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Bruce M. Knauft
Nota introductoria
Con más de setecientos grupos culturales distintos y, quizá, una sexta parte de las
lenguas del mundo, la Melanesia precolonial era un microcosmos de la increíble diver-
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sidad humana existente antes de la aparición del Estado. Por razones 'geográficas e
históricas, muchas sociedades melanésicas continuaron sin entrar en contacto con Oc-
cidente hasta el siglo XIX, e incluso hasta el XX. Este hecho hizo de ellas una fuente casi
inagotable para la investigación antropológica. La diversidad y el extremismo de las
costumbres melanésicas han sido particularmente grandes en la esfera de las creencias
espirituales, los ritos, la sexualidad y la violencia —y en las correspondientes creen-
cias y hábitos relacionados con el cuerpo.
Aun cuando nos hayamos limitado en gran medida a la parte occidental de Melanesia,
en particular a Papúa y Nueva Guinea y las islas adyacentes, la variedad etnográfica es
enorme. En algunas sociedades había complejas costumbres corporales que eran funda-
mentales en los ritos y la cosmología, especialmente porque representaban formas
espirituales y simbolizaban la regeneración cósmica y la autoridad de los espíritus. La
vitalidad y el desarrollo corporal masculinos eran muy importantes en muchas culturas
de Nueva Guinea, y al menos el diez por ciento de las sociedades melanésicas practica-
ban la homosexualidad masculina ritual —por ejemplo, la «transformación» de los
jóvenes en hombres inseminándolos con fuerza vital masculina (semen). La heterosexua-
lidad también ha tenido multitud de formas en Melanesia, desde el pánico del varón a
la contaminación sexual y menstrual de la mujer hasta el acto sexual realizado con una
joven por todos y cada uno de los hombres del clan de su marido —para aumentar su
fertilidad y producir un elixir dador de vida con la mezcla de los fluidos sexuales
masculinos y femeninos. La violencia ejercida en el cuerpo ha sido igualmente diversa,
abarcando desde traumáticas iniciaciones masculinas, sacrificios, amputaciones de dedos
y estrangulamientos de viudas hasta la caza de cabezas caníbal, el endocanibalismo
(comerse a los propios muertos), el uso de cadáveres para la adivinación o para untarse
o beberse sus fluidos y el empleo de partes de esqueletos humanos como reliquias. La
guerra y el asesinato de enemigos formaban parte de complejos ritos que eran endémicos
en casi toda Melanesia durante la época precolonial. Quizá por oposición a esto, el
atavío del cuerpo vivo ha sido la principal forma de arte melanésica, con una variedad
y belleza decorativas que se correspondían con la complejidad del simbolismo espiritual
y la transformación ritual de las distintas zonas. Las insignias y marcas de posición social
añadidas al cuerpo indicaban aspectos muy diversos relativos a la edad, el sexo y el
prestigio. Las ideas sobre la anatomía y la constitución física también han sido muy
variadas, y entre ellas figuraban complicadas creencias locales relacionadas con la in-
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Dado este enfoque, se nos presentarán a cada momento multitud de relaciones entre
la imaginería del cuerpo y la orientación sociocultural. Desgraciadamente, en el caso de
Melanesia es imposible considerar o sistematizar estas relaciones de manera exhaustiva.
Cada cultura melanésica encauza incesantemente al cuerpo con significados culturales,
creencias espirituales y economías políticas, y al seguirlo por algunos de estos cauces a
menudo se hace necesario dejar de seguir el rastro de lo específico para mantener el
enfoque regional más amplio del principio.. Por consiguiente, no esperamos describir las
muchas relaciones que consideran importantes los especialistas en cualquiera de los
aspectos del mundo melanésico. Lo que presentamos aquí es, prácticamente, un collage
de viñetas etnográficas, que se centra en las más complejas y desarrolladas costumbres
y creencias de varias regiones, pero que al mismo tiempo esperamos que parezca una
descripción general del cuerpo en Melanesia. Para exponer este material, hemos adop-
tado unas cuantas conveniencias organizativas, en particular un planteamiento basado
en el ciclo de la vida, que nos sirve para presentar las imágenes del cuerpo melanésicas
a través de varias etapas, desde el nacimiento hasta la muerte. En este proceso, mostra-
mos en la medida de lo posible la articulación de la ontología y la ontogenia —la
interrelación de las nociones culturales del ser con sus diversos orígenes y desarrollos
corporales.
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La concepción
La constitución del cuerpo en el útero impone las nociones fundamentales del ser y
puede reflejar importantes creencias relacionadas con el género, la espiritualidad y la
organización del grupo. Las creencias melanésicas acerca de la concepción fisiológica
son muy diversas; presentaremos parte de esta diversidad para crear varias generaliza-
ciones y luego rebasarlas.
Cabría señalar, por ejemplo, que las creencias relativas a la concepción acusan la
transmisión intergeneracional de derechos y de la identidad de grupo por línea materna
o paterna. Por ejemplo, en la sociedad acusadamente patrilineal 2 de los kaliai de Nueva
Bretaña, se afirma que el feto está compuesto sólo del semen del padre y que el papel
de la madre consiste simplemente en proporcionar un lugar seguro para la gestación
(Counts y Counts, 1983). En cambio, para la sociedad matrilineal de las islas Trobian,
que tan famosa hizo Malinowski, el feto está formado en su práctica totalidad por la
sustancia fértil de la madre, que ni siquiera cobra vida gracias al semen del padre, sino
por medio de la fertilización etérea de los espíritus baloma, que pertenecen también al
linaje de la madre (Malinowski, 1916, 1927, 1929; cf. A. Weiner, 1976; vid. Jorgensen,
1983a). Es evidente que en estas creencias divergentes se concretan «conceptualmente»
las tendencias patricéntricas o matricéntricas de los respectivos sistemas de parentesco
y descendencia de sus sociedades —es decir, que denotan si la identidad de grupo
familiar se transmite principalmente a través de los hombres o de las mujeres.
Sin embargo, este tipo de asociaciones tan «claras» no son generales en Melanesia,
por lo que sólo podemos utilizarlas como un mero punto de partida para adentramos
en la complejidad de las creencias relativas a la sustancia y la concepción (Jorgensen,
1983a). Los mae enga de las montañas de Nueva Guinea, por ejemplo, que constituyen
una sociedad patrilineal, creen que el feto está formado en gran medida de sangre
materna. De hecho, «dan muy poca importancia al papel biológico del padre» (Meggit,
1965a, 163). No obstante, al mismo tiempo piensan que los espíritus ancestrales del clan
de éste son fundamentales para que la concepción se produzca, y para ellos es muy
importante que «el niño adquiera un espíritu y, en definitiva, una identidad social como
consecuencia de pertenecer al clan de su padre» ibid.; cf. A. Strathern, 1972, 9-14; vid.
J. Weiner, 1982: 9).
Una variación más es el caso de los kwoma del Sepik (Williamson, 1983), quienes
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sostienen que el semen masculino y la sangre femenina son necesarios para concebir un
niño, pero que los derivados anatómicos de estas sustancias son indeterminados y muy
variables. Estas creencias recuerdan la idea occidental del carácter aleatorio de la heren-
cia genética, pues, según ellas, «cada persona tiene una combinación de características
de sus padres», pudiendo ocurrir, por ejemplo, que tenga la estatura del padre y los
rasgos faciales de la madre (ibid., 15). No obstante, los kwoma piensan también que la
principal transmisión conceptual es la de los prestigiosos espíritus del bosque que se
transmiten por línea paterna al primogénito. Estos espíritus poseídos individualmente
determinan la antigüedad del linaje paterno —además, protegen o castigan a los miem-
bros del grupo de descendientes y son el centro de toda una serie de actividades
ceremoniales.
Quizá la mayor contravención de la descendencia a causa de las creencias relativas a
la concepción sea la que cometen los mandak del norte de Nueva Irlanda, quienes,
aunque dan prioridad a la sucesión por línea materna, sostienen que el feto está anató-
micamente constituido en su totalidad de sustancia procreadora masculina (Clay, 1977,
cap. 2; cf. Clay, 1986). Tan manifiesta anomalía resulta, no obstante, comprensible, pues
es el ambiente nutriente que proporciona la madre el que se considera que alimenta y
desarrolla al niño —primero, en el útero; luego, con la leche de sus pechos, y por último,
mediante el alimento que suministran los miembros del clan en que ha nacido ella. Así
pues, aunque el padre aporte lo que, en cierto sentido, cabría considerar como la
«semilla», la viabilidad social y biológica del niño está ligada a la madre y a los parientes
maternos, que son sus compañeros de clan.
A la vista de tan diversos ejemplos, se hace necesario que dejemos de analizar las
sustancias procreadoras como símbolos independientes y nos adentremos en el universo
de relaciones sociales que dan forma al desarrollo corporal en Melanesia. La primera de
éstas es el género.
El género
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sustancias relacionadas con el género ejercen cada una un efecto distinto, si no antitético,
en la formación del cuerpo. Cabe pensar que tal polaridad de sustancias sexuales
manifiesta en la concepción refleja ideas comunes a todos los individuos adultos: los
hombres y las mujeres son interdependientes en la vida doméstica, pero están muy
divididos por la antinomia o la polaridad sexual en su conducta y relaciones públicas
(Poole y Herdt, 1982). Una creencia muy común en Nueva Guinea es la de que los
primeros son más fuertes, duros, firmes y resistentes en los deberes para con la sociedad,
mientras que las mujeres son más débiles, blandas e inconstantes. Esta idea es la causa
y el resultado de ciertas creencias, según las cuales el semen aporta al feto el hueso, el
espíritu o ambos, es decir, las partes duras o «resistentes», mientras que la sangre
materna o los fluidos fértiles femeninos generan en el niño elementos más blandos,
húmedos y «débiles», tales como la sangre y la carne. Quizá por este motivo, en las
sociedades de las montañas se cree que el semen «une», coagula y estructura la materia
menstrual amorfa de la mujer y la convierte en feto —apropiada metáfora del género en
que los hombres se adueñan de la sustancia y la estructura de la «feminidad» y las
limitan. En algunas zonas montañosas, tal antinomia sexual adopta la forma de misogi-
nia o «antagonismo sexual», y las mujeres están sometidas a un control y menosprecio
continuos por parte de los hombres, mientras que éstos tienen un miedo terrible a ser
contaminados y debilitados físicamente por el contacto con los fluidos sexuales o
menstruales de ellas (Meggit, 1964; Langness, 1967, 1974; Read, 1952, 1954). Algunos
autores sostienen que tales creencias acusan el sentimiento de culpabilidad de los hom-
bres o su temor a que las mujeres se opongan al dominio masculino y lo subviertan.
Hay que tener cuidado, sin embargo, de no pensar que en todas partes son los
hombres quienes dominan, que existen claras relaciones entre el género y la sustancia y
que cabe atribuir los conceptos culturales de «masculinidad» y «feminidad» a todos los
hombres y mujeres. En Melanesia, éstas ejercen a veces un control muy importante
sobre considerables y preciados aspectos de la vida social (A. Weiner, 1976; Feil, 1978;
Faithorn, 1976). Incluso en las partes en que tal circunstancia no es un hecho general ni
declarado, las ideas sobre la identidad personal pueden competir con las relativas al
género biológico de modo que a los hombres que parezcan débiles, indecisos o «sin
espina dorsal» se les considere afeminados y a las mujeres que muestren características
masculinas se las trate más o menos como a hombres (M. Strathern, 1980, 1981, 1987).
A veces, es la propia cultura la que genera tal cambio de acuerdo con las alteraciones
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sexuales que se producen a lo largo del ciclo vital. Por ejemplo, en las zonas donde se
piensa que la sangre menstrual afemina y contamina, a las mujeres se les conceden
numerosos derechos y prerrogativas masculinas cuando llegan a la menopausia, es decir,
cuando ya no producen contaminación menstrual. Por ejemplo, los bimin-kuskusmin,
entre los que la polaridad de género es muy rígida, les permiten acceder entonces a
funciones y conocimientos de gran importancia, incluido el derecho a desempeñar un
papel central en los secretísimos y sacrantísimos ritos de iniciación masculinos (Poole,
1981a). Asimismo, en diversas sociedades de Nueva Guinea, la incapacidad de los
hombres para librarse de su sangre corporal contaminante —porque no pueden mens-
truar— hace que corran el riesgo de afeminarse y debilitarse. En muchas de estas
sociedades, particularmente en las de la parte oriental de las montañas y del Sepik, los
hombres se hacen sangrías con regularidad —en especial en el pene y la nariz— para
evitar el afeminamiento provocado por la sangre y mejorar su fuerza y buen estado
masculino (por ejemplo, Herdt, ed. 1982; Herdt, 1982a; Read, 1952; Hogbin, 1970; cf.
Lewis, 1980). En algunas sociedades, como la de los hua de la parte oriental de las
montañas, se cree que los hombres que no sangran lo suficiente pueden quedarse
preñados fisiológicamente —debido a la fusión de la sangre masculina y la sangre
femenina, la cual les hincha el estómago (Meigs, 1976, 1984, 1987). Esta creencia
demuestra hasta qué punto las características de género están definidas culturalmente.
En algunos casos, el efecto de las sustancias unidas sexualmente en la identidad y el
desarrollo personales abarca todo el ciclo vital. Entre los bimin-kuskusmin, ha de
mantenerse socialmente un complejo equilibrio de sustancias corporales incluso en el
caso del niño aún no nacido, cuya viabilidad depende de la atenuación o inversión de
las sustancias dominantes masculina y femenina de los padres.
Aunque se la recluye [en la casa de embarazo y nacimiento], la mujer tiene que abstenerse de
ciertos alimentos femeninos (como las patatas dulces) y tabúes de alimentación femeninos y
consumir determinados alimentos masculinos, sobre todo taro y cerdo. Dicen que el finiik
[esencia masculina del clan] contenido en estos alimentos contrarresta de alguna manera su estado
sumamente contaminado y fortalece y protege al niño. En cambio... su marido... no puede entrar
a la casa de los hombres, ni al huerto de taro ni a la casa de culto, y tiene que dormir en el bosque
o en una choza aparte. No se puede emplear su nombre masculino, que recibió en su primera
iniciación. Le está prohibido cazar o tocar un arco... Tiene que abstenerse de taro y cerdo (y
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demás alimentos masculinos que lleven finiik) y consumir sólo alimentos femeninos «blandos» y
«fríos» (Poole, 1981a, 138).
La cópula
Keesing, 1982). Más común ha sido la idea de que las relaciones sexuales perjudican, si
no la misma salud del hombre, sí ciertas funciones masculinas, como la caza y la guerra.
En general se creía que para que éstas y otras actividades tuvieran éxito era preciso
abstenerse de mantener relaciones heterosexuales antes de emprenderlas.
Las costumbres de los awa de la parte oriental de las montañas en relación con la
cópula entre los recién casados ilustra perfectamente la contradicción existente entre
la necesidad de repetir el coito para favorecer la fertilidad y la idea de que éste es
peligroso o debilitador para los hombres. Por un lado, exigían que la recién casada se
sometiese a una «larga serie de cópulas» con tantos hombres del clan de su marido como
quisieran (Newman y Boyd, 1982, 281). Sin embargo, como la contaminación provoca-
da por el coito suponía un peligro para éstos, eran en su mayoría los miembros más
viejos del clan los que copulaban con la mujer, pues, como ya habían sido padres de
varios hijos, se creía que corrían menos riesgos de ver perjudicado su futuro reproduc-
tor. El objeto de las sucesivas cópulas era «preparar a las jóvenes para las actividades
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procreativas "abriendo" la vagina para que salieran todos los fluidos sanguíneos que
pudieran dañar a sus maridos y, por tanto, perjudicar la reproducción» (ibid.).
Las cópulas sucesivas eran también obligadas en varias sociedades del sur de Nueva
Guinea donde el temor a la contaminación sexual femenina era mínimo o no existía en
absoluto; en este caso, su objeto era la fertilidad en un sentido más positivo y general.
Con tal fin se celebraba el moguru, o «ceremonia dadora de vida», por ejemplo, que era
«el más secreto, sagrado e impresionante rito del pueblo kiwai», que habitaba en la
desembocadura del río Fly (Landtman, 1927: 350). La parte principal de la ceremonia
consistía en preparar una «medicina» dadora de vida para los huertos y las personas
mezclando fluidos sexuales:
En grupos, uno tras otro, los hombres van a las dependencias de las mujeres, donde no tarda
en iniciarse una promiscua actividad sexual. Los celos, las reglas matrimoniales, tan importantes
antes, se dejan a un lado; los hombres se intercambian a sus mujeres, y cada uno puede elegir la
compañera que desee, con la única excepción de sus parientes más próximas. Después del acto,
los hombres vacían el semen en el baru [cuenco de espata], y las mujeres se suman de modo similar
a la producción de la potente medicina... Todo el mundo parece querer poner tanto como puede
en la medicina, para que el baru se llene, y llaman a muchos hombres de otros pueblos para que
ayuden y pongan a sus esposas con las demás mujeres... El libertinaje dura hasta primeras horas
de la mañana, cuando todo el mundo se va a bañar; después se secan al fuego y se ponen las ropas
acostumbradas. La gente duerme luego durante casi todo el día. Esta parte del moguru continúa
durante varias noches, en Wadoba, como dicen, hasta que algunas mujeres dan muestras de
embarazo (ibid., 352).
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A la novia se le da de comer cada día gran cantidad de verduras hervidas junto con el caldo
para aumentar el volumen de sangre uterina de su vientre. Este continuo engordamiento hace que
a las pocas semanas esté visiblemente gorda. En términos indígenas, su cuerpo está también lleno
de piel y sangre. Durante todo este tiempo, no trabaja para que no se le retire la sangre del
abdomen. Está todo el día sentada dentro de una mosquitera, a disposición del novio. Éste va a
verla tantas veces como sea posible para tener relaciones sexuales con ella, y con cada acto deposita
en su abdomen cierta cantidad de semen o sangre procreadora masculina. Como se cree que para
garantizar la concepción e impedir la menstruación hacen falta considerables cantidades de sangre
uterina y de semen, el engordamiento de la novia y sus relaciones sexuales con el novio duran
varios meses como mínimo... (ibid.).
Crecimiento y crianza
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en ciertos carteles del rostro o el cuerpo humano que son un collage de comestibles. La
literalidad y validez de esta idea la saben apreciar muy bien los melanésicos, cuya
preocupación diaria por la producción de alimentos y las labores de subsistencia es muy
grande. Pero también en este caso, para ellos la sustancia material no puede separarse
de la vida espiritual y social —el alimento está irrevocablemente ligado a las relaciones
personales y a efectos invisibles que pueden intensificar o alterar su potencia. Las
relaciones sociales y espirituales son las condiciones previas de la nutrición y la consti-
tución, y los conceptos del cuerpo se crean en función de ellas.
La madre
La principal relación social del recién nacido es la que mantiene con su madre, que
es la personificación del proceso de crianza. Esta idea es predominante, si no universal,
en las sociedades humanas (West y Konner, 1976; Konner, 1981, 30-32) y, en Melanesia,
ejerce gran influencia en el modo en que se conciben la sustancia y el desarrollo
corporales. En muchas sociedades melanésicas, a la madre se la define, a veces explíci-
tamente, como «la mujer que me dio leche del pecho», en el sentido de «me crió cuando
era pequeño» o «se dio corporalmente para hacer mi cuerpo». La crianza de los niños
suele durar en Melanesia hasta que éstos tienen tres o cuatro años y, en algunas culturas,
como la de los murid de la costa septentrional de Nueva Guinea, hasta que tienen seis
o siete años en el caso del último hijo (Meeker, Barlow y Lipset, 1986: 39). En
consecuencia con la larga crianza, hay una importante relación entre el hecho de haber
sido criado generosamente y la constitución corporal sana. Claro ejemplo de esta
relación es lo que ocurre entre los murik:
las recuerden como una fuente de alimentos abundante y generosa (Meeker, Barlow y Lipset,
1986, 39).
Este planteamiento es, con muchas variaciones locales, común a toda Melanesia.
El tío materno
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muy sustancial...», Así pues, para que el niño quede incluido definitivamente en el clan
de su padre es preciso hacer un pago a los parientes maternos con el que compensar,
anular o «saldar» su contribución de «sangre» (cf. J. Weiner, 1982, 9-10). En algunas
sociedades, esta costumbre está tan arraigada, que el tío materno y sus parientes tienen
que recibir una compensación tangible cada vez que, violentamente o por accidente, se
derrama sangre de los hijos de la mujer.
Entre los daribi de las montañas del sudeste de Nueva Guinea, la contribución
sustancial del tío materno está ilustrada de un modo muy curioso. En esta sociedad se
considera que el hermano de la madre es «exactamente igual» que ésta, ya que los dos
se formaron en el mismo útero y con la misma sangre materna (Wagner, 1967, 64). Dado
que su vínculo con este pariente es irrevocable, la inclusión del niño en el grupo de su
padre resulta particularmente problemática, pues entre los daribi la sucesión tiene lugar
por línea paterna. Los parientes del padre tienen que hacer pagos continuos al tío
materno para anular su derecho de «propiedad» sobre el niño 3 . Tales pagos, que se
componen en gran medida de cerdos, están curiosamente relacionados con los conceptos
que tienen los daribi de la concepción, ya que se cree que los jugos y la grasa de cerdo
y de otros animales son utilizados por el cuerpo del hombre para reponer el semen
gastado (Wagner, 1983). Por consiguiente, la sustancia procreadora masculina es entre-
gada en forma de cerdo al grupo familiar materno en compensación por la sustancia
procreadora femenina que la madre aportó con su sangre a la formación del niño. En
este sentido, las transacciones sexuales y alimenticias de los daribi se contrarrestan y
complementan en tanto que lenguajes de formación del cuerpo.
Una creencia algo complementaria de los daribi es la que tienen los sabarl del Massim
(el área de influencia del estilo de arte indígena así llamado) septentrional. Esta sociedad
es matrilineal y en ella es el «hueso» aportado por el padre, no la sangre con que
contribuyen la madre y su hermano, lo que ha de compensar el clan (matrilineal) natal
del niño. Tal obligación es especialmente evidente en el momento de la muerte, cuando
la persona, representada metafóricamente por unas cenizas, es devuelta al clan de su
padre. Esta entrega, mediante la cual los huesos del difunto son «recogidos» por sus
parientes paternos, no es más que una parte de los complejos intercambios de objetos
de valor y alimentos «masculinos» y «femeninos» a través de los cuales se establecen y
negocian el parentesco y el género.
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una serie de iniciaciones que duran toda la vida (Poole, 1982a) y que consiste en
desnudarlos; bañarlos a la fuerza; impedirles que duerman, coman y beban; frotarles el
cuerpo con ortigas; obligarles a comer alimentos «femeninos» y a vomitarlos después;
pegarles; afeitarles y sangrarles la cabeza; perforarles el tabique nasal con un puñal de
hueso; decirles que se están muriendo; quemarles los antebrazos con grasa caliente;
hacerles comerse el pus de sus heridas; obligarles a vivir con sus excrementos, y
engañarles repetidas veces diciéndoles que la prueba está a punto de acabar. El contexto
general en que tiene lugar esta iniciación es de antagonismo y ridículo (Poole, 1982a:
122 123).
-
Los niños soportan graves privaciones, terribles degradaciones, fatiga extrema, hambre y sed
constantes, espantosas impresiones psicológicas, dolores inmensos, malestares insufribles (náu-
seas, diarreas e infecciones) y otros traumas... En ningún caso se les advierte de lo que va a ocurrir.
Los engaños y las amenazas veladas con frecuencia no conducen a lo que esperaban llenos de
temor. La violencia ritual estalla de improviso... yo he visto a muchos niños caer en un estado de
incontrolada y acusada conmoción física y psicológica, hasta quedar inconscientes o ponerse
histéricos... los adultos iniciadores siguen manteniendo, no obstante, que esta tensión, mientras
vaya acompañada de un sabio control, es completamente necesaria para la eficacia deseada del ais
am [iniciación de la primera etapa] (ibid., 138).
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benigno. Entre los gebusi, la principal prueba a la que tenían que someterse estos
jóvenes consistía en llevar una peluca de corteza de árbol, que, aunque era muy pesada
y tirante, podían quitarse a las pocas horas. Entre los kaluli, vecinos de los anteriores,
los iniciados no sufrían apenas ningún trauma corporal en la zona de reclusión ritual
masculina, de la que salían de cuando en cuando para cazar (Schieffelin, 1982). Durante
el tiempo de su reclusión, acumulaban y consumían grandes cantidades de carne y caza,
y su principal obligación era mantener una actitud de «sobriedad ritual» en relación con
la heterosexualidad. Los pueblos koriki del delta del Purari, en el litoral meridional de
Nueva Guinea, tenían un rito de iniciación llamado pairama, que no suponía ningún
trauma en absoluto, a pesar de la importancia que daban a la guerra y al canibalismo;
los niños se limitaban a divertirse en compañía de hombres adultos mientras aprendían
el arte de hacer máscaras y otras actividades masculinas (Williams, 1923, 1924). E
igualmente benigna parece haber sido la iniciación en las demás sociedades del sur de
Nueva Guinea, con algunas excepciones en la de los merind-anim (vid. Williams, 1940;
Landtman, 1927; Zegwaard, 1959; cf. Van Baal, 1966). En las montañas centrales y
occidentales de Nueva Guinea, había varios ritos masculinos que hacían hincapié en la
purificación, atavío y masculinización simbólicas de los jóvenes antes del matrimonio
—con ausencia relativa de pruebas muy largas o traumáticas (A. Strathern, 1970, 1979a;
Megitt, 1964; Reay, 1959; Biersack, 1982; cf. J. Weiner, 1987).
A menudo, la transformación del cuerpo masculino por medio de la iniciación era
tan cognoscitiva como corpórea, pues lo que más se destacaba en ella era el aprendizaje
de las obligaciones, prohibiciones y conocimientos rituales necesarios para ser un hom-
bre. Tal es especialmente el caso en las etapas más avanzadas de los ritos de iniciación
—en las sociedades donde ésta era un proceso polifásico que continuaba hasta una edad
muy avanzada. Particularmente en la zona del monte Ok, el Sepik y las regiones
orientales de Melanesia, el adoctrinamiento mediante ritos masculinos era un proceso
de adquisición de autoridad y conocimientos espirituales que duraba toda la vida y en
el que las ceremonias constituían el centro principal de la vida política o económica,
además de espiritual. No obstante, en Nueva Guinea, la iniciación de la primera etapa
de estas complejas jerarquías solía comportar un largo período de reclusión para man-
tener al niño separado de las mujeres, la realización de una sangría ritual para extraer la
sustancia «femenina» y la obligación de obedecer a los varones adultos. Al final de las
pruebas, los iniciados solían someterse a un complejo atavío que era indicador de su
nueva posición y de su belleza, vitalidad y fertilidad en general. El atavío de los hombres
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en las etapas más avanzadas del rito de iniciación ha sido un elemento especialmente
característico de determinadas partes de Melanesia y de algunas zonas del Sepik en
particular. Examinaremos esta decoración del cuerpo más adelante.
Homosexualidad y bisexualidad
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binahor —, aunque en algunos ritos los varones tenían relaciones homosexuales más
promiscuas. No obstante, los marind creían que el semen era una fuerza vital especial-
mente potente cuando se mezclaba con los fluidos sexuales femeninos, no cuando se
separaba de ellos. La mezcla de semen y fluido vaginal se obtenía en ciertos ritos de
coito heterosexual en serie y se utilizaba con numerosos fines potenciadores de la vida;
de hecho, el uso de los fluidos sexuales mezclados era mucho más complejo e importante
que entre los kiwai, descritos anteriormente'. Entre los marind, estos ritos eran parti-
cularmente traumáticos para las mujeres, ya que eran sólo una o dos de las más jóvenes
las que copulaban sucesivamente con la mayoría de los hombres del clan. La excesiva
frecuencia con que se celebraban tales ceremonias y el correspondiente trauma que
suponía para las participantes parece haber sido la causa de la esterilidad permanente
que padecían un alto porcentaje de mujeres —debida a las infecciones provocadas por
la irritación vaginal crónica (South Pacific Commission, 1955)—, y de ahí la ironía de
que los fervientes ritos de fertilidad de los marind no sirviesen, en realidad, más que
para reducir la viabilidad demográfica de su sociedad. No obstante, a pesar de las
pruebas sexuales a que eran sometidas, las mujeres marind tenían muy pocas limitacio-
nes relacionadas con la contaminación femenina y participaban en gran número de
actividades que, en muchas otras sociedades melanésicas, quedaban bajo el control
exclusivo de los hombres. Así, ejercían considerable influencia en la elección de sus
esposos, pasaban por una serie de grados de iniciación similares a los de los hombres
(incluido el de la obtención ritual de insignias), desempeñaban un papel activo en casi
todas las ceremonias religiosas importantes e incluso acompañaban a los hombres
cuando salían a cazar cabezas a lugares apartados.
Estos sistemas son, en algunos aspectos, la antítesis de los de las zonas montañosas
descritos anteriormente, en los que las mujeres eran perjudiciales sexual y socialmente
para los hombres. En tales zonas, los hombres que no lograban purificarse debidamente
ni tomar medidas preventivas contra la influencia femenina podían poner en peligro las
actividades masculinas y caer enfermos, debilitarse o morir. No obstante, como ya
dijimos, la multitud de sistemas locales específicos impide establecer dicotomías rotun-
das respecto a los tipos de dominio o inseguridad sociosexual masculina s . En ambos
sistemas sexuales se considera, por ejemplo, que los hombres que son realmente fuertes
y vigorosos son también lo suficientemente potentes como para desarrollar una gran
actividad heterosexual sin sufrir consecuencias negativas. Mientras que en las zonas
223
Ir
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
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montañosas tal creencia favorecía la actividad heterosexual sólo de modo muy modera-
do (por ejemplo, en el caso de los polígamos políticamente poderosos), en gran parte de
la costa meridional tenía una base más amplia y firme, que comprendía a todos los
hombres en general. Más uniformemente equilibrada era la tensión entre estos polos
manifiesta en varias sociedades de las franjas montañosas del norte y el sur de Nueva
Guinea, donde las necesidades heterosexuales masculinas podían ser muy grandes y, sin
embargo, estar considerablemente reducidas por la ambivalencia relacionada con el
debilitamiento (por ejemplo, Kelly, 1976: 41-44; Meigs, 1984: 16; Buchbinder y Rap-
port, 1976, 20-22).
En muchos de los casos mencionados, las sustancias corporales son metáforas activas
que generan y reflejan una amplia gama de acciones sociales. A veces, se planea una
«economía» de sustancias culturales muy concreta, con costumbres destinadas a regular
la transmisión, agotamiento y recuperación o sustitución de estos fluidos. Tal sistema
se encuentra también en algunas sociedades matrilineales, como la de los wamira de la
bahía de Milne, por ejemplo, entre quienes la sangre transmitida por las mujeres forma
la esencia y la identidad de género, pero hace también que ellas se marchiten poco a
poco y mueran —a medida que pierden esta sustancia vital con la menstruación y
los partos (Kahn, 1986, 100). No obstante, las creencias melanésicas acerca de
la sustancia corporal son, al mismo tiempo, muy variables en lo que se refiere a su
grado de complejidad y a su importancia para la realización de acciones sociales
concretas. Con frecuencia se definen o conforman mediante elementos espirituales
etéreos o, si no, mediante determinados procesos de producción, trabajo y organiza-
ción social.
Las creencias melanésicas acerca de las sustancias corporales raras veces van separadas
de conceptos más generales relativos al modo en que la acción humana puede influir en
el cuerpo. Particularmente importante en esta dependencia es la relación existente entre
225
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
Los alimentos
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formas la relación social existente entre el que los hace y el que los recibe —tanto por
el tipo de alimento regalado, como por su cantidad y calidad. Así pues, la costumbre de
regalar comida a menudo está sujeta en cada cultura a complejos convencionalismos
acerca de quién puede compartir alimentos con quién, qué clase de alimentos han de
regalarse y en qué condiciones deben consumirse o no determinados alimentos. En
resumen, la comida constituye un vínculo fundamental entre el cuerpo y las relaciones
sociales y cosmológicas en general.
Incluso en sus características internas, los alimentos están sujetos a una amplia gama
de simbolismos y creencias. A menudo se les atribuye un género, es decir que a las
diferentes especies comestibles se las considera «masculinas» o «femeninas» sobre la
base de una interpretación metafórica de su dureza, color, textura, forma o modo de
crecimiento. Por ejemplo, los alimentos grasientos o lechosos se ven «como semen»,
mientras que la pandanus roja se considera como «sangre de mujer»; asimismo, los
alimentos duros o secos son, en general, masculinos, y los blandos, carnosos o jugosos,
femeninos —en definitiva, reflejan las características del cuerpo arquetípico atribuidas
a los hombres y a las mujeres. Desde el punto de vista de su interpretación cultural
específica, determinados alimentos pueden o no consumirse dependiendo del sexo, la
edad, el grado de iniciación, el estado civil o la afiliación ritual o totémica de la persona.
Por ejemplo, algunas especies de plantas y animales están prohibidas durante la reclu-
sión de los ritos de iniciación, y otras, cuando se está de luto. Estas normas dietéticas
producen implícita o explícitamente un alineamiento físico o mental del cuerpo de la
persona con el papel social que tenga que desempeñar.
Además de tener propiedades «intrínsecas», los alimentos recibidos como regalo
denotan confianza —en que se encuentran en buen estado y no están contaminados.
Este hecho es particularmente importante si tenemos en cuenta que, en muchas socie-
dades melanésicas, se piensa que los alimentos pueden estar encantados o envenenados,
por habérseles añadido sustancias contaminantes (sangre menstrual, por ejemplo), y
hacer que la persona que los toma enferme o muera. Incluso cuando se encuentran en
buen estado pueden suponer un peligro si alguno de los comensales no es de fiar, pues
a menudo se cree que se puede causar mal al cuerpo de una persona si se recogen los
restos de su comida y se queman o se hace un encantamiento con ellos 9 . Por consiguien-
te, los alimentos articulan el cuerpo y su sustancia en relación con el mundo exterior de
las relaciones sociales, el cual determina su aceptación o rechazo.
227
IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
El intercambio competitivo
pondiente es tener un cuerpo delgado, duro, «seco» y ligero, en otras palabras, suma-
mente disciplinado y austero (Young, 1971, 1986; cf. Munn, 1986; A. Weiner, 1976;
Kahn, 1986). Este concepto a menudo está parcialmente relacionado con los atributos de
género masculinos, en concreto con la resistencia y la fortaleza del cuerpo de los hombres,
y, de hecho, suelen ser éstos quienes regulan la política del intercambio de alimentos y
quienes imponen en la vida doméstica el valor de la privación personal y el trabajo duro.
En varias zonas de Melanesia, la disciplina y la autoridad de los hombres adultos se
concretan en el cultivo de plantas masculinas especiales destinadas a intercambios par-
ticularmente prestigiosos. En este sentido, quizá quepa calificar de arquetípico el cultivo
de largos ñames que realizan los hombres en partes del Sepik y del norte de Nueva
Guinea, y de ñames y taro en algunas zonas del Massim y de Papúa oriental (Tuzin,
1972; Harrinson, 1982; Kaberry, 1971; Young, 1971, 1986; Fortune, 1932, cap. 2;
Malinowski, 1935; A. Weiner, 1976; Kahn, 1986; Schwimmer, 1973). En el Sepik, los
ñames contienen a menudo importantes aspectos de la sustancia patrilineal del grupo;
en algunas zonas, cada clan tiene su propio «linaje de semillas» de ñame, cuya pureza
hay que mantener y perpetuar de generación en generación —de manera análoga a cómo
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
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las regiones melanésicas antes de la pacificación (vid. Meggit, 1977; Koch, 1974; Lang-
ness, 1972; Hallpike, 1977; Berndt, 1962, 1964; Fortune, 1939, y Schwartz, 1963). En
muchos casos predominaba un tipo de intercambio de persona por persona, en el que
la venganza de los individuos asesinados constituía un ciclo continuo de muerte por
muerte (Heider, 1979; Larson, 1987). La guerra crónica en que se basaban las relaciones
entre los grupos daba como resultado un elevado índice de homicidios, especialmente
en el caso de los hombres, en muchas, si no en la mayoría, de las regiones de la Melanesia
precolonial. Entre los mae enga, por ejemplo, alrededor del treinta y cinco por ciento
de las muertes de varones se producían en la guerra (Meggit, 1977, 110) 12 .
El ciclo de muertes podía atenuarse, no obstante, con una compensación material. En
muchas partes de Nueva Guinea, la entrega de cerdos u objetos de valor servía a veces
para compensar a los parientes de las personas caídas en combate y, por consiguiente,
para poner fin —al menos temporalmente— a las sangrientas venganzas de los grupos
enfrentados 13 .
En la mayoría de los casos, incluido el de los mae enga, las diversas formas de muerte,
compensación e intercambio estaban, en el fondo, interrelacionadas. Por ejemplo, se
podía llegar a una tregua haciendo una compensación por homicidio que, al mismo
tiempo, servía de base a una ronda de intercambios materiales entre los dos bandos.
Estos intercambios sucesivos podían acabar convirtiéndose en transacciones matrimo-
niales entre los grupos hasta entonces enemigos, pero también cabía la posibilidad de
que las nuevas relaciones pacíficas se deteriorasen y se iniciara otra sucesión de enfren-
tamientos y muertes. En definitiva, el ciclo de intercambios corporales entre los grupos
tenía fases de correspondencia «positiva» y fases de correspondencia «negativa», es
decir, que después del intercambio de riquezas, venía el de esposas, el de muertes, el de
riquezas otra vez y así sucesivamente (D. Brown, 1977; Schwimmer, 1973; Whitehead,
1986a-b; cf. Sahlins, 1972; Modjeska, 1982).
Los ciclos que vinculaban la reciprocidad de muertes con otras formas de intercambio
a menudo estaban ligados a relaciones cosmológicas y sociales más generales. Se creía
que, durante el intercambio «negativo» de muertes, por ejemplo, el grupo de la víctima
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
sufría una pérdida espiritual, así como social, debido a la cual sus fantasmas o espíritus
ancestrales se volvían contra él exigiéndole la debida venganza, la cual era absolutamente
necesario llevar a cabo para aplacar su furia. Para el otro grupo, en cambio, la muerte
de la víctima era un motivo de alivio y alegría. En algunos casos, el cadáver se desfigu-
raba o mutilaba para mayor deshonra de sus parientes, que se lo podían encontrar con
los genitales en la boca (por ejemplo, Meggitt, 1977, 76); con la cabeza, cortada, en lo
alto de un poste, si era el de un jefe (Reay, 1987, 90), o con los intestinos sacados y
atados en ristras (Zegwaard, 1959, 1037). En otros casos, los vencedores despedazaban
los cadáveres, se los llevaban a su poblado y se los comían (por ejemplo, Knauft, 1985b,
sobre los bedamini; Powdermarker, 1931, 28, sobre los lesu de Nueva Bretaña). Nor-
malmente, el grupo triunfante celebraba la muerte de sus enemigos con una danza
festiva, como el edai de los dani (Heider, 1970, 1979), la fiesta del «funeral simulado»
de los daribi (Wagner, 1972, 150 y sigs.) o el rito caníbal de los purari (Williams, 1924,
cap. 14).
En la Melanesia precolonial, la posición social del hombre adulto solía estar relacio-
nada en gran medida con el número de enemigos que hubiese matado —y normalmente
se reflejaba en la decoración del cuerpo. En algunas sociedades se creía que los vence-
dores recibían o tomaban una potente fuerza espiritual de sus víctimas. Las pérdidas
causadas o tenidas en combate por el grupo estaban, por tanto, directamente relaciona-
das con las creencias relativas a su bienestar espiritual o cosmológico. Tales creencias
eran especialmente importantes en las sociedades donde se practicaba la caza de cabezas
o el sacrificio de los prisioneros (vid. Mackinley, 1976). Entre los kwoma del Sepik, por
ejemplo, se creía que el vencedor reforzaba su espíritu o mai, situado en la cabeza, con
los espíritus de sus víctimas —para bien, además, de los espíritus de su grupo (William-
son, 1983, 16; Bowden, 1983, 99-105 y 110, cf. 165). Este espíritu ubicado en la cabeza
se materializaba en las insignias que llevaba el vencedor y podía transmitirse a las
estatuas de los ritos de fertilidad, «cabezas» enmascaradas que se adornaban también
con insignias similares 14 .
En muchos pueblos de la costa meridional de Nueva Guinea, la caza de cabezas y el
canibalismo estaban relacionados con la regeneración espiritual. En las sociedades del
delta del Purari, se tendían emboscadas a los enemigos de vez en cuando para matarlos
y convertir sus cuerpos o cabezas en un alimento ritual que se introducía en la boca de
grandes monstruos-espíritus malignos, colocados en un lugar sagrado en la parte trasera
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IMÁGENES OEL CUERPO EN MELANESIA
mente a disposición de los hombres de la aldea, quienes hacían por ello una compensa-
ción material a los maridos (Williams, 1923) 15 .
En unos cuantos casos, el asesinato de las personas ajenas al grupo tenía importantes
dimensiones prácticas, además de simbólicas y cosmológicas. Los marind-anim, que
vivían al este de los asmat, eran famosos por figurar entre los pueblos cazadores de
cabezas más inveterados y con más radio de acción de Melanesia (Van Baal, 1966). Las
incursiones que realizaban, como las de sus vecinos, tenían por objeto conseguir «nom-
bres de cabeza» para sus hijos, pero de vez en cuando se convertían también en una
captura sistemática de los hijos de sus víctimas, que eran llevados al poblado y criados
como auténticos marind". Este tráfico de niños era de tal magnitud, que quizá la sexta
parte de los adultos fuesen, en realidad, hijos de extranjeros muertos en incursiones de
caza de cabezas. Esta incorporación a gran escala de miembros de otros grupos tenía
una gran importancia demográfica, pues, como ya vimos, muchas mujeres marind eran
estériles a causa del excesivo número de coitos que realizaban en sus ceremonias (South
Pacific Commission, 1955). La afluencia de niños cautivos contrarrestaba, por tanto, la
bajísima tasa de natalidad de esta sociedad. De hecho, era lo suficientemente grande
como para hacer de los marind-anim un grupo en expansión, tanto desde el punto de
vista cultural como desde el territorial, a pesar del índice de crecimiento interno nega-
tivo. Por supuesto, eran las mismas creencias espirituales del grupo las que motivaban
e intensificaban este extraordinario ciclo —de hipersexualidad, infertilidad, violencia y
reabastecimiento demográfico. Tales relaciones se hacen patentes en el complejo ciclo
de ritos y mitos marind, que hace hincapié en la vinculación de la cópula perjudicial, la
caza de cabezas y el renacimiento (Van Baal, 1966, 1984; cf. Ernst, 1979).
Ritos mortuorios
Del mismo modo que la esencia de los extranjeros asesinados suele considerarse
como una poderosa fuerza, la energía espiritual de quienes mueren por causas naturales
dentro de la comunidad es con frecuencia igualmente poderosa y está sujeta a manipu-
lación social. Aunque, como veremos más adelante, el elemento básico de los ritos
mortuorios de muchas sociedades melanésicas es la necesidad de aplacar la ira de los
fantasmas, a veces es también muy importante la preocupación por controlar la fuerza
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BRUCE M. KNAUFT
positiva del difunto. En diversas culturas, los ritos mortuorios facilitan la amalgamación
del espíritu del muerto con el reino, más indiferenciado, de los espíritus ancestrales,
cuya función básica suele ser proteger y vigilar el éxito y el conocimiento sagrado del
grupo. En casi todas las zonas de Melanesia, hay sociedades que conservan como
reliquias partes del esqueleto de los difuntos, en especial el cráneo de los hombres
adultos". En muchas culturas, estas reliquias óseas se guardan en lugares sagrados y son
importantes objetos de culto utilizados en complejos ritos.
En la franja montañosa del sureste de Nueva Guinea, la necesidad de reincorporar a
los miembros del grupo muertos era especialmente importante. En algunas comunida-
des, cuando moría una persona, sus parientes femeninos se comían el cadáver para
impedir, entre otras cosas, que la fuerza espiritual se dispersase. Este endocanibalismo
estaba particularmente extendido en la cultura gimi, donde las mujeres devoraban el
cuerpo entero y luego recibía cada una la parte de un cerdo correspondiente a la que se
había comido (Gillison, 1983). La lógica de esta costumbre era la siguiente: «¡Ven a mí
para que no te pudras en la tierra! ¡Deja que tu cuerpo se disuelva dentro de mí!» (ibid.,
43; cf. Gillison, 1980, 1987). Con este acto de canibalismo se iniciaba un proceso de
regeneración mortuoria: durante el año siguiente, la madre del difunto llevaba siempre
consigo el cráneo y una mandíbula de éste; después, buscaba árboles o rocas con grietas
—que se suponía que eran «como vaginas»— en los terrenos de caza del clan y en la
linde del huerto del difunto y los introducía en ellas, y entonces el espíritu se reencar-
naba en forma de ave del paraíso y seguía viviendo así en territorio gimi. El endocani-
balismo de esta cultura era, por tanto, «la primera etapa de un proceso de regeneración
del muerto, parte de los medios utilizados para mantener la continuidad de la existencia
traspasando la vitalidad humana a otros seres vivos» (Gillison, 1983, 89).
El duelo
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
Los parientes que asisten al duelo inicial tienen que demostrar la magnitud de su dolor. Los
parientes masculinos lejanos y los varones de la familia del cónyuge se tiran del cabello y de la
barba. Unos cuantos se rajan los lóbulos de las orejas para que la sangre se derrame por sus
hombros. Algunos de los parientes cercanos de ambos sexos se cortan la punta de los dedos. Este
acto también aplaca al fantasma del difunto, que cobra vida en el momento de la muerte, cuando
el espíritu agnaticio abandona el cadáver (Meggitt, 1965a, 182).
La amputación de los dedos a las niñas parece haber sido una costumbre particular-
mente corriente entre los dani de las montañas de Irian Jaya. Debido a ella, a casi todas
las mujeres adultas de esta sociedad les faltaban muchas o la mayoría de las articulacio-
nes de los dedos de ambas manos (Heider, 1979, 124 y sigs.). Entre los kaulong de
Nueva Bretaña, a la mujer del difunto se la estrangulaba poco después de la muerte de
su marido —costumbre muy extendida en la época precolonial (Goodale, 1980, 1985).
Mucho más corriente era, en toda Melanesia, que los hombres y, particularmente, las
mujeres estuviesen llorando y lamentándose mucho tiempo y que se sometiesen a tabúes
funerarios de diversa duración, entre los que figuraban algunos relacionados con la
sexualidad, la alimentación y la indumentaria, así como la limitación de la actividad
social o la reclusión. La severidad de las costumbres funerarias variaba de acuerdo con
la edad y el sexo del difunto, siendo a menudo mayor si éste era un hombre importante
y menos intensa si la persona muerta era una mujer o un niño.
La posición social del difunto también solía reflejarse en el trato que recibía el
cadáver. A menudo, si éste era el de un hombre importante se le vestía con sus mejores
galas rituales y con las insignias indicadoras de su posición. Los iatmul del Sepik
preparaban una complicada presentación del cadáver en el caso de los hombres impor-
tantes y representaban en iconos sus logros en la guerra, los ritos, el conocimiento y el
intercambio (Bateson, 1936). Asimismo, se sometían los cadáveres a procesos de adivi-
nación que variaban de acuerdo con las características del difunto. En partes del interior
de Nueva Guinea, los de las personas importantes o muertas inesperadamente se exa-
minaban antes de la descomposición o una vez iniciada ésta para averiguar por el estado
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
el aprendiz corría el riesgo de morir por conseguir la «visión» necesaria para ver con
precisión en el mundo de los espíritus y en el ,de la muerte (Van Baal, 1966, 888).
Determinadas costumbres y tabúes mortuoriotenían por objeto únicamente prepa-
rar la partida del espíritu del difunto al mundo dedos muertos, proceso que se facilitaba
con súplicas o manifestaciones de dolor por parte de los vivos. Se creía que, sin estos
ruegos —y a veces incluso haciéndolos—, el espíritu del difunto se enfadaba por haber
muerto en el mundo terrenal y, convertido en un malvado fantasma, causaba enferme-
dades o desgracias a los vivos. Las diversas formas de colocar el cadáver reflejaban, en
parte, distintas creencias relativas a la partida adecuada del espíritu del difunto. En
algunas sociedades, como la dani (Heider, 1970, 1979), se quemaba el cuerpo en una
pira funeraria. En otras, se enterraban en seguida, que es lo que hacían los mae enga
(Meggit, 1965a-b), o se velaba durante varios días antes del entierro. En muchas cultu-
ras, desde al menos la marind-anim de Irian Jaya (Van Baal, 1966) hasta la kawaio de
las Salomón (Keesing, 1982), el cadáver se enterraba, pero luego se exhumaba para
decorar los huesos y volverlos a enterrar. Y en muchas otras se dejaba descom-
poner parcial o totalmente al aire libre, entre otras razones para que su espíritu se dis-
persara.
Para ilustrar cómo pueden llegar a combinarse varios de estos aspectos de las cos-
tumbres funerarias examinaremos detenidamente un caso en particular, el de los daribi
de la franja montañosa del sur de Nueva Guinea, porque, como señala Wagner (1972,
145), «el duelo por los muertos constituye la expresión ideológica más poderosa de la
cultura daribi». En esta sociedad, los parientes paternos, cónyuges y compañeros del
difunto entonaban un lamento fúnebre por él. Entonces llegaban sus parientes uterinos
y, tras acusar a los anteriores de negligencia por haberle dejado morir, desahogaban su
ira contra ellos recurriendo a métodos violentos —que en la época precolonial consistían
en destrozar las cosechas, cortar los pilares de las casas o atacar a sus oponentes con
palos o hachas. Luego se dejaba el cadáver en la casa de residencia común durante un
período de entre seis y diez días para que los parientes próximos tomaran partes de él
como reliquias:
Mientras el cuerpo está todavía en la casa, se cortan partes de él, tales como las manos, los
pies o el cuero cabelludo, para convertirlas en reliquias. Las secan al fuego y luego las aplastan
colocándolas debajo de una estera de dormir, después de lo cual se las cuelgan del cuello en
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BRUCE M. KNAUFT
señal de duelo. Horobame, una mujer Krube, llevaba así la piel seca de la planta del pie de su hijo
porque «ya no podía verle nunca más, él ya no podía andar por ahí nunca más» (ibid., 147).
Una vez tomadas las reliquias, se convencía a los parientes de que renunciasen al resto
del cadáver, que, a mediodía, se colocaba en un ataúd abierto para que todos lo viesen
y, también, para recoger el líquido que soltaba a medida que se iba descomponiendo.
Al ponerse el sol se retiraba de allí, y entonces, la carne que quedaba podía cocinarse al
vapor y comerse, lo cual hacían los miembros del clan del difunto, es decir, las personas
con quien éste había «compartido carne» en vida, pero no sus familiares más cercanos.
Los últimos restos se devolvían al ataúd, atados y cubiertos con corteza de árbol, y,
cuando estaban totalmente descompuestos, se recuperaban los huesos y se guardaban en
una «casa de huesos» especial hecha con hojas de pandanus. Cuando estos huesos
empezaban a deshacerse, los miembros del clan del difunto cazaban de diez a veinte
marsupiales, cuyos huesos quemaban entonces debajo de la casita para, mediante el
humo que salía, «compartir alimento» por última vez con su compañero muerto. Se
creía que este acto servía también para mitigar la maldad de los fantasmas. Después de
la ceremonia, se sacaban los huesos de la estructura de pandanus e, introducidos en una
bolsa de esparto, se colgaban en el pasillo de la casa comunal. Cuando, mucho tiempo
después, empezaba a deshacerse también la bolsa, se sacaban de ella los huesos y se
metían, ya para siempre, en una cueva. La importancia de este proceso queda ilustrada
en la creencia daribi de que los fantasmas, especialmente los de las personas muertas en
el bosque y sin duelo, podían volver al mundo de los vivos y causar enfermedades. Para
impedir esto y «enviar otra vez el fantasma a la casa», celebraban una ceremonia, llamada
halm, consistente en un enfrentamiento competitivo entre un grupo de hombres que
representaban al fantasma y otro de hombres y mujeres que desempeñaban el papel de
residentes de la casa comunal. Al final, se apaciguaba al fantasma y se celebraba una
fiesta.
Fiestas mortuorias
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
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El cuerpo maduro:
encarnación espiritual y rejuvenecimiento
Como, en Melanesia, la vida del cuerpo está tan determinada por la red de relaciones
sociales y espirituales, las muestras de belleza corporal más espectaculares tienden a
reafirmar el rejuvenecimiento social y cósmico del grupo en general. Las costumbres y
creencias relativas a la concepción, crianza, crecimiento productivo y muerte del cuerpo
están estrechamente relacionados con ceremonias que, de un modo u otro, difunden o
fomentan la fuerza, vitalidad, madurez y regeneración de los individuos y de la comu-
nidad (cf. Whitehead, 1986a-b).
Incluso en contextos no ceremoniales, el cuerpo ha mostrado en Melanesia una
amplia gama de atavíos. Orejas y narices horadadas, tatuajes, escarificaciones, dientes
teñidos de negro, penes cubiertos con calabazas, adornos de hojas, piel o plumas, todos
estos elementos complementan en las diferentes culturas la escasa indumentaria tradi-
cional, compuesta por el taparrabos y las faldas y camisas de hierba, o la desnudez
absoluta (muy corriente en partes del Sepik). El peinado abarcaba desde llevar la cabeza
rapada —a veces en señal de duelo— hasta intrincadas trenzas y complicadas pelucas.
A menudo, las distintas insignias e indumentarias cotidianas eran claros indicadores del
sexo, la edad, el estado civil y los logros políticos del individuo: qué grado de iniciación
tenía, cuánta gente había matado, cuántos intercambios importantes había hecho, si
estaba de luto y si pertenecía a un grupo religioso especial.
Sin embargo, en los contextos ceremoniales, el cuerpo normal era objeto de una
transformación mayor, a menudo sumamente simbólica y de gran riqueza artística. En
la mayor parte de Melanesia, el cuerpo decorado era en sí mismo la principal forma de
arte. Los atavíos rituales son tan diversos como variadas y creativas las culturas, y en
todas ellas constituyen un icono en que se celebra el ser vital y la vitalidad espiritual y
sociocultural.
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
Los neófitos son llevados al recinto ceremonial para que se sienten bajo la [alta] plataforma,
de espaldas a la entrada. Una especie de valla móvil rodea el sitio. Sosom se ha puesto un enorme
tocado, hecho de finos juncos cubiertos de plumón blanco. Lleva el rostro oculto con la máscara
batend [de plumas de ave del paraíso moradas], el pecho cubierto de fibras y una pesada falda de
color marrón rojizo. Una guirnalda de brillantes hojas de crotón adorna sus hombros, y por la
espalda le cuelgan las largas trenzas del peinado. Rodeado de hombres que van bailando y
haciendo sonar en el aire largas tiras de cuero, Sosom hace su entrada en el recinto ceremonial...
De repente, la estructura se tambalea, como si un monstruo gigante hubiese saltado sobre ella.
Una cosa negra y horrorosa cae sobre los neófitos: la cola del monstruo. El ruido atronador ha
cesado. Se hace un extraño silencio cuando se quita la valla y los tíos y padres de los jóvenes les
agarran del brazo y les sacan del recinto para que vean al dema. Al mismo tiempo, se levanta un
poste de madera [el pene de Sosom], y en cuanto está alzado comienza otra vez la prueba... Al
final, el dema se arrodilla delante de los jóvenes sin sus atavíos; se les aparece como un hombre
corriente (Van Baal, 1966, 481).
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IMÁGENES DEL CUERPO EN MELANESIA
Con excepción de las pestañas, el danzante se ha quitado todo el vello del rostro, y lleva el
nacimiento del pelo afeitado para que se vea la parte delantera del cuero cabelludo. Un aceite
amarillo (akwalif) aplicado al rostro da a su piel un brillo dorado y una textura uniforme que son
objeto de gran admiración... En medio del nacimiento artificial del pelo, se aplica un poco de
pintura roja mágica (noa'w). Tapado por capas de maquillaje, el noa'w es el agente místico y
definitivo de la belleza ritual. Su existencia sólo la conocen los miembros del grupo religioso, pero
es bien sabido que todos sienten sus efectos... Los decoradores aprovechan prácticamente todas
las clases de adornos que conocen —plumas, tejidos naturales, hojas de colores o aromáticas,
bayas, flores, conchas y diversas cosas más— para crear un traje tan impresionante, que quienes
lo ven se quedan fascinados con su trascendente belleza. El elemento principal es un alto tocado
puntiagudo, sujeto a la nuca... El danzante se transforma en un ser semejante al tambaran mismo;
de hecho, hay muchos mitos acerca de cómo este acontecimiento transforma para siempre al
protagonista mortal en una entidad espiritual. Los ritos de este día y de los siguientes han de
considerarse, por tanto, como el punto culminante de la cultura religiosa arapesh.
En el rito en sí, los hombres encargados de llevar a cabo la iniciación —tras mostra
su belleza trascendente— regañan y pegan a los iniciados, quienes son empujados po
un túnel humano en la casa comunal. «Cada vez que uno de ellos desaparecía en e
oscuro umbral, se oía un sonido espantoso procedente del interior —el de la cabeza de
desgraciado al ser aplastada por el talón del tambaran. Para entonces, muchas mujere
[que observaban desde fuera] estaban sollozando sin poderlo remediar» y a los hombre
que aguardaban su turno se les «veía temblar de miedo» (ibid., 236). No obstante, 1
ejecución de los iniciados era una treta típica del tambaran:
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BRUCE M. KNAUFT
fila de impasibles efigies de espíritus colocadas en alto, y a sus pies, otra de esculturas en solemne
reposo. El resto del suelo estaba lleno de conchas, plumas y puñales» (ibid., 238).
En resumen, estos iniciados adultos estaban «viendo por primera vez las creaciones
de una tradición artística cuya existencia ni siquiera imaginaban» —las obras de arte
relacionadas con la clase del tambaran del Nggwal de la que estaban entrando a formar
parte (este arte era, por supuesto, sumamente secreto y no podían verlo ni las mujeres
ni los hombres no iniciados en esta etapa del tambaran). Las fases siguientes del rito
consistían en la revelación de los diversos tipos de tambores y flautas sagradas y en una
reclusión de dos o tres meses durante los cuales se consumían muchos alimentos
especiales. Para finalizar, se celebraba una gran ceremonia en la que los iniciados salían
al exterior y desfilaban con los mismos trajes espectaculares que habían llevado antes
sus maestros, lo que significaba que había tenido lugar una importante transmisión de
posición social y conocimiento ritual".
En algunos casos, los maestros concretaban y realzaban su supremacía social y cul-
tural llevando máscaras de espíritus iracundos y vengativos, los cuales podían infligir
terribles castigos a la comunidad por medio de los hombres que los encarnaban. En sus
formas más extremas, el rencor de estos espíritus era sumamente violento e incluía varias
clases de asesinato ritual. El Nggwal, cuyos aspectos artísticos acabamos de comentar, era
a veces una manifestación suya; otra era la del denominado hangamu'w, cuya dimensión
humana se les revelaba a los hombres durante la iniciación de la primera etapa:
De los 214 hangahiwa conocidos en la aldea ihahita, alrededor del diez por ciento tenían fama
de asesinos. Sus atavíos se componían de rizadas hojas de cordyline, distintivo de los homicidas,
y... llevaban los cráneos de sus víctimas colgando espeluznantemente del cuello. Se supone que el
que lleva una máscara del hangamu'w acaba siendo poseído por los espíritus de sus víctimas, que
residen en ella, e, impulsado por su afán de venganza, mata a todo ser vivo que se cruce en su
camino. Después de hacerlo, se supone que recobra el juicio, vuelve a poner la máscara en la casa
de los espíritus junto con las demás y, ocultando su culpa, se une a la desolación general provocada
por el descubrimiento de la víctima. La responsabilidad moral se desvía al tambaran mismo, de
cuyo insaciable apetito es prueba el nuevo asesinato (Tuzin, 1982, 339) 19 .
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En muchas islas situadas al este de Nueva Guinea, sin embargo, la jerarquía política
estaba más estrechamente relacionada aún con el permiso para llevar complejas máscaras
o decorarse el cuerpo. El derecho de fabricar o llevar máscaras o insignias se compraba,
y luego se exhibían éstas en grandes fiestas, cuya celebración era el sello del éxito
político del aspirante. En el noroeste de Nueva Bretaña y en las islas Duke of York, la
vida política y espiritual del aspirante giraba en torno a la compra y el control de las
máscaras tubuan o dukbuk en ciertas fiestas celebradas para conmemorar la muerte de
antepasados o parientes importantes (Errington, 1974; cf. Danks, 1887, 1892; Parkin-
son, 1907; Salisbury, 1966, 1970). En estas ocasiones, la sociedad, en general, y sus
miembros más encumbrados, en particular, eran regenerados simbólicamente y recupe-
raban el bienestar político y espiritual simbolizado, en concreto, por las mismas más-
caras. En muchas sociedades de las islas septentrionales de Melanesia, así como en el
Sepik, los dueños de las máscaras u hombres de confianza suyos tenían considerable
poder y control político cuando las llevaban puestas o actuaban en su nombre —lo que
les permitía, por ejemplo, agredir impunemente a sus seguidores u obligarles a acatar
sus decisiones en materia política o de intercambios. En Nueva Caledonia, la autoridad
de los jefes y la rivalidad entre ellos depende en gran medida del control de complicadas
máscaras y de una mitología, relacionada con ellas, sobre los antepasados (Guiart, 1966).
La combinación de autoridad política y espiritual establecida por medio del control
de las insignias y la decoración del cuerpo estaba particularmente desarrollada en los
restrictivos ritos graduados, secretos o públicos, de Nueva Bretaña y de Vanuatu, al este
de Melanesia (Alíen, 1984; Meyer y Parkinson, 1895; Rivers, 1914; Deacon, 1934;
Latard, 1942; Allen, ed. 1981; cf. Chowning y Goodenough, 1971). Allen (1983, 33)
resume así las características generales de la sociedad ritual graduada:
En todas las partes donde existe, la sociedad graduada se compone de diversos grados, el acceso
a los cuales se obtiene mediante la celebración de un rito basado en el sacrificio de cerdos con
colmillos desarrollados artificialmente, en el pago de insignias y servicios y en la realización de
complicadas danzas. Los miembros de los diversos grados se diferencian unos de otros por su
derecho exclusivo a ciertas insignias, títulos y privilegios rituales. Para los grados inferiores, las
complicaciones son mínimas y no suponen un gran desgaste de los recursos y capacidad del
aspirante. En el caso de los grados superiores, los requisitos son cada vez más complejos y caros...
Se cree que los hombres que han llegado al grado más alto adquieren o pueden utilizar fuerzas
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sobrenaturales, que les sirven para controlar las aspiraciones políticas de los que están por debajo
de ellos.
Las ramificaciones que tienen las sociedades rituales públicas y secretas desde el
punto de vista sociopolítico y del de la decoración del cuerpo están claramente reflejadas
en esta descripción que hace Allen de una pequeña isla de Vanuatu:
En la islita de Mota, que tiene menos de tres kilómetros de diámetro y una población de
alrededor de 500 personas, Rivers (1914, 2 y 78 129) descubrió que había nada menos que setenta
-
y siete sociedades secretas cuando visitó la comunidad en 1912. Muchas de ellas tenían edificios
de culto permanentes en el bosque, donde los miembros guardaban sus insignias y complicados
tocados y comían y dormían a menudo... Cada sociedad estaba muy orgullosa de sus insignias,
máscaras, danzas y tabúes particulares, y hacía todo lo posible para ganar miembros a expensas
de las demás. Todo varón que se preciara consideraba necesario pertenecer a numerosas socieda-
des —para medrar en la sociedad graduada pública y, por tanto, poder tener influencia y autori-
dad, y para contar con un modo de proteger sus propiedades... Las sociedades mostraban muchas
de las características de los grupos mafiosos occidentales, incluidos el asesinato político y las
tácticas terroristas. Los dirigentes que ocupaban una posición muy alta en la sociedad graduada
pública eran también miembros de poderosas sociedades secretas que les proporcionaban un
grado de apoyo institucional y legitimidad que, normalmente, no estaba al alcance de los jefes
(Allen, 1984, 32).
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pero se destaca en particular en las regiones donde las diferencias de posición social entre
los hombres son menos competitivas o no generan tanta envidia. En gran parte de estas
regiones —por ejemplo, en las zonas periféricas de las montañas de Nueva Guinea— la
compleja indumentaria ritual difunde salud, rejuvenecimiento y superación de la muerte
en la colectividad en general. Por ejemplo, el rito daribi del habu, descrito anteriormen-
te, disipa la influencia de los fantasmas en la sociedad combatiendo al espectro de la
muerte y fomentando la vida.
Un caso similar es el del culto y las costumbres rituales de los foi del lago Kutubu,
que habitan al oeste de los daribi (Williams, 1977; Weiner, 1984, 1986, 1987). En vez de
una traumática iniciación masculina, los foi tenían multitud de ritos favorecedores de la
salud y, en los mortuorios, celebraban fiestas destinadas a aumentar la fertilidad general.
Como ha señalado Weiner (1987, 274) comentando a Williams (1977), «la prevención
de la enfermedad y su opuesto implícito, el fomento de la fertilidad general, son una
cuestión de definición masculina en toda la periferia meridional de las montañas de
Nueva Guinea...». Entre los kaluli, que habitaban en la parte occidental de esta zona,
el espectacular rito gisaro era una conmovedora conmemoración de los muertos y, al
mismo tiempo, un modo de despertar la emotividad de los vivos (Schieffelin, 1976, 1979,
1980; Feld, 1982). Debidamente celebrado, consistía en lo siguiente: los habitantes de
una aldea invitaban a un grupo de danzantes de una comunidad vecina, que llegaban
entonces llevando un complicado atuendo y comenzaban a entonar canciones sobre los
difuntos de los anfitriones y su territorio en el bosque. Éstos respondían haciéndoles
graves quemaduras en la espalda y los hombros —por la pena y el dolor tan grandes
que les causaban recordándoles a sus parientes muertos—, pero ellos no se amilanaban
y seguían cantando y bailando; en realidad, incluso pagaban a los anfitriones cuando
acababa el rito a la mañana siguiente para compensarles por la angustia que les habían
hecho pasar con su buena actuación. El gisaro era, por tanto, la principal constatación
del poder estético y la capacidad de corresponder a los demás que tenían los kaluli,
El recuerdo de los difuntos y la emotividad cobran expresión de un modo más
exuberante y con connotaciones sexuales algo más al oeste, entre los gebusi de la llanura,
que tienen un rito de bienestar general, el gigobra, consistente en un generoso banquete,
un baile que dura toda la noche y muchas canciones y bromas (Knauft, 1985a-b). Los
danzantes encarnan en su persona la belleza y armonía del universo espiritual gebusi.
Los adornos que se ponen en la mitad superior del cuerpo aluden a criaturas espirituales
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del mundo superior, y los que llevan en la mitad inferior, a formas espirituales del
mundo terrenal. Así, el tambor, por ejemplo, que queda por debajo de la cintura,
representa un enorme pez o cocodrilo con la boca abierta —la forma encarnada de los
espíritus masculinos que viven en los ríos y arroyos. El gran círculo de plumas blancas
del tocado, en cambio, procede de la garceta, ave que encarna las cualidades «masculi-
nas»; la cinta de la frente es de piel de un marsupial arborícola que se considera como
una forma espiritual superior, y el trozo de concha de perla añadido a la barbilla
representa una luna en cuarto creciente.
En conjunto, el danzante gebusi, que se mueve y balancea lentamente al ritmo de su
tambor, representa en su persona la belleza, atractivo y armonía de los espíritus
de ambas dimensiones, lo cual constituye una apropiada metáfora del objeto de la danza
misma, que no es otro que la curación de enfermedades, la solución de conflictos y la
camaradería. Desde el punto de vista erótico, la danza sirve también de contexto a un
exuberante intercambio de bromas colectivo y el afán de los individuos por tener
relaciones horno u heterosexuales. Este aspecto del rito tiene también una dimensión
plástica en el simbolismo de la indumentaria de los danzantes, que representa en general
al ave roja del paraíso (paradisaea raggiana). Este pájaro es la forma encarnada de la
belleza y el atractivo de la mujer-espíritu gebusi y un símbolo general de vitalidad,
beneficencia y fuerte atracción erótica. Su brillante plumaje rojo se reproduce en el
cuerpo pintado de rojo del danzante, así como en los ramilletes de plumas de ave roja
del paraíso colocados detrás y dentro del círculo blanco del tocado. La cabeza negra y
las bandas doradas del pájaro se imitan en el antifaz negro y bordeado de amarillo del
danzante, y en las bandas negras, rodeadas de tinte dorado, de su tronco y piernas.
Otra semiótica visual de los gebusi es la indumentaria de los iniciados, que en general
es también una encarnación del ave roja del paraíso. En este atuendo, sin embargo, las
distintas partes son regalos de hombres de otras comunidades que se han prestado a
patrocinar al iniciado, en cuya indumentaria se manifiesta, por tanto, la capacidad
artística de sus aliados y el apoyo político que puede encontrar en las diversas aldeas
del territorio gebusi. Cuando la media docena o más de iniciados avanzan en fila,
ataviados todos de la misma forma, encarnan colectivamente no sólo la armonía de las
diversas formas espirituales, sino también la interconexión de la totalidad del pueblo
gebusi. Los festejos de iniciación son, de hecho, el acontecimiento colectivo más impor-
tante de esta sociedad, y asiste a ellos la mayoría de la tribu. Pero, también en este caso,
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la compleja indumentaria tiene una acusada dimensión sexual, que se refleja no sólo en
la imaginería del ave del paraíso, sino también en la larga hoja fálica que llevan los
iniciados, la cual representa su pene agrandado. Este énfasis sexual es particularmente
apropiado, pues en el momento de su iniciación, los jóvenes son objeto de una generosa
inseminación (oral) y tienen prohibido el contacto sexual con mujeres. Se supone que
en este momento están en la cumbre de su desarrollo físico y potencia sexual. El término
utilizado para designar la iniciación masculina es wa kawala, «niño que se hace grande».
La alabada virilidad del joven se descarga después de la iniciación bisexualmente —en
primer lugar, mediante la inseminación homosexual de niños no iniciados, y después,
mediante la búsqueda activa de mujeres como esposas y compañeras sexuales (Knauft,
1987a). Estas mismas actividades las desarrollan también en los festejos de iniciación
todos los asistentes.
Como ilustra el atavío gebusi, el simbolismo decorativo es complejo y polisémico.
Tal polivalencia es especialmente apropiada para denotar la complejidad con que se
interrelacionan culturalmente la potencia sexual, la vitalidad y el rejuvenecimiento
social. Similar interrelación se observa, en un contexto cultural algo diferente, entre los
umeda de la provincia occidental del Sepik, al norte de las montañas (Gell, 1975; cf.
Juillerat, 1986). En esta sociedad, una sucesión de danzantes ricamente ataviados repre-
sentan el complejo proceso del crecimiento biológico, la sexualidad, la reproducción y
la regeneración espiritual en el transcurso de un rito que dura toda la noche. Los
primeros danzantes están relacionados simbólicamente con los casuarios (grandes aves
incapacitadas para volar) y con los hombres viejos, cuya actividad sexual se indica
mediante grandes calabazas colocadas en el pene. Uno tras otro, van saliendo luego
varios grupos de danzantes que, con el cuerpo profusamente decorado, interpretan el
baile del sagú o hacen parodias sexuales, y como punto final tiene lugar la breve danza
de los arqueros rojos (ipele), que simbolizan (entre otras cosas) a iniciados jóvenes que
tienen el pene «atado», pero que son fuertes y hábiles en la caza. Evidentemente, el rito
se celebra para favorecer el crecimiento y la fertilidad del sagú (su principal alimento),
pero Gell muestra que tiene muchos fines más, incluido el de representar con mucha
convicción la complementariedad de los géneros, la regeneración «natural» y la regene-
ración espiritual que se transmite de un grado de iniciación al siguiente. En el fondo, el
rito emplea espectaculares atavíos para representar el rejuvenecimiento y la reproduc-
ción de la propia sociedad umeda.
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En el pensamiento de Hagen, el éxito material y la salud física se expresan por igual en el estado
del cuerpo. Hay que estar gordo y tener la piel brillante, y aplicando aceite se le da el lustre
deseado. Los habitantes de Hagen dicen también que uno de los fines de la decoración es hacer
que los danzantes parezcan más grandes: en las fiestas, donde llevan una amplia gama de adornos,
su mayor estatura aumenta su atractivo; en la guerra, les hace impresionantes y asusta al enemigo
(Strathern y Strathern, 1971, 134).
No es de extrañar que los adornos más impresionantes y caros los lleven o controlen
los denominados «hombres grandes», jefes que a fuerza de reafirmar su persona com-
piten con éxito por los grados superiores de la cambiante jerarquía social. Algunas
insignias especificaban determinados aspectos de los logros económicos o militares del
hombre grande. Tal es el caso del omak, por ejemplo, conjunto de bastoncillos de
bambú atados uno a continuación del otro, que se llevaba colgado del cuello —como si
fuera una ancha y rígida corbata. Entre los melpa, el número de bastoncillos y, por —
tanto, la longitud del omak depende del de veces que el individuo haya dado un
—
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dar lugar a que se valore especialmente la individualidad y las facultades del danzan e
como tal. Las variaciones individuales en la indumentaria han tenido gran fuerza est
tica, y acaso también social, en la mayoría de las culturas melanésicas.
Aunque la elección de los adornos dependa del gusto personal, el hecho de q e
resulte apropiada o no lo deciden en última instancia —incluso en la política de pod r
de las zonas montañosas— los espíritus:
El clan sólo puede tener exito si cuenta con el apoyo activo de los fantasmas de sus antepas
dos... En las fiestas, toda manifestación de que el individuo o grupo es próspero y está sano indi a
que tiene la bendición de los fantasmas. En cambio, el fracaso o el desastre es una señal de q
éstos se han enfadado por algún error cometido y han retirado su apoyo (Strathern y Strathe
1971, 130).
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