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NATURALEZA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA.

La historia de la filosofía no es, ciertamente, un mero cúmulo de opiniones,


una exposición de aisladas muestras de pensamiento sin vínculo alguno entre sí. Si
la historia de la filosofía se trata « solo como un ir enumerando diversas
opiniones» , y si todas esas opiniones se consideran igualmente válidas o sin
ningún valor, conviértese entonces tal historia en « inútil relato o, si se quiere, en
investigación erudita» [5]. Hay, más bien, en ella continuidad y conexiones,
acción y reacción, tesis y antítesis, y ninguna filosofía se puede entender
realmente del todo si no se la ve en su contexto histórico y a la luz de sus
relaciones con los demás sistemas. ¿Cómo va a entenderse de veras la
mentalidad de Platón o lo que le inducía a decir lo que dijo, a no ser que se
conozca algo el pensamiento de Heráclito, de Parménides y de los pitagóricos?
¿Cómo podrá entenderse por qué Kant adoptó una posición aparentemente tan
peregrina con respecto al espacio, al tiempo y a las categorías, a menos que se
tengan ciertas nociones sobre el empirismo inglés y se comprenda bien el efecto
que produjeron en la mente de Kant las escépticas conclusiones de Hume?
Pero si la historia de la filosofía no es mera colección de opiniones aisladas,
tampoco se la puede considerar como un continuo progreso ni como una
ascensión en espiral. Cierto que a lo largo de la triádica especulación hegeliana
de la tesis, la antítesis y la síntesis se encuentran atractivos ejemplos de una
evolución de esa clase, pero la tarea del historiador científico no consiste
precisamente en adoptar un esquema a priori y tratar luego de ir ajustando los
hechos a ese esquema. Hegel supuso que la sucesión de los sistemas filosóficos
« representa la necesaria sucesión de las fases del desarrollo» por que atraviesa
la filosofía; pero esto solo sería verdad si el pensar filosófico del hombre fuese el
mismo pensar del « Espíritu Universal» . Es indudable que, prácticamente
hablando, todo pensador se ve limitado, para orientar su filosofía, por los sistemas
precedentes y por los contemporáneos (y también, podríamos añadir, por su
propio temperamento, su educación, su situación histórica y social, etcétera);
mas ello no quiere decir, ni mucho menos, que tenga que decidirse forzosamente
a adoptar determinados principios o premisas, ni a reaccionar de algún modo
particular contra la filosofía precedente. Fichte estaba convencido de que su
sistema se seguía lógicamente del de Kant, y la directa conexión lógica que hay
entre ambos la percibe muy pronto cualquier estudioso de filosofía moderna; sin
embargo, Fichte no se vio determinado necesariamente a desarrollar la filosofía
de Kant tal como lo hizo. El filósofo sucesor de Kant pudo haber preferido revisar
las premisas kantianas y negar que las conclusiones que Kant aceptó de Hume
fuesen legítimas; pudo haberse remontado a otros principios o haber ideado unos
nuevos por su cuenta. En la historia de la filosofía hay, sin duda, una ilación
lógica, pero no una secuencia necesaria en sentido estricto.
Por lo tanto, no podemos estar de acuerdo con Hegel cuando dice que « la
última filosofía de un período es el resultado de su desarrollo y es verdad en la
más alta forma que de sí ofrece la autoconciencia del espíritu» [6]. Mucho
depende, naturalmente, de cómo se dividan los « períodos» y de lo que se quiera
considerar como la filosofía definitiva de cada período (donde hay extenso
campo para las más arbitrarias elecciones, según pareceres y propósitos
preconcebidos); pero, además, a no ser que adoptemos del todo la postura
hegeliana, ¿qué garantía tenemos de que la filosofía última de cada período
represente el más alto grado de desarrollo del pensamiento conseguido hasta
entonces? Aunque cabe hablar con todo derecho de un período medieval de la
filosofía y aunque el ockhamismo puede considerarse como la última filosofía
principal de aquel período, no obstante, la filosofía de Ockham no puede
reputarse de ningún modo como el logro supremo de la filosofía medieval. Esta,
según lo ha hecho ver E. Gilson[7], se representa mejor con una línea curva que
con una recta. Y ¿qué filosofía de las de nuestros tiempos —podríamos preguntar
a este propósito— viene a ser la síntesis de todas las precedentes?
La historia de la filosofía da cuenta de los esfuerzos del hombre por hallar la
Verdad mediante la razón discursiva. Un neotomista, desarrollando la frase de
santo Tomás, Omnia cognoscentia cognoscunt implicite Deum in quolibet
cognito[8], ha sostenido que el juicio humano siempre apunta más allá, contiene
siempre una referencia implícita a la Verdad Absoluta, al Ser Absoluto[9]. (Esto
nos recuerda a F. H. Bradley, aunque el término « Absoluto» no signifique, por
supuesto, lo mismo en ambos casos.) De todos modos, podemos decir que la
busca de la verdad es, en definitiva, la busca de la Verdad Absoluta, de Dios, y
que hasta los sistemas filosóficos que parecen refutar este aserto, como por
ejemplo el materialismo histórico, en realidad lo confirman, y a que todos ellos
buscan, aun sin advertirlo y aunque quizá no lo quieran reconocer, un último
Fundamento, una Realidad suprema. Por más que la especulación intelectual
hay a llevado a veces a mantener doctrinas extravagantes y a sacar conclusiones
monstruosas, no podemos ver sino con simpatía e interés los esfuerzos del
entendimiento humano por alcanzar la Verdad. Kant, que negaba que la
Metafísica en el sentido tradicional fuese y aun pudiese ser una ciencia, no por
ello dejaba de admitir que nos es imposible mantenernos indiferentes con
respecto a los objetos que la Metafísica dice estudiar, cuales son Dios, el alma y
la libertad humana[10]; y podemos añadir que tampoco nos es indiferente el
ansia con que el entendimiento humano ha buscado la Verdad y el Bien. Lo fácil
que resulta incurrir en errores, el hecho de que el temperamento, la educación y
tantas otras circunstancias en apariencia « fortuitas» aboquen con harta
frecuencia al pensador a insolubles aporías, el que no seamos inteligencias puras,
sino que nuestros procesos mentales puedan ser influidos a menudo por factores
extraños, todo esto prueba sin lugar a dudas que es necesaria la Revelación
religiosa, pero no debe hacernos desesperar por entero de la especulación
humana ni despreciar los intentos con que los pensadores pretéritos procuraron de
buena fe alcanzar la Verdad.
El autor de este libro se adhiere a la opinión tomista de que hay una filosofía
perenne y de que esta es el tomismo considerado en un sentido amplio. Pero
quisiera hacer dos observaciones al respecto: a) Que el decir que el sistema
tomista se identifica con la filosofía perenne no significa que tal sistema quedase
completo y cerrado en una época histórica dada, ni que sea incapaz de ulterior
desarrollo en cualquier dirección. b) Que la filosofía perenne, una vez concluido
el período medieval, no se desarrolla solo aparte de la filosofía « moderna» y
como a su vera, sino también dentro y a través del pensamiento moderno. No
pretendo sugerir que la filosofía de Espinosa o la de Hegel, por ejemplo, puedan
ser comprendidas en el término « tomismo» ; sino, más bien, que si los filósofos,
aun los que de ninguna manera admitirían el dictado de « escolásticos» , llegan a
obtener, mediante el uso de principios verdaderos, conclusiones válidas, esas
conclusiones deben considerarse como pertenecientes a la filosofía perenne.
Santo Tomás de Aquino hace ciertamente algunas afirmaciones acerca del
Estado, por ejemplo, y no nos sentimos inclinados a cuestionar sus principios;
pero sería absurdo pedir una filosofía del Estado moderno y a desarrollada en el
siglo 13, y, desde el punto de vista práctico, difícilmente podría haberse
desarrollado y articulado a base de los principios escolásticos una filosofía del
Estado completa con anterioridad a la aparición del Estado moderno y a la
manifestación de las actitudes modernas con respecto al mismo. Solo contando
y a con nuestra experiencia de lo que son el Estado liberal y el Estado totalitario,
y conociendo sus correspondientes teorías, podemos comprender todo el alcance
que tiene lo poco que santo Tomás dice acerca del Estado y, desarrollándolo,
podemos elaborar una filosofía política escolástica que sea aplicable al Estado
moderno y en la que aprovechemos todo lo bueno de las demás teorías y
evitemos sus errores. La filosofía del Estado obtenida mediante esta labor, si se la
examina atentamente, se verá que no es un simple desarrollo de los principios
escolásticos tomados absolutamente aparte de la situación histórica actual y de
las teorías que en ella intervienen, sino más bien un desarrollo de esos principios a
la luz de la realidad histórica y en diálogo o en lucha con las opuestas teorías
sobre el Estado. Adoptando tal punto de vista, nos capacitaremos para mantener
la idea de una filosofía perenne, sin solidarizarnos, por una parte, con los que,
ateniéndose a un criterio demasiado estrecho, la confinan a un determinado siglo,
y, por otra parte, sin aceptar la visión hegeliana de la filosofía, visión que implica
necesariamente (aunque Hegel mismo parece haber pensado de otro modo, con
inconsecuencia) que la Verdad nunca se alcanza en un momento dado.

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