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Tercera meditación cartesiana

Al inicio de la tercera meditación cartesiana, Husserl propone como tarea el llevar a cabo un
estudio más riguroso y pormenorizado de la capacidad del sujeto de hacer explícitas las
estructuras fundamentales del conocer en cuanto referido a objetos (llamado por Husserl
constitución trascendental, o constitución del objeto intencional en cuanto tal).

La epojé fenomenológica ha puesto entre paréntesis, nos ha hecho abstenernos de cualquier


juicio relativo a la existencia o no existencia de los objetos frente a la conciencia que los
considera, los asume, y los proyecta en horizontes sucesivos para conocerlos cada vez más desde
distintas perspectivas. Como Husserl señala, por la epojé nosotros hemos reducido el dato real
a la simple intención y al objeto intencional tomado puramente como tal. Es el momento, para
Husserl, de traer a colación aspectos importantes del análisis intencional del conocer en cuanto
referido a objetos, como la realidad o irrealidad de los objetos, su posibilidad o imposibilidad.
¿Con qué objetivo? Con el objetivo de conseguir una comprensión más cabal, de hacer más
explícita la dinámica del conocer en cuanto tal, no en su capacidad remitirse a sí mismo, sino en
su capacidad de constituir los objetos y dar cuenta así de su constitución.

De esta manera, la consideración acerca de la verdad o falsedad de los objetos, su realidad, o


irrealidad establece una relación no con el objeto puro y simple (como si este se diera al margen
de la conciencia que lo considera), sino con la intención, el acto de conciencia por el cual se hace
explícito que el objeto de la conciencia se está constituyendo en cuanto tal. Dicho de otra
manera, la capacidad sintética de la conciencia (su capacidad de mostrar los objetos como
referidos a un sujeto que los está considerando a cada momento) actúa como filtro de estos
predicados anteriormente mencionados (verdad, falsedad, realidad, e irrealidad) de tal modo
que su origen fenomenológico no está en los objetos mismos, separados del acto de conciencia
que los muestra, sino en la relación que el sujeto establece con ellos a través del conocer.

Así, Husserl puede llegar a diferenciar actos de conciencia por los cuales la realidad hecha
explícita al sujeto encierra al sujeto, o mejor dicho, la intención por la cual se muestran los
objetos que aspiran a desvelarse cada vez más en horizontes sucesivos. Esto acontece a mi modo
de ver en la actitud del realismo, dispuesta a considerar la realidad del objeto antes que el acto
de conciencia que lo muestra, como si esta estuviera dada antes de toda captación. Husserl
parece sugerir aquí lo contrario: afirmar la realidad de que algo es o no es es más bien declarar,
encarecer, tensar la intención de la conciencia en orden a considerar el objeto desde todos los
puntos de vista posibles. Creer que hay un único modo de acceso a la realidad del objeto, y
plantear este último como medida del conocer en cuanto tal contribuye a un encerramiento
prematuro de la conciencia en cuanto tal, que de alguna manera deja de considerar su
responsabilidad frente a la realidad, para dejar así en manos de una supuesta realidad (su
realidad encerrada) la consideración de todo lo que hay, a saber, su verdad. Sin embargo, como
hemos visto en la primera meditación, Husserl entiende el ejercicio filosófico como una llamada
a la responsabilidad absoluta, en el cual la razón, no en cuanto facultad accidental, sino forma
de la estructura universal de la subjetividad trascendental, tiene un papel primordial.

La razón hace referencia de este modo a la intencionalidad, esfuerzo de una conciencia por
mostrar no lo que son los objetos, sino nuestro modo de considerarlos. De este modo, es nuestro
modo de considerarlos el que actúa como criterio o filtro para determinar su verdad o falsedad
(para dar carta blanca a su validez).

El modo de considerar la realidad, que el análisis intencional de la conciencia (en cuanto referida
a objetos) coloca en primera línea, debe remitir a su vez a una dilucidación más profunda acerca
del esfuerzo, o intención que hace explícitos esos objetos. De otro modo, la evidencia de la
mostración de objetos en su pura capacidad de mostrarse debe colocarse en primera línea de
nuestras consideraciones. Por eso, Husserl declara: Nosotros vamos ahora a hacer de la
evidencia el objeto primero de nuestras consideraciones.

Para Husserl, la evidencia en cuanto tal constituye un fenómeno general y último de la vida
intencional de nuestra conciencia. Por ello, su análisis no puede reducirse en ningún caso al
hecho de tener conciencia de algo. La conciencia en sí, su intención, se rebasa de alguna manera
a sí misma impidiendo una disolución de su capacidad expresiva en los objetos que forman parte
de su consideración habitual o filosófica (tras la epojé).

Por ello, la evidencia se caracteriza por aquel esfuerzo que la conciencia realiza en el cual y por
el cual los objetos se nos muestran en persona, es decir, quedan referidos de alguna manera a
la intención que los ha constituido, al esfuerzo que los ha hecho visibles, de modo tal que en la
y por la evidencia, la cosa está presente ella misma, pero no al modo de una realidad ingenua,
sino en cuanto referida, remitida a, ni siquiera puesta ahí, sino relacionada, y relacionable ( esto
es lo que podría llamarse experiencia). La cosa queda bajo la perspectiva de una conciencia que
en su horizonte la abre y la puede abrir en una suerte de remisión infinita. Con otras palabras,
para Husserl, no hay ni puede haber aquietamiento en la consideración de la cosa misma, sino
que la evidencia pide a la conciencia, le demanda una consideración de la cosa en la cual y por
la cual esta siempre se esté ofreciendo como una posibilidad, una posibilidad abierta a una
consideración, una realización en la que incluso el rechazo (negación de su realidad) puede tener
cabida. De esta manera, conceptos como ser o no ser, ser posible, ser dudoso, probable,…
constituyen variaciones modales del ser de la conciencia en la que esta puede sacar de la
realidad todas sus potencialidades, o simplemente fracasar al confundirse o encerrar un objeto
en la intención primera que lo afrontó sin dejar abiertos otros posibles accesos al mismo, cosa
que acontece al cerrar la pura posibilidad en la cual consiste el ser de la conciencia.

Sin embargo, la consideración de la pura posibilidad de posicionarse de la conciencia aparece


transida por una diferencia que atraviesa toda la esfera de la conciencia. Se trata de la oposición
entre lo real y lo imaginario. Es decir, la conciencia puede considerar su propia posibilidad o bien
como un posicionamiento fingido, esto es, como si la conciencia considerara su posibilidad no
en y desde su realidad, sino más bien en y desde la imaginación, o bien como un posicionamiento
real. Esto es, la conciencia en sí, al considerar su propio poder, puede llegar a desdoblarse o
duplicarse, de tal modo que trate a la cosa en sí que se le presente no desde la evidencia que la
ha hecho explícita, sino desde un quasi-posicionamiento de la conciencia (una imitación de la
evidencia) que no da una evidencia del ser, sino la posibilidad de ser que la conciencia puede
llegar a alcanzar en la consideración de los objetos. Por eso, esta conciencia aparece definida
por Husserl como una reduplicación de la conciencia originaria, una imaginación que la
conciencia reflexiva en su propia capacidad de hacer visible su poder finge estar considerando
la realidad en sí, aunque con ello no apunta más que a su posibilidad constante de actualizarla.
Dicha imaginación de la conciencia no cuenta con un carácter peyorativo, sino que apunta a esa
dimensión de la propia posibilidad de la conciencia por la cual esta trata de aclararse no tanto
de las cosas que hay, sino de su propia capacidad de actualizarlas, traerlas a la presencia en un
acto (o actos) de evidencia regidos por elucidaciones y aclaraciones. En ellas, la conciencia se
coloca como si estuviera ante su propia posibilidad pero no para darnos la evidencia del ser en
la que esta consiste, sino para abrir nuevas, constantes e infinitas posibilidades de realización
de la misma.
Ahora bien, Husserl va a tratar de aclararnos en qué consiste el ser de esta conciencia, que
parece constituir el sello o la ley universal de la vida de la conciencia (caracterizada por su
intencionalidad), su estructura más íntima.

Para nuestro filósofo, la intencionalidad, el esfuerzo, en el cual parece consistir el ser de la


conciencia, no se reduce ni mucho menos a la consideración estática de unos objetos puestos
frente a mí. No es que los objetos estén ahí para mí, sino que solo se dan en persona en la
medida en que estos solo valen para mí. Son mis cogitationes hechas explícitas no por actos
concretos de mi conciencia, sino por la ley interna que las acepta en el modo posicional de la
creencia. Dicha creencia no se basa una vez más en la aceptación de una realismo ingenuo (creer
que los objetos se dan al margen de mi experiencia de ello), sino en el radicalismo por el cual se
trata de llevar la consideración de los objetos hacia la fuente intencional que los hace
manifiestos. Por eso, considerar la verdad de los objetos (incluso su realidad) consiste en
retrotraerlos, conducirlos (en una suerte de responsabilidad absoluta) a la evidencia que los ha
hecho manifiestos. No consiste, por tanto, en creer que los objetos están ahí, sino en
responsabilizarse por ellos de tal manera que estos (o mejor dicho) su realidad quede
manifestada en lo que es, a saber, la posición de un sujeto consciente en su pura capacidad de
posicionarse conforme a las leyes fundamentales que rigen la vida de su subjetividad
trascendental.

Remitir los objetos para llegar a considerarlos en su realidad, en sí mismos, conduce, para
Husserl, a una consideración de la evidencia desde dos puntos de vista: una evidencia potencial,
basada en la experiencia de la búsqueda del sentido, y una evidencia habitual, sobre la cual
reposa la evidencia potencial y en la que reposa la experiencia del ser real, estable, duradero.
La evidencia potencial descansa en las síntesis consecutivas de la conciencia (presididas por un
horizonte infinito, por su capacidad infinita de reproducir los objetos dados en persona en y a
partir de la pura posibilidad de poder de la conciencia originaria) por las cuales puedo siempre
volver a reproducir la evidencia habitual en la cual estriba el ser de la conciencia, su vida. Ahora
bien, las evidencias potenciales desplegadas en los actos sucesivos de la conciencia no son
capaces por sí mismas (son meras reproducciones) de aquella evidencia originaria en la cual
reposa el ser del yo. En este sentido, el ser en sí del yo ( su sí mismo) actúa como la condición
de posibilidad última de toda evidencia potencial, es decir, de la infinitud de intenciones
relacionándose sintéticamente con un objeto y después de la potencialidad ligadas a su
confirmación verificante, fuente a su vez de nuevas evidencias potenciales.

Si esto es así, la confirmación de la experiencia de los objetos que hay en el mundo, su realidad,
su verdad no podrá descansar en las sucesivas síntesis aproximativas que la conciencia en su
capacidad para constituir los objetos es capaz de realizar, ya que estas jamás lograrán alcanzar
una adecuación completa con la evidencia que las hace patentes, que las impulsa a ese esfuerzo
sin fin, cuya infinitud asumida por la actividad sintética (actos de conciencia concretos) no es
más que una mera reproducción de la verdadera vida interna de la conciencia. Así pues, la
verdad del mundo, para Husserl, su realidad, aunque la consideración del mundo sea asumida
en el esfuerzo infinito de la conciencia por reproducir su propia vida (la vida de la conciencia)
como algo trascendente (me refiero al mundo) a ella misma, deberá descansar empero en la
vida de esa conciencia. Cierto es que el sentido del mundo es algo que se presenta al sujeto
como algo que se le presenta antes de su captación y que ha de ser sometido a sucesivos actos
de captación para dar cuenta de él. Sin embargo, la realidad del mundo, para Husserl, no puede
quedar reducida al sentido que damos de él, pues ningún sentido podrá dar cuenta de la realidad
de ese mundo, que no es tal sino en la medida en que se relaciona con una conciencia, cuyo ser
consiste en responsabilidad absoluta por él. El mundo debe, de esta manera, quedar concernido
por esa vida, la vida de la subjetividad trascendental.

A este respecto, querría añadir una consideración reflexiva y crítica con respecto al
planteamiento husserliano. ¿Cómo la vida de la subjetividad trascendental puede dar cuenta de
la presencia irrefutable del mal en el mundo, su existencia, y su realidad multiforme? ¿ cómo la
conciencia podrá asumir el hecho de una vida que no puede dar carta de realidad (no razón) al
mal? El puro poder en el que la conciencia estriba aparece amenazado en su condición de
posibilidad última por el mal.

Querer disolver la presencia del mal en la búsqueda de un sentido implica ligar este a la actividad
sintética de una conciencia que en su capacidad de reproducción infinita podría llegar a dar
cuenta de infinitos modos y maneras de las diversas razones, e incluso de la razón absoluta
(infinita) del mal. Esto disolvería los acontecimientos malignos en una suerte de intencionalidad
vacía que daría tanto sentido al mal, que lo reproduciría de forma infinita en las víctimas
haciéndoles sentir una suerte de pasión infinita (recuérdese a este respecto Pascal y la agonía
infinita de Cristo hasta el fin del mundo), un sufrimiento infinito que apenas podríamos justificar,
que sería infinitamente más absurdo, más destructivo que el mal que se presenta en nuestras
vidas de diversas formas y maneras, bajo distintos rostros (pues el mal tiene un rostro y sus
propias evidencias o su evidencia suprema, a saber, su acontecer absoluto e inapelable).

Queda claro que la apropiación intencional del mal no puede ser realizada al menos bajo la
forma de una evidencia potencial (de un quasi –posicionamiento de la conciencia). Pero ¿y desde
una evidencia habitual?, ¿Puede la vida misma de la subjetividad trascendental que da cuenta
de la realidad del mundo reconocer la presencia del mal, considerarla como algo amenazante?
Es más, ¿podría la vida misma de la conciencia entrar en el misterio del mal, ahondar en él,
desentrañar, dar a luz su realidad?, ¿podríamos relacionar acaso a la propia vida (la de la
conciencia ) con la consideración del mal?

La llamada a internarnos en la propia vida, a suspender el juicio sobre la realidad del mundo, de
las cosas u objetos que somos capaces de considerar, se hace extensiva, apremiante, da lugar a
una epojé de la epojé, no en el momento en que nos damos cuenta que ninguna de nuestras
evidencias potenciales podrá llegar a adecuarse por sí misma a nuestra evidencia habitual (la
propia vida) sino en el momento en que percibimos que toda actividad sintética de nuestra
conciencia está transida por el absurdo de que de una u otra manera pueda hacer acto de
presencia en nuestra vida el mal, el mal en persona (con su acontecer irrefutable). Considero,
por ello, que la vida de la conciencia, su pura posibilidad no se da cuenta de su propia capacidad,
no se retrotrae a ella, no se relaciona con ella hasta que no entra en contacto de alguna manera
con el mal. En este momento, la posibilidad del sujeto se siente amenazada, débil, desnuda. Su
intencionalidad se destina a la contemplación de su propia desnudez, pero no para cubrirla de
sentido, no para contemplarla desde su capacidad irrestricta de crecimiento, sino para aceptarla
no como finitud a secas, sino como finitud sometida al peligro, amenazada, pero a la vez llamada
al ejercicio de una actividad que de fin a cualquier sentido, que ponga fin a cualquier clase de
intencionalidad, y que reconozca con humildad la presencia de ese mal amenazante, causa del
mal moral (verdadero mal).

La vida se convierte así en el diálogo infinito en posibilidades de la conciencia con el mal, un


diálogo que no es búsqueda de sentido, ni consideración de una condición absoluta sino
aceptación de uno mismo, como alguien desnudo, desprovisto frente al mal. Dicho diálogo no
es aceptación de uno mismo a secas (pretensión quimérica, incluso indebida), sino reconciliación
con el mal, asunción de su presencia, en los hilos de una existencia (de un cogito), siempre
amenazado, siempre débil, pero también siempre presto a no considerar la realidad desde sí
mismo gracias a la presencia acuciante del mal (Una existencia tendida así entre los puentes de
lo finito y lo infinito).
Dicha presencia coloca al hombre no en la vida absoluta de un horizonte con infinitas
posibilidades, sino en el deber constante de reconciliarse con ese mal absoluto, en persona, que
acontece por su propia voluntad, del cual es un anticipo, una primicia el deber sentido
afectivamente de combatirlo en los primeros embates con él.

Creo que este punto no es abordado en la tercera meditación y creo que ayudaría a rectificar y
a profundizar en el sentido que la epojé tiene para todo hombre que hace filosofía. En este
sentido, el comienzo del filosofar se situaría en la vida de un hombre que percibe su existencia
como amenaza, desnuda ante la presencia de un mal más poderoso que él, con el que de alguna
manera mantiene un diálogo soterrado (de tentación ) durante toda su vida.

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