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Historia de la Filosofía Antigua Dra.

Rosa Elvira Vargas


Universidad Antonio Ruiz de Montoya

2.2 Sócrates
PLATÓN, Eutifrón, 5a-8b (en Diálogos, I, Madrid: Gredos, 1993, pp. 222-228)

Sócrates. – ¿Y tú, Eutifrón, por Zeus, crees tener un conocimiento tan perfecto acerca de cómo son las cosas divinas y
los actos píos e impíos, que, habiendo sucedido las cosas según dices, no tienes temor de que, al promoverle un
proceso a tu padre, no estés a tu vez haciendo, tú precisamente, un acto impío?

Eutifrón. –Ciertamente no valdría yo nada, Sócrates, y en nada se diferenciaría Eutifrón de la mayoría de los
hombres, si no supiera con exactitud todas estas cosas.

Sócrates. –Por conocer yo, mi buen amigo, esto que dices, deseo ser discípulo tuyo, sabiendo que ningún otro, ni
tampoco este Meleto, fija la atención en ti; en cambio a mí me examina con tanta penetración y facilidad, que ha
presentado una acusación de impiedad contra mí. Ahora, por Zeus, dime lo que, hace un momento, asegurabas
conocer claramente, ¿qué afirmas tú qué es la piedad, respecto al homicidio y a cualquier otro acto? ¿Es que lo pío en
sí mismo no es una sola cosa en sí en toda acción, y por su parte lo impío no es todo lo contrario de lo pío (…)?

Eutifrón. –Sin ninguna duda, Sócrates,

Sócrates. –Dime qué afirmas tú que es lo pío y lo impío.

Eutifrón. –Pues bien, digo que lo pío es lo que ahora yo hago, acusar al que comete delito y peca, sea por homicidio,
sea por robo de templos, aunque se trate del padre, de la madre o de otro cualquiera; no acusarle es impío.(…) En
efecto, los mismos hombres que creen firmemente que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses reconocen que
encadenó a su propio padre, y que éste a su vez, mutiló al suyo por causas semejantes. En cambio, esos mismos se
irritan contra mí porque acuso a mi padre, que ha cometido injusticia, y de este modo se contradicen a sí mismos
respecto a los dioses y respecto a mí.

Sócrates. – (…) ¿[Q]ué vamos a decir nosotros, los que admitimos que no sabemos nada de estos temas? (…) Ahora
intenta decirme muy claramente lo que te pregunté antes. En efecto, no te has explicado suficientemente al
preguntarte qué es en realidad lo pío, sino que me dijiste que es precisamente pío lo que tú haces ahora acusando a tu
padre de homicidio.

Eutifrón. –He dicho la verdad, Sócrates.

Sócrates. – ¿Te acuerdas de que yo no te incitaba a exponerme uno o dos de los muchos actos píos, sino el carácter
propio porque todas las cosas pías son pías? En efecto, tú afirmabas que por un solo carácter las cosas pías son impías
y las cosas pías son pías. ¿No te acuerdas?

Eutifrón. –Sí.

Sócrates. –Expónme, pues, cuál es realmente ese carácter, a fin de que dirigiendo la vista hacia él y sirviéndome de él
como medida, pueda yo decir que es pío un acto de esta clase que realices tú u otra persona, y si no es de esa clase,
diga que no es pío.

Eutifrón. –Pues si así lo quieres, Sócrates, así voy a decírtelo.

Sócrates. –Ciertamente, es lo que quiero.

Eutifrón. –Es, ciertamente, pío lo que agrada a los dioses, y lo que no les agrada es impío.

Sócrates. –¡Ea! Examinemos lo que decimos (…) ¿No es cierto que también se ha dicho que los dioses forman
partidos, disputan unos con otros y tienen entre ellos enemistades?

Eutifrón. –En efecto, se ha dicho.

Sócrates. – ¿Al disputar sobre qué asunto (…) seríamos nosotros enemigos? (…) [P]iensa si esos asuntos son lo justo
y lo injusto, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo. ¿Acaso no son éstos los puntos sobre los que si disputáramos y no
pudiéramos llegar a una decisión adecuada, nos haríamos enemigos, si llegáramos a ello, tú y yo y los demás
hombres?

Eutifrón. –Ciertamente, ésta es la disputa, Sócrates, y sobre estos temas.

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Sócrates. –¿Y los dioses, Eutifrón, si realmente disputan, no disputarían por estos puntos?

Eutifrón. –Muy necesariamente.

Sócrates. –Luego también los dioses, noble Eutifrón, según tus palabras, unos consideran justas, bellas, feas, buenas o
malas unas cosas y otros consideran otras (…).

Eutifrón. –Tienes razón.

Sócrates. –Son las mismas cosas, según dices, las que unos consideran justas y otros, injustas; al discutir sobre

ellas, forman partidos y luchan entre ellos. ¿No es así?

Eutifrón. –Así es.

Sócrates. –Luego, según parece, las mismas cosas son odiadas y amadas por los dioses y, por tanto, serían a la

vez desagradables y odiosas para los dioses.

Eutifrón. –Así parece.

Sócrates. – Así pues, con este razonamiento, Eutifrón, las mismas cosas serían pías e impías.

Eutifrón. –Es probable.

Sócrates. –Luego no respondiste a lo que yo te preguntaba, mi buen amigo; (…) De manera, Eutifrón, si llevas a cabo
lo que ahora vas a hacer intentando castigar a tu padre, no es nada extraño que hagas algo agradable para Zeus, pero
odioso para Crono y Urano, agradable para Hefesto, y odioso para Hera, y si algún otro dios difiere de otro sobre este
punto también estará en la misma situación.

PLATÓN, Gorgias, 449a-456d, (en Diálogos, II, Madrid, Gredos, 1992, pp. 27-38)

Sócrates. – Gorgias, dinos tú mismo qué debemos llamarte, en razón de que eres hábil en qué arte.

Gorgias. – En la retórica.

Sócrates. –Así pues, hay que llamarte orador. (…) Veamos. Puesto que dices que conoces el arte de la retórica y que
podrías hacer oradores a otros, dime de qué se ocupa la retórica. (…) ¿Cuál es el objeto de su conocimiento?

Gorgias. –Los discursos (…).

Sócrates. –Existen otras [artes] que ejercen toda su función por medio de la palabra y, por así decirlo, prescinden de
la acción totalmente; por ejemplo, la aritmética, el cálculo… Me parece que dices que una de éstas es retórica. (…)
[E]ficaz por medio de la palabra. (…) Di sobre qué objeto; ¿cuál es, entre todas las cosas, aquella de la que tratan
estos discursos de que se sirve la retórica?

Gorgias. –Los más importantes y excelentes asuntos humanos.

Sócrates. – ¿Cuál es ese bien que, según dices, es el mayor para los hombres y del que tú eres artífice?

Gorgias. –El que en realidad es el mayor bien; y les procura la libertad y, a la vez permite a cada uno dominar a los
demás en su propia ciudad. (…) Ser capaz de persuadir, por medio de la palabra, a los jueces en el tribunal, a los
consejeros en el Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión en la que se traten de asuntos públicos. En
efecto, en virtud de este poder, serán tus esclavos el médico y el maestro de gimnasia, y en cuanto a ese banquero, se
verá que no ha adquirido la riqueza para sí mismo, sino para otro, para ti, que eres capaz de hablar y persuadir a la
multitud.

Sócrates. – ¿Puedes decir que su potencia se extiende a más que a producir la persuasión en el ánimo de los oyentes?

Gorgias. –A nada más.

Sócrates. – ¿Qué persuasión produce la retórica y sobre qué objeto?

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Gorgias. –Yo me refiero a la persuasión que se produce en los tribunales y en otras asambleas, según decía hace un
momento, sobre lo que es justo e injusto.

Sócrates. –Continuemos; vamos a examinar lo siguiente: ¿Existe algo a lo que tú llames saber?

Gorgias. –Sí.

Sócrates. – ¿Y algo a lo que tú llames creer?

Gorgias. –También.

Sócrates. – ¿Te parece que saber y creer son lo mismo o que son algo distinto el conocimiento y la creencia?

Gorgias. –Creo que son algo distinto.

Sócrates. –Así es; lo comprobarás por lo siguiente. Si te preguntaran: “¿Hay una creencia falsa y otra verdadera,
Gorgias?”, contestarías afirmativamente, creo yo.

Gorgias. –Sí.

Sócrates. – Pero ¿existe una ciencia falsa y otra verdadera?

Gorgias. –En modo alguno.

Sócrates. –Luego, es evidente que no son lo mismo.

Gorgias. –Es cierto.

Sócrates. –Sin embargo, los que han adquirido un conocimiento y los que tienen una creencia están igualmente
persuadidos. Si te parece, establezcamos, pues, dos clases de persuasión: una que produce la creencia sin el saber;
otra que origina la ciencia. ¿Cuál es, entonces, la persuasión a que da lugar la retórica en los tribunales y en otras
asambleas respecto a lo justo y lo injusto? ¿Aquella de la que nace la creencia sin el saber o la que produce el saber?

Gorgias. –Es evidente que aquella de la que nace la creencia.

Sócrates. –Luego la retórica, según parece, es artífice de la persuasión que da lugar a la creencia, pero no a la
enseñanza sobre lo justo y lo injusto.

Gorgias. –Sí.

Sócrates. –Luego tampoco el orador es instructor de los tribunales y de las demás asambleas sobre lo justo y lo
injusto, sino que únicamente les persuade. En efecto, no podría instruir en poco tiempo a tanta multitud sobre
cuestiones de tan gran importancia. Cuando en la ciudad se celebra una asamblea para elegir médicos o constructores
de naves o cualquier otra clase de artesanos, ¿no es cierto que, en esa ocasión el orador no deberá dar su opinión?
Porque evidentemente que en cada elección se debe preferir al más hábil en su oficio. Hace tiempo que vengo
preguntándote cuál es, en realidad, el poder de la retórica.

Gorgias. –Si lo supieras todo, Sócrates, verías que, por así decirlo, abraza y tiene bajo su dominio la potencia de todas
las artes. Voy a darte una prueba convincente. Me ha sucedido ya muchas veces que, acompañando a mi hermano y a
otros médicos a casa de uno de esos enfermos que no quieren tomar la medicina o confiarse al médico para una
operación, cuando el médico no podía convencerle, yo lo conseguí sin otro auxilio que el de la retórica. Si un médico
y un orador van a cualquier ciudad y se entabla un debate en la asamblea o en alguna otra reunión sobre cuál de los
dos ha de ser elegido como médico, yo te aseguro que no se hará ningún caso del médico, y que, si él lo quiere será
elegido el orador. Del mismo modo, frente a otro artesano cualquiera, el orador conseguiría que se le eligiera con
preferencia a otro, pues no hay materia sobre la que no pueda hablar ante la multitud con más persuasión que otro
alguno, cualquiera que sea la profesión de éste.

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