el esplendor y la
gloria del Hijo del hombre, que viene triunfante en los últimos tiempos, como juez de
todos los hombres. Sorprendentemente, estos pasajes marcan una clara distinción entre el
Jesús terrestre y el Hijo del hombre que ha de venir.
Mateo señala al Hijo del hombre que ha de venir «con el esplendor de su Padre,
con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras» (Mt 16,27). En
otro lugar dice que «aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces todas
las tribus de la tierra se lamentarán, y verán al Hijo del hombre que llega en las nubes del
cielo con gran poder y esplendor» (Mt 24,30).
La parábola del juicio final, referida por el evangelista Mateo, nos sitúa ante la
relación peculiar entre el Jesús que sufre en su pasión y en sus hermanos los hombres,
pobres y desatendidos, y la futura gloria y esplendor del Hijo del hombre, juez y salvador
de la humanidad. Mateo afirma: «Cuando venga el Hijo del hombre con (todo) su
esplendor y todos los ángeles con él, entonces se sentará en su trono esplendoroso, y se
reunirán ante él todas las naciones; y los separará unos de otros, como el pastor separa
las ovejas de las cabras, y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a la izquierda» (Mt
25,31-33). El esplendor del Hijo del hombre sobresale con extrema nitidez, reflejando su
soberanía, al venir acompañado de los ángeles del cielo, y su inmenso poder, capaz de
tener el dominio del mundo, separando lo bueno de lo malo. Ese esplendor y poder se
contemplan desde el rostro de la naturaleza humana, asumida por Jesús desde su
nacimiento, débil y sufriente en los momentos de su pasión y compartida con los
marginados de este mundo. El Hijo del hombre se identifica con los hambrientos,
sedientos y enfermos de la tierra, y éstos recibirán el reino de Dios. La enfermedad y la
pobreza humanas –lo débil y pequeño del hombre– quedan asumidas y enaltecidas en el
esplendor de la gloria futura del Hijo del hombre y el poder para reunir en el reino de
Dios a los justos y elegidos.

288
8.4. Opiniones acerca de la expresión «Hijo del hombre»
Si tratamos de buscar el origen de la expresión «Hijo del hombre» encontramos muchas
discrepancias entre los biblistas. Veamos la opinión de algunos de ellos:
J. Jeremias, al preguntarse si las palabras del «Hijo del hombre» pueden derivarse
de Jesús mismo o deben atribuirse a la comunidad, llega a las siguientes conclusiones:
a) Nos hallamos en una época temprana, concretamente, en la comunidad primitiva que
hablaba arameo. Jesús empleó este título, y es que, según este autor, «en las demás
palabras de Jesús que pueden reclamar para sí una gran antigüedad, se hace
referencia a Dan 7».
b) Jesús habló del Hijo del hombre en tercera persona, distinguiendo entre él mismo y el
Hijo del hombre.
c) Según los cuatro evangelios, el título «Hijo del hombre» aparece «exclusivamente» en
labios de Jesús. Curiosamente, en ninguna parte de los evangelios se designa a Jesús
como el Hijo del hombre, ni aparece esta expresión en alguna fórmula de confesión
de fe. Siempre aparece en las palabras de Jesús.
d) ¿Cómo se explica que la comunidad primitiva acreciente incluso los ejemplos en los
que aparece el título del Hijo del hombre y, al mismo tiempo, limite rigurosamente
su uso a las palabras de Jesús? A esta pregunta, dice J. Jeremias, no hay más que
una respuesta: «el título estuvo enraizado desde un principio en la tradición de las
palabras de Jesús; con ello llegó a ser sacrosanto, nadie se habría atrevido a
eliminarlo».
e) «Las palabras apocalípticas sobre el Hijo del hombre –afirma categóricamente este
autor– esas palabras que hemos reconocido como el estrato más antiguo, tienen que
derivarse (en su núcleo) de Jesús mismo».
f) Ante la observación, iniciada por H. B. Sharman y H. A. Guy, según la cual, en los
evangelios sinópticos, los conceptos de «reino de Dios» e «Hijo del hombre»
aparecen yuxtapuestos y sin ninguna conexión entre ellos y, por consiguiente, habría
que considerar inauténticos todos los logia del Hijo del hombre, J. Jeremias arguye
diciendo: «la yuxtaposición inconexa del reino de Dios y del Hijo del hombre es algo
que encuentra ya previamente su modelo en el ambiente en que vivió Jesús. Y así

289
no constituye objeción alguna contra el hecho de que Jesús empleara el título de
“Hijo del hombre”» [7] .

Ya desde la perspectiva de la historia de la tradición, este autor opina:


«Independientemente de la forma en que haya sido transmitida dicha expresión (bien
como o` ui`o,j tou/ avnqrw,pou, bien en la sencilla versión de evgw,), y sin que tratemos
de determinar cuál de ellas pertenece a la tradición más antigua, el resultado de la
comprobación critica nos lleva a la conclusión de que queda un resto de palabras del
“Hijo del hombre” que están transmitidas únicamente en la versión con el título del “Hijo
del hombre”, que no tienen al lado tradiciones competitivas, y en las que está excluida,
además, la posibilidad de una traducción errónea, porque su contenido muestra que o`
ui`o,j tou/ avnqrw,pou se entendió desde un principio en sentido titular» [8] .
R. Aguirre presenta la siguiente visión sumaria: Durante mucho tiempo, la opinión
dominante ha atribuido a Jesús los dichos que hacen referencia a la venida futura del Hijo
del hombre y a su función de juez escatológico, aunque con importantes diferencias.
Para algunos, (se cita, entre otros, a Bultmann, Conzelmann y A. Y. Collins) Jesús habló
del Hijo del hombre en los términos referidos, pero sin identificarse con él. Otros autores
identifican a Jesús con el Hijo del hombre en esas expresiones, diciendo incluso que
Jesús eligió esta designación modesta para corregir las desviaciones mesiánicas de la
época. Este es el caso de Theissen. Hubo autores, entre ellos Vielhauer, que negaron que
Jesús utilizase la expresión del Hijo del hombre por considerarla incompatible con el
anuncio del reino de Dios, núcleo de su predicación. Un grupo reducido de autores ha
defendido que los dichos que predicen los sufrimientos del Hijo del hombre se remontan
a Jesús (es el caso de E. Schweitzer), pero su formulación actual es un producto de
reelaboración de la teología de la Iglesia.
En la actualidad, continúa este autor, la presentación apocalíptica de Jesús –dichos
sobre el Hijo del hombre futuro, glorioso y juez escatológico– está en horas bajas
(relativamente), y no se remonta a Jesús. Esta posición –asegura este autor– «puede ser
fundamentalmente acertada». Una opinión insostenible es la que afirma que Jesús esperó
en un Hijo del hombre diferente de él. Su predicación del reino de Dios y la función de
su persona en él no dejan lugar a otro personaje escatológico [9] .
J. Ratzinger, al tratar el título «Hijo del hombre», afirma que esta expresión «es
característica de las palabras de Jesús mismo; después, en la predicación apostólica, su

290
contenido se traslada a otros títulos, pero ya no se adopta el título como tal. Se trata de
una cuestión bien comprobada, pero en la exégesis moderna se ha desarrollado un amplio
debate en torno a ella; quien intenta entrar en tal debate se encuentra en un cementerio
de hipótesis contradictorias» [10] .
G. Bornkamm considera que la concepción (muy extendida) según la cual el título
de «Hijo del hombre» habría sido reivindicado por Jesús como señal de su dignidad
mesiánica plantea problemas de difícil solución. De hecho, en ningún lugar evangélico se
explicita la relación entre la existencia terrestre de Jesús y su figura de juez celeste. Este
autor opina que: «parece probable que el Jesús histórico no se ha aplicado tampoco a sí
mismo el título de “hijo del hombre”». Y, a la pregunta de por qué ese título se encuentra
tan frecuentemente en las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo, responde: «para la
comunidad palestina más antigua a la que debemos la transmisión de las palabras del
Señor, ese título expresaba mejor que todos lo esencial de la fe y debía ser garantizado
por la autoridad del mismo Jesús» [11] .
Según J. A. Fitzmyer, «la mejor forma de explicar el uso de esta expresión (Hijo del
hombre) como si fuera un título aplicado a Jesús en el nuevo testamento es como un
desarrollo, hecho en la primitiva comunidad cristiana, a partir de los dichos en que él
utilizó la expresión “Hijo de hombre” aplicada a sí mismo, en sentido que no
correspondía a un título ni tenía carácter sustitutivo, significando nada más que “un ser
humano”. En la tradición evangélica anterior a su formulación por escrito, asumió el
sentido de un título, y esa es la razón por la que se conservó en su bárbara forma griega.
Sin embargo, las connotaciones que tiene la expresión en los diversos contextos del
nuevo testamento deben analizarse de forma individual» [12] .
Las conclusiones, a las que llega J. D. G. Dunn en este tema, son las siguientes:
a) En virtud de los conocimientos disponibles en la actualidad, no es posible hablar con
certeza de un concepto pre-cristiano del Hijo del hombre.
b) La interpretación datada más temprana del «Hijo del hombre» de Daniel como un
individuo particular es la identificación cristiana del «Hijo del hombre» con Jesús,
hecha, bien por las comunidades post-pascuales o por el mismo Jesús.
c) El pensamiento del Hijo del hombre como una figura celestial preexistente no parece
haber surgido en círculos judíos o cristianos antes de las últimas décadas del siglo I
de nuestra era [13] .

291
8.5. Significado de la expresión «Hijo del hombre»
Expuestas las teorías acerca del origen de la expresión «Hijo del hombre», el significado
de la misma, en conformidad con la antigua apocalíptica del judaísmo, debe entenderse
en términos de gloria, de poder y de señorío. El título «Hijo del hombre», según
reconocen los apocalipsis, tiene un origen celestial y sus funciones son casi divinas;
indica, indudablemente, no una humillación, sino una trascendencia. Jesús, como Hijo del
hombre, cumple en este mundo el designio de Dios en el cielo. El Hijo del hombre, una
vez culminada la persecución contra la comunidad que ha seguido su mensaje, aparecerá
de forma inesperada y repentina, rodeado de gloria y de poder, acompañado de ángeles,
y sentado en el trono, a la derecha de Dios, para juzgar a las tribus de Israel. Es un poder
que procede de arriba, de lo alto, a diferencia del «hombre» de la visión de Daniel que,
aun viniendo del cielo, «llegó hasta el anciano y fue llevado ante él» (Dan 7,13), es decir,
de abajo hacia arriba.
La manifestación del Hijo del hombre en poder y majestad abre las puertas al reino
y señorío de Dios, reino al que habrán de servir todos los pueblos y cuyo destino será
eterno. Pero el poder del Hijo del hombre se distancia radicalmente de las expectativas
del judaísmo que ansiaba un caudillo del linaje de David que liberase a Israel del imperio
romano, satisfaciendo las perpetuas ansias nacionalistas del pueblo elegido. El poder del
Hijo del hombre tiene que ver más con la luz y la esperanza que con el dominio político
y terreno. Ese poder es universal y en consecuencia atañe a toda la comunidad cristiana
que en medio de las dificultades de la peregrinación por este mundo debe mirar con
esperanza y alegría al final glorioso de la liberación completa y definitiva trazada desde
antiguo por Dios.
El poder del Hijo del hombre es el poder de Jesús. No importa que Jesús hable
siempre del Hijo del hombre en tercera persona. No existe distinción entre ambas
realidades. No es posible que la expresión del «Hijo del hombre» haga referencia a una
figura de salvación distinta de su persona. Él no prefigura a nadie. Él, y no otro, es el que
ha de venir en gloria, pues solo él dio cumplimiento a la voluntad del Padre. Entonces,
¿por qué esa distinción entre Jesús y el Hijo del hombre? En mi opinión, la respuesta de
J. Jeremias es convincente. Se expresa así: «Jesús, cuando habla en tercera persona, no
distingue entre dos personas distintas, sino entre el presente en que él está y el status
exaltationis. La tercera persona expresa la “relación misteriosa” que existe entre Jesús y

292
el Hijo del hombre: él no es todavía el Hijo del hombre, pero él será exaltado como Hijo
del hombre» [14] .
El «Hijo del hombre» es, innegablemente, un terminus gloriae. El sentido teológico
del mismo no se agota en sí mismo; más bien, reclama otro concepto, que lo
complementa y aclara: el descrito en Isaías, cuando se relata la humillación del Siervo
hasta la muerte y la exaltación y glorificación por Yahvé (Is 53). El descarnado «Hijo del
hombre» de los apocalipsis, convertido casi en una idea, toma forma real en el Jesús de
la historia. La resurrección y la parusía realizan en plenitud la dimensión histórica del
Hijo del hombre. En ese cumplimiento y manifestación final, unificados el plan de Dios y
el acontecimiento histórico, el Hijo del hombre –Jesús– se identifica con todos los
hombres. Las palabras del evangelio de Mateo, aunque escuetas y sin aclaraciones,
presentadas con la solemnidad que corresponde al poder de Jesús, así lo confirman: «Os
digo de verdad: todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, me (lo)
hicisteis a mí» (Mt 25,40).

[1] O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 199-260, ofrece una
visión interesante de este tema, bajo los apartados siguientes: 1. El Hijo del hombre en el judaísmo; 2. Jesús y la
idea del Hijo de hombre; 3. La cristología del Hijo del hombre en el cristianismo primitivo; 4. La noción del Hijo
del hombre según el apóstol Pablo; 5. El Hijo del hombre en los otros escritos del Nuevo Testamento; 6. El Hijo
del hombre en el judeo-cristianismo e Ireneo. R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación (Salamanca:
Sígueme, 1992), 193, 202.
[2] En el Apocalipsis, en la visión inaugural, se dice que Juan se volvió para ver la gran voz que hablaba
con él y vio siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros alguien «parecido a un hijo de hombre» (Ap
1,13). En los sinópticos, Jesús se aplica a sí mismo este apelativo, mientras que aquí presenta exclusivamente el
carácter misterioso de los escritos apocalípticos, que anuncian la realización del plan de Dios a favor de los
suyos.
[3] Cf. J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
302-304.
[4] Cf. R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
206.
[5] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos 1,1 – 8,21 (Salamanca: Sígueme, 2010), 619-620, afirma lo
siguiente: «El libro de Daniel, que ha de ser datado poco después del comienzo de la rebelión de los Macabeos (el
año 167 a. C.), toma ese uso del Antiguo Testamento y lo transforma de un modo radical, definitivo, quizá bajo la
influencia de mitos del antiguo Oriente Próximo». [Cita aquí a J. J. COLLINS , The Apocalyptic Imagination (New
York: Crossroad, 1984), 78-80]. Y continúa: «G. W. E. Nickelsburg ha resumido así esa transformación:
“Paradójicamente, un término genérico, que significaba ʻun ser humanoʼ, ha venido a desplegar un aura teológica
y eventualmente ha recibido un haz de significados técnicos más altos”» [G. W. E. NICKELSBURG, Son of Man, en
D. N. Freedman, Anchor Bible Dictionary (New York: Doubleday, 1992) vol. 6, 137].

[6] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
293
[6] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 378.
[7] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
307-311.
[8] Ibid., 306. Estas palabras se encuentran en: Mc 13,26 par; 14,62 par. Mt 24,27.37b par; Lc 17,24-26;
Mt 10,23; 25,31; Lc 17,22.30; 18,8; 21,36; Jn 1,51.
[9] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
207-208.
[10] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 374.
[11] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 224.
[12] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme,
1998), 103.
[13] J. D. G. DUNN, Christology in the Making. A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine
of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 95-96.
[14] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
320.

294
Ir al índice

295
CAPÍTULO 9:
El Mesías

296
9.1. Jesús, el Mesías
Los títulos cristológicos, en general, indican el camino de fe de la comunidad en
Jesucristo, un camino siempre enigmático y seductor, a la vez que escabroso y alentador.
Significativamente, el título de «Mesías», aplicado a Jesús de Nazaret, es, tal vez, el que
mejor representa la esperanza de la comunidad eclesial en su Señor y, a la par, el que
esconde mayor grado de desorientación entre los cristianos. En él están incluidas las
promesas salvadoras de Dios al pueblo de Israel –y a toda la humanidad– que han sido
anunciadas en el Antiguo Testamento, así como el cumplimiento de las mismas durante
todo el proceso de la salvación y donde se aprecia el auténtico sentido y la dimensión del
amor de Dios a todos los hombres [1] .

297
9.2. Significado del término «Mesías»
Los planes de Dios sobre la historia de salvación del pueblo de Israel son inexplicables sin
la figura del «Mesías». Esto implica que es preciso conocer el significado de este término
en los escritos del Antiguo Testamento para poder explicar correctamente su sentido en
las referencias aparecidas en el Nuevo Testamento. Una vez más, se comprueba que el
primer Testamento prefigura y anuncia aquello que el Nuevo realiza y lleva a plenitud.
El término «Mesías» procede del arameo axyvm (m’siha), relacionado con el
hebreo xyvm (masiah), que significa «Ungido». La traducción al griego es cristo,j, cuya
versión en español es «Cristo». La simplicidad del término no se corresponde con la
complejidad del concepto expresado. El judaísmo reconoció como «ungidos» a muchos
personajes –reyes, sacerdotes y profetas– asociados a la intervención definitiva de Dios a
favor del pueblo de Israel. Estos personajes mesiánicos no aparecían en todas las
concepciones escatológicas de Israel, en el sentido de que, en teoría, podría producirse la
llegada del reino de Dios sin que esta estuviera vinculada a un «mesías». Por otra parte,
las ideas del pueblo sobre el «Mesías» eran muy variadas, aunque la predominante
vislumbrase un futuro glorioso del pueblo de Israel, una vez derrotados y aniquilados sus
enemigos. En este contexto, resulta extremadamente fácil y útil, a la vez, la distinción que
hacen los exegetas entre «personajes mesiánicos», con funciones de «libertadores» del
pueblo de Israel y «el Mesías», el ungido de la dinastía de David, en quien se cifraba la
esperanza de la liberación definitiva del pueblo escogido. Las reflexiones que se exponen
a lo largo de este apartado se limitan al mesianismo enmarcado en la institución
monárquica del pueblo judío.
Antes de comenzar el estudio específico del título de «Mesías», conviene resaltar la
importancia que adquirió en la vida de Jesús. Una vez resucitado Jesús de entre los
muertos, los discípulos alcanzaron pronto conciencia del profundo significado del
término, estrechamente vinculado a la vida de su Maestro y, significativamente, asociado
indisolublemente a la muerte de su Señor. Por otra parte, el reconocimiento de Jesús
como «Mesías» modifica esencialmente el sentido primitivo del término, distanciado
enormemente de la forma de vida de Jesús de Nazaret.
La importancia del término «Mesías» lo convirtió en el cristianismo primitivo en el
nombre propio de Jesús. Los cristianos –bajo la influencia de Pablo, especialmente–
comenzaron a hablar de Jesús como «Cristo» o «Jesucristo», siempre con el sentido de

298
liberación y salvación en las categorías del reino de Dios que él mismo anunciaba y
personificaba (cf. 1 Cor 1,1; 1,2; 1,12; 8,5; 9,22; 18,28; Col 2,20; 3,24; Ef 1,1; 1,20;
2,7; Gal 1,6; 2,4; 4,4; Flp 1,1; 1,20; 3,8; Rom 1,1; 5,6; 8,11; 16,16).
Veamos ahora en amplitud el sentido del término «Mesías».

299
9.3. «Mesías» en el Antiguo Testamento
De forma genérica, puede afirmarse que el título de «Mesías» aplicado a Jesucristo se
encuentra ya prefigurado en los escritos del Antiguo Testamento. La novedad que implica
el acontecimiento «Cristo» no rompe la continuidad entre el Antiguo Testamento y el
Nuevo, supuesta siempre la superación del segundo respecto al primero. Pese a todo, los
ecos del mesianismo del Antiguo Testamento, percibidos por el judaísmo de tiempos de
Jesús de Nazaret, tienen, en principio, tonos de vaguedad e, incluso, de ambigüedad. El
personaje representado correspondía tanto a un descendiente de David como a un
profeta o a un familiar de la clase sacerdotal. En cualquier caso, no obstante, el «mesías»
traería consigo el fin de la dominación romana y la paz definitiva –política y religiosa– del
pueblo de Israel.
El Dios de Israel manifiesta su poder a toda la creación mediante la soberanía que
ejerce a través de su pueblo, elegido entre todas las naciones. Yahvé es rey, su dominio
es universal, y el mundo será gobernado en su nombre por un «mesías» del pueblo de
Israel, con connotaciones de presente y también con esperanzas escatológicas. Todo rey
«ungido», en los primeros tiempos de la monarquía davídica (s. X a.C.), era considerado
un enviado por Dios al pueblo para su liberación y realización. Su misión era excelsa,
aunque su naturaleza se presente con formas imprecisas e indeterminadas.
El oráculo del profeta Natán, probablemente, como afirma R. E. Brown [2] , «el
primer documento literario del carácter mesiánico de la dinastía de David», combina un
oráculo con una impresionante plegaria del rey David en la que se afirma
contundentemente la intervención de la divinidad en la elección de David y de su casa,
aparte de garantizar su perpetuidad. El profeta comunica a David: «Él construirá una
casa a mi Nombre, y consolidaré el trono de su realeza para siempre» (2 Sm 7,13). Y la
plegaria confiada del rey suplica a Yahvé: «Dígnate, pues, ahora bendecir la casa de tu
siervo a fin de que subsista siempre en tu presencia; puesto que tú, ¡oh ‘Adonay
‘Elohim!, has hablado, y la casa de tu siervo será bendita con tu bendición eternamente»
(2 Sm 7,29).
El complejo Salmo 89 (Sal 89,1-38), una lamentación real pronunciada tras una
derrota militar, comparte el vocabulario y los contenidos del texto comentado
anteriormente. Los favores de Yahvé a Israel son inmensos, comenzando con la creación
hasta llegar al establecimiento de la dinastía davídica (Sal 89,1-5); Yahvé es realmente el

300
auténtico rey de Israel, que triunfa con su brazo poderoso sobre las fuerzas de la
naturaleza y el poder de los hombres (Sal 89,20-38); las transgresiones legales y las
adversidades terrenas no afectarán a la dinastía que ejercerá un dominio supremo (Sal
89,39-44); aunque cese el esplendor y el brillo propios de reyes y templos, la promesa de
Yahvé de una dinastía eterna y de una alianza con David es inquebrantable. Y así al final,
el Salmo concluye con una bendición: «¡Bendito Yahvé por siempre! Amén, amén», que
sella el libro III del Salterio.
Los «salmos reales» constituyen una referencia obligada en el mesianismo de la
etapa anterior al siglo VIII a.C. Se llaman así porque en ellos el centro de atención es el
rey. Se desconoce el número exacto de estos salmos, y se discute su fecha de
composición. Estudios recientes de la poesía de Ugarit y el descubrimiento de los himnos
de Qumrán parecen indicar que, al menos algunos de ellos, datan del periodo monárquico
(ca. 1000-600 a.C.). Uno de ellos, el Salmo 2 (Sal 2,4), habla de la conspiración de los
gobernantes contra Yahvé y contra «su Ungido», sin que la expresión haga referencia
literal a Jesús –como se pensó en otro tiempo–, sino que, más bien, describe
simbólicamente la relación entre Dios y su representante, el rey. Interpretación similar ha
de atribuirse al Salmo 110, cuando dice: «Te acompaña el principado, el día de tu
nacimiento, el esplendor sagrado desde el seno, desde la aurora (a modo de rocío) de tu
infancia. Lo ha jurado Yahvé y no ha de arrepentirse: “Tú eres sacerdote para siempre, a
la manera de Melquisedec”» (Sal 110,3-4). No se trata de una filiación divina, ni de un
sacerdocio específico, sino, más bien, de cualidades que adornan la vida de un rey,
coronado de victoria y esplendor, imagen de la grandeza prometida a la descendencia de
David. Aunque el sentido del texto esté sometido a debate, el comentario bíblico de San
Jerónimo afirma que: «Lo fundamental parece ser que el monarca davídico era heredero
del rango (que incluía el sacerdocio) de los antiguos reyes jebuseos de Sión (Gn 14,18-
24)» [3] .
El Salmo 72, con encabezamiento «de Salomón», como corresponde a una oración
dinástica por la familia real, y de una clara datación temprana (s. X a.C.), expresa una
idea nítida del reino mesiánico. El salmo, utilizando expresiones cortesanas de los
imperios vecinos de Israel, dibuja a un soberano ideal que triunfa sobre sus enemigos,
ejerce la justicia con el pobre y el desvalido y libera a su pueblo del peligro extranjero. La
justicia otorgada por Dios al rey debe traducirse en la acción del soberano por la defensa

301
del pobre y del indigente (Sal 72,1-4). El rey, fuente del orden natural y de la fertilidad de
la naturaleza, «durará cuanto el sol y al igual que la luna de generación en generación»
(Sal 72,5) y «dominará de un mar a otro (probable referencia al Mar Mediterráneo y al
golfo Pérsico) y del Río (el Éufrates) a los confines de la tierra» (Sal 72,8). Los
adversarios se postrarán ante él (Sal 72,9) e incluso los reyes y las naciones de la tierra le
servirán (Sal 72,11). El rey, aun siendo poderoso, se apiada del pobre y del débil, cuyas
vidas salvará (Sal 72,12-14). El salmo termina con una oración por el rey; en él «serán
benditas las familias todas de la tierra» (Sal 72,17), un eco de las bendiciones de Dios a
Abrahán, en su partida hacia Palestina y Egipto (Gn 12,3), en el sacrificio de su hijo
Isaac (Gn 22,18), a Isaac en Gerar (Gn 26,4), a Jacob (Gn 28,14), y a los hijos de José
(Gn 48,20). El salmo traza minuciosamente la excelsa figura del rey, pero, como observa
R. E. Brown, «en ningún lugar (del salmo) se presenta al rey como un libertador
escatológico futuro. Él es el idealizado sucesor reinante de David y el heredero de las
promesas de la alianza hechas a David» [4] .
El mesianismo regio, eclipsado y pervertido por la corrupción de monarcas y
gobernantes alejados de Yahvé, aparece con signos de esplendor y de esperanza en los
escritos del Antiguo Testamento a partir del siglo VIII a.C. Así puede comprobarse en el
mensaje de grandes profetas de Israel, como Isaías, Miqueas, Jeremías y Ezequiel.
Las esperanzas del mesianismo regio –con la intervención de Dios y la garantía de
permanencia del reino– quedan reflejadas espléndidamente en la profecía de Isaías (Is
7,14-17). Las circunstancias históricas de la profecía se encuentran en el segundo libro
de los Reyes (2 Re 15-16) y el segundo de las Crónicas (2 Cr 28). Hacia las primeras
décadas del siglo VIII a.C. el imperio asirio, conducido por Tiglatpiléser (745-727 a.C.,
considerado fundador del imperio Neo-Asirio), intenta dominar el territorio de su
enemigo más poderoso, el imperio de Egipto, previa la invasión de los reinos de Siria,
Israel y Judá. El rey de Siria, Razín, busca aliados en Israel, cuyo rey es Pecaj, y en
Judá, donde reina Ajaz. Un desacuerdo de Razín y Pecaj con Ajaz, conduce a Siria e
Israel a atacar Jerusalén, exterminar a la familia real de Ajaz y pretender establecer como
rey de Judá al hijo de Tabeel, pagano e idólatra (Is 7,6).
Amenazada así la dinastía davídica, y ante el peligro de extinción del pueblo de
Israel, el profeta Isaías reprende duramente la desconfianza de Ajaz en las palabras de
Yahvé y reafirma con una promesa el futuro de la dinastía davídica. Dice así: «He aquí

302
que la doncella concebirá y parirá un hijo, a quien denominará con el nombre de
Emmanuel» (Is 7,14). La mente cerrada de Ajaz se niega a reconocer el signo (en
hebreo, twa [‘ot]), que será la confirmación en el futuro de la verdad que el profeta ha
comunicado al rey. La interpretación de la palabra hml[h (ha almah), y no hlwtb
(betulah), el término técnico para referirse a una virgen), que puede entenderse como
parqe,noj o virgo, se ha atribuido tradicionalmente a María; hoy en día, la opinión más
probable aplica el término a una esposa del rey Ajaz. En cualquier caso (y este es el
contenido fundamental de la promesa), el «hijo» garantizará el futuro de la casa de
David. Él es el Emmanuel, de quien se dice que: «sobre cuya espalda reposa el
principado y cuyo nombre será “Consejero maravilloso, El fuerte, Padre eterno, Príncipe
de la paz”» (Is 9,5). En el trono de David se establecerá de nuevo la fortaleza, la justicia
y la paz. Ciertamente, Ezequías –sucesor de Ajaz– encarnará, en buena medida, los
valores de Yahvé en el reino de Judá, pero las expectativas del mesianismo davídico se
prolongarían durante muchas generaciones, que esperarían ilusionadas la realización
definitiva de las promesas de Dios.
El capítulo 11 de Isaías (Is 11,1s) proyecta la idea del rey ideal en un periodo
futuro, más remoto aún de lo que indican los pasajes examinados anteriormente. Pasando
por alto la diversidad de opiniones acerca de la fecha de composición de este bello y
poético fragmento, cargado de imágenes del mundo oriental y mediterráneo, queda
claramente afirmado el carácter carismático del monarca esperado, continuamente
presente en los ideales del pueblo de Israel. Saldrá un brote «del tocón de Jesé» (padre
de David) y sobre el vástago, germinado de sus raíces, «se posará el Espíritu de Yahvé»
(Is 11,1-2), es decir, la fuerza divina estará con él para cumplir misiones que superen sus
propias fuerzas. Los dones que menciona el profeta Isaías representan las cualidades de
un soberano ideal que, en resumen, describen la justicia interna del reino y la paz con los
poderes políticos del exterior. El monarca futuro gozará del «espíritu de sabiduría e
inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor de
Yahvé» (así aparece en el texto masorético), a lo que se añade en los LXX el v. 3 «y le
alentará en el temor de Yahvé», de donde surgirá la formulación de los conocidos «siete
dones del Espíritu Santo» de la tradición católica.
El reino del soberano ideal, guiado por el conocimiento y el temor de Yahvé, signo
inequívoco de garantía y eficacia, se entroncará en la dinastía de David y extenderá su

303
paz por todos los pueblos. La justicia ideal y perfecta guía a la paz completa, descrita en
este capítulo de Isaías como retorno al paraíso (Is 11,6-8). Como afirma R. E. Brown,
«Estas dos ideas, la restauración de la dinastía de David y el alcance religioso y universal
de la salvación de la que es instrumento la dinastía de David, probablemente aparecen
aquí combinadas por primera vez en el antiguo testamento» [5] .
El profeta Miqueas, cuya actividad se extiende aproximadamente del año 725 al 712
a.C., contemporáneo, por tanto, del profeta Isaías, quien influye en alguno de sus
escritos (Is 10,27-32, Is 5,8-10), anuncia también la esperanza del rey mesiánico y el
destino glorioso de Israel entre las naciones de la tierra. El descendiente de David, quien
ha de ser dominador en Israel, saldrá de la ciudad de Efratá, identificada en el texto
hebreo con Belén, la ciudad de Jesé y de David, rey de las doce tribus de Israel. El
«Mesías», nacido en Belén, será un soberano que «pastoreará revestido de la potestad
de Yahvé» (Miq 5,3), reinará «hasta los confines de la tierra» (Miq 5,3) y él mismo
«será la Paz» (Miq 5,4) contra la temible invasión del pueblo asirio. La idealización del
«Mesías», rey pacífico, es absoluta.
Jeremías, cuya vocación profética tiene lugar en el reinado de Josías (626 a.C.),
testigo de una época turbulenta en la que contempla el vasallaje de Judá con respecto a
Asiria y la caída de Asiria bajo los ataques del nuevo imperio babilónico, otea también la
esperanza mesiánica. En vivo contraste con la situación de la monarquía de su tiempo –
Sedecías había sido impuesto por Babilonia– Jeremías anuncia un heredero de David que
«reinará como rey y obrará sabiamente, y ejercitará derecho y justicia en la tierra» (Jer
23,5). Este vástago de David, que ejercerá la justicia, es decir, constatará la presencia y
la voluntad salvadora de Dios a Israel, será «la salvación de Judá, e Israel habitará en
seguridad» (Jer 23,6). Israel y Judá compartirán la salvación del futuro mesías. El
nombre que recibirá será «Yahvé nuestra justicia» (Jer 23,6). El oráculo proclamado
presagia una nueva era. Cuál sea esa nueva era, depende, en gran medida, de la idea
sobre el mesianismo y de la relación que se establezca entre él y la escatología. En el
Comentario bíblico San Jerónimo se dice: «Nosotros creemos que Jeremías se refería a
un mesianismo regio vinculado estrechamente con la historia. La dicha venidera no se fija
para el final de los tiempos sino para el final de un periodo concreto que ha sido negativo.
Además, el mesianismo que propone Jeremías no es otra cosa que el cumplimiento

304
absoluto del reinado sagrado como medio elegido por Dios para llevar a cabo las
bendiciones de alianza: la paz y la justicia para su pueblo en la tierra prometida» [6] .
La misma idea reaparece en el capítulo 30 (Jer 30,9). Si en el comentado capítulo
23 (Jer 23,5) se habla de un rey descendiente de David, aquí se hace referencia
exclusivamente a David, indicando la forma en que el pueblo de Israel vivirá en los
tiempos mesiánicos, una vez superados las angustias y sufrimientos de más de cien años
de exilio: «En aquel día –oráculo de Yahvé Sebaot– sucederá que quebraré su yugo de
encima de tu cuello y tus coyundas romperé, y no le someterán más los extranjeros,
antes servirán a Yahvé, su Dios, y a David, su rey, que yo suscitaré para ellos» (Jer 30,8-
9).
El capítulo 17 del profeta Ezequiel (inicia, al parecer, su ministerio profético en el
año 593 a.C.), que comienza con una fábula o narración sobre animales que obran como
seres humanos, culmina con los versículos 22 y 23, en los que se plasma la promesa de
restauración de la dinastía de David. En ellos se lee: «Así ha dicho ‘Adonay Yahvé:
También yo tomaré (una rama) de la copa del elevado cedro y la pondré; de la punta de
sus ramas arrancaré tierno vástago y lo plantaré yo mismo sobre alta y prominente
montaña; en la montaña excelsa de Israel lo plantaré, y echará ramas y dará fruto, y se
convertirá en un cedro magnífico. Bajo él habitará toda suerte de pájaros, todo alado, a
la sombra de sus ramas morarán» (Ez 17,22-23). Las imágenes utilizadas están llenas de
referencias bíblicas. La «rama», cogida de la copa del cedro, representa al rey futuro de
la casa de David. Si el cedro simboliza al rey de Judá, los árboles son las naciones
vecinas de Israel y los pueblos que pertenecerán al reino mesiánico. A su sombra se
cobijará toda clase de pájaros, en clara referencia al relato del diluvio y a la grandeza del
rey (Ez 31,6). El esplendor y la gloria retornarán a Israel con el nuevo rey, que devolverá
al olvido la humillación y castigo en los que se había abatido. Este relato, así como otros
de Ezequiel (Ez 34,23), no revela la función salvadora del rey. Las calamitosas
circunstancias nacionales de la época de Ezequiel impedían probablemente una visión
más completa y esperanzadora de la que plasmó el profeta.
El mesianismo postexílico (587-539 a.C.) resulta complejo y altamente diferenciado,
si se compara con el de épocas precedentes. Las escasas pruebas que invocamos para su
definición corresponden a las encontradas en los últimos libros del Antiguo Testamento, a
los escritos apócrifos judíos y a los manuscritos del Mar Muerto.

305
Sin el gobierno de la dinastía davídica a partir de Zorobabel (príncipe judío, nieto
del penúltimo rey de Judá, llevado en cautividad el año 597 a.C.), se difuminó la idea de
un rey que instauraría la línea de David, orientándose las expectativas mesiánicas a un
futuro más indefinido e impreciso, en el que, por supuesto, cabría la intervención de Dios
para salvar al pueblo de Israel. En este sentido, aunque referido en limitadas ocasiones
fuera de los escritos del Nuevo Testamento, podemos comenzar a hablar del «Mesías»
en el sentido estricto del término. El «Mesías» se concebiría en términos de un personaje
trascendente, que manifestaría definitivamente el poder de Dios sobre la salvación de
Israel, y cuya intervención se produciría en unas circunstancias históricas determinadas,
aunque, a veces, su expectación encubriese ciertos elementos apocalípticos.
En el profeta Zacarías aparece una concepción novedosa de la figura del rey-
salvador. El rey que viene a la hija de Sión o a Jerusalén (que reinará en el futuro) «es
justo y victorioso, humilde y montado sobre un asno, sobre un pollino cría de asnas»
(Zac 9,9). Es «justo», es decir, cumple la voluntad de Dios, y «pacífico», desprovisto de
connotaciones guerreras. «Montado sobre un asno» transmite no la humildad, sino la
paz, puesto que para las guerras se utilizaban los caballos.
Esta visión de Zacarías sobre el «Mesías» contrasta con otras, que le atribuyen
elementos espirituales y políticos, como sucede en Los Salmos de Salomón, obra
apócrifa del siglo I d.C. Los escritos del Mar Muerto mencionan diferentes tipos de
«mesías» o «ungidos», entre los que se incluyen personajes pertenecientes al linaje
sacerdotal. En la comunidad de Qumrán se habla de un «mesías de Aarón» (el mesías
sacerdotal) y un «mesías de Israel» (el mesías rey) –superior el primero al segundo– y, a
veces, se aplica el término a los profetas del pueblo de Dios (1QS 9,11). En ningún caso
aparece la figura del «Mesías», ni términos que puedan hacer referencia a ella, como
«Hijo del hombre» o «Siervo de Yahvé». En su voluminosa historia sobre los judíos y el
pueblo de Israel, Flavio Josefo utiliza el vocablo cristo,j en dos ocasiones, y en ambos
casos referido a Jesús [7] . Y los historiadores están de acuerdo en admitir que, en toda la
historia del pueblo judío anterior a los comienzos del siglo II d.C., solo Jesús de Nazaret
fue considerado «Mesías».
La desaparición de la dinastía de David, sin gobierno durante quinientos años,
provocó un cambio radical en las expectativas mesiánicas del pueblo judío. Es innegable,
dados los testimonios de los evangelios y de otros escritos judíos de la época, que los

306
judíos del periodo intertestamentario fueron siempre conscientes de la esperanza
mesiánica, pero, al mismo tiempo, la figura del «Mesías» se vio desdibujada y mezclada
con otros personajes salvadores –escatológicos o no– como el «Hijo del hombre» o el
«Siervo de Yahvé». La idealización de la figura mesiánica por parte del pueblo de Israel,
con matices nacionalistas y de salvación, no se desbarató con la venida de Jesús de
Nazaret al mundo. Con otras palabras, no es riguroso interpretar el «mesianismo» del
pueblo de Israel a la luz del acontecimiento salvador de Cristo que, para los cristianos,
constituye el esplendoroso y absoluto cumplimiento de las promesas de Dios al pueblo de
su elección. Jesús significó un cambio en la concepción del «mesianismo» del pueblo
judío, y también, la realización más completa.

307
9.4. El «Mesías» en el Nuevo Testamento
Los evangelios son testimonios incuestionables de la fe de la Iglesia primitiva en Jesús de
Nazaret, el «Mesías», el Cristo,j, el «Ungido», el descendiente de la casa de David
esperado por el pueblo de Israel. De hecho, resulta inconcebible el cristianismo sin la
aceptación de Jesús como «Mesías». Algo muy distinto es escudriñar el propio
pensamiento de Jesús sobre el significado y sentido de esta realidad mesiánica y la
aplicación a su misión salvadora. A esclarecer este conocimiento se orientan las
reflexiones sobre los pasajes evangélicos que hacen referencia a esta cuestión. Me refiero
exactamente a los episodios de la profesión de fe de Pedro, a la pregunta del sumo
sacerdote a Jesús ante el sanedrín sobre su mesianismo, a la interrogación de Pilato
acerca del rey de los judíos, a la espera del «Mesías» de la mujer samaritana y a las
constantes afirmaciones de su mesianismo por parte de sus seguidores después de su
resurrección. Expliquemos caso por caso.

a) La confesión de Pedro

La confesión de Pedro, que recoge el evangelista Marcos (Mc 8,27-33; Mt 16,15-23; Lc


9,20-22), constituye un episodio singular para establecer la peculiar relación de los
discípulos con su Maestro y determinar la identidad mesiánica de Jesús de Nazaret.
El texto dice así: «Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de
Filipo, y en el camino preguntaba a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy
yo?”. Ellos dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los
profetas”. Y él les preguntó a ellos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro le
respondió así: “Tú eres el Mesías”. Y les prohibió decir a nadie (esto) de él. Y empezó a
enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y ser rechazado por los
ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte, y después de tres días
resucitar. Y les declaraba la cosa abiertamente. Pedro se lo llevó aparte y empezó a
reprenderle. Pero él, volviéndose y viendo a sus discípulos, reprendió a Pedro, y dijo:
“¡Apártate de mí, Satanás! Porque no tienes en cuenta las cosas de Dios, sino las de los
hombres”» (Mc 8,27-33).
El escenario del relato (una vez que Jesús y sus discípulos parten de Betsaida hacia
el norte) se sitúa en la parte alta de la región de Galilea, en los altos del Golán, donde

308
inicia su curso el río Jordán, en las aldeas de una ciudad llamada Panias en la antigüedad,
y conocida en tiempos de Jesús como Cesarea de Filipo, en honor de César Augusto y de
su valedor, Filipo, un hijo de Herodes el Grande. La ciudad, solamente mencionada por
Marcos en esta ocasión, vinculada a la gentilidad, lugar de continuas actividades
visionarias, y sometida al poder del imperio romano, constituye el marco perfecto para el
desarrollo de la historia, narrada por el evangelista Marcos.
Ante la pregunta de Jesús acerca de su identidad, sus discípulos responden con
absoluta normalidad, invocando personajes importantes del Antiguo Testamento, vivos
para ellos, en conformidad con las creencias extendidas en el judaísmo antiguo. Cuando
la pregunta se dirige directamente a ellos mismos, Pedro responde: «Tú eres el Mesías»,
Su. ei= o` cristo.j. La reacción de Jesús fue desconcertante: les ordenó, increpó, que a
nadie hablaran de él.
La confesión de Pedro, afirmando que Jesús era «el Mesías», no fue incorrecta,
aunque sí insuficiente. El silencio que impone Jesús a sus discípulos permite adivinar que
la identificación de Jesús como Mesías solo será perfecta y asumible una vez que Jesús
pase por el sufrimiento, la muerte y la resurrección. Pedro, al parecer, no comprendió la
asociación entre el Mesías y el sufrimiento. Jesús «empezó a enseñarles» muy
claramente que era necesario (así estaba escrito) que el Hijo del hombre sufriese, muriese
y, al final, resucitase. Pedro, ignorando la enseñanza de Jesús, reprende a su maestro, y
Jesús llamará Satanás a Pedro porque entiende las cosas divinas desde una perspectiva
meramente humana.
El evangelio de Mateo reproduce este episodio, con ligeras variantes (Mt 16,20-23).
La gran novedad de este evangelista es la formulación de la profesión de fe y la
felicitación de Jesús a Pedro: «Simón Pedro respondió así: “Tú eres el Mesías, el Hijo
del Dios vivo”, Su. ei= o` cristo.j o` ui`o,j tou/ Qeou/ tou/ zw/ntoj, Jesús le respondió
así: “¡Feliz de ti, Simón Bar Joná! Porque no te (lo) reveló (la) carne y la sangre, sino mi
Padre (que está en los cielos). Y yo, por mi parte, te digo: tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del averno no podrán contra ella”» (Mt 16,16-
18).
Mateo atrae la atención de sus lectores utilizando el nombre completo de Pedro
(Simón Pedro), portavoz del grupo de discípulos, que expresa plenamente y
solemnemente la confesión de fe: o` Cristo,j, añadiendo la expresión bíblica Qeo,j zw/n.

309
Jesús es el representante de Dios que, a diferencia de los ídolos del mundo pagano, actúa
en la historia del pueblo de Israel y felicita a Pedro, hijo de Juan, conforme al estilo
semítico (convertido aquí en centro de atención) porque ha confesado a Jesús como el
Mesías. La felicitación de Jesús a Pedro va vinculada, por otra parte, a la promesa de
que la Iglesia será edificada sobre Pedro, a quien se le concederán las llaves del reino de
Dios y el poder de atar y desatar en la tierra y en los cielos (Mt 16,18-19).
Algunos exegetas estiman que las adiciones de Mateo al material obtenido de
Marcos son una elaboración del propio Mateo; otros, en cambio, apoyándose en el tono
semítico de la adición, opinan que este evangelista reúne dos tradiciones: una, recibida de
Marcos, en la que se identifica a Jesús con el Mesías, pero sin mostrar una comprensión
precisa de este título, y otra, en la que se confiesa a Jesús como Hijo de Dios, hecha por
Pedro después de la resurrección [8] .
Lucas, antes de llegar a la confesión de Pedro, ha diseñado cuidadosamente la
vocación de unos pescadores (Lc 5,1-11), ha elegido a doce apóstoles (Lc 6,12-14) y ha
enviado a los Doce a predicar el reino de Dios y curar a los enfermos (Lc 9,1-2). Y, ante
la perplejidad y los temores de Herodes, y después de la multiplicación de los panes,
estando Jesús rezando a solas –un contexto completamente distinto al de Marcos–, Pedro
confesará que Jesús es «el Mesías de Dios», to.n Cristo.n tou/ Qeou/ (Lc 9,20). Tras la
confesión de Pedro, Lucas refiere la prohibición terminante de contar lo sucedido y
menciona los sufrimientos, muerte y resurrección del Hijo del hombre. En conformidad
con su estilo, el texto omite tanto el reproche como el elogio que Jesús dirige a Pedro.

b) La pregunta del sumo sacerdote ante el sanedrín

Sin entrar a averiguar el momento de la formulación de la pregunta sobre el mesianismo


de Jesús por sus enemigos religiosos y políticos (las discrepancias entre los sinópticos y
Juan son evidentes), todo parece indicar que esta cuestión se planteó durante el
ministerio profético de Jesús.
Ante la pregunta del sumo sacerdote: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?»,
Su` ei= o` Cristo.j o` ui`o.j tou/ euvloghtou/, Marcos pone en labios de Jesús esta escueta
respuesta: «Yo soy», VEgw, eivmi (Mc 14,61-62).

310
Ateniéndome al comentario de J. Marcus sobre esta cuestión, expongo las siguientes
consideraciones para una mejor comprensión de la misma [9] :
– Las palabras que introducen la pregunta del sumo sacerdote: «de nuevo» y «le
preguntó y le dijo», frecuentes en el lenguaje de Marcos, tienen aquí una
significación especial porque «sugieren que las palabras del sumo sacerdote pueden
ser interpretadas tanto como una pregunta como una declaración, que es lo que
Jesús se dispone a hacer de inmediato. Este es, pues, uno de los varios casos
irónicos en el relato marcano de la Pasión en los que los enemigos de Jesús
proclaman involuntariamente auténticas verdades cristológicas que ellos mismos
aborrecen».
– El tono escéptico o incluso sarcástico de la pregunta del sumo sacerdote se torna en
una aseveración de Jesús: «Tú has dicho que yo lo soy» o, sencillamente, «Yo
soy».
– Entre los exegetas, unos se pronuncian por la variante larga («Tú has dicho que...»),
aunque esté mal atestiguada, porque concuerda con las versiones de Mateo (Mt
26,64) y de Lucas (Lc 22,70), y sobre todo, porque se acopla perfectamente a la
teoría de Marcos sobre el secreto mesiánico, cuya realidad permanecerá oculta hasta
la muerte de Jesús. Otros, en cambio, optan por la explicación alternativa, según la
cual Marcos escribió originalmente: «Yo soy».
– En cualquier caso, Jesús es «el Mesías, el Hijo del Bendito»; y como «el Bendito» es
un circunloquio judío para designar a Dios, es aquí equivalente a «Cristo, el Hijo de
Dios», tal como atestiguan algunos manuscritos que combinan ambos términos.

El evangelio de Mateo, ante la pregunta del sumo sacerdote, que le conjura por el
Dios vivo a decir si Jesús es «el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26,63), ofrece esta
respuesta: «Tú (lo) has dicho» (Mt 26,64). Comentando este pasaje, R. E. Brown
escribe que, pese a que la respuesta es afirmativa, «responsabiliza de su interpretación al
que hace la pregunta, interpretación por la que Jesús no muestra ningún
entusiasmo» [10] , a diferencia de la apasionada confesión de Pedro, fruto de la
revelación divina. U. Luz lo explica de la siguiente manera: «El sumo sacerdote piensa
ante el dicho de Jesús sobre el templo: este podría ser el Mesías, el Hijo de Dios; e invita
a Jesús a decir la verdad bajo juramento. Su pregunta es plausible para los lectores

311
cristianos: en el evangelio de Mateo precisamente, el título de Hijo de Dios va unido
siempre, y especialmente ante los extraños, a la idea del poder sobrenatural de Jesús. No
les extraña que el sumo sacerdote, ante el poder de Jesús para destruir el templo y
reedificarlo, tenga la misma ocurrencia que el diablo (4,3-6), el demonio (8,29), los
discípulos en la barca sobre el lago agitado (14,33) o los que bromean bajo la cruz
(27,40-43). Pero saben también que Jesús no aceptó nunca tal requerimiento a hablar
con claridad, a actuar directamente» [11] .
Lucas responde de diferente manera al sanedrín a las preguntas de si Jesús es «el
Mesías» o «el Hijo de Dios». A la primera, contesta de forma muy ambigua, diciendo:
«Si os (lo) digo no me creeréis; y si pregunto, no responderéis» (Lc 22,67), mientras que
a la segunda, lo hace de forma concluyente: «Vosotros (lo) decís: yo (lo) soy» (Lc
22,70). F. Bovon hace al respecto un comentario interesante al decir: «Si Lucas repite la
pregunta, es porque quiere evitar absolutamente los malentendidos: Jesús es el Mesías,
pero es preciso ponerse de acuerdo en el significado del término. Se trata del “Hijo de
Dios” más allá de la muerte. No se trata de estar sentado en el palacio que estaba a la
derecha del Templo, sino de la exaltación celeste a la derecha del Padre» [12] .

c) Jesús y una mujer de Sicar

Juan narra el diálogo que se entabla entre Jesús y una mujer de Samaría que se acerca a
Sicar para sacar agua de la fuente de Jacob. La mujer, extrañada tanto por el caritativo
comportamiento de Jesús como por sus cualidades de profeta, le dice: «Sé que va a llegar
un Mesías (que se llama “Cristo”); y cuando él llegue nos anunciará todo» (Jn 4,25).
Jesús le dijo: «Yo soy, el que te habla» (Jn 4,26).
El pasaje de Juan se presta a múltiples interpretaciones. R. E. Brown considera
lógica la respuesta de la samaritana, desde el punto de vista narrativo, puesto que los
primeros discípulos de Jesús (ella estaba preparada para creer en él) lo consideraban «el
Mesías» (Jn 1,41). Sin embargo, en opinión de este autor, pocos estudiosos de Juan
creen en la historicidad del diálogo entre Jesús y la samaritana. Este episodio no prueba
que, «durante su vida, Jesús admitiera, sin alguna reserva, que él era el Mesías» [13] . F.
J. Moloney, en su comentario al evangelio de Juan, ofrece la siguiente explicación: «La
mayoría de los especialistas y las traducciones interpretan la respuesta de Jesús como una
aceptación de la sugerencia que le hace la mujer de que podría ser el Mesías (se citan los

312
nombres de Westcott, Lagrange, Barrett, Segalla, Leidig y Hänchen). Algunos sugieren
que se trata tanto de una aceptación de la sugerencia de la mujer como de la utilización
de un término “mediante el que Jesús revela su ser divino” (cita a Schnackenburg, a
Brown y a Freed)». Y continúa: «Resulta difícil que la utilización absoluta de evgw,
eivmi sea una expresión de la divinidad o una revelación “de su ser divino” (como escribe
Schnackenburg). Como ocurre con su utilización en contra de los ídolos de los dioses
extranjeros en el Deuteroisaías (por ejemplo, Is 43,10; 45,18), anuncia que en Jesús
acontece la revelación de la divinidad. La diferencia es sutil, pero importante, puesto que
en la primera Jesús se relacionaría metafísicamente con la divinidad, mientras que en la
última es su unión con Dios lo que le convierte en su revelación consumada» [14] .

d) Jesús, el rey de los judíos

Todos los evangelistas reproducen la pregunta de Pilato a Jesús, a saber, «¿Tú eres el rey
de los judíos» (Mc 15,2; Mt 27,11; Lc 23,2; Jn 18,33). Y la respuesta de Jesús es
inequívoca: «Tú lo dices». Asimismo, la inscripción sobre la cruz, que figura como cargo
de condena contra Jesús, reza de esta turbadora manera: «El Rey de los Judíos» (Mc
15,26; Mt 27,37; Lc 23,38; Jn 19,19).
Marcos, una vez relatadas las negaciones de Pedro, centra nuevamente la atención
en Jesús –el sumo sacerdote había preguntado ya si él era el Mesías– que es conducido
por los dirigentes judíos a Poncio Pilato, el gobernador de Roma. La acusación contra
Jesús de ser «el rey de los judíos» (título que casi siempre aparece en los escritos del
Nuevo Testamento en boca de no judíos) podría ser entendida como una amenaza seria
para las autoridades romanas, pese a que las circunstancias que rodean a Jesús ponen de
manifiesto la impotencia y la humillación, impropias de un rey. Aún en esta situación de
abatimiento, Jesús responde (en presente): «Tú lo dices», indicando con ello la actitud
del gobernador, que aparece siempre a favor del acusado, a quien se refiere
constantemente como «el rey de los judíos» (Mc 15,9-14).
Mateo narra con suma concisión el interrogatorio a que es sometido Jesús por parte
de Pilato. Solo él, como pagano, podía preguntar sobre un delito tan grave de lesa
majestad contra el emperador romano. La respuesta de Jesús, afirma U. Luz, hay que
entenderla en sentido afirmativo, aunque «se puede barruntar también aquí una cierta
actitud de ambivalencia o, al menos, de reserva por parte de Jesús: no se fía de

313
Pilato» [15] . R. E. Brown estima que la probabilidad alcanza casi niveles de certeza, pues
Pilato se refiere en dos ocasiones a Jesús como al Mesías (Mt 27,17.22) [16] .
Lucas pone en boca de la muchedumbre que Jesús revoluciona a la nación y
prohíbe pagar tributos al emperador, y dice que «él es Cristo rey» (Lc 23,2). Ante su
pregunta «¿Tú eres el rey de los judíos?», Jesús responde: «Tú (lo) dices» (Lc 23,3). F.
Bovon, analizando las posibles interpretaciones de esta respuesta, dice que, «de cualquier
modo, Jesús parece dudar: la hostilidad que presiente lo desanima a entablar un diálogo
que se revela lleno de trampas; además, lo que Pilato dice es ambiguo: la afirmación es
falsa por un lado (Jesús no es un rey político), y justa por otro (Jesús es investido por
Dios: la resurrección [Hch 2,36] lo establecerá como Mesías y Señor» [17] . R. E. Brown
es más concluyente y encuentra aquí «una sólida prueba de la historicidad del título de la
cruz: “El rey de los judíos”. Esto hace todavía más probable que el título “Mesías” se
aplicara a Jesús durante su vida» [18] .

314
9.5. Conclusiones
El estudio del título de Mesías, aplicado a Jesús de Nazaret, aparece complejo y
espinoso. Las dificultades del tema dimanan singularmente de la diversidad de las
concepciones judías sobre la figura mesiánica, del problema para establecer el valor
histórico de los textos del Nuevo Testamento y de la variedad de interpretaciones de los
exegetas en esta materia.
Al comienzo de este apartado, expuse la complejidad del concepto del Mesías, en el
que el judaísmo reconoció a muchos personajes –reyes, sacerdotes y profetas– asociados
a la intervención de Dios a favor de Israel. Estos personajes «ungidos» no estaban
necesariamente vinculados a la llegada definitiva del reino de Dios. Por otra parte, las
ideas del pueblo sobre el Mesías eran muy variadas, frecuentemente desdibujadas y
envueltas en penosa ambigüedad. La mayoría esperaba un descendiente de David; otros,
un personaje sacerdotal o un profeta. Todos pensaban en un rey liberador, que salvase a
Israel del poder romano y restableciera la paz en Israel. Las dificultades que atañen a la
historicidad de los textos quedan patentes en el episodio de la confesión de Pedro,
narrada por Marcos (Mc 8,29-33), utilizado tanto por Mateo como por Lucas. Las
interpretaciones sobre los textos evangélicos han quedado suficientemente manifiestas en
los comentarios precedentes.
Al margen de estas afirmaciones genéricas, me permito hacer las siguientes
observaciones:
– Puede afirmarse, con toda probabilidad, que durante la vida de Jesús de Nazaret hubo
discípulos o seguidores que confesaron que él era el Mesías. De no ser así,
resultaría extremadamente difícil explicar el alto grado de conciencia que alcanzaron
los propios discípulos sobre el sentido profundo de este título, una vez que Jesús
resucitó. En este sentido, las vivencias de los discípulos durante la presencia terrena
del Maestro son determinantes en la fe en Jesús como «Mesías», después de la
resurrección.
– Quienes fueron sus adversarios –judíos o gentiles– atribuyeron a Jesús de Nazaret o a
sus seguidores el dicho, según el cual, él era el Mesías.
En lo que respecta al mismo Jesús, mantengo las siguientes aserciones:

315
– No aparece «expresamente» en ningún texto de los evangelios que Jesús «negase» que
él fuera el Mesías. En caso contrario, sus enemigos se habrían quedado sin
argumentos sólidos para justificar las acusaciones que formularon contra él ante las
autoridades religiosas y civiles del pueblo de Israel. Sin embargo, algunos biblistas,
fundándose en la crítica literaria de los textos sobre la confesión de Jesús como
Mesías por Pedro (Mc 8,29), en la interpretación de Jesús a la Escritura sobre el
mesianismo davídico (Mc 12,35-37), e invocando la enseñanza y los hechos del
ministerio de Jesús, afirman como lo más probable que «Jesús rechazara
rotundamente asumir el papel de un Mesías davídico» [19] .
– Es muy probable que Jesús no aceptase de buen grado el sentido que tanto discípulos
como detractores atribuyeron al término «Mesías», sencillamente por desviarse de
las auténticas connotaciones de la figura que él realizaba como enviado de Dios. De
hecho, según la opinión de la mayoría de los exegetas, Jesús se resistió a aceptar el
título de Mesías, puesto que las connotaciones que se le adjuntaban distaban en
demasía del genuino y auténtico proyecto del reino de Dios, que él anunciaba y
personificaba.
– Todo parece indicar que en el transcurso de su ministerio profético Jesús aceptó su
condición de Mesías, desprovisto de todo aparato de ostentación y de poder y
orientado a la humillación y al servicio. Así puede colegirse de su entrada triunfal en
Jerusalén, en consonancia con la presentación de un Mesías pacífico, no guerrero,
recompensa para Israel, tal como se apunta en los profetas Zacarías e Isaías (Zac
9,9; Is 62,11).
– El ministerio de Jesús de Nazaret, tanto sus palabras como sus acciones, marcó tal
impronta entre sus contemporáneos, y especialmente entre sus seguidores, que
pronto comenzó a entenderse y a extenderse la importancia del título de «Mesías»,
percibido como liberación y salvación a través de la cruz.
– La confesión de Jesús de Nazaret como «Mesías» no solo desborda el concepto
primitivo del mesianismo davídico, sino que cambia completamente su sentido, a la
luz de su vida y, especialmente, de la forma de su muerte en cruz. Las deformadas
expectativas del pueblo judío en Jesús como «Mesías» liberador de la dominación
romana y restaurador de la paz de Israel pronto quedarían frustradas con la

316
crucifixión. En adelante, el «Mesías» sería el crucificado, a través del cual llega el
reino de Dios y la salvación para la humanidad.

Para finalizar, y aunque no pertenezca directamente al tema estudiado, diré, como


indiqué al comienzo de este capítulo, que el término «Mesías» se convirtió rápidamente
entre los primeros cristianos en el nombre de Jesús, refiriéndose a él como «Cristo» o
«Jesucristo». Los escritos de Pablo dan fe de ello, siempre que hablan de liberación y
salvación en categorías del reino de Dios, anunciado y manifestado en Jesús de Nazaret.

[1] O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 170-197, ofrece una
visión importante sobre este tema, en el que trata de: 1) El Mesías en el judaísmo; 2) Jesús y el Mesías (Hijo de
David); 3) La comunidad primitiva y el Mesías. R. FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e Interpretación
(Salamanca: Sígueme, 1985), 183, 188.
[2] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme), 174.
[3] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo.
Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2005), 829.
[4] R. E. BROWN, op. cit., 175.
[5] Ibid., 176.
[6] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo.
Antiguo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2005), 436.
[7] FLAVIO J OSEFO, Antigüedades de los Judíos (Tarrasa, Barcelona: CLIE, 1988), T. III, lib. XVIII, c. III,
n. 3, 233 y T. III, lib. XVIII, c. IX, n. 1, 342.
[8] R. E. BROWN, op. cit., 89.
[9] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos 8,22 – 16,8 (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.157s.
[10] R. E. BROWN, op. cit., 90-91.
[11] U. LUZ, El Evangelio según san Mateo IV (Salamanca: Sígueme, 2005), 250-251.
[12] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 422.
[13] R. E. BROWN, op. cit., 92.
[14] F. J. MOLONEY, El Evangelio de Juan (Estella: Verbo Divino, 2005), 155.
[15] U. LUZ, op. cit., 358-359.
[16] R. E. BROWN, op. cit., 92.
[17] F. BOVON, op. cit., 439-440.
[18] R. E. BROWN, op.cit., 93
[19] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
204.

317
318
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319
CAPÍTULO 10:
El «Hijo de Dios»

320
10.1. Jesús, el «Hijo de Dios»
Con el estudio del título «Hijo de Dios», el teólogo se enfrenta a la esencia de la fe
cristiana y en ella encuentra la razón última del seguimiento a Jesús de Nazaret, salvador
y liberador de la humanidad. No es necesario en este momento discutir las desfasadas y
radicales afirmaciones de Bultmann que, según su opinión, y como consecuencia de la
helenización del cristianismo primitivo, traducen el lenguaje bíblico por conceptos
metafísicos y míticos, atribuyendo, de esta forma, a Jesús una relación con Dios,
semejante a la de cualquier hombre [1] . Afirmar a Jesús como Hijo de Dios es confesar
la realidad más bíblica y sublime de su persona. Negarla es distorsionar la misión
salvadora de su mensaje de salvación. Tal afirmación se corresponde con el testimonio
de la primera carta de Juan: «Y nosotros hemos visto y dado testimonio de que el Padre
ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo. El que confiese que Jesús es el Hijo de
Dios, Dios permanece en él, y él en Dios» (1 Jn 4,14-15) [2] .
Antes de reflexionar sobre tema tan atractivo y fundamental, conviene tener en
consideración algunas observaciones previas, que contribuyen a centrar la perspectiva y
los contenidos del mismo. Son las siguientes:
En vano trataríamos de buscar en el Antiguo Testamento un lenguaje que
correspondiese exactamente al concepto que los cristianos tenemos de Jesús como «Hijo
de Dios», que implica, según hemos visto en la tradición de la Iglesia, desde el punto de
vista metafísico, identidad de naturaleza con el Padre. El Antiguo Testamento habla
profusamente de Yahvé y su pueblo y de múltiples formas. En el capítulo 6 del
Deuteronomio, Yahvé se proclama Dios de Israel, que ha de observar sus leyes y
preceptos, y no ir en pos de otros dioses de pueblos cercanos (Dt 6,1-25); Israel
reconoce, a la vez, que Yahvé es su Dios (Dt 6,20; 8,5). En boca de Débora, la profetisa,
Yahvé es el Dios de Israel (Jue 4,6), Yahvé es el Dios de Israel que consolidó en su
realeza a Salomón (2 Cr 1;11), Saúl reconoce a Yahvé «Dios de Israel» (1 Sm 14,41),
Yahvé, dice David a Salomón: «está contigo: no te dejará ni te desamparará hasta acabar
toda la obra para el culto de la Casa de Yahvé (1 Cr 28,20). En el libro de la Sabiduría,
los impíos ponen en acecho al justo, entre otras razones, porque «se llama a sí mismo
hijo del Señor» (Sab 2,13), e incluso «hijo de Dios» (Sab 2,18); también aquellos «que
no creían en nada a causa de las artes mágicas reconocieron, ante la muerte de los
primogénitos, que el pueblo era hijo de Dios» (Sab 18,13). Pormenorizando aún más

321
estas afirmaciones, podemos decir que la filiación divina se atribuye, de alguna manera,
al futuro hijo de David (2 Sm 7,14), a los ángeles, descritos como «hijos de ´Elohim,
(Job 1,6), al justo de la tradición sapiencial (Eclo 4,10) y al pueblo de Israel, «hijo
primogénito de Yahvé», según el relato del Éxodo (Ex 4,22). Pese a esta abundancia de
referencias, que evidencian la conexión entre Dios y el pueblo elegido, en ningún caso
existen argumentos que puedan utilizarse para probar la estrecha relación entre Jesús de
Nazaret y el Dios de Israel.
Todos los evangelios, escritos a la luz de la resurrección, reconocen a Jesús, según
palabras de R. E. Brown, como el «Hijo de Dios», manifestado durante su ministerio
público, aparte de presentarlo como Mesías, Hijo del hombre y, a veces, Señor [3] . Los
cuatro evangelistas centran su atención en Jesús como Hijo de Dios, si bien las
perspectivas, orientación y argumentación de los mismos pueden mostrar apreciables
diferencias. En ocasiones, los evangelistas –especialmente Mateo y Lucas– se distancian
del uso de títulos cristológicos, aunque su lenguaje denote una clara confesión de fe en
Jesús, Hijo de Dios. Es obvio que la interpretación bíblica no puede reducirse al análisis
de algunos textos específicos, desdeñando la perspectiva completa de la obra.
En el análisis que pretendo efectuar, conviene distinguir nítidamente entre el título
«Hijo de Dios» y el de «Hijo». J. Ratzinger entiende que ambos títulos «se diferencian
en su origen y en su significado», aunque se entremezclen en la configuración de la fe
cristiana [4] . En el desarrollo de esta materia, J. Ratzinger concluye que «la expresión
“hijo de Dios” procede de la teología real del Antiguo Testamento», mientras que la
denominación de Jesús como «el Hijo» tiene una historia lingüística propia y «pertenece
al mundo misterioso del lenguaje de las parábolas de Jesús, en línea con los profetas y los
maestros de la sabiduría de Israel. La palabra se asienta no en la predicación hacia fuera,
sino en el círculo íntimo de los discípulos de Jesús. La vida de oración de Jesús es la
fuente verdadera de donde fluye la palabra; corresponde profundamente a la nueva
invocación de Dios: Abbâ’» [5] .
Inequívocamente, y pese al desarrollo desigual en los escritos del Nuevo
Testamento, la expresión «Hijo de Dios» es la más nuclear, profunda y decisiva de las
atribuidas a Jesús de Nazaret. Ella, por sí sola, expresa la íntima relación de Jesús con el
Padre, al tiempo que enseña al mundo quién es el enviado de Dios y la forma en que los
hombres deben dirigirse a él. En los evangelios sinópticos, Jesús nunca se declara a sí

322
mismo «Hijo de Dios», pero entiende y expresa su relación con Dios utilizando el sentido
de filiación. Él es «el Hijo», al que todo le fue entregado por el Padre, a quien nadie
conoce sino él (Mt 11,27). Este conocimiento mutuo entre Padre e Hijo, como afirma W.
Kasper, «no se puede reducir, a la luz del pensamiento bíblico, a algo meramente
externo. Este mutuo conocimiento no es un fenómeno meramente intelectual, sino algo
mucho más complejo, un mutuo afectarse, determinarse, intercambio y unión en el
amor» [6] . No es sorprendente, pues, que los primeros cristianos expresaran su fe en
Jesús, llamándolo «Hijo de Dios».

323
10.2. El mundo de los dioses paganos y el concepto de «Hijo de Dios»
En el mundo mítico de la antigüedad, lo humano y lo divino eran fácilmente
intercambiables. Más aún, se advertían con frecuencia intervenciones de la esfera de lo
divino en el devenir de las realidades humanas, tocadas así por el halo de lo enigmático y
misterioso. Las sombras y debilidades de la realidad más ordinaria y vulgar quedaban de
esta forma sublimadas por el numen de la divinidad. En cualquier momento el
acontecimiento más trivial podía ser iluminado por la fortaleza de la divinidad. Esta
fuerza misteriosa, que sobrepasaba la estricta capacidad humana, convertía en «divinos»
los acontecimientos y sujetos que excedían los límites de las específicas propiedades de
la naturaleza humana. Con otras palabras, lo humano y lo divino formaban parte del
pensamiento mítico, con el que se trataba de explicar la realidad existente.
En el mundo semita, se entendía la filiación divina en términos de adopción,
indicando con ella la especial relación y confianza con el dios, al que invocaban. Los
nombres que utilizaban, de forma corriente y natural, orientan en esta dirección. Era
normal que alguien llevase el nombre de un dios, que significaba la relación singular con
esa divinidad. Así sucede, por ejemplo, en el caso de Benhadad (hijo de Hadad), siendo
Hadad la denominación más común del dios de las tormentas y encarnizado enemigo de
Israel.
En este mundo inagotable de dioses y de pensamiento mítico, los peligros de
idolatría que amenazaban al pueblo de Israel eran múltiples y evidentes. El único Dios de
Israel, el que guiaba y cuidaba a su pueblo en su identidad, mostrándole el camino de la
tierra de promisión bajo pactos y alianzas de amor, se sentía amenazado por la presencia
e influjo en las vidas de los israelitas de dioses y diosas que, con su atractivo, los
desviaban de Yahvé. No era un peligro lejano, sino próximo y extremadamente real. Ya
en tiempos remotos, Babilonia y Egipto –unas veces en sentido real y otras, en forma
figurada– habían ensalzado a sus reyes con el título de «hijo de Dios». En la época
romana, la popularidad de los dioses fue tal que invadió literalmente al pueblo y a las
instituciones de Israel, hasta penetrar en el lugar más sagrado, en el Templo. Los
emperadores de Roma habían ocupado gran parte del espacio religioso judío, custodiado
diligentemente por las autoridades del pueblo.
Los judíos, continuando la tradición bíblica de Israel, descubrieron la belleza y el
sentido profundo del término «hijo de Dios». Se lo habían aplicado al rey, como

324
representante del pueblo, y a los que permanecieron fieles a Yahvé en medio de las
adversidades. Ahora también se lo atribuyeron a Jesús, por ser el Hijo, enviado por el
Padre, a quien él llamaba de este modo, por su obediencia y fidelidad absolutas a su
voluntad, por ser enviado al mundo como luz de Dios y traer la salvación a todos los
pueblos. Pero, si no era insólito en tiempos de Jesús declarar a un hombre «hijo de
Dios», sí extrañaba presentar a un condenado a muerte y ejecutado en la cruz por las
autoridades romanas como «Hijo de Dios», al que reconocería, desde el primer
momento, la primitiva comunidad cristiana y, posteriormente, confesaría como
«verdadero Dios» y «verdadero hombre». Jesús nada tiene que ver con los dioses
grecorromanos, ni su figura se reviste de poder imperial. Más bien, se concibe y encarna
en la fragilidad que, convertida en amor y servicio, nos acerca al misterio insondable de
Dios, al reino de Dios, que es liberación y salvación para todas las gentes. Parece
evidente, según afirma J. A. Fitzmyer, que el título «hijo de Dios», aplicado a Jesús, es
claramente confesional, de origen judío palestino, y que apareció con posterioridad a la
resurrección, extendiéndose inmediatamente desde Palestina al mundo grecorromano del
Mediterráneo oriental [7] .
Con estas imprecisas observaciones de fondo, admitidas por todos los biblistas [8] ,
paso a referir los contenidos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

325
10.3. «Hijo de Dios» en el Antiguo Testamento y en el judaísmo
El amor de Yahvé a su pueblo Israel se manifiesta y describe de diversas maneras en el
Antiguo Testamento. Israel es llamado «hijo de Yahvé», su Dios (Dt 14,1); en ocasiones,
se habla de Efraín como de su primogénito, del que Dios es su padre (Jer 31,9) e incluso,
el profeta Oseas predice que a los hijos de Israel se les dirá «hijos del Dios vivo» (Os
2,1). Estas expresiones, en principio aplicadas de forma genérica al pueblo de Israel, se
extenderán posteriormente a todos aquellos justos que viven la justicia y la practican
como señal de la presencia de Yahvé en ellos. Así aparece, por ejemplo, en los textos de
la Sabiduría (Sab 2,18; 18,13), y en el Eclesiástico (Eclo 4,1-10). En consonancia con la
importancia que tiene para el pueblo de Israel la institución monárquica, responden los
escritos veterotestamentarios con afirmaciones que revelan la estrecha relación entre
Yahvé y el rey. El Salmo 2 pone en boca de Yahvé las palabras, dirigidas al rey: «Mi hijo
eres tú, yo mismo hoy te he engendrado» (Sal 2,7). Al rey se le consideraba
representante de Yahvé en la tierra, por amor de Dios a Israel, para administrar derecho
y justicia (2 Cr 9,8) y, a veces, dotado de una sabiduría similar a la de un ángel de Dios
para comprender cuanto en la tierra pasa (2 Sm 14,20).
Todos los designados como «hijos de Dios» en el Antiguo Testamento –sea el
pueblo de Israel, el rey como representante del pueblo o cualquier israelita justo, como es
el caso en el judaísmo tardío– ostentan una relación especial con Yahvé. Nada tiene que
ver esta relación –de carácter estrictamente personal y entroncada en la historia religiosa
del pueblo de Israel– con las creencias míticas y politeístas de otras culturas orientales,
envueltas siempre en una filosofía panteísta de la vida. Como afirma W. Kasper, «el
título hijo o hijo de Dios en el Antiguo Testamento tiene que interpretarse a la luz de la fe
en la elección y de las concepciones teocráticas que en ello se basan. La filiación divina
no se fundamenta, por tanto, en la descendencia física, sino en la elección libre y gratuita
de Dios» [9] .Obviamente, la relación del hombre con Dios no es sustancial, sino
funcional, supuesto siempre el carácter personal de la misma. Es apropiado pensar que
los presupuestos del Antiguo Testamento hagan referencia especial a la tradición
mesiánica de Jesús, referida a la filiación divina desde una perspectiva de tarea
encomendada por Dios. Aparte de esto, cabe la admisión de otras influencias histórico-
religiosas, provenientes de la gnosis o de la propia tradición helenística.

326
El judaísmo primitivo aplica los salmos reales (Sal 2, y otros, como el 45 y el 110)
al Mesías, que llevará a cabo, en los últimos tiempos, el ideal de la dinastía de David,
pero nunca le atribuye el nombre de hijo de Dios. En el capítulo 6 del Génesis, al hablar
de la corrupción de la humanidad, se hace referencia a seres sobrenaturales y a «hijos de
Dios» que se llegaban a las hijas del hombre y les engendraron hijos (Gn 6,1-4). En
algunos textos, como en el Libro de Henoc (etiópico) y el Cuarto libro de Esdras parece
entenderse que el Mesías es llamado «Hijo de Yahvé» [10] . Sin embargo, las dudas sobre
la validez de este aserto permanecen, teniendo en cuenta las fechas de composición de
los textos y las elevadas probabilidades de interpolaciones en ellos. En general conviene
recordar que los targumes que interpretaban las expresiones que, de algún modo,
establecían relaciones entre el hombre y la divinidad eran utilizados con extrema cautela.
Resulta, por tanto, difícil sostener que la expresión «hijo de Dios» pudiera ser
considerada como un título mesiánico en tiempos de Jesús, pese a su aparición reiterada
en los escritos del Nuevo Testamento. La enseñanza rabínica sobre el Mesías atestiguaba
su existencia junto a Dios desde la eternidad, pero tal afirmación no implicaba más que el
conocimiento que Dios tenía sobre él, sin entrar en cuestiones acerca de su preexistencia
o de su naturaleza, propias de reflexiones cristológicas de épocas posteriores.

327
10.4. «Hijo» e «Hijo de Dios» en los escritos de los Evangelios
Antes de reflexionar detalladamente sobre el significado de Jesús «Hijo de Dios» en los
escritos evangélicos, conviene recordar que el vocabulario utilizado por los sinópticos en
esta materia no se corresponde con el usado por el evangelista Juan. Mientras los
evangelios sinópticos no utilizan la expresión «Hijo de Dios» (ui`o,j tou/ qeou/) atribuida
a Jesús, Juan la emplea en varias ocasiones, casi siempre refiriéndose al propio Jesús
como «el Hijo» (o` ui`o,j). Por otra parte, el significado atribuido a la expresión «Hijo de
Dios» se presta a múltiples interpretaciones que discurren desde la sencilla y honesta
afirmación de la bondad de Jesús, en cuanto «hombre de Dios», «hombre justo», «el
santo de Dios», que libra a los hombres de los poderes del mal (Mc 1,24; 3,11; Mt 8,29s;
14,33; Lc 4,41) hasta alcanzar la relación más íntima y personal que pueda concebirse
entre él y el Padre, como atestiguan los relatos del bautismo y de la transfiguración de
Jesús, en los que se escucha una voz desde los cielos que dice: «Este es mi hijo querido,
en él me agradé», o` ui`o,j mou o` avgaphto,j( evn soi. euvdo,khsa (Mt 3,17par; 17,5
par).
No es de extrañar, pues, que tanto el vocabulario como los amplios y profundos
significados de la expresión «Hijo de Dios» originasen que los primeros cristianos, una
vez transformados por la resurrección de Jesús y por la venida del Espíritu, comenzasen
a expresar su fe en Jesús, confesándolo «Hijo de Dios».
Y, ahora, veamos qué nos dicen los evangelios:

a) Marcos

Marcos comienza su obra con un título solemne y lleno de «buena noticia», que no
solamente sirve de introducción al evangelio, sino que enmarca y explica todo su
contenido. Escribe que el evangelio es Jesús de Nazaret, Cristo, es decir, un ungido de la
línea de David, el «Hijo de Dios» (Mc 1,1) [11] . El final del evangelio corroborará la
noticia inicial, declarando la forma en que aquella se llevará a cabo, es decir, la muerte
(Lc 15,39). Como afirma J. Gnilka, «Jesucristo no es solo el recordado históricamente,
sino también el definido por la cruz y por la resurrección» [12] . Esta buena noticia del
principio, que refiere la vida terrena de Jesús, termina con el acontecimiento de Pascua,
cuando tiene lugar el origen de la vida de la Iglesia. El título «Hijo de Dios», aunque se

328
combine con otros, como «Mesías» o «Hijo del hombre», que evidencian, asimismo, la
presencia y el anuncio de la buena noticia, resalta sobre ellos, convirtiéndose en el más
característico del trabajo de Marcos.
El título «Hijo de Dios» aparece de forma implícita y, en ocasiones, difícil de
comprender, en toda la exposición del evangelio de Marcos. Siguiendo el relato
evangélico, se afirma con naturalidad absoluta que Jesús, actuando en conformidad con
la voluntad del Padre, habla de las normas y prácticas religiosas del pueblo judío, con
autoridad (evxousi,a), declarándose por encima de la ley y de la propia superioridad de
los intérpretes oficiales de la misma, e invocando su relación con el Padre del cielo. En
realidad, él mismo se presenta como la personificación y realización del gran misterio de
Dios, escondido desde la eternidad, es decir, del reino, cuya aprobación implica la
aceptación de Jesús y la salvación de la humanidad. En conformidad con los valores del
reino, unos lo seguirán, formando la gran familia de los hijos de Dios, y otros, como es el
caso de los dirigentes religiosos del pueblo de Israel, pretenderán rechazarlo y conducirlo
hasta la muerte. En cualquier caso, Jesús, manifestando en todo momento una relación
especialmente íntima con el Padre, profetiza la destrucción del Templo de Jerusalén –
símbolo sagrado de la vieja religión– y anuncia su parusía, que llegará con gran poder y
esplendor, hasta el punto de compartir el señorío y la gloria del Padre. La obediencia fiel
al Padre y la muerte terminaron en resurrección y gloria.
El evangelio de Marcos presenta, además, algunos textos que hacen una referencia
más clara y explícita a Jesús como «Hijo de Dios». En el capítulo primero se relata el
bautismo de Jesús, que se revela al mundo como «Hijo de Dios». Según J. Marcus, «Mc
1,9-11 constituye el momento más dramático de todo el prólogo, haciendo que el lector
tenga acceso a una serie de acontecimientos apocalípticos de trascendental importancia,
que constituyen una verdadera teofanía» [13] . En el río Jordán, con una viveza narrativa,
que simboliza el dinámico desarrollo de los acontecimientos trazados por Dios, se rasgan
los cielos (para que cielos y tierra no vuelvan a estar incomunicados jamás), aparece el
Espíritu sobre Jesús, y desde los cielos se escucha una voz que dice: «Tú eres mi Hijo
querido, en ti me agradé» (Mc 1,11). El texto referido consta de dos partes: el bautismo
propiamente dicho y la visión de Jesús, que incluye los cielos rasgados, la presencia del
Espíritu y la voz que viene de lo alto, siendo la segunda la más significativa y
trascendental de ambas. La voz que suena, expresión de la voluntad de Dios, dice: «Tú

329
eres mi Hijo (Su. ei= o` ui`o,j mou)», una cita casi literal del Salmo 2, en la versión de
los LXX; «querido (o` avgaphto,j)», término que no se encuentra en el salmo citado, que
recuerda al sacrificio de Isaac en Gn 22 y cuya traducción en este contexto ha de ser
«amado» o «querido» más que «único»; «en ti me agradé (evn soi. euvdo,khsa)», un
aoristo que puede traducirse gramaticalmente por presente, pero que conviene
interpretarlo como pasado, en el que se recoge la elección divina de Jesús, ratificada en el
momento del bautismo. La complacencia de Dios en Jesús, en clara alusión al Siervo de
Yahvé, en Is 42,1, presenta un carácter escatológico, haciendo visible y real la bondad de
los comienzos de la creación.
En el relato de la transfiguración, Marcos afirma de nuevo la filiación divina de
Jesús, si bien con connotaciones diferentes (Mc 9,2-13). Una vez anunciada a algunos de
sus seguidores la venida del reino de Dios con poder, Jesús llevó en privado a Pedro,
Santiago y Juan a una montaña elevada. Allí se transfiguró ante ellos (kai. metemorfw,qh
e;mprosqen auvtw/n) y su ropa se tornó blanca en extremo, brillante y resplandeciente,
recordando al nuevo Adán y al Mesías camino de su gloria. En presencia de Elías y de
Moisés, representantes de la Ley y de los Profetas y relacionados con la presencia de
Dios en la montaña y con las expectativas escatológicas, se formó una nube –signo de la
presencia divina y vinculada frecuentemente a acontecimientos escatológicos– de la que
salió una voz que decía: «Este es mi Hijo querido; escuchadlo», Ou-to,j evstin o` ui`o,j
mou o` avgaphto,j( avkou,ete auvtou/ (Mc 9,7). Jesús aparece más importante que
Moisés y Elías; a él solo hay que escuchar, como Hijo amado de Dios. En el
acontecimiento de la transfiguración muchos exegetas han vaticinado la resurrección de
Jesús y han percibido la relación singular con Dios (escatológica) como hijo que
incorpora a la humanidad al reino del Padre [14] .
Durante el proceso de Jesús ante el sanedrín, el sumo sacerdote preguntó y dijo:
«¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?», Su` ei; o` Cristo,j o` ui`o,j tou/ euvloghtou/
(Mc 14,61). Y Jesús dijo: «Yo soy», VEgw, eivmi, (Mc 14,62), añadiendo una referencia
al profeta Daniel (Dan 7,14), según la cual «podréis ver al Hijo del hombre sentado a la
derecha del Poder, y que llega entre las nubes del cielo». Según los exegetas, en
consonancia con las tradiciones rabínicas que hacen referencia a la divinidad con las
expresiones «el Santo» o «el Bendito», «el Bendito» es un circunloquio judío para Dios
y, por tanto, la frase «Cristo, el Hijo del Bendito» equivale a decir «Cristo, el Hijo de

330
Dios». J. Marcus afirma: «En Marcos mismo, aunque el evangelista pueda abrigar alguna
ambivalencia respecto al término “cristo” = “mesías”, cuando se combina con “Hijo de
Dios” se convierte en un título apropiado para Jesús, ya que esta es una designación que
Dios mismo ha utilizado en dos ocasiones respecto a Jesús (1,11; 9,7)» [15] .
Independientemente de los diversos manuscritos, unos (pocos) que traen la variante más
larga («Tú has dicho que...») y otros, la más sencilla («yo soy»), la respuesta de Jesús
fue clara y contundente; también, insultante y blasfema y, por tanto, merecedora de la
pena de muerte.
En Marcos existen otros textos acerca de la filiación divina de Jesús, de escasa o
dudosa fuerza probativa. Entre ellos se encuentran el que hace referencia al joven rico
(Mc 10,17-22), el que habla del conocimiento de Jesús acerca del día o de la hora final
(Mc 13,32) y el que describe el grito de desamparo de Jesús a Dios al llegar la hora de su
muerte (Mc 15,33-34).
El joven que se acerca al maestro, captando su benevolencia con el tratamiento de
«maestro bueno», y preguntando qué hacer para heredar la vida eterna, recibe una
respuesta desconcertante por parte de Jesús: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie (es)
bueno sino solo Dios», ouvdei.j avgaqo.j eiv mh ei-j o` Qeo,j (Mc 10,18). Dejando
aparte el trasfondo bíblico del texto –probablemente la Shemâ del Deuteronomio (Dt
6,4), que afirma que Yahvé es uno (y no bueno)– y las obvias preocupaciones
apologéticas, que tratan de interpretar el pasaje como una aproximación del joven rico al
conocimiento de la divinidad de Jesús, parece evidente la distinción que se establece
entre Jesús y Dios y que, en consecuencia, el evangelista no se refiera a él como Dios.
El texto de Marcos acerca del conocimiento de la llegada del tiempo final, aparte de
enigmático, plantea problemas bíblico-teológicos de difícil solución. Se dice que «acerca
de aquel día o de la hora, nadie sabe, ni los ángeles en el cielo ni el Hijo, sino el Padre»
(Mc 13,32). Los teólogos se han centrado en los delicados problemas cristológicos
planteados por el texto. Algunos exegetas interpretan las palabras de Jesús como freno a
la inminencia de los acontecimientos, descrita en los versículos anteriores. Otros, en
cambio, aceptando la idea de que muchos textos apocalípticos judíos atribuyen solo a
Dios el conocimiento de la hora final, defienden la armonización, propia de los escritores
apocalípticos, entre el anuncio de la consumación de los sufrimientos del tiempo presente
y la imposibilidad del conocimiento exacto de «la hora» final que comprometería la

331
soberanía de Dios [16] . Como afirma J. Gnilka, «para la comunidad de Marcos una cosa
es verdaderamente importante: afianzar la confianza en la conciencia creyente de que
Dios sigue siendo el Señor de la historia y que ordena las cosas también en su fase
final» [17] .
Al llegar la hora de la muerte de Jesús, Marcos refiere que clamó con gran voz,
diciendo: «Dios mío, Dios mío, ¿para qué me desamparaste?» (Mc 15,34). Reconocidas
las múltiples variantes en las distintas versiones del texto, y la cita procedente del
versículo que comienza el Salmo 22 (Sal 22,1), que Marcos presenta en arameo y luego
traduce al griego de los LXX, además de aceptar la importancia vital de la muerte de
Jesús en la historia de la salvación, quiero resaltar dos ideas fundamentales y
complementarias, que provienen de dos prestigiosos exegetas. La primera de ellas es de
J. Marcus y dice así: «aunque algunos cristianos se han preocupado por este grito de
abandono, otros lo han visto como una muestra de la identificación de Jesús con la
humanidad, y como una fuente de consuelo y fortaleza. En el nadir de su existencia,
Jesús experimenta la misma sensación de abandono divino que caracteriza tan a menudo
nuestras vidas; como afirma Agustín, Jesús “empleó el discurso de nuestra
debilidad”» [18] . El autor de la segunda idea es J. Gnilka, que afirma: «Jesús,
abandonado por todos los hombres, tuvo que entrar también en este sentirse abandonado
por Dios para poder aferrarse a Dios. A pesar de sentirse abandonado por Dios, le dirige
a él su oración de lamento. Con ello da a entender que no se aleja de Dios» [19] . J. D. G.
Dunn se atreve a decir que Marcos «pone el énfasis en el “Hijo de Dios”, como el
ungido por el Espíritu, con vistas a su sufrimiento y su muerte y que será reconocido
como tal precisamente en su muerte, y no simplemente en su posterior resurrección y
exaltación» [20] .
El texto de Marcos, trascendental y sobrecogedor, presenta innegablemente rasgos
de profunda humanidad y de estrecha relación con Dios. Con todo, no parece implicar
que el título «Dios» pueda aplicarse a Jesús.

b) Mateo

En una floreciente comunidad judeo-cristiana –frecuentemente ubicada en la ciudad de


Antioquía– y con una mentalidad abierta hacia los gentiles, que enfrentaba en ocasiones a
la sinagoga y a la Iglesia, Mateo presenta a Jesús como el profeta en quien se han

332
cumplido las promesas de Dios y el nuevo maestro con autoridad para interpretar la Ley.
Jesús es presentado como la plenitud de la Ley y los profetas, el nuevo Mesías de Israel.
Pero Jesús es, sobre todo, en opinión de grandes exegetas, el «Hijo de Dios». En este
sentido se pronuncian autores, como J. D. G. Dunn, para quien «“Hijo de Dios” puede
ser la afirmación cristológica más importante de Mateo» [21] , M. De Jonge, según el cual
Jesús «es descrito sobre todo como el Hijo que actúa en unión con el Padre» [22] o R.
Aguirre y A. R. Carmona que estiman que en el evangelio de Mateo «Hijo de Dios» «es
el título más importante de Jesús, pero, sobre todo, es el misterio íntimo de su
persona» [23] . F. Hahn resume de forma absoluta esta cuestión al concluir que: «la
promesa del Antiguo Testamento culmina en Mateo con una comprensión cristiana
pronunciada acerca de Jesús como el Hijo de Dios» [24] .
Desde el mismo comienzo del evangelio, Mateo indica que Jesús es el Hijo de Dios.
En la genealogía de Jesucristo se dice que es «hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1,1),
el que, a la par, anticipa la humanidad futura y hace realidad el reino de Dios. Con
auténtica perspicacia opina J. Ratzinger que para este evangelista «hay dos nombres
decisivos para entender el “de dónde” de Jesús: Abrahán y David» [25] . Inmediatamente
después, la concepción virginal de Jesús –obra del Espíritu Santo– se ensambla en la
tipología de Moisés para introducir posteriormente el predicado de Hijo de Dios (Mt
2,15).
Mateo presenta a Jesús como «el Hijo», en una tradición común con el resto de los
evangelios sinópticos. En el capítulo 11 se dice: «Todo me fue entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,27). Todo conocimiento, argumenta J. Ratzinger
interpretando este texto, comporta algún modo de igualdad y «conocer realmente a Dios
exige como condición previa la comunión con Dios, más aún, la unidad ontológica con
Dios» [26] . Efectivamente, la retórica del lenguaje pone de manifiesto la extraordinaria y
singular relación que existe entre padre e hijo. No es una relación accidental o figurada,
sino especial y propia, como se concluye además de la utilización del artículo
determinado que acompaña a estos nombres: «el Padre» y «el Hijo». El mismo sentido
ha de atribuirse a los textos que hacen referencia a «mi hijo» en la parábola de los
perversos viñadores que dan muerte al hijo del dueño de la viña (Mt 21,37) y a la
ignorancia «del Hijo» acerca del día y de la hora del juicio final (Mt 24,36).

333
En el distrito de Cesarea de Filipo, ante la pregunta de Jesús acerca de la opinión de
los hombres sobre el Hijo del hombre, Simón Pedro, portavoz de la confesión de la
comunidad, responde por revelación divina: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»
(Su. ei= o` cristo.j o` ui`o,j tou/ Qeou/ tou/ zw/ntoj). Solemnemente se proclama –con la
mención propia de este evangelista al «Dios vivo»– que el Cristo, el Mesías de Israel, es
verdadero Hijo de Dios, de ese Dios real que actuó en la historia de Israel y que
interviene constantemente en nosotros. Resalta aquí la filiación divina de Jesús, aunque
claramente vinculada al mesianismo. Cristo e Hijo de Dios en este contexto, opina P.
Bonnard, «son dos términos de valores equivalentes y designan al enviado escatológico
de Dios para la salvación de todos los hombres» [27] .
En el relato de la pasión según Mateo, aparece un pasaje de extraordinaria
importancia y sumamente clarificador sobre la filiación divina de Jesús. Dice así: «los
viandantes blasfemaban contra él, moviendo la cabeza y diciendo: “Tú, que destruyes el
santuario y lo edificas en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la
cruz”. De un modo parecido, también los sumos sacerdotes, con los escribas y ancianos,
decían burlándose: “Salvó a otros (y) no puede salvarse a sí mismo. Es Rey de Israel:
baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios: que (lo) libre
ahora, si lo quiere, pues dijo: ʻSoy Hijo de Diosʼ”. También los bandidos que acababan
de ser crucificados con él lo insultaban de la misma manera» (Mt 27,39-44). La gente del
pueblo, la clase dirigente de Israel y los malhechores tentaban a Jesús, invocando su
condición de «Hijo de Dios». Su sarcasmo burlón y cínico no puede oscurecer la
auténtica verdad sobre Jesús, a saber, que es rey de Israel y que Dios, en quien él confía,
lo salvará. El texto quizá no permita extraer una conclusión precisa sobre la filiación
divina de Jesús; más bien pretende llevar a su punto crítico, como opina U. Luz, la
historia del Hijo de Dios paciente y obediente hasta la muerte: «pronto acontecerá el gran
viraje. Dios va a intervenir y pondrá de manifiesto quién es realmente este
crucificado» [28] . En todo caso, es ostensible que el «Hijo de Dios» muestra su poder
bajo el signo de la cruz, en su obediencia y fidelidad al plan de Dios, y no sucumbiendo a
tentaciones de exhibición y de dominio. El Padre responderá a los desafíos incrédulos y
sarcásticos de la multitud con fenómenos prodigiosos que afectarán al santuario del
Templo, a la naturaleza e incluso a los dominios de la muerte. En vista de estos hechos,
los soldados paganos reconocieron que Jesús era verdaderamente «Hijo de Dios» (Mt
27,54). Solo Dios puede revelar a Jesús como Hijo suyo, y lo hace en la obediencia del

334
Hijo a su voluntad. La confesión de los soldados es auténtica y plena, réplica perfecta a
las burlas del pueblo judío y en consonancia con las manifestadas por los discípulos de
Jesús.
El evangelio de Mateo concluye con un texto glorioso, en el que convergen las
líneas maestras de su exposición y se proclama a Jesús como Hijo de Dios: «Y Jesús,
acercándose, les habló así: “Se me dio toda autoridad en (el) cielo y sobre (la) tierra. Así
que id, haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os mandé. Y mirad, yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”» (Mt 28,18-20). La autoridad
ejercida por Jesús en su enseñanza y milagros hasta el extremo de perdonar pecados, de
la que han participado sus discípulos para expulsar demonios y curar enfermos, se revela
ahora ilimitada y absoluta porque todo el poder –el mismo poder de Dios– reside en
Jesús Resucitado, Señor del universo entero. Él es realmente «el Hijo de Dios».

c) Lucas

Exegetas y teólogos coinciden en la dificultad de clasificar la cristología de la obra de


Lucas (el evangelio y los Hechos de los Apóstoles) y en advertir que la filiación divina de
Jesús no ocupa un lugar preeminente en el pensamiento de este evangelista [29] . Lucas se
refiere a Jesús de Nazaret como Mesías o Ungido del Señor (Lc 2,11.26; 9,20), como
Profeta (Lc 7,16.39; 9,19; 24,19), y como Salvador (Lc 2,11), pero su título favorito es
«Señor», término que discurre a lo largo del evangelio y de los Hechos (Lc 7,13.19;
10,1; 13,15 etc.).
Lucas narra la concepción virginal de Jesús, entendiendo que él es el «Hijo de
Dios», de forma única, por la acción del Espíritu. La respuesta del ángel a María durante
la anunciación lo clarifica perfectamente: «(El) Espíritu Santo vendrá sobre ti, y (el)
poder del Altísimo te cobijará bajo su sombra; por eso también lo que nacerá se llamará
santo, Hijo de Dios» (Lc 1,35).
En su bautismo, Jesús es llamado «Hijo de Dios» (Lc 3,21-22). El relato de Lucas
deja claro que el evangelista está atraído por una cristología del Espíritu. Los pasajes de
Lucas que refieren el nacimiento virginal de Jesús por el Espíritu y la efusión del mismo
Espíritu en el bautismo mantienen una estrecha relación entre sí. El Espíritu, que se hace
presente en el evangelio de la infancia, actúa asimismo en el bautismo de Jesús, dejando

335
patente la intervención de Dios en ese acontecimiento de salvación, histórico y
escatológico a la par.
Este interés de Lucas por la cristología del Espíritu aparece de nuevo en el relato de
las tentaciones de Jesús y en el reconocimiento de su autoridad por parte del diablo (Lc
4,1-13). Este relato, en el que Lucas evoca el recuerdo de los beneficios de Yahvé al
pueblo de Israel (Dt 8,2-5), resalta la victoria de Jesús sobre las pruebas, a diferencia del
pueblo israelita que echa en falta el pan de Egipto. Y es que Jesús no es solamente un
símbolo del nuevo pueblo de Dios, sino realmente «Hijo de Dios», pese a que ui`o,j
(hijo) carezca de artículo. Jesús no es simplemente un símbolo, o un hijo de Dios, sino
«el Hijo de Dios» escatológico. Nuevamente, aparece en este texto un estrecho vínculo
con el relato del bautismo de Jesús.
En la transfiguración (Lc 9,35), Lucas dice: «Y sonó desde la nube una voz, que
decía: “Este es mi hijo elegido; escuchadlo”» (kai. fwnh. evge,neto evk th/j nefe,lhj
le,gousa( Ou-to,j evstin o` ui`o,j mou o` evklelegme,noj, auvtou/ avkou,ete). En el relato
de la transfiguración, Lucas presenta a Jesús como la revelación definitiva de Dios. Él es
aquí «el (hijo) elegido», a diferencia de Marcos y Mateo que lo llaman «el amado»,
vinculando así, de forma inequívoca e inexorable, a Jesús con Dios, su Padre, y
describiendo su misión de revelador en el mundo. Por esta razón, a Jesús hay que
escucharlo no como a un profeta más, que transmite la ley, sino como a quien revela la
salvación. La voz que proclama la filiación divina de Jesús se dirige a sus discípulos
manifestando la dimensión eclesiológica de este pasaje.
Lucas narra también el logion Q, compartido con Mateo, acerca del conocimiento
recíproco entre el Padre y el Hijo, ya comentado anteriormente. En el capítulo 10
escribe: «Todo me fue entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el
Padre, y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lc
10,22).
En la narración del proceso de Jesús ante el sanedrín, Lucas introduce una novedad:
la pregunta que se muestra en Marcos («¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?», Mc
14,61) se convierte en dos. A la pregunta de si él es el Mesías (el Cristo), Jesús responde:
«Si os (lo) digo no me creeréis; y si pregunto, no responderéis. Pero desde ahora estará
el Hijo del hombre sentado a la derecha del poder de Dios» (Lc 22,68-69); acerca de si
es el Hijo de Dios, dice: «Vosotros (lo) decís: yo (lo) soy» (Lc 22,70). Aparte del valor

336
didáctico que pueda tener la doble pregunta, tratando de evitar las ambigüedades del
término «Mesías», la referencia cristológica del texto es evidente. A este respecto,
escribe F. Bovon: «Si Lucas repite la pregunta, es porque quiere evitar absolutamente los
malentendidos: Jesús es el Mesías, pero es preciso ponerse de acuerdo en el significado
del término. Se trata del “Hijo de Dios” más allá de la muerte. No se trata de estar
sentado en el palacio que estaba a la derecha del Templo, sino de la exaltación celeste a
la derecha del Padre» [30] .

d) Juan

El comienzo del evangelio de Juan es considerado por exegetas y teólogos como el


exponente más excelso y poético de la cristología y de la teología que el autor
desarrollará a lo largo de su exposición [31] . El famoso y conocido prólogo (Jn 1,1-14) –
un primitivo himno de la comunidad cristiana, enormemente influido por la teología
sapiencial del Antiguo Testamento– esboza de forma sublime una cristología, a saber, el
Verbo (Palabra) que existía al principio con Dios, era Dios. Por medio de él se hicieron
todas las cosas; en él estaba la Vida y la Vida era la Luz de los hombres. Esa luz vino al
mundo y nosotros hemos visto su esplendor (gloria) que procede del Padre.
Las primeras palabras del prólogo «al principio» (VEn avrch|/) recuerdan el
comienzo del libro del Génesis (Gn 1,1), que relata los principios de la historia de la
humanidad. Este paralelismo entre ambos libros se mantiene en los versículos siguientes
que reúnen los temas de la creación, de la luz y de las tinieblas. Sin embargo, el
«principio» al que se refiere Juan más que material y temporal es cualitativo y espiritual,
designando no el tiempo anterior a la creación, sino el ámbito propio de Dios. «Al
principio», por tanto, ya «existía la Palabra» (h=n o` lo,goj), situándola fuera de las
coordenadas espacio-temporales, ya que preexistía a la historia humana y su
preexistencia, en la que no cabe especulación alguna, se da en relación con Dios (pro.j
to.n qeo,n), una relación que puede interpretarse bien en un sentido de movimiento (con
Dios) o de relación (para con Dios). Esta Palabra era «Dios» (kai. qeo.j h=n o` lo,goj).
La frase ha sido objeto de amplio debate, ya que se trata de un texto fundamental en el
reconocimiento de la divinidad de Jesús. Reconociendo las dificultades inherentes al
texto [32] , estimo oportuno citar dos opiniones de autores acreditados: R. E. Brown y F.
J. Maloney. R. E. Brown opina así: «en el caso de un moderno lector cristiano, al que el

337
trasfondo trinitario tiene acostumbrado a pensar en “Dios” como en un concepto más
amplio que el de “Dios Padre”, la traducción “la Palabra era Dios” resulta
completamente correcta. Esta lectura se refuerza si recordamos que en el evangelio, tal
como nosotros lo conocemos, la afirmación de 1,1 tiene casi con certeza la intención de
formar una inclusión con 20,28, donde, al final del evangelio, Tomás confiesa a Jesús
como “Dios mío” (o` Qeo,j mou) [33] . Y F. J. Maloney escribe lo siguiente: «Aunque
tradicionalmente se ha traducido como “y la Palabra era Dios”, hay un peligro de que el
lector contemporáneo pliegue en una sola entidad la Palabra y Dios: ambos son Dios. La
frase griega (kai. Qeo.j h=n o` lo,goj) coloca el complemento Qeo.j antes del verbo
“ser”, sin ponerle un artículo. Es extremadamente difícil captar este matiz en español,
pero el autor evita decir que la Palabra y Dios eran una y la misma cosa» [34] . Jesús es
claramente el «Hijo de Dios». Él es el Unigénito, con íntima relación personal con Dios
Padre y, a la par, el «único Dios» (Jn 1,18). Jesús, como afirma J. D. G. Dunn, es «la
Palabra, el discurso creador de Dios, la acción reveladora y redentora de Dios hecha
carne» [35] . En el prólogo se identifica al Logos con el hombre Jesús, el Cristo,
manifestando la idea de la encarnación.
El prólogo, más que marco de interpretación de la cristología de Juan, es resumen
del evangelio, al que ha sido integrado como compendio sobresaliente. Ya desde el
principio, Natanael reconoce a Jesús como «Hijo de Dios» (Jn 1,49) y, a lo largo del
evangelio, el mismo Jesús se refiere a sí mismo como «el Hijo» (Jn 3,16.17; 5,20.21;
10,30; 14,9; 20,31), afirma la unidad con el Padre (Jn 10,30.38; 14,9) y, de forma
absoluta, ciñéndose a la fórmula de la revelación hebrea, dice «Yo soy» (evgw, eivmi)
(Jn 8,24.28; 13,19).
Veamos selectivamente algunos textos significativos. Según R. E. Brown, hay
algunos textos del evangelio de Juan que parecen conllevar que el título de «Dios» no fue
aplicado a Jesús, como sucede cuando Jesús en su discurso dice que se va al Padre
«porque el Padre es más que yo» (Jn 14,28) o, en su oración, afirma que la vida eterna
es «conocerte a ti, el único verdadero Dios, y al que enviaste, Jesucristo» (Jn 17,3).
Otros presentan variantes que complican la lectura del texto, como sucede con la
expresión: «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo Unigénito, el que está en el regazo del
Padre, ese [lo] reveló» (Jn 1,18). Las palabras el Dios Hijo Unigénito son interpretadas,
en efecto, de forma diversa por los exegetas [36] .

338
Dos textos de Juan afirman categóricamente la divinidad de Jesús: Jn 1,1 (ya
comentado anteriormente) y Jn 20,28. En este texto se dice: «Tomás le respondió así:
“¡Señor mío y Dios mío!”» (Jn 20,28). Ocho días después de la resurrección, con un
escenario similar al de otras apariciones, en presencia de Tomás –ausente en la aparición
anterior de Jesús a sus discípulos– Jesús accede a las condiciones del discípulo y, a la
par, le insta a no ser incrédulo, sino creyente. Ante el aventurado desafío de la fe, Tomás
responde: «¡Señor mío y Dios mío!» (o` ku,rio,j mou kai. o` Qeo,j mou), la traducción
más fiel del lenguaje del Antiguo Testamento («Señor» por Yahvé y «Dios» por Elohím).
El Jesús Resucitado y confesado es el mismo que el Jesús crucificado.
Los exegetas discrepan en la evaluación del acto de fe de Tomás. Unos opinan –
ateniéndose a Jn 20,29– que una fe sin visión, como la que sucederá en tiempos
posteriores, es superior a la manifestada por este discípulo; otros, en cambio, no dudan
en calificarla como «el ejemplo más claro del uso del título “Dios” aplicado a Jesús» [37] .
En todo caso, la confesión reconoce a Jesús como Señor y Dios y se convierte en la
culminación de una cristología, que está presente desde el inicio en el evangelio de Juan.

339
10.5. Conclusión
Puede afirmarse con absoluta coherencia que todos los títulos aplicados a Jesús sirvieron
de ayuda a sus discípulos para profundizar en la estrecha relación de su maestro con
Dios. El título «Hijo de Dios» fue, innegablemente, el más significativo y más distinguido
en las primeras comunidades cristianas. Popularizado y sugestivo entre los habitantes del
mundo grecorromano y fascinante en la tradición del pueblo judío, el título fue
aplicándose justamente a Jesús, quien se denominaba a sí mismo «el Hijo», profesaba
una obediencia y fidelidad absolutas a su aba abbâ’, y actuaba en su vida con especial
relación con Dios. Este título –mejor que otro cualquiera– esclarecía el infinito misterio
de Dios, desvelado a la humanidad en la persona de Jesús.
Los escritos del Nuevo Testamento muestran una abundante diversidad de
cristologías, expresadas de manera diferente, con simbolismos y tipologías distintas, a las
que se adhirieron las primitivas comunidades cristianas. Todos los evangelios afirman
rotundamente la divinidad de Jesús, admitiendo la unidad esencial entre el Hijo y el
Padre. Y la filiación divina de Jesús no se queda en el plano intelectual o metafísico, ni se
limita exclusivamente a la relación del Hijo con el Padre, sino que expresa
simultáneamente la obediencia ilimitada de Jesús al Padre y su entrega total a la
humanidad.

[1] R. BULT MANN, Theologie des Neuen Testaments (Tübingen: JCB Mohr, 1968), «Kyrios» und
«Gottessohn», [123-135. [Trad. esp., Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1981), «Kyrios» e
«Hijo de Dios», 170-183.]
[2] O. CULLMANN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998), 351-400, aborda este
tema tratando los siguientes puntos: 1) El Hijo de Dios en el oriente y en el helenismo. 2) El «Hijo de Dios» en el
judaísmo. 3) Jesús y el título «Hijo de Dios». 4) La fe del cristianismo primitivo en Jesús, Hijo de Dios. R.
FABRIS , Jesús de Nazaret. Historia e interpretación (Salamanca: Sígueme, 1985), 189-193.
[3] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 133.
[4] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 388.
[5] J. RAT ZINGER , Introducción al Cristianismo (Salamanca: Sígueme, 2009), 183 y 188. Cf. J. RAT ZINGER
(Benedicto XVI), Jesús de Nazaret... (cit.), 388-399.
[6] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 186.
[7] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme,
1998), 101.
[8] W. KASPER , Jesús, el Cristo (cit.), 267s. J. A. PAGOLA, Jesús. Aproximación histórica (Madrid: PPC,
2007), 459-461. J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret... (cit.), 389-399. Diccionario Enciclopédico de

340
la Biblia (Barcelona: Herder, 1993), 714-717. F. KOGLER – R. EGGER - WENZEL – M. ERNST , Diccionario de la
Biblia (Bilbao–Santander: Mensajero–Sal Terrae, 2012), 354-355. H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario
Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme, 1998), 1.829s.
[9] W. KASPER , Jesús, el Cristo (cit.), 268.
[10] En el Libro de Henoc (Etiópico), según el manuscrito de la Bodleian Library, Oxford, c. LXVIII, n.
40, 35, se dice: «Según el grado de su corrupción, serán entregados a distintos suplicios; en cuanto a sus obras,
estas desaparecerán de la faz de la tierra, y a partir de entonces ya no habrá más seductores, porque el Hijo del
hombre ha aparecido sentado en su trono de gloria. Toda inmoralidad cesará, todo mal desaparecerá ante su faz,
y solo la palabra del Hijo del hombre subsistirá en presencia del Señor de los espíritus».
[11] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2010), 148, opina lo siguiente: «La
mayoría de los manuscritos, incluyendo algunos muy buenos y muy antiguos, añaden a “Jesús Cristo” “el Hijo de
Dios”, pero ese añadido está ausente del Sinaítico y de otros importantes testimonios textuales. Es más probable
que un escriba antiguo haya añadido el título “Hijo de Dios” y no que lo haya omitido. Una omisión intencionada
de ese epíteto, tan ubicuo e importante, resulta improbable, y es también poco probable que un escriba, en el
mismo comienzo de la transcripción de un manuscrito, fuera tan poco cuidadoso o estuviera tan cansado como
para omitir estas importantes palabras al principio de su texto». J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I
(Salamanca: Sígueme, 2005) escribe a este respecto: «La supresión de ui`o,j Qeou( en algunos testimonios
textuales se explica por la inusual caracterización del evangelio. Y precisamente esto es una prueba a favor de su
originalidad».
[12] J. GNILKA, op. cit., 50.
[13] J. MARCUS , op. cit., 179.
[14] W. KASPER , Jesús, El Cristo (CIT.), 271-272, afirma que, mientras la expresión «Tu eres mi Hijo
amado» en el bautismo de Jesús (Mc 1,11) se sitúa en la tradición mesiánico-teocrática, «la perícopa de la
transfiguración habla ya de la figura de Jesús (metemorfw,qh: Mc 9,2), lo que implica una concepción
esencialista del título de “Hijo de Dios”».
[15] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.159.
[16] Ibid., 1.056-1.057.
[17] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 241-242.
[18] Ibid., 1.228.
[19] Ibid., 377.
[20] J. D. G. DUNN, Christology in the Making. A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine
of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 48.
[21] Ibid., 48.
[22] M. DE J ONGE, Christology in Context: The Earliest Christian Response to Jesus (Westminster: John
Knox Press, 1988), 95.
[23] R. AGUIRRE – A. R. CARMONA, Evangelios Sinópticos y Hechos de los Apóstoles (Estella: Verbo Divino,
2012), 312. Estos autores corroboran la importancia del título «Hijo de Dios» aplicado a Jesús en el evangelio de
Mateo, por ser este el evangelista sinóptico que habla más frecuentemente de Dios como Padre y, sobre todo, en
el que más veces habla Jesús de «mi Padre», dando a entender su relación única con Dios (18 veces).
Consecuentemente, también los discípulos, que se definen por su relación con Jesús, son hijos de Dios, hijos del
Padre, y Dios es su Padre.
[24] H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme,
1998), 1834.
[25] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), La infancia de Jesús (Barcelona: Planeta, 2012), 12.

[26] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
341
[26] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret (Primera parte). Desde el Bautismo a la
Transfiguración (Madrid: La Esfera de los Libros, 2007), 394.
[27] P. BONNARD, Evangelio según San Mateo (Madrid: Cristiandad, 1983), 365.
[28] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo IV (Salamanca: Sígueme, 2005), 429.
[29] T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la Cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 198. H. BALZ
– G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento II (Salamanca: Sígueme, 1998), 1833.
[30] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 422.
[31] J. D. G. DUNN, Christology in the Making An Inquiry into the Origins of the Doctrine of the
Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 56, afirma que no existe documento alguno en el
Nuevo Testamento con respecto a la confesión del Hijo de Dios tan alto como los escritos de Juan. La meta de su
evangelio, dice, es mantener o atraer a los lectores a la fe en Jesús como el Hijo de Dios (20,31).
[32] Básicamente, las complejidades en la interpretación derivan del significado de los términos utilizados,
de su posición en el texto y del uso del artículo. Así, según el orden en el texto griego, en la segunda línea del
capítulo 1, «Dios» (el Padre) aparece con el artículo determinado (o` qeo,j), mientras que, en la tercera línea,
«Dios» (predicado) no lleva artículo.
[33] R. E. BROWN, El Evangelio según Juan I (Madrid: Cristiandad, 1979), 176.
[34] F. J. MALONEY, El Evangelio de Juan (Estella, Verbo Divino, 2005), 59.
[35] J. D. G. DUNN, ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos? Los testimonios del Nuevo Testamento
(Estella: Verbo Divino, 2011), 153.
[36] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 196-
199.
[37] Ibid., 211.

342
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343
CAPÍTULO 11:
El conflicto final
de Jesús

344
11.1. La muerte de Jesús
Los cristianos tenemos siempre presente a Jesús crucificado. Con mucha frecuencia su
imagen preside nuestra mesa de trabajo, la cabecera de nuestra cama, el lugar más
privilegiado de nuestra casa, y lo llevamos en alguna parte de nuestro cuerpo, y siempre
en nuestros labios y en el corazón. Solo es una imagen, fija en la tierra y mirando al
cielo, a veces majestuosa y señorial, otras, desnuda y vulnerable, en la que encontramos
siempre la esperanza más excelsa y más sólida de la que participa la humanidad entera.
Detrás de esta imagen está Jesús de Nazaret. Pero ¿qué se esconde realmente detrás de
esta imagen? ¿Qué sentido tiene el crucifijo en nuestras vidas? ¿Quién es ese Jesús
crucificado? ¿Qué ha sucedido para que el hombre que, con tanta pasión, predicó la
buena noticia del reino de Dios en Galilea y se enfrentó con valentía a las autoridades
políticas y religiosas de su pueblo en Jerusalén se encuentre ahora, henchido de dolor, en
una cruz, despreciado por la muchedumbre e, incluso, abandonado por Dios? Jesús
crucificado es el gran misterio en el que se inserta el escenario completo de nuestra
propia vida, al que asistimos aturdidos y en el que encontramos el sentido y la esperanza
de nuestra existencia.
El ministerio público de Jesús fue muy breve, según los sinópticos, y un poco más
extenso, según Juan. Ungido por el Espíritu, su ministerio profético comenzó en Galilea,
en la sinagoga de Nazaret, anunciando la evangelización de los pobres, la liberación de
los cautivos y la libertad de los oprimidos. La imprevista sorpresa y admiración de sus
paisanos ante la sabiduría de Jesús dieron paso súbitamente al desprecio y al odio, hasta
expulsarlo de la ciudad. Algo, que marcaría la vida de Jesús, había quedado
meridianamente claro: su profetismo –en continuidad con los profetas del pueblo de
Israel– su mensaje de liberación y de salvación para todos los pueblos, y no solo para
Israel, y su firme decisión de obedecer la voluntad de su Padre (Lc 4,16-30). En Galilea,
predicó la noticia del reino de Dios y cuidó de la vida de los pobres, enfermos, y
marginados de la sociedad.
Hacia el año 30 de nuestra era, Jesús, acompañado de sus discípulos, se dirigió a
Jerusalén para celebrar la fiesta más importante del pueblo judío. Era una fiesta de ocho
días, en la que se celebraban la Pascua propiamente dicha (que duraba un día) y la de los
panes ázimos. La pascua transcurría desde el día 14 hasta el 21 del mes de nisán y a ella
acudían judíos de la diáspora, hombres, mujeres y niños. Era una auténtica

345
peregrinación, organizada a conciencia, en la que los caminantes esperaban varios días
cerca del Templo de Jerusalén, preparando su cuerpo y su espíritu para ser librados de
toda impureza y así cumplir la ley de Yahvé, dada a Moisés en el desierto de Sinaí (Nm
9,1ss). En la tarde del día 14, el representante de los distintos grupos llevaba un cordero
(cabritos y terneros podían ser sacrificados también) al Templo, donde era sacrificado.
Por la noche, una vez retirado el cordero del Templo y asado, se celebraba la cena
pascual. Jerusalén era la capital, símbolo del poder político, y el Templo el centro y
símbolo del liderazgo religioso del pueblo judío. Allí llegó Jesús, consciente del rechazo
que causaba su persona a las autoridades civiles y religiosas y, probablemente, con la
sospecha de que su viaje a la capital le conduciría a un destino fatal. Él guardaba en su
memoria el destino de los profetas de Israel y la muerte de Juan el Bautista.
En esta atmósfera de incertidumbre y desasosiego, Jesús entra en Jerusalén. Los
evangelios no reseñan si Jesús y sus discípulos cumplieron los rituales religiosos de
preparación de la Pascua –recibir la aspersión, bañarse y llevar un cordero al Templo–
aunque refieren una curiosa historia, en la que los discípulos preguntan a Jesús dónde
quiere que vayan a llevar a cabo los preparativos para comer el cordero pascual y Jesús
envía a dos de ellos a Jerusalén, donde les saldrá al encuentro un hombre que lleva un
cántaro de agua, que les preparará una estancia en la cual el Maestro podrá comer el
cordero pascual con sus discípulos. Allí, en una gran sala amueblada, en el piso de arriba,
se harán los preparativos (Mc 14,12-15 par). Podemos imaginar que en la palabra
«preparativos» se incluyen los actos religiosos que disponían a la celebración de la
Pascua; pero, en realidad, esto tiene escasa importancia. El silencio sobre este tema no
empaña en absoluto las escenas centrales que se narran en la última semana de la vida de
Jesús: la entrada en Jerusalén, la predicción y amenaza de la destrucción del Templo, la
última comida con sus discípulos, la acusación ante los representantes del sanedrín y la
condena a muerte y crucifixión [1] .
Ante estos hechos de la semana última de Jesús, caben innumerables preguntas, que
pueden clarificar el sentido de su función profética y la repercusión en nuestra vida
cristiana. ¿Por qué murió Jesús? ¿Cómo se explica su muerte? ¿Cuál fue la causa última
de la misma? ¿Qué responsabilidad puede atribuirse a las autoridades civiles y religiosas?
¿Cómo concibió Jesús su propia muerte? ¿Hasta qué punto fue Jesús obediente a los
planes de su Padre? ¿Se sintió en algún momento abandonado por Dios? Son preguntas,

346
como puede apreciarse, de carácter histórico, religioso y personal, a las que intentaré
acceder a partir de los datos evangélicos y de la interpretación cristiana, basada en la fe
en la resurrección de Jesús.

347
11.2. El conflicto en la vida de Jesús
Cualquier lector de los evangelios puede percatarse de que el enfrentamiento y la tensión
estuvieron presentes, de una forma o de otra, y de manera constante, en la vida de Jesús
de Nazaret. La afirmación parece obvia si se tiene en cuenta que muchos hechos y
dichos de Jesús chocaron frontalmente con las tradiciones culturales y religiosas del
pueblo de Israel, contraviniendo los preceptos de las autoridades civiles y religiosas. El
conflicto comenzó en Galilea y terminó en Jerusalén. Entre los enemigos que aparecen en
la actividad pública de Jesús se encuentran, de forma muy indiferenciada, fariseos y
escribas, doctores de la ley, herodianos, saduceos y los celotas, la facción más radical de
los fariseos. El motivo básico del enfrentamiento entre Jesús y sus adversarios es la
predicación del reino de Dios, el anuncio de un orden nuevo en el que quedaban en
entredicho los pilares de la religiosidad del pueblo de Israel. La Ley sería sustituida por el
amor, lo que se manifestaba en las comidas de Jesús con publicanos y pecadores,
relegando las normas de pureza de la sociedad judía (Lc 18,9-14). El conflicto iniciado
en el ministerio público de Jesús en Galilea fue agravándose hasta suscitar el rechazo de
las autoridades de Jerusalén. Jesús llega a la ciudad santa con los cargos de enseñanzas
revolucionarias, comportamientos irrespetuosos con la tradición de Moisés y vinculación
con unas gentes irrespetuosas con la sinagoga. La subida de Jesús a Jerusalén
escenificará dramáticamente estos hechos.
El primer acto del gran profeta de Israel, es decir, la entrada de Jesús en Jerusalén,
aunque solo gozase de un carácter simbólico, suscitó aclamación entre sus seguidores,
pero también despertó suspicacias y recelos en las autoridades religiosas y civiles. Es
muy probable que Jesús no fuera reconocido personalmente por los habitantes de
Jerusalén, pero en el evangelio de Marcos se dice que lo aclamaban peregrinos que
habían partido con él desde Jericó (Mc 11,9) y Juan parece suponer que gentes de la
ciudad (podrían ser también peregrinos) habrían salido a su encuentro. En definitiva, en
Jerusalén entraba alguien que, según relata Mateo, cumpliría el anuncio del profeta
Zacarías (Zac 9,9), que dice: «Decid a la hija de Sion: mira, tu Rey viene a ti, manso, y
montado en una borrica y en un pollino, cría de jumento» (Mt 21,5). Los discípulos y
seguidores, «un gentío», «una multitud», narran los evangelios, bendecían al «reino que
viene, de nuestro Padre David» (Mc 11,10), al tiempo que identificaban ese reino con
Jesús: «Bendito el que viene, en nombre del Señor» (Mt 21,9). El júbilo está

348
representado en la persona de Jesús, y la alegría de sus seguidores está vinculada a la
esperanza que entrañaba el reino de Dios que él anunciaba. Que Jesús fuese proclamado
«Rey» entrañaba un peligro y creaba un compromiso para las autoridades religiosas y el
prefecto de Roma, atentos siempre a los perturbadores sociales y falsos profetas que
concurrían por esas fechas en Jerusalén. El peligro y el conflicto también se alzaban
sobre la persona de Jesús, porque, aunque queden oscuros muchos detalles históricos,
puede afirmarse con el teólogo J. Gnilka que «sabemos que él (Jesús) inició por sí mismo
esa escena mesiánica».
La enseñanza de Jesús fue asimismo motivo de alarma y confrontación entre él y las
autoridades de Israel. El evangelio de Juan, al narrar la muerte y la resurrección de
Lázaro, pone en boca del sumo sacerdote Caifás una sentencia enormemente
significativa: «Vosotros no sabéis nada, ni pensáis que os trae más cuenta que muera uno
por el pueblo y no que toda la nación perezca» (Jn 11,49-50). Muchos de los judíos, al
ver la resurrección de Lázaro, creyeron en Jesús y ante ese hecho el sanedrín se
pronuncia diciendo: «Si lo dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y
eliminarán nuestro templo y nuestra nación» (Jn 11,48). En la decisión del sanedrín,
como opina F. J. Moloney, «subyace el delicado equilibrio del poder entre Roma y las
autoridades políticas y religiosas locales de tiempos de Jesús: dejar en libertad a los
hacedores de milagros mesiánicos y populistas provocaría un gran estrago» [2] . Caifás
desvela una interpretación interesante de la muerte de Jesús. Profetizó que, en
consonancia con la tradición judía, según la cual una persona justa podría morir por la
nación obteniendo la bendición de Dios, Jesús morirá por Israel y no solo por este
pueblo, sino por todos, a saber, «para reunir en un ser a los hijos de Dios que estaban
dispersos» (Jn 11,52). De alguna forma, también, se observa en toda esta narración de
Juan la vinculación del Templo con la muerte de Jesús.
El gesto simbólico de Jesús en el Templo de Jerusalén representa un hito capital en
la comprensión del conflicto en su vida profética. Es fácilmente comprensible que los
cristianos del siglo XXI no captemos la importancia y profundidad de este tema. El
hombre moderno, como afirma E. P. Sanders, concibe perfectamente una religión sin
sacrificios y deja de ver la novedad del cristianismo que entendió la muerte de Jesús
como la sustitución absoluta del culto del Templo del pueblo de Dios [3] . Como afirma
R. Aguirre, «el Templo y el culto eran, en aquel momento, la columna vertebral de la

349
religión política judía y uno de los mayores símbolos de la identidad nacional» [4] . Era la
inspiración del pueblo de Israel, donde se guardaba celosamente la presencia de Yahvé y
se esperaba su venida escatológica. Era, por tanto, el lugar indicado del culto, donde se
aplacaba al Dios que había conducido al pueblo hacia la tierra de promisión con
sacrificios expiatorios, diezmos y fiestas. Era también el lugar que mantenía políticamente
unido a Israel frente a sus enemigos y la base económica del poder político de las familias
de los sumos sacerdotes. Era el recuerdo nostálgico del pasado y la esperanza del futuro
de un pueblo que se llamaba pueblo de Dios. Su magnificencia y suntuosidad, que
evocaban los sueños de David (1 Sm 7,1-2; Cr 17,1) y la gloria de Salomón (2 Sm 7,12-
13; 1 Cr 17,11-12), eran símbolo de unidad política y religiosa del pueblo, custodiada con
esmero en todo el territorio, especialmente en Judea, sobre todo a partir del destierro.
Las reflexiones que hago sobre el Templo se basan en los relatos de los cuatro
evangelistas. Un asunto de tanta importancia debía estar recogido por todos ellos, aunque
con las variantes que los caracterizan. Juan, que sitúa este acontecimiento al comienzo
del ministerio público de Jesús, describe el celo de Jesús que con un azote de cordeles
expulsa a los mercaderes de la zona del templo, en la que se vendían palomas, bueyes y
ovejas y se cambiaba moneda romana en moneda tiria para pagar el impuesto del
Templo. Las palabras de Jesús se dirigieron contra los abusos en el Templo. Y es que el
Templo (ivero,n) no debería ser una plaza de mercado, sino «la casa de mi Padre», mh.
poiei/te to.n oi=kon tou/ patro,j mou oi=kon evmpori,ou, (Jn 2,16). El enviado de Dios
reclama la pertenencia del templo, por ser la casa de su Padre. No es solamente un lugar
de culto y de tráfico, sino principalmente la morada de Dios. Ante la dura provocación de
Jesús, los judíos reaccionaron exigiendo un signo que demostrase su autoridad. La
respuesta de Jesús es concluyente: «Destruid este santuario, y en tres días lo levantaré»
(Jn 2,19). Las desconcertantes palabras de Jesús no corresponden a la destrucción del
Templo de Jerusalén ni a la edificación de un templo de piedra, sino a un acontecimiento
que se producirá en breve, a saber, la destrucción y resurrección del cuerpo de Jesús.
Los judíos rechazaron el signo de Jesús; insolentemente, se burlan de él. Los discípulos,
en cambio, al resucitar de entre los muertos «recordaron que había dicho aquello y
creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,22). El evangelio de
Lucas narra escuetamente la expulsión de los mercaderes del Templo, sin hacer
referencia a la destrucción y edificación del mismo (Lc 19,45); sin embargo, los Hechos
de los Apóstoles recogen esta escena en el relato del prendimiento y juicio de Esteban

350
(Hch 6,14). Mateo, que sigue a Marcos, pone en boca de dos testigos falsos las palabras
de Jesús: «Este dijo: Puedo destruir el santuario de Dios y edificarlo en tres días» (Mt
26,61) y en la crucifixión los viandantes blasfemos dicen: «Tu, que destruyes el santuario
y lo edificas en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt
27,40).
Marcos goza de una especial importancia en el estudio de este tema. Los
especialistas están de acuerdo en afirmar que el primer relato de la pasión y muerte de
Jesús aparece en su evangelio y que dicho relato constituye la parte narrativa más antigua
del mismo. Las acusaciones contra Jesús referidas en el evangelio de Marcos son
muchas, tanto religiosas como políticas, y narradas con exquisita precisión. Así, se habla
de inculpaciones del pueblo contradictorias y falsas contra Jesús, que hacen referencia,
de forma especial, a la destrucción del Templo de Jerusalén; de imputaciones de
blasfemia y de vanas promesas a las gentes de Israel, bajo apariencias de profetismo
mesiánico de Jesús; de burlas y mofas contra el llamado «Rey de los Judíos» y de su
condena a muerte. Pero, veamos detalladamente la narración de Marcos.
Es impresionante el relato de Jesús ante el sanedrín, escrito por Marcos. Dice así:
«A Jesús lo llevaron al sumo sacerdote, y se reunieron todos los sumos sacerdotes, los
ancianos y los escribas. Pedro lo siguió de lejos, hasta dentro del palacio del sumo
sacerdote, y estaba sentado entre los alguaciles, calentándose a la lumbre. Los sumos
sacerdotes y todo el sanedrín buscaban un testimonio contra Jesús, para poder matarlo,
pero no lo encontraban, pues muchos testificaban en falso contra él, pero los testimonios
no eran idénticos; algunos, puestos en pie, testificaban en falso contra él, diciendo:
“Nosotros le oímos decir: Yo destruiré este santuario hecho por manos humanas, y en
tres días edificaré otro no hecho por manos humanas”» (Mc 14,53-58). Parece ser que
Marcos entendió como verdadera esta afirmación, al repetirla en el momento de la
crucifixión de Jesús (Mc 15,29). Es importantísimo observar, como indica J. Gnilka, que
en este pasaje se menciona por primera vez a los principales sacerdotes (oi` avrcierei/j)
[5] . La acción de Jesús de protesta y purificación del templo –una llamada a la
conversión del pueblo de Israel– puso en pie de guerra a los principales dirigentes
religiosos de la nación, que esperaban una pronta y más adecuada actuación para matar
al Galileo [6] . Jesús es conducido a la casa del sumo sacerdote –en este caso Caifás,
aunque Marcos no lo consigne– y allí se enfrentará a representantes de las tres facciones

351
que componían el sanedrín: los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. Ante ellos,
y en un interrogatorio caótico, reaparece la noticia de que Jesús intenta destruir el
Templo de Jerusalén y edificar otro. El texto se presta a diversas interpretaciones. E. P.
Sanders opina que Jesús fue «un escatologista radical» que esperaba la actuación
decisiva de Dios para cambiar radicalmente el rumbo de las cosas, anhelando la nueva
era, «cuando se reuniesen de nuevo las doce tribus de Israel en un Templo nuevo y
perfecto, construido por Dios mismo» [7] . La mención a «otro» templo, no hecho por
manos humanas, «a los tres días» sugiere, más bien, que se está pensando en la
resurrección de Jesús. Como dice otra vez J. Gnilka, «el Señor exaltado sustituirá el
templo o lo inutilizará» [8] .
Teólogos y exegetas han vuelto a colocar en el centro de la investigación religiosa
este pasaje evangélico. No se trata solamente de referencias, por muy importantes que
sean, a la ira de Jesús contra los avaros comerciantes en los recintos sagrados del Templo
de Jerusalén o a su enérgica repulsa hacia las normas religiosas de pureza del pueblo
judío, sino de interpretar esta acción de Jesús como una de las principales razones para
su sentencia de muerte. Así opinan, entre otros autores, W. Kasper, N. T. Wright y R. E.
Brown [9] .
W. Kasper, hablando del marco histórico de la muerte de Jesús, considera que la
ejecución en cruz era especialmente cruel, denigrante e infamante, reservada
especialmente para esclavos. Si entre gente de bien no podía hablarse de una muerte tan
ignominiosa, la desconfianza de los romanos hacia los judíos en una Palestina
políticamente inestable y la explicable ignorancia de los poderes públicos acerca de la
religión de Israel propiciaron a los enemigos de Jesús presentar la querella ante Pilato.
Jesús, por tanto, fue ejecutado como rebelde político, aunque su rebeldía muestre rasgos
muy singulares, alejados de cualquier movimiento de la época con estas connotaciones.
El título de la cruz «Rey de los judíos» (Mc 15,26 par) prueba nítidamente esta
afirmación. Más difícil que la escena de Pilato, continúa razonando W. Kasper, es el
proceso de Jesús ante el sanedrín, en el que intervinieron dos cosas: la cuestión mesiánica
y las palabras de Jesús sobre la destrucción del Templo. Con ello se debía probar que
Jesús era un falso profeta y blasfemo, sobre el que tenía que pronunciarse la sentencia de
muerte. Todo esto se convirtió en pruebas de los poderosos y a Jesús lo asesinaron el
malentendido, la cobardía, el odio, la mentira, las intrigas y las emociones. La muerte de

352
Jesús, y así termina la reflexión de este teólogo en este punto, tiene, sin embargo, una
dimensión más profunda. Para el Nuevo Testamento, «la muerte de Jesús no es
solamente acción de los judíos y romanos, sino obra salvadora de Dios y libre
autoentrega de Jesús» [10] .
Siguiendo la exposición de T. P. Rausch [11] , N. T. Wright opina que, aparte de que
la cuestión de Jesús y el Templo sea central en la actualidad de la investigación teológica,
la acción de Jesús ha de interpretarse más que como una simple amenaza a la religiosidad
del pueblo judío y a la casta sacerdotal como un juicio simbólico y profético en contra
del Templo. Con ello, sin recurrir a la violencia armada contra la ocupación romana, y
ejerciendo como auténtico profeta de Israel, anunciaba el final de la era presente, la falta
de sentido del Templo en un tiempo futuro, y la llegada del reino de Dios [12] . R. E.
Brown, aunque de forma más débil, admite la enorme probabilidad histórica de que el
acontecimiento de la destrucción del Templo contribuyera a la ejecución de Jesús [13] .

353
11.3. Jesús se enfrenta a la muerte y deja entrever su alcance
Innegablemente, la muerte de Jesús fue un acontecimiento singular para sus discípulos y
el grupo de seguidores que permanecieron fieles a la trayectoria vital del Galileo. Y lo
fue, especialmente, porque la vida de Jesús había terminado aparentemente en el fracaso
más estrepitoso y en el abandono de Dios; es más, en el escarnio de la maldición, como
se afirma en el libro del Deuteronomio: «Cuando un hombre se hubiere hecho reo de un
delito penado con muerte y haya de ser muerto se le colgará de un madero. Su cadáver
no pernoctará sobre el madero, sino que lo has de enterrar el mismo día; pues un colgado
es una maldición de Elohim. Así harás impuro el suelo que Yahvé, tu Dios, te da en
herencia» (Dt 21,22-23).
Ante la magnitud del acontecimiento, los seguidores de Jesús volvieron la mirada a
las Escrituras hebreas, recurriendo a metáforas y simbolismos de la tradición judía que
permitiesen una explicación satisfactoria a la muerte ignominiosa de Jesús. La tarea no
entrañaba excesiva dificultad. Recordaban perfectamente la figura de los profetas de
Israel, enviados de Yahvé para proclamar su palabra al pueblo elegido, y también
rechazados y hasta ejecutados por los poderes públicos. No quedaba muy lejano el
destino de Juan el Bautista. Estaban también familiarizados con la tradición sapiencial, en
la que el símbolo del Justo sufriente se asemejaba en alto grado al sufrimiento y muerte
de Jesús. Otro tanto sucedía con el Siervo de Yahvé. Detrás de esta explicación, estaba la
intención de indagar en el pensamiento de Jesús sobre su propia muerte y sobre el
sentido que él le atribuía.
Los escritos de las primeras comunidades cristianas aparecieron sin excesiva
dilación, dando una significación a la muerte de Jesús y sirviendo, a la par, de base para
que los cristianos pudiéramos averiguar algo de la forma en que Jesús entendió su muerte
y el alcance que le dio. La tarea es sumamente difícil. En el pensamiento de Jesús sobre
su muerte no podemos adentrarnos, sino con numerosas limitaciones de índole diversa, y
en todo caso de forma indirecta. Los evangelios han de interpretarse siempre a la luz de
la resurrección de Jesús y no siempre estamos seguros de si las historias que relatan
gozan de carácter histórico o pertenecen a la visión creyente de la comunidad cristiana.
En cualquier caso, las figuras bíblicas de la tradición religiosa de Israel pueden ayudarnos
a encontrar la perspectiva y el sentido de la muerte de Jesús. A ellas me refiero
inmediatamente.

354
11.4. La muerte del Profeta
En los escritos del Nuevo Testamento aparece frecuentemente el tema de Israel matando
a sus profetas, aunque, ordinariamente, de forma simbólica. El profeta perseguido estaba
en las entrañas del pueblo de Israel. El pueblo judío conocía a la perfección la misión
comprometida y el destino final del profeta. Jerusalén, que simboliza la religiosidad del
pueblo de Israel (también, de alguna forma, del mundo entero), será descrita como la
ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que se le envían (Mt 23,37). Y Jesús fue,
innegablemente, un profeta. Así se manifiesta, directa o indirectamente, a lo largo de su
ministerio público. Jesús fue desprestigiado y rechazado en su tierra y en su casa,
Nazaret (Mt 13,57). El rey Herodes asocia a Jesús con la misión profética de Juan el
Bautista y la gente lo tenía por profeta (Mc 6,14; Mt 21,26.46). En las invectivas contra
los escribas y fariseos, Jesús asemeja su persecución y la de sus seguidores con el
rechazo de los profetas de Israel (Lc 11,49-51. Otro tanto sucede en el relato de las
bienaventuranzas (Lc 6,22-23). Más referencias indirectas pueden observarse en la
parábola de la viña y los renteros homicidas (Mc 12,1-9) y en las duras alusiones al rey
Herodes (Lc 13,32-33).
A un profeta se le reconoce por su relación especial con Yahvé, su recta, incisiva y
acusadora palabra contra la perversión del pueblo de Israel, y su destino desacertado y
fatal, asociado estrechamente a su arriesgada misión. Jesús es el prototipo de estas
cualidades proféticas. Con naturalidad sorprendente, habla a las gentes de Dios,
llamándolo Padre (abbâ’: Mt 7,21; 10,32; 11,27; Lc 2,49), y así se dirige a él en los
momentos más cruciales de su vida (Mc 14,36). Su autoridad (evxousi,a) reside en la
misión encomendada por Dios, su Padre, que desarrolla en absoluta confianza y libertad,
curando a los enfermos, expulsando a los demonios y anunciando la buena noticia del
reino (Mt 21,23-27; Mc 11,28-33; Lc 20,2-8). Su relación singular con Dios, la autoridad
de su palabra y la acción a favor de los marginados de la sociedad marcaron el final de su
existencia terrena, que se distinguió en conflictividad e ignominia entre el resto de
profetas del pueblo de Israel. Su vida profética se orienta a la muerte y a la resurrección,
y así lo reivindica el evangelista Lucas cuando, en los Hechos de los Apóstoles, Pedro
proclama que «toda la casa de Israel sepa ciertamente que Dios lo ha hecho Señor y
Mesías, a ese Jesús al que vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).

355
Jesús no fue un profeta cualquiera. Él fue un profeta singular, ya que su mensaje no
se confinó al pueblo de Israel, sino que abarcó a toda la humanidad. Por la misma razón,
su muerte tuvo carácter universal, abriendo la esperanza de salvación a todo el género
humano.

356
11.5. La muerte del Justo
En la tradición bíblica de Israel, las figuras del justo y del profeta se asemejan en la
esperanza que ponen en Yahvé; uno, buscando la justificación del sentido de su vida,
constantemente amenazada por los impíos, y el otro, la validez de su palabra y de su
lucha, cuestionada, asimismo, por la dureza de corazón de los destinatarios.
El Antiguo Testamento concede una posición privilegiada a la justicia de Yahvé. En
sentido propio, solo él es justo. Y el hombre que actúa rectamente y se aproxima a esa
justicia de Dios se ve libre del fracaso y de las injusticias humanas, aunque esté sometido
al sufrimiento. La historia de este sufrimiento del justo se aplicó originariamente al rey de
Israel que, aunque perseguido por sus enemigos, siempre sale victorioso por la ayuda de
Yahvé, traducida en la derrota de los enemigos y en la confirmación de la justicia de
quien implora su misericordia. La justicia de Yahvé, en definitiva, no solo manifiesta una
de sus propiedades esenciales, sino que, por la confianza puesta en él, convierte en justo
a quien le suplica. Los profetas son quienes personifican de forma más específica y clara
la figura del justo, que padece y es despreciado. Solo en los salmos, especialmente en la
tradición sapiencial, la figura del justo sufriente y también exaltado se convierte en tema
popular en el judaísmo tardío. Los malvados conspiran contra el justo, le ofenden con
sus reproches y burlas, al tiempo que él clama a Yahvé para que lo defienda, implorando
que acabe con la maldad de los impíos y confirmando su conducta (Sal 7,2-10; 22; 25;
31; 34; 37). El libro de la Sabiduría juega una importancia decisiva en este tema. El
razonamiento de los impíos se opone a la forma de vida del justo, probándolo con
torturas y ultrajes, incluso condenándolo a una muerte vergonzosa. Los sufrimientos del
justo en esta vida no son considerados castigos, sino pruebas con las que Dios reconoce
a quienes son dignos de él. Por eso, mientras los impíos sufren el castigo en esta vida y
carecen de toda esperanza, el justo, que goza de la protección de Yahvé, espera la
inmortalidad y el gozo en el reino de Dios (Sab 2,10-22; 5,1-5). El tema del justo se
encuentra también en el libro de Daniel. En él se refieren el mandato del rey
Nabucodonosor de arrojar al horno de fuego abrasador a los tres jóvenes que se negaron
a venerar a los dioses del rey y la estatua de oro que él había erigido y el envío del ángel
de Yahvé que libró a sus siervos por confiar en él (Dan 3), las órdenes del rey Darío de
arrojar a Daniel a la fosa de los leones, y la consiguiente liberación del profeta y el
reconocimiento de Yahvé como Dios vivo y perdurable (Dan 6), y el relato, expuesto en

357
el deuterocanónico Daniel, de la bella Susana, traicionada por dos ancianos apasionados,
y liberada por haber puesto su esperanza en Yahvé, su Dios (Dan 13).
Los escritos del Nuevo Testamento no podían estar ajenos al tema del «justo que
sufre, pero que es salvado por Dios». La vida de Jesús se enmarca perfectamente en este
esquema, si bien con claras y significativas diferencias. El mejor ejemplo para clarificar la
teología del justo sufriente se encuentra en la segunda predicción de la pasión del
evangelio de Marcos. Dice así: «el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de (los)
hombres; y lo matarán; y ya muerto, después de tres días resucitará» (Mc 9,31). El
vaticinio afirma expresamente el sufrimiento de Jesús, pero con una novedad radical, a
saber, en este caso, el justo no es un hombre cualquiera, sino el Hijo del hombre,
entregado por Dios (sujeto escondido en el circunloquio de la forma pasiva paradi,dotai),
cuya esperanza queda absolutamente colmada con la resurrección. E. Schillebeeckx
encuentra vestigios del tema del sufrimiento del justo en el material premarcano de la
pasión con alusiones al tercer canto del Siervo de Yahvé (Is 50,4-9), y al Salmo 2, a la
par que afirma que Marcos quiere demostrar que Jesús no sufrió como «justo», sino
como «Hijo del hombre» e «Hijo de Dios» (Mc 8,31; 9,31; 10,33; 15,39). Puede
decirse, según este teólogo, que «la forma primitiva del relato de la pasión fue concebida
según el modelo del “justo doliente”, pero que ya en la redacción de Marcos, y todavía
con mayor claridad en Mateo y Lucas, este modelo pasa a segundo plano» [14] . Afirma,
además, que «el hecho de que en la fase más antigua del relato de la pasión no se aluda a
Is 53, indica inicialmente que la “meditación de la pasión” no reconocía aún el significado
salvífico de la pasión y muerte de Jesús» [15] .
Con Jesús culmina una tradición y comienza una etapa nueva en la historia del
«justo doliente» de la historia del pueblo judío. El justo que ahora sufre es el Hijo del
hombre, el inocente por excelencia entre todos, que experimenta la injusticia más radical
y absoluta del mundo, pero que, al mismo tiempo, asume en sí la esperanza de todos los
tiempos y de todos los justos de la antigüedad. Él no terminará en el olvido, sino que será
resucitado por Dios. La resurrección será también el destino final de todos los que, sin
huir de la realidad de este mundo, nos identifiquemos con él en el sufrimiento.

358
11.6. La muerte del Siervo sufriente
El tema del Siervo sufriente es de capital importancia para determinar el sentido que
Jesús dio a su muerte. ¿Hasta qué punto y en qué sentido podemos colegir que Jesús
aludió al Siervo de Yahvé en el canto de Isaías (Is 52,13–53,12), al hablar del trágico
final de su misión? ¿Es verosímil que Jesús contemplara su muerte como un sufrimiento
vicario, llevado a cabo a favor de otros? La respuesta a estas preguntas ha variado con el
paso del tiempo. Tradicionalmente, los estudiosos han visto en la figura del Siervo del
profeta Isaías la representación de Jesús de Nazaret. A partir de la segunda mitad del
siglo XX, y este es el pensamiento predominante en la actualidad, los exegetas consideran
sumamente difícil que Jesús utilizara esta figura para dar sentido a su muerte,
atribuyéndola, más bien, a la interpretación que hicieron de ella algunas comunidades
después de la Pascua.
Presento el bello texto, conocido como el cuarto canto del Siervo del segundo Isaías
(Is 52,13–53,12):
«He aquí que su Siervo tendrá éxito,
será elevado, ensalzado muy exaltado.
Lo mismo que muchos se horrorizaron por ti
–tan alejado del de un hombre era su aspecto,
y su figura de la de los humanos–,
así se llenaron de asombro muchos pueblos;
por su causa reyes cerrarán su boca,
pues verán lo que no se les había referido
y contemplarán lo que no habían oído
¿Quién ha creído la noticia a nosotros llegada?
Y el brazo de Yahvé, ¿a quién ha sido revelado?
Creció como un pimpollo delante de Él,
como raíz salida de tierra seca;
no tiene apariencia ni belleza para que nos fijemos en él,
ni aspecto para que en él nos complazcamos.
Fue despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
y como uno de quien se oculta el rostro,
le despreciamos y no le estimamos.
Sin embargo, nuestros sufrimientos él ha llevado,
nuestros dolores él los cargó sobre sí,
mientras nosotros le hemos considerado azotado,
golpeadísimo y abatido;

359
y él traspasado por causa de nuestros pecados,
molido por nuestras iniquidades;
el castigo, [precio] de nuestra paz, cayó sobre él,
y por sus contusiones se nos ha curado.
Todos nosotros como ovejas errábamos,
cada uno a nuestro camino nos volvíamos,
mientras Yahvé hizo recaer en él la culpa de todos nosotros.
Fue maltratado, pero él se doblegó y no abrió su boca,
como cordero llevado al matadero
y cual oveja ante sus esquiladores enmudecida.
Del poder y el juicio fue cogido, y a su generación
¿quién la tiene en cuenta?
Pues ha sido cortado de la tierra de los vivientes,
por el crimen de su pueblo ha sido herido de muerte.
Y se le ha asignado sepultura con los impíos,
y con los ricos su tumba,
aunque él no había cometido violencia
ni engaño hubiera en su boca.
Pero a Yahvé ha complacido aplastarle con padecimiento.
Si haces de su vida un sacrificio expiatorio, verá descendencia,
prolongará [sus] días,
y el designio de Yahvé por medio de él prosperará.
Gracias a la fatiga de su alma verá la luz y se saciará;
por su conocimiento justificará el Justo, mi Siervo, a muchos,
y las iniquidades de ellos cargará sobre sí.
Por eso le daré parte con las multitudes,
y con los poderosos repartirá el botín,
en recompensa por haber entregado su persona a la muerte
y haber sido contado entre los delincuentes,
portando los pecados de las multitudes
e intercediendo por los delincuentes...»

La conveniencia de este texto en relación con la muerte de Jesús es evidente.


Veamos algunas ideas predominantes:
– En el cántico, el siervo se sitúa en la tradición del pueblo sufriente, aunque se
diferencia de él por su inocencia y confianza en Yahvé.
– Hace referencia a un siervo que, despreciado y abandonado de los hombres, sufrirá por
causa de nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. El castigo cayó sobre
él.

360
– Él es quien ha llevado nuestros sufrimientos, quien cargó sobre sí con nuestros dolores.
Sobre él recayó la culpa. Él padecerá vicariamente por otros.
– Él fue herido de muerte, morirá.
– Su sufrimiento vicario complacerá a Yahvé y justificará a muchos porque cargará sobre
sí con las iniquidades de ellos.

Este impresionante canto del Deuteroisaías pone de manifiesto el valor del dolor de
un hombre justo y permite interpretar ese dolor no como un escándalo, sino como
instrumento de una misión, que no solo sirve de purificación personal para la otra vida,
sino para la salvación de otros.
Es innegable la importancia de este pasaje de Isaías en la interpretación de la muerte
de Jesús en las primeras comunidades cristianas. Cosa muy distinta es si Jesús tuvo
presente las palabras del profeta y si le sirvieron para entender su propia experiencia
mortal. J. D. G. Dunn examina varios pasajes del Nuevo Testamento relacionados con
este tema, negando o al menos poniendo en tela de juicio, la relación entre ellos y el
canto de Isaías en lo referente a la influencia que pudieran haber tenido en Jesús [16] .
En cualquier caso, y dejando al margen esta cuestión, resulta evidente que los ecos
del canto de Isaías resuenan en los escritos del Nuevo Testamento, más insistente y
nítidamente que en los evangelios en los Hechos de los Apóstoles (Hch 3,13.26; 4,27.30;
8,32), en las cartas de Pablo, que se aplica, a veces, las palabras a sí mismo (Rom 4,25;
15,21; Gal 1,15), y especialmente en 1 Pe 2,21-25). Los exegetas observan los trazos del
Siervo sufriente de Isaías en la actividad del ministerio profético de Jesús. Así, Mateo, al
hablar de varias curaciones de Jesús, confirma el cumplimiento del anuncio de Isaías, que
dice: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestros pecados» (Mt 8,17). En el mismo
evangelio (Mt 12,16-21), se da cumplimiento a la profecía del «siervo de Yahvé». Es
cierto que los exegetas destacan distintas facetas de Jesús al explicar el interés de Mateo
por la cita del profeta Isaías (Is 42,1-4) y que resulta difícil conocer las asociaciones que
el evangelista pretendió suscitar en los lectores, pero, como dice U. Luz, «lo importante
es la orientación cristológica que el texto ofrece con ayuda de estas imágenes: ellas
muestran la prau,thj de Cristo, su paciencia, no violencia, pacifismo, bondad y
amor» [17] . Según este pasaje, el futuro del Hijo de Dios no es violento, sino justo, en
cuya justicia se encuentra también la esperanza de las naciones, del anuncio de Isaías,

361
que dice: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestros pecados» (Mt 8,17). Lucas,
al narrar la contienda entre los apóstoles acerca de quién de ellos era el mayor, pone en
boca de Jesús estas palabras: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que tienen
autoridad sobre ellas se llaman “bienhechores”. Pero vosotros, así no; sino que, el mayor
entre vosotros sea como el menor, y el que manda como el que sirve» (Lc 22,25-26).
Aunque haya que mantener la ambigüedad del texto: u`mei/j de, ou`c ou-twj –vosotros
no sois así / vosotros no seáis así– (se trate de in imperativo o de un indicativo); se
imponen a la comunidad cristiana unos criterios que deben alejarse de los modelos de
poder del mundo. En el versículo siguiente, en el marco de una comida, se distingue
entre el que está sentado en la mesa y el que sirve, y se dice, refiriéndose a Jesús: «yo
estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). El evangelista ha recurrido en
alguna otra ocasión de forma implícita a la imagen del «siervo» (Lc 12,35-40.46.47-48;
17,7-10), pero aquí establece el fundamento cristológico del ministerio eclesial, inspirado
en dicha imagen. Refiriéndose a este pasaje, F. Bovon afirma que Lucas, aun conociendo
el paralelo de Marcos (Mc 10,45), «prefiere acogerse a su tradición propia, aunque la
cristología del servicio atestiguada por ella está menos desarrollada que la cristología de la
redención de Mc 10,45. No hay en Lucas ninguna alergia a la idea de la expiación. Hay
solamente una atención continua a Cristo, que se ofrece como modelo a su Iglesia y,
sobre todo, a los responsables de esta» [18] . En el evangelio de Juan se encuentra una
frase muy significativa para el tema que estoy considerando. En el conocido como
segundo día, en el que Juan el Bautista continúa dando testimonio de Dios, se dice que
vio a Jesús que se le acercaba y dijo: «¡Mira, el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo!» (Jn 1,29). Esta es una frase polémica y abierta a múltiples interpretaciones [19] .
Me inclino a aceptar, y esto lo considero suficiente para mi propósito, la opinión de R. E.
Brown, que afirma: «Hay numerosos argumentos a favor de que el evangelista (Juan)
interpretara el Cordero de Dios sobre el trasfondo de la descripción isaiana del
Siervo» [20] . Las expresiones «Yahvé hizo recaer en él la culpa de todos nosotros», «fue
maltratado» y «es como cordero llevado al matadero y cual oveja ante sus esquiladores
enmudecida, y no abre su boca» resultan completamente familiares para la comunidad
cristina aplicadas a Jesús.
Los pasajes evangélicos que he expuesto me conducen a formar una imagen de
Jesús, que resumo de esta manera: si aplicamos a Jesús el canto de Isaías, él es realmente
quien lleva el pecado del mundo y en ese pecado está la razón de su muerte [21] . El

362
pecado, entendido por el judío como algo inherente al castigo, recae en Jesús. En él, el
sufrimiento y la condena –más hirientes que los de cualquier justo– no son consecuencia
de su pecado, sino del pecado del mundo entero. Jesús, efectivamente, cargó con el
pecado de los hombres o con la maldición humana; incluso, como dice Pablo, a él, que
no conoció pecado, Dios lo «hizo pecado a favor nuestro» (2 Cor 5,21). El pecado del
mundo lo llevó a la muerte; el Mesías «debe morir», según la ley judía (Jn 19,7), y tenía
que sufrir esa muerte «para entrar en su gloria» (Lc 24,26). La muerte de Jesús es la
muerte del Siervo sufriente, es decir, es un servicio a todos los hombres, y con ella se
abre la puerta de la gloria, también para todo el mundo.

363
11.7. La pasión de Jesús
Cuando un cristiano mira a la cruz siente con el crucificado el sufrimiento y la esperanza
de la gloria. La cruz, símbolo de la pasión y el dolor, no es el final del ministerio profético
de Jesús, sino la culminación de su actividad, orientada de forma inexorable a la
glorificación del Hijo del hombre, y una señal que marca nuestra peregrinación en este
mundo. Así nos lo indican los contenidos de los evangelios, donde se cimienta la fe de la
Iglesia.

364
11.8. Referencias evangélicas al sufrimiento de Jesús
Desde un punto de vista genérico, podemos afirmar que el ministerio público de Jesús
estuvo abocado a una muerte violenta. Él arriesgó tanto su vida, mezclándose con
pecadores, desafiando a las autoridades religiosas y civiles, y considerándose, en la
tradición de los profetas de Israel, como un enviado de Dios, que no era previsible que su
muerte fuese de signo distinto. Creo que esto queda suficientemente esclarecido a lo
largo de los apartados anteriores, especialmente en la consideración del gesto simbólico
de la purificación y destrucción del Templo de Jerusalén. Pero, veamos algunas
referencias de los evangelios al sufrimiento de Jesús.
Bajo formas diferentes, los evangelios se refieren, implícita o explícitamente, a los
sufrimientos de Jesús a lo largo de su vida terrena. Él mismo enseña a sus discípulos que
el seguimiento al maestro exige la negación de uno mismo y cargar con su cruz (Mc
8,34), que al discípulo le basta ser como a su maestro (Mt 10,25), y les instruye que en
él ha de cumplirse la Escritura: «que fue contado entre (los) malhechores» (Lc 22,37).
Jesús se siente traicionado por Judas, y en él se cumple la Escritura, según la cual el Hijo
del hombre se va, pero «¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mc
14,21). Como profeta, es objeto de la acción cruel de escribas y fariseos que, como él
dice, azotan, crucifican y matan, y de la propia ciudad de Jerusalén, que mata a los
profetas y apedrea a los que se le envían (Mt 23,34-39). En realidad, toda la vida de
Jesús se mueve en torno del dolor y del sufrimiento, desde la austeridad y sencillez de su
vida (Mt 8,20) hasta el retorno a la vida, después de la muerte (Lc 11,30), pasando por
los tiempos difíciles, que abren la puerta a los relatos de la pasión.
En lo concerniente a este punto, J. D. G. Dunn analiza unas metáforas que aluden,
asimismo, a los sufrimientos de Jesús. Son estas: las metáforas del cáliz, del bautismo y
del fuego, que figuran en Mt 20,22-23; Mc 10,38-39; Lc,12,49-50). Mateo escribe:
«Jesús respondió así: “No sabéis qué pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?”
Le dicen: “Podemos”. Les dice: “Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha y a mi
izquierda no es cosa mía concederlo, a no ser a aquellos a los que mi Padre se lo ha
reservado”» (Mt 20,22-23). Las palabras de Marcos son estas: «Pero Jesús les dijo: “No
sabéis qué pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo
soy bautizado?” Ellos le dijeron: “Podemos”. Pero Jesús les dijo: “Beberéis el cáliz que
yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi derecha o

365
a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para los que está reservado”» (Mc
10,38-40). Y Lucas escribe: «Vine a poner fuego sobre la tierra, ¡y cómo quisiera que ya
hubiera prendido! Pero tengo que ser bautizado con un bautismo, ¡y qué angustiado
estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,49-50).
Acerca de la metáfora del bautismo, reconoce como probable que la versión de
Mateo podría haber sido tomada de la de Marcos, aunque en ella se omita el dicho del
«bautismo», que aparecería en una forma distinta en Lc 12,50, fuera del contexto en que
lo escribió Marcos. En todo caso, Marcos y Lucas describen con la imagen del bautismo
los sufrimientos que iba a soportar Jesús.
El dicho sobre el «cáliz» de Marcos y de Mateo también parece aludir a los
sufrimientos futuros de Jesús y probablemente proceda del mismo Jesús. La imagen del
«cáliz» se encuentra también en las formas de la tradición de Getsemaní (Mc 14,36 par).
En el huerto que lleva este nombre, Jesús, con gran angustia y desconcierto, acude al
poder de su aba abbâ’ para que aparte lejos de él el cáliz del dolor; es consciente de la
inminencia de su muerte, pero la voluntad de su Padre triunfará sobre su sensibilidad y
su turbación.
El doble dicho sobre el fuego/bautismo de Lucas (Lc 12,49-50) resulta más oscuro
y misterioso. Aunque sea difícil precisar el acontecimiento en el que se inspiraron estos
dichos, el paralelismo entre ellos («vine a poner fuego sobre la tierra» y «tengo que ser
bautizado con un bautismo») se muestra perceptible sin mucho esfuerzo, lo que pone de
manifiesto su estructura semítica.
Añadiendo aún más complejidad a este dicho, recuerda este autor, encontramos
contenidos similares en boca de Jesús, cuando dijo: «No penséis que vine a traer paz a la
tierra; no vine a poner paz, sino espada» (Mt 10,34). Lucas lo refiere así: «¿Creéis que
vine a poner paz en la tierra? No, os (lo) digo, sino más bien división» (Lc 12,51). Se
trata probablemente de anuncios que hacen referencia a la tribulación de los últimos
tiempos.
En las palabras de Mateo y de Lucas: «Yo os bautizo con agua... él os bautizará con
Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11 y Lc 3,16) se reproducen las imágenes de la
predicación de Juan el Bautista y, al tiempo, se deja entrever la probabilidad de que Jesús
pudiera aplicarlas a su propia misión, intuyendo la profunda y dolorosa experiencia de su
cercana pasión y de su muerte violenta [22] .

366
11.9. Las predicciones de los sufrimientos y de la pasión de Jesús
Ningún ser humano tiene poder para predecir el propio sufrimiento y la muerte.
Solamente Jesús de Nazaret tuvo el conocimiento previo de su sufrimiento y de su
muerte, conforme lo atestiguan los dichos recogidos por la comunidad cristiana y
reflejados en los escritos evangélicos. Los tres evangelios sinópticos consignan esa
tradición y lo hacen en tres ocasiones (Mc 8,31; 9,31; 10,33-34; Mt 16,21; 17,22-23;
20,18-19; Lc 9,22; 9,43-44; 18,31-33).
Marcos refiere estos acontecimientos de la siguiente manera: «Y empezó a
enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, y ser rechazado por los
ancianos y los sumos sacerdotes y los escribas, y sufrir la muerte, y después de tres días
resucitar» (Mc 8,31). En el capítulo 9, continúa afirmando: «Y les decía: “El Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de (los) hombres; y lo matarán; y ya muerto,
después de tres días resucitará”» (Mc 9,31). La tercera predicción dice así: «Mirad,
subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los
escribas, lo condenarán a muerte, lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le
escupirán, lo azotarán y lo matarán; pero después de tres días resucitará» (Mc 10,33-34).
Los exegetas están de acuerdo en afirmar que la segunda predicción de Marcos (Mc
9,31) corresponde a la versión más antigua y menos desarrollada de todas las
predicciones de la pasión de Jesús, basándose en sus características lingüísticas, en su
brevedad y en su imprecisión. La predicción cambia el tiempo de presente al futuro,
emplea el presente paradi,dotai, un «pasivo divino», que remite a un participio arameo; y
otro tanto sucede con ui`o,j tou/ avntrw,pou, que evoca la forma aramea avna rb (bar
`anâshâ’), que puede entenderse como título aplicado a Jesús o como significación
ordinaria y se vale de la construcción semítica «entregado a los hombres». Con estos
argumentos, J. Jeremias afirma que «El lvm ((mashal) “Dios, entregará (pronto) el
hombre a los hombres” (Mc 9,31) es el meollo antiguo que está detrás de las
predicciones de la pasión» [23] .
Las variaciones de los evangelistas sinópticos son múltiples. Marcos repite en las
tres predicciones de la pasión la expresión «después de tres días» (meta. trei/j hvme,raj),
que implica cierta imprecisión, mientras que Mateo y Lucas hablan de «al tercer día»
(th|/ tri´th|/ h`me,ra|), una expresión más concreta y familiar a la luz de la tradición
cristiana sobre la resurrección de Jesús. Al referirse a la resurrección, Marcos utiliza

367
siempre el verbo en la voz activa: «resucitar o resucitará» (avna,sthnai, / anasth,setai),
mientras que Mateo emplea solo la pasiva: «ser resucitado o será resucitado»
(evgerqh,nai / evgerqh,setai), y Lucas hace uso de ambas voces.
Las tres versiones de Marcos comienzan con la expresión «el Hijo del hombre», y
la segunda de ellas (Mc 9,31), la más antigua, utiliza el juego de palabras «Hijo del
hombre» que va a ser entregado «en manos de los hombres», formulación y
construcción que remiten a formas hebreas o arameas. La segunda predicción de Lucas
es muy breve, en la que únicamente se menciona que «el Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de (los) hombres» (Lc 9,44), mientras que la tercera contiene
múltiples detalles, como el cumplimiento de las profecías sobre el Hijo del hombre, la
entrega a los gentiles, las burlas e insultos, los azotes, y la ejecución (Lc 18,31-33).
Mateo refiere los pormenores señalados en esta versión de Lucas, a los que añade la
forma de la muerte, es decir, la crucifixión (Mt 20,18-19). Cabe añadir que las tres
predicciones de Mateo, al hablar de la resurrección, utilizan la forma pasiva: «será
resucitado», una afirmación con un enfoque teológico claro, indicando que Jesús había
sido resucitado por Dios [24] .
El estudio de estas predicciones ofrece una base sólida para afirmar que Jesús
previó el rechazo que encontraría su misión profética en Jerusalén, ocasionándole la
condena de las autoridades religiosas y civiles de Israel y, consecuentemente, la muerte
en cruz. La aceptación de estos sufrimientos y de la muerte parece ser que fue entendida
por Jesús como designio inevitable de Dios [25] .

368
11.10. Los relatos de la pasión de Jesús

11.10.1. La oración en el huerto de Getsemaní

En el Museo del Prado de Madrid se encuentra un cuadro de Tiziano, «La oración en el


huerto» (1562), que ilustra maravillosamente este episodio de la vida de Jesús. En el
óleo, con tonalidades de claroscuro, aparecen las figuras de Jesús, iluminado por la luz
sobrenatural y vestido con colores azul y rojo, y de los soldados, casi imperceptibles y
con apariencia grotesca. Los colores, la sensación de movimiento y la siniestra apariencia
de los soldados –uno de ellos ilumina la escena portando un farol– sugieren el tenebrismo
que se avecina en la vida de Jesús.
El evangelista Marcos refiere que una vez comido el pan y bebido el vino del rds
(sêder) de Pascua (Mc 14,22-25), Jesús y sus discípulos salen del cenáculo entonando
los himnos y se dirigen al Monte de los Olivos. Todo concuerda con las costumbres de
Pascua, puesto que muy probablemente ya en tiempo del segundo Templo, los judíos
finalizaban el rds (sêder) con la recitación del llh (hallêl) (Salmos 113–118). Estos
salmos hablan del sufrimiento del justo y de su invocación a Yahvé para que lo salve (Sal
116,3-4), refieren que Dios libra a los sencillos de la muerte (Sal 116,8), proclaman la
acción de gracias colectiva por la vida (Sal 118,17-18) y profetizan que «la piedra que los
constructores habían rechazado se ha convertido en piedra angular» (Sal 118,22-23).
Todos ellos prefiguran la historia cercana de Jesús, su sufrimiento inminente y el triunfo
sobre la muerte.
La recitación del himno cierra el suceso de la última cena, y con el episodio de
Getsemaní (Mc 14,32-42) comienza el relato de Marcos sobre la Pasión, al que se
orienta todo el evangelio. El evangelista nos habla de una finca, de nombre Getsemaní, a
la que llegan Jesús y sus discípulos. Allí, Jesús, dejando en la entrada del huerto al grupo
principal de sus discípulos y llevándose con él a Pedro, a Santiago y a Juan, presiente un
acontecimiento aterrador y se angustia de tal manera que exclama: «Mi alma está llena de
una tristeza mortal» (Mc 14,34), es decir, a punto de muerte, una imagen que encierra el
dolor más intenso que un hombre pueda experimentar en esta vida. El texto está lleno de
términos apocalípticos, indicando que Jesús se enfrenta no solo a su propia muerte, sino
a las fuerzas cósmicas del mal para llevar a cabo la salvación del mundo. El intenso dolor
no causó en Jesús el olvido de su Padre. Postrado en tierra, como signo de sumisión a la

369
voluntad de Dios, reza para que, si es posible, pase de él aquella «hora» y se aparte
«aquel cáliz», metáforas ambas con clara dimensión escatológica, así como de muerte
próxima. Jesús quiere evitar el terror del sufrimiento, pero, como en otros momentos
clave de su enseñanza y de su vida, obedece el plan de Dios, aceptando «no lo que
quiero yo, sino lo que (quieres) tú» (Mc 14,36). Los discípulos, por otra parte, duermen,
sobrecogidos por la oscuridad del suceso y sin fuerzas para seguir a Jesús, ni siquiera
durante una hora. A «Simón» Pedro se le pregunta si duerme y por qué no ha podido
velar una hora con el Maestro, esclareciéndose de algún modo su posición en el
seguimiento de Jesús. La «hora de la prueba» escatológica ha llegado. ¡Llegó la hora!,
dice Marcos (Mc 14,41), y esta está asociada a la entrega del Hijo del hombre en manos
de los pecadores.

11.10.2. El prendimiento de Jesús

En el citado lugar del huerto de Getsemaní se llevó a cabo la detención de Jesús. Nos
cuenta Marcos que cuando aún estaba hablando Jesús con sus discípulos se presentó
Judas y con él gente con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes, los escribas
y los ancianos. Judas, cumpliendo con la palabra y la contraseña dadas a las autoridades
del pueblo, se acercó a Jesús, lo llamó «¡Rabí!» y lo besó (Mc 14,43-45). Ellos lo
agarraron y lo prendieron. La figura de Judas Iscariote, aparte de dar verosimilitud a la
escena, es el agente principal del grupo de los que detuvieron a Jesús y, aunque los
evangelios no dan razones acerca de su acción, señala claramente su oposición al resto de
los discípulos y su alianza con los adversarios de Jesús. Su actuación fue opaca y turbia,
con pactos secretos, utilización de información privilegiada por la estrecha relación con el
grupo del Galileo y mentiras encubiertas. Las autoridades religiosas acertaron en la
elección de una persona que conocía bien a Jesús –desconocido prácticamente en
Jerusalén– y que sabía los lugares que frecuentaba. El prendimiento tuvo lugar a
medianoche, probablemente para agilizar el proceso judicial y evitar las protestas de los
simpatizantes de Jesús que habían acudido a la celebración de la Pascua en Jerusalén.
Pero ¿de quién salió la orden de detención? Los relatos evangélicos difieren bastante
entre sí. Marcos enumera a «los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos», que
equivale a decir «el sinedrio» (Mc 14,43). Mateo menciona únicamente a «los sumos
sacerdotes y ancianos del pueblo» (Mt 26,47). Lucas habla de «los sumos sacerdotes,

370
oficiales del templo y ancianos» (Lc 22,52). Y Juan introduce en su relato a «la cohorte
y alguaciles de parte de los sumos sacerdotes y de los fariseos» (Jn 18,3). Como
novedad respecto a los sinópticos, Juan introduce una mención a la cohorte, al tribuno y
a los alguaciles (spei/ra kai. o` cili,arcoj) (Jn 18,12), responsabilizando a los romanos de
la detención de Jesús.
E. P. Sanders sostiene que, en lo concerniente a la acción sobre el prendimiento y
muerte de Jesús, «hay una considerable variación en las descripciones de los principales
actores del drama» [26] . En tal sentido, compara los datos de los evangelistas y observa
que, en Mateo (Mt 26,57; 26,59) y en Marcos (Mc 14,53; 14,55), el «sanedrín» parece
estar formado por los ancianos y los escribas, dejando aparte a los sumos sacerdotes. En
la entrega de Jesús a Pilato, Marcos parece distinguir entre los sumos sacerdotes, los
ancianos y escribas y el sanedrín (Mc 15,1). Y Lucas habla del senado del pueblo (sumos
sacerdotes y escribas), reunido al despertar el día para juzgar a Jesús, y llevarlo a su
sanedrín (Lc 22,66). Con estos datos, E. P. Sanders concluye que: «es correcto deducir
que los evangelistas no sabían quién era quién, o que al menos no lo sabían con
precisión. Destacan el sumo sacerdote y los dirigentes de la clase sacerdotal, pero no
están claras las relaciones entre los sacerdotes dirigentes, los ancianos, los escribas y el
sanedrín» [27] .
En el grupo del prendimiento de Jesús sobresale un hombre, descrito por Marcos
como «el esclavo del sumo sacerdote» (Mc 14,47). Y al sumo sacerdote en funciones
estaba reservada la autoridad de detener a Jesús por ser el presidente del sinedrio y no
haber sido prohibida por la autoridad romana su facultad en estos casos de juicio contra
malhechores de la ley. Él fue quien dio la orden de detención de Jesús. Jesús no opuso
resistencia alguna. Los discípulos mostraron un compromiso escaso con el proyecto de
Jesús. Pedro lo negó tres veces (Mc 14,66-72; Jn 18,17-18.25-27). Solamente algunas
mujeres que lo seguían y asistían en Galilea observaban los acontecimientos, pero desde
lejos (Mc 15,40-41). Los restantes lo abandonaron y huyeron a Galilea.
El sumo sacerdote fue quien dio la orden de detener a Jesús. Sabemos que en
tiempos de los prefectos en Palestina el gobierno local de Jerusalén estaba en manos del
sumo sacerdote y su consejo. Ellos desempeñaban funciones policiales y ejecutaban
procedimientos judiciales, aparte de ocuparse de los asuntos cotidianos, pagar los
tributos, mantener el orden en el Templo e impedir disturbios en la ciudad. Dictando la

371
orden de detención de Jesús, el sumo sacerdote estaba cumpliendo con un deber
impuesto por Roma. Y Jesús fue detenido, como sabemos también, por su enseñanza y
su conducta a lo largo de su ministerio profético, especialmente por la aclamación como
«rey» en su entrada a Jerusalén, por su anuncio de destrucción del Templo y por
proclamarse «el Mesías, el Hijo del Bendito», como refiere Marcos (Mc 14,61) [28] .

11.10.3. Jesús ante el sanedrín

Los evangelistas sinópticos nos ofrecen una versión detallada de Jesús ante el sanedrín
(Mc 14,53-65 par). Juan, en cambio, refiere que Anás envió a Jesús atado a Caifás, el
sumo sacerdote (Jn 18,24), pero no dice nada referente al juicio oral que se celebrase
allí. Marcos comienza diciendo que: «a Jesús lo llevaron al sumo sacerdote, y se
reunieron todos los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas». Fue conducido, por
tanto, a la casa del sumo sacerdote, según interpreta el evangelista Lucas (Lc 22,54),
cuyo nombre es Caifás, aunque aquí no aparezca identificado, tal como lo consignan
Mateo (Mt 26,3) y Juan (Jn 11,49; 18,13.24). Aunque Lucas determine la hora de la
reunión del sanedrín al despuntar el día (Lc 22,66), es muy verosímil que esta se
produjera durante la noche, como puede deducirse de la escena de Pedro, que estaba
sentado entre los alguaciles, calentándose a la lumbre (Mc 14,54), y de la observación de
Marcos, que la sitúa en la madrugada (Mc 15,1). Dentro del palacio del sumo sacerdote,
Jesús se enfrenta a representantes de las tres facciones del sanedrín: los sumos
sacerdotes, los ancianos y los escribas. El sinedrio, que para algunos exegetas designa
genéricamente a un cuerpo consultivo o judicial formado para una ocasión especial sin
miembros fijos ni tiempos determinados para reunirse, parece entenderse en este lugar
como un tribunal, integrado por setenta miembros, a los que se sumaba el sumo
sacerdote en el cargo. Los sumos sacerdotes representan al grupo más influyente. Tanto
estos como los ancianos tenían sentimientos saduceos y, aunque sus divergencias con los
escribas eran notorias, en ocasiones hacían causa común frente a ciertos
acontecimientos.
El objetivo de la reunión del sanedrín era muy claro: encontrar testimonios contra
Jesús para poder ejecutarlo. Jesús se encuentra solo e indefenso ante los poderes
religiosos y una multitud de testigos que levantan acusaciones falsas contra él. Ni siquiera
el testimonio más arriesgado, con clara alusión a su resurrección, a saber, el anuncio de la

372
destrucción del santuario hecho por manos humanas y la edificación de otro en tres días,
no hecho por manos humanas, era idéntico. Según la ley judía, Jesús no podía ser
condenado a muerte por un solo testimonio (Nm 35,30). Tras los falsos testimonios de
los testigos, el sumo sacerdote procede al interrogatorio. Las dos primeras preguntas del
presidente de la asamblea quedan sin respuesta. El silencio de Jesús responde al del justo
sufriente y perseguido (Sal 38,14-16). La tercera pregunta hace referencia a la dignidad
mesiánica de Jesús: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito»? (Mc 14,61). La respuesta
de Jesús es humilde, pero contundente, y tras ella, anuncia al tribunal la confirmación de
la misma, al afirmar el poder del Hijo del hombre, cuando llegue entre las nubes del cielo.
Ante estas palabras, la reacción del sumo sacerdote, más ritual que apasionada –se rasgó
las vestiduras– fue declarar blasfemo a Jesús. Efectivamente, las palabras de Jesús, que
corresponden a una confesión de fe cristiana, eran pura blasfemia para un judío. No
hacían falta más interrogatorios ni más testigos. Jesús era reo de muerte. Solamente
Marcos informa de esta sentencia de muerte contra Jesús. Según J. Gnilka, el proceso
judío «no fue más que una investigación preliminar, en la que se reunieron acusaciones
que merecían la pena capital y no una condena oficial a muerte que hubiera dejado al
gobernador de Judea la función de simple ejecutor del veredicto del sinedrio» [29] .
El proceso termina con los escarnios de Jesús, perpetrados por algunos miembros
del tribunal y los alguaciles. A Jesús se le escupe, se le tapa el rostro, se le dan puñetazos
y se le incita a que profetice. En estas afrentas se visibilizan el desprecio más profundo,
los castigos más crueles y la mofa más sarcástica. Los alguaciles se limitan a dar
bofetadas a Jesús. Jesús aguanta indefenso esta terrible humillación, consciente de ser el
Siervo de Yahvé (Is 50,6; 53,5) [30] .

11.10.4. Jesús ante el tribunal romano

Después de las negaciones y del llanto de Pedro, el evangelista Marcos narra


escuetamente la entrega de Jesús a Pilato. Dice así: «y en seguida, de madrugada,
tuvieron junta los sumos sacerdotes con los ancianos y escribas, todo el sanedrín; y
después de atar a Jesús (lo) sacaron para entregar (lo) a Pilato» (Mc 15,1). Comenzaba
así el segundo de los dos juicios de Jesús que esta vez se enfrentaba a un poderoso
representante del emperador de Roma. Poncio Pilato era el prefecto o gobernador (no el
procurador, como en ocasiones se dice erróneamente) de Judea, cargo que desempeñó

373
del año 26 al 36 d.C. En tiempos de Jesús un procurador representaba al emperador en
asuntos fiscales, mientras que un prefecto tenía plenas competencias en asuntos civiles y
criminales. Su autoridad era prácticamente ilimitada en cuestiones de orden y justicia. A
él correspondía el mantenimiento del orden y de la paz, teniendo en su poder todas las
medidas coercitivas a su alcance, especialmente con los peregrinos que se acercaban a la
ciudad de Jerusalén, como era el caso de Jesús, no amparados por la condición de
ciudadanos romanos. El historiador Flavio Josefo y otras fuentes extrabíblicas presentan
a Pilato como un personaje autoritario, caprichoso, despiadado y violento, y tan corrupto
como la mayoría de los funcionarios provinciales. Los evangelios, en cambio,
especialmente Mateo y Juan lo muestran como hombre poco dispuesto a ejercer su poder
contra Jesús y hasta sorprendido de su conducta, tratando de desviar la culpa hacia el
pueblo judío y presentar atractivo el cristianismo a los lectores grecorromanos. Pretenden
que la condena de Jesús se atribuya al pueblo judío, tras un juicio de Pilato, preocupado,
que atiende la recomendación de su mujer de no intervenir en el caso, que escucha el
clamor de la multitud, pero cuya su cobardía le conduce a ejecutar a Jesús (Mc 15,5; Mt
27,19.24; Lc 23,4.13-16; Jn 18,29-31).
Jesús comparece ante el prefecto, único juez. El objetivo del juicio, dilucidar acerca
de la culpabilidad del reo ateniéndose a las acusaciones de los sumos sacerdotes. Se abre
el interrogatorio. La primera pregunta de Pilato, ante un Jesús encadenado y en situación
de extrema impotencia, tiene un marcado acento sarcástico: ¿Tú eres el rey de los
judíos? (Mc 15,2). Por primera vez aparece, y de forma insistente, el título «rey de los
judíos» (Mc 15,2.9.12.18.26), que ahora se enfrenta al poder de Roma. Jesús responde
con tranquilidad e ironía: «Tu (lo) dices» (Mc 15,2). Esta respuesta hubiera sido
suficiente para llevar a la cruz a una persona por su alto potencial revolucionario y el
nerviosismo que desataba en las autoridades de Roma. Pilato no manifiesta venganza
alguna, cosa que cabría esperar. Los sumos sacerdotes, en cambio, se sorprenden de la
actitud del prefecto romano y lo acusan constantemente. Llega la segunda pregunta de
Pilato: «¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan» (Mc 15,4). Jesús ya no
respondió y Pilato, se dice, quedó sorprendido (Mc 15,5). El poder soberano de Jesús se
manifiesta en el momento en que su vida está en juego, negándose a dar explicaciones de
su enseñanza y de sus acciones. Él sabe que camina inexorablemente hacia la muerte,
pero con la esperanza de la vida y la resurrección.

374
La muerte de Jesús es voluntad de Dios y ni el gobernador romano con todo su
poder pudo interrumpir el camino de dicha voluntad. Los evangelios, no obstante, dan
muestras abundantes de la buena voluntad del prefecto de Judea que intenta «soltar» a
Jesús. La escena de Barrabás es un ejemplo claro de ello. Marcos, Mateo y Juan
(Mc15,6; Mt 27,15; Jn 18,39) asocian esta escena con la costumbre de soltar un preso
por la Pascua; Lucas, sin embargo, no menciona la amnistía pascual y asocia la puesta en
libertad de Barrabás a los gritos del pueblo que pide por aclamación la libertad de este
malhechor. Los exegetas estiman que la versión de Lucas es la más verosímil, puesto que
la amnistía es un concepto jurídico griego (aunque el derecho romano contemplase
también otras formas de conceder gracia, como la abolitio o la venia) y es discutible que
el gobernador romano amnistiase habitualmente a un preso en la festividad de la Pascua.
El pueblo rechazó a Jesús y simpatizó con Barrabás, un hombre descrito por los
evangelistas como líder de motines callejeros, preso famoso, bandido y asesino. Los
gritos de la muchedumbre son realmente estremecedores, y quienes unos días antes
aclamaban «al que viene en nombre del Señor, el sucesor de David», ahora piden que
sea crucificado. Jesús no había cometido delito alguno; más aún, había hecho siempre el
bien. Pero el vocablo terrible de «la crucifixión» llenó las bocas del populacho. La
liberación de Barrabás coincidió con la condena de Jesús, en la misma mañana. Jesús
correría la suerte de ser revestido de púrpura, de ser coronado de espinas y de ser
aclamado, en son de burla, por los soldados «rey de los judíos».
En el interrogatorio de Jesús ante Pilato, el evangelista Lucas introduce, en
exclusiva, un chocante episodio que, reconduciendo al lector al comienzo de la historia
que se narra, mezcla sentimientos y situaciones, más allá de los hechos duros e injustos
del proceso judicial contra Jesús de Nazaret. Me refiero a la comparecencia de Jesús ante
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea (Lc 23,6-12).
En el tercer evangelio aparece en varias ocasiones el nombre de Herodes. Se
menciona, junto con otros gobernantes del imperio de Roma, con exquisito rigor histórico
en la preparación del ministerio profético de Jesús (Lc 3,1), se detectan la perplejidad del
tetrarca ante las cosas que oía de Jesús y su intención de verlo (Lc 9,9) y se refieren las
serias amenazas de muerte contra Jesús por parte del gobernante galileo y las duras
palabras de Jesús contra él (Lc 13,31-33). En los Hechos de los Apóstoles se dice que en
la Iglesia de Antioquía había profetas y maestros, entre los que se encontraba Manahén,

375
«educado con el tetrarca Herodes» (Hch 13,1), y en la oración de la comunidad, con el
gozo de sentir la presencia y las palabras de Pedro y Juan, una vez liberados del
sanedrín, se dice claramente que «Herodes y Poncio Pilato se aliaron con [los] gentiles y
tribus de Israel en esta ciudad contra su santo Hijo Jesús, a quien ungiste, para hacer lo
que tu mano y tu plan había determinado previamente que sucediera» (Hch 4,27-28).
Con dudas acerca de la historicidad del relato y opiniones distintas acerca de sus
fuentes de inspiración, el evangelista Lucas narra la comparecencia de Jesús ante
Herodes Antipas [31] .
En la narración salen a relucir Pilato, Herodes, los sumos sacerdotes y los escribas y
Jesús, cumpliendo todos ellos un designio divino.
El episodio comienza con la mención de Galilea, símbolo de la resistencia judía al
poder de Roma y lugar donde comienza la actividad mesiánica de Jesús. Jesús es galileo
y Herodes tetrarca de esa región. Este se encuentra en aquellos días en Jerusalén,
celebrando la fiesta de la Pascua como preregrino, y alojado, probablemente, en su
palacio. Y allí es enviado Jesús con el propósito de ser interrogado, conformándose al
proceso judicial abierto contra él. Herodes, que había oído hablar de Jesús durante su
ministerio en Galilea, se alegró mucho al verlo, esperando un signo –shmei/on– que le
eximiese de su responsabilidad política y de su compromiso de fe. Pero los milagros no
corresponden al capricho o la avidez del ser humano de ver o experimentar cosas
maravillosas, sino a la fe y a la misericordia de Dios con los hombres. De hecho, Jesús
había dejado claro a las gentes que no habría más señal que la señal de Jonás (Lc 11,29).
La decepción del tetrarca galileo fue tan estrepitosa como impresionante y sereno el
silencio de Jesús ante tantas preguntas triviales e inútiles. La reacción se tradujo en burlas
y desprecios hacia Jesús, ridiculizándolo y colocándole una evsqh/j lampra, –una
vestidura brillante–, como corresponde a alguien que se decía rey ante los demás. Los
sumos sacerdotes y los escribas, dice el evangelio de Lucas, acusaban a Jesús con
vehemencia y apasionamiento. Pilato recibió, de nuevo, a Jesús, convertido en mofa y
escarnio de los poderosos.
Jesús murió clavado en una cruz. Podemos tratar de averiguar la causa de su
ejecución, pero la crucifixión es el hecho más incontestable. Marcos, que nos ofrece la
versión original, cuando habla de la inscripción de la causa de la condena de Jesús, dice
llanamente: «el rey de los judíos» (Mc 15,26). Mateo escribe: «este es Jesús, el rey de

376
los judíos» (Mt 27,37). Lucas formula: «este (es) el rey de los judíos» (Lc 23,38) Y
Juan lo enuncia así: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos» (Jn 19,19). Las ejecuciones
del tiempo de Jesús se daban a conocer de esta forma, manifestando públicamente la
causa de la condena del reo. El relato de Marcos da a entender que la tabla con la
inscripción no estaba fijada sobre la cabeza del ejecutado. Mateo y Lucas indican que la
causa de la condena había sido escrita y colocada por encima de la cabeza de Jesús y
Juan especifica que Pilato hizo escribir un letrero y lo puso en la cruz. La causa mortis
de Jesús queda fehacientemente proclamada en el título de la cruz.
En el proceso de Jesús cooperaron las instancias judía y romana,
complementándose entre sí las actuaciones de Caifás y de Pilato. Las maniobras contra
Jesús de los sumos sacerdotes y de Caifás, iniciadas tiempo atrás a causa de las
enseñanzas y hechos de Jesús, culminaron con la profecía sobre el Templo de Jerusalén
y su declaración de ser Hijo de Dios. Eran estas puras cuestiones religiosas examinadas
críticamente por el sanedrín. Pero, aunque la religión y la política estaban estrechamente
entrelazadas, el proceso de Pilato se centra en acusaciones de carácter meramente
político. Por esta razón, la condena de Jesús se justifica por llamarse «rey de los judíos».
Jesús no era ciudadano romano y, por el simple hecho de declararse rey, el prefecto
romano –invocando el hecho del perduellio o del crimen maiestatis– podía condenarlo a
muerte. Y, así fue.

11.10.5. El camino de la cruz y la crucifixión

Los esfuerzos del prefecto de Judea por salvar a Jesús resultaron infructuosos. Solo
restaba entregarlo en manos de los verdugos para ser atormentado y llevarlo a la cruz,
donde nuevamente se le someterá a burlas e injurias. Y así sucedió. Jesús, después de ser
azotado, fue entregado para que lo crucificaran. Hablando de la flagelación, el relato de
Marcos lo menciona escuetamente, en una oración subordinada, evitando probablemente
el escarnio que suponía este castigo (Mc 15,15). La flagelación era el pórtico temible de
la ejecución. El derecho romano no permitía la aplicación de este tormento a quienes
gozasen de la ciudadanía romana, sino que quedaba reservado a los «peregrinos», es
decir, a quienes no poseían tal ciudadanía, como esclavos y delincuentes comunes. La
flagelación como tal tampoco estaba contemplada en el Antiguo Testamento, si bien se
permitían los azotes de varas, como castigo impuesto al culpable, con un número de

377
golpes proporcionado a la culpabilidad del reo, y no más de cuarenta, en procesos civiles
(Dt 25,1-3). En el castigo de la flagelación, los soldados utilizaban el flagelo, un
instrumento horrible de tortura, elaborado con cuerdas sencillas o en forma de vergajo,
provisto de pinchos y bolas de plomo, que golpeaba despiadadamente al reo, despojado
de sus vestiduras y arrojado al suelo o atado a una columna. Los verdugos calibraban el
número de golpes, conforme a criterios de discrecionalidad y fortaleza corporal del que
iba a ser ejecutado.
Una vez sufrida la flagelación, Marcos refiere que los soldados condujeron a Jesús
dentro del palacio, convocaron a toda la cohorte, y comenzaron a mofarse de él. Parece
ser que el lugar donde tuvieron lugar estos acontecimientos fue el patio, y no el interior,
del palacio, con capacidad para reunir un grupo numeroso de soldados, como señala el
propio relato. La cohorte (ha de entenderse más como una generalización de la
culpabilidad y señal de la realeza de Jesús que como connotación real), como indica R.
E. Brown, estaba formada en su mayor parte por soldados no judíos de la zona siro-
palestina –los judíos no prestaban el servicio militar– que, con toda probabilidad,
albergarían sentimientos antijudíos y descargarían toda su rabia y su saña contra
Jesús [32] . La mofa contra Jesús puede compararse a un ritual de entronización de un
monarca, con claros tintes de parodia sarcástica. A Jesús lo visten de púrpura, una
vestimenta cara y relacionada con la realeza, tanto en el Antiguo Testamento como en los
escritos extrabíblicos de la época, le ciñen una corona de espinas, le golpean la cabeza
con una caña o bastón (alusión a Is 42,3) y le saludan como a un rey: ¡Salve, rey de los
judíos! (Mc 15,16-19).
Tras las burlas y mofas, los soldados despojaron a Jesús de la púrpura y lo vistieron
con su propia ropa, evitando su desnudez, no tanto en atención a su dignidad como
hombre cuanto en consideración a la sensibilidad del pueblo en esta materia. De esta
forma, lo sacaron para crucificarlo. Fuera ya del palacio, Jesús y otros dos reos más,
condenados a la misma pena de la crucifixión, recorrieron las calles de la ciudad de
Jerusalén, vigilados por los soldados del pelotón de ejecución y observados curiosamente
por los peregrinos que, en aquellos días, se habían reunido en torno a la celebración de la
Pascua. Los condenados a muerte eran objeto de la curiosidad de los peregrinos y
también ejemplo de disuasión y escarmiento para los malhechores. El desfile al lugar de
la ejecución y la misma ejecución se convertían en un desvergonzado espectáculo, en el

378
que figuraba la tabla en la que estaba inscrito el delito del reo, el patíbulo –el travesaño
horizontal de la cruz– y el sentenciado a muerte, deshonrado ante todos los espectadores.
En el camino hacia la crucifixión aparece la figura de Simón de Cirene, que según refiere
Marcos de forma chocante, «pasaba (por allí, era padre de Alejandro y Rufo, y llegaba
de la labranza» (Mc 15,21). Este hombre no ayudó a llevar la cruz, sino que cargó en sus
hombros el patíbulo de Jesús, exhausto en sus fuerzas por los duros castigos a los que
había sido sometido. Simón de Cirene era un judío de la diáspora. Cirene era la capital de
la provincia de la Cirenaica, en el norte de África, correspondiente en la actualidad a la
zona de Libia, en la que se había establecido una numerosa población judía hacia finales
del siglo IV o comienzos del siglo III a.C., de la que algunos habían emigrado a
Jerusalén, llegando a formar su propia sinagoga. Todo parece indicar, según la tradición
de Marcos, que Simón de Cirene era una persona conocida por la comunidad judía, al
igual que sus hijos, Alejandro y Rufo, al que algunos identifican con la persona que Pablo
menciona en la carta a los Romanos (Rom 16,13). Simón de Cirene cumplía así con una
misión de arraigada tradición en el pueblo judío.
Agotado y despreciado por todos, Jesús fue llevado al sitio del Gólgota. Los
evangelistas llaman a este lugar «sitio de la Calavera», un término derivado del hebreo
atlwglg (golgolta [la segunda «l» quedó elidida]), que corresponde al vocablo latino
calvaria, del que tomamos «calvario», en español. Sobre el término existen varias
versiones y muy variopintas: desde la que hace derivar el nombre de la creencia del
enterramiento allí del cráneo de Adán –invocando la tipología Adán/Cristo– o de su fama
como lugar en el que podían encontrarse muchos huesos de personas ejecutadas, o, la
más verosímil, por la forma de la colina, que semeja a una calavera. El lugar está situado
al norte de Jerusalén, y su emplazamiento se corresponde con la actual iglesia del Santo
Sepulcro, en consonancia con una tradición oral sobre la que se apoyó Constantino, a
principios del siglo IV, para construir una iglesia sobre el lugar de la crucifixión de Jesús.
Dicha tradición local podría remontarse a la fe de la Iglesia primitiva, que recordaba
vivamente la muerte y la resurrección de Jesús.
En el Gólgota, según refiere Marcos, los soldados dieron a Jesús «vino mirrado»,
pero él no lo tomó (Mc 15,23). Este curioso hecho tiene un fundamento histórico, puesto
que se sabe que, como acto de misericordia, solía suministrarse a los condenados a
muerte una bebida embriagante para mitigar el dolor de la ejecución. R. E. Brown señala

379
que quienes proporcionaban esta bebida eran familiares del condenado o gente
piadosa [33] . Aquí, son los verdugos los que proporcionan a Jesús este brebaje. Tal vez,
Marcos se incline a exculpar a los romanos. Mateo, en cambio, refiere que los soldados
dieron a Jesús «vino mezclado con hiel» (una bebida de castigo); él lo gustó, pero no
quiso beberlo (Mt 27,34).
En el Gólgota, a la hora tertia, a las nueve de la mañana, a una hora bastante
temprana (el día romano comenzaba a las seis de la mañana), Jesús fue crucificado. Así
lo narra Marcos (Mc 15,25), reflejando probablemente la concepción teológica de la
progresión rigurosa de los acontecimientos de la salvación. Mateo y Lucas silencian la
hora de la crucifixión. Juan, en cambio, habla de la entrega de Jesús por Pilato para ser
crucificado «hacia la hora sexta» (Jn 19,14). El acontecimiento de la crucifixión –tan
espantoso y trascendental, al mismo tiempo– es descrito con una sencillez asombrosa.
Simplemente se dice: «lo crucificaron» (Mc 15,25), evitando los detalles sangrientos y
huyendo de todo sentimentalismo. Con todo, la crucifixión está intensamente acentuada:
el verbo «crucificar» (staurw/) y su compuesto «crucificar con» (evstaurwsan) aparecen
cinco veces en escasos versículos,15,20,32) y el nombre «cruz» (stauro,j), tres veces. El
dolor intenso y último de Jesús, aun con visos de burla hacia un rey impotente y loco,
culmina en la crucifixión, el trono del Señor del universo. Jesús fue alzado, con los
brazos sujetos al patibulum (madero transversal, cuyo peso podía oscilar entre 30 y 60
kilos), ajustándolo al madero longitudinal de la cruz, en forma de crux commissa (forma
de T) o crux immissa (forma de †), y sus pies clavados a la cruz. La cruz estaba provista
en el madero vertical de un asiento o sedile para evitar el desprendimiento del cuerpo del
crucificado. Además de sufrir esta tortura inhumana, Jesús fue objeto de vejaciones
morales. Los soldados dividieron sus ropas y echaron suertes sobre ellas (Sal 22,18), lo
dejaron desnudo ante el mundo y desataron sobre él el sadismo más inconcebible.
También los curiosos viandantes blasfemaban contra él y lo ridiculizaban, recordándole la
destrucción y nueva construcción del Templo e invitándole a bajar de la cruz. Incluso los
sumos sacerdotes y los escribas se burlaban de su poder y de su misión. Uno de los
bandidos revolucionarios, crucificado con él, renegaba de su compañía, aunque el
evangelista Lucas dice que el otro lo recriminaba y pedía a Jesús que se acordase de él
cuando entrase en su reino (Lc 23,39-43). Su soledad y desamparo fueron tan crueles
como su castigo de cruz.

380
Los últimos momentos y palabras de la vida de Jesús han quedado registrados en los
evangelios, con el acento y peculiaridad propios de cada evangelista. Marcos escribe que
«al llegar la hora sexta hubo oscuridad en todo el país hasta la hora nona. Y a la hora
nona clamó Jesús con gran voz “´Elohi, ´Elohi, lema´ sebaqtani” (que, traducido,
significa: “Dios mío, Dios mío, ¿para qué me desamparaste?”)» (Mc 15,33-34). El
clamor de Jesús, el abandono de Dios y la oscuridad (Sal 22) se percibieron no solo en la
región de Judea, sino en todo el mundo (sko,toj evge,neto evfV o[lhn th.n gh/n),
permitiendo adivinar las descripciones del «día del Señor» del Antiguo Testamento (Jl
2,1-2.10; Am 8,9-10). Mateo repite las mismas palabras que Marcos. Lucas pone en
boca de Jesús unas palabras de perdón para sus verdugos: «Padre, perdónalos, pues no
saben qué están haciendo» (Lc 23,34), en consonancia con su enseñanza sobre el amor a
los enemigos (Lc 6,28), y recita una oración judía: «Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46), reconociendo la íntima relación con el Padre, y entregando el soplo
de vida (pneu/ma), el constitutivo esencial de su personalidad. Juan reconoce que Jesús
ha cumplido con la misión que el Padre le confió, diciendo: «Se ha cumplido» y, de esta
forma, «inclinando la cabeza entregó el espíritu (Jn 19,30), es decir, confía el Espíritu a
la nueva comunidad, reunida en torno a la cruz. En la muerte de Jesús aparecen palabras
al Padre, unas de perdón por sus enemigos y otras de desconcierto y abandono, un grito
desgarrador y oscuridad en toda la tierra. Todo contribuye a la escenificación del drama
de la crucifixión. Indudablemente, la palabra que sobresale es la de Padre, aba (¡abbâ’!),
presente en todo el ministerio profético de Jesús.

11.10.6. La muerte de Jesús

La muerte de Jesús se narra con extrema sencillez e intenso estremecimiento: «Después


de dar una gran voz, expiró» (Mc 15,37). En referencia al grito de abandono, Jesús,
avfei,j fwnh,n mega,lhn evxe,pneusen, es decir, en el postrer jadeo exhala su último
soplo de vida, y muere [34] .
Según Marcos: «La cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mc
15,38). El término katape,tasma, según los expertos, puede significar tanto el velo que
separaba el sancta sanctorum del resto del Templo como la cortina externa que aislaba el
Templo propiamente dicho del patio delantero. Desde el punto de vista teológico, la
referencia al primer velo tiene un significado más rico, ya que revela que la presencia

381
misteriosa e inaccesible de Dios se ha roto para ser desvelada y conocida por los
hombres. De forma similar a lo que sucedió en el bautismo de Jesús, donde los cielos se
rasgaron, el Espíritu descendió y Jesús fue proclamado el Hijo querido (Mc 1,10-11),
ahora se rasga el velo del Templo y Jesús se hace presente a toda la humanidad. De
hecho, un pagano, un centurión romano, sometido a la jerarquía militar, que hasta
entonces no tenía otro Dios que el emperador romano, de pie y enfrente del criminal que
muere en la cruz, lo proclama «Hijo de Dios (Mc 15,39).
Marcos relata que en la crucifixión de Jesús «estaban también unas mujeres que
observaban desde lejos, entre ellas María la Magdalena, María la madre de Santiago el
Menor y de José, y Salomé, que cuando estaba en Galilea lo seguían y lo asistían; y otras
muchas que habían subido con él a Jerusalén» (Mc 15,40-41). El grupo de mujeres que
acompaña a Jesús en los episodios de la crucifixión, la sepultura y la tumba vacía varía
ligeramente. Mateo, en el episodio de la crucifixión no menciona a Salomé y la sustituye
por la madre de los hijos de Zebedeo (Mt 27,55); en la sepultura y en la tumba vacía
habla de María la Magdalena y la otra María (Mt 27,61–28,1). Lucas habla de las
mujeres que habían seguido a Jesús, y habían llegado con él desde Galilea, tanto en los
acontecimientos de la crucifixión como de la sepultura (Lc 23,49; 23,55); en la
resurrección nombra a la Magdalena (María), a Juana y María la de Santiago y las demás
que iban con ellas (Lc 24,10). Juan dice que, junto a la cruz de Jesús, estaban su madre,
la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena (Jn 19,25). De María
Magdalena habla en la escena del sepulcro vacío y en la primera de las apariciones de
Jesús (Jn 20,1; 20,11-18).
Entre estas mujeres sobresale María Magdalena, citada por los cuatro evangelistas.
La tradición popular ha asociado su nombre a la mujer pecadora que describe el
evangelio de Lucas (Lc 8,2), y a María de Betania, hermana de Lázaro y de Marta (Jn
12,1-8). La leyenda y la imaginación la han convertido en el símbolo de la mujer
pecadora, frívola y prostituta, hasta identificarla con la «pecadora». Los evangelios
apócrifos han contribuido de forma decisiva a esta visión [35] . Según los evangelios
sinópticos, sabemos con seguridad que su lugar de origen se llama Magdala, identificado
con la ciudad llamada Migdal Nûnnaya, correspondiente al emplazamiento griego con el
nombre de Tarequea. Es una ciudad galilea, situada en la orilla occidental del lago de
Genesaret, al norte de Tiberíades, y que, en su día, como refiere Josefo en Las Guerras

382
de los Judíos [36] , fue el foco de la gran rebelión del pueblo judío contra Roma, que
comenzó en el año 66 d.C. y culminó, en el año 70 d.C., con la destrucción del Templo
y la conquista de Jerusalén. Esta mujer, como el resto de acompañantes de Jesús, según
Marcos, sigue a Jesús de lejos, incapaz de torcer su camino hacia la muerte. Pero es
testigo de su crucifixión, de la tumba vacía, y proclamará a los discípulos y a Pedro la
resurrección. Su condición de testigo de la resurrección de Jesús (Jn 20,18) coloca a
María de Magdala en situación única e inigualable entre los discípulos que siguieron a
Jesús durante su ministerio en Galilea y su subida a Jerusalén.
El cadáver de Jesús fue entregado por Pilato a José de Arimatea, un miembro
distinguido del consejo, quien, en la misma tarde de la ejecución, lo depositó en un
sepulcro tallado en la roca (Mc 15,42-47). Las costumbres jurídicas de Roma no
permitían la sepultura de un crucificado, sino que, una vez comprobada su muerte y
haber impedido que fuera robado de la cruz, dejaban pudrir su cadáver o lo tiraban al
agua. Dar sepultura a un crucificado implicaba un acto especial de clemencia por parte de
la autoridad judicial romana. Con estos presupuestos, algunos autores niegan la
historicidad del relato de la sepultura de Jesús, suponiendo que los discípulos del
crucificado no habrían tenido acceso a su cadáver ni habrían conocido el lugar donde
tuvo lugar su enterramiento. No sucedía así en el mundo judío. El Deuteronomio se
pronuncia claramente sobre esta cuestión cuando dice: «Cuando un hombre se hubiere
hecho reo de un delito penado con muerte y haya de ser muerto se le colgará de un
madero. Su cadáver no pernoctará sobre el madero, sino que lo has de enterrar el mismo
día; pues un colgado es una maldición de ´Elohim. Así harás impuro el suelo que Yahvé,
tu Dios, te da en herencia» (Dt 21,22-23). La razón para enterrar a un ajusticiado se
expresa nítidamente: evitar la impureza cultual del pueblo judío, y no por ser un acto de
piedad y misericordia con el difunto. Con estos presupuestos no resulta inverosímil la
entrega del cadáver de un crucificado a José de Arimatea, aunque hay autores que ven en
este hecho un intento de encubrir la deshonra de la muerte de Jesús.
José de Arimatea, según refiere Marcos, era «miembro ilustre del sanedrín, que
también esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43). Mateo dice de él que «también había
sido discípulo de Jesús» (Mt 27,57), a lo que Juan añade: «aunque disimulado por el
miedo a los judíos» (Jn 19,38). En cualquier caso, y no obstante la diferente
presentación de este personaje, no hay razón para negar que los discípulos de Jesús

383
pudieran conocer el lugar donde fue enterrado su maestro. José solicitó el «cuerpo» de
Jesús, y Pilato le concedió el «cadáver»; José ahora compró un sudario, descolgó a
Jesús, lo envolvió en el sudario y lo puso en un sepulcro. Respecto al sepulcro, escribe J.
Marcus: «En las tumbas típicamente judías de la Palestina romana, un pasillo corto
conducía a una o varias cámaras funerarias, que eran de techo bajo (aproximadamente 1
metro de altura) pero relativamente espaciosas en sus dimensiones horizontales...el modo
usual de enterramiento en las épocas helenística y romana era en loculi o kôkîm, que
Brown llama “columbarios profundos”. En este sistema había nichos estrechos y largos,
de un tamaño aproximado 60 x 60 x 180 centímetros por lo general, tallados
horizontalmente en las paredes de la cámara funeraria; los cuerpos eran colocados en
ellos con la cabeza hacia dentro. Es este probablemente el modo de sepultura que
debemos imaginarnos en el caso de Jesús, especialmente porque las tumbas antiguas
judías encontradas en un radio de unos 18 metros del Santo Sepulcro son del tipo
loculus. Después de un año, cuando la carne se había descompuesto y desaparecido, los
huesos eran recogidos y colocados en osarios» [37] . Sobre la tumba se hizo rodar una
piedra, descrita por el mismo autor de esta forma: «La mayoría de las tumbas en cuevas
de la época del segundo Templo en y alrededor de Jerusalén estaban selladas con piedras
cuadradas o rectangulares; solo cuatro de las novecientas o más tumbas descubiertas
hasta ahora estaban selladas con piedras circulares, y estas tumbas pertenecieron al
parecer a gente rica y destacada... Las piedras rectangulares, que pesaban
aproximadamente 250 kilos, estaban cinceladas para que encajaran como tapones en las
aberturas de las tumbas y la maniobra para colocarlas en su sitio era difícil» [38] .
María la Magdalena y María la de José observaron dónde quedó puesto Jesús. Esta
observación parece albergar un casi imperceptible resquicio de esperanza. De hecho, las
mujeres volverán a la tumba el domingo por la mañana, pensando cómo remover la
piedra. Estas mujeres y los discípulos de Jesús en general, aunque su pensamiento esté
profundamente matizado por las reflexiones pascuales, evocarían las experiencias vividas
junto al Maestro, que les alentarían para esperar el triunfo final de Jesús sobre la muerte.
Recordarían el convencimiento del judaísmo del segundo Templo que ponía en manos de
Dios el sufrimiento de los justos, anunciando su triunfo definitivo en el más allá (Sab 3,1-
9; 5,1-5) y la confianza en Yahvé después de la muerte, gozando de una felicidad
completa (Sal 16,8-11). Pensarían con tesón y confianza en las palabras de Jesús,
pronunciadas por todos los rincones de Israel, anunciando el inminente reino de Dios en

384
el que se participaba a través del sufrimiento (Mc 10,38), y cuya plena realización se
obtendría con la muerte de Jesús. El sufrimiento y muerte de Jesús no podían ser
interpretados como catástrofe, sino como acontecimiento que encamina a la gloria
definitiva del reino. Si Jesús había confiado plenamente en su Padre y había muerto
perdonando, en señal de amor a la humanidad, sus seguidores guardaban la esperanza de
que la misión y obra de su Maestro no finalizasen en el fracaso más estrepitoso, sino que
continuasen a través de los tiempos, dando razón de la misma, como comunidad, al
mundo entero. La esperanza pronto superará cualquier dificultad y la resurrección se
esclarecerá con las apariciones de Jesús Resucitado.

[1] J. I. GONZÁLEZ FAUS , La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19844 ),
115, afirma que, aunque se puedan encontrar elementos de teologización en los relatos de la Pasión «no hay que
olvidar que los relatos de la Pasión son el estrato más antiguo de los Evangelios y que, si obedecen a una
intención teológica, obedecen también a un afán de conservar recuerdos históricos, debido precisamente al
carácter extraño de esa Pasión. Por eso, aunque a primera vista parezcan vagos o insignificantes los datos que se
puedan garantizar, quizás esa impresión no es del todo exacta». Nota: El autor cita a H. KESSLER , Die theologische
Bedeutung des Todes Jesu (Düsseldorf: Patmos, 1971), 241s, para afirmar la teologización de los primerísimos
fragmentos transmitidos de la narración del Calvario.
[2] F. J. MOLONEY, El Evangelio de Juan (Estella: Verbo Divino, 2005), 348.
[3] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 286.
[4] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – CARLOS GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino,
2009), 160.
[5] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 340.
[6] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 886-
887, ante la pregunta de ¿cuándo empezó Jesús a ser percibido como molesto?, responde: «¿Fue a partir de su
viaje (final) a Jerusalén? ¿O había ya contra él un resentimiento que se exacerbó tras su llegada a la ciudad santa?
Parece más bien lo primero, por cuanto en los evangelios (incluido Juan) los jefes de los sacerdotes apenas
aparecen antes de la entrada de Jesús en Jerusalén; hasta entonces, Jesús tiene como principales antagonistas
regularmente escribas y fariseos. Por otro lado hay indicios de que palabras y acciones de Jesús pudieron haber
sido entendidas como una reprobación (o algo peor) de las prerrogativas sacerdotales». En nota a pie de página se
dice que. «Aparte de las predicciones de la pasión (Mc 8,31 par; Mc 10,33; Mt 20,18), solo requiere
consideración Jn 7,32.45; todas las otras referencias joánicas siguen al acontecimiento desencadenante en Juan: la
resurrección de Lázaro (Jn 11,47.49.51.57; 12,10)».
[7] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 285-286.
[8] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 329.
[9] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 192; N. T. WRIGHT , Jesus and the Victory of
God II (Minneapolis: Fortress Press, 1996), 405, 370; R. E. BROWN, La muerte del Mesías I: Desde Getsemaní
hasta el Sepulcro (Estella, Verbo Divino, 2005), 555, afirma: «Es casi seguro que los sacerdotes fueron el motor,
por parte judía, de los procedimientos finales contra Jesús; y si hubiera que señalar qué molestaba de Jesús a la
clase sacerdotal, el elemento más probable sería algo que pudiera ser interpretado como un peligro para el
templo/santuario».

385
[10] W. KASPER , op. cit., 193.
[11] T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 144-146.
[12] N. T. WRIGHT , op. cit., 593-595.
[13] R. E. BROWN, op. cit., 556.
[14] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 265.
[15] Ibid., 265.
[16] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 912-
921, al hablar del siervo doliente, examina los textos de Lc 22, 38 –donde aparece la misteriosa frase de las dos
espadas– los que hablan del servicio y de dar la vida en rescate por muchos (kai. dou/nai th.n yuch.n auvtou/
lu,tron avnti. pollw/n) (Mc 10,45; Mt 20,28; Lc 22,27), el lavatorio de los pies a sus discípulos (Jn 13,3-17) y los
que hacen referencia a la institución de la eucaristía en la última cena (Mc 14,24; Mt 26,28; Lc 22,20).
Examinados estos textos, afirma este exegeta, no existen razones sólidas para ver en ellos una alusión clara al
siervo de Isaías. Sus propias palabras lo resumen de esta manera: «El interés por parte de los comentaristas en
servirse de este poderoso icono del sufrimiento vicario para dilucidar la idea que tenía Jesús de sí mismo puede
haber desviado la atención de las otras imágenes que mejor se pueden relacionar con él, llegando incluso a
opacarlas». Entonces, se pregunta este autor, ¿Qué sentido dio Jesús a la muerte que evidentemente él previó con
creciente certeza y angustia? Según su opinión, la tradición indica varias respuestas probables: 1) Él iba a sufrir
en obediencia a la voluntad de Dios. 2) En su condición de elegido para instar a su pueblo a la conversión,
probablemente esperaba sufrir como los santos del Altísimo habían sufrido en tiempos de los Macabeos. 3) Antes
o después llegó probablemente a la conclusión de que la tribulación escatológica, predicha en la predicación del
Bautista, tendría que soportarla él mismo. 4) Si Dios iba a establecer una alianza con su pueblo, entonces,
presumiblemente, sería necesario también un sacrificio de alianza: la muerte de Jesús podía constituir ese
sacrificio.
[17] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 334.
[18] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 307.
[19] R. E. BROWN, El Evangelio según Juan I-XII (Madrid: Cristiandad, 1979), 238-244, trata este tema,
exponiendo las diversas interpretaciones.
[20] Ibid., 241.
[21] R. E. BROWN, op. cit., 241-242, se expresa sobre este punto de la siguiente manera: «Se dice que el
Cordero de Dios quita (ai;rein) el pecado del mundo. Esta no es la misma imagen que hallamos en Is 53,4.12,
donde se dice que el siervo lleva o carga (fe,rein / avnafe,rein) los pecados de muchos. Pero esta distinción no
reviste mayor importancia, ya que los primeros cristianos no verían gran diferencia entre que Jesús quitara el
pecado o lo cargara sobre sí en su muerte. Los LXX usan indistintamente ai;rein y fe,rein para traducir el hebreo
nâsâh. Sin embargo, la expresión “cargar con el pecado”, que aparece en Is 53,12, no puede usarse para
identificar al Cordero con el Siervo doliente, como a veces se ha dicho».
[22] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 904-
907.
[23] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
327.
[24] J. D. G. DUNN, The Theology of Paul, the Apostle (Grand Rapids: W. B. Eerdmans, 1998), 175.
[25] J. J EREMIAS , op. cit., 321, 331; J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado
(Estella: Verbo Divino, 2009), 900-904.
[26] E. P. SANDERS , Jesús y el judaísmo (Madrid: Trotta, 2004), 445.
[27] Ibid., 446. El autor afirma, además, que «No son solamente los evangelios los que presentan cierta
confusión en este punto. Los testimonios de Josefo sobre el autogobierno judío son también confusos. Existe

386
ciertamente un consenso entre los investigadores: había un cuerpo de dirigentes judíos que constituían el
sanedrín, que a su vez desempeñaba un papel considerable en el gobierno y se encargaba de la administración de
la ley judía».
[28] E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010), 292-293. Este prestigioso
biblista menciona otras dos teorías que explicarían el motivo de la detención de Jesús. Según la primera de ellas,
Caifás y Pilato habrían entendido mal a Jesús, puesto que «pensaban que tenía en mente un reino de este mundo y
que sus seguidores estaban a punto de atacar al ejército romano; lo ejecutaron erróneamente como rebelde».
Resulta muy improbable, dice este autor, «que Caifás y Pilato pensasen que Jesús capitaneaba una fuerza armada
y planeaba un golpe militar». La segunda opinión sostiene que Jesús fue detenido y ejecutado a causa de
diferencias teológicas –Jesús predicaba el amor y la compasión frente al legalismo y ritualismo– con la mayoría
de los judíos, encabezados por los fariseos. Y este autor precisa que «los estudiosos que sostienen esta opinión no
explican el mecanismo por el cual los fariseos consiguieron hacer detener a Jesús, sino que se contentan con
mantener que la oposición farisaica desempeñó un papel».
[29] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 363.
[30] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos, [8,16 (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.152-1.173; J. GNILKA,
El Evangelio según San Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2005), 321-333; J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e
historia (Barcelona: Herder, 1995), 358-364; E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino,
2010), 293-298.
[31] Cf. F. BOVON, El Evangelio según san Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 448-457. Para
comprender el texto de Lucas resulta interesante la comparación con otros semejantes, examinar las
correspondencias y diferencias con los otros evangelios sinópticos e indagar las fuentes de inspiración del
evangelista. F. Bovon opina que, en el episodio de Jesús con Herodes, Lucas utiliza un material propio, influido
poderosamente por el Salmo 2, que dice: «Conciértanse los reyes de la tierra y los gobernantes conspiran a una
contra Yahvé y contra su Ungido» (Sal 2, 2). El trabajo exegético, continúa este autor, nace en una tradición que
puede observarse en los Hechos de los Apóstoles, en Ignacio de Antioquía y otros escritores de la primitiva
comunidad cristiana y, especialmente, en el Evangelio de Pedro. En la conclusión, este biblista afirma: «La historia
no admite más que dos comparecencias de Jesús, una ante las autoridades judías (22,66-71 par.; cf. ya 1 Tes
2,15); otra, ante el poder romano (23,1-5; cf. también 1 Tim 6,13). La reflexión cristiana, apoyada en la Escritura
(Sal 2,1-2), añadió muy temprano una digresión redundante, el envío de Jesús a Herodes (23,6-12; cf. Hch 4,25-
28 y también EvPe 1,3). Lucas integra este episodio dentro del proceso de Jesús ante Pilato (23,1-25 par)».
[32] R. E. BROWN, La muerte del Mesías I: Desde Getsemaní hasta el Sepulcro (Estella: Verbo Divino,
2005), 829, nota 604. En conformidad con estos documentos históricos de la antigüedad, este teólogo afirma en
la página citada: «Obviamente, Pilato no había sabido calcular la brutalidad de sus soldados; pero no se le puede
acusar de haber tenido la voluntad de cometer una salvajada contra personas inocentes».
[33] R. E. BROWN, La muerte del Mesías II: Desde Getsemaní hasta el Sepulcro (Estella: Verbo Divino,
2006), 1.120-1.121. La interpretación de este hecho la explica el autor de esta forma: «A mi juicio, este análisis
del propósito teológico de Marcos en que el rechazo de la bebida sirve para subrayar la determinación de Jesús de
darse por completo es más probable que cualquiera de las otras hipótesis elaboradas al respecto».
[34] Sobre la fecha de la muerte de Jesús se ha especulado incesantemente, sin que haya sido determinada
con exactitud desde el punto de vista histórico. Los cálculos que se utilizan para su fijación están sujetos a las
limitaciones inherentes del cómputo del tiempo por los judíos, a la duración del ministerio profético de Jesús, y al
relato que nos ofrecen los evangelios canónicos. Como prueba de esta dificultad ofrezco dos opiniones de
prestigiosos teólogos. J. GNILKA dice lo siguiente: «Se discute si Jesús murió en el día de la fiesta de Pascua o en
el día anterior, es decir, si murió el 14 o el 15 de nisán (el mes de la primavera). Nosotros preferimos el día de la
fiesta. Indudablemente era un viernes... Así que tendremos que contentarnos con la información de que Jesús fue
ejecutado hacia el año 30. El año 30 fue el año 783 después de la fundación de Roma. Por lo que se refiere a la
edad de Jesús, creemos probable que él acabara de sobrepasar la mitad de sus treinta años» (Jesús de Nazaret.
Mensaje e historia [Barcelona: Herder, 1995], 385). W. KASPER escribe así: «Se discute si fue (la muerte de
Jesús) el 14 o el 15 de nisán (quizá marzo-abril). Para los sinópticos la última cena de Jesús parece que fue

387
pascual, en cuyo caso Jesús habría muerto en la cruz el 15 de nisán. No ocurre así en Juan; para él Jesús murió
el día de la preparación de la fiesta de pascua (Jn 19,14), cuando se sacrificaban los corderos en el templo, o sea,
el 14 de nisán. Muy en conformidad con esto, Juan no presenta la última cena de Jesús con sus discípulos como
pascual, sino como de despedida...Decidir la cuestión histórica no es, pues, fácil. Pero hay algo que se inclina a
favor de la exposición joánica, pues es improbable que el sanedrín se reuniera en el día más solemne de los
judíos... Mediante cálculos astronómicos se concluye que el 7 de abril del año 30 d.C. fue probablemente el día
en que murió Jesús» (Jesús, el Cristo [Salamanca: Sígueme, 2006], 191).
[35] A. PIÑERO (ed.), Todos los Evangelios (Madrid: Edaf, 2009), 492 y 496, en el llamado Evangelio
según Felipe, de la segunda mitad del siglo II/primera mitad del siglo III, se dice: «Tres (mujeres) caminaban
siempre con el Señor: María, su madre; la hermana de esta, y Magdalena, que es denominada “su compañera”.
Así pues, Maria es (llamada) su hermana, y su madre, y su compañera» (32). En otro lugar, se afirma: «Y la
compañera del (Salvador es) María Magdalena. El (Salvador) la amaba más que a todos los discípulos, y la
besaba frecuentemente en la (boca). Los demás (discípulos) (se acercaron a ella para preguntar). Ellos le dijeron:
“¿Por qué la amas más que a todos nosotros?” El Salvador respondió y les dijo: “¿Por qué no os amo a vosotros
como a ella?”» (55b).
[36] Las Guerras de los Judíos I, lib. II, cap. VIII, 224-226 y cap. XI, 233-237.
[37] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos II (Salamanca: Sígueme, 2011), 1.236-1.237.
[38] Ibid., 1237.

388
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389
CAPÍTULO 12:
La última cena de Jesús

Siempre he imaginado que el espléndido (por lo que entraña de generosidad)


acontecimiento de la última cena de Jesús tiene un trasfondo múltiple, extremadamente
variado y abundante. Su extraordinaria riqueza se enmarca en el grandioso relato de la
pasión y muerte del Señor, con el que se consuma el hermoso proyecto del anuncio del
reino de Dios. La cena es, en primer lugar, una comida solemne, enmarcada en la
festividad por excelencia del pueblo judío –la cena de Pascua o rds (sêder)– con tintes
claros de despedida, y promesas definitivas de una consumación final, que da plenitud a
las comidas que Jesús realizó con sus seguidores –partidarios y adversarios– a lo largo de
su ministerio por tierras de Palestina. En el fondo de los extraordinarios relatos de los
últimos momentos de la vida de Jesús, la despedida de sus amigos, su pasión y su
muerte, se adivina el gran proyecto del reino de Dios, en el que no solo aparece la
proclamación de un mensaje de salvación y liberación para la humanidad por un profeta
singular en la historia de Israel, sino la realización y consumación del mismo en la
persona, también única y singular, de Jesús de Nazaret. La solemnidad de esta cena está
envuelta también entre acontecimientos de entrega y traición de Judas Iscariote y la tierna
y atrevida unción de María en Betania. Todos ellos rodean el gran misterio de la pasión y
resurrección de Jesús. Resulta enigmático que el único judío del grupo de los Doce –los
demás eran galileos– Judas, de la aldea de Kriyoth, un discípulo que, con los avatares
propios de la naturaleza humana, había seguido fielmente al Maestro como los otros, que
había escuchado sus palabras y presenciado sus milagros, destinado a predicar el reino de
Dios, se dejase envolver por la duda sobre el mesianismo de Jesús y, en lugar de albergar
en su corazón la esperanza del auténtico reinado de Dios, esperase aún el esplendor
religioso de Jerusalén y la destrucción del odioso poder de Roma [1] . Por otra parte, todo
queda suficientemente enraizado en el contexto del Antiguo Testamento. En él, la comida
se comparte y se celebra, al tiempo que se vincula frecuentemente a la palabra (Dt 8,3).
La comida, además, implica liberación, canto y oración, como sucedía cuando el pueblo
de Israel comía un cordero asado, con panes ázimos, alternando relatos del Éxodo con
oraciones y copas de vino, en recuerdo de la salida de Egipto y de la esclavitud,

390
amargamente vivida en aquellas tierras [2] . Algunos textos bíblicos del Nuevo
Testamento (Mc 10,45; Lc 12,37; 22,27; Jn 13,1-20), que hablan de humildad y de
servicio, estrechamente vinculados a la última cena, traen a la memoria numerosos
pasajes del Antiguo Testamento, relacionados con reyes y profetas, con el propio pueblo
de Israel e incluso con el «misterioso siervo de Yahvé», esbozado en los «cantos» o
«poemas» de Isaías (Ex 14,31; Nm 12,7s; Dt 34,5; Jos 24,29; 2 Sm 7,5.8; 1 Re 8,24s;
Jer 7,25; Is 41,8s; 43,10; 44,1s; 42,1-9; 49,1-9; 50,4-11; 52,13–53,12).
Pese a la continuidad de la última cena con las comidas habituales de Jesús, esta
tiene unas características excepcionales. Según el relato de Marcos, en el cuarto día de la
semana, es decir, dos días antes de la celebración de la Pascua y los Ázimos, se
reunieron los sumos sacerdotes y los escribas para apoderarse con astucia de Jesús y
matarlo (Mc 14,1-2). La proximidad de la fiesta podría ser motivo de fuertes tumultos
del pueblo. La decisión de los sabios y poderosos fue posponer el arresto de Jesús hasta
que se celebrase la fiesta, pero las circunstancias precipitaron los acontecimientos, como
sabemos. La cena se celebra en la ciudad de Jerusalén, símbolo de la santidad del pueblo
de Israel. El clima de la celebración, aunque suavizado por la presencia de los Doce y
otros seguidores íntimos, es oscuro e incierto ante la proximidad de la muerte de Jesús.
Más que nunca, se simboliza el banquete definitivo del reino de Dios. Ya no se bebe
vino, como se hacía en las grandes ocasiones, ni se come pan, sino que el pan es ahora el
«cuerpo» de Jesús y la copa, la «nueva Alianza» en su sangre. Se ha realizado el
sacramento más sublime, envuelto en los signos más ordinarios, que ha de recordar
siempre la entrega y muerte de Jesús y la gran esperanza del reino de Dios. El recuerdo
es la grata obligación del cristiano: «haced esto en memoria de mí» (1 Cor 11,25), un
recuerdo que ha de ser interminable: «hasta que vuelva» (1 Cor 11,26). Hay también
otro gesto de Jesús, que clarifica su entrega a los discípulos. Él, el «Maestro» y el
«Señor», en un acto insólito de servicio extremo, «les lavó los pies» (Jn 13,12), y otro
tanto deben hacer sus seguidores. El servicio –el amor– es la auténtica actitud de quienes,
en la cena, celebramos y anunciamos al mundo la presencia de Jesús entre nosotros y la
definitiva y absoluta liberación humana en el reino de Dios.

391
12.1. Los relatos de la cena
J. Jeremias afirma que «no hay manera de comprender la última cena de Jesús si
tomamos como punto de partida inmediatamente las palabras interpretativas, porque así
lo que hacemos es aislar la llamada cena institucional y precisamente hay que afirmar que
este aislamiento de la última cena a través de los siglos, es lo que ha dificultado la
comprensión de su sentido escatológico» [3] . Efectivamente. La última cena ha de
interpretarse necesariamente en el contexto de las comidas de Jesús de Nazaret, a las que
estaban invitados justos y pecadores, signos inequívocos de su amistad a los hombres y
mujeres de este mundo y que anunciaban el cumplimiento definitivo del reino de Dios.
Las comidas de Jesús con los pecadores y marginados de la sociedad, abiertas a
todos los «malditos» que no conocen la ley (Jn 7,49), no son solamente gestos o actos de
solidaridad humana, sino que conllevan una carga profética y simbólica tan profunda que
proclaman generosamente la llegada de la salvación de Dios a la humanidad (Mc 2,15-17;
Lc 7,36-50; 15,22-24). Esta salvación de Dios toma «carne» en Jesús de Nazaret y
como «carne», si bien transfigurada por la resurrección, se perpetúa en la eucaristía a lo
largo de la historia, poniendo de manifiesto la estrecha vinculación entre las comidas de
Jesús, la encarnación y la salvación del mundo [4] .
En la cena, además, resulta imposible prescindir del simbolismo profético que en ella
se significa. En un lenguaje semítico, aunque utilizado en circunstancias especiales, Jesús
realiza varias acciones en la cena, estrechamente vinculadas entre sí, orientadas en este
sentido. Así podemos considerar el lavatorio de los pies a los discípulos que, aunque
carezca de la dimensión sacramental eucarística, alude claramente a la muerte de Jesús,
la partición del pan, la entrega del vino y el compromiso de Jesús de no beber más del
fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios.
En el lavatorio de los pies a los discípulos, que se produce en un contexto de muerte
inminente de Jesús, las palabras del Maestro son extremadamente clarificadoras de su
misión: Jesús que, en realidad, es «el Maestro» y «el Señor» ha lavado los pies a sus
discípulos, ejerciendo un servicio que culmina en su muerte. Quien quiera seguirle, ha de
hacer lo mismo, a saber, servir unos a otros y a toda la comunidad (Jn 13,1-20).
La acción profética y las palabras explicativas sobre el pan, transmitidas con
exquisita sobriedad, están cargadas de un fuerte simbolismo profético. Los teólogos
persisten en sus discusiones para averiguar si Jesús dijo «cuerpo» o «carne» en las

392
palabras del pan –manejando los términos pwg (guf) / sw/ma– acerca de la importancia
del acto de «partir» el pan y de la relación entre el simbolismo de la separación del pan y
del vino y la muerte de Jesús y su sacrificio. Lo importante es saber que la entrega del
cuerpo es la entrega de la persona (a la muerte), que lo relevante no es la partición (el
cuerpo de Jesús no se hace pedazos), sino la donación o la entrega (de Jesús) y que la
entrega hace referencia a la totalidad, aunque separemos el cuerpo de la sangre en la
celebración eucarística [5] .
El simbolismo es más explícito sobre el vino, aunque varíen las dos tradiciones
(Marcos y Mateo, por un lado y Pablo y Lucas por el otro). La primera de ellas dice:
«Esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos» (para perdón de (los)
pecados, añade Mateo, Mc 14,24; Mt 26,28). Pablo la transmite con estas palabras:
«Este vaso es la nueva alianza (ratificada) con mi sangre; haced esto, siempre que (lo)
bebáis, en memoria de mí» (1 Cor 11,25). Y Lucas, así: «Este vaso, el derramado a
favor vuestro, (es) la nueva alianza (ratificada) con mi sangre» (Lc 22,20). Jesús invita a
beber su sangre, pensando en la acción redentora de su muerte y distanciándose de toda
interpretación materialista.
De forma similar a como Moisés vertió la sangre sobre el pueblo de Israel que
significaba la alianza de Yahvé, según sus promesas (Ex 24,8), así Jesús estableció la
alianza (diaqh,kh, mejor que el término «testamento», utilizado frecuentemente),
ratificada con la sencillez y humildad de su servicio hasta terminar en la cruz, una alianza
diferente de las del Antiguo Testamento, completamente «nueva», estableciendo una
nueva relación entre Dios y los hombres, y orientada a la escatología [6] .
En todo caso, el pan partido y distribuido a quienes estaban en torno a la mesa
simboliza a Jesús mismo; y otro tanto sucede con el vino derramado en la copa común.
El simbolismo de la muerte es evidente en los textos del relato y en las variadas
interpretaciones, que siguieron a la ejecución de Jesús, por parte de sus discípulos que
continuaron recordando la acción del maestro. Jesús continuó así la senda del sufrimiento
y de la muerte de los grandes profetas de Israel. La cena fue, indudablemente, un gesto
simbólico que apuntaba al reino futuro de Dios (Mc 14,25; Mt 26,29; Lc 22,16-18).
Desconsiderando el elemento escatológico, se pone en riesgo la «singularidad» de la
cena, que es anuncio de la pasión y de consumación final al mismo tiempo (Mc 14,25;
Lc 22,16-18). Las palabras pronunciadas en ella se sitúan, por tanto, en este contexto.

393
Según J. Jeremias, «las palabras de la cena son las más importantes alusiones de Jesús a
su propio sufrimiento» [7] . Y J. D. G. Dunn dice que «la tradición es firme en que Jesús
pronunció palabras reveladoras de que él sentía la inminencia de su muerte» [8] .
Las versiones que han llegado hasta nosotros, procedentes de dos fuentes
ligeramente independientes, a saber, la tradición de los evangelios sinópticos y la de las
cartas de Pablo, narran prácticamente lo mismo, aunque puedan observarse ciertas
peculiaridades que evidencian la riqueza del acontecimiento. Se encuentran en Marcos
(Mc 14,22-25), Mateo (Mt 26,26-29), Lucas (Lc 22,15-20) y en Pablo (1 Cor 11,23-26).
Juan narra la cena, presentando el gesto excepcional del lavatorio de los pies a los
discípulos (Jn 13). Por otra parte, la Didaché también menciona el acontecimiento [9] .
Las versiones ofrecidas de la cena del Señor son absolutamente fiables. Grandes
teólogos y exegetas se han pronunciado abiertamente en este sentido, calificándolas de
«roca primitiva de la tradición» o como «los mejores relatos de la vida de Cristo» [10] .
El relato de la primera carta a los Corintios es, innegablemente, el primer escrito que ha
llegado a la comunidad cristiana, pero, como Pablo recibe una tradición, no puede
excluirse terminantemente que otro texto, en concreto el escrito por Marcos, haya sido
fijado con anterioridad. De hecho, algunos teólogos, entre ellos R. Pesch, se inclinan por
esta opinión, estableciendo como prototipo el relato de Marcos, del que dependerían
tanto Mateo como Lucas, y relegando a un segundo plano el escrito por Pablo a los
Corintios [11] .
Todas las tradiciones, con las variantes lógicas de estilo y concepción teológica de
cada autor, se cimientan en hechos históricos que, de forma más o menos explícita, nos
conducen a la vida de Jesús. No son, por tanto, variaciones o desarrollo de meras
reflexiones teológicas. Hunden sus raíces, más bien, en los ritos y bendiciones del pueblo
judío del Antiguo Testamento, en los gestos y acciones del ministerio profético de Jesús,
especialmente en las comidas, en las experiencias pascuales de la presencia del Señor en
la comunidad y, sobre todo, en la resurrección, que dio sentido y culminación a toda la
vida de Jesús.
Transcribo a continuación las narraciones:
«Y mientras comían cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió y se (lo) dio, y dijo:
“Tomad; esto es mi cuerpo”. Y cogió un vaso, rezó la acción de gracias, se (lo) dio, y
bebieron todos de él. Y les dijo: “Esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de

394
muchos. Os digo de verdad: Ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en
que lo beba nuevo en el reino de Dios”» (Mc 14,22-25).
«Mientras comían, Jesús cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió, (lo) dio a los
discípulos y dijo: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo”. Y cogió un vaso, rezó la acción
de gracias y se (lo) dio diciendo: “Bebed de él todos, pues esto es mi sangre de la alianza,
la derramada a favor de muchos para perdón de (los) pecados. Y os digo que desde
ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros
nuevo en el reino de mi Padre”» (Mt 26,26-29).
«Y les dijo: “He tenido gran deseo de comer este cordero pascual con vosotros
antes de padecer. Pues os digo que ya no lo comeré hasta que tenga su cumplimiento en
el reino de Dios”. Y cogiendo un vaso, rezó la acción de gracias y dijo: “Tomadlo y
repartidlo entre vosotros. Pues os digo que desde ahora no beberé del fruto de la vid
hasta que llegue el reino de Dios”. Y cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y se
(lo) dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, el entregado en favor vuestro; haced esto en
memoria de mí”. Y de la misma manera el vaso, después de cenar, diciendo: “Este vaso,
el derramado a favor vuestro, (es) la nueva alianza (ratificada) con mi sangre”» (Lc
22,15-20).
«Pues yo recibí del Señor lo que a mi vez os transmití: que el Señor Jesús, la noche
en que era entregado cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y dijo: “Esto es mi
cuerpo, el (entregado) a favor vuestro; haced esto en memoria de mí”. De la misma
manera también el vaso, después de cenar, diciendo: “Este vaso es la nueva alianza
(ratificada) con mi sangre; haced esto, siempre que (lo) bebáis, en memoria de mí”. Pues
siempre que coméis ese pan y bebéis ese vaso anunciáis la muerte del Señor hasta que
vuelva» (1 Cor 11,23-26).
Un estudio comparativo de estas narraciones permite algunas consideraciones de
especial interés e importancia. Las versiones citadas permiten identificar dos tradiciones
diferentes en cuanto a gestos y palabras: una, la que presentan Marcos y Mateo, cuyo
lugar de origen suele situarse en Palestina, y otra, la de Pablo y Lucas, ubicada en
Antioquía. Ambas son muy antiguas y contienen elementos de elaboración teológicos,
propios de cada redactor. Como afirma J. Jeremias, en la versión de Marcos (y Mateo)
se encuentra el giro de u`pe,r solo en el cáliz, y está redactada en griego semitizante,
mientras que en la de Pablo y Lucas se pone dicho giro en el pan y es una versión

395
helenizada. Sustancialmente, sin embargo, los textos mantienen una concordancia
perfecta [12] .
La tradición sinóptica detalla escrupulosamente las escenas que han de realizarse en
la celebración de la última cena. En el primer día de los Ázimos, cuando sacrificaban el
cordero Pascual, Jesús envía a dos de sus discípulos a preparar la Pascua (Mc 14,12-16).
En la primera parte de la cena, se anuncia que el Hijo del hombre va a ser entregado
traicioneramente por uno de los Doce (Mc 14,17-21). Durante la comida, se producen
gestos y palabras (el rezo de bendición, la partición del pan y el reparto de la copa), que
interpretan la inminente muerte de Jesús (Mc 14,22-25). Al final de la cena, una vez
cantados los himnos y en camino del monte de los Olivos, se anuncia la negación de
Pedro (Mc 14,26-31). Esta tradición presupone la celebración de una cena pascual (Mc
14,12-16 par; Lc 22,15s).
La narración de Juan, que con toda probabilidad ha sufrido una considerable
evolución, anuncia la traición de Judas (Jn 13,21-30) y la negación de Pedro (Jn 13,36-
38), pero no recoge los gestos y palabras sobre el pan y el vino. Sobresale en este
evangelista el amplio discurso de despedida de Jesús (Jn 13–17). A diferencia de los
sinópticos, Juan no habla de una cena pascual, sino que sitúa la celebración en la víspera
de la Pascua y el convite se celebraría en la noche que sigue a la muerte de Jesús (Jn
13,1; 18,24; 19,14).
Es obvio suponer que, prescindiendo momentáneamente del carácter pascual de la
última cena, Jesús se reuniera con sus discípulos, participando del espíritu festivo de la
celebración en recuerdo de la liberación del pueblo de Israel (Ex 12,3) y siendo
plenamente consciente de la seriedad de la misma (Nm 9,13). Jesús recordaría la
liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, recostado sobre esteras comería el cordero
y bebería del vino, y rezaría la acción de gracias. Pero, como dice J. Ratzinger
(Benedicto XVI), «la esencia de esta cena de despedida no era la antigua Pascua, sino la
novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite de Jesús con los
Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del judaísmo, se
ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la muerte y
resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, él ha celebrado la
Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el
momento para ello Jesús ya había muerto. Pero él se había entregado a sí mismo, y así

396
había celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se
negaba lo antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno» [13] .
La novedad de la Pascua de Jesús radica sustancialmente en las palabras
interpretativas que acompañaron a las acciones realizadas en la cena. Las palabras que se
pronunciaron al partir el pan y al beber de la copa.
Las palabras sobre el pan (mazzot [twzm], el pan ázimo y de la aflicción), cuya
partición se asociaba con una oración de alabanza al comienzo de la comida, no
presentan dificultades especiales. Se formulan así en las distintas tradiciones. Mateo nos
transmite las palabras de la institución de esta forma: «Mientras comían, Jesús cogió pan,
rezó la bendición, (lo) partió, (lo) dio a los discípulos y dijo: “Tomad, comed, esto es mi
cuerpo, la,bete fa,gete, tou/to, evstin to, sw/ma, mou”» (Mt 26,26). Marcos las
reproduce de esta manera: «Y mientras comían cogió pan, rezó la bendición, (lo) partió y
se (lo) dio, y dijo: “Esto es mi cuerpo, tou/to, evstin to, sw/ma, mou”» (Mc 14,24).
Lucas refiere: «Y cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y se (lo) dio diciendo:
“Esto es mi cuerpo, el entregado a favor vuestro; haced esto en memoria de mí, tou/to,
evstin to, sw/ma, mou to, u`pe,r u`mw/n dido,menon tou/to poiei/te eivj th,n evmh,n
avna,mnhsin”» (Lc 22,19). Finalmente, Pablo escribe: «Que el Señor Jesús, la noche en
que era entregado, cogió pan, rezó la acción de gracias, (lo) partió y dijo: “Esto es mi
cuerpo, el (entregado) a favor vuestro; haced esto en memoria de mí, tou/to mou, evstin
to, sw/ma to, u`pe,r u`mw/n, tou/to poiei=te eivj th,n evmh,n avna,mnhsin”» (1 Cor
1,23-24).
Las palabras sobre el pan, como digo, apenas encierran dificultades, y son
coincidentes en todas las versiones, si exceptuamos las de Lucas y Pablo que añaden la
dimensión salvífica de la cena y el mandato de repetirla en memoria de Jesús.
El pan, asociado a la vida, tanto material como espiritual, y símbolo de la amistad de
Yahvé con el pueblo de Israel, al que conduce a un país rico en productos del campo,
donde comerá pan hasta el hartazgo (Dt 8,7-10), se partía al comienzo de la comida
principal y la acción se asociaba con una oración de alabanza. En el momento de la
última cena, el pan tiene una significación especial. Es el mismo Jesús, que comió con
discípulos y pecadores en el transcurso de su vida pública. Es el símbolo del cuerpo de
Jesús, de su persona y de toda su vida, puesta al servicio de la humanidad desde el
preciso instante que tomó carne humana y que realizó plenamente en el anuncio del reino

397
de Dios. Es el mismo Jesús que, en estos momentos, se enfrenta a una muerte violenta e
ignominiosa. Es un cuerpo que, en paralelo con la sangre derramada, se convierte en
sacrificio para la humanidad. Quienes lo comen participan en la muerte de Jesús, al
tiempo que reciben la liberación que él anuncia y otorga. J. Ratzinger (Benedicto XVI) lo
expresa de esta forma: «Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir,
adquiere en la Última cena de Jesús una profundidad del todo nueva: él se entrega a sí
mismo. La bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera
totalmente radical en el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en
el pan» [14] . J. Gnilka formula este pensamiento de este modo: Jesús refiere el pan
inmediatamente a sí mismo o a su cuerpo. Puesto que sw/ma es un circunloquio que
designa a la persona, el término podría traducirse también: esto soy yo mismo. Los
comensales adquieren en la comida una nueva comunión con él. Desde la perspectiva de
la palabra sobre la copa se pone claramente de manifiesto que se trata de una comunión
con aquel que va a la muerte. Desde aquí, la última cena empalma con las comidas que
Jesús celebró con los hombres, con los discípulos, con los pecadores, durante su vida
pública. Si allí estaba él corporalmente presente, ahora le representa el pan del que
participan los comensales [15] . El cuerpo significa la totalidad de la persona, su ser y
quehacer, sus vivencias más íntimas y sus relaciones con los demás; en este caso, la
persona de Jesús y su entrega a la humanidad. El término sw/ma, en griego, como sucede
con el hebreo pwg (guf), hace referencia a la persona y no al cuerpo material.
Algunos sectores relevantes de la investigación teológica aprecian también un claro
carácter cultual en el amplio cuadro de la celebración de la última cena. El término
«cuerpo» (y más aún, el vocablo «sangre») aparece con relativa frecuencia en el
lenguaje sacrificial. En este sentido, como escribe M. Karrer, si en las palabras
interpretativas de Jesús, «mi» podría ser traducido por «ofrecido por mí», estaría
permitido decir, poco más o menos, que «esto (el pan que Jesús distribuye en la cena) es
el cuerpo ofrecido en sacrificio por mí» [16] . La referencia del pan a una ofrenda de un
sacrificio resulta evidente y, al tratarse de una alianza nueva, se contrapondría a todos los
sacrificios anteriores del pueblo de Israel.
Las palabras pronunciadas sobre el vaso (copa) resultan más complejas, por su
divergencia, sus alusiones a pasajes del Antiguo Testamento (no siempre fáciles de
determinar) y la probable influencia de la primitiva comunidad cristiana. Hasta fechas

398
muy recientes, se han puesto en tela de juicio las palabras de Jesús pronunciadas sobre el
cáliz, recurriendo a la concepción judía del simbolismo de la sangre como maldición para
la vida o, incluso, a la prohibición legal de su utilización (2 Sm 23,17). Reproduzco a
continuación las siguientes versiones. Mateo dice: «Y cogió un vaso, rezó la acción de
gracias y se (lo) dio, diciendo: “Bebed de él todos, pues esto es mi sangre de la alianza, la
derramada a favor de muchos para perdón de (los) pecados. Y os digo que desde ahora
no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros nuevo en
el reino de mi Padre, pi,ete evx auvtou/ pa,ntej( tou/to ga,r evstin to, ai/ma, mou th/j
diaqh,kej to, peri, pollw/n evkcunno,menon eivj a'fesin a`martiw/n”» (Mt 26,27-29).
Marcos se expresa así: «Y cogió un vaso, rezó la acción de gracias, se (lo) dio, y
bebieron todos de él. Y les dijo: “Esto es mi sangre de la alianza, la derramada a favor de
muchos. Os digo de verdad: Ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en
que lo beba nuevo en el reino de Dios, kai. e;pion evx auvtou/ pa,ntej( kai. ei/pen
auvtoi/j tou/to, evstin to, ai/ma, mou th/j diaqh,khj to, evkcunno,menon u`pe,r pollw/n”»
(Mc 14,23-24). Lucas refiere lo siguiente: «Y de la misma manera el vaso, el derramado
a favor vuestro, (es) la nueva alianza (ratificada) con mi sangre, tou/to to, poth,rion h`
kainh, diaqh,kh evn tw|/ ai[mati, mou to, u`pe,r u`mw/n evkcunno,menon ”» (Lc 22,20).
Pablo escribe: «Este vaso es la nueva alianza (ratificada) con mi sangre; haced esto,
siempre que (lo) bebáis, en memoria de mí. Pues siempre que coméis ese pan y bebéis
ese vaso anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva, tou/to to, poth,rion h` kainh,
diaqh,kh evsti,n evn tw|/ evmw|/ ai[mati tou/to poiei/te, o`sa,kij eva.n pi,nhte( eivj th,n
evmh,n avna,mnhsin» (1 Cor 11,25-26).
Según afirma R. Aguirre, es admitido generalmente el hecho de que «el logion del
banquete escatológico (Mc 14,23-25) procede de Jesús y da el sentido del vino que se
bebía» [17] . A la certeza que rodea a esta afirmación le siguen cuestiones mucho más
abiertas a la interpretación teológica, derivadas fundamentalmente de la exégesis de los
textos que hacen referencia al Antiguo Testamento, de la influencia litúrgica de las
primitivas comunidades cristianas sobre las tradiciones y escritos bíblicos (siempre
propensa al esquematismo), a la elaboración de elementos específicamente teológicos y a
la propia dinámica evolutiva de toda acción eclesial.
En cualquier caso, y ya acercándome al estudio del significado de la acción de Jesús
sobre la copa, una vez partido el pan, hecho que se realizaba al comienzo de la comida

399
principal, y asociado siempre a una acción de alabanza, al final se pronunciaban las
palabras sobre la copa de vino, incorporadas a la acción de gracias. Los tres evangelistas
reproducen idénticas palabras cuando dicen «cogió un vaso» y «rezó la acción de
gracias», con la única diferencia de que Lucas remite a lo expresado en la acción sobre el
pan (Mt 26,27; Mc 14,23; Lc 22,20). Pablo, al decir: «de la misma manera también el
vaso», hace asimismo referencia al rezo de la acción de gracias, pronunciado después de
coger el pan (1 Cor 11,25). Es fácilmente imaginable que, en el transcurso de la cena,
Jesús recordase con sus discípulos la acción liberadora de Yahvé sobre el pueblo de
Israel, que trajera a su memoria las penalidades sufridas en Egipto, que les explicase el
significado de la comida del cordero pascual. Sin embargo, las versiones que hemos
recibido son muy escuetas. Los textos señalan que Jesús pronunció la acción de gracias,
pero no han reflejado sus palabras; el ritual litúrgico ha prevalecido sobre la narración
detallada de los gestos y hechos. No sabemos con seguridad el rito detallado de una cena
pascual judía o de un convite en tiempos de Jesús. Se discute si en estas comidas
especiales los comensales bebían de una copa común o se utilizaban copas individuales,
aunque parezca probable la primera opción como señal de la comunión entre los
miembros de la comunidad (1 Cor 10,16). Queda, a pesar de la concisión de los
enunciados, la reflexión y la vivencia de la comunidad eclesial.
Las palabras de interpretación sobre la copa hacen referencia clara a la sangre de
Jesús. Mateo y Marcos dicen: «Esto es mi sangre de la alianza» (Mt 26,28; Mc 14,24),
mientras que Lucas y Pablo afirman: «(este vaso) es la nueva alianza (ratificada con mi
sangre)» (Lc 22,20; 1 Cor 11,25). La nueva alianza, en contraposición a la antigua, la
sangre de la Alianza que Yahvé ha pactado con su pueblo de acuerdo con sus palabras
(Ex 24,8), y en virtud de la muerte de Jesús, confiere salvación universal porque la
sangre derramada (ser matado), según la concepción bíblica, significa vida, vida
liberadora en plenitud. Jesús representa una nueva alianza mediante su muerte, prevista y
aceptada como Mesías enviado de Dios.
La interpretación teológica ha encontrado en la tradición sinóptica y en Pablo
conceptos que ha expresado como «expiación» o «representación vicaria» («muerte
por») y «pacto». Y, efectivamente, tales ideas, típicamente judías y de gran arraigo en el
Antiguo Testamento, se hallan expresamente en las palabras de la copa, según Marcos y

400
Mateo (mi sangre de la alianza, la derramada a favor de muchos), y en las del pan, según
Lucas y Pablo (esto es mi cuerpo, el entregado a favor vuestro)
La sangre de la alianza es derramada a favor de muchos. Las fórmulas que se
utilizan son: u`pe,r pollw/n (Marcos), peri, pollw/n (Mateo), u`pe,r u`mw/n (Lucas y
Pablo), u`pe,r th/j tou/ zwh/j (Juan). La formula u`pe,r, presente en todas las
formulaciones, es un término fundamental que permite interpretar la narración de la
última cena desde la más auténtica y profunda dimensión de la existencia de Jesús de
Nazaret. Su persona fue siempre para los demás, para todos. Y las expresiones u`pe,r
pollw/n (la versión de Marcos es la más antigua), así como las demás, son semitismos de
carácter inclusivo que designan la totalidad [18] . Él murió por todos y su sangre fue
derramada por muchos que, teniendo en cuenta el significado del semitismo en los textos
del Antiguo Testamento, corresponde con «la totalidad», y ha de traducirse por
«todos» [19] . Las alusiones a Isaías sobre la pasión y muerte del Siervo, se antojan
necesarias para entender las palabras de la cena. El servicio de Jesús alcanza el extremo
de entregar su vida por muchos, por «todos», convirtiéndola en sacrificio expiatorio, en
cumplimiento del anuncio profético (Is 53,10). E. Schillebeeckx escribe: «el “por
vosotros” (fórmula hyper), en el sentido de preexistencia total de Jesús, indica la
intención histórica de toda su vida y se realizó hasta su muerte. El argumento principal
–sobre el trasfondo de toda la vida de Jesús, en actitud de fidelidad al Padre y de servicio
al hombre– consiste, a mi juicio, en que toda la actividad de Jesús durante su vida
pública fue no solo promesa salvífica, sino oferta concreta y actual de salvación. No se
limita a hablar de Dios y de su reino; donde aparece, lleva salvación y se realiza la
soberanía de Dios. La aceptación activa de su muerte y de su rechazo solo es
comprensible como inclusión activa de la muerte en su misión de ofrecer la salvación y
no solo como obstáculo» [20] . En la actualidad, existen opiniones teológicas que
interpretan el término «muchos» no por «todos», sino por la «totalidad de Israel», tanto
en Isaías como en las palabras de Jesús, invocando el lenguaje de Qumrán. Otras
interpretaciones mantienen que las palabras sobre la copa no aludirían a la muerte de
Jesús, sino a la acción sacramental, afirmando que mientras la muerte tiene un valor
universal, la acción sacramental es más limitada [21] . A mí me resulta convincente y clara
la interpretación desde un punto de vista estrictamente filológico, que obliga a traducir
«muchos» por «la totalidad», es decir, por todos. La auto-comprensión de la comunidad
eclesial confirma esta interpretación al considerar que también los paganos deben

401
alcanzar la salvación, como afirma Pablo, y que Jesús iba a morir «no solo por la nación,
sino también para reunir en un ser a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). J.
Ratzinger resume magistralmente las diversas opiniones teológicas cuando afirma: «Si en
Isaías “muchos” podría significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta
creyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez
más claro que él, de hecho, murió por todos» [22] .
Jesús, en perfecta sintonía con las palabras y acciones durante su ministerio público,
y con clara conciencia del peligro que se cernía sobre su persona, pronuncia en la última
cena unas palabras que constituyen una profecía de su muerte: «Os digo de verdad: Ya
no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de
Dios» (Mc 14,25). En otra variante se ofrece la determinación del tiempo: «hasta que
llegue el reino de Dios» (Lc 22,18). En esos momentos de violencia y de muerte, Jesús
mantuvo firme la expectación del reino de Dios, centro de su mensaje profético. Jesús,
en la hora crítica de su existencia terrena, mantuvo su profunda convicción de la llegada
del reino de Dios a los hombres, mensaje central de su predicación y eje de su acción
sanadora. La cena simbolizaba ese reino de Dios. La muerte anunciada y asumida –
entendida como muerte salvífica– no se contrapone en absoluto con el mensaje del reino,
ofrecido por Jesús como la salvación definitiva para la humanidad. Con la conciencia
clara de la proximidad de su muerte y asumiendo con obediencia la condición de enviado
de Dios, Jesús realizó una nueva alianza con el mundo, presentando a todos los hombres
la idea de un Dios padre y compasivo. Esta hermosa realidad –de amor y liberación– ha
de entenderse siempre en la inmensa y soberana realidad del reino de Dios.
Jesús deja en legado a sus seguidores una cena, rodeada de dolor y de muerte, al
tiempo que orientada a la gran y esplendorosa realidad del reino de Dios. Será celebrada
por siempre por la comunidad de sus discípulos, según el mandato de repetición,
recogido en Lucas y Pablo (Lc 22,19; 1 Cor 11,24-25), y constituirá la unión con el
Resucitado y con todo el mundo. La unidad de quienes comemos de un mismo pan está
cimentada en la muerte de Jesús y debe ser sacramento de amor en la comunidad eclesial
y, a través de ella, en el mundo entero. No en vano, es signo y símbolo del banquete del
reino.
Jesús aceptó la muerte a favor del reino de Dios y por eso prometió no comer ni
beber más hasta hacerlo en el reino. Cada vez que celebramos la eucaristía, anunciamos

402
la muerte del Señor –en realidad, reconocemos el servicio de toda su vida a favor de los
hombres– hasta que él vuelva. En cada celebración eucarística, nos enfrentamos a la
muerte de Jesús y a todo lo que ella significa, al tiempo que nos comprometemos a vivir
los valores del reino de Dios y proclamarlos a toda la humanidad. Esta es la tarea del
cristiano hasta que él, el servidor y salvador de todos, venga. Es la esperanza que debe
ilusionar a todos los seguidores del Resucitado.

403
12.2. Cena pascual y cena de Jesús
El hecho de la subida de Jesús a Jerusalén con motivo de la celebración de la Pascua y la
comida de despedida realizada con sus discípulos es narrado de forma unánime por los
cuatro evangelistas. Las complicaciones surgen al determinar la fecha de la última cena
de Jesús y el carácter pascual de la misma.
Según la narración de los evangelios sinópticos, la cena de Jesús se sobreentiende
una cena pascual. Así puede colegirse de las narraciones de Marcos, que habla del primer
día de los Ázimos y de que los discípulos prepararon la Pascua (Mc 14,12-16), y de
Lucas que pone en boca de Jesús el deseo de comer el cordero pascual con sus
discípulos antes de padecer (Lc 22,15). En la misma dirección apuntan la hora nocturna
de la cena y la celebración de la misma dentro de las murallas de la ciudad santa de
Jerusalén. La fecha habría sido un jueves, una vez puesto el sol. A partir de esos
momentos, los acontecimientos se habrían precipitado. Jesús fue arrestado y llevado ante
los tribunales en la noche del jueves al viernes; fue condenado a muerte por el
gobernador Poncio Pilato el viernes por la mañana; crucificado, a las nueve de esa misma
mañana; y su muerte sobrevendría a las tres de la tarde de ese día.
En esta cuestión, M. Karrer argumenta en un tono teológico, precisando que
«ningún motivo del tiempo de la Cena está ligado a la cena pascual, ya sea por haber
tenido lugar en la noche anterior a la fiesta de la Pascua, o bien (en una divergencia
acomodada a Jesús) en la fiesta de la Pascua. Sin embargo, la idea de la conversión
salvífica de Dios hacia las comunidades, según el ramal de la tradición sinóptica, se
condensa en torno a la “Pascua”. Las comunidades, gracias a la entrega efectuada por
Jesús, experimentan una Pascua que documenta la redención y la preservación por obra
de Dios: una Pascua cuya plenitud festiva vendrá en el reino de Dios» [23] .
El evangelista Juan, por el contrario, pone todo el empeño en demostrar que la
última cena de Jesús no fue una cena pascual. Según él, nos hallamos «antes de la fiesta
de Pascua», en la víspera de la misma o día de la preparación (Jn 13,1). El resto de
acontecimientos de las últimas horas de la vida de Jesús es idéntico a los que relatan los
sinópticos, aunque Juan destaque el momento de la muerte de Jesús que hace coincidir
con el tiempo en que tenía lugar la inmolación de los corderos pascuales en el Templo.
La cronología ofrecida por Juan, aunque pueda parecer sospechosa por la estrecha
asociación teológica entre el verdadero Cordero, Jesús, y el sacrificio de los corderos de

404
la fiesta de Pascua en el Templo, se considera más probable que la de los sinópticos
desde el punto de vista histórico porque, entre otras razones, explicaría sin dificultades el
proceso y la ejecución de Jesús, al tener lugar fuera de la fiesta principal del pueblo
judío [24] .
Las especulaciones teológicas han tratado de conciliar las diferencias entre los
evangelistas sinópticos y Juan sobre la fecha y el carácter pascual de la última cena de
Jesús. Se han analizado las tendencias de los distintos evangelistas que permitiesen
explicar la utilización de fechas diferentes para narrar el mismo acontecimiento. Se ha
invocado la existencia de dos calendarios, el calendario solar de los esenios, en Qumrán,
transmitido por el Libro de los Jubileos, por el que se habría guiado Jesús, y el
calendario lunar, vigente en el Templo y por el que se habrían regido las autoridades
religiosas. Según el primero de ellos, las celebraciones religiosas caerían el mismo día de
la semana, al dividir el año en 12 meses, 8 de ellos de 30 días y 4 de 31, con un total de
364 días; según el calendario lunar, introducido en el siglo II a.C. por influencia de la
cultura griega, basado en las fases de la luna, las fiestas podían caer en distintos días de
la semana. Las razones invocadas no son convincentes y dejan abierto el tema a
ulteriores discusiones.
Admitidas las variadas y legítimas opiniones teológicas sobre esta cuestión, me
inclino a pensar que la última cena de Jesús no fue estrictamente una cena pascual. En un
momento de su vida, especialmente difícil para él y sus seguidores, Jesús organiza una
cena especial de despedida, en Jerusalén, la ciudad más emblemática de la religiosidad del
pueblo judío, en un ambiente festivo, como correspondía a la celebración de la Pascua
judía, con inmensas expectativas escatológicas, pero carente de cualquier connotación
pascual. John P. Meier dice: «la cena no era de Pascua, ni se celebraba para sustituir la
cena pascual, pero fue todo menos corriente. Dado que en ella se despedía Jesús de sus
discípulos más próximos mientras se preparaba para la posibilidad de una muerte
inminente y violenta, el tono de la reunión sería, naturalmente, religioso y solemne» [25] .
La cena es esencialmente el mismo Jesús. Ella simboliza y revela de manera
singular, ante la proximidad de una muerte misteriosa, la existencia salvadora de Jesús de
Nazaret, entroncada amorosamente en el Padre y entregada en extremo a los hombres.
La novedad no es la antigua Pascua, cargada de rituales judíos, sino la cena celebrada
por Jesús, llena de muerte y resurrección. Es la Pascua de Jesús. Así, como dice J.

405
Ratzinger, podemos entender «cómo la Última Cena de Jesús, que no solo era un
anuncio, sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y
la resurrección, fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua. Y lo era
verdaderamente» [26] . En la última cena celebramos la nueva Pascua, la perpetua
comunión en la muerte y resurrección de Jesús, mientras caminamos en desbordante
esperanza hacia la realización definitiva y gloriosa del reino de Dios. Caminamos,
conscientes, como dice J. Gnilka, de que «la última cena pervive en la cena del Señor
celebrada por la comunidad» [27] . En ella fundamentamos la unión personal con Cristo
glorificado, la unidad eclesial y la salvación, ofrecida al mundo entero.

406
12.3. La última cena y la eucaristía
Esta es la cena que los cristianos hemos comido a lo largo de los siglos, recordando la
muerte (y la vida) del Señor, al tiempo que esperamos su venida en majestad. Unimos así
el presente y el futuro en virtud del poder salvador de Cristo Jesús. Conmemoramos y
vivimos, por tanto, cada instante de nuestra salvación hasta que él, el Salvador, vuelva (1
Cor 11,26). Es la misma cena, la única que pervive en el recuerdo de la vida de Jesús y
garantiza, a la par, la salvación.
Con el transcurso del tiempo, la comunidad cristiana, asumiendo la tradición
eclesial, enriquecida por el pensamiento teológico y el magisterio, se ha referido a esta
cena con nombres distintos –Misa, Eucaristía, Comunión, Partición del Pan (también, la
Cena del Señor) etc.– aunque siempre ha mantenido la centralidad de la misma en la vida
de la Iglesia, como lo confirman, por citar dos ejemplos altamente autorizados y
significativos, el documento ecuménico, elaborado por teólogos católicos, ortodoxos y
protestantes sobre el bautismo, la eucaristía y el ministerio [28] , y la Constitución Lumen
gentium del Concilio Vaticano II [29] .
Es cierto que los procesos teológicos en cualquier cuestión son lentos, complejos, y,
en ocasiones, provocan opiniones dispares. Este es también el caso de la eucaristía,
especialmente en lo referente al modo de presencia de Cristo en el sacramento [30] . Pero,
en cualquier caso, y pese a la dificultad del asunto, la fe de la comunidad cristiana, desde
sus orígenes, siempre ha mirado a las Escrituras hebreas, que presentan el banquete
escatológico como signo de comunión con Dios en los tiempos mesiánicos de salvación
(Is 25,6), ha recurrido a las señeras enseñanzas de las parábolas y las comidas de Jesús y
ha rememorado cuidadosamente las apariciones del Resucitado, que compartía pan y
pescado con sus discípulos, siendo así reconocido por ellos. De esta forma, las primeras
comunidades cristianas, combinando los ritos del pueblo de Israel (especialmente, las
bendiciones) y la fe judía ([mv [shemâ´] y la lectura de la Torá) con los recuerdos de las
palabras y las comidas de Jesús, iniciaron muy pronto la acción eucarística, compuesta
esencialmente de comida y de palabra. Así se va descubriendo tenuemente en la Didaché
o Enseñanza de los Doce Apóstoles [31] , en Clemente de Roma, y de forma explícita en
la Primera Apología de Justino, como escribe R. Aguirre [32] . Esta Apología Prima pro
Christianis ad Antoninum Pium de Justino dice así:

407
«66. Y este alimento es llamado entre nosotros eucaristía (Atque hoc alimentum
apud nos vocatur eucharistia, y a nadie es licito participar del mismo sino al que
crea que son verdaderas las cosas que enseñamos, haya sido lavado con el bautismo
ya dicho, para el perdón de los pecados y la regeneración, y viva de la manera que
Cristo mandó. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni como vino
común, sino que, así como Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por el Verbo
de Dios, tuvo carne y sangre para salvarmos, así también hemos recibido por
tradición que aquel alimento sobre el cual se ha hecho la acción de gracias por la
oración que contiene las palabras del mismo, y con el cual se nutren por conversión
nuestra sangre y nuestras carnes, es la carne y la sangre de aquel Jesús encarnado.
(Neque enim ut communem panem, neque ut communem potum ista sumimus; sed
quemadmodum per Verbum Dei caro factus Jesus Christus Salvator noster et
carnem et sanguinem habuit nostrae salutis causa; sic etiam illam, in qua per
precem ipsius verba continentem gratiae actae sunt, alimoniam, ex qua sanguis et
carnes nostrae per mutationem aluntur, incarnati illius Jesu et carnem et
sanguinem esse edocti sumus). Porque los apóstoles, en sus comentarios que se
llaman Evangelios, enseñaron que así lo había mandado Jesús, a saber, que él, una
vez recibido el pan y habiendo dado gracias, dijo: “Haced esto en memoria mía; este
es mi cuerpo”, y que habiendo recibido igualmente el cáliz y dadas gracias, dijo:
“Esta es mi sangre”, y que a ellos solos lo entregó. Y para que esto se hiciese
también en los misterios de Mitra, los malos demonios, que lo imitaron, lo
enseñaron. Porque o sabéis o podéis investigar fácilmente que el cáliz de agua se
pone en los misterios de aquel que es iniciado, añadiendo algunas palabras.
67. Desde aquel tiempo siempre hacemos conmemoración de estas cosas, y los
que tenemos bienes socorremos a todos los necesitados y siempre estamos unidos
los unos con los otros. Y en todas las ofrendas alabamos al Creador de todas las
cosas por su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo. Y en el día que se llama del Sol
se reúnen en un mismo lugar los que habitan tanto las ciudades como los campos y
saben los comentarios de los apóstoles o los escritos de los profetas por el tiempo
que se puede. Después, cuando ha terminado el lector, el que preside toma la
palabra para amonestar y exhortar a la imitación de cosas tan insignes. Después nos
levantamos todos a la vez y elevamos nuestras preces; y, como ya hemos dicho, en
cuanto dejamos de orar se traen el pan, el vino y el agua, y el que preside hace con
todas sus fuerzas las preces y las acciones de gracias, y el pueblo aclama Amén, y la
comunicación de los dones sobre los cuales han recaído las acciones de gracias se
hace por los diáconos a cada uno de los presentes y a los ausentes. Los que
abundan en bienes y quieren dar a su arbitrio lo que cada uno quiere, y lo que se
recoge se deposita en manos del que preside, y él socorre a los huérfanos y a las
viudas y a aquellos que, por enfermedad o por otro motivo, se hallan necesitados,
como también a los que se encuentran en las cárceles y a los huéspedes que vienen
de lejos; en una palabra, toma el cuidado de todos los indigentes. Y en el día del Sol
todos nos juntamos, parte porque es el primer día en que Dios, haciendo volver la

408
luz y la materia, creó el mundo, y también porque en ese día Jesucristo nuestro
Salvador resucitó de entre los muertos. Lo crucificaron, en efecto, el día anterior al
de Saturno, y al día siguiente, o sea el del Sol, apareciéndose a los apóstoles y
discípulos, enseñó aquellas cosas que por nuestra parte hemos entregado a vuestra
consideración.
68. Tened estas cosas en la debida estimación si os parecen conformes con la
razón y la verdad; pero si os parecen bagatelas despreciadlas como bagatelas, mas
no decretéis la muerte contra hombres inocentes como contra enemigo y criminales.
Os anunciamos que no escaparéis del juicio de Dios si permanecéis en la injusticia;
nosotros siempre exclamaremos: Hágase lo que a Dios más agrade. Y aunque
apoyándonos en la epístola del máximo e ilustrísimo emperador Adriano, vuestro
padre, podríamos reclamaros que mandéis celebrar los juicios en la forma que
nosotros pedimos, no lo hemos pedido, sin embargo, con mayor empeño porque así
había sido dispuesto por Adriano, sino porque sabemos que nosotros pedimos cosas
justas, hemos hecho este discurso y esta exposición de nuestras cosas» [33] .

Sabemos que la eucaristía es una realidad misteriosa que, de múltiples y variadas


formas, expresa y significa el don que Dios Padre hace al mundo en Cristo Jesús a través
de la acción del Espíritu. Las formas en que se manifiesta este admirable misterio son,
como he dicho, muchas y variadas. De ellas resumo las más significativas, siguiendo las
orientaciones del Consejo Ecuménico de las Iglesias, en el documento ya
mencionado [34] , en las que están de acuerdo todas las grandes iglesias y comunidades
cristianas:
– La eucaristía es el gran don entregado a la Iglesia por el Señor Jesús. Así lo
atestiguan tanto Pablo como los sinópticos, que hablan de una tradición, recibida de Jesús
y entregada a la comunidad de discípulos, en la que el pan partido y la copa de vino son
el cuerpo de Jesús y la nueva alianza en su sangre, que ha de repetirse siempre en
memoria de él (1 Cor 11,23-25; Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,14-20) (WCC,1).
– La eucaristía, que es esencialmente el don de Dios, entregado a la Iglesia en Cristo
Jesús por el poder del Espíritu, es el sacramento de salvación por la comunión en el
cuerpo y sangre de Cristo. Todo bautizado, de acuerdo con la promesa de Jesús, recibe
en la eucaristía el perdón de los pecados (Mt 26,28) y la garantía de la vida eterna (Jn
6,51-58) (WCC, 2).
– En la eucaristía, que incluye siempre palabra y sacramento, se proclama y se
celebra la obra de Dios de forma singular. Ella es la gran acción de gracias al Padre por la
creación, redención y santificación, llevadas a cabo en la Iglesia y en el mundo, pese al

409
pecado del ser humano. Es la hkrb (berakâh) por excelencia por la que la comunidad
cristiana agradece todos sus dones a Dios. La Iglesia, a través de la eucaristía, proclama
la gloria de Dios a toda la creación, al tiempo que anhela e intercede para que el mundo
se convierta en alabanza de su Creador, trabajando por la justicia y la paz. La eucaristía
agradece sobremanera la entrega de Jesús momentos antes de padecer, su muerte y
resurrección y el don del Espíritu, invocado constantemente en la celebración eucarística
para que la Iglesia sea santificada, conducida a la unidad, y cumpla su misión en el
mundo. Por el Espíritu recibe también la Iglesia la vida de la nueva creación y la promesa
de la venida del Señor (WCC, 3,4,16,18).
– La dimensión escatológica de la eucaristía es fundamental, de tal forma que, sin
ella, sería un contrasentido la misión de Jesús y la proclamación de los valores del reino
de Dios. En el Antiguo Testamento, se ratifica la alianza de Yahvé con el pueblo de Israel
en el monte Sinaí, una vez que Moisés vertiera sobre el pueblo la sangre de los novillos y
dijera: «He aquí la sangre de la Alianza que Yahvé ha pactado con vosotros de acuerdo
con todas estas palabras» (Ex 24). La eucaristía, que continúa las comidas de Jesús
durante su ministerio y después de su resurrección, es la comida de la Nueva Alianza,
entregada por el Señor a sus discípulos como avna,mnhsij de su muerte y resurrección, y
anticipo de la «cena de la boda del Cordero» (Ap 19,9), cuando se celebre el triunfo de
«la salvación, la gloria, y el poderío» de Dios (Ap 19,1). Los cristianos recordamos y
hacemos presencia viva de Jesús en la eucaristía hasta que él vuelva. En la eucaristía
damos gracias a Dios por la nueva creación, allí donde se manifieste la gracia de Dios y
los valores humanos de amor, justicia y paz. Todo el mundo, reconciliado con Dios por
Cristo Jesús, está presente en la acción de gracias al Padre, en el memorial del Señor
Resucitado, y en la súplica al Espíritu Santo para su santificación. En la eucaristía
celebramos la vida, nos alegramos de los signos espectaculares de la presencia de Dios en
el mundo, y anticipamos la venida del reino de Dios (Mt 26,29; 1 Cor 11,26)
(WCC,1,22,23).
– La eucaristía –los católicos nos referimos a ella como «el Santo Sacrificio de la
Misa»– es el memorial del Señor crucificado y resucitado, es decir, signo actual y eficaz
de su sacrificio, realizado, una vez por todas, en la cruz y vigente en beneficio de toda la
humanidad. Cristo (desde su encarnación hasta su ascensión y el envío del Espíritu) está
presente en esta anamnesis, avna,mnhsij, anticipo de la parusía y del reino final (WCC,

410
5-8). El concepto de anámnesis (avna,mnhsij) es esencial en esta materia. La teología
católica tradicional se ha referido a la eucaristía como la repetición del sacrificio de la
cruz «de modo incruento»; la más moderna habla a veces de la eucaristía como «el
sacramento del sacrificio de Cristo», haciendo el sacrificio de Cristo sacramentalmente
presente (y por tanto, realmente) en la liturgia de la Iglesia [35] .
–Acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía, el lenguaje teológico para explicar
esta idea es oscuro y cambiante. No entro a valorar los términos de «cambio» o de
«transubstanciación», utilizados frecuentemente para explicar la transformación del pan y
del vino en el cuerpo y la sangre de Jesús. En cualquier caso, la eucaristía es el
sacramento del cuerpo y sangre de Cristo, el sacramento de su presencia real. Sustentada
en las palabras y acciones de Jesús, la Iglesia confiesa la presencia real, viva y eficaz de
Cristo en la eucaristía. Para discernir esta presencia es necesaria la fe (WCC,13).
– La eucaristía, a la par que comunión con Cristo, es comunión con el Cuerpo de
Cristo, que es la Iglesia. Quienes comulgamos del mismo pan y del mismo vino nos
hacemos uno con Cristo y sus seguidores en todos los tiempos y en cualquier lugar. En
toda celebración eucarística está la Iglesia universal y esta se hace visible en cualquier
eucaristía que celebremos. En la eucaristía se significan y se realizan, por tanto, la
catolicidad y la caridad de la Iglesia (WCC,19).
– La eucaristía abarca todos los aspectos de la vida humana. En el plano espiritual,
nos invita a volver los ojos a la bondad de Dios y a agradecer sus dones. Nos apremia,
también, a la reconciliación y a la caridad con la gran familia de Dios, amenazada por los
problemas de la vida económica, política y social, especialmente con los más pobres y
desamparados. Participar en la eucaristía entraña combatir y superar el mal, manifestado
en la injusticia, en la persecución religiosa, en la carencia de libertades, en la violencia y
la guerra, en el racismo y en cualquier acto que atente contra la dignidad de la persona.
Comer y beber juntos significa testimoniar el amor y el servicio a todos los hombres,
siguiendo el camino de Jesús, que no vino para ser servido, sino para servir (Mc 10,45;
Mt 20,28) (WCC, 20,21).
– Finalmente, en continuidad con las comidas realizadas durante el ministerio
profético de Jesús y después de su resurrección, la eucaristía es el signo más nítido de la
presencia y eficacia del reino de Dios. Los cristianos, reconciliados con Dios y entre sí en
Cristo Jesús por la acción del Espíritu, prefiguramos y visibilizamos la unión de todo el

411
género humano. Toda la creación se renueva en la acción eucarística, donde se
manifiesta la gracia de Dios que llega a todos los hombres que trabajan por la justicia, la
paz y el amor. En la eucaristía, la Iglesia intercede por toda la humanidad, en busca de la
nueva creación y santificación (WCC,1,22).

412
12.4. Conclusión
Como resumen de lo expuesto sobre este tema, diré que la última cena y la eucaristía
perviven en la memoria actualizada de la comunidad cristiana. Quien come el pan y bebe
el cáliz, recuerda y celebra la vida (gestos, palabras y acciones) de Jesús, su muerte y
resurrección, al tiempo que espera serena y confiadamente la realización definitiva del
reino de Dios. Jesús se convierte para él en la garantía plena de la humanización del
mundo –el que establece la nueva relación entre el hombre y Dios– y el Salvador de
todos los hombres, en virtud de la nueva Alianza por su sangre. Al comer el pan y beber
el cáliz, el hombre se dignifica y experimenta a Dios a través de la unión con Cristo
Jesús, se relaciona amorosamente con los hermanos, al participar de un mismo pan, se
abre al mundo, representado por la comunidad en la unidad del cuerpo de Cristo, y se
encamina (todo por pura gracia) hacia el maravilloso mundo de Dios.

[1] Cf. J. KLAUSNER , Jesus of Nazaret. His Life, Times and Teaching (New York – Boston – Chicago: The
MacMillan Company, 2009), 324s.
[2] Cf. J. BONNET – J. CHESSERON – P. GRUSON – J. DE MAIGNAS – J. SILVEST RE, 50 palabras de la Biblia
(Estella: Verbo Divino, 2005), 13.
[3] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 335.
[4] F. FERNÁNDEZ RAMOS , Eucaristía y fe cristiana (León: F. F. Ramos, 2011), 10-23.
[5] J. L. ESPINEL, La Eucaristía en el Nuevo Testamento (Salamanca: San Esteban, 1980), 92-95.
[6] Cf. G. D. KILPAT RIK, «Diatheke in Hebrews»: Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft 68
(1977), 263-265. Se ha utilizado frecuentemente, y en ocasiones dándole un sentido incompleto, el término
«testamento» por el de diaqh,kh, que responde al hebreo tyrb (berit). Otro tanto sucede al hablar de Antiguo y
Nuevo Testamento. Cualquier término que utilicemos debe estar abierto a la novedad y al sentido escatológico que
encierra la nueva alianza en la sangre de Jesús (la partícula «en», en hebreo b [be], y en griego evn, significan «al
precio de» o «por precio»). Esta es la nueva alianza de Jesús, en su sangre, derramada por todos nosotros. Cf.
«Sentido de los gestos y palabras de Jesús», en EQUIPO FACULTAD T EOLÓGICA DE T OULOUSE, La Eucaristía en la
Biblia (Estella: Verbo Divino, 1982), 36.
[7] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 334.
[8] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 907.
[9] Didaché. Doctrina de los Apóstoles. B: Avisos Litúrgicos. Se encuentra en D. RUIZ BUENO, Padres
Apostólicos (Madrid: BAC, 1965), 77-98. He aquí el texto:
1. Respecto a la acción de gracias, daréis gracias de esta manera:
2. Primeramente sobre el cáliz:
Te damos gracias, Padre nuestro,
por la santa viña de David, tu siervo,
la que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu Siervo;

413
A ti sea la gloria por los siglos.
3. Luego, sobre el fragmento:
Te damos gracias, Padre nuestro,
por la vida y el conocimiento
que nos manifestaste por medio de Jesús, tu Siervo:
A ti sea la gloria por los siglos.
Como este fragmento, disperso sobre los montes y reunido,
se hizo uno,
así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino,
porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, eternamente.
[10] Cf. J. J EREMIAS , «This is my Body»: Expository Times 83 (1972), 201. C. H. DODD, El Fundador del
Cristianismo (Barcelona: Herder, 1974), 131. F. CHENDERLIN, «Distributed Observance of the Passover. A
Preliminary Test of the Hypothesis»: Biblica 57 (1976), 19.
[11] Cf. R. PESCH, Das Abendmahl und Jesu Todesverständnis (Freiburg – Basel – Wien: Herder, 1978),
[24-51.
[12] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 334. S. VIDAL, Jesús el
Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 217, escribe respecto a los textos básicos de la tradición eucarística
antigua: «En todo caso, pienso que lo significativo no son las diferencias entre ambas tradiciones, sino
precisamente las coincidencias, que son muchas y de tipo fundamental». Y, a continuación añade: «Y sin duda se
trata de un dato histórico: en el origen de las tradiciones y de su núcleo original común está ciertamente el hecho
histórico de la última cena de Jesús».
[13] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección
(Madrid: Encuentro, 2011), 137-138.
[14] Ibid., 155.
[15] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 351
[16] M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 412.
[17] R. AGUIRRE, –C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
176.
[18] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2009), 337, afirma: «La forma de
alocución “a vosotros” u`pe,r u`mw/n (= por vosotros) (Pablo/Lucas) podría haber surgido del empleo de las
palabras interpretativas como palabras de administración. La versión joánica es una interpretación del po,lloi
incluyente, dirigida a los cristianos procedentes de la gentilidad».
[19] J. J EREMIAS , Die Abendmahlsworte Jesu (Göttingen: Vandenhoeck and Ruprecht , 1967).
[20] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 284.
[21] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección
(Madrid: Encuentro, 2011), 160-164.
[22] Ibid., 164.
[23] M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 413, 414.
[24] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), op. cit., 129-138. En el capítulo «La fecha de la Última Cena» estudia
toda la problemática sobre el tema. Cf. E. P. SANDERS , La figura histórica de Jesús (Estella: Verbo Divino, 2010),
309. S. VIDAL, Jesús el Galileo (Santander: Sal Terrae, 2006), 214, opina sobre este particular: «Hay indicios de
que la tradición “juánica original” presentaba también la última cena de Jesús como cena pascual. Habría sido el
autor de la primera edición del evangelio de Juan, que creó el marco geográfico y cronológico del actual
evangelio, quien suprimió el motivo de la cena pascual y fijó la muerte de Jesús en la víspera de la fiesta de la
pascua, precisamente en el tiempo en que se sacrificaban los corderos pascuales, para presentarlo así como

414
auténtico cordero pascual, que superaba el culto judío». Cf. B. WIT HERINGTON III, Making a Meal of it.
Rethinking the Theology of the Lord’s Supper (Waco: Baylor University Press, 2007), 17, 32.
[25] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la
persona (Estella: Verbo Divino, 1991), 406.
[26] J. RAT ZINGER (Benedicto XVI), op. cit., 138.
[27] J. GNILKA, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia (Barcelona: Herder, 1995), 352.
[28] Baptism, Eucharist and Ministry. Faith and Order Paper no. 111 (World Council of Churches:
Geneva, 1982): «The Eucharist is a sacramental meal which by visible signs communicates to us God’s love in
Jesus Christ, the love by which Jesus loved his own “to the end” (John 13,1)... Its celebration continues as the
central act of the Church’s worship», 1.
[29] Lumen gentium, n.11 «Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida
cristiana, (los fieles) ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella».
[30] Cf. J. N. D. KELLY, Early Christian Doctrines (London: A & C Black, 1977), 440s. Cf. B.
WIT HERINGTON III, Making a Meal of it. Rethinking the Theology of the Lord’s Supper (Waco: Baylor University
Press, 2007), 113-125.
[31] Cf. D. RUIZ BUENO, Padres Apostólicos (Madrid: BAC, 1965). Didaché o Enseñanza de los Doce
Apóstoles, cap. IX- X:
«En cuanto a la Eucaristía, dad gracias así. En primer lugar, sobre el cáliz:
“Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vid de David, tu siervo, que nos diste a conocer por
Jesús, tu siervo. A Ti gloria por los siglos”. Luego, sobre el fragmento de pan:
“Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos diste a conocer por medio de
Jesús, tu siervo. A Ti la gloria por los siglos. Así como este trozo estaba disperso por los montes y reunido
se ha hecho uno, así también reúne a tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la
gloria y el poder por los siglos por medio de Jesucristo”.
Nadie coma ni beba de vuestra Eucaristía a no ser los bautizados en el nombre del Señor, pues acerca
de esto también dijo el Señor: “No deis lo santo a los perros”.
Después de haberos saciado, dad gracias de esta manera:
“Te damos gracias, Padre Santo, por tu Nombre Santo que has hecho habitar en nuestros corazones,
así como por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has dado a conocer por Jesús tu siervo. A Ti la
gloria por los siglos.
Tú, Señor omnipotente, has creado el universo a causa de tu Nombre, has dado a los hombres alimento
y bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias y, además, a nosotros nos has concedido la gracia de
un alimento y bebida espirituales y de vida eterna por medio de tu Siervo.
Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A Ti la gloria por los siglos.
Acuérdate, Señor, de tu Iglesia para librarla de todo mal y perfeccionarla en tu amor, y a Ella,
santificada, reúnela de los cuatro vientos en el reino tuyo, que le has preparado. Porque Tuyo es el poder y la
gloria por los siglos
¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; ¡el que no
lo sea, que se convierta!
Maranatha. Amén”»
[32] R. AGUIRRE (ed.), Así empezó el cristianismo (Estella: Verbo Divino, 2010), 438-439.
[33] J UST INO, Apologia I, PG, t. VI, 427-431.
[34] Baptism, Eucharist and Ministry. Faith and Order Paper, no. 111 (World Council of Churches,
Geneva: 1982). Nos referimos a este documento como WCC.
[35] Cf. T. RAUSCH, Catholicism in the Third Millennium (Collegeville: The Liturgical Press, 2003), 94-95.

415
416
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417
CAPÍTULO 13:
¡Resucitó!

418
13.1. Dios lo resucitó
Aparentemente, la muerte ignominiosa y violenta en cruz había terminado no solo con la
vida y el mensaje de Jesús de Nazaret, sino también con la suerte de sus seguidores y las
ansias de liberación del pueblo de Israel. Todo parecía indicar que el abandono de Dios
había golpeado al justo y al inocente, siempre obediente hasta el extremo a la voluntad de
su Padre, que había pasado por este mundo haciendo el bien a todos los necesitados y
predicando a los pobres y enfermos la buena noticia del reino de Dios. ¿Podría la muerte
con la vida intachable del justo, con tanto amor entregado a los hombres y con tantas
promesas de liberación? ¿Se agotaría para siempre el vigoroso anuncio del reino de Dios
a los hombres, permaneciendo en las sombras de lo antiguo y escondido? ¿Podría
desaparecer por completo la nueva y auténtica manifestación de Dios a la humanidad?
En Jesús, la muerte estaba abierta a la esperanza de la vida, según había dicho en
repetidas ocasiones. Él, cuando estaba cerca la Pascua de los judíos, había pronunciado
en Jerusalén estas palabras: «Destruid este santuario, y en tres días lo levantaré» (Jn
2,19). Evidentemente, hablaba del santuario de su cuerpo, según nos dice Juan (Jn 2,21).
Ante el sanedrín, preguntado si él era el Mesías, dijo: «Yo soy. Y podréis ver al Hijo del
hombre sentado a la derecha del Poder, y que llega entre las nubes del cielo» (Mc
14,62). Con ello indicaba su divinidad y su poder, por encima de las contingencias de la
muerte. A sus discípulos les había declarado que él tenía que padecer, «y sufrir la
muerte, y al tercer día resucitar» (Mt 16,21; Lc 9,22). Las palabras eran bellas y
esperanzadoras, pero insuficientes para disipar las dudas y sosegar los ánimos de sus
oyentes.
Los discípulos se enfrentaron al sueño de sus ilimitadas esperanzas, atravesando la
experiencia más traumática de sus vidas. El futuro se dibujaba para ellos incierto y
oscuro, lleno de inseguridades y rebosante de terror. De hecho, muchos de ellos,
perplejos y desorientados, huyeron de Jerusalén a Galilea, en busca de sus familias y de
su antiguo oficio. No tenían más horizonte que volver a la vida de antes. Les quedaban
pocas esperanzas. El reino, que acercaba el amor de Dios a toda la humanidad y que
tantas veces habían escuchado de boca de su maestro en forma de parábolas, parecía
alejarse definitivamente de sus pensamientos, aunque estos hubieran estado distanciados
de la auténtica realidad anunciada. El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaús
ilustra perfectamente la situación que experimentaron los seguidores de Jesús. Se cuenta

419
que, el primer día de la semana, dos de los discípulos de Jesús que caminaban a la
pequeña aldea de Emaús (significativamente, el hecho tiene lugar en las proximidades de
Jerusalén), conversando sobre los recientes acontecimientos sucedidos en Jerusalén,
confiesan decepcionados: «Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a liberar a
Israel; más aún, a todo esto, este es el tercer día desde que pasó eso» (Lc 24,21).
Refieren, además, que algunas mujeres de su grupo no encontraron el cuerpo de Jesús en
el sepulcro y contaban visiones de ángeles que decían que vivía; incluso, así lo
constataban algunos de sus compañeros. «Pero a él no lo vieron» (Lc 24,24). La
decepción y la duda son manifiestas. Es cierto que los seguidores de Jesús podían
encontrar en las Escrituras judías alguna doctrina e imágenes del sufrimiento y de la
muerte del justo que abriese las puertas a la esperanza. Pero Jesús era único en su
persona y en su mensaje y, en consecuencia, irreemplazable e insustituible. Con su
muerte habría terminado todo.
Pero la semilla liberadora de Jesús no podía ser aplastada, ni por el dolor ni aún por
la propia muerte. Los discípulos, al principio abatidos y dispersos, comenzaron a
congregarse en torno a Jesús Resucitado, aunque de forma tímida y dubitativa,
sobrecogidos por el miedo y las dudas e incluso arrastrando una clara falta de fe y dureza
de corazón en los comienzos (Mc 16,14; Mt 28,17; Lc 24,37). Así lo reflejan los relatos
del sepulcro vacío y los que presentan las apariciones del Resucitado. El relato de
Emaús, al que termino de referirme, cuenta cómo a los discípulos se les abrieron los
ojos, reconocieron a Jesús y contaron a los Once cómo se les dio a conocer en la
fracción del pan. María Magdalena, Pedro y otros discípulos también creyeron que Dios
había resucitado a Jesús de entre los muertos y lo proclamaron vivo entre ellos, con una
presencia que sobrepasaba a toda observación humana. Ciertamente, Jesús vivía más allá
de la muerte, de forma distinta, sin ataduras a las coordenadas del tiempo y del espacio.
La fe en Jesús Resucitado no se explica por meras razones históricas, religiosas o
culturales. El comienzo de la fe de la comunidad cristiana ha de ser tan fuerte y profundo
que no solo explique la dinámica de la expansión portentosa del cristianismo primitivo,
sino que supere además el grave problema de la muerte en cruz. Esta fe en Jesús
Resucitado se encuentra en el centro de los escritos del Nuevo Testamento. Todos sus
libros dan testimonio de esta verdad: que Jesús, después de ser crucificado y morir, fue
resucitado por Dios. De no haber sucedido así, como dice Pablo, la fe sería falsa (1 Cor

420
15,14). La comunidad cristiana lo proclamó de igual forma desde sus comienzos. Ahora
bien, ¿Cómo llegó esta comunidad a una convicción tan trascendental? ¿Cómo se
produjo el cambio tan prodigioso en los discípulos? ¿Cómo y por qué se motivó el
reconocimiento de la nueva y misteriosa presencia de Jesús? ¿Cómo fue la experiencia
pascual y qué significó en la vida de los discípulos? ¿Qué supuso la experiencia del
Resucitado en la vida de la comunidad eclesial? Intentaré afrontar y clarificar estas
cuestiones, vitales para la vivencia cristiana, aún en nuestro tiempo.
La resurrección de Jesús no pertenece ya a la historia terrena. Los métodos
históricos no pueden comprobar el hecho de la resurrección. El Resucitado trasciende el
espacio y el tiempo, aunque su persona se mezcle con los trazos propios y singulares del
Jesús histórico. En este sentido, y singularmente por la centralidad de la creencia en Jesús
Resucitado desde los mismos comienzos del cristianismo, el Jesús de la fe está
íntimamente relacionado con el Jesús de la historia y sin la resurrección no podría
explicarse la religión cristiana. Desde esta perspectiva, cabe entender de alguna manera el
componente histórico de la resurrección de Jesús. La continuidad del Jesús de la historia
y el Cristo de la fe es incontrovertible. El crucificado y el glorificado son una única
realidad.
Del recuerdo y las vivencias de Jesús –histórico y resucitado– surgieron tradiciones
distintas que reprodujeron sus palabras y obras, al tiempo que proclamaron su presencia
entre los vivos [1] . Pero, antes de examinar esas tradiciones, veamos las expresiones de
la experiencia pascual de los discípulos de Jesús.

421
13.2. La experiencia pascual
Resulta extremadamente complejo expresar las experiencias que sintieron los discípulos al
ver a Jesús Resucitado. Los teólogos se han pronunciado sobre este tema de múltiples y
diferentes maneras. En el análisis de esta cuestión es conveniente tener en consideración
la perspectiva desde la que deben interpretarse las apariciones del Resucitado, la
imprecisión terminológica en la narración de estas experiencias y la certeza de que los
discípulos llegaron a creer firmemente que Jesús, que había sido crucificado y había
muerto, está vivo.
Las experiencias pascuales se enmarcan en el contexto de las creencias religiosas del
pueblo judío en tiempos de Jesús. Sabemos que la existencia de una vida más allá de la
muerte se instauró bastante tarde en la tradición religiosa del pueblo judío. En tiempos de
Jesús esta tradición formaba ya parte del imaginario religioso del pueblo de Israel, que
contemplaba la posibilidad de que los muertos volviesen a la vida y que resucitasen por el
poder de Yahvé.
Aún en el marco de estos supuestos, la experiencia de los discípulos que vieron a
Jesús Resucitado se presenta difícil de interpretar. ¿En qué consistió realmente esta
experiencia? ¿Fue una visión? ¿Un sueño? ¿Una iluminación? ¿Una revelación?
¿Experimentaron los discípulos la presencia de Jesús Resucitado a través de sus ojos, sus
oídos, o sus manos? Las dudas nacen a raíz de la terminología utilizada en los escritos
del Nuevo Testamento que, para relatar los hechos acerca de las apariciones de Jesús,
dejan traslucir una realidad que no puede expresarse objetivamente. Estos relatos hablan
de un Jesús que no se somete a las coordenadas del espacio y del tiempo, que aparece y
desaparece de repente, que penetra en lugares cerrados sin abrir puertas ni aldabas, y
cuyo aspecto es difícilmente reconocible, es más, que se presenta «con otro aspecto»,
como escribe el evangelista Marcos (Mc 16,12).
Esta imprecisión del lenguaje de los relatos pascuales ha motivado la disparidad de
opiniones entre teólogos y biblistas al pronunciarse sobre esta cuestión. Unos consideran
que la experiencia de los discípulos es puramente subjetiva, reduciendo la resurrección de
Jesús a mero producto de la fe de aquellos; otros, en cambio, tratan de buscar una
explicación que armonice la experiencia de los discípulos y el hecho innegable de la
resurrección de Jesús. Exponente del primer grupo es el teólogo protestante alemán, Willi
Marxsen. Según él, la resurrección de Jesús fue producto únicamente de la experiencia

422
subjetiva de sus discípulos que, arrastrados por la fuerte personalidad de su maestro,
comprobada tras su muerte, proclamaron al mundo que él seguía vivo, que estaba entre
ellos [2] . La resurrección, por tanto, no es un hecho objetivo, sino mero producto de la
fe ciega de sus discípulos, un fenómeno desplegado en el ámbito de la conciencia
subjetiva de los discípulos y alejado de cualquier verificación neutral. Quienes intentan
explicar la experiencia de los discípulos admitiendo la realidad de la resurrección hablan
de esta como hecho de revelación con significado escatológico, como experiencia visual
creadora de una conciencia nueva o como experiencia luminosa vivida en el ámbito del
grupo más íntimo de los seguidores de Jesús y no compartida por otros [3] . En otra de
sus obras, este teólogo afirma que los discípulos, «por medio de una “interpretación
refleja” llegaron a decir: Jesús ha sido resucitado por Dios, o bien, ha resucitado». Ellos
creyeron que hablaban de un hecho realmente sucedido, pero, «si hoy día
“históricamente” se formula la pregunta: ¿ha resucitado Jesús?, entonces solo podemos
contestar: eso no se puede comprobar». Los discípulos experimentaron una vivencia y la
reflexión sobre esa vivencia les condujo a la «interpretación: Jesús ha resucitado» [4] . En
otro lugar, expresa lo siguiente: «la resurrección no es el dato decisivo (con respecto a la
resurrección no se puede hablar de un dato), sino que el “dato” fue Jesús, sus palabras y
sus obras. Jesús fue conocido “en su actividad terrena” como anticipación del
“eschaton”, como manifestación de Dios...Esta manifestación de Dios que pasó
propiamente con su muerte, reapareció de nuevo en virtud de la experiencia
visionaria» [5] . E. Schillebeeckx afirma que los relatos sobre las apariciones aluden a un
hecho histórico-salvífico y que el modelo de «visión» es un recurso para expresar un
«hecho de gracia, una iniciativa divina de salvación». Los relatos evangélicos en forma
de apariciones han de ser interpretados como «pura gracia de Dios». El Nuevo
Testamento no dice explícitamente en qué hechos históricos concretos se manifestó esa
gracia o iniciativa divina de salvación, pero es una gracia de Cristo que, bajo el aspecto
de «iluminación», es obviamente revelación y no «una invención humana». El
fundamento de la fe cristiana es indudablemente Jesús de Nazaret en su oferta «terrena»
de salvación, «renovada» después de su muerte, experimentada y expresada por Pedro y
los Doce. Jesús, continúa este teólogo, «ofrece de nuevo a sus discípulos la salvación;
ellos lo “experimentan” en su propia conversión; por tanto, Jesús tiene que estar vivo. En
su experiencia de “conversión” a Jesús, en la renovación de su propia vida, experimentan
la gracia del perdón de Jesús; ahí experimentan la gracia del perdón de Jesús; ahí

423
experimentan que Jesús vive. Un “muerto” no puede perdonar. Así queda restablecida la
comunión actual con Jesús» [6] . R. Haight afirma que, en los debates sobre los variados
aspectos de la resurrección de Jesús, deben mantenerse tres puntos fundamentales: 1)
Que los testimonios del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús no pueden
reducirse a un mero fenómeno existencial, es decir, admitir sin más que Jesús vive en la
fe de la comunidad, sino que ratifican que Dios actuó en Jesús y que los primeros
discípulos creyeron que Jesús estaba vivo, que había resucitado, y había sido exaltado a
la gloria de Dios. 2) Que la resurrección de Jesús no ha de entenderse como una vuelta a
la vida en este mundo, como una resucitación de un cadáver, sino como «un paso a “otro
mundo”, una asunción en el ámbito de la realidad divina y absoluta que es Dios, el cual,
como creador, es distinto de la creación. Lo que ocurrió en la resurrección de Jesús
pertenece a otro orden de realidad que supera este mundo porque es el ámbito de Dios».
3) La resurrección, que implica una identidad y continuidad entre Jesús durante su vida y
su estar con Dios, fue «la exaltación y la glorificación de una persona individual, Jesús de
Nazaret». Este teólogo resume la naturaleza de la resurrección de Jesús con estas
palabras: «Es la asunción de Jesús de Nazaret a la vida de Dios. Es Jesús exaltado y
glorificado en la realidad de Dios. Ello ocurrió en el momento mismo de su muerte, de
modo que no hubo tiempo alguno entre su fallecimiento y su resurrección y exaltación.
Es una realidad trascendente que solo puede ser valorada por la fe-esperanza» [7] .

424
13.3. Los relatos pascuales
La resurrección de Jesús es la verdad central del cristianismo. Así lo confesamos sus
seguidores a lo largo de los siglos, siguiendo los escritos del Nuevo Testamento,
transmitidos fielmente hasta nosotros por la Iglesia primitiva. La resurrección es la
confirmación divina de la misión salvadora de Jesús y sin ella no tendría sentido el
reconocimiento de Jesús como «Señor», ni la predicación de la Iglesia y nuestra fe (Rom
10,9; 1 Cor 15,14). El testimonio de Pablo en su carta a los Corintios es una muestra
representativa de la fe en Jesús Resucitado de toda la comunidad cristiana primitiva: «Si
no existe (la) resurrección de los muertos tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha
resucitado, (es) falsa, por tanto, nuestra predicación, y (es) falsa vuestra fe, y resulta que
somos, además, falsos testigos de Dios, porque contra Dios dimos testimonio de que
resucitó a Cristo, al que no resucitó si es que de hecho (los) muertos no resucitan; pues si
(los) muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado,
vana (es) vuestra fe, todavía estáis en vuestros pecados; por tanto, también perecieron
los que durmieron en Cristo. Si solo estamos esperando en Cristo para esta vida, somos
los más dignos de lástima de todos los hombres. ¡Pero el caso es que Cristo ha resucitado
de entre los muertos, primicia de los que reposan!» (1 Cor 15,13-20).
La situación de desconcierto producida en los discípulos por la ignominiosa
ejecución de Jesús se cambia repentinamente por audacia y convicción. Ellos, que por
miedo habían huido a Galilea, vuelven a Jerusalén y proclaman ante las autoridades de
Israel que Jesús está vivo y que Dios lo ha resucitado. El que había sido crucificado y
ejecutado ha sido despertado del sueño y sacado del sheol, la morada de los muertos,
para ser levantado a la vida. Los discípulos hablan de la intervención poderosa de Dios y
también de que Jesús ha muerto y ha resucitado. En realidad, son fórmulas que significan
la misma realidad, en la que se expresan el poder amoroso del Padre y la glorificación y
exaltación de Jesús. De hecho, al tiempo que resuenan estas fórmulas, en las que se
afirma la resurrección de Jesús, aparecen en la comunidad cristiana cantos e himnos
litúrgicos que con otro lenguaje confirman la misma realidad. Estos aclaman que Dios
«elevó (a Jesús) sobre todo y le otorgó ese nombre (que está) sobre todo nombre» (Flp
2,9), y «lo constituyó Hijo de Dios con poder, según (el) Espíritu de santidad, desde (su)
resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4).

425
Conviene saber que los relatos pascuales de los evangelios son posteriores al
mensaje sobre la resurrección de Jesús, que se ha concretado en ellos de formas
diferentes, y a las fórmulas de carácter confesional con las consiguientes reflexiones
teológicas. Dichos relatos, inspirados en tradiciones escasamente unificadas, difieren
notablemente en sus detalles; incluso, en opinión de G. Bornkamm, hay una tensión
evidente entre la claridad del mensaje pascual y la ambigüedad y el carácter problemático
de los relatos [8] . Con todo, deben entenderse como testimonios de fe de la comunidad
cristiana primitiva, orientados al mensaje pascual, cuyo núcleo es la resurrección de Jesús
de Nazaret. Son, por así decirlo, formas que utilizaron los discípulos de Jesús para
expresar su fe y transmitirla a generaciones venideras. A veces, como indica J. A.
Fitzmyer, el problema de los lectores actuales con la resurrección de Jesús no es tanto el
kerigma cristiano básico cuanto los relatos de la tradición evangélica y su
interpretación [9] . Estos relatos han de interpretarse no de forma literal y
fundamentalista, sino teniendo en cuenta los géneros literarios en los que están escritos y
la finalidad de los mismos [10] .
Desde el punto de vista literario, resulta enormemente sugerente el contraste que
existe entre los relatos de la pascua y los de la pasión. En la historia de la pasión de
Jesús, los evangelios –sin negar las peculiaridades de cada evangelista– se estructuran
uniformemente y relatan de forma ordenada los episodios más significativos de la pasión.
En los relatos de pascua, por el contrario, aparte del orden de sucesión en los hechos
narrados –el sepulcro vacío y las apariciones– los evangelios difieren notablemente. En
ocasiones, el Resucitado se aparece a una sola persona; otras veces, a dos o más, y
excepcionalmente a una multitud. Entre los testigos, predominan los hombres, casi
siempre pertenecientes al grupo más íntimo de sus discípulos, pero hay también mujeres.
El lugar de estas apariciones es muy variado: un espacio abierto, una casa, la ciudad
santa de Jerusalén, el lago de Genesaret, la región montañosa de Galilea, o fuera de los
límites de Palestina. La forma en que aparecen estos relatos también es distinta: unos son
cortos, espontáneos y alegres; otros, largos y enigmáticos [11] .
Los relatos de pascua giran en torno a dos grandes temas, a saber, la tradición del
sepulcro vacío, al que acuden las mujeres el primer día de la semana y reciben la noticia
de que Jesús ha resucitado, y las tradiciones sobre las apariciones de Jesús a algunos de
sus seguidores. Veamos con detalle estos dos grupos temáticos.

426
13.4. La tradición del sepulcro vacío
Los evangelios sinópticos, con escasas diferencias entre sí, y el evangelio de Juan, que
ofrece una versión distinta, relatan la visita de las mujeres al sepulcro de Jesús de
Nazaret. Según la interpretación bíblica actual, el interés de estos relatos radica no tanto
en la determinación de la realidad histórica del sepulcro vacío cuanto en las experiencias
que vivieron las mujeres en torno al sepulcro y su función en la configuración de la fe
pascual [12] .
Marcos escribe lo siguiente: «Pasado el sábado, María la Magdalena y María la de
Santiago, y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamarlo. Y muy de madrugada,
el primer [día] de la semana, llegaron al sepulcro, salido ya el sol. Y se decían: “¡Quién
nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” Pero, al mirar, observan que la piedra,
que era muy grande, estaba corrida a un lado. Y cuando entraron en el sepulcro vieron a
un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y se sorprendieron. El les
dijo: “No os sorprendáis. Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado. Resucitó. No está
aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro: Va
delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo”. Al salir huyeron del sepulcro,
pues [el] temblor y [el] asombro se había apoderado de ellas; y no dijeron nada a nadie,
pues tenían miedo» (Mc 16,1-8).
El relato de Mateo es este: «Pasado el sábado, a la [hora] en que clareaba el primer
[día] de la semana, fue María Magdalena, y la otra María, a observar el monumento. De
pronto hubo un gran terremoto, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y
acercándose, corrió la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como [el]
relámpago, y su vestido blanco como la nieve. De miedo ante él los centinelas se echaron
a temblar y quedaron como muertos. El ángel, tomando la palabra, dijo a las mujeres:
“Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, pues
resucitó, como había dicho. Venid a ver el sitio donde estaba puesto. Y marchad aprisa a
decir a sus discípulos: Resucitó de entre los muertos; y mirad, va delante de vosotros a
Galilea; allí lo veréis. [Ya] os he dicho”. Y marchando aprisa desde el sepulcro, con
temor y gran alegría, corrieron a comunicarse [lo] a sus discípulos» (Mt 28,1-8).
Lucas refiere los acontecimientos de esta manera: «Pero el primer [día] de la
semana, antes de amanecer, llegaron al sepulcro llevando los perfumes que habían
preparado. Y encontraron la piedra corrida fuera del sepulcro, pero cuando entraron no

427
encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Y se dio el caso de que, cuando estaban perplejas
ante aquello, de pronto se les presentaron dos hombres con togas relampagueantes. Al
asustarse ellas y bajar su rostro hacia el suelo, les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los
muertos al que vive? No está aquí, sino que resucitó. Recordad cómo os habló cuando
aún estaba en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre tenía que ser entregado a manos
de pecadores y ser crucificado, y resucitar al tercer día”. Y recordaron sus palabras. Y
cuando volvieron del sepulcro contaron todo esto a los Once y a todos los demás. Eran la
Magdalena (María), Juana y María la de Santiago; y las demás [que iban] con ellas
decían lo [mismo] a los apóstoles; pero aquel informe les pareció pura imaginación y no
las creyeron» (Lc 24,1-11).
La versión de Juan dice así: «Pero el primer [día] de la semana, de madrugada,
cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena marchó al sepulcro y vio la piedra
retirada del sepulcro. Conque marcha corriendo adonde Simón Pedro y el otro discípulo
al que quería Jesús, y les dice: “Se llevaron del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo
pusieron”. Así es que salió Pedro, y el otro discípulo, y marcharon al sepulcro. Corrían
los dos juntos, pero el otro discípulo adelantó a Pedro corriendo más aprisa que él, y
llegó primero al sepulcro; y al agacharse vio los lienzos lisos; sin embargo, no entró.
Conque llegó también Simón Pedro siguiéndolo, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos
lisos, y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, no liso como los lienzos,
sino diversamente, enrollado en [su] sitio. Así que entonces entró también el otro
discípulo que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, pues todavía no
comprendían la Escritura [que dice] que él tenía que resucitar de entre los muertos. Así
pues, los discípulos volvieron de nuevo a su casa» (Jn 20,1-10).
En todos estos relatos se observa un núcleo estable, que se repite constantemente, y
que aparece además en otros escritos extracanónicos [13] , y que puede resumirse en
estas palabras: Después de haber presenciado la muerte y la sepultura de Jesús, María
Magdalena y otras mujeres, el primer día de la semana, muy de madrugada, llegaron al
sepulcro, y observaron que la piedra estaba corrida a un lado. Allí vieron a uno o dos
ángeles del Señor (según la versión de los sinópticos) que les dijeron: «Resucitó. No está
aquí». Las mujeres entraron en el sepulcro y no encontraron el cuerpo de Jesús. Pedro y
el otro discípulo corrieron al sepulcro, entraron, vieron y creyeron.

428
Las diferencias de los evangelistas, algunas notables, se producen en torno al núcleo
apuntado. Así, Marcos habla de María la Magdalena, María la de Santiago y Salomé y
(con una terminación muy extraña en el texto bíblico evfobou/nto ga,r) refiere la
incapacidad de las mujeres para proclamar lo que habían visto, agarrotadas por el
temblor, el asombro y el miedo. Marcos no describe la resurrección de Jesús. Las
mujeres anuncian que Pedro y sus discípulos verán al Resucitado en Galilea. Mateo
menciona a María Magdalena y la otra María y añade un gran terremoto. Según Lucas,
las mujeres que llegaron al sepulcro llevando los perfumes son las que habían seguido a
Jesús y habían llegado con él a Jerusalén desde Galilea y cambia la promesa de Marcos
de una aparición del Resucitado en Galilea (Mc 16,7) por las palabras de Jesús en esa
región, diciendo que «el Hijo del hombre tenía que ser entregado a manos de pecadores
y ser crucificado, y resucitar al tercer día» (Lc 24,6-7). Juan coloca en un lugar
destacado a María Magdalena, la única mujer que accedió al sepulcro y vio la piedra
removida e incluye el testimonio de Simón Pedro y del otro discípulo, aquel a quien
Jesús quería, sobre el sepulcro vacío, en el que entraron, vieron y creyeron.
Los estudiosos de la Escritura intentan buscar respuesta a estas diferencias de la
tradición del sepulcro vacío entre los evangelistas, pero sin llegar a una solución
definitiva. Algunos piensan que Marcos fue el creador del relato de las mujeres en el
sepulcro, carente de base histórica, mientras que Mateo y Lucas lo conocieron y
modificaron. Otros recurren a un proceso de tradición oral, fundada en el testimonio de
quienes experimentaron el acontecimiento. En conformidad con las narraciones de este
acontecimiento, estos testigos fueron las mujeres que vieron el sepulcro, o los primeros
seguidores de Jesús que tuvieron conocimiento de lo sucedido, o la comunidad que
celebró los acontecimientos por primera vez [14] .
Como cuestiones significativas y llamativas en este proceso de tradición sobre el
sepulcro vacío, me gustaría apuntar brevemente las siguientes:
a) El significado simbólico de la piedra que sella el sepulcro –símbolo de la muerte–
y que es retirada por el poder de Dios, que anuncia la vida.
b) El ángel, es decir, el mismo Dios, comunica la resurrección de aquel que las
mujeres buscan entre los muertos, convirtiendo la noticia en el kerigma pascual,
confesado por la comunidad cristiana, según el cual Jesús no pertenece al ámbito de la
muerte, sino que está ya en la dimensión de Dios.

429
c) Extraña la enorme importancia que se concede a las mujeres en el acontecimiento
de la resurrección. Ellas fueron las primeras en anunciar que el sepulcro donde enterraron
a Jesús está vacío. En el papel de las mujeres sobresale María Magdalena que, pese a su
asociación con la posesión diabólica y con el pecado, y aparte de la escasa o nula validez
del testimonio de la mujer en la época de Jesús, tiene el inmenso privilegio de comunicar
a los otros discípulos la resurrección de Jesús [15] .

430
13.5. Las apariciones de Jesús
Las tradiciones que cuentan las apariciones de Jesús son más amplias y más diversas que
las que hacen referencia al sepulcro vacío. De hecho difícilmente pueden encontrarse
semejanzas estrechas entre ellas, puesto que los evangelistas tratan el tema de forma
diferente, varían en cuanto al lugar del acontecimiento, al orden del mismo en el tiempo,
a las personas que participaron en este hecho extraordinario e, incluso, en el contenido
fundamental de los relatos. Por otra parte, estas diferencias entre tradiciones no excluyen
todo tipo de coincidencias, que pueden comprobarse tanto en la terminología como en los
contenidos. Pero, veamos con detención los relatos sobre las apariciones de Jesús [16] .

a) Las apariciones a las mujeres

El relato de Mateo es el siguiente: «Y marchando aprisa desde el sepulcro, con temor y


gran alegría, corrieron a comunicarse [lo] a sus discípulos. Y de pronto Jesús les salió al
encuentro, diciendo: “¡Salve!” Ellas, acercándose, abrazaron sus pies y lo adoraron.
Entontes les dice Jesús: “No temáis; id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea,
y allí me verán”» (Mt 28,8-10).
Juan describe el acontecimiento de la siguiente forma: «Pero María se había
quedado junto al sepulcro, fuera, llorando. Conque, según lloraba, se agachó hacia el
sepulcro, y vio dos ángeles con [vestiduras] blancas, sentados uno a la cabecera y otro a
los pies del sitio donde habla estado puesto el cuerpo. Ellos le dijeron: “Mujer, ¿por qué
lloras?” Les dice: “Se llevaron a mi Señor, y no sé dónde lo pusieron”. Después de decir
esto se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo:
“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, creyendo que era el hortelano, le dice:
“Señor, si lo llevaste tú, dime dónde lo pusiste, y yo lo recogeré”. Jesús le dice:
“¡María!” Ella, volviéndose, le dijo en arameo: “¡Rabbuní!” (que quiere decir: Maestro).
Jesús le dijo: “Suéltame, pues todavía no he subido al Padre; en cambio vete a mis
hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. María
Magdalena marchó a anunciar a los discípulos: “¡He visto al Señor!” Y [que] le había
dicho esto» (Jn 20,11-18).
El contraste entre ambos relatos es manifiesto. El texto de Mateo, con
características propias cuyo contenido había conocido probablemente por tradición oral

431
de la comunidad (así parece desprenderse de la narración de Juan 20,14-18), es
enormemente sobrio y sencillo, apareciendo en él el saludo de Jesús, la reacción de las
mujeres, traducida en un acto de adoración, y el recado de avisar a los hermanos que
vayan a Galilea. En él se narra que en algún trecho del camino, fuera del sepulcro, una
vez que conocieron por el ángel que Jesús había resucitado de entre los muertos y con la
promesa de verlo en Galilea, Jesús de pronto sale a su encuentro y saluda a las mujeres
con la palabra cai,rete (¡salve! ¡alegraos!), confirmando así la alegría experimentada por
las palabras del ángel. El relato no se detiene en más detalles ni se observan en él trazas
de dudas, miedos o incertidumbres; se dice solamente que las mujeres «abrazaron sus
pies y lo adoraron» evkpa,thsan auvtou/ tou,j po,daj kai. proseku,nhsan auvtw|/, dejando
entrever la identidad y continuidad entre el Jesús terreno y el Resucitado. Las últimas
palabras de Jesús a las mujeres en este pasaje están repletas de sentido amoroso (Jesús
habla de «sus hermanos», toi/j avdelfoi/j mou, omitiendo cualquier debilidad de sus
discípulos) y de significado eclesial, pues a ellas corresponde la misión de comunicar a
los discípulos que vayan a Galilea para ver allí a Jesús. Mateo refiere que la primera
aparición de Jesús Resucitado es para las mujeres, concretamente para María Magdalena
y la otra María, aunque su teología no les conceda una función especial en la misión
evangelizadora de la Iglesia. Todo parece indicar que su intención es destinar este
episodio al hecho importante y decisivo que va a acontecer en Galilea, en el que
solamente los discípulos recibieron de Jesús toda autoridad para hacer discípulos a todas
las naciones y enseñar a guardar las enseñanzas de Jesús (Mt 28,16-20).
El relato de Juan es mucho más minucioso, detallista y extenso en sus contenidos.
Con una introducción del pasaje, en el que María Magdalena se encuentra nuevamente
ante la tumba de Jesús, una vez que los discípulos abandonaron el sepulcro y volvieron
de nuevo a sus casas, Juan se centra en la persona de María Magdalena, sola ante la
frialdad y oscuridad del sepulcro, llorosa e incapaz para creer lo que había sucedido y en
parte había comprobado con sus propios ojos. Había visto el sepulcro vacío, como Pedro
y el otro discípulo al que quería Jesús, pero continuaba llorando junto a él. De pronto,
dos ángeles con vestiduras blancas, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde
había sido colocado el cuerpo de Jesús, le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?» La
respuesta (ya individual) de María es la de alguien que aún no cree en la resurrección:
«Se llevaron a mi Señor, y no sé dónde lo pusieron» (Jn 20,13). María ni siquiera
reconoce al Señor cuando Jesús está frente a ella y lo confunde con el hortelano, al que

432
pregunta encarecidamente por el lugar donde reposa el cuerpo de Jesús para llevárselo y
recogerlo cuidadosamente. Las palabras de Jesús, llamando por su nombre a María,
suponen en ella un cambio profundo y radical. Ella, seguidora fiel durante el ministerio
profético de Jesús, lo reconoce y lo llama Rabbuní (mi maestro), aferrándose al Jesús
que había conocido en la historia. Su reconocimiento y confesión son auténticos, pero las
palabras del Maestro indican que la misión terrenal está cumplida, pero falta aún la
glorificación de Jesús, en la que participarán los auténticos discípulos de Jesús y que
tendrá lugar con la ascensión de Jesús al Padre. Las palabras: «Suéltame, pues todavía
no he subido al Padre» (Jn 20,17) indican la inminente glorificación de Jesús. La excelsa
misión de María –ya finalizado el proceso de su fe en Jesús– es anunciar a los discípulos
la resurrección del Señor.
Juan enaltece la figura y la misión de María: no la identifica con la mujer pecadora
que unge los pies a Jesús; aparece, en cambio, junto a la cruz de Jesús (Jn 19,25), y
como protagonista en los episodios sobre el sepulcro vacío y las apariciones del
Resucitado (Jn 20,11-18). La tradición joánica conserva con esmero el valiosísimo
recuerdo del papel fundamental de María Magdalena, la primera discípula en ver a Jesús.

b) La aparición a Pedro

Solamente Lucas y Pablo describen, en cuanto tal, y de forma muy breve, la aparición
del Señor a Pedro. Ambos testimonios se presentan de esta forma: «Y levantándose, a
aquella misma hora, se volvieron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los Once y a los
(que andaban) con ellos, diciendo: “Realmente resucitó el Señor, y se dejó ver de
Simón”» (Lc 24,33-34). «Y que se dejó ver de Cefas» (1 Cor 15,5).
La afirmación de Lucas, en la que se afirma la aparición de Jesús a Pedro, se
enmarca en el extenso y rico relato de la aparición a los discípulos camino de Emaús. El
relato, al que me referiré detalladamente más tarde, habla de la conversación de los
discípulos que por el camino comentaban el poder de Jesús y su anuncio de resurrección
al tercer día, aunque su fe se desvanecía, pese a los testimonios esperanzadores de
algunas mujeres. En todo momento, la importancia de Jerusalén aparece, está en el
trasfondo del relato. Pues bien, la asombrosa y apasionante experiencia de los discípulos
de Emaús con el Resucitado queda empequeñecida ante el poder de los Once que,
reunidos en comunidad, atestiguan que el Señor ha resucitado realmente y se ha

433
aparecido a Simón. Simón Pedro, el que corrió a la tumba vacía, aparece en este
momento como el dirigente de los apóstoles, si bien su preeminencia reviste una
tonalidad de innegable modestia. En la aparición de Jesús a Simón se utilizan los verbos
tradicionales hvge,rqh y w;fqh, es decir, «despertar» y «resucitar».
Pablo relata otra aparición a Pedro, a quien llama por su sobrenombre arameo,
Cefas, y utiliza el término w;fqh. El uso del término subraya la iniciativa de Jesús y el
texto deja constancia explícita de la existencia de testigos oculares cuando se narran los
acontecimientos.
A todo esto, me parece conveniente e ilustrativo añadir el texto de Juan sobre
Pedro, que dice así: «Conque, cuando almorzaron, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón,
[hijo] de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”.
Le dice: “Cuida mis corderos”. Le vuelve a decir por segunda vez: “Simón, [hijo] de
Juan, ¿me amas?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Pastorea mis
ovejas”. Le dice por tercera vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me quieres?” Pedro se
entristeció porque le había dicho por tercera vez: “Me quieres?”, y le dice: “Señor, tú
sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis ovejas. De verdad te aseguro:
cuando eras más joven, te ceñías y caminabas adonde querías; pero cuando seas viejo
extenderás tus manos, y otro te ceñirá y llevará adonde no quieres”. (Dijo esto indicando
con qué muerte glorificaría a Dios.) Y después de decir esto le dijo: “Sígueme”. Vuelto
Pedro, vio que seguía detrás el discípulo al que amaba Jesús, precisamente el que en la
cena se había reclinado en su pecho y había dicho: “Señor, ¿quién es el que te va a
entregar ?” Así es que, al verlo Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¿y este, qué?” Jesús le dijo:
“Si quiero que este se quede mientras vuelvo, ¿a ti qué? Tú sígueme”. De ahí que se
divulgara entre discípulos este rumor: “ese discípulo no muere”: Pero Jesús no le dijo:
“No muere”, sino “si quiero que este se quede mientras vuelvo ¿a ti qué?”» (Jn 21,1-23).
Enlazando perfectamente con el contenido del capítulo 21 de Juan, y más
concretamente con el versículo 7 del mismo, y aunque en clara contradicción con Lucas,
que centra la aparición de Jesús en Jerusalén (Lc 24,34) [17] , puesto que aquí se da en
Galilea, junto al mar de Tiberíades, el autor del texto fija su atención en la figura de
Pedro. Bien sea por la costumbre del tiempo de declarar tres veces ante testigos para dar
validez a un pacto, bien debido a la sutileza de las palabras de Jesús y de Pedro, o tal
vez, más probablemente, porque se ajusten a la triple negación de Pedro en el relato de la

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pasión de Jesús, Jesús pregunta tres veces a Simón Pedro si lo ama más que a los otros
discípulos que comparten comida con él. Era necesario que Pedro, ausente en el
momento de la crucifixión y sin estar presente en la emisión del don del Espíritu,
profesase incondicionalmente su fe en Jesús. Solo así Pedro podría recibir y desempeñar
la función del Buen Pastor, en seguimiento de Jesús. Pedro alimentará los corderos y
apacentará las ovejas bo,ske ta. avrni,a mou pro,bata, mou / poi,maine ta. pro,bata, mou,
en actitud de servicio a los hombres –los del pueblo de Israel y los paganos– hasta
entregar la vida por ellos. Cuando fueron escritas estas palabras, con toda seguridad, el
seguimiento de Pedro a su Maestro ya había sido consumado en una muerte en cruz.
Atrás quedaban las vacilaciones en la fe, las dudas, los temores y las negaciones. El
tiempo de juventud, cuando Pedro se ceñía y caminaba adonde quería, había terminado
en la muerte y en la glorificación de Dios.

c) Apariciones a los Once en Jerusalén

El texto de Lucas que hace referencia a esta aparición es este: «Mientras estaban
diciendo esto, él se presentó en medio de ellos; y les dijo: “¡Paz a vosotros!”
Despavoridos y asustados, creían ver un espíritu. Pero les dijo: “¿Por qué estáis
alarmados, y por qué surgen dudas en vuestro interior? Ved mis manos y mis pies: ‘yo
soy’, en persona; palpadme y ved: un espíritu no tiene carne y huesos como veis que
tengo yo”. Y después de decir esto les enseñó las manos y los pies. Y como todavía no
creían, por la alegría, y estaban sorprendidos, les dijo: “¿Tenéis aquí algo de comer?”
Ellos le dieron un trozo de pez asado; y cogiéndolo, comió delante de ellos. Y les dijo:
“Esto es lo que significaban mis palabras, las que os dije estando aún con vosotros: ‘tiene
que cumplirse todo lo que está escrito en la ley de Moisés, y en los Profetas y los Salmos
acerca de mí’”. Entonces les abrió la inteligencia para entender las Escrituras. Y les dijo:
“Está escrito así: el Mesías [tiene que] sufrir, y resucitar de entre los muertos al tercer
día, y [tiene que] predicarse en su nombre [el] arrepentimiento y perdón de [los] pecados
a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros [sois] testigos de estas cosas. Y
mirad, yo envío sobre vosotros la Promesa de mi Padre; vosotros quedaos quietos en la
ciudad, hasta que os revistáis de fortaleza [venida] de arriba”» (Lc 24,36-49).
Y el de Juan dice así: «Conque llegado el atardecer de aquel día, el primero de la
semana, y estando candadas, por el miedo a los judíos, las puertas [de la casa] donde

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estaban los discípulos, llegó Jesús y se puso en medio y les dijo: “¡Paz a vosotros!” Y
después de decir esto les enseñó las manos y el costado. Así que los discípulos se
alegraron al ver al Señor. Conque volvió a decirles: “¡Paz a vosotros! Como el Padre me
ha enviado, también yo os envío”. Y después de decir esto, sopló y les dijo: “Recibid
espíritu santo. Si perdonáis los pecados de alguno, le quedan perdonados; si retenéis los
de alguno, quedan retenidos”» (Jn 20,19-23).
El modelo de aparición de Jesús que relatan estos dos evangelistas –cuyas
tradiciones sinóptica y joánica difieren normalmente– corresponde a aquel con el que el
lector de la Biblia está tan familiarizado. Se repite en él un núcleo común, que puede
resumirse en estas frases: Jesús se presenta en medio de los discípulos, les saluda con el
gesto de la paz, les muestra las manos, los pies y el costado, y los discípulos se llenan de
alegría. En palabras de F. Bovon, si comparamos ambos textos, las similitudes son
sorprendentes: en Juan, se dice que, reunidos los discípulos «se presentó en medio» (Jn
20,19), «se presentó en medio de ellos» (Lc 24,36); y les dice: «la paz con vosotros» (Jn
20,19), la misma formulación que aparece en Lc 24,36. Jesús «mostró» (la misma forma
verbal en ambos evangelistas) a sus discípulos «sus manos y su costado» (Jn 20,20),
«sus manos y sus pies» (Lc 24,40). Los dos evangelistas señalan la alegría de los
discípulos: «se regocijaron» (Jn 20,20), «por la alegría» (Lc 24,41). En Lucas y Juan, en
términos ciertamente diferentes, resuena luego una orden misionera (Jn 20,21; Lc 24,47-
48), aparece una mención del Espíritu Santo (conferido en Jn 20,22; prometido en Lc
24,49) y figura también una referencia al perdón de los pecados (Jn 20,23; Lc 24,47).
Este autor concluye que «los numerosos temas comunes así como el parentesco de
vocabulario conducen a proponer la hipótesis siguiente: como también en otros lugares en
el relato de la Pasión y de la Resurrección, Lucas y Juan comparten aquí no solo
recuerdos comunes, sino también una tradición firme de la que disponen libremente en
verdad, pero con el mismo respeto» [18] .

d) Aparición a Tomás

Juan narra de este modo la aparición: «Uno de los Doce, Tomás (que se llamaba
Didimo), no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Así es que los otros discípulos le decían:
“¡Hemos visto al Señor”. Pero él les dijo: “Si no veo en sus manos la marca de los
clavos, y no pongo mi dedo en la marca de los clavos, y no pongo mi mano en su

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costado, no creeré”. Y ocho días después estaban dentro otra vez sus discípulos, y
Tomás con ellos. Estando candadas las puertas llegó Jesús y se puso en medio, y dijo:
“¡Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae acá tu dedo y mira mis manos; y trae tu
mano y pon [la] en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás le respondió
así: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído? ¡Felices
los que no ven, y creen!”» (Jn 20,24-29).
El texto responde a una variación de la tradición básica que he descrito
anteriormente en la aparición a los Once en Jerusalén. En realidad, encaja perfectamente
con los elementos esenciales, la presencia de Jesús, el saludo de paz, la señal de las
manos y el costado, que se narran a partir del capítulo 19 de este evangelio. Es el primer
día de la semana y los discípulos están en la casa, alegres ya por haber visto al Señor y
haber recibido la misión confiada por Dios a Jesús. Tomás no se encuentra con el grupo
y por tanto no ha recibido el mensaje de María Magdalena ni la aparición y el encargo de
Jesús. Sus compañeros tratan de comunicarle su fe en Jesús Resucitado, pero él exige
que el Resucitado se amolde a sus criterios y pueda ser tocado por él. Ocho días
después, en circunstancias similares a las que se han producido con el grupo de
discípulos, Jesús se aparece y, sometiéndose a las órdenes de Tomás, le dice: «Trae acá
tu dedo y mira mis manos; y trae tu mano y pon(la) en mi costado, y no seas incrédulo,
sino creyente» (v. 27). Tomás no realiza los rituales por él exigidos; solamente responde
con unas palabras, «¡Señor mío y Dios mío!», que, como dice R. E. Brown, «no es de
extrañar que la profesión de Tomás sea lo último que dice un discípulo en el cuarto
evangelio (tal como fue originalmente concebido, antes de que se añadiera el capítulo
21). Nada más profundo cabía decir de Jesús» [19] .

e) La aparición en el camino a la aldea de Emaús

El texto de Lucas describe este acontecimiento de la siguiente manera: «Y resulta que


aquel mismo día, dos de ellos iban de camino a una aldea cuyo nombre [era] Emaús,
distante de Jerusalén sesenta estadios, e iban conversando entre ellos sobre todos estos
acontecimientos. Y se dio el caso de que, mientras ellos conversaban y discutían,
también Jesús, acercándose, caminaba con ellos, pero los ojos de ellos estaban
incapacitados para reconocerlo. Les dijo: “¿Qué conversación [es] la que lleváis entre
vosotros mientras camináis?” Se detuvieron entristecidos. Y tomando la palabra uno, por

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nombre Cleofás, le dijo: “¿[Eres] tú el único forastero en Jerusalén que no se enteró de lo
que pasó estos días en la [ciudad]?” Les dijo: “Qué [pasó]?” Ellos le dijeron: “Lo de
Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso de palabra y obra ante Dios y todo el
pueblo: cómo lo entregaron nuestros sumos sacerdotes y autoridades para condenarlo a
muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a liberar a Israel;
más aún, a todo esto, este es el tercer día desde que pasó eso. Incluso algunas mujeres
de nuestro grupo nos sobresaltaron; estuvieron de mañana en el sepulcro, y al no
encontrar su cuerpo volvieron diciendo que hasta habían visto una visión de ángeles que
dicen que vive. Y fueron al sepulcro algunos de los [que están] con nosotros y
encontraron [todo] tal como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron”. Y él les
dijo: “¡Oh ignorantes y torpes para creer en todo lo que dijeron los profetas! ¿No tenía
que sufrir esto el Mesías, para entrar en su gloria?” Y empezando por Moisés, y por
todos los profetas, les interpretó lo que se refería a él en toda la Escritura. Y [cuando]
llegaron cerca de la aldea adonde se encaminaban, él hizo como que iba de camino hasta
más adelante, pero le obligaron, diciendo: “Quédate con nosotros, pues está atardeciendo
y ya se ha ido el día”. Y entró a quedarse con ellos. Y se dio el caso de que, cuando
estaba a la mesa con ellos, cogió el pan, rezó la bendición, [lo] partió y se lo daba. A ellos
se les abrieron los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista. Y se dijeron
uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el
camino, cuando nos abría [el sentido de] las Escrituras?” Y levantándose, a aquella
misma hora, se volvieron a Jerusalén, y encontraron re-unidos a los Once y a los [que
andaban] con ellos, diciendo: “Realmente resucitó el Señor, y se dejó ver de Simón”. Y
ellos referían lo [ocurrido] en el camino, y cómo se les dio a conocer en la fracción del
pan».
El relato de la aparición de Jesús en el camino de Emaús es de inusitada belleza y
está lleno de importantes enseñanzas. La alusión a Jesús como profeta, la atribución de la
ejecución de Jesús a los dirigentes del pueblo judío, los padecimientos del Mesías y la
referencia a la partición del pan son claros indicios de su pertenencia a Lucas, inteligente
y hábil narrador. También parece evidente que Lucas utilizó alguna tradición anterior
como puede concluirse de la mención de Cleofás y de la aldea de Emaús, de las
expectativas de su misión, puestas en sus seguidores, del uso de las Escrituras y de la
partición del pan. El relato, por otra parte, deja en cierta precariedad la preeminencia de

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Pedro y los Doce en el tema de las apariciones de Jesús, no obstante la mención en el
versículo 34 [20] .
El evangelista subraya que los acontecimientos referidos en el capítulo 24 de su
evangelio se desarrollan el mismo día evn auvth|/ th|/ h`me,ra|. Dos caminantes,
pertenecientes probablemente al grupo de los setenta y dos, mencionados en Lucas 10,1-
20, (y no al colegio de los Doce), se dirigen a una aldea, Emaús. La localización e
identificación de esta aldea –cuyo nombre deriva del hebreo tmx Hammat y significa
«fuente caliente»– ha intrigado a los cristianos desde la antigüedad, y continúa siendo un
enigma. Sabemos que distaba de Jerusalén sesenta estadios (unos 11 kilómetros), aunque
algunos manuscritos (si bien la minoría, pero de gran importancia, como el códice
Sinaítico) pongan la cifra en 160 estadios (unos 30 kilómetros). La conversación de los
caminantes giraba en torno a los acontecimientos ocurridos aquellos días en Jerusalén,
sobre el sepulcro vacío y el anuncio de las mujeres a los apóstoles. La expresión kai.
evge,neto «y sucedió» marca el comienzo de una acción que será decisiva. La presencia
de Jesús se hace sentir, es el auvto,j cristológico que acompaña a los dos discípulos y que
confirmará que el mensaje dirigido a las mujeres (vv. 5-7) es exacto: Jesús está vivo.
Los dos discípulos hablan entre ellos, dialogan, es decir buscan juntos la verdad,
discuten (sin desacuerdo, en griego se utilizan los verbos o`mile,w y suzhte,w), y, sin
apenas percibirlo, Jesús se acerca y camina con ellos, (poreu,mai), avanzando a Jerusalén
y acompañando a los discípulos al descubrimiento de la verdad. La inteligencia de los
caminantes está embotada, con los ojos incapacitados para reconocer a Jesús. Las
primeras palabras del Resucitado preguntan: ¿Qué conversación (es) la que lleváis entre
vosotros mientras camináis? Y los discípulos, en lugar de alegrarse, se sorprenden con
tristeza, con un aire de confusión e inquietud, que alguien desconozca los eventos
sucedidos en Jerusalén. El relato se orienta hacia el diálogo, y Cleofás, con un tono de
cierta agresividad, le pregunta al acompañante: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén
que no se enteró de lo que pasó estos días en la (ciudad)?» (v. 18). Apenas interrumpido
por la pregunta de Jesús «poi/a [¿cuáles?]», Cleofás cuenta los hechos de forma rigurosa
y exacta: Jesús de Nazaret, profeta de palabra y obra ante Dios y ante el pueblo, fue
entregado por las autoridades judías, condenado a muerte y crucificado. A la objetividad
de los hechos se contrapone la subjetividad desorientada y decepcionada de los
discípulos. Nosotros, dicen, «esperábamos (hvlpi,zomen) que fuera él el que iba a liberar

439
a Israel» (v. 21). Pero la esperanza de la liberación de Israel –inconcreta y confusa– no
se vislumbraba por ninguna parte. De pronto, se percibe una luz esperanzada: las mujeres
estuvieron en el sepulcro, y aunque no encontraron el cuerpo de Jesús, volvieron
diciendo que habían visto una visión de ángeles que dicen que vive: auvto,n zh,n. Y
Jesús les dijo w= avno,htoi (insensatos/privados de inteligencia) kai, bradei/j (lentos de
corazón), para creer las Escrituras, en definitiva, para entender a Cristo como Mesías
que había de sufrir para entrar en su gloria.
Sucedidas estas cosas, los dos caminantes se acercan a su destino y el forastero
hace ademán de ir más lejos. Ante la invitación de quedarse con ellos, Jesús accede, y
sucedió que, sentados para compartir la comida, como es costumbre en el pueblo judío,
Jesús «cogió el pan, rezó la bendición, (lo) partió y se lo daba» (v. 30). La expresión
técnica kla,sij tou/ a;rtou (la fracción del pan) la utiliza Lucas en los Hechos (Hch 2,42).
Se habla aquí de una comida particular, aunque no ordinaria. Y los exegetas la interpretan
como «marco eucarístico» de la revelación de Jesús Resucitado a los discípulos de
Emaús. Podemos decir que Jesús colmó a los discípulos de Emaús con su presencia, sus
palabras, y su sacramento. A los discípulos se les abrieron los ojos y reconocieron a
Jesús, pero él se volvió a;fantoj, desapareciendo de su vista. El relato concluye de forma
poco animosa para los discípulos de Emaús con el regreso a Jerusalén, donde
encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos que, a su vez,
proclamaban: «Realmente resucitó el Señor, y se dejó ver de Simón» hvge,rqh o` ku,rioj
kai. w;fqh Si,mwni (v. 34).

f) Apariciones en Galilea

Los textos que narran las apariciones de Jesús en Galilea dicen así: «Pero id a decir a sus
discípulos y a Pedro: “Va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo”»
(Mc 16,7).
«Por su parte los once discípulos fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había
ordenado. Y al verlo [lo] adoraron (pero algunos dudaron). Y Jesús, acercándose, les
habló así: “Se me dio toda autoridad en [el] cielo y sobre [la] tierra. Así que id, haced
discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os mandé. Y mirad, yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”» (Mt 28,16-20).

440
«Después de esto, Jesús se manifestó de nuevo a los discípulos junto al mar de
Tiberíades. Se manifestó así: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás (que se llamaba
Dídimo), Natanael de Caná de Galilea, los [hijos] de Zebedeo, y otros dos de sus
discípulos. Simón Pedro les dice: “Voy a pescar”. Le dicen: “Vamos también nosotros
contigo”. Salieron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Y cuando
ya llegó el amanecer, se presentó Jesús en la orilla; sin embargo, los discípulos no sabían
que era Jesús. Así es que Jesús les dijo: “Muchachos, ¿no tenéis algo de pesca?” Le
respondieron: “No”. Pero él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca, y
encontraréis”. Así es que la echaron, y ya no podían levantarla por la cantidad de peces.
Conque aquel discípulo al que amaba Jesús le dice a Pedro: “Es el Señor”. Y Simón
Pedro, al oír que era el Señor, se ciñó la ropa de fuera, pues estaba sin ropa, y se echó al
mar. Los otros discípulos, por su parte, llegaron en la barca (pues no estaban lejos de la
orilla, sino a unos doscientos codos), tirando de la red de los peces. Conque cuando
saltaron a la orilla vieron unas cuantas brasas y un pez encima, y pan. Jesús les dijo:
“Traed de los peces que acabáis de pescar”. Así es que subió Simón Pedro y arrastró
hasta la orilla la red llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres; y aunque eran tantos
no se rompió la red. Jesús les dijo: “Venid a almorzar”. Y como sabían que era el Señor,
ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “Tú ¿quién eres?” Jesús va y coge el
pan y se [lo] da, y lo mismo el pez. Esta [fue] ya la tercera vez que Jesús, resucitado de
entre los muertos, se manifestó a los discípulos. Conque, cuando almorzaron, dice Jesús
a Simón Pedro: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le dice: “Si, Señor,
tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis corderos”. Le vuelve a decir por segunda
vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me amas?” Le dice: “Si, Señor, tú sabes que te quiero”. Le
dice: “Pastorea mis ovejas”. Le dice por tercera vez: “Simón, [hijo] de Juan, ¿me
quieres?” Pedro se entristeció porque le había dicho por tercera vez: “Me quieres?”, y le
dice: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Cuida mis ovejas. De
verdad te aseguro: cuando eras más joven, te ceñías y caminabas adonde querías; pero
cuando seas viejo extenderás tus manos, y otro te ceñirá y llevará adonde no quieres”.
(Dijo esto indicando con qué muerte glorificaría a Dios.) Y después de decir esto le dijo:
“Sígueme”. Vuelto Pedro, vio que seguía detrás el discípulo al que amaba Jesús,
precisamente el que en la cena se había reclinado en su pecho y había dicho: “Señor,
¿quién es el que te va a entregar ?” Así es que, al verlo Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¿y
este, qué?” Jesús le dijo: “Si quiero que este se quede mientras vuelvo, ¿a ti qué? Tú

441
sígueme”. De ahí que se divulgara entre los discípulos este rumor: “ese discípulo no
muere”. Pero Jesús no le dijo: “No muere”, sino, “si quiero que este se quede mientras
vuelvo ¿a ti qué?”» (Jn 21,1-23).
Las apariciones en Galilea, a diferencia de las acontecidas en Jerusalén, tienen
escasos puntos de contacto entre sí. Marcos, que nombra de una forma especial a Pedro
en las apariciones de Jesús a sus discípulos, conduce a estos fuera de Jerusalén y los
pone en el camino de Galilea –un sitio impreciso– donde iniciarán una nueva vida. Mateo
indica que los Once marchan a Galilea, más concretamente «al monte», conforme a la
voluntad de Jesús, que bien pudiera ser el monte de las bienaventuranzas (Mt 5,1; 8,1),
el lugar por excelencia de las enseñanzas de Jesús. En el evangelio de Juan, Jesús se
revela de nuevo a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Obviamente, los tres
evangelistas sitúan las apariciones de Jesús en Galilea, pero las localizaciones no son
coincidentes.
En Mateo, aparte del excelso himno de exaltación de la soberanía de Jesús y del
mandato misional de la Iglesia (se habla de la Great Commission en el ámbito exegético
anglo-sajón) aparecen detalles muy singulares. No se precisa ni la figura ni la forma en
que se produjo la aparición de Jesús a los discípulos. El evangelista se fija, más bien, en
la reacción de los discípulos: kai. ivdo,ntej auvto,n proseku,nhsan, es decir, lo adoraron,
le rindieron homenaje, que, tratándose de Jesús, corresponden a un acto de adoración.
Unos así lo hicieron, mientras que otros mostraron una actitud diferente: oi` de`
evdi,stasan. La duda aquí consignada queda en el aire, abierta a múltiples
interpretaciones.
Juan comienza su relato con la frase meta. tau/ta evfane,rwsen e`auto,n pa,lin, cuyo
verbo (revelar-se) no aparece más que en este lugar en referencia a las apariciones del
Resucitado. Jesús se manifiesta a los discípulos junto al mar de Tiberíades. Estaban
«juntos» siete de ellos, en representación de la nueva comunidad, y en primer lugar se
nombra a Simón Pedro. Aparecen por primera vez los hijos del Zebedeo y se mencionan
dos discípulos anónimos, dejando abierta la posibilidad de la presencia del discípulo
amado. Se cuenta que los discípulos estaban desorientados, frustrados y distraídos con
sus tareas habituales de pesca. En esta situación de trivialidad y rutina, el discípulo al que
amaba Jesús le dice a Pedro: «Es el Señor». El discípulo amado confiesa su fe en Jesús y
Pedro responde impulsivamente a sus indicaciones. En la orilla del lago vieron unas

442
cuantas brasas y un pez encima, y pan y con la multitud de peces recogidos, Jesús les
dijo: «Venid a almorzar». En esta frase, los discípulos reconocen que Jesús está presente
entre ellos. Sabían que era el Señor y nadie se atrevía a preguntar quién era. Juan está
describiendo en esta escena una comunidad nueva, reunida en nombre de Cristo
Resucitado, bajo el liderazgo de Pedro, celebrando una comida eucarística. El relato
concluye diciendo: «Esta (fue) ya la tercera vez que Jesús, resucitado de entre los
muertos, se manifestó a los discípulos» (Jn 21,14) [21] .

443
13.6. La tradición sobre la fe pascual
La muerte de Jesús provocó una inusitada y honda crisis en el seguimiento del maestro
de Galilea por parte de sus discípulos y admiradores de su doctrina y de su forma de
vida. Las numerosas y, en ocasiones, profundas muestras de admiración y de fe en Jesús
de Nazaret –los teólogos utilizan la expresión «fe discipular»– testificadas en los escritos
del Nuevo Testamento resultaron oscurecidas por el hecho ignominioso de su crucifixión
y de su muerte. Pero este mismo acontecimiento, tan inquietante y devastador, puso en
marcha de forma enérgica y sorprendente la fe de los discípulos. La muerte dio paso a la
vida y así la comunidad de discípulos de Jesús, en un momento amedrentada y dispersa,
comenzó una misión universal, abarcando al pueblo judío y a la gentilidad. La tradición
cristiana se inicia muy pronto, inmediatamente después de la muerte de Jesús, y de ella
dan testimonio todos los libros del Nuevo Testamento. Los discípulos anuncian su fe
diciendo que «Jesús murió y resucitó (avne,sth) (1 Tes 4,14), que «Dios lo resucitó
(h;geiren) de entre (los) muertos» (Rom 10,9), que «Cristo murió por nuestros pecados
según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó (evgh,gertai) al tercer día según
las Escrituras» (1 Cor 15,3-4). Este es el testimonio constante y unánime de los libros
bíblicos, como escribe Pablo a los Corintios: «Así es que, sea yo o sean ellos,
predicamos así, y así abrazasteis la fe» (Rom 15,11).
Las expresiones de la tradición hablan indistintamente de Jesús como sujeto y objeto
de la resurrección. En la mayoría de las versiones, el enunciado de fe menciona a Jesús
como sujeto de la acción; otras veces aparece el enunciado teológico, en el que se dice
que Dios resucitó a Jesús. Todas las expresiones se encuentran en lengua griega,
empleando los verbos evgei,rein y avnasth/nai, en los que, ajustándose a una
correspondencia entre la formulación semítica y la formulación griega, (la versión de los
LXX utiliza ambos verbos para traducir el arameo ~q [qâm], «levantarse»), el exegeta y
teólogo M. Karrer descubre «un paradigma de unidad teológica entre los sectores de la
comunidad cristiana primitiva» [22] .
Los testimonios bíblicos se ofrecen en dos versiones, claramente diferenciadas entre
sí y, a la par, con notables diferencias en sí mismas, a saber, el kerigma pascual y los
relatos o historias pascuales, que se encuentran al final de los evangelios y hablan del
sepulcro vacío y de las apariciones del Resucitado. Estos relatos evangélicos de los

444
acontecimientos de Pascua son cronológicamente posteriores a las fórmulas
confesionales, a los propios testimonios paulinos y a la elaboración teológica sobre ellos.
El kerigma pascual, el anuncio o proclamación de los cristianos de la muerte y
resurrección de Jesús, se expresa en fórmulas más o menos breves y complejas, antiguas
en el tiempo, fijas y originariamente independientes, que corresponden a formulaciones
de fe de las primeras comunidades cristianas celebradas litúrgicamente y cuyos símbolos
centrales corresponden a la resurrección y a la exaltación o glorificación de Jesús.
Las confesiones de fe, (la fe «confesada» y la «fe cantada», como suele decirse),
son expresiones de una fe muy temprana, recibidas en tradiciones anteriores a Pablo y
recogidas por él en sus cartas, escritas en la primera mitad de los años 50 del siglo
primero.
Las más antiguas de estas confesiones tienen como símbolo central la resurrección
de Jesús de entre los muertos. Unas son más sencillas, menos elaboradas teológicamente,
y tienen a Dios como sujeto de la acción (1 Tes 1,10; Rom 4,24; 1 Cor 6,14; Hch 2,32
etc.). Otras, en cambio, presentan mayor desarrollo teológico en el que caben conceptos
de relación entre muerte y resurrección, el plan de salvación de Dios y las consecuencias
del mismo para la humanidad y la confesión de Jesús como el Cristo. La carta a los
Corintios suele considerarse paradigma de estas fórmulas confesionales. Pablo escribe
así: «Pues os trasmití en primer lugar lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día
según las Escrituras; y que se dejó ver de Cefas; después, de los Doce» (1 Cor 15,3-5).
Aparte de una terminología: «trasmitir», «recibir», con expresas referencias a la
enseñanza rabínica, Pablo habla de una tradición recibida con esmero y que él trasmite
con fidelidad a la comunidad de Corinto. No es una tradición de tintes dramáticos, sino
que, sencillamente, asegura y proclama, con intención de relatar algo solemne y de
obligar. Afirma que Jesús murió y resucitó, a lo que añade que fue sepultado
(confirmando con ello la muerte) y que resucitó, dando certeza de ello las apariciones a
Cefas y a los Doce. También se revela el sentido salvífico de la muerte de Jesús (por
nuestros pecados) y se invocan las Escrituras para respaldar la verdad de los
acontecimientos referidos [23] . Otros textos fundamentales, en los que se declara la fe de
las primeras comunidades cristianas en la resurrección de Jesús de Nazaret se encuentran

445
con relativa frecuencia en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2,32-33; 2,36; 3,20;
5,30-31).
Otras confesiones de fe aparecen especialmente en los himnos, cuyo símbolo central
es la «exaltación» o la «elevación», muy arraigado en la tradición judía que concebía el
poder soberano de Yahvé de tal forma que podía salvar el abismo infranqueable entre lo
humano y lo divino, «exaltando» a ciertos personajes justos del pueblo de Israel y
liberándolos de la caída en el sheol. El símbolo hace alusión a la glorificación de Jesús y
clarifica perfectamente el sentido genuino de la resurrección de Jesús de Nazaret.
En estas confesiones de fe hay que resaltar de forma especial las dos estrofas de la
carta a los Romanos (Rom 1,3-4) y el himno cristológico de la carta a los Filipenses (Flp
2,6-11), ambos textos prepaulinos. También importante es la fórmula catequética de la
carta a los Romanos, en la que se afirma: «si con tu boca confiesas a Jesús como Señor,
y en tu corazón crees que Dios lo resucitó de entre (los) muertos, te salvarás» (Rom
10,9).
En el capítulo 1 de la carta a los Romanos, Pablo escribe: «referente a su Hijo que
se hizo descendiente de David según la carne, que fue constituido Hijo de Dios con
poder, según (el) Espíritu de santidad, desde (su) resurrección de (entre los) muertos,
Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 1,3-4). Pablo escribe a una comunidad que él no ha
misionado, en la que probablemente convivieran creencias de distinto signo, y por eso se
dirige a ella de forma no acostumbrada, con el encabezamiento de «esclavo de
Jesucristo», aunque con la autoridad del apóstol, llamado para anunciar el evangelio de
Dios. Cristo, afirma Pablo, es el Hijo de Dios –el Hijo del Padre– en unidad con él desde
la eternidad, y descendiente de David según la carne, lo que equivale a decir, el Mesías
prometido de Dios a su pueblo. Cristo, según Pablo, no se convierte en Hijo de Dios en
el momento de su resurrección, sino que, como afirma U. Wilckens, «el Hijo de Dios ha
sido resucitado por el poder de Dios, concretamente en virtud del poder (que resucita a
los muertos) del Espíritu de Dios, e instaurado en la soberanía celeste del Exaltado» [24] .
La última estrofa del texto termina con la confesión: «Jesucristo Nuestro Señor» que
expresa la relación de Cristo con quienes creen en él.
El himno cristológico de la carta a los Filipenses dice así: «Por eso Dios a su vez lo
elevó sobre (todo) y le otorgó ese nombre (que está) sobre todo nombre, para que ante el
nombre de Jesús doblen la rodilla todos los seres del cielo, de la tierra y del abismo, y

446
toda lengua confiese, para gloria de Dios Padre, que Jesucristo es Señor» (Flp 2,9-11).
La abnegación de Cristo y la absoluta obediencia al Padre se ven correspondidas con la
exaltación a lo más alto, sobre todas las cosas, otorgándosele el señorío sobre el mundo
entero. El himno se mueve entre categorías de humillación/exaltación, sin que aparezca
mención alguna sobre la resurrección. Jesús es el ku,rioj, con autoridad sobre el cielo, la
tierra y el abismo, en alusión al poder de Yahvé, según palabras del profeta Isaías (Is
45,23). El himno termina con una primitiva confesión cristiana: «Jesucristo es
Señor» [25] .
Otras fórmulas e himnos que confiesan la fe en la resurrección de Jesús se
encuentran principalmente en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo
(cf. Hch 2,32; 10,36-43; Rom 10,5-8; 1 Cor 15,5; Ef 4,7-12; Flp 2,6-11; 1 Tim 3,16; 1
Pe 3,18-22).

447
13.7. Lenguaje del Nuevo Testamento y realidad sobre la nueva vida de
Jesús
En los escritos del Antiguo Testamento aparece claramente la idea de que Yahvé es el
Dios de vivos y muertos y, en consecuencia, que tiene poder para devolver la vida a
aquellos que han pasado por la muerte. Esta idea general se expresa en términos de
resurrección una vez que se configure con precisión el concepto semítico de sheol,
aproximadamente dos siglos antes de Cristo. Así, los judíos de habla aramea y los de
lengua griega, aunque con claras diferencias de matices, reconocen el poder de Dios
sobre el reino de los muertos, expresado unas veces como liberación del ser humano
completo de una existencia de ultratumba, y otras como rescate de las almas del reino de
los muertos o hades, equivalente al sheol judío. Las diferencias antropológicas entre
ambas concepciones son manifiestas, adaptándose más al concepto de resurrección la de
los judíos de habla aramea.
Estos antecedentes vetero-testamentarios constituyen la óptica desde la que los
cristianos hablan de que Jesús vive después de su muerte. Es cierto que la idea de una
resurrección general de los muertos –por el poder de Dios– era parte integrante del
imaginario judío y que en ambientes apocalípticos se entendía como retorno a la vida
terrena, de forma muy materialista, incluso con el mismo cuerpo, pero, aunque los
primeros cristianos expresasen su experiencia pascual en términos de resurrección, existe
otro lenguaje en el que también se revela la nueva vida de Jesús [26] .
Innegablemente, el lenguaje más común y utilizado en los escritos del Nuevo
Testamento para expresar la nueva vida de Jesús después de su muerte es el de la
resurrección. Para ello se emplean dos verbos: evgei,rein (un verbo transitivo que
significa «despertar», «levantar», «resucitar») y avnasth/nai («alzarse» o «resucitar»).
Ambos se utilizan en las formas activa y pasiva, aunque esta última sea la más frecuente,
significando la acción de Dios sobre Jesús, dándole sentido y confirmando su ministerio
profético y resucitándolo a una nueva vida. Como ejemplos pueden aducirse Marcos (Mc
16,6), donde se dice a las mujeres que habían ido al sepulcro de Jesús: hvge,rqh,
resucitó, y Juan (Jn 20,9), que refiere que o[ti dei/ auvto,n evk nekfw/n avnasth/nai, que
él tenía que resucitar de entre los muertos.
Aparece también en el Nuevo Testamento el término de «exaltación», asociado a un
símbolo del Antiguo Testamento, según el cual Yahvé elevaba al ámbito de la divinidad a

448
algunos personajes, singularmente significativos en la historia de Israel, evitando su caída
en el sheol. (Sab 3,1-9; 5,1-5; Dan 7 etc.). Tanto el símbolo como la idea de
«exaltación», aparte de expresar más nítidamente el sentido de la resurrección, confirman
que Jesús ha sido entronizado a la derecha de Dios. Este pensamiento se capta
perfectamente en el himno prepaulino de la carta a los Filipenses, que dice: «se rebajó a
sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y una muerte en cruz! Por eso Dios a
su vez lo elevó sobre (todo) (dio. kai. o` qeo,j auvto,n u`peru,ywsen) y le otorgó ese
nombre (que está) sobre todo nombre» (Flp 2,8-9). El capítulo 2 de los Hechos de los
Apóstoles muestra claramente la unión entre la resurrección y la exaltación de Jesús al
afirmar: «A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa de la que todos nosotros somos testigos. Así
pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios y ha recibido del Padre la
Promesa (el Espíritu Santo), (lo) ha derramado, (que es) esto que vosotros veis y oís»
(Hch 2,32-33).
Existen, a su vez, pasajes del Nuevo Testamento que entrelazan la exaltación y la
resurrección, señalando a esta como causa de la primera. Aparecen en Romanos, cuando
señala «que fue constituido Hijo de Dios con poder, según (el) Espíritu de santidad,
desde (su) resurrección de (entre los) muertos, Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 1,4) y
en otros lugares, como en Hch 2,33; 5,30-31. Pablo emplea también, junto al término de
resurrección, la imagen de las «primicias», que señala la participación de los cristianos en
la vida de la resurrección, comunicada por Cristo. Por eso afirma en la primera carta a
los Corintios: «¡Pero el caso es que Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia
(avparch.) de los que reposan! (1 Cor 15,20) [27] .
Examinado el lenguaje en el que se expresa la nueva vida de Jesús Resucitado,
vuelvo a la consideración del tema y sentido, propiamente dichos, de la resurrección.
En palabras de J. A. Fitzmyer, «la resurrección corporal de Jesús a la gloria forma
parte fundamental de la proclamación kerigmática del nuevo testamento y constituye una
afirmación fundamental de la fe cristiana» [28] o, como dice J. D. G. Dunn, «constituye
el comienzo de la fe en su exaltación, y no simplemente el desarrollo de alguna otra
afirmación o creencia anterior» [29] . Esta fe, como señalé anteriormente, hunde sus
raíces en la creencia del poder de Dios sobre la vida y la muerte, incluso en los ámbitos
más oscuros y fantasmales de la existencia humana, expresada en los escritos del Antiguo
Testamento. La fe que proclamaba la muerte y resurrección de Jesús surgió

449
paulatinamente en un contexto judeo-cristiano, explicitándose por primera vez en Daniel
(Dan 12,1-3), y afirmando la corporeidad de la persona humana, una vez que Yahvé
insuflara en ella su espíritu vivificador [30] .
Como sabemos, la antropología judía, a diferencia de la griega, respondía a una
concepción totalizadora del ser, no dualista. Y así, cuando Dios retiraba el aliento del ser
humano, se producía la muerte, y con ella, la bajada del hombre (total), a veces
designado como alma y cuerpo o espíritu y carne, al mundo de las sombras o sheol. La
resurrección, por su parte, envolvía a la persona entera, alma y cuerpo, por igual.
La resurrección de Jesús no queda reducida a la imaginación e invención de sus
discípulos, sino que acontece realmente en su vida, confirmada y exaltada por el poder
de Dios. Tampoco se concibe como «resucitación» o retorno a su forma antigua de
existencia; es más, los evangelios evitan presentar a Jesús como si fuera un fantasma.
Igualmente, no debe ser entendida en categorías de la filosofía griega, atribuyéndole una
supervivencia del alma inmortal, marginando su corporeidad. Jesús Resucitado se
aparece a sus discípulos, reafirmando su identidad, si bien se reconoce que se presenta
«con otro aspecto» (evn e`te,ra| morfh|/), como relata Marcos en el apéndice de su
evangelio (Mc 16,12). La resurrección, como opina J. D. G. Dunn, «no es tanto un
hecho histórico como un hecho fundacional, la visión interpretativa de la realidad que
permite el discernimiento de la correspondiente importancia o falta de ella de todos los
otros hechos» [31] . Cabe interpretar esta opinión en el sentido de que el hecho de la
resurrección se presenta como fundamento incuestionable para la comprensión y
valoración de cualquier acontecimiento relativo a la vida de Jesús. Es un acontecimiento
escatológico que marca el final y la plenitud de todos los tiempos. Jesús está ya
definitivamente en Dios. En este aspecto, J. Jeremias escribe magistralmente, afirmando
que los discípulos experimentaron la resurrección de Jesús «no como un singularísimo
acto del poder de Dios “en el curso” de la historia que se precipitaba hacia su fin (según
debería presentárseles necesariamente, después de un breve lapso de tiempo), sino como
el comienzo del e;scaton. Ellos vieron a Jesús con luz resplandeciente. Fueron testigos de
la entrada de Jesús en su reino. Esto quiere decir: “experimentaron la parusía”». [32]
El tiempo de Dios comenzaba definitivamente en la historia, y la comunidad de los
seguidores de Jesús iniciaba su camino y se extendería por el mundo entero, en
conformidad con la profesión de fe en Jesús Resucitado, constituido Señor del universo.

450
[1] Es conveniente conocer el pluralismo existente acerca de la interpretación teológica sobre la naturaleza
de la resurrección de Jesús y su importancia en la fe cristiana, así como sobre los relatos de las apariciones y la
tradición de la tumba vacía. En esta materia pueden consultarse, entre otros, los siguientes autores: R. HAIGHT ,
Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 135-137. J. GALVIN, «The Resurrection of Jesus in Contemporary
Catholic Systematics»: Heythrop Journal 20 (1979), 123-145. D. FERGUSON, «Interpreting the Resurrection»:
Scottish Journal of Theology 38 (1985), 287-305. H. KÜNG, Ser Cristiano (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1977),
469-483, en el capítulo V («La Nueva Vida») profundiza en la génesis de la fe bajo los siguientes epígrafes: 1)
¿Surgió la fe de la reflexión de los discípulos? 2) Objeciones contra una reconstrucción histórico-psicológica. 3)
¿Nació la fe de nuevas experiencias de los discípulos? 4) Objeciones contra la hipótesis de nuevas experiencias.
5) Las apariciones significan vocaciones. 6) Las vocaciones apuntan a la fe. 7) Creer hoy. T. LORENZEN,
Resurrection and Discipleship: Interpretive Models, Biblical Reflections, Theological Consequences (Maryknoll:
Orbis Books, 1995), 11-111.
[2] W. MARXSEN, La resurrección de Jesús de Nazaret (Barcelona: Herder, 1974), En el capítulo titulado «La
resurrección de Jesús, un milagro», 158, escribe: «La respuesta del historiador a la pregunta de si Jesús resucitó,
tiene que ser esta: “No lo sé; esto no me es ya posible averiguarlo”. Ahora bien, con esta pregunta debe darse
también por satisfecho el cristiano (en el caso de que se interese por la verificación de un hecho). Si, por el
contrario, afirma a base de su fe (o de un reconocimiento pneumático) el carácter de sucedido de la resurrección
de Jesús, rebasa sus propios límites y habla sin fundamento». Y, al escribir sobre «La esperanza de un futuro en
los cristianos», 231, afirma: «No se trata, pues, por ejemplo, de que Jesús (para expresarlo con la representación
tradicional) resucitara y por ello sea cierta mi resurrección. Se trata de que Jesús de Nazaret ofreció esta vida
como posibilidad. Jesús resucitó en el hecho de que su oferta sigue afectándonos hoy, y si la aceptamos, él
mismo nos otorga esta nueva vida. Ahora puedo formular esto así: Jesús vivió y otorgó la resurrección a la nueva
vida ya antes de su crucifixión. Por ello se puede verdaderamente decir que Jesús resucitó ya antes de su
crucifixión».
[3] G. O’COLLINS , Jesús Resucitado. Estudio histórico, fundamental y sistemático (Barcelona: 1988), 96-
100, hace una certera reseña de la posición de Willi Marxsen, resaltando los puntos débiles de su argumentación,
a saber, que la fe para Marxsen es el milagro y no la resurrección de Jesús, que la fe no es independiente de la
razón, y que la fe pospascual, además de los contenidos de la fe prepascual, se funda en la resurrección de Jesús
crucificado.
[4] W. MARXSEN, La resurrección de Jesús como problema histórico y teológico (Salamanca: Sígueme,
1979), 35.
[5] Ibid., 62.
[6] E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 360-362.
[7] R. HAIGHT , Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 139-143.
[8] G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret (Salamanca: Sígueme, 2002), 193.
[9] J. A. FIT ZMYER , Catecismo cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 1998),
84.
[10] N. T. WRIGHT , The Resurrection of the Son of God (London: SPCK, 2003), en el capítulo 13, 587-
615, titulado «General Issues in the Easter Stories», ofrece ideas interesantes en este punto bajo los siguientes
epígrafes: 1) Introduction. 2) The Origin of the Resurrection Narratives. 3) The Surprise of the Resurrection
Narratives. 4) The Historical Options.
[11] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
348-349, escribe al respecto de esta diferencia entre el relato de la pasión y las narraciones de Pascua: «Esta
diferencia radical no puede derivarse ni de una elaboración secundaria de los relatos de pascua por parte de la
tradición ni por una refundición llevada a cabo por la redacción, sino que se funda en los acontecimientos
mismos. Mientras que la pasión fue un acontecimiento que podía abarcarse con la mirada, un acontecimiento de
unos pocos días, en las cristofanías se trata de una multitud de sucesos de la más diversa índole y que fueron

451
ocurriendo a lo largo de un largo espacio de tiempo, probablemente a lo largo de años; tan solo en época
relativamente tardía, la tradición limitó a 40 días el periodo de las cristofanías (Hch 1,3)». J. A. FIT ZMYER , op.
cit., 86, se pronuncia así en este punto: «Los relatos de las apariciones de Jesús son producto de una tradición y
composición que varía y difícilmente pueden considerarse como reflejos del nivel más primitivo de la predicación
sobre el Cristo resucitado [...] Los relatos de la resurrección, con toda su diversidad, deben considerarse como
intentos de completar los detalles de los informes de las apariciones del Cristo resucitado conservados en
proclamaciones fundamentales como 1 Cor 15,3-7».
[12] X. LÉON-DUFOUR , Resurrección de Jesús y Mensaje Pascual (Salamanca: Sígueme, 1978), 163-181.
[13] A. PIÑERO (ed.), Todos los Evangelios (Madrid: Edaf, 2009), 325, el Evangelio de Pedro, de autor
desconocido y compuesto hacia el año 130, relata lo siguiente con respecto a las mujeres y el sepulcro vacío: «En
la mañana del domingo, María Magdalena, discípula del Señor –temerosa por causa de los judíos, pues estaban
inflamados de ira–, no había hecho en el sepulcro del Señor lo que acostumbraban a hacer las mujeres con los
difuntos y con sus seres queridos. Tomando consigo a sus amigas, fue al sepulcro donde Jesús había sido
enterrado. Tenían miedo de que las vieran los judíos, y decían: “Aunque no pudimos llorar y lamentarnos en aquel
día en que fue crucificado, hagámoslo al menos ahora junto a su sepulcro. Pero ¿quién nos correrá la piedra,
colocada ante la puerta de la sepultura, para que podamos entrar, sentarnos junto a él y hacer lo que es debido?
Porque la piedra era grande y tenemos miedo de que nos vea alguien. Pero si no podemos, dejemos aunque sea
junto a la puerta lo que traemos para memoria suya; luego lloramos y nos lamentamos hasta que regresemos a
nuestra casa. Marcharon, pues, y encontraron abierto el sepulcro. Se acercaron a echar allí una ojeada. Y ven allí
un joven sentado en medio del sepulcro, hermoso y revestido con ropa brillantísima, el cual les dijo: “¿A qué
habéis venido? ¿A quién buscáis? ¿Acaso a aquel que fue crucificado? Ha resucitado y se ha ido. Y si no lo creéis,
asomaos y ved que no está en el lugar donde yacía. Pues ha resucitado y se ha marchado allá de donde fue
enviado”. Entonces las mujeres, llenas de temor, huyeron». El relato también se encuentra en la Epistola
Apostolorum, la más importante de las cartas apócrifas, escrita hacia mediados del siglo II d.C., en Asia Menor o
en Egipto. Cf. New Testament Apocrypha: Gospels and related writings I (Louisville: Westminster John Knox
Press, 1991), 249ss.
[14] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de... Jesús de Nazaret (Estella: Verbo Divino, 2009),
224-227. J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 934-
937.
[15] Aunque quede fuera de nuestro cometido, es importante interesarse por el testimonio de Pablo sobre el
sepulcro vacío. Es la noticia más clara sobre la resurrección de Jesús, aparte de los evangelios. Según R. HAIGHT ,
Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trota, 2007), 147, la declaración de Pablo, según la cual Jesús resucitó al tercer
día según las Escrituras, es la formulación más antigua del mensaje de Pascua y su forma más autoritativa, y
narrada escasos años después de la muerte de Jesús. Pablo escribe: «Pues os trasmití en primer lugar lo que a mi
vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al
tercer día según las Escrituras; y que se dejó ver de Cefas; después, de los Doce; después se dejó ver de más de
quinientos hermanos a la vez, de los cuales la mayoría siguen (vivos) hasta ahora, y algunos murieron; después se
dejó ver de Santiago; después, de todos los apóstoles; al final de todos, se dejó ver también de mí, como del
engendro abortado, pues yo soy el más insignificante de los apóstoles, el que no es digno de llamarse apóstol,
porque perseguí a la Iglesia de Dios; pero por (la) gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia, la que se me dio, no
fue ineficaz; al contrario, trabajé más que todos ellos, no yo, sino la gracia de Dios que (está) conmigo. Así es
que, sea yo o sean ellos, predicamos así, y así abrazasteis la fe» (1 Cor 15,3-11). El término utilizado w;fqh (se le
apareció, se le mostró, fue visto) se utiliza corrientemente en las narraciones sobre las apariciones de Jesús y ha
de entenderse, más que en un sentido físico, en un sentido simbólico, que indica una experiencia o revelación
religiosa en la que Dios toma la iniciativa. Lo que sucedió, referido a lo básico, según R. Haight, citado
anteriormente, fue «una experiencia personal (por definición, incomunicable) del Señor resucitado y la aceptación
ritual de ella en la comunidad» (p. 149). El texto muestra con claridad el punto central de su testimonio: la
aparición de Cristo le sirve a Pablo para fundamentar la validez y la legitimidad de su predicación entre los
gentiles. Cristo se ha aparecido para confiarle una tarea y le da fuerzas para realizarla. Pablo no hace referencia
alguna al sepulcro vacío; solo habla de apariciones del Resucitado. Probablemente, su mentalidad y ambiente
helenísticos, que presuponían una relación menos estrecha entre carne y espíritu, le distanciaban del pensamiento

452
judío sobre la resurrección que, fundado en el concepto de unidad del ser, la concebía como reconstrucción
física de la persona. En Pablo, el cuerpo de la resurrección es diferente de aquel que fue enterrado. Así afirma: «Y
lo que siembras, no siembras el cuerpo que va a existir, sino un simple grano, qué sé yo, de trigo o de alguno de
los otros (cereales); y Dios le da un cuerpo como quiso, y a cada una de las semillas un cuerpo propio» (1 Cor
15,37-38). En la misma carta, unos versículos más adelante escribe: «Así (pasa) también (con) la resurrección de
los muertos: se siembra en deshonra, se resucita en esplendor; se siembra en debilidad, se resucita en fuerza; se
siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo animal también (lo) hay espiritual; así
también está escrito: El primer hombre. Adán, se convirtió en animal vivo; el segundo Adán es espíritu que hace
vivir. Pero no (apareció) primero el (cuerpo) espiritual, sino el animal, después el espiritual; el primer hombre,
hecho de la tierra, (es) terrestre; el segundo Hombre, celeste; como el terrestre, así también los terrestres; y
como el celeste, así también los celestes; y como hemos llevado la imagen del terrestre, llevaremos también la
imagen del celeste» (1 Cor 15,42-49). Dice el Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Nuevo Testamento
(2004), 337, que «el verbo “sembrar” se usa para aplicar la idea desarrollada en los vv. 36-38, a saber, que la
continuidad puede ir acompañada por un cambio radical. La imagen, por supuesto, tiene su origen en el entierro».
Se siembra un cuerpo animal (sw/ma yuciko,n) y resucita un cuerpo espiritual (sw/ma pneu/matiko,n), con
modalidad de existencia propia, conferida por el Espíritu de Dios. «Cristo y Adán» –según el citado comentario–
«representan cada uno una posibilidad de existencia humana, posibilidades reales ambas, puesto que todos somos
lo que Adán fue y podemos llegar a ser lo que Cristo es». Así se explica el v. 49. Se mantiene así la identidad
personal (la persona que resucita es la misma que la que vivió en este mundo) y se afirma la transformación
(habrá una forma nueva de existencia). Volviendo al tema de la tradición del sepulcro vacío, de la que prescinde
Pablo, todo parece indicar que, aunque interrelacionada con la de las apariciones del Señor, surge de recuerdos
independientes, aunque presentes en la primitiva comunidad cristiana.
Sobre el tema de la resurrección en la Primera Carta a los Corintios, N. T. Wright defiende esta peculiar
afirmación: «This reference to seeing the risen Jesus cannot therefore, in Paul’s mind at least, have anything to
do with regular and normal, or even extraordinary, “Christian experience”, with ongoing visions and revelations
or a “spiritual” sense of the presence of Jesus. As it’s clear from 1 Corinthians 9.1, this “seeing” was something
which constituted people as “apostles”, the one-off witnesses to a one-off event. The Corinthians had had every
kind of spiritual experience imaginable, as the previous chapters have made clear; but they had not seen the risen
Jesus, nor did either they or Paul expect that they would do so» (N. T. WRIGHT , The Resurrection of the Son of
God [Minneapolis: Fortress Press, 2003], 318). N. T. Wright desarrolla en el capítulo 5 del citado libro la
resurrección de Jesús según Pablo; primero en todas sus cartas (exceptuadas la 1ª y 2ª a los Corintios), 209-276,
y en el capítulo 7 analiza el tema en las cartas a los Corintios (especialmente, los pasajes de 1 Cor 15,1-11; 15,12-
19; 15,20-28 y de 2 Cor 4,7-15; 4,16–5,5; 5,6-10), 312-369.
[16] X. LÉON- DUFOUR , Resurrección de Jesús y mensaje pascual (Salamanca: Sígueme, 1978), 135-161.
[17] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 951-
952, se pregunta: «¿y si la memoria colectiva recogiera apariciones iniciales “en Galilea”, y toda la tradición de
apariciones iniciales en Jerusalén (y alrededores) fuera desarrollada para consumo público por la iglesia
jerosolimitana?» También sugiere la posibilidad de que versiones tan divergentes se deban a que la aparición a
Pedro haya de ser considerada una vivencia de carácter privado y que, por tanto, no se habría traducido en
tradición eclesial. En cualquier caso, este autor opina que la cuestión de la prioridad petrina y de Jerusalén no
tiene aquí relevancia especial.
[18] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas IV (Salamanca: Sígueme, 2010), 662-663.
[19] R. E. BROWN, El Evangelio según Juan XIII-XXI (Madrid: Cristiandad, 1979), 1.366.
[20] J. D. G. DUNN, op. cit., 953-954.
[21] En los comentarios exegéticos sobre el sepulcro vacío y las apariciones de Jesús resucitado me han
servido de inspiración los siguientes comentarios bíblicos: J. MARCUS , El Evangelio según Marcos I y II
(Salamanca: Sígueme, 2010-2011). J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I y II (Salamanca, Sígueme,
2005). V. T AYLOR , Evangelio según San Marcos (Madrid: Cristiandad, 1980). U. LUZ, El Evangelio según San
Mateo I, II y III (Salamanca: Sígueme, 2001-2006-2003). P. BONARD, Evangelio según San Mateo (Madrid:

453
Cristiandad, 1983). F. BOVON, El Evangelio según San Lucas I, II, III, y IV (Salamanca: Sígueme, 2005-2002-
2004-2010). F. J. MOLONEY, El Evangelio de Juan (Estella: Verbo Divino, 2005). R. E. BROWN, El Evangelio
según Juan I y II (Madrid: Cristiandad, 1979). R. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo
Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos (Estella: Verbo Divino, 2004). F.
FERNÁNDEZ RAMOS , El Nuevo Testamento I y II (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1988-1989). R. AGUIRRE
– A. R. CARMONA, Evangelios Sinópticos y Hechos de los Apóstoles (Estella: Verbo Divino, 2011). X. LÉON-
DUFOUR , Resurrección de Jesús y mensaje pascual (Salamanca: Sígueme, 1978), 191-260.
[22] M. KARRER , Jesucristo en el Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2002), 28.
[23] P. HÜNERMANN, Cristología (Barcelona: Herder, 1997), 135, hace una referencia a Karl Lehman que
dice así: «Si hemos de fechar la muerte de Jesús en el 30, y la confesión de Pablo en el 33 (¿35?), Pablo tendría
que haber estado en Jerusalén unos seis u ocho años después de la muerte de Jesús. Así pues, el terminus a quo
para la adopción de la fórmula se situaría a mediados de los años 30, y el terminus ad quem no más allá de
comienzos de la década siguiente. Si aceptamos que fue el ámbito sirio el lugar de recepción paulina de la fórmula
–por ejemplo, durante la época de su conversión–, podemos concluir con Ulrich Wilckens que “muy
probablemente, esta era ya empleada en Antioquía en la década de los cuarenta, y quizás en Damasco, primera
comunidad anfitriona de san Pablo, ya en la década precedente”». W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca,
Sígueme, 2006), 212, refiriéndose a este escrito de Pablo, dice que «se trata de un texto muy antiguo utilizado ya
en los años cuarenta, quizás al final de los años treinta, en las comunidades misionales más antiguas,
probablemente en Antioquía».
[24] U. WILCKENS , La Carta a los Romanos I (Salamanca: Sígueme, 2006), 87.
[25] R. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo
Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 310.
[26] Algunos teólogos opinan que el kerigma de la comunidad Q no hacía proclamación explícita de la
resurrección, haciendo referencia, más bien, a la presencia de Jesús en los profetas cristianos y a la parusía. En
este tema, E. Schillebeeckx opina lo siguiente: «El credo aparentemente más antiguo expresa la fe en el “Jesús que
ha de volver” como juez del mundo y salvador (de la comunidad) sin hablar explícitamente de la “resurrección”...
Así, para la comunidad Q, el Crucificado es el salvador y juez que ha de venir, presente ya en la predicación de
los profetas cristianos; en otras palabras, para la comunidad Q, Jesús se halla evidentemente “junto a Dios”. Pero
¿cómo? Sobre esto no se reflexiona. La experiencia pascual de la comunidad es la viva experiencia del Señor, que
actúa en ella y que pronto volverá: una experiencia del maranatha. No preocupa si Jesús ha resucitado, ha sido
“raptado” o (según el modelo griego) sacado por Dios del reino de los muertos. En cualquier caso, está “junto a
Dios”» (E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente (Madrid: Trotta, 2002), 366-367.
[27] Conviene recordar que, junto a estas fórmulas, están las que hacen referencia a la experiencia pascual
de los discípulos, que remiten a la iniciativa de Dios sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesús. Estas
fórmulas utilizan un aoristo pasivo del hebreo niph’al del causativo hiph’il (hacer ver), que se traduce por «se
hizo ver», «se dejó ver» (cf. 1 Cor 15, 5-8).
[28] J. A. FIT ZMYER , Catecismo Cristológico. Respuestas del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme,
1998), 90.
[29] J. D. G. DUNN, El Cristianismo en sus comienzos I: Jesús recordado (Estella: Verbo Divino, 2009), 983.
[30] J. A. FIT ZMYER , op. cit., 89.
[31] J. D. G. DUNN, op. cit., 986-987.
[32] J. J EREMIAS , Teología del Nuevo Testamento. La predicación de Jesús (Salamanca: Sígueme, 2009),
358,-359.

454
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455
CAPÍTULO 14:
La fe de la Iglesia
en Jesús de Nazaret,
o Credo eclesial

456
14.1. La fe de la Iglesia en Jesús
Los seguidores de Jesús de Nazaret reconocieron en sus palabras y acciones al «ungido»
de Dios (en hebreo, xyvm [masiah]; en arameo, mshiha), al cristo,j, de donde procede
la palabra «Cristo». Su persona no se corresponde, sin más, con cualquiera de los
personajes proféticos (mesías, en definitiva) del Antiguo Testamento que, con su
presencia, anunciaban al pueblo de Israel la intervención liberadora de Dios. Él era el
«Mesías», el rey ungido de la dinastía de David. En los evangelios aparece nítidamente
su relación especial con Yahvé, su autoridad (evxousi,a) en la interpretación de las
Escrituras, su poder sanador de toda enfermedad humana, sea esta corporal o espiritual,
su capacidad para perdonar el pecado y su misión liberadora a todos los pueblos.
Pese a todo esto, la cristología que se desprende del ministerio profético de Jesús no
es sino implícita y variada, conforme a la perspectiva de los escritores que recogen las
diversas tradiciones de las primitivas comunidades cristianas, iluminados por el
acontecimiento singular de la resurrección del «Señor». Resulta una obviedad afirmar
que los términos en que se expresa la fe cristiana sistematizada en los siglos IV y V no se
encuentran en los escritos evangélicos. En ningún pasaje evangélico se dice, como en el
Concilio I de Nicea, que «(Creemos)... y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo de Dios,
engendrado unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de
luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre,
por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la
tierra» [1] . Tampoco encontramos formulaciones como las del Concilio de Calcedonia,
según las cuales «se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en
dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de
naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las
propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una
sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo
unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de él nos enseñaron los
profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha trasmitido el Símbolo de los Padres» [2] .
Y es que, como afirma R. E. Brown, «un paso fundamental en cualquier estudio
serio de la cristología es reconocer que el pensamiento religioso cristiano, al implicar la
comprensión de Jesús por seres humanos, se desarrolló y estuvo sujeto a cambios como
cualquier otro pensamiento humano» [3] . Así sucedió realmente en esos escritos sobre

457
Jesús, realizados a lo largo de un extenso periodo de tiempo y sometidos a pensamientos
de culturas diferentes, aunque bajo la protección de la revelación sobre la identidad de su
persona, una revelación captada por la comunidad cristiana de forma gradual y cada vez
más perfectamente.

458
14.2. Principales rasgos cristológicos de los evangelios
En ningún caso pretendo desarrollar las cristologías que puedan apreciarse en los escritos
del Nuevo Testamento. Sería una tarea sumamente ardua y compleja. En ella sería
preciso contemplar no solo los diferentes métodos de la investigación exegética, sino
también la evolución de la Iglesia a lo largo de los siglos en la comprensión de la persona
de su Señor, y estudiar las múltiples y variadas formas de fe de la comunidad en Jesús de
Nazaret. Me limito a trazar unas líneas –las más señeras– sobre este tema en los cuatro
evangelios con el único propósito de visibilizar el proceso que ha experimentado la
comunidad eclesial en la profesión de su fe en Jesús, el Cristo y Señor.
La reflexión sobre Jesús comienza con la experiencia pascual de sus discípulos, una
vez superado el miedo de la muerte escandalosa y degradante del Maestro y comprobada
la actuación de Dios sobre el Mesías, confirmando su mensaje y sus acciones mediante la
liberación de las sombras de la muerte. En la mentalidad de los discípulos se había
producido un cambio que les obligaba a proclamar lo sucedido y, por supuesto, a
interpretarlo.
La interpretación de estos acontecimientos tan singulares se amoldó, lógicamente, a
las categorías del mundo religioso en las que se había formado el pueblo judío. Los
escritos del Nuevo Testamento responden a las condiciones vividas por los autores,
familiarizados con las tradiciones del pueblo judío, alimentadas básicamente por la
esperanza proclamada por los grandes profetas de Israel, por la sabiduría originada
especialmente en la época postexílica y por la apocalíptica. En las tradiciones proféticas
del pueblo de Israel, que comienzan con la instauración de la monarquía (1030 a.C.) y
llegan más allá del exilio, se observa la intervención de Yahvé, apasionado por el bien de
la persona, tanto en la denuncia del pecado de su pueblo como en la promesa de la
bendición y de la gracia. La tradición sapiencial, caracterizada por la sabia y equilibrada
relación del judío con la naturaleza y el resto de seres humanos, (obviamente, con Dios,
conforme a su concepción del mundo) se encuentra en los libros sapienciales o poéticos
(en hebreo, ~ybwtk [ketuvim]), entre los que suelen incluirse Job, Proverbios,
Eclesiastés (Qohélet), Eclesiástico (Ben Sira) y Sabiduría. La apocalíptica, con un género
literario similar al profético, revela los secretos del plan de Dios sobre la historia y el
triunfo final sobre todos los poderes de la tierra, a los que se impondrá el reinado de
Dios.

459
Las tradiciones mencionadas, tan fuerte y estrechamente arraigadas en la
concepción socio-religiosa del pueblo judío, constituyen el marco de inspiración de los
escritores de los evangelios. Algo muy distinto es la interpretación que los autores hacen
de las imágenes y símbolos heredados del pasado. El lenguaje, por su propia naturaleza,
es siempre susceptible de cambio e interpretación, unas veces por su insuficiencia para
expresar realidades nuevas y otras, por su inevitable condición de sujeción a los
preponderantes modelos lingüístico-culturales de cada época. En ese contexto, de
tradición por una parte y de novedad por otra, han de explicarse los escritos del Nuevo
Testamento sobre Jesús.
Veamos ya, en concreción, qué dicen los cuatro evangelistas en esta materia. El
contenido fundamental del evangelio de Marcos aparece claramente sintetizado en el
versículo inicial del capítulo primero, a saber, «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Mc
1,1), que culminará, en la primera parte de su composición, con la solemne confesión de
Pedro: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Otro tanto sucede en el momento trascendental
de su bautismo, cuando Jesús, al subir del agua, vio rasgados los cielos, y al Espíritu, y
escuchó desde los cielos: «Tú eres mi Hijo querido, en ti me agradé» (Mc 1,11). Con la
presencia del Espíritu Santo, se cumplían en Jesús los dones que había profetizado Isaías
(Is 11,2; 42,1-4). En otro acontecimiento solemne de su vida, durante la transfiguración
en el monte Tabor, bajo símbolos que representan la divinidad y la gloria del otro mundo,
sonó una voz que decía: «Este es mi Hijo querido; escuchadlo» (Mc 9,7). Y, al final de
su vida, sentenciado ante el sanedrín, a la pregunta del sumo sacerdote: «¿Eres tú el
Mesías, el Hijo del Bendito»? Jesús respondió: «Yo soy» (Mc 14,62). Después de su
muerte, en palabras de un centurión pagano, se dice de él: «Verdaderamente este hombre
era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Jesús es también para Marcos el «Santo de Dios»,
reconocido por los espíritus impuros (Mc 1,24), y el «Hijo del hombre» que tenía que
sufrir mucho y ser rechazado y sufrir la muerte (Mc 8,31), anunciando el triunfo final,
como permite interpretar el carácter trascendente de la figura «Hijo del hombre» del
Antiguo Testamento (Dan 7,13). Mediante este título se describe en la segunda parte del
evangelio de Marcos la naturaleza del mesianismo de Jesús, en cuya persona se asocian
constantemente el sufrimiento y la exaltación.
Respecto al significado de la expresión «Hijo de Dios» en Marcos, pueden servir de
orientación algunas observaciones. Según J. Marcus, el evangelista sabe que «la palabra

460
griega “Cristo” se refiere al concepto judío de un ungido de la línea de David (en hebreo
xyvm [masiah), en arameo axyvm [mshiha], y en griego cristo,j, significan todos “el
ungido”) como aparece en Mc 12,35; así lo indica también el hecho de que en casi todos
los casos Marcos emplea el artículo definido: “el Cristo”. Solo aquí (en 1,1) y en (9,41)
el evangelio emplea “Cristo” sin el artículo definido, probablemente porque se trata de un
caso en genitivo» [4] . La mayoría de los manuscritos, entre ellos, algunos muy antiguos y
relevantes, añaden a «Jesús Cristo» «el Hijo de Dios». También está ausente esta
expresión en otros testimonios textuales, tan importantes como el Sinaítico. Ante la
supresión de ui`o,j qeou, algunos exegetas no entran a valorarla, sin pronunciarse a favor
o en contra de que esta expresión formara parte del texto original de Marcos, mientras
que otros la consideran atestiguada desde el siglo II en adelante y están a favor de su
originalidad [5] . J. Gnilka se expresa de esta forma: «El Hijo de Dios como
determinación de Jesucristo convertido ya en nombre propio, y con ello también como
determinación del evangelio, suscita la confesión del centurión al pie de la cruz:
“Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Un arco se tensa desde la
primera frase hasta esta confessio al cierre» [6] .
Es comprensible que se discuta entre los estudiosos de las Sagradas Escrituras el
alcance de la expresión «Hijo de Dios» en Marcos. El evangelista no relata episodio
alguno de concepción virginal ni de nacimiento de Jesús. Él, como hemos visto, es el
Mesías, el que sufre y se revela como Hijo de Dios. Ciertamente, Jesús es el Hijo de
Dios, pero, según R. Haight, «el mesianismo define el estatus de Jesús como Hijo de
Dios en categorías funcionales más que metafísicas, por lo que no debería interpretarse
en el sentido precisado con el tiempo gracias a los debates cristológicos de época
patrística» [7] . Pero hay ocasiones en las que el evangelista deja entrever, más allá de lo
que declara expresamente, una manifestación de Jesús como «Hijo de Dios», en estrecho
paralelismo con pasajes del Antiguo Testamento, que atestigua la presencia de Dios en él.
Así sucede con la frase «y ya los iba a pasar de largo» (Mc 6,48), que se incluye en la
narración según la cual Jesús camina sobre el mar de Galilea para dar ánimos a sus
amedrentados discípulos.
A pesar de la variedad de interpretaciones sobre la citada frase, algunas con
matización claramente eclesiológica, J. Marcus afirma categóricamente: «el trasfondo de
ese extraño detalle de la narración se encuentra más bien en Ex 33,17–34,8, donde se

461
dice que Dios revela su gloria a Moisés “pasando ante él”».Y continúa diciendo: «bajo el
impacto de esos pasajes (1 Re 19,11-13), el verbo parelqei/n (pasar, pasar al lado) se
convirtió en un término casi técnico para aludir a una epifanía divina en la traducción
bíblica de los Setenta» [8] . J. Meier opina de igual forma al interpretar este relato bíblico:
«en la composición marcana, la acción de Jesús de caminar sobre las aguas para
revelarse en divina majestad y poder a sus discípulos constituye el eje mismo del relato,
mientras que su solemne autorrevelación (v. 50: evgw, eivmi) figura un poco más
adelante en el texto como el clímax verbal... Por tanto, este relato no puede ser
denominado una “epifanía de salvamento marítimo”. Es una epifanía de Jesús pura y
simplemente» [9] .
Esta fundada interpretación de epifanía no cabe entenderla como una perfecta y
progresiva elaboración teológica sobre Jesús, asemejándola a las concepciones que se
desprenden de la terminología actual, pero en ningún caso resultaría extraña a la
mentalidad del pueblo judío, acostumbrado a las manifestaciones divinas, como puede
leerse en el Éxodo, en los Salmos y en el libro de Job.
Mateo, en absoluta sintonía con los objetivos de una comunidad judeo-cristiana para
la que escribe –en la que se perciben tensiones entre la Iglesia primitiva y la sinagoga– y
abierto al abrazo de la gentilidad, con continuas expresiones de sabor semítico y claras
referencias a costumbres religiosas del pueblo judío, centra su mensaje en la persona de
Jesús de Nazaret. En el evangelio presenta a Jesús de forma significativa como «Hijo de
Dios» [10] . Ya en el primer capítulo (Mt 1,23), al aludir al «ser con nosotros» de Dios
(Emmanuel), recurrente en varios pasajes del evangelio, Mateo, como afirma U. Luz,
crea «una inclusión con este versículo y el último de su evangelio (“yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” 28,20), inclusión que marca el tema
fundamental: la presencia del Señor glorificado en su comunidad le revela como
Emmanuel, Dios con nosotros» [11] .
En el evangelio de Mateo, Jesús es el maestro que interpreta la ley (Mt 5–7), el que
realiza curaciones y sanaciones en el cuerpo y en el espíritu (Mt 8–9) y en el que se
cumplen las profecías sobre el Siervo de Yahvé, anunciadas por el profeta Isaías (Is
42,1-4; Mt 12,17-21). El «Hijo del hombre» es un título que Mateo asigna
frecuentemente a Jesús, pero él es sobre todo y de forma novedosa, el «Hijo de Dios».
Así, en el bautismo, Jesús es proclamado «Hijo querido» (Mt 3,17), el hijo obediente y

462
humilde. En la transfiguración, según la voz que suena desde la nube diciendo: «Este es
mi Hijo querido» (Mt 17,5), Jesús es entronizado como Hijo de Dios y se manifiesta en
el nuevo Sinaí. La confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt
16,16) se limita a expresar solemnemente lo que confesaban tanto los discípulos como el
resto de la comunidad cristiana, a saber, que Jesús es el «Mesías» auténtico de Israel, el
verdadero «Hijo de Dios», en el que el Dios vivo actúa con nosotros [12] . Ante el
sanedrín, Jesús ratifica bajo juramento la pregunta hecha por el sumo sacerdote, a saber,
si era «el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26,63). Además, deja patente, bajo la figura del
«Hijo del hombre», que configura su presente y su futuro, quién es verdaderamente el
Mesías, el hijo de David, el señor que se sienta ya a la derecha del Poder (Mt 26,64). El
final del evangelio: «Se me dio toda autoridad –pa/sa evxousi,a– en (el) cielo y sobre (la)
tierra» (Mt 28,18) trae a la memoria de los lectores la autoridad de Jesús para enseñar,
para curar enfermos y expulsar demonios, y para perdonar pecados. Pero, el poder que
durante su ministerio público fue limitado y discutido por sus enemigos es ahora, después
de la resurrección, absoluto, solo reside en él, y ante él no cabe otra autoridad.
La palabra «padre» aparece frecuentemente a lo largo del capítulo 6 de Mateo. El
vocablo hace referencia a la antítesis entre la ley antigua y la nueva, destacando la pureza
de intención en el obrar y la relación de la persona con el Padre que está en los cielos. El
término «padre» se convierte en la locución «mi padre», aplicada a circunstancias de la
vida de Jesús (Mt 26,39; 20,23), a la conducta de sus seguidores, de rechazo o de
aprobación (Mt 7,21; 10,32; 12,50; 15,13; 18,10; 18,35), a la respuesta de Simón Pedro
al mesianismo de Jesús (Mt 16,17), y a la entrada en el reino de Dios (Mt 25,34). Jesús
habla, por tanto, de «su padre». Él es «el Hijo», con una relación íntima, personal y
única con el Padre. «Todo me fue entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el
Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo»
(Mt 11,27). Aunque el término absoluto «Hijo» pueda distinguirse en la investigación
bíblica del de «Hijo de Dios», el Jesús histórico tiene conciencia clara de su filiación
divina, de entenderse «Hijo» de una forma singular. En este sentido se expresa U. Luz al
afirmar: «”Hijo” es alguien relacionado a priori con el padre, y “padre” alguien
relacionado a priori con el hijo. La relación con el padre no es adicional, accidental en el
hijo; y a la inversa» [13] . Este es el sentido, indicado también en la parábola de la viña y
los renteros homicidas (Mt 21,37) y en la cuestión acerca de «aquel día y hora (que)
nadie sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo» (Mt 24,36). Pese a

463
las evidentes dificultades y discusiones a través de los siglos del último pasaje, la
intención de Mateo es clara, a saber, recordar con la fórmula «el Hijo» su relación
singular con Dios [14] .
Lucas presenta en su evangelio una cristología algo compleja, en el sentido de que
complementa en los Hechos de los Apóstoles –puede decirse que ambos escritos son una
misma obra– las formulaciones de fe de los discípulos en Jesús, expresadas en el
evangelio [15] . Según R. Haight, Lucas expone una cristología del Espíritu «en dos
etapas», que discurre desde la concepción virginal de Jesús a lo largo de su ministerio
público hasta la exaltación final [16] . Según sus palabras, «la cristología del Espíritu es
una cristología narrativa; la atención se concentra en Jesús de Nazaret y en su
predicación del reino de Dios. Comienza con su concepción por el cubrimiento de la
sombra divina, la presencia creativa de Dios como Espíritu, de modo que Jesús es
concebido y alumbrado como Hijo de Dios. Esta cristología sigue el curso de su vida
pública desde sus inicios en el Espíritu hasta su final en la exaltación. Y el relato continúa
con la historia de la Iglesia donde Jesucristo exaltado es ahora el Señor del mundo del
Espíritu. Es esta una cristología en dos etapas: comienza con el inicio de la existencia de
Jesús sobre la tierra y concluye con el reino exaltado de Jesús. En la teología lucana la
cuestión de la preexistencia de Jesús o de la encarnación no se suscita nunca» [17] .
Jesús es el profeta de Dios (Lc 7,16.39; 9,8; 24,19), y el enviado para evangelizar a
los pobres y proclamar la libertad a los oprimidos, a los que anuncia la buena noticia de
Dios (Lc 4,18; 6,20-26; 7,22), el que come con pecadores (Lc 7,36-50), el que ejerce la
misericordia con los hombres (Lc 15). Pero, sobre todo, Jesús es el Hijo de Dios y el
Señor. Él es el Hijo de Dios. Aparte del logion Q, compartido con Mateo y comentado
anteriormente (Lc 10,22), la filiación divina de Jesús aparece ya expresamente al
comienzo de su evangelio (Lc 1,35), donde «Hijo de Dios» no es un mero título
indicativo del mesianismo de Jesús, como podría entenderse en el contexto de los escritos
del Antiguo Testamento, sino que afirma la filiación singular de Jesús, advertida en el
signo misterioso de la intervención del Espíritu Santo (Poder del Altísimo) y de la
concepción virginal. En el relato del bautismo de Jesús (el evangelista apenas se detiene
en el bautismo), basado en Marcos, se dice asimismo que Jesús es: «el Hijo querido» (Lc
3,21). Lo mismo sucede en los episodios de las tentaciones (Lc 4,1-13), en el momento

464
de la transfiguración (Lc 9,28-36) y cuando es presentado ante el sanedrín para ser
interrogado sobre su mesianismo (Lc 22,66-70).
Tal vez el título favorito y más significativo de Lucas, referido a Jesús, sea el de
«Señor». Así se refleja en la resurrección del hijo de una viuda en Naín (Lc 7,13), en el
mensaje enviado por Juan Bautista (Lc 7,19), en la misión de los discípulos (Lc 10,1), en
el diálogo con Marta y María (Lc 10,40-41) y en la curación de una mujer encorvada (Lc
13,15) [18] . El término (ὁ) ku,rioj en los casos mencionados hace referencia a Jesús
durante su actividad terrena, aunque también sea proclamado así después de su
resurrección (Lc 24,3.34). J. A. Fitzmyer afirma lo siguiente: «Prescindiendo del paralelo
con la pregunta acerca del Hijo de David (20,44), el uso lucano de la expresión “el
Señor” refleja la manera de hablar de su tiempo, en el cual el título post-pascual (referido
al Resucitado) se había convertido ya casi en nombre que se aplicaba a Jesús» [19] .
Juan, aunque existan en su evangelio trazos comunes, procedentes de algunas
tradiciones, presenta diferencias significativas con los sinópticos no solo en circunstancias
ambientales, sino incluso en cuestiones doctrinales. En Juan, como observa R. E. Brown,
pesa más la exaltación de la identidad de Jesús como Mesías/Hijo que la humillación
como Siervo, fuertemente presente en los evangelios sinópticos. La cristología que
aparece en el ministerio de Jesús, narrado por Juan, está intensamente influida por la
teología de la preexistencia, manifestada no solo en el prólogo, sino también a lo largo de
todo el evangelio [20] .
El evangelio de Juan abunda en términos para designar a Jesús de Nazaret. Él es el
Verbo, el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, el Hijo del Padre, Jesucristo, el Cordero de
Dios, el rey de Israel, el pan de vida, la luz del mundo y otros más.
Aparte del famoso prólogo propiamente dicho (Jn 1,1-18), Jesús es reconocido
como «Mesías» (Jn 1,41) y como «Hijo de Dios» (Jn 1,49) en el comienzo del
evangelio. La llamada a la conversión y al seguimiento de Andrés, el hermano de Simón
Pedro (Jn 1,41), se fundamenta en la confesión que Jesús es el «Mesías», que significa
Cristo [21] , pese a que F. J. Maloney dude que la frase: «hemos encontrado al Mesías»
(al igual que la palabra «Rabí» en el versículo 38) cumpla con las exigencias del
reconocimiento correcto de Jesús, tal como se narra en el prólogo (Jn 1,1-18) [22] . Las
palabras de Natanael, a saber, «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tu eres (el) rey de Israel»
(Jn 1,49) son auténticos títulos que corresponden al de «Mesías». La mayoría de los

465
escrituristas reconoce en ellos un significado profundo, aunque, de nuevo, F. J. Maloney
afirma que estos términos pueden considerarse expresiones de la esperanza mesiánica del
siglo I [23] .
En el evangelio de Juan, Jesús habla de sí mismo como «Hijo Unigénito», «Hijo»,
«Hijo Unigénito de Dios», «el Hijo» (Jn 3,16-18; 5,20-21; 6,40). El amor y la salvación
de Dios al mundo se revela en el misterio del Hijo que es enviado para ofrecer la vida y
la salvación al mundo. Al mismo tiempo, el Padre y el Hijo se aman y actúan en perfecta
armonía. De hecho, Jesús afirma: «El Padre y yo somos una (sola) cosa» (Jn 10,30) y
«Mi Padre (está) en mí, y yo en mi Padre» (Jn 10,38). Jesús es la presencia visible de
Dios y el pueblo de Israel no necesita más de templos ni de lugares sagrados. La
presencia de Dios se hace única y singular en Jesús, sustituyendo cualquier otra
presencia. No se habla de proposiciones metafísicas, sino de relaciones de amistad y de
obediencia entre el Padre y el Hijo. F. Fernández, al hablar del título «Hijo de Dios» en
el evangelio de Juan, distingue en él dos realidades igualmente importantes, a saber, la
filiación en el plano de igualdad (igual al Padre, eterno, como él etc.) y en el plano moral
(obediente al Padre) [24] . Esto nos remite a las palabras del prólogo que nos hablan de la
Palabra hecha carne, que habitó entre nosotros, con el esplendor del Hijo Único, que
procede del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14).
El evangelio de Juan pone repetidas veces en boca de Jesús la fórmula «Yo soy»,
evgw, eivmi, utilizada en los LXX como traducción de la fórmula de revelación hebrea:
«Yo soy Yahvé» (Ex 6,7) o simplemente: «Soy Yo» (Is 43,10). Cuando los judíos se
interesan por la identidad de Jesús, él les dice que «si no creéis que “yo soy”, moriréis en
vuestro pecado» (Jn 8,24), y en el transcurso de la conversación, al no descubrir que les
hablaba del Padre, les asegura: «Cuando elevéis al Hijo del hombre, entonces sabréis que
“yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que digo las cosas tal como me enseñó
el Padre» (Jn 8,28). Al final de la discusión con los judíos, Jesús les dice: «De verdad os
aseguro: Antes de existir Abrahán, “yo soy”» (Jn 8,58). Y antes de llegar la hora de pasar
de este mundo al Padre, Jesús advierte a sus discípulos: «Os (lo) digo desde ahora, antes
que suceda, para que, cuando suceda, creáis que “yo soy”» (Jn 13,19). A propósito de
esta fórmula evgw, eivmi, los exegetas resaltan la importancia de la misma de forma muy
parecida. Al utilizar esta fórmula, «Jesús revela su “exclusiva” afirmación de que él es la
presencia de lo divino en la historia humana» [25] . Jesús es, de hecho, «superior a

466
Abrahán: a él le corresponde el nombre divino, “Yo soy”» [26] . La fórmula «Yo soy»,
dice F. Fernández, tiene un sentido de revelación en el evangelio de Juan, indica la
dignidad única de Jesús, y define a Cristo en su misión y servicio a la humanidad [27] . Y
R. E. Brown, afirma categóricamente: «El uso en Juan del absoluto “yo soy” tiene el
efecto de presentar a Jesús como divino, con una (pre)existencia como su identidad,
exactamente de la misma forma como el griego del antiguo testamento entendió al Dios
de Israel» [28] .
La cristología y la teología del evangelio de Juan, afirma F. J. Maloney,
suministraron la materia prima de la que se forjaron las grandes doctrinas cristianas, una
vez que el cristianismo se proyectó más allá del mundo judío, penetrando en la cultura
grecorromana [29] . Esta alta cristología de Juan –la más excelsa de todos los
evangelistas– se desvela de forma deslumbrante y poética en el famoso prólogo del
evangelio. El prólogo propiamente dicho (Jn 1,1-18), de una densidad doctrinal
asombrosa, un antiguo himno confesional utilizado por la comunidad cristiana para
anunciar y celebrar su fe en Jesús, esboza poéticamente la cristología y la teología del
autor. Jesucristo es la encarnación de la Palabra, que existía al principio (pre-existencia)
con Dios (dirigida a Dios), y era Dios. Esa palabra, (o` lo,goj) fuera de los límites del
espacio y del tiempo, existente desde el principio, antes de que se formasen las cosas,
siempre relacionada con Dios –en la misma intimidad de Dios– es la luz del mundo. La
palabra de vida trajo la luz a la humanidad. Explícitamente se dice que la Palabra se
encarna, que ilumina a todo hombre al venir al mundo (v. 9). Los efectos de creer en la
Palabra se traducen en filiación divina, cuyos frutos se realizan «ya», «en el momento
presente», exigiendo un compromiso firme y sincero. El clímax del prólogo lo constituye
la encarnación de la Palabra (v. 14). La palabra preexistente se hizo carne –Dios se
revela en la situación humana– habita o vive entre nosotros (kai. evskh,nwsen evn
h`mi/n) y quien cree puede afirmar que ha contemplado su esplendor (th,n do,can), al
estilo del Antiguo Testamento, cuando Yahvé se manifestaba al pueblo, utilizando el
término dwbk [kâbod]. Ya al final del prólogo, se muestra al Hijo como el único
revelador final de la acción de Dios en la historia de la humanidad, superando a todas las
producidas en tiempos anteriores. Nadie, sino el Hijo, por su particular relación con el
Padre, puede conocer a Dios [30] .

467
La teología del prólogo de Juan está claramente inspirada en la literatura sapiencial
del judaísmo tardío [31] . La Sabiduría (sofi,a), que en este caso es sustituida por el
Logos (lo,goj), se entrelaza a lo largo del cuarto evangelio. Es un atributo de Dios (Prov
1,8.9), sale de la boca del Altísimo (Eclo 24,3), viene del Señor y es engendrada antes de
la creación del mundo (Eclo 1,4), actúa y protege al pueblo de Israel (Sab 10–12),
defiende al justo oprimido, al que proclama dichoso por tener por padre a Dios (Sab
2,16) y llama «hijo de Dios» (Sab 2,18). Según R. Haight, «La enseñanza básica de la
literatura sapiencial es que todas las cosas se mantienen unidas en y por la sabiduría de
Dios [32] . Y, sin examinar los paralelismos con otras cristologías sapienciales, este autor
tiene la impresión de que el prólogo de Juan «se parece a otras cristologías sapienciales a
la vez que las supera en la dirección de una declaración explícita de la encarnación de
una entidad hipostasiada». [33] Realmente, continúa este autor, «interpretar esta
cristología poética según su género hace que el espíritu humano se eleve con ella, aporta
a la cristología el poder de la sacralidad, recuerda la imponente afirmación de la fe
cristiana de que es Dios a quien se encuentra en Jesús, en la carne, de modo que Dios se
revela realmente en él. Análogamente a la cristología del espíritu en Lucas, es Dios como
Logos y Dios como Sabiduría el que se hizo presente a Jesús y está presente en él. El
símbolo del “Logos hecho carne” proporciona profundidad y seriedad a la creación,
sobre todo a la existencia y libertad humanas que comparten la absolutidad de Dios.
Realmente abre una vida llena de significado y sentido, es decir, la salvación» [34] . El
prólogo de Juan, en opinión de otro gran especialista, es la culminación del pensamiento
cristológico de la comunidad primitiva [35] . La Palabra, que existía antes de todas las
cosas, vuelta hacia Dios, nos revela a Dios de manera única y excelsa. En los tiempos
antiguos, Dios se preocupó de Israel y se reveló a través de Moisés mediante la ley (Ex
20,2-26). Ahora, el Logos (solo él ha visto a Dios) nos contará el amor de Dios a todos
los hombres. Esto es el evangelio [36] .

468
14.3. La fe en Jesús y el diálogo con el mundo de la cultura
Entre los escritos sobre Jesús de Nazaret del Nuevo Testamento y la fijación de la
doctrina cristológica en el Concilio de Calcedonia (451), aceptada por la mayor parte de
las iglesias cristianas, existe un largo trecho, que puede calificarse de sumamente intenso,
rico, difícil e incluso conflictivo. Calcedonia permanece hoy en día como símbolo clásico
de la fe en Jesucristo, una vez confrontada la fe cristiana con la cultura grecorromana y
examinados y superados los debates entre las diversas concepciones sobre Jesús,
especialmente el gnosticismo, el docetismo, el subordinacionismo, el modalismo y el
arrianismo. La fe recorrería el camino del judeocristianismo, pasando por la penetración
del pensamiento helenista, hasta mezclarse con la rica y variada cultura del mundo de
nuestros días, tanto de oriente como de occidente.
El encuentro entre el cristianismo, una vez extendido más allá del judaísmo, y el
mundo helenístico del imperio romano requería un lenguaje nuevo que expresara las
convicciones fundamentales de su fe en Jesús, el «Cristo», en el que se sintetiza la fe en
la persona de Jesús de Nazaret, como el «ungido» de Dios y el salvador de los hombres.
No era tarea fácil, tampoco resultaría breve, pero la «buena noticia» de Dios revelada en
Jesús de Nazaret no se reservaba para el pueblo judío, sino que estaba destinada a todas
las gentes. Así lo atestiguan el ministerio de Pablo a los gentiles (Gal 1,16; 2,9) y los
esfuerzos de la primera comunidad cristiana, narrados en los Hechos de los Apóstoles.
En los comienzos de la difusión del cristianismo la filosofía grecorromana ofrecía al
mundo cultural de la época los modelos lingüísticos y conceptuales para expresar los
conocimientos, fueran estos meramente culturales o religiosos. Estos sistemas de
pensamiento se presentaban unas veces de forma pura y otras cargados de hibridismo,
pero siempre marcaban la orientación en el saber y en los comportamientos morales de la
época. Funcionaban entonces poderosas corrientes de pensamiento, heredadas de antiguo
en algunos casos y actuales en otros, conformadas en gran medida a cuatro grandes
sistemas, a saber, el platonismo, el aristotelismo, el estoicismo y el neo-platonismo. Su
influencia en la configuración de la naciente fe cristiana es tan incuestionable como
compleja. Por eso, aunque sea de forma muy sucinta, me atrevo a esbozar algunas ideas
básicas, que, por una parte, ponen de manifiesto las dificultades de adaptación del
cristianismo primitivo al mundo cultural de la época y, por otra, resultan imprescindibles

469
para la comprensión de la formulación de las primeras confesiones de fe cristianas y para
iluminar el entendimiento de las mismas a lo largo de la historia.
El platonismo (Platón ca. 429-347 a.C.) dominó el mundo de la cultura
grecorromana durante varios siglos. Comenzó en su primera fase con el llamado
«platonismo primitivo», representado por los escritos de Platón y la obra de sus
inmediatos sucesores, y reapareció, con un intervalo de casi dos siglos, a comienzos del
siglo I a.C. con Antíoco de Escalón y la llamada «Academia Antigua», cuya terminología
filosófica aparecía ostensiblemente forjada por el estoicismo. El periodo comprendido
entre Antíoco y Numenio de Apamea es conocido convencionalmente como «platonismo
medio», que preparó el camino para la aparición del neoplatonismo de Plotino.
La filosofía platónica da un lugar preferente a la teoría del conocimiento. El
conocimiento es posible, pero no puede ser adquirido a través de los sentidos, cuya
percepción es efímera y mutable, sino por el mundo trascendente de las ideas o formas
(ei;dh), aprehendidas exclusivamente por el entendimiento. Estas ideas no son
representaciones puramente mentales, sino substancias, esencias de las cosas, por las
cuales estas son lo que realmente son. También se llaman «paradigma», indicando que
las ideas constituyen el modelo al que debe acomodarse toda realidad. La realidad ideal
es, según Platón, la auténtica realidad, el o;ntwj o;n. El mundo sensible nunca alcanzará
la perfección de las ideas porque solo la idea es realidad auténtica e inagotable. Por eso
Platón distingue el mundo de las ideas (ko,smoj nohto,j, mundus intelligibilis), que es el
auténtico y verdadero, y el mundo visible (to,poj o`rato,j, mundus sensibilis), simple
imagen del anterior.
Las «Formas», que gozan de existencia objetiva, tienen un orden jerárquico. En la
idea existen diversos estratos de ser y se relacionan unos con otros de forma escalonada.
Aquello en lo que algo se funda se denomina «supuesto» o u`po,qesij, algo que debe
presuponerse para que otro pueda existir. En esa relación hay ideas subordinadas a otras
superiores, hasta el punto de llegar a una que sea la «idea de las ideas», que sostiene y
funda a todas las demás. Es el absoluto (avnupo,qeton) o lo suficiente en sí mismo
(ivkano,n), que no tiene necesidad de otro, que está más allá del ser y que trasciende a
todos en dignidad y poder. Al principio supremo, llamado «Bien» o «Uno», se
contrapone otro de rango inferior, denominado «Díada», y de la combinación de ambos
surge la totalidad de las ideas. Pese a este lenguaje espiritual, la idea platónica de «Bien»

470
o de «Uno» no corresponde a la idea cristiana de Dios, realidad divina ciertamente y,
además, personal. El alma del hombre ha sido hecha por el Demiurgo, inferior al mundo
de las ideas, y es esencialmente inmaterial, espiritual e inmortal, por ser capaz de conocer
las cosas eternas e inmutables. Se compone de tres partes, a saber, la racional
(logistiko,n), que percibe la verdad y dirige la vida del hombre, la irascible (qumoeide,j),
donde residen los afectos nobles, como el valor y la ambición, y la concupiscible
(evpiqumhtiko,n), sede de los instintos, como el placer y el descanso.
El «platonismo medio», que recoge tendencias filosóficas de diversa índole, tiene
una tonalidad claramente religiosa. Inspirado en los textos de Platón, especialmente en el
Timeo, y en las doctrinas no escritas del filósofo, incorporaron al sistema pensamientos
de Aristóteles, principalmente en temas referentes a la lógica y a la ética. Respecto a la
ética, la mayoría de los escritores del «platonismo medio» llegaron a identificar las
teorías de Platón y de Aristóteles, alejándose, por otra parte, de los estoicos, y
admitiendo la existencia de bienes morales y no-morales, entre los que se encuentran la
salud y la riqueza. Incorporaron la idea de Dios de Aristóteles, un ser único, eterno y
necesario, trascendente respecto del mundo, cuya naturaleza es la «aseidad». Desde el
punto de vista teológico, convinieron en identificar la idea de Aristóteles de «Ser
Supremo» con la de «Bien» o «Uno» de Platón, consiguiendo así una posición más
teísta que sus predecesores.
Albino, maestro de Galeno, uno de los filósofos más importantes de esta corriente
platónica, concibió la realidad estructurada jerárquicamente. En la cumbre, se encuentra
Dios, que es inmutable, objeto de conocimiento a la vez de un segundo ser, que mueve el
alma del mundo, y esta que impulsa el mundo material. Las conocidas ideas platónicas
eran para él pensamientos de Dios. Admitió la división tripartita del alma humana, así
como la inmortalidad de la misma. Otro filósofo, Celso, perteneciente a la misma escuela
de pensamiento, cuyos textos contra el cristianismo fueron replicados por Orígenes, negó
la posibilidad de que Dios hubiera creado cualquier cosa material. La idea de encarnación
degradaría la esencia de Dios. Solo el alma puede venir directamente de él. Todos los
pensadores de esta corriente del «platonismo medio» admitieron con agrado la existencia
de seres intermediarios entre Dios y los hombres –demonios– con funciones auxiliares del
alma para el funcionamiento del mundo. De esta forma, quedaba más patente la

471
estructura jerárquica del universo, reservando la trascendencia al ser supremo y absoluto,
llamado Dios.
Aristóteles (384-322 a.C.), discrepa de su maestro, Platón, en cuestiones muy
importantes, que conducen a entender la realidad de forma muy distinta. En el campo del
entendimiento, las que él llama «categorías» representan no solo la forma en que el
entendimiento percibe la realidad del mundo exterior, sino también el modo en el que las
cosas existen objetivamente. Diez son estas categorías, la primera de ellas, llamada
ouvsi,a, es decir, «el ser», que hemos traducido en latín por substantia, a la que se
añaden otras nueve no-sustancias, entre las que se encuentran, como principales, la
cantidad, la calidad y la relación. Al hacer de la sustancia primera el ser en su sentido
propio, Aristóteles se distancia claramente de Platón. El o;ntwj o;n, o «ser auténtico», de
Platón se encuentra en lo universal, en la especie, mientras que para Aristóteles se
encuentra en lo concreto. Aristóteles, aun criticando duramente la teoría platónica de las
Formas, admitió llamarlas deu,terai ouvsi,ai «sustancias secundarias», pero no las
consideró separadas de los particulares; más bien, estaban presentes en ellos. De hecho,
la sustancia, en su sentido genuino, es un compuesto de materia y forma. Respecto a la
concepción del alma, Aristóteles, que mantuvo en un principio el dualismo platónico,
enseñó que alma y cuerpo no son entidades distintas, sino que forman una unidad, siendo
el cuerpo la materia del alma y esta la forma del mismo. El alma se comporta como una
totalidad en el cuerpo y el hombre es una sustancia única, compuesta de cuerpo y alma.
Hablando del origen del alma y de la pervivencia tras la muerte, el filósofo dice que «el
alma inferior» se trasmite del padre al hijo en la generación, mientras que «el
entendimiento activo» procede de fuera y reviste caracteres divinos. Esta alma es
preexistente e increada. La influencia platónica es clara, y difícilmente encontramos en
sus escritos argumentos demostrativos de la inmortalidad del alma. Al hablar de Dios,
Aristóteles se refiere a él como primer motor no movido (prw/ton kinou/n avki,nhton),
independiente de cualquier otro ser, uno e indivisible, sustancia divina, inteligencia pura,
ser, espíritu y vida.
El estoicismo, tal vez el movimiento filosófico más influyente de la época
helenística, fue fundado por Zenón de Citio, que creó la Estoa alrededor del año 300 a.C.
Se distinguen la Estoa antigua, cuyos nombres más señeros son el propio Zenón y
Crisipo de Sole, la Estoa media (entre el siglo II y el siglo I a.C.), en la que se encuentran

472
Panecio y Posidonio de Apamea, con gran influencia en los pensadores contemporáneos
y en los de la época siguiente, y la Estoa posterior, de la que formaron parte Séneca,
Epicteto y el emperador Marco Aurelio.
El estoicismo ensambla la teoría del conocimiento, la interpretación del ser y la
ética. El alma, considerada «tabla rasa» se llena con los contenidos que le proporciona la
percepción sensible. El entendimiento no posee contenidos inmateriales, sino que retiene
solamente representaciones sensibles. Y ¿cómo saber si estas representaciones son
verdaderas? El criterio que invocan los estoicos es la kata,lhyij. Solamente las
«representaciones catalépticas» (katalhptikh, fantasi,a) gozan de evidencia. El alma
emana del Logos y da vida al cuerpo; en el hombre, ella es el logos, distinguido en lo,goj
evndia,qetoj y lo,goj proforiko,j. Es material y mortal, pese a que sobreviva al cuerpo
hasta la desintegración del universo, al menos la parte racional de la misma. En la amplia
concepción del alma, con significados distintos, esta siempre tiene el carácter de pneuma;
no se localiza en ninguna parte concreta del cuerpo, sino que se compenetra íntimamente
con él. En el mundo de la física, los dos rasgos característicos del estoicismo son el
materialismo y el panteísmo. Realidad equivale a decir corporeidad. La distinción
platónica entre el mundo trascendente y el de la experiencia sensible se desvanece. Todo
lo que existe es corpóreo y el universo entero es material. Pero el ser es también fuerza,
hálito (pneu/ma), fuego y tensión. Por tanto, al gozar el ser de un carácter monístico,
todo es materia y fuerza vital a la par. El fundamento del mundo, que es eterno e infinito,
radica en sí mismo, es inmanente a él. El mundo se explica por la fuerza primitiva de él,
concebida como razón del mundo, ley cósmica, providencia o destino (lo,goj( no,moj(
pro,noia( ei`marme,nh). Dios es concebido como el lo,goj inmanente en el mundo de la
materia, al tiempo que se habla de lo,goi spermatikoi, ο rationes seminales, que dan vida
a las cosas en el devenir del mundo.
El estoicismo de los comienzos de la era cristiana resaltó significativamente la
práctica de la virtud, postergando, en alguna medida, la posición clásica, si bien
manteniendo su lealtad teórica al materialismo. La teoría no es suficiente, sino que ha de
complementarse con el obrar práctico. La filosofía no son solo teorías, sino vida y
acción. La virtud, pese a que se presente revestida en un lenguaje metafísico, tiene un
carácter eminentemente realista. El ideal virtuoso de su filosofía se resume en el lema:
«aguanta y renuncia», sustine et abstine. La voluntad determina el carácter, algo que se

473
manifiesta claramente en Séneca: «Apresúrate en venir a mí, pero antes en ir a ti avanza,
y antes que todo procura ser coherente contigo mismo. Todas las veces que quisieres
experimentar si hiciste algo de bueno examina si quieres hoy lo mismo que ayer: el
cambio de voluntad denuncia un alma flotante que ora aparece aquí, ora allí, al antojo del
viento. No vagabundea lo que está fijo y bien anclado; pero este privilegio tiénelo el sabio
y el perfecto, y hasta cierto punto, el que ya avanza y lleva andado muy buen
trecho» [37] . Y en Marco Aurelio: «El que piensa que pronto ha de abandonar todo al
abandonar a los hombres se somete sin reserva a las leyes de la justicia en todo cuanto
de él dependa, y a las de la naturaleza en los demás casos. Lo que pueden decir y pensar
de él o hacer en contra suya no le pasa por la mente; limítase solo a estas dos reglas de
conducta: practicar la justicia en todos sus actos presentes y aceptar resignadamente lo
que la naturaleza le ha reservado. Fuera de esto, y como lo demás no le interesa, camina
derecho, según la ley, y sigue a Dios, que es quien le ha trazado la ruta» [38] . El
concepto de virtud se resume en el ideal del «sabio». El sofo,j –el hombre sabio– es el
auténtico modelo de virtud, el único que obra siempre rectamente, impasible (avpa,qeia),
imperturbable (avtaraxi,a) y feliz.
El neo-platonismo es una corriente filosófica que revive, de manera repentina y
sorprendente, la grandiosidad del pensamiento griego en su época de declive durante el
imperio romano. Inspirado en el platonismo, incorpora elementos de Aristóteles y del
estoicismo, presentando como rasgo característico la expresión de un vigoroso
sentimiento religioso, místico en ocasiones y artificial en otras. Se asienta en los focos
culturales más importantes del helenismo –Atenas, Alejandría, Antioquía y Roma– e
influye poderosamente en el naciente cristianismo, proyectando sobre él los aspectos más
inmortales y bellos de las ideas e ideales de Platón.
El fundador de este movimiento fue Plotino (204-269), un egipcio, conocedor de la
lengua griega, que se alistó en la expedición del emperador Gordiano III contra los persas
(que habían ocupado territorios romanos en Mesopotamia y parte de Armenia), en un
afán por conocer y vivir –tal era el sentido que él le daba– la filosofía de este pueblo.
Enseñó en una academia de filosofía en Roma y es autor del libro Las Enéadas (una
colección de seis secciones con nueve tratados cada una), publicado por su discípulo
Porfirio.

474
Plotino defiende en las Enéadas los principios básicos de la tradición filosófica de
Platón, a saber, la inmaterialidad de la forma más sublime de la realidad, las diferencias
entre las cosas sensibles y lo invisible, la superioridad de la intuición intelectual sobre el
conocimiento empírico, la creencia en ciertas formas de inmortalidad y el reconocimiento
de la bondad esencial del mundo. La diferencia estriba en que el neo-platonismo tiene
una visión monista, afirmando la identidad entre lo natural y lo sobrenatural, tanto en el
hombre como en la naturaleza. Por un lado, el ser se concibe separado en dos niveles,
sensible y suprasensible, y, por otro, se recurre a una serie de pasos intermedios que
logren reducir el abismo que los distancia. Se establece así una tensión dialéctica entre
dualismo y monismo, que conducirá a una nueva síntesis.
Dios es el principio supremo, el absoluto, la u`po,stasij, de quien no puede
predicarse ningún atributo, sea este material o espiritual. Dios está más allá de la materia,
de lo sensible, e incluso, del espíritu. Dios es el «Uno», en el sentido de ser lo primero y
de negar la pluralidad. Este «Uno» es el origen y la meta de todo ser. Como uno, libre y
absolutamente bueno, el «Uno» proyecta su bondad y belleza a los seres inferiores. La
primera de estas proyecciones es el espíritu o pensamiento (nou/j), y la segunda, el alma
(yuch,), que, a su vez, es proyección del espíritu. El espíritu o pensamiento (nou/j),
imagen próxima al «Uno», continúa el proceso de emanación, realizado también en él y,
como demiurgo, crea al mundo, configurado conforme a las ideas encerradas en él. El
alma del mundo es la primera instauración, efectuada por el demiurgo. Dentro del alma
del mundo y en plena sintonía con ella se encuentran las almas particulares. El alma es
un medio entre lo inteligible y el ámbito de lo sensible. Ejerce una función puente, puesto
que es una totalidad, unida al «Uno», al tiempo que se relaciona con lo múltiple. El grado
ínfimo de lo anímico es la naturaleza física (fu,sij), donde el alma se reviste de un
cuerpo. La naturaleza es, efectivamente, imagen del mundo inteligible, pero es menos
espíritu, menos libre; y el alma, aunque libre, solamente es dueña de sí misma cuando
esté separada del cuerpo. El proceso de emanación termina en la materia, que no es otra
cosa que negación pura. Es negación del bien, oposición al «Uno», un evn kai. pa/n.
De forma similar al descrito proceso descendente, iniciado por el «Uno», comienza
el retorno del mundo al punto de partida. Tal proceso se visibiliza especialmente en el
alma individual, que no deja de formar parte del alma del mundo y por consiguiente de
integrarse en el proceso cósmico. El alma, que, al entrar en el cuerpo, se hizo pecadora,

475
precisa liberarse de él, purificarse, unirse con el espíritu (nou/j) y fusionarse con el ser
«Uno» y primero de todos. El alma, desprovista del cuerpo, se une místicamente al
Todo-Uno, una vez que ha retornado a Aquel del que proceden todas las cosas.
Las semejanzas entre el neo-platonismo y la religión cristiana resultan
incuestionables. Aparece manifiestamente, por una parte, una actitud optimista frente a
las realidades del mundo que, aunque material y deficiente en sí mismo, refleja el orden
del pensamiento y del espíritu y está sustentado por el Ser primero. Y, por otra, se
expresa místicamente la idea de un proceso de toda la realidad que, pasando por diversas
fases, se encamina hacia la unión con lo más sublime, en última instancia, con el
«Uno» [39] .

476
14.4. Pensamiento cristológico en el periodo preniceno
Una vez establecidas las Escrituras como norma objetiva del conocimiento e
interpretación del Jesús de la historia, examinados los rasgos fundamentales de la
cristología de los evangelios y conocidas las principales corrientes de pensamiento del
mundo grecorromano, la teología se enfrentaba al complejo problema de entender y
explicar la realidad cristológica, es decir, cómo la confesión primitiva de que «Jesús es
Señor» (Rom 10,9; Flp 2,11) se entiende en Jesús, que a la vez es hombre kata. sa,rka,
según la carne, y Dios kata. pneu/ma, según el espíritu.
Esa problemática, a saber, conciliar la divinidad y la humanidad de Jesús,
manteniendo la fe del pueblo judío en el monoteísmo y asumiendo las categorías del
pensamiento grecorromano, en las que ha de expresarse la fe cristiana, tan ajenas a la
idea cristiana de la encarnación de Dios, subyace, como dice J. I. González Faus, «en
todas las preguntas concretas y en todas las respuestas concretas que vayan apareciendo
en las disputas teológicas de los seis primeros siglos» [40] .
Las discusiones cristológicas anteriores al Concilio de Nicea suelen ser consideradas,
en la mayoría de las ocasiones, intentos o ensayos, pero siempre son orientadoras y
contribuyen al entendimiento de las serias y maduras reflexiones del siglo IV en esta
materia teológica.
Comenzaba así la reflexión de las primeras comunidades cristianas sobre Jesús. Las
cristologías de la tradición judeocristiana, expresadas en sencillas formulaciones acerca de
la identidad de Jesús, caracterizan a Cristo como el cumplimiento perfecto y acabado de
la revelación del Antiguo Testamento. No esperemos en ellas formulaciones complejas ni
perfectas. Resultaba extremadamente difícil expresar en términos de la exuberante
reflexión filosófica del pensamiento grecorromano de la época la singularidad del
acontecimiento de Cristo. Faltaban conceptos y términos apropiados para especificar la
naturaleza de la persona de Jesús, para establecer su relación con Dios Padre y para
presentar su mensaje de salvación y liberación a la humanidad. La comprensión de estas
realidades fundamentales de la fe cristiana se realizará en el devenir de la Iglesia, en la
vivencia, la praxis y el entendimiento del creyente que, en la misericordiosa historia de la
tradición de la revelación de Dios en Jesucristo, descubre la autocomunicación de Dios,
al mismo Jesucristo, revelación última y completa de Dios y a su propio ser, iluminado
por la acción del Espíritu, en su relación con el mundo.

477
La Didaché, o Enseñanza de los Doce Apóstoles, un escrito judeocristiano del siglo
II, nombra a Jesús en algunas ocasiones, llamándolo «siervo de Dios», por el que se nos
ha dado a conocer la viña de David (9,2), por quien se nos ha revelado el nombre de
Dios, siendo merecedor de la gloria por siempre (10,2) y que vendrá entre las nubes
«como Señor» para juzgar al mundo (16,8). Son afirmaciones muy simples y escuetas,
desprovistas de toda elaboración teológica, que reflejan la sencillez de la fe de las
primitivas comunidades cristianas.
El Pastor de Hermas (escrito hacia mediados del siglo II), además de llamar a Jesús
«principio», «ángel», «ley» y «alianza», que son, en definitiva, formas de la sabiduría
divina, le atribuye el nombre de «Hijo de Dios, grande e inmenso», cuya actividad
sustenta toda la creación [41] . El Hijo de Dios es «la piedra» y «la puerta», anterior a
toda criatura, incluso presente ante el Padre a la hora de condendam creaturam, y solo a
través de él se accede al reino de Dios. Él es el varón glorioso, rodeado por ángeles a la
derecha y a la izquierda, y quien no acoja su nombre no entrará en el reino de Dios [42] .
Los nombres de «ángel» y «alianza» indican el elemento divino de Jesús, designado
como la «Palabra», que ha tomado la carne (sa,rx), en el sentido de hombre mortal. El
desarrollo de esta unidad en Jesús la expone el Pastor de Hermas utilizando la alegoría
de una viña, la tierra y el pueblo de Dios, cuyo creador es Dios y Jesús, el esclavo, a
quien también llama Hijo y en quien habita el Espíritu [43] .
Difícilmente puede librarse el contenido de esta alegoría de una visión adopcionista.
Tal concepción se pone de manifiesto al atribuir la filiación de Jesús al hecho de su
obediencia al Padre y al concebirlo como el hombre «espiritual» completo [44] .
En resumen, puede decirse que Cristo, siguiendo la temática del Antiguo
Testamento, es el «hijo», la «alianza», el pneu/ma, la comunicación singular de Dios que
se manifiesta al mundo entero. Pero esta comunicación se diferencia de cuantas
anteriormente presentaban a los hombres el mensaje divino. Cristo es la revelación
misma, la consumación de toda comunicación; por eso es el «nombre» y la «alianza» de
Dios. Puede afirmarse que la fuerza de relación de Dios supera los viejos moldes,
consumando en Jesús su energía y dinamismo de comunicación y de entrega. Estas ideas
plantean una lógica tensión teológica. El Espíritu Santo configura y eleva la carne a la
categoría de «compañera del Espíritu» y el mismo Espíritu habita en el «esclavo», que
es llamado Hijo de Dios. La reflexión judeocristiana no muestra signos de elaboración

478
conceptual de las tensiones teológicas existentes, dejando la puerta abierta a desviaciones
cristológicas, como el docetismo y el ebionismo, que, respectivamente, atribuyen a Jesús
un cuerpo «aparente» o niegan abiertamente su filiación divina.
Justino Mártir († ca. 165) es una figura fundamental para entender las relaciones
entre el primitivo pensamiento cristológico y el mundo. Conocedor profundo de las
teorías filosóficas del mundo grecorromano, especialmente del platonismo, e insatisfecho
con las mismas, llegó al conocimiento del cristianismo a través de los escritos de los
profetas del Antiguo Testamento. Su conversión no constituyó motivo de
desconsideración a sus conocimientos anteriores, sino que, más bien, fue el comienzo de
una profundización en la fe cristiana que le conduciría a proclamar el diálogo con el
mundo griego (Apologia pro Christianis) y con el pueblo judío (Dialogus cum Tryphone
Judaeo), afirmando el valor universal de Cristo, culmen de la historia de la civilización
humana y fundamento de salvación para todos los pueblos. Eran los comienzos de la
reflexión cristiana, que pretendía armonizar las primeras formulaciones de fe de las
primitivas comunidades, seguidoras de Jesús de Nazaret, y el lenguaje de la nueva
tradición cultural y lingüística, ateniéndose a la norma de la Escritura. Con otras palabras,
la teología comenzaba la tarea interminable de la inculturación, un esfuerzo titánico y
continuado de verter en lenguaje actual y válido para el mundo de la época la doctrina –
en este caso, sobre Cristo– permanente de la revelación de Dios.
Justino, como afirma J. N. D. Kelly, reproduce literalmente en sus Apologías y
Diálogos afirmaciones completamente familiares a las primeras comunidades cristianas, a
saber, que la Palabra se hizo carne y nació de una virgen, que el Logos se hizo hombre
por voluntad de Dios para salvar a la humanidad, que la encarnación supuso la
aceptación de carne y sangre y que el Mesías padeció y murió. Incluso, que la Palabra
fue a la vez Dios y hombre [45] .
Pero la teología de Justino es más elaborada de lo que puedan parecer estas
elementales y conocidas afirmaciones. Imbuido de las teorías de Filón sobre Dios, a
quien reconoce como ser perfecto, bueno y trascendente, y sobre el Logos, enviado de
Dios y mediador entre Dios y los seres creados, Justino afirma que el Hijo, a quien
únicamente puede atribuirse tal nombre en el sentido auténtico del término, es anterior a
toda la creación, el que ordenó todas las cosas y quien recibe el nombre de Cristo, el
Ungido de Dios [46] .

479
El lo,goj, primariamente Palabra interna de Dios, presente al comienzo de la
creación, se convierte en lo,goj externo en el momento en que Dios trae todas las cosas a
la existencia. En la historia de la salvación hay un lo,goj evndia,qetoj (palabra inmanente)
y un lo,goj proforiko,j (palabra expresada), del que encontramos vestigios no solo en el
paganismo, sino también y de forma muy especial en los escritos proféticos del Antiguo
Testamento, que anuncian a Jesucristo, en quien se manifiesta intensa y singularmente el
lo,goj.
La interpretación de un pasaje crucial que aparece en la Apología II, referido a
Cristo, es aún cuestión discutida. Justino afirma que el cristianismo es superior a
cualquier doctrina humana porque quidquid ad Verbum pertinet, id exstitit Christus qui
pro nobis apparuit, nempe corpus et Verbum et anima. (kai. sw/ma( kai. lo,gon( kai.
yuch;n) [47] . Según J. N. D. Kelly, la implicación de esta cláusula, en el supuesto de ser
correcta, conduciría a la afirmación de que el lo,goj tomaría en el hombre Jesús el lugar
del alma racional humana (nou/j o pneu/ma), convirtiéndose así la teología de Justino en
la primera de las cristologías denominadas lo,goj-sa,rx.
En tanto que la discusión en torno a este tema permanece abierta, conviene tener en
cuenta que, mientras el lo,goj trabaja en toda la creación de forma fragmentaria (kata,
me,roj), en Cristo lo hace de forma completa, y al mismo tiempo la humanidad de Cristo
aparece formada por alma, animada por la Palabra, y cuerpo.
Cristo es, como traduce J. I. González Faus, «el Sentido» total, hecho cuerpo y
razón y alma (es decir: hombre), del que participa, en parcialidad, el mundo entero y que
determina el valor de cuanto en este existe [48] .
Clemente de Alejandría († 215), inspirado en la doctrina especulativa y ascética a la
vez de la famosa escuela de Alejandría (un excelente centro cultural donde concurrían el
sincretismo del pensamiento judeo-helenista, el platonismo y el gnosticismo cristiano),
afirmó la absoluta e incomprensible trascendencia de Dios, «Creador de todas las cosas,
el Padre, obrero excelente, que modeló así una estatua viva, al hombre, a nosotros
mismos» [49] . Dios es único, a la par que produce y abarca todo cuanto existe. Es el
Padre, cuya imagen es su Palabra o su Hijo, su nou/j o racionalidad. «Ciertamente,
imagen de Dios es su Logos (y el Logos divino es Hijo legítimo de la Inteligencia, luz
arquetipo de la luz)» [50] .

480
El Logos procede del Padre, es la causa de la creación, se ha engendrado a sí
mismo –se ha hecho presente entre los hombres– creando su propia humanidad y se ha
manifestado para poder ser contemplado [51] . Ese Hijo de Dios, creador de todas las
cosas, «asumió una carne y fue concebido en un seno virginal, de manera que así se
formó su pobre carne visible y que, en consonancia, luego de engendrado padeció y
resucitó» [52] . Cristo se convierte así, en cuanto Logos, en armonía plena entre Dios y el
mundo, llegando incluso a entregar su vida para manifestar a los hombres el amor de
Dios [53] .
Clemente fue un defensor de la encarnación de Jesús, alejándose de la doctrina del
docetismo, pese a que algunas de sus afirmaciones cristológicas guarden semejanzas
inequívocas con las teorías de esta corriente teológica [54] . Parece claro, además, que
atribuyó alma humana al Dios hecho hombre [55] . El problema surge al determinar la
función que ejerce su concepto de apaqei/a aplicado a la realidad de Cristo. En todo
caso, el Logos es para Clemente de Alejandría el principio de unidad de Cristo Jesús [56] .
Cosa muy distinta es especificar la función del alma humana de Cristo al corresponder
esta a la Palabra divina.
Ignacio de Antioquia († ca. 117), en el comienzo de la Carta Ad Smyrnaeos, deja
bien claro que Jesús procede realmente ex genere David secumdum carnem y es Filium
Dei secumdum voluntatem et potentiam Dei [57] . De Jesús, según la carne, afirma que
nació de una virgen, que fue bautizado por Juan y que sufrió bajo Pilato y Herodes hasta
ser crucificado [58] .
Es evidente la tensión en las afirmaciones, admitiendo a la par el elemento corporal
y el espiritual en Jesús. Reacciona así contra el docetismo, afirmando con contundencia
que Cristo se ha hecho carne, no solo aparentemente, sino verdadera y realmente,
sufriendo y muriendo en la cruz [59] . Divinidad y humanidad se afirman por igual en
Jesucristo, como se desprende nítidamente del conocido pasaje de la carta a los Efesios,
que dice así: «uno es el médico, carnal (carnalis) y espiritual (spiritualis), nacido y no
nacido, Dios venido a la carne, en verdadera vida inmortal, tanto de María como de
Dios, primero pasible y después impasible, Jesucristo nuestro Señor» [60] . Jesucristo es
el verdadero acontecimiento de Dios, la vida verdadera, y la auténtica gnosis de Dios en
persona.

481
Tertuliano († después del año 220), el primer teólogo que escribe en latín, es un
ejemplo patente de la enorme aportación teológica de Occidente a las formulaciones
cristológicas en el periodo anterior al Concilio de Nicea.
En sus controversias con los gnósticos, Tertuliano defiende con extrema fidelidad la
fe bíblica. Cristo es el Logos de Dios, que existía junto al Padre desde la eternidad, uno
en esencia con él, si bien persona distinta. Este Hijo de Dios se hizo hombre, padeció,
murió, fue sepultado y resucitó, convirtiéndose en sacramentum humanae salutis,
«sacramento de la salvación humana» [61] . Nació de una virgen, y en sus propias
palabras –en contra de la teoría gnóstica de Valentino– ex virgine, y no simplemente per
virginem, entendiendo la concepción virginal como algo esencial y no meramente
instrumental [62] . El nacimiento de Cristo fue real, y auténtica es su humanidad,
constituida por alma y cuerpo, sujeta a las passiones humanas, como la sed, el hambre y
el llanto, propias de quien nace y muere [63] . El principio que rige todo es el Espíritu
divino que tomó al hombre (suscepit hominem), uniendo de este modo en él a Dios y al
hombre [64] .
En su oposición al monarquianismo de Práxeas, Tertuliano intenta explicar la
existencia del Hijo sin romper la unidad de Dios. La substancia divina –única– tiene tres
personas distintas, pero no separadas. El Logos se hizo carne, no en el sentido de que se
transformase (transfiguratus) en carne –puesto que, por esencia, resulta imposible la
mutabilidad de Dios y del Logos–, sino en cuanto que se revistió de ella (indutus
carnem) [65] . Las dos substancias de Cristo (utramque substantiam Christi, et carnis et
spiritus) permanecen inalteradas después de la unión [66] . El Hijo de Dios y el hijo del
hombre son una misma persona. Jesús es, a la vez, Dios y hombre. Así lo afirma al
escribir: «Vidimus duplicem statum non confusum, sed conjunctum in una persona,
Deum et hominem Jesum» [67] .
Ireneo de Lyon († ca. 202) defendió de manera brillante la figura de Cristo
enfrentándose a ciertos sectores del mundo judeo-cristiano que consideraban a Jesús un
hombre como otro cualquiera y a los errores del gnosticismo y de Marción, confundidos
con la realidad material de Cristo al estimar que un ser divino no podía tomar carne,
puesto que la materia era considerada el origen del mal. Ireneo sostiene la unidad de
Dios, expresada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, la del Logos y el hombre real y
verdadero en Jesucristo y la reconciliación en él del todo el género humano.

482
Difícilmente puede encontrarse en sus escritos un atisbo de sistematización. Su
pensamiento discurre, más bien, por la lectura asimilada y por la reflexión sencilla de los
escritos de ambos Testamentos, reconociendo con toda naturalidad las verdades más
elementales de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Desmenuzando las
Escrituras, especialmente algunos pasajes de Juan, Marcos y las epístolas de Pablo a los
Romanos y a los Gálatas, Ireneo recalca, por una parte, la continuidad consustancial de
Jesús con el mensaje del Antiguo Testamento y, por otra, la absoluta novedad de su
persona. Jesús es el «Verbo de Dios, el Unigénito del Padre, Cristo Jesús, Señor
nuestro» [68] . Uno es el Padre y uno Jesucristo que recapitula todas las cosas en sí
mismo, constituyéndose en la salvación para el mundo entero [69] . Existía en un principio
junto a Dios, por él se hicieron todas las cosas, pero se hizo hombre y así lo que
habíamos perdido en Adán se recuperó en Cristo Jesús [70] .
Ireneo insiste, incluso de forma monótona, en la unidad del Hijo de Dios y el hijo
del hombre, rechazando cualquier duda gnóstica contra esta verdad [71] . La unidad de la
divinidad y de la humanidad en la persona de Jesucristo es concebida primordialmente
por razones soteriológicas. Para mantener el auténtico paralelismo entre Adán y Cristo
era necesario que el Logos, que tomó carne humana en el vientre de María, tuviese una
naturaleza idéntica en todo –menos en el pecado– a la de quienes iban a ser salvados por
ella. El Logos de Dios se hace hombre corporalmente en Jesucristo para convertirnos a
nosotros mismos en lo que él es. Ireneo expresa esta idea de «divinización» de la
humanidad de forma clara y concisa [72] . El equilibrio entre la divinidad y la humanidad
de Jesucristo resulta evidente. También el carácter soteriológico de la encarnación del
Logos.
Orígenes (ca. 254), siguiendo los modelos de pensamiento del platonismo medio,
construye un grandioso, complejo y, en ocasiones, confuso sistema, que trata de explicar
las verdades más importantes del cristianismo. En el vértice de este sistema se encuentra
Dios Padre, único Dios, en el sentido más estricto del término, no engendrado, a quien
Jesús llama «único Dios verdadero» (Jn 17,3). Él es la bondad y la perfección absolutas,
de quien depende la existencia de todos los seres en el universo. El Logos, su Hijo e
imagen, es el mediador entre la unidad del Absoluto y la multiplicidad de los seres del
mundo. Dios mismo será «todo en todas las cosas» al final, cuando se produzca «desde
abajo» el retorno al Absoluto mediante la acción del Espíritu.

483
El Logos es, como digo, el mediador entre Dios Padre y la creación, en la que se
incluye (en la trascendencia) el propio Logos, como primicia de la creación inmaterial y
trascendente. Conviene indicar que la generación eterna del Logos permanece equívoca
en el pensamiento de Orígenes, al encubrirse la nítida distinción entre el Creador y la
criatura. Por una parte, esta «generación eterna y sempiterna» del Hijo es sicut splendor
generatur ex luce (como la generación del esplendor por la luz) y no per adoptionem
Spiritus Filius fit extrinsecus, sed natura Filius est (el Hijo es por naturaleza) [73] . En
otras ocasiones, sin embargo, Orígenes habla del Hijo como deu,teroj qeo,j o «Dios
secundario» [74] , o bien afirma sin rubor alguno que el Hijo es distinto al Padre «en la
sustancia» [75] y que ambos son distintos en cuanto a sus personas, pero «uno» en
«unanimidad, armonía e identidad de voluntad» (evn de th/ o`mo,noia kai, sumfwni,a
kai. th, tau/to,thti tou/ boulh,matoj) [76] . La unidad entre el Padre y el Hijo se entiende,
más bien, en términos de amor y voluntad y no tanto conforme a categorías de
consustancialidad, pese a que algunos de sus textos –adulterados probablemente en las
traducciones latinas– puedan sugerir esta interpretación.
El Logos es la imagen del Padre. Una imagen, sabiduría de Dios, resplandor de su
gloria y a la par hecho hombre por la salvación de la humanidad. En uno de sus pasajes
centrales sobre Cristo, Orígenes afirma que «ese mismo Logos de Dios, sabiduría de
Dios, por quien fueron creadas todas las cosas, se sometió a las limitaciones de la
naturaleza humana, naciendo en Judea de una mujer, llorando como un niño, perplejo
ante la muerte, condenado a morir, y resucitando al tercer día» [77] . El pasaje, de gran
profundidad y de extraña plasticidad, constituye el núcleo de la cristología de Orígenes.
La explicación a los contenidos de este hermoso texto la encontramos en el
pensamiento filosófico-teológico de Orígenes acerca de la pre-existencia de los seres
espirituales –en los que se incluye el alma humana– desde la eternidad. Una de esas
almas, destinada a la unión con el hombre Jesús, humana como todas las demás, se unió
al Logos de forma completa hasta el punto de formar «una unidad inseparable (y no
casual) con Dios» [78] y, como dice la Escritura (1 Cor 6,17), un «espíritu con él».
Sobre la encarnación, Orígenes insiste en la doble naturaleza de Cristo –su humanidad y
su divinidad– e incluso habla de su u`po,stasij, como hombre y como Hijo unigénito.
Ambas naturalezas mantienen sus características específicas y así el Logos no puede
sufrir las limitaciones naturales, mientras que la naturaleza humana está sometida a las

484
mismas, incluso a la muerte. Por otra parte, la unidad de Cristo se mantiene, definiendo
la relación entre naturalezas como e[nwsij (unión real) o avna,krasij (mezcla con otros),
y no simplemente koinwni,a (asociación). Otras afirmaciones de este gran teólogo pueden
resultar conflictivas y escabrosas para poder mantener con todo rigor estas teorías,
puesto que en sus escritos sobrevuela la idea de que la naturaleza del Logos predomina
en Cristo.
El Logos de Dios asumió un cuerpo y un alma humana, llena de la verdad y de la
vida de Dios, incapaz de separarse de él. Él es la Palabra que revela a Dios, a quien ha
conocido desde la eternidad, y guía a la humanidad en el camino hacia él. Es el ejemplo y
modelo del hombre en el «retorno» hacia Dios y por esta razón la percepción
soteriológica de Orígenes demanda inexorablemente una idea de Cristo realmente
humano, un ser humano (lo,goj a;nqrwpoj), que pueda ser modelo y ejemplo del hombre
que busca la auténtica sabiduría.

485
14.5. Errores sobre Jesús en el cristianismo naciente
Al tratar de averiguar el pensamiento que las primeras comunidades cristianas tenían de
Jesús me viene a la memoria aquella escena, en el distrito de Cesarea de Filipo. En esta
área de impresionante belleza, al norte del Mar de Galilea y a los pies del monte Hermón,
en la cordillera del Antilíbano, entre escarpadas montañas, vegetación salvaje, aguas
cristalinas, fuentes del río Jordán y creencias primitivas de dioses poderosos, Jesús
pregunta al círculo de sus amigos más íntimos, conocedores en parte de la talla de su
maestro, «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Las divagaciones del
grupo de los Doce, inseguras y desorientadas, apuntan espontáneamente a los personajes
más conocidos e importantes de la historia de Israel. Solo Simón Pedro, inspirado por el
Padre, dice llanamente: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16).
Hoy se nos antoja complicado imaginar las dificultades de los primeros cristianos
para plasmar la identidad de Jesús de Nazaret. Los titubeos y debates sobre Jesús nos
parecen rayanos en la leyenda y alejados de la confianza que el discípulo debe tener en
su maestro. Pero la fe en Jesús no fue fácil para ellos, como tampoco resultó cómodo
para los primeros discípulos confesar la divinidad del Mesías de Dios. Menos aún
exponerla al resto del mundo y entenderla en lenguaje y categoría diferentes a las del
pueblo judío. Así, tuvieron que enfrentarse a desviaciones sobre la auténtica identidad de
Jesús de Nazaret revestidas de apariencias de genuinas expresiones de fe, a múltiples y
variadas tradiciones religiosas, teístas y ateas, y a un complejo sincretismo de influyentes
sistemas filosóficos.
El gnosticismo supuso una amenaza y a la vez, paradójicamente, un estímulo para la
profundización de la fe en Jesús de Nazaret de las primeras comunidades cristianas. Pese
a que la categoría del gnosticismo se haya utilizado inapropiadamente para unificar un
sinfín de realidades complejas y diversas desde los puntos de vista cultural, filosófico y
teológico, es legítimo pensar en ella como elemento determinante entre las fuerzas que
contribuyeron a configurar el ambiente teológico –en este caso cristológico– de los siglos
segundo y tercero de la naciente comunidad cristiana.
Con el descubrimiento de los manuscritos en Nag Hammadi (Egipto), y los textos
heresiológicos y apologéticos de los Padres de la Iglesia, podemos fundamentar la
existencia de un mito gnóstico, mezcla de elementos del cristianismo naciente y de
épocas pre-cristianas, de origen judío con toda probabilidad, cargado de pensamiento

486
platónico, asentado en las principales ciudades helenistas de aquella época y de enorme
influencia en la configuración del pensamiento de las primeras comunidades eclesiales.
El gnosticismo (de la palabra gnw/sij, conocimiento), un sincretismo de elementos
paganos, judíos, orientales y cristianos, es un movimiento caracterizado por ciertas ideas
y actitudes presentadas como solución a los problemas más vitales de la existencia
humana, entre los que se encuentran el mal y la salvación. Pese a la variedad de
tendencias existentes en el movimiento y los numerosos maestros que las representaban,
es fácilmente comprensible que sus creencias penetrasen en círculos cristianos,
fascinados por una doctrina de salvación a través del conocimiento interior, accesible
únicamente a los iniciados en el seguimiento de Jesús. No resulta en absoluto improbable
que las ideas del gnosticismo deslumbraran a las primeras comunidades cristianas,
familiarizadas con las enseñanzas del evangelista Juan, que presentaban a Cristo como
camino que conducía al «conocimiento» de la vida del Padre y en consecuencia a la
salvación del hombre.
Surgieron así grupos gnósticos, unos de auténtica raíz cristiana y otros entretenidos
y contentos en exceso con sus especulaciones filosóficas y sus esotéricas mitologías y
muy alejados de la ortodoxia de la comunidad eclesial. Entre ellos, algunos especialistas
en la materia cuentan el mítico grupo descendiente de Set, el personaje bíblico al que se
refiere el libro del Génesis (Gn 4,25), destinado a dominar a las fuerzas del mal. En el
campo de la historia destacan los nombres de Valentino, maestro cristiano en Alejandría y
en Roma hacia mediados del siglo II, el sirio Basílides que enseñó en Alejandría, Isidoro
su hijo y discípulo, Menandro de Samaria, mago y discípulo de Simón el Mago,
Satornilus o Saturnino de Antioquia, alumno de Menandro, Pablo de Samosata,
Carpocrates de Alejandría y, singularmente, Marción de Sinope, cuyas teorías han
llegado a nosotros a través de los escritos de Tertuliano.
Sus doctrinas –variadas y difícilmente clasificables– se centran en ciertas cuestiones
que aparecen insistentemente en su sistema de verdades, conducentes al conocimiento de
los misterios de la divinidad. Los gnósticos, en perfecta sintonía con la cultura helenística
de la que procedían, defendían una concepción nítidamente dualista de la vida. Dios y el
mundo; el espíritu y la materia eran realidades radicalmente distintas e irreconciliables,
situadas en los extremos del bien y del mal, entre la luminosidad y la sordidez, hasta el
extremo de que la liberación de la persona solo podía conseguirse mediante la huida del

487
mundo. La bondad correspondía al mundo del espíritu, y el mundo de la materia era
intrínsicamente malo. La naturaleza humana, aunque substantia pneumática (en el
hombre existe un elemento espiritual, extraño al mundo de la materia y que tiende a
liberarse de ella), está encerrada en un cuerpo material, creada por una deidad inferior
llamada Demiurgo. La liberación o redención se consigue a través del conocimiento
espiritual, mediante eones o mediadores que conducen a la verdad al hombre pneumático
o espiritual. La gnosis es, por tanto, el principio del conocimiento de la naturaleza
espiritual del hombre y el origen de la liberación redentora. Y al final se restablecerá la
unidad del Espíritu, una vez aniquilado el mundo de la materia.
Las conclusiones cristológicas derivadas de estos principios gnósticos son sencillas
de comprender, al tiempo que disfrazan serias desviaciones doctrinales. Cristo, el eón
celestial, descendió solamente de manera momentánea sobre Jesús de Nazaret. Asumió
un cuerpo no terreno, es decir, una carne «espiritualizada» y su presencia terrenal fue
únicamente «aparente», desdibujando la verdadera humanidad de Jesucristo y
describiendo una salvación, limitada a la parte espiritual del hombre. Otro tanto, puede
pronosticarse en cuestiones morales, en las que la dignidad del cuerpo y cuanto a él hace
referencia queda subestimada y la moralidad humana a merced de arbitrariedades y
normas caprichosas. Tal parece haber sido el caso de algunos grupos, integrantes de la
comunidad de Corinto, que justificaban sus inmoralidades y libertinaje sexual
anteponiendo su elevada estima por el conocimiento espiritual a las enseñanzas de Pablo
sobre la libertad y la pureza cristiana (1 Cor 6,12-20).
El adopcionismo es una de las herejías cristológicas más importantes de los primeros
siglos del cristianismo. El error, que aparece a lo largo de varios siglos y con expresiones
diferentes, en un intento de compaginar el Jesús de la historia y el Cristo de la fe en los
esquemas de la cultura helenística, se inspira en el pensamiento de las comunidades
judeo-cristianas ebionitas que, fieles a la ley de Moisés, confesaban a Jesús como
Mesías, pero rechazaban su pre-existencia y su naturaleza divina. Jesús no era Dios, sino
un hombre ordinario, pese a que fuese «adoptado» como Hijo y revestido de la fuerza
del Espíritu en el momento de su bautismo en el río Jordán. La concepción de Jesús fue
milagrosa en virtud del Espíritu de Dios, pero Dios no se encarnó en Jesús. Este es el
pensamiento de Teodoro el Curtidor, habitante de Bizancio y excomulgado en Roma,
donde predicó su doctrina hacia finales del siglo II. Pablo de Samosata, obispo de

488
Antioquia (260-268), partiendo de la unicidad de Dios, vio en Jesús al hombre inspirado
por el Logos, que con su vida santa y milagros realizó su misión salvadora.
El docetismo es una versión del gnosticismo. Aparecido en fechas tempranas del
cristianismo –como parecen atestiguar algunos textos del Nuevo Testamento (1 Jn 4,1-3;
2 Jn 7) que advierten a los cristianos de la presencia de espíritus que no proceden de
Dios, así como algunos escritos de Ignacio de Antioquia [79] –, el docetismo considera a
Cristo como un mediador, una manifestación de Dios, pero en ningún caso el Verbo
divino hecho carne, con las connotaciones que este hecho conlleva. Jesús, por tanto, era
una pura manifestación terrena, había vivido solo «aparentemente» (doke,w) en un
cuerpo humano no real, de la misma forma que sus sufrimientos y la muerte en cruz
(soportados exclusivamente por quienes creen en él) habían sido pura ilusión y fantasía.
El modalismo defiende la unicidad de personas y de naturalezas en Dios. Padre,
Hijo y Espíritu Santo no son sino representaciones o modos de considerar a Dios en sus
operaciones ad extra, como la creación, la redención o la efusión de la gracia. No habla
de un Dios trinitario, sino de «monarquía» (también recibe el nombre de monarquismo)
y al atribuir la encarnación o la muerte al Hijo, realmente ha de asignarse al Padre, quien
realmente se encarnó y murió por la humanidad. Expresado de otra forma, el modalismo
más que atribuir a Jesús una fuerza divina afirmó que el Padre se hizo hombre en Cristo,
pretendiendo mantener así la unicidad de Dios y la divinidad de Cristo, comunicación
absoluta del Dios trino. El modalismo fue enseñado en Roma, hacia finales del siglo II,
por Noeto de Esmirna, obispo de Asia Menor. Según él, Cristo es Dios y, al no haber
más que un Dios, el Padre, este, eterno e impasible, se hizo visible en la tierra como el
Hijo y de esta forma, murió y resucitó. Otro nombre importante de esta corriente
cristológica es Sabelio, maestro en Roma y excomulgado por Calixto I, que,
reconociendo una única hipóstasis divina «Hijo-Padre», defendía la revelación de tres
«modos» o «personas» a lo largo de la historia de la salvación, a saber, el Padre en la
creación, el Hijo en Jesús, y el Espíritu en el acontecimiento de Pascua. Praxeas defiende
opiniones semejantes, con gran influencia en Roma y en el norte de África. Sus
afirmaciones cristológicas reciben también el nombre de patripasianismo.
El subordinacionismo, al hilo de la corriente del pensamiento helenístico del llamado
platonismo medio, trata de resolver el problema de cómo el «Uno», trascendente y
apersonal, se comunica con la pluralidad de seres existentes en este mundo. En los

489
esquemas de su ideología, Jesús es concebido como Logos y alma del mundo, que
participa de la divinidad del «Uno», mediador entre Dios y la realidad humana, pero
realidad de rango inferior y subordinada a Dios Padre.

490
14.6. El camino hacia el Concilio de Nicea [80]
En el libro Historia de los concilios ecuménicos afirma L. Perrone que, entre los siete
concilios de la antigüedad cristiana, «destacan por su autoridad doctrinal y por su
importancia histórica los cuatro primeros, desde Nicea (325) hasta Calcedonia (451) [81] .
La primacía –así lo reconoce este autor– deriva sobre todo de la importancia de sus
pronunciamientos sobre temas centrales de la fe, como la Trinidad y la Encarnación, de
su continuidad histórica con las doctrinas evangélicas y de su obligada referencia
teológica en el desarrollo y profundización de la fe de la Iglesia en etapas posteriores.
Antes de llegar a Nicea, la teología se caracteriza por un intenso, rico, apasionado y
complejo debate cristológico, polarizado entre Oriente y Occidente y, más
concretamente, entre dos grandes escuelas, la de Alejandría, en Egipto, y la de
Antioquía, en Siria, amparada por Roma y Occidente, ante el ataque de los eminentes
maestros alejandrinos. Sentadas las bases en Oriente y Occidente –Orígenes y Tertuliano
son sus representantes más eminentes– para una profundización en el conocimiento de
Cristo, la reflexión teológica se enfrentó al doble desafío de compatibilizar la fe cristiana
con el monoteísmo judío y el monoteísmo filosófico de los griegos. La solución
dependía, como afirma A. Grillmeier, «de la posibilidad de combinar en Dios la
verdadera unidad con una auténtica diferencia (entre Padre, Hijo y Espíritu)» [82] . El
cristianismo comenzó a ocupar un lugar preeminente entre los grandes sistemas de
pensamiento, convirtiéndose en referencia obligada para una concepción nueva del
mundo y de la historia, cuya centralidad se fijaba en Dios Padre y en Jesús, el Hijo
hecho hombre, para la salvación de la humanidad.
Tanto la escuela de Alejandría como la de Antioquía debatieron sobre cruciales
cuestiones teológico-pastorales, de extrema actualidad y de impredecible importancia para
el futuro desarrollo de la fe cristiana, pese a que ambas estuvieron marcadas por
principios y métodos filosófico-teológicos muy distintos y claramente diferenciados.
La escuela de Alejandría, helenizada en muchos de sus presupuestos doctrinales, y
uno de los grandes centros teológicos del cristianismo primitivo, donde tuvo lugar un
importante movimiento cristológico a lo largo del siglo III, fue fundada en el año 195 por
Clemente de Alejandría (muerto en 215). Ya he hablado (y a ello me remito) del
pensamiento teológico de Clemente de Alejandría y de Orígenes, el representante por
excelencia de esta escuela. En general puede afirmarse que la teología alejandrina,

491
fascinada ante el gran misterio de la trascendencia y unidad de Dios, centra su reflexión y
acento en el lo,goj (lo,goj–sa,rx) que entra en el mundo haciéndose carne. Como afirma
R. Haight, «el núcleo de la cristología alejandrina está en la unidad consistente o
identidad continua del Logos o Hijo divino durante las tres etapas “de su existencia”, por
así decirlo. Esta cristología tiene un único objeto: el Logos. Este Logos-Hijo es el Hijo
eterno de Dios quien, de una manera que parece haber sido entendida literalmente, tomó
carne humana durante el espacio de una vida humana, y luego resucitó de entre los
muertos y ascendió a su lugar dentro de la divinidad» [83] . El pensamiento teológico de
Clemente y de Orígenes así lo confirman. Clemente de Alejandría habla de la unicidad de
Dios. Dios es el Padre, cuya imagen es su Palabra o su Hijo. El Logos procede de Dios y
el Hijo de Dios bajó del cielo, asumió carne humana, fue concebido en un seno virginal,
de manera que así se formó su pobre carne visible y en consecuencia, luego de
engendrado, padeció y resucitó [84] . Orígenes, con un tratamiento cristológico más
vigoroso y novedoso, sitúa en el vértice de su sistema a Dios Padre, único Dios. El
Logos, su Hijo e imagen, es el mediador entre la unidad del absoluto y la multiplicidad de
los seres del mundo. Y en uno de sus pasajes centrales sobre Cristo, Orígenes afirma que
«ese mismo Logos de Dios, sabiduría de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas,
se sometió a las limitaciones de la naturaleza humana, naciendo en Judea de una mujer,
llorando como un niño, perplejo ante la muerte, condenado a morir, y resucitando al
tercer día» [85] . El pasaje, como he dicho en otro lugar de gran profundidad y de extraña
plasticidad, constituye el núcleo de la cristología de Orígenes.
Dadas por supuestas las diferencias teológicas existentes entre los eminentes
teólogos alejandrinos y dejando abiertas las interpretaciones en ciertas cuestiones
planteadas, en absoluto baladíes, parece obvio admitir que la idea fundamental de esta
escuela consiste en admitir la centralidad de un Logos divino que toma carne humana.
Aunque en principio el significado de la palabra «carne» guarde una relación completa
con lo que se entiende por «ser humano», sin embargo, la tradición alejandrina tendía a
dejar en entredicho algunos aspectos esenciales del mismo, como son la individualidad y
la libertad. El peligro de la teología alejandrina radica, en palabras de T. P. Rausch, «en
la tendencia a menospreciar la plena humanidad de Jesús, una tendencia que llega
posteriormente a ser negación efectiva en el caso de Apolinar» [86] . La fuerza de su
cristología, en cambio, estriba, como escribe R. Haight, «en la experiencia religiosa y en
su convicción de que la salvación solo puede venir de Dios y que Jesús es el mediador de

492
Dios para la salvación humana. Su fuerza radica en lo que acentúa exageradamente, a
saber, la divinidad de Jesucristo» [87] . La fuerza del lo,goj o la divinidad de Jesucristo,
acentuada de forma exagerada, rige poderosamente todo el campo de la cristología de
esta escuela alejandrina.
Antioquía, una ciudad siria fuera de Palestina, donde se había establecido una
numerosa y vigorosa comunidad cristiana, se convirtió, hacia comienzos del siglo IV, en
una famosa escuela teológica, fundada probablemente por Luciano de Antioquia († 312).
Los eruditos de esta escuela representan la facción brusca de la teología, enzarzados en
broncas discusiones, en cismas, frecuentemente disfrazados de tintes políticos y de poder
social y cargados con excomuniones a sus espaldas.
La doctrina cristológica de la escuela antioquena se centra en el lo,goj–a;nqropwj,
enfatizando la humanidad de Jesús. Según afirma R. Haight, «el núcleo de la cristología
antioquena consiste en una sólida concepción de Jesucristo como figura o persona
histórica que tenía dos naturalezas distintas» [88] . Evitando cualquier viso de
adopcionismo, esta escuela centra la atención no en el Logos, sino en la figura histórica
de Jesús de Nazaret, convertido en ser humano, asumido por quien es la Palabra de
Dios. La persona de Jesús presenta dos naturalezas íntegras, claramente diferenciadas y
distintas, sin admitir la división, aunque aún no aparezca clara la terminología para
expresar esta profunda realidad. Jesús es por tanto un ser humano completo, a quien
podemos atribuirle inteligencia, voluntad y libertad, y en el que actúa el Verbo de Dios.
La salvación humana, envuelta en estos términos de humanidad de Jesucristo, implica
lógicamente la libertad y la acción del hombre, cuyo modelo y camino es Jesús de
Nazaret. La concepción cristológica antioquena, más próxima a la mentalidad moderna
del valor y el interés por la historia que la escuela de Alejandría, defiende enérgicamente
la humanidad de Jesucristo juntamente con su divinidad, aunque la unidad de la persona
de Jesús no quede convenientemente aclarada. La explicación a este compromiso entre
las dos realidades, a saber, el Logos como individuo y Jesús en cuanto ser humano
individual, no solo se mueve en un enfrentamiento dialéctico tenaz, sino que conlleva una
intrínseca dificultad conceptual, a la que tratarían de dar solución debates posteriores,
aportando terminología nueva, métodos más refinados y mayor profundización teológica.
El escenario del debate teológico, que se presentaba vital, aparece manifiesto. El
tema tenía que abordar la teología judeocristiana acerca de Jesús, las desviaciones

493
heréticas que se habían producido en el cristianismo con la introducción del pensamiento
filosófico del mundo grecorromano y dar respuesta, en un lenguaje de la época, a los
grandes interrogantes sobre la figura de Jesús de Nazaret. ¿Quién es Jesús? ¿Cómo se
explica la unidad de Jesús con Dios y con el hombre? ¿Es Jesús verdadero Dios y
verdadero hombre? ¿Cómo se hace presente el Dios revelado en Jesús? ¿Cómo se
entiende un lo,goj eterno hecho carne humana? ¿Es posible que una afirmación (lenguaje
filosófico-teológico, en definitiva) pueda captar la totalidad del misterio de Jesús? Estos
interrogantes evidencian que el problema tratado constituye el núcleo fundamental de la
fe de la Iglesia en Cristo Jesús. El lenguaje para expresar los misterios cristianos debía
dar forma original a los contenidos tradicionales, preservando la esencia de los mismos y
abriendo a la par el camino que condujese a un futuro de unidad y de esperanza en la
comunidad eclesial.
Arrio es un personaje fundamental entre los teólogos que de una u otra forma
configuran el pensamiento cristológico de los primeros siglos del cristianismo. Nació en
Libia hacia el año 260. Su formación filosófico-teológica la recibió en Alejandría y en
Antioquía, donde tuvo por maestro a Luciano, un reconocido exegeta en aquel tiempo.
Pronto se vio envuelto en intrigas eclesiásticas y cismas. Simpatizante primero de
Melecio en sus aspiraciones al primado de Alejandría y defensor después de Pedro I de
Alejandría, por quien sería excomulgado más tarde, fue recibido de nuevo en la Iglesia
por Aquiles y ordenado sacerdote, ejerciendo su ministerio en el famoso distrito de
Baucalis, en Alejandría. Fue condenado por sus opiniones teológicas en varios sínodos
locales. La información que nos ha llegado acerca de su pensamiento está recogida en
algunas cartas suyas, las de sus defensores y críticos y ciertos fragmentos de su obra
Thalia (Banquete), preservada en los escritos de Atanasio. Su doctrina fue defendida y
condenada en el I Concilio ecuménico de Nicea. Fue desterrado a Iliria por el emperador
Constantino I el Grande. Un día antes de su anunciada reconciliación por el emperador,
moría en Constantinopla, en el año 336.
Arrio descubre en los textos bíblicos el fundamento de su doctrina, que,
básicamente, concibe a Jesús como una criatura excelsa, pero no de naturaleza divina.
Jesús está muy cercano al Padre, pero su naturaleza es distinta de la de Dios. Así lo
entiende él al interpretar los pasajes bíblicos referidos a Jesús. A Jesús Dios lo ha hecho
(evpoi,hsen / fecit hace referencia a una criatura) Señor y Mesías (Hch 2,36). Pablo dice

494
que para los que han sido llamados, judíos y griegos, Jesús es «un Mesías, fuerza de
Dios y sabiduría de Dios». Cristo es Qeou/ du,namin kai. Qeou/ sofi,an / Dei virtutem et
Dei sapientiam, pero no eterna, sino enviada a este mundo (1 Cor 1,24). Otros textos
expresan claramente la humanidad de Jesús al hablar de su proceso de aprendizaje, del
hambre y la sed que padeció, de su cansancio, de su tristeza y de su obediencia radical al
Padre (Mt 4,2; Lc 2,52; Jn 4,6; Flp 2,8 etc.).
Dios es para Arrio un ser único, y en esta afirmación radica el fundamento último de
su concepción cristológica. Así lo expresa él en la profesión de fe que envió a Alejandro
de Alejandría hacia el año 320, escrita presumiblemente antes del sínodo de Bitinia:
«Solo conocemos un Dios, el único increado [no hecho, ingénito= avge,nnhton], el
único eterno, el único sin origen, el único verdadero, el único poseedor de la
inmortalidad, el único sabio, el único bueno; el soberano del universo, el juez de todos, el
ordenador y rector, invariable e inmutable, justo y bueno, el Dios de la ley, de los
profetas y de la nueva alianza, que antes de los tiempos eternos engendró [gennh,santa;
esta expresión debe entenderse aquí en sentido “neutral”; no se refiere a una verdadera
generación] al Hijo unigénito, por quien creó (pepoi,hke) también los eones y el universo;
no lo engendró (gennh,santa) en apariencia sino en verdad, como un ser dotado de su
propia voluntad [con su libre albedrío], invariable e inmutable, como criatura perfecta de
Dios; lo engendró (ge,nnhma), mas no como son engendrados otros...»
El Hijo es semejante al Padre, criatura distinta de todas las demás, pero también
hecha por Dios: «Confesamos que fue creado (ktisqe,nta) por la voluntad de Dios antes
de los tiempos y eones, que recibió vida y (los títulos de) honor del Padre, de forma que
el Padre coexiste con él (sunuposth,santoj auvtw|/ tou patro,j). Porque el Padre no se
despojó al darle en herencia todo lo increado que encierra en sí. El Padre, en efecto, es la
fuente de todo. Hay así tres hipóstasis. Y Dios (o` mevn qeo,j es decir, Dios Padre) es la
causa de todos, solo y sin origen; y el Hijo engendrado (gennhqei,j) por el Padre
intemporalmente (es decir, antes de existir el tiempo) y creado y fundado con
anterioridad a los eones, no existía antes de ser engendrado; es engendrado previamente
a todo, y solo él recibió su existencia del Padre. Porque él no es eterno, o tan eterno o
tan increado como el Padre, ni posee un ser idéntico al Padre, como sostienen los que
hablan de «relación mutua» (w;j ti,nej le,gousi ta, pro,j ti) e introducen así dos avrcai
increados. El (el Padre), mónada y principio de todo, es el Dios anterior a todo. Por eso

495
es también antes del Hijo, como aprendimos de ti y tú has proclamado en medio de la
Iglesia.
Como recibe de Dios el ser y los (títulos de) honor y de la vida, y todo le fue
entregado (por Dios), su origen es (el) Dios (o` qeo,j). (Dios) reina sobre él como Dios
suyo y anterior a él. Y si algunos entienden ciertas expresiones como «de él», «del seno»
y «procedí y vine del Padre» (1 Cor 8,6; Sal 109,3; Jn 8,42) en el sentido de parte o
emanación de la misma sustancia, el Padre estará compuesto y será separable, mudable y
corpóreo, y el Dios incorpóreo será también corpóreo y pasible» [89] .
En otra carta a Eusebio de Nicomedia, Arrio escribe, refiriéndose al Hijo: «Que el
Hijo no es inengendrado, ni parte del Inengendrado de ningún modo, ni [formado] de
sustrato alguno, sino que fue constituido según la voluntad y consejo [de Dios], antes
de los tiempos y los siglos, lleno (de gracia y de verdad), divino, único e inmutable. Y
antes de que fuera engendrado o creado u ordenado o fundado, no existía, pues no era
inengendrado. Nos persiguen porque decimos: “El Hijo tiene un principio, pero Dios es
sin principio”. Por ello se nos persigue, y porque decimos: “El Hijo fue [hecho] de la
nada”. Pero esto es lo que decimos, ya que el Hijo no es parte de Dios ni ha sido
[formado] de sustrato alguno» [90] .
En perfecta sintonía con estas afirmaciones de Arrio, J. N. D. Kelly, resume el
pensamiento sobre el Hijo o Logos (un título inapropiado para referirse a Cristo, según
Arrio) en las siguientes proposiciones:
– El Hijo es una criatura, traída a la existencia por el Padre (solo el Padre es Dios, según
Arrio). Decir que el Hijo «emana» o es «parte consustancial» del Padre es reducir
la divinidad a meras categorías físicas. El Hijo es la criatura más perfecta de la
creación, pero, en cuanto tal, debe su ser a la voluntad del Padre y no es
avge,nnhtoj y, consecuentemente, pertenece al mundo de la contingencia.
– En cuanto criatura, el Hijo ha tenido un principio. Pese a su existencia, anterior a todos
los tiempos y edades, y pese a ser el creador del tiempo y del mundo contingente, él
no existía antes de su generación. Esta idea quedó plasmada en el famoso lema
arriano: «Hubo un tiempo en que él (el lo,goj) no era; antes de ser creado no
existía». De ser eterno, es decir, co-eterno con el Padre, la idea de monoteísmo
quedaría aniquilada.

496
– El Hijo no está en comunión ni conoce directamente al Padre. Aunque sea «Palabra» y
«Sabiduría» de Dios, no pertenece a la misma esencia de Dios. Es distinto en
esencia al Padre, como el resto de criaturas. El Hijo, al ser finito, nunca podrá
comprender la infinidad de Dios. Lo que conoce del Padre corresponde a su
capacidad y su conocimiento, consecuentemente, nunca será perfecto y completo.
– El Hijo es susceptible de cambio e incluso de pecado. Tal afirmación, atrevida y
ofensiva, quedaría mitigada, interpretando que, aunque la naturaleza del Hijo
estuviese en principio sometida al pecado, habría permanecido virtuosa por la
providencia divina.
– El Hijo solo podría ser llamado Dios o Hijo de Dios en un sentido nominal o como
mero título de cortesía [91] .

Arrio, reduciendo la doctrina sobre el Hijo de Dios a un subordinacionismo radical,


había desconsiderado las nobles ideas de la generación eterna del lo,goj, cediendo a los
principios filosóficos del platonismo medio.

497
14.7. El Concilio I de Nicea (325)
Las especulaciones teológicas de Arrio, afirma J. N. D. Kelly, habían reducido al lo,goj a
«semidiós», una criatura infinitamente superior a las demás, pero sencillamente eso: una
criatura, en relación con el Padre [92] . Según la opinión de W. Kasper, «en Arrio, el Dios
de los filósofos se impuso al Dios vivo de la historia. La doctrina bíblica del Logos de
tipo soteriológico se convirtió en especulación cosmológica y en moral. Su teología es
una aguda helenización del cristianismo» [93] . Y en otro pasaje hace la misma
afirmación: «el arrianismo era una helenización ilegítima que reducía el cristianismo a
cosmología y moral» [94] .
Los extendidos y fácilmente memorizados eslóganes de la doctrina arriana, como su
famoso «hubo un tiempo en que (el Logos) no fue», llevaron el desasosiego religioso y
también político al imperio. Para afrontar los retos políticos y religiosos planteados,
Constantino, una vez derrotado su rival, Licinio, en el año 324, convocó un concilio
general en la ciudad de Nicea. Las razones de esta convocatoria no se reducían a la
problemática originada por la doctrina arriana, sino que se extendían a otros asuntos de
carácter político y organización eclesial. Además del arrianismo, flotaban en el ambiente
las disensiones producidas por el cisma originado en Antioquía después del año 268 con
la condena de Pablo de Samosata, el cisma de Melecio de Antioquía en Egipto, la
persecución de la Iglesia oriental y la nueva organización de la Iglesia, convertida en
institución fundamental para el imperio. En el Concilio tomaron parte alrededor de 318
obispos, procedentes en casi su totalidad de las iglesias de Oriente [95] .
El Concilio se reunió en el palacio imperial de Nicea, presidido en su sesión
inaugural por Constantino, en mayo del año 325. Su preocupación fundamental fue
afirmar las enseñanzas de las Escrituras y la Tradición sobre Jesucristo, el Verbo de Dios.
Las discusiones conciliares comenzaron –una vez superadas las primeras
proposiciones de los adversarios– con la aceptación de una fórmula de fe propuesta por
Eusebio de Cesarea, usada en su Iglesia y originaria del área sirio-palestina [96] .
Esta fórmula, según la cual fue bautizado Eusebio, obispo de Cesarea, y que
probablemente se remonte a mediados del siglo III, dice así:

«Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, el creador de todas las cosas


visibles e invisibles. Y en un solo Señor, Jesucristo, la Palabra de Dios, Dios de
Dios, luz de luz, vida de vida, Hijo unigénito, primogénito de toda la creación,

498
engendrado antes de todos los siglos por el Padre, por medio del cual todo fue
hecho, se encarnó por nuestra salvación y vivió entre los hombres, y sufrió, y
resucitó de nuevo en gloria a juzgar a los vivos y a los muertos. Creemos también
en un solo Espíritu Santo» [97] .

El credo de Nicea, aprobado por los Padres presentes en el Concilio, es el siguiente:


[Versio latina]:

«Credimus in unum Deum, Patrem omnipotentem, omnium visibilium et


invisibilium factorem. Et in unum Dominum nostrum Iesum Christum Filium Dei,
natum ex Patre unigenitum, hoc est de substantia Patris, Deum ex Deo, lumen ex
lumine, Deum verum de Deo vero, natum, non factum, unius substantiae cum Patre
(quod graece dicunt homousion), per quem omnia facta sunt, quae in caelo et in
terra, qui propter nostram salutem descendit, incarnatus est et homo factus est et
passus est, et resurrexit tertia die, et ascendit in caelos, venturus iudicare vivos et
mortuos. Et in Spiritum Sanctum. Eos autem, qui dicunt “Erat, quando non erat” et
“Antequam nasceretur, non erat” et “Quod de non exstantibus factus est” vel ex alia
substantia aut essentia dicentes aut convertibilem aut demutabilem Deum, hos
anathematizat catholica Ecclesia».

[Versión latina. Traducción al español]:

«Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, creador de todas las cosas visibles y
de las invisibles. Y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido unigénito
del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, nacido, no hecho, de una sola sustancia con el Padre
(lo que en griego se llama homousion), por quien todas las cosas fueron hechas, las
que hay en el cielo y las que hay en la tierra, el cual por nuestra salvación
descendió, se encarnó y se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a
los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo.
Los que, en cambio, dicen: “Hubo un tiempo en que no fue”, y “Antes de ser
engendrado, no era” y “Que fue hecho de la nada”, o dicen que Dios es de otra
sustancia o esencia, o cambiable o mudable, los anatematiza la Iglesia católica» [98] .

[Versión griega. Traducción al español, en la que señalo algunos términos o


expresiones griegos muy significativos]:

«Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, creador de todas las cosas visibles e
invisibles; y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado unigénito del
Padre, (gennhqe,nta evk tou/ Patro,j), es decir, de la sustancia del Padre, (evk th/j
ousi,aj tou/ Patro,j), Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero
engendrado, no hecho (gennh,qenta ouv poihqe,nta), consustancial al Padre
(o[moou.sion tw|/ patri,), por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el

499
cielo y las que hay en la tierra, el cual por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día,
[y] subió a los cielos, y viene a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu
Santo. Los que, en cambio, dicen: “Hubo un tiempo en que no fue”, y: “Antes de
ser engendrado, no era” y que fue hecho de la nada, o dicen que el Hijo de Dios es
de otra hipóstasis o sustancia o creado [!], o cambiable o mudable, los anatematiza
la Iglesia católica».

El Concilio condenó «la impía doctrina» y «las expresiones blasfemas» de los


arrianos acerca del Hijo de Dios, a saber, que «venía de la nada y que antes del
nacimiento no existía, que era capaz del bien y del mal; en una palabra, que el Hijo de
Dios era una criatura» [99] .
La interpretación teológica de la confesión de la fe nicena se esclarece
perfectamente a partir de las conocidas «adiciones» o «interpolaciones» antiarrianas,
introducidas en el texto del símbolo.
La primera de ellas dice que el Hijo es «engendrado, no hecho» (gennhqe.nta( ouv
poihqe,nta). El lo,goj es verdadero Dios; no es un ser creado, sino engendrado (una
distinción que no hacían los arrianos), y su existencia no depende de un acto de la
voluntad del Padre, ya que el Padre y el Hijo son idénticos en su esencia. El Padre no
existía antes que el Hijo, ni el Hijo es una criatura salida de la nada. Los Padres
conciliares estimaron que la divinidad y la inmutabilidad del lo,goj se apoyaban en la
Escritura y en la Tradición. Al considerar esta afirmación en sus tratados anti-arrianos,
San Atanasio acusaba al arrianismo de inclinación al politeísmo por negar la eternidad de
la Trinidad, desconsiderar la fórmula bautismal, en la que se invoca al Hijo, junto al
Padre y el Espíritu, y socavar la idea de redención al negar la divinidad del Mediador,
Jesucristo [100] . Hablando de esta afirmación, P. Hünermann sostiene que «aquí nos
encontramos con una de las más decisivas transformaciones conceptuales en la historia
del concepto de Dios jamás emprendidas» [101] . En efecto, el concepto griego de Dios
como principio, inmutable y alejado del mundo, se sustituye por el de comunicación en el
seno de Dios, que envía a su propio Hijo al mundo.
El Hijo es, además, «de la sustancia del Padre» (evk th/j ouvsi,aj tou/ Patro,j). Esta
afirmación está en abierta contradicción con la doctrina arriana, según la cual el Hijo es
de otra ouvsi,a. Se constata, además, que el lo,goj no ha sido creado de la nada y que es
de la misma esencia (ouvsi,a significa precisamente eso) del Padre. Se rebatía así la

500
doctrina de Arrio utilizando la terminología empleada por él –ouvsi,a e u`po,stasij–, según
la cual «el Padre es ajeno al Hijo según la substancia».
El Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero» (Qeo,n avlhqino,n evk Qeou/
avlhqinou/), equiparándolo plenamente a Dios, conforme a la teología de Juan que dice:
«Y la vida eterna es esta: conocerte a ti, el único verdadero Dios, y al que enviaste,
Jesucristo» (Jn 17,3). La invocación de Arrio de este versículo joánico para negar la
auténtica divinidad de Hijo había quedado rechazada por el Concilio.
Se dice, además, que el Hijo es «consustancial al Padre» (o`moou,sion tw|/ patri),
de la misma naturaleza que el Padre, contradiciendo la afirmación de Arrio que, en
Thalia, afirmaba: «No es de igual condición que el Padre, luego tampoco es
o`moou,sioj» [102] . El término o`moou,sioj, pese a las dificultades que pueden implicar
tanto su significado como su variada utilización histórica, su origen no bíblico y el propio
sentido utilizado por los obispos del Concilio, explica hoy en día la identidad de sustancia
en las personas de la Trinidad al afirmarse la inmaterialidad e indivisibilidad de la
naturaleza divina. La consustancialidad del Hijo con el Padre (o`moousi,a) evita la
interpretación neoplatónica que pudiera atribuirse a frases del símbolo niceno, como
«Dios de (evk) Dios». Aun así, al término le faltó profundización y precisión por parte
de los padres conciliares y fue motivo de controversia en años siguientes. Aparece claro
que, más allá de la teología del Concilio, el objetivo primordial era la consecución del
máximo acuerdo y concordia posibles. El pensamiento cristológico permanecía abierto a
las interpretaciones de los diferentes grupos teológicos, mientras el credo fuese admitido
y la paz asegurada.
Aparte de las limitaciones consignadas anteriormente en el tratamiento de las
formulaciones del Concilio, la teología de Nicea se enfrenta hoy en día a la crítica que
proviene fundamentalmente de los campos dogmático, filosófico y bíblico [103] . Desde el
punto de vista dogmático, se dice, existen ambigüedades acerca del objeto de la doctrina
definida por el Concilio. ¿Se trata de la doctrina del lo,goj? ¿De la doctrina sobre Dios?
¿De la doctrina de Jesús? Y si es sobre Jesús, ¿Se trata del Hijo, engendrado antes de
todos los siglos? ¿De la vida diferenciada de Dios en la Trinidad? ¿De Jesús de Nazaret,
tal como lo expone la investigación contemporánea? Las objeciones filosóficas hacen
referencia a la imposibilidad de adecuar conceptos tales como «naturaleza», «esencia» y
«persona» a las realidades misteriosas de Dios y de Cristo. En lo concerniente a las

501
objeciones exegéticas, se aduce que las declaraciones de Nicea no se corresponden con
los contenidos de la Escritura, principalmente porque se apoyan casi exclusivamente en
textos joánicos, prescindiendo de los evangelios sinópticos que presentan a Jesús como
un ser integral, porque desconsideran el componente mitológico de la predicación original
de Jesús, se sustentan en textos sobre la pre-existencia que solo aparecen en escritos
tardíos del Nuevo Testamento y porque no se utilizan las herramientas críticas y
hermenéuticas disponibles en la actualidad.
En resumen, como dice R. Haight, «el problema subyacente de la doctrina de Nicea
desde una perspectiva postmoderna está en haber hecho del Logos una hipóstasis y en el
cambio de una cristología neotestamentaria desde abajo a una cristología desde arriba,
propia del siglo II. Y la solución a este problema consiste en reinterpretar el significado de
Nicea en términos de una cristología desde abajo que sea fiel y compatible con el Nuevo
Testamento» [104] .
Es necesario aseverar categóricamente que la confesión de fe de Nicea no responde
a un curioso interés especulativo, sino a una preocupación soteriológica que contempla la
revelación de Dios en Jesucristo. Así se desprende claramente de la importancia que los
padres daban a la redención, como atestiguan algunos testimonios, especialmente el de
Atanasio en su Oratio contra arianos [105] . El pensamiento griego sobre Dios como
a`|rch,, como último, inmutable y segregado del mundo, da paso a la concepción cristiana
de Dios, creador libre del universo, relacionado libremente con el hombre y que se revela
para su salvación. Dios se comunica en el lo,goj, de la misma esencia que el Padre y que
se hace carne. La profesión de Nicea, dice W. Kasper, «no es una doctrina abstracta,
sino una profesión litúrgica de fe (“creemos”). Esta profesión de fe se orienta hacia la
historia de la salvación y procede de la tradición bíblica y eclesial. Por tanto, el nuevo
dogma se entiende como servicio a la fe e interpretación de la tradición» [106] .
La importancia del credo niceno es incuestionable. Hoy en día, se mantiene como
profesión litúrgica oficial de la Iglesia y como lugar de convergencia de las grandes
Iglesias de Oriente y de Occidente. Constituye, además, un principio fundamental en la
búsqueda de un ecumenismo cristiano, en el que se hermanen la unidad y el pluralismo
legítimo de los seguidores de Jesús [107] . En la Iglesia se deben integrar armónicamente
la unidad, proporcionada por la Escritura y la Tradición, y la búsqueda continua de la
verdad que ha de expresarse en términos de modernidad. La dinámica de la fe cristiana

502
había descubierto en Nicea la fuerza de Dios, manifestada en la gracia del lo,goj, que
comunica a la humanidad el amor del Padre [108] .
Los importantes logros cristológicos del Concilio no evitaron las profundas crisis que
sobrevinieron a la Iglesia durante el medio siglo siguiente [109] . Unas fueron de tipo
político y otras, de carácter teológico. En el plano político desempeñó una función
decisiva el cesaropapismo de Constantino y sus sucesores. Comenzaron las luchas, las
intrigas y las destituciones. Eusebio de Nicomedia, que primero fue desterrado a las
Galias por retirar su firma de la confesión de Nicea, ocupó más tarde el puesto de
consejero teológico de la corte imperial para la Iglesia de Oriente. Atanasio, sucesor de
Alejandro de Alejandría, fue acusado y calumniado ante el emperador y muchos obispos
se vieron obligados a huir al exilio. Constantino II, por otra parte, desarrolló una política
abiertamente hostil al Concilio de Nicea.
La crisis teológica, aún más grave, se centró en la doctrina del o`moou,sioj,
insuficientemente profundizada y definida para convertirse en fórmula de fe
definitivamente consensuada y aceptada. Los obispos contrarios a la definición de Nicea
se situaron teológicamente en torno a tres grupos. El primero de ellos, seguidor de las
tesis de Arrio, se centraba en la desigualdad entre el Padre y el Hijo, insistiendo en la
naturaleza creada del lo,goj. El segundo, cuya referencia era Acacio de Cesarea, admitía
la semejanza entre el Padre y el Hijo, al tiempo que rechazaba la idea expresada en el
término o`moou,sioj y otras formas de origen arriano. El tercero, (a quienes se les
conoce indebidamente como «semi-arrianos»), cuyo máximo representante era Basilio de
Ancira, sustituía el término o`moou,sioj por el de o`moio,usioj (de sustancia semejante)
para preservar, por un lado, las semejanzas en esencia entre el Padre y el Hijo y, por
otro, la diferencia entre ellos.
Los dos grandes teólogos defensores de la doctrina de Nicea fueron Atanasio de
Alejandría († 373), en Oriente, e Hilario de Poitiers († 367), en Occidente.
Atanasio de Alejandría defendió enérgicamente la ortodoxia de Nicea,
aproximándose a sus contenidos desde consideraciones filosóficas, y principalmente
desde la perspectiva de la salvación humana. El Logos existe eternamente junto al Padre,
puesto que Dios no puede estar sin su Palabra, como no puede dejar de brillar la luz o
detenerse una corriente de agua. Jesús es la Palabra, engendrada por el Padre en un
proceso eterno; y aunque esto constituya un misterio, no implica ni la imperfección del

503
Padre (que necesita de la Palabra) ni la inferioridad del Hijo (por el hecho de ser
engendrado). El Hijo es diferente a toda criatura, pertenece a la sustancia del Padre y es
de la misma naturaleza que él [110] . La divinidad del Padre es idéntica a la del Hijo y de
esta forma cuanto se predique del Hijo se predica del Padre [111] . La ousi,a o naturaleza
divina, única e indivisible, es compartida a la par por el Padre y el Hijo, y la distinción
entre ellos –real– radica en la propia distinción entre la divinidad como eternamente
generadora y eternamente también expresada y generada [112] . Padre e Hijo son dos
personas distintas. El Hijo es la imagen del Padre, una imagen no meramente externa,
sino consubstancial, y así Cristo nos conduce a él.
Desde la perspectiva de la redención humana, Atanasio argumenta la divinidad de
Jesús de una manera coherente y sencilla: si Jesucristo fuera una simple criatura y no
Dios, no sería el auténtico revelador del Padre y salvador de los hombres, como afirman
los escritos del Nuevo Testamento. Sin el reconocimiento de la divinidad de Jesús sería
inconcebible una auténtica redención, que hace posible la participación en la vida de
Dios. Solamente a través de quien es el Hijo de Dios por naturaleza pueden los hombres
convertirse en «Hijos del Padre» por adopción, pues, acogiendo su Espíritu, nos unimos
a él [113] .
Atanasio, que defendió con ahínco la divinidad de Jesús, no logró reconocer en
profundidad las implicaciones de su humanidad. Bajo el manto protector de la naturaleza
increada del Logos, Atanasio procuró ocultar cualquier debilidad de la naturaleza humana
de Jesús –como la ignorancia y el hambre– insinuando que las debilidades que Cristo
mostró en su vida terrena respondían a una contención de su divinidad.
Hilario de Poitiers, inmerso en el debate teológico de Oriente por su exilio durante
tres años en Asia Menor, consideraba que para evitar la interpretación del sabelianismo,
el término o`moou,sioj del Concilio de Nicea debía mantener la unidad de sustancia y la
distinción de Personas en la Trinidad [114] .
En Asia Menor Basilio de Cesarea, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno
contribuyeron a afianzar la enseñanza de Nicea, afirmando la divinidad del Hijo y la
apropiada relación entre el Padre y el Hijo [115] .
Las tensiones y divisiones del periodo postniceno se mitigaron con la celebración del
denominado sínodo de la paz, celebrado en Alejandría el año 362. A él se acogieron
cuantos aceptasen la confesión de Nicea, aunque los términos de ousi,a e u`po,stasij

504
estuvieran aún expuestos a interpretaciones diferentes. Solamente el Concilio de
Constantinopla puso fin a la controversia.

505
14.8. El Concilio de Constantinopla I (381)
La unidad de la Iglesia continuaba amenazada por problemas políticos y religiosos. Para
conseguir la normalización en la organización de la Iglesia de Constantinopla, una
cuestión no banal dada la importancia de esta Iglesia como guía de la ortodoxia, y
combatir el arrianismo y otras herejías, el emperador Teodosio I convocó el primero de
los Concilios que habrían de celebrarse en Constantinopla.
El Concilio, al que asistieron 150 obispos de las diócesis orientales, fue presidido por
Melecio de Antioquía y tras su muerte sucesivamente por Gregorio Nacianceno y
Nectario de Constantinopla. En él influyó decisivamente la teología de los llamados
«Padres Capadocios»: Basilio Magno, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno. Su
importancia, aunque ensombrecida por la enorme repercusión eclesial del concilio de
Nicea, se debe al hecho de que, según opina L. Perrone, a él precisamente pueda
atribuirse el reconocimiento de la doctrina de Nicea como patrimonio de todas las
Iglesias, tanto de Oriente como de Occidente [116] .
Las Actas del Concilio han desaparecido casi en su totalidad. El Credo
Constantinopolitano, con toda probabilidad existente con anterioridad a la celebración del
Concilio, teniendo en cuenta que parte de su contenido aparece en el Ancoratus de
Epifanio, escrito en el año 374, se conoce actualmente –desde finales del siglo XVII– con
el nombre de «Niceno-Constantinopolitano».

El Credo Constantinopolitano dice así:


[Recensio latina]

«Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae, visibilium


omnium et invisibilium. Et in unum Dominum Jesum Christum Filium Dei
unigenitum, et ex Patre natum ante omnia saecula, Deum de Deo, lumen de lumine,
Deum verum de Deo vero, genitum, non factum, consubstantialem Patri: per quem
omia facta sunt; qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de
caelis, et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria virgine, et homo factus est,
crucifixus etiam pro nobis sub Pontio Pilato, passus et sepultus est, et resurrexit
tertia die secundum Scripturam, et ascendit in caelum, sedet ad dexteram Patris, et
iterum venturus est cum gloria, iudicare vivos et mortuos: cuius regni non erit finis.
Et in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem, qui ex Patre Filioque procedit,
qui cum Patre et Filio simul adoratur et conglorificatur. qui locutus est per
prophetas. Et unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam. Confiteor unum

506
baptisma in remissionem peccatorum. Et exspecto resurrectionem mortuorum, et
vitam venturi saeculi. Amen».

[Versión griega. Traducción al español)

«Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de cielo y tierra, de todo


lo visible y lo invisible; y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,
engendrado del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia que el
Padre, por quien todo fue hecho; por nosotros los hombres y por nuestra salvación
bajó del cielo, por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo
hombre. Por nuestra causa fue crucificado bajo Poncio Pilato: padeció y fue
sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, subió al cielo y está sentado a
la derecha del Padre; de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los
muertos, y su reino no tendrá fin. Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y
gloria, y que habló por los profetas. Y en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.
Reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados y esperamos la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén».

[Versión latina. Traducción al español)

«Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de cielo y tierra, de todo lo


visible y lo invisible. Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, y nacido
del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todo fue
hecho; por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra
del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; por nuestra
causa fue también crucificado bajo Poncio Pilato, padeció y fue sepultado, y
resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo y está sentado a la derecha
del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, y
su reino no tendrá fin. Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede
del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y
gloria, y que habló por los profetas. Y en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.
Reconozco un solo bautismo para el perdón de los pecados. Y espero la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén» [117] ».

La gran medida adoptada por el Concilio es la reafirmación del Credo niceno en la


doctrina de la relación entre el Padre y el Hijo, sin que aparezca la identificación entre
ousi,a e u`po,stasij y se haya omitido el inciso «de la esencia del Padre». Por otra parte,
en el Concilio se añade la cláusula, referida a Jesús, «cuyo reino no tendrá fin», contra la
doctrina de Marcelo de Ancira, y se reconoce indirectamente la divinidad del Espíritu

507
Santo, de quien se dice que es «Señor y dador de vida», que «procede del Padre» y que
«con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» [118] . La famosa
declaración doctrinal, conocida como Tomus, de la que se tienen noticias por un
documento análogo del año siguiente a la celebración del Concilio, reconoció la esencia
divina del Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son «una sola divinidad,
poder y sustancia».
El canon I del Concilio, síntesis de los contenidos del Tomus, formula anatemas
contra los diversos errores surgidos del arrianismo. Se debe anatemizar, dice, «toda
herejía, especialmente la de los eunomianos o anomeos, de los arrianos o eudoxianos, de
los semiarrianos o pneumatómacos, de los sabelianos, de los marcelianos, de los
fotinianos y de los apolinaristas» [119] .
El Concilio de Calcedonia recuperaría este símbolo de fe, en gran medida olvidado,
porque, como dice L. Perrone, «tenía que servir de base para justificar la misma
definición dogmática de Calcedonia, que de esta forma intentaba confirmar de nuevo
aquella relación con Nicea y con la regla de fe que había inspirado también a los 150
padres» [120] .

508
14.9. Entre Constantinopla y Calcedonia
La doctrina del Concilio I de Constantinopla, aparte de reafirmar la comunión de
personas en la Trinidad, dejaba abierto el camino a nuevos interrogantes teológicos sobre
la encarnación. La plena divinidad y humanidad de Cristo quedaban firmemente
afianzadas en el credo eclesial, aunque sin reconocerse una fórmula dogmática que
estableciera la relación entre ellas. El problema al que se enfrentarán las discusiones
teológicas en los concilios del siglo V no será tanto el reconocimiento de la plena
divinidad y humanidad de Cristo cuanto la explicación del modo de unión de ambas
realidades [121] .
Las dos grandes figuras que dominan el panorama cristológico entre los concilios de
Constantinopla I y Calcedonia son: Nestorio y Cirilo de Alejandría.
Nestorio († 451) nació en una localidad siria, en el año 381. Monje primero y más
tarde presbítero en la ciudad de Antioquía adquirió su formación teológica en esta ciudad.
En el año 428 fue elegido arzobispo de Constantinopla, siendo condenado unos años más
tarde, en el Concilio de Éfeso. Murió en el exilio, en el año 451, al tiempo que se
celebraba el Concilio de Calcedonia. Su pensamiento teológico aparece detallado en su
obra Liber Heraclidis, compuesta en su etapa de destierro. Su teología, marcada por su
espiritualidad monástica, tiene un fuerte componente anti-herético –especialmente contra
los arrianos y los apolinaristas– y se orienta a la animación de la vida cristiana desde una
perspectiva soteriológica y la utilización de terminología bíblica.
Poco después de ser elegido arzobispo de Constantinopla, en una carta dirigida al
patriarca de Antioquía, escribe: «Al poco de nuestra llegada nos encontramos a los
miembros de la Iglesia divididos por una virulenta disputa. Algunos de ellos denominaban
a la Santa Virgen alumbradora de Dios, mientras que otros no veían en ella más que a la
madre de un ser humano. Con la solicitud de volver a unir a las dos facciones [...]
nosotros la llamamos alumbradora de Cristo (cristoto,kon), denominación que debía
abarcar ambas cosas: al Dios (en Cristo) y al hombre, de conformidad con las palabras
del evangelio» [122] .
El título Qeoto,koj (deípara), utilizado ya a comienzos del siglo III y deducible del
concepto teológico de la communicatio idiomatum (comunicación de atributos) implícito
en las enseñanzas de Nicea, aplicado a María, no le parecía apropiado a Nestorio por el
peligro que entrañaba de conducir al apolinarismo, que sostenía la unidad física del Logos

509
y la carne. En todo caso, podría aplicársele el título cristoto,koj o incluso el de Qeodo,xoj
(receptora de Dios), contando siempre que la Virgen no puede ser entendida como
personalmente divina. Dios, dice Nestorio, no puede tener madre. Ninguna criatura
puede engendrar a la divinidad. María dio a luz un hombre, vehículo de la divinidad, pero
no Dios. Bajo la descripción de María como Qeoto,koj se esconde, dice, la negación de
la divinidad (arrianismo) y la imperfección de la humanidad de Cristo (apolinarismo).
La argumentación a estas afirmaciones la expresa Nestorio en su segunda carta a
Cirilo: «Te ruego que reflexiones detenidamente sobre sus palabras (se refieren al
Concilio de Nicea). Y verás que el coro sagrado de los Padres no ha dicho que la
divinidad esencial (del Hijo) sea capaz de padecer, ni tampoco que la divinidad, igual de
eterna que el Padre, hubiese nacido hacía solo poco tiempo, ni que esta, que había vuelto
a levantar el templo destruido, hubiera resucitado de entre los muertos ... Observa,
además, que los Padres colocan en primer lugar las palabras “Jesús”, “Cristo”,
“Unigénito”, e “Hijo”, denominaciones que son comunes a la divinidad y al hombre, y
cómo después erigen sobre ese fundamento el edificio de la tradición sobre la
encarnación, la resurrección y la pasión» [123] .
El sujeto de todas las declaraciones nicenas es «Jesús», «Cristo», «el Hijo», al que
corresponden las afirmaciones hechas de la naturaleza divina y humana. Nestorio
distingue entre las naturalezas humana y divina de Cristo, a las que llama fu,sij y ousi,a.
De ellas se diferencia el pro,swpon. Jesucristo es, como afirma R. Haight, «una sola
persona (en griego prósopon) que combinó en sí mismo claramente y sin confusión dos
elementos radicalmente diferentes, dos ousiai o modos/clases de ser, la divinidad y la
humanidad, de manera que cada una de ellas poseía intactas y al completo todas las
características de estas naturalezas» [124] . Cristo, y no el Logos, es el sujeto de todos los
atributos divinos y humanos. La unidad de Cristo es incuestionable: «después de la
encarnación no podía llamársele Hijo separado, con el fin de que no decretáramos dos
Hijos» [125] . No hay dos, sino un Cristo, y las dos naturalezas están en unidad no
separada o en unión sin mezcla: «En el pro,swpon del Hijo es un único, pero como si
tuviera dos ojos, separado en las naturalezas de la humanidad y de la divinidad. Pues
nosotros no conocemos dos Cristos, ni dos Hijos, ni dos Unigénitos, ni dos Señores, ni
un Hijo y luego otro Hijo, ni un primer y un segundo Unigénito, ni un primer y un

510
segundo Cristo, sino uno y el mismo, que ha sido contemplado en su naturaleza creada e
increada» [126] .
Nestorio intuye que la unidad de Cristo no puede encontrarse en el campo de las
naturalezas. El Concilio de Calcedonia señalará más tarde el camino para la solución del
problema. La condena de su doctrina por Calcedonia no refleja en su completa
dimensión la auténtica medida de su reflexión teológica, enormemente matizada por sus
apasionadas y polémicas manifestaciones públicas.
Nestorio se encontró con la enemistad y el enfrentamiento teológico de Cirilo,
patriarca de Alejandría.
Cirilo de Alejandría, formado en la escuela alejandrina y claro exponente de la
teología lo,goj-sa,rx (Verbo-carne), atacó duramente la concepción nestoriana del
Qeoto,koj. La disociación entre la Palabra y el hombre, opinaba, pondría en grave riesgo
la concepción de Cristo como el «nuevo Adán», la realidad de la encarnación y la
redención, convertidas en mera ilusión o apariencia. Su perspectiva cristológica, como
opina R. Haight, es que «Jesús de Nazaret, el Jesús de este mundo, es realmente el
Logos celestial; son uno y el mismo, porque la existencia carnal humana es precisamente
la del sujeto divino, el Logos o Hijo eterno de Dios» [127] .
En la existencia del Logos pueden distinguirse dos fases: la anterior a la encarnación
y la de la propia encarnación. Pero el Logos permanece siempre «lo que fue»; en la
encarnación, sin dejar de existir eternamente en la forma de Dios, tomó la forma de
siervo. Pero tanto antes como después de la encarnación es la misma persona, inmutable
en su esencia divina. «El Logos de Dios, afirma, no vino (dentro) de un hombre, sino
que se hizo verdaderamente hombre, aunque siguió siendo Dios» [128] .
Cirilo acuñó la fórmula que sería el epítome de su teología: mi,a fu,sij (término que,
en su lenguaje, se aproxima a la u`po,stasij tou/ Qeou/ lo,gou sesarkwme,nh. Cristo es
uno, ei=j evk du,o naturalezas distintas, con una unión que él describe como «natural» o
«hipostática», indisoluble, sin que admita ni alteración ni mezcla de la divinidad y de la
humanidad. Las analogías preferidas para describir esta realidad las encuentra Cirilo de
Alejandría en la unión entre el alma y el cuerpo, conforme a la filosofía platónica, y en el
carbón penetrado por el fuego, en la impresionante visión de Isaías (Is 6,1-13). En ambas
analogías, se mantiene la identidad y la distinción de las realidades en cuestión.

511
El Jesús de la historia es Dios mismo en carne humana, que vivió, sufrió, murió y
resucitó por la salvación de los hombres. Cirilo afirma también que Jesucristo tuvo alma.
Después de estos enunciados cristológicos, se comprende fácilmente la aversión de este
teólogo a la teoría de Nestorio sobre el término Qeoto,koj. Su famosa fórmula mi,a fu,sij
tou/ Qeou/ lo,gou sesarkwme,nh resultó imprecisa, y las tensiones teológicas continuaron
con la crudeza y virulencia de costumbre.
El continuo aumento de los conflictos político-religiosos propició la celebración de
un Concilio en la ciudad de Éfeso, en junio del año 431. Fue convocado por el
emperador Teodosio II, que invitó a las sedes metropolitanas de Oriente y al papa
Celestino, a Agustín (fallecido hacía unos meses) y a una modesta representación de las
Iglesias de Occidente. A él acudieron –algunos a destiempo– Cirilo de Alejandría junto a
unos cuarenta obispos egipcios, los obispos de Palestina, presididos por Juvenal de
Jerusalén, con una delegación reducida de personas, hasta completar la cifra de unos 150
obispos.
Nestorio, acompañado por un pequeño grupo de seguidores, llegó a Éfeso, donde
fue recibido con fuertes protestas. Más tarde, se presentarían Juan de Antioquía, con
obispos de diócesis orientales, y la legación de Roma [129] .
La rivalidad entre los teólogos quedó patente. Cirilo de Alejandría, sin esperar la
anunciada e inminente llegada de los obispos orientales y en ausencia de Nestorio,
convocó la primera sesión del Concilio, en la que Nestorio fue condenado y depuesto de
su sede. Unos días más tarde llegó Juan de Antioquía, quien, con otros cincuenta
obispos, excomulgó y depuso a Cirilo de Alejandría y a Memnón de Éfeso. A principios
de julio llegaron los legados del papa Celestino, que respaldaron, en una tercera sesión
conciliar, las decisiones de Cirilo de Alejandría y la condena de Nestorio. Se entendía,
por tanto, que la interpretación de Cirilo era la autorizada y se conformaba al credo de
Nicea.
Con la lucha y el malestar aún latentes entre los grupos de teólogos, en agosto, Juan
de Antioquía envió a Cirilo un documento con el propósito de conciliar a los bandos
rivales. El documento es conocido como «Símbolo de Unión», en el que se confiesa a
Jesús como «perfecto Dios y perfecto hombre, compuesto de alma racional y de
cuerpo», «consubstancial con el Padre respecto de su divinidad» y al mismo tiempo
«consubstancial con nosotros respecto de su humanidad». Confesamos, dice el

512
documento, «un Cristo, un Hijo, un Señor». También a la Virgen «como Qeoto,koj», ya
que el Verbo divino tomó carne y se hizo hombre desde el mismo instante de la
concepción. Reconoce además el documento que, en cuanto a las declaraciones
evangélicas y apostólicas sobre el Señor, «los teólogos utilizan algunas indiferentemente,
atendiendo a la unidad de las personas (w`j evfV e`no.j prosw,pou), pero distinguen
otras, atendiendo a la dualidad de las naturalezas (w`j evpi` du,o fu,sewn)» [130] .
Las dudas iniciales de Cirilo de Alejandría –entre otras razones, porque la carta de
Juan no mencionaba la condenación de Nestorio– dieron paso a la aceptación del
documento pro bono pacis con la famosa Laetentur coeli, una carta dirigida al obispo de
Antioquía que anunciaba el final del cisma.
Pero una cosa era la reconstrucción de la unidad eclesial y otra, muy distinta, la paz
en el debate teológico. Las fórmulas utilizadas para hablar de Cristo –unidad, naturaleza,
persona– no estaban exentas de dificultad y de diferentes interpretaciones. En Alejandría
creaba dificultad el lenguaje de las dos naturalezas en Cristo y en Antioquía se recordaba
el trato concedido a Nestorio.
A la muerte de Cirilo de Alejandría en el año 444, su sucesor, Dióscoro, recuperó el
lenguaje de una naturaleza en Cristo, la divina, marginando la humanidad. En este
contexto, surge la figura de Eutiques.
Eutiques, un hombre mayor, hábil y bien relacionado con el poder político, aunque
de escasa formación teológica, se convirtió en el abanderado de quienes rechazaron los
acuerdos del año 433. Afirmó, contraviniendo los acuerdos doctrinales del Símbolo de la
Unión, que Jesucristo consta «de dos naturaleza», pero que, una vez encarnado, solo
tiene «una» (mi,a fu,sij, repitiendo la clásica fórmula de Cirilo de Alejandría), la del
Logos-Dios. El entonces patriarca de Constantinopla, Flaviano, convocó un Sínodo en
esta ciudad, en el año 448, en el que Eutiques fue excomulgado, una vez que el patriarca
leyese una profesión de fe, cuya formulación habría de suponer un paso gigantesco hacia
la doctrina de Calcedonia. La profesión de fe dice así: «Nosotros confesamos que Cristo
es de dos naturalezas (evk du,o fu,sewn) después de la encarnación, confesando un
Cristo, un Hijo, un Señor, en una hupostasis y una prosopon» [131] .
La influencia de Eutiques en la corte consiguió del emperador Teodosio II que
Dióscoro de Alejandría se encargase de la convocatoria de un concilio en Éfeso, en el
año 449, para dirimir esta problemática. El Concilio se constituyó en su mayoría por

513
simpatizantes de Dióscoro, a los que se agregaron monjes y soldados procedentes de
Alejandría. Occidente, como acontecía habitualmente, estaba representado casi
exclusivamente por los legados de Roma.
Tras la apertura, los enviados papales presentaron la carta de León I conocida como
Tomus ad Flavianum, sin que fuera permitida la lectura de la misma. Aceptar el escrito
del papa León I hubiera significado aprobar una alternativa teológica contraria a los
intereses de los monofisitas. Leídas las actas del Sínodo de Constantinopla y sometida a
votación la cuestión de «las dos naturalezas» en Cristo se proclamó la ortodoxia de
Eutiques, al tiempo que se privaba del ministerio al patriarca Flaviano y a un obispo
acompañante, Eusebio de Dorilea. «En vano», afirma A. Grillmeier, «intentó protestar el
diácono romano Hilario; desconocedor del griego, gritó su contradicitur latino a la
asamblea excitada. Dióscoro hizo entrar de pronto a soldados, monjes y parabalani para
amedrentar a los obispos orientales contrarios al veredicto. El sínodo se convirtió en
escenario de un verdadero tumulto, y León pudo acuñar más tarde la célebre frase: in
illo Ephesino non iudicio sed latrocinio» [132] .
Flaviano murió mientras era conducido al destierro. El diácono romano Hilario logró
escapar y más tarde, sería el papa Hilario. El Concilio, que ha pasado a la historia como
el «concilio de ladrones» de Éfeso (Latrocinium), obviamente, no fue aprobado por la
Iglesia.

514
14.10. El Concilio de Calcedonia (451)
La férrea resolución de Teodosio II de mantener en su imperio la doctrina del «Concilio
de ladrones» pese a los deseos del papa León de reabrir el debate teológico se vio
quebrada por su muerte repentina en julio del año 450. La situación política y religiosa
cambió radicalmente. El nuevo emperador Marciano se mostró favorable al
entendimiento con Roma y el Papa obtuvo la adhesión de la Iglesia de Constantinopla. El
nuevo patriarca de esta sede, Anatolio, se retractó de los contenidos monofisistas del
«Concilio de ladrones» y aceptó la doctrina de Flaviano. Así las cosas, y pese a que el
papa León mostrase sus displicencias a la celebración de un Concilio –evidenciando
claramente, una vez más, las tensiones entre el papado y el imperio– el emperador
Marciano convocó el Concilio de Nicea (el Papa deseaba que se celebrase en Italia), que
finalmente, por compromisos militares y deseos personales de participación en las
discusiones, se celebraría en Calcedonia, a orillas del Bósforo y cerca de la capital,
Constantinopla. Al Concilio acudieron más de 500 obispos, la mayoría de ellos orientales.
El objetivo primordial de la numerosa asamblea era el establecimiento de una fe común
en todo el imperio, reafirmando el credo niceno y reconociendo las fórmulas de Cirilo de
Alejandría y las cartas del Tomus de León. La dialéctica y los logros del Concilio
excedieron con creces los pronósticos iniciales [133] .
En las sesiones, inauguradas por los padres conciliares en octubre del año 451 y
después de reiterados y bochornosos espectáculos por parte de los obispos asistentes,
que condenaban y rehabilitaban doctrinas de fe de forma caprichosa, se aprobó
finalmente una profesión de fe aceptada unánimemente. La profesión, inspirada como
dicen algunos autores [134] en cuatro textos principales: la fórmula de unión del año 433,
la segunda carta de Cirilo de Alejandría a Nestorio, el Tomus del papa León y la
profesión de fe de Flaviano al Concilio constantinopolitano del año 448, afirma lo
siguiente:
«Siguiendo, pues, a los santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que
confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y
perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios, y verdaderamente hombre “compuesto”
de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial
con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado
[cf, Heb 4,5]; engendrado del Padre antes de los siglos según la divinidad, y en los

515
últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de Maria Virgen, la madre
de Dios, según la humanidad; que se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor,
Hijo unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación.
La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que
quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola
persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y
el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de él nos
enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha trasmitido el Símbolo de los
Padres» [135] .
La teología que subyace a la definición dogmática puede resumirse en los siguientes
enunciados fundamentales:
1. Los Padres conciliares profesan la enseñanza de los profetas y del mismo Jesucristo,
expresada a lo largo de los siglos en las reflexiones de los Concilios de Nicea, Éfeso
y Constantinopla. Destaca, por tanto, la unidad de la fe, anunciada por los profetas
del Antiguo Testamento, realizada y anunciada por Cristo, el Señor, y profesada por
la comunidad eclesial.
2. Jesucristo –este es un enunciado nuclear– es un «solo y único Hijo», de quien se dice
que es «Hijo unigénito, Dios, el Verbo, el Señor Jesucristo», títulos que evidencian
la inspiración bíblica de la profesión, tal como se encuentra en las fórmulas
cristológicas de Pablo (1 Cor 8,6).
3. Existe una simetría armoniosa y perfecta al afirmarse que el Hijo es «el mismo
perfecto en su divinidad» y «el mismo perfecto en su humanidad». Es
«verdaderamente Dios» y «verdaderamente hombre». A estas proposiciones se
añada el inciso «de alma racional y cuerpo». Con ello se integran los intereses de la
cristología antioquena (que mantiene la totalidad de las naturalezas divina y humana)
y se desaprueba la teoría del apolinarismo.
4. Se reafirma la fe nicena de la consubstancialidad del Hijo con el Padre en cuanto a su
divinidad y a la par se completa con la afirmación de que Cristo es «consubstancial
con nosotros en cuanto a su humanidad». La o`moouvsi,a de Cristo con el Padre y
con nosotros se explica en virtud de su doble procesión, es decir, por tener origen
tanto en el Padre como en la Virgen María, a quien se llama «Madre de Dios»,
como proclamó el Concilio de Éfeso.

516
5. Se reconoce «un solo Cristo», «en dos naturalezas» [136] , (perfectamente señaladas
con los cuatro sustantivos famosos: sin confusión, sin cambio, sin división, sin
separación). La unidad, e`nwsij, no destruye la diferencia entre las naturalezas. Las
naturalezas se unifican en «una persona» (pro,sopwn, manifestación externa) y en
«una hipóstasis» (u`po,stasij interna), términos utilizados por la cristología
alejandrina y antioquena respectivamente.

En suma, como expone T P. Rausch, «la confesión de Calcedonia fue una síntesis
de visiones. Las preocupaciones alejandrinas por la unión de Jesús con el Logos divino
fueron consignadas con la expresión de Flaviano “Una prosopon y una hypostasis”, así
como la repetición de las palabras “el mismo”, y el énfasis en que la referencia a las dos
naturalezas no significa división o separación alguna. La reafirmación del título mariano
de Theotokos también fue importante para Alejandría. El lenguaje de las “dos
naturalezas” refleja la teología de Antioquía, como lo hace la clara afirmación de la
humanidad de Jesús» [137] .
Las críticas a la profesión de fe de Calcedonia pueden sintetizarse en las reflexiones
de R. Haight. Este teólogo escribe: «las críticas (formuladas a propósito del Concilio de
Nicea) se aplican también aquí: una perspectiva exclusivamente joánica, una
argumentación anticuada a partir de la Escritura, la hipostatización de los símbolos
bíblicos, una cristología que desciende desde arriba en su método y contenido,
ambigüedad sobre el objeto de la cristología. A estos argumentos pueden añadirse algunas
reservas serias sobre la terminología específica de Calcedonia» [138] .
Calcedonia, opina este teólogo, con su lenguaje abstracto centrado en conceptos
como naturaleza, sustancia, ser y persona, relega a segundo plano el retrato que ofrecen
los evangelios sinópticos de Jesús de Nazaret. Más que enfocar la atención hacia la unión
en Jesús entre su naturaleza humana y el Logos, los evangelios hablan de Jesús de
Nazaret como uno de nosotros, relacionado con su Padre del cielo, Dios. R. Haight
parece entender que al ser el principio de la unidad de Jesucristo divino, el sujeto que
actúa en la historia no es un ser humano, Jesús, sino Dios. De esta forma, el que Jesús
sea un ser humano íntegro queda «comprometido».
Por otra parte, continúa argumentando R. Haight, la nueva problemática respecto a
la cristología, centrada en el plano histórico –y no en el metafísico– plantea como

517
premisa y punto de partida no el Logos, sino Jesús de Nazaret, lo que hace escasamente
comprensible y poco adecuado el lenguaje tradicional.
La crítica a la doctrina de Calcedonia radica fundamentalmente en el contexto,
lenguaje y método de argumentación del Concilio. No obstante, la declaración, según la
cual Jesucristo es «consustancial con nosotros según la humanidad», sitúa al Jesús de la
historia en el centro de la reflexión cristológica.

518
14.11. Conclusión
Calcedonia constituyó el cenit de la reflexión teológica de la Iglesia primitiva sobre Jesús
de Nazaret. Pero no solucionó todas las cuestiones cristológicas, ni zanjó las discusiones
futuras. Las tradiciones primitivas y escritos sobre Jesús de Nazaret y más tarde las
grandes escuelas de Alejandría y de Antioquía, el pensamiento patrístico y los grandes
Concilios de los siglos IV y V plasmaron la misma realidad que defiende la dimensión
divina de Jesucristo (como afirma Nicea) y la de su integridad humana (como confiesa
Calcedonia).
En palabras de R. Haight, «el significado simbólico normativo, dotado de autoridad,
de Calcedonia y Nicea implica la necesaria tensión dialéctica entre Jesús como ser
humano y su realidad divina, porque él es el mediador de Dios y de su salvación» [139] .
La continuidad entre la fe de las primeras tradiciones y escritos del cristianismo y los
símbolos conciliares está fuera de toda duda.
Calcedonia, por otra parte (junto con Nicea) potenció la reflexión y profundización
cristológicas, dando expresión a la fe tradicional de la Iglesia en el lenguaje filosófico de
la época. Se introdujeron en la reflexión teológica términos de la cultura griega como
o`moou,sioj, ouvsi,a, fu,sij, u`po,stasij, pro,swpon tildados por algunos de arriesgada y
audaz helenización de la cristología.
En realidad, como opina A. Grillmeier, «un análisis del CE (Codex Encyclius del
emperador León I) ha permitido constatar que la mayoría de los obispos consultados
entendieron el cuarto concilio en sentido kerigmático; solo unos pocos se percataron del
nuevo paso terminológico. Hay que señalar, en todo caso, que los obispos defienden algo
muy importante: lo decisivo no son los nuevos conceptos, sino el símbolo, la instrucción
y la fe bautismales, como en la tradición anterior de la Iglesia. Tan firme es esta actitud
en el CE, que algunos obispos sostuvieron expresamente que el cuarto concilio no podía
servir de base para la catequesis bautismal, aunque aceptaban el contenido del
mismo» [140] .
Se desprende claramente que la fe de la Iglesia, expresada y ratificada en el símbolo
de Nicea, descansa en la enseñanza de los evangelistas y de los apóstoles. Constantinopla
–asumiendo la preeminencia de Nicea– preservó intacta la fe recibida, al tiempo que
condenaba las desviaciones heréticas, surgidas tras el primer Concilio ecuménico.
Calcedonia no reprodujo sin más a Nicea, sino que interpretó su credo, dando forma a

519
expresiones descriptivas que constituyen la primera parte de la definición dogmática y a
la par introduciendo (diría, más bien, ampliando) y precisando conceptos de la filosofía
griega, útiles para la profundización cristológica, ante la problemática de los nuevos
tiempos.
En este contexto, resulta inviable contraponer la perspectiva «kerigmática» y la
reflexión «filosófica» en la fe de Calcedonia. Con otras palabras, el entramado filosófico
en el que se sustentan las definiciones de Calcedonia puede conducirnos al
descubrimiento de Jesús de Nazaret, verdadero hombre, que compartió la existencia con
nosotros. En el fondo, como dice A. Grillmeier, «la cristología calcedonense se inserta en
la cristología joánico-nicena del Logos-sarx; pero destaca con toda claridad los rasgos de
Cristo hombre, aunque solo esquemáticamente. La tarea del futuro en la predicación y en
la teología consistirá en hacer aflorar la “plenitud de Cristo” dentro del sobrio lenguaje de
Calcedonia» [141] .
Así es realmente y la filosofía debe continuar ejerciendo una función preponderante
en la profundización de la fe cristiana. Sucedió de este modo en la Edad Media y hoy en
día es preciso mantener la armonía entre fe y razón, singularidad de la tradición cristiana.
Calcedonia no consiguió la paz de las Iglesias, enfrentadas por las divisiones de
naturaleza político-eclesiástica y las controversias cristológicas. Occidente acogió sin
reservas la fe de Calcedonia, mientras que las Iglesias de Oriente persistieron en la
hostilidad y división, que aún continúan, aunque mitigadas con el tiempo. Los siglos
posteriores contemplarían una profundización en los conceptos filosóficos y su aplicación
a la cristología. Es el camino de la búsqueda y de la armonización entre la filosofía y la
teología.
Esta búsqueda continuará hasta el final de los tiempos, porque Jesús de Nazaret
siempre será la fuente de inspiración –expresada en fórmulas antiguas o nuevas– para
quienes vemos en él al Hijo de Dios y hombre entre nosotros y nos fascina recrearlo en
nuestras palabras y en nuestra vida.
[1] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et
Declarationum de Rebus Fidei et Morum (Barcelona: Herder, 2006), n. 125 (versión griega). La versión latina
dice así: «(Creemos)...Y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la
sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido, no hecho, de una sola
sustancia con el Padre (lo que en griego se llama homousion), por quien todas las cosas fueron hechas, las que
hay en el cielo y las que hay en la tierra».

[2] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, op. cit., n. 302. Según nota al texto, hay que leer e[n du,o fu,seon, no
520
[2] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, op. cit., n. 302. Según nota al texto, hay que leer e[n du,o fu,seon, no
evk du,o fu,sewn, una variante que se ofrece en ediciones más antiguas y menos críticas del texto griego,
mientras que todas las traducciones latinas atestiguan «en dos naturalezas» («in duabus naturis»).
[3] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 17.
[4] J. MARCUS , El Evangelio según Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2010), 148.
[5] J. MARCUS , Ibid. R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San
Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 19.
[6] J. GNILKA, El Evangelio según San Marcos I (Salamanca: Sígueme, 2005), 50.
[7] R. HAIGHT , Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 179.
[8] J. MARCUS , op. cit., 494. No resulta extraño que Mateo silencie esta chocante frase y Lucas omita todo
el relato.
[9] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico II/2: Los Milagros (Estella: Verbo
Divino, 2005), 1039.
[10] J. D. G. DUNN, Christology in the Making: A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine
of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 48, escribe así: «... It is sufficiently clear that
Mark’s chief emphasis is on the Son of God as one whose anointing with the Spirit was with a view to his
suffering and dying, as one who is to be recognized as Son of God precisely in his death and not simply in his
subsequent resurrection and exaltation».
[11] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo I (Salamanca: Sígueme, 2001), 146.
[12] Ibid., 604.
[13] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo II (Salamanca: Sígueme, 2006), 283.
[14] U. LUZ, El Evangelio según San Mateo III (Salamanca: Sígueme, 2003), 577. R. E. BROWN – J. A.
FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo
Divino, 2004), 123.
[15] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 138.
[16] R. HAIGHT , Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 180-185.
[17] Ibid., 183.
[18] F. BOVON, El Evangelio según San Lucas I (Salamanca: Sígueme, 2005), 507. Al comentar el relato de
la resurrección en Naín, el autor escribe: «Este milagro tiene como única motivación la compasión y el poder del
mensajero de Dios. Por eso el título de Señor (o` ku,rioj, v. 13) tiene tanto peso como el adjetivo me,gaj (grande)
al lado de la palabra profh,thj (profeta, v. 16). Mientras que en la perícopa anterior (7,1-10) el creyente ocupaba
el centro, aquí lo ocupa el omnipotente vencedor y señor de la muerte».
[19] H. BALZ – G. SCHNEIDER (eds.), Diccionario exegético del Nuevo Testamento I (Salamanca: Sígueme,
1996), 2445. El sustantivo ku,rioj aparece 719 veces en el Nuevo Testamento. Lucas es quien lo emplea más
frecuentemente (104 veces en el Evangelio, y 107 en Hechos).
[20] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 139.
[21] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo.
Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 540.
[22] F. J. MALONEY, El Evangelio de Juan (Estella: Verbo Divino, 2005), 78.
[23] Ibid., 80. Este autor escribe: «Por muy exaltadas que nos parezcan estas confesiones, están
lógicamente determinadas por la propia cultura, religión e historia de Natanael»
[24] F. FERNÁNDEZ, La Biblia. Claves para una lectura actualizada II: Nuevo Testamento (León, 2011),
174.

521
[25] F. J. MALONEY, op. cit., 287. Sobre el origen y el significado de la utilización absoluta de evgw, evimi
puede verse la nota 24 de este autor, 289.
[26] R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo.
Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 561.
[27] F. FERNÁNDEZ, El Nuevo Testamento II (Madrid: Sociedad de Educación Atenas, 1989), 71.
[28] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 156.
[29] F. J. MALONEY, op. cit., 44.
[30] Ibid., 57-64. F. FERNÁNDEZ, op. cit., 31-33. R. E. BROWN – J. A. FIT ZMYER – R. E. MURPHY (eds.),
Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento (Estella: Verbo Divino, 2004), 537-538.
[31] R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca: Sígueme, 2005), 231-
237. El autor analiza en el apéndice 4 las características de la cristología del evangelio según Juan.
[32] R. Haight, Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 186. Y citando a F. F. BRUCE (Paul: Apostle
of the Free Spirit [Exeter: Paternoster Press, 1977], 419), en nota 51 del capítulo 6 dice: «Si en el principio creó
Dios el cielo y la tierra, Cristo, como la Sabiduría de Dios, es el principio “en” el cual todas las cosas fueron
creadas».
[33] Ibid., 191-192. Citando a R. KYSAR (John: The Maverick Gospel [Atlanta: John Knox Press, 1976],
76), en nota 80 del capítulo 6 dice: «El Prólogo del Cuarto Evangelio es la declaración más completa y clara de la
cristología de la encarnación en el Nuevo Testamento».
[34] Ibid., 193.
[35] J. D. G. DUNN, Christology in the Making. A New Testament Inquiry into the Origins of the Doctrine
of the Incarnation (Chatham: Mackays of Chatham PLC, 1992), 249: «Certainly therefore the Fourth Gospel can
properly be presented as the climax to the evolving thought of first-century Christian understanding of Christ. It
is a lasting testimony to the inspired genius of the Fourth Evangelist that he brought together the Logos poem and
the Father-Son christology in such a definitive way. Without the Fourth Gospel all the other assertions we have
been looking at would have been resolvable into more modest assertions».
[36] Considero que en las reflexiones que he hecho acerca de los principales rasgos cristológicos en los
evangelios es muy conveniente tener en consideración las observaciones respecto a expectativas y
presuposiciones de las mismas, tal como se indica en R. E. BROWN, op. cit., 33-40.
[37] L. A. SÉNECA, Obras Completas (Madrid: Aguilar, 1961), Cartas a Lucilio, lib. IV, XXXV, 499.
[38] MARCO AURELIO , Pensamientos, lib. X, 11 en Los Estoicos – Máximas [Epicteto] – Pensamientos
[Marco Aurelio] – De la consolación por la filosofía [Boecio] (Madrid: Ediciones Ibéricas, 19636 ), 233-234.
[39] Para el desarrollo de este apartado, «el diálogo de la fe con el mundo de la cultura» (entradas sobre
platonismo, aristotelismo, estoicismo y neoplatonismo), he utilizado las ideas, que pueden profundizarse, en las
siguientes obras filosóficas y teológicas:
– L. J ONES (ed.), Encyclopedia of Religion (Detroit: Thomson Gale, 2003).
– The New Catholic Encyclopedia (Detroit, 2003).
– J. WENT ZEL VREDE VAN HUYSST EEN (ed.), Encyclopedia of Science and Religion (New York: Thomson Gale
2003), 2 vols.
– J. N. D. KELLY, Early Christian Doctrines (London: A & C Black, 1977), 14-22.
– K. RAHNER – H. VORGRIMLER , Diccionario teológico (Barcelona: Herder, 1966).
– M. C. HOROWIT Z (ed.), New Dictionary of the History of Ideas (New York/New Haven: Thomson Gale,
2005).
– D. M. BORCHERT (ed.), Encyclopedia of Phlylosophy (Detroit: Thomson Gale, 2006).
– J. FERRAT ER MORA, Diccionario de Filosofía (Madrid: Alianza, 19796 ), 4 vols.
– G. REALE – D. ANT ISERI , Historia del Pensamiento Filosófico y Científico (Barcelona: Herder, 1995) I,
119-313.

522
– J. HIRSCHBERGER , Historia de la Filosofía (Barcelona: Herder, 1964) I, 48-212.
– Routledge History of Philosophy (London & New York: Taylor & Francis Group, 1994)
– Routledge Encyclopedia of Philosophy (London & New York: Routledge, 1998)
– T. HONDERICH (ed.), The Oxford Companion to Philosophy (Oxford and New York: Oxford University
Press, 1995).
[40] J. I. GONZÁLEZ FAUS , La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19849 ),
354.
[41] Pastor Hermas, PG, t. 2, 994: «Nomen Filii Dei magnum et immensum est, et totus ab eo sustentatur
orbis. Si ergo, inquam, omnis Dei creatura per Filium ejus sustentatur, cur non et eos sustinet qui invitati sunt ab
eo, et nomen ejus ferunt, et in praeceptis ejus ambulant?... Ipse igitur fundamentum est eorum, et libenter portat
eos qui non negant nomen ejus, sed libenter sustinent illum».
[42] Pastor Hermas, PG, t. 2, 992: «Porta vero Filius Dei est, qui solus est accessus ad Deum. Aliter ergo
nemo intrabit ad Deum, nisi per Filium ejus. Vidisti, inquit, illos sex viros, et in medio eorum praecelsum virum
illum ac magnum, qui circa turrim ambulavit, et lapides de structura reprobavit? Vidi, inquam, domine,
praecelsus, Filius Dei est; et illi sex, nuntii sunt dignitate conspicui, dextra laevaque eum circumstantes. Ex his,
inquit, excellentibus nuntiis, nemo sine eo intrabit ad Deum. Et dixit: Quicumque ergo nomen ejus non acceperit,
non intrabit in regnum Dei».
[43] Pastor Hermas, PG, t. 2, 962: «Dominus autem fundi demonstratur esse is, qui creavit cuncta et
consummavit, et virtutem illis dedit. Filius autem, Spiritus sanctus est; servus vero ille, Filius Dei est; vinea
autem, populus est quem servat ipse...».
[44] Pastor Hermas, PG, t. 2, 962: «Quare autem Dominus in consilio adhibuerit Filium de haereditate, et
bonos angelos? Quia nuntius audit illum Spiritum sanctum, qui infusus est omnium primus in corpore, in quo
habitaret Deus. Collocavit enim eum intellectus in corpore, ut ei videbatur. Hoc ergo corpus, in quod inductus est
Spiritus sanctus, servivit illi Spiritui, recte in modestia ambulans et caste, neque omnino maculavit Spiritum illum:
Cum igitur corpus illud paruisset omni tempore Spiritui sancto, recteque et caste laborasset cum eo, nec
succubuisset in omni tempore; fatigatum corpus illud serviliter conservatum est, sed fortiter cum Spiritu sancto
comprobatum Deo receptum est. Placuit igitur Deo hujusmodi potens cursus; quia maculatus non esset in terra,
possidens in se Spiritum sanctum. In consilio advocavit ergo Filium, et nuntios bonos, ut et huic scilicet corpori
quod servivit Spiritui sancto sine querela, locus aliquis consistendi daretur, ne videretur mercedem servitutis suae
perdidisse. Accipiet enim mercedem omne corpus purum ac sine macula repertum, in quo habitandi gratia
constitutus fuerit Spiritus sanctus».
[45] J. N. D. KELLY, Early Christian Doctrines (London: A & C Black, 1977), 145.
[46] J UST INO MÁRT IR , Apologia II pro Christianis, PG, t. 6, 454: «Ejus autem Filius, qui solus proprie Filius
dicitur, Verbum antequam mundus crearetur, quod et una cum eo aderat, et genitum est, cum per illud initio omnia
condidit et ornavit; hic, inquam, Filius, eo quod unctus sit et per eum Deus omnia ornaverit, Christus vocatur;
quo quidem et ipso nomine res significatur indeprehensa; quemadmodum Dei appellatio non nomen est, sed rei
non enarrabilis insita naturae hominum opinio. Jesus autem et hominis et Salvatoris nomen et significationem
habet».
[47] J UST INO MÁRT IR , Apologia II pro Christianis, PG, t. 6, 459-460.
[48] J. I. GONZÁLEZ FAUS , La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristología (Santander: Sal Terrae, 19849 ),
361-362.
[49] CLEMENT E DE ALEJANDRÍA , El Protréptico (Madrid: Ciudad Nueva 2008), 283.
[50] Ibid., 283.
[51] CLEMENT E DE ALEJANDRÍA , Stromata (Madrid: Ciudad Nueva 2008), 341-342.
[52] Ibid., 263.

[53] CLEMENT E DE ALEJANDRÍA , El Protréptico, 315: «Él mismo trasformó con su crucifixión el poniente en
523
[53] CLEMENT E DE ALEJANDRÍA , El Protréptico, 315: «Él mismo trasformó con su crucifixión el poniente en
oriente, y la muerte en vida; arrancando al hombre de la perdición y lo elevó al cielo, trasplantando la corrupción
en la incorrupción y mudando la tierra en cielo».
[54] Ibid., 7, 2.
[55] CLEMENT E DE ALEJANDRÍA , Quis dives, PG, t. 9, 642.
[56] Clemente de Alejandría, Paedagogus, PG, t. 8, 556: «Homo autem ille, cui Logos cohabitat, non
variatur non fingitur, formam habet Logi, Deo assimilatur... est enim Deus: Deus autem ille fit homo, quoniam
Deus vult».
[57] IGNACIO DE ANT IOQUÍA , Ad Smyrnaeos I, PG, t. 5, 708. ID., Ad Trallianos, PG, t. 5, 682. ID., Ad
Ephesios, PG, t. 5, 659. ID., Ad Magnesios, PG, t. 5, 661
[58] ID., Ad Ephesios, PG, t. 5, 660: «Deus enim noster Jesus Christus in utero gestatus est a Maria, juxta
dispensationem Dei, ex semine quidem Davidis, Spiritu autem Sancto; qui natus est et baptizatus est, ut passione
aquam purificaret».
[59] ID., Ad Trallianos, PG, t. 5, 682; Ad Ephesios, PG, t. 5, 660.
[60] ID., Ad Ephesios, PG, t. 5, 650: «Unus medicus est, carnalis et spiritualis, genitus et ingenitus, in
carne factus Deus, in immortali vita vera, et ex Maria et ex Deo, primo passibilis et tunc impassibilis, Dominus
Christus noster».
[61] T ERT ULIANO, Ad Marcionem II (J. P. Migne, Patrologia Latina, t. 2, 345. [en adelante, PL]).
[62] ID., De Carne Christi II, PL, t. 2, 830.
[63] ID., Adversus Praxeam, PL, t. 2, 175.
[64] ID., Adversus Marcionem II, PL, t. 2, 345.
[65] ID., Adversus Praxeam, II, PL, t. 2, 190.
[66] ID., De Carne Christi, II, PL, t. 2, 829.
[67] ID., Adversus Praxeam, II, PL, t. 2, 191.
[68] IRENEO, Contra Haereses, PG, t. 7-1, 929.
[69] Ibid., 925-926: «Unus igitur Deus Pater, quemadmodum ostendimus, et unus Christus Dominus
noster, veniens per universam dispositionem, et omnia in semetipsum recapitulans... et Verbum homo, universa in
semetipsum recapitulans».
[70] Ibid., 932: «Sed quando incarnatus est, et homo factus, longam hominum expositionem in seipso
recapitulavit, in compendio nobis salutem praestans, ut quod perdideramus in Adam, id est secundum imaginem
et similitudinem esse Dei, hoc in Christo Jesu reciperemus».
[71] Ibid., 941: «Hic igitur Filius Dei Dominus noster, existens Verbum Patris, et filius hominis: quoniam ex
Maria, quae ex hominibus habebat genus, quae et ipsa erat homo, habuit secundum hominem generationem,
factus est filius hominis».
[72] Ibid., 1.120: «Solum autem verum et firmum magistrum sequens, Verbum Dei, Jesum Christum
Dominum nostrum: qui propter immensam suam dilectionem factus est quod sumus nos, uti nos perficeret esse
quod est ipse».
[73] ORÍGENES , De Principiis, PG, t. 11, 133.
[74] ID., Contra Celsum, PG, t. 11, 1.243. Id., In Johannem, PG, t. 14, 302-303.
[75] ID., Contra Celsum, PG, t. 11, 1.534.
[76] ID., De Oratione, PG, t. 11, 463-467.
[77] ID., De Principiis, II, PG, t. 11, 210: «ipsum illud Verbum Patris, atque ipsa sapientia Dei, in qua
creata sunt omnia visibilia et invisibilia, intra circumscriptionem ejus hominis qui apparuit in Judaea, fuisse

524
credenda sit; sed et ingressa esse Dei sapientia vulvam feminae, et nasci parvulus, et vagitum emitiere ad
similitudinem plorantium parvulorum; tum deinde quod in morte conturbatus refertur, ut ipse etiam profitetur
dicens: “Tristis est anima mea usque ad mortem”; et ad ultimum quod usque ad eam quae inter homines
indignissima habetur, adductus est mortem, licet post tertiam surrexerit diem».
[78] ID., De Principiis II, PG, t. 11, 212.
[79] IGNACIO DE ANT IOQUIA , Ad Ephesios VII, PG, t. 5, 738. ID., Ad Trallianos IX, PG, t. 5, 787-790. ID.,
Ad Smyrnaeos I-III, PG, t. 5, 839-846.
[80] J. ST EVENSON (ed.), Creeds, Councils, and Controversies. Documents illustrative of the history of the
Church A. D. 337-461 (London: SPCK, 1972), 372-377, ofrece unas listas cronológicas, sumamente ilustrativas
para conocer la historia general y, en particular, a los emperadores romanos, los obispos y los acontecimientos
celebrados en Roma, Alejandría, Constantinopla y Antioquía, a los escritores cristianos más prominentes, los
concilios, credos, herejías y cismas, el paganismo y escritores no eclesiásticos, en la época comprendida entre
los años 337 y 461.
[81] G. ALBERIGO (ed.), Historia de los Concilios Ecuménicos (Salamanca: Sígueme, 2004), 19.
[82] A. GRILLMEIER , Cristo en la Tradición Cristiana (Salamanca: Sígueme, 1997), 249.
[83] R. HAIGHT , Jesús, símbolo de Dios (Madrid: Trotta, 2007), 277.
[84] CLEMENT E DE ALEJANDRÍA , El Protréptico X (Madrid: Ciudad Nueva 2008), 283. Id., Stromata VI
(Madrid: Ciudad Nueva 2008), 263.
[85] ORÍGENES , De Principiis II, PG, t. 11, 210 (cf. texto en nota 77).
[86] T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la Cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 222.
[87] R. HAIGHT , op. cit., 281.
[88] Ibid., 281.
[89] A. GRILLMEIER , op. cit., 402-403.
[90] R. HAIGHT , op. cit., 2[89.
[91] J. N. D. KELLY, Early Christian Doctrines (London: A & C Black, 1977), 227-229.
[92] Ibid., 230.
[93] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 289.
[94] Ibid., 293.
[95] G. ALBERIGO (ed.), Historia de los Concilios Ecuménicos (Salamanca: Sígueme, 1993), 27-30.
[96] Cf. J. N. D. KELLY, op. cit., 231-237.
[97] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et
Declarationum de Rebus Fidei et Morum (Barcelona: Herder, 2006), n. 40, 66-67.
[98] Ibid., nn. 125-126, 92-93.
[99] Ibid., n. 130, p.95.
[100] . SAN ATANASIO , Contra Arianos, PG, t. 26, 46-47; 56; 254-255; 290-291; 295.
[101] P. HÜNERMANN, Cristología (Barcelona: Herder, 1997), 183.
[102] SAN ATANASIO , De Synodis XV, PG, t. 26, 708.
[103] Cf. R. HAIGHT , op. cit., 292-299; cf. P. HÜNERMANN, op. cit., 190-197.
[104] R. Haight, op. cit., 294.
[105] SAN ATANASIO , Oratio Contra Arianos, PG, t. 26, 294-295.
[106] W. KASPER , Jesús, el Cristo (Salamanca: Sígueme, 2006), 289.

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[107] Cf. ibid., 292.
[108] Cf. J. ST EVENSON (ed.), Creeds, Councils, and Controversies. Documents illustrative of the history of
the Church A. D. 337-461 (London: SPCK, 1972), 26. Resulta extremadamente significativo e ilustrativo
comparar el Credo de Nicea con la fórmula bautismal o Credo de Jerusalén, del año 348, y con el llamado Credo
de Cesarea.
[109] J. N. D. KELLY, Early Christian Doctrines (London: A & C Black, 1977), 237-238. Kelly opina que,
aunque esta cuestión sea materia específica del historiador, el teólogo está obligado a conocer someramente los
significativos periodos en que se produjeron los fluctuantes debates tras la celebración del Concilio de Nicea. Él
distingue los siguientes: Un primer periodo, en el que se experimenta una fuerte reacción contra el Concilio y que
dura hasta la muerte de Constantino en el año 337. Eusebio de Nicomedia y otros líderes arrianos, venidos del
exilio, se conjuraron para deponer y exiliar a sus adversarios más importantes, como Atanasio, Eustaquio de
Antioquía y Marcelo de Ancira. En el segundo periodo, que discurre entre los años 337 y 350, pese al reinado
pro-arriano del emperador Constancio en Oriente, los líderes defensores de la doctrina nicena fueron protegidos
por Constante, emperador de Occidente. En el tercer periodo, desde el año 350 al 361, reinando Constancio como
único emperador, se protegieron los postulados arrianos de forma aplastante. La famosa frase de San Jerónimo,
según la cual el mundo entero se estremeció y maravilló al descubrirse a sí mismo arriano, hace referencia a este
periodo. La fase final, comprendida entre 361 y 381, da lugar al derrocamiento del arrianismo y a la aceptación de
Nicea. El Concilio de Constantinopla (381) reafirmó la fe de Nicea y prohibió las teorías arrianas.
[110] SAN ATANASIO , Contra Arianos, PG, t. 26, 131-134.
[111] Ibid., 410-411.
[112] Cf. J. N. D. KELLY, op. cit., 245-247.
[113] SAN ATANASIO , Contra Arianos, PG, t. 26, 131-134.
[114] Cf. J. N. D. KELLY, op. cit., 252-253.
[115] Cf. T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 228-229.
[116] Cf. G. ALBERIGO (ed.), Historia de los Concilios Ecuménicos (Salamanca: Sígueme, 1993), 55.
[117] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, El Magisteriio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum
et Declarationum de Rebus Fidei et Morum (Barcelona: Herder, 2006), n. 150, 110-111.
[118] El símbolo incluye el famoso y conocido teológicamente Filioque, añadido probablemente tras la
celebración del Concilio. El término, reconocido por primera vez en un documento magisterial, originó encendidas
discusiones teológicas a partir del siglo VIII. El credo niceno-constantinopolitano fue cantado oficialmente en
Roma, con la aprobación de Benedicto VIII, en el año 1014, con ocasión de la coronación del emperador Enrique
II, con la adición del Filioque. El término fue reconocido en el Concilio de Lyon (1274) y en el de Florencia
(1439).
[119] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, op. cit., n. 151, p.111.
[120] G. ALBERIGO (ed.), op. cit., 66.
[121] Ibid., 67-68.
[122] Cita tomada de P. HÜNERMANN, Cristología (Barcelona: Herder, 1997), 200-201.
[123] Cita tomada de P. HÜNERMANN, op. cit., 201.
[124] R. HAIGHT , op. cit., 301.
[125] Cita tomada de P. HÜNERMANN, op. cit., 202.
[126] Cita tomada de P. HÜNERMANN, op. cit., 202-203.
[127] R. HAIGHT , op. cit., 300.
[128] CIRILO DE ALEJANDRÍA , De recta fide ad reginas LVIII, PG, t. 76, 1228.

526
[129] Cf. G. ALBERIGO (ed.), op. cit., 72-84.
[130] Traducción de J. N. D. KELLY, op. cit., 328-329.
[131] Cf. Ibid., 331. La expresión evk du,o fu,sewn causó ciertos malentendidos por haberse convertido
en lema del monofisismo, aunque aparezca claro que la intención de Flaviano fuese afirmar las dos naturalezas del
Verbo encarnado. La identificación de u`po,stasij (substancia) y pro,sopwn (persona) señaló el camino de
Calcedonia.
[132] A. GRILLMEIER , Cristo en la Tradición Cristiana (Salamanca: Sígueme, 1997), 805.
[133] Cf. G. ALBERIGO (ed.), op. cit., 84-95.
[134] Ibid., 90; cf. J. N. D. KELLY, op. cit., 341.
[135] H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, op. cit., 301-302.
[136] Ibid., 302. Respecto a esta expresión dice: «Hay que leer “evn du,o fu,sein”, no “evk du,o fu,sewn”
(“de dos naturalezas”), una variante que se ofrece en ediciones más antiguas y menos críticas del texto griego,
mientras que todas las traducciones latinas atestiguan “en dos naturalezas” (in duabus naturis). La otra variante,
por su sabor monofisista, se opondría precisamente a la intención del concilio».
[137] T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús? Introducción a la cristología (Bilbao: Mensajero, 2006), 234.
[138] R. HAIGHT , op. cit., 303.
[139] Ibid., 313.
[140] A. GRILLMEIER , op. cit., 838.
[141] Ibid., 841.

527
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528
Conclusión final

Al finalizar este estudio, iniciado con singular interés y enérgica decisión, mi disposición
de ánimo se siente, paradójicamente, insegura, insatisfecha y desacertada. Concluir
significa «finalizar» algo, y tratándose de la persona de Jesús de Nazaret, toda obra
humana resulta imperfecta e incompleta. Nunca he tenido la sensación de concluir nada
en las cuestiones que he examinado. Más que concluir, convendría utilizar el término
«acabar», en el sentido de poner sumo esmero en la obra realizada. Y esto, al menos, sí
lo he pretendido, advertido o no por quien lea este escrito.
La persona de Jesús está abierta a los hombres y mujeres de todos los tiempos,
nunca sellada o agotada. Sobre ella se proyectan innumerables interrogantes que hacen
referencia no solo al tiempo en el que transcurrió su existencia terrena, sino al influjo que
haya podido ejercer entre sus seguidores a lo largo de los siglos. Las preguntas abiertas
sobre Jesús de Nazaret tienen, por tanto, vigencia en todas las épocas y no hacen sino
recabar o iluminar información sobre la inagotable riqueza de su persona.
Así ha podido comprobarse en todos los apartados de este estudio, que ha intentado
una aproximación al conocimiento de la persona de Jesús de Nazaret y de su mensaje.
He constatado la interminable búsqueda del Jesús de la historia a partir de la época
de la Ilustración, en la que se han afanado estudiosos, católicos y protestantes, de las
ciencias históricas, de la Escritura y de la teología, que han explorado múltiples y
extraordinariamente diferenciados enfoques, en escritos canónicos y no canónicos. Los
resultados de esta apasionante búsqueda –central en la reflexión teológica cristiana–
pueden resumirse en una frase muy ilustrativa del eminente exegeta J. P. Meier: el Jesús
de la historia «puede reconstruir solo fragmentos de un mosaico, el ligero esbozo de un
fresco descolorido que permite muchas interpretaciones» [1] . Es innegable que la
investigación histórica actual nos proporciona los medios científicos para poder trazar los
rasgos más importantes de Jesús, pero parece evidente que no podemos conocer al
«Jesús real», a la totalidad de su persona. Consecuentemente, la pregunta sobre el Jesús
histórico queda, aún hoy día, completamente abierta.
En el apartado «Presupuestos de estudio y cuestiones metodológicas» aparece
nuevamente la indeterminación y limitación de los planteamientos. La manifestación de

529
Dios a toda la humanidad, visibilizada en un principio en el pueblo de Israel, se convirtió
en «buena noticia» para todas las gentes en la persona de Jesús de Nazaret. Las primeras
comunidades cristianas reflexionaron y vivieron esta experiencia, recogida en múltiples
tradiciones orales y escritas recopiladas en los cuatro evangelios. Los evangelios,
auténticos testimonios de fe, deben examinarse en conformidad con los métodos
aprobados por la Iglesia católica. El método y la interpretación para llegar al
conocimiento de Jesús varían y se perfeccionan con el tiempo, como ocurre en cualquier
materia bíblico-teológica.
Existen muchas cosas acerca de la vida de Jesús –de la bella tierra en que nació, de
los poderes políticos y religiosos de aquel tiempo, de los seguidores de su mensaje– que
aglutinan un amplio consenso entre los estudiosos de las ciencias históricas y religiosas.
Pero aparecen, al mismo tiempo, diferencias significativas en torno a la contextualización
y a la interpretación del sentido de su vida y de su mensaje, especialmente en aquellos
temas que constituyen el núcleo de su discurso.
Esta disparidad de interpretación se observa nítidamente en la explicación del reino
de Dios, centro del mensaje de Jesús. La noción de reino de Dios aparece diáfana en
algunos aspectos: Dios actúa como Señor, en el tiempo presente, en la persona de Jesús
de Nazaret, se proclaman valores nuevos y revolucionarios y se anuncia y se ofrece
generosamente con fuerza y poder la salvación y la liberación a todos los hombres,
tipificados en los pobres, pecadores y paganos. Ese reino de Dios se hace presente en las
palabras de Jesús, desde el mismo comienzo de su ministerio profético, se pone de
manifiesto en sus numerosas parábolas, en sus milagros y exorcismos y en las comidas
con marginados y pecadores. Las preguntas surgen en el instante que intentamos
reconciliar la dimensión presente y futura del reino de Dios y averiguamos la forma de
incorporar a nuestra vida cristiana los valores propios de ese reino.
Interrogantes y problemática se alzan en todos los apartados de nuestro estudio.
Enormes dificultades y multitud de cuestiones abiertas podemos descubrir en lo referente
al sentido de la muerte de Jesús, al significado de la última cena, en lo que respecta al
poder y señorío del Resucitado y a la expresión de la fe de la comunidad eclesial en el
Señor Jesús. Jesús se me antoja inabarcable en todos los aspectos de su ser.
Pese a la desbordante y compleja problemática acerca de Jesús de Nazaret, biblistas
y teólogos han llegado al convencimiento razonable de la existencia de un núcleo de

530
hechos y dichos de Jesús que pueden ser considerados como históricos.
Jesús nació en Palestina, de una mujer de nombre María, en los últimos años del
rey Herodes el Grande. Vivió con su familia en Nazaret, una pequeña aldea, en las
montañas de Galilea. Bautizado por Juan, comenzó su ministerio público hacia el año 28
d.C., decimoquinto del emperador Tiberio Julio César Augusto. Este ministerio,
desarrollado principalmente en Galilea, coincidió con la tetrarquía de Herodes Antipas, la
prefectura de Poncio Pilato y el sumo sacerdocio de Caifás. El núcleo central de su
anuncio profético fue el reino de Dios, con preferencia por los pobres y marginados,
social y religiosamente. Su enseñanza gozó de una autoridad singular y suscitó una fuerte
esperanza en amplios sectores del pueblo de Israel.
Eligió para su seguimiento a un grupo de hombres, de oficio pescadores, que lo
acompañaron en los momentos más trascendentales de su vida y a quienes enseñó un
modelo de vida que en muchas ocasiones contrastó con las enseñanzas y las actitudes de
los intérpretes auténticos de la ley de Moisés.
Al final de su ministerio subió a Jerusalén, donde realizó un signo en el Templo, fue
juzgado, condenado a muerte y crucificado. Enterrado, se encontró su sepulcro vacío,
pasados tres días, y sus discípulos comenzaron a difundir noticias de apariciones del
Maestro «resucitado» de entre los muertos, siendo ellos mismos testigos de estas
apariciones.
En cualquier circunstancia, y más allá de las limitaciones de todo tipo que he
consignado, la luz que arrojan la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret es
espectacular y desbordante, imposible de ser cegada u ofuscada por ninguna fuerza
humana. En ella me amparo para dar rienda suelta al optimismo y la alegría, y proclamo
que:
Jesús está entre nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo. Todos podemos
tener una imagen propia de Jesús, más o menos precisa o desvirtuada, a través de la cual
percibimos y vivimos nuestra fe cristiana. Quizás inadvertidamente, hayamos convertido
a Jesús en un personaje –admirable y adorable, por supuesto– del pasado, momificado en
normas de conducta y sistemas doctrinales. Tal vez, olvidemos lo esencial: Jesús está
entre nosotros, como quien cura y quien salva.
El cumplimiento del tiempo y la llegada del reino de Dios del que hablan los escritos
del Nuevo Testamento es actual y definitivo y afecta a todos los hombres de la historia

531
en términos de salvación y liberación. Dios irrumpe en la historia humana en la persona
de Jesús de Nazaret, de forma nueva y definitiva, con valores también nuevos y
revolucionarios, anunciando a todos los hombres –pecadores, marginados y paganos– su
misericordia y bondad. También, ahora.
Con toda probabilidad, las obras del Jesús de la historia suenan en nuestros días a
estrambóticas chaladuras, en discordancia absoluta con la cultura occidental. Pero la
belleza y ternura de las parábolas de Jesús de Nazaret al igual que las sanaciones,
milagros y exorcismos son realmente auténticas manifestaciones y realizaciones de la
misericordia de Dios en este mundo. Hoy, como hace dos mil años, Jesús come con
nosotros, proclama el perdón a todos, y restablece la reconciliación entre nosotros y
Dios. Dios actúa en Jesús, ahora como en aquel tiempo, transformando radicalmente la
suerte de todos, especialmente de los pobres y desamparados, que se acogen a su poder
y misericordia interminables. A este Jesús, tan cercano a nuestras vidas, y hombre como
nosotros, menos en el pecado, también lo proclamamos y confesamos «Hijo de Dios» y
«Señor de vivos y muertos», que abarca, agota y ennoblece nuestra existencia. Jesús es
el Maestro, a quien seguir. Si está entre nosotros, y su palabra es vida y verdad, el
seguimiento es una consecuencia lógica.
Los relatos vocacionales de los evangelios –enmarcados en un ambiente natural de
intensa belleza– se dirigen a las personas con ternura y exquisitez desbordantes. Nos
interpelan a todos nosotros, discípulos suyos, hombres y mujeres, puros e impuros,
observantes de la Ley y gentes alejadas de Dios, sabiendo que aquel que nos llama toma
la iniciativa, se interesa por nosotros y nos invita al servicio del reino de Dios.
No somos, como se repite constantemente, seguidores de una corriente filosófica, ni
estamos presos de un sistema de pensamiento; tampoco imitamos a alguien que, en este
caso, resulta inimitable; ni siquiera volvemos o nos orientamos hacia alguien, enfatizando
con ello la importancia de nuestra decisión y poniendo en segundo plano u olvidando el
grandioso origen de la llamada. Seguimos, simplemente, a Jesús de Nazaret y caminamos
detrás de él, bajo su dirección y escuchándolo solo a él.
Seguir a Jesús, aunque constitutivo de la esencia cristiana, presenta innumerables
elementos de índole muy diversa, que no intento estudiar en profundidad. Me interesa
exclusivamente trazar algunos rasgos fundamentales del discipulado cristiano:

532
a) El seguimiento del discípulo de Jesús es adhesión total a su persona, entregar la
vida por los valores predicados por el Maestro y servir a todos los hombres y
mujeres de este mundo –creyentes o incrédulos– generosa y gratuitamente,
incluso a los enemigos.
b) El discípulo, en lugar de aspirar a los primeros puestos, ha de estar atento a las
necesidades de los otros, especialmente de los más pobres y necesitados,
ejerciendo con todos la comprensión, la acogida y la misericordia.
c) El seguidor de Jesús debe renunciar a todo por su Maestro, marcando diferencias
frente a un estilo de vida antievangélico y siendo signo del reino de Dios. La
pobreza, la inseguridad y la desnudez del discípulo solo se entienden desde los
valores del reino.
d) Seguir a Jesús es proclamar la hermandad de todo el género humano, trabajando
por la justicia y la paz y derribando barreras que incomunican y generan odios
y guerras.
e) Seguir a Jesús es, finalmente, abrirse a la vida luminosa de Dios y, pasando por el
camino escabroso de la cruz, esperar y confiar en la misericordia infinita de
aquel que es Padre de todos nosotros.

Jesús es la esperanza definitiva de nuestra vida. El mundo actual, enredado en


embelesamientos estériles, experimentos peligrosos y actividades que degradan la
dignidad del ser humano, ha perdido el horizonte de esperanza que brinda y compone
permanentemente Jesús de Nazaret. Ante las hirientes desgracias y horrores intolerables
que sufren los hombres y mujeres de nuestro tiempo sobre quienes se ensañan la
pobreza, la enfermedad y la incultura, no cabe otra esperanza que no sea la que provenga
de Jesús de Nazaret.
El mundo de hoy –como ha sucedido en otras épocas de la historia– ignora o pone
en duda la realidad esperanzadora de la persona de Jesús. Se pregunta con gran
escepticismo y asombro si Jesús puede ser la razón de su esperanza, como sucediera con
los discípulos del Bautista, incapaces de reconocer a aquel que había de venir para la
salvación de todos (Mt 11,3). El sufrimiento más atroz y la injusticia más perversa hacia
los hermanos nos alejan, paradójicamente, de los valores más significativos de
humanización y realización integral que enseña y practica Jesús de Nazaret.

533
¿A quién esperamos nosotros? Tenemos la tentación de cobijarnos en la fama, en el
poder y el dinero, diluyendo en vanos deseos la ejecución del futuro de nuestro ser. A lo
sumo, concebimos la liberación futura como realización de nuestras esperanzas
mundanas, al estilo de los caminantes de Emaús, que únicamente pensaban en la
liberación gloriosa de Israel (Lc 24,21).
Nosotros esperamos en Jesús, que pasó por la tierra haciendo el bien, murió con
indecible sufrimiento, Dios lo resucitó y lo constituyó Señor del universo. Esperamos
solo en él y solo concebido de esta forma. Toda la vida de Jesús está orientada a la
esperanza. Sus palabras, sus gestos, sus milagros y sanaciones, sus comidas y, sobre
todo, su muerte y resurrección así lo confirman. La muerte de Jesús estaba abierta a la
esperanza de la vida, como había dicho él mismo en repetidas ocasiones: «Destruid este
santuario, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Y también a la gloria y al señorío: «Y
podréis ver al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder, y que llega entre las nubes
del cielo» (Mc 14,62). Estas bellas y esperanzadoras palabras tuvieron su cumplimiento
pleno en la experiencia pascual, cuyo anuncio o kerigma expresamos en fórmulas más o
menos antiguas, breves o complejas, pero que siempre incorporan la exaltación o
glorificación de Jesús y nuestra esperanza, fija en la luminosa realidad del ésjaton. Allí
quedará desbordada nuestra auténtica esperanza, pues, como dice Juan en el Apocalipsis:
«No habrá ya noche, ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni luz de sol, porque el
Señor Dios lucirá sobre ellos y reinará por los siglos de los siglos» (Ap 22,5). No
encuentro en el Nuevo Testamento palabras más bellas y esperanzadoras. Dios, que es
todo luz, borrará en nosotros toda sombra y lucirá sobre nosotros y, en su impenetrable
misericordia, reinará para siempre. Esta es y así se manifiesta la esperanza del discípulo
de Jesús de Nazaret.
Las vivencias cotidianas y las esperanzas futuras las experimentamos los discípulos
de Cristo con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, como dice el Concilio Vaticano
II, en la comunidad eclesial [2] . Ya sé que Jesús salva y el reino de Dios llega y se realiza
también fuera de la Iglesia, porque ambas realidades, aunque inseparables, son distintas e
inconfundibles. Pero el cristiano vive su fe en la comunidad eclesial y no puede hacerlo
ni al margen de ella ni en otro lugar.
A muchos discípulos de Cristo les cuesta asimilar la necesidad y la atracción de la
comunidad que ellos mismos forman y han elegido como lugar único y privilegiado para

534
dar testimonio de la presencia del Resucitado en el mundo. Reparamos con frecuencia en
estructuras arcaicas y rígidas, en signos de salvación escasamente transparentes, en
ministerios de exiguo servicio, en tareas distanciadas de las necesidades reales, en ideales
y ocupaciones irreconciliables con las claras exigencias del Evangelio. Es más, chocamos
en ocasiones con el pecado, la obstinación y la arrogancia, que aniquilan la ilusión y la
apertura al Espíritu de Jesús. En la Iglesia encontramos todos esos elementos negativos y
otras deficiencias inherentes a la condición humana. Pero no olvidemos en ningún caso
que es obra de Dios, guiada por el Espíritu e indefectible en el tiempo para proclamar con
energía a todos los hombres la buena noticia de la salvación, anunciada y realizada en la
persona de Jesús de Nazaret.
Atrás quedan los oscuros y mudables caminos de liberación trazados por Dios al
pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, atestados de miedos e incertidumbres (Dt
4,1–6,25). En Jesús de Nazaret resplandece el auténtico y definitivo camino de salvación
para la humanidad. Ese camino diáfano conduce al reino de Dios, en el que Jesús es
Dios, como el Padre y el Espíritu, y Señor del universo.

[1] J. P. MEIER , Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I: Las raíces del problema y de la
persona (Estella: Verbo Divino, 2005), 51.
[2] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 1.

535
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536
Glosario [1]

Abbâ’. Palabra aramea aba (aba), que significa literalmente «padre». Tal palabra no
aparece con este significado ni en el Antiguo Testamento ni en la literatura judía
posterior. En el Nuevo Testamento el término, que siempre viene acompañado de su
transliteración y traducción griegas (abba o path,r), aparece referido a Jesús en Mc
14,36, que se dirige al Padre orando en el huerto de Getsemaní. Expresa una relación
singularmente íntima entre Dios y Jesús, el Hijo predilecto. Los primeros cristianos se
dirigen a Dios con este nombre (Rom 8,15; Gal 4,6) y, como discípulos, los cristianos
podemos invocar a Dios como Padre «en el Espíritu» (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4).

Acontecimiento-Jesús. Se entiende por este concepto la presencia y actuación de Jesús


de Nazaret en la historia –realmente, un gran acontecimiento– que anuncia los valores del
reino de Dios y ofrece la salvación a la humanidad.

AD. Esta expresión latina, Anno Domini (en el año del Señor), establecida
aproximadamente en el año 526 por Dionisio el Exiguo, señala que la cifra antecedente
está contada a partir del nacimiento de Jesucristo, según cálculos del monje citado
anteriormente.

Adonay. Término hebreo, hwhy, que significa «Señor». Con este nombre se designa a
Dios, equivalente al tetragrama sagrado YHWH (Yahvé), que no pronunciaban los judíos
por respeto. La transcripción del tetragrama al español por «Jehová» es errónea.

Adopcionismo. Nombre que reciben aquellas sentencias teológicas que ven en


Jesucristo a un hombre que posee de forma especial el espíritu de Dios, como se
manifestó en su bautismo, a quien Dios «adopta» como hijo. Esta doctrina fue defendida
por algunos cristiano-judíos del siglo I, y en el siglo III por Pablo de Samosata, el
principal representante.

Ágape. Término griego, avga,ph, que significa «amor». Se utiliza en el Nuevo


Testamento con el sentido de entrega o amor divino, en contraposición y distinción a la
palabra fi,loj [amor fraterno, amistad] y a e;rwj [amor sensual]. Principalmente, se

537
entendió por «ágape» la eucaristía celebrada por la comunidad de los seguidores de Jesús
Resucitado (Jds 1,12) y, a continuación, la comida asociada a ella. En breve espacio de
tiempo comenzaron a celebrarse por separado la Cena del Señor y el ágape, quizá como
consecuencia de los abusos descritos en 1 Cor 11,17-22.

Ágrapha. Término griego que significa «no escrito». Se aplica a los dichos de Jesús que
no se encuentran en los evangelios canónicos y que se preservan en otros escritos del
Nuevo Testamento, en ciertos manuscritos bíblicos, en los primeros Padres de la Iglesia,
en los apócrifos, en el Talmud y en escritos islámicos. La autenticidad de estos dichos se
rige por criterios de calidad de la transmisión y la ausencia de leyendas sectarias, ajenas a
los escritos canónicos.

Alejandría, escuela de. Esta escuela se distingue por el estudio teológico sobre la
palabra de Dios, escrita y encarnada. Acentúa la divinidad de Jesús y utiliza la alegoría y
la tipología en la interpretación de la Escritura.

Alejandrino, Códice. Uno de los códices griegos más importantes de la Biblia (Antiguo
Testamento y Nuevo Testamento). Es del siglo V, y su sigla es A.

Aleluya. Término hebreo, Hy'wlL.h;ּ, que significa «alabad a Yahvé». Es una


exclamación de alegría y gratitud a Dios.

Aleyuyáticos, salmos. Son aquellos que comienzan y terminan o solamente terminan


con la exclamación alleluja (por ejemplo,104-106; 115; 146-150, etc.).

Alianza. Es una relación estable y duradera, basada en distintos ritos simbólicos que
establecen la relación entre Dios y el pueblo de Israel. No es un pacto entre dos partes
iguales, sino en analogía con los acuerdos políticos firmados entre soberanos y vasallos
del antiguo Oriente Medio. En la ciencia bíblica, la alianza se inspira en el amor y la
fidelidad. Son típicas las alianzas de Dios con Noé, con Abrahán, con el pueblo en el
monte Sinaí y, especialmente, la nueva Alianza, sellada con la sangre de Jesús.

Am-h​a áres. Frase hebrea que significa «el pueblo de la tierra». Es un término empleado
frecuentemente para designar a personas de baja condición y, a veces, con desprecio.

538
Amonita. Tribu de probable origen amorreo que se asentó en Transjordania, entre el
Jordán y el desierto, hacia el siglo XII a.C., formando el reino de Amón. Sus relaciones
con Israel fueron cordiales unas veces, y hostiles otras.

Amora/Amoraíta. Voz aramea que significa «el que habla», «maestro» o «narrador».
Los amoraim fueron maestros judíos (ca. 200-400 AD) cuya generación siguió a los
Tannaim y que compusieron la Gemará, un comentario a la Misná y a las Escrituras
hebreas. Existen dos escuelas de Amoraim, conforme a que viviesen en Israel o en
Babilonia.

Amorreo. Pueblo nómada de origen semita que invadió la Media Luna Fértil hacia el año
2500 a.C. Este pueblo estableció famosas y poderosas dinastías, como la de Babilonia, y
fue uno de los pobladores preisraelitas de Palestina.

Analogía de la fe. En latín, analogia fidei, es uno de los principios teológicos que han
de guiar la interpretación de la Escritura. Toda interpretación de la Escritura debe estar en
consonancia con el conjunto de la revelación de Dios.

Anámnesis. Término griego, avna,mnhsij, que significa «conmemoración» cúltica de un


hecho.

Antinomismo. Teoría que discute la validez de toda ley y que, en relación con el
evangelio, pone en duda la obligación de la ley moral para el cristiano.

Antioquía, Escuela de. En oposición a la Escuela de Alejandría, practicó la


interpretación literal y espiritual de la Escritura. Su representante principal es Teodoro de
Mopsuestia.

Antítesis. Figura literaria que, según el diccionario de la RAE, consiste «en contraponer
una frase o una palabra a otra de contraria significación». En el campo bíblico son
famosas las recogidas en el sermón del monte: «Oísteis que se dijo ... Pero yo os digo»
(Mt 5,21ss).

Antropomorfismo. Según el diccionario de la RAE, «conjunto de creencias o de


doctrinas que atribuyen a la divinidad la figura o las cualidades del hombre». Dios se

539
concibe de esta manera en el Antiguo Testamento para reseñar su carácter personal y su
intervención en la historia humana.

Aparato crítico. Conjunto de notas, colocadas a pie de página, que, en ediciones


científicas de los textos bíblicos, señalan las diferentes lecturas existentes en los códices,
al tiempo que indican los códices que llevan cada lectura mostrada.

Apocalipsis, apocalíptico. Término que deriva del griego, con significado de


«revelación» o «manifestación». Género literario que utiliza los tiempos pasados y el
anuncio del tiempo definitivo, referidos por alguna personalidad religiosa de gran
autoridad. En este género se emplea una gran variedad de símbolos, alegorías y
complejas especulaciones numéricas, enmarcada en una visión determinista de la historia
que se orienta a los tiempos finales. Estos conceptos, de formas diversas y variadas,
hacen referencia especial al último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis de san
Juan. Este tipo de literatura revela el plan salvífico de Dios a la humanidad en Cristo
Jesús.

Apócrifo. Escritos judíos y obras cristianas primitivas que, aunque guardan semejanza
con los libros canónicos, no fueron admitidos en el canon. Reciben el nombre de
pseudoepígrafos por los protestantes, que llaman apócrifos a los deuterocanónicos.

Apolinarismo. Doctrina que lleva el nombre del obispo de Laodicea, Apolinar, y que no
acepta plenamente la humanidad de Cristo al defender que, en Cristo, la persona divina
ocupaba el lugar del alma espiritual de Jesús.

Apotegma. Máxima que contiene una norma de conducta. Se encuentran en las


respuestas de Jesús a sus discípulos y adversarios religiosos y políticos.

Áquila, versión. Versión griega del Antiguo Testamento a partir del texto hebreo, hacia el
año 135.

Arameísmo. Barbarismo producido por el influjo del arameo en otras lenguas. Palabras
existentes en el griego del Nuevo Testamento que revelan un origen arameo-palestino.

540
Arameo. Lengua semítica emparentada con el hebreo. Fue idioma dominante en los
antiguos territorios asiro-babilónicos, en los que se hallaba Siria-Palestina. Fue la lengua
vernácula del pueblo judío a partir del año 586 a.C. En esta lengua están escritos los
libros de Daniel y Esdras, así como los Targumin.

Armonización. En el campo de la crítica textual, acción que consiste en cambiar el texto


para hacerlo coincidir con el correspondiente de otro autor o libro.

Arrianismo. Doctrina según la cual el Logos no es eterno como el Padre, aunque goce
de distinción y eminencia sobre el resto de criaturas. No es de la misma substancia que el
Padre, es engendrado y creado a la par y es Dios por participación. El Logos ocupó en
Jesús el lugar del alma y, en consecuencia, Jesús carecía de alma humana. El arrianismo
fue condenado en el primer Concilio de Nicea, en el año 325. Atanasio, más tarde elegido
obispo de Alejandría, fue el gran defensor de la doctrina de Nicea.

Asiria. Parte septentrional de Mesopotamia o «País de los dos Ríos», que tuvo como
capitales a Asur, Calah y Nínive, esta última destruida y conquistada por Nabopolasar,
rey de Babilonia, en el año 612 a.C. En la época de su mayor apogeo, siglo VIII a.C.,
Asiria llegó a dominar gran parte de Asia Occidental y Egipto. Los reinos de Israel y Judá
también dependieron de Asiria.

Asirio. Lengua semítica, cuyo nombre deriva de Assur, capital del imperio asirio, a
orillas del río Tigris.

Asmoneo. Dinastía descendiente de Simón Macabeo.

Autenticidad. Cualidad del libro bíblico, escrito por el autor a quien se atribuye. Puede
ser: divina (libros inspirados por Dios) o humana, en el sentido descrito.

BCE. Acrónimo inglés que significa «antes de la era común o era cristiana». Es una
expresión aconfesional que sustituye a BC.

BC. Significa «antes de Cristo». El periodo que precede al nacimiento de Cristo, según la
datación del monje Dionisio el Exiguo.

B. Sigla del Códice Vaticano.

541
Baal. Nombre genérico de los antiguos pueblos semíticos, que significa «señor» y se
aplica a las divinidades de Siria y Palestina. En la Biblia, se utiliza para designar ídolos.
En algunas lenguas, aparece la forma Bel, por ejemplo, Bel-zebú.

Babel. Nombre bíblico de Babilonia.

Babilonia. Ciudad situada a orillas del río Éufrates, en Mesopotamia meridional. Su


reinado pasó por varias etapas: El imperio paleobabilónico (ss. XIX-XVI), al que
pertenece Hammurabi, que dominó toda Mesopotamia. Entre los siglos XVI y XII a.C.
fue subyugada por varios pueblos. Tras unos siglos de confusión y declive, los caldeos
fundaron el imperio neobabilónico, que finalizó con la conquista del pueblo persa en el
siglo VI a.C. En el año 587 a.C. el rey Nabucodonosor destruyó Jerusalén en el reino del
Sur y deportó a sus habitantes a Babilonia.

Baraita. atyrb, préstamo del arameo (en plural, Baraitot), que significa «externo», y
corresponde a la tradición rabínica no incluida en la Misná por Judah ha-Nasi. Es
considerado un complemento a la Misná. De ahí su acepción semántica de
«complemento». Se desconoce su importancia y reconocimiento de autoridad con
anterioridad al siglo II.

Ben Sirá. Véase: Sirácida.

Berakah. hrkrb, término hebreo que significa «bendición». Oración judía de alabanza y
acción de gracias. Asimismo forma el primer tratado del Orden Zera‘im, ~yrz.

Beza. El códice de Beza es uno de los más importantes del Nuevo Testamento, de los
siglos IV-V. Escrito en griego, contiene asimismo la versión latina. Se conserva en la
ciudad de Cambridge. Su sigla es D.

Bienaventuranza. Alabanza, dirigida a alguien, para expresar la felicidad de la que es


objeto.

Bodmer, papiros. Se conocen por este nombre los papiros del Nuevo Testamento
editados por Martin Bodmer. Los más importantes son: Bodmer II, cuya sigla es P 66, y
Bodmer XIV-XV, con sigla P 75, ambos del siglo III.

542
CE. Significa «era común o era cristiana». Expresión aconfesional que sustituye a AD.

Calcedonia. Ciudad de Asia Menor en la que tuvo lugar, en el año 451, el concilio
ecuménico que formuló el dogma cristológico, según el cual Jesucristo, el Logos de Dios
encarnado, es una persona en dos naturalezas, inseparables, inmutables e inconfusas en
esa persona. Esta doctrina fue defendida en contra de Nestorio y de Eutiques.

Caldeos. Pueblos de origen semita, asentados en la región sur del actual Irak, que
antiguamente pertenecía a la región de Babilonia oriental. En los textos bíblicos aparecen
como un grupo de gente especializada en la adivinación y astrólogos de la corte
babilónica. En la actualidad el término se emplea como denominación oficial de la Iglesia
caldea, cuyo patriarca reside en Bagdad y lleva por título oficial el de Patriarca de
Babilonia de los Caldeos.

Canaán. Nombre utilizado en la Biblia para designar a Palestina, cuyo gentilicio se utiliza
para referirse a la población y cultura preisraelitas de Siria Occidental y Palestina. De la
lengua cananea procede la lengua hebrea.

Canon. Referido a la Escritura, son libros que componen la Biblia, inspirados por Dios y
norma de fe y moral. Existe el canon palestinense (hebreo), el alejandrino (griego de los
LXX) y el cristiano (católico y protestante).

Cantabrigense, Códice. Véase: Códice de Beza.

Carisma. Dones del Espíritu Santo, concedidos a ciertos miembros de la comunidad


creyente para el bien común.

Cautividad. Destierro del pueblo judío en Babilonia.

Celota. Véase: Zelota.

Chester Beatty. Serie de importantes papiros del Nuevo Testamento adquiridos por el
coleccionista estadounidense que lleva este nombre. Entre ellos se encuentran el P 45 y el
P 46.

543
Claromontano. Códice griego, uno de los más importantes del Nuevo Testamento. Es
del siglo V, y su sigla es D.

Códice. Hojas, generalmente de pergamino, unidas en forma de cuaderno. Existen


códices con el texto bíblico que sirven para su reconstrucción. Los cristianos fueron los
primeros en emplearlos a gran escala para publicar los escritos sagrados.

Comisión bíblica. Fue fundada por León XIII, en el año 1902, para extender y velar
por los estudios bíblicos. Al partir del Concilio Vaticano II forma parte del cuerpo
consultivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Concilio. Los concilios, también llamados sínodos, son reuniones, especialmente de


obispos de la Iglesia católica, en las que se tratan temas de la Iglesia, se toman decisiones
y se promulgan decretos. Si el concilio es convocado por el Papa y representa a la Iglesia
universal, recibe el nombre de concilio ecuménico.

Constantinopla. Capital del imperio bizantino, hoy día Estambul. En esta ciudad se
celebraron cuatro concilios ecuménicos, a saber: a) El primero, celebrado en el año 381,
condenó las herejías que negaban la divinidad del Espíritu Santo. b) El segundo se
celebró en el año 553 y condenó el nestorianismo. c) El tercero, llamado también
Concilio Trullano, condenó el monoteletismo, que atribuye a Cristo una sola voluntad. Y
d) el cuarto, celebrado en el año 869, que condenó al patriarca griego Focio, por
cismático.

Corpus paulino. Se denomina así al conjunto de las cartas auténticas de san Pablo.

Corpus. Término que hace referencia al conjunto de obras de un autor o escuela.

Credo. Conjunto de verdades fundamentales, expresadas en la liturgia de la Iglesia,


centradas en la acción salvadora de Dios a la humanidad y realizadas singularmente en la
muerte-resurrección de Jesucristo y en la actividad del Espíritu en la comunidad cristiana.

Crítica, edición. Análisis científico de las fuentes, la historia y las formas literarias de los
textos bíblicos para determinar el sentido genuino de los mismos.

544
D. Sigla de varios códices del Nuevo Testamento, el más importante de los cuales es el
Códice de Beza.

Decápolis. Diez ciudades helenísticas situadas en Transjordania, liberadas de Judea por


Pompeyo en el año 63 a.C.

Dei verbum. Constitución dogmática sobre la Divina Revelación del Concilio Vaticano II,
del año 1965.

Depósito de la fe. Conjunto de bienes salvíficos –palabras y dones– confiados a la


comunidad eclesial para que esta los preserve con fidelidad y los transmita de forma
infalible.

Desmitización. Término, hecho popular por el teólogo Rudolf Bultmann, que trató de
explicar el llamado por él «mito» del Nuevo Testamento en términos del propio
entendimiento humano. Según Bultmann, la primitiva comunidad cristiana interpretó la
vida y el mensaje de Jesús recurriendo a mitos sacados del pensamiento helenista, del
gnosticismo y de la apocalíptica judía. Para que este lenguaje mítico sea comprensible al
hombre moderno es preciso una transposición del mensaje de Cristo a categorías
filosóficas actuales. El contenido del mensaje, una vez llevada a cabo la desmitización,
quedaría reducido a aquellos elementos relacionados con nuestra existencia y nuestra
relación personal con Dios. Bultmann intentó reinterpretar el «mito», más que suprimirlo,
con la intención de recuperar el auténtico sentido del mensaje evangélico y aplicarlo a la
existencia humana. Sería, por tanto, un intento de explicar el lenguaje mítico del Nuevo
Testamento, empleando técnicas de desmitización.

Desmitologización. Véase: Desmitización.

Destierro. Véase: Exilio.

Determinismo. Doctrina según la cual todos los movimientos del hombre, orientados a
un fin determinado, no son producidos libremente, sino que están previamente
determinados por causas externas y ajenas al hombre.

545
Deuterocanónicos. Libros que, aunque fueron incorporados tardíamente al canon de la
Escritura, son literalmente canónicos. Los protestantes consideran apócrifos los libros
deuterocanónicos del Antiguo Testamento.

Deuteroisaías. Según la crítica, nombre que se da al autor anónimo de Is 40-55.

Deuteronómico. Una de las fuentes con las que se compuso el Pentateuco, según la
teoría documentaria. Se designa con la letra D.

Deuteropaulinas, cartas. Véase: Protopaulinas, cartas.

Diáspora. Nombre que se atribuye a los distintos grupos judíos que vivieron fuera de
Palestina como consecuencia de diversos destierros y emigraciones. A veces, hace
referencia a las cautividades judías de Asiria y Babilonia.

Diatéssaron. Término utilizado por Taciano, a finales del siglo II, para referirse a la
combinación o concordia de los cuatro evangelios canónicos y algún material no
canónico.

Didaché (Doctrina de los Doce Apóstoles). Es uno de los escritos más importantes de
la comunidad cristiana primitiva. Su origen se remonta probablemente a la segunda mitad
del siglo I d.C. y fue publicado en el año 1883, diez años más tarde de ser encontrado.
Son de sumo interés las instrucciones para la celebración del bautismo y de la eucaristía,
así como la redacción del Padre Nuestro.

Divino Afflante Spiritu. Encíclica del papa Pío XII sobre la Sagrada Escritura (1943),
que incorpora la utilización de los métodos críticos al estudio de la Biblia en la exégesis
católica.

Docetismo. Teoría cristológica, según la cual Cristo solo poseía un cuerpo aparente y, en
consecuencia, sus sufrimientos y su muerte fueron también aparentes.

Doctrina católica, verdades de. Son aquellas verdades que la Iglesia católica propone
auténticamente, aunque no sean definidas como infalibles.

546
Dos fuentes, teoría de las. Hipótesis exegética, según la cual los evangelios sinópticos
han sido elaborados a partir de dos fuentes comunes, un Mc primitivo (Ur-Markus) y la
fuente Q.

Doxología. Fórmula que celebra y alaba la gloria de Dios.

E. Véase: Elohísta.

Edom. País y población del sur y sudeste del Mar Muerto, descendiente de Esaú, según
la Biblia, en continuo conflicto con Israel. En el primer milenio a.C. se llamó Idumea.

Éfeso. Ciudad de Asia Menor en la que se celebró, en el año 431, el tercer concilio
ecuménico, que condenó el nestorianismo y otorgó a la virgen María el título de «Madre
de Dios».

Efrén Rescripto. Uno de los códices griegos más importantes de la Biblia. Es del siglo V,
y su sigla es C.

El. En hebreo, la. Es el Dios por excelencia, el Dios creador. Es utilizado por los
israelitas, solo o con algún epíteto, para designar al Dios único y verdadero. Así, El de
Abrahán, El de Isaac, etc. Es uno de los términos más antiguos y aparece tanto en
cananeo como en acadio.

Elohim. Término hebreo, ~yhla, el plural de la, utilizado frecuentemente, con el que se
designa a Dios en el Antiguo Testamento.

Elohísta. Una de las cuatro fuentes con las que se compuso el Pentateuco. Llama a Dios
Elohim. Su sigla es E.

Escatología. Término griego, e;scatoj lo,goj, que significa: doctrina de las «cosas
últimas» y hace referencia a las esperanzas que el Antiguo y el Nuevo Testamento
describen para el pueblo de Dios y los seguidores de Jesús en los últimos tiempos.

Escriba. En su origen, funcionario de la corte. Posteriormente, en la época de la


tradición rabínica llegó a significar «estudioso» y «maestro» de la ley (los escribas eran

547
considerados doctores de la ley, en realidad). Gozaba de gran prestigio social y era
llamado rabbí, que quiere decir «mi maestro».

Esenio. Miembro de un movimiento tradicionalista judío, de prácticas rigurosas y


extravagantes, establecido en el desierto de Judá hacia el siglo II a.C. y que finalizó con
la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C.

Etnarca. Título de menor rango que el rey, que existía en algunos países orientales de la
antigüedad. También, gobernador de algunas provincias romanas.

Evangelio. Término griego que se utiliza para describir la «buena noticia» anunciada por
Jesús. También, documentos escritos sobre la persona, predicación y obras de Jesús,
recogidos en los cuatro evangelios canónicos del Nuevo Testamento y el mensaje que
ellos proclaman.

Exaltación (de Cristo). Término que expresa el Señorío de Jesús en la gloria del Padre,
una vez que, como dice el himno de la carta a los Filipenses, se despojase a sí mismo
(keno,w), adoptase la condición de esclavo y obedeciese hasta la muerte, una muerte de
cruz. Dios lo elevó (u`peru,ywsen) sobre todo (cielo, tierra y abismo) y lo constituyó
ku,rioj, Señor del universo (Flp 2,6-11).

Exégesis. Interpretación crítica de un texto bíblico.

Exilio. Nombre con el que se designa la época en la que el pueblo judío fue deportado
por Nabucodonosor a Babilonia, en el año 587 a.C., donde permaneció
aproximadamente hasta el año 538 a.C. El rey Ciro permitió la vuelta de los judíos a su
tierra.

Éxodo. Nombre con que se describe la liberación del pueblo de Israel desde la salida de
Egipto, guiado por Moisés, hasta el paso del mar Rojo, la marcha por el desierto y la
entrada en la tierra de promisión.

Expiación, día de la. Fiesta judía de carácter penitencial y expiatoria.

Fariseos. Los separados/apartados, del verbo vrp, perash en hebreo/arameo y farisai/oi


en griego, constituyen un movimiento judío, procedente tal vez de los asideos,

548
distinguido por su cumplimiento riguroso de la ley de Moisés. Rechazaban el dominio de
potencias ocupantes de su tierra y tenían en alta estima la tradición oral. Esperaban un
mesías de la casa de David y creían en la resurrección de los muertos y en el juicio final.
Entre ellos se encontraban numerosos escribas. Aunque el Nuevo Testamento resalta sus
constantes hipocresías, también hubo fariseos que invitaron a su mesa a Jesús. Gracias a
su fervor pervivió el judaísmo tras la destrucción de Jerusalén por el imperio romano.

Fiestas. Las principales fiestas judías eran la Pascua, Pentecostés y las Tiendas o
Chozas. Otras fiestas menores eran el sábado, la expiación, el año sabático y el día de la
expiación y la dedicación del Templo.

Filioque. Término latino, que significa «y del hijo». Doctrina que afirma que el Espíritu
Santo procede del Padre y del Hijo, como principio único. La adición, aunque no fue
incorporada en todas partes al mismo tiempo, fue introducida por la Iglesia latina en el
Credo niceno-constantinopolitano a finales del siglo VII.

Freer, Códice de. Uno de los códices griegos más importantes del Nuevo Testamento.
Es del siglo V, contiene los cuatro evangelios y se le llama también Códice de
Washington. Su sigla es W.

Gemara. Término hebreo, hrmg,, que significa «complemento». Es un comentario de la


Misná, hecho por rabinos de Palestina y Babilonia. Con el tiempo, llegó a formar parte
del Talmud.

Gentil. Dícese de todo aquel que no pertenece al pueblo elegido de Israel.

Glosa. Palabras añadidas al texto original, al margen o entre líneas, con la intención de
explicarlo o mejorarlo.

Glosolalia. Don de lenguas.

Gnosis. Gnosticismo. Término griego, gnw/sij, que significa «conocimiento».


Movimiento o conjunto de doctrinas filosófico-teológicas, manifestadas entre el siglo I
a.C. y el IV d.C. Reconocen el dualismo entre el bien (Dios) y el mal (el mundo de la
materia creada por el demiurgo). El ideal de vida consiste en la existencia como espíritu

549
puro, y la salvación se consigue por el conocimiento de lo divino y la huida de los valores
terrenos. Influyó en algunos escritos del Nuevo Testamento.

Graduales, salmos. Quince salmos, del 119 al 133, que diseñan las etapas de la subida
en peregrinación a Jerusalén.

Hagadá. Término hebreo, hdgh, que significa «contar», «narrar». Interpretación judía
exhortativa, edificante, de la Escritura.

Hagiógrafo. Autor sagrado.

Halaká. Término hebreo, hklh, que significa «caminar», «proceder», pero también
precepto, regla, jurisprudencia talmúdica. Relectura actualizada de un texto jurídico del
Antiguo Testamento para que sirva de norma de conducta al individuo o a la comunidad.
Estas regulaciones legales son consideradas por los rabinos de mayor importancia que la
Hagadá.

Hanuká. Fiesta de la dedicación del altar de los holocaustos del Templo de Jerusalén en
el año 164 a.C., tras la profanación por Antíoco IV.

Hebreo. Lengua semítica occidental en la que está escrita la mayor parte del Antiguo
Testamento. Fue desplazado por el arameo como lengua viva a partir del destierro de
Babilonia. El término tiene una etimología incierta. Unos hacen derivar su nombre del
patriarca Heber; otros piensan que se trata de los hapiru, población emigrante o
extranjera, como los israelitas a Egipto, y algunos lo refieren a sociedades marginadas,
dedicadas al bandidaje, existentes en el Próximo Oriente (habiru). Hoy en día, el vocablo
es sinónimo de israelita.

Helenismo. Nombre con que se conoce a la cultura helénica, difundida por el Oriente
Medio y el mundo mediterráneo hasta la llegada del imperio romano.

Hermenéutica. Ciencia de interpretación del texto bíblico.

Herodiano. Nombre con que se designa a los partidarios de Herodes el Grande.

550
Hierofanía. Término griego, i`ero,j (sagrado/santo) y fai,nw (aparecer/manifestarse),
que significa: manifestación de lo sagrado.

Hilemorfismo. Teoría aristotélica, elaborada por la filosofía escolástica, según la cual la


realidad material está constituida esencialmente por dos elementos: materia (en griego,
u;lh) y forma (en griego, morfh,), que constituyen una realidad.

Historia de la salvación. En alemán, Heilsgeschichte, es decir, la historia del pueblo


elegido, en la que se revelan la acción y la salvación de Dios.

Historia de las formas. En alemán, Formengeschichte, que significa el estudio de las


formas literarias empleadas por los primeros cristianos para dar forma a las tradiciones
sobre Jesús.

Historia de las tradiciones. En alemán, Traditionsgeschichte, o análisis del proceso de


la composición de los textos bíblicos.

Homoousios. Término griego, o`moou,sioj, que significa «de esencia igual». El término
se utiliza para designar que la esencia de Dios es igual (una) a la del Logos, dentro de la
Trinidad de Dios.

Hosanna. Término hebreo que significa: «ayúdanos». Súplica dirigida a Yahvé y que
adquirió posteriormente un sentido de alabanza y alegría.

Humani generis. Encíclica del papa Pío XII sobre la Escritura, del año 1950.

Inerrancia. Cualidad de la Sagrada Escritura, que está libre de error por la inspiración
divina. Hoy se habla, más bien, de «verdad» de la Escritura.

Inspiración. Acción del Espíritu Santo sobre los autores sagrados, que convierte sus
escritos en palabra de Dios.

Interpolación. Parte de un texto intercalado en el original por artes extrañas.

Intertestamentario. Se dice del periodo bíblico que media entre el año 150 a.C. y el 150
d.C., en el que se escribió un tipo especial de literatura judeo-cristiana, como los

551
llamados apócrifos.

Ipsissima Verba. Palabras que se consideran pronunciadas literalmente por Jesús.

Israel. Segundo nombre de Jacob, de quien desciende el pueblo de Israel, y del reino del
Norte, tras la separación de los reinos a la muerte de Salomón en el siglo X a.C.

Israelita. Miembro del pueblo de Israel y, más propiamente, el perteneciente al reino del
Norte.

J. Sigla del documento Yahvista.

Jebuseo. Nombre que se da a los antiguos habitantes de Jerusalén antes de la conquista


de esta ciudad por el rey David.

Jehovista. Compilación a base de las fuentes J y E del Pentateuco, después de la caída


de Samaría, en el año 722 a.C.

Judá. Nombre de uno de los hijos de Jacob. Nombre del reino del Sur tras la separación
de los reinos a la muerte de Salomón.

Judaísmo. Nombre que recibe el pueblo elegido y su cultura a partir del destierro. Se
contrapone al helenismo.

Judeocristiano. Se llama así al judío convertido al cristianismo para distinguirlo del


pagano-cristiano.

Judío. El término designa originariamente a los pertenecientes al reino de Judá. A partir


de la cautividad de Babilonia se llamó así a todos los habitantes del pueblo de Israel.

Kairós. Se aplica –distinguiéndolo de la palabra cro,noj– a momentos de gran


importancia respecto a la salvación, y especialmente al tiempo de la consumación final

Kénosis. Se dice de la aceptación de la condición humana por parte de Cristo Jesús, el


Hijo de Dios.

552
Kerigma. Término griego, kh,rugma, que significa «proclamación». Se aplica a la
proclamación del núcleo central de la fe cristiana, es decir, la salvación de la humanidad
por Cristo, constituido Señor y Salvador por su muerte y resurrección, para afirmar la
presencia del Resucitado en el mundo. Es norma y fundamento para la teología y el
dogma de la Iglesia, de los que se distingue nítidamente.

Koiné. Término por el que se conoce al griego corriente, hablado en el mundo


mediterráneo helenizado y utilizado por los autores del Nuevo Testamento.

L. Abreviatura que hace referencia al material del evangelio de Lucas, propio de este
evangelista.

Levita. Miembro de la tribu sacerdotal de Leví. Dichos miembros ejercieron tareas de


culto y servicio en el Templo.

Literal, sentido. Sentido primero de un texto bíblico, que se desprende de las mismas
palabras.

Logia. Plural de Logion.

Logion. Cualquier clase de sentencias cortas. En un sentido técnico, hace referencia a


las máximas de Jesús de carácter parenético sapiencial.

Logos. Término griego que traducimos por «palabra». Aplicamos este término a
Jesucristo, Hijo de Dios. Según el prólogo del Evangelio de Juan, «la Palabra existía al
principio, existía con Dios y era Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas, y ella era la
Vida y la Luz de los hombres». Tomó carne, vivió entre nosotros, padeció y murió y
resucitó, manifestando la gloria del Padre y efectuando la liberación y salvación de la
humanidad.

LXX. Sigla de la versión griega de los Setenta. Véase: Setenta.

Macedonianismo. Doctrina teológica que lleva el nombre de Macedonio, obispo de


Constantinopla, y defiende que el Espíritu Santo es una criatura no divina, sin relación
alguna al Padre y al Hijo. Fue condenada en el año 381, en el I concilio de
Constantinopla.

553
Mar Muerto, rollos del. Manuscritos hallados en Qumrán y alrededores.

Maranathá. Expresión aramea, ata !rm, que significa: «Ven, Señor».

Masora. Signos vocálicos y de puntuación del texto de la Biblia hebrea.

Masoretas. Sabios judíos, dedicados a la crítica textual, entre los años 750-1000 d.C.

Maternidad divina. Doctrina según la cual la virgen María es verdadera madre de


Jesucristo, Hijo de Dios.

Media Luna Fértil. Zona de gran fertilidad, que toca por el norte el desierto de Siria y
une el golfo Pérsico con la desembocadura del Nilo a través de Mesopotamia y Palestina.
En español, se traduce a veces, incorrectamente, por «Creciente fértil».

Megillot. Término hebreo, twlgm, que significa «rollos» y se aplica a los libros de Rut,
Cant, Ecl, Lam y Est, leídos en las principales fiestas judías.

Menorá. Término hebreo, hrwnm, que significa «lámpara», «antorcha». Es el


candelabro de siete brazos que se menciona en el libro del Éxodo, o el de nueve, que se
utiliza en la fiesta judía de Hanuká.

Mesías. En sentido estricto, se designa «mesías» en el campo bíblico a un personaje


futuro, salvador del tiempo futuro, que instaurará el reinado de Dios.

Metanoia. Término griego, mata,noia, que significa, en el lenguaje bíblico, la vuelta o


conversión del hombre a Dios, en todas las dimensiones de la persona.

Midrás. Término hebreo, vrdm (en plural midrashim, ~yvrdm), que significa
«estudiar», «investigar», «explicar», entre otras acepciones. Comentario o interpretación
de la Escritura de carácter homilético. Los comentarios hebreos más antiguos de las
Escrituras son el Megilta (sobre el Éxodo), el Sipra (sobre el Levítico), y el Sipre (sobre
los Números y el Deuteronomio).

Milagro. Narración de un hecho sorprendente, interpretado por el creyente como signo


de la acción de Dios sobre la humanidad.

554
Milenarismo. Creencia en la existencia de un reino de mil años de Cristo en este mundo
antes del juicio final.

Misná. Término hebreo, hnvm, que significa «repetición». Compendio de la tradición


oral judía, que data del tiempo anterior al nacimiento de Jesús hasta el rabí Jehudah ha-
Nasi (200-219). Esta tradición se pone por escrito a partir del siglo II y, más tarde,
servirá de base para el Talmud.

Moab. Territorio al este del Mar Muerto. Sus habitantes se mostraron, por lo general,
hostiles al pueblo de Israel.

Modalismo. Doctrina que niega la distinción de personas en la Trinidad. El Dios uno se


hace trino exclusivamente en los modos o manifestación de obrar ad extra. Una variedad
de esta doctrina es la herejía de los siglos III y IV que niega la Trinidad, conocida como
«sabelianismo», cuyo fundador, Sabelio, fue condenado por el papa Calixto I.

Monarquianismo (o monarquismo). Doctrina que niega la Trinidad (tres personas) en


Dios. Jesús sería un profeta singular, adoptado como hijo por Dios.

Monofisismo. Término griego que significa «naturaleza única». Doctrina según la cual
por la unión substancial del Logos con la naturaleza humana se produjo una única
naturaleza (fu,sij), quedando la humanidad absorbida por la divinidad.

Nabateo. Pueblo oriundo de la península arábiga. Formó un grupo de comerciantes que


dominaron una gran extensión territorial a partir del siglo II a.C. Fue un reino próspero
entre el siglo II a.C. y el II d.C. Se extendió hasta Damasco, y Petra fue una de sus
ciudades más bellas e importantes.

Nag-Hammadi. Localidad egipcia donde fueron descubiertos, en el año 1946,


importantes documentos gnósticos del siglo IV.

Nazir. Termino hebreo, ryzn, que significa «elegido», «iniciado», y se aplica a aquella
persona que ha hecho el voto de nazireato a Yahvé. El voto consistía en dejarse el pelo,
abstenerse de licores y evitar impurezas legales.

Nazireo. Véase: Nazir.

555
Nestorianismo. Doctrina de Nestorio, patriarca de Constantinopla, en la que se negaba
que el Logos eterno fuera sujeto de las realidades humanas en Jesús. Solamente Cristo
podía ser sujeto del que se podría afirmar lo divino y lo humano. Esta doctrina fue
condenada en el concilio ecuménico celebrado en Éfeso, en el año 431.

Nicea. Ciudad de Asia Menor, hoy Iznik, en Turquía, en la que se celebró el primer
concilio ecuménico, en el año 325. En él se formuló el Credo de Nicea, en el que se
declaraba la divinidad del Hijo y su igualdad de esencia con el Padre (o`moou,sion).

Número simbólico. Se dice de aquel que, aparte del valor cuantitativo, posee una
connotación cualitativa. Por ejemplo, el número tres indica lo divino, y el siete la
plenitud.

Oración sacerdotal. Se dice de la oración que finaliza el discurso de Jesús en la última


cena.

P. Sigla del documento sacerdotal.

Pagano-cristiano. Término que se aplica a los cristianos que provienen del paganismo.

Pagano. Término usado por los cristianos para designar a aquellos que no son de su
religión.

Palestina. Generalmente, por «Palestina» entendemos el país de la Biblia, aunque su


nombre no se mencione en ninguna parte de ella. Fue, en su origen, el país de los
filisteos, aunque solo ocuparan una pequeña parte. La región se integró en la provincia
romana de Siria en el año 65 d.C., y en el año 139 d.C. pasó a formar parte de la
provincia romana de Judea.

Parábola. Narración simbólica de la que puede extraerse una enseñanza teológica o


moral.

Paradosis. Transmisión del mensaje del evangelio a partir de los apóstoles.

Parasceve. Término griego paraskenh, que significa «preparación», «disposición», y


hace referencia principalmente a la vigilia del Sabbath o de la Pascua, cuando se

556
iniciaban las preparaciones para la fiesta.

Parénesis. Discursos en los que predomina el tono exhortativo.

Parusía. Término con que se designa en el Nuevo Testamento la segunda y definitiva


venida del Señor al final de los tiempos.

Pascua. La más importante de las fiestas judías, celebrada el 14-15 del mes de nisan, en
la que el pueblo de Israel conmemoraba su liberación de Egipto. Los cristianos hablamos
de la Pascua de Cristo, refiriéndonos a su muerte y resurrección.

Pastor de Hermas. Importante obra cristiana, del siglo II, cuya primera versión fue
escrita en griego, posteriormente traducida al latín, que gozó de enorme autoridad entre
los Padres de la Iglesia. Su contenido consta de visiones del género apocalíptico, de
mandatos y de parábolas.

Pastorales, Cartas. Nombre con que se designan las cartas 1 y 2 Tim, y Tit, del Corpus
paulino.

Pentecostés. Fiesta del pueblo judío, celebrada siete semanas después de la Pascua, en
la que se daban gracias a Dios por la siega de la cosecha.

Peshitta, versión. Es la versión siríaca más conocida de la Biblia.

Pleroma. El término significa «plenitud» y se aplica al cosmos y a Cristo.

Políglota. Biblia impresa en varias lenguas, ordenadas en columnas paralelas.

Prosélito. Pagano convertido al judaísmo.

Protocanónicos. Son aquellos libros que fueron admitidos en el canon de la Escritura en


fechas muy tempranas, con escasas resistencias a su incorporación.

Protoevangelio. Con este nombre se conoce la sentencia de Dios, relatada en el libro del
Génesis (Gn 3,15).

557
Protopaulinas, cartas. El término se aplica a aquellas cartas de san Pablo que
cronológicamente pertenecen a la primera época (1 Tes, Gal,1-2 Cor, Rom, Flp y Flm).
Las que son de la segunda época se denominan «deuteropaulinas» (Col, Ef,1-2 Tim, Tit
y, quizás, 2 Tes). Sobre estas últimas existen dudas acerca de su autenticidad.

Providentissimus Deus. Carta encíclica de León XIII sobre la Sagrada Escritura, del
año 1893.

Publicano. Según el Nuevo Testamento, recaudador de impuestos en Israel a favor del


imperio romano, despreciado por el pueblo y asimilado a los pecadores públicos por sus
abusos. Jesús los acogió y comió con ellos.

Pueblos del Mar. Invasores procedentes del sur y suroeste de Europa, que se
establecieron en las costas orientales del Mediterráneo, incluida Palestina, en los siglos
XIII-XII a.C. Entre ellos se encuentran los filisteos.

Q. Abreviación de la palabra alemana Quelle («fuente»), que hace referencia a la


supuesta colección de dichos de Jesús, que ha contribuido al suministro de material en los
evangelios de Mateo y de Lucas que no se encuentra en Marcos.

Qohélet. Nombre hebreo, tlhwq, del autor del Eclesiastés.

Qumrán. Localidad situada en la parte noroeste del Mar Muerto, a escasos kilómetros
de la ciudad de Jericó. En once grutas cercanas se han encontrado, a partir de 1947,
numerosos textos bíblicos y extrabíblicos, de los siglos III a.C. – I d.C., conocidos como
«Rollos del Mar Muerto».

Rabínico. Perteneciente o relacionado con el rabinismo y los rabinos.

Rabinismo. Tradición de enseñanza judía, que ha regido la vida del judaísmo desde el
siglo I hasta la actualidad.

Rabino. Véase: Escriba.

Reales, salmos. Aquellos que, por su contenido, se refieren al rey o a la realeza (ej.: 2;
18; 42, etc.).

558
Redactor. Nombre que se da al compositor de un libro sagrado. Su sigla es R.

Resto de Israel. Pequeña parte del pueblo (de Israel) que, según los profetas, escapa del
castigo de Dios y continúa la historia de la salvación.

Rollo. Hojas de papiro, cosidas o pegadas entre sí, en las que se escribía en columnas, y
enrolladas en dos bastoncillos verticales. Es anterior al códice.

Rylands, papiro. El papiro más antiguo del Nuevo Testamento (primera mitad del siglo
II). Contiene a parte del capítulo 18 del evangelio de Juan y pertenece a la John Rylands
Library de Manchester. La sigla es P 52.

S. Sigla del códice Sinaítico. También se utiliza la letra hebrea álef.

Sabaot. Título que acompaña con frecuencia al nombre de Yahvé, indicando el poder de
Dios.

Sabelianismo. Véase: Modalismo.

Sacerdotal, documento. Una de las fuentes con que se compuso el Pentateuco, según
la teoría documentaria. Se designa con la letra inicial P (Priester Codex) y fue compuesto
durante el exilio, en el siglo VI a.C.

Saduceo. Procede del término hebreo hqds, sadaqá, que significa «misericordia»,
«justicia». Los saduceos son descendientes del sumo sacerdote Sadoq, de la época de
Salomón, que significa «justo». En el evangelio de Mateo aparecen ordinariamente en
compañía de los fariseos (aunque se distinguen claramente de ellos). Son miembros de
una secta judía que se guiaba solamente por la Torá, despreciando las tradiciones orales
rabínicas. No creen en la existencia de seres espirituales ni en la resurrección de los
muertos. Pertenecían, en tiempos de Jesús, a la aristocracia y a la nobleza sacerdotal,
dominando la política y la religión del pueblo. Desaparecieron con la destrucción de
Jerusalén, en el año 70 d.C.

Salmo. Libro que contiene 150 composiciones que reciben este nombre.

559
Samaritano. Procede del verbo rmv, shmar, que significa «guardar», «preservar», entre
otros. Se trata de los habitantes de la región norte del reino del Norte (Israel). Desde el
punto de vista etimológico, significa «guardián», o el que preserva la tradición, según los
primeros cinco libros de la Torá. Fueron deportados a Asiria en el año 721 a.C.

Sancta Sanctorum. El recinto mas sagrado del tabernáculo del Templo de Jerusalén.

Sanedrín. Órgano de gobierno político-religioso y tribunal supremo del pueblo judío,


formado por 71 varones (laicos de la aristocracia, sumos sacerdotes, escribas y doctores
de la ley), bajo la presidencia del sumo sacerdote en ejercicio. Desapareció con la
destrucción de Jerusalén, en el año 70 d.C.

Secreto mesiánico. Imposición de silencio por parte de Jesús a sus discípulos respecto a
su condición mesiánica.

Séder. Este término hebreo, que significa «orden», hace referencia al ritual que el pueblo
judío seguía en la celebración de la primera noche de Pascua, el día 14 del mes de nisán.
El fundamento bíblico de este ritual judío se encuentra en el libro del Éxodo, donde se
narran las instrucciones de Yahvé a Moisés y Aarón en el país de Egipto (Ex 12,1-14).

Semá Israel. En hebreo, larsy [mv. Así comienzan las primeras palabras del
Deuteronomio (Dt 6,4-9), que forman una de las oraciones más importantes del pueblo
judío.

Semeion. Término griego, shmei/on, que significa «signo». Es utilizado por Juan (en
lugar del término «milagro») para probar el papel mesiánico de Jesús.

Semitas. Uno de los pueblos de la humanidad que, según la Biblia, desciende de Sem,
hijo de Noé.

Sentidos bíblicos. Son interpretaciones que pueden darse a los textos de la Biblia. Los
más importantes son: a) el sentido alegórico, según el cual los textos del Antiguo
Testamento se conciben como símbolos de Cristo y de la Iglesia; b) el sentido
acomodaticio, que trata de aplicar las palabras de la Escritura a otras realidades distintas a
las que se refieren originariamente; c) el sentido espiritual, aquel que se sobrepone al

560
literal o histórico; d) el sentido pleno, más profundo que el literal, descubierto cuando la
Escritura se estudia bajo la luz de un mayor entendimiento de la revelación; y e) el
sentido típico, que deja entrever la relación entre dos elementos de la realidad bíblica..

Sermón de la montaña. Discurso de Jesús, recogido en Mt 5–7.

Setenta, los. La versión griega más importante del Antiguo Testamento, confeccionada
en los siglos III-II a.C. Según la leyenda, la traducción fue hecha por 72 sabios judíos en
Alejandría, Egipto. Se conoce por la abreviatura «LXX». Ha sido conservada, entre
otros, por grandes unciales, como el B, A y S. Fue la Biblia que utilizaron las primeras
comunidades cristianas y los judíos de la diáspora.

Siervo de Yahvé. Figura que aparece en unos textos del Deuteroisaías conocidos como
«Cantos del Siervo de Yahvé». En el Nuevo Testamento estos textos se aplican a Cristo
Jesús.

Sinagoga. Término griego, sunagwgh,, que significa «reunión». Lugar de reunión de los
judíos para la oración, la adoración, y la lectura de la Escritura y otras actividades de la
comunidad. Simboliza al judaísmo, en contraste con la «Iglesia» de los cristianos.

Sinaítico, Códice. Uno de los códices griegos más importante del Antiguo y del Nuevo
Testamento. Pertenece al siglo IV. Sus siglas son S o álef hebrea.

Sinopsis. Texto de los evangelios, organizado en columnas paralelas.

Sinóptica, cuestión. Se aplica este nombre al conjunto de problemas que derivan de las
fuentes, composición y dependencias mutuas de los evangelios.

Sinóptico, problema. Discusión acerca de aquellos temas que se refieren a los orígenes
y relaciones existentes entre Mateo, Marcos, y Lucas, los evangelios sinópticos.

Sinópticos, evangelios. En contraposición al evangelio de Juan, nombre que reciben los


evangelios de Mt, Mc, y Lc, a partir de Griesbach (1776), al poder apreciarse de una sola
mirada sus similitudes y diferencias.

561
Sirácida. Nombre que se da también al libro del Eclesiástico, derivado de su autor, Ben
Sirá o Ben Sirac.

Siro-palestinense, Biblia. Nombre de un leccionario de los evangelios del siglo V, escrito


en arameo.

Sitz im Leben. Término alemán que significa «situación vital» y hace referencia al
contexto social de un determinado texto, acontecimiento o persona.

Soteriológico. Perteneciente o relativo a la salvación.

Subordinacionismo. Concepción teológica trinitaria, según la cual el Hijo y el Espíritu


Santo no son de la misma naturaleza que el Padre, sino meras fuerzas divinas,
subordinadas a Dios (Padre), que configurarían el mundo y la salvación de los hombres.

Sumerio. Lengua y cultura de los pueblos del sur de Mesopotamia, anteriores a los
acadios. Ejerció gran influencia en el próximo Oriente Antiguo.

Tabernáculo. Tienda en la que se albergaban el Arca de la Alianza y las tablas de la Ley


de Moisés hasta la construcción del Templo de Salomón.

Talmud. Término hebreo, dwmlt, que significa «estudio» o «aprendizaje», con el que
se conoce la ley oral judía puesta por escrito. Consta de la Misná, la Gemará y otras
adiciones, denominadas baraytot. Existieron dos Talmudes principales: el de Jerusalén,
compuesto en Palestina hacia el siglo IV, y el de Babilonia, más importante y amplio que
el anterior, compuesto en la Academia de Sura.

Tanak/Tenak. Término hebreo, $nt, acrónimo formado por las iniciales de Torá, Nebiim,
Ketubim, que componen la Biblia judía.

Tanna. (Plural, tannaim). Término arameo, hnt, que significa «repetidor», «enseñante».
Se llama así a los maestros rabínicos desde finales del siglo I a.C. hasta,
aproximadamente, el año 200 d.C.

Targum. Término arameo, ~wgrt (plural, targumim), que significa «traducción» y


designa las traducciones arameas –con glosas interpretativas– hechas por los judíos de

562
Palestina y Babilonia del Tanak.

Templo. Por excelencia, se designa así al Templo de Jerusalén, que pasó por estas fases:
a) Primer Templo, construido por Salomón en el siglo X a.C. b) Segundo Templo,
reconstruido a la vuelta del destierro, en el siglo VI a.C. Fue profanado por el rey
Antíoco IV y consagrado de nuevo en el año 164 a.C. c) Tercer Templo, construido por
Herodes el Grande (s. I a.C.) y destruido por Roma en el año 70. Este último es
considerado por los teólogos judíos «Segundo Templo», continuación del que fue
reconstruido tras el exilio del pueblo judío.

Teofanía. Manifestación de Dios, acompañada de fenómenos extraordinarios en la


naturaleza o en otros aspectos.

Tetragrama. Designación en hebreo del nombre de Dios, que consta de cuatro letras:
YHWH.

Tipología. Relación entre dos elementos, el primero de los cuales (tipo) prefigura y
conduce al segundo (antitipo).

TM. Sigla correspondiente al texto masorético.

Torá. Hrwt Ley judía, o los cinco libros del Pentateuco.

Ugarítico. Lengua de un pueblo semita que habitó en Ugarit, en la costa septentrional de


Siria, hacia los años 2000-1200 a.C. Sus tablitas cuneiformes son utilísimas para el
estudio y conocimiento del Antiguo Testamento.

Última cena. Nombre que se da a la cena de despedida, celebrada por Jesús con sus
discípulos momentos antes de padecer, según comentan los cuatro evangelistas.

Unciales. Manuscritos bíblicos, escritos en letras grandes o capitales (unciales) y


separadas, en contraposición a las letras minúsculas. La mayor parte de ellos datan del
siglo II al siglo X.

Ur- Markus. Véase: «Dos fuentes, teoría de las».

563
Vaticano, Códice. Uno de los más importantes códices griegos de la Sagrada Biblia, del
Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. Es del siglo IV, y su sigla es B.

Vetus Latina. Nombre dado a una traducción del siglo II de la Biblia al latín. Se llama, a
veces, «Ítala». Su sigla es VL.

Vg. Sigla de la Vulgata.

Vulgata. Traducción de la Biblia al latín, hecha por san Jerónimo en el siglo IV. Fue
aprobada y declarada «auténtica» por el Concilio de Trento. Su sigla es Vg.

W. Sigla del Códice Freer

Yahvé. Nombre del Dios de Israel. Corresponde al tetragrama hwhy, «YHWH»,


pronunciado Adonai), el Señor, por respeto al nombre de Dios.

Yahvista. Uno de los cuatro documentos con que se compuso el Pentateuco, según la
teoría documentaria. Designa a Dios con el nombre de Yahvé, y su sigla es J.

Yamnia. Nombre de una ciudad entre Jerusalén y la costa mediterránea, en la que se


asentó a finales del siglo I y principios del siglo II una escuela de fariseos que
reestructuró el judaísmo en los modelos vigentes hasta la actualidad.

Zelota. Término aplicado a los que defendían con pasión la causa religioso-política de
Israel. En sentido estricto, se llama así a los miembros de un grupo religioso judío que
lucharon fanáticamente contra el imperio romano, en el siglo I.

[1] Este glosario, explicación de algunas palabras o expresiones que puedan encontrarse en este libro y, a
su vez, en otros que traten de la vida de Jesús, está concebido como ayuda o incluso complemento didáctico a
los contenidos de esta obra, para aquellos lectores que encuentren alguna dificultad para la comprensión del texto
o, sencillamente, tengan alguna curiosidad bíblica o teológica. Para este propósito he utilizado a los autores que
figuran a continuación de este «glosario».

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591
Índice
Portada 2
Créditos 3
Índice 5
Dedicatoria 9
Prólogo 10
Introducción general 14
Capítulo 1: El Jesús histórico 20
1.1. El Jesús de la historia 22
1.2. Atracción y trascendencia del estudio sobre el Jesús de la historia 24
1.3. La interminable búsqueda de Jesús de Nazaret 28
1.4. Del Jesús histórico a la Iglesia, comunidad de discípulos de Jesús 46
a) La Iglesia en el evangelio según Mateo 46
b) La Iglesia en el evangelio según Marcos 49
c) La Iglesia en el evangelio según Lucas 50
Capítulo 2: Presupuestos de estudio y cuestiones metodológicas 57
2.1. Euvagge,lion o buena noticia 59
2.2. Tras la huella de los Evangelios 61
2.3. La recepción de la comunidad eclesial 65
2.4. Los cuatro evangelios 69
2.5. El desarrollo de la tradición del Evangelio de Jesús 71
a) Las palabras y los hechos de Jesús 73
b) La predicación apostólica 74
c) La composición escrita de los evangelios 75
2.6. Reconocer al Jesús histórico 78
a) Criterio de dificultad 79
b) Criterio de discontinuidad 79
c) Criterio de testimonio múltiple 80
d) Criterio de coherencia 80
e) Criterio de rechazo y ejecución 81
f) Criterio de huellas del arameo 81
g) Criterio del ambiente palestino 82
h) Otros criterios varios 82

592
2.7. La Iglesia católica y la investigación de la Biblia 84
2.8. Conclusión 94
Capítulo 3: La esperanza mesiánica en el Antiguo Testamento. Una
98
introducción a la historia de Israel
3.1. Los orígenes de un pueblo: la tierra y sus habitantes. Los Patriarcas 101
3.2. Bajo el poder de Egipto 104
3.3. La conquista de Canaán 109
3.4. La época de los Jueces 111
3.5. La institución monárquica 113
3.6. La monarquía dividida: el reino del Norte y el reino de Judá 121
3.7. El exilio en Babilonia 130
3.8. La restauración en la época persa 131
3.9. La época helenística 134
3.10. Conclusión 139
Capítulo 4: El contexto de la vida de Jesús 141
4.1. La figura de Jesús de Nazaret: una semblanza 143
4.2. La tierra de Jesús 149
4.3. Bajo el imperio de Roma 152
4.4. Herodes el Grande 153
4.5. Palestina 155
4.6. Galilea 157
4.7. Judea 162
4.8. La familia de Jesús 165
4.9. Jesús y Juan el Bautista 167
4.10. El ministerio de Jesús 174
4.11. La familia nueva de Jesús 179
4.12. Los discípulos 182
4.13. Los Doce 186
4.14. Enemigos de Jesús 190
Capítulo 5: El anuncio del reino de Dios 198
5.1. El reino de Dios 200
5.2. Poder y soberanía de Dios en el Antiguo Testamento 202
5.3. El reino de Dios, centro del mensaje de Jesús 206
5.4. Significado de basilei,a tou, Qeou/ o reino de Dios 207
5.5. La predicación de Juan el Bautista 209

593
5.6. El reino de Dios en la predicación de Jesús: el reino está cerca 212
5.7. Presente y futuro del reino de Dios 213
5.8. El contexto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios 215
5.9. Ha llegado el reino de Dios 217
5.10. El reino de Dios es para los pobres y excluidos del mundo 226
5.11. La dimensión futura del reino de Dios 230
5.12. Reinterpretando el reino de Dios: Opiniones de exegetas y teólogos 235
5.13. Los valores permanentes del reino de Dios 241
Capítulo 6: Actitudes y milagros de Jesús de Nazaret 247
6.1. Las acciones de Jesús narradas en los evangelios 253
6.2. El concepto de milagro 255
6.3. Las curaciones (exorcismos y terapias) de Jesús 259
6.4. El estilo de vida de Jesús: familia y comidas 263
6.5. Significado teológico de los milagros de Jesús 269
Capítulo 7: Sobre los títulos de Jesús 273
7.1. Cuestión introductoria 275
Capítulo 8: El Hijo del hombre 278
8.1. Jesús, el Hijo del hombre 280
8.2. Origen de la expresión «Hijo del hombre» 281
8.3. Palabras de Jesús que evocan al Hijo del hombre 285
8.4. Opiniones acerca de la expresión «Hijo del hombre» 289
8.5. Significado de la expresión «Hijo del hombre» 292
Capítulo 9: El Mesías 295
9.1. Jesús, el Mesías 297
9.2. Significado del término «Mesías» 298
9.3. «Mesías» en el Antiguo Testamento 300
9.4. El «Mesías» en el Nuevo Testamento 308
a) La confesión de Pedro 308
b) La pregunta del sumo sacerdote ante el sanedrín 310
c) Jesús y una mujer de Sicar 312
d) Jesús, el rey de los judíos 313
9.5. Conclusiones 315
Capítulo 10: El «Hijo de Dios» 319
10.1. Jesús, el «Hijo de Dios» 321

594
10.2. El mundo de los dioses paganos y el concepto de «Hijo de Dios» 324
10.3. «Hijo de Dios» en el Antiguo Testamento y en el judaísmo 326
10.4. «Hijo» e «Hijo de Dios» en los escritos de los Evangelios 328
a) Marcos 328
b) Mateo 332
c) Lucas 335
d) Juan 337
10.5. Conclusión 340
Capítulo 11: El conflicto final de Jesús 343
11.1. La muerte de Jesús 345
11.2. El conflicto en la vida de Jesús 348
11.3. Jesús se enfrenta a la muerte y deja entrever su alcance 354
11.4. La muerte del Profeta 355
11.5. La muerte del Justo 357
11.6. La muerte del Siervo sufriente 359
11.7. La pasión de Jesús 364
11.8. Referencias evangélicas al sufrimiento de Jesús 365
11.9. Las predicciones de los sufrimientos y de la pasión de Jesús 367
11.10. Los relatos de la pasión de Jesús 369
11.10.1. La oración en el huerto de Getsemaní 369
11.10.2. El prendimiento de Jesús 370
11.10.3. Jesús ante el sanedrín 372
11.10.4. Jesús ante el tribunal romano 373
11.10.5. El camino de la cruz y la crucifixión 377
11.10.6. La muerte de Jesús 381
Capítulo 12: La última cena de Jesús 389
12.1. Los relatos de la cena 392
12.2. Cena pascual y cena de Jesús 404
12.3. La última cena y la eucaristía 407
12.4. Conclusión 413
Capítulo 13: ¡Resucitó! 417
13.1. Dios lo resucitó 419
13.2. La experiencia pascual 422
13.3. Los relatos pascuales 425
13.4. La tradición del sepulcro vacío 427

595
13.5. Las apariciones de Jesús 431
a) Las apariciones a las mujeres 431
b) La aparición a Pedro 433
c) Apariciones a los Once en Jerusalén 435
d) Aparición a Tomás 436
e) La aparición en el camino a la aldea de Emaús 437
f) Apariciones en Galilea 440
13.6. La tradición sobre la fe pascual 444
13.7. Lenguaje del Nuevo Testamento y realidad sobre la nueva vida de Jesús 448
Capítulo 14: La fe de la Iglesia en Jesús de Nazaret, o Credo
455
eclesial
14.1. La fe de la Iglesia en Jesús 457
14.2. Principales rasgos cristológicos de los evangelios 459
14.3. La fe en Jesús y el diálogo con el mundo de la cultura 469
14.4. Pensamiento cristológico en el periodo preniceno 477
14.5. Errores sobre Jesús en el cristianismo naciente 486
14.6. El camino hacia el Concilio de Nicea[80] 491
14.7. El Concilio I de Nicea (325) 498
14.8. El Concilio de Constantinopla I (381) 506
14.9. Entre Constantinopla y Calcedonia 509
14.10. El Concilio de Calcedonia (451) 515
14.11. Conclusión 519
Conclusión final 528
Glosario[1] 536
Bibliografía general 565

596

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