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! ! ! ! ! ! ! y su Literatura.
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Los Toros en el Siglo de Oro.
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! Los toros se convirtieron, junto al teatro, en la afición principal de los españoles
durante el Siglo de Oro, gracias esencialmente a la combinación de tres factores. En
primer lugar se produce un importante aumento demográfico, especialmente en la
segunda mitad del siglo XVI. Los censos no eran fiables y las cifras varían de unos
autores a otros, pero todos coinciden en que desde 1530 hasta finales de siglo la
población aumentó en más de un sesenta por ciento en Castilla, la Corona de Aragón,
Navarra y Vizcaya. La concentración en las ciudades comenzó además a ser relevante: el
veinticinco por ciento de la población de Castilla pasó a ser urbana. Toledo, Granada y
Valencia rondaban los sesenta mil habitantes. Madrid pasó de diez mil a cincuenta mil tras
convertirse en capital del Reino. Sevilla, espoleada por el comercio con las Indias, pudo
superar ampliamente los cien mil. Las ciudades se desarrollaron de forma significativa con
un ordenamiento urbanístico que privilegiaba los espacios abiertos, sobre todo la creación
de plazas mayores, que se convirtieron en el punto de encuentro de todos los grupos
sociales. En las florecientes ciudades se generó una demanda de ocio como nunca antes
se había visto, pues como apuntó Jerónimo Castillo de Bobadilla en 1595: “porque los
hombres (si lo son), aunque en cosas arduas ocupados, tienen necesidad de recrear los
ánimos, y de atender al ocio casi tanto como al negocio...” (Política para Corregidores,
Libro 5, cap. 4). Conviene recordar que la Política para Corregidores fue muy leída en su
época, al punto que diversos comentaristas de la obra de Cervantes han visto evidentes
ecos de éste tratado en las disposiciones de Sancho de Panza como Gobernador de la
Ínsula Barataria. El segundo factor fue la propensión de Carlos V a la acción bélica, pues
gustaba de ejercitarse alanceando toros para conservar su agilidad y vigor como
entrenamiento para periodos de paz. Atrás quedaron las reservas hacia los espectáculos
taurinos de Isabel de Castilla, tras quedar horrorizada cuando presenció una corrida en
Medina del Campo, o de Fernando, que atribuía la afición taurina de sus súbditos a
prácticas musulmanas. La máxima de Maquiavelo “debe el Principe entretener al pueblo,
en las épocas convenientes, con fiestas y espectáculos” fue cumplida a la perfección por
los monarcas de la Casa de Austria, que desde el principio manifestaron inclinación por
los festejos populares al aire libre, lo que provocó el habitual efecto imitación de los
caballeros para con la afición por alancear toros de su monarca, abonando un escenario
propicio para el desarrollo progresivo de los festejos taurinos.
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! El tercer factor, que definitivamente apuntaló el crecimiento de la afición a los toros
durante el Siglo de Oro, fue la prohibición decretada por Pío V. “Sólo los placeres
prohibidos son amados sin moderación” dejó dicho Quintiliano, y también Mark Twain, con
su habitual agudeza, apuntó que “Cuanto más prohibidas son las cosas, más populares
se vuelven”. Recuérdese que bastó solamente un año de Ley Seca para que en el
segundo, con la prohibición plenamente vigente, se alcanzase en Estados Unidos un
nuevo máximo en el consumo de alcohol. Ya en 1512 el arzobispo de Sevilla, Diego Deza,
había establecido en un concilio provincial: “También mandamos que ningún clérigo baile,
ni cante canciones seglares en misa nueva, ni en las bodas, ni en ningún otro negocio
público, ni vaya a las corridas de toros, bajo pena de veinte reales”. Y en esta misma
línea, en 1565, el arzobispo de Zaragoza, Fernando de Aragón, promulgó: “...mandamos
que ningún clérigo danze, ni cante cantares seglares en misa nueva, ni en bodas, ni entre
en negocio público, ni esté a ver toros, ni otros espectáculos no honestos y prohibidos por
derecho, so pena de cuatro pesos de minas”. Pero, pese a estas disposiciones y otras
similares, los clérigos españoles continuaron asistiendo a las corridas de toros, y el asunto
terminó por llegar a Roma. La licitud de correr toros ya se había debatido en el concilio de
Trento sin resolverse nada y Pío V, decidido a enfrentar de una vez el problema, pidió a su
nuncio en Madrid que se suprimiera esa mala costumbre, tal y como ya se había hecho en
los Estados Pontificios. Pero Felipe II se mostró renuente a tomar esta medida, previendo
el descontento que podía provocar en el pueblo. Finalmente, el primero de Noviembre de
1567, Pío V promulgó la famosa bula De Salute Gregis, por la cual lanzaba una
excomunión fulminante contra todos los príncipes cristianos y autoridades, civiles y
religiosas, que permitiesen la celebración de corridas de toros en los lugares de su
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jurisdicción. También prohibía a los militares que tomasen parte en ellas, ya fuera a
caballo o a pie, negándoles cristiana sepultura a quien en ellas muriera. También se
prohibió a todos los clérigos, seculares y regulares, asistir a dichos espectáculos bajo
pena de excomunión. El revuelo fue enorme y Francisco de Victoria solicitó que las
corridas de toros fuesen incluidas entre los ejercicios militares que, aún con grave peligro
de muerte, se consideraban lícitos en tiempo de paz, pues estaban destinados a adquirir
mayor destreza para los tiempos de guerra. Fray Antonio de Córdova intento publicar un
libro afirmando que las corridas de toros no eran pecado, pero fue reconvenido por
Castagna, el nuncio del Papa, y el libro no llegó a ver la luz. En numerosas villas y
ciudades, pese a la prohibición, continuaron organizándose corridas de toros, y Castagna
lo comunicó así a su regreso a Roma, y advirtió que Felipe II pensaba escribir al Papa
pidiendo que las corridas volviesen a ser autorizadas con ciertas matizaciones, para no
sublevar al pueblo. Ante las presiones Pío V llegó a reconsiderar la cuestión, pero no al
punto de derogar una disposición que él mismo había promulgado, y hubo que esperar a
que su sucesor, Gregorio XIII, moderase la bula, ante la insistencia del monarca español.
Así, en 1575 se promulgó la breve Exponis Nobis, en la cual se levantó la prohibición, si
bien se mantuvo la excomunión para los clérigos y se prohibió también que las corridas
fueran celebradas en días de fiesta, a la vez que se solicitaba que, con la máxima
diligencia, se hiciese todo lo posible por evitar desgracias. Esto no cerró la polémica, pues
nada menos que en la Universidad de Salamanca, el claustro de profesores, compuesto
en su mayor parte por religiosos, acudía prácticamente en pleno a ver las corridas de
toros que los doctorados tenían obligación de organizar cuando alcanzaban su grado (la
propia universidad contaba con una partida presupuestaria para correr toros en estas
celebraciones). Ante la interpretación laxa de la bula, Sixto V decidió recuperar la
prohibición original de Pío V en 1583, denunciándose expresamente en la nueva breve la
postura de los catedráticos de la Universidad de Salamanca, que seguían defendiendo la
asistencia de los clérigos a las corridas de toros. El Obispo de Salamanca, Jerónimo
Manrique, destacado detractor de estos festejos, se personó con la respuesta papal en la
mano ante el Rector de la Universidad de Salamanca, Sancho Dávila, que lejos de
arredrarse, le respondió: “Por si el Señor Obispo quiere, como pretende, meterse en
castigar estudiantes que tengan dichos requisitos, demás de ser contra las Constituciones
y los Estatutos de la Universidad, los estudiantes es gente moza e inconsiderada en
semejantes ocasiones, y que no sufrirá tener tantos jueces; y a la primera ocasión que se
le ofrezca, como son muchos, se revolverá toda la Universidad y la Ciudad.” Además,
Sancho Dávila escribió al Rey para que intercediera. Y ante el revuelo, el propio Fray Luis
de León, que integraba entonces el claustro de profesores de la universidad, propuso que
el Consejo Real paralizase la breve hasta que el Rey tomase las providencias oportunas.
Resulta inevitable referirse aquí a la forma en que la Universidad de Salamanca, que hace
cuatro siglos se erigía en garante de libertad contra la todopoderosa Iglesia Católica para
los que libremente deseaban correr y ver correr toros, elige en nuestros días respaldar a
los intolerantes que buscan imponer su pazguata moral a los demás, cediendo a la
presión de estos al dar marcha atrás en su cátedra sobre tauromaquia, impidiendo así
disfrutarla a aquellos que libremente tuvieran intención de acceder a ella, y traicionando
de forma impropia su historia. Finalmente, buscando resolver el conflicto, Felipe II terminó
por viajar personalmente a la Santa Sede a suplicar al nuevo pontífice, Clemente VIII, una
solución definitiva, que el Papa zanja con la promulgación de una nueva Breve, Suscepti
Numeris, que terminó viendo la luz a comienzos de 1596, y en la que se reconocieron las
ventajas que para los militares podían tener las corridas de toros, ayudando a su
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adiestramiento en el manejo de las armas, y se refería además expresamente la habilidad
natural de los españoles para esta clase de espectáculos, así como dejaba levantadas
todas las censuras, salvo a los regulares de cualquier orden y frailes mendicantes. Pese a
lo cuál, algunos clérigos continuaron asistiendo a las corridas de toros, como acreditan
varios pleitos incoados de los que ha quedado registro. Así, Juan Sanpedro, presbítero
benefeciado de la parroquia de San Juan en la ciudad navarra de Estella, es en 1594
acusado, entre otras cosas, de asistir públicamente a donde se corrían toros, así como de
escalar el monasterio de Santa Clara en compañía de unos rufianes para robar unas
gallinas, que después se comieron. Fue detenido y llevado preso a la cárcel de Zaragoza,
de donde logró escapar. Diego Romero, beneficiado de la parroquia de la villa de Peralta,
fue acusado en 1617 de salir al ruedo vestido con sotana larga los días de corrida, de
estimular a los toros con pinchazos, y de correrlos y sortearlos, así como de dar palos en
una ocasión al vaquero tras una discusión. Alegó que había bajado al ruedo a poner
orden y fue finalmente condenado a una multa de dos ducados. En 1626 fue incoado
proceso contra Beltrán de Unzúe, vicario de Sansomain, por asistir a las corridas de toros
y además jugar a los naipes y mantener relaciones con mujer casada. Fue penado, pero
negó los cargos y recurrió la sentencia al arzobispado de Burgos. En 1655, Juan de Lara,
presbítero de la villa de Marcilla, es acusado de oficiar apenas seis misas al año,
mantener tratos con dos mujeres casadas, llevando a una de ellas en las ancas de su
rocín a las fiestas de las comarcas vecinas, mantener pendencias y discusiones con
ambos maridos, y de comprar toros en Navarra para luego venderlos en Castilla haciendo
negocio, además de acudir el primero al toril para sacar los toros y andar con ellos los
días de corrida. Fue amonestado para que enmendara su conducta, so pena de ser
castigado severamente en su persona y bienes. Siquiera sea recordando estos casos, se
barrunta mejor la conocida sentencia de Cervantes:“Tienes que desconfiar del caballo por
detrás de él; del toro, cuando estés de frente; y de los clérigos, de todos lados.” Y sirva
como paradójico epílogo para ilustrar las tensiones que entre el clero y los toros se dieron,
el caso de el arzobispo de Valencia, furibundo detractor de los toros en sus sermones:
“¿Quién tolerará esta bestial y diabólica usanza? ¿Hay brutalidad mayor que provocar a
una fiera para que despedace al hombre?” Cuando andando el tiempo se celebraron en
1655 fiestas con motivo de la canonización del mencionado arzobispo de Valencia, se
corrieron toros en su honor.
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! Una polémica que duró décadas e implicó al monarca más poderoso de su tiempo,
a cuatro Papas, y a la universidad más importante, forzosamente hubo de generar un
intenso debate en torno a la prohibición, que por su extraordinario calado vale la pena
recuperar. Más allá del entrenamiento militar que los toros proporcionaban, que fue la
justificación de peso finalmente admitida en el breve de Clemente VIII, muchas otras se
esgrimieron a favor y en contra. Especial juego dio en este sentido la breve que había
sido promulgada por Gregorio XIII, destinada a mitigar los efectos de la prohibición de la
bula de Pío V, pidiendo expresamente correr los toros con diligencia para evitar
desgracias. Correr los toros sin peligro era un irresoluble oxímoron que algunos se
afanaron en resolver. Así, destaca la creatividad de Pérez de Herrera (1597): “que tengan
los toros los cuernos serrados un palmo cada uno, unas bolas de metal huecas, o de
madera fuerte en las puntas dellos” y también “poner algunas medias pipas de madera
terraplenadas de arena para socorro de los de a pie, pues se atrincherarían detrás dellas”.
Ideas cuya vigencia llega a nuestros días, en la práctica regular del afeitado en el rejoneo
(y desgraciadamente no sólo en él), por no hablar de la novedosa idea de crear
socorridos burladeros, cuyo éxito fue inmediato. Pero ni la merma de las defensas del toro
terminaba de convencer a algunos, como Fray Manuel Rodríguez Lusitano (1599):
“porque aunque les asierren los cuernos, están ellos tan feroces puestos en el coso, y con
la ferocidad tienen tanta ligereza que cogen a los hombres, y cogidos los pueden llevar en
alto y echarlos en el suelo y pisarlos con los pies y con las manos y molerlos con los
cuernos, de tal manera que quedan muertos, de arte que los mismos daños se siguen si
no se los cortarán”. Y buscando aumentar aún más la seguridad, más tarde Juan Herreros
de Almansa (1658) proponía: “que los jueces procuren con sumo cuidado y toda diligencia
quitar del lugar dónde corren los toros las personas de quien puede creer verosímilmente
que pueden peligrar, como son los viejos, los muchachos, los locos, los mentecatos, las
mujeres, los cojos, ciegos y otros semejantes; y previniendo puertas abiertas y otras
guaridas oportunas donde la gente se recoja, refrenando la audacia de los que no fuesen
lidiadores diestros, porque haciendo esto parece que se puede tener por cierto
moralmente que no sucederán desgracias”. Algo no tan alejado de lo que vemos hoy día
en las calles de Pamplona, cuando las fuerzas de seguridad cierran el recorrido y retiran
del mismo a aquellos que no consideran aptos. Pero la disputa va mucho más allá, como
vislumbra el Padre Juan de Mariana, que intenta poner pesos en ambos platillos de la
balanza en su Tratado Contra los Juego Públicos (1609): “¿Cuánto más fea cosa y más
peligrosa es sacar un toro en medio de la muchedumbre, el cual entonces agrada más
cuando echa más hombres por el suelo, porque de otra manera no hiriendo a ninguno se
tiene la fiesta por cosa fría? ¿Qué otra cosa es esto sino deleitarse en la sangre y
carnicería de los hombres y matar hombre para deleite de otro hombre? Lo cual en tanto
grado es verdad, que en una ciudad grande y conocida en España han querido
inmortalizar un toro que mató siete hombres, pintando lo que pasó para perpetua memoria
y trofeo de la locura de aquella ciudad o ciudadanos que tal cosa hicieron.” Y, sin
embargo, más adelante concede: “...y no es de mucha consideración que algunos mueran
en estos juegos, pues lo mismo acontece cuando salen caballos a correr dónde hay
mucha gente, y muchos más mueren el verano por ocasión de beber agua fría, comer
melones y otra fruta, ni por eso se manda que no se coman”. Pero fue la cuestión del libre
albedrío la que sesgó todo el debate, pues cabe recordar que tras los sofisticados
equilibrios de Santo Tomás, partiendo de la audacia de San Agustín, habían llegado ya
Lutero y Calvino en pleno siglo XVI para negar taxativamente cualquier posibilidad de libre
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albedrío al hombre. Así, el ya mencionado Herreros puso el dedo en la llaga al destacar la
ofensa a Dios implícita en el riesgo de muerte a que voluntariamente se exponía el que se
enfrentaba a un toro, a lo que además añadía otros pecados de menor gradación, como el
de la delectación ante la sangre ajenas y el de la mezcla de sexos en las graderías.
Obsérvese que la prohibición entonces se sostenía sobre un fondo humanista, la vida del
hombre como valor máximo de la creación, en contraste con los prohibicionistas de
nuestros días, que sustentan sus argumentos en el antiespecismo al negar que el hombre
sea superior a un animal. También Herreros introdujo en la polémica el perjuicio para el
animal, pero desde un punto exclusivamente utilitarista: “mueren muchos hombres, y
cuando ellos no, muere un compañero en el trabajo, lo cual aborrecían tanto los antiguos
que no era más lícito matar un buey que un ciudadano porque estimaban en tanto aquél
para el trabajo, como éste para el gobierno de la república”. Y, sin embargo, más adelante
el propio Herreros contraargumenta, no exento de ironía: “si por esta causa hubieran de
cesar estas fiestas se prohibiera así mismo matarlos en las carnicerías. Y si los muchos
que en ellas mueren no hacen falta, ¿por qué la han de hacer los pocos que matan en la
plaza?” Argumento que más de cuatro siglos después sigue resultando infranqueable
para esa gran mayoría de animalistas renuentes a dejar de comer animales pero a la vez
dispuestos a ampararse con autocomplacencia en la superioridad moral que a sí mismos
se han otorgado.
! Antes de reseñar el hito principal que desarrolló la tauromaquia en el Siglo de Oro
es de interés mencionar el tratado de Medicina y Cirugía editado en Ámberes en 1574 en
latín, donde Benito Arias Montano y el cirujano Francisco Vázquez de Arcos nos dejaron
el primer texto de cirugía taurina: “Del mismo modo curamos a un individuo al que había
cogido un toro, metiéndole el cuerno bajo el mentón, que le salió por la mejilla entre el ojo
izquierdo y la nariz. La punta del cuerno le salió más de diez dedos. Suturamos con aguja
los puntos de entrada y salida. Ligamos la mandíbula como se ha dicho en la curación
anterior. Al interior de la boca, mandamos lavar repetidamente el hueso mismo con una
cocción de cebada, de rosa, de flores de granado, mezclando también miel de rosas
colada. Y así, en un período brevísimo de tiempo se curó, aunque se fueron
desprendiendo los huesos que había desmenuzado el cuerno en su trayectoria, dejando
un agujero en el paladar, por el que podía entrar un dedo pulgar. Una vez que todo sanó y
creció la piel, tapamos ese agujero con un pequeño tapón de corcho cubierto de lino y
bien ajustado y así se logró que pudiera hablar y comer y beber adecuadamente. De
noche se lo quitaba, para que el agujero no se abriera más, y se lo volvía a poner a su
gusto.” Seguramente a causa de a la prohibición papal no se indica en el tratado el
nombre del herido ni dónde tuvo lugar la cogida, que probablemente debió suceder
durante un festejo en Fresnedilla de la Sierra o algún pueblo vecino, pues ambos autores
eran vecinos de esta localidad.
! En al desarrollo de la tauromaquia durante el Siglo de Oro es imprescindible
señalar el cambio que se produjo a comienzos del siglo XVII, cuando el rejón sustituyó a a
lanza tradicional. Así, Pedro Fernández Andrada, en sus Nuevos Discursos de la Jineta
(1616) apuntó:“el torear con rejón es invención nueva, y no mala, por la facilidad que
tiene”. Desde aquel hombre de Cro-Magnon pintado en Villars hace 23.000 años frente a
un uro, por primera vez el hombre adaptó y modeló su capacidad ofensiva para
enfrentarse específicamente a un toro con otro objetivo que el de cazarlo. Ya no se trata
de lancear toros como ejercicio de caza o de un entrenamiento militar, por primera vez se
comenzó a medir el castigo y la conveniencia específica de los trastos para enfrentar el
toro. El juego con el toro adquirió un rango y autonomía que ya no abandonaría, pasando
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a un estado superior e independiente para comenzar a reglarse: Juan Gaspar Enriquez de
Cabrera, Almirante de Castilla, escribió en 1652 Reglas para Torear. El toreo a pie aún no
pasaba de ser auxiliar en caso de resultar derribado el caballero rejoneador y, sin
embargo, podemos encontrar este luminoso fragmento que fray Hernando de Santiago
dejó escrito en su Alabanza a San Bartolome en 1597: “Suele suceder cuando un toro
bravo sale a la plaza, rostro y cerviguillo ancho y negro, con su aspecto, furia y bramidos
obliga a que todos se pongan en cobro; y que, cuando están llenos los tablados y solo el
coso, sale un hombre que sólo con su capa en la mano le silba y le provoca y le incita:
todos le han lástima y le tienen por muerto y, aunque le den voces, de nada se turba;
antes -severo, entero y reposado-, si el toro no le quiere, él se le llega y, cuando le
arremete, cerrando los ojos, a dar la cornada, déjale la capa en los cuernos, húrtale el
cuerpo y parte a la carrera a un puesto seguro a que echó el ojo primero que comenzare
a hacer esto. Embravécese el toro con la capa, písala y rómpela, y los que de lejos lo
miran piensan que mató al hombre; pero el otro, vivo, se está riendo y holgando en su
paz...” . Aún faltaban casi doscientos años para que el toreo a pie comenzase a reglarse
con la tauromaquia de Pepe Hillo en 1796, pero en el irreprimible entusiasmo de Fray
Hernando ya podía adivinarse por donde habría de avanzar la tauromaquia.
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Los toros en la literatura del Siglo de Oro. De Cervantes a Lope
de Vega.
! La fiesta de los toros como pasatiempo principal de los españoles, junto al teatro, y
su sostenida afición por ella, dejaron significativa huella en la literatura del Siglo de Oro,
tanto entre sus principales figuras como en algunas de sus obras más representativas. Ya
en La Celestina aparecían alusiones a los toros, la principal cuando Sempronio y
Pármeno son degollados en la plaza, y Tristán, que escucha el jaleo, reflexiona así: “¡Oh
qué grita suena en el mercado! ¿Qué es esto? Alguna justicia se hace, o madrugaron a
correr toros; no sé que me diga de tantas voces como dan”. Pero es sobre todo la
destacada aparición de las corridas de toros en El Gúzman de Alfarache (1599) de Mateo
Alemán una de las más relevantes, por estar además insertada de forma decisiva en el
desarrollo de la trama, pues Ozmín se vale de unas fiestas de toros para, mediante su
participación en ellas, poder ver a su esposa, Daraja, teniendo que dar muestras antes de
su valor, como se ve en este pasaje del Capítulo VIII:
! “Púsose frontero de su ventana, donde luego que llegó vio alterada la plaza
huyendo la turba de un famoso toro que a este punto soltaron. Era de Tarifa, grande,
madrigado y como un león de bravo. Así como salió, dando dos o tres ligeros brincos se
puso en medio de la plaza, haciéndose dueño de ella, con lo que a todos puso miedo.
Encarábase a una y otra parte de donde le tiraron algunas varas, y sacudiéndolas de sí se
daba tal maña que consentía le tirasen otras desde el suelo, porque hizo algunos lances y
ninguno perdido. Ya no se le atrevían a poner delante, ni había quien de a pie le esperase
aun de muy lejos: dejáronle solo, que otro más del enamorado Ozmín y su criado no
parecían allí cerca. El toro volvió al caballero como un viento, y fuele necesario sin pereza
sacar su lanza porque el toro la tuvo en entrarle, y levantando el brazo derecho (que con
el lienzo de Daraja traía por el molledo atado) con graciosa destreza y galán aire le
atravesó por medio del gatillo todo el cuerpo, clavándole en el suelo la uña del pie
izquierdo; y cual si fuera de piedra, sin más menearse le dejó allí muerto, quedándole en
la mano un trozo de lanza que arrojó por el suelo, y se salió de la plaza.”
! Y a continuación se pasa a describir el efecto que entre los asistentes produce la
actuación de Ozmín, con una locuacidad tal que prefigura esos acalorados intercambios
de impresiones entre aficionados tras una gran faena a los que hoy estamos
acostumbrados, y cuya calidad en nada envidia a las que hoy podríamos leer en las
mejores crónicas de una corrida:
! “Todos quedaron -dice- con general murmullo de admiración y alabanza,
encareciendo el venturoso lance y fuerzas del embozado. No se trataba de otra cosa que
ponderar el caso, hablándole los unos a los otros; todos lo vieron y todos lo contaban; a
todos pareció sueño y todos volvían a referirlo, aquel dando palmadas, el otro dando
voces, este habla de mano, aquel se admira, el otro se santigua, este alza el brazo y
dedo, llena la boca y ojos de alegría; el otro tuerce el cuerpo y se levanta; unos arquean
las cejas; otros, reventando de contento, hacen graciosos matachines, que todo para
Daraja eran grados de gloria.”
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! Más adelante Ozmín volverá al lugar donde se jugaban cañas y se ha soltado otro
toro: “Esta desbarató un furioso toro que soltaron de postre. Los de a caballo, con
garrochones que tomaron, comenzaron a cercarlo a la redonda, mas el toro estábase
quedo, sin saber a cual acometer; miraba con los ojos a todos, escarbando la tierra con
las manos; y estando en esto esperando su suerte cada uno, salió de través un mal
trapillo haciéndole cocos: pocos fueron menester para que el toro como un rabioso,
dejando los de a caballo, viniera para él; volvióse huyendo, y el toro le siguió hasta
ponerse debajo de la ventana de Daraja y adonde Oxmín estaba.” Para terminar
finalmente Ozmín dando muerte al toro en una suerte de rudimentario descabello: “El toro
bajó la cabeza para darle el golpe, mas fue humillársela al sacrificio, pues no volvió a
levantarla, que sacando el moro el cuerpo a un lado y con extraña ligereza la espada de
la cinta, todo a un tiempo, le dio tal cuchillada en el pescuezo que partiéndole todos los
huesos del celebro se la dejó colgando del ganznate y papadas, y allí quedó muerto.”
! En la obra de Cervantes podemos rastrear alusiones muy diversas a los toros, en
función de la oportunidad a que se presta la narración. Así, en la prosa cervantina
encontramos alusiones al toro de la mitología griega: “No la que fue de la nombrada
Creta/ robada por el falso hermoso toro/ igualó a tu hermosura tan perfecta” (La Galatea,
Libro Cuarto), o la alusión al mito de Parsifae, que engendró al Minotauro tras mantener
una relación con un toro blanco, en libro segundo del Persiles (capítulo III): “Dime,
Señora, a quién quieres, a quién amas y a quién adoras, que, como no des en el
disparate de amar a un toro....no me causará espanto ni maravilla.” Más frecuentes son
las alusiones terrenales a los juegos con toros: “...de lo cual estaba tan desesperado e
impaciente como un agarrochado y vencido toro” (La Galatea, Libro Primero). “Hizo fiestas
la ciudad, por ser muy bien quisto el Corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del
desposorio” (La Gitanilla, Novelas Ejemplares). O “Ese tal Nicolás me enseñaba a mí y a
otros cachorros a que, en compañía de algunos alanos viejos, arremitiésemos a los toros
y les hiciésemos presa de las orejas” y “Por quítame allá esa paja, a dos por tres, meten
un cuchillo de cahas amarillas por la barriga de una persona como si acocotasen un toro”,
ambas del Coloquio de los Perros en Las Novelas Ejemplares. También en los
Entremeses: “Guardáte, hombre, que sale el mismo toro que mató al ganapán en
Salamanca.” y “Señor autor, haga, si puede, que no salgan figuras que nos alboroten; y
no lo digo por mí, sino por estas muchachas, que no les ha quedado sangre en el cuerpo,
de la ferocidad del toro.”, ambas del Retablo de Las Maravillas. Aunque es en el Quijote
dónde inevitablemente estas citas menudean, dada la mejor oportunidad que las
andanzas de Alonso Quijano a campo abierto presentan:“del ya vencido toro el implacable
bramido...” (Quijote, Parte I, capítulo XIIII). O el oportuno refrán de Sancho también en la
primera parte para vaticinar la certeza asegurada de un suceso: “Ciertos son los toros: ¡mi
condado está de molde!” (capítulo XXXV). O ya en la segunda parte del Quijote, en el
capítulo XIII, el desenfadado recurso del escudero del Caballero del Bosque, que intenta
arreglar con más descaro el hecho de haber aludido como puta a la hija de Sancho,
tratando hacerle ver que no es un término peyorativo sino al contrario: “Cómo y no sabe
que cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna
persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: ¡Oh hideputa, puto, y qué bien
lo ha hecho!”. También encontramos, ya en la parte segunda, la alusión a los graníticos
Toros de Guisando (capítulo XIIII): “Vez también hubo que me mandó fuese a tomar en
peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando.” Y la forma en que, más
avanzado ese mismo capítulo, Don Quijote intuye el miedo de Sancho, antes de su
enfrentamiento ante el Caballero de los Espejos: “Antes creo, Sancho -dijo don Quijote-,
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que te quieres encaramar y subir en andamio por ver sin peligro los toros.” O las
inevitables alusiones caballerescas: “Bien parece un gallardo caballero a ojos de su rey,
en mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un toro bravo”, (El
Quijote, Parte II, Cap. XLIX). Y más alusiones comunes a los populares juegos con toros:
“Cuando oí decir que corrían toros y jugaban cañas”, (El Quijote, parte Segunda, Capítulo
XVII). Culminando todo en la célebre aventura de don Quijote y Sancho con los toros del
capítulo LVIII de la segunda parte:
“–¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros!–¡Ea,
canalla –respondió don Quijote–, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los
más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad, malandrines, así a carga cerrada,
que es verdad lo que yo aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla.No tuvo lugar
de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse, aunque quisiera; y así, el
tropel de los toros bravos y el de los mansos cabestros, con la multitud de los vaqueros y
otras gentes que a encerrar los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse,
pasaron sobre don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos
en tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don Quijote,
aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se levantaron todos, y don
Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo allí, comenzó a correr tras la vacada,
diciendo a voces:–¡Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os
espera, el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo que
huye, hacerle la puente de plata!Pero no por eso se detuvieron los apresurados
corredores, ni hicieron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole
el cansancio a don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino,
esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo y
mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y con más
vergüenza que gusto, siguieron su camino.”
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! Arrollado y magullado queda don Quijote por los toros, mas nunca vencido, que
aún guarda arrestos para pedirles que se detengan y volver a enfrentarse a ellos. Llama
la atención que Cervantes, que permite salir sin un rasguño a don Quijote de su encuentro
con un león, concede que éste sea arrollado de manera inmisericorde por los toros que se
cruzan en su camino. Cervantes no necesitó conocer el resultado de aquellos salvajes
experimentos del siglo pasado en los que se encerraba en una jaula a un león con un
toro, con el previsible resultado de acabar el rey de la selva muerto, para saber qué
animal era el único que podía hacer que don Quijote doblase el espinazo. En el siguiente
capítulo, se detendrán a recuperar fuerzas: “Al polvo y al cansancio que don Quijote y
Sancho sacaron del descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que
entre una fresca arboleda hallaron...” . Sin embargo, don Quijote no quiere probar bocado,
afectado en su moral por el suceso, como un torero lastimado que prefiere seguir
rumiando en silencio el fracaso de una tarde. También en la menos conocida obra poética
de Cervantes, así como en sus comedias en verso, se suceden las alusiones a los toros,
como esta en la Canción Segunda de la Pérdida de la Armada que fue a Inglaterra:
! O estas dos alusiones en los capítulos III y VIII del Viaje del Parnaso:
! ! ! ! ¡Qué melindres!
! ! ! ! Tomarte has con un toro
! ! ! ! y con un hombre armado,
! ! ! ! ¿y de mi hermano tiemblas?
12
!
! Es un soneto muy crítico con los fastos, rematado con dos versos muy explícitos
que son los que llevan a pensar a Cossío que la autoría de la relación de los festejos sólo
pudo corresponder a Cervantes, pues la alusión interpuesta de Góngora, a través de sus
famosos personajes parece razonable. Los contrarios a la hipótesis de Cossío
fundamenten sus dudas en el hecho de que la alusión de Gongóra no es directa, pero hay
que recordar que El Quijote tuvo éxito desde su publicación y sus protagonistas eran bien
conocidos, para muchos incluso más que el autor, como le ocurriría más tarde a Conan
Doyle con Sherlock Holmes. Que Góngora aludiese a Cervantes a través de sus célebres
personajes protagonistas no parece tan descabellado. También se critica que no aparezca
algún rasgo de la prosa cervantina en la en la aséptica relación de los festejos. pero aquí
habría que tener en cuenta si el encargo de una relación de festejos auspiciados por la
corona era escenario propicio para que Cervantes se mostrara incisivo. Sea como fuere,
es obligado decir que lo de primer cronista taurino en alusión a Cervantes no es
pertinente, pues hay muestras de relaciones anteriores, como las de Enrique Cock en sus
viajes con Felipe II a Monzón (1585) y a Tarazona (1592): “La segunda fiesta de Julio, que
fue unos toros con juego de cañas de seis cuadrillas, y se hizo en la plaza mayor. Su
majestad y sus Altezas la vieron en las ventanas de la casa nueva de la villa...”
! Tal vez sea en la figura de Luis de Góngora donde mejor se acomoda la relación
entre su afición a ver correr toros con la muestras en su obra, destacando en esta el
Soneto al Marqués de Velada, Herido por un Toro:
! ! ! ! Y en la tardecica,
! ! ! ! en nuestra plazuela,
! ! ! ! jugaré yo al toro,
! ! ! ! y tú, a las muñecas.
!
!
14
!
!
!
!
! Por su afición a ver correr los toros en la plaza de la Corredera, Luis de Góngora
fue acusado formalmente en 1588 en calidad de Racionero de la catedral de Córdoba,
defendiéndose de ésta con no poca retranca:“Si vi los toros que hubo en la Corredera, las
fiestas de año pasado, fue por saber si iban a ellos personas de más años y más ordenes
que yo, y que tendrán más obligaciones de tener y entender los motus propios de su
Santidad”. Durante el interrogatorio formal, del que se conserva el documento, Góngora
acabó reconociendo haber visto correr toros hasta tres o cuatro veces, y declaró, para
tratar de hacer ver que su caso no era excepcional, que también los vieron don Pedro de
Valenzuela, don Fernando de Obregón, Doctor de Morales, Alvarado, el prior, y Juan
Pérez Mohedano. Finalmente fue condenado a una multa de cuatro ducados para obras
pías. Rafael Albertí homenajearía luego la afición de Góngora a los toros en su poema A
Don Luis de Góngora y Lagartijo: “¡Tu capotillo, Don Luis, tu capotillo de oro, mira que me
coge el toro!”.
! Y de un aficionado a un posible detractor, como suele decirse hubo de ser Fray
Cabriel Téllez, Tirso de Molina, que podría haber formado parte del sector de los
contrarios a las corridas de toros, cuyos miembros menudeaban en el clero, si bien
siempre es arriesgado ejercicio el inferir a un autor la opinión de uno de sus personajes
en una obra de teatro, como se ha hecho siempre con estos dos versos de Marta la
Piadosa: “¡Que guste España de ver/ una fiesta tan maldita!”. Pero no es la única
referencia a los toros en el teatro de Tirso, (aunque sí sea la única que a algunos les
interesa recordar). Así, en El melancólico, versifica con sabiduría sobre el aprendizaje
taurino:
! Y más extensamente aún en La lealtad contra la envidia, donde Tirso describe una
corrida a través de dos personajes, Cañizares y Obregón, que van desgranando los
lances que en ella acontecen:
15
! ! ! !
! ! ! ! Bravo toro.
! ! ! ! Guardate, hombre (...)
! ! ! ! Descortésmente se paga
! ! ! ! toro que hace tal castigo.
! Hasta que finalmente el personaje de don Fernando Pizarro entra a clavar rejones:
! ! ! ! Ya ha dado vuelta
! ! ! ! y hacia el toro se encamina.
! ! ! ! ¡Qué bien al bruto examina!
! ! ! ! ¡Qué airoso que el brazo suelta
! ! ! ! caído con el rejón! (...)
! ! ! ! Ya el bruto
! ! ! ! le encara, escarbando el suelo,
! ! ! ! y hacia atrás tomado el vuelo,
! ! ! ! airado, diestro y astuto
! ! ! ! previene la ejecución
! ! ! ! del golpe (...)
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! Destaca el final, dónde se juzga con actitud crítica lo que está ocurriendo, lo cual
nos permite atribuir conocimientos de las corridas de toros a Tirso, algo que siempre es
harto infrecuente en los detractores:
! Para, finalmente, cerrar con el valeroso don Fernando Pizarro salvando a la dama:
! ! ! ! Ni descompuesto
! ! ! ! ni con el riesgo turbado.
! ! ! ! ¡Bravo golpe!
! ! ! ! Cercenado
! ! ! ! le ha la cabeza; echó el resto
! ! ! ! su valor; aprenda dél
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! ! !
! ! ! ! el ánimo y la destreza.
! ! ! ! Dejádole ha la cabeza
! ! ! ! al cuello, como joyel,
! ! ! ! y dividido en pedazos
! ! ! ! el cuerpo, la arena tiñe;
! ! ! ! el acero heroico ciñe
! ! ! ! y a su dama saca en brazos.
!
!
!
! ! ! ! El caballero novel
! ! ! ! valiente, bravo y furioso
! ! ! ! se ha presentado en el coso
! ! ! ! florido como un vergel. (...)
! ! ! ! Un toricantano, un día,
! ! ! ! entró a dar una lanzada,
! ! ! ! de un su amigo apadrinado;
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! ! ! ! airoso, terció la capa;!
! ! ! ! galán, requirió el sombrero,
! ! ! ! y, osado, tomó la lanza
! ! ! ! veinte pasos del toril.! ! !
! ! ! ! Salió el toro, y cara a cara,
! ! ! ! hacia el caballo se vino,! !
! ! ! ! aunque pareció anca a anca,
! ! ! ! porque el caballo y el toro,
! ! ! ! murmurando a las espaldas,
! ! ! ! se echaron dos melecinas
! ! ! ! con el cuerpo y con el asta.
! ! ! ! Cayó el caballero encima!
! ! ! ! del toro; sacó la espada
! ! ! ! el tal padrino, y por dar
! ! ! ! al toro la cuchillada,
! ! ! ! al ahijado se la dio;
! ! ! ! y, siendo de buena marca,
! ! ! ! levantóse el caballero
! ! ! ! preguntando en voces altas:
! ! ! ! ¿Saben ustedes a quién
! ! ! ! este hidalgo apadrinaba?
! ! ! ! ¿A mí o al toro? Y ninguno
! ! ! ! le supo decir palabra.
! ! ! !
!
!
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! En los entremeses de Calderón, a los que se ha prestado poca atención dentro de
su extensa obra teatral, podemos encontrar este fragmento en el Entremés de la
Pedidora:
! ! ! ! Como un vaquero
! ! ! ! me pediste, bella ingrata;
! ! ! ! por servirte, envié por él
! ! ! ! a la orilla del Jarama,
! ! ! ! y así viene a tu obediencia
! ! ! ! con caballo y vara larga.
! ! ! ! Yo soy, señora, un vaquero
! ! ! ! de tanta opinión y fama,
! ! ! ! que se andan siempre tras mí
! ! ! ! toros, novillos y vacas;
! ! ! ! y ansí, cuando vengo a veros,
! ! ! ! traigo, tras mí, mi vacada.
! ! ! ! ¿Dónde la hemos de encerrar?
! ! ! ! Hombre, ¿dónde has de encerrarla,
! ! ! ! preguntas? ¿Con esto vienes
! ! ! ! a hacer mi casa algarrada?
! ! ! ! A saber dónde venía,
! ! ! ! trajera toros en falda;
! ! ! ! pero estos son los más bravos
! ! ! ! que en toda orilla se hallan.
! Juan Rana recibe los consejos de un caballero, pues no se siente con confianza
para llevar a cabo su compromiso con el toro:
23
!
!
! Entre los más destacados entremesistas tenemos que destacar a Luis Quiñones
de Benavente, que dejó escrito uno titulado Baile de los toros (1675), del que
entresacamos esta rica descripción de los preparativos para el festejo:
! Con similar título, Baile del torillo, encontramos este entremés en la misma
colección, cuya autoría no ha llegado a aclararse:
! Y sin embargo también menudean otras referencias ligeras, como la del Buscón
cuando clasificando a los piojos dice: “...habíalos frisones, y otros que se podían echar en
la oreja de un toro...” O más jocosas, pues también fue aficionado Quevedo, como el
conde de Villamediana, a recurrir a las cornúpetas metáforas para referirse a la
infidelidad, así en Capitulaciones matrimoniales: “Ítem, en esta conformidad tiene por bien
haya efecto el matrimonio, y pide y suplica venga en él; y a los casamenteros requiere sea
oculta la boda, porque un novio en público es como un toro en el coso...”. O en aquel
soneto que comienza:
!
!
26
! De sobresaliente cabe calificar este soneto amoroso, en el que la audacia inventiva
de Quevedo le lleva a compararse como amante a dos toros celosos, siglos antes de que
Miguel Hernández lo haga en su célebre soneto Como el toro he nacido para el luto y el
dolor:
! !
! ! ! ¿Ves con el polvo de la lid sangrienta
! ! ! crecer el suelo y acortarse el día,
! ! ! en la celosa y dura valentía
! ! ! de aquellos toros, que el amor violenta?
! ! ! ¿No ves la sangre, que el manchado alienta?
! ! ! ¿El humo que de la ancha frente envía
! ! ! el toro negro, y la tenaz porfía
! ! ! en que el amante corazón ostenta?
! ! ! ¿Pues si la ves, ¡oh Lisi!, por qué admiras
! ! ! que, cuando amor enjuga mis entrañas
! ! ! y mis venas, volcán reviente en iras?
! ! ! ¿Son los toros capaces de sus sañas,
! ! ! y no permites, cuando a Bato miras,
! ! ! que yo ensordezca en llanto las montañas?
! Pero pese a las referencias ligeras o metafóricas, son más frecuentes las
ocasiones en las que Quevedo entra de lleno en el tema, llegando en el Libro de todas las
cosas y otras muchas más a teorizar en tono humorístico sobre el toreo: “Para ser
toreador sin desgracia ni gasto, lo primero caballo prestado, porque el susto toque al
dueño, y no al toreador; entrar con un lacayo solo, que por lo menos dirán que es único
lacayo; andarse por la plaza hecho caballero antípoda del toro; si le dijeren que cómo no
hace suertes, diga que esto de suertes está vedado. Mire a las ventanas, que en eso no
hay riesgo. Si hubiere socorro de caballero, no se dé por entendido. En viéndole
desjarretado entre pícaros y mulas, haga puntería y salga diciendo siempre: no me
quieren, y en secreto diga: pagados estamos. Y con esto toreará sin toros y sin caballos.”
Pero es en sus poemas, e incluso en algunas de sus cartas, donde se encuentran las más
extensas alusiones de Quevedo a los toros. En la carta XXIII, que dirige Quevedo al
marqués de Velada, encontramos este pasaje: “Su majestad es tan alentado, que los más
días se pone a caballo; y ni la nieve ni el granizo le retiran. En Tembleque, aquel concejo
recibió a su majestad con una fiesta de toros, a dicho de alarifes de rejón, valentísimos
toreadores de riesgo, y alguno acertado. Bonifaz lo miraba, y de nada se dolía. Tuvieron
fuegos a propósito y bien ejecutados. Su majestad de un arcabuzazo pasó un toro que no
le pudieron desjarretar...” Marqués de Velada al que ya vimos Góngora había escrito un
soneto, con motivo de la herida que este había recibido en la Plaza Mayor en las corridas
celebradas en honor del Príncipe de Gales, y que Aureliano Fernández-Guerra, anotando
la obra de Quevedo, refería así: “En las fiestas reales de toros que a 4 de Mayo de 1623
hubo en la Plaza Mayor (de Madrid), entró con veinte y cuatro lacayos, de azul y plata y
plumas azules y blancas; pero al romper el quinto rejón, tan furiosamente le embistió un
toro, que con él un cuerno le hizo pedazo el estribo y con el otro le hirió el muslo derecho.
Cobró el marques el caballo sin caer; y herido y sin estribo partió tras el fiero animal, y le
dio bizarras cuchilladas hasta matarlo. Como pretendiese quedarse en la plaza, el Rey le
mandó retirar y que se curase.” De esta célebre corrida en la Plaza Mayor de Madrid, en
27
la que se corrieron cuatro toros, Quevedo escribiría varios poemas, entre ellos este
soneto:
! ! ! ! ! ! ! !
! Tampoco podemos dejar de referir este soneto, con motivo de una de las usuales
fiestas de toros y cañas que se dieron durante el reinado de Felipe IV, en un frío día de
Diciembre de 1633:
! Habituales eran también las alusiones de Quevedo a los festejos taurinos en sus
quintillas, destacando para terminar estas en las que va glosando las caídas de los
caballeros rejoneadores que se enfrentan a los astados:
! ! ! !
38
!
!
! Y a un toro manso se le califica en el primer acto sin contemplaciones: “toro gallina/
que no comió a bocados/ las calcillas de un lacayo y ya entiende...” También será al final,
el hermano de la dama burgalesa le narrará las corridas de toros que allí tienen lugar:
! ! ! ! ! ! ! [Quisiera
! ! ! ! que hubieras visto, Leonarda,
! ! ! ! la hermosa plaza de Lerma.
! ! ! ! Un cuadro como en pintura...
! ! ! ! Salen los toros, Leonarda,
! ! ! ! que la romana soberbia
! ! ! ! no corrió en su anfiteatro
! ! ! ! del Asia tan bravas fieras.
! La obra termina con un baile en el que una de las canciones tiene como estribillo:
“Niña guardate del toro/ que a mí mal ferido me ha”. Lope volverá a usar esta cancioncilla
de forma parecida en El despertar a quien duerme:
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! ! ! ! Ese animal pienso yo
! ! ! ! que de la plaza salió
! ! ! ! por veniros a ofrecer
! ! ! ! su vida, entre sus enojos;
! ! ! ! y tan acertado vino,
! ! ! ! que el norte de su camino
! ! ! ! fue la luz de vuestros ojos.
! ! ! ! Y viéndose en tal presencia,
! ! ! ! por conseguir su ventura,
! ! ! ! ofreció a vuestra hermosura
! ! ! ! el no hacerme resistencia.
! ! ! ! El rey, en Valladolid,
! ! ! ! grandes mercedes le ha hecho,
! ! ! ! porque él solo honró las fiestas
! ! ! ! de su real casamiento.
! ! ! ! Cuchilladas y lanzadas
! ! ! ! dio en los toros como un Héctor;
! ! ! ! treinta precios dio a las damas
! ! ! ! en sortijas y torneos.
! ! !
! Los rivales de don Alonso Manrique en la corrida, lo describen sin embargo así
antes de la corrida “...alanceador galán y cortesano/ de quien hombres y toros tienen
miedo” y “matador de toros/ que viene arrogante y necio/ a enfrentar los de Medina”. El
propio caballero, por su parte, se dice a sí mismo lo que intuye se espera de él: “que haga
suertes que afrenten/ o que algún toro me mate/ o me arrastre o me maltrate/ donde con
risa lo cuenten”. Y su criado, Tello, trata de ahuyentar los malos augurios en los
momentos previos a la corrida, diciéndole: “Ven a Medina y no hagas/ caso de sueños ni
de agüeros,/ cosas a la fe contrarias./ Lleva el ánimo que sueles,/ caballos, lanzas y
galas;/ mata de envidia a los hombres;/ mata de amores las damas.” La corrida será
triunfal para don Alonso, que salva además de los cuernos del toro a uno de sus rivales,
pero no sólo para él, sino también para su criado Tello, como se ve en este significativo
diálogo que ambos mantienen. Al fino oído de Lope de Vega no escapaba el imparable
entusiasmo que tenía el toreo a pie entre la gente:
41
! ! ! ! ! !
!
! Otra de las obras principales de Lope, Peribáñez y el comendador de Ocaña,
comienza con la celebración de una novillada tras la boda de Peribáñez con Casilda:
! La fiesta prosigue y Bartolo impreca al novillo, tras haber resultado cogido por este
el Comendador.
! ! ! ! ! ...Si aquí
! ! ! ! ! el Comendador muriese,! ! !
! ! ! ! ! no vivo más en Ocaña.
! ! ! ! ! ¡Maldita la fiesta sea!
! ! ! ! ! ¡Mal haya la fiesta, amen,
! ! ! ! ! el novillo y quién le ató!
! ! ! ! ! ¡Oh qué mal el mal se emplea
! ! ! ! ! en quien es la flor de España!
! ! ! ! ! ¡Ah gallardo caballero!
! ! ! ! ! ¡Ah valiente lidiador!
43
!
!
! En comedia Los Vargas de Castilla, aparece la célebre discusión entre dos de sus
personajes, Millán y su señor don Tello, de la que se ha inferido siempre que Lope de
Vega era antitaurino:
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! Ésta brillante actuación en la cara del toro marca en la obra el punto de inflexión
para los éxitos de don Tello, que conseguirá a continuación evitar la caída de Lérida en
manos de los moros y más tarde detener una guerra entre los reyes de Castilla y Aragón,
para culminar casándose con la infanta.
! ¿Se puede inferir de lo anterior que Lope de Vega era antitaurino, como a menudo
se hecho, al punto de que hasta el propio Cossío parece ceder a esta tentación? Hemos
visto que las palabras son dichas por un criado en el transcurso de un diálogo
estereotipado entre las figuras de criado-cobarde y caballero-valiente, contrapunto de
personajes que Lope también repite en La Noche Toledana, cuando el caballero don
Florencio dice “saldré a la plaza galán”, en alusión a la fiesta de toros que se va a celebrar
en la plaza de Zocodover, y su criado responde “palabra os doy...de no entrar/ en la plaza
en todo el día.” Pero además, para etiquetar a Lope como antitaurino, es obligatorio
asumir que de las dos opiniones de la fiesta de toros que sus personajes manifiestan en
Los Vargas de Castilla, la de Lope es necesariamente la que sale por boca del criado, y
no la de su caballero, cuya valentía además premia en el transcurso de la obra con un
desenlace lleno de éxitos. Otros hay que, con interesada candidez, se agarran a que las
palabras que Lope pone en boca del criado suenan muy convincentes, pasando por alto
el insulto que supondría para un gigante como Lope el asumir que no era capaz de poner
en boca de sus personajes de forma convincente más que aquellas opiniones que
puntualmente coincidiesen con la suya propia. A este respecto ya dijo Borges una vez que
si algún mérito había en que un autor pusiera opiniones en boca de sus personajes era el
de que al menos fueran contrarias a las opiniones del propio autor, pues lo otro le parecía
casi de mal gusto por la facilidad que suponía incurrir en semejante exhibicionismo. Y si
valoramos estas palabras sobre la fiesta dentro del abundante conjunto de alusiones a las
toros que hay en las obras de Lope éstas, más que diluidas, quedan prácticamente
sepultadas, pues hemos leído hablar con emoción de la expectativa inmensa que supone
una corrida, improvisar unas reglas de tauromaquia con el conocimiento del ya iniciado, y
hasta de premonitorias preferencias por los lances a pie, además de hallarse los toros en
el trasunto de tramas y desenlaces de varias obras, sin que esta pretendida veta
antitaurina se haya manifestado como una tendencia, sino más bien al contrario. Por
tanto, y dado que Lope no dejó escrita fuera de sus obras opinión alguna sobre las fiestas
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de toros, inferir que era antitaurino escogiendo un pasaje de entre muchos, es de un
ventajismo propio de los tiempos que corren, y que en el caso de las palabras del criado
de Los Vargas de Castilla sirvió en su día hasta para invocar a Lope como aliado
antitaurino en tribunas de prensa favorables la abolición de las corridas de toros en
Cataluña (“La opinión de Lope sobre los toros”, Josep María Espinas, El Periódico,
2/1/2010).
! Y ahondando en este escenario, y ya para terminar, tampoco es posible pasar por
alto el artículo que Henry Kamen, hispanista británico de dilatada trayectoria que vive
afincado en nuestro país, publicó en la revista El Cultural el 8/6/2012 bajo el título “Los
toros desde el Siglo de Oro”. La pieza era respuesta a una previa de Gonzalo Santonja en
la misma revista, datada el 2/11/2011, titulada “¿Por qué Felipe II ignoró la bula antitaurina
del Papa Pío V?”. En su respuesta, Kamen, ya se nos anticipa desde el subtítulo,
“desmonta algunos mitos sobre la Fiesta”, entre ellos el de que los toros gozaran de
aceptación en Siglo de Oro en Castilla. Para ello el hispanista británico nos señala
primero que a Felipe II no le gustaban las corridas de toros, que a menudo no acudía a
ellas (se entiende entonces que otras veces sí lo hacía) para quedarse en palacio
trabajando, según la cita del nuncio papal registrada en un manuscrito. En primer lugar
resulta obvio que en la polémica de la prohibición el nuncio papal no podía ser parte
demasiado objetiva a la hora de presentar el asunto al pontífice. Y en segundo lugar, que
Felipe II no fuera aficionado, es mayormente irrelevante a la hora de juzgar la popularidad
de los festejos taurinos bajo su reinado. La hipótesis de Kamen se refuta a sí misma al
sostener al mismo tiempo que sin ser Felipe II aficionado a los toros y sin tener general
aceptación estos festejos en Castilla, decidió mediar ante el Papa para que ésta tradición,
del gusto del pueblo, se viera respetada. ¿Si estos festejos no tenían general aceptación
en Castilla y a Felipe II no le gustaban, a qué enfrentarse al Papa para que levantara la
prohibición? Kamen ni siquiera intenta responder a esta pregunta. Por lo demás, para
sostener que los toros no tenían general aceptación en Castilla cita un documento que ha
encontrado en el archivo jesuita de Roma, en el que a los ciudadanos de Ocaña se les
concedía una prohibición de celebrar fiestas de toros en 1561. No hay referencia a si
algún suceso puntual pudo provocar esta prohibición en Ocaña ni el tiempo que esta
debió durar, pero la tradición antitaurina de Ocaña no debió tener mucho recorrido, a la
vista de que Lope en 1614 se inventa un comendador precisamente de Ocaña, rejoneador
para más señas, en una obra en la que las fiestas de toros son parte principal de su
tramoya. No se puede descartar que algún hecho luctuoso produjese la abolición de los
festejos en Ocaña durante unos años y que las palabras de Lope por boca de Peribáñez,
tras la cogida del comendador, fueran un eco de aquel suceso “si el Comendador muriese
no vivo más en Ocaña”. Con tan endebles bases se lanza Kamen a aventurar que los
toros no gozaban de aceptación durante el Siglo de Oro, pasando por encima de la
sucesión de bulas y rectificaciones, la polémica de la universidad de Salamanca, y la
abundante huella que dejaron en su literatura, de la que hemos visto una muestra. Pero
para entender mejor estas conclusiones a las que tan autocomplacientemente llega
Kamen conviene recordar que también sostiene que “España no es un país y que no tiene
ni un sólo héroe” (El Confidencial, 3/12/2010). Así las cosas, tampoco debe sorprendernos
que un hispanista británico que niega que España sea un país (y que ha sido llamado por
ello con retranca el hispanista de la no España) sostenga que las fiestas de toros no eran
populares en el Siglo de Oro, cuando ya hemos visto a algún estudioso patrio de la obra
de Goya defender que Paco “el de los toros” era antitaurino, y a algún periodista local
publicar un libro con teorías tan descacharrantes como que Miguel Hernández era
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antitaurino. Porque hoy día nada es imposible cuando se trata de un asunto tan politizado
como los toros y a los aficionados no nos queda ya otra alternativa que conocer más y
mejor estos lugares comunes para poder combatir a tanto reinventor de la historia.
BIBLIOGRAFIA
- Teatro y Toros en el Siglo de Oro Español, Estudios sobre la licitud de la Fiesta, José
Luis Suárez García. Biblioteca de Bolsillo, Universidad de Granada (2003)
- Fiesta de Toros en el Teatro de Lope de Vega, Álvaro Martínez-Novillo. Fundación de
Estudios Taurinos, Revista de Estudios Taurinos nº 7, Sevilla (1998).
- Los Toros en Quevedo, Francisco López Izquierdo. Ayuntamiento de Madrid (1980).
- Las Fiestas de Toros, del Siglo de Oro a la Edad de Oro, Janete M.C. Silva.
- Principales prohibiciones canónicas y civiles de las corridas de toros, Beatriz Badorrey
Martín. Universidad Nacional de Educación a Distancia (2009).
- La Funcionalidad de los Juegos de Toros y Cañas en el Teatro de Lope de Vega, Manuel
Cornejo. Lycée Européen Montebello, Lille. Actas XVI Congreso AIH.
- Cirugía taurina en el Siglo XVI, Andrés Oyola.
- La demografía española en el siglo XVI, La Crisis de la Historia.
- Historia de España en la Edad Moderna, A. Floristán. Editorial Ariel (2010).
- Los Austrias 1516-1700, J. Lynch. Editorial Crítica (2000).
- Cossío, Los Toros. Espasa (2007).
- Obras Completas de Miguel de Cervantes, Luis de Góngora, Tirso de Molina, Calderón
de la Barca y Lope de Vega en diversas ediciones.
- La opinión de Lope sobre los toros, Josep María Espinas, El Periódico, 2/1/2010.
- ¿Por qué Felipe II ignoró la bula antitaurina del Papa Pío V?, Gonzalo Santonja, El
Cultural, 2/11/2011.
- “Los toros desde el Siglo de Oro”, Henry Kamen. El Cultural, 8/6/2012.
- España según el historiador Henry Kamen: “No es un país. No tiene ni ún sólo héroe.”.
El Confidencial, 3/12/2010.
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