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JUAN, UN CONTADOR DE HISTORIAS

LUIS IGNACIO MUÑOZ

Juan contaba historias que heredó de sus mayores desde muy niño. Todos los días
contaba historias que en realidad eran las mismas y a veces por las variaciones no
siempre parecían la misma VERSIÓN. Daba la impresión que no parara de narrar
esos viejos cuentos que oyó y que la mayoría de veces mucha gente no le prestaba
atención. Además, lo hacía de una manera como si el asombro acabara de aparecer
ante sus ojos. Las historias fluían como quien lee a un escritor por segunda o tercera
vez y continúa hasta nunca acabar. Lo cierto es que tenía un repertorio de leyendas
que enriquecía con su constante dialogar con la gente de los lugares donde habitó.
Cierto es que su historia real se diluía un poco entre la fantasía de sus cuentos y
algunos datos pasaban a hacer parte de su mitología personal. Juan era obrero de
campo y era capaz de hacer cualquier labor que le asignaran, ganadera o agrícola
y bien pudo pertenecer a la época de los arrieros y ser parte de ellos. Y parecía de
estos viejos que en algún momento de su vida dejaron de tener edad, pero cuando
lo conocí, hace más o menos veinticinco años ya estaba cerca de los ochenta. Juan
no sabía leer y escribir por esta razón, sus narraciones que muchas de ellas
parecían sacadas de las Mil y Una Noches o de las Leyendas del Mar de Bernard
Clavel, le daban un toque de especial autenticidad. Era un personaje bajito y con
ciertos rasgos que años después me semejaron con el poeta de Mongolia Galsan
Tschinag que pertenecía a una etnia de nómadas y había hasta cierto parecido en
sus voces y en ciertos cantos. Además, los dos pertenecían a una oralidad plena
pues la lengua madre del mongol no posee escritura. El caso es que Juan tenía esa
gran facilidad para contar historias y lo hacía en cualquier momento de su
cotidianidad siempre y cuando se le presentara alguien al frente así no tuviera la
capacidad de escucharlo. Lo podía hacer mientras aporcaba una mata de maíz o
mientras sacaba a pastorear ovejas o mientras hacía mantenimiento a los desagües
de la finca donde trabajaba. Lo único en particular de Juan con respecto a su
capacidad innata de narrar era que al pedírsele que lo hiciera en circunstancias
diferentes a sus labores acostumbradas no podía contarle nada en absoluto a quien
le preguntara y a esto se debe que escriba estas notas porque después de haberlo
oído muchas veces, un día en que necesitaba que me las contara no lo pudo hacer
y juraba que él no tenía conocimiento de este tipo de historias. Aunque parezca
demasiado paradójico, este hombre tan elocuente y conversador al intentar sacarle
la información fuera de cotidianidad no decía ni media palabra. Llevaba tres intentos
fallidos tratando de que Juan me relatara estás historias y me insistía con cierta risa
burlona que él no sabía nada de eso. No me explicaba por qué no lograba que me
contara si unos años atrás en labores agrícolas lo escuchaba durante largo rato
contar y contar sus relatos.
El caso es que ese miércoles en la mañana creí que el momento había llegado por
fin y era ahora o nunca. Salí de la casa con la certeza de que no iba a regresar esta
vez con las manos vacías y recorrí a pie los tres kilómetros que separaban la casa
de él y la mía en una zona rural de Nemocón, limítrofe con Cogua. Era uno de esos
días de sol picante que parece quemar la piel y vienen precediendo un aguacero.
En la casa de Juan aún no continuaban las labores cotidianas de la pequeña finca
en la que trabajaba desde hacía unos tres años, cuya ocupación consistía en
ordeñar unas cuantas vacas, reparar las cercas y a veces hacer mantenimiento a
los desagües. Para entonces ya no trabajaba en la agricultura como en la época en
que lo conocí cuando fuimos vecinos. Su vida se desenvolvía en este pequeño
entorno en donde cada día se presentaba algún oficio. Cuando no se trataba de
labores de la finca tenía que cuidar una hermosa huerta alrededor de la casa,
sembrada de maíz, papa y bejucos de frijol enredados a las cañas. El caso es que
Juan y Anita, la esposa me recibieron apenas terminaban un desayuno tardío. Me
hicieron entrar en aquella casa de la época republicana con sus tejados de barro,
su patio encerrado y sus largos corredores. De estas habitaciones frías de seguro
iban a aparecer los fantasmas de alguna historia que Juan me iba a contar, pensé
mientras recordaba que ahora debía emplear una forma diferente para hacerlo
contar las leyendas que él sabía. La cocina con su estufa de carbón y al otro lado
una mesa de madera servía a la vez de comedor y allí dentro olía a cebo del cual
extraían la manteca para preparar los fritos. Esta era una vieja costumbre que ya en
la región estaba desapareciendo remplazada por el uso de los aceites vegetales,
que consistía en comprar el cebo o gordana como también se le conocía en las
carnicerías del pueblo, lo derretían y de allí salía esta materia básica para las frituras
que en ese momento se desvanecía con el olor de una taza de café que tampoco
les faltaba a ninguna hora del día o de la noche. Aquel café con su amargo natural
y cierto sabor terroso que parecía impregnar los pensamientos me hacía recordar
las horas de vigilia de Honoré de Balzac durante la noche con varias tazas parecidas
a la que Anita me había servido.

Juan ordeñaba unas pocas vacas en la madrugada y otra vez en la tarde. Era una
labor de menos de dos horas, el resto del día lo pasaba en hacer algún oficio en la
huerta o alguna leve eventualidad que se presentara. Como la de ese día y los
anteriores se trataba de sacar las raíces de un viejo pino que hacía algunos años
habían talado, pero ahora ocupaba cierto espacio en el borde de la huerta y le
habían dicho los propietarios de la finca que necesitaban sacarle provecho a esa
franja de tierra. De manera que Juan alistó pico y pala y un hacha. Me convidó a
acompañarlo porque debía terminar ese día de extraer la raíz. Como el lugar era
cerca de la casa no tardamos mucho rato en empezar la labor. Se trataba de excavar
por los lados del tronco e ir cortando las raíces delgadas hasta que aquella cepa
quedara suelta por completo y se pudiera sacar. Así durante un buen rato nos
turnamos, uno excavaba, cortaba las raíces y el otro sacaba la tierra hasta que se
fue formando un gran hueco alrededor. Hablamos mientras tanto de muchas cosas:
vecinos, amigos, parientes, personas con las que no se comunicaba todos los días.
Ya llevábamos cerca de una hora de picar y picar cuando por casualidad, al verlo
parado en el borde del hueco con los pies muy cerca de donde me encontraba
cortando con el hacha alguna raíz gruesa se me ocurrió referirle una frase de una
leyenda que era muy conocida entre los campesinos de la región: quite el pie mi
amo que lo corto. Y la verdad, en ningún momento me llegué a imaginar el poder
que ejerció esta frase en Juan. Tan pronto terminé de decirla dejó escuchar algo
que parecía como una risa maliciosa, pero en realidad era algo así como si hiciera
alarde de saberla mejor que todos y en efecto. Me dijo esperé y verá le voy a contar
como fue, acentuando más esa seguridad y con su leve risa que era de
complacencia porque alguien lo iba a escuchar. Empezó contándome una historia
que yo conocía, lo hizo quejándose de los hacendados que en la época del relato
azotaban a los peones de los cultivos y el trato era muy cruel. Con esta introducción
empezó a relatarme el fin de un capataz de unos cultivos de maíz que azotaba a los
agricultores porque no eran tan buenos trabajadores como él y los sometía a toda
clase de vejámenes. Un día se le apareció un niño y le pidió trabajo, el capataz le
dijo lo mismo que a los otros: que, si no trabajaba igual que él, lo castigaba con
fuetazos de zurriago. Ante tanta insistencia del muchacho al fin lo aceptó y
empezaron a trabajar esa mañana. Lo que el capataz no se pudo imaginar es que
el niñito aquel no solo resultó igualándolo, sino que para mantenerlo adelante
mientras deshierbaban cada surco lo asustaba con el azadón muy cerca diciéndole
quite el pie mi amo que lo corto y durante todo el día lo mantuvo así. Con la
herramienta a unos centímetros de su pie derecho y no lo dejó ni almorzar ni tomar
nada y en la tarde cuando terminaron labores el capataz cayó tirado al piso,
reventado como los caballos que obligan a trabajar en exceso. El niño lo agarró de
los brazos y se fueron internando en el monte cercano. Al otro día cuando los
obreros regresaron al trabajo encontraron que los surcos del capataz aparecían
deshierbados pero los que había hecho el niño aparecían intactos, sin una mano
que los hubiera tocado. Terminó diciéndome Juan lo que en realidad fue el inicio de
una serie de narraciones contadas en chorro. Las contaba con un estilo pausado y
tranquilo, breve y conciso. Recuerdo que llegó la hora del almuerzo, entramos a la
casa de nuevo y me seguía contando de un compadre rico y un compadre pobre
que había ido y regresado del infierno con un costal repleto de carbón que en
realidad vinieron a ser monedas de oro. La historia de pedro Rímalas y Juan
Pendejo cuando habían ido a deshierbar una huerta y de qué manera habían
engañado al dueño del cultivo. Recuerdo que acabamos de sacar la raíz unos
minutos antes que cayera un aguacero fuerte que nos hizo arrimar a una enramada
en la salida de la casa por la parte de atrás y la tenían repleta de maíz seco sin
desgranar regado por el piso para que se fuera secando y estuviera listo para
molerlo y también sembrar en la próxima cosecha. Llovió el resto de esa tarde
mientras la pasamos sentados en bancos de madera; la lluvia pegaba constante
sobre las tejas de barro de la casa.

Ahora eran dos enormes jarros de cerámica, parecidos a los que en la época de la
chicha llamaban valencias repletas de guarapo, los que mojaron de manera
constante la palabra de Juan toda esa tarde. No recuerdo cuantos consumimos
hasta cuando cesó el aguacero. Era un guarapo de miel de caña, dulce como el
vino, pero capaz de embriagar si no se sabía beber y conversar como lo hacíamos.
No paró un momento de contarme sus historias que las había aprendido en sus
correrías por los pueblos de la Sabana como arriero de reses unos años antes que
los camiones ganaderos acabaran con esta vieja ocupación que tanta historia dejó
en Colombia. Dichas correrías también lo habían llevado a trabajar varios años con
los fabricantes de chicha antes del nueve de abril. Y estas correrías también lo
habían llevado a trabajar en canteras de piedra, en los inmensos cultivos de papa y
varias de las grandes haciendas de La Sabana. Las mejores historias de Tradición
Oral que escuché hasta entonces contadas por este hombre que a sus setenta y
siete años no sabía leer ni escribir, pero era una especie de juglar y poseía una
sencillez de auténtico hombre de campo con su risa espontánea y su generosidad
fuera de limite. El caso es que con la lluvia se fue la tarde y con la tarde se fueron
los relatos de Juan y con la cercanía de la noche mi regreso a casa por el camino
empapado de lluvia y charcos con la emoción de llevar en mi memoria estos relatos
para escribir y una lección inolvidable: era que un campesino como él, un narrador
de Tradición Oral no cuenta un cuento por capricho sino porque esto es algo que se
integra a su cotidianidad y entrar a escucharlo es hacer parte de ella de la misma
forma que se comparte la labor de extraer una raíz de pino o la de arrancar las
hierbas de una huerta mientras se comparte una bebida. Todo esto es el amor a la
tierra y a su generosidad.

RESEÑA BIOGRAFICA
LUIS IGNACIO MUÑOZ
Escritor y profesor de literatura. Ha participado en talleres de literatura en la
Universidad de los Andes 1990, 1995, Taller de escritores Universidad Central de
Bogotá y Escuela de Poesía de Medellín. En el 2002 fundó el Taller Letras
Itinerantes en Zipaquirá. Ha sido realizador de programas de radio cultural
regionales, integrante del consejo departamental de cultura, jurado en varios
concursos de cuenteria y narración oral. Ha publicado poemas y cuentos en las
revistas Maguaré, Universidad Nacional, Revista Trans-Fugas de Bogotá, Hojas
Sueltas de Neiva y 7LUNE de Venecia, un poema traducido al Italiano por Silvia
Favareto, Italia, 2015. En el año 2006 se publica el libro de poesía Reloj de Aire, en
2014 Cuentos para rato y en 2016 Inocencia de la noche. Participó en el 2014 en el
Festival Internacional de Poesía de Medellín. Ha hecho parte de las publicaciones
Espiralipse, de Zipaquirá, 2009 y en la recopilación de leyendas e historias de la
Tradición oral de Nemocón, Contaban nuestros abuelos, 2015. Algunos poemas
han sido incluidos en tres antologías de autores cundinamarqueses. Premio
departamental de narrativas, 2016 por parte de la gobernación de Cundinamarca y
el IDECUT. En el 2018 y 2019 ha sido publicado en las revistas internacionales de
carácter virtual BREVILLA, E-KUOREO, PIEDRA Y NIDO, LETRAS DE CHILE,
IKARO, DELATRIPA, LOS RAROS, FANTASTIQUE, EN PEQUEÑO FORMATO

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