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Griselda Gambaro

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Griselda Gambaro

Griselda Gambaro fotografiada por Sara Facio. 1970.

Información personal

Nacimiento 28 de julio de 1928


Argentina, Buenos Aires

Nacionalidad Argentina

Familia

Cónyuge Juan Carlos Distéfano

Información profesional

Ocupación Escritora, periodista, dramaturga

Distinciones Beca Guggenheim

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Griselda Gambaro (n.Barracas, de Buenos Aires, 28 de julio de 1928) es


una escritora y dramaturga argentina.
Índice

 1Trayectoria
 2Teatro y novelas
 3Recepción de sus obras
 4Referencias
 5Bibliografía
 6Enlaces externos

Trayectoria[editar]
Una de las figuras señeras de su generación. Griselda Gambaro comenzó con la
narrativa y pronto la alternó con la dramaturgia. Casada desde 1955 con el escultor Juan
Carlos Distéfano. Durante la dictadura militar argentina se exilió en Barcelona entre 1977
y 1980 regresando luego a Argentina. La escritora figura en las listas negraselaboradas
por la dictadura en el año 1979.
Gambaro practica un "teatro ético", donde la preocupación por la condición humana (la
justicia, la dignidad, el perdón) es planteada no a través de interrogaciones abstractas
sino de las relaciones humanas. En sus textos, los vínculos tradicionales de la sociedad
(familia, amigos, patrones) engendran humillaciones, odios y rencores, pero también hay
lugar para la esperanza.
Participó del filme documental País cerrado, teatro abierto estrenado en 1990.
Su novela Ganarse la muerte fue prohibida por un decreto del dictador Videla cuyo
gobierno de facto la halló "contraria a la institución familiar y al orden social".1
En 2005 pronunció el discurso inaugural de la Feria Internacional del Libro de Buenos
Aires «Del autor al lector». Fue la primera vez que la Feria (en ese momento en su
trigésima primera edición) fue inaugurada por una mujer. En 2010 pronunció el discurso
inaugural de la Feria del Libro de Fráncfort del Meno, Alemania, en nombre de los
escritores argentinos, en la edición en que la Argentina fue el país invitado de honor. En
2011 fue distinguida con el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de las
Artes (UNA). Fue galardonada varias veces por la Fundación Konex, con un Diploma al
Mérito por Teatro en 1984 y 1994, un Premio Konex de Platino en 2004 y finalmente con
una Mención Especial por Trayectoria en 2014.
Decir sí es una obra dramática o pieza breve escrita por Griselda Gambaro que se estrenó en el
contexto de Teatro Abierto en el mismo año de su creación. La obra toma forma en una
peluquería y tiene dos personajes, que son el peluquero y el hombre. Se enfoca en el tema de la
relación del dominador y el dominado.

Índice

 1Trama
 2Personajes
 3Escenario
 4Temas
 5Simbolismo
 6Bibliografía
 7Enlaces externos

Trama[editar]
El Peluquero hojea una revista mientras espera que llegue su último cliente del día. Una vez que
el cliente llega, el hombre espera que el peluquero lo atienda. Sin embargo, el peluquero actúa
indiferente hacia el hombre. La reacción del peluquero ante la llegada del hombre refleja la falta
de necesidad de clientela en la tal peluquería. El peluquero complace, el que nunca manda ni
pide, el que jamás tiene razón. Y hasta le corta el cabello al peluquero. Cuando el peluquero
finalmente invita al hombre a sentarse, sin usar ni una sola palabra, lo termina matando. Al final el
peluquero se quita la peluca que lleva y la tira sobre el hombre muerto.

Personajes[editar]
Ambos personajes muestran una actitud que no se espera de este tipo de relaciones.
El Peluquero—hombre de edad y dominante. No se da por vencido nunca. El peluquero rompe las
reglas de cotidianidad. Se muestra indiferente ante la llegada de su cliente. Controla todo lo que
pasa con su actitud y no habla mucho.
El Hombre—hombre joven y dominado. El hombre parece ser inmaduro, inseguro e indefenso.
Lamentablemente es incapaz de ir en contra de las órdenes del peluquero. Símbolo de la gente.

Escenario[editar]
La acción se desempeña en una peluquería. Los elementos presentes son: un espejo, un sillón
giratorio, utensilios de afeitar, pelo cortado por el suelo, unas revistas y una peluca.

Temas[editar]
Peluquería como espacio familiar: la obra toma lugar en una peluquería común y corriente. Esto
hace que el lector se relacione con ella de manera más fácil. La peluquería sirve como un espacio
cerrado donde el Hombre tiene solo dos opciones: irse o quedarse. El Hombre se queda para
seguir las órdenes del peluquero sin saber que esto le causará la muerte. La peluquería es un
espacio tan familiar que cualquier persona se puede identificar con ella. Sin embargo, esta
peluquería también sirve como símbolo de las pocas opciones que la mayoría de la gente tiene
ante el gobierno. La opresión del gobierno es omnipresente, alcanzando los espacios comunes y
corrientes, como representa la peluquería.
Roles invertidos: el peluquero rehúsa a servir al cliente. En vez de ser él el que le corte el pelo al
cliente, el peluquero hace que el Hombre sea el que lo atiende a él. Lo trata con tal indiferencia
que hace que el Hombre no tenga otra reacción más que seguir sus órdenes. El peluquero ordena
y el Hombre hace. La obra sirve de ejemplo de cómo los gobiernos tratan a la gente. El gobierno
está para servir a las poblaciones pero muchas veces las poblaciones terminan trabajando para el
gobierno quieran o no. Sin importar lo que la gente piense, el gobierno ordena y la gente debe
seguir sus órdenes.
La relación dominador/dominado: el peluquero domina al hombre sin decir muchas palabras, sus
acciones e imagen corporal son sus armas silenciosas. Su imagen corporal hace que el Hombre
cumpla sus deseos sin mucho esfuerzo. El peluquero nunca le pregunta al Hombre si él desea
cortarle el pelo o la barba, solo le ordena hacerlo. La palabra sí no se oye. En varias ocasiones el
Hombre dice no pero el peluquero lo mira detenidamente y el hombre dice “de acuerdo” o “está
bien” nunca se escucha sí.
El título: El significado del título Decir sí en la obra es irónico. Por parte del Hombre la palabra sí
no se oye en la obra. Las acciones de los personajes reflejan que no importa si las personas
están dispuestas a hacer lo que se les ordena. Al final, la gente siempre hace lo que las
autoridades deciden. Gambaro problematiza la actitud sí que demuestra la mayoría de la gente
frente al poder del gobierno.

Simbolismo[editar]
Decir sí fue escrita durante los tiempos de dictadura militar en Argentina. Al usar la
peluquería, Gambaro logra que los lectores se puedan identificar con su historia. Por esa razón
simboliza la relación entre el gobierno y el pueblo. El pueblo, como el hombre, es joven e
indefenso. Y por eso siente que no tiene otra opción más que seguir las órdenes del gobierno. El
gobierno sabe que puede ordenar lo que sea y que el pueblo lo va a seguir quieran o no y sin
poder cuestionarlas.
https://letralia.com/sala-de-
ensayo/2016/11/21/lenguaje-y-
gestualidad-la-violencia-del-absurdo-en-
decir-si-de-griselda-gambaro/

Lenguaje y gestualidad: la violencia


del absurdo en Decir sí, de Griselda
Gambaro
Diana Isabel Torres Goñi • Lunes 21 de noviembre de 2016

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Fotografía: Télam

Gambaro reconoce que el mundo que habita es absurdo; Argentina ha perdido toda
lógica, cada golpe de Estado, cada democracia fallida ha creado una pérdida de
significado.

El siglo XX en Argentina se vio marcado por un constante desequilibrio de poder,


con un ciclo de golpes de Estado y dictaduras que comenzó en 1930 y terminó en
1983, pero fue la última dictadura la más violenta y represiva de todas.
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Desde el gobierno de Isabel Perón se gestaba ya un ambiente de represión y


censura que, conjunto a la crisis económica, incrementaba las tensiones entre el
pueblo argentino y el gobierno, generando movimientos de subversión armados, que
se controlaban con el apoyo militar. Este descontento creó una plataforma perfecta
para que el 24 de marzo de 1976 se diera el golpe de Estado que estableció, con el
liderazgo del teniente general Videla, el Proceso de Reorganización Social, una
dictadura cívico-militar que gobernó a Argentina hasta 1983. El Proceso se
caracterizó por el terrorismo de Estado y fue posiblemente la más sangrienta de las
dictaduras en Argentina. Debido al carácter del gobierno, la censura era parte de la
vida diaria, y sólo a través de la velación se podía hacer crítica y comentario del
gobierno (Arg. Ministerio de Ed.).

La única herramienta que tiene el Hombre para relacionarse con el Peluquero e


intentar regresar al orden es la palabra; la herramienta predilecta del
Peluquero: el silencio.

Es en este contexto que se gesta el Teatro Abierto,1 movimiento teatral de


resistencia que se presenta en 1981 como protesta ante la dictadura militar. Ya a
finales del 80 comenzaban a elevarse voces de resistencia por toda la nación que
denunciaban los crímenes de la dictadura; entre estas voces se elevó la de la
dramaturgia argentina que por tantos años se había mantenido oculta.
A diferencia de otras dictaduras y gobiernos represivos, en Argentina no había una
política de censura previa; el poder no se preocupaba por inspeccionar obras antes
de que se estrenaran, pero ante la amenaza de la represalia por la crítica al régimen,
los artistas practicaban la autocensura. El teatro se volvió entonces intrascendente, y
en los grandes teatros se presentaban obras seleccionadas cuidadosamente por el
aparato oficial, dejando al verdadero teatro argentino los rincones más pequeños y
menos notorios para su desempeño (Cossa). El Teatro Abierto fue la manera que los
dramaturgos argentinos tuvieron de levantar la voz ante la represión cultural, de
desafiar al régimen llevando sus obras al límite donde la autocensura se
vuelve contracensura, donde la comedia colinda con lo grotesco y la violencia, sin
jamás explicitar la crítica a la dictadura.

El Teatro Abierto pasó debajo del radar del régimen hasta su estreno en el Teatro
del Picadero; hordas de espectadores, en su mayoría jóvenes, asistieron a la
primera semana de funciones en el Picadero; era tanta la gente que la dictadura lo
notó. El 6 de agosto de 1981, un día después de culminada la primera semana de
presentaciones, los militares incendiaron el Teatro del Picadero; sin embargo, la
solidaridad al movimiento era tan fuerte que diferentes escenarios abrieron sus
puertas al Teatro Abierto para que pudiera continuar su primer ciclo, que terminaría
el 21 de septiembre de 1981 (Dragún).

El Teatro Abierto se estrenó con Decir sí de Griselda Gambaro, una breve obra
sobre un peluquero que se rehúsa a cortar el pelo de su cliente, y un cliente que no
puede dejar de hablar.

Transgresión y subversión: la victimización del Hombre

Desde que el Hombre entra a la peluquería se presenta una situación que, por
cotidiana que parezca, se establece fuera del marco lógico de la interacción entre
peluquero y cliente. El Hombre entra a la peluquería y se enfrenta al Peluquero, que
no se preocupa por su cliente, no se inmuta a su llegada y no se interesa por
responder a sus saludos; el Peluquero se muestra molesto de tener un cliente… un
cliente que estaba esperando. La actitud del Peluquero lleva al Hombre a un estado
de shock que, a su vez, le fuerza a tomar el papel de conciliador.

La única herramienta que tiene el Hombre para relacionarse con el Peluquero e


intentar regresar al orden es la palabra; la herramienta predilecta del Peluquero: el
silencio. Se enfrentan palabra y gesto en el absurdo, desarticulando lenguaje y
generando violencia.

Esslin, al hablar del Teatro del Absurdo, propone que “en un mundo que se ha vuelto
absurdo, el Teatro del Absurdo es el comentario más realista, la reproducción más
atinada de la realidad”2 (“Introduction” 14). Gambaro reconoce que el mundo que
habita es absurdo; Argentina ha perdido toda lógica, cada golpe de Estado, cada
democracia fallida ha creado una pérdida de significado, ¿qué mejor forma, pues, de
evidenciar esta pérdida que a través de lo que no tiene significación?3

Gambaro responde a la falta de lógica en su contexto de la única manera que


puede, cuestionando “el instrumento reconocido para la comunicación del
significado: el lenguaje”4 (Esslin, “Introduction” 13). Mientras el Peluquero guarda
silencio, el Hombre sucumbe al lenguaje e intenta encontrar en él un sentido, una
justificación para las acciones del Peluquero “Hombre (tímido): Mm… ¿me siento?
(El Peluquero lo mira, inescrutable). Bueno, no es necesario. Quizás usted esté
cansado. Yo, cuando estoy cansado… me pongo de malhumor…” (Gambaro, 1),
pero en su búsqueda degrada el lenguaje hasta el punto en que se vuelve una
verborragia imparable.

El Hombre dice que sí a las demandas del Peluquero, se intenta defender


tomando el papel que el Peluquero le ofrece.

Acorde a las características que define Esslin sobre el Teatro del Absurdo, cada vez
que se presenta el lenguaje emerge “devaluado, disuelto, desintegrado, sin sentido,
insuficiente y, finalmente, no comunica”5 (cit. en Malkin, 39). El Hombre enuncia sin
que sus palabras tengan efecto alguno, su lenguaje es invalidado por la contraparte
gestual del Peluquero, “el cliente habla, dice, pero sus palabras no le sirven”
(Trastoy); sin embargo, el Hombre no encuentra ninguna otra forma para restablecer
los presupuestos que el Peluquero ha transgredido.

En un acto de habla se articula una serie de presupuestos desde los cuales se


puede emitir; bajo esos presupuestos se establecen jerarquías que hacen válidos
esos actos y así puede “un jefe (…) mandar, un amigo benevolente plantear
preguntas, un hombre de fe prometer” (Deleuze, “Bartleby” 117)6. En Decir sí, los
presupuestos que permiten que un cliente pueda exigir que se le atienda son
ignorados por el Peluquero al no inmutarse con la llegada del Hombre y evitar
atenderlo como es debido; al no entrar el Peluquero dentro de los establecimientos
lógicos del lenguaje y la interacción social que éstos permiten, la posibilidad del
Hombre de exigirle algo se desvanece. El Peluquero comienza a desarticular el
lenguaje mediante la ruptura del marco referencial del Hombre; es decir, el
Peluquero, al evitar que el Hombre cree un vínculo referencial, despoja al lenguaje
de su capacidad comunicativa.

El Hombre “frente al enigmático mutismo del peluquero, (…) asume todo el peso del
discurso” (Iribe), se ve forzado a llenar el vacío lingüístico creado por el Peluquero,
siempre intentando compensar las faltas del Peluquero mediante un monológico
completamiento del diálogo:

Hombre: Buenas tardes.

Peluquero (levanta los ojos de la revista, lo mira. Después de un rato): …tardes…


(No se mueve).

Hombre (intenta una sonrisa, que no obtiene la menor respuesta. Mira su reloj
furtivamente. Espera. El peluquero arroja la revista sobre la mesa, se levanta como
con furia contenida. Pero en lugar de ocuparse de su cliente, se acerca a la ventana
y, dándole la espalda, mira hacia afuera. Hombre, conciliador): Se nubló. (Espera.
Una pausa) Hace calor. (Ninguna respuesta) (…) Quería… (Una pausa. Se lleva la
mano a la cabeza con un gesto desvaído) Si… si no es tarde… (El Peluquero lo mira
sin contestar. Luego le da la espalda y mira otra vez por la ventana. Hombre,
ansioso.) ¿Se nubló?

Peluquero (un segundo inmóvil. Luego se vuelve. Bruscamente.): ¿Barba?


(Gambaro, 1).

La reacción lógica sería que el Hombre, tras el trato recibido, fuera en busca de
alguien más que lo atendiera y abandonara al Peluquero, pero el shock creado por la
violación de sus presupuestos lo fuerza a intentar restablecerlos. A lo largo de la
obra, el Hombre complace las demandas silenciosas del Peluquero, trastabillando
entre el orden y la sinrazón, “la palabra del Hombre se enreda ante la falta de réplica
hasta tornarse errática, incoherente, absurda” (Iribe). Las acciones del Peluquero no
tienen motivación, no hay razón alguna por la cual el Peluquero se rehúsa a cumplir
con su rol asignado, y es por esto que se crea la parálisis en el Hombre, pues para
él es difícil entender el comportamiento del Peluquero, pero además su sistema de
relaciones ha sido completamente violentado y el lenguaje le falla porque no se
puede completar.

Gambaro quebranta la significación del lenguaje creando una proliferación lingüística


por parte del Hombre y, por parte del Peluquero, una sequía de palabras. Se
contraponen verbo activo y verbo pronunciado. El núcleo del Hombre es lo
lingüístico, en la palabra el Hombre encuentra un espacio de refugio, regresando a
ella cada vez que el Peluquero inflige una nueva llaga a su sistema.

Hombre: (…) Ya está. Más limpio. Porque si se amontona la mugre es un asco. (El
Peluquero lo mira, oscuro. Hombre pierde seguridad) No… ooo. No quise decir que
estuviera sucio. Tanto cliente, tanto pelo. Tanta cortada de pelo, y habrá pelo de
barba también, y entonces se mezcla que… ¡Cómo crece el pelo!, ¿eh? ¡Mejor para
usted! (Lanza una risa estúpida) Digo, porque… Si fuéramos calvos, usted se
rascaría. (Se interrumpe. Rápidamente) No quise decir esto. Tendría otro trabajo
(Gambaro, 2).

Cada vez que el Hombre cree atentar en contra del Peluquero, vuelve a la palabra
para intentar redimirse, pero cada nueva enunciación lo lleva a un mayor tropiezo.
Así es como el Hombre se posiciona como inferior, pues al querer decir lo correcto
acaba planteándose como el que debe complacer; el Peluquero adquiere poder
porque el Hombre pone en manifiesto, al hablar, su debilidad.

La palabra, sin embargo, es también el arma que tiene el Hombre para defenderse,
es mediante ella que puede resistírsele al Peluquero: “Hombre: Mire, señor. Yo vine
aquí a cortarme el pelo. ¡Yo vine a cortarme el pelo! Jamás afronté una situación
así… tan extraordinaria. Insólita…”; sin embargo, el Hombre reconoce que dentro de
esta peluquería el lenguaje falla y que, por más que intente reivindicarlo, no va a
valer ya nada.

El Hombre pierde fe en el lenguaje debido a la actitud del Peluquero, pero también


porque sabe que ante una acción directa el enunciado queda vulnerable. Cuando el
Peluquero pide al Hombre que le afeite, éste intenta resistirse, pero un episodio del
pasado le recuerda la inutilidad del lenguaje ante aquél que se rige por acciones:

Hombre: (…) Bueno, si usted quiere, ¿por qué no? Una vez, de chico, todos
cruzaban un charco, un charco maloliente, verde, y yo no quise. ¡Yo no!, dije. ¡Que
lo crucen los imbéciles!

Peluquero (triste): ¿Se cayó?

Hombre: ¿Yo? No… Me tiraron, porque… (se encoge de hombros) les dio bronca
que yo no quisiera… arriesgarme. (Se reanima) Así que… ¿por qué no? Cruzar el
charco o… después de todo, afeitar, ¿eh? (Gambaro, 4).

La imposibilidad de oponerse a las demandas del Peluquero es, por otra parte,
consecuencia de una previa situación en la que enunciar la negativa fue inútil y
resultó en una peor consecuencia; entonces el Hombre dice que sí a las demandas
del Peluquero, se intenta defender tomando el papel que el Peluquero le ofrece.

En su intento por complacer, el Hombre permite que el Peluquero revierta los


papeles asignados, imponiéndole al Hombre la tarea del barbero tradicional. El
personaje del Peluquero se opone a la acepción acostumbrada de este oficio; toca
entonces al Hombre llenar ese otro vacío y volverse él la imagen clásica del
peluquero:

Hombre: ¿Que yo cante? (Ríe estúpidamente.) Eso sí que no…¡Nunca! (El


peluquero se incorpora a medias en su asiento, lo mira. Hombre, con un hilo de voz)
Cante, ¿qué?… (Como respuesta, el Peluquero se encoge tristemente de hombros.
Se reclina nuevamente sobre el asiento. El Hombre canta con un hilo de voz)
Figaro..! Figaro..! qua, Figaro, là..! (Empieza a cortar).

Peluquero (mortecino, con fatiga): Cante mejor, no me gusta.

Hombre: ¡Fígaro! (Aumenta el volumen). ¡Figaro, Fígaro! (Lanza un gallo tremendo).

Peluquero (ídem): Cállese.

Hombre: Usted manda. ¡El cliente siempre manda! Aunque el cliente… soy…
(Mirada del Peluquero) es usted… (Gambaro, 5).

El Hombre se vuelve la imagen costumbrista del barbero, canta y complace al


cliente, papel que cede al personaje del Peluquero, quien ahora tiene el poder de
enunciar sus órdenes y aclaraciones de manera precisa. El Peluquero no sólo
quebranta el lenguaje del Hombre, sino también se vuelve el cliente y desde esa
posición de poder puede tomar la palabra y usarla en contra del Hombre: “Cante
mejor, no me gusta”.

Gestualidad y poder: las condiciones de producción del discurso

Ahí donde el Hombre busca hablar, el Peluquero ignora el lenguaje y decide basarse
en la gestualidad para entablar una relación con el Hombre. Que la gestualidad sea
el recurso predilecto del Peluquero subraya la importancia de que esta obra sea de
carácter dramático y no narrativo, ensayístico o poético. Gambaro elige el teatro
porque necesita de elementos lingüísticos, no lingüísticos y paralingüísticos para
lograr su discurso, pues es principalmente mediante la gestualidad que se
desenvuelve la tensión entre los personajes del Peluquero y el Hombre. Y así como
en el contexto que vive Argentina, el poder del discurso reside en lo que no se dice.

Desde la construcción de personajes se percibe un rasgo peculiar del Peluquero: “Es


un hombre grande, taciturno, de gestos lentos. (…) No levanta nunca la voz, que es
triste, arrastrada” (Gambaro, 1). ¿Cómo es posible, entonces, que un hombre
taciturno sea capaz de dominar a otro? Gestualidad, el poder del Peluquero, reside
no en su poder físico, sino en su capacidad de manifestar el discurso mediante la
mirada: “Tiene una mirada cargada, pero inescrutable. No saber lo que hay detrás
de esta mirada es lo que desconcierta” (Gambaro, 1); al prescindir de la palabra, el
Peluquero transgrede las normas de comunicación, eligiendo el gesto como principal
medio de relación.
Gambaro antepone la gestualidad al lenguaje, evidenciado en el texto por las
amplias indicaciones escénicas, o didascalias que se anteponen al diálogo. Las
didascalias, a su vez, son sumamente precisas, cada movimiento ha sido descrito de
manera minuciosa indicando la importancia que tiene; son estos gestos por los que
se desenvuelve la acción dramática y el medio por el que el Hombre se va
victimizando.

A cada gesto del Peluquero el Hombre tiene una respuesta, pero su respuesta es el
resultado de una interpretación y conversión. El Hombre sólo puede entenderse
mediante la lengua, así que cuando se enfrenta al gesto del Peluquero debe
interpretarlo y convertirlo a su “idiolecto en un desesperado intento de reconstruir un
diálogo convencional y volver a las condiciones normales de enunciación” (Iribe); es
por eso que se responde a sí mismo, que se corrige a cada paso y que se presenta
como un ser inferior.

El Peluquero es el personaje que toma el poder discursivo al definir sus condiciones


de ejercicio, su mirada es absoluta y exige ser obedecida; sus palabras, codificadas
en su modo de enunciación, resuenan ensordecedoramente demandando ser
retomadas. La mirada del Peluquero es descrita como inescrutable (Gambaro, 1); el
Hombre, para intentar averiguar qué hay en ella, en un principio, la imita: “(…) El
peluquero (…) se levanta como con furia contenida. Pero en lugar de ocuparse de su
cliente, se acerca a la ventana y dándole la espalda, mira hacia afuera. (…) El
Hombre pierde seguridad) No tanto… (Sin acercarse, estira el cuello hasta la
ventana)” (Gambaro, 1); el Hombre sigue la mirada del Peluquero en repetidas
ocasiones en un intento por encontrar un sentido y una forma de relacionarse.

Pronto la imitación gestual se vuelve innecesaria; el Hombre comienza a entender la


nueva dinámica, ahora es capaz de interpretar fácilmente los gestos del Peluquero:
“(…) El Peluquero vuelve la cabeza hacia la pala, apenas si señala con un gesto de
la mano. El Hombre reacciona velozmente. Toma la pala, recoge el cabello del
suelo”; entendiéndose mediante gestos, el Hombre se inserta en la dinámica del
Peluquero e intenta utilizar el gesto para comunicarse: “(…) Turbado, mira a su
alrededor, ve los tachos, abre el más grande. Contento) ¿Los tiro aquí? (El
Peluquero niega con la cabeza. Hombre abre el más pequeño) ¿Aquí? (El Peluquero
asiente con la cabeza” (Gambaro, 2). Aun cuando intenta internarse a la dinámica
del Peluquero, el Hombre es incapaz de abandonar la lengua y debe acompañar la
acción con una enunciación complementaria; el Hombre no es capaz de transmitir su
pregunta mediante el simple gesto de abrir los botes, debe enunciarla para afirmarla:
“¿Los tiro aquí?”, “¿Aquí?”. El Hombre no advierte su falla y sonríe satisfecho,
creyendo haber descifrado al Peluquero (Gambaro, 2); su creído éxito le incita a
regresar a su método de relación, pero el regresar al lenguaje desencadena una
serie de tropiezos de la cual no podrá escapar y que lo llevará, finalmente, a una
total sumisión.

Incapaz de desprenderse de la palabra, el Hombre se ancla a ella y la toma como


referencia real, así que cuando la enuncia el Peluquero la cree y la inserta en su
propio discurso, “llega, inclusive, a subvertir los datos de la realidad” (Iribe), cuando
el Peluquero asegura que la navaja está impecable, el Hombre lo acepta: “Vieja,
oxidada y sin filo, ¡pero impecable!” (Gambaro, 4). El Hombre, ansioso por
interiorizar el discurso del Peluquero, intenta convencerse de que las demandas de
éste son resoluciones propias:

Hombre (tierno y persuasivo): Por favor, con el pelo no, mejor no meterse con el
pelo… ¿para qué? Le queda lindo largo… moderno. Se usa…
Peluquero (lúgubre e inexorable): Pelo.

Hombre: ¿Ah, sí? ¿Conque pelo? ¡Vamos pues! ¡Usted es duro de mollera!, ¿eh?,
pero yo, ¡soy más duro! (Se señala la cabeza). Una piedra tengo acá. (Ríe como un
condenado a muerte) ¡No es fácil convencerme! ¡No, señor! Los que lo intentaron,
no le cuento. ¡No hace falta! Y cuando algo me gusta, nadie me aparta de mi
camino, ¡nadie! Y le aseguro que… No hay nada que me divierta más que… ¡cortar
el pelo! ¡Me!… me enloquece (Gambaro, 5).

El esfuerzo del Hombre por interiorizar el discurso, y así evitar ser sometido, es
inútil; no logra complacerse en las demandas del Peluquero, sin importar cuánto
intente de convencerse, el Hombre siempre es vencido por el Peluquero.

La autodestitución del Hombre es resultado, también, de su continua culpabilización


por parte del Peluquero: “Peluquero (…) (Se acerca al espejo, se mira. Se acerca y
se aleja, como si no se viera bien. Mira después al Hombre, como si éste fuera
culpable)”, culpa que el Hombre acepta e intenta arreglar: “Hombre: No se ve.
(Impulsivamente, toma el trapo con el que limpió el sillón y limpia el espejo. El
Peluquero le saca el trapo de las manos y le da otro más chico). Hombre: Gracias.
(Limpia empeñosamente el espejo)” (Gambaro, 3). El Hombre acepta las
resoluciones del Peluquero y cuando en un inicio acepta una culpa que se le impone
de manera explícita (mediante la mirada del Peluquero), al final asume la culpa de
sus fallas sin que el Peluquero se la tenga que atribuir; el Hombre corta mal el pelo
del Peluquero, nervioso intenta remediar el problema, pero fracasa, no pudiendo
disimular su error, admite su culpa, se disculpa, ruega por una segunda oportunidad.
Al aceptar la culpa, el Hombre aporta una justificación a la represalia del Peluquero,
que lo degüella; sin embargo, esta validación se muestra engañosa cuando el
Peluquero se quita la peluca; “Si el pelo mal cortado era falso y no hubo ‘culpa’, no
existe justificación alguna para el crimen” (Trastoy).

El Peluquero, despojando el lenguaje y manipulando mediante el gesto, es capaz de


mantenerse al margen de la significación lingüística, entrando y saliendo de ella a su
gusto, así que cuando el Hombre le pide “Córteme bien. Parejito”, el Peluquero
decide cumplir con la demanda del Hombre, pero no en el sentido que éste espera,
pues en vez de hacerle un corte de pelo “parejito”, el Peluquero realmente lo corta:
“(El Peluquero le hunde la navaja. Un gran alarido. Gira nuevamente el sillón. El
paño blanco está empapado en sangre que escurre hacia el piso” (Gambaro, 6).

Así como el Peluquero consigue someter al Hombre mediante el terror,


también el régimen militar se sirvió de éste para controlar al pueblo.

Gestualidad, lenguaje y violencia: un comentario sobre la dictadura

El despojar al Hombre de su lenguaje lo encierra, a su vez, en la peluquería; elimina


su posibilidad de escapatoria. El Peluquero lo aniquila sistemáticamente, culpándolo
de fallas que no le corresponden (como la suciedad del espejo) y
responsabilizándolo de errores que comete por ser forzado a realizar una acción (el
mechón de pelo mal cortado); el Hombre termina totalmente sometido, rogándole al
Peluquero que le permita seguir sirviéndole. El Hombre acepta la responsabilidad y
la culpa, justificando el disgusto del Peluquero:
Hombre: (…) Podríamos ser socios… ¡No no! ¡No me quiero meter en sus negocios!
¡Yo sé que tiene muchos clientes, no se los quiero robar! ¡Son todos suyos! ¡Le
pertenecen! ¡Todo pelito que anda por ahí es suyo! No piense mal. Podría trabajar
gratis. ¡Yo! ¡Por favor! (Casi llorando). ¡Yo le dije que no sabía! ¡Usted me arrastró!
¡No puedo negarme cuando me piden las cosas… bondadosamente! (Gambaro, 6).

El Hombre ya ha sido despojado de todo, el último corte de la navaja es el gesto


menos violento, porque el Hombre ya ha sido aniquilado; “la violencia real está en la
obra que precede a este simple acto, que por así decirlo, la consuma”7 (Esslin,
“Violence” 165). Esslin habla del proceso que se presenta en una obra de Ionesco,
pero las mismas palabras se pueden aplicar para la obra de Gambaro; la
desarticulación del lenguaje violenta psicológicamente al Hombre, permitiendo la
dominación por parte del Peluquero; que éste degüelle al Hombre es sólo una
manera de reafirmar el poder que tiene sobre él.

La tensión entre el Peluquero y el Hombre es paralela a la violencia que se vive,


durante la dictadura, en Argentina. El Peluquero se establece como violador, en él
se presentan los métodos de la dictadura; la silenciosa aniquilación de los derechos
del pueblo, el abierto desinterés a sus pedidos, el control mediante el miedo nunca
enunciado, etc… Así como el Peluquero consigue someter al Hombre mediante el
terror, también el régimen militar se sirvió de éste para controlar al pueblo, y su
discurso, vacío y falso, refleja la transgresión del lenguaje que se presenta en la
obra.

Si el Peluquero representa el terror, el Hombre es equivalente a las víctimas de éste,


que se sintieron forzadas a funcionar bajo las absurdas, pero absolutas reglas
impuestas por la dictadura; y, como el Hombre, temieron que resistirse terminaría
perjudicándolos. Para el Hombre la peluquería se vuelve un espacio inescapable,
para el pueblo argentino, su país es la peluquería.

El Hombre acepta, con resignación, su imposibilidad de decir no, lo cual lo lleva a


aceptar, sin disentir, lo que le demanda el Peluquero, creyendo que de esta manera
logrará evitar un daño a su persona (como cuando se negó a saltar el charco y de
todas formas terminó en él), pero decir sí lo acaba aniquilando. Asimismo, los
argentinos temieron resistirse a la dictadura, sabiendo que la represalia sería grave y
que su resistencia, posiblemente, sería inútil. Ambos quedan despojados del
lenguaje, al pueblo argentino también le quitaron el lenguaje; mediante la censura y
la cercana vigilancia, el régimen limitó el uso de la palabra, las palabras debían ser
escogidas minuciosamente, el tono con el que se enunciaban matizado con
precisión; se volvió un lenguaje bajo vigilancia. Hablar era arriesgarse a caer en el
error, un error que si no se rectificaba de inmediato podía tener consecuencias
fatales. Tanto el Hombre como el pueblo argentino quedan sin escapatoria,
paralizados por el miedo y despojados de sus herramientas de resistencia.

El equivalente a la historia del charco para el pueblo argentino fueron los fallidos
intentos de restaurar orden desde que empezó el ciclo de dictaduras. Cada dictadura
vencida resultó en un intento fallido de democracia y otro golpe de Estado que
instauró, subsecuentemente, otra dictadura, así que Argentina se resignó a decir sí;
sin embargo, aceptar la dictadura llevó a desapariciones, encarcelamientos, exilios y
persecuciones.

El poder reside en lo no enunciado, en lo que no se puede censurar, en el


gesto que no teme, que se arriesga a ser interpretado.
Quizá Gambaro intentaba señalar que la salida estaba en no caer en el engaño, que
la dictadura, como el Peluquero, era vieja y ya estaba cansada y que su poder
residía en el engaño y el terror; por lo tanto, el pueblo argentino tenía que evitar ser
engañado, no aceptar la situación en silencio, retomar la palabra y dejar de esperar
a que la solución llegara. Argentina y el Hombre, ambos aceptaron la situación,
entraron a la relación asumiendo la posición de subyugados, debilitados por el miedo
de decir no.

Decir sí utiliza la violencia para despertar al espectador, obligarlo a que reflexione


sobre su situación, pero la violencia no se presenta físicamente (aun el asesinato se
lleva a cabo de espaldas al público), porque, como dice Esslin, la violencia real en el
teatro no causa efecto en aquellos que tanto han visto8 (“Violence” 167); por esa
razón, Gambaro pone en tensión a dos personajes cotidianos en una situación
hiperbolizada y ridícula que subraya una condición real.

Gambaro despoja al lenguaje de su poder y lo da, en cambio, a la gestualidad; el


lenguaje falla y se somete, no es capaz de comunicar y pierde la capacidad de dar
poder al que lo enuncia. El que enuncia pierde el control porque enuncia; el lenguaje
ya no es poder porque está vacío (en la obra, y en la dictadura), es posible
censurarlo, manipularlo, controlarlo. El poder reside en lo no enunciado, en lo que no
se puede censurar, en el gesto que no teme, que se arriesga a ser interpretado;
mientras el lenguaje es temeroso y cuidadoso, la gestualidad apuesta al
enfrentamiento, se resiste a ser censurada.

Decir sí solamente tiene sentido como obra de teatro, más allá de la evidente
gestualidad, el poner dos cuerpos comunes en escena crea una tensión imposible
de recrear en los otros géneros; la maestría de Gambaro está en violentar esos
cuerpos sin dañarlos de manera física, utilizándolos para crear una imagen que, a su
vez, abre, mediante el gesto corpóreo, una multiplicidad de sistemas significantes
que se resemantiza por cada espectador. El espectador también se vuelve receptor
de esa violencia, no es capaz de escapar de la escena que se le presenta, el teatro
funciona como un reflejo vivo y dinámico que le presenta en carne y hueso una
situación análoga a la suya; en palabras de Griselda Gambaro, “la escritura
dramática es más directa que la prosa. (…) todos los actos de escritura son
insolentes, desvergonzados, pero especialmente el teatro, porque sabes que, a
través de los actores, vas a estar en el escenario. Es por eso que el teatro es más
agresivo. Muestra más. Es inmodesto”9 (cit. en Pottlitzer, 103).

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