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Imágenes del cuerpo en Me:anesia:

sustancias culturales y metáforas


naturales

Bruce M. Knauft

Fotografías de Eileen M. Cantrell

Nota introductoria

Antes de empezar es preciso hacer una advertencia importante. No es nuestra inten-


ción describir las creencias y actividades melanésicas relacionadas con el cuerpo tal como
existen actualmente, porque han estado sometidas a multitud de transformaciones en la
época colonial y poscolonial. En lugar de ello, nos centraremos en aspectos de las
costumbres y la imaginería del cuerpo que estaban totalmente establecidos antes de la
intervención occidental y la pacificación. En algunos casos, estas creencias y costumbres
han perdurado casi hasta hoy día, pero en muchos otros, no'. Melanesia no es una tierra
de la «edad de piedra»; se compone en gran medida de países independientes del sur del
Pacífico, algunos de los cuales tienen gobiernos elegidos democráticamente y un con-
vencido electorado que, entre los pequeños estados tercermundistas, resulta ejemplar en
muchos sentidos. No obstante, esta realidad presente no es óbice para que estudiemos
creencias y costumbres que han sido tradicionales en Melanesia, sobre todo teniendo en
cuenta su maravillosa riqueza y diversidad. El pueblo que hemos estudiado nosotros en
particular, los gebusi del sur de Nueva Guinea, estaba orgulloso de su herencia cultural
e impaciente por mostrársela a otros; las fotos que acompañan este trabajo son de él.
Para salvar la distancia de las diferencias, es indispensable respetar sinceramente la
diversidad cultural. Como esperamos demostrar, es mucho lo que podemos aprender de
unas creencias y costumbres acerca del cuerpo que, a primera vista, pueden parecer
extrañas o exóticas.
***

Con más de setecientos grupos culturales distintos y, quizá, una sexta parte de las
lenguas del mundo, la Melanesia precolonial era un microcosmos de la increíble diver-

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sidad humana existente antes de la aparición del Estado. Por razones 'geográficas e
históricas, muchas sociedades melanésicas continuaron sin entrar en contacto con Oc-
cidente hasta el siglo XIX, e incluso hasta el XX. Este hecho hizo de ellas una fuente casi
inagotable para la investigación antropológica. La diversidad y el extremismo de las
costumbres melanésicas han sido particularmente grandes en la esfera de las creencias
espirituales, los ritos, la sexualidad y la violencia —y en las correspondientes creen-
cias y hábitos relacionados con el cuerpo.
Aun cuando nos hayamos limitado en gran medida a la parte occidental de Melanesia,
en particular a Papúa y Nueva Guinea y las islas adyacentes, la variedad etnográfica es
enorme. En algunas sociedades había complejas costumbres corporales que eran funda-
mentales en los ritos y la cosmología, especialmente porque representaban formas
espirituales y simbolizaban la regeneración cósmica y la autoridad de los espíritus. La
vitalidad y el desarrollo corporal masculinos eran muy importantes en muchas culturas
de Nueva Guinea, y al menos el diez por ciento de las sociedades melanésicas practica-
ban la homosexualidad masculina ritual —por ejemplo, la «transformación» de los
jóvenes en hombres inseminándolos con fuerza vital masculina (semen). La heterosexua-
lidad también ha tenido multitud de formas en Melanesia, desde el pánico del varón a
la contaminación sexual y menstrual de la mujer hasta el acto sexual realizado con una
joven por todos y cada uno de los hombres del clan de su marido —para aumentar su
fertilidad y producir un elixir dador de vida con la mezcla de los fluidos sexuales
masculinos y femeninos. La violencia ejercida en el cuerpo ha sido igualmente diversa,
abarcando desde traumáticas iniciaciones masculinas, sacrificios, amputaciones de dedos
y estrangulamientos de viudas hasta la caza de cabezas caníbal, el endocanibalismo
(comerse a los propios muertos), el uso de cadáveres para la adivinación o para untarse
o beberse sus fluidos y el empleo de partes de esqueletos humanos como reliquias. La
guerra y el asesinato de enemigos formaban parte de complejos ritos que eran endémicos
en casi toda Melanesia durante la época precolonial. Quizá por oposición a esto, el
atavío del cuerpo vivo ha sido la principal forma de arte melanésica, con una variedad
y belleza decorativas que se correspondían con la complejidad del simbolismo espiritual
y la transformación ritual de las distintas zonas. Las insignias y marcas de posición social
añadidas al cuerpo indicaban aspectos muy diversos relativos a la edad, el sexo y el
prestigio. Las ideas sobre la anatomía y la constitución física también han sido muy
variadas, y entre ellas figuraban complicadas creencias locales relacionadas con la in-

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fluencia de la alimentación, los sucesos diarios y las sustancias corporales en la concep-


ción, el desarrollo, la madurez, la enfermedad, la senectud y la muerte.
Si la función de la antropología consiste en encontrar en otras culturas un espejo de
nosotros mismos y de la humanidad en general, en Melanesia ese espejo se ha partido
en pedazos que forman un mosaico de intrincadas inversiones y permutaciones —una
panoplia estructuralista. Ordenar las facetas de esta gema es una tarea para la que haría
falta el genio de Lévi-Strauss y que queda todavía por hacer. En el presente contexto,
intentaremos mostrar al menos algunas de las creencias y costumbres melanésicas rela-
tivas al cuerpo, y lo haremos con cuidado de no caer en las dos grandes trampas de la
etnografía: la explotación de los hechos —presentar lo sensacional fuera de contexto—
y el particularismo —dar muchos detalles de sólo unas cuantas culturas y zonas cultu-
rales melanésicas y hacer caso omiso de las restantes.
¿Cómo se ha de enfocar la diversidad de imágenes y actividades melanésicas tradi-
cionales relacionadas con el cuerpo? En primer lugar, es preciso considerarlas dentro de
su contexto regional y cultural: lo que parecen ser extrañas o exóticas costumbres o
creencias sobre el cuerpo son significativas dimensiones de complejos sistemas simbóli-
cos. En segundo lugar, han de considerarse teóricamente a través de procesos de
constitución del cuerpo que son muy corrientes en Melanesia, si no característicos de allí.
Nos ocuparemos primero de estos últimos en su aspecto general.
Los conceptos culturales del cuerpo, al estar tan mezclados con la realidad de cómo
se percibe y experimenta éste, parecen absolutamente naturales y básicos. Aunque el
cuerpo sea eminentemente «natural», es precisamente el hecho de percibirlo así lo que
hace que estén tan arraigados en la psique colectiva conceptos de él culturalmente
variables. En realidad, en todas partes son factores sociales y culturales los que generan
las imágenes del cuerpo.
En Melanesia, el crecimiento y el desarrollo del cuerpo se definen fundamentalmente
por medio de las relaciones sociales y espirituales. Esta idea es importante, pero para el
occidental poco versado en antropología, resulta, a veces, difícil de entender. Nuestro
individualismo y atomismo personal están tan arraigados, que la independencia del
cuerpo individual como entidad biológica cae por su peso; el aislamiento conceptual del
cuerpo y su identificación con una personalidad individualista son para nosotros tan
naturales como ajenos para otras culturas. Pero consideremos las sociedades en que es
social y colectivamente como se constituye el cuerpo. En ellas, su estructura física,

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incluido el género, no queda totalmente determinada en el momento de la concepción,


sino que se va haciendo poco a poco de acuerdo con las acciones y pensamientos de los
parientes, los espíritus y el individuo mismo. La salud y el buen estado del recién nacido
pueden ser afectados por actos impropios cometidos por los padres y las demás personas
—¿se están respetando los tabúes relativos a la sexualidad y los alimentos ?, ¿se
mantienen los varones adultos lo suficientemente alejados del niño para que el pro-
longado contacto de éste con el útero de la madre no les perjudique mientras su
espíritu masculino abruma la débil alma del recién nacido ?, ¿se nutre al cuerpo-espí-
ritu del niño durante su crecimiento con el debido complemento de fuerzas sociales
y espirituales?
En Melanesia, el cuerpo, como materialización física concreta de las relaciones
sociales, la nutrición y los espíritus que lo han generado, moviliza estas mismas entida-
des y procesos en sus enfermedades y males. Cuando está enfermo, se examina el ámbito
de las relaciones sociales y espirituales de la persona, porque el desequilibrio de éstas da
lugar a hechizos, encantamientos o venganzas de los ancestros, todo lo cual puede dañar
o matar al cuerpo. Estas mismas relaciones sociales y espirituales se manipulan o se
mejoran para curar o perfeccionar el cuerpo, porque es fortaleciéndose ellas como crece
y madura el cuerpo. En el momento de la muerte, este proceso continúa, pues el alma
del difunto puede convertirse en un espíritu ancestral y, en calidad de tal, seguir
influyendo en la sociedad —por ejemplo, enviando enfermedades o desgracias a los
vivos para castigar sus faltas sociales o espirituales.
Lo que queremos destacar con estas explicaciones no es que en Melanesia hayan sido
muy corrientes las creencias «mágicas» o «irracionales», sino que la formación de la
identidad personal, e incluso física, mediante la experiencia social y espiritual está
absolutamente admitida. Hay, de hecho, un estrecho vínculo entre cuerpo, relación
social y creencia —vínculo del que los occidentales hemos hecho caso omiso con
demasiada frecuencia. En nuestra cultura, la importancia de la transacción o la fenome-
nología en la constitución del ser es un elemento añadido muy tardíamente a nuestros
conocimientos, un «hallazgo» académico relativamente reciente, que se remonta, quizá,
a Husserl en la filosofía y a la teoría de la clasificación en la psicología y la sociología.
En Melanesia, en cambio, es un axiona fundamental del ser que la personalidad y el
cuerpo se constituyen transaccionalmente por medio de las relaciones sociales y de la
creencia en fuerzas espirituales.

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De momento, podemos centrarnos, por tanto, en el proceso de la vida individual y


colectiva por el que se crea el cuerpo en las sociedades melanésicas. Esta creación se
fundamenta en la maravillosa diversidad de sistemas de símbolos de Melanesia y
se realiza en cada caso por medio de la práctica del desarrollo social y la experiencia. El
enfoque utilizado por nosotros es similar al descrito en un contexto etnográfico algo
diferente por Jean Comaroff:

El cuerpo es el marco tangible de la personalidad en la experiencia individual y colectiva,


proporcionando una constelación de signos físicos con capacidad de indicar las relaciones de las
personas con sus contextos. El cuerpo interviene en toda acción emprendida en el mundo y al
mismo tiempo es el ser y el universo de relaciones sociales y naturales de que forma parte. Aunque
el proceso no se refleja, la lógica de ese universo está escrita en los símbolos «naturales» que el
cuerpo proporciona (Comaroff, 1985, 6 7).-

Dado este enfoque, se nos presentarán a cada momento multitud de relaciones entre
la imaginería del cuerpo y la orientación sociocultural. Desgraciadamente, en el caso de
Melanesia es imposible considerar o sistematizar estas relaciones de manera exhaustiva.
Cada cultura melanésica encauza incesantemente al cuerpo con significados culturales,
creencias espirituales y economías políticas, y al seguirlo por algunos de estos cauces a
menudo se hace necesario dejar de seguir el rastro de lo específico para mantener el
enfoque regional más amplio del principio.. Por consiguiente, no esperamos describir las
muchas relaciones que consideran importantes los especialistas en cualquiera de los
aspectos del mundo melanésico. Lo que presentamos aquí es, prácticamente, un collage
de viñetas etnográficas, que se centra en las más complejas y desarrolladas costumbres
y creencias de varias regiones, pero que al mismo tiempo esperamos que parezca una
descripción general del cuerpo en Melanesia. Para exponer este material, hemos adop-
tado unas cuantas conveniencias organizativas, en particular un planteamiento basado
en el ciclo de la vida, que nos sirve para presentar las imágenes del cuerpo melanésicas
a través de varias etapas, desde el nacimiento hasta la muerte. En este proceso, mostra-
mos en la medida de lo posible la articulación de la ontología y la ontogenia —la
interrelación de las nociones culturales del ser con sus diversos orígenes y desarrollos
corporales.

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La concepción

La constitución del cuerpo en el útero impone las nociones fundamentales del ser y
puede reflejar importantes creencias relacionadas con el género, la espiritualidad y la
organización del grupo. Las creencias melanésicas acerca de la concepción fisiológica
son muy diversas; presentaremos parte de esta diversidad para crear varias generaliza-
ciones y luego rebasarlas.
Cabría señalar, por ejemplo, que las creencias relativas a la concepción acusan la
transmisión intergeneracional de derechos y de la identidad de grupo por línea materna
o paterna. Por ejemplo, en la sociedad acusadamente patrilineal 2 de los kaliai de Nueva
Bretaña, se afirma que el feto está compuesto sólo del semen del padre y que el papel
de la madre consiste simplemente en proporcionar un lugar seguro para la gestación
(Counts y Counts, 1983). En cambio, para la sociedad matrilineal de las islas Trobian,
que tan famosa hizo Malinowski, el feto está formado en su práctica totalidad por la
sustancia fértil de la madre, que ni siquiera cobra vida gracias al semen del padre, sino
por medio de la fertilización etérea de los espíritus baloma, que pertenecen también al
linaje de la madre (Malinowski, 1916, 1927, 1929; cf. A. Weiner, 1976; vid. Jorgensen,
1983a). Es evidente que en estas creencias divergentes se concretan «conceptualmente»
las tendencias patricéntricas o matricéntricas de los respectivos sistemas de parentesco
y descendencia de sus sociedades —es decir, que denotan si la identidad de grupo
familiar se transmite principalmente a través de los hombres o de las mujeres.
Sin embargo, este tipo de asociaciones tan «claras» no son generales en Melanesia,
por lo que sólo podemos utilizarlas como un mero punto de partida para adentramos
en la complejidad de las creencias relativas a la sustancia y la concepción (Jorgensen,
1983a). Los mae enga de las montañas de Nueva Guinea, por ejemplo, que constituyen
una sociedad patrilineal, creen que el feto está formado en gran medida de sangre
materna. De hecho, «dan muy poca importancia al papel biológico del padre» (Meggit,
1965a, 163). No obstante, al mismo tiempo piensan que los espíritus ancestrales del clan
de éste son fundamentales para que la concepción se produzca, y para ellos es muy
importante que «el niño adquiera un espíritu y, en definitiva, una identidad social como
consecuencia de pertenecer al clan de su padre» ibid.; cf. A. Strathern, 1972, 9-14; vid.
J. Weiner, 1982: 9).
Una variación más es el caso de los kwoma del Sepik (Williamson, 1983), quienes

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sostienen que el semen masculino y la sangre femenina son necesarios para concebir un
niño, pero que los derivados anatómicos de estas sustancias son indeterminados y muy
variables. Estas creencias recuerdan la idea occidental del carácter aleatorio de la heren-
cia genética, pues, según ellas, «cada persona tiene una combinación de características
de sus padres», pudiendo ocurrir, por ejemplo, que tenga la estatura del padre y los
rasgos faciales de la madre (ibid., 15). No obstante, los kwoma piensan también que la
principal transmisión conceptual es la de los prestigiosos espíritus del bosque que se
transmiten por línea paterna al primogénito. Estos espíritus poseídos individualmente
determinan la antigüedad del linaje paterno —además, protegen o castigan a los miem-
bros del grupo de descendientes y son el centro de toda una serie de actividades
ceremoniales.
Quizá la mayor contravención de la descendencia a causa de las creencias relativas a
la concepción sea la que cometen los mandak del norte de Nueva Irlanda, quienes,
aunque dan prioridad a la sucesión por línea materna, sostienen que el feto está anató-
micamente constituido en su totalidad de sustancia procreadora masculina (Clay, 1977,
cap. 2; cf. Clay, 1986). Tan manifiesta anomalía resulta, no obstante, comprensible, pues
es el ambiente nutriente que proporciona la madre el que se considera que alimenta y
desarrolla al niño —primero, en el útero; luego, con la leche de sus pechos, y por último,
mediante el alimento que suministran los miembros del clan en que ha nacido ella. Así
pues, aunque el padre aporte lo que, en cierto sentido, cabría considerar como la
«semilla», la viabilidad social y biológica del niño está ligada a la madre y a los parientes
maternos, que son sus compañeros de clan.
A la vista de tan diversos ejemplos, se hace necesario que dejemos de analizar las
sustancias procreadoras como símbolos independientes y nos adentremos en el universo
de relaciones sociales que dan forma al desarrollo corporal en Melanesia. La primera de
éstas es el género.

El género

En muchas partes de Melanesia, si no en la mayoría, se cree que las sustancias sexuales


masculina y femenina —arquetípicamente el semen del hombre y la «sangre» de la
mujer— se unen para formar el feto. No obstante, por lo general se piensa que estas

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sustancias relacionadas con el género ejercen cada una un efecto distinto, si no antitético,
en la formación del cuerpo. Cabe pensar que tal polaridad de sustancias sexuales
manifiesta en la concepción refleja ideas comunes a todos los individuos adultos: los
hombres y las mujeres son interdependientes en la vida doméstica, pero están muy
divididos por la antinomia o la polaridad sexual en su conducta y relaciones públicas
(Poole y Herdt, 1982). Una creencia muy común en Nueva Guinea es la de que los
primeros son más fuertes, duros, firmes y resistentes en los deberes para con la sociedad,
mientras que las mujeres son más débiles, blandas e inconstantes. Esta idea es la causa
y el resultado de ciertas creencias, según las cuales el semen aporta al feto el hueso, el
espíritu o ambos, es decir, las partes duras o «resistentes», mientras que la sangre
materna o los fluidos fértiles femeninos generan en el niño elementos más blandos,
húmedos y «débiles», tales como la sangre y la carne. Quizá por este motivo, en las
sociedades de las montañas se cree que el semen «une», coagula y estructura la materia
menstrual amorfa de la mujer y la convierte en feto —apropiada metáfora del género en
que los hombres se adueñan de la sustancia y la estructura de la «feminidad» y las
limitan. En algunas zonas montañosas, tal antinomia sexual adopta la forma de misogi-
nia o «antagonismo sexual», y las mujeres están sometidas a un control y menosprecio
continuos por parte de los hombres, mientras que éstos tienen un miedo terrible a ser
contaminados y debilitados físicamente por el contacto con los fluidos sexuales o
menstruales de ellas (Meggit, 1964; Langness, 1967, 1974; Read, 1952, 1954). Algunos
autores sostienen que tales creencias acusan el sentimiento de culpabilidad de los hom-
bres o su temor a que las mujeres se opongan al dominio masculino y lo subviertan.
Hay que tener cuidado, sin embargo, de no pensar que en todas partes son los
hombres quienes dominan, que existen claras relaciones entre el género y la sustancia y
que cabe atribuir los conceptos culturales de «masculinidad» y «feminidad» a todos los
hombres y mujeres. En Melanesia, éstas ejercen a veces un control muy importante
sobre considerables y preciados aspectos de la vida social (A. Weiner, 1976; Feil, 1978;
Faithorn, 1976). Incluso en las partes en que tal circunstancia no es un hecho general ni
declarado, las ideas sobre la identidad personal pueden competir con las relativas al
género biológico de modo que a los hombres que parezcan débiles, indecisos o «sin
espina dorsal» se les considere afeminados y a las mujeres que muestren características
masculinas se las trate más o menos como a hombres (M. Strathern, 1980, 1981, 1987).
A veces, es la propia cultura la que genera tal cambio de acuerdo con las alteraciones

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sexuales que se producen a lo largo del ciclo vital. Por ejemplo, en las zonas donde se
piensa que la sangre menstrual afemina y contamina, a las mujeres se les conceden
numerosos derechos y prerrogativas masculinas cuando llegan a la menopausia, es decir,
cuando ya no producen contaminación menstrual. Por ejemplo, los bimin-kuskusmin,
entre los que la polaridad de género es muy rígida, les permiten acceder entonces a
funciones y conocimientos de gran importancia, incluido el derecho a desempeñar un
papel central en los secretísimos y sacrantísimos ritos de iniciación masculinos (Poole,
1981a). Asimismo, en diversas sociedades de Nueva Guinea, la incapacidad de los
hombres para librarse de su sangre corporal contaminante —porque no pueden mens-
truar— hace que corran el riesgo de afeminarse y debilitarse. En muchas de estas
sociedades, particularmente en las de la parte oriental de las montañas y del Sepik, los
hombres se hacen sangrías con regularidad —en especial en el pene y la nariz— para
evitar el afeminamiento provocado por la sangre y mejorar su fuerza y buen estado
masculino (por ejemplo, Herdt, ed. 1982; Herdt, 1982a; Read, 1952; Hogbin, 1970; cf.
Lewis, 1980). En algunas sociedades, como la de los hua de la parte oriental de las
montañas, se cree que los hombres que no sangran lo suficiente pueden quedarse
preñados fisiológicamente —debido a la fusión de la sangre masculina y la sangre
femenina, la cual les hincha el estómago (Meigs, 1976, 1984, 1987). Esta creencia
demuestra hasta qué punto las características de género están definidas culturalmente.
En algunos casos, el efecto de las sustancias unidas sexualmente en la identidad y el
desarrollo personales abarca todo el ciclo vital. Entre los bimin-kuskusmin, ha de
mantenerse socialmente un complejo equilibrio de sustancias corporales incluso en el
caso del niño aún no nacido, cuya viabilidad depende de la atenuación o inversión de
las sustancias dominantes masculina y femenina de los padres.

Aunque se la recluye [en la casa de embarazo y nacimiento], la mujer tiene que abstenerse de
ciertos alimentos femeninos (como las patatas dulces) y tabúes de alimentación femeninos y
consumir determinados alimentos masculinos, sobre todo taro y cerdo. Dicen que el finiik
[esencia masculina del clan] contenido en estos alimentos contrarresta de alguna manera su estado
sumamente contaminado y fortalece y protege al niño. En cambio... su marido... no puede entrar
a la casa de los hombres, ni al huerto de taro ni a la casa de culto, y tiene que dormir en el bosque
o en una choza aparte. No se puede emplear su nombre masculino, que recibió en su primera
iniciación. Le está prohibido cazar o tocar un arco... Tiene que abstenerse de taro y cerdo (y

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demás alimentos masculinos que lleven finiik) y consumir sólo alimentos femeninos «blandos» y
«fríos» (Poole, 1981a, 138).

La cópula

Además de las actividades e ideas de carácter no sexual, en Melanesia la concepción


abarca diversas creencias relativas al coito. En la mayoría de las sociedades de Nueva
Guinea se cree que hacen falta varios actos sexuales a fin de obtener el semen necesario
para completar la contribución masculina al feto. No obstante, en muchos casos esta
creencia choca con la de que la cópula frecuente puede debilitar a los hombres. Así, en
algunas sociedades, incluidas varias de las montañas de Nueva Guinea, los hombres se
valen de ciertas técnicas sexuales o de la magia para contrarrestar el efecto del contacto
vaginal o para reducir la cantidad de semen eyaculado en el coito (por ejemplo, Meggit,
1964; Newman y Boyd, 1982). Entre los kaulong de Nueva Guinea, el miedo a la
contaminación sexual femenina era tal, que los hombres se casaban muy tarde o incluso
se quedaban solteros. «Veían el coito como algo que ha de hacerse muy tarde, cuando
se es ya viejo y se está cerca de la muerte, e incluso entonces sólo lo hacían para buscarse
un sustituto por medio de la reproducción» (Goodale, 1985, 31 232; cf., también,
-

Keesing, 1982). Más común ha sido la idea de que las relaciones sexuales perjudican, si
no la misma salud del hombre, sí ciertas funciones masculinas, como la caza y la guerra.
En general se creía que para que éstas y otras actividades tuvieran éxito era preciso
abstenerse de mantener relaciones heterosexuales antes de emprenderlas.
Las costumbres de los awa de la parte oriental de las montañas en relación con la
cópula entre los recién casados ilustra perfectamente la contradicción existente entre
la necesidad de repetir el coito para favorecer la fertilidad y la idea de que éste es
peligroso o debilitador para los hombres. Por un lado, exigían que la recién casada se
sometiese a una «larga serie de cópulas» con tantos hombres del clan de su marido como
quisieran (Newman y Boyd, 1982, 281). Sin embargo, como la contaminación provoca-
da por el coito suponía un peligro para éstos, eran en su mayoría los miembros más
viejos del clan los que copulaban con la mujer, pues, como ya habían sido padres de
varios hijos, se creía que corrían menos riesgos de ver perjudicado su futuro reproduc-
tor. El objeto de las sucesivas cópulas era «preparar a las jóvenes para las actividades

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procreativas "abriendo" la vagina para que salieran todos los fluidos sanguíneos que
pudieran dañar a sus maridos y, por tanto, perjudicar la reproducción» (ibid.).
Las cópulas sucesivas eran también obligadas en varias sociedades del sur de Nueva
Guinea donde el temor a la contaminación sexual femenina era mínimo o no existía en
absoluto; en este caso, su objeto era la fertilidad en un sentido más positivo y general.
Con tal fin se celebraba el moguru, o «ceremonia dadora de vida», por ejemplo, que era
«el más secreto, sagrado e impresionante rito del pueblo kiwai», que habitaba en la
desembocadura del río Fly (Landtman, 1927: 350). La parte principal de la ceremonia
consistía en preparar una «medicina» dadora de vida para los huertos y las personas
mezclando fluidos sexuales:

En grupos, uno tras otro, los hombres van a las dependencias de las mujeres, donde no tarda
en iniciarse una promiscua actividad sexual. Los celos, las reglas matrimoniales, tan importantes
antes, se dejan a un lado; los hombres se intercambian a sus mujeres, y cada uno puede elegir la
compañera que desee, con la única excepción de sus parientes más próximas. Después del acto,
los hombres vacían el semen en el baru [cuenco de espata], y las mujeres se suman de modo similar
a la producción de la potente medicina... Todo el mundo parece querer poner tanto como puede
en la medicina, para que el baru se llene, y llaman a muchos hombres de otros pueblos para que
ayuden y pongan a sus esposas con las demás mujeres... El libertinaje dura hasta primeras horas
de la mañana, cuando todo el mundo se va a bañar; después se secan al fuego y se ponen las ropas
acostumbradas. La gente duerme luego durante casi todo el día. Esta parte del moguru continúa
durante varias noches, en Wadoba, como dicen, hasta que algunas mujeres dan muestras de
embarazo (ibid., 352).

La «medicina» sexual obtenida mediante este rito de fertilidad general se utilizaba


especialmente para untarla en el tronco o en los retoños de los sagúes (fuente de
alimentación básica) y aumentar así su fertilidad o para mezclarla con los alimentos y
favorecer el crecimiento y el buen estado de las personas.
En algunas sociedades melanésicas, se facilita la concepción con una mezcla de
costumbres sexuales y no sexuales. La siguiente descripción de los mekeo del sur de Papúa
muestra «los detalles del rito de los recién casados, donde el deseo expreso de concebir
un niño es lo más urgente» (Mosko, 1983, 25):

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A la novia se le da de comer cada día gran cantidad de verduras hervidas junto con el caldo
para aumentar el volumen de sangre uterina de su vientre. Este continuo engordamiento hace que
a las pocas semanas esté visiblemente gorda. En términos indígenas, su cuerpo está también lleno
de piel y sangre. Durante todo este tiempo, no trabaja para que no se le retire la sangre del
abdomen. Está todo el día sentada dentro de una mosquitera, a disposición del novio. Éste va a
verla tantas veces como sea posible para tener relaciones sexuales con ella, y con cada acto deposita
en su abdomen cierta cantidad de semen o sangre procreadora masculina. Como se cree que para
garantizar la concepción e impedir la menstruación hacen falta considerables cantidades de sangre
uterina y de semen, el engordamiento de la novia y sus relaciones sexuales con el novio duran
varios meses como mínimo... (ibid.).

Esta descripción no significa que las creencias relativas a la concepción o la sustancia


procreativa sean sumamente complejas en toda Melanesia. En algunas sociedades, si no
en muchas, tales ideas son vagas o decididamente poco importantes, y los informantes
explican con muy poca claridad o coherencia lo que piensan acerca del modo en que
tiene lugar la concepción o la formación del cuerpo. En ciertas sociedades, como la de
los telefol, los hombres tienen puntos de vista acerca de la concepción que se diferencian
significativamente de los de las mujeres (Jorgensen, 1983b). Tal discrepancia refuerza la
opinión de Wagner (1972, 1981) de que las «creencias» no tienen una posición normativa
uniforme dentro de una cultura, sino que están siendo modeladas y reinventadas cons-
tantemente por el uso creativo (cf. Barth, 1975, 1987).
En la mayoría de las culturas melanésicas, las nociones básicas de la concepción
—cualquiera que sea su contenido y claridad— tienden a estar relacionadas con nociones
más generales relativas al género, el crecimiento, la nutrición y el trabajo productivo.
Por consiguiente, el complemento de los procesos de la concepción o el crecimiento se
encuentra con frecuencia en las creencias relativas al agotamiento de la sustancia, la
senectud y la muerte.

Crecimiento y crianza

En nuestra sociedad, tan consciente de la alimentación, la idea de que «somos lo que


comemos» es muy popular; de hecho, en Estados Unidos está perfectamente reflejada

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en ciertos carteles del rostro o el cuerpo humano que son un collage de comestibles. La
literalidad y validez de esta idea la saben apreciar muy bien los melanésicos, cuya
preocupación diaria por la producción de alimentos y las labores de subsistencia es muy
grande. Pero también en este caso, para ellos la sustancia material no puede separarse
de la vida espiritual y social —el alimento está irrevocablemente ligado a las relaciones
personales y a efectos invisibles que pueden intensificar o alterar su potencia. Las
relaciones sociales y espirituales son las condiciones previas de la nutrición y la consti-
tución, y los conceptos del cuerpo se crean en función de ellas.

La madre

La principal relación social del recién nacido es la que mantiene con su madre, que
es la personificación del proceso de crianza. Esta idea es predominante, si no universal,
en las sociedades humanas (West y Konner, 1976; Konner, 1981, 30-32) y, en Melanesia,
ejerce gran influencia en el modo en que se conciben la sustancia y el desarrollo
corporales. En muchas sociedades melanésicas, a la madre se la define, a veces explíci-
tamente, como «la mujer que me dio leche del pecho», en el sentido de «me crió cuando
era pequeño» o «se dio corporalmente para hacer mi cuerpo». La crianza de los niños
suele durar en Melanesia hasta que éstos tienen tres o cuatro años y, en algunas culturas,
como la de los murid de la costa septentrional de Nueva Guinea, hasta que tienen seis
o siete años en el caso del último hijo (Meeker, Barlow y Lipset, 1986: 39). En
consecuencia con la larga crianza, hay una importante relación entre el hecho de haber
sido criado generosamente y la constitución corporal sana. Claro ejemplo de esta
relación es lo que ocurre entre los murik:

Las cualidades más importantes expresadas en la crianza son la generosidad, la abundancia y


la seguridad proporcionadas por la madre y la paz, el placer y la saciedad rayana en la intoxicación
del niño. Además del ideal de la relación de crianza entre madre e hijo, la buena madre es también
alguien que da y alimenta. Una buena madre alimenta a sus hijos cuando tienen hambre y satisface
sus deseos de determinado tipo de alimentos. Estrechamente relacionada con la alimentación está
la identificación general de las madres con el hecho de dar. Todas las madres esperan que sus hijos
2 13
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

las recuerden como una fuente de alimentos abundante y generosa (Meeker, Barlow y Lipset,
1986, 39).

Este planteamiento es, con muchas variaciones locales, común a toda Melanesia.

El tío materno

En muchas sociedades melanésicas, si no en la mayoría, a la satisfacción y el sustento


que le proporciona al niño su madre se suma una vaga conciencia de la contribución y
el apoyo corporal de los parientes más próximos a ella, en particular de su hermano o
de su padre. La contribución de tales personas es sustancial —han mantenido a la madre
misma y luego se la han entregado a su marido para que tenga con ella una relación
conyugal. En este sentido, los parientes maternos han asegurado el desarrollo de los
vástagos de la mujer.
Desde el punto de vista de la influencia corporal y social, el tío materno suele tener
en Melanesia una afinidad especial con el niño, lo cual se refleja por lo general en una
serie de deberes especiales y obligaciones rituales que tienen el uno con el otro. Es muy
corriente que el primero desempeñe un papel especial en la iniciación, el matrimonio y
el funeral de su sobrino. De modo recíproco, el padre del niño expresa a menudo su
reconocimiento al tío materno (o al abuelo materno) e incluso le corresponde material-
mente. En algunas sociedades, como la de los iatmul del Sepik (Bateson, 1936), estas
relaciones sociales y rituales son muy complejas.
El vínculo del niño con su tío materno u otros parientes de la madre puede ser
contrario a su contrarrestante relación con el padre y con los parientes de éste —parti-
cularmente en la mayoría de las sociedades del interior de Nueva Guinea, donde los
principales derechos de identidad de grupo o familiar y de esencia espiritual se transmi-
ten por línea masculina. Tal circunstancia conduce a menudo a una complementariedad
o divergencia entre los parientes paternos y maternos acerca de sus derechos «sustan-
ciales» sobre el niño —tensión que puede tener consecuencias trascendentales. Por
ejemplo, Forge (1972: 537) señala que «[el tío materno] y su clan a veces son dueños de
la sangre del 'niño o tienen algún derecho sobre su espíritu y no se lo ceden a los
parientes paternos hasta que no reciben un último pago en objetos de valor, a menudo

214
BRUCE M. KNAUFT

muy sustancial...», Así pues, para que el niño quede incluido definitivamente en el clan
de su padre es preciso hacer un pago a los parientes maternos con el que compensar,
anular o «saldar» su contribución de «sangre» (cf. J. Weiner, 1982, 9-10). En algunas
sociedades, esta costumbre está tan arraigada, que el tío materno y sus parientes tienen
que recibir una compensación tangible cada vez que, violentamente o por accidente, se
derrama sangre de los hijos de la mujer.
Entre los daribi de las montañas del sudeste de Nueva Guinea, la contribución
sustancial del tío materno está ilustrada de un modo muy curioso. En esta sociedad se
considera que el hermano de la madre es «exactamente igual» que ésta, ya que los dos
se formaron en el mismo útero y con la misma sangre materna (Wagner, 1967, 64). Dado
que su vínculo con este pariente es irrevocable, la inclusión del niño en el grupo de su
padre resulta particularmente problemática, pues entre los daribi la sucesión tiene lugar
por línea paterna. Los parientes del padre tienen que hacer pagos continuos al tío
materno para anular su derecho de «propiedad» sobre el niño 3 . Tales pagos, que se
componen en gran medida de cerdos, están curiosamente relacionados con los conceptos
que tienen los daribi de la concepción, ya que se cree que los jugos y la grasa de cerdo
y de otros animales son utilizados por el cuerpo del hombre para reponer el semen
gastado (Wagner, 1983). Por consiguiente, la sustancia procreadora masculina es entre-
gada en forma de cerdo al grupo familiar materno en compensación por la sustancia
procreadora femenina que la madre aportó con su sangre a la formación del niño. En
este sentido, las transacciones sexuales y alimenticias de los daribi se contrarrestan y
complementan en tanto que lenguajes de formación del cuerpo.
Una creencia algo complementaria de los daribi es la que tienen los sabarl del Massim
(el área de influencia del estilo de arte indígena así llamado) septentrional. Esta sociedad
es matrilineal y en ella es el «hueso» aportado por el padre, no la sangre con que
contribuyen la madre y su hermano, lo que ha de compensar el clan (matrilineal) natal
del niño. Tal obligación es especialmente evidente en el momento de la muerte, cuando
la persona, representada metafóricamente por unas cenizas, es devuelta al clan de su
padre. Esta entrega, mediante la cual los huesos del difunto son «recogidos» por sus
parientes paternos, no es más que una parte de los complejos intercambios de objetos
de valor y alimentos «masculinos» y «femeninos» a través de los cuales se establecen y
negocian el parentesco y el género.

215
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Iniciado gebusi con una pesada peluca de corteza atada al cabello.

216
BRUCE M. KNAUFT

Iniciación masculina y transición a la madurez

La relación entre la sustancia corporal, la crianza social y el crecimiento es particu-


larmente acusada en los ritos melanésicos de iniciación masculina. En la mayoría de los
casos se piensa que las niñas maduran «naturalmente», sin necesidad de manipulaciones
ni intervenciones culturales, mientras que la transición del niño a la masculinidad adulta
es más difícil y precisa de más ritos 4 . Desde el punto de vista del desarrollo, este hecho
refleja la tendencia a que la influencia materna de los primeros años sirva de base
permanente a la socialización del género en el caso de las niñas, mientras que a los niños
se les suele apartar de la esfera de la identificación con la madre para que establezcan su
propia identidad masculina. En Melanesia, donde las oposiciones y dicotomías de los
papeles de género son particularmente acusadas, la resocialización de los niños para
convertirlos en hombres suele estar profundamente arraigada en conceptos relacionados
con la trasformación del cuerpo. En varias regiones de Nueva Guinea se cree que los
niños tienen que ser resocializados ritualmente o incluso «reconcebidos» cosmológica-
mente mediante una iniciación masculina para que se hagan hombres. En los casos más
extremos, este proceso consiste, entre otras cosas, en una purificación traumática del ser
afeminado infantil y una ardua reconstitución corporal del niño a imagen de un hombre
maduro.
En Nueva Guinea, los elementos más comunes de la iniciación masculina han con-
sistido en prohibir el contacto heterosexual y en abstenerse de tomar alimentos «feme-
ninos»5 . Durante la iniciación, suele recluirse temporalmente a los niños para mantener-
los apartados de las mujeres, aunque algunos de los tabúes relativos al contacto con éstas
duran a veces varios años. Durante su reclusión, aprenden o practican actividades
masculinas —como técnicas de caza o de guerra— y se les revelan conocimientos
sagrados o secretos religiosos. Con frecuencia, son sometidos a pruebas de dolor,
obediencia y resistencia para inculcarles la fuerza y el dominio de sí mismos que han de
tener los hombres. En algunas partes de Nueva Guinea, tales como el Sepik, el monte
Ok y las regiones montañosas orientales, este proceso va ligado a la provocación ritual
de cambios corporales mediante la purificación de sustancias «femeninas», que en el caso
de la sangre equivale a hacer sangrías en la nariz y el pene.
Entre los ritos de iniciación más traumáticos figuran los de los bimin-kuskusmin (de
la zona del monte Ok), que someten a los niños de nueve a doce años a la primera de

217
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

una serie de iniciaciones que duran toda la vida (Poole, 1982a) y que consiste en
desnudarlos; bañarlos a la fuerza; impedirles que duerman, coman y beban; frotarles el
cuerpo con ortigas; obligarles a comer alimentos «femeninos» y a vomitarlos después;
pegarles; afeitarles y sangrarles la cabeza; perforarles el tabique nasal con un puñal de
hueso; decirles que se están muriendo; quemarles los antebrazos con grasa caliente;
hacerles comerse el pus de sus heridas; obligarles a vivir con sus excrementos, y
engañarles repetidas veces diciéndoles que la prueba está a punto de acabar. El contexto
general en que tiene lugar esta iniciación es de antagonismo y ridículo (Poole, 1982a:
122 123).
-

Como resume Poole:

Los niños soportan graves privaciones, terribles degradaciones, fatiga extrema, hambre y sed
constantes, espantosas impresiones psicológicas, dolores inmensos, malestares insufribles (náu-
seas, diarreas e infecciones) y otros traumas... En ningún caso se les advierte de lo que va a ocurrir.
Los engaños y las amenazas veladas con frecuencia no conducen a lo que esperaban llenos de
temor. La violencia ritual estalla de improviso... yo he visto a muchos niños caer en un estado de
incontrolada y acusada conmoción física y psicológica, hasta quedar inconscientes o ponerse
histéricos... los adultos iniciadores siguen manteniendo, no obstante, que esta tensión, mientras
vaya acompañada de un sabio control, es completamente necesaria para la eficacia deseada del ais
am [iniciación de la primera etapa] (ibid., 138).

Es evidente que, en este caso, el cuerpo constituye un factor clave de la resocializa-


ción de género, ya que es por medio de él como se eliminan las asociaciones y sustancias
femeninas y se inculcan las masculinas. De hecho, Poole (1982a) descubrió mediante
entrevistas y tests proyectivos que en los iniciados cambia significativamente la forma
de percibir el cuerpo y la correspondiente identificación de género como consecuencia
de los ritos.
El trauma corporal de la iniciación masculina (y femenina) varía mucho en Nueva
Guinea, tanto cualitativa como cuantitativamente. Mientras que en las sociedades del
monte Ok, el Sepik y las montañas orientales, la iniciación de la primera etapa era muy
traumática, en el Strickland-Bosavi intermedio y las zonas montañosas occidentales,
donde los iniciados eran mayores, normalmente jóvenes en las últimas fases de la
adolescencia e incluso de más de veinte años, el acceso a la madurez era relativamente

218
BRUCE M. KNAUFT

benigno. Entre los gebusi, la principal prueba a la que tenían que someterse estos
jóvenes consistía en llevar una peluca de corteza de árbol, que, aunque era muy pesada
y tirante, podían quitarse a las pocas horas. Entre los kaluli, vecinos de los anteriores,
los iniciados no sufrían apenas ningún trauma corporal en la zona de reclusión ritual
masculina, de la que salían de cuando en cuando para cazar (Schieffelin, 1982). Durante
el tiempo de su reclusión, acumulaban y consumían grandes cantidades de carne y caza,
y su principal obligación era mantener una actitud de «sobriedad ritual» en relación con
la heterosexualidad. Los pueblos koriki del delta del Purari, en el litoral meridional de
Nueva Guinea, tenían un rito de iniciación llamado pairama, que no suponía ningún
trauma en absoluto, a pesar de la importancia que daban a la guerra y al canibalismo;
los niños se limitaban a divertirse en compañía de hombres adultos mientras aprendían
el arte de hacer máscaras y otras actividades masculinas (Williams, 1923, 1924). E
igualmente benigna parece haber sido la iniciación en las demás sociedades del sur de
Nueva Guinea, con algunas excepciones en la de los merind-anim (vid. Williams, 1940;
Landtman, 1927; Zegwaard, 1959; cf. Van Baal, 1966). En las montañas centrales y
occidentales de Nueva Guinea, había varios ritos masculinos que hacían hincapié en la
purificación, atavío y masculinización simbólicas de los jóvenes antes del matrimonio
—con ausencia relativa de pruebas muy largas o traumáticas (A. Strathern, 1970, 1979a;
Megitt, 1964; Reay, 1959; Biersack, 1982; cf. J. Weiner, 1987).
A menudo, la transformación del cuerpo masculino por medio de la iniciación era
tan cognoscitiva como corpórea, pues lo que más se destacaba en ella era el aprendizaje
de las obligaciones, prohibiciones y conocimientos rituales necesarios para ser un hom-
bre. Tal es especialmente el caso en las etapas más avanzadas de los ritos de iniciación
—en las sociedades donde ésta era un proceso polifásico que continuaba hasta una edad
muy avanzada. Particularmente en la zona del monte Ok, el Sepik y las regiones
orientales de Melanesia, el adoctrinamiento mediante ritos masculinos era un proceso
de adquisición de autoridad y conocimientos espirituales que duraba toda la vida y en
el que las ceremonias constituían el centro principal de la vida política o económica,
además de espiritual. No obstante, en Nueva Guinea, la iniciación de la primera etapa
de estas complejas jerarquías solía comportar un largo período de reclusión para man-
tener al niño separado de las mujeres, la realización de una sangría ritual para extraer la
sustancia «femenina» y la obligación de obedecer a los varones adultos. Al final de las
pruebas, los iniciados solían someterse a un complejo atavío que era indicador de su
nueva posición y de su belleza, vitalidad y fertilidad en general. El atavío de los hombres

219
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Joven gebusi con los atavíos del pre-iniciado: largos


adornos fálicos indican el paso inminente al estado
bisexual.

220
BRUCE M. KNAUFT

en las etapas más avanzadas del rito de iniciación ha sido un elemento especialmente
característico de determinadas partes de Melanesia y de algunas zonas del Sepik en
particular. Examinaremos esta decoración del cuerpo más adelante.

Homosexualidad y bisexualidad

En algunas zonas de Melanesia, en particular en las llanuras meridionales de Nueva


Guinea y en parte de la franja montañosa del sur, el desarrollo de la masculinidad
comenzaba con la inseminación homosexual —la transmisión directa de semen en tanto
que fuerza vital de los hombres adultos a los iniciados (Herd, ed. 1984)6. Esta insemi-
nación se realizaba en las distintas culturas por medio de la felación, el coito anal o,
menos comúnmente, la aplicación al cuerpo del joven de semen extraído por masturba-
ción. Entre los gebusi de la zona del Strickland-Bosavi, participaban en los ritos de
inseminación incluso los niños pequeños, que ingerían pequeñas cantidades de semen
de sus padres (Cantrell, s. a.). No obstante, la homosexualidad, en la mayoría de las
regiones donde se practicaba, estaba limitada a la adolescencia y a las primeras etapas de
la madurez, conduciendo siempre a la bisexualidad o a la heterosexualidad exclusiva en
los hombres completamente adultos. La relación homosexual suponía en muchas socie-
dades un dominio social, así como sexual, de los jóvenes por parte de sus mayores,
aunque en los demás casos era más bien voluntaria y mutuamente erótica.
Desde el punto de vista regional, sería interesante comparar la importancia que se da
en el sur de Nueva Guinea al desarrollo homosexual con la que se da en el norte al
agotamiento heterosexual —es decir, contrastar la «banda seminal» homofílica de la
llanura con la «banda seminal» heterofóbica de la montaña. Esta distinción entre las
zonas llanas y las montañosas es, sin embargo, demasiado artificial para ajustarse a la
realidad (cf. Lindenbaum, 1984, 1987a-b; Whitehead, 1986a-b). Hay importantes socie-
dades del sur de Nueva Guinea que no practican la homosexualidad y no pueden ser
incluidas, por tanto, en ninguna de estas categorías, mientras que algunas del norte
muestran fascinantes permutaciones de costumbres homoeróticas o heteroeróticas (por
ejemplo, Bateson, 1936; Thurnwald, 1916; Meeker, Barlow y Lipset, 1986). Además,
hay varias zonas de la «franja» montañosa meridional de Nueva Guinea (las regiones de
Anga y Strickland-Bosavi) en que se combinan creencias homoeróticas y heterofóbicas,

221
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

de modo que tanto la inseminación homosexual como la abstinencia heterosexual (y, en


algunos casos, también las sangrías de iniciación) intensifican la masculinidad.
La combinación de estos elementos es particularmente compleja entre los sambia de
la región de Anga, para quienes el semen era una fuerza vital básica que se recibía por
inseminación homosexual y se intensificaba consumiendo determinados alimentos.
Como documenta Herdt (1984), la adquisición, retención, gasto y renovación de fluido
seminal han sido preocupaciones constantes de los varones sambia, tanto en las relacio-
nes homosexuales como en las heterosexuales. A este interés se suman la gran angustia
que les produce el temor de ser contaminados o debilitados por la sangre menstrual o
uterina de la mujer y por una rígida y, en algunos aspectos, antagónica polaridad de
géneros. Los ritos de iniciación masculina de los sambia reflejan perfectamente estas
preocupaciones, que imponen, entre otras cosas, una separación radical de las mujeres,
una copiosa inseminación homosexual, palizas traumáticas, arengas, ayuno, tabúes ali-
menticios y terribles sangrías nasales para purificar, fortalecer y masculinizar a los
jóvenes (Herdt, 1981, 1982a-b, 1987; cf. Godelier, 1986).
Entre los etoro de la zona del Strickland-Bosavi, la homosexualidad encontraba
también un complemento en la antinomia de géneros, concretada en este caso en el
temor masculino a la contaminación y el agotamiento derivados del coito heterosexual
(Kelly, 1976). En esta sociedad no había ritos de iniciación violentos, casi no existía
antagonismo de género en la vida doméstica y no se creía apenas en la contaminación
menstrual femenina; no obstante, la preocupación por la relación heterosexual hacía que
el coito estuviera prohibido entre 205 y 260 días al año (ibid., 43). Sus vecinos gebusi,
por el contrario, muestran una permutación algo distinta: sus constreñimientos relativos
a la influencia contaminante de la sexualidad femenina causan hilaridad más que angus-
tia; de hecho, los varones gebusi parecen tener tendencia a quebrantar sus propias
«normas» de conducta heterosexual, e incluso homosexual (Knauft, 1985a-b, 1986,
1987).
Un sistema bisexual mucho más complejo es el de los marind-anim de la costa
meridional de Nueva Guinea, entre quienes tanto el contacto homosexual como el
heterosexual estaban prescritos ritual y socialmente (Van Baal, 1966, 1984). En esta
sociedad, como en varias más de la costa sur, el semen era, no tanto un recurso corporal
limitado, como una fuente inagotable de potencia. Se utilizaba para «desarrollar» a los
jóvenes mediante la práctica regular del coito anal con sus tíos maternos —sus padres-

222
BRUCE M. KNAUFT

binahor —, aunque en algunos ritos los varones tenían relaciones homosexuales más
promiscuas. No obstante, los marind creían que el semen era una fuerza vital especial-
mente potente cuando se mezclaba con los fluidos sexuales femeninos, no cuando se
separaba de ellos. La mezcla de semen y fluido vaginal se obtenía en ciertos ritos de
coito heterosexual en serie y se utilizaba con numerosos fines potenciadores de la vida;
de hecho, el uso de los fluidos sexuales mezclados era mucho más complejo e importante
que entre los kiwai, descritos anteriormente'. Entre los marind, estos ritos eran parti-
cularmente traumáticos para las mujeres, ya que eran sólo una o dos de las más jóvenes
las que copulaban sucesivamente con la mayoría de los hombres del clan. La excesiva
frecuencia con que se celebraban tales ceremonias y el correspondiente trauma que
suponía para las participantes parece haber sido la causa de la esterilidad permanente
que padecían un alto porcentaje de mujeres —debida a las infecciones provocadas por
la irritación vaginal crónica (South Pacific Commission, 1955)—, y de ahí la ironía de
que los fervientes ritos de fertilidad de los marind no sirviesen, en realidad, más que
para reducir la viabilidad demográfica de su sociedad. No obstante, a pesar de las
pruebas sexuales a que eran sometidas, las mujeres marind tenían muy pocas limitacio-
nes relacionadas con la contaminación femenina y participaban en gran número de
actividades que, en muchas otras sociedades melanésicas, quedaban bajo el control
exclusivo de los hombres. Así, ejercían considerable influencia en la elección de sus
esposos, pasaban por una serie de grados de iniciación similares a los de los hombres
(incluido el de la obtención ritual de insignias), desempeñaban un papel activo en casi
todas las ceremonias religiosas importantes e incluso acompañaban a los hombres
cuando salían a cazar cabezas a lugares apartados.
Estos sistemas son, en algunos aspectos, la antítesis de los de las zonas montañosas
descritos anteriormente, en los que las mujeres eran perjudiciales sexual y socialmente
para los hombres. En tales zonas, los hombres que no lograban purificarse debidamente
ni tomar medidas preventivas contra la influencia femenina podían poner en peligro las
actividades masculinas y caer enfermos, debilitarse o morir. No obstante, como ya
dijimos, la multitud de sistemas locales específicos impide establecer dicotomías rotun-
das respecto a los tipos de dominio o inseguridad sociosexual masculina s . En ambos
sistemas sexuales se considera, por ejemplo, que los hombres que son realmente fuertes
y vigorosos son también lo suficientemente potentes como para desarrollar una gran
actividad heterosexual sin sufrir consecuencias negativas. Mientras que en las zonas

223

Ir
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Alimentos ceremoniales: hombres gebusi esparcen semillas


comestibles sobre sagú (fécula de palma).

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BRUCE M. KNAUFT

montañosas tal creencia favorecía la actividad heterosexual sólo de modo muy modera-
do (por ejemplo, en el caso de los polígamos políticamente poderosos), en gran parte de
la costa meridional tenía una base más amplia y firme, que comprendía a todos los
hombres en general. Más uniformemente equilibrada era la tensión entre estos polos
manifiesta en varias sociedades de las franjas montañosas del norte y el sur de Nueva
Guinea, donde las necesidades heterosexuales masculinas podían ser muy grandes y, sin
embargo, estar considerablemente reducidas por la ambivalencia relacionada con el
debilitamiento (por ejemplo, Kelly, 1976: 41-44; Meigs, 1984: 16; Buchbinder y Rap-
port, 1976, 20-22).

En muchos de los casos mencionados, las sustancias corporales son metáforas activas
que generan y reflejan una amplia gama de acciones sociales. A veces, se planea una
«economía» de sustancias culturales muy concreta, con costumbres destinadas a regular
la transmisión, agotamiento y recuperación o sustitución de estos fluidos. Tal sistema
se encuentra también en algunas sociedades matrilineales, como la de los wamira de la
bahía de Milne, por ejemplo, entre quienes la sangre transmitida por las mujeres forma
la esencia y la identidad de género, pero hace también que ellas se marchiten poco a
poco y mueran —a medida que pierden esta sustancia vital con la menstruación y
los partos (Kahn, 1986, 100). No obstante, las creencias melanésicas acerca de
la sustancia corporal son, al mismo tiempo, muy variables en lo que se refiere a su
grado de complejidad y a su importancia para la realización de acciones sociales
concretas. Con frecuencia se definen o conforman mediante elementos espirituales
etéreos o, si no, mediante determinados procesos de producción, trabajo y organiza-
ción social.

El cuerpo adulto como fuerza social activa:


producción y reproducción

Las creencias melanésicas acerca de las sustancias corporales raras veces van separadas
de conceptos más generales relativos al modo en que la acción humana puede influir en
el cuerpo. Particularmente importante en esta dependencia es la relación existente entre

225
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

la producción de alimentos, el intercambio social y el bienestar corporal. Si el proceso


«natural» de la reproducción se constituye culturalmente, la nutrición del cuerpo me-
diante la producción social y material está igualmente sujeta a elaboración sociocultural.
Los procesos productivos y reproductores quedan vinculados así a una ecología holista
de la constitución corporal.

Los alimentos

En Melanesia, la relación entre los alimentos y el intercambio inspira las representa-


ciones del cuerpo en diversos contextos. Básicamente, aquellos cuya comida consume
una persona son aquellos cuyo trabajo, tierra y esencia constituyen su propio ser. La
mayoría de los melanésicos aprecian de modo especial la energía física empleada en la
agricultura de subsistencia y la forma en que se transforma en sustancia corporal para
mejorar la salud y el bienestar. A veces, la esencia espiritual de un antepasado o un
espíritu del clan anima o, si no, influye también los alimentos que crecen en «su» tierra
—y, por consiguiente, cobra vida o se reproduce en el cuerpo de quienes los consumen.
Al compartir o regalar comida, la fuerza o influencia se transmite a otra persona; de
ahí que sea fundamental la idea de que dar alimentos es darse uno mismo. Como en
Melanesia es muy corriente compartir la comida, las ideas relativas a la fuerza física y
espiritual articulan el crecimiento y desarrollo del cuerpo individual casi como si fueran
intrínsecas al crecimiento y desarrollo del grupo social en general. James Weiner
(1982, 27) señala que en las zonas montañosas de Nueva Guinea la extendida costumbre
de compartir el alimento equivale culturalmente a compartir la sustancia biogenética. En
cierto modo, tal equiparación es un complemento social de la transmisión de sustancia
biogenética realizada directamente, por ejemplo, mediante la inseminación homosexual,
que se da en algunas partes llanas de Melanesia (ibid.). Como ya vimos, los conceptos
relativos a los alimentos y a la sustancia procreadora están interrelacionados, y así, por
ejemplo, el consumo de sustancias sexuales puede ser una forma especial de nutrición
y, a la inversa, comer determinados alimentos puede aumentar la provisión de determi-
nadas sustancias sexuales.
Como cabía esperar, los regalos melanésicos de alimentos simbolizan de múltiples

226
BRUCE M. KNAUFT

formas la relación social existente entre el que los hace y el que los recibe —tanto por
el tipo de alimento regalado, como por su cantidad y calidad. Así pues, la costumbre de
regalar comida a menudo está sujeta en cada cultura a complejos convencionalismos
acerca de quién puede compartir alimentos con quién, qué clase de alimentos han de
regalarse y en qué condiciones deben consumirse o no determinados alimentos. En
resumen, la comida constituye un vínculo fundamental entre el cuerpo y las relaciones
sociales y cosmológicas en general.
Incluso en sus características internas, los alimentos están sujetos a una amplia gama
de simbolismos y creencias. A menudo se les atribuye un género, es decir que a las
diferentes especies comestibles se las considera «masculinas» o «femeninas» sobre la
base de una interpretación metafórica de su dureza, color, textura, forma o modo de
crecimiento. Por ejemplo, los alimentos grasientos o lechosos se ven «como semen»,
mientras que la pandanus roja se considera como «sangre de mujer»; asimismo, los
alimentos duros o secos son, en general, masculinos, y los blandos, carnosos o jugosos,
femeninos —en definitiva, reflejan las características del cuerpo arquetípico atribuidas
a los hombres y a las mujeres. Desde el punto de vista de su interpretación cultural
específica, determinados alimentos pueden o no consumirse dependiendo del sexo, la
edad, el grado de iniciación, el estado civil o la afiliación ritual o totémica de la persona.
Por ejemplo, algunas especies de plantas y animales están prohibidas durante la reclu-
sión de los ritos de iniciación, y otras, cuando se está de luto. Estas normas dietéticas
producen implícita o explícitamente un alineamiento físico o mental del cuerpo de la
persona con el papel social que tenga que desempeñar.
Además de tener propiedades «intrínsecas», los alimentos recibidos como regalo
denotan confianza —en que se encuentran en buen estado y no están contaminados.
Este hecho es particularmente importante si tenemos en cuenta que, en muchas socie-
dades melanésicas, se piensa que los alimentos pueden estar encantados o envenenados,
por habérseles añadido sustancias contaminantes (sangre menstrual, por ejemplo), y
hacer que la persona que los toma enferme o muera. Incluso cuando se encuentran en
buen estado pueden suponer un peligro si alguno de los comensales no es de fiar, pues
a menudo se cree que se puede causar mal al cuerpo de una persona si se recogen los
restos de su comida y se queman o se hace un encantamiento con ellos 9 . Por consiguien-
te, los alimentos articulan el cuerpo y su sustancia en relación con el mundo exterior de
las relaciones sociales, el cual determina su aceptación o rechazo.

227
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

El intercambio competitivo

En su modalidad competitiva, la costumbre melanésica de regalar comida puede ser


una forma agresiva u ostentosa de presentarse a los demás. Éste es el contexto del
famoso sistema melanésico de intercambio, en el que se ofrecen a un individuo o a un
grupo valiosos objetos o enormes cantidades de alimentos —con frecuencia cerdos vivos
o montones de tubérculos— en señal de fuerza y desafío 10. El grupo que los recibe tiene
que corresponder posteriormente con un ofrecimiento igual o mayor para salvar las
apariencias y conservar o mejorar su reputación. En algunas culturas, la competencia social
mediante el intercambio de alimentos ha reemplazado al intercambio de bajas de guerra
—por ejemplo, entre los kalauna, que han acabado «luchando con comida» (Young, 1971).
En los casos de intercambio agresivo de alimentos, la relación entre la presentación
social y los procesos corporales internos es, a veces, completamente explícita. Producir
un exceso de alimentos destinados a los demás exige siempre cierta privación personal
—reducir la cantidad de comida consumida por uno mismo—, así como mucho trabajo.
El ideal cultural de varias sociedades del Massim es, por tanto, tener el estómago vacío
y la despensa llena para hacer intercambios competitivos. El ideal corporal corres-

pondiente es tener un cuerpo delgado, duro, «seco» y ligero, en otras palabras, suma-
mente disciplinado y austero (Young, 1971, 1986; cf. Munn, 1986; A. Weiner, 1976;
Kahn, 1986). Este concepto a menudo está parcialmente relacionado con los atributos de
género masculinos, en concreto con la resistencia y la fortaleza del cuerpo de los hombres,
y, de hecho, suelen ser éstos quienes regulan la política del intercambio de alimentos y
quienes imponen en la vida doméstica el valor de la privación personal y el trabajo duro.
En varias zonas de Melanesia, la disciplina y la autoridad de los hombres adultos se
concretan en el cultivo de plantas masculinas especiales destinadas a intercambios par-
ticularmente prestigiosos. En este sentido, quizá quepa calificar de arquetípico el cultivo
de largos ñames que realizan los hombres en partes del Sepik y del norte de Nueva
Guinea, y de ñames y taro en algunas zonas del Massim y de Papúa oriental (Tuzin,
1972; Harrinson, 1982; Kaberry, 1971; Young, 1971, 1986; Fortune, 1932, cap. 2;
Malinowski, 1935; A. Weiner, 1976; Kahn, 1986; Schwimmer, 1973). En el Sepik, los
ñames contienen a menudo importantes aspectos de la sustancia patrilineal del grupo;
en algunas zonas, cada clan tiene su propio «linaje de semillas» de ñame, cuya pureza
hay que mantener y perpetuar de generación en generación —de manera análoga a cómo

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BRUCE M. KNAUFT

La muerte de una mujer gebusi genera acusaciones y violencia


en el funeral por parte de sus parientes masculinos.

Una pipa de tabaco pasada sobre la tumba indica el fin de


las hostilidades.

2 29
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

se piensa que proliferan los tubérculos de ñame en genealogías subterráneas (Tuzin,


1972; Harrison, 1982). Es la energía de los ancianos, en particular, la que anima estos
enormes tubérculos, que llegan a alcanzar casi cuatro metros de largo. Además de las
muchas horas de trabajo que se les dedican, para proliferar bien, los ñames precisan de
una compleja magia, así como del aislamiento de quienes los cultivan y de la cosecha
misma a fin de evitar la contaminación sexual femenina. Los ñames más largos se ofrecen
en los intercambios competitivos de mayor prestigio; su producción es un elemento
fundamental de la vida de los hombres adultos. En algunos casos, los inmensos tu-
bérculos se pintan y decoran con adornos humanos propios de sus dueños, a quienes se
piensa que encarnan. El ofrecimiento ostentoso de estos ñames sitúa a quienes los
reciben en la vulnerable y difícil posición de tener luego que presentarse ellos con
regalos de alimentos iguales o mejores.
Quizá los más famosos ejemplos del ofrecimiento de regalos en Melanesia procedan
de las zonas montañosas de Nueva Guinea (por ejemplo, A. Strathern, 1971; Meggit,
1974; cf. Feil, 1984; Lederman, 1986). En ellos, la idea de la presentación corporal de
la persona está implícita en los regalos de alimento en la medida en que éste sea una
manifestación concreta de la habilidad productora y política de quien lo regala. Pero en
el presente contexto, quizá sea más importante señalar que, en estas zonas montañosas,
los intercambios van acompañados también de una compleja decoración del cuerpo que
tiene por objeto engrandecer a la persona (Strathern y Strathern, 1971; M. Strathern,
1979). El tema de la decoración del cuerpo como índice de la persona y del grupo
competitivo se considera con mayor detenimiento más adelante. No obstante, conviene
señalar ahora que, en muchas zonas de Melanesia, se intercambian ceremonialmente
alimentos y objetos de valor por cuerpos, especialmente en los contextos del matrimo-
nio y la compensación por homicidios.

Intercambios corporales — el matrimonio

En varias culturas melanésicas, incluidas algunas sociedades del norte y el sur de


Nueva Guinea, el matrimonio supone idealmente el intercambio de cuerpos equivalen-
tes entre grupos distintos —la mujer que se entrega en matrimonio equivale para el
grupo familiar a otra que éste recibe a cambio. Tal «intercambio de hermanas» reales o

230
BRUCE M. KNAUFT

clasificatorias vincula la economía corporal a las relaciones sociales de modo muy


directo. No obstante, en muchas otras partes de Melanesia, incluidas las montañas de
Nueva Guinea, la capacidad productiva y reproductora de la esposa —sus facultades
para el trabajo, el sexo y la maternidad— se entregan junto con la mujer misma al grupo
del marido cuando éste hace un pago material apropiado a los parientes de aquélla. Este
pago o serie de pagos, denominado «precio de la novia», en la época precolonial
consistía principalmente en cerdos, hachas de piedra y objetos de concha (por ejemplo,
Glasse y Meggitt, 1969).
En el «precio de la novia», se intercambia por la capacidad productiva y reproductora
de la esposa la materialización de la riqueza y la capacidad productiva del marido. Este
intercambio da forma a diversos aspectos de una ecología corporal más general, ya que
la mujer trabaja para aumentar la producción de cerdos del grupo del marido —vigilán-
dolos, dándoles de comer, e incluso amamantándolos—, y al mismo tiempo, sus parien-
tes reciben como «precio de la novia» cerdos y objetos de valor que pueden utilizar
directamente o destinar a otros intercambios similares para conseguir esposa ellos
mismos. En otras palabras, los alimentos, la riqueza y las mujeres se intercambian en
un ciclo cerrado.
Tales ejemplos no significan que las mujeres sean objetos pasivos en el intercambio
competitivo o matrimonial (se ha debatido mucho esta cuestión en la literatura)". La
ideología dominante es, más bien, que las mujeres y los objetos se intercambian como
complementos mutuos. En el caso de algunas sociedades melanésicas, se ha sostenido
que el intercambio masculino de objetos de valor se complementa cosmológicamente y
equilibra socialmente con el valor reproductor y regenerativo de las mujeres (A. Weiner,
1976, 1980). En otros casos, lo que se sostiene es que, en realidad, hay importantes
aspectos de las creencias espirituales y de la ideología de género que revelan la domina-
ción masculina sobre las mujeres (por ejemplo, Godelier, 1986; Josephides, 1985; Read,
1952; Meggitt, 1964; Langness, 1974, cf. Lindenbaum, 1987; M. Strathern, 1987).

Intercambios corporales — la muerte

En la Melanesia precolonial, el intercambio corporal entre muchos grupos consistía


en la depredación y la venganza violenta; la guerra tribal era endémica en la mayoría de

231
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Con la cara pintada de negro en señal de ira, un joven


espera vengar la muerte de un tío suyo.

232
BRUCE M. KNAUFT

las regiones melanésicas antes de la pacificación (vid. Meggit, 1977; Koch, 1974; Lang-
ness, 1972; Hallpike, 1977; Berndt, 1962, 1964; Fortune, 1939, y Schwartz, 1963). En
muchos casos predominaba un tipo de intercambio de persona por persona, en el que
la venganza de los individuos asesinados constituía un ciclo continuo de muerte por
muerte (Heider, 1979; Larson, 1987). La guerra crónica en que se basaban las relaciones
entre los grupos daba como resultado un elevado índice de homicidios, especialmente
en el caso de los hombres, en muchas, si no en la mayoría, de las regiones de la Melanesia
precolonial. Entre los mae enga, por ejemplo, alrededor del treinta y cinco por ciento
de las muertes de varones se producían en la guerra (Meggit, 1977, 110) 12 .
El ciclo de muertes podía atenuarse, no obstante, con una compensación material. En
muchas partes de Nueva Guinea, la entrega de cerdos u objetos de valor servía a veces
para compensar a los parientes de las personas caídas en combate y, por consiguiente,
para poner fin —al menos temporalmente— a las sangrientas venganzas de los grupos
enfrentados 13 .
En la mayoría de los casos, incluido el de los mae enga, las diversas formas de muerte,
compensación e intercambio estaban, en el fondo, interrelacionadas. Por ejemplo, se
podía llegar a una tregua haciendo una compensación por homicidio que, al mismo
tiempo, servía de base a una ronda de intercambios materiales entre los dos bandos.
Estos intercambios sucesivos podían acabar convirtiéndose en transacciones matrimo-
niales entre los grupos hasta entonces enemigos, pero también cabía la posibilidad de
que las nuevas relaciones pacíficas se deteriorasen y se iniciara otra sucesión de enfren-
tamientos y muertes. En definitiva, el ciclo de intercambios corporales entre los grupos
tenía fases de correspondencia «positiva» y fases de correspondencia «negativa», es
decir, que después del intercambio de riquezas, venía el de esposas, el de muertes, el de
riquezas otra vez y así sucesivamente (D. Brown, 1977; Schwimmer, 1973; Whitehead,
1986a-b; cf. Sahlins, 1972; Modjeska, 1982).

Ciclos de muerte y regeneración

Los ciclos que vinculaban la reciprocidad de muertes con otras formas de intercambio
a menudo estaban ligados a relaciones cosmológicas y sociales más generales. Se creía
que, durante el intercambio «negativo» de muertes, por ejemplo, el grupo de la víctima

233
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

sufría una pérdida espiritual, así como social, debido a la cual sus fantasmas o espíritus
ancestrales se volvían contra él exigiéndole la debida venganza, la cual era absolutamente
necesario llevar a cabo para aplacar su furia. Para el otro grupo, en cambio, la muerte
de la víctima era un motivo de alivio y alegría. En algunos casos, el cadáver se desfigu-
raba o mutilaba para mayor deshonra de sus parientes, que se lo podían encontrar con
los genitales en la boca (por ejemplo, Meggitt, 1977, 76); con la cabeza, cortada, en lo
alto de un poste, si era el de un jefe (Reay, 1987, 90), o con los intestinos sacados y
atados en ristras (Zegwaard, 1959, 1037). En otros casos, los vencedores despedazaban
los cadáveres, se los llevaban a su poblado y se los comían (por ejemplo, Knauft, 1985b,
sobre los bedamini; Powdermarker, 1931, 28, sobre los lesu de Nueva Bretaña). Nor-
malmente, el grupo triunfante celebraba la muerte de sus enemigos con una danza
festiva, como el edai de los dani (Heider, 1970, 1979), la fiesta del «funeral simulado»
de los daribi (Wagner, 1972, 150 y sigs.) o el rito caníbal de los purari (Williams, 1924,
cap. 14).
En la Melanesia precolonial, la posición social del hombre adulto solía estar relacio-
nada en gran medida con el número de enemigos que hubiese matado —y normalmente
se reflejaba en la decoración del cuerpo. En algunas sociedades se creía que los vence-
dores recibían o tomaban una potente fuerza espiritual de sus víctimas. Las pérdidas
causadas o tenidas en combate por el grupo estaban, por tanto, directamente relaciona-
das con las creencias relativas a su bienestar espiritual o cosmológico. Tales creencias
eran especialmente importantes en las sociedades donde se practicaba la caza de cabezas
o el sacrificio de los prisioneros (vid. Mackinley, 1976). Entre los kwoma del Sepik, por
ejemplo, se creía que el vencedor reforzaba su espíritu o mai, situado en la cabeza, con
los espíritus de sus víctimas —para bien, además, de los espíritus de su grupo (William-
son, 1983, 16; Bowden, 1983, 99-105 y 110, cf. 165). Este espíritu ubicado en la cabeza
se materializaba en las insignias que llevaba el vencedor y podía transmitirse a las
estatuas de los ritos de fertilidad, «cabezas» enmascaradas que se adornaban también
con insignias similares 14 .
En muchos pueblos de la costa meridional de Nueva Guinea, la caza de cabezas y el
canibalismo estaban relacionados con la regeneración espiritual. En las sociedades del
delta del Purari, se tendían emboscadas a los enemigos de vez en cuando para matarlos
y convertir sus cuerpos o cabezas en un alimento ritual que se introducía en la boca de
grandes monstruos-espíritus malignos, colocados en un lugar sagrado en la parte trasera

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BRUCE M. KNAUFT

de la casa de culto de los hombres. Estos monstruos malignos, denominados katemunu,


personificaban la fuerza espiritual del grupo victorioso, y la costumbre de «alimentar-
los» con cabezas humanas era un elemento fundamental de los ritos purari de iniciación
masculina y rejuvenecimiento del grupo (Williams, 1923, 1924). Entre los asmat de la
costa sudoeste de Nueva Guinea, las cabezas de los enemigos, cuidadosamente prepa-
radas, eran objetos sagrados muy poderosos (Zegwaard, 1959; cf. Konrad et al., 1981,
y Schneebaum, 1988). Las cabezas ocupaban un lugar destacado en los complejos ritos
de iniciación masculina de esta sociedad, que eran una representación de la muerte, el
renacimiento y el desarrollo en la que se le infundía al iniciado la identidad espiritual
del enemigo muerto. En una determinada fase del rito, por ejemplo, el joven sostenía la
cabeza de la víctima contra sus genitales durante mucho rato para simbolizar así su
renacimiento, y al final de la ceremonia se le ponía el nombre del enemigo, que era el
que iba a tener ya siempre como hombre adulto. La aceptación de esta transformación
de la identidad era tan general, que el iniciado era inmune a los ataques de los parientes de
la víctima —¡quienes podían incluso acogerle y agasajarle!
Entre los bimin-kuskusmin de la zona del monte Ok, la tortura y el canibalismo
ritual de los prisioneros eran el centro de la principal ceremonia pública de rejuveneci-
miento social —el gran rito del pandanus. «En el gran rito del pandanus... la fuerza ritual
transmitida a la víctima mediante el atavío, el sacrificio y la ejecución de una lenta y
dolorosa muerte rituales se supone que se ha incorporado a todos... los adultos partici-
pantes» (Poole, 1983, 21). El consumo de la poderosa esencia espiritual de los tejidos
genitales de los cadáveres parece haber sido particularmente importante en el proceso
de regeneración espiritual de los bimin-kuskusmin. Ya aludimos anteriormente a los
elaboradísimos ritos mortuorios generados por las complejas creencias de esta sociedad
acerca del género y la sustancia corporal.
Algo diferente es la permutación observable entre los kiwai de la costa meridional de
Nueva Guinea, quienes «a veces cortaban el pene de los enemigos muertos, lo ataban a
un palo y lo ponían a secar. Antes de los combates, los guerreros jóvenes mezclaban con
plátano un trocito de él y se lo tragaban para así capturar y matar a muchos hombres
enemigos» (Landtman, 1927, 151).
En algunas sociedades, la incorporación de la fuerza espiritual de otros o el acceso a
ella iba acompañada de un coito sucesivo, que era un aspecto más de la regeneración
social. Entre los purari, las esposas de los buenos cazadores de cabezas estaban sexual-

235
IMÁGENES OEL CUERPO EN MELANESIA

mente a disposición de los hombres de la aldea, quienes hacían por ello una compensa-
ción material a los maridos (Williams, 1923) 15 .
En unos cuantos casos, el asesinato de las personas ajenas al grupo tenía importantes
dimensiones prácticas, además de simbólicas y cosmológicas. Los marind-anim, que
vivían al este de los asmat, eran famosos por figurar entre los pueblos cazadores de
cabezas más inveterados y con más radio de acción de Melanesia (Van Baal, 1966). Las
incursiones que realizaban, como las de sus vecinos, tenían por objeto conseguir «nom-
bres de cabeza» para sus hijos, pero de vez en cuando se convertían también en una
captura sistemática de los hijos de sus víctimas, que eran llevados al poblado y criados
como auténticos marind". Este tráfico de niños era de tal magnitud, que quizá la sexta
parte de los adultos fuesen, en realidad, hijos de extranjeros muertos en incursiones de
caza de cabezas. Esta incorporación a gran escala de miembros de otros grupos tenía
una gran importancia demográfica, pues, como ya vimos, muchas mujeres marind eran
estériles a causa del excesivo número de coitos que realizaban en sus ceremonias (South
Pacific Commission, 1955). La afluencia de niños cautivos contrarrestaba, por tanto, la
bajísima tasa de natalidad de esta sociedad. De hecho, era lo suficientemente grande
como para hacer de los marind-anim un grupo en expansión, tanto desde el punto de
vista cultural como desde el territorial, a pesar del índice de crecimiento interno nega-
tivo. Por supuesto, eran las mismas creencias espirituales del grupo las que motivaban
e intensificaban este extraordinario ciclo —de hipersexualidad, infertilidad, violencia y
reabastecimiento demográfico. Tales relaciones se hacen patentes en el complejo ciclo
de ritos y mitos marind, que hace hincapié en la vinculación de la cópula perjudicial, la
caza de cabezas y el renacimiento (Van Baal, 1966, 1984; cf. Ernst, 1979).

Ritos mortuorios

Del mismo modo que la esencia de los extranjeros asesinados suele considerarse
como una poderosa fuerza, la energía espiritual de quienes mueren por causas naturales
dentro de la comunidad es con frecuencia igualmente poderosa y está sujeta a manipu-
lación social. Aunque, como veremos más adelante, el elemento básico de los ritos
mortuorios de muchas sociedades melanésicas es la necesidad de aplacar la ira de los
fantasmas, a veces es también muy importante la preocupación por controlar la fuerza

23 6
BRUCE M. KNAUFT

positiva del difunto. En diversas culturas, los ritos mortuorios facilitan la amalgamación
del espíritu del muerto con el reino, más indiferenciado, de los espíritus ancestrales,
cuya función básica suele ser proteger y vigilar el éxito y el conocimiento sagrado del
grupo. En casi todas las zonas de Melanesia, hay sociedades que conservan como
reliquias partes del esqueleto de los difuntos, en especial el cráneo de los hombres
adultos". En muchas culturas, estas reliquias óseas se guardan en lugares sagrados y son
importantes objetos de culto utilizados en complejos ritos.
En la franja montañosa del sureste de Nueva Guinea, la necesidad de reincorporar a
los miembros del grupo muertos era especialmente importante. En algunas comunida-
des, cuando moría una persona, sus parientes femeninos se comían el cadáver para
impedir, entre otras cosas, que la fuerza espiritual se dispersase. Este endocanibalismo
estaba particularmente extendido en la cultura gimi, donde las mujeres devoraban el
cuerpo entero y luego recibía cada una la parte de un cerdo correspondiente a la que se
había comido (Gillison, 1983). La lógica de esta costumbre era la siguiente: «¡Ven a mí
para que no te pudras en la tierra! ¡Deja que tu cuerpo se disuelva dentro de mí!» (ibid.,
43; cf. Gillison, 1980, 1987). Con este acto de canibalismo se iniciaba un proceso de
regeneración mortuoria: durante el año siguiente, la madre del difunto llevaba siempre
consigo el cráneo y una mandíbula de éste; después, buscaba árboles o rocas con grietas
—que se suponía que eran «como vaginas»— en los terrenos de caza del clan y en la
linde del huerto del difunto y los introducía en ellas, y entonces el espíritu se reencar-
naba en forma de ave del paraíso y seguía viviendo así en territorio gimi. El endocani-
balismo de esta cultura era, por tanto, «la primera etapa de un proceso de regeneración
del muerto, parte de los medios utilizados para mantener la continuidad de la existencia
traspasando la vitalidad humana a otros seres vivos» (Gillison, 1983, 89).

El duelo

Las costumbres funerarias y mortuorias melanésicas son muy variadas no solamente


en lo que al canibalismo se refiere. Normalmente, el cadáver es objeto del duelo de sus
apesadumbrados parientes y de un intento de aplacar al espíritu del difunto y de
facilitarle el paso al mundo de lo invisible. Con frecuencia forma parte de este proceso
una cruel violencia ejercida sobre el cuerpo de los vivos. Meggitt resume así lo que
ocurría entre los mae enga de las montañas:

237
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Los parientes que asisten al duelo inicial tienen que demostrar la magnitud de su dolor. Los
parientes masculinos lejanos y los varones de la familia del cónyuge se tiran del cabello y de la
barba. Unos cuantos se rajan los lóbulos de las orejas para que la sangre se derrame por sus
hombros. Algunos de los parientes cercanos de ambos sexos se cortan la punta de los dedos. Este
acto también aplaca al fantasma del difunto, que cobra vida en el momento de la muerte, cuando
el espíritu agnaticio abandona el cadáver (Meggitt, 1965a, 182).

La amputación de los dedos a las niñas parece haber sido una costumbre particular-
mente corriente entre los dani de las montañas de Irian Jaya. Debido a ella, a casi todas
las mujeres adultas de esta sociedad les faltaban muchas o la mayoría de las articulacio-
nes de los dedos de ambas manos (Heider, 1979, 124 y sigs.). Entre los kaulong de
Nueva Bretaña, a la mujer del difunto se la estrangulaba poco después de la muerte de
su marido —costumbre muy extendida en la época precolonial (Goodale, 1980, 1985).
Mucho más corriente era, en toda Melanesia, que los hombres y, particularmente, las
mujeres estuviesen llorando y lamentándose mucho tiempo y que se sometiesen a tabúes
funerarios de diversa duración, entre los que figuraban algunos relacionados con la
sexualidad, la alimentación y la indumentaria, así como la limitación de la actividad
social o la reclusión. La severidad de las costumbres funerarias variaba de acuerdo con
la edad y el sexo del difunto, siendo a menudo mayor si éste era un hombre importante
y menos intensa si la persona muerta era una mujer o un niño.

El trato del cadáver

La posición social del difunto también solía reflejarse en el trato que recibía el
cadáver. A menudo, si éste era el de un hombre importante se le vestía con sus mejores
galas rituales y con las insignias indicadoras de su posición. Los iatmul del Sepik
preparaban una complicada presentación del cadáver en el caso de los hombres impor-
tantes y representaban en iconos sus logros en la guerra, los ritos, el conocimiento y el
intercambio (Bateson, 1936). Asimismo, se sometían los cadáveres a procesos de adivi-
nación que variaban de acuerdo con las características del difunto. En partes del interior
de Nueva Guinea, los de las personas importantes o muertas inesperadamente se exa-
minaban antes de la descomposición o una vez iniciada ésta para averiguar por el estado

238
BRUCE M. KNAUFT

de las partes internas la existencia o la identidad de un posible brujo que hubiese


provocado la muerte de la persona.
Entre los gebusi de la zona del Strickland-Bosavi, los cadáveres de casi todos los
adultos que morían por enfermedad se sometían a procedimientos adivinatorios
(Knauft, 1985a, caps. 2, 4), en los que las personas sospechosas de haber causado la
muerte con brujería tenían que sacudir el cuerpo en descomposición para demostrar su
dolor. La señal tangible de que tales personas eran realmente culpables consistía en que
al cadáver le estallaran los ojos (por la presión intracraneal) o soltara de repente algún
líquido, en cuyo caso estaba permitido matarlas allí mismo sin que sus parientes pudie-
ran hacer nada para impedirlo. Las personas así ejecutadas se cocían entonces con sagú
y se repartían entre los demás miembros del grupo para que se las comiesen, tal como
se hacía con los cerdos y casuarios que se cazaban. Este acto era considerado como la
debida compensación de la destrucción que había causado el brujo enfermando de
muerte a su víctima. La ejecución de sospechosos de brujería dentro de la comunidad
hacía que los gebusi tuvieran una tasa de homicidios sumamente alta (Knauft, 1985a,
1987b; cf. 1987c).
Los etoro y los kaluli, vecinos de los anteriores, hacían hincapié en una permutación
completamente diferente de la adivinación con cadáveres (Kelly, 1976, 1977; Schieffelin,
1976). En estas sociedades era el cuerpo de la persona ejecutada por practicar la brujería
el que se examinaba con fines adivinatorios. Se le arrancaba el corazón y se clavaba en
un poste a la vista de todos; si era «brillante» o «amarillento» se consideraba que la
víctima había sido realmente un brujo (después podían comerse el cuerpo).
Para los wola, que habitaban más al Oeste, la esencia espiritual del cuerpo de la
persona muerta por enfermedad se traspasaba a un cerdo, que después se comía en un
banquete a la vez que se hacían augurios mediante los que los asistentes declaraban su
inocencia en la muerte del difunto (Sillitoe, 1987). Entre los marind-anim de la costa
meridional de Nueva Guinea eran los fluidos del cadáver los que facilitaban la adivina-
ción. Un pariente cercano del difunto se los bebía y, a continuación, se echaba a dormir
junto al cuerpo en la misma tumba; se creía que él o sus sueños podían desvelar la
identidad del brujo responsable de la muerte (Van Baal, 1966, 772). Los marind creían
también que estos fluidos transmitían poder chamánico. Los aprendices de chamán
tenían que ingerirlos en grandes cantidades —por la boca, la nariz o los ojos—, hasta
que empezaban a delirar. Mediante esta prueba y el adoctrinamiento correspondiente,

23 9
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

el aprendiz corría el riesgo de morir por conseguir la «visión» necesaria para ver con
precisión en el mundo de los espíritus y en el ,de la muerte (Van Baal, 1966, 888).
Determinadas costumbres y tabúes mortuoriotenían por objeto únicamente prepa-
rar la partida del espíritu del difunto al mundo dedos muertos, proceso que se facilitaba
con súplicas o manifestaciones de dolor por parte de los vivos. Se creía que, sin estos
ruegos —y a veces incluso haciéndolos—, el espíritu del difunto se enfadaba por haber
muerto en el mundo terrenal y, convertido en un malvado fantasma, causaba enferme-
dades o desgracias a los vivos. Las diversas formas de colocar el cadáver reflejaban, en
parte, distintas creencias relativas a la partida adecuada del espíritu del difunto. En
algunas sociedades, como la dani (Heider, 1970, 1979), se quemaba el cuerpo en una
pira funeraria. En otras, se enterraban en seguida, que es lo que hacían los mae enga
(Meggit, 1965a-b), o se velaba durante varios días antes del entierro. En muchas cultu-
ras, desde al menos la marind-anim de Irian Jaya (Van Baal, 1966) hasta la kawaio de
las Salomón (Keesing, 1982), el cadáver se enterraba, pero luego se exhumaba para
decorar los huesos y volverlos a enterrar. Y en muchas otras se dejaba descom-
poner parcial o totalmente al aire libre, entre otras razones para que su espíritu se dis-
persara.
Para ilustrar cómo pueden llegar a combinarse varios de estos aspectos de las cos-
tumbres funerarias examinaremos detenidamente un caso en particular, el de los daribi
de la franja montañosa del sur de Nueva Guinea, porque, como señala Wagner (1972,
145), «el duelo por los muertos constituye la expresión ideológica más poderosa de la
cultura daribi». En esta sociedad, los parientes paternos, cónyuges y compañeros del
difunto entonaban un lamento fúnebre por él. Entonces llegaban sus parientes uterinos
y, tras acusar a los anteriores de negligencia por haberle dejado morir, desahogaban su
ira contra ellos recurriendo a métodos violentos —que en la época precolonial consistían
en destrozar las cosechas, cortar los pilares de las casas o atacar a sus oponentes con
palos o hachas. Luego se dejaba el cadáver en la casa de residencia común durante un
período de entre seis y diez días para que los parientes próximos tomaran partes de él
como reliquias:

Mientras el cuerpo está todavía en la casa, se cortan partes de él, tales como las manos, los
pies o el cuero cabelludo, para convertirlas en reliquias. Las secan al fuego y luego las aplastan
colocándolas debajo de una estera de dormir, después de lo cual se las cuelgan del cuello en

24 0
BRUCE M. KNAUFT

señal de duelo. Horobame, una mujer Krube, llevaba así la piel seca de la planta del pie de su hijo
porque «ya no podía verle nunca más, él ya no podía andar por ahí nunca más» (ibid., 147).

Una vez tomadas las reliquias, se convencía a los parientes de que renunciasen al resto
del cadáver, que, a mediodía, se colocaba en un ataúd abierto para que todos lo viesen
y, también, para recoger el líquido que soltaba a medida que se iba descomponiendo.
Al ponerse el sol se retiraba de allí, y entonces, la carne que quedaba podía cocinarse al
vapor y comerse, lo cual hacían los miembros del clan del difunto, es decir, las personas
con quien éste había «compartido carne» en vida, pero no sus familiares más cercanos.
Los últimos restos se devolvían al ataúd, atados y cubiertos con corteza de árbol, y,
cuando estaban totalmente descompuestos, se recuperaban los huesos y se guardaban en
una «casa de huesos» especial hecha con hojas de pandanus. Cuando estos huesos
empezaban a deshacerse, los miembros del clan del difunto cazaban de diez a veinte
marsupiales, cuyos huesos quemaban entonces debajo de la casita para, mediante el
humo que salía, «compartir alimento» por última vez con su compañero muerto. Se
creía que este acto servía también para mitigar la maldad de los fantasmas. Después de
la ceremonia, se sacaban los huesos de la estructura de pandanus e, introducidos en una
bolsa de esparto, se colgaban en el pasillo de la casa comunal. Cuando, mucho tiempo
después, empezaba a deshacerse también la bolsa, se sacaban de ella los huesos y se
metían, ya para siempre, en una cueva. La importancia de este proceso queda ilustrada
en la creencia daribi de que los fantasmas, especialmente los de las personas muertas en
el bosque y sin duelo, podían volver al mundo de los vivos y causar enfermedades. Para
impedir esto y «enviar otra vez el fantasma a la casa», celebraban una ceremonia, llamada
halm, consistente en un enfrentamiento competitivo entre un grupo de hombres que
representaban al fantasma y otro de hombres y mujeres que desempeñaban el papel de
residentes de la casa comunal. Al final, se apaciguaba al fantasma y se celebraba una
fiesta.

Fiestas mortuorias

Particularmente en la Melanesia oriental, la celebración de ritos mortuorios para


conmemorar a los difuntos constituía una importante oportunidad para la distribución

241
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

de riquezas y la competencia política. Desde el punto de vista económico, con la muerte


de un jefe político poderoso se interrumpían los canales de intercambio de riqueza
establecidos por él a modo de expresión económica y política de su jefatura. La refor-
mulación o ampliación de estas relaciones, realizada simbólicamente en los ritos mor-
tuorios conmemorativos, permitía que nuevos jefes rivalizasen con los antiguos en
acumulación y distribución de riquezas. Así pues, la continuidad político-económica de
la sociedad estaba ligada a su perpetuación espiritual y a su rejuvenecimiento después
de la muerte, en particular cuando ésta era la de un jefe. En algunos grupos matriarcales,
como el de los habitantes de las Trobiand, gran parte de este proceso estaba sujeto al
control espiritual y económico de las mujeres (A. Weiner, 1976), mientras que en otros
se sometía al control más general de los hombres (Keesing, 1982; Wagner, 1986; Clay,
1986; Errington, 1974; Salisbury, 1966; Goodenough, 1971).
Una de las conmemoraciones mortuorias más elaboradas desde el punto de vista
artístico era la malanggan del noroeste de Nueva Irlanda, ceremonia con la que estaban
estrechamente relacionadas ciertas máscaras de madera, muy trabajadas y adornadas con
grecas, y una serie de tallas en que se representaban los emblemas del clan (Kramer,
1925; Wingert, 1962, 46 y sigs., 234-239; cf. Meyer y Parkinson, 1895; Nevermann,
1933; Groves, 1935 —353-360---, 1936). Estas máscaras y tallas, llamadas también
malanggan, se hacían para una especie de concurso artístico, en el que el prestigio del
clan dependía de que el malanggan que se presentase en la ceremonia mortuoria fuese
el más original, intrincado y espectacular de todos. El complejo significado de los
motivos sólo lo conocían los ancianos, que eran quienes encargaban el trabajo a los
tallistas y les dirigían, y quienes patrocinaban las fiestas mortuorias en que se exponía
la obra de éstos, la cual perdía toda importancia una vez acabada la ceremonia.
El arte de las fiestas mortuorias también parece ser relativamente notable en algunas
sociedades tradicionales de Irian Jaya (por ejemplo, Heider, 1979; Serpenti, 1965),
donde toma la forma de complejas estatuas de antepasados adornadas con calados. Esta
característica se observa tanto en el sur, entre los asmat, por ejemplo, como en el norte,
en la zona de la bahía de Geelvinck (por ejemplo, Konrad et al., 1981; Schneebaum,
1985; Gerbands, 1967; Wingert, 1962, 193 y sigs.; cf. Chauvet, 1930). El arte totémico
y de la casa de los espíritus estaba particularmente desarrollado en el norte de Nueva
Guinea en la zona del Sepik (Greub, 1985; cf. Forge, 1965).
En general, la diversidad de las costumbres mortuorias de Nueva Guinea refleja la

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BRUCE M. KNAUFT

tensión existente entre tres asuntos: la constitución cultural de la pena, la apropiación


o retención de la esencia o fuerza espiritual del difunto y la manifestación de la
diferencia y hostilidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

El cuerpo maduro:
encarnación espiritual y rejuvenecimiento

Como, en Melanesia, la vida del cuerpo está tan determinada por la red de relaciones
sociales y espirituales, las muestras de belleza corporal más espectaculares tienden a
reafirmar el rejuvenecimiento social y cósmico del grupo en general. Las costumbres y
creencias relativas a la concepción, crianza, crecimiento productivo y muerte del cuerpo
están estrechamente relacionados con ceremonias que, de un modo u otro, difunden o
fomentan la fuerza, vitalidad, madurez y regeneración de los individuos y de la comu-
nidad (cf. Whitehead, 1986a-b).
Incluso en contextos no ceremoniales, el cuerpo ha mostrado en Melanesia una
amplia gama de atavíos. Orejas y narices horadadas, tatuajes, escarificaciones, dientes
teñidos de negro, penes cubiertos con calabazas, adornos de hojas, piel o plumas, todos
estos elementos complementan en las diferentes culturas la escasa indumentaria tradi-
cional, compuesta por el taparrabos y las faldas y camisas de hierba, o la desnudez
absoluta (muy corriente en partes del Sepik). El peinado abarcaba desde llevar la cabeza
rapada —a veces en señal de duelo— hasta intrincadas trenzas y complicadas pelucas.
A menudo, las distintas insignias e indumentarias cotidianas eran claros indicadores del
sexo, la edad, el estado civil y los logros políticos del individuo: qué grado de iniciación
tenía, cuánta gente había matado, cuántos intercambios importantes había hecho, si
estaba de luto y si pertenecía a un grupo religioso especial.
Sin embargo, en los contextos ceremoniales, el cuerpo normal era objeto de una
transformación mayor, a menudo sumamente simbólica y de gran riqueza artística. En
la mayor parte de Melanesia, el cuerpo decorado era en sí mismo la principal forma de
arte. Los atavíos rituales son tan diversos como variadas y creativas las culturas, y en
todas ellas constituyen un icono en que se celebra el ser vital y la vitalidad espiritual y
sociocultural.

243
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Atavío y encarnación espiritual —


costa meridional de Nueva Guinea

En muchas culturas costeras del sur de Nueva Guinea, se utilizaban espectaculares


máscaras y atuendos que estaban relacionados con seres míticos o espíritus ancestrales,
cuya forma y fuerza representaba corporalmente o evocaba artísticamente el individuo
así ataviado. Los marind-anim del litoral sur tenían una gama de elementos decorativos
particularmente compleja, que representaba diversos aspectos de los espíritus-dema
míticos (Van Baal, 1966). Estos atavíos se empleaban en un ciclo ritual cada vez más
complicado —en el que estaba basada la cosmología marind—, por medio del cual se
representaban, elaboraban y revelaban a los iniciados los viajes y actividades de los
dema. Uno de los elementos más espectaculares era la imagen del cielo garfa, brillante
tocado semicircular que se extendía alrededor de la cabeza del que lo llevaba como un
inmenso abanico de dos metros de radio. «El adorno tiene forma de abanico, y está
hecho de nervios de hoja de sagú muy ligeros. Las finas y largas tiras, dispuestas
radialmente, se atan unas con otras y luego se pintan de varios colores, entre los que
predomina el blanco» (ibid., 356).
El uso y el significado de los adornos dema eran, lógicamente, muy complejos. El
siguiente pasaje describe la aparición de Sosom, uno de los principales dema:

Los neófitos son llevados al recinto ceremonial para que se sienten bajo la [alta] plataforma,
de espaldas a la entrada. Una especie de valla móvil rodea el sitio. Sosom se ha puesto un enorme
tocado, hecho de finos juncos cubiertos de plumón blanco. Lleva el rostro oculto con la máscara
batend [de plumas de ave del paraíso moradas], el pecho cubierto de fibras y una pesada falda de
color marrón rojizo. Una guirnalda de brillantes hojas de crotón adorna sus hombros, y por la
espalda le cuelgan las largas trenzas del peinado. Rodeado de hombres que van bailando y
haciendo sonar en el aire largas tiras de cuero, Sosom hace su entrada en el recinto ceremonial...
De repente, la estructura se tambalea, como si un monstruo gigante hubiese saltado sobre ella.
Una cosa negra y horrorosa cae sobre los neófitos: la cola del monstruo. El ruido atronador ha
cesado. Se hace un extraño silencio cuando se quita la valla y los tíos y padres de los jóvenes les
agarran del brazo y les sacan del recinto para que vean al dema. Al mismo tiempo, se levanta un
poste de madera [el pene de Sosom], y en cuanto está alzado comienza otra vez la prueba... Al
final, el dema se arrodilla delante de los jóvenes sin sus atavíos; se les aparece como un hombre
corriente (Van Baal, 1966, 481).

244
BRUCE M. KNAUFT

El uso de complejos atavíos para representar vagas formas ancestrales o espirituales


—mostradas a los iniciados como hombres reales— era notable en muchas de las zonas
llanas del norte y el sur de Nueva Guinea. Entre los elema de la parte central de la costa
sur, la iniciación al uso de espectaculares máscaras totémicas y relacionadas con los
espíritus tenía un carácter benigno y era un importante acontecimiento social (Williams,
1940). Las máscaras más grandes, las hevehe, combinaban en su significado y simbolis-
mo diversos aspectos de los espíritus del mar, el culto a los antepasados, la afiliación
totémica y de clan y una considerable elaboración artística. Se componían de una ligera
estructura de juncos y palmas, sobre la que se cosían trozos de corteza decorados con
intrincados dibujos transmitidos de generación en generación, el más bajo de los cuales
era un rostro con la boca abierta. Una vez puestas, se alzaban hasta cuatro metros por
encima de la cabeza y, no obstante, eran lo suficientemente ligeras como para que el
enmascarado desfilase sin problema por toda la aldea y las playas de alrededor. Se
construían inmensas casas comunales abovedadas para guardar estas máscaras, y el
complejo ciclo de veinte años que duraba su fabricación regulaba la vida religiosa y
sociopolítica de los elema. Una vez terminado este ciclo, más de cien máscaras salían de
la casa comunal para iniciar una serie de fiestas y celebraciones que duraban más de un
mes —el acontecimiento era el epítome de la efervescencia espiritual y político-econó-
mica elema.

Atavío y encarnación espiritual — el Sepik

En la zona del Sepik del norte de Nueva Guinea, la encarnación de espíritus en


complicadas efigies, máscaras o instrumentos sonoros era un aspecto fundamental de las
pruebas y revelaciones de iniciación —el culto del tambaran. A las mujeres y los niños
se les decía que los espíritus se encarnaban realmente, mientras que a los iniciados se les
revelaba en las pruebas cómo los hombres fabricaban, llevaban o utilizan esos objetos.
(Estas imágenes de espíritus estaban relacionadas con el complejo cuerpo de conoci-
mientos míticos y desarrollo ritual de los traumáticos ritos de masculinización llevados
a cabo por etapas a lo largo del ciclo vital masculino).
Dada la complejidad de este proceso, nos limitaremos a citar un solo ejemplo. En el
Nggwal Benafunei, el punto culminante del culto del tambaran de los ilahita arapesh,

24 5
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

los hombres encargados de la iniciación se ponen espectaculares trajes y desfilan por la


aldea antes de transmitir su conocimiento ritual y la correspondiente posición social a
la clase siguiente de iniciados —que son ya hombres adultos. Tuzin (1980, 221 222) -

describe así tal indumentaria:

Con excepción de las pestañas, el danzante se ha quitado todo el vello del rostro, y lleva el
nacimiento del pelo afeitado para que se vea la parte delantera del cuero cabelludo. Un aceite
amarillo (akwalif) aplicado al rostro da a su piel un brillo dorado y una textura uniforme que son
objeto de gran admiración... En medio del nacimiento artificial del pelo, se aplica un poco de
pintura roja mágica (noa'w). Tapado por capas de maquillaje, el noa'w es el agente místico y
definitivo de la belleza ritual. Su existencia sólo la conocen los miembros del grupo religioso, pero
es bien sabido que todos sienten sus efectos... Los decoradores aprovechan prácticamente todas
las clases de adornos que conocen —plumas, tejidos naturales, hojas de colores o aromáticas,
bayas, flores, conchas y diversas cosas más— para crear un traje tan impresionante, que quienes
lo ven se quedan fascinados con su trascendente belleza. El elemento principal es un alto tocado
puntiagudo, sujeto a la nuca... El danzante se transforma en un ser semejante al tambaran mismo;
de hecho, hay muchos mitos acerca de cómo este acontecimiento transforma para siempre al
protagonista mortal en una entidad espiritual. Los ritos de este día y de los siguientes han de
considerarse, por tanto, como el punto culminante de la cultura religiosa arapesh.

En el rito en sí, los hombres encargados de llevar a cabo la iniciación —tras mostra
su belleza trascendente— regañan y pegan a los iniciados, quienes son empujados po
un túnel humano en la casa comunal. «Cada vez que uno de ellos desaparecía en e
oscuro umbral, se oía un sonido espantoso procedente del interior —el de la cabeza de
desgraciado al ser aplastada por el talón del tambaran. Para entonces, muchas mujere
[que observaban desde fuera] estaban sollozando sin poderlo remediar» y a los hombre
que aguardaban su turno se les «veía temblar de miedo» (ibid., 236). No obstante, 1
ejecución de los iniciados era una treta típica del tambaran:

Perdido el miedo y acostumbrados sus ojos a la oscuridad, el iniciado contemplaba la recargad


decoración del interior: a la derecha, la pared repleta de pinturas de espíritus hasta el fondo de 1
casa y festoneada con puñales de casuario decorados, aves del paraíso disecadas y multitud d
adornos de conchas; a la izquierda, ocupando la mayor parte del sanctasanctórum exterior, un

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BRUCE M. KNAUFT

fila de impasibles efigies de espíritus colocadas en alto, y a sus pies, otra de esculturas en solemne
reposo. El resto del suelo estaba lleno de conchas, plumas y puñales» (ibid., 238).

En resumen, estos iniciados adultos estaban «viendo por primera vez las creaciones
de una tradición artística cuya existencia ni siquiera imaginaban» —las obras de arte
relacionadas con la clase del tambaran del Nggwal de la que estaban entrando a formar
parte (este arte era, por supuesto, sumamente secreto y no podían verlo ni las mujeres
ni los hombres no iniciados en esta etapa del tambaran). Las fases siguientes del rito
consistían en la revelación de los diversos tipos de tambores y flautas sagradas y en una
reclusión de dos o tres meses durante los cuales se consumían muchos alimentos
especiales. Para finalizar, se celebraba una gran ceremonia en la que los iniciados salían
al exterior y desfilaban con los mismos trajes espectaculares que habían llevado antes
sus maestros, lo que significaba que había tenido lugar una importante transmisión de
posición social y conocimiento ritual".
En algunos casos, los maestros concretaban y realzaban su supremacía social y cul-
tural llevando máscaras de espíritus iracundos y vengativos, los cuales podían infligir
terribles castigos a la comunidad por medio de los hombres que los encarnaban. En sus
formas más extremas, el rencor de estos espíritus era sumamente violento e incluía varias
clases de asesinato ritual. El Nggwal, cuyos aspectos artísticos acabamos de comentar, era
a veces una manifestación suya; otra era la del denominado hangamu'w, cuya dimensión
humana se les revelaba a los hombres durante la iniciación de la primera etapa:

De los 214 hangahiwa conocidos en la aldea ihahita, alrededor del diez por ciento tenían fama
de asesinos. Sus atavíos se componían de rizadas hojas de cordyline, distintivo de los homicidas,
y... llevaban los cráneos de sus víctimas colgando espeluznantemente del cuello. Se supone que el
que lleva una máscara del hangamu'w acaba siendo poseído por los espíritus de sus víctimas, que
residen en ella, e, impulsado por su afán de venganza, mata a todo ser vivo que se cruce en su
camino. Después de hacerlo, se supone que recobra el juicio, vuelve a poner la máscara en la casa
de los espíritus junto con las demás y, ocultando su culpa, se une a la desolación general provocada
por el descubrimiento de la víctima. La responsabilidad moral se desvía al tambaran mismo, de
cuyo insaciable apetito es prueba el nuevo asesinato (Tuzin, 1982, 339) 19 .

En general, el poder violento del tambaran y de los espíritus totémicos se conside-


raba como un modo de obligar a la comunidad a someterse a las tradiciones rituales, los

247
24
BRUCE M KNAUFT

Atavíos gigobra gebusi. Atavíos gebusi de los ritos de iniciación, donde se


celebra el crecimiento, la potencia sexual y el
rejuvenecimiento social.

24 9
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

tabúes y las exigencias de los intercambios. Asimismo, los tambaran contribuían al bu n


desarrollo de los hombres y facilitaban el éxito en las relaciones político-económicas y
en la guerra. Uno de los secretos mejor guardados de los ritos de iniciación era el hec o
de que los espíritus estuviesen, en realidad, encarnados y controlados por hombres ( f.
Tuzin, 1974, 1976, 1980, 1982). Por este motivo, los tambaran ponían de manifies o
diversos deseos y personalidades, que abarcaban desde lo bello y lo extremadamen e
violento hasta lo hilarante y lo lúdico.
En muchas partes del Sepik y del sur de Nueva Guinea, así como en otras islas, hab a
figuras de culto cuyos atavíos las hacían parecer espantosamente desgarbadas y fe. s
—bufones o cocos que «aterrorizaban» a los miembros de la comunidad, pero que er
también objeto de burla y diversión. En muchos casos, el límite entre el humor y 1
peligro que tales encarnaciones espirituales podían causar era muy variable o ambigu
Los extremos de esta tensión son patentes en la tradicional iniciación a la sociedad tan
de la isla de Nissan, de las Salomón (Nachman, 1982). En este caso, el gran maestro e
decoraba el pene con rayas amarillas, rojas y blancas y, a modo de aspecto básico de 1 s
revelaciones del rito de iniciación, se lo mostraba a los iniciados. Tal conducta
consideraba escandalosa y, a la vez, muy divertida; sin embargo, en la iniciación, a 1 s
jóvenes que se reían o esbozaban una simple sonrisa les decían que los maestros 1 .

matarían, para cocinarlos y comérselos.

Atavío y logros políticos — Melanesia

En diversas sociedades melanésicas, el derecho de llevar o poseer insignias o máscar


de espíritus poderosos se ganaba, como en el Sepik, por medio de un proceso d
iniciación o ascenso político cada vez más restrictivo. Estos distintivos corporales era
símbolos de alta posición social y la encarnación de la autoridad y el poder de lo
espíritus 2 °. En la zona de Tami-Huon del noroeste de Nueva Guinea, por ejemplo, s
utilizaban determinadas máscaras de madera y corteza que, como los tambaran, era
símbolos de la «precaria beneficencia de los antepasados-espíritus» y cuyos poseedore
controlaban la sociedad secreta y las convenciones sociales en general (Wingert, 1962
212; cf. Meyer et al., 1895; Nevermann, 1933).

25 0
BRUCE M. KNAUFT

En muchas islas situadas al este de Nueva Guinea, sin embargo, la jerarquía política
estaba más estrechamente relacionada aún con el permiso para llevar complejas máscaras
o decorarse el cuerpo. El derecho de fabricar o llevar máscaras o insignias se compraba,
y luego se exhibían éstas en grandes fiestas, cuya celebración era el sello del éxito
político del aspirante. En el noroeste de Nueva Bretaña y en las islas Duke of York, la
vida política y espiritual del aspirante giraba en torno a la compra y el control de las
máscaras tubuan o dukbuk en ciertas fiestas celebradas para conmemorar la muerte de
antepasados o parientes importantes (Errington, 1974; cf. Danks, 1887, 1892; Parkin-
son, 1907; Salisbury, 1966, 1970). En estas ocasiones, la sociedad, en general, y sus
miembros más encumbrados, en particular, eran regenerados simbólicamente y recupe-
raban el bienestar político y espiritual simbolizado, en concreto, por las mismas más-
caras. En muchas sociedades de las islas septentrionales de Melanesia, así como en el
Sepik, los dueños de las máscaras u hombres de confianza suyos tenían considerable
poder y control político cuando las llevaban puestas o actuaban en su nombre —lo que
les permitía, por ejemplo, agredir impunemente a sus seguidores u obligarles a acatar
sus decisiones en materia política o de intercambios. En Nueva Caledonia, la autoridad
de los jefes y la rivalidad entre ellos depende en gran medida del control de complicadas
máscaras y de una mitología, relacionada con ellas, sobre los antepasados (Guiart, 1966).
La combinación de autoridad política y espiritual establecida por medio del control
de las insignias y la decoración del cuerpo estaba particularmente desarrollada en los
restrictivos ritos graduados, secretos o públicos, de Nueva Bretaña y de Vanuatu, al este
de Melanesia (Alíen, 1984; Meyer y Parkinson, 1895; Rivers, 1914; Deacon, 1934;
Latard, 1942; Allen, ed. 1981; cf. Chowning y Goodenough, 1971). Allen (1983, 33)
resume así las características generales de la sociedad ritual graduada:

En todas las partes donde existe, la sociedad graduada se compone de diversos grados, el acceso
a los cuales se obtiene mediante la celebración de un rito basado en el sacrificio de cerdos con
colmillos desarrollados artificialmente, en el pago de insignias y servicios y en la realización de
complicadas danzas. Los miembros de los diversos grados se diferencian unos de otros por su
derecho exclusivo a ciertas insignias, títulos y privilegios rituales. Para los grados inferiores, las
complicaciones son mínimas y no suponen un gran desgaste de los recursos y capacidad del
aspirante. En el caso de los grados superiores, los requisitos son cada vez más complejos y caros...
Se cree que los hombres que han llegado al grado más alto adquieren o pueden utilizar fuerzas

251
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

sobrenaturales, que les sirven para controlar las aspiraciones políticas de los que están por debajo
de ellos.

Las ramificaciones que tienen las sociedades rituales públicas y secretas desde el
punto de vista sociopolítico y del de la decoración del cuerpo están claramente reflejadas
en esta descripción que hace Allen de una pequeña isla de Vanuatu:

En la islita de Mota, que tiene menos de tres kilómetros de diámetro y una población de
alrededor de 500 personas, Rivers (1914, 2 y 78 129) descubrió que había nada menos que setenta
-

y siete sociedades secretas cuando visitó la comunidad en 1912. Muchas de ellas tenían edificios
de culto permanentes en el bosque, donde los miembros guardaban sus insignias y complicados
tocados y comían y dormían a menudo... Cada sociedad estaba muy orgullosa de sus insignias,
máscaras, danzas y tabúes particulares, y hacía todo lo posible para ganar miembros a expensas
de las demás. Todo varón que se preciara consideraba necesario pertenecer a numerosas socieda-
des —para medrar en la sociedad graduada pública y, por tanto, poder tener influencia y autori-
dad, y para contar con un modo de proteger sus propiedades... Las sociedades mostraban muchas
de las características de los grupos mafiosos occidentales, incluidos el asesinato político y las
tácticas terroristas. Los dirigentes que ocupaban una posición muy alta en la sociedad graduada
pública eran también miembros de poderosas sociedades secretas que les proporcionaban un
grado de apoyo institucional y legitimidad que, normalmente, no estaba al alcance de los jefes
(Allen, 1984, 32).

Es evidente que los aspectos políticos, económicos y religiosos de la cultura melané-


sica se manifiestan por medio de una panoplia de poderosos y variados distintivos
corporales.

Atavío y rejuvenecimiento social — periferia de Nueva Guinea

La importancia política de las insignias corporales y la representación de espíritus no


niega el atractivo y el disfrute público de los atavíos espectaculares que, en aspectos muy
importantes, simbolizan la vitalidad, poder y belleza del conjunto de la sociedad o el
grupo de seguidores. Esta dimensión del atavío ritual está presente en toda Melanesia,

25 2
BRUCE M. KNAUFT

pero se destaca en particular en las regiones donde las diferencias de posición social entre
los hombres son menos competitivas o no generan tanta envidia. En gran parte de estas
regiones —por ejemplo, en las zonas periféricas de las montañas de Nueva Guinea— la
compleja indumentaria ritual difunde salud, rejuvenecimiento y superación de la muerte
en la colectividad en general. Por ejemplo, el rito daribi del habu, descrito anteriormen-
te, disipa la influencia de los fantasmas en la sociedad combatiendo al espectro de la
muerte y fomentando la vida.
Un caso similar es el del culto y las costumbres rituales de los foi del lago Kutubu,
que habitan al oeste de los daribi (Williams, 1977; Weiner, 1984, 1986, 1987). En vez de
una traumática iniciación masculina, los foi tenían multitud de ritos favorecedores de la
salud y, en los mortuorios, celebraban fiestas destinadas a aumentar la fertilidad general.
Como ha señalado Weiner (1987, 274) comentando a Williams (1977), «la prevención
de la enfermedad y su opuesto implícito, el fomento de la fertilidad general, son una
cuestión de definición masculina en toda la periferia meridional de las montañas de
Nueva Guinea...». Entre los kaluli, que habitaban en la parte occidental de esta zona,
el espectacular rito gisaro era una conmovedora conmemoración de los muertos y, al
mismo tiempo, un modo de despertar la emotividad de los vivos (Schieffelin, 1976, 1979,
1980; Feld, 1982). Debidamente celebrado, consistía en lo siguiente: los habitantes de
una aldea invitaban a un grupo de danzantes de una comunidad vecina, que llegaban
entonces llevando un complicado atuendo y comenzaban a entonar canciones sobre los
difuntos de los anfitriones y su territorio en el bosque. Éstos respondían haciéndoles
graves quemaduras en la espalda y los hombros —por la pena y el dolor tan grandes
que les causaban recordándoles a sus parientes muertos—, pero ellos no se amilanaban
y seguían cantando y bailando; en realidad, incluso pagaban a los anfitriones cuando
acababa el rito a la mañana siguiente para compensarles por la angustia que les habían
hecho pasar con su buena actuación. El gisaro era, por tanto, la principal constatación
del poder estético y la capacidad de corresponder a los demás que tenían los kaluli,
El recuerdo de los difuntos y la emotividad cobran expresión de un modo más
exuberante y con connotaciones sexuales algo más al oeste, entre los gebusi de la llanura,
que tienen un rito de bienestar general, el gigobra, consistente en un generoso banquete,
un baile que dura toda la noche y muchas canciones y bromas (Knauft, 1985a-b). Los
danzantes encarnan en su persona la belleza y armonía del universo espiritual gebusi.
Los adornos que se ponen en la mitad superior del cuerpo aluden a criaturas espirituales

253
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

del mundo superior, y los que llevan en la mitad inferior, a formas espirituales del
mundo terrenal. Así, el tambor, por ejemplo, que queda por debajo de la cintura,
representa un enorme pez o cocodrilo con la boca abierta —la forma encarnada de los
espíritus masculinos que viven en los ríos y arroyos. El gran círculo de plumas blancas
del tocado, en cambio, procede de la garceta, ave que encarna las cualidades «masculi-
nas»; la cinta de la frente es de piel de un marsupial arborícola que se considera como
una forma espiritual superior, y el trozo de concha de perla añadido a la barbilla
representa una luna en cuarto creciente.
En conjunto, el danzante gebusi, que se mueve y balancea lentamente al ritmo de su
tambor, representa en su persona la belleza, atractivo y armonía de los espíritus
de ambas dimensiones, lo cual constituye una apropiada metáfora del objeto de la danza
misma, que no es otro que la curación de enfermedades, la solución de conflictos y la
camaradería. Desde el punto de vista erótico, la danza sirve también de contexto a un
exuberante intercambio de bromas colectivo y el afán de los individuos por tener
relaciones horno u heterosexuales. Este aspecto del rito tiene también una dimensión
plástica en el simbolismo de la indumentaria de los danzantes, que representa en general
al ave roja del paraíso (paradisaea raggiana). Este pájaro es la forma encarnada de la
belleza y el atractivo de la mujer-espíritu gebusi y un símbolo general de vitalidad,
beneficencia y fuerte atracción erótica. Su brillante plumaje rojo se reproduce en el
cuerpo pintado de rojo del danzante, así como en los ramilletes de plumas de ave roja
del paraíso colocados detrás y dentro del círculo blanco del tocado. La cabeza negra y
las bandas doradas del pájaro se imitan en el antifaz negro y bordeado de amarillo del
danzante, y en las bandas negras, rodeadas de tinte dorado, de su tronco y piernas.
Otra semiótica visual de los gebusi es la indumentaria de los iniciados, que en general
es también una encarnación del ave roja del paraíso. En este atuendo, sin embargo, las
distintas partes son regalos de hombres de otras comunidades que se han prestado a
patrocinar al iniciado, en cuya indumentaria se manifiesta, por tanto, la capacidad
artística de sus aliados y el apoyo político que puede encontrar en las diversas aldeas
del territorio gebusi. Cuando la media docena o más de iniciados avanzan en fila,
ataviados todos de la misma forma, encarnan colectivamente no sólo la armonía de las
diversas formas espirituales, sino también la interconexión de la totalidad del pueblo
gebusi. Los festejos de iniciación son, de hecho, el acontecimiento colectivo más impor-
tante de esta sociedad, y asiste a ellos la mayoría de la tribu. Pero, también en este caso,

254
BRUCE M. KNAUFT

la compleja indumentaria tiene una acusada dimensión sexual, que se refleja no sólo en
la imaginería del ave del paraíso, sino también en la larga hoja fálica que llevan los
iniciados, la cual representa su pene agrandado. Este énfasis sexual es particularmente
apropiado, pues en el momento de su iniciación, los jóvenes son objeto de una generosa
inseminación (oral) y tienen prohibido el contacto sexual con mujeres. Se supone que
en este momento están en la cumbre de su desarrollo físico y potencia sexual. El término
utilizado para designar la iniciación masculina es wa kawala, «niño que se hace grande».
La alabada virilidad del joven se descarga después de la iniciación bisexualmente —en
primer lugar, mediante la inseminación homosexual de niños no iniciados, y después,
mediante la búsqueda activa de mujeres como esposas y compañeras sexuales (Knauft,
1987a). Estas mismas actividades las desarrollan también en los festejos de iniciación
todos los asistentes.
Como ilustra el atavío gebusi, el simbolismo decorativo es complejo y polisémico.
Tal polivalencia es especialmente apropiada para denotar la complejidad con que se
interrelacionan culturalmente la potencia sexual, la vitalidad y el rejuvenecimiento
social. Similar interrelación se observa, en un contexto cultural algo diferente, entre los
umeda de la provincia occidental del Sepik, al norte de las montañas (Gell, 1975; cf.
Juillerat, 1986). En esta sociedad, una sucesión de danzantes ricamente ataviados repre-
sentan el complejo proceso del crecimiento biológico, la sexualidad, la reproducción y
la regeneración espiritual en el transcurso de un rito que dura toda la noche. Los
primeros danzantes están relacionados simbólicamente con los casuarios (grandes aves
incapacitadas para volar) y con los hombres viejos, cuya actividad sexual se indica
mediante grandes calabazas colocadas en el pene. Uno tras otro, van saliendo luego
varios grupos de danzantes que, con el cuerpo profusamente decorado, interpretan el
baile del sagú o hacen parodias sexuales, y como punto final tiene lugar la breve danza
de los arqueros rojos (ipele), que simbolizan (entre otras cosas) a iniciados jóvenes que
tienen el pene «atado», pero que son fuertes y hábiles en la caza. Evidentemente, el rito
se celebra para favorecer el crecimiento y la fertilidad del sagú (su principal alimento),
pero Gell muestra que tiene muchos fines más, incluido el de representar con mucha
convicción la complementariedad de los géneros, la regeneración «natural» y la regene-
ración espiritual que se transmite de un grado de iniciación al siguiente. En el fondo, el
rito emplea espectaculares atavíos para representar el rejuvenecimiento y la reproduc-
ción de la propia sociedad umeda.

255
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

Atavío y seducción y embellecimiento personal —


Massim y montañas de Nueva Guinea

La simbolización de la belleza, la sexualidad y la vitalidad no están limitadas


Melanesia, a las sociedades de la periferia de Nueva Guinea. En numerosas zonas, e
cree que los danzantes o los iniciados varones ricamente ataviados atraen a las mujer
Con frecuencia, como ocurre en gran parte de las montañas de Nueva Guinea, despu s
de su iniciación o del período de reclusión ritual se engalana a los jóvenes con adorn s
rituales indicadores de su madurez sexual. Tanto en las zonas montañosas de Nue a
Guinea como en el Massim, el problema de la atracción corporal está relacionado co
las actividades políticas o sociales. En el Massim, en particular, el embellecimiento d 1
cuerpo aumenta la capacidad del individuo para conseguir riquezas y amantes (p
ejemplo, A. Weiner, 1976, cap. 5; Munn, 1986, 101-118); es especialmente importan
para los hombres a la hora de organizar buenos intercambios y para inducir al grup
contrario a cederle sus objetos más preciados —tales como los famosos kula (ibid.;
Malinowski, 1922; Leach y Leach, eds., 1983). En principio, los objetos kula so
adornos para el cuerpo —brazaletes de concha y collares—; sin embargo, tienen tant a
importancia, que poseen personalidad y vida propias. La historia de su intercambio
posesión temporal por los habitantes de las diversas islas es conocida de todos, por 1
que constituyen un depósito transcultural de renombre para la totalidad de la región
Además, en muchos casos estos preciados objetos son demasiado grandes o importante
para llevarlos puestos.
En las montañas de Nueva Guinea se observa una permutación distinta de la presen
tación del cuerpo decorado. Aquí, los atavíos se utilizan especialmente en el context •
de la ostentación competitiva de la posición que se ocupa dentro del grupo —po
ejemplo, en el intercambio de regalos. La talla de los participantes está realzada por s
compleja indumentaria —grandes tocados de plumas, complicados maquillajes, pelucas
conchas y adornos demasiado numerosos e intrincados para describirlos aquí (vid.
Strathern y Strathern, 1971; Kirk con Strathern, 1981; A. Strathern, 1975; M. Strathern,
1979). Aunque tal decoración era notable en todas las zonas montañosas de Nueva
Guinea, se ha estudiado con especial detenimiento en Mount Hagen (Strathern y
Strathern, 1971), donde el vínculo entre la decoración y los aspectos más profundos del
realce personal son más evidentes:

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BRUCE M. KNAUFT

En el pensamiento de Hagen, el éxito material y la salud física se expresan por igual en el estado
del cuerpo. Hay que estar gordo y tener la piel brillante, y aplicando aceite se le da el lustre
deseado. Los habitantes de Hagen dicen también que uno de los fines de la decoración es hacer
que los danzantes parezcan más grandes: en las fiestas, donde llevan una amplia gama de adornos,
su mayor estatura aumenta su atractivo; en la guerra, les hace impresionantes y asusta al enemigo
(Strathern y Strathern, 1971, 134).

No es de extrañar que los adornos más impresionantes y caros los lleven o controlen
los denominados «hombres grandes», jefes que a fuerza de reafirmar su persona com-
piten con éxito por los grados superiores de la cambiante jerarquía social. Algunas
insignias especificaban determinados aspectos de los logros económicos o militares del
hombre grande. Tal es el caso del omak, por ejemplo, conjunto de bastoncillos de
bambú atados uno a continuación del otro, que se llevaba colgado del cuello —como si
fuera una ancha y rígida corbata. Entre los melpa, el número de bastoncillos y, por —

tanto, la longitud del omak depende del de veces que el individuo haya dado un

conjunto de ocho a diez conchas importantes en intercambios de riquezas moka (Strat-


hern y Strathern, 1971).
El término «hombre grande» es con frecuencia una interpretación literal de términos
nativos, y los hombres grandes eran a veces físicamente grandes —relación que tenía
que ver con su eficacia y eminencia en la guerra (Watson, 1967). Sin embargo, la
grandeza del hombre grande, en particular cuando llegaba a la cumbre, era igualmente
evidente, si no más, en los intercambios económicos, las fiestas y la oratoria; su persona
encarnaba una fuerza, agresividad y vitalidad incisiva especial (por ejemplo, Read, 1959;
Sahlins, 1963; Salisbury, 1964; Watson, 1967; A. Strathern, 1966, 1971, 1979b, 1982,
ed.; Meggitt, 1971; cf. Keesing, 1985b).
Aunque el hombre grande es, en cierto modo, la personificación del grupo, sus logros
se deben también a sus seguidores y a su grupo familiar en general, que han contribuido
con su propia riqueza a su ostentoso ofrecimiento de regalos. De ahí que, en determi-
nadas ocasiones, todos los hombres —y mujeres— puedan ataviarse con similar profu-
sión de adornos. Normalmente, los grupos de danzantes de un determinado clan llevan
complicadas indumentarias que son casi iguales. Pero, al mismo tiempo, en muchas
zonas montañosas, esta semejanza decorativa da cabida a un grado muy alto de creati-
vidad individual, la cual, combinada con la elección de determinados adornos, puede

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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA

dar lugar a que se valore especialmente la individualidad y las facultades del danzan e
como tal. Las variaciones individuales en la indumentaria han tenido gran fuerza est
tica, y acaso también social, en la mayoría de las culturas melanésicas.
Aunque la elección de los adornos dependa del gusto personal, el hecho de q e
resulte apropiada o no lo deciden en última instancia —incluso en la política de pod r
de las zonas montañosas— los espíritus:

El clan sólo puede tener exito si cuenta con el apoyo activo de los fantasmas de sus antepas
dos... En las fiestas, toda manifestación de que el individuo o grupo es próspero y está sano indi a
que tiene la bendición de los fantasmas. En cambio, el fracaso o el desastre es una señal de q
éstos se han enfadado por algún error cometido y han retirado su apoyo (Strathern y Strathe
1971, 130).

La sanción espiritual refuerza en general la adecuación del atavío al grado de engr


decimiento propio que el individuo o grupo tiene derecho a mostrar. Es en este senti•o
en el que «todo el acto de la decoración del cuerpo constituye una especie de auguri. »
(ibid., 134).
Estas cuestiones reflejan la relación, más general, que existe en las zonas montarlos s
entre fuerza espiritual, vitalidad corporal, atractivo y bienestar cultural (M. Strather
1979).
***

En términos muy generales, cabe afirmar que; en Melanesia, la presentación


cuerpo decorado es una celebración de la vitalidad social y cultural en su miríada e
dimensiones locales. El hecho de que esta decoración se centre en la piel resulta pa ui
cularmente apropiado, ya que la piel es el límite, el mediador y el índice de la relacr n
entre el ser interno y el colectivo (Turner, 1980; cf. A. Strathern, 1975; M. Strather
1979). Por medio de esta decoración, el cuerpo establece e indica la relación entre el s r
y los otros, particularmente en las esferas de la producción y la reproducción, y a
sustancia y el espíritu. En Melanesia, el cuerpo es el icono introspectivo de una natu -
leza particularmente rica y variada —una imagen viva que envía y recibe potentes y
complejas señales, uniendo al actor y al público en intrincadas redes de experienc s
y significados.

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