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TODA LA MAGIA DEL MUNDO

-. ¡Ada! Arréglate. La abuela está pachucha y tenemos que ir


a verla - le gritó su madre desde el otro extremo de la casa.
Uf, resopló Ada. No es que le importase la visita a la abuela Julia. Todo
lo contrario: la adoraba. Era ese “arréglate” lo que la preocupaba un
poquito. Porque, para su madre, arreglarse significaba “vestirse como una
chica” y ponerse uno de esos horrorosos vestidos de flores que tenía
apartados en un extremo del armario. Ella prefería los vaqueros, las
zapatillas de deporte y una de sus gorras, bajo las que escondía una mata de
pelo rojo y rizado.
La verdad es que, a sus diez años, Ada se parecía cada vez más a la
abuela Julia. No era como las abuelas de sus amigas: a ella también le
gustaba ponerse siempre pantalones y no tenía el pelo blanco, sino
exactamente la misma melena pelirroja. Pero lo que más le gustaba de ella
eran sus ojos verdes (también como los suyos), que parecían sonreír cuando
le contaba cuentos e historias o, simplemente, cuando le hablaba. Aquella
mirada de la abuela Julia era uno de sus primeros recuerdos de cuando era
pequeña, casi un bebé (no se lo había contado a sus amigas porque había
observado que ninguna de ellas tenía recuerdos de esa época, así que no
quería parecer la “rara” del grupo).
Para no enfadar demasiado a su madre, Ada se vistió con los vaqueros y
una camisa rosa “de chica”.
Una hora después llegaron a casa de la abuela Julia, que estaba en la
cama. Al parecer, tenía un catarro bastante fuerte y el médico le había dicho
que debía descansar unos días. Ada se abalanzó sobre ella para rodearla con
sus brazos en un achuchón enorme y llenarla de besos.
Después de los saludos, la abuela Julia guiñó un ojo a la madre de Ada e
hizo un pequeño gesto con la cabeza. Como sucedía en muchas ocasiones,
no hacían falta palabras entre ellas tres. Ada sabía que aquello significaba
“déjanos solas, tengo que hablar con la niña”.
.-¿De qué quieres hablarme, abuela?-, preguntó mientras se quitaba la
gorra y se revolvía con los dedos la melena.
Los ojos de la abuela le sonrieron.
.- Verás Ada, quiero que sepas algo muy importante. No, no me interrumpas
hasta que termine. Ha llegado el momento de que te cuente una historia. Sí,
ya sé lo que estás pensando: que siempre te he contado cuentos pero, esta
vez, es una historia real.
.-Hace mucho, mucho tiempo, a finales de la Edad Media… por cierto,
¿has estudiado ya esa parte de la Historia? (Ada repasó mentalmente las
fichas de quinto de Primaria, pero no recordaba ese nombre en las clases de
Conocimiento del Medio). Bueno, como te decía, hubo una época en la que
los hombres empezaron a perder su relación con todos los seres mágicos
del mundo. Simplemente, dejaron de creer en hadas, magos, brujas, elfos,
duendes, trolls, espíritus del agua, del aire, del viento y del fuego…
Durante un instante, Ada pensó que el catarro de la abuela Julia podía
estar haciéndole daño en la cabeza. Vamos, que se estaba volviendo
majareta, en palabras de su madre, o que se le “había ido la pinza”, como
dirían sus amigas, o que se “había rayado”, como escuchaba alguna vez a
los chicos mayores del cole (aunque no sabía si ese “rayado” se escribía
con elle o con y griega).
.-No, no me he vuelto loca. Déjame que termine. ¿Cuántas veces hemos
comentado que las cosas parecen cambiar solas de sitio en una casa, cuando
sabemos con certeza que las habíamos dejado en un lugar determinado?
¿En cuántas ocasiones hemos sentido juntas esas cosquillas en la tripa al
pasear por un bosque o visitar un lugar especial? Pero no quiero
adelantarme demasiado. Como te decía, todos los seres mágicos del mundo
se citaron en un cónclave (Ada tampoco sabía muy bien que significaba esa
palabra. Recordaba haberla oído cuando lo del Papa e intuyó que era una
especie de congreso donde la gente se reunía para tomar decisiones
importantes): los hombres estaban renunciando a la magia y había que
hacer algo.
.-Tras muchos años de consultas y deliberaciones –continuó la abuela
Julia-, los seres mágicos llegaron a una conclusión. Se habían dado cuenta
de que los seres humanos dejaban de creer en hadas y duendes y elfos y
magos y brujas cuando se hacían mayores. Así que les castigarían con la
pérdida de memoria: jamás recordarían nada de ese mundo mágico cuando
dejaran atrás la infancia y crecieran.
Sin embargo, también habían observado que algunas personas, aunque se
hicieran mayores, no dejaban de creer nunca en los seres mágicos: a ellos
les premiarían con una relación especial, que les permitiría sentirles –y a
veces verles- de vez en cuando. Esa era, además, la única forma de
garantizar que no vivirían eternamente en la oscuridad. Porque ellos, Ada,
necesitan a los seres humanos tanto como nosotros a esos seres mágicos.
Este es un secreto que se transmite de abuelos a nietos. Como yo te lo he
contado ahora a ti, mi madre se lo contó a la tuya hace muchos años. Y sólo
podrás contarlo a uno de tus nietos cuando tu misma seas abuela.
Cuando la abuela Julia dejó de hablar, Ada sintió como los pensamientos
dentro de su cabeza daban vueltas y más vueltas a una velocidad increíble.
Pero al mismo tiempo estaba feliz, muy feliz. Era extraño.
.- Abuela –le preguntó- entonces, ¿puede que Harry Potter y El Señor de
los Anillos (sus dos libros favoritos) sean historias de verdad y no sólo
cuentos? Y si son ciertas, ¿no se supone que no deberían contarlas?
.- Bueno, quizá Tolkien y J.K. Rowling, los autores, obtuvieron un
permiso especial para contar esas historias. A lo mejor ha sido un intento de
los seres mágicos para que cada vez más niños no pierdan la memoria
cuando se hagan mayores. Y también saben que, por más que se cuenten
esas y otras historias, algunos adultos no creerán jamás en ellas. Así que,
¿qué importancia tiene contarlas?
Ada recordó las veces que ella y la abuela Julia se habían reído buscando
por la casa aquellos objetos (las llaves, unas gafas, el mando a distancia de
la tele) que los duendes traviesos cambian de sitio sólo para divertirse
(aunque lo que más les gusta, con diferencia, son los calcetines: en todas
las casas del mundo están siempre desparejados). O sus paseos por el
bosque, al atardecer, cuando parecía que el sol iluminaba a capricho unos
árboles sí y otros no creando un extraño juego de sombras. Aquella luz
dorada –le explicó la abuela hace tiempo- era el polvo en las alas de las
hadas, que se despiertan justo en ese momento en el que comienza a
anochecer (y como la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, siempre
hay hadas despiertas en alguna parte del mundo).
También se acordaba de esos sitios mágicos que, como decía la abuela, le
provocaban “cosquillas en la tripa”. Las había sentido en aquel lugar de las
piedras enormes durante unas vacaciones en Inglaterra; en sitios que los
mayores llamaban “yacimientos arqueológicos” donde la gente había
vivido hacía miles de años; en pueblos abandonados; en La Alhambra de
Granada… Y por supuesto, también en pleno campo, en la montaña, en
muchos bosques, junto a los ríos… En más de una ocasión, juraría haber
escuchado pasos, risas o aleteos. Según la abuela, era en esos lugares más
apartados de los hombres donde mejor podía percibirse la presencia de los
seres mágicos.
La madre de Ada entró en la habitación interrumpiendo sus
pensamientos. Las tres se miraron sin decir nada y se abrazaron. Y los ojos
verdes de la abuela Julia sonrieron como nunca antes lo habían hecho.
Amparo Mendo

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