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Capítulo 1.

El sistema político
Fabiola Berríos y Fabián Pressacco

1. La importancia del orden político


No son pocos quienes piensan que la política es un bien del cual se
puede prescindir. Es más, si se revisan la posiciones predominantes en
nuestro debate público a lo largo del último tercio del siglo XX, podrá
observarse que muchas de ellas planteaban, sino la desaparición de la
política, al menos una reducción de su importancia para dejarla reduci-
da a su mínima expresión. Las ideas neoliberales del Estado mínimo y
el mercado autorregulado son un claro ejemplo de ello (Tenzer, 1991).
No se trata de un debate novedoso. A lo largo de la historia, las
sociedades han abordado el problema central de la política de diferente
manera. Pero ¿cuál es ese problema central? La dificultad central de la
política es el orden colectivo. La palabra «orden» no tiene aquí ninguna
connotación particular; tampoco remite a un significado conservador
ni autoritario ni a ningún contenido particular. La referencia al orden
como problema central de la política solo quiere constatar la necesidad
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que tienen las sociedades de organizar de alguna manera su convivencia


colectiva, para lograr articular la diversidad, inherente a todo grupo
humano, con la necesidad de tomar decisiones que mantengan a un
grupo como tal. Desde este punto de vista, es el lugar de la lucha y el
conflicto, pero también de los acuerdos y consensos.
Se podría afirmar que la política existe porque es una manera de
responder al problema del orden social, a través de la cual se pueden
articular las diferencias que existen entre los seres humanos con el
objetivo de constituir un orden colectivo que respete la libertad de
cada uno, colocándole límites a dicha libertad.

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La dinámica de conflicto y consenso deriva de la heterogeneidad


social y de la pluralidad de ideas e intereses de que son portadores los
miembros de la sociedad. Todos poseemos distintas ideas sobre qué
debe ser la sociedad, sobre qué asuntos constituyen un problema, sobre
cuáles son más importantes y sobre las soluciones a dichos problemas.
Dicha diversidad tiene su origen en una multiplicidad de factores so-
ciales, culturales, políticos y económicos; nacemos y nos desarrollamos
como personas en ambientes específicos, en tiempos y lugares que nos
van moldeando en nuestra forma de pensar el mundo. Pero, al tiempo
que nos reconocemos como sujetos diversos, somos socializados en un
ambiente con ciertos valores y existen instituciones, como la familia y la
escuela, que cumplen un rol central en ese proceso fomentando ciertos
valores que se consideran vitales en la constitución y funcionamiento
de la sociedad y del sistema político.
Como bien señala Moddie (1992), la condición política se com-
prende cabalmente si se consideran tres elementos:

El primero es que se necesita alguna decisión acerca de la acción común


(por ejemplo, debe adoptarse una política o elegirse un dirigente) si una
unidad social va a tratar un problema o a adaptarse a una situación
nueva o cambiada. El segundo es que existe desacuerdo en cuanto a lo
que debe ser esa política o elección, desacuerdo que se hace más mar-
cado porque se sabe que forzará tanto a los que se oponen como a los
que están a su favor. El tercero es que tanto la política como el dirigente
elegido y los procesos de selección de una diversidad de posibilidades
deben ser tales que permitan que la unidad o grupo sobreviva como
unidad (Leftwich, 1992: 63).
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A lo largo de la historia, los seres humanos hemos ensayado diversas


formas de abordar el problema del orden. Ello ha dado por resultado dos
metodologías fundamentales que representan los extremos de una recta
imaginaria. En uno de los extremos se encuentra aquella metodología
que aborda el problema del orden como un asunto de una elite que dis-
pone de los recursos políticos para imponer «su» orden al conjunto de
la sociedad; en el otro extremo, el orden es un problema que se aborda
colectivamente, como una construcción del conjunto de la sociedad.
En el primer caso, la política se desenvuelve en el marco de sistema
políticos autoritarios o totalitarios en donde las personas no tienen dere-

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chos; es decir, en donde ellas no son consideradas ciudadanas. Son, desde


cierto punto de vista, objetos de un orden que se les impone en función
de la arbitrariedad de titulares del poder. Habrá advertido el lector que, a
lo largo de la historia, e incluso en nuestros días, esta ha sido la fórmula
predominante de abordar el problema del orden.
En el segundo caso, la política asume los contornos de los sistemas
políticos democráticos reconociendo a las personas derechos que las
transforman en sujetos del poder, en constructores del orden político.
Si bien la democracia es una idea antigua cuyas raíces se hunden cinco
siglos antes de Cristo, en la antigua polis ateniense, no es menos cierto
que ella renace modernamente al alero de las grandes transformaciones
que afectan a las sociedades europeas en su tránsito de la Edad Media
a la Edad Moderna, que colocan en el centro de la reflexión el debate
sobre la autonomía del poder político respecto del poder religioso,
más específicamente, de la Iglesia Católica. El hito que marca el punto
de inflexión es la Revolución Francesa de 1789 y su Declaración de
los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Pero el renacimiento de la
idea de democracia no garantiza su concreción como sistema político.
Lentamente, la idea se irá abriendo paso, dando lugar a la constitución
de regímenes políticos democráticos. Con todo, incluso en nuestros
días la democracia sigue siendo un régimen político relativamente
excepcional en Asia y África. Si observamos el proceso político de
América Latina, veremos que, en el último tercio del siglo XX, gran
parte de nuestros países experimentaron quiebres democráticos que
desembocaron en la instalación de regímenes autoritarios conducidos
por las Fuerzas Armadas.
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El avance de la idea democrática y el reconocimiento de los ciudada-


nos como depositarios del poder tuvieron un avance gradual. Desde una
ciudadanía limitada, reconocida solo a los hombres mayores de edad y
con riqueza, esta fue ampliándose para incorporar grupos en principio
excluidos de la vida política: los trabajadores, las mujeres, los sectores
rurales, los analfabetos, los extranjeros residentes. La ampliación de
la ciudadanía significa, desde el punto de vista de la construcción del
orden político, la multiplicación de sujetos interactuando en el espacio
público. Significa también que los recursos de influencia se distribuyen
de manera más equitativa.

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Lechner (1984) destaca la existencia de una larga tradición polí-


tica que concibe al orden político como un orden natural, con leyes
propias independientes de la voluntad humana. Se trataría así de un
orden producido fuera de la sociedad y «recibido» por esta, con carac-
terísticas de durable (inalterable), espontáneo (un orden presocial que
no requiere legitimación) y armónico (autorregulado). Si el orden es
concebido como un orden recibido, la política se reduce a una técnica
preocupada de calcular las posibilidades de éxito, de definir el mejor
medio para un fin ya establecido.
Se enfatiza así el carácter instrumental de la política y su reducción
a una mera técnica:

Al suponer una realidad objetiva como horizonte de la acción humana,


se da por determinada la finalidad del proceso social. La sociedad no
podría decidir los objetivos de su desarrollo. Pues bien, si las metas de
la sociedad ya están definidas objetivamente, entonces los medios para
realizarlas son a su vez requisitos técnicamente necesarios (Lechner,
1984: 33).

En contraposición, otra dilatada tradición política concibe al


orden como el resultado de una construcción social producto de la
interacción entre los sujetos participantes. Concebir al orden como una
construcción social es lo que caracteriza a la modernidad, ya que se
establece la existencia de un vínculo indisoluble entre el orden político
existente y la voluntad ciudadana.
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2. La influencia y el poder político


Sabemos que las sociedades necesitan orden. Para ello contamos
con distintas soluciones, basadas en diversas concepciones de sociedad.
Ahora bien, ¿cuál es la «materia prima» que utilizan los seres humanos
para resolver el problema del orden?
Robert Dahl aborda el análisis del fenómeno del poder político
desde el prisma de lo que él denomina influencia. Para el autor, los
sujetos abordan la resolución del problema del orden utilizando sus
recursos políticos para influir en el proceso de toma de decisiones.
Influencia es, para Dahl, «una relación entre agentes individuales o

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colectivos por medio de la cual un agente induce a otro u otros a actuar


de una manera distinta a la que ellos hubieran decidido si no fuera por
la existencia de dicha influencia» (Dahl, 1976: 41).
Desde este punto de vista, el sistema político es un espacio en
donde una diversidad de actores buscan influir en el proceso de toma
de decisiones con el objetivo de lograr que sus «preferencias» sean
mejor consideradas en el contenido de la decisión final.
La influencia más evidente, la más fácilmente observable, es la in-
fluencia manifiesta, es decir aquella conducta explícita que desemboca
en un cambio de comportamiento. La orden del policía que conduce
el tráfico o la de un profesor que solicita a sus estudiantes que hagan
silencio al momento de comenzar una clase, son ejemplos de influen-
cia manifiesta. A deferencia de la influencia manifiesta, la implícita o
potencial se refiere a la capacidad que un determinado actor puede
llegar a tener si lograra movilizar con éxito todos sus recursos políticos,
aprovechando adecuadamente las oportunidades que las estrategias
de los otros actores le ofrecen. En tal sentido, este tipo de influencia
está relacionado con un cierto cálculo que los actores hacen sobre la
capacidad de influencia de un otro, incluso independientemente de la
evidencia empírica que se disponga.
Dahl lo grafica de la siguiente manera:

Por ejemplo, podría ser que A tuviera influencia implícita a pesar


de que nunca ejerce influencia manifiesta, sino simplemente por-
que los que toman decisiones creen que A tiene recursos políticos
que puede usar y que usará en el caso que ellos tengan que tomar
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decisiones que a A no le gusten (1976: 60).

Señalamos que los actores políticos influyen en el proceso de toma


de decisiones movilizando los recursos políticos de que disponen. Pero,
¿qué es un recurso político? Se trata de cualquier tipo de recurso que
sea utilizado para influir en el proceso político. Cada sociedad, en fun-
ción de sus especificidades, reconoce como políticos ciertos recursos.
La educación (y dentro de ella, ciertas profesiones), el dinero, la orga-
nización, el número de personas que apoyan determinado asunto, el
disponer de ciertos apellidos, las redes y contactos de los que un actor

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dispone, el ser miembro de determinada etnia, etc., todos ellos pueden


ser recursos políticos que los actores utilizan para influir.

En cualquier caso, y de acuerdo a Dahl, la influencia está deter-


minada por tres factores:
a. La dotación de recursos políticos: es posible suponer que,
mientras más recursos políticos tiene un actor, más capacidad
de influencia puede tener.
b. Disposición a usar dichos recursos políticamente: un actor puede
tener recursos políticos pero no estar interesado en usarlos para
influir en el sistema político y optar por desenvolverse en un
ámbito distinto, por ejemplo, el económico.
c. Habilidad de los actores en el uso de dichos recursos: finalmen-
te, un actor puede tener recursos políticos y estar dispuesto a
utilizarlos en influir en el sistema político, pero carecer de la
habilidad para obtener los resultados deseados.

La combinación de estos múltiples factores configura diversos escenarios


posibles. Puede darse el caso de un actor con recursos políticos escasos pero
con suficiente habilidad como para obtener mejores resultados que otros
con más recursos. No pocas veces, en el marco de las campañas electorales,
candidatos con abultados recursos económicos obtienen pésimos resultados,
y otros, con recursos mucho más modestos, se alzan como vencedores.

Cuadro N° 1: Descomponiendo la influencia


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Dominio Sobre quiénes se influye. Por ejemplo, es posible identificar el dominio


de un partido político precisando el perfil de sus electores. De esta for-
ma, podemos decir que los votantes del partido X son mayoritariamente
hombres, de entre 25 y 40 años, que pertenecen a los sectores más aco-
modados de la sociedad, con elevados niveles de escolaridad y que viven
en zonas urbanas.
Alcance Sobre qué asuntos se le reconoce capacidad de influir. Con excepción de
los partidos políticos, la mayoría de los actores políticos tiende a espe-
cializarse en su capacidad de influencia sobre algunas materias. Actores
como, por ejemplo, la Iglesia Católica, han visto reducido el alcance de
su influencia en la medida que el poder político ha ganado autonomía en
relación al poder religioso.

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Medios Qué medio utilizan los actores políticos para influir. Los sistemas políti-
cos reconocen diversos medios como formas legítimas de ejercer influen-
cia. Persuadir a los electores para que voten por tal o cual candidato a
través de los denominados «puerta a puerta» o arrojando panfletos en
la vía pública son algunos de ellos. Sin embargo, la actividad política
implica la existencia de otras formas consideradas ilegítimas, tales como
el chantaje, la extorsión o la compra de votos.
Seguridad Qué tan segura es mi capacidad de influir. Pensando en las estrategias
electorales de los partidos políticos, ¿qué tan seguro es mi caudal electo-
ral? Si el partido está seguro que tales ciudadanos van a votar por él de
todas maneras, entonces será mejor destinar los siempre escasos recursos
en aquellos sectores que están indecisos de cara a la próxima elección.
Fortaleza Hasta qué punto mi capacidad de influencia puede modificar las conduc-
tas de otros en temas que ellos considerarían de vital importancia. Mi
capacidad de influencia es más fuerte mientras más radical es el cambio
que puedo generar en las conductas de los sujetos influenciados.
Costos Cuánto cuesta influir. Un claro ejemplo de ello es lo que gastan los can-
didatos en las campañas electorales. Otro ejemplo dice relación con la
iniciativa de ciertos gobiernos que buscando modificar aspectos claves
del sistema político o emprendiendo reformas muy costosas políticamen-
te hablando, no le dejan margen para abordar otras iniciativas relevantes.
Fuente: Elaboración propia.

Cinco formas de comparar la influencia:


a. El grado de cambio en la posición del agente influenciado.
b. La capacidad de influencia de un agente según los costos del
otro al someterse.
c. El grado de diferencia en la probabilidad (frecuencia) de acep-
tación.
d. Diferencias en el alcance de las respuestas.
e. El número de personas y grupos que responden.

Claro está que, mientras más influencia política sea capaz de ejercer
un actor político, más posibilidades tendrá dicho actor de lograr que
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sus intereses y visiones de sociedad sean considerados en el proceso de


toma de decisiones y en las decisiones mismas. Los autores discrepan
sobre el grado en que se distribuyen o concentran los recursos de poder:
para algunos, los inscritos en las corrientes denominadas «pluralistas»,
la capacidad de influencia se encuentra dispersa (o al menos no tan
concentrada como para que siempre imponga sus intereses el mismo
grupo); para otros, el poder se halla concentrado en pocos grupos que
tienden a aunar aún más el poder.

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Cuadro N° 2: Dos maneras de entender el poder


El modelo pluralista El modelo elitista
El poder se distribuye de manera dispersa. El poder está concentrado en pocas manos.
Existen muchos centros de poder, cada Existen pocos centros de poder estrecha-
uno con influencia limitada. mente relacionados entre sí.
Los centros de poder se relacionan re- Los grupos representan los mismos intereses
presentando distintos intereses, de modo políticos y tienen poca oposición.
que entre ellos se equilibran.
Aunque algunas personas pueden tener
más poder que otras, las minorías pue- La mayor parte de la gente tiene muy poco
den organizarse y conseguir una cuota poder y la clase alta domina a la sociedad.
de poder.
La riqueza, el prestigio social y los car- La riqueza, el prestigio social y el poder es-
gos públicos raramente están en manos tán en muy pocas manos.
de las mismas personas.
Votar significa elegir entre varias alternativa
El voto confiere al pueblo en su conjunto que favorecen más a los que ya son podero-
capacidad de influencia política. sos que a los que no tienen poder.

El sistema podría caracterizarse como una


El sistema político puede ser caracteriza- oligarquía liderada por un reducido número
do como una democracia pluralista. de privilegiados.

Fuente: Elaboración propia.

La aproximación de Dahl al fenómeno de la influencia se enmarca en


la teoría conductista, por lo que le asigna una importancia fundamental a
la evidencia empírica que aportan los comportamientos. Foucault (1991)
reconoce esta aproximación, pero la complejiza. En tal sentido, reconoce
tres dimensiones para analizar los procesos de influencia:

a. Unidimensional: A tiene poder sobre B en la medida en que


puede hacer que B realice algo que de otro modo B no haría.
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b. Bidimensional: amplía el foco considerando otras formas de


control efectivo de A sobre B, no solo en los conflictos explí-
citos, sino también en los implícitos.
c. Tridimensional: cuáles son las opciones reales de intereses,
aunque estas no sean conscientes.

A partir del concepto de influencia, Dahl identifica diversas expresio-


nes de dicho fenómeno, cada una con características particulares. De esa
manera, sostiene que el poder es un tipo de influencia que implica grandes
pérdidas en caso de no aceptación. Lo que distingue al poder político es su

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condición de fuerza derivada de la voluntad social destinada a conducir a la


sociedad y capaz de imponer a sus miembros la conducta que ella ordena:

Seguramente juzgar lo que constituye una gran pérdida o privación


grave es un poco arbitrario. No cabe duda de que lo que una persona
considera grave varía mucho según sus experiencias, cultura, condicio-
nes corporales, etc. Sin embargo, probablemente el exilio, el encarcela-
miento y la muerte deben ser considerados castigos graves por todos
los pueblos. De ello se deduce que quien quiera que pueda poner penas
como estas a la gente, tiene que ser importante en cualquier sociedad.
Está claro, pues, que se distingue al Estado de los demás sistemas polí-
ticos solo en cuanto que él mantiene con éxito la pretensión de derecho
exclusivo para determinar las condiciones bajo las cuales se pueden
emplear lícitamente ciertos tipos de penas graves, como son las que
implican dolor físico, limitación, castigo o muerte (Dahl, 1976: 63).

A diferencia del poder, la coacción es un tipo de influencia que


implica solo la perspectiva de una gran pérdida.
 Finalmente, Dahl identifica a la autoridad como un tipo de poder
que es considerado legítimo. La autoridad corresponde al ejercicio
institucionalizado del poder; a la «rutinización» de la obediencia. El
poder político se transforma en autoridad cuando, además de contar
con el poder para obligarnos a comportarnos de cierta manera, goza
de la legitimidad, es decir, con el consentimiento de la ciudadanía, que
considera que los gobernantes e instituciones y las decisiones que ellos
toman merecen ser valorados, respetados y aceptados.
Weber (1992) aporta elementos importantes a este marco con-
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ceptual. Para él, el poder político está asociado al fenómeno de la


dominación, entendido como un tipo especial de poder que se define
por la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato determi-
nado contenido entre personas dadas. La relación característica de la
política, específicamente del Estado, sería la de mando y obediencia.

3. La Legitimidad
Los motivos por los cuales las personas estarían dispuestas a obe-
decer (en términos de Dahl, dispuestas a ser influidas por el poder) y

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considerar dicho mandato como legítimo, son muy diversos. Sin embargo,
esa diversidad de motivos puede ordenarse en tres grandes fundamentos:

a. Carisma: las personas pueden considerar que el mandato es


legítimo en función de los atributos personales de la persona
que exige obediencia.
b. Tradiciones: el haber tomado decisiones durante mucho tiem-
po de una determinada manera, es otro de los fundamentos
de la legitimidad. Como siempre lo hemos hecho así, consi-
deramos que es deseable seguir haciéndolo de esa forma.
c. Legal-racional: modernamente, las personas tienden a consi-
derar legítimo aquello que está establecido legalmente. Más
aún con el advenimiento de la democracia y la ampliación de
la ciudadanía.

Claro está que dichas distinciones corresponden a lo que el propio


Weber (1987) denomina «tipos ideales», por lo que, en la experiencia
política concreta, los tres tipos de fundamentos no se encuentran en es-
tado puro y se combinan de manera particular. Aunque modernamente
es reconocible el predominio del fundamento legal-racional, ello no
significa que rasgos carismáticos o tradicionales no se encuentren en el
funcionamiento del sistema político.
Desde las teorías marxistas, la interpretación de la política como
el fenómeno de la dominación se enmarca en el análisis específico que
se elabora en torno a las sociedades capitalistas. En dicho contexto,
el Estado es concebido como un instrumento de dominación de la
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clase burguesa sobre el proletariado. El principal recurso de dicha


dominación dice relación con dos fenómenos: a) la violencia siste-
mática ejercida por el Estado; y b) la situación de alienación de la
clase obrera, incapaz de darse cuenta de su situación de explotación.
Desde una perspectiva marxista tradicional se enfatiza la dominación
estatal a través del aparato represivo del Estado (policía, ejército,
gobierno, administración y cárceles). Más adelante, Altthusser (1970)
introduciría el concepto de aparato ideológico del Estado (cultural,
sindical, político, a través de la escuela, la familia, los medios de

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comunicación, la religión), el que ejercería la dominación a través


de la violencia simbólica.
Esta interpretación ortodoxa que desde el marxismo se hace del
fenómeno político, y que pone de relieve la importancia de los ele-
mentos represivos del poder estatal, adquiere una nueva dimensión
con el concepto de hegemonía elaborado por Gramsci (1975), a partir
del cual se produce un cambio importante en un doble sentido: a) la
ideología deja de ser únicamente un instrumento de la clase dominante
para también ser concebida como una práctica productora de sujetos;
y b) la clase dominante lo es no solo porque ejerce violencia, sino
porque logra ser hegemónica. El ejercicio de la hegemonía implica que
una clase define un principio hegemónico desde el cual articular (no
imponer) otros componentes ideológicos. En definitiva, establecer una
cierta definición de la realidad que es aceptada por aquellos sobre los
cuales se ejerce su hegemonía.
El análisis del poder legítimo involucra múltiples aspectos. En pri-
mer lugar, y en relación al marco conceptual weberiano, cabe señalar
que al afirmar la legitimidad de lo establecido legalmente se deja poco
espacio para ir más allá y preguntarnos acerca del proceso a partir del
cual se generan las normas y las decisiones. Un énfasis en la dimensión
procedimental del proceso de toma de decisiones que valorice exce-
sivamente el componente estratégico (es decir, la obtención de deter-
minados fines utilizando los medios disponibles), está mal preparado
para identificar los obstáculos de la legitimidad.
Ello parece evidente para el caso de un régimen no democrático:
¿son igualmente legítimas las decisiones de un régimen autoritario o
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totalitario en comparación con las de un régimen democrático? Incluso


si nos circunscribiéramos a un régimen democrático, cabe preguntarse:
¿solo por el hecho de que las decisiones en un régimen democrático son
tomadas en el marco de un sistema que reconoce derechos a los ciudada-
nos debemos asumir que dichas decisiones son siempre legítimas?, ¿hasta
qué punto profundas inequidades sociales o la misma institucionalidad
política vigente puede afectar negativamente la legitimidad de que son
portadoras las decisiones del sistema político democrático?
Una tradición distinta de la weberiana se hace cargo de tales
cuestionamientos poniendo el énfasis en el proceso deliberativo. Para

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Hannah Arendt es claro que no hay posibilidad de un poder legítimo


si no se fundamenta en el respaldo del grupo: «poder corresponde a
la capacidad humana, no simplemente para actuar sino para actuar
concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; perte-
nece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga
unido» (1972: 146). De allí la importancia que para la autora tiene el
espacio público entendido en una doble dimensión: «en primer lugar
significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el
mundo y tiene la más amplia publicidad posible (…). En segundo lugar,
el término «público» significa el propio mundo, en cuanto es común a
todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente
en él» (1998: 59, 61).
Desde esta perspectiva, la legitimidad de las decisiones políticas
no solo deriva de su apego a las normas que regulan el procedimiento,
sino que también de la «calidad» del proceso deliberativo que está a
la base de dicho proceso. Es Habermas (1989) quien identifica los tres
elementos que garantizan la calidad del proceso deliberativo:

a. libertad de las partes para hablar y exponer sus puntos de vista,


b. igualdad de las partes, y
c. la fuerza del mejor argumento.

Desde este punto de vista, una decisión es legítima si puede ser


justificada dentro del proceso deliberativo desarrollado por las reglas
establecidas y cuando surge de la deliberación basada en la razón y el
interés general: «lo que ocurre es que, a la vez, todo sistema político
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depende de que el poder entendido como deliberación conjunta en


busca de un acuerdo, legitime y dote de base a ese poder estratégico.
Por muy importante que la acción estratégica sea en el mantenimiento
y ejercicio del poder, en último término, este tipo de acción siempre
será deudora del proceso de formación racional de una voluntad y
acción concertada por parte de los ciudadanos» (Del Águila, 1997: 33).

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4. Sistema político

4.1.- Concepto de sistema político

David Easton sostiene que el sistema político es «un conjunto de


interacciones sociales que se orientan predominantemente hacia la
asignación autoritativa de valores para una sociedad» (Easton, 1973:
79). En el concepto se integran tres dimensiones fundamentales para
la comprensión del fenómeno político:

a. La idea de interacciones sociales, que refuerza una aproxima-


ción al fenómeno del poder político en donde este se genera y
depende de las relaciones que los sujetos establecen, alejada,
además, de una concepción del poder que lo define como un
stock de recursos políticos. Más bien, la idea de interacción
vincula al sistema político con los procesos a través de los
cuales los sujetos políticos se influyen mutuamente.
b. La asignación autoritaria pone de relieve la tarea fundamental
del sistema político: tomar decisiones sobre asuntos colectivos
respaldadas en el uso potencial o efectivo de la fuerza.
c. Finalmente, la noción de valores remite a la idea de que los
asuntos sobre los cuales se requiere alguna decisión por parte
del sistema político son aquellos que la sociedad considera
importante regular y ordenar su acceso y disfrute.
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Las asignaciones autoritativas implican la distribución-asignación


de objetos valorados por las personas y grupos mediante tres posibles
procedimientos básicos:

a) privando a las personas de algo valioso que poseían,


b) entorpeciendo la obtención de objetos valiosos que de otra
manera se hubieran conseguido, y
c) permitiendo o negando el acceso a valores.

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Easton (1973) acepta la posibilidad de hacer análisis político en


diversos ámbitos pero advierte que solo este adquiere relevancia cuando
se enfoca en analizar el sistema político societario. Desde este punto de
vista, los sistemas parapolíticos (también los denomina sistemas políti-
cos internos o de grupos) son considerados subsistemas de subsistemas.
Dos son las diferencias más importantes que existen entre el sistema
político y los sistemas parapolíticos: por un lado, el sistema político se ocupa
de un universo más amplio de responsabilidades y sus decisiones afectan al
conjunto de la sociedad; por otro lado, dispone de un amplio poder para
solucionar las disputas que se establecen entre los miembros de la sociedad
en torno al acceso a valores escasos, incluida la posibilidad de usar la fuerza.

Cuadro N° 3: ¿Cómo funciona el sistema político?

Ambiente Intrasocietal

Demandas y Sistema
Apoyos Respuestas
Político

Ambiente Extrasocietal
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Proceso de Retroalimentación

Fuente: Elaboración propia.

Según Huntington (1990), el sistema político tiene seis compo-


nentes fundamentales:
a) Cultura: valores, actitudes, orientaciones, mitos y creencias
relevantes para la política y dominantes en la sociedad.
b) Estructura: organizaciones formales por medio de las cuales
se toman decisiones de autoridad (partidos políticos, poderes
estatales, burocracia).

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El sistema político

c) Grupos: formaciones sociales y económicas, formales e informales,


que participan en la política planteando demandas al sistema.
d) Liderazgos: individuos y grupos que ejercen más influencia en
las distribución de los valores.
e) Orientaciones políticas: modelos de actividad gubernamental
conscientemente destinados a determinar la distribución de
costos y beneficios en la sociedad.

Por otra parte, Gabriel Almond (1960) agrega que al sistema


político le corresponden siete funciones, a saber: socialización y re-
clutamiento, articulación de los intereses, agregación de intereses,
comunicación, formación de normas, aplicación de normas y su ad-
ministración judicial.
Almond y Powell (1982), preocupados de los procesos de cambio
que afectan a los sistemas políticos, identifican cinco capacidades, las
cuales, a su vez, pueden analizarse tanto en el ámbito interno (nacional)
como internacional. Cuatro de dichas capacidades dicen relación con
los insumos del sistema político:

a) Capacidad extractiva: se refiere a las diversas maneras en que


el sistema político extrae recursos materiales y humanos desde
el ámbito nacional e internacional (cantidad de recursos, proce-
dencia, costeo, los medios que son empleados para obtener los
recursos). Una de las principales expresiones de esta capacidad
es el sistema tributario.
b) Capacidad regulativa: se refiere al control que ejercen los sis-
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temas políticos sobre los individuos y grupos (capacidad de


coacción legítima), conocer cuáles individuos y grupos se hallan
sujetos a la reglamentación, qué esferas y la frecuencia con que
se ejerce la intervención. Los cambios sociales y culturales van
modificando las esferas que el sistema político somete a regu-
laciones; aparecen nuevas normas que regulan las conductas
de los actores políticos y desaparecen otras que se consideran
obsoletas en el nuevo escenario. Un ejemplo muy claro de lo
primero es posible de observar con las nuevas leyes que pro-
tegen el medio ambiente o la legislación sobre los derechos de

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la mujer, inexistentes hace solo algunas décadas. A la inversa,


un conjunto de regulaciones relativas al funcionamiento de la
economía, como eran las políticas proteccionistas propias del
modelo de industrialización por sustitución de importaciones
(ISI), han desaparecido o se han debilitado en el marco de un
proceso de instalación de una economía abierta.
c) Capacidad distributiva: se refiere a la asignación que el sistema
político hace de los beneficios, servicios, honores y oportuni-
dades entre los diferentes miembros de la sociedad (gastos del
gobierno, empleo público, impuestos, etc.). Si bien la capacidad
distributiva no tiene un sentido que necesariamente signifique
ir en la ayuda de los más pobres, el crecimiento del Estado de
bienestar ha significa un importante proceso de transferencia
de recursos desde los sectores más acomodados a las clases
menos favorecidas.
d) Capacidad simbólica: se refiere a la capacidad efectiva que
tenga el sistema político para generar la adhesión de sus
miembros; importante distinguir entre producción simbólica
y capacidad simbólica (problema de la legitimidad). Almond
y Powell llaman la atención sobre la importancia de la capaci-
dad simbólica: «mediante la prudente creación y explotación
de un conjunto de símbolos, las elites pueden ganar la acep-
tación del público para las políticas que estimen necesarias
pero que imponen sacrificios al pueblo o son impopulares»
(1982: 174).
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La quinta capacidad pone en relación los insumos con los pro-


ductos. La capacidad de respuesta, así se denomina, se encuentra en
directa relación con el desempeño del sistema político en su capa-
cidad para generar insumos: mientras más eficiente y eficaz sea el
sistema político en la obtención de recursos, la aplicación exitosa de
regulaciones, en la distribución y en la producción simbólica, mayor
será su capacidad de respuesta; por el contrario, pobres resultados
en una o más de dichas capacidades afectan negativamente el margen
de maniobra del sistema político al momento de hacer frente a las
demandas ciudadanas.

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El sistema político

Como todo sistema político está sujeto a presiones y demandas inter-


nas y externas, es importante considerar qué grupos plantean demandas
al sistema político, qué clase de respuesta reciben y cuáles son los canales
que existen para ello. Tendemos a pensar que, en el marco de un sistema
político democrático, los ciudadanos y los grupos acceden igualitaria-
mente el sistema político. Pero si el sistema político democrático está
afectado por profundas desigualdades, es probable que algunos grupos
no tengan los recursos mínimos para poder influenciar en el proceso de
toma de decisiones, quedando marginados del sistema político.
Las capacidades de los sistemas políticos se ven alteradas por un
conjunto de factores, entre los que se destacan:

a) Las respuestas del gobierno a las demandas y apoyos ciudada-


nos: puede optar por la represión (incremento de la capacidad
de regulación), indiferencia o sustitución o acomodación (por
medio de estas respuestas, el sistema toma decisiones que bus-
can debilitar ciertas demandas por la vía de elaborar respuestas
que desvíen la atención de los grupos).
b) Los recursos materiales necesarios para mantener el sistema
funcionando: en la medida que el sistema político asume un
mayor cúmulo de responsabilidades, requiere de una mayor
cantidad de recursos para responder a ellas. Mientras mayor es
el volumen de los recursos necesarios para el funcionamiento
del sistema político, mayor es el esfuerzo que la sociedad debe
realizar para su financiamiento por la vía de los impuestos,
haciendo al sistema político más vulnerable frente a las crisis
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de la economía.
c) El aparato organizativo del sistema político: un sistema político
que cuente con una burocracia profesional y honesta tendrá
más opciones de que las decisiones que adopte sean ejecutadas
oportunamente.
d) Los niveles de apoyo: en la medida que el apoyo ciudadano
disminuye, menos dispuestos estarán los ciudadanos a obedecer
y cumplir con las normas y las decisiones del sistema político
(por ejemplo, pagar impuestos, acudir a votar, etc.). Los niveles
de apoyo no solo afectan al gobierno de turno, también puede

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afectar negativamente el respaldo de los ciudadanos al sistema


político mismo.

4.2.- Desafíos al sistema político

De la eficiencia en el ajuste de las diferentes capacidades dependerá


la manera en que el sistema político enfrente los procesos de cambio,
especialmente aquellos derivados de cuatro grandes áreas:
a) Construcción del Estado: la amenaza militar interna o externa
puede afectar la consolidación del Estado nacional, también puede
hacerlo el desarrollo de nuevos objetivos por parte de la elite.
b) Construcción nacional: enfatiza los aspectos culturales.
c) Problema de la participación: emerge cuando nuevos grupos
presionan por incorporarse a las clases que toman las decisiones, o bien
cuando se produce un desajuste entre los principios de la participación
y los mecanismos existentes para ello.
d) Distribución del bienestar: cuando se produce un incremento
en el volumen e intensidad de las demandas que el sistema político
controla o afecta a la distribución de los recursos o valores entre dife-
rentes sectores de la población.

5. Régimen político
De los múltiples componentes del sistema político, el régimen dice
relación con el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el
poder y su ejercicio o con el conjunto de mediaciones institucionales
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que articulan las relaciones entre el Estado y la sociedad.


Easton (1976), simplificando el esquema de Huntington (1990),
señala tres elementos en la composición del sistema político y que
identifica como régimen político:

a) Valores: ideologías, doctrinas, ideas fuerza que son dominan-


tes y que definen los límites de la práctica política y los fines
que puede perseguir el sistema, impactando en las normas y
estructuras de autoridad.
b) Normas: reglas operativas (reglas del juego) que especifican

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El sistema político

los modos en que los miembros del sistema político pueden


participar en el proceso y resolver conflictos. Pueden ser for-
males o informales.
c) Estructuras de autoridad: el conjunto de los roles o modelos
regularizados de comportamiento y de expectativas acerca del
modo en que habrían de comportarse los que ocupan posicio-
nes de poder y cómo actuar frente a ellos. Estas estructuras se
especializan en cuatro grandes áreas:
1. las que toman decisiones (gobierno),
2. las que ejecutan decisiones (administración),
3. las que tratan de obtener el apoyo y la obediencia de los actores
relevantes del sistema o neutralizarlos (aparato coercitivo), y
4. las que se encargan de extraer los recursos necesarios para la
ejecución de las decisiones (fiscal).

De tal manera, es posible distinguir el sistema político del régimen


político y a este del gobierno, circunscrito a aquellas estructuras y
normas que dicen relación con las funciones ejecutivas.
Dada la diversidad de regímenes políticos existentes, una tarea
a la que los politólogos le han dedicado importantes esfuerzos es a
su clasificación y ordenamiento en función de ciertas características
semejantes: se toman una o más variables que se consideran relevantes
y se identifican regímenes en donde dichas variables se comportan de
manera semejante dado lugar a tipologías.
Tal vez la primera tipología de regímenes políticos haya sido la
construida por Aristóteles (1970), para quien el análisis de los regí-
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menes políticos debía considerar dos variables relevantes: el número


de las personas que ejercen el gobierno y el sentido con que dichas
personas llevan a cabo la acción gubernamental: cuando los que go-
biernan lo hacen en beneficio del conjunto de la sociedad, denomina a
esos regímenes como «puros»; cuando los que gobiernan solo lo hacen
pensando en los intereses del propio grupo, por más amplio que este
sea, los denomina «corruptos». Resultado de ello, identifica tres pares
de regímenes políticos:

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Cuadro N° 4: Las formas de gobierno según Aristóteles


Puras Corrupta
Uno Monarquía Tiranía
Pocos Aristocracia Oligarquía
Muchos Politeia Democracia

Fuente: Elaboración propia.

Sin embargo, dada la complejidad que los sistemas políticos van


obteniendo a medida que avanzan las ideas revolucionarias del siglo
XVIII y los procesos independentistas del siglo XIX, surge la necesi-
dad de nuevas clasificaciones, que puedan adaptarse a estas nuevas
realidades. El ideario democrático que nace con fuerza en el siglo XX
enfrentará dos guerras mundiales que propiciarán el surgimiento de
una nueva clase de regímenes políticos no democráticos: los totalita-
rismos y autoritarismos, pero también la mantención de regímenes
tradicionales (Morlino, 2004).

6. Régimen totalitario
Bajo esta concepción han sido tradicionalmente catalogados los
regímenes de la Alemania Nazi y la Unión Soviética, dado que presentan
las siguientes características:

a) Ideología omnicomprensiva y de carácter cerrado.


b) Ausencia total de pluralismo: no solo político, sino también
social, religioso y cultural.
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c) Partido único: una estructura burocrática y jerarquizada, ar-


ticulada a través de una compleja red de organizaciones que
sirven para integrar, politizar, controlar e impulsar la partici-
pación de la sociedad civil.
d) Pseudoparticipación: movilización alta y continua.
e) Confusión Estado-partido-sociedad.
f) Política del terror.
g) Diversas experiencias históricas.
h) Límites no previsibles al poder del líder y a la amenaza
de sanciones.

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El sistema político

Cuadro N° 5: Modelos de regímenes no democráticos


• Democracia racial
Híbrido institucional
• Régimen de transición
• Régimen sultanista
Régimen tradicional
• Oligarquía competitiva
• Tiranía militar • Régimen militar
guardián

Régimen pretoriano • Régimen militar go-


• Oligarquía militar bernante

• Régimen burocrático-militar
• Corporativismo
Régimen civil-militar excluyente
• Régimen corporativo
• Corporativismo
incluyente
• Régimen nacionalista de
movilización

Régimen civil • Régimen comunista de


movilización
• Régimen fascista de
movilización
Régimen totalitario • Totalitarismo de derecha
• Totalitarismo de izquierda

Fuente: Morlino, (1993: 155).

7. Régimen autoritario
El término autoritarismo fue acuñado por Linz (1964) para carac-
terizar a la España de Franco, definiéndolo como un régimen político
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que no es ni democrático ni totalitario, sino que es un tipo distinto,


con ciertas características especiales:

a) Se trata de regímenes políticos que tienen un pluralismo limi-


tado y no responsable:
• actores importantes de tipo institucional (ramas de las fuerzas
armadas y burocracia) y actores sociales políticamente activos
(iglesias y empresariado);
• los actores no son responsables en el sentido que no son
representativos.
b) No existe una ideología definida, sino que esta es reemplazada

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por «mentalidades» entendidas como actitudes intelectuales,


valores generales, sentimientos más o menos ambiguos como
orden, patria, jerarquía, etc.
c) Ausencia de movilización política intensa o extensa, aparatos
represivos y falta de organizaciones movilizadoras.
d) El poder dentro de límites formalmente mal definidos pero
predecibles; es decir, existen limitaciones reales a las libertades
públicas y el poder actúa en un marco de mayor discreciona-
lidad ejercido por un líder o por un grupo reducido.

Esta caracterización ha sido disgregada para lograr una serie de


subcategorías de autoritarismos. Para Morlino (2004), estas son:

a) Regímenes personales: un líder-dictador no temporario


desempeña un papel central.
b) Regímenes militares: un sector de las fuerzas armadas consti-
tuye el actor más relevante.
c) Regímenes cívico-militares o también llamados burocrático-
militares: basados en la alianza entre militares, más o menos
profesionalizados, y civiles, sean estos burócratas, políticos
profesionales, tecnócratas o representantes de la burguesía
industrial y financiera.
d) Regímenes de movilización: la característica de la movilización
limitada se atenúa al punto de casi asimilarlos a regímenes
totalitarios.
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Dentro de esta amplia gama de tipos de autoritarismos también se


encuentra el concepto de regímenes burocrático-autoritarios de O´Donnell
(1992), que se caracteriza por la existencia de una alianza entre sectores
medios, tecnocracia y capital internacional; exclusión de los sectores
populares; disciplinamiento de la sociedad y violencia represiva. Se basa
en la supresión de las dos mediaciones fundamentales: la ciudadanía y lo
popular1. Estos regímenes, según O’Donnell, tienen dos tipos de tareas:
las de restauración del orden y las de normalización de la economía.

1
Ejemplo de esto son los regímenes iniciados en Brasil en 1964, Perú en 1968, Chile
y Uruguay en 1973 y Argentina en 1976.

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El sistema político

7.1. Transición, liberalización y democratización

Junto con la extensa bibliografía existente sobre regímenes autori-


tarios, también hay una no menor cantidad de estudios y teorizaciones
sobre transición.
Según Morlino (1985), este concepto evoca a un periodo ambi-
guo e intermedio en el que el régimen ha abandonado algunas de las
características determinantes del anterior ordenamiento institucional
sin haber adquirido aún todas las características del nuevo régimen.
Algo similar es lo que plantea Nohlen (1984), para quien la transición
coincide con la democratización política en cuanto a las primeras
elecciones libres, primer gobierno elegido y aprobación de una nueva
constitución. Por otra parte, para O´Donnell y Schmitter (1988) es un
intervalo entre un régimen político y otro y, por lo tanto, apela más
bien a límites temporales entre la disolución y el establecimiento de
alguna forma de democracia, como veremos más adelante.
Pero el concepto de transición también se ha clasificado, siendo
una de las tipologías más utilizada la de Karl y Schmitter (1991), que
refiere a dos variables: la utilización unilateral de la fuerza o transac-
ción multilateral, y si es una transición desde abajo o desde arriba, es
decir, si es una iniciativa institucional de la elite política o bien una
presión y movimiento generado desde la ciudadanía. De acuerdo a la
combinación de estas variables, el resultado que nos entregan es:

a) Pactadas: las elites llegan a acuerdo multilateral.


b) Impuestas: las elites utilizan la fuerza de manera unilateral y
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efectiva, superando los anteriores poderes.


c) Reformista: desde abajo se impone una solución de transacción
sin violencia.
d) Revolucionarias: las masas se alzan en armas y se derrota a
los dirigentes autoritarios.

De esta forma, con la llegada de la tercera ola de la democracia


y el estudio de las transiciones, surgen conceptos como liberalización
y democratización, cuya diferencia más importante, según Rustow
(1970), sería que la primera permite hacer efectivos ciertos derechos de
ciudadanía y se flexibilizan los controles propios de un autoritarismo;

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mientras que la segunda «modifica el régimen y se instaura (y respeta)


el pluralismo político».
Por otra parte, los procesos de liberalización para Aguilera de Prat
(2006) tendrían cuatro tipos de desenlace relativamente democráticos: en
primer lugar, el ideal, una plena democracia, en la que existen derechos y
libertades efectivas, elecciones libres, pluralismo real y equilibrios consti-
tucionales; en segundo lugar pueden surgir democracias limitadas, es decir,
aquellas en la que coexisten normas democráticas con normas autoritarias;
una tercera opción es el surgimiento de democracias protegidas, en las que
la coalición autoritaria sobrevive al régimen con importantes recursos de
poder que le permiten imponer ciertas condiciones; finalmente, pueden sur-
gir regímenes híbridos, aquellos que son conocidos como «dictablandas»
o «democraduras». Finalmente, según Aguilera de Prat (2006), los índices
de democracia que dan paso a una genuina poliarquía constitucional son:

a) el proceso decisional del gobierno es el resultado de medios


democráticos y
b) las elecciones libres deciden el resultado de la competencia por
el poder.

Una vez definidos los conceptos, Aguilera de Prat (2006) reconoce


algunos aspectos comunes a todas las transiciones:

a) hay un impulso al compromiso democrático por parte de todos


los actores;
b) existe un respeto global a la nueva legalidad;
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c) las fuerzas armadas asumen una posición de neutralidad y son,


a su vez, neutralizadas por el nuevo orden político; y
d) los partidos políticos son las únicas estructuras con intereses
vitales en la consolidación del régimen democrático y la com-
petencia electoral, lo que les impulsa a fortalecerse.

Otro concepto al que debemos referirnos en el contexto de las tran-


siciones es el de enclaves autoritarios. Estos han sido conceptualizados
por Garretón como herencias del régimen anterior que se mantienen en
las nuevas democracias y, tal como él explica, «estos enclaves pueden ser

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El sistema político

institucionales (constitución, leyes, etc.), «actorales» (fuerzas armadas


con poder de veto, derecha no democrática, etc.), socioculturales (va-
lores autoritarios, conformismo, etc.) o ético-simbólicos (problemas de
derechos humanos no resueltos), y las estrategias frente a ellos pueden
ser de diversos tipos (legales, presión, etc.)» (1991: 104).
Para complementar estas «interferencias» al ejercicio democrático
debemos incorporar el concepto de «enclaves de transición» que desa-
rrolla Siavelis. Aunque estos han sido pensados y discutidos para el caso
chileno, nos parece relevante presentarlos en este apartado de discusión
sobre las transiciones. Estos «han nacido a partir de modelos políticos
y las interacciones consolidadas durante este periodo, es decir, entre
1988 y 2005» (2009: 5). De esta forma, para Siavelis son enclaves de la
transición aquellas instituciones formales e informales que cumplen con:

a) tener un origen en la dinámica de un modelo político previo,


b) ser difícil de desplazar por motivos prácticos o institucionales, y
c) proteger o preservar los intereses políticos de los principales
actores que tienen un interés en mantenerlos.

Los enclaves de transición son, para el caso chileno: el cuoteo, el control


de la elite en la selección de candidatos y la política electoral, la dominación
de los partidos en la política, la formulación de políticas elitistas y extra-
institucionales y la intocabilidad del modelo económico (Siavelis, 2009).

8. Regímenes democráticos
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La democracia es una idea muy antigua que se puso en práctica


por primera vez en la Atenas de hace más de dos mil quinientos años.
Se trató de un gobierno muy breve y excepcional no solo en el contex-
to de la época, sino en el mismo espacio de las ciudades griegas. Tan
excepcional que la humanidad tendrá que esperar hasta las grandes
revoluciones de la modernidad para observar la reaparición de las
ideas atenienses.
No obstante tratarse de una experiencia tan lejana y de ser nuestras
sociedades tan distintas de aquellas, nuestras ideas sobre la democracia
siguen estando influidas fuertemente por aquella experiencia. Cuántas

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veces hemos escuchado la famosa frase de Lincoln: «La democracia es


el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo».
Por otra parte, Giovanni Sartori (2005) enumera las caracterís-
ticas de la democracia ateniense para, desde allí, hacer el contraste
con la democracia moderna. El ejercicio es interesante porque deja en
evidencia la vigencia de los valores democráticos al tiempo que pone
de manifiesto las dificultades derivadas de lograr que se adapten a las
características de las sociedades modernas. La democracia ateniense
se caracteriza por:

a) la polis griega como comunidad,


b) cercanía entre gobernantes y gobernados (autogobierno),
c) democracia directa,
d) desigualdad socioeconómica (esclavitud y discriminación de
la mujer y los extranjeros),
e) centralidad de la política (ciudadanos a «tiempo completo»),
f) concepto limitado de ciudadanía y
g) noción de libertad arraigada en el espacio público (idea nega-
tiva de lo privado).

En contraposición, la democracia moderna se caracteriza por:

a) Estados modernos como asociación racional (diversidad cul-


tural y ética),
b) distancia creciente entre el gobierno y los gobernados (demo-
cracia representativa),
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c) rechazo de la desigualdad económica,


d) actividad política como una actividad marginal (revalorización
de la vida privada),
e) concepto amplio de ciudadanía, y
f) libertad individual se vincula a otros ámbitos, ninguno definido
como el más importante.

La aceptación de la democracia si no como el mejor, al menos


como el menos malo de los sistemas políticos, nos hace pensar que
desde que Heródoto la planteara literalmente como el «poder del

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pueblo», esta ha sido una extensa búsqueda, pero, como dice Sartori
(2005: 29), «durante milenios el régimen político óptimo se denominó
República (res pública) la cosa de todos y no democracia». Mientras
la democracia tenía su eje en el «poder de alguien», la república hace
alusión «al interés en algo» (Sartori, 2003).
No obstante lo anterior, de pronto la democracia recupera su va-
lor conceptual y se transforma en algo positivo, ahora con un nuevo
significado. Es decir, se transforma en un concepto complejo que, a
decir de Sartori (2005), implica tres significados:

a) es un principio de legitimidad,
b) es un sistema político llamado a resolver los problemas del
ejercicio del poder, y
c) es un ideal.

Es interesante observar que el argumento de Sartori respecto de


estos tres elementos conlleva la pregunta respecto de cómo el deber
ser se transforma en ser. La democracia queda así tensionada entre
las evidencias que aporte el análisis empírico y las expectativas que se
derivan de las dimensión normativa y utópica; dicho de otra manera,
la democracia se asume como un régimen dinámico que permite su-
perar las limitaciones del presente definiendo un horizonte «deseable»
superador de las actuales limitaciones.
En la difícil tarea de buscar mejores formas de democracia han
surgido nuevos conceptos; así emergió la democracia social, popular,
económica, deliberativa, radical, etc. Todos estos calificativos eviden-
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cian algún aspecto que se considera importante mejorar para, de esa


forma, perfeccionar la democracia (Del Águila y otros, 1998).
En otras ocasiones, estos calificativos derivan de los resultados de
investigaciones empíricas que identifican variables relevantes a partir
de las cuales se diferencian distintos tipos de democracia: democracia
parlamentaria o presidencialistas, de consenso o mayoritarias, federales
o unitarias, bipartidistas o multipartidistas (Lijphart, 2000).
Dejando de lado estos esfuerzos por clasificar los diferentes tipos
de democracia (tanto desde una perspectiva empírica como normativa),
nos centraremos en los aportes de dos grandes politólogos, quienes se

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centran en identificar los elementos mínimos sin los cuales el régimen


político deja de ser democrático.
En primer lugar, según Bobbio (1984), un concepto mínimo de
democracia se caracteriza por definirla como un régimen político que
asegura la participación política de la mayoría de la sociedad (no todos);
es decir, define mecanismos que permiten expresar los intereses y opi-
niones de la ciudadanía. Un segundo elemento se refiere a la definición
de una regla para resolver las controversias y la falta de unanimidad en
los intereses: la regla de mayoría. Finalmente, es necesaria la existencia
de alternativas en la competencia electoral.
Según Bobbio, el proceso de profundización de la democracia debiera
avanzar hacia la democratización social, incorporando áreas que en la
actualidad se manejan con criterios no democráticos.
Por otra parte, Dahl (1993) nos presenta el concepto de poliarquía.
Este autor afirma que la idea de democracia tiene una fuerte carga
idealista que nos sitúa en un escenario específico (el ateniense), muy
diferente del contexto social actual de las democracias. Para evitar esa
confusión, Dahl denomina a las «democracias realmente existentes»
como «poliarquías», poniendo de relieve el elemento central que a su
juicio define a los regímenes democráticos: la dispersión del poder en
múltiples grupos.
Desde este punto de vista, la poliarquía es un régimen político que
postula como necesaria la existencia de correspondencia entre los actos
de gobierno y los deseos e intereses de los que son afectados por ellos.
Se trata de un régimen político que posee una continua capacidad de
respuesta del gobierno a las preferencias de los ciudadanos, los cuales
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son considerados políticamente iguales. En este sentido, Dahl habla


de una dicotomía entre oportunidades y garantías.
Para que un régimen democrático sea capaz de responder a tiempo,
todos los ciudadanos deben tener semejantes oportunidades de:

a) formular preferencias,
b) expresar esas preferencias individual o colectivamente a otros
individuos y al gobierno, y
c) lograr que tales preferencias sean consideradas por igual, sin
discriminación.

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Por otro lado, para que existan dichas oportunidades deben existir,
al menos, ocho garantías:

a) libertad de asociación y organización,


b) libertad de pensamiento y expresión,
c) derecho de voto,
d) derecho de los líderes políticos a competir por el voto electoral,
e) fuentes alternativas de información,
f) posibilidad de ser elegido para cargos públicos,
g) elecciones libres y correctas, e
h) instituciones que hacen depender las políticas gubernamentales
del voto popular y otras expresiones de preferencia.

Ambas aproximaciones definen conceptos mínimos de democracia,


un conjunto de elementos que deben estar para que un régimen sea
considerado democrático. Sin dichos elementos no hay democracia,
pero a ese mínimo se pueden agregar otros elementos que permiten
perfeccionarla.
Cuando ese concepto mínimo ha sido concebido como el punto de
llegada de lo que la democracia puede ser, las denominadas corrientes
pluralistas se han transformado en lo que se conoce como elitismo
democrático. Si bien el elitismo tiene reconocidos exponentes (Michels,
Paretto, Mosca e incluso el mismo Weber), entre los cuales algunos
ubican a Dahl, es Schumpeter el que representa más claramente los
principios y preocupaciones del elitismo.
Para Schumpeter, la democracia es un «método político (…) un
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cierto tipo de arreglo institucional para arribar a decisiones políticas,


legislativas y administrativas». Surge entonces el método democrático,
«el arreglo institucional para arribar a decisiones políticas mediante el
cual los individuos adquieren el poder de decisión mediante la lucha
competitiva por los votos» (1984: 311-312).
A la inversa, en donde para el elitismo se encuentra uno de los
principales problemas de las democracias, es decir, el exceso de ex-
pectativas de participación ciudadana, para los participacionistas se
encuentra la posibilidad de perfeccionamiento de la democracia. Uno

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de los principales exponentes de las corrientes participativas es C. B.


Mcpherson (1992).
Ya sea que se tomen estos dos modelos más tradicionales, o bien se
adscriba a otro de los muchos que existen, es importante considerar que
el desarrollo de la democracia, entendido como su actuar de la misma
y no necesariamente su consolidación, se realiza a través de la interac-
ción de una serie de instituciones, como los gobiernos, las legislaturas,
el sistema de partidos y los grupos de interés, entre otros.
Es entonces cuando se hace necesario el análisis de Arend Lijphart,
quien distingue entre democracias mayoritarias y consensuales, depen-
diendo del carácter que adquiere la interacción entre aquellas. Vuelve
así la pregunta más básica al definir los sistemas políticos: «¿quién
gobernará, y a los intereses de quién responderá el gobierno cuando el
pueblo esté en desacuerdo y tenga preferencias divergentes?» (2000: 13).
De esta forma, la respuesta que encuentra Lijphart (2000: 14)
es que:

El modelo mayoritario (o de Westminster) concentra el poder político


en manos de una mayoría escasa y, a menudo, incluso en una mera
mayoría relativa en lugar de una mayoría, mientras el modelo consen-
sual intenta dividir, dispersar y limitar el poder de distintas formas.

En esta línea, Lijphart (2000) distingue diez diferencias entre un mo-


delo de democracia y otro, que se agrupan en dos grandes dimensiones:
a) dimensión Ejecutivo-partidos; y b) dimensión federal-unitaria. Cada
una de ellas contiene cinco diferencias, a saber:
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a) concentración de poder ejecutivo en gabinetes mayoritarios


de partido único frente a la división del poder ejecutivo en
amplias coaliciones multipartidistas;
b) relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo en las que
el ejecutivo domina frente al equilibrio Ejecutivo-Legislativo;
c) bipartidismo frente a sistemas multipartidistas;
d) sistemas electorales mayoritarios desproporcionales frente a
la representación proporcional; y
e) sistemas de grupos de interés de mayoría relativa con competen-
cia libre entre los grupos frente a sistemas de grupos de interés

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coordinados y «corporatistas» orientados al compromiso y a


la concertación.

En la segunda dimensión, en tanto, se encuentran:

1. gobierno unitario y centralizado frente a gobierno federal y


descentralizado;
2. concentración del poder legislativo en una legislatura unica-
meral frente a la división del poder legislativo en dos cámaras
igualmente fuertes pero constituidas de forma diferente;
3. constituciones flexibles que aceptan enmiendas mediante ma-
yorías simples frente a constituciones rígidas que únicamente
pueden cambiarse por medio de mayorías extraordinarias;
4. sistemas en los que las legislaturas tienen la última palabra en
lo referente a la constitucionalidad de su propia legislación
frente a sistemas en los que las leyes están sujetas a una revisión
judicial para analizar el grado de constitucionalidad mediante
tribunales supremos o constitucionales; y
5. bancos centrales que dependen del Ejecutivo frente a bancos
centrales independientes.

Por otra parte, O’Donnell ha desarrollado el concepto de democracia


delegativa, que se relaciona directamente con aquellos regímenes demo-
cráticos que son resultado de transiciones desde uno no democrático.
En este sentido, el autor nos recuerda que «los académicos que han
estudiado las transiciones y consolidaciones democráticas han señalado
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repetidamente que, dado que sería incorrecto suponer que todos estos
procesos culminan en el mismo resultado, se necesita una tipología de las
democracias» (1994: 7-8). En este sentido, las democracias delegativas

se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial


tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado,
restringido por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y
por un periodo en funciones limitado constitucionalmente (1994: 7-8).

De acuerdo a esta diferenciación de O’Donnell (1994), las demo-


cracias que surgen de procesos de transición, aunque cumplen, si no con

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todos al menos con la mayoría de los requisitos, no son democracias


consolidadas, aunque puedan permanecer en ese estado largamente.
No son regímenes que enfrenten amenazas autoritarias pero tampoco
avanzan hacia una profundización democrática, manteniéndose en
un permanente status quo debido a las restricciones institucionales
(formales e informales) que toman la forma de enclaves autoritarios
(Garretón, 1991) o enclaves de transición (Siavelis, 2009).
La existencia de una democracia delegativa, y la permanencia de los
mencionados enclaves, se relaciona con lo que, siguiendo a O’Donnell
(1994), se puede entender como una segunda transición, un periodo
más complejo y muchas veces más extenso que el primero (es decir,
que el que dio origen al régimen democrático).
Más allá del tipo de democracia de la que se trate, es importante
rescatar algunas tensiones inherentes a la democracia que han sido
desarrolladas por Diamond (1999), a saber:

a) Consentimiento versus efectividad: los ciudadanos entregan su


consentimiento a los representantes a través de la aceptación
de las reglas del juego democrático, pero también a través de
la evaluación positiva que se hace del ejercicio del poder de
esas autoridades, entonces, el consentimiento se mantiene a
través de la efectividad de las autoridades.
b) Representatividad versus gobernabilidad: la democracia busca
la representatividad de los intereses de la sociedad en el sistema
político, pero esto debe estar en equilibrio con la mantención de
la capacidad de gobernar y del funcionamiento de las distintas
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instituciones decisoras aun al costo de tomar decisiones contra


los propios intereses o los de algún sector de la población.
c) Conflicto versus consenso: el primero es inherente a la democracia
debido a la convivencia de distintas visiones, pero, como tal, el
régimen democrático debe velar porque este se mantenga dentro
del marco institucional, fomentando la búsqueda de consenso.

La existencia de estas paradojas nos lleva a un componente muy


relevante de las democracias, sin importar de cuál de ellas se trate: la
participación política. Esto pues la ciudadanía no solo ha de tener una

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participación electoral sino también ejercer una función de control, en


términos de O’Donnell (2007), a través de la accountability vertical.
Sin embargo, la participación tiene ciertas limitantes respecto de
las posibilidades de institucionalizarse, las que se pueden resumir en
tres grandes corrientes:

a) las limitantes propias de los espacios de participación,


b) las exigencias de racionalidad de las políticas públicas frente
a la «racionalidad limitada» de la ciudadanía, y
c) el debilitamiento de la democracia representativa.

No obstante estas limitantes, lo cierto es que la participación no


solo es necesaria, sino que efectivamente existe, ya sea de forma insti-
tucionalizada como no institucionalizada:

Cuadro N° 6: Tipos de participación según institucionalización


y relación con la autoridad

Institucionalizada No institucionalizada
Exige a la autoridad Mecanismos de democracia directa Protesta
Movimientos sociales
Diálogo con la autoridad Consejos Propuesta
Mesas de concertación Incidencia

Fuente: Remy, 2005 en De la Maza, 2009.

Ahora bien, según De la Maza (2009), estos mecanismos se pueden


implementar para participar en tres grandes áreas:
a) diagnóstico y formación de agenda,
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b) formulación de políticas de adopción de decisiones, y


c) gestión.

9. El gobierno
Al igual que el término democracia, el concepto de gobierno ha
sufrido una serie de modificaciones a lo largo de la historia, pero,
independiente de ello, existen tres grandes formas de verlo: como la
cabeza del Poder Ejecutivo, y, en este sentido, como el grupo o clase
de personas que dirige esta parte del Estado; como un sinónimo de

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régimen político, es decir, como el ordenamiento general del Estado,


con sus funciones, actores y regulaciones; y, finalmente, como una
actividad, la del ejercicio del poder, controlado y fundamentado en el
control último del recurso de la fuerza coercitiva. Tal como lo presenta
Cotta, «el gobierno representa en principio, el elemento constante en
la variada fenomenología de la política y que en cuanto tal está ex-
tremadamente cerca de lo elemento definitorios de la propia política»
(Cotta, 1994: 3.012).
Desde una perspectiva funcional, el gobierno, según Cotta, cumple
básicamente con dos responsabilidades: una hacia el interior y otra
hacia el exterior. La primera dice relación con el problema del orden,
la integración y la paz interna, mientras que la segunda se relaciona
con la guerra y la paz externas. Por otra parte, y en un segundo eje, el
gobierno puede ser analizado y finalmente entendido desde una pers-
pectiva cualitativa y una cuantitativa, es decir, respecto de las tareas
que cumple o respecto de la extensión que tiene (Cotta, 1994).
De acuerdo a las formas que adquiere un gobierno, la clasificación
más tradicional habla de: gobierno parlamentario, semipresidencial
y presidencial.
El gobierno parlamentario tiene su génesis en la transición des-
de una monarquía constitucional a una monarquía parlamentaria, y
expresa, tal como menciona Joaquím Lleixá, «el conflicto entre dos
legitimidades; la legitimidad liberal-democrática, esgrimida y simbo-
lizada por el parlamento, y la legitimidad de signo tradicional propia
de la corona» (Lleixá, 2006: 464).
Esta disputa genera una convivencia no exenta de conflictos en la
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que se terminan diferenciando las jefaturas de Estado y de gobierno,


quedando la segunda al arbitrio del Parlamento y su capacidad para
lograr los apoyos necesarios para formar gobierno. Las fórmulas son
variadas pero pueden resumirse, de acuerdo a Pasquino, en que

de algún modo, los gobiernos parlamentarios deben tener una relación


positiva, definida por la existencia explícita, es decir expresada con un
voto de confianza (verificación de la mayoría), o bien implícita, vale
decir hasta que no interviene un voto de desconfianza (pérdida de la
mayoría) con sus parlamentos (2004: 90).

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Son entonces los partidos políticos representados en el Parlamen-


to quienes forman mayorías que le permitan conformar gobierno, y
mantenerse en él, pero los mecanismos de conformación del gobierno
y el comportamiento y configuración del sistema de partidos varían
caso a caso, y pueden ser tan disímiles como el caso inglés y el italiano.
Si analizamos los argumentos a favor del parlamentarismo nos en-
contramos con el más tradicional: la estabilidad. Los parlamentarismos
conforman gobiernos que pueden dar salidas más rápidas y concretas
a liderazgos desgastados, pues la mantención del gobierno en el poder
no está amarrada a un periodo fijo de tiempo, sino a la existencia de
un voto de confianza o de un voto de censura. Por otra parte, en el
ámbito del sistema de partidos, como es necesario lograr la mayoría,
no solo para lograr el gobierno sino también para mantenerlo, se tiende
al consenso, y aunque existe competencia por los votos es esperable
una relación posterior de cooperación.
Esta cooperación, además, no es solo entre los partidos, sino tam-
bién entre el líder y los partidos, pues estos últimos necesitan un líder
capaz de ganar elecciones, mientras que este no puede llegar al gobier-
no sin el apoyo partidario. Por otra parte, el sistema parlamentario
moderno generalmente ha producido burocracias estatales mucho más
eficientes, debido a que se crea una burocracia estatal profesional (Linz
& Valenzuela, 1989). Finalmente, existen dos elementos que también
dan cuenta de una mayor estabilidad en los regímenes parlamentarios.
El primero de ellos tiene que ver con los incentivos que se generan en el
parlamento para apoyar al gobierno, y el segundo con la complicidad
que surge debido a la dualidad de funciones entre ministros y parla-
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mentarios, lo que además genera acumulación de experiencia política.


Todas estas características hacen que el parlamentarismo sea una
buena alternativa pues «relativiza el poder». De esta forma resulta ser
el mejor sistema para una sociedad pluralista y crea un contexto más
libre para el sistema empresarial, debido a que la política puede ser
más «continua» (Linz & Valenzuela, 1989).
Un alternativa intermedia entre el parlamentarismo y el presi-
dencialismo es el semipresidencialismo, plenamente identificado con
la Quinta República Francesa, y que, como explica Sartori, «divide
en dos al presidencialismo al sustituir una estructura monocéntrica

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de autoridad con una autoridad dual», y continúa estableciendo


que «cualquier constitución semipresidencialista deberá establecer
de alguna manera una diarquía entre un presidente, que es el Jefe
de Estado, y un Primer Ministro, que encabeza al gobierno» (1994:
136-137). Es importante la precisión que realiza Sartori en el sentido
de que este sistema no es una síntesis entre el presidencialismo y el
parlamentarismo, sino una alternativa diferente que debiera cumplir
con las siguientes características:

a) El Jefe de Estado o Presidente debe ser electo por el voto po-


pular por un periodo determinado.
b) El Jefe de Estado comparte el Poder Ejecutivo con un Primer
Ministro, con lo que se establece una estructura de autoridad
dual cuyos tres criterios definitorios son:

1. El Presidente es independiente del Parlamento, pero no se le


permite gobernar solo o directamente, en consecuencia, su
voluntad debe ser canalizada y procesada por medio de su
gobierno.
2. De la otra parte, el Primer Ministro y su gabinete son indepen-
dientes del Presidente porque dependen del Parlamento; están
sujetos al voto de confianza y/o al voto de censura y en ambos
casos requieren el apoyo de una mayoría parlamentaria.
3. La estructura de autoridad dual del semipresidencialismo
permite diferentes balances de poder así como predominios
de poder variables dentro del Ejecutivo, bajo la rigurosa con-
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dición de que el «potencial de autonomía» de cada unidad


componente del Ejecutivo subsista.

Por otra parte, el presidencialismo, principalmente presente en Amé-


rica Latina, es un tipo de gobierno basado en la unificación de la jefatura
de Estado y de gobierno por un periodo fijo de tiempo, que expresa y
contiene la separación de los poderes del Estado con relativa autonomía
de los parlamentarios y un sistema de checks and balances, pero que con-
tiene en sí mismo, según Linz (1990), una dificultad asociada a la doble
legitimidad democrática, es decir, que tanto el Poder Ejecutivo (encarnado

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El sistema político

por el Presidente) como el Congreso han sido electos democráticamente y,


por lo tanto, recibirían en igualdad de condiciones la legitimidad electoral.
Para Sartori (1994) se está en presencia de un presidencialismo
cuando se cumplen tres condiciones mínimas respecto del Jefe de
Estado:

a) es electo popularmente,
b) no puede ser despedido del cargo por una votación parlamen-
taria durante su periodo preestablecido, y
c) encabeza o dirige de alguna forma el gobierno que designa.

Es importante también rescatar el planteamiento de Lanzaro


(2001), quien señala que, así como Lijphart clasifica a las democracias
parlamentarias como mayoritarias o consensuales, es también posible
clasificar los presidencialismos tal como se observa en la siguiente tabla:

Cuadro N° 7: Tipos de presidencialismo y modos de gobierno

Modos de gobierno

Regímenes de gobierno Parlamentarismo de mayoría Parlamentarismo de coalición


Presidencialismo de mayoría Presidencialismo de coalición

Fuente: Lanzaro (2001).

De esta forma, en un gobierno presidencial el ejercicio del poder


se realizará de forma más o menos inclusiva de las distintas posiciones
existentes dentro del sistema político.
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Ahora bien, de acuerdo a lo planteado por Sartori, una vez que


tenemos claridad respecto del tipo de gobierno es importante conocer

las principales variables que conducirían a un gobierno eficaz. Las


variables son siempre numerosas, pero las básicas serían: 1) número
de partidos relevantes, es decir, el número de partidos con representa-
ción parlamentaria; 2) grado de polarización, la distancia ideológica;
3) disciplina partidaria, el ordenamiento de los militantes respecto de
las directrices del partido y de este respecto de la coalición cuando
corresponda (Lijphart, Arendt y otros, 1991: 11).

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9.1. Relaciones Ejecutivo-Legislativo

El ejercicio del poder político está determinado en los regímenes


democráticos por el tipo de relación existente entre el Poder Ejecutivo
y el Legislativo, que se tienen que relacionar justamente porque, tal
como nos plantea Blondel,

las legislaturas se ven enfrentadas con una situación que es profun-


damente diferente a aquella sobre la cual Locke y Montesquieu se
basaron para otorgar un rol tan importante y autónomo al «poder
legislativo»: en su modelo, las funciones de las legislaturas estaban
claramente separadas de las del Ejecutivo. Los legisladores quedaban
a cargo de las leyes y los ejecutivos de las actividades del Estado. Sin
embargo, tal distinción corresponde mucho más a la realidad de la
vida política de los siglos XVII y XVIII que a la que emergió a fines
del siglo XIX (2006: 12).

Es decir, la separación formal de los poderes del Estado se mantiene


en el ámbito de la legalidad, pero la realidad del ejercicio político nos
muestra que ambos están inseparablemente unidos, en especial desde
el punto de vista de la gobernabilidad, a la que nos referiremos al final
de este capítulo.
Dado este carácter de inherencia al ejercicio político, debemos
mencionar cuáles son los factores que determinan las formas que adop-
tará esta relación. En primer lugar, por cierto está influida por el tipo
de régimen y el tipo de gobierno, pues ambos determinan las cuotas
de poder de ambas instituciones, pero también estará determinada
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por la Constitución y la normativa legal (que entregará los límites y


facultades), la estructura del Parlamento (tanto si es bicameral como
unicameral y su tamaño), los partidos políticos (tanto la cantidad de
partidos relevantes, su estructuración en el sistema de partidos y en
torno al gobierno) y la cultura política.
Sobre esta relación, Cox y Morgenstern (2001) presentan una
tipología de las legislaturas según su relación con el Ejecutivo, de la
cual surgen tres grandes categorías: generadoras, capaces de formar y
remover gobiernos; proactivas, propician y sancionan sus propuestas;
y los reactivas, que enmiendan y vetan las propuestas del Ejecutivo,

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El sistema político

y que se pueden subdividir en serviles o subordinadas, dispuestas a


negociar y recalcitrantes.
Estos elementos de interacción entre los poderes Ejecutivo y Le-
gislativo son centrales en la gobernabilidad, que no es otra cosa que
la capacidad de gobernar, en la que interactúan distintas instituciones
mediadas por elementos menos empíricos como la cultura política o el
contexto social (Alcántara, 1994), mientras que otras aproximaciones
incorporan la economía y el manejo económico como componentes de
la gobernabilidad. De esta forma, mantener la «capacidad de gober-
nar» es finalmente el objetivo de las instituciones que interactúan en el
sistema político, especialmente en términos del referente democrático.

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Capítulo 2
El debate sobre la democracia
Pablo Salvat y Rocío Faúndez

1. Introducción
Las últimas décadas han sido testigo del surgimiento de un fenó-
meno paradojal: precisamente en el momento en que el predominio y
extensión de la democracia en el planeta parecían augurar el inicio de
un período de incontestable consolidación, su significado y su valor son
especialmente puestos en tela de juicio. Como dice Del Águila (2005),
pareciera que mientras más común es el régimen democrático en el
mundo, menos claros estamos respecto a su significado.
Ciertamente, la democracia siempre ha sido, y sigue siendo, un
concepto no solo polisémico sino también cargado de normatividad
y, como tal, controvertido. Desde tiempos inmemoriales, al término
«democracia» se le han asignado múltiples y fuertes connotaciones mo-
rales, lo cual necesariamente abre la teoría política (incluyendo aquella
de orientación empírica) a cuestiones complejas, si bien insoslayables,
de filosofía política y teoría moral (O’Donnell, 1999).
Detrás de varios debates teóricos y políticos contemporáneos,
signados por formas distintas, a veces opuestas, de comprender la
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democracia (democracia directa versus democracia representativa,


democracia social versus democracia política, etc.), subyace una gran
distinción transversal: la brecha que separa la «democracia ideal» de
la «democracia real».
En su dimensión ideal, aunque con importantes matices, la de-
mocracia con mayúscula apunta a una creencia común en la igualdad
dentro de una cierta comunidad de ciudadanos, es decir una sociedad
de hombres y mujeres libres considerados iguales y con los mismos
derechos, derivados de su pertenencia política, así como de haberles sido
atribuida la autonomía personal y, en consecuencia, la responsabilidad

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Pablo Salvat y Rocío Faúndez

de sus acciones. «Cualquiera que sea la definición de democracia, desde


Atenas hasta hoy, este es su común núcleo histórico» (O’Donnell, 2001).
Este sería en último término el horizonte normativo al que tienden, y
con el cual son contrastadas, todas las democracias realmente existen-
tes; de aquí que la democracia concreta esté marcada por formas de
incompletitud e incumplimiento, lo cual explica, a su vez, el cortejo de
decepciones que marca su historia (Rosanvallon, 2004). A través de una
multiplicidad de arreglos institucionales específicos, las democracias
reales buscan aproximarse a este modelo que tal vez afortunadamente,
en vista de la falibilidad de las construcciones humanas, hoy estamos
de acuerdo en considerar inalcanzable.
Esta distinción nos recuerda que el vocablo democracia puede tener
dos usos o lecturas: uno descriptivo y otro prescriptivo. El primero
apunta a su caracterización en tanto régimen político, posible de di-
ferenciar de la monarquía y de la aristocracia, en función de cuántos,
quiénes y cómo ostentan el poder. Esta concepción se extendió en la
Época Moderna, en particular desde Weber, para quien la democracia
remite a la dominación legal moderna, sostenida en un aparato buro-
crático y en un sistema plebiscitario de selección de sus autoridades y
líderes mediante partidos (Weber, 1982). Al mismo tiempo, siempre se
le ha dado al término «democracia» un uso prescriptivo que remite a la
discusión en torno al mejor gobierno y a su orientación o no hacia la
justicia y lo bueno. De hecho, se podría precisar aún más esta lectura
para subdividirla en evaluativa y normativa. Entonces tendríamos visio-
nes que califican a la democracia de acuerdo a elementos descriptivos
(¿dónde se traza la distinción entre un régimen democrático y uno no
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democrático?); evaluativos (su comparatividad con otro tipo de regí-


menes, además de la reciente agenda sobre calidad de la democracia)
y normativos (los principios la justifican desde un cierto deber ser). La
primera visión da lugar a las llamadas concepciones realistas o formales
de democracia; la última, a concepciones sustantivas o prescriptivas.
En el desarrollo de este capítulo exploramos los principales mode-
los de democracia, partiendo de la distinción entre democracia de los
antiguos y democracia de los modernos. Presentamos los principales
rasgos de la primera y algunos aspectos diferenciadores de la segunda.
No es posible abordar esta última como si fuese una unidad en sí misma

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El debate sobre la democracia

a lo largo del tiempo y el espacio. Por eso, será más recomendable que
nos refiramos también a algunos de los varios modelos de democracia
recogidos en la teoría política contemporánea. No es difícil observar
que, en el presente, el eje sobre el cual se ordenan los distintos modelos
de «democracia de los modernos» está atravesado por las discusiones
entre liberales, republicanistas y comunitaristas, de las que hablaremos
en el Capítulo 5 de este Manual. Este ejercicio de pluralización, por
tanto, cumplirá además la función lógica de permitirnos pasar de un
pensamiento binario a un pensamiento múltiple y contradictorio.
Antes de comenzar, haremos unos breves alcances en torno al
lugar que ocupan los modelos en la ciencia política. La necesidad de
trabajar con modelos o teorías en el quehacer científico nos habla de
la imposibilidad del saber humano para acceder directamente a las
cosas u objetos, sea en la naturaleza o en la sociedad. En otras pala-
bras, el conocimiento se lleva a cabo en diversos niveles: uno de índole
sensorial, en que el saber aparece como un phainoumenon, es decir,
lo que se muestra por intermedio de la sensibilidad y percepción; y un
segundo nivel, representado por el ordenamiento conceptual de tales
datos, que nos permite estilizar lo percibido en un encuadre de mayor
abstracción. Ya no tenemos ante nuestra visión interna la cosa misma
en su concreción, sino elementos de ella que nos permiten registrarla,
caracterizarla, reconocerla.
Por cierto, el conocimiento de lo social presenta ciertas peculiari-
dades respecto del estudio de la naturaleza, que concierne a fenómenos
que no podemos modificar así como así por medio de la acción hu-
mana. En este caso el conocimiento funciona, en buena medida, como
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movimiento acumulativo-ruptural (Ptolomeo, Copérnico, Newton,


Einstein). En cambio, en ciencias sociales nuestro objeto de estudio es
históricamente cambiante, en tanto la voluntad se conjuga en ellos.
Macpherson (1982) resume la especificidad de los modelos y/o teorías
sociales de la siguiente manera:

a) Primero, no solo tratarían de explicar los fenómenos exa-


minados y sus rasgos esenciales, sino además de detectar las
probabilidades y/o posibilidades de cambio de los fenómenos o
relaciones estudiadas. Esta tendencia es fácilmente observable

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en pensadores como Comte, Marx o Mill, quienes trazan cierta


línea de desarrollo del pasado hacia un futuro; sin embargo,
sería en último término extensible a las ciencias sociales en ge-
neral, incluso a aquellos autores que declaran hacer un trabajo
estrictamente intelectual y desapasionado.
b) Segundo, la teorización política es siempre de tipo ético, es decir,
remite a los rasgos que hacen aparecer a un determinado objeto
como bueno, justo o mejor. Desde este punto de vista, los mode-
los empleados en la ciencia política poseen una cierta dimensión
apologética. Esto incluye ciertos supuestos, no siempre explí-
citos, sobre la sociedad en la cual se insertará un determinado
sistema político y acerca del mismo carácter humano. Podrían
identificarse, en este sentido, diversas antropologías políticas que
establecen los parámetros sobre el comportamiento humano que
harán, o no, funcionar a determinados sistemas políticos.

Estas particularidades de las teorías y modelos sobre la realidad


política tienen un corolario que resulta crucial destacar al comenzar
este capítulo: aunque los modelos de democracia pueden aparecer
como contribuciones puramente especulativas, alejadas de la realidad
concreta, en la totalidad de los casos pretenden influenciar, a través de
una oferta de justificaciones, ya sea a los tipos democráticos posibles,
ya a las políticas a implementar en distintos dominios (económico,
social, educativo). Al contrario de lo que podría pensarse, los discursos
y las ideas ejercen, muchas veces, un impacto fáctico sobre la realidad
que estudian. Este influjo puede canalizarse a través de los expertos
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o tecnócratas que inciden de manera directa en el comportamiento


de los actores políticos, pero también cuando ciertas teorizaciones se
diseminan entre los ciudadanos, pasando a formar parte del sentido
común predominante, lo que Gramsci llamó «hegemonía» en el espacio
de la cultura pública de una sociedad.

2. Democracia de los antiguos


Fue en 1818 que Constant planteó por primera vez la clásica dis-
tinción entre democracia de los antiguos y democracia de los modernos.

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El debate sobre la democracia

En una primera mirada, esta fórmula hace referencia a dos grandes


modelos de democracia que corresponden a contextos históricos bien
diferenciados. Sin embargo, se trata ante todo de una metáfora útil para
ilustrar los desencuentros entre dos tradiciones de filosofía política (la
demócrata y la liberal), dos ideas de libertad (positiva y negativa), dos
principios de organización del poder político (participación directa ver-
sus representación) que se encuentran contradictoriamente entrelazados
en el discurso democrático contemporáneo. Aquí radica, a nuestro
juicio, la pertinencia de partir examinándola con algo de detención.
La noción de «democracia de los antiguos» define a un régimen
político peculiar que se da en torno al siglo V a.C. en un contexto muy
puntual (la Atenas de Pericles) y que posteriormente desaparece hasta
quedar invisibilizado para la historia hasta el siglo XVIII1. Como vere-
mos, habrá que esperar a los filósofos contractualistas para encontrar su
metamorfoseada reaparición. A partir de entonces, los ideales políticos
de la democracia ateniense (igualdad entre ciudadanos, libertad, respeto
a la ley y la justicia) han sido fuente fundamental de inspiración para
el pensamiento político demócrata moderno. Sus críticas también han
marcado parte importante de las discusiones de la teoría política mo-
derna. Por esta doble vía, la democracia de los antiguos ha modelado
el pensamiento político moderno de forma importante.
Atenas, por mucho tiempo la mayor de las ciudades-estado, tenía
en el siglo V entre 30 mil y 45 mil ciudadanos (lo cual, en el caso del
Chile actual, se asemeja a la población de ciudades como Castro, Cons-
titución o Victoria). Esto incluye a las mujeres, que eran ciudadanas
nominales (por ser «procreadoras» de ciudadanos) aunque no podían
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ejercer esta ciudadanía.


Las características fundamentales de la democracia ateniense son:

a) Ser una comunidad en que todos los individuos pueden, e in-


cluso deben, participar en la creación y sustentación de la vida
en común. El concepto de ciudadano implicaba tomar parte en
las funciones legislativa y judicial, participando directamente
en los asuntos del Estado. El principal órgano soberano en el

1
De hecho, llama la atención que el ideario democrático quede virtualmente eclip-
sado durante prácticamente dos milenios (Held, 2007: 23).

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que se ejercía esta participación era la Asamblea o Ecclesia,


que operaba con un mínimo de cuarenta sesiones al año y un
quórum de seis mil ciudadanos2 en sesiones plenarias y otras
ocasiones especiales (Held, 2007).
b) Cultivar un compromiso generalizado con el principio de la
virtud cívica. La virtud del individuo coincide perfectamente
con la del ciudadano, por lo que los hombres solo podían
realizarse a sí mismos adecuadamente, y vivir honorablemente
como ciudadanos, en y a través de la polis. Vale la pena recordar
aquí que, para el mundo antiguo (romanos y griegos incluidos),
el objetivo central de la acción política es la obtención del
ideal antropológico del humano como ser virtuoso, educado;
la búsqueda de ajustar el vivir a lo mejor, la sabiduría, lo bello;
además de la gloria, el renombre y la consideración.
c) La inexistencia de la división moderna entre gobernantes y
gobernados, entre Estado y sociedad, incluso en el vocabu-
lario griego. Los gobernantes deben ser los gobernados. No
hay profesionalización de la política. Todos los ciudadanos se
reúnen para debatir, decidir y hacer efectiva la ley. Todas las
decisiones colectivas descansan en la fuerza de los argumentos,
garantizada por el derecho, igual para todos, de hablar en la
asamblea soberana (isegoría).

Isonomía e isegoría aparecen como nociones fundamentales


para entender la democracia griega. En cuanto a la primera, hay que
consignar que el término nomos designa la ley, pero no en el sentido
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jurídico moderno, sino entendida como logos; como medida, orden,


razón de las cosas que las mantiene unidas y les da estabilidad (tanto al
mundo natural como al de las cosas humanas mismas). A este término se
anexa el de isotes, que alude a un equilibro entre fuerzas contrapuestas.
Así, «isonomía» pasa a designar la unidad abstracta entre los derechos
de cada cual y su ser propio, que, al respetar la unidad y diferencia de
cada naturaleza en la naturaleza, puede ponerse como algo justo.
La isegoría, en tanto, hace referencia al uso igualitario de la palabra
pública, que se funda en la igualdad de los ciudadanos en la Asamblea. Para

2
El equivalente demográfico de todos los varones adultos de la ciudad.

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El debate sobre la democracia

Aristóteles, la isegoría da cuenta del elemento distintivo de toda democracia:


la incorporación de la muchedumbre (las mayorías) en el gobierno público.
Con Aristóteles, sostienen los entendidos, llega a su punto cúlmine
el tratamiento conceptual de la noción de democracia. Todos los ele-
mentos presentes en su pensamiento son los que posteriormente reto-
marán, de diversas formas, los pensadores modernos. Para Aristóteles
(La política, libro VIII (VI), cap. 2, 1.317b):

El fundamento del régimen democrático es la libertad (…); una carac-


terística de la libertad es el de ser gobernado y gobernar por turno,
y en efecto, la justicia democrática consiste en tener todos lo mismo
numéricamente y no según los merecimientos, y siendo esto lo justo,
forzosamente tiene que ser soberana la muchedumbre, y lo que apruebe
la mayoría, eso tiene que ser el fin y lo justo (…). Otra característica es
el vivir como se quiere: pues dicen que esto es resultado de la libertad,
puesto que lo propio del esclavo es vivir como no quiere. Este es el
segundo rasgo esencial de la democracia, y de aquí vino el de no ser
gobernado, si es posible por nadie, y si no, por turno. Esta característica
contribuye a la libertad fundada en la igualdad.

Siendo este el fundamento de la democracia, Aristóteles definirá


como procedimientos democráticos los siguientes (La política, libro
VIII (VI), cap. 2, 1.317b):

El que todas las magistraturas sean elegidas por todos; que todos
manden sobre cada uno, y cada uno en su turno, sobre todos; que las
magistraturas se provean por sorteo (…); que no se funden en ninguna
propiedad, o en la menor posible, que la misma persona no ejerza dos
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veces ninguna magistratura, o en pocos casos, o pocas magistraturas


relacionada con la guerra (…); que administren justicia todos los ciu-
dadanos, elegidos entre todos, y acerca de todas o de la mayoría de
ellas, y de las más importantes y principales, por ejemplo, la rendición
de cuentas, la constitución y los contratos privados; que la asamblea
tenga soberanía sobre todas las cosas (o las más importantes), y los
magistrados en cambio no tengan ninguna, o sobre las cuestiones
menos importantes.

Es importante destacar que el carácter democrático de los cargos


e instituciones, por tanto, no se basa en el número de quienes gobier-

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nan (muchos o pocos), sino en sus métodos de selección (sorteo entre


voluntarios y rotación).

La gran crítica de Aristóteles a la democracia, que le llevará a ser


partidario de un régimen mixto, es el temor a la tiranía de la mayoría
(La política, libro VIII (VI), cap. 3, 1.318a).

Los partidarios de la democracia llaman justa a la opinión de la ma-


yoría, sea cual fuere, y los oligarcas a la opinión de la mayor riqueza,
porque afirman que se debe decidir de acuerdo con la magnitud de la
fortuna. Pero las dos posiciones implican desigualdad e injusticia. En
efecto, si la justicia consiste en el parecer de los pocos, esto es tiranía,
ya que si un individuo posee él solo más que todos los demás ricos,
según la justicia oligárquica, será justo que mande él solo, y si consiste
en el parecer de la mayoría numérica, esta confiscará injustamente los
bienes de la minoría rica….

Frente a estos potenciales excesos de democracia, la salida


aristotélica es, como sabemos, una combinación entre aristocracia y
democracia: la república o politeia, como orden constitucional.

3. Democracia de los modernos


Como ya se señaló, después de los griegos y, en particular, desde
Aristóteles, tenemos que esperar hasta Rousseau y su Contrato social
(1762) para encontrar una reflexión política en la cual se consideren
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los regímenes políticos y la democracia con niveles de profundidad


comparables a los del estagirita. Más de dos mil años debieron trans-
currir para que la democracia reapareciera en el pensamiento político.
En la Edad Media, en efecto, el poder no residía en órganos electivos, y
no se encuentran teorías de la democracia ni exigencias de un derecho
democrático al voto. En el marco del feudalismo, el poder residía en
la posición social, fuera esta algo recibido por herencia o adquirido
merced a la fuerza de las armas. Los levantamientos populares que
pueden encontrarse no tenían en mente que mediante el voto podían
conseguir sus reivindicaciones; tampoco el dar a luz estructuras políticas

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democráticas era un objetivo de las rebeliones contra el orden social,


que en cambio sí apuntaban a nivelar posiciones sociales o propiedades.
En el interludio, sin embargo, se había ido conformando un nuevo
imaginario sobre la política y el orden social, que ha de apreciarse en
su justa dimensión para poder establecer un diálogo contextualizado
entre la democracia de los antiguos y la de los modernos. Como señala
Castoriadis (1997), precisamente por este motivo no es lícito fantasear
con un retorno al mundo antiguo, ni tampoco hacer comparaciones
axiológicas de superioridad entre un tiempo histórico y otro.
En la aparición de la «democracia de los modernos», tres puntos
cruciales a considerar, propios del ideario moderno, son: la aparición
de la visión contractualista del mundo político, la expansión de la
capacidad instituyente de la acción social, y la preeminencia de la
búsqueda individual de la felicidad.

a) Según algunos, no es que los griegos, en especial Aristóteles,


desconocieran la existencia de la contractualidad en el campo
de la vida política. Pero esta noción no se correspondía ni
con sus tiempos ni con su horizonte valórico. Para el mundo
antiguo, era fundamental promover una asociatividad de ca-
rácter fuerte entre los miembros de la comunidad política; esto
requería de los lazos orgánicos, fraternos y, eventualmente,
familiares, de la así llamada amistad cívica. En cambio, muy
preliminarmente con Maquiavelo (en quien ya encontramos
las semillas de una nueva forma de evaluar la conducta política
plausible y pertinente), y ya de forma definitiva con Hobbes, se
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plantea otra percepción y lectura del orden político y jurídico,


que pone en juego, a fin de cuentas, una nueva antropología
política. Es en función de esta nueva antropología que el con-
trato pasa a verse como la nueva metáfora conceptual para
explicar, entender y justificar el orden social y político moderno.
b) Por otro lado, en los antiguos la capacidad de producción y
transformación social de los actores es muy limitada, más allá
del espacio puramente político. No se planteaba, por ejemplo, la
posibilidad de modificar el estatus de la familia o de la propiedad.
En buena medida, el ejercicio de la política se limitaba a la polis

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misma, cuidando mucho de no trascenderlo. Esto explica que,


para los parámetros contemporáneos, la democracia griega posea
un carácter profundamente excluyente, dado que la gran mayoría
de la población quedaba fuera del estatus ciudadano. De hecho,
se estima que menos del 10% de los habitantes de Atenas eran
ciudadanos: tan solo los varones, mayores de veinte años, vecinos
hereditarios del Ática. Quedaban fuera, por tanto: mujeres (eran
ciudadanas pero no podían ejercer como tales), extranjeros (me-
tecos), esclavos (de los cuales se estima que en Atenas había tres
por cada ciudadano), libertos, trabajadores semiserviles y niños.
Un juicio que estime excluyente a la democracia griega solo es
posible desde la conciencia moderna, que le otorga una vocación
universalista al ideario ético-político que la sustenta, y donde
igualdad y libertad son vistas como horizontes a extender al
conjunto de la humanidad3. Como señala el mismo Castoriadis,
la exigencia del cuestionamiento crítico del orden dado, también
profundamente moderna, condena tal labor universalizadora a
un estado permanente de incompletitud. Más allá de los muchos
logros formales, al día de hoy nuestro tema sigue siendo cómo
y desde dónde instaurar una verdadera democracia.
c) Por último, si en el mundo antiguo es la virtud cívica la que
orienta al ser humano, entre los modernos la finalidad del orden
social y de quienes lo habitan está en la riqueza, el poderío y
el disfrute individual. En esta línea, la búsqueda de la felicidad
universal se realiza mediante la persecución de la felicidad
individual, y consistiría, en último término, en la sumatoria
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de las felicidades particulares varias.

Después de dar un vistazo a algunos rasgos salientes y distintivos


de la democracia en los antiguos y los modernos, comenzaremos ex-
poniendo los rasgos del modelo que ha resultado hegemónico durante
los últimos dos siglos: la democracia liberal representativa (tradicio-

3
Desde luego, la cohabitación de tal universalismo con el nacionalismo moderno
deja abierta una amplia gama de contradicciones. En último término, no es un
asunto zanjado si se defienden los derechos de todos (nosotros y los otros), o
solamente y en primer lugar, los de un pueblo o una comunidad específica.

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El debate sobre la democracia

nalmente asociada a la «democracia de los modernos»); para final-


mente explorar tres de las propuestas críticas que han surgido desde
la década de 1990 en adelante, en el marco de la crisis que embarga a
la democracia liberal, especialmente a su componente representativo:
la democracia deliberativa, la radical y la cosmopolita.

3.1 Democracia liberal

Aunque, visto desde el presente, el término «democracia liberal»


pareciera algo que va de suyo, una conexión evidente, históricamente
hablando, no lo es. Con lo cual estamos diciendo que la relación entre
liberalismo y democracia no ha sido clara ni fácil. O, dicho de otro
modo, que ambos no se implican mutuamente entre sí. Y eso, hasta
el presente.
Como se señalará en el Capítulo 5, la postura liberal se fue forjando
bien entrada la Modernidad, en su esfuerzo por reducir los poderes del
orden feudal, de la monarquía y la nobleza (sin necesariamente elimi-
narlas) del absolutismo. Desde el siglo XVI al siglo XIX, esta lucha por
la libertad del individuo va tomando la forma de una cierta tradición
que, solo en el siglo XIX, se reconocerá como una filosofía política:
el liberalismo. Por cierto, autores como Hobbes, Locke o, después,
Bentham y Stuart Mill, en la línea anglosajona, van colocando, cada uno
con sus énfasis, hitos para la creación de esta nueva filosofía política.
De un modo u otro lo mismo sucedía con los aportes continentales
a la lucha por más libertad que, entre otros, podemos ejemplificar en
Kant, Rousseau, Montesquieu y el mismo Constant. A lo cual habría
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que sumar ciertamente las revoluciones americana y francesa4, impul-


soras de un nuevo orden antiabsolutista bajo la divisa de liberté, éga-
lité y fraternité. Al calor de las revoluciones políticas modernas, se va
fraguando este nuevo ideario por más individuo, por más autonomía,
por la separación entre religión y política y entre política, religión y
economía. Buena parte de la lucha política moderna, entonces, se dio
para aumentar las libertades en el campo político, religioso y también
económico: no sujeción, propiedad de sí, libertad para venderse como

4
No hay que olvidar que el término «liberalismo» fue inventado en España en las
Cortes de Cádiz recién en 1812.

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fuerza de trabajo. Se trata aquí, idealmente hablando, de liberar a cada


individuo de ataduras externas injustificadas que le impiden competir y
progresar. Esta postura refleja la lucha por la idea de libertad, entendida
como no interferencia o, también, como libertad negativa. Es decir, el
derecho a no ser interferido indebidamente en mi accionar y toma de
decisiones desde fuera por algún tipo de poder establecido.
Formalmente hablando, la familia liberal expresa una tendencia
hacia el antiautoritarismo, en el sentido de pregonar la tolerancia,
luchar contra los absolutismos o promover el respeto a cada indivi-
duo. Desde este punto de vista, el liberalismo se ha mostrado no solo
antiautoritario, sino también anticonservador. Por ello se dice que
profesan un antiperfeccionismo moral-político. Pues bien, querer po-
ner al individuo como eje de la vida en común —un individuo ahora
desprovisto de lazos preestablecidos con alguna metafísica o alguna
religión, para consagrarlo como libre y abocado a la defensa de sus
intereses propios— demanda el diseño de ciertos derechos e institucio-
nes capaces de promover esta nueva antropología política.
Desde el punto de vista político, y remitiendo a lo que se discutirá
en el Capítulo 3, es pertinente reponer la problematización inicial de
este capítulo: las relaciones entre liberalismo y democracia no van de
suyo. De hecho, históricamente hablando, el impulso republicanista
estuvo a la base de las revoluciones políticas modernas más impor-
tantes. Aunque, desde el siglo XVIII en adelante, el peso específico de
lo que podría llamarse ideario liberal va tomando fuerza creciente,
su proyecto en el campo de las instituciones políticas no era necesa-
riamente a favor de la democracia. Lo que ellos pregonaban como lo
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más adecuado a esa visión del humano como creador de sí mismo,


libre, capaz, autónomo y seguidor de sus intereses particulares, era un
orden sociopolítico basado en la representación, en este caso, indirecta.
No autoridad única desde lo alto, pero tampoco democracia directa
participativa, como podría sostener el republicanismo democrático.
Lo que puede llamarse su modelo o idea de orden político residirá en
el gobierno representativo, de manera tal de poner contrapesos a los
eventuales excesos del poder, sea que estos provengan del dominio de
unos pocos o de la arbitrariedad de las mayorías. Se tratará entonces
de acotar el poder y la marcha del Estado. El Estado, el Leviatán mo-

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derno, será visto como la fuente de principal peligro de atropello de


las libertades individuales (en el plano privado y económico). Esto es
así porque el Estado se muestra con una doble cara: por un lado, es
árbitro regulador de intereses contrapuestos que pueden derivar en
conflictos, pero, por el otro, puede ser también fuente de su atropello.
El Estado que desean los liberales, entonces, no es cualquiera: es uno
que se muestra neutral en el terreno axiológico; uno que considera el
respeto a los derechos individuales; y que defiende el principio de que,
al menos formalmente, pobres y ricos, sabios e ignorantes, creyentes
y no creyentes, todos valen como uno y no más que uno, en especial
a través del voto (sufragio universal).
El tipo de gobierno que se aviene mejor con este ideario antro-
pológico-político, y con el nuevo mito de la búsqueda incesante del
progreso económico y técnico, basado en la competencia regulada
por el mercado, es el representativo. De allí que desde el siglo XIX
lentamente fuera hablándose cada vez más de democracias liberales.
Es decir, se promovió la idea que democracia era igual a democracia y
gobierno representativo. La conexión entre liberalismo y democracia
tendrá en la idea de una persona, un voto, uno de sus ejes centrales.
El voto o sufragio tiene un carácter individual, tal como los derechos.
Además, cada individuo será visto como un punto de partida en la
toma de decisiones. Lo que tenemos son elites, grupos o partidos que
compiten entre sí por el voto del pueblo mediante elecciones periódi-
cas y que desean representarlo durante un cierto tiempo. Durante ese
tiempo, las instituciones funcionan y es deseable que cada cual se remita
al progreso de sus intereses privados; porque de los otros, de los del
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conjunto, se supone que se ocupa esa elite compuesta de representantes


y partidos, y, por supuesto, el Estado.
Un interés principal de un gobierno representativo liberal es, jus-
tamente, impedir la concentración de poderes y facilitar sus equilibrios
internos, todo ello en función del adecuado desenvolvimiento de cada
individuo y sus intereses. Ahora bien, lo que lentamente, y bajo primor-
dial influencia del modelo norteamericano, fue identificándose como
democracia representativa liberal, no obedece a un patrón histórico
uniforme ni homogéneo. Esto va ligado, entre otras cosas, a los énfasis
que pueden hacer los distintos liberalismos, sea en su modo de concebir

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la participación, los derechos, el Estado o el mercado, o en la forma


que resuelven sus relaciones con la lógica capitalista prevaleciente.
En el fragor político, social, de revoluciones y guerras del siglo XX,
se fueron conformando algunas variantes más estilizadas de democracia
liberal. Por ejemplo, se define más claramente una opción por un modelo
elitario de democracia liberal, influido por el fenómeno de la irrupción
de masas y por el eventual peligro de revoluciones de corte socializante.
Aquí lo que importa es la conformación y movimiento de las elites en
el manejo del poder. El rol de los ciudadanos no estará en debatir sobre
asuntos políticos fundamentales, en función de los cuales podrían esco-
ger tales o cuales representantes. Es decir, se trata aquí de la democracia
como protección. ¿Protección de qué? De las eventuales malas elecciones
del soberano (el pueblo). Este no cuenta siempre con los elementos, la
información, la discrecionalidad o la formación suficiente para tomar
buenas decisiones y hacer buenas elecciones. Puede dejarse llevar por el
resentimiento o las pasiones, lo cual puede entrañar resultados perju-
diciales. No puede confiarse en el conjunto, en las masas, aunque sean
mayorías. No. Para los ciudadanos queda la tarea de escoger, entre los
líderes existentes, aquellos que tomarán las decisiones. De esta manera
se hace posible cambiar un gobierno, si no lo hace bien, por medio de
las elecciones. Esa visión de la democracia liberal ha sido traducida en
una tendencia que homologa la política a la empresa, o a la economía.
La democracia se transforma en un mecanismo análogo al mercado:
los votantes son vistos como consumidores; los políticos tendrán que
adaptar su comportamiento a una lógica empresarial.
Así como en el mundo económico se supone que empresarios y
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consumidores operan como maximizadores racionales de su propio


interés, en el terreno político ocurriría algo similar: políticos y votantes
son vistos como maximizadores racionales actuando en un espacio de
libre competencia política. Así pues, sea en un modelo más elitario de
democracia o más económico-empresarial, en ambos casos se entenderá
a los ciudadanos como consumidores políticos con diversas y variadas
demandas. Por la otra parte estarían los políticos y sus agrupaciones,
que compiten entre sí por atraer el voto de esos ciudadanos.
En ambos casos, a los que podemos sumar la influencia de la teo-
ría de la elección pública, puede decirse que la política democrática es

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despojada de su normatividad más sustantiva y vista como un método;


un método, valga la redundancia, «democrático», para llegar a las deci-
siones políticas; uno en el cual los líderes adquieren el poder de decidir
a través de la competencia por el voto del pueblo. Puesto de manera
sintética, la democracia no es más que un buen método para seleccionar
las elites o dirigentes que llevarán a cabo la tarea de gobernar.
Pero no serían aquellas las únicas variantes de lo que puede verse
como democracia liberal. Más cerca de nosotros, con la salida de las
dictaduras militares y, al mismo tiempo, la caída de los socialismos
reales y la extensión planetaria de una globalización bajo conduc-
ción de los mercados y la lógica financiera, se modificará también la
manera de entender las relaciones entre economía y política, y, por
tanto, la manera de ordenar la vida política. Bajo este nuevo prisma
de globalización modernizante, la tendencia será la inclinación de las
democracias realmente existentes hacia una de tinte «neoliberal». En
ellas, primero, se trata de aminorar el poder social del Estado, de pri-
vatizarlo, dejándole funciones supletorias o complementarias. Segundo,
adquiere aquí gran relevancia y protagonismo la lógica de competencia
mercantil, el mercado «libre» como coordinador eficiente de acciones
y decisiones. Tercero, se evalúa el fracaso de los socialismos reales y
políticas socialdemócratas como expresión de órdenes políticos donde
hay mucho Estado y mucha política, y poco mercado y competitividad
eficiente. Demasiados derechos sociales y pocos derechos individuales.
Cuarto, los arreglos institucionales se hacen desde la lógica del mer-
cado económico: se supone que lo que es bueno para los mercados
y la economía es bueno para los individuos y la sociedad. Quinto,
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la democracia en su sentido más originario es siempre un peligro:


siempre puede haber algún líder o caudillo que logre convencer a las
masas de adoptar políticas erróneas. Por lo mismo, se sugiere elabo-
rar modelos de democracia representativa restringida, en los cuales
existan mecanismos suficientes para impedir la expresión auténtica y
autónoma de la soberanía popular. En este sentido, el adjetivo de «neo»
liberal se justifica porque es una vertiente que incluso pasa a llevar
las realizaciones y posturas del liberalismo más democrático y social,
radicalizando el ideario libertario afincado en derechos individuales
y complementándolo con una concepción tecnocrática de la política.

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Como se ve, no hay un orden uniforme de comprensión del mo-


delo de democracia representativa liberal, pero sí podemos colegir
que, en cualquier de sus variantes, se trata de un modelo que intenta
limitar los perjuicios de la participación ciudadana (pues desconfía
del humano tal cual es); analoga el funcionamiento de la política al
del mercado económico y sus rasgos de competitividad y presunta
eficiencia; desconfía también del accionar del Estado, en particular
cuando aporta el equilibrio entre intereses e instituciones; así como
tiende a subordinar los derechos sociales a los derechos individuales,
en particular, a su articulación con el derecho de propiedad. Hoy es-
tamos en presencia de un cuestionamiento bastante generalizado, en
particular, por las nueva generaciones, de las limitantes que genera en
la práctica este modelo de orden político: sea en el aspecto social (au-
mento de las desigualdades), sea en el medioambiental o propiamente
cívico-ciudadano (privatización de la cosa pública). Para algunos, la
situación actual de la política en las democracias liberales realmente
existentes, interrogada desde distintos ángulos, estaría dando paso a
lo que Crouch (2003) llama una suerte de «posdemocracia», a falta
de términos adecuados para señalar el nuevo rumbo que en este nuevo
siglo podría tomar una política de corte democrático liberal.

3.2 Democracia deliberativa

El término «democracia deliberativa» queda acuñado en el artículo


de Bessette, escrito en 1980, «Deliberative Democracy: The Majority
Principie in Republican Government».
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La democracia deliberativa ha tenido un importante desarrollo en


el campo de la teoría política, mayoritariamente desde 1990 y hasta
la actualidad. Son autores relevantes de esta línea Habermas, Cortina,
Cohen, Benhabib, Bohman, Gutman, Dryzek, Fishkin y Elster. Estas
propuestas teóricas, a su vez, han dado lugar a toda una agenda de
investigación empírica, y también de ejercicios de implementación que
procuran llevar sus principios a la práctica; casi todos estos trabajos
han sido llevados a cabo por investigadores y en contextos anglosa-
jones, entre los que destacan Fishkin y Ackerman. Fung (2003) ha
desarrollado, también, un interesante trabajo de análisis comparado
de distintos diseños institucionales de democracia deliberativa.

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El debate sobre la democracia

En general, se identifica a la teoría de la acción comunicativa de


Habermas como fuente inspiradora inicial de esta línea de pensamiento.
En su núcleo, por tanto, se encuentra el supuesto de que la racionalidad
no es solo un instrumento que el hombre emplea para manipular el
mundo y conseguir sus fines, también puede ser el medio para garan-
tizar la coordinación social de la acción.
Los pensadores señalados difieren entre sí respecto de si la demo-
cracia deliberativa es una forma de mejorar la calidad de la democracia
representativa, a través de un aumento de su dimensión deliberativa
(Fishkin), o si se trata de un modelo alternativo de democracia más
radical (Dryzek, Young). El diagnóstico que comparten es que las
democracias representativas contemporáneas (incluso aquellas que
incluyen algunos componentes de democracia directa) sufren un
problema fundamental: sus procesos e instituciones se construyen
alrededor de voluntades reales, predeterminadas, de individuos, que
están viciadas en su origen. «En lugar de opiniones públicas dignas
de ese nombre, a menudo las opiniones conformadas por los líderes y
los medios de comunicación se reflejan en las votaciones sin suficiente
escrutinio crítico y sin la información ni el análisis que representen un
control popular significativo» (Fishkin en Held, 2007: 336). La política
está farandulizada, el debate es cada vez más superficial, mezquino,
carente de ideas y de un liderazgo de calidad. El marketing político, la
demagogia, la videopolítica, la obsesión por las encuestas de opinión
pública, sondeos, focus groups (todos ellos fácilmente manipulables),
difícilmente prueban ser conducentes a una toma de decisiones óptima.
La solución que ofrecen los deliberativos no es de corte elitista, al
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estilo de Platón o de Schumpeter. No se trata de reducir el margen de


quienes votan, tampoco basta con dar más oportunidades para par-
ticipar, por ejemplo, a través de plebiscitos (Cohen y Petit): hay que
producir las condiciones que permitan una participación ciudadana
de mayor calidad, más razonada, más consciente. Es necesario «pro-
cesar» las preferencias para que lleguen a constituir juicios políticos
razonables, refinados, meditados, «cultos». Offe y Preuss (1991) iden-
tifican para ello tres criterios: a) juicios factuales (versus ignorantes o
doctrinarios); b) con visión de futuro (versus miopes); y c) altruistas
(versus egoístas).

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La forma de conseguir este perfeccionamiento de las preferencias


ciudadanas sería superar el carácter de monólogo del voto, al comple-
mentarlo con actividades de tipo dialógico. Como señala Manin, hay
que abandonar la idea de que la fuente de legitimidad de la democracia
es la agregación de intereses individuales. La legitimidad no está en
las urnas ni en la regla de la mayoría. La legitimidad la da el proceso
mismo de conformación de voluntades: la deliberación. La da el dar
razones, explicaciones, motivos defendibles que permitan modificar
las posiciones iniciales para sostener las decisiones públicas, pasando
de la lógica del interés a la de la razón. En conexión directa con los
postulados comunitaristas, las preferencias no se asumen como fijas ni
preestablecidas: estas se generan, y transforman, en un proceso comuni-
cativo de aprendizaje, que permite que ellas adquieran un carácter más
informado, menos inmediatista, más proclive al bien común. Esto, a su
vez, debiese elevar la calidad de los líderes, quienes se verán obligados a
articular discursos más sustantivos a fin de persuadir a los ciudadanos.
Como se señaló, a partir de los trabajos de corte teórico se ha
desarrollado una línea de investigación empírica, incluyendo el estu-
dio de procesos deliberativos «naturales» y también experimentales.
Adicionalmente, fundaciones, activistas y también académicos han
venido trabajando en la generación de «pequeñas esferas públicas»
(micropúblicos, en el lenguaje de Robert Dahl). Se trata de espacios
artificiales que procuran recrear las características de una esfera pú-
blica perfecta. Su objetivo primario es la producción de conocimiento
(en términos de investigación), pero también la educación cívica del
público, y el sentar las bases para la reforma institucional de la de-
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mocracia. El caso más conocido es el de las «encuestas deliberativas»,


lideradas por Robert Fishkin, del Center for Deliberative Democracy
de la Universidad de Stanford5.
En cuanto a las críticas suscitadas por la democracia deliberati-
va, autores como Young, Sanders, Flanders, Schauer y Blattberg han
cuestionado la evidencia existente en torno a varios de sus supuestos
centrales: principalmente, que la gente está interesada en participar,
que actuarán en la deliberación con respeto mutuo y que se moverán
hacia posiciones más «imparciales» y moderadas. También apuntan

5
Véase: http://cdd.stanford.edu/

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a que la deliberación no ocurre en un vacío: los grupos minoritarios


seguirán siendo dominados y sus puntos de vistas excluidos, también
en procesos de deliberación grupal, tal como ocurre en el marco so-
cial más amplio. En último término, han indicado que las propuesta
de democracia deliberativa, inadvertidamente, acaban adhiriendo al
mismo paradigma de falsa neutralidad y descontextualización que se
ha criticado al liberalismo.

3.3 Democracia radical

La democracia radical aparece como una importante apuesta


posmarxista de fines del siglo XX. Desarrollada principalmente por
Laclau (1987, 1993, 1996) y Mouffe (1999, 2003, 2007), a partir de
su obra conjunta Hegemonía y estrategia socialista de 1985 (1987 en
español), plantea una crítica socialista a la democracia liberal, aunque
también cuestiona elementos de la democracia deliberativa, destacando
cómo la búsqueda de consensos que ambas proponen, por distintas
vías, puede resultar opresiva de concepciones de vida e identidades
particulares, además de legitimar una serie de relaciones sociales de
dominación que se encuentran naturalizadas. La apuesta central será
la expansión de la definición liberal de democracia basada en los
principios de igualdad y libertad, para incluir también, como aspectos
centrales, la diferencia y el disenso.
El diagnóstico de Laclau y Mouffe es que la crisis del Estado de
Bienestar habría dado paso a una fuerte ofensiva antidemocrática. La
alianza entre democracia liberal y neoliberalismo determinaría una
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dramática regresión de los estándares de igualdad y de los derechos


ciudadanos fundamentales. En este marco, de virtual retroceso hacia
una sociedad jerárquica, se vuelve indispensable establecer una alter-
nativa de izquierda. Esta alternativa debiera estar precedida por una
«revolución democrática», que reemplace la hegemonía conservadora
que se ha instalado por una nueva hegemonía, de carácter eminente-
mente plural, no universalizante, temporal y siempre contingente.
Para Laclau y Mouffe, en un contexto de alta opacidad y frag-
mentación de las identidades sociales y sus reinvindicaciones, carece
de sentido la apuesta por un actor social privilegiado (la clase obrera
del marxismo clásico); en cambio, es posible y pertinente apuntar a

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lo que denominan una práctica articulatoria política que genere una


cohesión momentánea y parcial entre múltiples luchas emancipadoras
—el caso por excelencia son los nuevos movimientos sociales— que no
poseen, a priori, ningún fundamento común. Tal articulatoria permi-
tiría prevenir los riesgos de la atomización de las fuerzas progresistas,
salvaguardando al mismo tiempo la particularidad de las distintas
posiciones de sujeto involucradas. «La demanda de igualdad no es
suficiente; sino que debe ser balanceada por la demanda de libertad,
lo que nos conduce a hablar de democracia radicalizada y plural. Una
democracia radicalizada y no plural sería la que constituiría un solo
espacio de igualdad sobre la base de la vigencia ilimitada de la lógica
de la equivalencia, y no reconocería el momento irreductible de la
pluralidad de espacios» (Laclau y Mouffé, 1987: 207).
Dentro de esta propuesta, resultan fundamentales la conexión entre
conformación de identidades y hegemonía, más trabajada por Laclau,
y la revalorización de lo político como espacio de consenso conflictivo,
más trabajada por Mouffe.
En cuanto a lo primero, el concepto de hegemonía que desarrolla
Laclau se basa en la imposibilidad de separar el proceso de constitu-
ción de las identidades sociales del proceso de configuración del poder
social. Para él, lo que llamamos poder está indisolublemente ligado a
formas de representación, y, por tanto, a la conformación de identidades
colectivas. Al analizar el proceso por el cual estas van instituyéndose,
Laclau destaca como un momento crucial aquel en el cual se traza
una línea divisoria entre un «nosotros» y un «ellos». Para él, la línea
divisoria entre estas dos instancias no solo tiene importancia en el
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plano sociológico; ante todo define un nuevo campo de lucha y, por


lo tanto, forja una identidad nueva que es de naturaleza política. De
esta forma, «la política se transforma en el principio de la organización
social (…). Este proceso de configuración de la identidad es idéntico al
proceso de configuración del poder político y no es ni más ni menos
que la articulación «hegemónica del poder» (Gadea, 2008).
Ni las identidades sociales ni las prácticas hegemónicas así en-
tendidas se sustentan en fundamentos externos de carácter dado o
universal. Precisamente aquí yace la «radicalidad» de la democracia:

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El debate sobre la democracia

en que cada uno de los términos de esa pluralidad encuentra en sí


mismo el principio de su propia validez (Laclau y Mouffe, 1987: 188).

Si [la hegemonía] fuera una articulación necesaria, entonces no existiría


el problema de la legitimación del poder y, por lo tanto, no existiría la
democracia. Pero como esto no sucede, el desarrollo de la democracia,
como forma de organizar el poder social, es posible solo sobre la base
de que los distintos sujetos sociales compitan entre sí para dar a sus
demandas particulares una forma de representación universal (Laclau
y Mouffé, 1987: 104).

Por otra parte, Mouffe denuncia que, en el marco del predominio del
liberalismo político rawlsiano, ha habido pocos intentos de incorporar
en la teorización democrática la ambivalencia humana de reciprocidad
/ hostilidad; sin embargo, hoy más que nunca resulta fundamental
intentarlo (Mouffe, 2007: 4). La tarea democrática debiera ser precisa-
mente construir una esfera pública donde el antagonismo (y no solo el
consenso) pueda expresarse en formas no violentas, que ella denomina
«agonísticas». Si el antagonismo es una posibilidad siempre presente
(cualquier identidad colectiva deviene antagónica cuando el «ustedes»
se percibe / se construye como amenazante para el «nosotros»), la clave
está en generar las condiciones para prevenir la radicalización de estas pos-
turas, generando espacios agonísticos para el disenso (Mouffe, 2007: 21).
Para dar un estatus de legitimidad al conflicto dentro de los márgenes
democráticos, hay que partir por asumir que este no destruirá la asociación
política. Los oponentes deben ser vistos como adversarios: a medio camino
entre competidores (la visión liberal) y enemigos. Los adversarios reconocen
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que su conflicto es irresoluble, pero al mismo tiempo se ven mutuamente


como pertenecientes a la misma asociación política y compartiendo un espacio
simbólico común, dentro del cual se desarrolla el conflicto (Mouffe, 2007: 20).
Para radicalizar el pluralismo y convertirlo en un vehículo de
profundización democrática, Mouffe señala que es necesario romper
con el racionalismo, el individualismo y el universalismo, pues estos
tienden a entender los conflictos como perturbaciones que imposibili-
tan la plena realización de la armonía y que, desafortunadamente, no
se pueden eliminar. «Para una democracia radical y plural, la creencia
de que es eventualmente posible alcanzar una resolución final de los

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conflictos, incluso si se visualiza como un acercamiento asintótico al


ideal regulativo de una comunicación libre de restricciones como en
Habermas, lejos de proveer el horizonte necesario para el proyecto
necesario, es algo que lo pone en riesgo» (Mouffe, 1999: 8). Debiera
ser posible, señala Mouffe, combinar la defensa del pluralismo y de
los derechos con una revalorización de lo político, «entendido como
la participación colectiva en una esfera pública donde se confrontan
intereses, se resuelven conflictos, se exponen divisiones, se escenifican
las confrontaciones, y de esa forma —como Maquiavelo fue el primero
en reconocer— se asegura la libertad» (Mouffe, 1999: 57).
A partir de los trabajos fundacionales de Laclau y Mouffe se han
realizado algunos estudios en torno a experiencias de innovación institu-
cional que podrían dar cuenta de una radicalización democrática en esta
línea desarrollada por ellos; destacan aquí casos de la realidad latinoame-
ricana como el presupuesto participativo (en Porto Alegre pero también
en otros municipios) y gobiernos indígenas en países andinos (Santos,
Van Cott)6. En cuanto a las críticas que se han hecho a la democracia
radical, probablemente la principal proviene de visiones marxistas como
la de Zizek, que cuestionan su análisis posestructuralista por considerar
que cae en el culturalismo, eclectismo y promoción de la fragmentación
de las fuerzas sociales, propios de un pensamiento posmodernista. A fin
de cuentas, el conflicto de clase corre el riesgo de desaparecer detrás de
una infinidad de identidades y disputas culturales diversas, con lo que
el potencial de crítica al capitalismo se ve fuertemente mermado.
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3.4 Democracia cosmopolita

La democracia cosmopolita comienza a ser desarrollada por teóri-


cos políticos, principalmente europeos, desde comienzos de los noventa.
Según uno de sus principales exponentes, David Held (en Archiburgi,
Held y Köler, 1998: 4), se trata de un proyecto político orientado a
dotar de un mayor accountability a los principales procesos y trans-

6
Es importante señalar que, en algunos trabajos de corte empírico, la noción de
«democracia radical» se emplea de forma genérica para aludir, indistintamente, a
cuestiones ligadas a esta línea de propuestas, pero también a democracia delibe-
rativa y a democracia participativa (que en este capítulo no se analiza).

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formaciones estructurales del mundo contemporáneo. Inscrito en la


tradición ilustrada que inaugura Kant con su «paz perpetua» en 1795,
se diferencia de otros proyectos contemporáneos afines, como la justi-
cia global (Poggue, 2008), por tener su foco puesto en la democracia,
indagando en las posibilidades de su profundización a nivel estatal pero
también en su extensión al nivel local, interestatal, regional e, incluso,
global. La consigna será «globalizar la democracia y, al mismo tiempo,
democratizar la globalización» (Archiburgi, 2004: 438).
El mismo Archiburgi (2004: 439-445) ha identificado siete supues-
tos que se encuentran a la base del edificio ético-político de la democra-
cia cosmopolita, dando un punto de partida común a sus impulsores:

• La democracia debe ser conceptualizada como un proceso


más que como un conjunto dado de normas y procedimientos.
• Un sistema internacional de Estados en permanente contienda
obstaculiza el florecimiento de la democracia al interior de
cada Estado.
• La democracia dentro de los Estados favorece la paz, pero no
puede afirmarse que produzca, necesariamente, una política
exterior virtuosa.
• Una democracia global no es el producto inevitable de la
existencia de un número creciente de Estados democráticos.
• La globalización erosiona la autonomía política de los Esta-
dos, limitando, en la práctica, la eficacia de las democracias
nacionales o de base estatal.
• En un mundo globalizado, las comunidades de actores intere-
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sados en una serie cada vez más numerosa de temas no calzan,


necesariamente, dentro de las fronteras nacionales.
• La globalización produce nuevos movimientos sociales invo-
lucrados con temas que afectan a otros individuos y comuni-
dades, incluso muy distantes geográfica y culturalmente de sus
propias comunidades políticas.

En términos teóricos, el núcleo de la apuesta cosmopolita es la pro-


blematización de cuál es, exactamente, la comunidad política relevante
para la democracia, en el contexto pos Guerra Fría: dónde se ubica,

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Pablo Salvat y Rocío Faúndez

quiénes la conforman y cuáles son sus límites. Si hasta ahora dicha


comunidad había tendido a entenderse en términos circunscritos por
las fronteras del Estado-nación, la complejidad de las interconexiones
económicas, sociales, políticas, legales e, incluso, medioambientales,
propias de un mundo globalizado, ponen cada vez más en evidencia la
insuficiencia de esta conceptualización. Mientras las unidades políticas
esenciales del mundo siguen siendo los Estados soberanos, muchas
de las más poderosas fuerzas sociopolíticas y económicas mundiales
operan ya, en los hechos, de forma transnacional, con lo que muchas
de las decisiones más cruciales para la vida de los ciudadanos de tales
Estados quedan completamente fuera de los mecanismos de accoun-
tability, legitimidad e intervención pública disponibles.
En este marco, es un imperativo teórico y normativo comenzar a
pensar la comunidad política en términos, a su vez, transnacionales.
Esto no quiere decir que los Estados, como tales, pierdan su importancia
dentro del pensamiento y la práctica democráticos. En cambio, se apun-
ta al desarrollo de instituciones democráticas en los niveles regional
y global, que complementen y también fortalezcan la gobernabilidad
democrática a nivel nacional; y que, al mismo tiempo, transformen la
política internacional, de un campo espontáneamente conflictivo, a
uno de gobernanza democrática. Dispositivos institucionales ya exis-
tentes, como la ONU o la UE, han sido foco de atención para estos
autores como modelos que pueden resultar promisorios, siempre que
se reformen sus actuales rasgos no democráticos.
La propuesta de una democracia cosmopolita ha sido recibida, en
general, con escepticismo respecto de su factibilidad. En este marco, se
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han levantado respecto de ella una serie de críticas. Entre las más impor-
tantes, cabe destacar: la que proviene de visiones realistas de las RR.II.
(que enfatizan la relevancia de la anarquía, el interés y el conflicto por
sobre la cooperación, en el sistema internacional); las marxistas (que
apuntan contra el carácter posestructuralista del cosmopolitanismo por
subestimar las relaciones de poder ligadas a la estructura económica);
las multiculturalistas y comunitaristas (que temen el impacto que la
democracia cosmopolita podría tener sobre las identidades políticas
particulares); y, en general, las que temen por las posibles implicancias
negativas del cosmopolitanismo para las democracias nacionales, ya

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El debate sobre la democracia

que este podría, a fin de cuentas, terminar reforzando la hegemonía de


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Capítulo 3
El Estado en América Latina
Mireya Dávila

1. Introducción
El Estado es la organización política responsable de la administra-
ción del poder en una sociedad. A pesar de los cambios históricos de
larga duración, este continúa siendo, desde la perspectiva institucional,
el encargado de administrar la vida colectiva de un país. En las socie-
dades contemporáneas, el Estado cumple funciones en distinto nivel:
desde la aplicación de proyectos políticos de las elites y la representa-
ción de las naciones en el contexto internacional, hasta la regulación
de acciones, deberes y derechos de los ciudadanos en la vida cotidiana.
Como organización e institución, el Estado implica un concep-
to atemporal compuesto por diversos elementos. En la práctica, el
concepto de Estado también ha implicado la evolución histórica y la
diversidad temporal y geográfica de esta organización.
Como institución ha tenido una evolución histórica y diversidades
geográficas caracterizadas por el intento por reglamentar el poder, darle
institucionalidad y reducir su personalización. En sociedades democrá-
ticas aspira a hacer del poder un espacio al que por definición todos
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pueden llegar. La realización práctica de esto hace que la institución,


como muchas instituciones humanas, tenga una diferencia entre las
ideas que la crean y la práctica. Por otro lado, el Estado se vincula con
el gobierno y sus diferentes formas, que es la expresión dinámica y
temporal de ejercer el poder. Si el Estado es institución, permanencia;
el gobierno es estrategia, proyecto político temporal.
Las diferentes disciplinas de las ciencias sociales, como la sociología y
la economía, han abordado el estudio del Estado con sus herramientas teó-
ricas y metodológicas particulares. La historia también ha hecho lo suyo,
generando valiosos aportes al conocimiento del Estado latinoamericano,

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Mireya Dávila

que han permitido entender el cambio de esta institución en relación a los


cambios en la sociedad. Este capítulo sobre el Estado en América Latina
aborda el estudio de esta organización política desde la perspectiva de la
ciencia política. Con mayor o menor intensidad, de manera general o a
través de temas específicos, el Estado ha constituido un objeto de reflexión
y estudio para la ciencia política desde sus diversas subdisciplinas, como
la teoría política y la política comparada, entre otras.
El eje de este capítulo está en caracterizar al Estado latinoame-
ricano contemporáneo. Para esto abordamos el tema del Estado en
general, su evolución histórica y los diferentes modelos o paradigmas
aplicados en la región. El capítulo está estructurado de la siguiente
manera: primero, abordamos las definiciones y elementos del Estado.
En seguida repasamos brevemente la evolución histórica del Estado
occidental. Seguimos con el desarrollo del Estado en América Latina,
para continuar con el análisis de los principales paradigmas de refor-
ma estatal que ha vivido el Estado en América Latina en las últimas
décadas para, finalmente, explicar uno de los enfoques más recientes
que permite analizar las acciones que el Estado realiza para resolver
problemas públicos: las políticas públicas.

2. La ciencia política y el estudio del


Estado latinoamericano
La ciencia política como disciplina ha abordado el estudio del
Estado en general, y latinoamericano en particular, desde diversas
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perspectivas y enfoques, así como centrándose en diferentes temas.


Este estudio ha estado vinculado al análisis del gobierno y el poder en
general desde la Antigüedad (Bobbio, 2010).
Como señalamos en la Introducción, diferentes disciplinas de las
ciencias sociales se han abocado al estudio del Estado latinoamerica-
no. Este empeño ha estado influenciado por los diversos paradigmas
y tendencias de la ciencia política. Asimismo, se ha vinculado a otros
aspectos relacionados con el ejercicio del poder como la estabilidad y
la gobernabilidad (Tomassini, 1992).
Durante el siglo XX, el estudio del Estado latinoamericano se
centró en su análisis jurídico-administrativo, así como en la revisión

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El Estado en América Latina

de los diversos modelos de desarrollo desde diversas aproximaciones


teóricas e ideológicas. La segunda mitad del siglo XX, especialmente
a partir de la década del setenta, evidenció la crisis política del modelo
desarrollista y la llegada de nuevos paradigmas económicos y soluciones
autoritarias a la crisis. La ciencia política latinoamericana evidenció
esta crisis a través de diversos análisis acerca de la crisis política en
general y del Estado en particular (Lechner, 1986).
Posteriormente, la ciencia política priorizó el análisis de los auto-
ritarismos en sus diferentes versiones. Algunos ejemplos lo constituyen
el modelo desarrollado por Collier (1979), denominado autoritarismo
burocrático, o el libro de Huneeus (2002) sobre el régimen militar,
entre otros. En ambos el eje de análisis está en el rol de las fuerzas
armadas en el Estado.
Después, la ciencia política centró su análisis en los procesos de
democratización en general y en América Latina en particular. Sendas
literaturas sobre los procesos de transición (Linz y Stepan, 1996) y
consolidación democrática dieron cuenta de estos procesos políticos,
en los que el Estado formaba parte de este análisis en la medida que
diferentes elites y coaliciones mantenían o llegaba al poder. Es decir,
se centró en analizar quién y cómo manejaba el Estado.
Paralelo a lo anterior, es posible observar que el foco de la ciencia
política se establece en analizar los procesos de cambio de modelo
económico del Estado desarrollista al neoliberal. La literatura se centró
en analizar los procesos de reforma estatal en contextos democráticos
y autoritarios, así como los efectos en la situación social de los países,
en la pobreza, la desigualdad, etc.
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En este ámbito, la discusión no necesariamente se vinculó con


algo similar en el ámbito de la teoría política. Desde la perspectiva de
esta última, el tema del Estado se vincula con el estudio del poder y
su naturaleza, principios y valores que estructuran las relaciones so-
ciales (Dryzek, Honig y Phillips, 2008). En teoría política, liberalismo,
marxismo y comunitarismo, entre otros, discuten cómo se estructura
el poder en la sociedad y se resuelve esta tensión entre lo colectivo y
lo individual.
Por otro lado, también organismos internacionales han desarro-
llado un sinnúmero de estudios comparativos tendientes a explicar

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la variación en las trayectorias de los países una vez introducidos los


procesos de cambio de modelo. Recientemente han sido las variables
políticas las que han centrado la atención de estos organismos, así
como buena parte de la literatura (Scartascini et. al., 2006).
La economía también ha influido en los argumentos e hipótesis
esgrimidos en el análisis del Estado, gobierno y políticas en la región
(Tanzi, 2000).
Parte de la literatura también se ha centrado en el análisis de la
relación entre la ciudadanía, los partidos y el Estado (Stepan, 1985).
Numerosos artículos y libros dan cuenta de las diferentes modalidades
en que los sistemas políticos resuelven el control ciudadano y el vínculo
del Estado con los diferentes grupos. Menos estudio se ha desarrollado
en torno a otros aspectos del Estado, como la burocracia.
Por otro lado, el debate que devino con posterioridad a los procesos
de consolidación democrática se centró en la calidad de la democracia y
en los diferentes tipos de regímenes democráticos presentes en la región.
La calidad de la democracia se vincula con su dimensión efectiva y no
procedimental; la calidad de las instituciones políticas, como los partidos;
y la capacidad de autonomía estatal respecto a los intereses particulares
(por ejemplo, los estudios sobre rendición de cuentas, corrupción, etc.).
Asimismo, parece haber una diferencia de enfoque entre la ciencia
política anglosajona y su par española y latinoamericana. Esto arranca
del diverso rol que el Estado tiene en las sociedades de habla inglesa
de las de habla española. En América Latina, el Estado ha sido central
a través de los diferentes momentos históricos (Lechner, 1986).
Vinculado a lo anterior, para la ciencia política estadounidense el
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Estado fue relegado a un plano menor, a pesar de que, como señala


Skocpol (1985), la política y las políticas públicas eran consideradas
un tema a analizar. Añade esta autora:

A pesar de importantes excepciones, las explicaciones sobre la polí-


tica y los gobiernos centradas en la sociedad fueron especialmente la
característica de las perspectivas pluralistas y estructural-funcionalista
predominantes en ciencia política y sociología en los Estados Unidos
durante los cincuenta y sesenta. En estas perspectivas el Estado era
considerado como un concepto anticuado asociado con aburridos
estudios legales (Skocpol, 1985: 4).

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El Estado en América Latina

En esta perspectiva, recobró fuerza el análisis sobre la autonomía


estatal y la capacidad de los actores estatales para llevar a cabo políticas.
De alguna forma es posible observar que el estudio del Estado
como unidad de análisis no ha sido central para esta disciplina. Se ha
abordado de manera tangencial en la medida que se analizan otros
aspectos, como el tipo de régimen político, los modelos económicos y
las políticas públicas.
Para la ciencia política desarrollada desde la propia región, el
Estado ha tenido un rol central como actor que influye en la sociedad
y al mismo tiempo como objeto al que diversos sectores demandan
políticas y beneficios. Esto fue cierto en diferentes modelos o paradig-
mas económicos, como el desarrollado después de la Segunda Guerra
Mundial o el generado a partir de las reformas estructurales, al analizar
las consecuencias del retiro del Estado de diversas áreas.

3. El Estado: nociones generales y elementos


En esta sección introducimos a los lectores de este Manual los con-
ceptos y definiciones básicas sobre el Estado, sus elementos, funciones
y evolución histórica.

a) ¿Qué es el Estado? Algunas definiciones

Desde hace siglos los intelectuales han debatido e investigado sobre


la naturaleza teórica e histórica del Estado. Más allá de las diferentes
definiciones y conceptualizaciones entregadas, lo común a ellas es
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que vinculan el Estado con la organización (más o menos compleja)


del poder en una sociedad. El Estado ha representado, a través de la
historia, la organización política a cargo del poder en una sociedad.
Desde el momento que el Estado se vincula con la organización,
representación y ejercicio del poder, la ciencia política, como disciplina,
ha estado interesada en él.
Como todo fenómeno político complejo, no existe una única
definición de Estado. Existen definiciones apolíticas (como la forma
política suprema o superior de un pueblo). Algunas vinculan al Estado

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con la existencia y aplicación del derecho en una sociedad1. En el siglo


XVI, Nicolás de Maquivelo, considerado el fundador del análisis de la
ciencia política, señaló «todos los Estados, todas las dominaciones que
ejercieron y ejercen imperio sobre los hombres, fueron y son repúblicas
o principados» (citado en Bobbio, 2010: 64). Maquiavelo denominó
Estado a lo que los griegos llamaron polis, los romanos res publica y lo
que Bodin llamará, posteriormente, republique (Bobbio, 2010). Maquia-
velo considera al Estado como una estructura orgánica gobernada por
sus propias normas de funcionamiento y que se justifica por su éxito.
El Estado tiene, para él, su propia razón (motivos, reglas, objetivos).
Otra definición señala que el Estado es un poder y organización polí-
tica que tiene jurisdicción sobre un determinado territorio, el monopolio
de la fuerza (o uso legítimo de la fuerza), la capacidad para ejercer el mo-
nopolio de la creación de normas y, al mismo tiempo, coerción legal sobre
las personas que se encuentran sobre ese territorio (De Aguila, 2005: 51).
Para Max Weber, el Estado es un sistema continuo administrativo,
legal y burocrático de toma de decisiones y coerción que gobierna la
unidad política. Busca estructurar las relaciones entre el Estado y la
sociedad y a menudo trata de influir en los asuntos de la sociedad civil.
A partir de esto hay variación histórica y regional. Diferentes momentos
históricos han dado origen a diferentes tipos de Estado en cuanto a las
variables anteriores (De Aguila, 2005: 46). Del Aguila (2005) define al
Estado como una organización de poder de una sociedad que resuelve
temas públicos. Estado es un concepto y al mismo tiempo una realidad
política. Desde la perspectiva institucional, la propia noción de Estado
se ha complejizado con el aporte de diversas disciplinas vinculadas con
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el concepto de organización (teoría organizacional) y el impacto de la


sociedad de la información (Castells, 2003).
Asimismo, el Estado no es lo mismo que gobierno. Mientras el
primero tiene una noción de permanencia, institución; gobierno implica
el ejercicio de este poder, que en democracia es temporal. Existen tres
tipos de gobierno: monarquía, oligarquía y democracia (Bobbio, 2010).
La noción de Estado, por otro lado, está vinculada a otras como
soberanía y nación. La soberanía se entiende como el poder máximo

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Por ejemplo, Kant lo definió como una variedad de hombres bajo leyes jurídicas.
El jurista Hans Kelsen define al Estado como el ámbito de aplicación del derecho.

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El Estado en América Latina

o supremo; por su parte, soberanía puede entenderse como el poder


superior dentro de un Estado, es decir no hay otro poder por sobre
este: donde hay soberanía, hay Estado (Bobbio, 2010). El concepto
de nación alude a las personas, grupos o población que comprende
un Estado y que comparten características culturales similares como
el idioma, la religión y la historia. El Estado moderno vincula estos
conceptos junto con otros elementos, como el territorio.
Por otro lado, vinculado al Estado está lo público, lo colectivo.
Así, se une esta institución con un ámbito normativo que es el que el
Estado tiene que procurar el bien común. Diferentes teorías y autores
visualizan esto de manera diferente. Para Marx, el Estado no es el reino
de la razón, sino de la fuerza, no es el reino del bien común sino del
interés particular. No tiene como finalidad el bien común sino el de los
que lo detentan. No es la salida del Estado de naturaleza, sino otro.
Al concepto ahistórico se han dado las expresiones históricas de
este: Estado-nación, Estado moderno; o a realidades geográficas, como
Estado europeo, latinoamericano, africano, entre otros.
Por otro lado, el Estado tiene una doble función: una de gobierno,
la cual se refiere a las decisiones políticas fundamentales; y una función
administrativa, que se refiere a decisiones (Bobbio, 2003).

b) Elementos del Estado

El Estado contemporáneo contiene elementos ya definidos hace si-


glos. Se vincula a esta organización política con un territorio, una cierta
nación o conjunto de habitantes y el poder organizado y el monopolio
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del uso de la fuerza, esto es, las fuerzas armadas y la policía. Como
señaló Max Weber, el Estado monopoliza el uso legítimo de la fuerza.
Las fuerzas armadas son una expresión concreta de eso. Es decir, los tres
elementos constitutivos del Estado son: territorio, población y poder.
El territorio implica la existencia de un determinado espacio geo-
gráfico sobre el cual el Estado tiene soberanía (que, como la definimos
en la sección anterior, se refiere a que el Estado es la autoridad superior
de ese territorio, no hay otra institución superior a este). El Estado debe
tener control soberano sobre el territorio (terrestre, marítimo y jurídico).
En América Latina, fenómenos sociales y económicos como el
narcotráfico (en Centroamérica) o la guerrilla (en Colombia), dismi-

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nuyen la capacidad estatal de controlar el territorio nacional. Por otro


lado, los límites fronterizos constituyen la prueba física concreta de la
existencia de ese territorio. Son las fuerzas armadas las responsables,
dentro del Estado, de custodiar estas fronteras.
En Europa, los límites estatales se establecieron después de la
Guerra de los Treinta Años, en el siglo XVII. En América Latina, el
territorio de los Estados contemporáneos está determinado por dos
factores: los límites territoriales establecidos durante los procesos de
independencia y por la resolución de diferentes conflictos limítrofes
posteriores al establecimiento de estos límites. Por ejemplo, en el caso
chileno, las fronteras han estado delimitadas por la solución de con-
troversias con Bolivia, Argentina y Perú.
La población se refiere al conjunto de personas que viven en un
territorio. Generalmente se la vincula con el concepto de nación, la cual
se define como un conjunto de individuos con ciertas características en
común como la historia, el idioma y la cultura. Las personas que viven
en un territorio determinado, el cual tiene jurisdicción soberana de un
Estado, son sus ciudadanos; es decir, sujetos con derecho a participar
en los temas públicos.
El poder corresponde al Estado como la organización política
de la sociedad. Este poder es soberano, autónomo y coercitivo. Está
organizado en el gobierno y la administración pública o burocracia.
La noción contemporánea de Estado lo vincula con una realidad geo-
gráfica; con la existencia de una institucionalidad política y estatal
vinculada al ejercicio del poder político, el cual es elegido a través de
la democracia; con la existencia de una burocracia. Este último se ha
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complejizado por el efecto de la modernización de las sociedades.


Nos referiremos a la burocracia en América Latina más adelante. En
esta sección cabe señalar que la existencia de la burocracia es inherente
a toda organización compleja, ya sea pública o privada. La burocracia
existe donde existe este tipo de organización. Se vincula burocracia con
administración, incluso se pueden incluir como sinónimos, pero no son
lo mismo. Existen formas de administración no burocrática, si bien la
burocracia es un rasgo esencial de la administración pública (Guerrero,
2010). El término burocracia fue creado por Vincent de Gournay en 1545
(bureaucratie) para referirse al «gobierno de las oficinas» (Guerrero, 2010).

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El Estado en América Latina

c) Evolución histórica del Estado

Más allá de la discusión filosófica sobre la naturaleza, origen y carac-


terística del Estado, podemos establecer que este es una institución que ha
tenido diferentes aplicaciones históricas concretas. Su evolución histórica ha
implicado diferentes expresiones o formas de Estado: ciudades-estado, Estados
nacionales y el Estado moderno. Respecto al concepto de Estado, no existe
unanimidad respecto a cuándo comenzar a hablar de Estado en términos
históricos. Para algunos, solo el Estado moderno clasifica como Estado.
El Estado moderno europeo surge de un proceso histórico en que los
países van modificando su estructura feudal a una de Estado nacional a
partir del Renacimiento, especialmente en Francia, España e Inglaterra.
Está vinculado a la creación de ejércitos nacionales y al cobro de impues-
tos. Autoridades centrales, los reyes, se van imponiendo sobre estructuras
feudales de los señores. Con la Paz de Westfalia (1648) se estableció,
después de la Guerra de los Treinta Años, los Estados-nación. Con este
tratado se puso fin al orden feudal y se crean Estados con un territorio
delimitado. La consolidación de los Estados europeos se da con la firma
de la Paz de Westfalia2, en la que se establece la delimitación e integración
territorial, así como la soberanía de los Estados europeos. Se vincula el
surgimiento del Estado moderno con el surgimiento de la burguesía y de
nuevas estructuras institucionales, principalmente al servicio de la guerra.
El rey a la cabeza implicará primeramente un carácter patrimonial, por
lo que es necesario el Ejército. El Estado moderno se caracterizó entonces
por la centralidad de la administración territorial y económica en el rey,
la existencia de una burocracia o funcionarios del Estado, el cobro de
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impuestos y la presencia de un ejército nacional mantenido por el Estado.


El Estado moderno tuvo diversas expresiones, como la monarquía
constitucional o parlamentaria. Hasta la Revolución Francesa (1789) se
configuran las instituciones que van a devenir en el Estado-nación moderno.
La primera etapa se denominó Estado absolutista (siglo XV al XVIII), en
que se confunde el Estado con el monarca o con el rey. El rey es la autoridad
única a la que se somete la nación completa. El soberano está por sobre el
derecho. La organización económica de la época es el mercantilismo.

2
Con el Tratado de Westfalia se establecen los límites del Estado nacional y la
integración territorial.

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Mireya Dávila

La independencia de Gran Bretaña por parte de Estados Unidos en


1776 y la Revolución Francesa de 1789 fueron expresiones de un cam-
bio político y social basado en las ideas promulgadas por los filósofos
políticos del siglo XVII: la Ilustración3. Las ideas de los filósofos Voltaire,
Montesquieu, Rousseau y Locke, entre otros, plasmaron los principios
de libertad e igualdad, tan contradictorios con la sociedad estamental
del Antiguo Régimen. A partir de estos puntos de inflexión históricos,
los países europeos, primero, y latinoamericanos, después, comienzan a
desarrollar la democracia como régimen político. Estas ideas fundamen-
tales del Estado contemporáneo están vigentes hasta hoy.

Tipos de Estado

Existen dos formas de organizar el poder dentro de un Estado, que


originan dos tipos de Estados: Estados unitarios4 y Estados federales.

3
Desde Hobbes (siglo XVII) se piensa en que el Estado es un pacto entre hombres
que se someten a la voluntad del gobernante, el cual procura el bien común y el
propio. A partir de esto parte la organización social. La sociedad sin Estado es
una guerra total, entonces los hombres ceden el poder a cambio de lograr la paz.
Posteriormente, Locke (siglo XVII) postuló que frente al Estado los hombres tienen
ciertos derechos: libertad, igualdad y derecho a la propiedad privada. En el siglo
XVII, Montesquieu, en su Espíritu de las leyes, propició la doctrina de separación
de poderes dentro del Estado, lo cual influyó en la declaración de independencia
de Estados Unidos en 1776 y la Revolución Francesa en 1789.
4
En América del Sur los países unitarios son Chile, Colombia, Perú, Ecuador, Paraguay
y Uruguay. Chile es un Estado unitario cuya composición territorial la constituyen
quince regiones. Sus responsables, los intendentes, son nombrados por el Presidente,
siendo elegidos los alcaldes. Perú es un país unitario pero descentralizado compuesto por
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veinticuatro departamentos más la Provincia Constitucional de Callao. Paraguay está


organizado en diecisiete gobernaciones o departamentos, más la capital. Uruguay está
dividido en diecinueve departamentos. Por su parte, Bolivia se define como un Estado
plurinacional, descentralizado y con autonomías. Está dividido en nueve departamen-
tos. Bolivia es un Estado social de derecho democrático con un sistema presidencial. La
Constitución de 2009 estableció una Ley Marco de Autonomías y Descentralización. El
Estado ecuatoriano está compuesto por cinco poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial,
Electoral y de Transparencia y Control Social. Es un Estado unitario con un sistema
presidencial. Paraguay es, según la Constitución de 1992, es un Estado social de derecho,
unitario, indivisible y descentralizado. Colombia es un Estado social de derecho con una
república unitaria con centralización política y descentralización administrativa. Tiene
treinta y dos departamentos y un distrito federal. En América Central, Panamá está di-
vidida en nueve provincias, Costa Rica en siete provincias. Guatemala cuenta con ocho
regiones. Honduras está dividida en dieciocho departamentos, mientras que República
Dominicana en treinta y un provincias y un distrito nacional. Haití está dividida en diez
departamentos. Nicaragua está dividida en diecisiete departamentos.
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El Estado en América Latina

En América Latina, la mayoría de los países tienen Estados unitarios,


salvo México, Brasil, Argentina y Venezuela.
En los Estados unitarios el poder está centralizado y la autoridad se
ejerce desde la capital. En ellos rige una sola constitución. La centralidad
del poder se expresa en la concentración en una misma unidad central de
la administración fiscal y política. Los gobiernos subnacionales no tienen
autonomía respecto al poder central, puesto que el poder viene desde arri-
ba. Este poder central puede ejercerse centralizada o descentralizadamente.
Por el contrario, la esencia de un Estado federal es la descentrali-
zación política. En los Estados federales el poder se ejerce descentrali-
zadamente. Es decir, no solo hay descentralización administrativa, sino
también política. Se reconoce que el poder político reside en varias
unidades y no solo en el nivel central. Los gobiernos subnacionales
(que pueden denominarse estados, regiones, provincias, etc.) son inde-
pendientes y autónomos, teniendo diferentes grados de atribuciones.
Están coordinados a nivel central y contienen una pluralidad de orde-
namientos jurídicos, en los cuales se reconoce uno de esos niveles como
preponderante, como es el caso del nivel federal en los Estados Unidos.
Dos principios sustentan el sistema federal: la autonomía gubernativa-
administrativa y la participación a través de una cámara federal.
Como señalamos, en América Latina son Estados federales Argen-
tina, Brasil, México y Venezuela. Estos federalismos fueron inspirados
en el modelo norteamericano (Carpizo, 2003), aunque, a nivel local,
municipios y cabildos, el modelo español también tuvo influencia. El
origen federal de estos cuatro países es diferente, pues su evolución no
es un proceso uniforme5.
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5
Argentina está compuesta por veintitrés provincias y una ciudad autónoma
(Buenos Aires). La Constitución de 1853 reconoció al federalismo como forma de
organización nacional. En el Congreso Nacional están representadas las veintitrés
provincias más la ciudad autónoma de Buenos Aires. El Ejecutivo es dirigido por
un Presidente nacional elegido en votación directa. Brasil tiene veintiséis estados y
un distrito federal. La Constitución de 1988 lo reconoce como un Estado federal.
El Presidente es elegido por votación directa y en el Congreso están representadas
igualitariamente las provincias. México, en cambio, está compuesto por treinta y
dos estados y un distrito federal, donde reside el Poder Ejecutivo del país. México
está compuesto por estados libres unidos que forman una confederación. Por su
parte, Venezuela es un Estado federal dividido en veintitrés estados y un distrito
federal. Las responsabilidades fiscales de los gobiernos subnacionales varían de
país en país.

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e) El Estado y la separación de poderes

En esta sección nos referimos a como está organizado el poder en


el Estado en cuanto a su separación. Desde los procesos de cambio
sociales y políticos plasmados en la Revolución Francesa, los Estados
modernos han aplicado el principio de la separación de poderes entre
Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Esta división es reconocida y aplicada
en todos los Estados latinoamericanos desde los procesos de indepen-
dencia nacional.
El Poder Ejecutivo reside en el gobierno y corresponde al Estado
central. El Poder Legislativo lo constituye el Congreso o Parlamento,
el cual es elegido por la ciudadanía por medio de diferentes sistemas
electorales. Al Poder Judicial, por su parte, le corresponde la adminis-
tración de justicia. Todos los países de América Latina tienen la misma
división de poderes. Como se señaló, lo que varía es el tipo de Estado,
si es unitario o federal.
En términos concretos y desde la perspectiva de la ciencia política,
los objetivos de estudios vinculados a esta estructura del poder estatal
se han referido a la influencia del Ejecutivo en las sociedad latinoame-
ricanas, la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo (Siavelis, 2000),
la independencia del Poder Judicial y la estructura de representación
social y el vínculo con las elites políticas.

f) Estado y formas de gobierno

Por otro lado, existen dos grandes tipos de formación de gobier-


no o regímenes políticos, en otras palabras, dos maneras de elegir al
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Ejecutivo: presidencialismo y parlamentarismo.


En el sistema presidencial de gobierno, el Presidente es elegido
directamente por la ciudadanía, su mandato es fijo y su poder es inde-
pendiente del Congreso. Por el contrario, en un sistema parlamentario,
el gobierno es elegido por el Parlamento, el mandato no es flexible pues
dependerá de que cuente con la confianza de los parlamentarios. La
elección del gobierno por parte de la ciudadanía es indirecta.
En América Latina ha predominado y predomina el sistema presi-
dencial de gobierno. Salvo períodos acotados en que se estableció un
sistema parlamentario, como en Chile en el siglo XIX, la manera de

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El Estado en América Latina

elegir a los representantes del gobierno en nuestra región es a través


de elecciones directas, por un periodo fijo de tiempo.
En general se ha vinculado el sistema presidencial con inestabilidad
democrática (Linz, 1994; Valenzuela, 1993; Mainwaring y Shugart,
1999). A esta suerte de pecado original, que se argumentó a finales del
siglo pasado (por ejemplo por Linz), se agregaron otros argumentos
como el de Mainwaring y Shugart (1999) para sostener que la trayec-
toria de las democracias presidenciales depende de la capacidad de
poder de los presidentes y del sistema de partidos.

g) Estado y poder: los regímenes políticos

En esta sección nos referimos a cómo se gobierna y qué aspectos


influyen en el manejo del Estado y su relación con la ciudadanía: los
regímenes políticos (democracia y autoritarismo).
Desde la ciencia política, uno de los aspectos fundamentales del
estudio del Estado es el régimen político, pues este determina las con-
diciones en que son elegidas las autoridades de gobierno, precisamente,
quienes están a cargo del Estado. Por régimen político se entiende el
conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y su ejer-
cicio. Existen dos grandes tipos: democracia y autoritarismo. Mucho
se ha discutido sobre los requisitos formales, procedimentales y de
contenido de los regímenes democráticos. Esto es especialmente válido
para Latinoamérica, donde se han vivido períodos de autoritarismos
y democracias incompletas.
Históricamente, los Estados latinoamericanos contemporáneos
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han convivido con regímenes democráticos y autoritarios. Si bien la


democracia (con diferentes niveles de inclusión) se fue desarrollando a
partir de la independencia de los centros coloniales desde del siglo XIX,
muchos Estados latinoamericanos convivieron durante el siglo XX con
gobiernos autoritarios. Países como Argentina, Brasil, Chile y Uruguay,
entre otros, vivieron experiencias autoritarias en que el Estado se puso
al servicio de estos proyectos no democráticos. Las fuerzas armadas,
ya sea como autores o como parte de coaliciones con sectores civiles,
gobernaron la región en la década de los sesenta, setenta y ochenta.
Estado no es lo mismo que régimen. Régimen define reglas de
acceso al poder político y los procesos de toma de decisiones (inclu-

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sividad). La calidad del Estado se refiere a la capacidad institucional


de mantener su autoridad y alcanzar objetivos políticos (efectividad)
(Smith, 1997).
En las últimas décadas, la discusión sobre la democracia en la
región se centró primero en el análisis de su opuesto, los regímenes
autoritarios (especialmente el rol de las fuerzas armadas y el impacto
en los modelos de desarrollo, así como las graves violaciones a los
derechos humanos) (Huneeus, 2002).
Posteriormente, la literatura se centró en los procesos de demo-
cratización: transición (O’Donnell y Schmitter, 1986; O’Donnell, Sch-
mitter y Whitehead, 1986; Karl y Schmitter, 1991; O’Donnell, 1992)
y consolidación de la democracia (Linz y Stepan, 1996; Mainwaring,
O’Donnell y Valenzuela, 1992). Posteriormente vino todo un cuestio-
namiento acerca de las nuevas democracias, sus características (Agüero
y Stark, 1998), los sistemas híbridos (O’Donnell, 1994; Schmitter y
Terry, 1993) y los temas sobre calidad democrática (O’Donnell, Vargas
y Iazzetta; 2004).
Por otro lado, la ciencia política también dedicó esfuerzos a ana-
lizar el rol de las fuerzas armadas en estos procesos de transición y
consolidación de la democracia en la región (Rouquié, 1987; Varas,
1989; Stepan, 1988; Agüero, 1992; Hunter, 1998, 1998; Desch, 1998;
Pion-Berlin, 2001; Diamint, 2003).
Conjuntamente con la literatura sobre democratización, numerosos
estudios dieron cuenta del vínculo y efectos de las reformas económi-
cas en los procesos de democratización (Haggard y Kaufman, 1995;
Oxhorn y Ducatenzeiler, 1998).
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Esta literatura sobre democratización no se centra específicamente


en el Estado, sino que lo aborda como parte de un proceso de cambio
de regímenes autoritarios a democracias (y sus diferentes tipos), así
como el rol que tienen los principales actores civiles y militares en
los procesos de democratización. Una excepción lo constituye Linz y
Stepan (1996), quienes sostienen que la literatura sobre transiciones
a la democracia no ha dado suficiente atención al problema que ellos
denominan como estatalidad (stateness). Argumentan que las demo-
cracias pueden variar desde no tener problemas de estatalidad a otras
que sí las tienen. Los autores definen a la democracia como una for-

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El Estado en América Latina

ma de gobierno del Estado moderno, por lo tanto, no es posible una


democracia sin Estado. Los autores centran su análisis en la relación
entre Estado, nación(es) y democracia. Sin Estado la democracia no
puede funcionar, porque no tiene cómo reclamar su monopolio del uso
legítimo de la fuerza en un territorio, no puede recolectar impuestos
(y por ende, proveer servicios).
La calidad de la democracia ha sido un tema recurrente en las
sociedades latinoamericanas. Parte importante de esta discusión se
centra en el Estado de derecho, lo que implica que el Estado y la
sociedad están sometidos a un cierto orden institucional-leal. Los
elementos de este Estado de derecho son: primacía de la ley, legalidad
de la administración, independencia del poder judicial, revisión de la
constitucionalidad de las leyes y el carácter y forma de hacer las leyes.
Unas breves palabras respecto a la autonomía del Estado. Como
sucede en las ciencias sociales, no hay una sola definición de autono-
mía. En términos generales, la autonomía se refiere a la independencia
estatal de intereses particulares (grupos de interés, elites, etc.). Como
lo señala Skocpol, «los Estados concebidos como organizaciones que
reclaman el control sobre los territorios y las personas pueden formular
y desarrollar metas que no son un simple reflejo de las demandas o
intereses de grupos sociales, clases o la sociedad» (Skocpol, 1985: 9).
Lo anterior implica contar con una burocracia y/o administración
pública que tenga la suficiente capacidad para limitar la influencia
de estos intereses. En general, la literatura para América Latina ha
destacado la limitada autonomía del Estado para contener estos inte-
reses (ya sea de grupos poderosos, partidos, gremios, etc.). Una visión
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alternativa la plantea Geddes (1994), quien sostiene que las políticas


obedecen a los intereses e ideologías económicas de los funcionarios
públicos (state officials). Esta autora analiza el caso de Brasil entre 1930
y 1964 desde la perspectiva de un modelo que entiende a los políticos
como individuos racionalmente interesados en su propio bienestar.
De esta forma es posible analizar las preferencias y capacidades de las
diferentes partes del Estado brindando una explicación de las opciones
de política. Es interesante también destacar que en este caso el Estado
no es visto como un actor unitario, realidad que es muy necesaria de
investigar, pero poco puesta en práctica.

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La autonomía también se relaciona con la capacidad del Estado.


Tilly (2007) sostiene que la democracia no puede funcionar si el Es-
tado carece de la capacidad para supervisar un proceso de toma de
decisiones democrático (democratic decision making) y poner sus re-
sultados en práctica. Desde su perspectiva, y en un continuo, un Estado
extremadamente capaz y un Estado extremadamente débil afectan a
la democracia. En un Estado muy capaz, sus decisiones afectan a los
ciudadanos; en un Estado débil, sus decisiones escasamente influencian
a los ciudadanos. Tilly establece una tipología de cuatro categorías que
varía de Estados democráticos con mucha capacidad hasta Estados no
democráticos con débil capacidad. Este autor sostiene que los primeros
son, en la historia de la humanidad, aún recientes.
Lo anterior resulta particularmente necesario de discutir al analizar los Es-
tados latinoamericanos. Al igual que sucede con otras categorías de análisis, al
aplicar esta tipología encontraríamos variación entre los Estados de la región.

h) Modelos de Estado y su relación con la economía

Desde su formación en el siglo XVI, y en adelante, los Estados han


influenciado en mayor o menor medida la vida social, no solo en términos
económicos, sino también sociales y políticos. Esto ha sido producto de
la retroalimentación entre las ideas sobre el rol o función del Estado en
la sociedad y el devenir económico-social de las sociedades en diferentes
momentos históricos. Los paradigmas económicos se insertan en este tipo
de análisis, es decir, comprenden el estudio del Estado en relación a su rol
en la economía, si interviene o si, por el contrario, deja al mercado operar
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lo más libremente posible. Esta discusión es la esencia de las democracias


modernas, pues influye directamente en cómo los miembros de estas so-
ciedades resuelven sus necesidades básicas y se relacionan unos a otros.
El análisis del Estado, como veremos más adelante, se centra en el
impacto de las reformas económicas y la incidencia en el cambio del
rol estatal en este nuevo modelo o paradigma económico.
Uno de los paradigmas es el liberal, el cual lleva implícito un mo-
delo de Estado también liberal. Este modelo se basa en el liberalismo
económico vinculado al pensamiento de Adam Smith (siglo XVIII) y
David Ricardo. La libre competencia y la ausencia de regulación ajena
al mercado es la que permite el crecimiento económico. La «mano in-

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El Estado en América Latina

visible» del mercado es la que logra que este funcione adecuadamente.


El liberalismo clásico predominó en el siglo XIX.
Con la crisis de 1929 y el período de Gran Depresión, primero, y
la Segunda Guerra Mundial, después, el rol del Estado en la economía
fue modificado. La Gran Depresión fue una profunda crisis económica
que afectó al mundo en la década de los treinta, previo al inicio de la
Segunda Guerra Mundial. La crisis comenzó con la caída de la bolsa
de Estados Unidos en lo que se denominó el Jueves Negro. Luego
se extendió al resto del mundo. Quebraron los sistemas bancarios,
disminuyó el comercio internacional y la renta nacional y aumentó
dramáticamente el desempleo. Esta crisis mostró la inseguridad de
las relaciones capitalistas de producción. Los gobiernos de la época
plantearon la intervención de los gobiernos en la economía.
Fue Keynes quien planteó la necesidad de que los gobiernos
desarrollasen políticas fiscales y monetarias para corregir y atenuar
el impacto de las crisis o inestabilidades de la demanda privada a la
economía. Estas tenían como fin atenuar las crisis cíclicas de la econo-
mía. En su libro, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero
(1936), Keynes argumentó sobre el efecto de la demanda agregada
en la actividad económica. En situación de crisis, la única forma de
disminuir el desempleo es aumentar el consumo y la inversión. En
épocas de recesión, el capitalismo no posee mecanismos automáticos
y equilibradores para restaurar la producción y el pleno empleo. Por
lo tanto, el Estado debe intervenir en dos ámbitos: en el gasto privado,
mediante impuestos y tipos de interés, y en el gasto público, mediante
servicios sociales y capital social. El autor postulaba la intervención del
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Estado para aumentar el consumo y la inversión disminuyendo la tasa


de interés. En otras palabras, el keynesiasmo proponía la intervención
estatal en la economía. A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial
aumentará la influencia del keynesianismo en el manejo de las políticas
económicas por parte de los Estados.
El Estado de Bienestar, modelo aplicado durante la segunda mitad
del siglo XX, vino a complementar una época de mayor participación
estatal en los asuntos sociales. Este modelo se caracteriza por un Estado
que garantiza ciertos derechos universales básicos (educación, salud,
pensiones) a los ciudadanos. El Estado de Bienestar se vincula con el

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capitalismo, por cuanto debe enfrentar y atenuar las desigualdades ge-


neradas por el mercado y, por ende, la estructura social de la sociedad
capitalista (Marcel y Rivera, 2008).
Las ciencias sociales han estudiado profusamente el Estado de Bien-
estar en Europa (Esping Andersen, 1990; Hills, 1990), desarrollando
diferentes tipologías. Una de las más conocidas es la de Esping Ander-
sen (1990). Este autor reconoce tres modelos diferentes de Estado de
Bienestar: liberal, conservador-corporativista y socialdemócrata (Sping
Andersen, 1990). El régimen liberal está representado por Estados
Unidos, el conservador por los países del centro de Europa (Alemania e
Italia) y el socialdemócrata por los países del norte de Europa (Marcel
y Rivera, 2008). En el liberal, el bienestar es proveído a las personas a
través del mercado, produciendo una mínima desmercantilización del
trabajo y programas públicos residuales. En el modelo conservador la
desmercantilización se produce por el acceso de ciertos sectores a ese
beneficio (diferencias de estatus entre grupos sociales). Finalmente, el
socialdemócrata implica que el Estado juega el rol fundamental en la
provisión de bienestar. En el Estado liberal el rol estatal es marginal, en
el segundo subsidiario y, en el tercero, central (Marcel y Rivera, 2008).
El modelo de Estado de Bienestar europeo ha sufrido, y sufre,
diversas tensiones vinculadas con los cambios económicos, sociales y
políticos derivados de la globalización (Kitschelt, Lange, Marks y Ste-
phens, 1999; Scharpf y Schmidt, 2000). La literatura ha dado cuenta
de estas tensiones y ajustes (Sharpf y Schmidt, 2000).
En la década del setenta, este modelo comenzó su crisis. Esta se
centró en el déficit fiscal que ocasionó el anterior modelo. Europa
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atraviesa la crisis de su entonces modelo de Estado. La realidad lati-


noamericana es diferente. El Estado de Bienestar en América Latina
no se desarrolló completamente, y se superpuso en Estados que no
habían completado procesos de desarrollo de su capacidad de au-
tonomía frente a diferentes intereses. Por otro lado, la crisis originó
el cambio de paradigma económico hacia el neoliberalismo, pero de
forma más intensa y absoluta que en el caso europeo. Veremos esto
en las siguientes secciones.

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El Estado en América Latina

4. El Estado en América Latina: antecedentes y


modelos históricos
Los Estados latinoamericanos se originan a partir de la estructura
estatal (política y administrativa) heredada de los imperios coloniales,
especialmente España y Portugal (en menor medida, Francia e Inglate-
rra). Con los procesos de independencia, las estructuras estatales serán
ocupadas por las nuevas elites políticas y de gobierno, en un primer
momento compuestas por caudillos militares. En esta sección anali-
zamos, primero, las principales características del Estado colonial de
los imperios español y portugués. En ambos casos las colonias fueron
incorporadas política y administrativamente como parte de los reinos
español y portugués. Finalizamos con la presentación de los principales
modelos de Estado latinoamericano aplicados en el último siglo.

a) Las especificidades del Estado latinoamericano

Para comenzar, es necesario destacar que cuando hablamos de Esta-


do latinoamericano, como unidad conceptual, estamos, en beneficio de
esta, generalizando diferentes trayectorias históricas y diversidades de
los diferentes Estados de la región. Si bien estos Estados tienen aspectos
en común, vinculados a su común origen, poseen especificidades que
necesariamente quedan fuera en un trabajo de este tipo.
El Estado latinoamericano presenta características comunes y
diferencias respecto a otros Estados. Tiene peculiaridades históricas
relacionadas con el origen común dado por la conquista europea y
la posterior colonización, mayoritariamente española y portuguesa,
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y francesa y holandesa, en menor medida. Diferentes dimensiones: la


de proyecto económico-político y la de burocracia institucional que se
vincula con ese proyecto. Con las fortalezas y debilidades existentes en
los Estados latinoamericanos, no se habla del Estado latinoamericano
sino de un rango de organizaciones estatales que presentan variación
en cuanto a desarrollo económico, ubicación geopolítica y contexto
sociopolítico. Es necesario identificar un grupo o cluster de Estados
(Bethell, 1998).
Así, como primer aspecto en común entre los Estados de la región
sobresale su origen en los imperios coloniales europeos. Por otro lado,

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estos Estados son la organización política de sociedades peculiares por


su composición mezclada entre indígenas y europeos, lo que dio origen
a la sociedad criolla (esto es notoriamente diferente entre países como
México, Guatemala, Perú, con otros países como Argentina o Chile).
Estos Estados también comparten la influencia de la Iglesia Católica.
Posteriormente compartieron, con años de diferencia, los procesos de
independencia y consolidación de sus nuevas naciones y Estados. Simi-
litud también encontrada en el avance de la democracia y los diferentes
proyectos políticos y sociales del siglo XX. No obstante lo anterior,
existe una variación que es necesario tener en cuenta.
Comparten también la fragilidad y debilidad frente a intereses
particulares. Como señala Vellinga: «El Estado en América Latina se ca-
racteriza por su falta de responsabilidad, su naturaleza no democrática
y su incapacidad para realizar tareas que se esperan de una burocracia
que opere en forma responsable» (Vellinga, 1997: 20).
Antes de comenzar, una idea que es relevante destacar y que ya
mencionamos al comienzo del capítulo: el paradigma y la centralidad
del Estado es diferente para las culturas políticas y sociales anglosa-
jona y española. Para el mundo anglosajón, la centralidad del Esta-
do (incluso marcado en el origen de Estados Unidos como colonia
británica) es menor que para el mundo latino-español. Esta visión
ha influido no solo en términos del rol del Estado en las sociedades,
sino también en las perspectivas de la ciencia política anglosajona
e hispanoparlante respecto al Estado. Los cientistas políticos que
analizan Latinoamérica, en general, han coincidido en la importancia
del Estado como fenómeno político relevante a la hora de entender
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el desarrollo político regional.


Es posible observar dos matrices respecto al rol del Estado desde
la perspectiva histórica: la anglosajona, en que la organización política
colectiva devino posterior a los colonizadores; y la organización política
española y portuguesa, en que fueron las coronas de ambos imperios
las que dirigieron la colonización de la región latinoamericana.
El Estado latinoamericano, caracterizado por su tradición
burocrático-patrimonial, corporativista, centralista y autoritaria, fue
influenciado por el centralismo y absolutismo de los reyes españoles.
El modelo de absolutismo de Hasburgo era políticamente centralizado,

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El Estado en América Latina

autoritario y vertical. El modelo económico era mercantilista y estaba


basado en la explotación de las colonias. En lo social, era un sistema
rígido de clases; y religioso, con un cuerpo de creencias que funcionaba
como brazo de la autoridad real (Wiarda, 1997).

b) El Estado colonial en América Latina

La caracterización del Estado colonial latinoamericano ha sido


fuente de investigación principalmente por parte de historiadores. La
ciencia política se ha centrado más bien en el análisis de las caracte-
rísticas y problemáticas del Estado latinoamericano contemporáneo.
Los imperios español y portugués, principalmente, establecieron
la administración de los territorios conquistados de América Latina
por sobre la inmensa población indígena de la región y sus diferentes
organizaciones político, sociales y económicas. En 1494, mediante el
Tratado de Tordesillas, ambas coronas establecieron la repartición de
los territorios de las colonias mediante una línea divisoria en el At-
lántico. Posteriormente, otros tratados eliminaron y restituyeron esta
línea imaginaria del Tratado de Tordesillas, hasta que, finalmente, en
1777 se anuló definitivamente.
El Imperio Español debió organizar una estructura que resolviera
tres elementos del Estado: territorio, población (con diferentes niveles
de desarrollo cultural) y gobierno (De Ramón, 2010). El territorio fue
dividido en los virreinatos, que no siempre respondieron a la evolución
de las regiones. En cuanto a la población, se trató de resolver mante-
niendo dos poblaciones separadas, la española-criolla y la indígena.
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En la práctica, este orden teórico se resolvió con la represión de los


movimientos y sublevaciones indígenas. La relación de la Corona es-
pañola y la elite criolla se resolvió en que la Corona retuvo el poder
político, mientras que la elite de los conquistadores y sus descendientes
mantuvo la administración económica (minería y agricultura). Esta elite
estaba obligada a pagar el 20% o quinto real de las riquezas obtenidas.
Además, la Corona conservó el derecho de repartir anualmente la mano
de obra indígena entre los dueños de minas y tierras. En Perú se deno-
minó mita y, en México, cuatequil (De Ramón, 2010). En la práctica,
la oligarquía obtuvo el poder económico. Definimos oligarquía como
el régimen político-social en que el poder político y económico está

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en manos de una minoría por más de una generación. La extensión


del poder oligárquico varía de colonia en colonia (De Ramón, 2010).
Las diferentes regiones y unidades en que se organizó el poder
español y portugués en la región se incorporaron como una unidad
más dentro de la administración de los imperios. El vínculo con la
sociedad se relacionaba con la existencia de una monarquía y una
sociedad estratificada donde las características económicas de las co-
lonias influían en la estructura social, y donde la nobleza (española)
tenía el dominio de la sociedad y el Estado. La estructura económica
se basaba, en general, en el uso de mano de obra indígena.
La estructura política de América Latina colonial era la de la pe-
nínsula, estatista y corporativa. A pesar de lo anterior, los estamentos
no estaban claramente definidos (nunca hubo una verdadera nobleza),
existió una gran cantidad de indígenas que no encajaban en los esta-
mentos (nuevas categorías), no hubo cortes ni autogobierno. La es-
tructura del poder en América Latina se caracterizó por el absolutismo
real proveniente de la metrópolis y por la tensión entre dos patrones
de autoridad patrimonial, uno absolutista y el otro descentralizado:
sistema centralizado de autonomía y, al mismo tiempo, autonomía de
colonias menores. Por último, definimos patrimonialismo como una
forma de autoridad personal en la que el gobernante otorga beneficios,
privilegios y cargos a cambio de lealtad y servicio (Wiarda, 1997).
El Estado colonial estuvo constituido por el centro, que estaba
en el país conquistador (España, Portugal, Inglaterra, entre otros), y
la administración de las colonias. España creó los virreinatos (Nueva
España, Nueva Granda, Perú y Río de la Plata), que fueron unidades
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administrativas encabezadas por un virrey. El poder en las colonias lo


tenía el rey y el virrey era su representante. Este último podía nombrar y
remover funcionarios, dictar leyes y administrar las finanzas virreinales.
La justicia era representada por las audiencias, que eran los tribunales
encargados de aplicar justicia. En 1511 se creó el Consejo de Indias,
institución española a cargo de dirigir la política administrativa, judicial
y eclesiástica de la Corona española.
El modelo económico imperante en la época, y hasta el siglo XVIII,
fue el mercantilismo. Este postula la acumulación de capital basado en
metales preciosos y el mantenimiento de una balanza comercial positiva.

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El Estado en América Latina

Con el transcurso de los siglos, la administración colonial se com-


plejiza. Las reformas introducidas por los reyes Borbones a comienzos
del siglo XVII intentaron precisamente racionalizar la administración
colonial. El Rey era la autoridad absoluta. Dependen de él el Consejo
de Indias, las audiencias americanas, los virreyes, cabildos y funcio-
narios fiscales y judiciales. Con el tiempo, estos funcionarios fueron
teniendo cierta autonomía en la administración colonial, mientras la
Corona retuvo las decisiones políticas y económicas fundamentales.
Era el Consejo de Indias la institución encargada del reclutamiento de
los funcionarios coloniales.
En el caso de la administración de las colonias en América, Portugal
dividió el territorio que hoy es Brasil en trece capitanías establecidas
en el Tratado de Tordesillas, asignadas primero a nobles y a partir de
1549 a cargo de un gobernador o capitán general, representante del
Rey en la colonia. Ya en el siglo XVII Brasil está consolidado admi-
nistrativamente. Al igual que con las reformas de los Borbones en el
siglo XVIII, también realizó un conjunto de reformas vinculadas a la
liberalización del comercio y la centralización administrativa.

c) El Estado latinoamericano en el siglo XIX

La independencia de España y Portugal se produjo en la primera


mitad del siglo XIX. A partir de este proceso, las organizaciones políticas
y administrativas del virreinato se convirtieron en los nuevos Estados
latinoamericanos. Se produjo un desmembramiento de los territorios
coloniales en diferentes Estados (Wiarda, 1997). Como señala Wiarda,
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«el vacío de legitimidad creado por la retirada de la Corona fue ocupado


por los ejércitos independentistas, por diversos caudillos regionales y en
algunos casos, como en Chile, por la elite criolla» (Wiarda, 1997: 59).
En consecuencia, el desaparecimiento de la autoridad real tuvo conse-
cuencias de diferente tipo para América Latina.
El período que transcurre entre 1824 y 1850 fue inestable y a
menudo anárquico para las ex colonias europeas. El tema militar
era de vital importancia. A partir de 1850 y hasta 1880, cierto orden
comenzó a surgir. Se va produciendo el crecimiento del Estado. Los
cuatro ministerios tradicionales (Fuerzas Armadas, Hacienda, Rela-
ciones Exteriores y Obras Públicas) se expandieron para incluir más

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ministerios y otros organismos estatales. De ejércitos de caudillos se


pasó a ejércitos nacionales. La segunda mitad del siglo XIX implicó
para los nuevos países el desarrollo de las economías nacionales. Hasta
el siglo XX se observarán diferentes combinaciones de Estados oligár-
quicos, dictaduras e intromisión extranjera.
La administración del Estado se centra en los temas financieros,
militares y educación. La asistencia social es responsabilidad principal
de la sociedad, particularmente de la Iglesia Católica.
La economía del siglo XIX se centró en el comercio (a partir de la
propia red comercial establecida por los imperios coloniales). Los ahora
países independientes se convirtieron en exportadores de materias primas.
La economía era mercantilista, la riqueza se basaba en la posesión de
metales preciosos. El Estado tenía el rol de regular este comercio.
En términos políticos, la democracia durante el siglo XIX fue res-
tringida. La elite criolla tenía control de la política, ya fuera a través
de gobiernos autoritarios o democracias restringidas.
El Estado se fue organizando mediante la dictación de constitucio-
nes y diversa legislación que lo dotaron de una estructura institucional.
En el caso de Chile, numerosos ensayos constitucionales terminaron en
la Constitución de 1833. En ella se consagró que el gobierno de Chile
era popular, representativo y basado en la división de poderes. La ley
que organizó el Poder Judicial se dictó en 1875. Otra legislación fue
completando la estructura del Estado (De Ramón, 2010).

d) El modelo de Estado desarrollista


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El siglo XX en América Latina será testigo del surgimiento de nue-


vos modelos o paradigmas económicos y sociales. Uno de ellos fue el
modelo de Estado desarrollista (1930-1980, aproximadamente), el cual
estuvo caracterizado por centrar el proceso de desarrollo económico
en el Estado (Vellinga, 1997). Este implicó el aumento de la interven-
ción estatal en políticas financieras, económicas, sociales y culturales.
Este incremento no siempre estuvo acompañado de capacidad buro-
crática, sino que, en muchas ocasiones, de clientelismo, patronazgo
y patrimonialismo, señales todas de la poca autonomía estatal frente
a intereses particulares (Vellinga, 1997). En estos cincuenta años el
Estado latinoamericano logró mayor complejización (Smith, 1997).

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El Estado en América Latina

En la década de 1930 los Estados latinoamericanos ya estaban con-


solidados. Estos eran formalmente liberales, a pesar de la influencia de
la Iglesia Católica, como una constante en la historia latinoamericana.
Como señala Bethell (1998),

el principio de que la sociedad moderna debía contener un ‘ámbito público’


era aceptado, a pesar de que el acceso a esta arena era en la práctica extre-
madamente selectivo, relativamente inestable, patrimonial y clientelístico
y permeaba a prácticamente toda la administración pública. De hecho,
las bases sociales de estas formas radicales eran generalmente débiles —la
fragmentación de clase, étnica era la norma así como las lealtades locales
personales—. Los grupos de la elite no estaban acostumbrados a la noción
general de que las reglas públicas se tenían que aplicar también a ellos mis-
mos (Bethell, 1998: 382-383).

Los años veinte, treinta y cuarenta fueron de inestabilidad económi-


ca, política y social. La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial
impactaron mundialmente. En América Latina, las políticas keynesia-
nas instauradas después de la Segunda Guerra Mundial tuvieron eco.
La crisis de 1929 cambió la economía mundial. Esta tuvo efectos
negativos en economías de exportación-importación de la región:
disminución del precio y demanda de productos como el café, azúcar,
metales y carne, entre otros. Esta crisis económica ejerció presión sobre
los sistemas políticos latinoamericanos, afectando la credibilidad de
los gobiernos de la región y produciéndose desestabilización política
relacionada con intervenciones militares (Smith, 1997).
El modelo de Estado desarrollista se implementó en América Latina
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entre 1930 y 1980. Durante este periodo se constituyó un conjunto de


estrategias de desarrollo orientadas a promover la industrialización de
las economías de la región (Smith, 1997).
Según Smith, el respaldo ideológico y teórico al desarrollismo in-
dustrial se instaló en la década de los cuarenta a partir de dos fuentes
principales: el nacionalismo y la CEPAL. El nacionalismo se vinculaba al
antiguo deseo de autonomía y autodeterminación que parte del supuesto
que la independencia política se logra gracias a la independencia econó-
mica, la cual, a su vez, se lograba con la industrialización. La segunda
fuente fue la CEPAL, institución creada a fines de los cuarenta por Raúl
Prebisch. Las publicaciones de la CEPAL sostenían la idea de que, a lar-
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go plazo, las relaciones comerciales provocaban sistemáticamente una


desventaja de los países productores de materias primas (Smith, 1997).
El modelo cepalino se basó en las siguientes ideas: inserción del
paradigma en la lógica centro-periferia, orientación del desarrollo hacia
adentro, aumento del rol de la tecnología, industrialización sustitutiva
y el rol activo del Estado. Los instrumentos eran políticas arancelarias,
tributarias, cambiarias, incentivos al desarrollo industrial y atención a
las demandas sociales creadas por la migración campo-ciudad (Iglesias,
2006). Como señala Iglesias,

en ese contexto correspondía al Estado cumplir un papel protagónico,


para lo cual se crearon ministerios especializados, oficinas de planifica-
ción, y bancos de desarrollo destinados a movilizar recursos financieros
y tecnologías. La ampliación y fortalecimiento del aparato estatal fue el
instrumento básico de la política económica. El desarrollo impulsado
por esta estrategia transformó profundamente el perfil económico y
social latinoamericano (2006: 10).

Parte de las razones dadas para explicar la crisis de este paradigma


se centró en la autonomía del Estado para hacer frente a las demandas
de diversos sectores políticos y sociales, en otras palabras, frente a los
intereses particulares (Iglesias, 2006). Este modelo proponía, además,
establecer acuerdos internacionales sobre intercambio de mercancías,
emprender industrialización (países más grandes) y buscar integración
económica de los países de la región para así ampliar el consumo re-
gional (Love, 1980, citado en Smith, 1997). Los objetivos estratégicos
eran fortalecer la independencia económica y la creación de empleo.
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Entre las décadas de 1930 y 1960, el modelo ISI (Industrialización


por Sustitución de Importaciones) fue relativamente exitoso. La Gran
Depresión y la Segunda Guerra Mundial dieron una oportunidad a
las industrias de la región. Los gobiernos controlaron la competencia
extranjera con gravámenes y cuotas, fomentaron la industria con cré-
ditos y crearon industrias estatales. Países como Argentina, Brasil y
México desarrollaron industrias importantes (Smith, 1997).
La consecuencia social de este modelo fue el surgimiento de un
nuevo grupo: la burguesía industrial. En términos políticos, hubo dos
procesos: el desarrollo de la democracia, en que el Estado era cooptado

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El Estado en América Latina

por los industriales y trabajadores, y las alianzas populistas multiclase


(como en el caso de Perón en Argentina y de Getulio Vargas en Brasil)
(Smith, 1997).
Para atenuar diferencias en esas coaliciones, los Estados, especial-
mente los que habían emprendido la ISI, empezaron a actuar como
fuente de empleo y patronazgo: se crearon dos estructuras dentro del
Estado: una para la creación de política y de adelanto meritocrático y
otra para el patronazgo (Smith, 1997). Esto se vincula a una caracte-
rística de largo plazo del Estado latinoamericano: su autonomía frente
a diversos intereses. Con esta capacidad de autonomía se vincula, por
otro lado, el rol de los partidos políticos y su doble función de crea-
dores y ejecutores de políticas en el Estado, y, al mismo tiempo, de
organizaciones que satisfacen demandas clientelistas.
En el caso chileno, es a partir de la llegada del Frente Popular al
poder, en 1938, cuando el Estado adquiere un rol preponderante. Este
intervencionismo del Estado en la economía había comenzado en la
década del veinte, cuando Ibáñez creó instituciones estatales destinadas
a impulsar el crecimiento y el desarrollo del país: Ministerio de Fo-
mento (antiguo Ministerio de Obras Públicas), Banco Central (1925),
Servicio de Minas del Estado (1925), Caja de Crédito Agrario (1926),
entre otras. Muñoz Gomá (citado en De Ramón, 2010) considera que
1939 es el año en que se plasma conscientemente la búsqueda de la
industrialización nacional. Esto se vio acelerado por el terremoto de
1939, que incentivó la necesidad de reactivar y reconstruir el país. En
1939 Aguirre Cerda creó la Corporación de Fomento (CORFO). La
CORFO funcionó sobre la base de cinco líneas de acción: desarrollo
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de energía y combustibles, establecer determinadas industrias para sus-


tituir determinadas importaciones, desarrollo de la minería, desarrollo
de la agricultura y la pesca y, finalmente, transporte y comercialización
(De Ramón, 2010).
La debilidad del modelo ISI es posible observarla en los casos de
Argentina, México y Brasil. Se produjo crecimiento a corto plazo pues
los mercados nacionales se saturaron con facilidad. Por otro lado, los
procesos de producción necesitaban de la importación de bienes de ca-
pital. Los altos costos de producción se trasladaron a los consumidores

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en mercados protegidos. Las empresas no pudieron, con barreras de


protección y subsidios, competir en el mercado internacional.
Desde los setenta, especialmente durante los ochenta, el modelo
desarrollista hace crisis. Incluso se ha llamado a los ochenta como «la
década perdida de América Latina». El alto nivel de endeudamiento
de los países, de los Estados, y el cambio en las condiciones de los
préstamos, generó una aguda crisis económica en la región. Esta cri-
sis estuvo acompañada, en muchos casos, de quiebres democráticos
(Cavarozzi, 2002).

c) El Estado neoliberal

La crisis del Estado desarrollista en América Latina implicó un


proceso de cambio hacia un nuevo modelo de Estado: el modelo
neoliberal. El inicio de la crisis del Estado desarrollista se dio, como
señalamos, a partir de la crisis de la deuda en la década de los setenta.
El neoliberalismo es un tipo o modelo de administración de la
economía que se centra en el desarrollo de las fuerzas del mercado con
la menor intervención estatal posible. Se denomina reformas neolibe-
rales al conjunto de reformas introducidas en las últimas décadas del
siglo XX en América Latina (y en otras partes del mundo) destinadas
a reducir el rol del Estado en la economía. Por su parte, como Estado
neoliberal se denomina al Estado en tiempos de neoliberalismo.
La intensidad, ritmo y cobertura de las reformas neoliberales en
América Latina variaron de país en país. Gobiernos, analistas y acadé-
micos han clasificado estos cambios en reformas de primera y segunda
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generación. Las reformas de primera generación se centraron en es-


tabilizar las finanzas públicas de los países de la región, así como en
liberalizar los mercados y retirar al Estado de la producción de bienes
y servicios. Las reformas de segunda generación apuntaron a mejorar
la capacidad del Estado mediante el mejoramiento de sus instituciones.
Como señalamos, las reformas de primera generación, conocidas
como el Consenso de Washington, se vincularon con la necesidad de
mejorar las finanzas públicas. Es decir, reducir el déficit fiscal, disminuir
la inflación, disminuir el déficit de la balanza de pagos y restablecer
el crecimiento. Los instrumentos fueron la priorización del gasto
público (reducción de subsidios, focalización en gastos de educación

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El Estado en América Latina

y salud y reformas a impuestos, como el uso del IVA), manejo de la


tasa de interés, política comercial, incentivo a la inversión extranjera
directa, privatización, desregulación y mantención de los derechos de
propiedad.
El Consenso de Washington fue además la expresión del compro-
miso internacional con un conjunto de medidas orientadas a corregir
los desequilibrios financieros macroeconómicos de las economías en
vías de desarrollo. La corrección de estos desequilibrios era condición
para el crecimiento económico. Esta premisa resultó rápidamente
insuficiente (Stiglitz, 1999).
La literatura ha sostenido que el proceso de reforma no fue uni-
forme en cuanto al ritmo, país o tipo de reforma. Las reformas más
adoptadas fueron aquellas que dicen relación con las políticas co-
merciales y la liberalización financiera. Diferencias importantes entre
países y sectores se dieron en las reformas al sistema de impuestos y
privatizaciones. El consenso más amplio se presentó en reformas a las
políticas macroeconómicas (Morley y Pertinatto, 1999).
En términos de distribución del ingreso, las reformas neoliberales
tuvieron un efecto regresivo, aunque no estadísticamente significativo
(Morley, 2000). Se produjo un aumento del sector informal (Hoffman
y Portes, 2003).
En cuanto al crecimiento, el resultado no fue igual para todos
los países. Los que más crecieron fueron Argentina, Bolivia, Chile y
Uruguay; los países con crecimiento intermedio fueron Costa Rica,
República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Honduras y Perú.
Los más retrasados en el crecimiento, hasta el 2000, fueron Brasil,
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Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Venezuela (Paunovic, 2000).


Como señalamos, las reformas neoliberales fueron introducidas en
contexto de dictadura y democracia. La ciencia política ha establecido
el vínculo entre neoliberalismo y populismo en aquellos países en que
se introdujeron estas reformas con gobiernos de este tipo, como es
el caso de Perú (con Fujimori), Argentina (con Menem) y Brasil (con
Collor de Melo). En estos tres casos, sus líderes buscaron apoyo de
las masas no organizadas para criticar a la elite política. Una vez en el
gobierno, introdujeron las reformas (Weyland, 1996). También se ha

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analizado la introducción de estas en contextos autoritarios, como en


el caso chileno (Huneeus, 2002).
Por ejemplo, en materia de privatizaciones, entre 1990 y 1996, el
53% de las privatizaciones a nivel mundial fueron hechas en América
Latina (Panzetti, 1999). Otros estudios han evaluado el estado de las
privatizaciones en América Latina (Chong y López-de-Silanes, 2003).
Como reformas de segunda generación se denomina a aquellas
reformas vinculadas más directamente con el Estado y su capacidad,
como por ejemplo, modificaciones al servicio civil, Poder Judicial, entre
otros. Por otro lado, en los noventa se dio paso al aumento del gasto
social (después de su disminución en los ochenta). Los organismos
financieros internacionales (OFI) tuvieron influencia en el menú de
políticas a adoptar (Weyland, 2004).
Como señala Echebarría,

los economistas neoclásicos asumieron como dadas ciertas condiciones


que suelen estar ausentes en los países en desarrollo: un sistema jurídico
que ampare la seguridad de los derechos de propiedad, dispositivos
regulatorios que eviten el fraude y la restricción de la competencia,
mecanismos fiables de resolución de conflictos, una sociedad mínima-
mente cohesionada en torno a valores de cooperación, instituciones
políticas que amortigüen tensiones sociales y un Estado limitado y
controlado por contrapesos entre sus diversos poderes. El aprendizaje
no ha sido gratuito, quedando en el camino el coste económico y social
de la transición al mercado en la antigua Unión Soviética, los pobres
resultados de las reformas económicas en América Latina y la crisis
financiera en el Sudeste Asiático (2001: 6).
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La ciencia política se ha centrado en el análisis de las consecuencias


de las reformas (de primera y segunda generación) en los países de la
región, en su vínculo entre la democratización y las reformas económicas
(Haggard y Kaufman, 1995), así como en los efectos de estas reformas
en la pobreza y desigualdad y en el estudio específico de modelos de
Estado de Bienestar en general (Huber, 2002) y políticas públicas en
particular (Madrid, 2002). Numerosos estudios de caso dan cuenta de
la singularidad de estos procesos históricos en la región6. Las áreas más

6
Para el caso chileno, por ejemplo, ver French Davis (1999); para los casos de
Chile, Argentina y México, ver Teichman (2001).

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El Estado en América Latina

analizadas han sido las políticas de salud, educación y pensiones. Por


ejemplo, Huber (2002) analiza diferentes políticas implementadas en la
región con el objetivo de establecer modelos de capitalismo, entendidos
como un conjunto de políticas económicas y sociales en un contexto de
economías de mercado. Para Huber (2002), las políticas son el resultado
de distribuciones de poder y opciones políticas de los actores.
El neoinstitucionalismo como enfoque predominante en las ciencias
sociales (incluida la ciencia política) también se aplica para entender
la importancia de las instituciones en el desarrollo económico y social
neoliberal. El neoinstitucionalismo económico, cuyos representantes
máximos son Olson (1965) y North (1985), se basa en el análisis de las
instituciones que influyen en el desarrollo económico. En esta lógica,
las instituciones ayudan al mercado pues sirven como base para reglas
del juego necesarias para el funcionamiento de los mercados (la base
jurídica del Estado liberal de derecho) (Echebarría, 2001).
En otras palabras, se argumenta, desde la economía, que las re-
formas de primera generación dejaron en evidencia la necesidad de
mejorar la calidad del sector público (Tanzi, 2000).
Una reflexión interesante fue planteada por Lechner (1986) en la
década de los ochenta, en medio del debate sobre la caída de las demo-
cracias y las consecuencias de las reformas estructurales. Argumentaba
el autor sobre la falta de teoría sobre el Estado capitalista:

Las dificultades para precisar qué y cómo es el Estado capitalista sui


generis en la región revelan un ‘déficit teórico’ que contrasta con la
movida lucha política. Precisamente porque los conflictos en las socie-
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dades latinoamericanas siempre involucran al Estado, su insuficiente


conceptualización deja de ser un asunto académico. Presumo que a
las recientes crisis políticas no les es ajena una crisis de pensamiento
político. La teoría política no solo orienta la solución de los problemas,
ofreciendo normas sobre la selección, clasificación y combinación de los
‘datos’ (lo real y lo causal) sino que es ella misma parte del problema.

Agregaba Lechner:

El actual recelo contra el Estado y la política puede apoyarse en la tradi-


ción teórica occidental. En la medida en que la temática del Estado fue
incorporada al campo de la ciencia política y, en particular, a la reno-

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vación norteamericana de la disciplina, ella quedó reducida al gobierno


(government) y al sistema político (political system). Aquí el fenómeno
estatal se esfuma tras la aparente concreción de las instituciones. El interés
pragmático por la gobernabilidad se sobrepone al antiestatismo de la
filosofía liberal sin replantear la problemática. Tampoco las corrientes
marxistas, una vez superado el reduccionismo economicista, han logrado
desarrollar una determinación positiva del Estado (Lechner, 1986: 7-8).

Numerosos análisis estadísticos han vinculado la capacidad institu-


cional de los Estados con el desarrollo económico (Echebarría, 2001).
El pilar de esta argumentación fue el Informe de Desarrollo Mundial de
1997 del Banco Mundial, titulado «El Estado en un mundo de trans-
formación», que da cuenta de la importancia estatal en el desarrollo.
En 1999, el BID aprobó una «Estrategia de modernización del Estado
y fortalecimiento de la sociedad civil».
Algunos estudios son de carácter cuantitativo e intentan medir la
capacidad institucional de los países en la región (Payne y Losada, sin
fecha), apoyados por el BID y su división Estado y Sociedad Civil del
Departamento de Desarrollo Sustentable.
Por lo tanto, de anular la importancia del Estado en el desarrollo
económico producido durante los años de la efervescencia neoliberal,
se ha avanzado a considerar el Estado como un factor importante
en el desarrollo de los países. En esa lógica se entiende al Estado no
en oposición al mercado, que comparte la preocupación por el bien
público con la sociedad civil.
Las reformas institucionales tienen dos grandes áreas: mejora de la
democracia liberal y modernización de las administraciones públicas. La
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segunda área de reformas se refiere a la modernización administrativa,


«entendida como un cambio discontinuo de las instituciones creadas por
el Ejecutivo para cumplir las funciones que recibe» (Echebarría, 2001: 16).
Por otro lado, en los últimos años los cientistas políticos se han dedi-
cado también a analizar la trayectoria de los países de la región en cuanto
a la trayectoria del modelo de desarrollo neoliberal. Por ejemplo, Panizza
(2009) realiza un análisis que se centra en el análisis del desarrollo econó-
mico y la democracia más allá del Consenso de Washington. Asimismo, se
ha profundizado la trayectoria de la izquierda latinoamericana en estos

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contextos de modelos neoliberales en América Latina (Burdick, Oxhorn


y Roberts, 2009; Panizza, 2009; Weyland, Madrid y Hunter, 2010).
En términos de cómo se elige el poder que administra el Estado,
parte de la literatura se ha dedicado a analizar la democracia, la capa-
cidad de representación de los actores, los partidos y los gobiernos, así
como la valoración ciudadana de este tipo de régimen (LAPOP, 2010).
Los Estados latinoamericanos cumplen sus funciones en socieda-
des complejas: administran la inserción económica y política de sus
países en contextos de globalización y al mismo tiempo administran
economías y sociedades nacionales.
Los influencia, por otro lado, indirectamente, en la medida que la
globalización como proceso influencia a diferentes sectores ante los
cuales el Estado debe responder.
Otros autores también se han centrado en analizar los modelos de
Estado de Bienestar en la región a partir de los cambios introducidos
por las reformas estructurales. En el modelo neoliberal, el bienestar
social es producto del funcionamiento del mercado. En el modelo
puro la intervención del mercado por parte del Estado solo tiene que
producirse para garantizar o mejorar la competencia y proteger las
instituciones necesarias para el funcionamiento del mercado, como es el
derecho a la propiedad y a la libre competencia. Es el individuo, a través
del mercado laboral, quien tiene que procurarse su propio bienestar.
El análisis de Estado de Bienestar mencionado en la sección an-
terior en el caso latinoamericano es complejo por los altos grados de
informalidad del sector laboral. Gough (Gough et. al., 2004, citado en
Marcel y Rivera, 2008) propone utilizar el concepto de «resultados de
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bienestar». El grado de informalidad hace inviable el uso del concepto de


desmercantilización del trabajo. A partir de esto, se presentan dos tipos:
Estados potenciales de Bienestar y sistemas informales de seguridad.
Marcel y Rivera (2008) proponen un análisis empírico de Estados
de Bienestar en América Latina en base a quien provee el bienestar.
Se clasificaron en cuatro los proveedores: proveedor bienestar Esta-
do, proveedor bienestar mercado, familia, empresas e informalidad.
Se analizó cualitativamente a los diecisiete países de América Latina
en base a tres categorías: quien provee el bienestar alto, el bienestar
medio y el bienestar bajo. En Argentina, por ejemplo, los proveedores

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de bienestar alto son el Estado y las empresas; del bienestar medio, el


mercado e informalidad; y del bienestar bajo, la familia. En el caso de
Chile, el proveedor alto es el Estado y el mercado; del bajo la familia,
las empresas y la informalidad. Se clasifican en siete regímenes de bien-
estar: socialdemócrata (Brasil y Uruguay); potencial Estado de Bienestar
(Argentina, Chile, Costa Rica); conservador (México); conservador
familiarista (Ecuador, El Salvador y Venezuela); dual (Bolivia); informal
(Colombia, Panamá, Perú) y; desestatizado (Guatemala, Honduras,
Nicaragua y Paraguay).
América Latina se ha definido como una región de contradicciones.
Si bien la mayoría de los países tienen un rango medio de desarrollo,
ampliando a la población los servicios básicos, la región presenta uno de
los mayores niveles de desigualdad del mundo (Marcel y Rivera, 2008).
El Estado latinoamericano desarrolla funciones de las sociedades
complejas: la dirección de los asuntos públicos, el manejo de los efectos
de la globalización, la relación entre la ciudadanía y el Estado. Por
otro lado, presenta permeabilidad ante proyectos políticos y enfrenta
amenazas internas como el narcotráfico.

f) El cómo y el quiénes: administración pública y burocracia

Si el Estado tiene una función política clave a través de quienes


ganan el gobierno, también tiene una dimensión administrativa
y concreta que se refiere a manejar, gestionar las funciones de
administración de los temas públicos a través de la puesta en práctica
de la legislación, los servicios, etc. La burocracia, o el conjunto de
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funcionarios responsables de hacer cumplir las funciones del Estado


(por ejemplo, cobro de impuestos, el hacer cumplir la ley, entre otros),
ha existido, y seguirá existiendo, mientras haya algún tipo de organi-
zación política.
Por otro lado, se sostiene que las reformas a la administración pública
no han sido necesariamente el objeto principal de las reformas al Estado.
Primero, por la tendencia a incrementar la democratización de la región
(explicitada en cambios tendientes a mejorar la transparencia, la rendición
de cuentas y la participación); y segundo, por las reformas neoliberales que
redujeron el rol del Estado en la economía y valoraron prioritariamente la
administración fiscal de los Estados (Echebarría y Cortázar, 2007). En este

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contexto se inscriben las reformas de primera y segunda generación que


mencionaremos más adelante y la influencia de la nueva gestión pública
como modelo orientado a mejorar la eficiencia y eficacia del sector público.
La administración pública es el concepto utilizado para denominar
aquella parte o ámbito responsable de poner en práctica las funciones
del Estado. Es posible definir a la administración pública como el con-
junto de reglas formales e informales, instituciones, personas, prácticas
y capacidades. El objetivo es convertir políticas, leyes y el presupuesto
en servicios útiles para los ciudadanos. En esta labor de intermediación,
la administración pública no es neutral. Su forma e incentivos influyen
en los ciudadanos (Echebarría y Cortázar, 2007). Por su parte, la ges-
tión pública es un concepto centrado más en el cómo se trabaja, en la
implementación del trabajo de los funcionarios públicos.
El estudio de la administración pública y la burocracia ha sido
abordado principalmente por los propios estudios de administración
pública (Peters, 2001; Bozeman, 2006). Se ha debatido también sobre
los alcances de una ciencia de la administración (Aguilar Villanueva,
2008). Desde la perspectiva de la ciencia política, se ha abordado
poco el tema de la burocracia y la administración pública7. El foco se
ha puesto en estudiar el vínculo entre burocracia y política y la forma
en que actores políticos (líderes y partidos) se vinculan con el Estado
(Suleiman, 1984, 2003; Aberbach, Putnam y Rockman, 1981).
El estudio de las burocracias (el quiénes) y la gestión pública (el
cómo) no ha sido abundante en América Latina, sobre todo por la falta
de datos e información para analizar casos nacionales o para realizar
estudios comparados (BID, 2004). En las últimas décadas, el mayor
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conocimiento comparado de las burocracias (o servicio civil) ha veni-


do de la mano de los organismos internacionales. Organismos como
el FMI8, el Banco Mundial y el Banco Interamericano del Desarrollo
(BID) para América Latina, han dedicado esfuerzos para estudiar las

7
Excepciones son los estudios de Laurence Whitehead (1994), quien analiza la
organización estatal latinoamericana desde 1930, y los de Peter Cleaves (1974),
quien realiza un estudio de caso sobre el Ministerio de Vivienda en Chile.
8
Un ejemplo de este tipo de trabajo es un documento conjunto del Banco Mundial
y el FMI (2002), que explicita la colaboración de ambos organismos en la reforma
al servicio civil en la región. El estudio concluye con estudio de casos de países de
América Latina, África y Asia.

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burocracias en América Latina (Echebarría, 2006). En general, se sos-


tiene que la información sobre el servicio civil es escasa en la región,
por lo que es complejo poder realizar estudios comparativos.
Parte de esta administración se constituye de la burocracia, o el conjunto
de personas o funcionarios responsables de llevar a cabo las funciones del
Estado. En particular, la burocracia está conformada por los funcionarios
públicos encargados de administrar el Estado. El estudio de la burocracia por
parte de la ciencia política y las ciencias de la administración se compone de
diversos aspectos: el sistema de ingreso a la carrera funcionaria; el sistema
de calificación; el sistema de remuneraciones; su organización, es decir, si
es general o especializada y; finalmente, su dependencia o autonomía con
respecto al estamento político del gobierno y del Estado.
En el tema del ingreso se oponen los principios del mérito versus
el patronazgo. Una perspectiva es que la burocracia debe representar a
la población en cuyo nombre administra las políticas, pues favorece la
igualdad, la diversidad y no la imposición de la cultura dominante. Con
respecto al tipo de preparación para el ingreso, esta puede ser genera-
lista (como en Gran Bretaña) o especialista (como en Francia, donde la
ofrece el propio Estado). Con respecto al tipo de reclutamiento, se debe
establecer si es generalizado (como en Francia y Gran Bretaña) o por
agencia (como en Estados Unidos). Respecto a la carrera, el estudio se
centra en cómo es el tipo de ascenso, si es una carrera de por vida, si tiene
incentivos individuales, colectivos, o de otro tipo; también se profundiza
en cómo es el pago en relación al sector privado (Peters, 2001).
Weber definió la burocracia en el Estado moderno: rutinas, je-
rarquización y normas. Al comenzar el periodo moderno, todas las
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prerrogativas de los Estados se concentraron en los monarcas, que


prosiguieron con rigor la burocratización administrativa. El Estado
moderno depende de una estructura burocrática. Sobre la base de esta
conceptualización se estructuró buena parte de la burocracia occidental.
Recientemente, nuevos paradigmas de gestión (por ejemplo, Reinven-
ción del Gobierno, Nueva Gestión Pública) han introducido cambios
en la manera de trabajar de las burocracias estatales (Thompson,
2008). En América Latina, estas reformas, centradas en la emulación
del sector privado, se han aplicado sobre estructuras burocráticas y
administrativas que no han completado las características centrales de

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la burocracia weberiana. Esto implica, en la práctica, que en un mismo


Estado es posible encontrar prácticas preweberianas y, al mismo tiempo,
reformas tipo Nueva Gestión Pública.
Modernización del Estado basada en reformas neoliberales. Cambios
en la gestión orientada al mejoramiento de la eficiencia del Estado. El
paradigma es la eficiencia del Estado. Otros valores promovidos son la
transparencia, la rendición de cuentas y la participación de los ciudada-
nos como consumidores del Estado. El ciudadano es cliente y usuario.
El paradigma es la nueva gestión pública, modelo de trabajo del Estado
que tuvo como países líderes a Inglaterra, Nueva Zelandia y Australia.
Desde la ciencia política se ha observado el Estado con modelos
de bienestar incompletos del Estado desarrollista. La crisis del modelo
y la interrupción democrática en materia de gobiernos dictatoriales en
términos de modelo económico y represión de las fuerzas armadas y
después de los procesos de transición. Se ha mirado al Estado como un
ente reducido en el modelo neoliberal de desarrollo. Además, se hace
una mirada a las debilidades del Estado en cuanto a su autonomía,
capacidad institucional y capacidad burocrática para conducir pro-
cesos de desarrollo. En las últimas décadas, los conceptos de reforma
al Estado y modernización del Estado han sido amplia y difusamente
extendidos. Cientos de investigaciones han dado cuenta de los cambios
en el rol y en la gestión del Estado.
Para la modernización del Estado se ha tomado la experiencia del
sector privado como el paradigma a seguir. Las modas de cambios se
centraron en las últimas décadas, en lo que se denominó nueva gestión
pública. En América Latina estos cambios se han dado en Estados que
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no han completado las reformas necesarias para contar con un Estado


autónomo y capaz, como lo planteaba Max Weber.
En la última década ha cobrado fuerza el argumento institucional
para explicar la desigual trayectoria de los países de la región, una vez
que se avanzó hacia el modelo neoliberal y en la consolidación de la de-
mocracia. En este sentido, se ha privilegiado el analizar las debilidades
de diversas instituciones estatales para explicar este desigual camino
(Echebarría, 2001). Se vincula el interés en entender cuál es el rol de las
instituciones en el desarrollo con la capacidad estatal para desarrollar
sus actividades. De última se vincula también con la democracia.

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La burocracia en América Latina en los tiempos de la Colonia


provenía de las coronas europeas. Posteriormente, con los procesos
de independencia, los Estados latinoamericanos comienzan a contar
con funcionarios que se van encargando de las diferentes funciones del
Estado, estructurados en los ministerios. Con el tiempo, y en la medida
que las labores se fueron complejizando, la burocracia fue aumentando.
Uno de los temas más importantes vinculado a la burocracia se
relaciona con la neutralidad, autonomía y vínculo con la política de
la burocracia. En otras palabras, cuán autónoma de la política es la
burocracia (Peters, 2001). En América Latina, en general, esta auto-
nomía es precaria. También se ha debatido sobre la neutralidad de los
funcionarios públicos (Echebarría y Cortázar, 2007).
Vinculado a las reformas de segunda generación, mencionadas en
la sección anterior, y al rol de los organismos internacionales, espe-
cialmente el BID, en la generación de conocimiento empírico sobre los
recursos humanos en el sector público, se ha desarrollado literatura
sobre las reformas administrativas en la región. Esta literatura utiliza
conceptos similares para dar cuenta de los procesos de cambio dentro
de la administración pública latinoamericana. Por ejemplo, conceptos
como modernización del Estado y reforma al Estado sirven para dar
cuenta de los cambios en la materia. Sucede lo mismo con reformas
a sectores específicos como la Justicia, el gasto público, entre otros.
Otra literatura, vinculada más al formato de ensayo, da cuenta de
los cambios sufridos por el Estado en la región a raíz de las reformas
estructurales, las experiencias autoritarias y los procesos paralelos de
redemocratización y desarrollo económico en tiempos de economía
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neoliberal. Esta literatura contiene un ámbito normativo vinculado a


la necesidad de mejorar la democracia, la inclusión y la disminución
de la pobreza y desigualdad en la región.
Como señala Echebarría,

la reforma administrativa constituye el segundo gran ámbito de refor-


ma de la institucionalidad pública. La reforma administrativa puede
definirse como el cambio discontinuo de las instituciones creadas para
que el Poder Ejecutivo pueda cumplir las funciones que recibe. En la
democracia liberal la administración pública está dotada de autonomía
para asegurar el cumplimento objetivo de sus funciones, adoptando un

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El Estado en América Latina

dispositivo de instituciones que abarcan, entre otras, la organización y


el procedimiento administrativo, el régimen y gestión de empleo públi-
co, la gestión financiera y presupuestaria, las políticas de contratación
y compras, el régimen y la gestión del patrimonio público, el control
judicial de los actos de la administración y la regulación de la posición
subjetiva de los ciudadanos (Echebarría, 2001: 16).

El 2004 el BID sostenía, al evaluar diecisiete países de la región,


que existían problemas de información para analizar el servicio civil
en América Latina. Por otro lado, se destacó la falta de planificación
respecto a las necesidades de funcionarios públicos. Además, existe un
importante peso del gasto en funcionarios como total del gasto público.
Como señalamos, ha sido especialmente el BID quien ha desarrollado
estudios analítico-comparativos sobre el servicio civil en América Latina.
Uno de ellos es el publicado en 2006, en que analiza comparativamente
los sistemas de servicio civil de todos los países de la región. Se define el
servicio civil como «el sistema de gestión del empleo público y los recursos
humanos adscritos al servicio de las organizaciones públicas, existente
en una realidad nacional determinada» (Echebarría, 2006: 4). El servicio
civil está compuesto por arreglos instituciones que regulan el empleo en
el sector público. Las principales conclusiones apuntan a debilidades en la
planificación de los recursos humanos (con la excepción de Brasil y Chile).
Por otro lado, se observa falta de claridad en puestos y roles; asimismo, el
nivel de evaluación del rendimiento tampoco está extendido y, si existe,
es sobre todo formal. En cuanto a la gestión del empleo, se cuenta con
amplia variación en reclutamiento y selección, ya que la movilidad es baja
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en los dieciocho países analizados y en todos existe la inamovilidad para


los funcionarios públicos. El ingreso por mérito se ha extendido en todos
los países de la región. Asimismo, todos los países cuentan con cargos de
confianza política. El promedio de la región es un 3% del total (baja a
1% si se saca a Bolivia, Brasil y Guatemala). La información anterior se
basa en la proporción que puede, legalmente, ser de confianza política,
pero se desconoce la proporción que se da en la práctica. En un nivel de
0 a 5, siendo 0 el nivel más discrecional, Brasil rankea 5; Chile y Costa
Rica, 3; Venezuela, México, Argentina, Uruguay y Colombia, 2; Nicaragua,
Guatemala, Paraguay, Perú, Ecuador, República Dominicana y Bolivia, 1
y; Panamá, El Salvador y Honduras, 0 (Echebarría, 2006).

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El sistema menos desarrollado es el de la gestión de rendimiento, lo


que revela lo conflictivo que es introducir estos mecanismos. De hecho,
el nivel 5 no lo ocupa ningún país en este aspecto. El que contiene un
mejor sistema de evaluación de rendimiento es Chile, que tiene un valor
de 3, estando la mayoría en el nivel 0 (Echebarría, 2006).
En cuanto al impacto de las reformas en el empleo público, este
disminuyó de 5.3% en 1995 a 4.1% en 1999, con una fuerte varia-
ción entre los países. El gasto público en empleo se incrementó de
un 7.3% en 1995 a un 7.8% hacia finales de los noventa. Es decir,
disminuyó la cantidad de empleados pero aumentó el gasto en ellos
(Echebarría y Cortázar, 2007).

g) El Estado y las políticas públicas

Buena parte del análisis mencionado más arriba, respecto a las


consecuencias de las reformas neoliberales en el Estado, se ha dado a
través del uso de un enfoque de políticas públicas. Es decir, el análisis
de las acciones del Estado para solucionar los problemas públicos.
El enfoque de políticas públicas nace en Estados Unidos a fines
de los cincuenta con el objetivo de estudiar el proceso de decisiones
y acciones del Estado, para mejorar dicho proceso y así contribuir a
la democracia.
En América Latina, el enfoque de políticas públicas ha venido de
la mano de reformas a procesos de administración del Estado en las
nuevas democracias. El rol de los organismos internacionales ha sido
clave para la difusión de este enfoque.
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La literatura dedicada al estudio de las políticas públicas se caracte-


riza por tres aspectos: orientación a la solución práctica de problemas,
su enfoque multidisciplinario, y la vinculación de este estudio con
opciones valóricas como la democracia (De León y Vogenbeck, 2007,
citado en Dávila, 2011).
Desde la ciencia política, las políticas públicas estudian una di-
mensión particular del poder, de los Estados y los gobiernos: las ac-
ciones y omisiones del Estado en problemas concretos que afectan a
las sociedades complejas y democráticas en el mundo contemporáneo.
En términos metodológicos, las políticas públicas son analizadas
desde diferentes ópticas. Las técnicas cuantitativas permiten generar

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información cuantificable y general sobre las diferentes variables que


se pueden destacar a la hora de estudiar los problemas y soluciones
públicas (Yang, 2007). Esta información es útil tanto para el gobierno
como para los académicos. Por su parte, la metodología cualitativa
permite analizar en mayor detalle las especificidades de ciertas políticas
(Sadovnik, 2007). Los primeros han estado vinculados históricamente
a la economía, mientras que los cualitativos a los estudios provenientes
de las ciencias sociales. Particular importancia en este enfoque tiene
el estudio de caso, como herramienta para conocer las especificidades
de ciertas políticas.
Dentro de las diversas tipologías, sin duda la más utilizada, tanto
por analistas, decision makers y académicos, es el de ciclo de política,
el cual divide la política en tres etapas: diseño, implementación y
evaluación. El diseño se refiere a la creación de la política, la imple-
mentación a la gestión y la evaluación a la generación de información
que permite conocer cómo ha funcionado determinada política. Cada
etapa ha desarrollado su literatura específica que la vincula con el
Estado de manera diferente. La etapa de diseño implica cómo los
Estados y los gobiernos manejan la agenda pública y la creación de
las políticas, los actores en juego, las reglas, etc. La implementación
o gestión de políticas públicas se vincula con el Estado al analizar
los problemas de gestión que se generan en determinadas políticas
(por ejemplo debido al mal diseño, a la oposición de la burocracia,
a la falta de coordinación, entre otros). Finalmente, la evaluación se
vincula con el Estado en la medida que la información generada por
la evaluación de políticas es útil para redefinir las mismas políticas.
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En América Latina, esta última etapa, la de evaluación de políticas,


es la menos desarrollada.
En los últimos años, diversos estudios han dado cuenta de los fac-
tores políticos del proceso de toma de decisiones en políticas públicas
en América Latina (Stein y Tommasi, 2006). Esto se vincula con lo
mencionado anteriormente en cuanto a la valoración de los factores
institucionales y políticos para explicar la trayectoria de los países en la
región después de las reformas estructurales (Scartascini et al., 2011).

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5. Conclusiones
Este capítulo ha abordado las principales características del Estado
latinoamericano desde sus orígenes coloniales. Los criterios de análisis
dieron cuenta de la definición de Estado, sus elementos y los diferentes
modelos que han sido y son aplicados en la región. En honor de la
unidad de análisis, el Estado latinoamericano, se realizaron genera-
lizaciones que solo dan cuenta de los fenómenos de manera amplia.
El Estado latinoamericano se construyó sobre la base de un pasado
colonial y una sociedad integrada por diversas culturas. Los Estados de
la región han vivido procesos políticos, sociales y económicos comunes
desde su independencia. Han aplicado modelos económicos que han
variado su rol en la sociedad y en la economía.
El Estado contemporáneo en América Latina enfrenta numerosos
desafíos que se vinculan con la democracia y su profundización —efec-
tividad—, así como en el manejo de las tensiones derivadas del proceso
histórico de globalización.
Desde la perspectiva de la ciencia política, el estudio del Estado
latinoamericano se ha centrado, en las últimas décadas, en el estudio de
los efectos de las reformas estructurales, así como en el mejoramiento
de la calidad de la democracia (transparencia, rendición de cuentas).
Por otro lado, los organismos internacionales han tenido un rol en el
desarrollo de estudios sobre la burocracia y el servicio civil.
Quedan pendientes numerosos temas respecto al Estado en la región.
Por ejemplo, falta profundizar, desde la ciencia política, la relación entre
los partidos políticos y el Estado en cuanto al análisis de las opciones
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de políticas de quienes ocupan el poder. Falta también conocimiento


respecto a cómo operan los diversos actores dentro del Estado.

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