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Ciudad Crónica 2

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Ciudad Crónica 2

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Ciudad Crónica 2

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Ciudad Crónica 2
Edición original: ©2017, Schöeffer & Fust
© Varios autores, 2017
ISBN: 978-958-56050-0-8

Está permitida cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra,
con el único compromiso de citar la fuente.

Diseño y edición: Casa de la Lectura


Fotografía de carátula: Alexander Giraldo. Mural: La Rue.
Impresión: Nomos Impresores
Bogotá D.C. Colombia.

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Memorias 2017 del taller de crónica Ciudad de Cali
Casa de la Lectura

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Crónica y conflicto
Alberto Rodríguez
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Los hijos de Juan Tama
Adriana Villafañe Solarte
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Buscando a Clara
Alejandro Vargas
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Caracol sin caracola
Alexander Campos
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El desempleo: pasaje de ida a la miseria
Alexander Giraldo
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No fui al cumpleaños de mi hija
Ana María Reyes
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Camino a la esperanza
Harold Cortes
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La complicidad periodística, las mentiras


del sacerdote y los secretos de confesión
Javier Peña Ortega
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La casa grande
Luis Eduardo Valencia
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Vida de un arriero
Ximena Hoyos Mazuera
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Juro no volver a fumar
Mariela Ibarra
119
Más allá de un agosto
Paula Pino López
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La gigantesca embosca
Santiago Blandón
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Algún domingo después de misa
Wvelny Ríos
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Notas biográficas
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Crónica y conflicto
“El trabajo de los periodistas no consiste en pisar las cu-
carachas, sino en prender la luz, para que la gente vea cómo las
cucarachas corren a ocultarse”.
Ryzsard Kapuscinski

Una vez llegaron los textos escritos por los reporteros


del taller Ciudad Crónica 2017 de la Casa de la Lectura, a
la mesa del editor, se ordenaron para producir el libro, de
tal manera que se les pudo hacer la foto de grupo para ver
el fondo común.
Y el fondo común es uno: el conflicto. Una expresión
genérica que hoy todos utilizamos, como se utilizó durante
tanto tiempo en Colombia la violencia, para designar la gue-
rra entre liberales y conservadores a mediados del siglo XX.
En un taller de crónica en San José del Guaviare nos hi-
cimos la pregunta, sobre el papel de la crónica en el poscon-
flicto. Mi consideración franca fue que no había ninguna va-
riación en el papel. En el conflicto, como en el posconflicto,
el papel de la crónica es el mismo: prender la luz.
La metáfora de Kapuscinski es útil porque es sencilla.
Algo va de pisar cucarachas a prender la luz. La diferencia
ilustra dos actitudes distintas del reportero. El que sale

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a pisar cucarachas, el típico “media worker”, que busca


hacer puntos, subir circulación, incluso puede hacer ama-
rillismo sofisticado. El periodista que sale a prender la
luz, la tiene siempre más difícil. A las cucarachas no les
conviene que las saquen de la oscuridad. ¿Qué sería de la
corrupción en un medio bien iluminado?
La iluminación, el acto de prender luz en los hechos,
suscita la acción transparente del periodismo. El medio y el
reportero, que al prender la luz, dejan ver a la sociedad civil
lo que está sucediendo, hacen el trabajo que les correspon-
de y por eso mismo se hacen resistentes. Hemos llegado a
la época en que una revista, Semana, prende la luz en he-
chos que la justicia jamás destapó a tiempo y que compro-
meten a todos los poderes públicos, togados, honorables y
ejecutivos, en actos de corrupción política y administrativa.
La investigación periodística, quizás sea el último baluarte
que le quede a la sociedad liberal, para defenderse de la
nueva oscuridad que sobrevuela el mundo.
Sin iluminación no hay transparencia que valga, las
cucarachas y los vampiros siempre se han asociado con
criaturas del subsuelo, a donde no llega la luz. El cronista
que imagino, es uno que frente a la oscuridad, en muchos
casos amenazante como en México, no pierde la inten-
ción de observar. Desde hechos grandes, una agresión de
la naturaleza, una masacre, un complot internacional de
la corrupción, el “proceso de paz”. Hasta hechos muy lo-
cales: un niño en una institución bajo protectorado ICBF
que espera todas las semanas el sábado, cuando verá a su
madre, solo que no recuerda cuándo es sábado. O una
mujer bajo el asedio del paramiltarismo en Puerto Asís,
que arriesga su vida por ir a comprar tres cigarrillos, a
dos horas de camino, en un toque de queda. O el travesti

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prostituta que sueña con pintar, que compra lápices y


papel para ir a rogarle a un pintor bohemio de café que le
enseñe a pintar. O el arriero de opereta que en un parque
temático cuenta a los turistas la historia concluida de los
arrieros que hicieron país guiando recuas de mulas. O
una mujer en una casa de ancianos que confunde el pre-
sente y el pasado. O la sordidez de aire acondicionado en
la que los adictos al juego se sumergen en los “paraísos
artificiales” de los casinos. En todos, hay un conflicto.
Otra crónicas se ocuparon de mirar el posconflicto,
técnicamente la etapa posterior a la firma de los acuerdos
de La Habana, entre el gobierno Santos y las Farc. Cró-
nicas que intentan poner luz sobre el claroscuro, entre el
posconflicto y el reciclaje de viejos conflictos jamás re-
sueltos, como el de la tierra, y nuevos conflictos, como el
de la repartición militar de territorios por nuevas fuerzas
del narcotráfico y la minería ilegal. Los reporteros fueron
al campo, a las veredas, a los campamentos, los resguar-
dos, y hasta donde está la Guardia indígena.
Un par de crónicas/reportaje regresaron al año de 1956,
al lugar de la pequeña Hiroshima que vivió Cali el 7 de agos-
to, cuando un convoy de camiones que transportaba dina-
mita para el ejército, estalló en el centro de la ciudad.
Y una más que constituye el diario de un desemplea-
do. Un hombre de treinta años, comunicador, que cuen-
ta, día a día, con dolorosa certidumbre, lo que significa el
descenso real del desempleo al hambre.
Que la escritura a que se entregaron tras haber salido
a recorrer mundo, dé cuenta de la forma que cada cro-
nista encontró de contarnos la historia que atrapó en una
inmersión. Un acto narrativo comprometedor respecto
a lo que vio, comprobó, comparó: el paisaje, los gestos,

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los lenguajes, el sabor, el color, el aroma de una cultura,


de una memoria, de una tragedia, de una atmósfera. Un
instante, un destello temporal, una escena, a partir de la
cual el cronista encuentra el hilo de una narración en la
que se es libre de todo, menos de aburrir.

Alberto Rodríguez
Casa de la Lectura

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Los hijos de Juan Tama


Adriana Villafañe Solarte
“La palabra sin la acción es vacía, la acción sin la palabra es ciega,
y la palabra y la acción fuera de la comunidad, son la muerte”
Ezequiel Vitonas

La guardia indígena se encuentra al borde del cami-


no. Un grupo de hombres, mujeres y niños indígenas, se
agrupa bajo un techo improvisado de plástico negro que
los resguarda de la lluvia y del sereno. Al paso de cada ve-
hículo miran, se cercioran, saludan. La vara roja y verde en
ascenso permite el paso. Me bajo, me presento y explico
el objetivo de mi trabajo. Lucía Calambas es mi aval, uno
de ellos la reconoce como la esposa de Federico Villegas.
Conversamos sobre su hacer en el camino, como guardia-
nes con horarios de 24 horas, sin miedo y sin pago, preo-
cupados por la seguridad de su territorio.
El resguardo de Toribío se ubica al nororiente del de-
partamento del Cauca. A 123 kilómetros de Popayán y a 83
de Cali, en medio de dos cordilleras, asentado en la Cordi-
llera Central, cuya altura máxima la alcanza con el páramo
de Santo Domingo de unos 4.150 metros. Es un corredor
geográfico que permite acceder a cinco departamentos y al

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océano Pacifico. El pueblo indígena Nasa, poblador ances-


tral, ha vivido situaciones cambiantes relacionadas con la
tenencia de tierras y el control del territorio por parte de
grupos guerrilleros y agrupaciones dedicadas a cultivos ilíci-
tos, principalmente. Situaciones que los nasa han enfrenta-
do, con viejas y nuevas formas de resistencia, orientadas por
entes y organizaciones como el Consejo Regional Indíge-
na del Cauca (CRIC, constituido en Toribío en 1971) y, en
su interior, la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte
Cauca, ACIN, nacida en 1994. Los integrantes de la Guar-
dia Indígena son los nuevos protagonistas en la defensa de
la vida y de la tierra, bandera que unifica un pueblo, entorno
a la propiedad y a una visión de la vida.
Al filo de la tarde la montaña se enciende con las lu-
ces de los cultivos de marihuana, un pesebre que aviva
hasta los ojos del más indiferente. Más adelante, al lado
de la banca que se come el camino, grafitis cuentan otros
cuentos: ELN y EPL no tienen presencia histórica en la
región, pero han ocupado el vacío que dejó el sexto frente
de la FARC, muchos de sus sus miembros, hoy, hacen
cola frente a Paola Villegas. Ella desde su puesto de tra-
bajo en el banco de la Caja Agraria, les ha pagado los pri-
meros dineros pactados en el Acuerdo de Paz. “No se les
debe decir reinsertados”, aclara ella, “sino reincorporados,
eso es lo que nos han enseñado en las charlas del trabajo
para atenderlos”. Con fatiga y un malestar mal disimulado,
expresado por las líneas duras que unen sus cejas y surcan
sus mejillas, continúa: “el otro día fueron, más chistosos,
me dijeron, ¿usted será que me pueda adelantar?, es que
yo necesito una plata y cuando me llegue se la devuelvo.
‘Será de mi bolsillo’, les contesté, porque de adónde, yo
acaso tengo”.

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Toribío aparece de pronto y se anuncia con su puente


tantas veces volado con explosivos; hoy luce de un amari-
llo tránsito, nuevo y vibrante. La esperanza en la fotografía
de la montaña, se apaga con las luces del pueblo, la oscu-
ridad anuncia otra noche de racionamiento, los cultivos de
marihuana ocasionan pérdidas a la compañía Energética
de Occidente. Hay un poco de temor. Mañana, primero
de octubre, inicia el cese al fuego con el ELN. El asesinato
del teniente Wilfredo Madrigal, y de los patrulleros Juan
Gabriel Narváez y Carlos Alfredo Lara, en la población
de Miranda, siembran dudas en Lucía. Ella elige dormir en
una zona lejana del puesto de policía.
En Toribío, desde 1985 hasta la fecha, ha habido 1556
víctimas -entre actos terroristas, atentados y combates-. El
98,02% de los hechos ocurrió entre 2002 y 2017, quince
años de guerra con un promedio anual de 101 actos béli-
cos, lo que significa de cada tres días, uno bajo zozobra.
Muchos habitantes registran como la primera toma,
la del 13 de enero de 1983. “No teníamos experiencia”
cuenta Luis, la cuñado de Lucía, “muchos se subieron en
los árboles. Cardenio, un señor que era muy alto se escon-
dió en un horno y le quedaron los pies por fuera, pasó un
guerrillero y le dijo: ‘meta los pies, que le quedan crudos’.
Después aprendimos: cuando era bala, nos metíamos a
las casa, nos encerrábamos, pero con las pipas ya fue otra
cosa… desde el 2002, cambiaron los ataques, ya cualquiera
podía ser un blanco. Las pipas no tienen dirección”.
Las visitas llegan en medio de la penumbra, un café
con pan acompaña las palabras de Faiver, que sentado al
lado de Juana, su esposa, va de la marihuana a los fusi-
les: “el que empezó con la marihuana fue Vicentico, hace
como diez años valía 700.000 pesos, y ahora está a 40.000

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la libra, vale más la peluquiada. Hasta hace poco se les pa-


gaba a los desmoñadores, de 40 a 50 mil pesos día. Quien
quiere trabajar como empleada, nadie, pues se gana bien
peluquiando. Hay un montón de gente trabajando en eso,
la gente volea tijera”.
Faiver hace una pausa y continúa: “cuando resultó el
cuento de la marihuana en la Guajira, aquí ya había pasado
la bonanza. Ahora llegó esa nueva marihuana de Estados
Unidos, valía 10 mil pesos la semillita, alguien la clonó y
dio resultado. Utilizan esa espuma, chuzan la espumita y
salen las raíces en un momentico, las cuatro etapas: semi-
llas, siembra, producción y cosecha duran cuatro meses,
pero sin recibir luz la matica se enmoña así”, señala con la
mano hasta más arriba de su rodilla, “chiquitica”. Faiver es
sobrino de Federico, a pesar de sus cincuenta y tantos años,
conserva un aire juvenil, su tono es alegre, dinámico. “La
otra vez hice un trabajo en la María, allá están los cultivos
de marihuana, y en El Triunfo, en Ullucos, desde acá, es
la montaña más alta que se ve. Le estaba trabajando a un
señor y había una niña, me vio que estaba recogiendo, y me
dijo ‘mi papá también tiene mariguana’, haciéndome fieros
que porque él también tenía, me las nombró todas: de la
vetiada, de la blanca de la rucia, de la verde y de la parda”.
La marihuana se ha puesto difícil, del racionamiento
en horas nocturnas se ha pasado a la suspensión del servi-
cio durante 24 horas. Los propietarios de negocios -inclu-
yendo a los cultivadores de marihuana que tienen los me-
dios- han comprado plantas. Muchos en el pueblo afirman
que la tensión que origina el apagón es por ellos, a lo que
se le agrega el malestar de los campesinos que han sufrido
daños en sus electrodomésticos y piden que la empresa de
energía los indemnice.

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Faiver, Juana y Federico reconocen el traqueteo de las


armas, saben cuándo son del ejército o de policía, y cuán-
do fusiles de la guerrilla. “Lo más triste”, comenta Juana,
“es que los niños ya no estan jugando a policías y ladrones,
sino a guerrilleros y policías”.
El apagón guarda a los habitantes del pueblo antes de
las diez de la noche. Por la oscuridad se asoman, como
pequeños ojos, las llamas de las velas y una que otra luz
blanca de linternas. A lo lejos algunos cultivos blanquean
la noche, indiferentes a su protagonismo, y uno que otro
perro se esfuma tras el cierre de una puerta que avisa la
hora de dormir.
María Tombé, prepara café con azúcar, me ofrece uno
y habla de su trabajo en Cali. No sale de Ciudad Jardín,
pero en estos días está en el pueblo porque operaron a
su Karen, su única hija de 13 años. No quiere más hijos,
con Karen le ha ido bien, “ha sido más bien sana, no le da
ni una gripa. Lo único es ese síndrome, cuando le empe-
zó creíamos que era un problema del oído, pero después
nos dimos cuenta que era la mandíbula. Esa fue la primera
operación, como a los cinco años. Más grande la aperaron
de los ojos, ahí fue donde nos dimos cuenta del síndrome
de Marfan, le hicieron un examen, un test molecular, y sa-
lió. Dicen que es por un químico, de esos de los que echan
acá. Y ahora, la operaron del esternón, yo no quería dejarla
operar, porque ella se siente bien, pero se le fue hundiendo
el pecho y la columna se le fue agachando, pero ya está
bien, es más alta que yo, ya me pasó”, comenta dando la
espalda para ver cómo va el arroz. No sabe si lo van a
llevar hecho al rio o si lo van a guardar para la comida.
“Con el café espanté el sueño, me acosté a las cuatro de la
mañana, casi no saco a Mario del planchón, pero si no iba,

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no llegaba a la casa hoy. Me dijo que después yo decía que


nunca me sacaba, así es en cada feria de San Pacho”. Son-
riendo se vuelve a hacer una cola para que su largo cabello
no se le meta a la olla.
El Isabellilla y el San Francisco son los ríos que rodean
a Toribío. El fin de semana con puente festivo brinda la
oportunidad de reunir a la numerosa familia de Lucía al-
rededor de un paseo de olla. Aproximadamente cincuenta
personas se citaron al lado de la cancha, fueron llegando
en camionetas cuatro puertas, motos y un carro más pe-
queño. El recorrido hasta el charco es corto, no más de
tres cuadras de una de las calles principales del pueblo. Se
monta un fondo para el sancocho, se acomodan a los más
viejos en sillas plásticas. Los carros van y vienen con la
misión de abastecer lo necesario para el almuerzo.
Dos mujeres se encargan de pelar el revuelto y otras,
en compañía de algunos hombres, recogen leña mientras
en la cancha otros juegan un picadito. Los jugadores osci-
lan entre los siete y los setenta años. Un muchacho exhibe
tatuajes del América, le ocupan todo el pecho, su oído de-
recho no oye, lo perdió en la toma de 2005. Su padre no
juega, perdió su ojo derecho cuando una granada cayó en
el billar y ha perdido visión en el izquierdo, lo cual lo hace
inseguro con el balón. Y su hermanito, el más pequeño de
los jugadores, también perdió su oído izquierdo cuando
tenía seis meses por la explosión de una chiva bomba.
Los niños son los que más disfrutan el agua fría del
Isabelilla, bajo el cuidado de los ojos atentos de sus pa-
rientes: muchachas que estudian en universidades de Cali
o de Popayán. Sus labios amoratados siguen el ritmo del
temblor de sus piernitas, no quieren salirse del agua, pro-
longan esta primera vez en el río, una experiencia que has-

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ta ahora sólo añoraban los más grandes y que hoy, después


de muchos años, volvieron a vivir. El temor a los franco-
tiradores también puso límites a la tradición.
Muchos de los árboles, cubiertos de melena, se levantan
a más de veinte metros creando una atmósfera de cuento de
hadas. Me adelanto para organizar lo que debo llevar a San
Francisco, el río queda atrás. En la chichería varios indíge-
nas, sentados en dos bancos, duermen la borrachera.
En su página web el CRIC consigna la memoria de su
génesis y su trayectoria como pueblo. El Resguardo es un
título de propiedad colectiva otorgado por la Corona Es-
pañola, protegido por la Ley de Indias con el objetivo de
explotar a los indígenas, quienes lo resignificaron a través
de sus tradiciones y su forma de entender la existencia.
Según el CRIC su presencia en el Cauca data de 1637. En
tiempos más cercanos de su historia, los resguardos fue-
ron objeto de invasión por la expansión de terratenientes
y narcotraficantes. Y en un porcentaje muy pequeño de
procesos de colonización campesina. Con la Constitución
de 1991 adquirieron la categoría de entidades territoriales
con carácter imprescriptible, inembargable e inalienable.
En el camino a San Francisco, un municipio del res-
guardo, junto con el de Tacueyó y el de Toribío, consti-
tuyen la comunidad Nasa, nos detenemos en una tienda
atendida por una joven indígena. Está en el parque, las
fachadas de algunas casas exhiben murales de las mingas
muralista de artistas de diferentes nacionalidades, en ac-
tos solidarios para con la paz. Compramos tres cervezas
artesanales, Julián, esposo de Paola y uno de los choferes
del cabildo me advierten que aún no controlan bien la es-
puma, al destapar la primera lo confirmo. Su sabor evoca
el de la chicha, la etiqueta Nasa-Kwesx, tiene de fondo la

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bandera indígena, con dos bastones de mando. Hay otros


productos como el agua embotellada Fxize que significa
nevado, jugos de frutas, lácteos y café.
Llegamos a la casa de Jorge y Aurora, ella le hace ho-
menaje a su nombre: su risa y sus ojos bailan juntos. Jorge
saluda, es la primera vez que alguien me estrecha la mano
con las dos suyas. Su hijo, de unos ocho años, repite con
sus manitos la bienvenida, el saludo de bienvenida nasa.
Los nasa representan, según el DANE, 13,4% de la
población indígena colombiana. Son el resultado de varias
migraciones, la Unesco centró su atención en ellos en 2003.
Y varios trabajos doctorales, Gómez 1977, rastrearon sus
orígenes, encontrándolos en diferentes etnias amazónicas
como los Pijaos, Yalcones, Omaguas y los Panches (pro-
cedentes del Magdalena) y de los Tama del Caguan. Con
los últimos comparten símbolos y costumbres como la
de tomar la cabeza como trofeo, la culebra lameña como
mito de creación (una anaconda celestial depositó a los
ancestros a lo largo de la ribera del rio), un régimen de
autoridad cacical sin beneficios ni tributos (y activo solo
en tiempos de guerra). Los nasa no tienen procedencia an-
dina, debieron adaptarse a la montaña.
Casa de campo, conejos, curíes, gallinas, patos, pláta-
nos, café, dos perros chiquitos y barrigones -alimentados
con sopa- y muchas matas; todo impecable. El lugar tiene
divisiones de plástico verde y mallas de metal, que separan
los espacios sociales de los privados en la casa, y encierran
a los animales por cada especie. La cocina tiene un mo-
lino de maíz, techo y paredes improvisadas que dejan al
descubierto una parte considerable. Es un buen lugar para
conversar. Aquí existe una hibridación entre la naturaleza
y los objetos modernos: hay estufa con horno, lavadora y

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computador portátil, y mucho, mucho verde, que podría


estar más verde. El agua potable no se puede usar para re-
gar los cultivos y las plantas. “Ya casi llegan las lluvias”, se
consuela Aurora, mientras nos ofrece un pastel de cáscara
de limón y zapallo.
Los niños andan en bicicleta, dan vueltas mientras ha-
blamos sentados en bancas Rimax. Jorge, de piel oscura y
cierta altivez ahogada por la amabilidad, cuenta historias
de su pueblo convencido del valor de los suyos. Su fun-
ción es promover la cultura nasa yuwe, su lengua, como
formación. A las malocas de la vereda en las que trabajan,
asisten sesenta niños, de dos años y medio hasta quince;
trabajan por ciclos de vida. En el primero aprenden a en-
tender el idioma, en el segundo a hablar, en los siguientes,
a leer y escribir. Jorge me regala un libro que emplean en
los cursos, está bien editado, fotografías y texto en español
y nasa, algunos libros vienen con las dos variaciones de
lengua nasa, que delata su origen poliétnico.
Jorge pronuncia varias palabras en su lengua, tiene
once vocales, predominantemente nasales, que escapan a
nuestro registro. Le pregunto cómo se dice prostituta en
nasa. “No existe esa palabra en nuestra lengua, la mujer
es dadora de vida, no se le debe ofender”, hace una pau-
sa, “Al principio, solo participábamos en actividades de la
guardia indígena, pues los niños estaban muy pequeños,
no estábamos de lleno, pero la situación se volvió muy
complicada, personas armadas detenían a la comunidad, la
guardia dijo ‘si hay guardia vamos hacer presencia como
nativos del territorio’, y nos decidimos. Soy Guardia por-
que es nuestro deber, cuando la familia crece uno debe
guiarlos. Lo más importante es la comunidad y el territo-
rio, la naturaleza, la madre tierra. El cabildo pone orden, la

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guardia vela. La comunidad elige al cabildo y dura lo que


decida la comunidad”.
El cabildo indígena fue la figura de representación po-
lítica mediante la cual la corona española legalizó las re-
laciones sociales de captación de tributos. Le confería la
potestad de liderar las tareas orientadas a la construcción
y al mantenimiento de espacios común, caminos y escue-
las; administrar la parcialidad económica y política; hacer
cumplir las normas. Juega el doble papel de apropiar cul-
tura occidental y conservar la suya. Hoy son la máxima au-
toridad de los resguardos, se ha fortalecido su autonomía
y su poder, representado por un Gobernador. Jorge aclara
que la autoridad la ejecuta el cabildo, pero es la asamblea,
conformada por todas las autoridades indígenas de cada
comunidad, la que decide.
A la Guardia Indígena pueden pertenecer las perso-
nas que sean moralmente éticas, que tengan vocación de
servicio, su labor no es remunerada. Practican rituales de
pertenencia y el derecho a portar el bastón de madera del
páramo, personal y prolongación del guardia. Desde que
se creó el 28 de mayo de 2001, la Guardia es estrategia de
resistencia. Se vincularon muchas personas, cuenta con el
respaldo de casi todos los pobladores, incluyendo la poli-
cía, con la que se han presentado roces.
El papel de apoyo de la Guardia en las tomas guerri-
lleras inclinó la balanza a su favor. Hubo un incidente, la
opinión se dividió, el retiro de las trincheras. Dice Ludivia:
“las autoridades convocaron a todos para que las quitaran,
había gente de todas partes, de Jámbalo, Corinto, Miranda,
Santander; nosotros somos los que sufrimos el conflicto,
pero llegaron chivas de otro lado, haciendo y deshaciendo,
le dije al gobernador de la guardia ‘es como si se nos hu-

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bieran metido en la casa y escarbaran todo, en la cocina y


nos revolcaran todo’, hubo críticas, pero después de eso se
definieron funciones, los guardias entraron al área urbana,
cuando había tomas ayudaban a sacar gente. Lo que no
nos gustó fue la manera como levantaron las trincheras”.
La historia de la Guardia Indígena ha sido marcada
por hechos heroicos. Con sus chalecos, sus pañoletas rojo
y verde del CRIC, el lema “Unidad-Tierra-Cultura” y el
bastón, se han enfrentado a la guerrilla y al ejército, res-
cataron secuestrados y realizaron capturas. Son los kiwe
thensa, los defensores del territorio. “Son muy guapos”,
continúa Ludivia, “en las escuelas se inculca el valor que
tiene la Guardia y las autoridades, se conforma el cabildo
y la guardia escolar, cada uno con el bastón de mando y el
bastón de guardia, desde 2005. Toribío es un resguardo,
todo el que llega debe estar avalado por los cabildos, si
están acá deben hacer parte del proceso que se está llevan-
do a cabo. Los cabildos y la propia gente no quieren más
gente que venga a mandar, los grupos armados se forman
en las veredas, todas las guardias de la zona norte están
alertas, nadie quiere grupos armados en este lugar”.
Luis, cuya familia ha resistido la nueva realidad del te-
rritorio desde 1983, se ha vinculado a la Guardia. Posee su
bastón de guardia y como docente entiende que la paz no
es posible sin valores. “En este sentido yo veo que todos
somos guardia, hay mucho respeto, son muy guapos, hace
como tres años se fueron hasta el campamento de la gue-
rrilla, solo con sus bastones, sus pañoletas y sus chalecos
y los detuvieron. La Asamblea decidió enviarlos a patios
prestados que las autoridades indígenas tienen en la cárcel
de Popayán, para actos graves en contra de la comunidad”.
“Ellos no aplican ningún castigo, si hay un problema hay

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un líder que coordina vereda o municipio, y todos entra-


mos a apoyar, si se coge a una persona que ha hecho algo
malo el que aplica el remedio es el cabildo, con las leyes
que rigen acá. El cabildo reúne a la Asamblea y expone el
caso, la comunidad es la que decide la sanción. Al fuete le
dicen remedio, nosotros hemos participado. Las sanciones
se aplican a todo aquel que atente contra un nasa, y un co-
munero. Comunero es aquel que habita el resguardo y se
ha reconocido como parte de él en el censo. La aplicación
del remedio la hace el cabildo, los alguaciles, pero también
se acompaña de ritos de los médicos tradicionales, los thè
wala. A quienes les aplican el remedio tienen que cambiar,
si reinciden, se les vuelve hacer lo mismo hasta que cam-
bien. Eso funciona acá”.
Una de las imágenes de la minga muralista en Toribío
es Juan Tama, él es la figura política más importante de los
nasa, como se enseña en la cátedra nasa. Logró unificarlos
como pueblo. Le pregunto a Jorge sobre él. “Juan Tama
es el cacique que ayudó a liberar todo el territorio con un
grupo de nativos, lo formó para luchar contra los españo-
les que nos estaban esclavizando en la Colonia. Desde esa
época defendemos el territorio”. Jorge hace una pausa y
luego habla del presente: “al principio fue muy duro, en
Toribío nos tocó una toma muy dura, estaba con mis hi-
jos, lanzaron pipas, uno se acostumbra a eso, cuando hay
disparos vamos a ver y aunque nos de miedo hay que en-
frentarlos, no nos podemos dejar incluir en ese conflicto;
buscamos controlar el territorio, han matado a muchos,
pero no nos van a matar a todos, hemos llegado al punto
de decomisar las armas, quitárselas y retenerlos a ellos”.
En 2013 o 2014 -Jorge no está muy seguro de la fecha-
el cerro de Berlín, considerado por los nasa un lugar sa-

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grado donde las autoridades y los mayores realizaban sus


ritos, lugar de armonización, fue ocupado por el ejército
en el gobierno de Álvaro Uribe. En el Centro de Edu-
cación, Capacitación e Investigación para el Desarrollo
Integral de la Comunidad, CECIDIC, se concentraron
las autoridades indígenas y la comunidad, en asamblea y
decidieron despejarlo. Jorge se encontraba en Belén, con
otros guardias, escucharon disparos, estaban hostigan-
do al ejército que ocupaba el cerro. Inmediatamente, en
compañía de otros guardias se dirigió al lugar. Había cua-
tro guerrilleros jóvenes, disparando. El grupo de unos
veinte guardias los rodeo.
—¡Hijueputas, sapos, del lado del estado, ayudando al
ejército¡ —dijo un guerrillero.
—Nosotros estamos controlando el territorio— fue la
respuesta de la Guardia.
—¡A mí no me van a coger, aquí nos morimos todos,
hijueputas¡ —exclamó el guerrillero sacando una granada.
Cuatro guardias le cayeron encima, no alcanzó ni a ter-
minar la palabra. “La malicia indígena que llaman”, dice
Jorge. Retuvieron a los guerrilleros, los trasladaron en una
camioneta hasta el CECIDIC, decomisaron y destruyeron
tres pistolas, un fusil, granadas, morteros y tatucos. En
Asamblea se decidió aplicar remedio, veinte fuetazos les
dieron los alguaciles del cabildo a cada uno, frente a mil
quinientos nasa. Los cuatro jóvenes, recibieron en silen-
cio el remedio, por estar armados, ser menores de edad y
desarmonizar un territorio sagrado. Con Jorge partieron
unos setenta hasta el cerro de Berlín.
Llegaron donde estaba el ejército y les exigieron que
despejaran el cerro. “Los militares salieron calladitos”,
recuerda Jorge, “seguro ya sabían que los iban a sacar; a

26
Ciudad Crónica 2

eso de las tres de la mañana, se escuchó un helicóptero, al


ruido de las hélices se le sumaron los gases lacrimógenos,
salimos inmediatamente, en ese tiempo no sabíamos re-
accionar ante los gases, mucha gente se desmayó, ese día
la lucha se perdió. Ahora ya sabemos métodos para con-
trarrestar el gas, cómo llegarles a ellos, tenemos entrena-
miento. La última vez estuvimos en la María, también me
enfrenté en Piendamó, ahí mataron a dos comuneros, dis-
pararon, nos da mucha rabia, pero vamos con más ganas,
aquí nos quedamos, tenemos que luchar, nuestros hijos
seguirán luchando, hay que seguir luchando” las palabras
de Jorge evocan el himno Nasa, lucha, lucha, lucha.
“El problema más fuerte ahora son los cultivos ilícitos,
son un virus, pega uno, pega el otro. Todos sabemos que el
último lo trajeron los extranjeros, es transgénico, eso impli-
ca químicos que ellos venden también, para tener un pro-
ducto elegante, bonito, ellos traen la semilla y el químico”.
Un líder que se quiso meter a un grupo armado para pedir
vacuna a la misma comunidad, se le aplico el destierro. La
política es que, si estás en la organización no puedes tener
cultivos, qué puede esperarse de los hijos, si les damos mal
ejemplo, nosotros somos seis y ninguno tiene cultivos ilí-
citos”. Los hijos están formados en la cosmovisión nnasa.
Jorge le dice a su niña que traiga la jigra, rápidamente llega
con un morralito de cabuya retorcido. Mi primera reacción
es tomarla, pero lo evitan, no lo puedo tocar, no se puede
vender, hace parte de los seis que debe tejer para termi-
nar con un ciclo de enseñanza; su hermano también teje un
sombrero, el tejido es fundamental en la cultura nasa.
En una pantalla Lenovo, Jorge me enseña un video en
el que la niña raspa la cabuya para su tejido. Están en la es-

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Ciudad Crónica 2

cuela y varios chicos se dedican a la misma tarea. Pasados


unos minutos, en otra grabación, se ven varios muchachi-
tos, algunos pasan al frente y una indígena con serenidad
les pasa unas ramas por los brazos. “Les están aplicando
remedio”, dice Jorge, mi cara de confusión amerita una
explicación, “ese viernes era día de aplicar remedio a los
niños que son groseros, las hojas son de ortiga, algunas
veces se les ponen hormigas. “¿Así los castigan?”, digo.
“No es castigo, es remedio”, sentencia Jorge con algo de
indulgencia por mi ignorancia.
La Guardia implica cansancio físico, mental, espiritual y
recorridos por el territorio. En un ritual armonizan cuerpo
y espíritu, lo más duro es hacerle el control a un comunero
que desequilibra la comunidad. “Cuando se ponen a beber
o le pegan a su compañera tienen que cambiar su comporta-
miento o le aplican el remedio. El destierro es para una falta
muy grave, los infractores son retenidos en una estación del
cabildo, en el territorio, ya no se utilizan cepos. En otros
territorios sí, pero acá no es fuerte”, termina Jorge.
“Lo más importante es que nosotros mismos nos reco-
nozcamos como nasas, existimos para los demás, de ellos
también dependemos y los respetamos, es muy importan-
te el respeto. La lucha continúa, defender a la madre tierra
es el legado que les dejamos a nuestros hijos; la defende-
mos de los químicos, de las basuras, de la contaminación
del aire; los ríos, que se están secando”.
“¿A dónde van los nasa cuando se mueren?”- pregun-
to. “A ninguna parte”, dice Jorge, “cuando un nasa muere
el espíritu nos sigue acompañando, no como lo que nos
dijo la religión católica, no hay infierno, tú falleces y vuel-
ves al seno de la madre tierra, a la naturaleza. El espíritu
que nos sigue acompañando es una energía que se mani-

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Ciudad Crónica 2

fiesta con el viento, con la lluvia. A esos les hacemos el


ritual, así como nosotros comemos ellos necesitan alimen-
to, una gallina, un curí”.
Nos despedimos de la familia. Las montañas se levan-
tan frente a la casa de Jorge y Aurora. Toribío queda atrás,
la Guardia Indígena queda presente, tanto como los hijos
de Juan Tama, herederos de valor y lucha, que viven para
los hijos, de los hijos, de los hijos… antorcha que debe
mantener su fuego.

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Ciudad Crónica 2

Buscando a Clara
Alejandro Vargas

Esa noche en que se quitaron los tacones, corrieron a


San Francisco. Un campero les perseguía sobre la sépti-
ma con octava. Se escucharon dos disparos. Nadie cayó,
se hicieron al cielo.
Su cuarto no tiene ventanas. El aire no circula y las
colillas de cigarrillo van al inodoro. El tiempo no se mide
en números. No hay relojes, no hay péndulos, no hay
manecillas. Ahí se sabe, sin ver el cielo, en qué momento
se debe partir.
Va al baño, se unta la cara con jabón y pasa la cuchilla
con filos oxidados sobre el mentón y el bigote. Se detie-
ne en el espejo, finge sonreír, posa como las divas frente
a la cámara. En la foto no salió sonriendo, tampoco po-
sando, la imagen no le gustó porque le recuerda el otro,
que la habita cuando no sonríe, cuando el maquillaje se
esparce y la sombra verde del mentón aparece.
En la sala de espera del Hotel ABC algunos huéspedes
tiran los dados sobre un parqués de vidrio. Hoy, como to-
das las noches, viste un enterizo negro. Lleva los tacones
en el bolso, los usa tan solo en la esquina cuando camina

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Ciudad Crónica 2

por los portones de antaño y los balcones con veraneras


florecidas. Por ahora rastrilla sus sandalias talla cuarenta
y tres sobre sobre el piso asfaltado. Camina nueve calles
diarias por el Bulevar del río para llegar a la calle séptima.
Al amanecer traerá el dinero para pagar la renta del cuarto
donde reside hace más de dos años. Debe trescientos se-
senta mil pesos al dueño del inquilinato.
En la sexta con séptima está el restaurante la Gua-
characa, afuera un cobertizo vino tinto y un zaguán que
conduce hasta una pared blanca, donde cuelga una pintu-
ra de Liliana Grohis, la ex esposa de Fernando González
Pacheco. Clara lo observa desde la rejilla con las manos
aferradas al metal, mientras se escuchan boleros y tan-
gos que salen café la Palma. El cuadro es su emblema,
su inspiración. Algún día me gustaría pintar así —dice
mientras camina—aferrada a las paredes, a los ventanales
de chambranas encorvadas.
En la noche desfila con sus tacones altos y sus trajes
de lentejuelas que alumbran débilmente a contra luz de
las pocas lámparas que iluminan la calle.
Lleva diez años de ser puta y aún le cuesta caminar
en tacones. Mide un metro ochenta y tal vez uno ochen-
ta y cinco con los tacones puestos, no tiene tetas, sueña
con pintar al carboncillo o al óleo cuerpos y rostros de
personas como los que retrata en la oscuridad de su cuar-
to. Sus dibujos son cuerpos difuminados por una leve
sombra, tan perfectos que no parecen humanos: óvalos
perfectos, ojos perfectos, labios y mentones perfectos,
cejas perfectas, rostros perfectos.
Gerardo está sentado en una de las mesas del restau-
rante con una colilla de cigarrillo apagada entre sus de-
dos, es pintor y sus cuadros reposan en las paredes de los

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Ciudad Crónica 2

cuartos del restaurante. En la mañana una luz natural se


filtra por el ventanal abierto, tal vez sean la diez, las once,
y la misma luz que encandila a los transeúntes en el an-
dén, aquí parece taciturna, serena, apaciguada entre óleos
que cuelgan como retratos póstumos de tardes y atarde-
ceres clandestinos, alguna vez capturados por poetas que
miraron el cielo y el pincel de los pintores, como Ge-
rardo, que los contemplan en sus delirantes trazos. Ahí
están los colores, la penumbra de la arboleda, el blanco
de los yarumos, la rigidez de los cedros, el silencio de los
bosques y las manchas negras de la desnudez del acan-
tilado —crestas desnudas— como llamó el poeta Jorge
Isaac a los picos más altos de la cordillera.
Después de mucho tiempo y de insistir con terquedad,
logré una mañana, que Gerardo me diera una entrevista
para hablar sobre los dibujos de Clara. La conversación fue
corta. Los restaurantes después de las once de la mañana
se complican, empiezan los meseros a caminar con platos
y bandejas para oficinistas y banqueros, que al entrar al lu-
gar aflojan el nudo de sus corbatas y beben cerveza fría. El
chasquido de los platos y las voces distantes de las personas
en la cocina, los teléfonos, el timbre de la puerta son ecos
fugitivos que se filtran entre los pocos comensales. No hay
tiempo para hablar, para conversar sobre arte, ni sobre pu-
tas que pintan en cuadernos desvencijados. Gerardo, con-
fesó con su voz ronca de fumador, que Clara le dijo una
de tantas tardes: si me dieras clases de pintura yo vendría
vestido hasta de hombre. Se puso de pie, se sonrió y se fue
alejando lentamente hasta desaparecer.
En una esquina de la séptima una lápida con letra
gótica anuncia el nombre de la calle: General Cabal. Po-
cos la conocen por su nombre aunque está frente al café

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Ciudad Crónica 2

la Palma. Ahí, dos cuadros, permanecen encima de las


canastas de cerveza. La gran mayoría de los visitantes del
café son viejos entre sesenta y setenta, con pelos en las
orejas, pantalones de prense, zapatos de cuero y anteojos
de pasta, que suben o bajan para ver tetas o culos. To-
man Clan Mac Gregor en vasos de cristal.
Silvana sostiene un vaso de wiski en la mano, ha-
bla de fútbol, es una de las putas más viejas de la calle
séptima. Tiene 58 años y 16 cicatrices en sus piernas. Al
lado suyo, está Bárbara. Sus párpados están pintados de
color fucsia. Contrastan con su piel oscura. Durante los
últimos meses no trabajó. Había viajado al Chocó. Días
antes, alguien dijo que se encontraba en el segundo piso
del Hospital Universitario, porque había abandonado el
tratamiento contra el sida.
El primer carro en detenerse en la esquina del café la
Palma es una camioneta gris de vidrios oscuros. Wendy
arquea su cuerpo con las manos en la cintura y desfila
por el pabellón de caserones. Lleva un vestido de malla
y unos tacones altos. A diferencia de Wendy, a Clara no
le gusta posar frente a los clientes. Eso es ser uno muy
regalado, dice. ¡A los hombres no les gustan las mujeres
fáciles! Clara abre la puerta del auto, son las diez de la
noche. Ayer no me cuadré, dijo Wendy con un tono ás-
pero. No pudo disimular la ira de que Clara se fuera con
el tipo de la camioneta. ¡Cochino! dice, cuando un cliente
se va con otra. Yo no soy como las otras que dicen que se
hacen sesenta, ochenta mil. Muchas ni si quieran se cua-
dran. Bárbara, Wendy, Silvana, Violeta y Clara trabajan
en la séptima donde las putas son más viejas. Ximena, Li-
zet, Katherine y Jessica prefieren la esquina de la octava,
donde se hacen las más jóvenes, a las que llaman, hijas de
Jimena la O. Tienen entre quince y veinte siete.
33
Ciudad Crónica 2

Cuando las putas en la séptima se quitan los tacones es


porque algo va a pasar; una pelea, un hurto, un escape. No
les gusta pelear con los tacones puestos. Clara está nervio-
sa, enciende un cigarrillo debajo del cobertizo y contem-
pla el humo mientras fuma. Los tiros al aire, los atracos
con gas pimenta, las puñaladas por la espalda y algunos
clientes ofuscados, son su diario vivir. Hoy han sido cuatro
atracos —dice el vigilante del parqueadero Plaza Central al
escuchar disparos—, aun así, la jornada laboral continua
al ritmo de disparos esporádicos que rasgan el silencio de
noche. Ahora todo parece tranquilo, sereno, silencioso a
excepción del rugir cansado de un motociclista que se de-
tiene a preguntar por el precio del deseo; del tiempo, del
vacío, de la ausencia. El hombre es de los que buscan el
amor discreto en las noches, en las callejuelas con lápidas,
en las sombras, junto a los ventanales en la penumbra de
los candiles, en los callejones solitarios de la antigua FES y
en las gradas del Teatro Municipal.
Los cuerpos entran en el inevitable delirio nocturno
de senos y vergas.
— ¿Cuánto cuesta un rato?
—Media hora cincuenta, una hora cien. Una mamada
en veinte. Si se viene bien y si no también.
— ¿Dónde están las demás? —preguntó el motoci-
clista.
Clara se aleja y prende un cigarrillo.
—No me gusta que me pregunten por las otras.
El hombre de la moto acelera y desaparece entre los
caserones de la calle General Cabal. Esa noche las putas
no regresaron.
El día anterior Clara había comprado un lápiz Faber
Castell 6B, un borrador y un sacapuntas. Puso el lápiz

34
Ciudad Crónica 2

entre sus dedos largos y encorvados y calentó la mano,


imitando la costumbre de los dibujantes, antes de co-
menzar a hacer trazos. Deslizó con suavidad el lápiz so-
bre un pliego de cartulina, con un trazo firme y ligero,
luego borró una parte de la curvatura para darle forma al
mentón. Los buenos dibujantes no borramos, dice, pero
esta parte es complicada. De ella depende todo: los ojos,
la nariz, los labios. No puede haber margen de error.
— ¿Y las pestañas? —le pregunto.
—Van de últimas.

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Ciudad Crónica 2

Caracol sin caracola


Alexander Campos

No en vano diré Gato, Perro, Ratón, en lugar de los


nombres propios de los victimarios. No en vano diré Aman-
da* y Ramiro* para nombrar (con evidente minusvalía de
belleza) a los aguerridos protagonistas de esta historia, que
empieza en 2006, cuando ambos, cual polluelos cercados
por víboras, cargan a las dos de la mañana un auto oficial
con la ropa, los enseres más urgentes, la somnolencia de
los cuatro niños y aquello que se negaron a regalar durante
el día, para huir de la ciudad acogidos por el programa de
protección a testigos.
En rigor, la historia comienza mucho antes, cuando la
violencia en la Comuna 20 de Santiago de Cali empieza a
salpicar de casas abandonadas aquel núcleo suburbano co-
nocido como Siloé. El fenómeno de pandillas, el microtráfi-
co y la miseria dejan a cada tanto una cosecha de cascarones
de bahareque o ladrillo carcomidos por maleza. Tristes ca-
vernas que se erigen ya sin puertas ni paredes, habitadas por
el silencio y el sol que resquebraja los cimientos de la loma.
Amanda, matrona de férreo talante, sorteó el conflic-
to durante más de veinte años, habitando la bucólica he-

36
Ciudad Crónica 2

rencia materna; la buena tierra que ofrecía por igual plá-


tano y guineo, naranja y mandarina. Frutos con los cuales
levantar a las dos pequeñas y los tres varoncitos (dos de
ellos gemelos) que nacieron del matrimonio. Con la tran-
quilidad del arraigo allí funcionaría, hasta la partida, la za-
patería de Ramiro.
Años más tarde, cuatro desvencijadas paredes intentan
sin mucho éxito retener el recuerdo de aquel hogar. Tejado,
puertas y ventanas han sido removidas. Al anaranjado de
los ladrillos se abraza el tizne de un incendio, que plasma las
sombras de quienes colmaron el lote con bolsas llenas de
basura para después prenderles fuego.
Mejor suerte corren las viviendas abandonadas sobre
las empinadas callejuelas. Solo la acción del tiempo se lee
en las esquinas raídas, en las viejas páginas de periódico
que empapelan cierto pabellón con la mirada de una jo-
vencísima Carolina Cruz. El tiempo que da testimonio de
algún afanado escape, con una prenda no muy llamativa
de ropa interior rosada que se ve languidecer junto a un
Mickey Mouse de hule, sonriente y polvoroso. Y en lo que
fuera una estancia central, la mesa intacta de un compu-
tador, sepultada entre verdura y brotes de una espiga de
redondos frutos bermejos.
La casita de Amanda, en cambio, se alzaba humilde-
mente en la profunda intersección de dos colinas, poblada
por el monte todavía virgen y a considerable distancia de los
pavimentos más próximos. Ese fue el pecado: estar lejos y
estar debajo. Características que pondrían la estructura en
la mira de Sendero, la pandilla que operaba en el sector y
cuyo nombre (el nombre real, sinónimo de esta salvaguar-
da) respondía al estrecho paso que comunica cierto altibajo
del barrio Tierra Blanca.

37
Ciudad Crónica 2

Aunque adolescentes, a principios del nuevo milenio los


miembros de Sendero estremecían la comuna 20 con hurtos
y homicidios desde que, con escabroso empirismo arqueo-
lógico, desenterraran las armas escondidas por el M-19 tras
la fallida toma de Siloé en 1985. Niños enloquecidos con el
poder que otorga un arma en la mano. Que al no ser la única
pandilla, sienten primordial el delimitar el territorio y esta-
blecer fronteras invisibles. Abordar a los jóvenes de trece a
quince años para definir el aquí y el allá, el reclutamiento o
la amenaza. No dejar punto medio.
Y luchando por fundar ese punto medio, crecía Rami-
rito*, el varón mayor de Ramiro y Amanda. Las mejillas
abultadas contradecían el revoltoso peinado y acentuaban
su tránsito de niñez a adolescencia. La camiseta blanca,
el escapulario al cuello, el fondo azul; todo dentro de la
fotografía en su tarjeta de identidad habla, aún hoy, de un
orden adecuado de las cosas; de un estar en su sitio. Una
oquedad en la mirada que atacó el corazón del lente para
fijarse en la posteridad.
“Parcero, venga le digo”, una vez. “¿Cuánto se quiere
ganar, chino?”, días más tarde. “Huela acá y verá qué par-
che”. Las reiteradas negativas del muchacho no les venían
en gracia a los descompuestos miembros de Sendero. Gato,
el más impaciente, se cansó de llamar a Ramirito por las
buenas y, una mañana, enajenado por el humo espeso del
bazuco, hizo caer a toda la banda sobre él cuando volvía del
colegio. Tras apuntalarlo con la boquilla de un revólver, re-
pitieron cada pregunta y comentario anteriormente formu-
lados, ahora en no tan congraciados términos. Pero en cues-
tión de minutos, cierto testigo corría a informarle a Amanda,
quien de inmediato llamó al escuadrón de policía que a su
vez tardó muy poco en hacer presencia y preservar al menor.

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Ciudad Crónica 2

No era aislado ni se debía a la gravedad del asunto. Ante


cada hostigamiento, Amanda contactaba a la estación de
policía para exponer los hechos que perturbaran la tranqui-
lidad de su familia. Fue cuando trabajaba en el restaurante
Pachamama que recibió la llamada de la hija mayor, quien
alertaba que Perro, Ratón, Caballo y Gato habían desfilado
con una nevera y un televisor desde lo alto de Tierra Blanca
y que, ahora, los enormes aparatos robados yacían en un
cuarto de la casa, pues aunque la niña intentó oponerse, la
mirada de Perro la invadió como una sentencia, mientras le
decía “Cállese. Nosotros mandamos aquí”.
El encargado del área era para entonces un adusto co-
mandante de apellido Caballero. Tras examinar la situa-
ción, le preguntó a Amanda si conocía los nombres de los
implicados. Ella, que no era en el sector la única afectada
por las conductas de la pandilla, era, sin embargo, la única
que creía en el deber ser y en los derechos de su familia.
Era, sí, la única que no sentía miedo. Enumeró con nom-
bres y apellidos a los integrantes de la banda (crecidos en
el barrio, hijos de vecinos), como en el recuento de una
procesión de bestias: Mosco, Gorgojo, Rata, Ratón, Gato,
Perro, Cerdo, Caballo, Pato y Liebre. Caballero, en aten-
ción a la valentía de Amanda, le sugirió interponer la res-
pectiva denuncia contra los jóvenes.
Tras la denuncia vino la citación. Ya en la fiscalía, el
juez encontró a diez menores desgarbados y barrigones
defendidos por una madre de familia (la de Cerdo), que
negaba todo lo ocurrido, despotricaba de Amanda y aludía
todo el tiempo a la minoría de edad de los acusados. Pese
a la fe de la demandante en el debido proceso, todos que-
daron libres y fumaron marihuana en las esquinas como
de costumbre aquella misma tarde.

39
Ciudad Crónica 2

Se acrecentaron entonces las anónimas bolsas de orina


que caían en el tejado de la casa. Las secretas pedradas. Des-
aparecieron con mayor frecuencia los envases de solución
de la zapatería de Ramiro quien, machete en mano, empezó
a hacer guardia nocturna para evitar las incursiones de los
intrusos. Y Amanda, inamovible, digitaba cada vez más y
con mayor tenacidad el número de la policía, que (“todo
hay que decirlo”) acudió siempre con prontitud de película.
Asimismo, bajar a instaurar denuncias por cada abuso se
convirtió en el viaje acostumbrado de la mujer.
Por supuesto que Amanda temía por la vida de su hijo.
Sendero, escuadrón insaciable, barría con la juventud de
Tierra Blanca. En días pasados, la comunidad aterrada co-
mentaba el asesinato de Jorge*, un lánguido joven de dieci-
séis años que se cruzó con la pandilla de forma inadecuada
y recibió una paliza que le desprendió los órganos antes de
ser fulminado con cinco disparos. Porque, eso sí, el salvajis-
mo fungía como huella dactilar de Sendero; se encontraban
poderosos por ser muchos, fuertes y juveniles.
Los hostigamientos aumentaron al punto de plantear
a la pareja la posibilidad de irse. No serían la primera ni
la última familia en escapar de un conflicto armado en el
país. No eran muy distintos a los campesinos que huye-
ron de los paramilitares, los hacendados que huyeron de
las guerrillas o los mismos vecinos que vieron a la muerte
avecinarse en esta generación, heredera de la guerra, cuyos
tesoros fueron las caletas colmadas de armas que impar-
tirían las reglas en el nuevo juego de la violencia. Pero si
ya en una casa propia vivían en precariedad, ¿qué sería del
afuera? ¿Qué sería de los niños sin pan, sin frutos de la
tierra? Irse no era una opción y, para ambos, en manos de
la ley todo estaría bajo control.

40
Ciudad Crónica 2

Claro que de vez en cuando una convicción puede


flaquear. Para Amanda, esa vez llegaría muy temprano,
al despuntar matutino que exige el trabajo en un restau-
rante. El café bien oscuro, las primeras luces del día, una
madrugada cualquiera. Pero al asomarse a la puerta, lista
para salir, la escena del asesinato de Jorge pasaría de tor-
turar su mente a torturar sus ojos, con un protagonista
distinto llamado Hugo*. Esta vez no hubo disparos, pero
vívidas y recias, llovían sobre el joven maldiciones y pa-
tadas. En el par de segundos que vio, cada golpe era para
Amanda una confirmación de la maldad que amenazaba
su hogar. Cada puntapié se asestaba por igual en las cos-
tillas de Hugo y en los recuerdos de la Siloé de antaño. El
cuerpo iba y venía, casi flotando entre los ataques, hasta
que un crudo pisotón desprendió un ojo de su cuenca,
convocando todo el dolor y la zozobra de Amanda en un
nítido alarido de pánico. Uno que espantaba a los crimi-
nales y la convertía en único testigo viviente.
Ramiro aprendió el arte de la zapatería cuando su
madre y su hermano Fabio* cayeron en prisión. A Doña
Flor*, que trabajaba atendiendo mesas en un bar del cen-
tro de la ciudad, la apresaron por reventarle una botella
en la cabeza a un cliente que solía propasarse. Fabio, por
su parte, pagó los platos rotos de un asalto que dos de sus
amigos realizaron en Guacarí. Así quedó solo Ramiro, en
un inquilinato de El Calvario, cuyas habitaciones ocupa-
ban cada noche los jíbaros, los indigentes y las prostitutas.
En su momento, también Ramiro conocería la cárcel,
ya que, encomendado por Doña Flor, debía llevar encargos
al “compadre”, un negro invidente que tomaba el índice de
los niños para hacerles tocar una bala que tenía alojada en
la cabeza. Al enterarse, los demás inquilinos le pidieron al

41
Ciudad Crónica 2

joven llevar con él a otros niños a la cárcel de Villanueva,


para visitar a sus familiares cautivos. Él los llevó gratis un
par de veces antes de cobrarle a cada uno por el paseo. Una
vez (cuenta como si fuese un chiste) los infantes alarmados
vieron a un hombre que desde afuera de la celda, con el
sexo entre los barrotes, golpeteaba el trasero de un preso
acuclillado. Ramiro los retiró de inmediato, mientras entre
risas un guardia le decía “así cobran los abogados”.
“Pero no le voy a quitar un peso a nadie”, se dijo en la
soledad de las calles de El Calvario el delgadísimo Ramiro, a
quien una temprana afección del oído le hace variar el volu-
men de la voz mientras habla. Y en una zapatería del centro
ubicada tras el colegio Antonio José Camacho, donde fra-
ternalmente le apodaban “Cococho”, empezarían a la vez
su carrera de zapatero y sus escamoteos a la muerte.
La primera vez, sentado bajo un vacilante ventilador
que pendía del techo, Ramiro remataba de mala gana un
par de zapatillas y refunfuñaba sobre el poco espacio que
le quedaba para trabajar tras la instalación de una máquina
del otro lado del local. Se levantó malhumorado a depositar
los zapatos en el mentado artefacto, cuando un estruendo
paralizó la producción, seguido de los gritos de los demás
obreros que alternaban “¡Jueputa!” y “¡Cococho!”. Al girar,
Ramiro encontró los restos de su asiento, extinto en el apa-
ratoso caer del ventilador.
La siguiente ocurrió en 2002. “Ahí fue donde yo dije:
los amigos”. Una vez acabado el habitual partido de fútbol,
los veinticuatro zapateros se reunieron a jugar parqués y
compartir la caneca de aguardiente. Sumada al agotamiento
de la jornada, la embriaguez hizo que Ramiro se dispusiera
a salir. Los compañeros, que sabían que con él se iba el di-
nero de la caneca siguiente, lo persuadieron para quedarse

42
Ciudad Crónica 2

e inhalar (por primera vez) un polvillo blanco que quitaba


todo cansancio. Llegó la segunda botella. Pero en un punto,
a Ramiro le entró la loquera: tomó la bicicleta y pedaleó con
furia, nublada la vista, hasta encontrarse de frente con un
taxi y volar frente a la 14 de Cosmocentro. Despertó en el
hospital con la clavícula enyesada tras dos meses en coma,
victorioso de un procedimiento para desvanecer el coágulo
de sangre que le quedó en el cerebro. Tras demandar al ta-
xista, consiguió una compensación de cincuenta mil pesos
que invirtió en un maletín para enviar a Ramirito al colegio.
A nadie sorprenderá que ahora, que sentados en la nue-
va zapatería Ramiro me enseña con detalle el mapa de sus
cicatrices, veo con admiración la cartografía de una con-
quista: la supervivencia contra todo pronóstico, el extremo
tesón de prevalecer. Por tanto, sonriente de asombro sobre
un improvisado mueble, rodeado de calzados que se amo-
tinan en torres por el estrecho local, escucho la historia de
una larga cicatriz que le surca el antebrazo.
Es la marca de bienvenida que le dio Cali en 2011. En
la vivienda de turno, Ramiro subía una escalera sin barandi-
llas con una poltrona al lomo, cuando el cableado entre dos
postes lo enredó para escupirlo en las rejas de la entrada. La
mano y la pierna, ensartadas en el metal. Pese a la gravedad
de las heridas, la clínica le negó todo servicio, dado que al
dimitir del programa de protección a testigos había perdido
la aseguradora, que a su vez lo retiró antes del amparo del
SISBEN. La mano, solo cosida en dos rudimentarios sa-
lientes suplicaba cirugía; un particular les ofreció practicarla
por dos millones de pesos. A ellos, que para comprar la
antitetánica tuvieron que empeñar los aretes de Amanda en
diez mil. Durante los nueve meses que tardó el trámite para
afiliarse de nuevo al régimen subsidiado, Ramiro vendió ci-

43
Ciudad Crónica 2

garrillos en la calle y trabajó en jardinería. Cuando al fin


accedió a la operación, recibió la noticia de que no podría
martillar un zapato más. Todo esto lo narra antes de asestar
el martillazo final a un fino mocasín de cuero y lamentarse
de no poder girar la muñeca para ver la hora en el reloj.
Cada mañana en El Calvario, Doña Flor daba a Ramiro
un par de billetes que él en obediencia entregaba a los po-
licías en la puerta del inquilinato. Ya muy sagaz, el niño le
decía “usted está es trabajando pa’l gobierno, má. Móntese
una tienda, que le va mejor”. Y le fue mejor, de hecho; un
hombre medianamente adinerado la desposó años después
y la sacó para siempre de El Calvario, dejándole escriturada
una casa en el Barrio Colón antes de morir.
Para Ramiro llegaría al fin un favor del destino, cuando
tras años de solicitudes denegadas, viajara a conocer a su pa-
dre acompañado de la ya confortada Doña Flor. El hombre
era un antioqueño sereno que vivía reclinado en una mece-
dora, observando a las vacas que pacían a ritmo letárgico.
Reconoció en la estampa del joven Ramiro un reflejo del
pasado y fue feliz de tener un hijo. Tanto así, que la poste-
rior notificación del fallecimiento del tranquilo provinciano
indicaba a Ramiro como único heredero de aquella finca de
Sonsón. Sin embargo, ya alistando maletas para mudarse a
Antioquia con Amanda y los niños, llegaron noticias de que
el predio era ocupado por un pelotón de las FARC coman-
dado por alias Karina. Tras la desmovilización de la guerri-
lla, se irían ellos -dice-, pero llegarían otros.
Algo similar ocurriría con la casa de Doña Flor. Una
vez difunta la mujer, solo Ramiro y su hermano (quien no
tenía parte en la finca de Sonsón, ya que no tuvo nunca
el apellido del padre) tenían derecho a un dividendo de la
casa. El hermano de Ramiro, acomodado en buena posi-

44
Ciudad Crónica 2

ción y librando una batalla judicial con el Estado por en-


carcelamiento arbitrario, aseguró que no tenía necesidad
de percibir algo del predio. Y sin embargo la hija de Fabio,
un beligerante intento de adultez con un par de hijos no
deseados, se apoderó cual okupa de la casa de Doña Flor,
incluso antes de que ella falleciera, negándose a todo rue-
go de conciliación con Ramiro y amenazando a su familia
para no dejarle acercar a la propiedad.
Y aquí está Ramiro: con una finca llena de actores ar-
mados. Con una casa a merced de la violenta intransigen-
cia de su sobrina. Con el lote del matrimonio, de apenas
cuatro paredes erguidas entre cenizas de basura. Todo a su
nombre y nada suyo. El sol de la tarde entra de lleno en el
local, engrandece el polvo sacudido en el aire y evapora el
sudor en la frente del zapatero. Reunir lo del arriendo, pa-
gar al gota-a-gota, buscar una casita más barata; con afán
de nómada, asegurar un techo cada noche a su familia;
caracol sin caracola.
“¡Amanda, le dispararon a tu hijo!”, gritó desde la ca-
lle una vecina. Y Amanda, durante los minutos en que
corrió al encuentro, se mantuvo sumida en un enajenado
silencio. Dejó de entender el lenguaje de la vecina que
narraba lo ocurrido. Era una carrera contra la grieta que
hendía, ahora definitivamente, su extenuada voluntad.
Fuera de la discoteca, una ronda de curiosos cercaba al
herido. La mujer se abrió paso hasta ver la sangre que
manchaba la ropa del joven y experimentar en secreto un
mordaz alivio: era su sobrino.
Dos disparos en la pierna mientras bailaba con un par
de amigas. Era claro el motivo: tener a Amanda como tía.
Ella misma, desde la mañana en que presenció el asesinato
de Hugo, había sorteado ya una plomacera que con pésima

45
Ciudad Crónica 2

puntería le descargaron Ratón y Liebre cuando asomaba a


una ventana. En las noches, volviendo del trabajo, perci-
bía las siluetas que se recortaban de las sombras de los ca-
llejones, a la espera de encontrarla sola. Por fortuna hubo
siempre un transeúnte conocido que la acompañara hasta la
puerta del hogar.
Y un día, mientras Amanda lavaba ropa, Rata apareció
ciñéndole a la espalda una abertura de metal. Desvariaba in-
sultos en medio de la traba cuando Francisco apareció, ma-
chete en mano, con un vociferado “¿qué pasa, amistad?”.
“Nada, padre, nada” diría Rata antes de resguardar el arma
y perderse entre la verdura.
Fiel al propósito de comisionar el yugo, Amanda incan-
sable imponía querella tras querella contra los integrantes
de la banda. Las familias de Hugo y Jorge, envalentonadas
por las demandas que interponía la mujer, se atrevieron a
instaurar las demandas respectivas por los asesinatos de
los jóvenes. Sendero, la sádica antagonista, con idéntica
sed de muerte que al desenterrar las armas años atrás, pro-
fanó las tumbas de los muchachos y, entre bromas y crue-
les mímicas, los miembros jugaron fútbol con la cabeza de
ambos occisos en la noche del Cementerio de la Aurora.
Fue por esas fechas de terror que Ramirito, alborozo
de la vida, accedió a acompañar la diligencia de un amigo.
Quizás porque la juventud da la sensación de bienestar
garantizado, el hijo mayor de Amanda y Ramiro no calcu-
ló el peligro al que estaba expuesto en las esquinas de su
propio barrio. No dimensionó la suma de los asaltos que
le hicieran en virtud de las fronteras invisibles. No tuvo en
mente lo crucial que era su casa como fortín de los crimi-
nales. Mucho menos imaginó el silencio de muerte al que
la pandilla obligaba a Amanda.

46
Ciudad Crónica 2

Sedienta, la bala hizo inventario de órganos: riñón, pán-


creas, hígado, pulmón. Y antes de abandonar el cuerpo,
acorde a su carácter de proyectil venenoso, desprendió el
músculo primordial de Ramirito, quien quedó tendido en el
pavimento que crecía hacia la luz.
“¡Amanda, le dispararon a tu hijo!”, oyó de nuevo la
mujer, que casi se sonrió por lo desacertado que le resulta-
ba el chiste. De entrada, le parecía ilógico asociar el mor-
tífero estruendo de un arma con la despedida de Ramirito,
que no tenía más de tres minutos de ido. Pero sería mucho
el tiempo de su ausencia, pues a casa no iba a volver. Lo
llevaron al hospital San Juan de Dios, de donde fue remiti-
do al Hospital Departamental y donde intentarían sacarlo
del estado de coma, tal cual Ramiro regresara con la lec-
ción aprendida tiempo atrás.
Las amenazas y hostigamientos se agudizaron. Cuan-
do Amanda volvía a casa tras cuidar de su hijo agonizan-
te, los victimarios la abordaban en el camino para decir-
le “Cuidadito con soltar la lengua. Ya sabe”. Y ella sabía.
Pero como vampiros excitados con los botines de sangre,
los pandilleros recrudecieron los castigos. Amedrentaban
con saña para mantener a la mujer callada. Irrumpieron a
la casa vacía y asesinaron a golpes a la perra de la familia.
Se treparon al tejado, hasta cuatro de ellos, derribando las
tejas con saltos y gritos. Y una mañana, cuando Amanda
iba con los gemelos de seis años a la escuela, uno de los
pandilleros más voraces se lanzó en una bicicleta contra el
pequeño que iba a la izquierda.
El 26 de diciembre de 2006, Ramirito volvió en sí. En-
contró a su madre llorando de júbilo y congoja en la sala
del hospital. La tomó de la mano, con las fuerzas de un
extinto, para rogarle “Má, váyanse de allá, que a mis her-

47
Ciudad Crónica 2

manos no les toque lo mismo”. Y abandonarse a la muerte


con apenas dieciséis años.
Con el episodio del Cementerio de la Aurora en mente,
Amanda consiguió para los restos de Ramirito una bóveda
muy alta, de difícil acceso. En días posteriores, una sobrina
le contaría que, dirigiéndose a visitar la tumba de su primo,
vio a lo lejos cómo los miembros de la pandilla, entre una
ebriedad de vulgaridades, lanzaban rocas a dicha bóveda.
Y ese quedaría como ultraje final de Sendero a la familia
de Amanda, pues no bien iniciado el año nuevo, en Febre-
ro de 2007, un juez de control de garantías dictó medida
de aseguramiento a diez integrantes de la banda. Un desfile
de bestias que pasearía por los tribunales hasta octubre de
2009, cuando se realizó la lectura de sentencia. Fueron juz-
gados como mayores de edad y se determinaron las penas
según la participación de cada implicado en los crímenes de
concierto para delinquir agravado, homicidio y porte ilegal
de armas, oscilando entre 30 y 45 años de condena.
Gato, el infeliz, el inhumano, juró soportar cuarenta
años sólo para salir a picar a Amanda.
El informe de medicina legal evidencia que Susana*
fue abusada sexualmente, con lujo de oprobios, mientras
dormía el sueño de un potente somnífero. Dado que la
Fiscalía encarga a particulares el cuidado y mantenimiento
de la familia acogida por el programa de protección a tes-
tigos, ubicada para entonces en el anonimato de un subur-
bio en Bucaramanga, el hombre que llevaba los mercados
y atendía la evolución del proceso -un ya canoso lugareño
de más de cincuenta años- ganó la suficiente confianza
como para sacar a la menor de la casa, dejarle una pastilla
en la bebida y regresarla en aparente normalidad al cuida-
do de los padres.

48
Ciudad Crónica 2

Para Amanda y Ramiro, que contra su voluntad aban-


donaron la casa en Siloé, incluso ignorando por algunos
meses la petición última del hijo fallecido, la noticia es de-
vastadora. Una nueva tranquilidad frustrada, que les trae
al recuerdo la paz que dieron por hecha tras la captura
de la banda. Creían que por leyes divinas toda conquista
significaba una renuncia, que en su momento fue la vida
de Ramirito. Pero los jóvenes condenados también tenían
madres y familias que vieran por ellos. Familias que mul-
tiplicaron la venganza al punto en que llegó a oídos de
Amanda un elaborado plan de sus vecinas para desmenu-
zarla a puñal. Noticia que de inmediato puso en conoci-
miento de la Fiscalía, que siendo poco más de las dos de
una tarde a mediados de 2007, la contactó para ordenarle
que empacara lo más liviano, regalara lo más aparatoso y
alistara a los niños para el viaje.
Con la promesa de tranquilidad en otra tierra suplieron
el dolor del desarraigo, el ir de Bogotá a Tolima, de Tolima
a Bogotá, de Bogotá a Bucaramanga. Insulsos maniquíes de
la burocracia penal. De Cali les llegaban siempre noticias de
un martirio inacabado; de puertas que forzaban en la noche,
de tejas que caían de improviso. De su antiguo recinto ve-
nido a menos.
Y ahora Susanita violada**. Tal vez en las ocupaciones
diarias hubiesen encontrado derrotero para tanta pena,
pendientes de asuntos más afables y vitales que la paz que
no llegaba. Pero el programa de protección -según cuenta
Amanda ahora- nunca les brindó una reubicación integral.
“Te sacan de tu casa y te ponen a salvo en otro sitio don-
de nada te pertenece. Todo a tu disposición, sí, pero es
de ellos. Y nadie te recomienda porque nadie te conoce.
No puedes trabajar porque la pobreza en el país es pareja.

49
Ciudad Crónica 2

Acabas como una mascota, alimentada y segura, pero re-


cluida, improductiva”.
Así es como, cargados de nostalgia y claustrofobia,
atienden al llamado de Saúl*, el hermano discapacitado de
Amanda que se encuentra en grave estado de salud, y re-
gresan a Cali en 2011. Si la ansiada armonía no está desti-
nada para ellos, da igual aquí con los suyos, que allá en so-
ledad. Se retiran formalmente del programa de protección
a testigos y reciben un último monto que, según dirán,
se les diluye entre trasteos, arriendos y servicios médicos
para su hermano.
El trasegar iniciado aquella madrugada en que la fis-
calía se llevó a la familia, está signado (aún hoy) por cons-
tantes mudanzas como la del accidente. La pobreza del
arrendatario obliga a estar en la permanente búsqueda de
un sitio más económico. Además, a la hora de aspirar a las
casas que entrega el gobierno de Juan Manuel Santos y los
subsidios estatales para el Fondo Nacional del Ahorro, los
operadores desconocen siempre que sea un caso de des-
plazamiento forzado, ya que Ramiro y Amanda viven en la
ciudad de la que dicen ser expulsados, no enfrentan acto-
res armados de operación rural y figuran como dueños de
una propiedad en Siloé.
Saúl es de los pocos restos de familia que conserva
Amanda. La primera en morir fue una hermana, en el 85,
con 18 años; víctima de un militante del M-19 que no tomó
a bien la ruptura de su relación, y dibujó un gran boquete
en la pared de adobe, la cabecera de la cama y el pecho de
la mujer con un disparo de fusil. Al hermano mayor lo ful-
minó un sicario el 30 de diciembre de 1990, por adeudar
$100 000 a un gota-a-gota. Un año después fue la madre
de Amanda, a quien el corazón se le llenó de muerte y

50
Ciudad Crónica 2

se dejó ir de un infarto. El primer primo, dieciséis años,


cuatro tiros en la cabeza. El segundo, veintiuno, pagó a
la medianoche su romance con la mujer de un policía. Al
tercero, un amigo aún delirante por la fiesta de la noche
anterior, le pidió ocho mil pesos; no tenerlos le valió cua-
tro tiros a los 22 años.
El último primo estaba también en el programa de pro-
tección a testigos en Medellín; al volver lo asesinaron con
una paliza inenarrable. Al último hermano, el primer balazo
le quitó la movilidad en las piernas. Al hospital le llegó un
ultimátum. A la casa llegó otro. Aunque una tía le ofreció
llevarlo a Cartago, él decidió morir en Cali. Le pidió a Saúl
que lo llevara fuera para ver en una tienda el partido Ca-
li-Millonarios. Saúl lo llevó a cuestas a lo que sería el teatro
de la muerte; dieciocho disparos, veintidós años.
Saúl, sin embargo, no era el familiar predilecto de na-
die. El disparo que lo postró fue producto de sus andan-
zas. Sufría de un leve retraso mental y había sido el dolor
de cabeza de la pareja durante su estadía en Cali. Ramiro
dice que, con frecuencia, Saúl intentaba tocar a Amanda
con resuelta lascivia y la perseguía hasta el baño. También
las vecinas iban a la casa para quejarse de que intentaba
propasarse y estrecharlas, sin disimular la excitada libido.
Le lanzó piedras a Ramirito cuando bajaba mandarinas del
árbol; le arrojó café caliente a Susana al saber que no podía
beberlo. Y estando Amanda en embarazo de los gemelos,
la atacó con una cadena que le inflamó el brazo al instante.
Fue el reclamo por ese ataque lo que le costó a Ramiro
la porción hundida que tiene en la parte trasera del cráneo.
Desde arriba de la loma, Saúl lanzó un ladrillo que le abrió
la cabeza a su cuñado. Era mediodía y el sol en pleno rese-
caba la profusa hemorragia. “Pero me la he de cobrar”, dijo.

51
Ciudad Crónica 2

Y cierta tarde, al reclamarle de nuevo, tuvo la oportunidad.


Saúl volvió a desbocarse y la emprendió armado con un
pico de botella. Tras esquivar la estocada, Ramiro se giró
machete en mano y le voló un meñique a su oponente. De
inmediato fue a la fiscalía y expuso la cadena, el ladrillo,
el caso completo. Quien lo atendió pudo ver las cinco de-
mandas por agresión interpuestas contra Saúl por mujeres
embarazadas. Le preguntó a Ramiro si el susodicho había
respondido por los daños causados por el golpe del ladrillo
(gastos en la clínica, dos meses de incapacidad, constantes
dolores de cabeza). “No, nada”. “¿Nada?... Listo, váyase”.
Estando ya en la puerta, oyó: “¡Señor! Se le quedó la cé-
dula”. Regresó, dio las gracias, tomó la tarjeta y atendió el
susurro que le sugería: “Y recuerde: los muertos no hablan”.
Era un consejo de tremendo valor. Denotaba que inclu-
so el debido proceso tenía sus vericuetos y vacíos y que, en
determinados casos, el camino estaba en la justicia por pro-
pia mano y la legítima defensa. Por tanto, se paraba siempre
con aire seguro y contundente con la peinilla asida a la espe-
ra de un embate. Confió a ese último recurso la protección
de su familia; hasta que murió Ramirito, claro está.
Tenía en mente a los verdugos de su hijo; los que que-
daron libres y pasaban cada día frente a la casa. Pensaba en
la necesidad de completar la inacabada justicia. Y enton-
ces, un muchacho vecino pasó a exhibir un arma artesanal.
“¿Cuánto?”, preguntó Ramiro, concentrando en el rostro
un severo albor. “Ofrezca, patrón”. Acordaron doscientos
mil pesos que, en cualquier caso, Ramiro no tenía.
A la mañana siguiente, con los diez mil producidos del
día anterior, se dirigía a abastecer de verduras la nevera,
cuando lo detuvo un pequeño rollo que enrarecía el suelo
de la avenida. Lo levantó para encontrarse cuatro billetes de

52
Ciudad Crónica 2

cincuenta mil pesos envueltos en una pasada empuñadura.


Entendió de súbito el mensaje divino; hizo en su mente
la enumeración de sufrimientos, uno a uno. Las intimida-
ciones, el maltrato; la memoria del primogénito que exigía
justicia para su familia desde el otro lado de la existencia.
Y así lo hizo: a la madrugada, aferrado a la pequeña
fortuna, sacó a su familia de Siloé.

*Se rumora que para la fecha (10/2017), merced a múltiples rebajas


de condena, los miembros de la pandilla podrían estar cerca de quedar
en libertad. El expediente que contiene y corrobora los hechos aquí
consignados, los nombres reales, las fechas exactas, las 28 pruebas
físicas usadas para efectuar la condena, existe y reposa en el Centro
de Archivo de los Juzgados Penales de Cali, ubicado en las instala-
ciones del Palacio de Justicia. Hasta ahora espero la confirmación de
mi solicitud de acceso a dicho registro, ya que se me han puesto toda
suerte de obstáculos burocráticos para revisarlo, puesto que (según
defienden), aunque documento público, solo quienes son parte en
el proceso pueden consultarlo. Los protagonistas, cuyos nombres se
han cambiado para proteger su identidad, se reservan el derecho de
consultar el expediente.

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Ciudad Crónica 2

El desempleo:
pasaje de ida a la miseria
Alexander Giraldo

Esta es una historia real, no le sucedió al amigo de un


amigo, me pasó a mí. Y le sucede a más de cinco millones
y medio de colombianos.
Es diciembre 23 de 2015. Hoy termina mi contrato de
un año como asistente de comunicaciones en el IEP (Ins-
tituto de Educación y Pedagogía) de la Universidad del
Valle. Llevo seis años en Univalle, me gradué el 15 octubre
como Comunicador Social y Periodista. No quería estar
más aquí. Quería salir a la vida real, conocerla. Con mucha
arrogancia, confieso, y no menos ingenuidad, abominé de
la zona de confort en que se convierte la universidad para
muchos egresados.
Meses después, a merced del hambre, del sol y de las
deudas pensaré en este momento; pensaré sin cólera y sin
remordimiento y diré: si vas a hacer lo que quieres, tam-
bién te va a pasar lo que no quieres. Hace tiempo encontré
esta frase de John Wayne y se quedó para siempre en mi
memoria: “La vida es dura. Y es más dura si eres estúpi-
do”. John Wayne será mi látigo. La suma, la resta, la mul-
tiplicación y la división, mis oraciones, mi biblia.

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Ciudad Crónica 2

Enero de 2016. De 48,5 millones de habitantes en Co-


lombia, 5,8 millones andan desempleados y yo soy uno de
ellos. Las estadísticas del DANE1 arrojan que la tasa de des-
empleo en Cali, hoy, es del 11,4%. En Cali y sus alrededores
con 2 millones 40 mil habitantes. Es la novena ciudad más
desempleada y yo recorro sus calles todos los días, sin en-
contrar trabajo, y hay otros 159 mil como yo. Tal vez igual
de impotentes. A lo sumo, igual de desesperados.

Una visita a la agencia de empleo


Febrero 8. Llevo más de un mes buscando ofertas la-
borales. Estoy sentado frente a un televisor en la agencia
de empleos de Comfenalco. Miro un video en el que gen-
te de Buenaventura busca trabajo digno para alcanzar sus
sueños. En uno de los cubículos de atención, un mucha-
cho blande un atado de documentos para reclamar su sub-
sidio de desempleo: 172.364 pesos mensuales (57 USD).
En otro cubículo una funcionaria le dice a un viejo: ¿Tie-
ne caja de compensación? ¿Ha aportado a pensión antes?
Otro video institucional: gente con familia, piscinas, risas
bajo el sol: el confort básico del asalariado. Espero por
mi cita de orientación psicológica, tengo la ficha 16. Un
hombre de olor amargo y dientes amarillos no para de re-
correr la oficina de un extremo al otro. Todos lo miramos.
Parece el portador de algún secreto que se niega a revelar.
Espero quince minutos hasta que nos invitan a seguir por
entre una colmena de cubículos bañados en luz blanca. El
cubículo es así: cuatro sillas, un escritorio, un computador,
una mujer. Somos cuatro: Dayana, Astrid, Diana y yo. Nos
atiende una mujer blanca, que se sienta rígida, mueve las

Departamento Administrativo Nacional de Estadística


1

55
Ciudad Crónica 2

manos como presentadora de televisión, su voz es suave


y dulce, como de amansar pájaros. Se llama Lisset y es
psicóloga ocupacional. Lisset hace unas muecas horribles
y parece no percatarse. Pregunta de dónde vengo, cuánto
salario quiero devengar, mis anteriores trabajos: Ningu-
no como profesional. Ella me observa y apunta. Termi-
na conmigo y continúa con las chicas. Dayana tiene, al
menos, cuarenta y cinco años. Cuando Lisset le pregunta
cualquier cosa se exalta amarga y violentamente contra to-
das las empresas para las que ha trabajado, contra todas
las empresas que han existido y contra todas las que van a
existir. Empresas que cambian de razón social cada cinco
minutos, sin prestaciones, con contratos denigrantes. La-
boró quince años en una, laboró cinco años en otra; estu-
dió en el SENA. Ahora anda desempleada. Su profesión:
asistente quirúrgica.
Habla Astrid, ingeniera industrial de la Universidad
del Valle. Trabajó dos años en una empresa hasta que el
contrato por prestación de servicios se acabó. Ahora va
a la caza de un nuevo contrato. Diana es un año menor
que yo, tiene cara de vieja y el cuerpo de veinteañera. Su
historia es casi una fotocopia de las anteriores. Pierdo los
detalles por andar tomando nota de impresiones fugaces
que me arden en la cara como si estuviera frente a una
hoguera. Aquí, en este cuartito de dos por dos, te recibe el
futuro. Te dice: Hola. Te dice: esta es la vida difícil de con-
tratos a tiempo definido, malas prestaciones y cuentas de
cobro (con requisitos infinitos) que vas a tener de ahora en
adelante. Bienvenido al futuro -te dice este cuartito pálido
y ascético- y no hay nada más que puedas hacer.
Trabajaría en un call center, trabajaría como auditor de
medios, o como digitador. Siempre que aparecen nuevas

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Ciudad Crónica 2

ofertas en computrabajo.com maquillo mi perfil, borro


datos, mutilo experiencia, me rebajo con tal de conseguir
una entrevista. Hace poco mandé una hoja de vida a una
oferta de comunity manager en el museo La Tertulia: no
me llamaron. Envié otra para comunity manager, en una
empresa de moda femenina: no me llamaron. Otra para
comunity manager, de medio tiempo, en una empresa de
químicos: la misma suerte. Aparece una oferta para otra
empresa (una de moda femenina): solo aceptan hojas de
vida de mujeres. Hasta allá no me alcanza el maquillaje.
A veces me da vergüenza pensar cómo verán mi falta de
experiencia quienes revisan mi hoja de vida.

El MIO: pasaje de ida a la tristeza


Mi sistema es simple, mi sistema es brutal: si un rapero
nombra la palabra Dios o la palabra calle en una de sus
canciones no le doy monedas. Mi sistema funciona. Las
repiten una y otra vez en sus versos. El primero una enti-
dad abstracta, metafísica, trascendente, a la que se aferra
la mayoría de los desempleados. La segunda una entidad
material, real, palpable. Un lugar que uno se imagina como
el último recodo donde acabará si no consigue trabajo:
está en la calle, dicen, quedó en la calle.
Según fuentes de la Secretaría de Bienestar Social de
Cali, de seis mil indigentes que pueblan sus andenes, la mi-
tad son profesionales que en algún momento de sus vidas
perdieron el empleo. Seiscientos de esos seis mil no con-
sumen drogas ni alcohol, solo habitan la calle.
En las tardes de calor el MIO huele a excrementos,
sudor y orina. Se monta la vendedora de caramelos con
Isaías 45: 2 y 3; Hechos 17: 6b [Estos que alborotan el
mundo también han venido acá] estampados en su cami-

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Ciudad Crónica 2

seta azul rey. El vendedor de bananas con una pequeña


guitarra sin cuerdas colgada como un collar. Su cabeza es
la cabeza de un fosforo gigante y marrón de tanto chupar
sol. Se sube un vendedor de Frunas, una por quinientos,
tres por mil. En su brazo derecho lleva un tatuaje que
reza: My Family.
—¿Saben qué le di a mi madre de día de la madre? —
dice el viejo— nada, porque no tengo nada.
Dice que viene de la Hormiga, Putumayo, cerca al río
Amazonas. Dice que es desplazado, que tenía nueve vaqui-
tas, que una gente le quitó la finca. Dice: buenas tardecitas.
Usa diminutivos para narrar su desgracia tan grande. Lleva
alpargatas, un poncho con un caballo marrón estampado y
usa un sombrero. Es delgado, parece un niño envejecido y
consumido por una enfermedad terminal. Lleva dos cajas
de chiclecitos en las manos, aporte voluntario, lo que me
quieran dar. Dice que anda con su familia, que su mamá
tiene 102 años y su papá 101.
Se sube el rapero, se sube el guitarrista, se sube el des-
plazado, el vendedor de lapiceros rehabilitado de las dro-
gas, el vendedor de sopas de letras, el enfermo de sida, la
vendedora de maní, y Eduardo Camacho Ospitia.
Alto, delgado, uñas largas, dientes amarillos, con la
pinta de un profesor que acabara de escapar de un campo
de concentración. Repite la palabra Dios, en su discurso,
setenta y cinco veces por minuto. Pliega las manos, dice
que era profesor de inglés, que vive bajo un puente de la
autopista sur con quinta, que tiene un doctorado de una
universidad de Boston, que cambia clases de inglés por co-
mida. Aquel pajarraco desastrado repite como una oración
su correo electrónico. Lo abordo, me dice que le escriba
a su correo para concertar una cita. Según él, tiene mucho

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Ciudad Crónica 2

para decir. Nunca contesta. Lo busco en Facebook: en su


foto de perfil se ve joven y limpio, usa gabardina y carga a
un niño en hombros. Una mujer blanca, bajita y delgada,
vestida de rojo lo acompaña. Ella mira a la cámara. Él no.
El 29 de junio de 2013, a las 12:50 de la madrugada, alguien
comenta la foto: “Que bien te ves, todavía me acuerdo de
los viejos tiempos”.
A través del parlante de los buses del MIO, cada tres,
o cinco minutos, una voz dice: “Ciudadano, recuerde, el
MIO no es un espacio para promover la mendicidad, pré-
dicas, ventas ambulantes o actividades artísticas no autori-
zadas a cambio de dinero…”.

El desempleado es un hombre o
una mujer con sueños
Febrero 12. Mi casa en Cali es blanca, con cuatro pi-
sos y terraza, donde en las noches se ve la ciudad como
un lago de estrellas. Desde octubre de 2015 convivo con
cinco personas, entre ellas, Jack, un gringo; Fabian, ale-
mán y Manuel, un músico. Unos se han ido, otros han
llegado. En mi cuenta bancaria tengo 366.834,73 pesos.
Es lo único. Hoy debo pagar 200 mil del arriendo. Con
166 mil debo sobrevivir hasta el diez de marzo. Si no he
conseguido trabajo tendré que abandonar Cali y regresar
a Palmira a la casa de mis padres. Me patea la impotencia.
Como Arturo Bandini, en el primer párrafo de Pregúntale
al polvo, dejo todo de lado y me voy a dormir. A tratar de
dormir a las 8:47 de la mañana.
Febrero 13. Hoy apliqué a cuatro ofertas laborales:
una para digitador temporal en una EPS y tres para agente
de contact center.

59
Ciudad Crónica 2

Involución
Un sol incendiario cuelga del cielo. Bajo en bicicleta
por las calles empinadas de San Antonio, atravieso un
collar de fachadas coloridas y de restaurantes que pu-
lulan en casas antiguas. En mi camino veo una de esas
espaldas color camarón que delatan siempre al visitante
extranjero (europeo sobre todo). Llego a la calle quinta,
bajo hasta la carrera cuarta. Los carros no dejan de pa-
sar. El sol me susurra su aliento infernal en la nuca, en la
espalda, en la cabeza, siento que voy a estallar. Apenas
tengo 21.100 pesos en el bolsillo. No he conseguido ni
una sola entrevista de trabajo. Al llegar a la quinta con
quinta, una chica le toma una fotografía a otra chica re-
costada contra el muro de una panadería. Estoy a unos
diez metros, la fotógrafa alza su smartphone y encuadra
a su amiga. Siento un impulso: sería fácil estirar la mano,
darle un raponazo.
Termino en la plaza de Caicedo. Un fotoperiodista,
ex trabajador de elpais.com, me dijo que este podría ser
el lugar con más desempleados por metro cuadrado de la
ciudad. Si Cali fuera la capital mundial del desempleo esta
plaza sería su sede administrativa. Hay ancianos doblados
por la vida, tuertos, cojos, anoréxicos, prostitutas, bebe-
dores de vieja data, pensionados, locos, lisiados, mancos,
desocupados, desempleados. Criaturas tan antiguas como
los edificios que rodean la plaza.
A mi lado se sienta una vendedora de tinto. Se come
una chocolatina. Cuando ha acabado empieza a lamer el
envoltorio.
—Como está la situación hay que lamber —dice—
hay que lamberse todo y no dejar nada.

60
Ciudad Crónica 2

Es una vasija rota de carne moldeada por la bru-


talidad de la calle, un subproducto de miles de días de
subempleo. Usa zapatillas deportivas, una falda negra de
colegiala y una camiseta blanca con palmeras que dice
Cancún México. Lleva dos crucifijos en el cuello atados
a una cuerda. Uno es de metal plateado. El otro es de
madera. Peinado corto. Piel color aguapanela. Parece un
militar. Su vocabulario es soez. Tiene esa mirada rabiosa
y profunda y opaca de los resentidos. Una mirada que he
descubierto en muchos rostros callejeros. Ella me inte-
rrumpe para ofrecerme de todo. Papas. Rosquillas. Bana-
nas. Café. Aromática. Cómpreme, dice, tengo papas. Le
compro dos bananas de 100 pesos.
Febrero 26. Viernes. Me refugio en la casa de mis
padres. Tengo 51.836 pesos en mi cuenta bancaria y 100
pesos en el bolsillo. Y aun así, en medio de esta calami-
dad, no estoy tan mal. Imaginen a un padre cabeza de
hogar con uno o dos niños, en el mejor de los casos, que
llega a su casa sin empleo. O que llega con el salario mí-
nimo, $689,454 pesos (230 USD), después de trabajar un
mes durante cuarenta horas a la semana (en el mejor de
los casos). Yo me pregunto: ¿cómo lo hacen? Como ha-
cen esos 4,46 millones de colombianos para vivir. Según
cifras de 2014 el 58,79% de los asalariados colombianos
devenga el mínimo, y el 85% de la población menos de
dos salarios mínimos. ¿Cómo lo hacen? El Índice global
de los derechos de la CSI2 2016, sitúa a Colombia entre
uno de los diez peores países para trabajar en el mundo:
violencia contra sindicalistas, condiciones precarias de
contratación y violación de derechos laborales.

2
Confederación Sindical Internacional

61
Ciudad Crónica 2

8:30 p.m. Quiero un Chocorramo y no le quiero pedir


dinero a mi madre. El desempleo, cuanto más se prolonga,
más nos arrastra a un estado de involución, a una etapa en
la cual volvemos a ser niños pidiéndoles plata a sus padres,
a sus tíos, a sus hermanos, a sus amigos.

A solas con el sistema de salud colombiano


Cuando estás en “nuestro sistema de salud” sabes que
no te puedes enfermar, estás obligado a no hacerlo. Enfer-
marse es casi una sentencia de muerte. Un paseo tedioso de
largas colas, humillación, tutelas, citas que no se cumplen,
aplazamientos. Desde septiembre de 2015 mi colon falla:
diarreas fulminantes que duran semanas enteras (o más).
Desde noviembre expulso piedrecillas marrón brillante,
como cuchillos, por la uretra. En diciembre, el gobierno
nacional liquidó Caprecom (mi antigua EPS) y distribuyó
a sus 2,2 millones de usuarios entre otras. La saturación
y el mal servicio empeoraron. Emssanar, mi nueva EPS,
funciona así: quince días para una cita con médico general,
tres o cuatro meses (o más) para verle la cara a un especia-
lista. Si tuviera empleo podría pagar algo mejor. Hace dos
días descubrí una masa en mi testículo derecho. Pienso: es
una hernia, una obstrucción, una torsión, una hidrocele,
un cáncer. Si fuera cáncer, la vida me estaría haciendo un
favor. En días como estos me gustaría estar muerto.

Traductor de guarradas
Marzo 3. 4:50 p.m. Llevo desempleado 71 días, no sé
cuántas hojas de vida he mandado. Camino por la auto-
pista suroriental buscando un hotel de referencia, volteo
por una calle despoblada, llego a una casa de dos pisos,
toco el timbre, por las rejas de la ventana del segundo piso

62
Ciudad Crónica 2

se asoma un ser pálido y gordo como una oruga blanca


atorada en una camiseta verde.
—¿Andrés? —pregunto.
Lo oigo descender por las escaleras, me abre, subi-
mos, entramos por una puerta a la izquierda. Es una sala
amplia, pulcra, de limpieza casi irreal. Andrés es otro
hombre sentado ante un escritorio con tres monitores,
es gordo y tiene acné. El que abrió la puerta me escruta
-hace rato- desde el centro de la sala con los brazos cru-
zados. Se llama Mario, me pregunto si será homosexual.
Andrés lee mi hoja de vida y me explica la naturaleza del
trabajo. Básicamente mi labor sería traducir al español las
guarradas que extranjeros les dicen a las chicas en inglés,
a través de ventanas del chat en tiempo real. Tendría que
inventar juegos, dinámicas y rutinas de lujuria para que
las chicas los atraigan a sus shows vía web. Andrés me
pide que pase al otro lado, frente a los monitores. Me
muestra una matriz de videos con cientos de chicas des-
nudas. Él ingresa en uno de los videos y una chica rusa
(o que parece rusa) muy joven se casca las nalgas con una
tabla diminuta y glamurosa.
—Entre más atractivo sea el show los usuarios dan
más tokens a las chicas —dice Andrés— mil tokens equi-
valen a un dólar. El mínimo que debe hacer una chica al
día son cincuenta dólares.
Desde que entré siento extrañeza y miedo; la sensa-
ción de cometer un crimen. El ámbito sexual del negocio
permanece para mí en la oscuridad. Me incomoda la ile-
galidad del lugar. Siento que la policía puede llegar. Que
puede haber menores. Que puede ser una trampa. Se es-
cucha en el tercer piso a una mujer que gime. Andrés me
invita a subir, hay dos habitaciones abiertas y una cerrada.

63
Ciudad Crónica 2

Él señala:
—Una de las chicas está trabajando.
Entramos a una alcoba. Parece un set de película por-
no o la habitación de un motel hecha para una obra de
teatro: otra vez esa pulcritud irreal. Andrés me muestra
unas luces softbox y señala dos sogas de algodón morado
remachadas al piso:
—A la gente le gusta que las mujeres se amarren y que
hagan cosas de tortura.
—¿Todo es legal? —pregunto al fin.
—Completamente, te puedes meter y averiguar, hay
muchos sitios como este en Cali, más grandes, más pe-
queños, lo ilegal es contratar menores, por eso siempre les
pedimos cédula.
Volvemos a bajar y Andrés me explica detalles técni-
cos del trabajo. Llega una chica universitaria. Estatura pro-
medio, trigueña, cabello liso, bonita. Andrés me dice que
lo espere. Abandona los monitores y atiende a la mujer. Le
pide la cédula, ella la saca, la pone a la altura de la cabeza
y él le toma varias fotografías en distintos rincones de la
sala. No miro en ningún momento, dejo mi vista fija en la
pared. Ella baja las escaleras y abandona la casa.
—La foto con la cédula la exigen las paginas donde
uno crea el perfil de las chicas —me explica— es para pro-
bar que son mayores de edad, luego uno les crea el Nick,
y a trabajar.
—¿Eres de mente abierta? —pregunta Mario.
La blancura de su piel es una blancura enferma. ¿A
qué se refiere? Me pregunto. Se refiere a que si no tengo
problema en ver mujeres desnudas. Me dice que uno se
acostumbra. La chica que hacía show en la habitación de
arriba ha terminado su rutina.

64
Ciudad Crónica 2

—¡Mario! —lo llama.


La chica necesita toallas. Mario va a la cocina, vuelve
con un paquete y sube.
—Todo esto es mentira —me dice Andrés— todo lo
que aquí pasa es teatro, solo lo fingen.
Dejo que hable, me limito a escuchar. Lo he sabido
siempre: la pornografía es una ficción. Me pide que escri-
ba un cuento en inglés. Tiene que ser sucio. Escribo un
relato breve lleno de guarradas, al estilo Bukowski. Tengo
la oscura y triste certeza de que el trabajo va a ser mío. La
paga son 800 mil al mes, más comisiones. Sesenta horas
semanales, de lunes a sábado, de siete de la mañana a cinco
de la tarde.
—Hay otros opcionados —dice Andrés— si quedas,
entre mañana y el sábado te llamamos.
Camino a la estación del MIO, descubro que llevo más
de una hora con un tic nervioso en la mejilla derecha.
Me quedo esperando. Nunca me llaman. El desem-
pleado es un ser humano que espera.
Marzo 5. Leo en El Espectador una entrevista en la cual
el Ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas (un señor que
devenga 15 millones y medio de pesos al mes, y que no sabe
nada de ser desempleado, nada de nosotros) les dice a los
colombianos: “Hay que estar preparados para que el desem-
pleo sea más alto”. Entrevistador y ministro usan un térmi-
no propio de las corridas de toros: capotear. No sé mucho
de economía, la percibo como un animal grande y enfermo,
una bestia que engorda y enflaquece, a la que hieren y san-
gra y se recupera, que se arrastra -como un manto de co-
rrupción- sobre la vida de la gente. Algunos la capotean, la
mayoría mueren aplastados y solo unos pocos se benefician.

65
Ciudad Crónica 2

Togas, birretes y estolas


Hacer entrevistas de trabajo es todo un arte y Ángel lo
sabe. Es alto, delgado, con nariz de perro doberman, un
tatuaje de llamas negras cubre su brazo derecho. Somos
cuatro aspirantes para la entrevista, apenas entramos, él
se roba la palabra. Le cuenta sus logros a Mauricio, el jefe
de personal de Zafer, le muestra sus catálogos de moda.
Se nota que ha hecho cientos de entrevistas. Explica sus
servicios durante diez minutos. A los otros tres entrevista-
dos nos borra. Mauricio le dice que sus conocimientos son
útiles para otros servicios, no para esto, toma su número y
Ángel se va. Sandra, la gerente, explica el trabajo, buscan
dos perfiles, uno de fotógrafo y otro de bodeguero. Me
lanzo como un perro hambriento a cualquiera. Tenemos
capacitación el próximo jueves.
Salté del martes al jueves. Digamos que no aguanté
hambre el martes en la tarde. Digamos que no tenía diez
mil en el bolsillo y me debatía entre comprar un almuerzo
de cinco mil o algo más barato (una papa rellena). Diga-
mos que no le debo doscientos mil a mi hermano mayor.
Digamos que no le debo veinte mil a mi madre. Diga-
mos que no le debo veinte mil a Jackson. Digamos que el
hambre y el calor, juntos, son una experiencia fabulosa.
Digamos que los hombres y las mujeres que me rodean no
tienen historias similares. Somos once en la capacitación:
dos chicas y ocho varones. El martes pasado éramos más
de veinte. Terminada la capacitación nos conducen al pri-
mer piso de Zafer. Un perro del infierno de nombre Zeus
ladra tras unas rejas negras, bajo las escaleras. Yariani, nos
espera en un garaje de quince metros: un gran armario
repleto de lencería para graduandos. Yariani nos habla de
togas, birretes y estolas y nos enseña su uso.

66
Ciudad Crónica 2

Cambiamos de recinto, Zeus sigue ladrando, nos espe-


ra otro gran armario atestado de togas, birretes y estolas.
Nos entregan una planilla y explican cómo entra y sale
cada toga, birrete o estola. Todos los días, de todas las se-
manas, durante nueve meses al año, es lo que se hace aquí.
Marzo 17. Llego, los otros me saludan sin ganas. Hay
tres vacantes para once personas. Entramos al mismo salón
de ayer, por la misma puerta, junto al mismo perro infernal.
Nos esperan cuatro horas de clase sobre fotografía con un
profesional. La gerente, el director de mercadeo y todos los
demás funcionarios, nos evalúan en silencio. El fotógrafo
nos exige demostrar conocimientos. Sale un grandulón, se
ve que nunca ha agarrado una cámara en su vida. Siento
pena por él, su cara parece la de una muñeca calva con los
ojos hundidos por la angustia. En silencio esperamos a que
aquella tonta montaña de carne termine de hacer el ridícu-
lo. Otro trata de ayudarlo sugiriendo un esquema de luces.
A las cinco treinta termina la capacitación. El director de
mercadeo dice un discurso, nos agradece y dice que selec-
cionarán a cinco personas.
Espero en la estación de MIO Refugio. La tarde es
de una luz cenicienta y almendra. Recibo una llamada, la
revista IngeSOCIOS, que recibió mi hoja de vida, nece-
sita un comunicador social. Programamos una entrevista
para mañana en la mañana, a las ocho. A las 5:46 recibo
una llamada de Zafer, fui seleccionado. Me programan
una prueba final mañana. El azar es así: una bestia a ve-
ces. He roto mi record: dos entrevistas en una misma
semana. No quiero, como el ratón del cuento, quedarme
sin el pan y sin el queso. Al bajar del MIO llamo, le pido,
le ruego, le suplico, le miento a la chica de IngeSOCIOS,
para que pospongamos la entrevista. Queda para el mar-

67
Ciudad Crónica 2

tes, me pide ir con ropa de oficina. Esa ropa me la com-


prará mi madre.
Marzo 19. Quedamos Johan, Jaime, Julieta y yo. Esta-
mos en la bodega preparando un esquema de luces para
nuevas pruebas.
—Aquí todo es tiempo y movimientos —dice Mauricio.
El lema de la empresa. Paso la prueba final y me dan
el trabajo.
1:30 p.m. Espero bajo una parada del MIO. El sol es un
incendio de tentáculos regado sobre el mundo. Un relámpa-
go de dolor asciende de mi testículo derecho, tengo mucha
hambre y 2200 pesos. Frente a mí hay una panadería. En las
fotos de prueba, que hicimos hoy con mis compañeros, apa-
rezco con los ojos hundidos y una media luna gris verdosa
bajo cada párpado. Allá en el fondo de la pobreza hay algo
que duele: me resisto a llorar. Esta es la épica del hombre
contemporáneo: ya no hay monstruos, solo el ser humano
luchando, día a día, contra su propia miseria. Compro un pan
de 1200 y pago con los otros 1000 la cuidada de la bicicleta.
Fabián se fue de viaje para Alemania, recojo todas
las monedas que dejó esparcidas por su cuarto: $3.150.
Tengo cien pesos más. Compro un pastel de quinientos
y preparo café. Tengo para el pasaje Cali-Palmira, me voy
a pie al terminal, bajo por la sexta. Entre rumbeaderos
veo a la gente divertirse, como si estuviera en una vitri-
na. Cruzo la avenida de las Américas, solitaria como un
socavón de luces amarillas. Paso junto a una panadería,
un indigente duerme sobre las baldosas, su almohada un
ladrillo. Tal visión azuza mi melancolía, la arrastra a un
abismo. Me arrepiento de haber abandonado mi trabajo
en Univalle. Y otra vez aparece John Wayne diciéndome:
la vida es dura y es más dura si eres estúpido.

68
Ciudad Crónica 2

No es país para comunicadores sociales


Solo tengo dos certezas: que me voy a morir y que
nunca me voy a pensionar. Colombia tiene trece millones
de jóvenes entre los catorce y los veintiocho años. Solo
el 2,9% del PIB del país se invierte en ellos. 6.5 millones
están desempleados3 . Es duro ser joven en Colombia.
IngeSOCIOS queda en un tercer piso: un nido de luz
con grandes ventanales y persianas. Me preparé para la
entrevista: leí la historia, la misión, la visión y varias de
sus revistas. La calidad de sus artículos es directamente
proporcional al salario que les pagan a los periodistas. Son
las 9:25 a.m. y anuncio mi nombre. Un joven delgado y
moreno recibe mi hoja de vida y me entrega un papel. Esta
es la prueba, dice, tienes cinco minutos para leerla, explica.
Es una traducción literal de un texto en inglés; un peque-
ño reportaje sobre una feria de diseño. Hay que corregir
un artículo de una de sus revistas -empeorado por ellos- y
escribir un artículo desde casa, según pautas. Me asigna un
cubículo. Varias veces alzo los ojos y me encuentro con
los de una chica gorda de anteojos que me mira, por enci-
ma de su cubículo. Al acabar salgo con la certidumbre de
que nunca me llamarán.
En todas las empresas te piden experiencia previa.
Tienes que conseguir experiencia antes de conseguir expe-
riencia. El 2 de mayo, cuando mis colegas vean esa oferta
publicada otra vez en computrabajo.com (periodista con
grabadora y cámara profesional, bilingüe, traje de ofici-
na y dos años de experiencia, 40 horas a la semana por

3
De acuerdo con el documento titulado “El gasto público en adolescencia y
juventud en Colombia”, elaborado por el Fondo de Población de Naciones
Unidas (Unfpa) y Colombia Joven.

69
Ciudad Crónica 2

800 mil pesos al mes) se escandalizarán. He visto a esos


mismos colegas, aún jóvenes o recién graduados, entre la
broma y la triste crítica brutal, definirse a sí mismos como
patinadores olímpicos en el mundo laboral, profesionales
de la inestabilidad.
Diré que jamás apliqué a semejante oferta. Según
una encuesta de Ipsos de marzo, el mayor problema de
los colombianos es el desempleo. El proceso de paz con
las FARC, el proyecto bandera del gobierno, aparece en
quinto lugar.
Marzo 23, miércoles. 1:26 p.m. Tengo quinientos
pesos en un bolsillo y mucha hambre. Mientras espe-
ramos una entrevista con Sandra, Jaime cose botones,
Johan organiza mucetas, Julieta ordena togas, Oscar re-
toca fotos y yo arranco broches inservibles de un mar
de mucetas. Pienso llamar a mi madre y pedirle cuarenta
mil pesos. Johan tiene cara de pequeño galán de teleno-
vela, se acerca a Jaime y a mí y nos dice que salgamos a
comprar algo, que él gasta. Un pan de queso, una empa-
nada o una arepa me vendrían muy bien. Johan nos dice
que vamos a la panadería Magistral. Jaime y yo lo segui-
mos. De camino a la panadería Johan nos dice que nos
va a gastar el almuerzo completo. Tengo tanta hambre
que siento ganas de llorar. Mientras almorzamos les pre-
gunto por los trabajos más horribles que han realizado.
Johan dice: un call center. Jaime dice: operario en una
bomba de gasolina.
—Era muy triste estar todo el día parado —dice Jai-
me— llenando de gasolina carros que te gustaría tener.
De regreso a Zafer volvemos a quitar y poner broches
a togas, mucetas y estolas. Hace un calor infernal, arriba
albañiles tiran pica, me duelen la espalda y los dedos de

70
Ciudad Crónica 2

arranchar broches con tenaza. Todo el día suena Amor


Estéreo. Cuando le preguntamos a Yariani por qué no se
permite otra música, diferente a baladas del siglo pasado,
responde, porque lo mandan los jefes.
—La música estimula la creatividad —le dice Jaime a
Yariani.
—Aquí pa’ qué eso —responde ella con acento pai-
sa— para poner y quitar botones no se necesita creatividad.
Siento que voy a reventar. Los inventores del Hades
olvidaron meter entre sus suplicios un lugar como este.
Nos llaman por turnos. Al paredón, dice alguien. Primero
va Jaime. Al regresar le preguntamos para qué. Para ajustar
lo de los papeles, dice. Luego llaman a Johan. Regresa con
cara de galán caído en desgracia.
—Nos vemos, parce —dice— aprieta los labios, cho-
ca mi mano y sale. Nunca nos volveremos a ver.
Me espera Mauricio. Me explica que solo necesitan tres
trabajadores. Pensé que ya tenía el trabajo. Mauricio me pide
firmar una factura y me entrega un billete de 20000 pesos.
—Son tu subsidio de transporte —me dice.
Camino por la gran caverna revestida de togas y to-
gas a lado y lado. Me despido de Jaime, Yariani y Gigi (la
contadora) y salgo por la puerta trasera del infierno. He
completado 91 días de desempleo.

Y entonces: el hambre
Cuando la tristeza es mucha, cualquier pequeña ale-
gría es mucha. Veo Hacia rutas salvajes, dirigida por Sean
Penn. En ella Alexander, un joven idealista y rebelde,
hambriento de anarquía y emancipación, se va a vivir
solo a Alaska. Cuando quiere regresar el hielo de los pá-
ramos se ha derretido y un río imposible se lo impide.

71
Ciudad Crónica 2

Vuelve a su cambuche, un bus abandonado en medio de


la nada, y el hambre lo mata.
Como le decía La Maga a Horacio: hay ríos metafísi-
cos en todas partes.
Abril 3. A veces sabes que tu barco se hunde, lo sabes
y lo aceptas todo con calma. Entonces, de repente, descu-
bres que la proa se incendia. El viernes me descubrieron
un quiste de 1.6 centímetros en el testículo derecho. No
hay ningún empleo a la vista y dentro de siete días debo
pagar arriendo otra vez.
Abril 6. Despiertas con dolor de cabeza, de espalda y
de ojos. Tu colon falla y tienes un quiste en un testículo. Al
mirar las costillas se ven como dos abruptas montañas bajo
el pellejo. Lo primero que recuerdas es que estás desem-
pleado, y que en dieciséis días cumplirás treinta años. Eres
una de esas criaturas a las que la sociedad hiperproductiva
llama “perdedores”. Recuerdas a una mujer a la que amas-
te y que se ha ido. Vienen a tu mente estos versos: “La
mujer que amé se convirtió en fantasma / Hoy la busco
en los rincones / Pero me di cuenta / Que sólo yo soy el
lugar de sus apariciones”. Recuerdas que Junot Díaz dice:
“Ella siempre está contenta de verte. Tú sabes que esto no
puede durar, y se lo dices, y ella asiente: solo quiero lo me-
jor para ti. Tú haces un gran esfuerzo para conocer a otras
muchachas, y te dices a ti mismo que necesitas a alguien
que te ayude con la transición, pero jamás encuentras a
alguien que te guste”. Jamás encuentras trabajo.
Estás deprimido y te das vuelta, luego piensas en la
gente que te quiere ayudar, y que esta situación tú la ele-
giste. La vida es así, dura, y ataca a todos los organismos
sobre la tierra. Te separas del colchón y tu única certeza es
que hay que seguir adelante. Eso o morir.

72
Ciudad Crónica 2

No hay otra manera.


Nunca la hubo.
Abril 11, 10:23. Llueve y ya no puedo más. Subir una
loma en bicicleta con el estómago vacío es lo más parecido
a lo inhumano. Mañana tengo que pagar el arriendo y fal-
tan 45 mil pesos. Las tiendas del barrio han cerrado y solo
me queda una manotada de arroz. Voy buscando dos hue-
vos. Más tarde Jackson llega a la casa. Me ve desencajado.
—Whats up, man? —pregunta.
—Anguish, despair —le respondo.
Ceno, frente al computador, arroz y huevo. Jackson
se acerca y sin decir palabra, parte en dos un plátano abo-
rrajado y echa una mitad en mi olla. Él huele mi hambre.
Abril 13. Son las cuatro de la tarde y no he comido
nada, tengo tanta hambre que el mundo vibra y, visto a
través de la ventana, es un paisaje azuloso de tembladera y
gases, como un sueño. A mi lado está Manuel, el músico,
que vive en el cuarto piso. Hablamos de sus viajes a Brasil
y a Japón. Mañana sumaré 112 días como desempleado,
leeré Voces de Chernóbil y encontraré esta frase: “Y es-
taba el hambre, varios años de hambre, un estado en el
que el hombre desciende al puro instinto animal. Hasta
descubrir la fiera en uno mismo”. Le pido tres mil pesos a
Manuel y él me ofrece cinco.
Existe una romantización del hambre, sobre todo
cuando se habla de la vida de los artistas. Pero el hambre
produce cosas que no son para nada románticas: ulceras
gástricas, insomnio, depresión, desorden intestinal, afec-
ciones en corazón, hígado, bazo, páncreas y riñones. Las
crisis económicas son anticipaciones del suicidio. En 1999,
antes de terminar el milenio, Colombia vivió una de sus
peores recesiones económicas “en décadas”. El empleo

73
Ciudad Crónica 2

cayó. La tasa de suicidios se elevó. Uno de cada veinte mil


colombianos daba fin a su vida por propia mano. En un
artículo de 2014 de El Tiempo leo: “Ese año, el Producto
Interno Bruto (PIB) se redujo 4,5 por ciento y las tasas
de interés se dispararon. En consecuencia, cientos de em-
presas quebraron, el desempleo alcanzó el 18 por ciento y
muchas personas tuvieron que entregarles sus viviendas a
los bancos, ante la imposibilidad de pagar las hipotecas”.
Abril 18. Me he quedado sin celular, se lo vendí a mi
hermano menor en sesenta mil pesos. Mi último rastro de
comunicación es una solitaria Sim Card en un bolsillo. Me
siento como ese lobo de las caricaturas que, caminando
hambriento a través de un bosque en invierno, empieza a
comerse a trozos su correa.

La recta final
Abril 23. Me llamo Alexander, ayer cumplí treinta años
y cuatro meses como desempleado. He perdido la cuenta
de las hojas de vida enviadas. Dicto un taller de escritu-
ra y fotografía en la Fundación Casa de la Lectura. Ocho
horas, 230 mil pesos, que veré en mayo o junio. Jackson
me pagó por adelantado cuatro clases de fotografía. Que-
do con 80 mil y ya no debo nada. Con Diego (mi mejor
amigo) hacemos un video promocional de cincuenta y tres
segundos, para una universidad en Palmira, 60 mil.
Mayo 1. Hoy se celebra en todo el mundo el día del
trabajo y yo aún no encuentro uno. Me acompañan tres
mil pesos. El DANE estima que somos 2,4 millones de
desempleados en Colombia. Leo El Espectador: “…hay
dos temas que están generando tensión en el sector y que
intensificarían las protestas de este domingo [hoy] serían
la recién aprobada ley de empleo juvenil del Gobierno y el

74
Ciudad Crónica 2

Decreto 583 de tercerización laboral. El motivo de la pelea


es que justo cuando la generación de empleo está cayendo,
la calidad de la contratación también lo está haciendo”.
¿Cómo puede estar peor lo peor? Está la sensación de que
algo falla, algo hiciste mal en la vida. Examinas tu pasado
buscando el momento exacto en el que tu vida se jodió.
Mi madre me hace llegar una libra de arroz, un taco de
Saltinas y media panela, en una bolsa de pan. No se lo he
dicho, pero intuye que la estoy pasando mal. Las madres
siempre saben. Si el 10 de junio no he conseguido nada,
abandonaré Cali y regresaré a la casa de mis padres.
4 de mayo. 8:39. Llaman de Zafer. Me ofrecen un tra-
bajo tomando fotografías a niños y adolescentes a punto
de graduarse de colegios públicos y privados. Ocho horas
diarias de lunes a sábado, sin almuerzo ni comida, las horas
extras las pagan cada seis meses. Un salario de $689,454
pesos más las prestaciones de ley. Firmaré un contrato por
un mes de prueba. El jefe de personal me escruta, pregun-
ta si tengo objeciones. Quisiera decir que las tengo todas,
que el trabajo es horrible, pero le digo que sí, que lo tomo.
Por cada minuto de mi vida en Zafer voy a recibir 48
pesos. Si trabajara en la universidad recibiría 477 pesos.
Si trabajara como comunicador recién egresado, recibi-
ría 97 pesos.
Es de noche y estoy en la terraza de mi casa. Mientras
contemplo la ciudad me llegan a la mente las palabras de
Faulkner: “Una de las cosas más tristes es que lo único que
un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día,
es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho
horas diarias, ni hacer el amor ocho horas... lo único que
se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la
razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz

75
Ciudad Crónica 2

a sí mismo y a todos los demás”. Luego aparece en mi


mente Pepe Mujica, un viejito con cara de topo de fábula
infantil que fue presidente del Uruguay, para responderle a
Faulkner: “Cuando vos comprás con plata, en realidad no
estás comprando con plata, estás comprando con el tiem-
po de tu vida, que tuviste que gastar para poder conseguir
esa plata”. Recuerdo una noticia de 2004 sobre unos co-
lombianos pobres de Bogotá que comían papel periódico
con agua de panela para engañar el hambre4. Tenían el
estómago lleno pero no estaban satisfechos. Al otro día
renuncio a Zafer.

*Algunos nombres de personas y de lugares fueron cambiados por


petición de las fuentes.

4
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM—1571432

76
Ciudad Crónica 2

No fui al matrimonio de mi hija


Ana María Reyes

Oye pasos. Se detienen en la puerta. Se lleva la sábana


hasta el cuello, contiene la respiración y se enrosca sobre sí
misma. “No es cierto”, dice para sí. La puerta se abre y una
enfermera con cara de sueño se asoma, la observa y cierra
de nuevo. Rosaura suelta el aire, intenta relajarse. Cierra
los ojos y, cuando está a punto de soltar la vigilia, el aire se
llena de voces y su cama tiembla. Rosaura grita.
El 3 de marzo de 2014 Rosaura llegó al Hogar Santa
Cecilia. Tenía 68 años. Se sintió perdida entre esos cien-
tos de años que caminaban con lentitud por los pasillos.
Nadie la saludó y su comité de recepción consistió en
una anciana malhumorada que la echó de la mesa del co-
medor que le asignaron. Ese día almorzó sola y llorando.
Quizás por eso a Rosaura no le gusta la comida del ho-
gar, toma un poco de sopa cada día y espera con pacien-
cia que llegue el fin de semana para comer decentemente
con su hija. Y no es que la comida de allí sea mala, doy
fe de eso porque la misma Rosaura me invitó a almorzar
con ella en algunas ocasiones. Lo malo, creo yo, es el re-
cuerdo de ese primer almuerzo.

77
Ciudad Crónica 2

Cuando la conocí, nada en ella me pareció que jus-


tificara su presencia en un centro lleno de un centenar
de ancianas y una decena de ancianos. Rosaura camina
a pasos cortos y rápidos, con el cuerpo inclinado hacia
adelante. El pelo gris cortado casi al ras del cuero cabe-
lludo le da cierto aire masculino. Los ojos diminutos se
esconden tras unas gafas que parecen flotar sobre su cara
limpia de maquillaje. No usa aretes ni collares. No sonríe
gratis, pero se sabe un millón de chistes de todos los co-
lores. Los verdes, sus preferidos.
Mi presencia en el Hogar Santa Cecilia se debió a un
infortunado accidente cerebrovascular que sufrió mi ma-
dre en el año 2005. Cuidar de una anciana, a quien día a día
se le iban escapando los recuerdos, que empezaba enco-
gerse tanto física como mentalmente, fue algo para lo que
mi familia no estaba preparada. Recorrimos los hogares
geriátricos ubicados en los mejores barrios de la ciudad,
muchos con hedor de encierro y orines, llenos de viejos
silenciosos, sentados... mirando a ningún lugar. Entonces
llegamos al Santa Cecilia.
Nos gustó su olor a limpio, los jardines, la piscina.
Por esos días, hace doce años ya, el lugar podía albergar
cincuenta ancianos, es decir, la mitad de los que hoy lo
habitan. Durante la entrevista con la administradora supi-
mos que necesitaban una profesora de gimnasia. Al día si-
guiente, yo ya estaba trabajando allí. Mi madre nunca llegó
a vivir en ese lugar; en cambio, fue mi escuela de vida, de
locura, de muerte.
A la habitación de Rosaura no le sobraba ni le faltaba
nada. Un clóset grande de madera, una cama sencilla, una
mesa de noche al lado derecho de la cama, una mecedora
al lado izquierdo, un espejo de cuerpo completo, el escrito-

78
Ciudad Crónica 2

rio con un computador portátil y su silla de oficina, un te-


levisor plano que más parecía un cuadro pegado a la pared,
un órgano eléctrico que iba a empezar a tocar “mañana”,
una neverita diminuta llena yogur y quesos, constituían su
pequeño reino. Ese sería el lugar en el que quizás estaría
recluida por al menos veinte años más. Una condena au-
toimpuesta después de haber cometido su mayor pecado.
—Ana María, ¿tiene tiempo para un yogur? —me
preguntaba al final de cada clase de gimnasia.
—Claro, Rosaura. Tengo un ratico antes del almuerzo
—y yo me alistaba para sentarme en el borde de su cama,
recibir el paquete de galletas, un trozo de queso, el vaso
de yogur de fresa o melocotón y escucharla hasta que la
campana del almuerzo nos obligaba a despedirnos.
—Pasé mala noche, ¿sabe? Otra vez me molestaron
las voces.
—¿Y sí se está tomando los remedios, Rosaura?
—A veces, doctora. Pero es que me dan mucho sue-
ño y no quiero volverme como esas viejitas que uno ve
por ahí dormidas en todas partes.
Rosaura no era la única que escuchaba voces. Las
historias que contaban las enfermeras que hacían turnos
nocturnos eran escalofriantes. A veces, después de que
moría alguna anciana, se escuchaban pasos y lamentos
por los pasillos del hogar. Ellas, con el cuerpo erizado,
caminaban en puntas de pies y constataban que todos
los residentes estaban dormidos en sus habitaciones. Yo
me preguntaba, cuando escuchaba a Rosaura hablar so-
bre sus terrores nocturnos, si no sería alguna anciana
que, después de muerta, se rehusaba a salir de ese lugar.
Entre yogur y yogur supe que al salir del colegio qui-
so ser monja, pero tuvo que abortar ese sueño a causa

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Ciudad Crónica 2

de su naturaleza rebelde y, aunque las monjas no logra-


ron domarle el carácter, sí dejaron bien ancladas en su
conciencia la culpa por ser pecadora y la necesidad, casi
obsesiva de trabajo y servicio.
Rosaura pertenece a una familia paisa de nueve hi-
jos, musical y unida. Ocupa el séptimo lugar de mayor a
menor. Se casó con un hombre que la conquistó con su
belleza y la espantó con su violencia. No se separaron.
Ella simplemente se fue de su casa con su hija aún de
brazos y no volvió a saber de él. No tuvo más hombres
en su vida y, a pesar de pertenecer a una familia econó-
micamente acomodada, fue capaz de hacerse cargo de
su pequeña, que fue y es su adoración. El temperamento
obsesivo de Rosaura la convirtió en una trabajadora in-
cansable; tuvo muchos negocios, ninguno rentable, has-
ta que creó una empresa que preparaba y vendía arepas a
los supermercados. Poseía una sed insaciable de trabajo;
le era imposible quedarse quieta. Llevaba las cuentas en
un cuaderno y, cuando los supermercados le pagaban,
todo se le iba en pagar. Sin embargo, a punta de arepas
pagó la universidad de Natalia.
—Cuénteme, Rosaura, ¿usted por qué se vino a vivir
aquí? —le pregunté un día mientras recibía el yogur de
fresa y las galletas Club Social.
Me contó, en su modo de hablar atropellado y dis-
fónico, que tenía un carro viejo que usaba para ir de
un lado a otro. Que se había estrellado varias veces sin
mayores consecuencias para su salud, que una empleada
suya casi se mata en uno de esos accidentes y que poco
a poco empezó a darle miedo manejar y a estar nerviosa
todo el tiempo. Al mismo tiempo, su hija se enamoró
de un hombre que a ella no le gustó nada. Pero así y

80
Ciudad Crónica 2

todo Natalia decidió casarse. Las intuiciones de las ma-


dres solo se constatan después de los fracasos. Nadie las
cree. Tampoco Natalia le creyó a su madre.
—¿Quiere más yogur, Ana María? ¿Tiene tiempo
para quedarse otro rato? La invito a almorzar.
—Sí, Rosaura, hoy no tengo trabajo por la tarde.
Pero prométame que hoy va a almorzar.
Rosaura se ufana de ser buena suegra, todo lo con-
trario de la madre del hoy exmarido de Natalia, que se
metía en todos los asuntos de la pareja y le hacía la vida
imposible a su nuera. Cuando faltaban tres días para el
matrimonio, Rosaura se encerró en su cuarto.
—Rosaura, ¿cómo así que se encerró?
—Sí, Ana María. Me encerré. No fui al matrimonio
de mi hija. No fui capaz -lo dijo sin mirarme a los ojos,
con un tono de voz bajo, con infinita vergüenza.
—¿Y qué hizo Natalia?
Natalia se fue a vivir con su marido y Rosaura se que-
dó en la casa que había sido de ellas dos por tantos años.
Dejó de hacer arepas, de comer, de dormir. Empezó a
sufrir pesadillas y a tener miedo de vivir sola. La llevaron
al psiquiatra. El diagnóstico fue contundente: trastorno bi-
polar y esquizofrenia. Fue entonces cuando le pidió a su
hija que la llevara a vivir al Hogar Santa Cecilia, allá donde
le habían contado que cuidan a los viejitos ricos, aunque
ella estaba lejos de ser lo uno o lo otro. Prefería vivir entre
ancianos, que entre locos. Su hija no lo dudó.
Me preocupaba cuando Rosaura faltaba clase, por-
que era la más puntual, mi mano derecha. Uno de esos
días en que no llegó, fui a buscarla. Toqué la puerta de
su habitación y entré como lo había hecho en muchas
ocasiones. La encontré en la mecedora, con los ojos más

81
Ciudad Crónica 2

chiquitos que nunca, con la boca y los puños apretados.


Me senté en el borde de la cama y esperé.
—Ana María, ese tipo es un hijuemadre... hacerle
eso a mi hija tan bella, tan exitosa. Seguro que fue por
envidia porque ganaba más que él. ¿Vio por qué no me
gustaba ese tipo?
Natalia se separó a los dos años de haberse casado,
que era el mismo tiempo que llevaba Rosaura en el Ho-
gar. Vendió el apartamento de casada y ahora vive sola.
Rosaura no quiere que se vuelva a casar. Según ella, nin-
gún hombre le da a los tobillos a su hija; según ambas,
los hombres que valen la pena son escasos.
Hoy Rosaura es la protectora de los ancianos que
llegan por primera vez al Hogar. Ella sabe del terror que
produce quedarse por primera vez en un cuarto sin más
historia que unas cuantas fotos de la familia y rodeada
de viejos que son la promesa de su propio futuro: en-
fermedad, demencia, decrepitud y muerte. Cada vez que
llega una anciana nueva, la lleva de la mano como si fue-
ra una niña en su primer día de jardín. La conduce por
el laberinto de corredores hasta los salones de terapia o
el comedor. Se queda con ella cuando los familiares se
despiden entre lágrimas y culpas, y la consuela en los
primeros días de adaptación, en los que deben aprender
a manejar la sensación de abandono, incluidos los que,
como ella, viven en ese lugar por decisión propia.
Cada semana Rosaura espera con impaciencia que
llegue el viernes, para irse con Natalia hasta el lunes y
olvidarse por tres días de su condena autoimpuesta. Ro-
saura sabe que no hay retorno, que está en casa. Está
resignada a permanecer en un lugar en que casi todos
viven en sus propios universos, donde da igual el día de

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Ciudad Crónica 2

la semana o el año, donde es usual olvidarse del nombre


de los hijos o si es la hora del desayuno o el almuerzo,
donde todos creen que los roban porque olvidan donde
quedan las cosas; un lugar donde la normalidad es rara.
Pero está bien visto ser viejo y loco al mismo tiempo.
Llega de nuevo la noche. Rosaura se despide de su
grupo de amigas, con quienes después de comer juega
cartas o parqués hasta que el sueño las vence. Ella las
despierta para darles las buenas noches y se dirige a su
cuarto. Las mismas rutinas la acompañan hasta meterse
a la cama y espera que hoy su cobija no se mueva sola,
que nadie le respire al oído, que los objetos de su habita-
ción se queden quietos, que las voces se callen.
Me pregunto qué habría pasado si Rosaura hubiera ido
al matrimonio de su hija, si la depresión y las pesadillas
fueran en realidad una construcción de su propia culpa
por sentirse mala madre. No lo sé. Quizás todos estamos
un poco locos y nadie puede asegurar que lo que siente,
escucha y ve Rosaura en las noches no son alucinaciones.
Después de haber conocido a Rosaura y convivir con
tantos ancianos con demencia, incluida mi propia madre,
quedo con la duda de que quizás ellos tienen acceso a rea-
lidades, que, para nosotros, los que nos consideramos nor-
males, están vedadas.

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Ciudad Crónica 2

Camino a la esperanza
Harold Cortes

Crónica galardonada en el 2017 con el segundo lugar del VIII


Premio de periodismo Alberta Giménez de Mallorca, en la categoría
de mejor reportaje escrito.
A Roberto Yonda

Dos años después del atentado de las Farc a las tropas


de la fuerza de Tarea Apolo el martes 14 de abril de 2015 en
La Esperanza, Cauca, la vereda respira un aire de paz, aun-
que la falta de proyectos educativos inquieta a los aldeanos.
Los habitantes de la vereda la Esperanza, Cauca, pre-
sagiaron que los estruendos que nacieron en la oscuridad
no eran truenos. A las 11:30 de la noche, bajo un cielo de
color tinta, dos balas, una explosión y gritos familiares de
otras guerras, forzaron a los aldeanos a aferrarse a la vida.
Las casas de tablas y bareque palpitaban. Las ráfagas
de fusil rasgaban el viento. Los techos de latón iban siendo
agujerados por proyectiles del tamaño de un dedo índice.
Poco a poco, en un porfiado enfrentamiento sin tregua, el
cielo se estrelló de balas, de piedras, de lamentos.
“Lo único que hice fue quitarme de la ventana y en-
volver la niña en una cobija.” Dice Sol María Guasaquillo

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Ciudad Crónica 2

con aire reflexivo y luego recuerda que por poco muere en


una hazaña: “cuando escuché gemidos y personas pidien-
do ayuda, pensé en mi papito. Entonces salí en medio de
esa balacera y llegué hasta un lugar donde unos tipos me
dijeron: usted de aquí no pasa, su abuelo está bien, vaya
para la casa que la matan”.
Aquel 14 de abril de 2015, en medio del proceso de
paz que se adelantaba en la Habana entre el Gobierno y las
Farc, tropas de la Brigada Móvil 17 de la Fuerza de Tarea
Apolo fueron atacadas con artefactos explosivos, grana-
das y armas de fuego. Los responsables fueron guerrilleros
que integraban el frente 30 y 60 de las Farc, así como la
columna Jacobo Arenas de la misma guerrilla.
El informe: diez militares muertos. Uno más con
muerte cerebral. Otros veinte soldados heridos. Un poli-
deportivo bañado en sangre. Un acuerdo de paz que tem-
blaba en las mesas de negociación en La Habana. Una ve-
reda que hasta entonces aparecía sólo en mapas virtuales
de internet.
Vereda La Esperanza del municipio de Buenos Aires,
Cauca. Tierras fértiles y generosas. Resulta inverosímil
pensar que en este paraíso natural florezca la extorsión,
los atentados a dirigentes populares, funcionarios públi-
cos y defensores de los Derechos Humanos. El incons-
tante clima angustia a los agricultores, las “Águilas Ne-
gras” y los “Rastrojos” asolan. La lucha por el control
del cultivo de coca ha sumergido a este municipio en la
violencia desde hace décadas. Su cercanía estratégica con
el pacífico colombiano por la cordillera occidental, cuyas
montañas conectan con el parque Farallones de Cali, con
Buenaventura (Valle) y con el Pacífico caucano, quizá sea
su mayor desventaja.

85
Ciudad Crónica 2

“Luego del acuerdo de paz en La Habana entre el Go-


bierno y las Farc, la guerrilla dijo que nada tenían que ver
con los cultivos de coca”, dirá luego el pastor, como sue-
len llamarlo en la vereda, su nombre es Roberto Yonda.
Sin embargo, las estadísticas indican un aumento en el
cultivo de esta planta en la región. Según la Oficina de las
Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), se
registró que del 2014 al 2015 la Región del Pacífico tuvo un
aumento del 56% en hectáreas de coca, pasando de 26 mil a
40 mil en tan sólo 12 meses. Y por cada kilo de hoja, 1 dólar.
Por ello no sorprende que el camino a La Esperanza
se encuentre custodiado por militares y miradas graves,
displicentes, como corolario de la guerra.
Para llegar a La Esperanza se deben recorrer 23,1
kilómetros desde Jamundí, Valle del Cauca, hasta Tim-
ba Valle. Aproximadamente cuarenta minutos de asfalto
y sol ardiente. Durante este tramo muchos afrodescen-
dientes, pocos indígenas y un blanco, luchan por mante-
ner el equilibrio en un bus angustioso. Pieles sudorosas
se estrujan más de dos veces. A la distancia, encuadrado
entre montañas, un pueblo de color ladrillo. Su nombre:
Timba Valle.
Don Toño, el conductor del bus, un tipo regordete,
de mejillas hinchadas y expresiones duras, le dirá a un
pasajero que para La Esperanza debe bajarse en Tim-
ba Cauca, en el municipio de Buenos Aires, a solo dos
minutos de Timba Valle. Lo que diferencia a estas dos
veredas es el rio Timba que divide el departamento del
Cauca y el del Valle. Comparten la misma geografía: un
lugar seco, difícil. En la plaza central aparecen pirámides
de piñas, plátanos ignotos, tomates, aguacates, tortillas,
pollos muertos, vivos, trozos de res, perros muy flacos,

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Ciudad Crónica 2

un par de peluquerías, un restaurante, toneladas de mo-


tos y moto-ratones. Músicas varias se mezclan en el aire.
Y las chivas, cuatro diferentes cada treinta minutos.
Aquí los habitantes han sabido convivir desde que se
fueron asentando sobre la base de las culturas pacíficas y
aborígenes. Se respira paz. Aunque por sospecha, algunos
tipos con gorras negras observan de pies a cabeza a los
nuevos turistas. Un cuartel militar pintado de camuflaje
marrón y verde se destaca como un diamante de plástico
sobre el fondo verde.
“Antes en Timba no había nadie. Primero controlaron
los de la guerrilla. Luego las autodefensas. Las cosas han
cambiado mucho, por aquí.”, comenta un anciano desden-
tado y luego advierte que la chiva a La Esperanza acaba de
llegar: un bus sin puertas, con bancas de extremo a extre-
mo, de madera vieja y espuma desgastada. En la terraza
viajan bultos de comida estrangulados, electrodomésticos,
algún niño y muchos panales de huevos.
En la algarabía no faltan contratiempos. De camino
a La Esperanza una niña grita que detengan la chiva. Su
madre se perdió. “Ella sabe en dónde quedarse, señora”,
le responde el chofer a una turista angustiada. Es la ley de
la vida en estos pueblos.
Kilómetros adelante el sol es grueso. El camino es de
piedras desparejas, hirientes. La chiva salta sin piedad, bus-
ca otros aires. Una señora de expresiones duras, como si la
vida le debiera algo, de vez en cuando observa a un turista
como si se tratase de un espía. Aquí siempre es correcto
dudar. Según reportes de La Asociación de Cabildos Indí-
genas del Cauca, en el 2015 hubo cinco indígenas muertos
en el municipio de Suárez, próximo a Buenos Aires, y al
menos quince muertos en Timba Cauca.

87
Ciudad Crónica 2

Conforme la chiva escala las montañas, hay, sobre


todo, un calor húmedo que te hace los huesos plastilina.
Por el camino pasan bicicletas, motos, algún camión, tres
burros y cada tanto aparece una casa de paredes agrieta-
das como piel de elefante: son edificaciones mal logradas
de bareque, un material utilizado en la construcción de
viviendas compuesto de cañas o palos entretejidos y uni-
dos con una mezcla de tierra húmeda y paja; al interior:
algún almanaque del Sagrado Corazón de Jesús. Aquí es
preciso creer en algo.
Las tomas de la carretera, la voladura de un puente o
una alcantarilla, son pesadillas de otras noches. Los tiem-
pos de posconflicto han permitido incluso que un vete-
rano, moreno y de canas suaves, venda piñas en alguna
parte del camino. Aquí la chiva se detiene. “Dame una,
te la pago luego”. “¡Atienda primero a las mujeres!”“Juan
Carlos, una de mil, sin pelar”.
A pocos minutos de La Esperanza, el motor de la chi-
va recibe un baño que levanta un vapor grueso de olores
contrastados. Y al fin, cuando la flota atraviesa entre nu-
bes alturas de más de cuatro mil metros, antes de caer al
valle, se ve la entrada a la vereda, casas bajas, mucho pol-
vo, secuelas de una guerra.
“Luego del atentado de abril de 2015, aquí subieron
todos los medios de comunicación nacionales”, recuer-
da Roberto Yonda, el pastor. “Luego preguntaron que
a dónde estaba el sacerdote. Les dijeron que aquí no
había sacerdote. Entonces me mandaron a llamar. Me
dijeron que, si podía orar por los muertos, a las nueve
de la mañana, para que saliera en las noticias. Yo les dije
que yo no oraba por los muertos, sino por los que tenían

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Ciudad Crónica 2

el privilegio de seguir vivos”. Roberto Yonda anda por


los cuarenta. Es de descendencia indígena, con ojos ras-
gados que parecen conocer el otro lado de las cosas. Su
nariz es afilada, el pelo corto como un militar y el bigote
a medio nacer. Él, como la mayoría en la vereda, guarda
el ademán de aquellos hombres que se han acostumbra-
dos a lidiar con el campo. Su hermana sirve un tintico
sin azúcar y sonríe.
“En esos días se hablaba mucho del desplazamiento
y nosotros antes del 2000 habíamos vivido eso”, continúa
Yonda. “Yo les dije a los aldeanos que tomáramos nuevas
fuerzas y que nos quedáramos aquí. No sé, si nos van a
acabar, pero quedémonos, les dije a todos.”
Por aquellas épocas Piedad Córdoba, funcionarios pú-
blicos de Popayán y concejales de Timba, florecieron im-
pasibles, atraídos por la opinión pública. Felicitaron a los
aldeanos por el coraje de aferrarse a La Esperanza a pesar
del caos. Entonces los lugareños deseaban irse a morir a
otra parte. “Pero igual no teníamos a dónde irnos”, agrega
Edith Yonda, la mujer del tinto.
La iglesia Cristo la Única Esperanza fue fundada a me-
diados de 1980 por misioneros anabautistas. La primera
en el pueblo y construida en una época en que la fe es-
caseaba. Es apodada por los aldeanos, “recinto de paz”,
permite renovar la fe de más de 500 personas al año, de las
600 que dispone la vereda.
“Cuando estábamos en esa situación tan difícil noso-
tros sabíamos que los evangélicos estaban orando por no-
sotros para que no nos fuera a pasar nada”, comentará un
campesino al observar el polideportivo donde ocurrió la
masacre del 14 de abril del 2015. A causa del incidente La
Esperanza se distingue. Muchos lamentan que sea la for-

89
Ciudad Crónica 2

ma de visibilizar el conflicto, pero en la zona montañosa


del Cauca no se goza de muchos privilegios.
Las calles del pueblo son inquietas. Las casas están
marcadas con agujeros calibre 7,62 mm. Las viviendas: al-
gunas con ventanas, otras sin el privilegio de la vista. El
suelo es polvoriento. El clima: fresco y sosegado, con un
sol que muerde al medio día. Aquí, al menos 200 familias
han sobrevivido a las causas del conflicto armado, a las
bombas, a las minas. Se dice que, durante los tiempos del
conflicto armado, los caminos hacia los cafetales, acue-
ductos y viviendas, estaban rodeados de cables que activa-
ban dinamitas, minas antipersona. Cuando algún miliciano
se llevaba a un campesino para “charlar”, les advertían que
siguieran sus pasos, para no perder un pie en el camino.
Emer España, un hombre menudo, con cara estrecha y
bigote prolongado, campesino de antaño y miembro del gre-
mio de cafeteros del Cauca, afirma que “ahora puede cami-
nar más tranquilo uno, aunque a veces da miedo, todavía.”
Esa noche hay un silencio prolongado. El cielo es lim-
pio. Al fondo se escucha un bolero de una discoteca aban-
donada, sucia. Dos niños discuten quién debe ir a dormir
primero. Los aldeanos esta vez duermen en paz.
De camino al polideportivo es posible cuestionarse:
¿cómo pueden los niños jugar con sus padres en donde
alguna vez La Esperanza moría a disparos?
El polideportivo sirvió de base aérea para las flotas
de helicópteros Black Hawk, hace mucho tiempo. Se en-
cuentra en la parte más alta de la vereda. La visibilidad del
lugar obligó a los militares a asentarse para monitorear,
luego para jugar fútbol, después para tomar alguna bebida.
Actividades que violaban el Derecho Internacional Huma-
nitario, al ingresar a zona civil.

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Ciudad Crónica 2

Ahora se escucha voces de un lamento que conversan


con las risas de los niños. Las rejas metálicas que cercan la
cancha reciben un balón de futbol: goles de esperanza, aun-
que en otro tiempo recibieron trozos de carne de ración mi-
litar. Tres jóvenes observan el horizonte reposado, y entre
vista y vista, distinguen una montaña boscosa, un cemente-
rio de otros muertos, desde el cual los guerrilleros soltaban
ráfagas de largo alcance. En el suelo del polideportivo: 15
agujeros de granadas en el cemento, rasguños de proyectiles
que dejaron su huella en el acero oxidado. En alguna parte,
sobre un pastizal, un fragmento del techo que quedó.
Ahora el polideportivo esta reconstruido, con un te-
cho nuevo, graderías de ladrillo color ocre, baños y salo-
nes cuadrados. “Tardó mucho tiempo quitar la sangre del
suelo”, dice Yonda, con voz paciente.
Al bajar encontramos niños que juegan escondite. Jue-
gan todo el tiempo. Niños sin escuela, porque a los profe-
sores les espanta la idea de subir a La Esperanza. Santiago,
el hijo de Edith Yonda y con ocho años, ya se forma en el
campo como futuro cafetero. Aquí el pasatiempo es reco-
ger granos de café en las fincas o jugar al escondite. Hace
muchos años, los aldeanos que tenían suerte terminaban
la primaria. Hoy la escuelita, cuyo nombre es igual que la
vereda, no muestra esperanza para los más de 280 niños
que viven en el pueblo. El tema de la educación es un jue-
go de ajedrez. La noche anterior lo explicaba Sandra Mile-
na Guasaquillo, docente del Kiosco Vive Digital de grado
cero. Los oyentes dudaban entre escucharla o desmayarse
de una vez por todas: “Desafortunadamente no tenemos
el personal suficiente para cumplir la tarea. Si bien es cier-
to hemos tenido respuestas satisfactorias como es el aval
para la educación secundaria, nos falta personal calificado

91
Ciudad Crónica 2

para trabajar. Hay cinco salones y en ocasiones dos cursos


se unen para ver clase de matemáticas y español. 280 estu-
diantes es mucho para unos pocos docentes.”
Quizá Santiago y otros niños no comprendan todavía
por qué su Icfes será el más bajo del país, pero algo es
cierto: jugando escondite de lunes a domingo no se obtie-
nen muchas oportunidades en Colombia. Los acuerdos en
La Habana entre las Farc y el Gobierno representarían el
despertar de un nuevo día para La Esperanza, según expli-
ca el concejal del municipio de Buenos Aíres, Alexander
Guasaquillo, quien a su vez imparte clases de matemáticas
y español en sus tiempos libres.
“Pero no escuchar balas no es vivir en paz. Aquí prefe-
rimos educación, inversión social”, reflexiona Sandra Ga-
saquillo, quien ahora habla del incierto futuro de su hija.
Según los habitantes de la vereda La Esperanza, el se-
cretario de educación de Popayán, Elías Larrahondo Ca-
rabalí, ha pedido una “prórroga”. Sin embargo, para los
padres de familia de La Esperanza, impedir el derecho a la
educación es otra forma de violencia.
Luego de unas cuántas tazas de café, sin azúcar, un
grupo de campesinos confiesa que no se irían de la vere-
da, que la vida en la ciudad es dura y que los aldeanos son
generosos, porque el campo ha sido generoso con ellos.
Sandra Milena Guillimue, mujer corpulenta, de 34 años
y con cuatro hijos, comenta que en el campo todos son
desprendidos, como una familia, algo que a pesar de las
oportunidades educativas y sociales, carece la ciudad.
Después de tantas noches de sangre, los habitantes de
la vereda se aferran a La Esperanza de un mañana mejor,
con el aura de quienes han esperado toda una vida.

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Ciudad Crónica 2

La complicidad periodística, las mentiras


del sacerdote y los secretos de confesión
Javier Peña Ortega

Esa mañana de agosto una volqueta rueda en di-


rección sur norte entre el bullicio de máquinas que se
encuentran a lado y lado de la calle veintiuno. El rui-
do crepita entre metales torcidos, rocas fragmentándose
y motores jadeantes que escupen humo. Catorce bull-
dozers, doce cargadores, cuatro grúas y más de ciento
cincuenta volquetas trabajan incansablemente removien-
do escombros. La volqueta gira en la carrera primera
rumbo al Cementerio Central de Cali. Su carga no puede
ser más mortal, transporta una colección de cadáveres
producto de una explosión. Esta escena, reconstruida
con base en documentos públicos y entrevistas con tes-
tigos directos, fue presenciada hace más de sesenta años
por los sobrevivientes de la tragedia del siete de agosto
de mil novecientos cincuenta y seis.
En la primera mitad del siglo veinte, las tragedias
ocurridas en Colombia estaban asociadas a infecciones
por falta de agua potable y un pésimo manejo de residuos
y aguas negras. Como catástrofe se cuenta un temblor
ocurrido en Bogotá en mil novecientos diecisiete que no

93
Ciudad Crónica 2

tuvo víctimas mortales. Lo que sucedió en Cali no tiene


precedentes en Colombia. La primera noticia que tuve de
la explosión fue por una película. Ese día asistí a un cine
foro donde proyectaban Carne de tu carne de Carlos Ma-
yolo. En el relato cinematográfico se describe brevemen-
te el estallido y las sirenas posteriores a la explosión. Así
lo describe la periodista Lucy Libreros: “Carlos Mayolo
nos hizo creer que la madrugada del 7 de agosto de 1956
sorprendió a la familia Velasco en medio de esa nube de
polvo y muerte que había provocado la explosión inespe-
rada de diez camiones del Ejército, abarrotados de 1.053
cajas de dinamita”.
En el foro, un amigo caleño me dijo que la escena
fue real, unos camiones estallaron y destruyeron buena
parte de la ciudad. La curiosidad guió mi investigación y
facilmente encontré una entrevista en la página de El País
hecha a Hurtado Galvis: “Solamente en la fosa común
del cementerio central yo vi enterrar tres mil setecientos
veinticinco cráneos”. No supe si creer, la cifra parece
algo exagerada, pero los números se me quedaron graba-
dos: tres mil setecientos veinticinco cráneos. La periodista
Meryt Montiel Lugo en su perfil hecho a Hurtado en dos
mil nueve escribió: “ Se calcula que murieron unas diez
mil personas. En ese entonces él era capellán del Batallón
Pichincha y fue testigo excepcional de la tragedia. Esta
historia la ha contado un centenar de veces, pero con ese
poder narrativo, lleno de detalles, no deja de seducir al
interlocutor”. Añade que sus acciones en el suceso le me-
recieron una portada en la revista Life. La tal portada no
existe. En la página web de la revista Life están todas las
portadas, año por año, y en ninguna aparece Hurtado. Lo
que sí existe es una fotografía donde aparece el sacerdote,

94
Ciudad Crónica 2

publicada en la revista Life, la cual hizo que el fotógrafo


Stephen Ferry se interesara en la tragedia y visitase Cali. Su
indagación es protagonista en el documental, Una madru-
gada explosiva, de la serie Viajes a la memoria, reconocido
con el XXX Premio Anual de Periodismo y Reportería
Gráfica Alfonso Bonilla Aragón.
Vlado señaló en una caricatura que “la culpa no es de
las fuentes por informar mal sino de los periodistas por
no informar bien”. Sí Hurtado en sus afirmaciones decidió
atribuirse una portada, es deber del periodista corroborar la
información. Un periodista no debería romper el pacto de
verdad con sus lectores. Quizás puede considerarse un des-
liz, decir que una fotografía estuvo en la portada de Life.
Produce un impacto dramático que no hace mal a nadie y,
como menciona el periodista Kevin García, son las liberta-
des que se puede dar un periodista en su ejercicio persuasi-
vo. Pero ¿qué sucede si exageró el número de los muertos?
Además de los tres mil seiscientos veinticinco cráneos, en
una entrevista radial, Hurtado añade: “La explosión desen-
cadenó una energía que le arrancaba las cabezas a la gente.
Los cuerpos no aparecían”.
Hurtado debió tener una visión muy ágil o muy ima-
ginativa. En primer lugar, no es fácil distinguir, cráneos
de demás huesos, en los pocos minutos que duró la
descarga de una volqueta cargada de cuerpos mutilados
mientras se depositaban en la fosa común del cemente-
rio. En las fotografías existentes los rostros de las per-
sonas están parcialmente cubiertos y ven sin mirar los
cuerpos alineados. En todas ellas, el olor y el dolor que
causa la muerte haría imposible una operación aritméti-
ca. Sin embargo, Hurtado pudo contar más de tres mil
setecientos cráneos.

95
Ciudad Crónica 2

Unas escaleras descienden a una amplia habitación en-


marcada en anaqueles llenas de libros y libros que guardan
la historia de Cali. Hace un frío artificial de aire acondi-
cionado que resguarda un espacio intermedio y cerrado
donde se encuentran alineados los periódicos de El Rela-
tor de la década del cincuenta. Al fondo en un escritorio
pequeño se encuentra Olga Eusse, quien me permite revi-
sar la prensa y me muestra los audiovisuales en VHS de la
explosión que resguarda el Centro de Documentación del
Banco de la República. Un vibrante sonido eléctrico llena
la habitación, anónimos investigadores cubiertos con ta-
pabocas y guantes de cirugía escrutan en papeles amarillos
y delicados, pedazos de historia. Mi primer hallazgo fue
darme cuenta que las páginas correspondientes al día de
la explosión se encuentran desaparecidas. Deliberadamen-
te alguien “arrancó” la historia. Sin embargo, siguiendo
el rastro dejado en notas de prensa, boletines militares y
fotografías, se puede reconstruir cómo el ocho de agosto,
en el cementerio, el receptor de la morgue Juan Restrepo
y el médico legista Euclides Orozco, hicieron titánicos es-
fuerzos para contar los cuerpos de los cuales solo identifi-
can el sexo. En los corredores del cementerio se alinearon
noventa y nueve hombres, cincuenta mujeres, veinte ni-
ños y veintidós niñas. Separaron ochenta y un soldados en
dos grupos de acuerdo a su identificación. Sólo dieciocho
fueron reconocidos y se enterraron con ceremonia en el
Batallón Codazzi de Palmira. El sepulturero del cemen-
terio informó el nueve de agosto que enterró quinientos
cincuenta y cuatro cuerpos en la fosa común. Ese mismo
día, al final de la jornada, se reportaban novecientas vein-
tidós bajas, trescientos cincuenta y un muertos, quinientos
cuarenta y cuatro heridos y diecisiete desaparecidos. El

96
Ciudad Crónica 2

nueve de agosto se habían recuperado mil noventa y siete


cadáveres entre los escombros y se decidió parar debido a
las dificultades de hacer una cuenta exacta. Las palas al re-
mover los escombros fragmentan en pedazos los cuerpos
que se escurren entre los pedazos de muros.
“No podemos continuar pensando en los muertos,
cuando los vivos, los heridos y los necesitados, requieren
nuestra atención”. Así lo declaró el receptor de los cuerpos
del cementerio. Teniendo en cuenta el número de mil no-
venta y siete cuerpos registrados que fueron al cementerio,
además del reporte de doscientos heridos que murieron
en los hospitales, se especula con la cifra de cuatrocientos
desaparecidos, aunque las cifras estimadas más cercanas a
la realidad, son mil seiscientas muertes. Sin embargo, la pe-
riodista Montiel confía y publica los datos de Hurtado de
diez mil muertes y tres mil seiscientos veinticinco cráneos
en la fosa central. Estos mismos datos son reproducidos
en otras notas de prensa y en los audiovisuales históricos
hechos sobre la explosión.
A cinco calles del Centro de Documentación del Ban-
co de la República se encuentra la oficina de don Jorge. El
centro de la ciudad de Cali es caluroso, ruidoso y abarrota-
do. En contraste, al entrar al edificio, en la oficina del abo-
gado Jorge Rodas Martínez todo es silencio y orden. El
mobiliario en madera está llenos de libros discriminados y
organizados. La administradora de empresas Marta Bote-
ro quien está interesada en lo sucedido en la explosión me
pidió que la acompañe para hablar con Jorge, que conser-
va documentos que pueden ser útiles. Jorge no aparenta su
edad, tiene un rostro alargado y está impecablemente ves-
tido, siempre tiene una oración contundente para explicar-
lo todo. Ahora está trabajando en un libro de genealogías

97
Ciudad Crónica 2

del siglo diecinueve. Su relato de la explosión se construye


con base en sus recuerdos, los cuales intercala con notas
de prensa, artículos de revistas y documentos que recupe-
ra de su archivador, organizados por temas en carpetas.
Me dice que si quiero encontrar una verdad, debo buscar
la verdad oficial y si el documento de investigación de la
explosión está perdido, lo más seguro es que esté referen-
ciado en los fallos judiciales de los demandantes. “Debe-
rías empezar a buscar de dónde provino la dinamita”. De
su colección saca la revista Justicia donde se publicó uno
de los fallos. Recuerdo la voz de Hurtado en el programa
de radio El Corrillo de Mao del periodista Mario Alfon-
so Escobar: “Esa dinamita venía de Suecia en un barco
llamado Stockholm, ese barco atravesó el mar Báltico, el
mar del Norte, el océano Atlántico, el mar Caribe, el ca-
nal de Panamá, el océano Pacífico y atracó en el puerto
de Buenaventura en Colombia”. “Yo vi, con estos ojos,
unas cajas de cartón zunchadas con letreros en inglés”.
Sin embargo, de acuerdo al fallo judicial, donde se cita el
certificado de la aduana de Buenaventura (folio veintiséis,
cuaderno dos), se indica que la dinamita llegó procedente
de Estados Unidos, el treinta y uno de julio en el barco de
vapor Ciudad de Cuenca, importada por Industrias Mili-
tares (INDUMIL). La empresa que vendió la dinamita fue
Atlas Powder Company, la cual transportaba su material
explosivo en cajas de madera. Dos años después de la ex-
plosión, APC se dedicó al negocio de los fertilizantes.
Días después, mi indagación me lleva a otro abogado
que también fue militar. La oficina de Carlos es austera y
un poco oscura, cuenta con dos escritorios, un PC, una
impresora profesional y dos archivadores. Su cabello blan-
co hace juego con los escritorios abarrotados de papeles

98
Ciudad Crónica 2

de casos que están pendientes de resolución. Carlos es


un militar retirado que trabaja como abogado asesoran-
do militares. Me cuenta que, cuando fue militar, trabajó
en Industrias Militares (INDUMIL) y su función consistía
en supervisar los cargamentos de explosivos que salían de
Buenaventura al centro del país. Hurtado en la entrevista
que cedió al audiovisual, el 7 de agosto, justifica la impor-
tación de la dinamita porque, según él, no existía INDU-
MIL en Colombia. Carlos me confirma que INDUMIL
funcionaba desde dos años antes de la tragedia. Entre sus
papeles tiene el decreto 2862 de 1954, que la creó, y el
decreto 2535 de 1993, de importación y exportación de ar-
mas, municiones y explosivos. Y el decreto reglamentario
1809 de 1994. Me explica que la importación, transpor-
te y uso de explosivos en obras de infraestructura, desde
Buenaventura, es algo común hoy en día, y se continúan
transportando en camiones civiles. Tal información con-
tradice la publicada por muchos periodistas que señalan,
que los camiones que transportaron la dinamita que causó
la explosión, eran militares. Hurtado Galvis lo señaló así:
“Eran seis camiones Mack propiedad del ejército”. Lo con-
firmado es que eran camiones civiles con escolta militar.
En la declaración extrajuicio, dada por el conductor Pablo
González en el Juzgado Primero Civil, se presenta como
evidencia la planilla que confirma que el ejército contrató
los servicios a la empresa de transportes, Mosquera Gó-
mez, que poseía camiones Ford de seis llantas y varillas.
“Es verdad que ese mismo día seis de agosto a las ocho
menos diez minutos de la mañana llegamos al Piñal, don-
de fuimos detenidos por orden militar de un cabo y varios
soldados quienes nos ordenaron cargar los camiones con
cajas de dotación militar con destino a la Tercera Brigada,

99
Ciudad Crónica 2

al polvorín San Jorge de Cali. Nos prohibieron terminan-


temente transportar otra clase de carga”. La información
es corroborada por el gerente general de INDUMIL quien
certifica que la dinamita salió a las 12 horas con destino
al Polvorín San Jorge, lo cual vuelve y contradice lo di-
cho por Hurtado Galvis: “Nos preparábamos para arriar
el pabellón nacional cuando llegó un convoy militar de
seis camiones carpados y custodiados por soldados arma-
dos, al mando del Sargento Pedro Higuita. El Sargento se
presentó ante el Capitán Gustavo Camargo Eslava, en mi
presencia, para pedirle permiso de pernoctar y arranchar
en el cuartel, le informó que comandaba un convoy de seis
camiones con explosivos. El capitán Camargo le negó el
permiso y le ordenó retirar el convoy hacia lugar despo-
blado. Pablo declara: “Llegamos a eso de las doce veinte
minutos de la noche del mismo día, en que llegamos con la
carga para la Tercera Brigada, Polvorín San Jorge de Cali, a
la antigua estación del ferrocarril del Pacífico”.
De niño, Carlos Zambrano jugaba con los estopines
en la misma habitación donde su padre guardaba la di-
namita en gel. Francisco, el padre de Carlos, trabajó en
el gobierno de Rojas Pinilla, utilizando dinamita para la
construcción de las vías. Carlos ve en mi rostro sorpresa
y me señala que la dinamita no podía explotar sin los es-
topines. No es una operación tan sencilla como para que
él, de niño, corriera algún riesgo. Le pregunto entonces
si es posible que un disparo pueda detonar la dinamita,
me responde frunciendo la boca y negando con la cabeza.
En la misma entrevista mencionada, dice Hurtado Galvis:
“Ya dijimos que no hubo manos criminales, lo que pasó
fue que un soldado, según la investigación, un soldado, en
un relevo de madrugada, de los que estaban de centinelas,

100
Ciudad Crónica 2

en vez de colocar el fusil vertical, con la boquilla del fu-


sil hacia arriba, lo colocó, somnoliento, horizontal, con la
boquilla orientada a los camiones, posiblemente había un
proyectil en la recámara del fusil, y al desasegurar el fusil
se zafó el proyectil. A eso llegó la investigación, que no
hubo manos criminales, eso está comprobado, que fue un
descuido, que fue un accidente”.
La empresa Atlas Powder Company envió al ingeniero
especialista en explosivos, James E. Dedman Jr, para que
investigara. Su conclusión fue la siguiente: “Que el agen-
te provocador de la explosión fue un elemento detonante
extraño a los materiales transportados en los vehículos au-
tomotores y por consiguiente concluyo, y me ratifico en
el concepto de que el motivo de la explosión fue el de un
acto criminal o acto de sabotaje”. Es posible que de acuer-
do a conceptos como este, se sustente que la Compañía
Colombiana de Seguros, reconociera una indemnización
por la explosión a favor del Ministerio de Guerra.
Al indagar en la historiografía me encontré con dos es-
casos artículos, ambos escritos por César Ayala y publica-
dos en la Revista Credencial y Revista Historia y Espacio,
de la Universidad del Valle. Me desconcertó que con la
amplia tradición que tiene el Departamento de Historia de
la Universidad del Valle, no cuente con un estudio juicio-
so sobre lo ocurrido. En conversación con la estudiante
Laura Cuellar, del programa de historia, dijo que uno de
los ejercicios de la carrera consiste en entrevistar a sobre-
vivientes de la explosión. Me imagino cientos de entrevis-
tas guardadas en medio magnético o digital, esperando a
un historiador que las analice y comparta sus testimonios.
Mientras esas voces llegan a la luz, es posible contar otra
historia sobre la explosión.

101
Ciudad Crónica 2

No es fácil entender una tragedia que lleva seis déca-


das olvidada. Jair luce unos lentes de lectura circulares en
metal dorado con un diseño que evoca los años sesenta,
estamos en el auditorio Madera, del Centro Cultural de
Cali, después de escuchar una conferencia sobre la explo-
sión, leída por el historiador César Ayala. Son más de las
ocho de la noche y la discusión no acaba. Jair Quintana
es un administrador de empresas pensionado que discute
los datos expuestos por el doctor en historia. Jair, lleva
años indagando, por una motivación personal, fue testigo
de la explosión y líder comunitaria del barrio Aguablan-
ca. El público le pregunta al experto por qué menciona
diez camiones cuando lo que dicen los informes es que
fueron seis. Ayala responde que lo importante no es un
número, sino los procesos y consecuencias de la tragedia.
Sin embargo, para los sobrevivientes es importante el nú-
mero, llevan años esperando una historia oficial y pública
que explique la explosión. La organización del seminario
nos pide que nos retiremos, pero la discusión continúa en
cuanto a los hechos y las causas. Cuando le pregunto a las
personas del auditorio donde escucharon sus versiones,
me dicen que en la radio.
El discurso que se repite y hace parte de la memo-
ria social de muchos de los sobrevivientes coincide con el
de Alfonso Hurtado Galvis. Él siempre sostuvo la misma
versión, inmodificable. reproduce palabra por palabra el
mismo discurso en las múltiples entrevistas que le hicie-
ron. Abogado y docente de antropología criminal de la
Universidad Santiago de Cali, fue un periodista que tuvo
durante 38 años su programa de radio, La voz del prójimo,
transmitido en las cadenas Todelar y Radio Súper. Los pe-
riodistas Heinar Ortiz Cortés y Margarita Rosa Silva, quie-

102
Ciudad Crónica 2

nes lo entrevistaron, destacan como “la memoria impeca-


ble y la habilidad narrativa del sacerdote no perdonaba, y
un dato se empezaba a tejer con otro” y le atribuyen una
veracidad institucional: “más que ser el último personaje
del ‘Cali Viejo’, fue el notario de la caleñidad”.
Las voces de un grupo minoritario de personas asis-
tentes desvirtúa las versiones de Hurtado. Un químico de
explosivos afirma que la dinamita no pudo estallar con un
disparo perdido, otro dice que es imposible contar diez
mil muertos producto de la explosión. Los organizadores
del evento deciden programar un conversatorio con los
sobrevivientes para el mes siguiente. Jair, a su vez, me in-
vita a visitar el barrio y me habla del audiovisual que viene
realizando donde muestra sus hallazgos.
La tarde del domingo es soleada en la cancha de ba-
loncesto del barrio Aguablanca. Las personas mayores
mueven las sillas plásticas buscando la sombra de la casa
de dos pisos que se encuentra diagonal a la Junta de Ac-
ción Comunal. Cada marzo, el barrio conmemora su fun-
dación. Aguablanca fue uno de los barrios construidos
para albergar a los damnificados de la explosión. Muchos
jóvenes desconocen el origen del barrio, algunos ni si-
quiera saben que hubo una explosión. Las personas que
vivieron la tragedias no le gusta hablar de ellas. Johana
Delgado hizo su monografía sobre Aguablanca y duran-
te meses compartió con las personas del barrio y logró
una empatía envidiable. Cuando conversamos sobre su
investigación, cuenta cómo se conformaron tres áreas
para recibir a los damnificados: el edificio República
de Venezuela, el barrio Bueno Madrid y Aguablanca. A
Aguablanca llegaron inicialmente madres viudas, que se
acogieron a una ley y a la administración de la Fundación

103
Ciudad Crónica 2

Ciudad de Cali. En cada casa de aluminio hay relatos que


construyen una cadena de historias y resiliencias.
Hurtado Galvis se atribuyó la fundación del barrio
en el programa televisivo, Conversan dos, dirigido por
Hernando Darío Restrepo y añade: “esas casitas las rega-
ló nada menos que el general Eisenhower, son prefabri-
cadas y las trajeron en avión”.
“No creo que el sacerdote fundara el barrio” me dice
Johana. Ella enumera las fechas y acciones de la cons-
trucción de casas en el barrio, la adquisición de los lotes,
la preparación del terreno, la demora por la carencia de
inodoros, alcantarillado y afirmado de la carretera. Con-
sultando documentos encuentro que los militares colom-
bianos siempre tuvieron disponibles casas prefabricadas.
En la década de los veinte, los militares compraron en
Estados Unidos casas para colonizar la amazonía, en el
gobierno de Rojas hubo una gran inversión de infraes-
tructura que permitías ampliar la presencia militar en el
territorio nacional. En el decreto 1039, de 1955, Rojas
Pinilla autoriza al Ministerio de Salud Pública, la adquisi-
ción de casas prefabricadas. Al consultar la escritura 69
de 1958, en ninguna parte aparece Hurtado, aunque la
entrega estuvo a cargo de monseñor Caicedo, quien dio
su bendición, y del mayor Díaz, que entregó las casas a
las primeras viudas.
Hace seis décadas Aguablanca estaba en un extremo
de la ciudad, ahora es un barrio dentro de las veintidós
comunas de la ciudad. De Aguablanca al centro transcu-
rren quince minutos en un taxi sin aire acondicionado. Los
domingos en el centro se pueden encontrar actividades
culturales. Camino por la Merced con la maestra en artes
Paola Zambrano, ella lleva cinco años en la ciudad y siem-

104
Ciudad Crónica 2

pre consulta su teléfono para ver los pronósticos del clima.


“En Cali se debe elegir la vestimenta de acuerdo al clima.
¿Se imagina vestir de sotana negra en el verano caleño?”.
Me cuenta que, en septiembre del año pasado, un actor
representó, por estas mismas calles, al sacerdote Hurtado
Galvis en un proyecto de la Secretaría de Cultura y la Socie-
dad de Mejoras Públicas, que buscó mediante la puesta en
escena teatral, contar la historia de Cali. El sacerdote, al ser
considerado el cronista de la ciudad, mantiene su credibili-
dad después de muerto. Sus antiguos feligreses creen más
en sus historias que en los libros. Ella está realizando una
investigación sobre las imágenes de la explosión y consul-
tó varios centros documentales. En la colección de prensa
de la Biblioteca Departamental, se encontró con la desa-
parición de la edición de El País, del día de la explosión.
Viajó a Bogotá a la Biblioteca Nacional, hasta un “bunker
antibombas”, donde se resguardan los periódicos nacio-
nales en formato microfilmado, que se pueden consultar
en pantallas antiguas donde, para su sorpresa, al llegar a la
fecha de la explosión, encontró la siguiente nota: “No se
conserva el ejemplar”.
Desde el gobierno de Mariano Ospina Pérez existió
censura en la prensa, el gobierno de Rojas no fue la ex-
cepción. Sin embargo, es una extraña coincidencia que
desaparecieran los ejemplares de prensa publicados el día
de la explosión. La censura en el gobierno de Rojas Pinilla
en Cali fue contundente, acalló protestas, encarceló gen-
te, trasladó presos políticos. Los censores del gobierno
prohibieron al periódico Intermedio, de Bogotá, publicar
cualquier información sobre la explosión, fotografías o
comentarios. Intermedio fue un periódico que reunió a
los periodistas que trabajaban en el Tiempo, que había

105
Ciudad Crónica 2

sido clausurado por Rojas un año atrás. En periódicos


como el Relator de Cali también padecieron la censura.
Sucedida la explosión, una de las primeras medidas fue
la delimitación de una “Zona Militar” que impuso férreo
control de acceso al área del desastre. Los periodistas que
quisieron ingresar, fueron bloqueados. La justificación fue
controlar la interferencia a fin de buscar la mayor efecti-
vidad en las actividades de salvamento. Es de anotar que,
para la magnitud del evento, las acciones se realizaron en
tiempo record y no hubo acciones de disturbios o saqueos
por parte de la población civil. Paola añade que reciente-
mente han salido nuevas imágenes a la luz. En la sala de
Libros Raros y Manuscritos, de la Biblioteca Luis Ángel
Arango, encontró un álbum de fotografías de la explosión
que, en su mayoría, no salieron publicadas en la prensa.
Entre la verdad y la falsedad, y las medias verdades,
dieron paso a la posverdad. Aunque este término es de uso
reciente, su práctica existe desde mucho tiempo. La mani-
pulación de los discursos, hace pasar por cierto lo que no
lo es. La vida del sacerdote más recordado, lo será por su
participación ‘heroica’ en los sucesos del siete de agosto.
Los periodistas Heinar Ortiz y Margarita Silva elogian “la
memoria impecable y la habilidad narrativa del sacerdo-
te”. Su narración se volvió un discurso repetido cientos de
veces que terminó cobrando completa vigencia en las mu-
chas entrevistas que le hicieron y que están publicadas en
internet. De memoria recita los acontecimientos del siete
de agosto. Su discurso se mantuvo intacto mientras su ros-
tro envejecía ante las cámaras. Ningún periodista cuestio-
nó suss afirmaciones. Todo lo contrario, la periodista Pilar
Hung lo dice: “Era la persona que más sabía sobre la his-
toria de la ciudad y de su gente. Era una persona con una

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Ciudad Crónica 2

lucidez y una memoria a prueba de todo, recordaba nom-


bres, calles y personajes con los que convivió en su vida”.
María Helena Quiñonez, quien fue secretaria de Cul-
tura y Turismo de Cali, destacó el legado del sacerdote
“en el campo de las comunicaciones y su aporte a la cons-
trucción de la memoria colectiva de la ciudad”. Incluso
el “Santo varón”, como lo llamaban, fue postulado para
que se lo reconociera con el levantamiento de una estatua,
iniciativa discutida en el Consejo Municipal, que obtuvo
dieciocho votos positivos en el segundo debate.
Héctor Jirado Ballestas, exmilitar de 86 años que pres-
tó sus servicios en el Batallón Pichincha, llegó a Cali para
asistir a un matrimonio familiar. Leyendo la prensa del día
se enteró de la exposición “En busca de la memoria per-
dida”, y decidió visitarla para contrastar sus recuerdos. La
exposición no se había inaugurado, sin embargo recorrió
las salas donde las personas trabajaban en el montaje. Des-
pués de ver las obras se acercó a María del Mar López del
Centro de Memoria Étnico y Cultural y fue ella quien me
lo presentó. Héctor nació en Cartagena pero lo traslada-
ron de Bogotá a Cali en mil novecientos cincuenta y cinco.
Era Cabo primero armero, y la noche de la explosión, salió
en una moto a la galería Belmonte, a comer, pero tuvo la
buena suerte que la moto falló y tuviese que regresar al
batallón. Al escuchar el estallido, los soldados se reunieron
en la plaza de armas y partieron hacia el centro, creyendo
que se trataba un ataque a la Tercera Brigada. Al llegar al
lugar de los hechos ayudaron a salvar a las personas apri-
sionadas entre los esqueletos de hierro de las edificacio-
nes. Cuando Héctor pudo, también fue a ayudar a casa de
su suegra que vivía en la carrera segunda con dieciocho.
Su madre, sólo dos días después se enteró de lo sucedido y

107
Ciudad Crónica 2

se comunicó con él. Héctor estuvo en el batallón y, como


armero, siempre revisó los camiones que cargados de ex-
plosivos llegaban al Pichincha. Sin embargo, afirma, que el
día de la explosión no llegaron camiones. Voces disiden-
tes se han ido encontrando para dar a conocer versiones
diferentes a las de Hurtado Galvis. Jaime Carmona en el
perfil publicado en El País señala que el sacerdote “no se
podía acostumbrar a escuchar pecados horribles, delitos
espantosos. Eso a él lo traumatizaba y era una de las co-
sas más difíciles de su ejercicio sacerdotal”. Fue capellán
del batallón Pichincha y recibió en confesión a militares
y civiles. Por esta razón, no es descabellado pensar que
el sacerdote pudo escuchar, en sus secretos de confesión,
algunas verdades de la explosión que con su partida que-
daron sin revelarse.
De todas las versiones y construcciones de la verdad
hay una, en un fallo del proceso, que ninguno de mis en-
trevistados menciona explícitamente y que aquí transcri-
bo: “La nación colombiana es civilmente responsable por
negligencia, imprudencia, falta de cuidado, imprevisión,
violación de leyes y reglamentos nacionales e internacio-
nales sobre transporte de elementos explosivos, por parte
de los funcionarios militares colombianos, al haber estos
ordenados a estacionar y pernoctar varios camiones car-
gados de materiales explosivos en la antigua estación del
Ferrocarril del Pacífico de Cali”.

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Ciudad Crónica 2

La casa grande
Luis Eduardo Valencia

Para mi gran familia sanjosereña que me ha enseñado a crecer.


Para Nahum Montt y Alberto Rodríguez, y a todo aquel del
Club de los condenados que conoce la casa grande.

Bartolo
El pobre divertido

Desde las épocas del génesis,


los viejos narraban historias
contadas por los padres de sus padres
y sus ancestros. Un linaje poderoso y versátil
que perdió la divina facultad de
escucharse en los corrillos.

Ocho años atrás. Sequionda, Guapi en Cauca.


Es un día cualquiera a orillas del océano pacifico. El
cielo de la costa atestado de nubes cirrosas anuncia que
hoy también habrá tormenta. Los niños corren descalzos

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Ciudad Crónica 2

por el muelle, las viejas conversan sentadas en escaños,


pescadores de barbas montaraces avistan buques que des-
aparecen entre la bruma. Un lienzo animado.
Esperan el buque de las diez. El asalto ha sido organi-
zado por una tropa de cinco. Después de golpearse contra
el muelle, el barco abre sus puertas laterales. Los hombres
de trajes enterizos bajan la mercancía: Coca Cola y refrige-
rios para las tiendas del municipio. Bastaron cinco minu-
tos. Era la tercera vez en esa semana que en vez de ir a la
escuela corrían a cumplir una misión.
Bartolo recuerda ocho años después en Cali, senta-
do en una silla de plástico, con el televisor encendido
y sus palabras mal acentuadas, repetidas y cojas que le
salen por entre la lengua de su tartamudez transitoria.
En Guapi todo era chévere. Los vecinos que tiraban los
quehaceres domésticos para dedicarse al juego. Recuerda
el olor de las trochas y el rumor de los esteros en los que
se movía con la tropa, en las mañanas, las tardes y las no-
ches. Todos trabajábamos en la coca. ¿Quién iba ir al co-
legio si eso era bien feo? Un colegio sostenido a medias
por la aridez de la argamasa, aun le provoca risa. Casas
de madera, donde el turismo da de comer. Cangrejos en
los zaguanes y en todos los vericuetos de la playa. Olor a
pescado, música, futbol. Recuerda los amores furtivos, a
cualquier hora del día se encontraban a follar.
Guapi es el mundo de las imposibilidades. Un pueblo
embrujado, abastecido de magia en la medida en que más
mujeres se hacen madres y la partería se multiplica. Hu-
manos con la destreza de embrujar, ocultos en cabañas
oscuras. Y los niños más desobedientes del mundo que
desconocen el origen de su apellido. Tirábamos todos los
días, porque la arrechera es provocada por la dieta de pes-

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Ciudad Crónica 2

cado, también la dejadez ayuda, al no tener qué hacer...


El Paraíso termina. A Bartolo le llega la noticia de que
su madre ha sido asesinada por un posesivo-compulsivo,
que se envenenó y después se remató con un fogonazo en
el cráneo. Se mató dos veces. Muchos años después Bar-
tolo se tatuó el nombre de ella, no va solo. El tipo estaba
tragado de mi cucha, y ella nunca le copió.
En la Casa Grande de San José, Bartolo no cree que
se vaya a graduar de bachiller. Se ha ganado un lugar que
le otorgó el título de entrenador de baseball. Un grupo de
niños que jaspean sonrisas, lo reconocen como ejemplo
para seguir en la disciplina. Quiero entrar a la Escuela Na-
cional del Deporte. Con el nombre de su madre tatuado
en el dorso, y en posición de bateador, Bartolo está listo
para el home run de su vida.

Harley y Adrián
La buena mentira

A sus 15 años Harley ha sido el hermano más mentiro-


so del mundo. Todos los viernes, cuando los muchachos
esperan la visita de sus familiares, Harley se esconde de
Adrián, su hermano de nueve años. La madre, Yina Boni-
lla, viene a visitarlos.
Yina está en casa, en el oriente de Cali, a metros del ja-
rillón del rio Cauca. Cocinando, tomándose un tinto. Los
hermanos de Harley quizá están en la calle, son de ese
gremio juvenil que se lanza desde el puente de Juanchito,
por dos mil pesos. Se han ahogado más de 200 personas
en los últimos diez años. Antes de que muriera mi papá,
con mis hermanos mayores, salvamos la vida de cientos

111
Ciudad Crónica 2

de niños que estuvieron a punto de ser parte de la lista de


ahogados. Muertos que aparecían con el doble de estatu-
ra, algunos fueron tan llorados que de las profundidades
azarosas del Cauca emergieron espumas de enorme panza
y rasgos alterados.
Harley va todas las mañanas a la Liga vallecaucana de
levantamiento de pesas con la esperanza de no ahogarse
en desilusión. Él lo único que quiere es llegar al pódium
por el oro mundial. Su cuerpo menudo tiene una fuerza
descomunal que le robó al rio Cauca y que lo hizo pesista
de alto rendimiento.
Harley dice que no le gusta mentirle a su hermano,
lo hace por amor. Todos los días, cuando Adrián sale del
colegio se le acerca y le pregunta si su madre vendrá el
viernes, él siempre le dice que sí. Pero Adrián parece no
saber cuándo es viernes.
Una mentira que Adrián todavía no comprende, ten-
drá que llegar a comprender, como el Principito de Antoi-
ne de Saint-Exupéry, que hay cosas que solo el corazón
logra avistar.

Harley
Con colada

Son las diez de la noche y están todos en la habitación


escuchando a Harley:
—Ella tenía diez y yo trece.
— Marica ¿y vos te la comías ahí, en la orilla del rio?—
pregunta uno.
Enseguida todos se echan a reír y Harley como siem-
pre tira a la furia uno de sus chistes rebuscados.

112
Ciudad Crónica 2

—No, a ella se la comían los pescados, yo solo veía—


la risotada general.
Como en un stand-up comedy, Harley narra cómo
perdió a su primer amor, Carol.
No pude hacer nada, mi hermano mayor era el que
estaba ahí, él tampoco. Lo único que hice fue ir a mi casa
y ponerme a ver televisión.
Nunca más volvió a saber de ella ni de su familia.
Afuera la lluvia hace música en los techos y ventanas
de la casa grande.
—¡La colada! —dice el grito.
La historia se corta y todos salen corriendo de la ha-
bitación.
— … a mi me gusta comer bastante— responde Har-
ley con una sonrisa grande.

Edwin
En todas partes

Edwin pareciera omnipresente. Hace una semana se en-


contraba internado en Guacari, ahora Cali y en poco en Pal-
mira. A su hermano cada semana le entra la llamada de una
operadora para anunciarle que Edwin se encuentra en algún
lugar del Valle. ¿Cómo así que se escapó? pregunta molesto
Jimmy. “Sí señor”, “su hermano acaba de renunciar al pro-
ceso y no sabemos dónde está”. Jimmy no sabe qué decir ni
qué hacer. No puede hacer nada, ya lo hizo todo. Durante
21 años lo ha estado defendiendo, ha querido que mire el
mundo los condenados: Borges, Cortázar, García Márquez
y Hemingway. Quiso enseñarle la importancia que tiene no
estar ahí, pero hacer como si estuvieras.

113
Ciudad Crónica 2

Edwin ha vivido más que lo que se podría vivir a los


16. Es alto, moreno y con un pésimo sentido del humor.
En cualquier momento, en medio de una charla amena,
por una negación estalla y manda todo a la mierda. An-
tes de que su fugaz paso por San José culminara, se veían
una vez cada mes, en un encuentro organizada por los
defensores de familia, que más parecen tener títulos de
detractores, que de abogados. No entienden lo del “forta-
lecimiento en el vínculo familiar”.
Ellos saben quiénes son y para dónde van, a pesar de
no saber nada de su familia. El amor entre ellos es grande,
al término del encuentro mensual, se abrazan. La escena,
siempre la misma, es fulminante, Edwin detenido viendo
alejarse a Jimmy, a través del vidrio trasero de la buseta
que arranca hasta que sus miradas ya no se encuentran, sin
piedad alguna.
Edwin pasa por la edad de los hechizos en la que fá-
cilmente se pierde el horizonte de la vida. Una edad en la
que sin figura paterna, un día caemos en el vicio, la dro-
ga, en la “selva de cemento”. Jimmy recuerda que Edwin,
siendo niño, lloraba solo por verlo triste, y a él se le ponía
el corazón blando.
Ayer llamaron a Jimmy para decirle que Edwin esta-
ba en una fundación de Palmira. Había quemado toda su
ropa. La gestión fue instantánea, el Instituto Colombiano
de Bienestar Familiar Valle, autorizó a que Jimmy visitara
a su hermano.

114
Ciudad Crónica 2

Vida de un arriero
Ximena Hoyos Mazuera

Don Rogerio Arboleda Arenas se levanta todos los


días a la misma hora, inclusive domingos y festivos; se
viste de arriero, se pone unos pantalones arremangados
de lienzo de costal, una camisa amarillenta que se cambia
dos veces a la semana, un delantal de cuero pastuso con
varios bolsillos, alpargatas de fique, sombrero aguadeño,
se enfunda el machete, agarra un zurriago, y se cruza un
hermoso y pesado carriel jericonao de nueve bolsillos y
tres “cretas” en el cual lleva las 53 cosas que todo arriero
debe cargar consigo para no pasar hambres ni problemas
en los caminos de herrería. Levanta la vista hacia el pai-
saje pintado de guaduales, quebradas, cumbres y cañadas.
Camina lento y va al establo donde se apean las mulas,
debe enjalmarlas, ensillarlas, cargarlas y arriarlas por tro-
chas que simulará recorrer una mañana fresca y limpia. La
mañana en que lo conocí.
Trabaja desde hace siete años en el Parque Temático
de los Arrieros en Quimbaya, Quindío, revelando su cono-
cimiento de arriero a los turistas. En un día normal, Don
Rogerio, se resume en una serie de puesta en escena en las

115
Ciudad Crónica 2

distintas paradas del parque. En la primera, la del Trapiche,


muestra los talegos de panela envueltos en hojas de plátano,
en la Parada en el Cafetal se dedica a exhibir el oficio del
arriero de antaño, más adelante descubre el interior de una
casa típica de arquitectura Antioqueña con los muebles, la
ropa y los demás cachivaches que la componen, en la Fonda
del Arriero expone con su propio cuerpo la indumentaria
de los primeros arrieros y colonizadores de la región, más
tarde en la tarima de la Fonda antioqueña cuenta la historia
de la arriería para no dejar perder ese legado, proverbios y
refranes paisas como el “Arrieros somos y en el camino nos
encontraremos” y chistes machistas como el que siempre
repite todo el que se le arrime: “todo arriero necesita una
vieja y una mula, que la mula no sea tan vieja y que la vieja
no sea tan mula”.
Cuenta con orgullo que aparece en representación de
la arriería en el video institucional del himno de Colombia,
que se emite todos los días por los canales nacionales. No
ejerce el oficio desde hace varios años. La arriería empezó a
acabarse con las carreteras. El oficio ha quedado guardada
en la memoria de muchos de ellos que todavía viven, pero
la gran epopeya de la Colonización Antioqueña que abrió
caminos y fundó pueblos se ha quedado en los museos y
los parques temáticos en donde simbolizan la “verraquera”
del paisa fundador y la forma de vida que se apaga.
Él recorrió “a pie limpio” las montañas de Aguadas,
Sonsón, Marsella y Quimbaya, forjaron una de las mayo-
res actividades comerciales y sociales más importantes del
país de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Recuer-
da con nostalgia, lo que debían hacer cada día, despertarse
al amanecer, desayunarse trancado con chocolate, arepas
y si se podía, un buen caldo de hueso, recoger los corotos,

116
Ciudad Crónica 2

fregar y acomodar enseres de cocina, reunir los bueyes y


mulas, cargarlos, enjalmarlos, preparar las silletas donde
cargaban a los niños, ancianos y mujeres embarazadas, es-
tar listos y continuar el recorrido. No podían olvidar el
fiambre para el camino, que por lo general era fríjol reca-
lentao, más huevo frito y arepa, todo esto empacado en
hojas de biao o plátano, porque las jornadas eran de 8 a 15
horas de caminata.
Tiene 64 años y nació en Marulanda Caldas, conocida
localmente como la “tierra de ruanas y de cobijas”, o a
nivel nacional por el príncipe de Marulanda, el humoris-
ta Hugo Patiño del programa televisivo Sábados Felices.
Don Rogerio es hijo de arriero, como Dios manda, apren-
dió también de él que “la arriería viene de raíces”, cuyo le-
gado más bello es el respeto por el otro, respetar lo ajeno,
confiar en “la mera palabra”, y entregar las remesas a sus
destinatarios sin intermediarios. Nunca nada se le perdió
durante todos esos años de arriería, ni siquiera las pepitas
de oro que una vez le tocó llevar en una talega para un
señor de Manizales.
En aquellos años, cargaba sus mulas de Marulanda a
Manzanares, en un viaje de 8 horas que empezaba a las
6 de la mañana y terminaba a las 3 de la tarde. Trabajó
llevando cargas de papa, fríjol y maíz, por el camino del
Nevado del Ruíz; todo llegaba bien y al tiempo medido
con la fumada de un tabaco, que representaba una hora
de viaje. Compañeros suyos como Libardo Aguirre “Co-
roto” y Fidel Torres “Mascatrapo” con quienes se en-
contraba en las fondas en los distintos caminos, le conta-
ban los chismes, pormenores y acontecimientos que les
pasaban en los caminos bajo el cielo hermoso del país de
las nubes; ellos fueron los que le pusieron el sobrenom-

117
Ciudad Crónica 2

bre de “Conejo”, por la dentadura que se le sale de su


paladar hendido.
Ahora Don Rogerio me muestra todas las cosas que
debían llevar en su carriel los tabacos, un yesquero para el
fuego; agujas capotera para coser algún roto que le salía al
costal; agujas de arria para arreglar las enjalmas, cabuyas
para amarrar la carga, dinero, propio y ajeno; la camándula,
novena a las ánimas benditas y una imagen de la Virgen del
Carmen; unas tenazas para arrancar clavos, un par de dados;
una vela para iluminar la noche; mostaza para cazar brujas,
porque ellos eran muy supersticiosos y de vez en cuando se
les aparecían las brujas en algún camino; jabón de la tierra,
espejo y peinilla para peinarse; los polvos de la madre celes-
tina para enamorar viejas, cartas de amor de la esposa o de
la “moza” cubrían un mechón de cabello de la mujer amada,
estas últimas escondidas en la secreta del carriel.
El show debe continuar. Deja con la sensación de que
todo lo que había imaginado, se ha esfumado cuando apa-
garon las luces de la tarima. Recojo mis cosas y hecho a
andar por el mismo camino que me trajo. Me quedo pen-
sando y noto que sí me mostró las 53 pendejadas que de-
bía llevar en su carriel.

118
Ciudad Crónica 2

Juro no volver a fumar


Mariela Ibarra

A las nueve de la noche acostó a sus hijos y el de-


seo la arrojó al camino. No le importó dejarlos solos, ni
el dolor en la columna por una enfermedad autoinmu-
ne que se le manifiesta en cojera. Tampoco la oscuridad
viva, que parecía aguardar a que todo fuese creado; mu-
cho menos la amenaza del marido de romperle la jeta
si le sentía olor a cigarrillo. Era una caminada de por lo
menos dos horas, a través de la trocha de cuatro kilóme-
tros que conecta al barrio San Martín, en la periferia, con
el centro de Puerto Asís.
Durante el día el trayecto se recorre en media hora,
en la noche, cuando la oscuridad por falta de alumbrado
público, se toma el pueblo, reinan formas de terror que
obligan a ir más despacio, alerta a cualquier movimiento
en el monte o al sonido de un motor que rompe con ron-
quidos la noche.
La noche en el Putumayo está colmada de sonidos,
grillos, ranas, el grito de aves nocturnas que se alza sobre
el misterio no resuelto, que cubre kilómetros, tan antiguo
y oscuro como el alma humana, al que se le dice selva.

119
Ciudad Crónica 2

Solangel avanzaba, a pesar de la cojera, a buen ritmo,


alerta, con las piernas impulsadas por las ganas de un
cigarrillo, un deseo atravesado en la garganta como una
nueva sed. El calor húmedo se le pegaba a la piel, que
brillaba con la luna, envuelta en un satén negro, resaltan-
do su raza buena. La selva la envolvía con sus olores y le
escupía en la cara su aliento cálido, mitigando la ansiedad
salvaje. La selva no la asustaba, la oscuridad tampoco.
Las conocía bien, demasiado. Había pasado media vida
en el campo, conocía de sobra esas formas que en la ciu-
dad generan terror, y por las que ella sentía respeto.
El verde le cedió espacio a las casas de madera, y
a una que otra de cemento, en Hong Kong, un muelle
a las afueras del pueblo que durante años había sido el
principal punto de embarque de los víveres, animales y
coca. El tropel de ruidos y gente en el muelle hizo que,
en tiempos de la bonanza cocalera, se lo llamara como
su homónimo chino. Sin embargo hoy se encontra en
silencio. El transporte acuático en la noche estuvo res-
tringido, cuando el control del río lo ejercían las FARC,
a sangre y fuego.
Llegó al centro de Puerto Asís pasadas las once, cuan-
do no se escucha ruido humano. El comercio estaba ce-
rrado, los caballos andaban a sus anchas, destripando la
basura que en la ciudad escarbaban los perros. El parque
permanecía silencioso, y ni los mochileros agolpados en
un centenar de nidos en las copas de los árboles, daban
cuenta de su reputación de vecinos escandalosos.
Cuando pasó por La calle Angosta estaba desierta, sal-
vo unas putas que esperaban en las puertas de los burde-
les, con los tacones puestos y la entrepierna dispuesta, a
que los campesinos tuvieran buena hoja1.

120
Ciudad Crónica 2

En tiempos de la bonanza cocalera, 16 años antes de


que Solangel camine por La calle Angosta, hubiese encon-
trado un desfile de mujeres y hombres, que disfrutaban de
una riqueza que nunca soñaron, conseguida por la alian-
za entre campesinos, narcos y guerrilleros, que combatían
entre las sábanas la guerra que no se libraba en el campo.
Otros tiempos, la alianza, frágil como todo lo malo, se
había roto hacía mucho y el pueblo se desangraba entre
fronteras y toques de queda impuestos por el ejército, los
guerrilleros y los paras. A Solangel le pareció que el pueblo
se estaba quedando sin gente.
Llegó a La Dorada, la licorera que había sido tantas
veces el templo de su deseo, y pidió con una efusividad
provocada por la sed tres cigarrillos. Casi olvida la menta
que, sabía, no engañaría al marido, quien a esa hora cubría
el turno como portero de la discoteca, y emprendió el ca-
mino de vuelta a casa.
El dolor en la espalda era punzante y le aumentó la
cojera, tuvo que ir más despacio. Pero aun así, el dolor
fue desplazado por la ansiedad de saberse transitando en
el horario prohibido, sin que su marido supiera y sin sa-
ber con quién se encontraría. Se llevó el primer cigarrillo
a los labios y aspiró el veneno. El humo descendió como
una cascada y asfixió esa sed monstruosa, que saciaba
en cada exhalada humeante. Su ansiedad, como a veces
el deseo, se fue degradando a simple paranoia. ¿Qué le
haría el marido? ¿Llegaría a matarla?, dicen que el primer
muerto es el que más duele, y él ya había matado, en
defensa propia.
A las dos de mañana llegó al puente del Singuiyá, cuan-
do el calor húmedo había dado paso a un frío refrescante.
Sintiendo su casa cerca presintió la calma que trae salirse

121
Ciudad Crónica 2

con las suyas. Mientras caminaba se iba fumando el se-


gundo cigarrillo, entonces escuchó la moto. El miedo se le
aferró a la garganta como antes lo hizo el deseo.
No sabía quiénes eran, pero sabía qué eran. En el
Puerto Asís de inicios del milenio el horror se dramatizó
en los campos y en las calles con el ruido y la fuerza de las
motosierras, que entrarían con y sin éxito en los guiones
de las telenovelas.
Vio a dos que se le vinieron de frente en la moto. Se
cubrió con la sangre de Cristo para que no fueran a ser,
quienes pensaba que eran. La sangre de la deidad huyó
ante el reflejo niquelado de la luna en el arma del parrille-
ro. Cuando los tuvo cerca la detuvo el frío, no el interno, el
del metal contra la frente. Una voz sin rostro preguntó qué
hacía a esa hora, ella seguía congelada. ¿Se quiere morir?
¿Se quiere morir? Si esas palabras reflejaran su verdadero
oficio, Solangel sería de sobra la puta más exitosa de la Ca-
lle Angosta. Él la empujó con la pistola, y Solangel, erizada
ante el sonido del metal contra su frente, solo pudo desear
una muerte rápida y misericordiosa, en comparación con
esa sevicia al matar con la que, sabía, los paramilitares ha-
bían ganado fama.
Ella quiso decir algo, argumentar, suplicar, gritar, pero
el miedo le robó la voz, y se le abría escurrido por las pier-
nas de no tener una vejiga resistente. Balbuceó algo que ni
ella entendió y esos se rieron de la negra grande y asustada.
—Bueno, y ¿qué hacemos con esta hijueputa?— re-
cuerda Solangel que preguntó uno.
La pausa fue breve, pero ella esperó la respuesta con la
ansiedad con la que había fumado.
—Mínimo esta perra tiene hijos— escuchó decir antes
de que el parrillero la empujara del puente.

122
Ciudad Crónica 2

Solangel rodó varios metros por el borde de la pen-


diente y fue a dar la quebrada convertida en caño que pa-
saba debajo.
Los escuchó alejarse en medio de carcajadas, y esperó
aún después de que el ruido del motor se perdió entre el
canto de las ranas. Al rato se animó a subir, mojada, revol-
cada y sin el último de sus tesoros, pero viva para contarlo.
En ese 2003, 273 personas en el Putumayo no lo contaron,
96 en Puerto Asís.
Llegó a su casa hecha miedo y llanto, incluso alcanzó a
imaginarse su cadáver. Juró no volver a fumar. Claro está
que esa promesa no la cumpliría sino hasta que la enfer-
medad la llevó a una invalidez de la que se sobrepuso por
la dedicación a sus hijos.
Se encontró, mientras reunía la fuerza para entrar a la
casa, con su vecino y en su charla amable encontró am-
paro. El marido llegó al rato, mientras Solangel soltaba el
miedo con los dados del parqués. Miró a ese hombre gran-
de, bello a sus ojos, y esperó que el primer golpe le cayera
como una ráfaga. Pero él permaneció inmóvil.
—¿Qué hace despierta a esta hora?
—Nos pusimos a jugar y se nos pasó el tiempo— su
voz sonó tranquila.
Alcanzó a sorprenderla. Había ganado una nueva
fuerza.
—Camine a dormir, mañana hablamos.

1
Expresión usada por los campesinos para referirse a que han tenido un cultivo
abundante de hoja de coca.

123
Ciudad Crónica 2

Más allá de un agosto


Paula Pino López

Un hombre y una mujer, uno frente al otro, con restos


de hollín y polvo en la piel, se miran en la oscuridad. Des-
madejados ignoran el disparo de una cámara.
Atrapados y asfixiados por el polvo de una explosión,
bajo el cielo pintado de rojo en la madrugada de un lunes.
El hombre sin camisa, una tela amarrada en la cintura, y
entre su brazo izquierdo un niño sin pantalones, de cuatro
años. El niño mira la vasija con ropa cargado por la mu-
jer que oculta su desnudez entre sábanas. Tras ella, otra
mujer, descalza, con las manos entrelazadas y un vestido
que le cubre las rodillas, mirando a su derecha; y tras ella,
un fragmento de inmensidad destruido, en el que sumerge
Cali a la media noche del siete de agosto de 1956.
Es la fotografía de cuatro sobrevivientes, quienes cin-
co horas después serán rescatados de entre restos de baha-
reque y adobe; entre sonidos largos y agudos de ambulan-
cias, llantos intermitentes y susurros de oración.

Dónde dormir esta noche


Bares, teatros, hospedajes, y residencias, todos, afecta-

124
Ciudad Crónica 2

dos por la explosión. Muchos socorrieron sobrevivientes


con el cuidado de no pisar cadáveres. Eduardo Moreno
Mosquera, jefe de Catastro de Cali y miembro de la comi-
sión encargada del censo de edificaciones destruidas par-
cial o totalmente, averiadas o casi intactas, declaró un total
de 1309 propiedades afectadas. El hospital San Juan de
Dios alcanzó a recibir 977 heridos, y aunque la búsqueda
de sobrevivientes fue oficialmente concluida tres días des-
pués de la explosión, el pequeño perro de la desaparecida
Omaira, de la calle 24, permaneció esperando a su dueña
al lado de la casa derrumbada, como si ella estuviera viva.
El primer día después de la explosión trabajaron 2.000
voluntarios en la búsqueda de sobrevivientes; el segundo
500 y el tercero 150. El ingreso se impidió por la prohi-
bición de acceso a la zona afectada por la explosión. Las
prohibiciones aumentaron dos semanas después. Se negó
a los sobrevivientes a buscar entre los escombros sus per-
tenencias y a levantar sus casas. Fue el alcalde, teniente
coronel Andrés Mejía Muñoz, quien firmó la resolución
74 prohibiendo el acceso.
En su momento se pensó construir “un suntuoso pa-
lacio municipal y elegantes residencias” en la zona de la
explosión, para el alcalde, los secretarios y altos funciona-
rios distritales, que se propuso en un proyecto de “Ciuda-
dela Administrativa”.
En Meléndez se pretendió ubicar las residencias de los
oficiales y sub-oficiales. Se expropiaron terrenos y la Ins-
pección General Urbana, amenazó con multas a los sobrevi-
vientes que no retirasen los escombros de las vías públicas.
Los sobrevivientes buscaron lugares para pasar la no-
che. Algunos decidieron albergarse en casas semidestrui-
das, donde ya emanaba la descomposición. Otros optaron

125
Ciudad Crónica 2

por albergarse en colegios, Santa Librada, República del


Perú y Marco Fidel Suárez. Los salones se convirtieron
en dormitorios y los pupitres se apilaron en las esquinas.
En el Gimnasio Olímpico Evangelista Mora el olor a car-
ne descompuesta infestaba las salas donde se habían dis-
puesto 116 catres, bancos medicinas y ropa, espacios para
albergar sobrevivientes y centro de acopio de donaciones:
papas, arroz, leche pasteurizada y carne.
En los puestos de socorro, las personas se lanzaban
sobre el voluntariado Acción Católica por conseguir sopa,
plátanos y carne. Muchos voluntarios se encargaron de
buscar albergues temporales a los sobrevivientes, que un
mes después de la explosión, aún no encontraban lugar
para hospedarse, madres solteras cabezas de familia, como
se informó en el periódico El Relator:
—¿Y su marido? - preguntó el voluntario.
—Hace dos meses me abandonó - respondió la mujer
con un niño en brazos y otros dos a su lado.
—¿Dónde ha estado después de la tragedia?
—En una posada. La dueña, me exige parte del mer-
cado en pago del arriendo. -Hoy no hemos comido nada
en todo el día, y ésta noche ya no tenemos dónde dormir.

Los mundos que guarda el aluminio


Aguablanca se fundó en 1957 con 486 casas prefabri-
cadas de aluminio que entregó la Fundación Ciudad de
Cali. Los sobrevivientes que aceptaron ser indemnizados
con casas de aluminio, al mismo tiempo, renunciaron a
generar acciones contra el Estado por los daños ocasiona-
dos, y como siempre olvidaron leer la letra menuda.
Ruth, una de las sobrevivientes, todavía vive en Agua-
blanca, con su nuera Eunice, y sus hijos, Jair y Carmen.

126
Ciudad Crónica 2

Cocina con la ayuda de Carmen. Me recibe, como siempre,


con un beso y un abrazo, sirve jugo de piña, se sienta a
mi lado en el comedor de madera, y me cuenta: antes de
la explosión vivía con tres hijos, en un inquilinato, atrás
del cementerio central, en el barrio Porvenir. Con la ex-
plosión, la puerta de la habitación salió despedida y dañó
la cuna de los niños. Me quedé viviendo allí, en la casa
averiada. En marzo de 1957 me entregaron las llaves de
ésta casa. No había nada, ni colegios, ni hospitales, nos
tocaba llevar los zapatos en la mano, todo era barro y
maleza. ¡Aguablanca era un potrero! Vivíamos fuera de
Cali. Algunas personas hasta devolvieron las llaves. Yo
me quedé. Hice mi propia huerta, viajaba para trabajar en
Santander de Quilichao o en Puerto Tejada. El aluminio
dividía el interior de las casas en cuatro espacios, dos de
ellos para dormir, los otras eran la sala y el comedor. Des-
pués que mi esposo murió alquilé uno de los dormitorios.
Las casas las entregaron con una cuna, una estufa de pe-
tróleo, la estructura del lavadero, la cocina y el baño. Hoy
Aguablanca está pavimentado, tenemos dos colegios, y ya
no quedan muchas casas de aluminio, las familias se divi-
dieron la casa, las alquilaron o vendieron. El lote era muy
grande. Mis hijos hicieron un ring de boxeo esparciendo
aserrín sobre la tierra, con cuerdas atadas a guaduas fijas
en el suelo. Jugaban a ser boxeadores hasta que un día
me reventaron a un muchacho y les prohibí ese juego. Yo
colgaba la ropa, sembraba, hice una huerta. Mis mucha-
chos brincaban mucho. Los niños del barrio simulaban el
salto con garrocha, usando caña brava, para pasar sobre
la quebrada el Lechugal. Hacían carros de balineras que
se deslizaban por la carrilera hasta Meléndez. Llegaban a
la casa vueltos nada. Sucios hasta el pelo.

127
Ciudad Crónica 2

Hoy es lunes, son las tres de la tarde, y Ruth se dirige


a la casa de Amparo para encontrarse, como es habitual,
con el grupo de oración. Amparo llegó al barrio a los 11
años con sus padres y cuatro hermanos. Su casa, aún de
aluminio, se encuentra pintada de color verde. En su patio
tiene 12 pájaros distribuidos en cinco jaulas y un conejo
blanco y gordo. El grupo de oración conformado por 15
mujeres y 3 hombres, se va después de comer galletas con
atún, arroz con pollo y a beber agua de panela. La casa
es silenciosa, con excepción del ruido que ocasionan los
mangos que caen sobre el techo de la casa.
El sol se oculta y Amparo se encuentra en el sillón de
tela conversando: mi mamá Rosa sembró carambolo, agua-
cate y palo de mango aquí en el patio. Mi papá Eulogio, se
reunía aquí con los amigos y jugar bingo. Él trabajó con las
máquinas del ferrocarril. Ellos ya murieron. Mi mamá por
la hipertensión y mi papá por cáncer en los pulmones. Fu-
maba mucho. Cuando recién llegamos a Aguablanca a mis
hermanos no les gustaba quedarse. Ellos estaban mozos.
Se iban para Cali sin avisar. Mi mamá permanecía preocu-
pada y ellos llegaban como si nada a las diez de la noche.

Las memorias que resisten


Las casas cambian. A tiempo que las personas parten
del barrio, el aluminio se desdibuja. Los primeros pobla-
dores se desvanecen. El año pasado Jair tocó la puerta de
Pacho para invitarlo al evento que conmemora la funda-
ción del barrio. Pacho había fallecido.
En el 2016 quedaban 65 fundadores, hoy quedan 59.
De las 486 casas de aluminio, sólo existen 83.
En las noches, las calles de Aguablanca huelen a papas
fritas y hamburguesa. Las luces del Centro de Capacitación

128
Ciudad Crónica 2

y Cultura están prendidas, Jair trabaja en la organización


de la biblioteca. Dice que los jóvenes no se interesan por
la historia del barrio y quiere motivarlos con talleres de
lectura y escritura. Los jóvenes desconocen los orígenes
de los 59 fundadores que todavía habitan el barrio.
Suena una canción de Rubén Blades que se mimetiza
en el relato de Jair:

“Soy esa esquina chiquita, bonita, bendita,


de los que nunca se fueron.
Soy de aquí,
de los que sobrevivieron,
de los que,
enfrentando la adversidad,
cogieron herida y golpe en cantidad,
y no se rindieron”

Conversamos de todo y de nada. Salgo con la sensa-


ción de una nostalgia ajena. Pintan de blanco el aluminio
de una casa en la calle Ancha. “Así se ve bonita”, dice el
hombre que sostiene el aerógrafo. Hace calor en Cali. Jair
señala una casa de ladrillo, con piso de cemento donde un
joven se encuentra midiendo madera y al fondo, en el pa-
tio, una mujer de canas recogidas, extiende ropa, Antes era
de aluminio, pero se quemó. Los vecinos nos organizamos
y ayudamos a levantarla. Aldemar tiene ahí un negocio de
muebles y un “Gane”. Vive con la hermana y el hijo ella.
A las cuatro de la tarde una ambulancia recoge a Aldemar.
Hoy le harán una diálisis.
Seguimos caminando, entramos a la casa de Ema. Su
hija Nubia abre la puerta. La casa se encuentra dividida,
tres divisiones, cada una con una puerta de entrada in-

129
Ciudad Crónica 2

dependiente. En la puerta izquierda vive el hermano de


Nubia, en el medio un inquilino, y por último, a nuestra
derecha vive Nubia y Ema. Ema permanece dormida du-
rante mi visita. De no ser por el medicamento que consu-
me a diario estaría despierta, pero también es cierto que si
no fuera por tal medicamento, esta noche permanecería
desvelada caminando por el interior de su casa buscando
algún ocio. Cual bebé, lleva soñando más de nueve horas
en una cama con reja de seguridad mientras una cámara
en el dormitorio vigila su descanso. Nubia cuenta que
todo comenzó hace meses al escuchar los quejidos de su
madre en la madrugada: ¡me caí! ¡me caí! La cama de Ema
estaba tendida y Ema no se encontraba dormida. Ema
organizó su habitación, y por torpeza, al entrar al cuarto
de su nieto ausente, cayó de frente. La cara hinchada y
morada de Ema, le dijo a Nubia que debía vigilarla más
de cerca, y darle medicamentos en las noches para espan-
tarle el insomnio.
El 7 de agosto 2014, la Junta de Acción Comunal or-
ganizó la primera conmemoración de la explosión. En
2015, y a partir de entonces, se conmemora la tercera se-
mana de marzo. No sólo para recordar la tragedia, sino
el surgimiento del barrio que celebra a los sobrevivientes.
Algunos medios de comunicación, como en un reciente
reportaje de Magazín Pacífico, se empeñan en conservar
la imagen trágica del hecho y persisten en el discurso de la
victimización.

130
Ciudad Crónica 2

La gigantesca emboscada
Santiago Blandón

Darío Cortés es un dentista retirado. Alfredo Molano ha publi-


cado más de 15 libros sobre el conflicto armado. Nelson 30 es conocido
como un guerrillero con destreza militar. Sin conocerse, relataron histo-
rias que encajan perfectamente entre sí y ayudan a comprender uno de
los hechos más lamentables de la historia reciente en Colombia.

Para subir al Alto Naya desde Cali, la ciudad más cer-


cana, es necesario abordar un bus que después de dos ho-
ras llega a Timba, un municipio del Cauca. Y, desde Tim-
ba, hay que subir entre cinco y seis horas en chiva, por una
carretera destapada, hasta un corregimiento que se llama
El Despunte. Ahí termina la parte más holgada, porque
en El Despunte se acaba la carretera y sólo quedan dos
posibilidades: subir en mula o a pie. En ambos casos, hay
que enfrentarse a una trocha empinada y avanzar, durante
más de 15 horas, entre precipicios inundados por la nebli-
na y esqueletos de mulas que se han “reventado” antes de
llegar a la cima.
Reventado, me explicó Darío, significa que el animal
no aguanta la marcha y a mitad de camino cae sobre sus

131
Ciudad Crónica 2

rodillas. Resopla, mientras le sale sangre por las fosas na-


sales y por los oídos, y nunca más se vuelve a parar.
Entre la cima de la montaña y el Alto Naya -para llegar
al Alto Naya hay que subir primero y después bajar- hay
dos tramos tan empinados que los guerrilleros han bauti-
zado como la Pálida y la Fatigosa.
—Al Naya sólo suben las personas más duras. Al Naya
no sube cualquiera -me dijo Nelson 30, un comandante de
las Farc orgulloso de que sus muchachos transitaran, a tra-
vés del Naya, entre el Pacífico y el interior del Cauca.
Durante años, el Naya fue un territorio disputado por
las Farc y el Eln. A pesar de ser ambos grupos insurgentes,
sostenían en el Cauca una rivalidad a muerte. Darío Cor-
tés fue testigo, como pocos, de los enfrentamientos entre
guerrillas. Desde su casa, en el Alto Naya, veía el fuego
cruzado en las montañas vecinas.
—Salí del Despunte a las dos de la mañana y llegué a
las cinco de la tarde al Naya, encalambrado y con veinte
libras de peso en la espalda.
En junio de 1995 Darío Cortés subió, como solían ha-
cer mulas y guerrilleros, al Alto Naya. Pero Darío Cortés
no era ni mula ni guerrillero, era dentista. Y se encontró
con otra gente que, como él, no era ni mula, ni guerrille-
ro: arrieros, cargadores, prostitutas, raspachines, indígenas
y campesinos. También se encontró con un amigo. Ful-
gencio Otálvaro que trabajaba como carnicero y sabía que
Darío era dentista; le prestó dinero, le aseguró que conse-
guiría trabajo y lo recomendó entre los vecinos.
—Llegó un dentista, llegó un dentista —les dijo Ful-
gencio.
Darío todavía no tenía un lugar para el consultorio,
pero sus nuevos clientes le pagaban por adelantado. En

132
Ciudad Crónica 2

menos de cinco días había ganado dinero suficiente para


compensar a su amigo y alquilar un cuarto. En el único
que encontró, después de varias semanas, apenas había
espacio para la cama, una estufa y el consultorio. Afuera
instaló el taller de mecánica dental.
—…iba veterano de trabajar —recuerda Darío—, y
cáigame la gente, y yo trabaje y trabaje, entonces me con-
seguí otra pieza en La Playa, a una hora de camino más
adentro.
La Playa es el caserío más recóndito del Alto Naya.
Darío lo describe como un calabozo de árboles, porque
está en el centro mismo de la selva y salir es más difícil
que entrar. Pero, por eso mismo, la gente necesitaba un
dentista. A Darío no le faltó trabajo durante los siete años
que permaneció en el monte. Tampoco experiencias que
lo tuvieron al borde de la muerte.
El conflicto armado persiste durante más de cinco dé-
cadas por el abandono de lugares como el Alto Naya. Una
región del suroccidente colombiano donde, según Alfredo
Molano, no hay infraestructura, no hay fuerza pública, no
hay servicios de agua, electricidad o saneamiento, y ni si-
quiera vías de acceso (excepto una trocha que construye-
ron los guerrilleros para moverse entre la costa pacífica y
las montañas caucanas). La mayoría de sus habitantes culti-
van coca. Los otros cultivos, según dicen, no son rentables.
Hasta hace poco le pagaban un impuesto al Frente José An-
tonio Páez de las Farc. Con el proceso de paz, los guerrille-
ros abandonaron la zona y, como el estado sigue sin hacer
presencia, está siendo ocupada por otros grupos armados.
En 2001 se produjo un acontecimiento que periodis-
tas e investigadores conocen como la masacre del Naya.
Entre el 10 y el 13 de abril, los paramilitares —también co-

133
Ciudad Crónica 2

nocidos como autodefensas- asesinaron a más de cien per-


sonas en la región. “Algunos cuerpos destrozados fueron
dejados a lo largo del camino como testimonio del terror
—escribió para El Espectador Alfredo Molano, autor de
más de quince publicaciones sobre el conflicto armado en
Colombia-; otros fueron botados en el cañón del Naya. La
Fiscalía reconoce 30 asesinatos; los campesinos denuncian
más de 100. El ejército paramilitar estaba compuesto por
más de 400 hombres que marchaban en escuadras de unos
20 ó 30, debidamente uniformados y armados”.
En un artículo, publicado el 4 de julio del 2009, Alfre-
do Molano plantea una relación directa entre el secuestro
de La María (1999) y la masacre del Naya (2001). Darío
Cortés asegura que había paramilitares entre las tropas
encargadas de buscar a los secuestrados. “Con el ejército
iban paracos”. Quizá fue la oportunidad de los mercena-
rios para reconocer el territorio, identificar a la población
y planear la masacre, que ocurrió 17 meses después.
Ahora, mientras leo artículos relacionados, comprue-
bo hasta qué punto eran ciertas las afirmaciones de Darío
Cortés y Alfredo Molano. En 2015, tras una orden judicial,
el comandante del batallón Pichincha, coronel William
Suárez, le pidió perdón a los familiares de las víctimas
por la responsabilidad del ejército en la masacre del Naya.
Darío me explicó por qué los paramilitares no alcanzaron
a llegar hasta La Playa, el caserío donde él vivía. En lo
que coincide con el relato de Alfredo Molano. Según dijo,
los mercenarios empezaron su marcha en Timba: “El río
Timba fue un matadero de los paracos. Eso ahí mataron
gente sin miedo”. Después empezaron a subir, de vereda
en vereda, con una lista que contenía los nombres de quie-
nes supuestamente colaboraban con la guerrilla. El jefe,

134
Ciudad Crónica 2

Hébert Veloza, reconocería en 2008 que asesinaban hasta


20 personas por pueblo. Darío me contó que entre los
paramilitares había un desmovilizado de la guerrilla -no
precisó si del Eln o de las Farc- que les facilitó el acceso a
la región del Naya.
—Y ustedes, estando allá arriba, ¿se enteraban de
todo?
—Sí, eso no faltaba quien llevara la razón.
Pero no podían huir por el camino de siempre, que
ya estaba plagado de autodefensas. Darío salió por otro
camino, mucho más difícil, donde se encontró con tres
indígenas “descamisados, jóvenes, gruesos”, que iban en
el sentido contrario y le preguntaron dónde estaban los
paramilitares, dispuestos a conseguir armas para enfren-
tarse a ellos. Lo que nadie sabía era que los guerrilleros de
las Farc también estaban preparados. “Los paramilitares
siguieron bajando y la guerrilla se dejó ver huyendo aguas
abajo de la desembocadura del río Chuaré” escribió Mo-
lano. La realidad de lo que pasó desde mediados del mes
de abril entre los paramilitares y las guerrillas quizá no se
sabrá con detalle. Pero el hecho que remató la sangrienta
operación fue el rescate que hizo la Armada Nacional en
Puerto Merizalde de los sobrevivientes a la gigantesca em-
boscada montada por las Farc.
El frente de las Farc al que se refiere Molano, en su
artículo, era el José Antonio Páez. Cuando tuve la opor-
tunidad de conversar con su comandante, Nelson 30, me
contó cómo había sido el enfrentamiento con los para-
militares sin que yo se lo preguntara. Con el tiempo supe
que los guerrilleros se sienten especialmente orgullosos
de estas batallas, porque las autodefensas son sus enemi-
gos más sanguinarios. El testimonio de Nelson 30 encaja

135
Ciudad Crónica 2

perfectamente con los relatos de Alfredo Molano y Darío


Cortés, como la última ficha de un rompecabezas.
Conocí a Nelson 30, comandante del frente José An-
tonio Páez, en un campamento que los guerrilleros instala-
ron en El Despunte, mientras esperaban los resultados del
plebiscito por la paz. Nelson compartía caleta con una de
las guerrilleras más bellas y andaba a todas partes con un
cusumbo, su mascota silvestre. A simple vista no parecía
comandante, porque era tan callado como los muchachos
nuevos y nunca lo vi dando órdenes (otro mando, Rolan-
do 60, lideraba el campamento en ese momento). Sus ras-
gos eran indígenas. Su cuerpo, macizo. Nelson aparentaba
cuarenta años, pero los guerrilleros veteranos casi siempre
tienen diez años más de los que uno supone. Recuerdo
también que los otros combatientes, cuando lo mencio-
naban a él, siempre hablaban de su destreza militar. Ese
indio es bravo pa la pelea, decían.
Cierto día, a la hora del café, estaba leyendo Primavera
con una esquina rota y Nelson se acercó para conversar.
—Leer es muy importante ¿no? Yo traje unos libros
para enseñarle a los muchachos, pero ellos son muy pe-
rezosos.
No podía imaginarme que la conversación con Nel-
son me ayudaría a completar el relato de Darío Cortés,
porque en realidad estaba escribiendo una crónica sobre
las cartas de amor en la guerrilla y me interesé por los mu-
chachos que, según Nelson, apenas estaban aprendiendo
a leer. Entonces me explicó cómo ellos se valían de otros
medios, distintos de las cartas, para expresar su afecto: di-
bujos, manillas o pequeños adornos de madera. Después
me contó que, hacía poco, andaba con tres de esos mu-
chachos cuando el ejército los bombardeó. Uno de ellos

136
Ciudad Crónica 2

quedó destrozado. Nelson y los otros dos sobrevivieron.


Fue así como empezó a hablarme de sus batallas, de por
qué le gustaba andar con grupos pequeños y de los com-
bates con paramilitares. El más grande, según dijo, fue con
el Bloque Calima, el mismo grupo que masacró a más de
cien personas en el Alto Naya.
—Ellos estaban matando gente en el camino y ya sa-
bíamos que venían por nosotros porque nos dejamos ver
-me dijo, con una sonrisa maliciosa y acento caucano-.
Entonces madrugamos ese día y yo les dije a los mucha-
chos que dejáramos restos de comida, que dejáramos el
fogón medio apagado y cosas regadas, como si hubiéra-
mos salido corriendo.
Los paramilitares los multiplicaban en número, pero el
conocimiento del territorio estaba a su favor. Nelson lle-
vaba casi 17 años recorriendo el Naya de cabo a rabo. Les
ordenó a los muchachos que dejaran indicio de sus pasos
hasta un lugar hundido en la montaña y se ubicaran, a es-
perar, en puntos estratégicos de la selva. Cuando llegaron
los paramilitares, hacia el final de la mañana y pensando
que les pisaban los talones, quedaron acorralados en un
calabozo de árboles como el que describe Darío Cortés.
—Nosotros no éramos más de veinte —me dijo Nel-
son— ellos sólo veían selva, estaban como ciegos y les
disparamos desde todas partes. Ese día recuperamos más
de cien fusiles porque lo dejaron todo tirado.
Alfredo Molano, en su artículo, describe loss hechos
como “la gigantesca emboscada montada por las FARC”.
Darío Cortés no sabe cuántos paramilitares cayeron, pero
Nelson asegura que fueron más de ochenta. Los tres coin-
ciden en que el ejército llegó hasta Puerto Merizalde para
hacerle frente a las FARC y rescatar a los sobrevivientes.

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Ciudad Crónica 2

—¿El ejército salvó a los paramilitares?


—Sí, ellos mandaron helicópteros y pirañas -que es
como les llaman a las lanchas- para recoger a los heridos.
Pero eso no era raro, nosotros ya sabíamos que después
de pelear con los paracos había que pelear con el ejército.

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Ciudad Crónica 2

Algún domingo después de misa


Wvelny Ríos

Llegué una hora antes. Pedí café negro y un buñuelo,


con sorpresa descubrí que era del tamaño de una bola de
billar. Mientras sorbía el café recordé el santo y seña: “lle-
ve un suéter”. Me pareció absurdo por los treinta y tres
grados en los que se ahoga Cali en el mes de los vientos.
Sentada en la segunda fila de sillas al frente de la entra-
da, me puse el suéter, pero me dio escalofrío. Permanecí
flotando entre vapores de café y aroma a cebolla frita. De
pronto entró un hombre del color de la cal, se sentó fren-
te a mí, metió la cabeza entre las manos y con temblores
de enfermo pidió en voz alta, “lo de siempre”. La mesera
lo saludó con familiaridad y le trajo a la mesa un bistec.
El hombre encogido observa la comida sin probarla. Sus
dedos tamborileaban sobre la mesa en un movimiento fre-
nético que parece seguir el compás con el que mueve su
pierna. Al minuto, como si le hubiera pasado un corrienta-
zo, se paró, salió y lo vi girar a la derecha. Otros hombres
con aspecto taciturno como el de él, entraron después y se
desplomaron en las sillas. La mesera se les acercaba, ellos
negaban con la cabeza y volvían a salir; solo uno de pie

139
Ciudad Crónica 2

junto al mostrador, aceptó un vaso de agua. La mesera los


repasa con una ceja levantada, cuando se marchan se es-
cuchaba su voz chillona y displicente: ¡en un rato vuelven,
¡pendejos, tirándose la vida…
En el centro de Cali —carrera cuarta con calles diez
y once— abren sus puertas, a media mañana, cuatro de
los siete casinos que administra la cadena Aladdin. Desde
1982, la cadena opera juegos de diversión en la ciudad.
En 1985 abrió el primer casino que todavía funciona en
la Plaza de Caycedo. Mi tierra, Karaoke, Buho y Spor
Bar, están discretamente inmersos en algunos centros
comerciales. El Dorado, en el Hotel Intercontinental,
funciona veinticuatro horas. Los otros veinticinco esta-
blecimientos de la ciudad están registrados en la cámara
de comercio, casinos y bingos de otras cadenas.

Navidad y año nuevo


Trabajé seis años en turnos que no me permitieron
abrir regalos en navidad, ni abrazar a mi esposa en año
nuevo, tampoco recuerdo haber llevado a citas médicas a
mi hijito, mucho menos haber ido al cine. Así llegó el final
de mi matrimonio y el despido en diciembre de 2016.
Hoy, a mis treinta y dos años, tengo que cuidar de mi
bebé, aún busco empleo y casi derroto el insomnio. Adivi-
ne cómo: ¡soñando con plata! Y pensando en lo que haría
con ella si tuviera otra oportunidad.
Gabriel Diego Martínez se queda en silencio y mira
hacia el techo, dentro de lo que me permite el acuerdo
de confidencialidad le voy a contar. No quiero tener pro-
blemas -levanta las cejas- con nadie, al principio el traba-
jo me gustaba, ofrecía estabilidad, rotación entre sedes,
ambiente alegre y relaciones públicas. Conocí hombres

140
Ciudad Crónica 2

y mujeres para quienes fui psicólogo, amigo, confidente y


con quienes compartí pocas alegrías y muchas tristezas. Viví
muchos días con sus noches entre apostadores y yo mismo
aposté a las carreras…no a las de caballos, sino a las de co-
brar el cheque, cada treinta de mes, algo más del salario mí-
nimo sin recargos nocturnos para luego jugármela a pagar
el arriendo, los servicios, la leche del bebé, y dejar para la
gasolina. Y en las noches, una tras otra, en aparente calma,
recontar lo que costaría una casa de interés social, hasta un
día en el que me acechó un mal pensamiento y me hice
echar. Habla con un aire sigiloso y acentúa el movimiento
de las manos. En las mesas y en las máquinas el apostador
pierde por igual, sin embargo, en la zona de mesas, en la
ruleta, el blackjack o el baccarat, los riesgos y los daños son
imponderables. Recuerdo una noche de diciembre del 2012,
cuando aún estaba en furor la riqueza fácil, un hombre per-
dió, en dos horas, con lo que hubiera podido regalarle a cin-
cuenta niños entradas a cine. Sus labios se vuelven una línea
y me confirma…la volatilidad del juego dispone a los juga-
dores en la categoría de grandes o pequeños apostadores,
para apenas se trata de seres humanos solitarios y tristes.
Me conmovían todos, en particular los que ya parecían o
eran abuelos, la mayoría. Para un casino la soledad significa
lo mismo que dinero, para ellos es un remedo de hogar, los
empleados y jugadores son su familia. Recuerdo a una mu-
jer cuyo nombre ruso jamás aprendí, era profesora jubilada
de idiomas. Ella permanecía en el casino hasta en las noches
de navidad y año nuevo.

“Ganar es cuestión de actitud”


Cali suda en agosto y el centro más. A las ocho de la
mañana en sus calles se escucha un rumor sordo de voces,

141
Ciudad Crónica 2

ruidos desordenados y un mar de olores. La calle doce


es peatonal, los transeúntes parecen hormigas entre los
puestos de lustrabotas y los quioscos de loterías. En ella,
el restaurante la Palma, vecino del casino Havana, que se
distingue entre los locales, porque en su fachada hay un
gran anuncio: “Ganar es cuestión de actitud”.
A las once había consumido dos cafés, dos buñuelos y
toda mi paciencia, entra el hombre, de porte atlético a pe-
sar de su cabello canoso, de impecable corte en el vestido
y de hirsuta barba. Sus lentes bifocales de marco invisible
hacen ver sus ojos oscuros más grandes. En la mano dere-
cha trae una bolsa plástica y en la otra, la chaqueta azul. Se
acerca cojeando de su pierna derecha, pone la bolsa sobre
la mesa, me extiende su mano y me estampa un beso en la
mejilla como si fuéramos amigos en una cita de sábado en
la tarde. La mesera se acerca.
—¡Holaaa! Don Jorge, qué milagro…usted por
aquí-dijo ella mientras le hacía un guiño.
Sin sonreír y con voz de obispo, Abaigar Buendía res-
pondió:
—¡Eh! A usted no le duele ni una muela, porque todas
las tiene calzadas. Un café con leche, sin azúcar.
Levantó la bolsa negra y se la entregó a la mujer, que
soltó una risita.
—Ya vio esa gente que entra y sale –me dice él– pasan
y pasan días enteros consumiendo su vida, aquí enseguida
en el casino. Es una obsesión.
Yo quería que él fuera más explícito, sin embargo, no
me atreví a interrumpirlo.
—Aquí me dicen Jorge, porque hace mucho tiempo,
cuando estaba con mi esposa, ella por bromear me decía
Jorge. Soy bautizado en la Iglesia de Santa Rosa. Cuando

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Ciudad Crónica 2

tenía 36 años y una familia, conocí el casino. Los ruidos


de máquinas, el sonido de las monedas. Algunos juga-
dores alegaban, gritaban, otros cantaban, reían y se lan-
zaban madrazos. He ido a tantos casinos que ahora no
recuerdo el nombre de ese en particular, creo que fue el
Karaoke, en la cuarta.
Su voz se hace más rápida, sus ojos oscuros se avivan,
gesticula con sus manos de nudillos inflamados. Después
comencé a ir a otros, el Plaza, aquí enseguida. Ahora se
llama Havana. Me atendían bien, en ese tiempo yo bebía
todos los días whisky, tenía un trabajo que no me gus-
taba en el sector del transporte. Como siempre he sido
organizado hacía presupuesto, reservaba para la casa, para
llevarla a bailar, lo que me iba a tomar y para el juego,
entre veinticinco y treinta mil pesos. Conozco gente que
juega hasta los zapatos. Gané más de un millón con poca
inversión, diez u once veces. Yo apostaba en la máqui-
na SAGA, la de caballos de hipódromo. Cuando América
ganó la copa libertadores en el 89, en medio de la fiesta, vi
perder a un hombre un millón de pesos. No sabe el gran
remordimiento que tuve, era mucha plata. Ahora solo voy
al casino de vez en cuando…algún domingo después de
misa, juego una hora, tal vez dos. Uno aprende —aga-
cha la cabeza y acaricia el escapulario— con el tiempo.
Me acerco a su rostro, quisiera encontrar algo que indique
que miente, pero solo noto que susurra. En el casino de
enseguida, que ahora es una tristeza, hace dos años fui y
realmente es una tristeza, Cuando se llamaba Plaza, conocí
una muchacha jugadora de blackjack, en el que el jugador
siempre tiene la mínima posibilidad de ganar, que siem-
pre llegaba sola, era bella, distinguida y prepotente. Se me
hizo costumbre verla entrar y salir. Una noche en que mi

143
Ciudad Crónica 2

señora estaba de paseo en la costa, me vine para el casino,


casi al amanecer se me acercó y me habló por primera vez:
¡hola! ¿Cómo le va? En los casinos a uno siempre le va
mal, le respondí, y sin decir más, me pidió prestados dos
mil pesos. La miré, vi sus ojos azules agobiados, insistí
en darle más, solo aceptó cuatro mil. Volvió a jugar y a la
media hora nos fuimos juntos.
De tanto recordar, Abaigar siente fatiga, bosteza, hace
ademán de pararse, le pregunto si quiere beber o comer algo.
No, mi dios le pague, –dice–mira con insistencia, se zafa el
reloj y lo guarda en el bolsillo del pantalón, se rasca la nuca.
Me hace falta ir a misa, dice, y eructa mientras se acomoda
de nuevo. Del bolsillo de su camisa saca un medicamento,
sufro de gastritis y del colón…hoy amanecí malo. Una son-
risa amarilla le despunta, luego su rostro se torna opaco,
repasa su barba entrecana, suspira y continúa. Los jugadores
somos ingenuos, sabemos que jamás vamos a ganar, pero
volvemos. Se queda pensativo y así de pronto, con la son-
risa que ahora parece una media luna, se me acerca hasta
que me veo reflejada en sus lentes. Su mano húmeda sujeta
mi brazo, la voz es un susurro, brilla su mirada y dice con
euforia ¿Por qué no vamos a ver un casino, aquí cerquita?
Los ruidos de la calle aumentan al igual que los latidos
en mi pecho en medio de una ráfaga de transeúntes. Cal-
culo que nos movemos sobre el ombligo del día. Le pre-
gunto dónde quiere almorzar, su respuesta es exacta. ¡Allá
nos dan almuerzo! Eso sí, agrega, no nos vamos a demo-
rar. Se levanta con dificultad, paga en la caja y le entregan
la bolsa negra. Se despide de la mesera por su nombre en
diminutivo y ella le responde en igual tono.
Salimos del restaurante la Palma. Delante él. Parece un
jugador de baloncesto entrado en años. Nos abrimos paso

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Ciudad Crónica 2

por la calle doce, entre el tumulto pegajoso que esquiva la


ocupación del espacio que los vendedores informales de
cacharros y loterías han formalizado. Pasamos el edificio
del Banco de Bogotá y el de la DIAN y súbitamente nos
detenemos frente a una gran puerta de vidrio templado
que se abre sin tocarla. Abrigar me cede el paso.
Un hombre de traje y ademanes impecables se acerca
y lo saluda con palmaditas en el hombro, a mí, me mira
como si fuera un bacteriólogo. Ahora entiendo lo del sué-
ter. Un disparo de hielo me hiere en la nariz y me hace
estornudar. Nos adentramos por uno de los tres pasillos
de un espacio del tamaño de un parqueadero cubierto. El
techo es alto como el de una iglesia y los pasillos parecen
naves, igualmente anchas que separan las filas de las má-
quinas. Hay algunas adosadas a las paredes, como si fueran
imágenes veneradas.
El casino tiene tantas máquinas como la mitad de los
fieles que caben en catedral de San Pedro en Buga. Me se-
ñala un grupo de hombres alrededor del hipódromo. Una
pista ovalada del mismo color de las mesas de billar, re-
cubierta por una urna transparente de acrílico reforzado.
Pegados a ella, doce apostadores pálidos, transidos en una
palpitante tensión que siguen con la mirada el trote de seis
diminutos corceles mecánicos. Nadie habla, ni sonríe. A
pesar del frío una sensación de calor, olor a sudor y a trajín
sexual, impregna el aire. Las mini-mantas o sudaderos de
los caballitos están pintados de rojo, verde y azul, los jine-
tes llevan números en la espalda. Frente al hipódromo, en
una gran pantalla electrónica, puesta en modo de presen-
tación, la máquina reporta estadísticas de la carrera y de las
apuestas; el nombre del caballo, los premios, las carreras
ganadas y finalmente comentarios o sugerencias para los

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Ciudad Crónica 2

apostadores: Mariscal está retrasado, Canela puede ganar,


Marquez es ganador ocasional, Emulsión, no recomen-
dado, Zafiro ganador múltiple. Escucho el grito. ¡Tresss,
mucho hijueputa! Me asusto, doy un paso atrás. Abaigar
tiene los ojos como si fueran una ventosa, pegados a la
pista. Un hombre de sombrero aguadeño puñetea el table-
ro. En él se leen los mismos datos de la pantalla y desde
allí los jugadores hacen sus apuestas. El hombre levanta la
mirada y su voz de trueno me alcanza: ¿Va a jugar o qué?
A pesar del frío, su frente gotea. Me tranquiliza la voz de
Abaigar. Retírese un poquito –me pide y estira la boca
como un pez para señalarme el hombre del sombrero–,
tomamos un pasillo, recorremos el lugar sin que nadie nos
aborde en medio en un run-run de voces. En sentido con-
trario avanza un mesero con una bandeja repleta de vasos
plásticos, el aroma del café apacigua por un momento el
frío y el hambre. Ya ha pasado la hora del pan, lo ofrecen
a las nueve y media, dice Abaigar. Algunos hombres vis-
ten como si estuvieran de paseo, de pantalón y camisas
de manga corta. Los más jóvenes cubren sus rostros con
gorras, los codos se apoyan en las consolas mientras sus
ojos permanecen estampados en las pantallas. Al final del
pasillo, de pie frente una máquina, un hombre con la ca-
beza nevada mira hipnotizado el acumulado que asciende
a $27.898.000. Tras él una fila de ojos ansiosos. Mire, dice
haciendo un gesto como si me estuviera presentando un
terreno desconocido, aquí tiene uno de los casinos de los
pobres. Avanza en silencio arrastrando los pies hacia la
salida, mientras se despide de seres de bocas fruncidas y
ojos ausentes. Por el otro pasillo, en sentido contrario, un
hombre al que le falta una pierna empuja su silla de ruedas.
De espaldas a mí, otro, de brazos huesudos abraza su má-

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Ciudad Crónica 2

quina, parece que le rezara una plegaria. Me conmueven


sus medias amarillas.

Aquí el tiempo es solo un recuerdo


El resplandor del medio día me encandila. Abaigar ni
se inmuta. La calle doce es un barullo. Me quedo cerca de
la puerta y espero a que me hable. Con voz segura lo escu-
cho decir que aunque el otro casino está muy cerca, cami-
nando no llegaríamos, se agacha y frota su rodilla derecha.
Un taxi se acerca. Abre la portezuela y con ademanes de
dandi me invita a subir. Una vez dentro me explica que ha
dejado de ir a muchos sitios porque es muy escrupuloso y
siente miedo de contagiarse de alguna infección. Al Inter-
continental, ordena con seguridad. En el radio se escucha
a Toña la Negra, el rostro de Abaigar luce sereno, comien-
za a cantar. El tráfico nos demora cinco canciones más.
La entrada al Casino Dorado del Hotel Intercontinen-
tal de Cali es por la calle segunda, directo al tercer piso. Una
vez adentro, el disparo de frío es igual como en el casino
de los pobres. La postura de Abaigar cambia, sus hombros
no están descolgados, saluda con fuerza al hombre que
nos recibe, saca de la bolsa negra otra más pequeña que
mete en su chaqueta. El tercer piso alberga las máquinas
especiales y la SAGA o hipódromo. Una oleada a lirio y
rosas se mete a mi nariz. Cinco mujeres de edad tranquila,
-como diría García Márquez-, con peinados arquitectóni-
cos permanecen como estatuas frente a las máquinas. Una
de ellas enfundada en negro hasta el tobillo y bañada en
joyas sostiene en su mano una copa de vino. Las máqui-
nas ubicadas en forma circular y separadas entre sí por
un espacio de metro y medio nos dejan caminar, mientras
los altoparlantes invisibles invitan a la relajación con músi-

147
Ciudad Crónica 2

ca de la nueva era. Abaigar se adelanta presuroso hasta la


SAGA. Once puestos desocupados, solo un jugador habla
con la operaria de máquinas especiales. Abaigar se frota
las manos, sopla sobre ellas y arrugando la frente se sienta
en el puesto 122, yo me ubico en el 123. Se acerca un me-
sero, pregunta qué deseo beber, pido una tisana, Abaigar
un sánduche con café con leche, sin azúcar, lo repite dos
veces. Las luces indirectas caen del techo abovedado sobre
las máquinas, las iluminan como objetos de deseo. En la
pared central, una copia gran formato de Kandinsky; las
demás lucen inmaculadas. Pienso que es un casino peque-
ño, pero me equivoco, la zona de máquinas tiene la misma
capacidad de un articulado de MIO (transporte masivo).
Otras mujeres alimentan con billetes azules y morados las
bocas tragamonedas de Mr.Divo, King-Kong, Cleopatra,
Luxury, Cash line, Stargate, Fortune y Orion. Pasados tres
días dentro del casino al jugador le piden con gentileza que
se retire, el casino no puede asumir riesgos mayores. En
los casinos no hay enfermería.
Voy detrás de un hombre de mancuernas doradas que
habla con otro mientras caminan hacia Cleopatra. Una
mujer pequeña vestida como ejecutiva, mira con reveren-
cia la máquina, empuja a dos manos el botón brillante que
desde la consola ilumina el cabello trenzado de Cleopatra.
Los dedos de la mujer terminan en uñas del esmalte car-
comido que sangran por las cutículas. Una saliente lateral
de la máquina que hace de micromesa soporta una copa
de vodka medio llena con una solitaria aceituna. La mujer
la levanta, gira sobre sí, y mira como si estuviera en trance.
Su blusa de seda blanca húmeda y manchada se le pega al
pecho, que se asoma por el escote abierto, el pantalón de
lino azul ajado, sus tacones estileto descansan impasibles

148
Ciudad Crónica 2

sobre alfombra y el cabello canoso revuelto con algunos


mechones se pegan a su frente. En su rostro que parece
una azucena sus ojos febriles parecen diminutos océanos
oscuros. Le hace un ademán al mesero, él la ignora, va
presuroso a otra máquina haciendo malabares con su ban-
deja donde tintinean copas. La mujer tiembla y comienza
a hablar con voz espesa y como en una letanía alcanzo a
escuchar que adora a Cleopatra, que le ha permitido vein-
ticinco líneas de pago y que lo único que le falta es sacar
cinco caritas de Cleopatra en la misma línea. Se arrodilla
y les pide a los hombres junto a la máquina que la dejen
jugar, es la única máquina en el casino que da la oportu-
nidad de ganar lo apostado. Paso saliva y respiro su tufo,
un aire a orín envuelto en Chanel Número Cinco. Uno de
los hombres se agacha y como si fuera un sobrino afectuo-
so, le pasa el brazo por la espalda. Otro gira y su mirada
me atraviesa como un rayo, saca del bolsillo un celular y
marca; siento miedo y de regreso al hipódromo mis ojos
chocan con los de la mujer bañada en joyas; me inspec-
ciona de arriba para abajo. La voz de tenor de Abaigar me
hace volar. ¡Crédito! pide con firmeza mientras levanta la
mano. No se asuste, a veces pasa —me dice— y levanta
los hombros. Quiero que vea cómo se juega, agrega con la
calidez del hombre de las nieves. Solo tengo diez mil pe-
sos, le respondo y vuelvo a pasar saliva. Me mira como un
monaguillo y promete que los hará rendir. La operaria en-
fundada en un intachable traje azul, recibe el dinero y con
una llave que cuelga de su cinturón, activa la consola. El
salón se llena con la misma tonadilla hípica, aquella escu-
chaba en las transmisiones radiales de la fonda del tío Luis,
en Anserma. Intento leer la información disponible sobre
la carrera, Abaigar se acerca tanto que siento su aliento a

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Ciudad Crónica 2

café y un olor ácido. Sus manos nudosas y húmedas retiran


las mías y son las suyas las que vuelan sobre mi teclado.
Con voz atropellada grita: rápido, rápido, solo hay dos mi-
nutos para decidir. Apuestaaaa…!yaaa! 2-3,7-7,3-1,4-7,7-7,
es una figura. Teclea como mecanógrafa profesional. Lo
miro, luego a la pantalla, sin comprender nada. Mis ojos
vuelven a él. Su respiración está agitada, la mirada fija en
la pista pero su voz está por todas partes. Vamos, usted
puede, uno, uno…uno…¡hágale! ¡hágale! ¡hágale!…tres,
tres…¡vamos, vamos! Lo escudriño, sus brazos suben, ba-
jan y me descubren la mancha húmeda en su axila. Sus
manos golpean el acrílico, sus uñas se deslizan producien-
do un sonido que me destempla los dientes. Tres, tres,
¡muévase carajo!, oigo otra voz que grita y con asombro
reconozco mi voz. Mi cuerpo se contrae, la piel se me
eriza. Abaigar saca del bolsillo de su chaqueta la pequeña
bolsa plástica negra y sin mirarme me pasa una chocola-
tina Jet. Apenas puede retirar el papel de envoltura, la
engulle como lobo. Mis ojos vuelven a la pista donde los
corceles vienen dando la vuelta, algunos están rezagados
y su marcha se hace lenta, lenta, y finalmente se detienen
en formación dispareja al terminar la primera vuelta del hi-
pódromo. No hemos perdido nada. Tenemos 250 puntos.
Vamos a hacer una apuesta exacta, dice, a los números 3 y
5; el 3 deberá llegar primero y el 5 en segundo lugar. A ver,
apuéstele a la quinela 4-7, serán ganadores. De repente una
de las mujeres rompe el silencio. Aló, amor…todavía aquí,
no, no me han atenido, sí aquí tengo todo, la radiografía.
No de aquí no me voy hasta que no me atiendan. Nooo,
amor, no es necesario…yo pido un taxi. Siento que me
tocan el hombro, giro la cabeza y un hombre de smoking
nos acerca un plato de pollo en salsa bechamel, arroz en

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molde con ajonjolí y ensalada verde, en vajilla de lujo. Lo


recibo pero no sé qué hacer. Abaigar dice molesto que lo
acomode sobre el tablero. De aquí no nos movemos -casi
grita- y comienza a devorar. No he probado la ensalada
y él ya devuelve el plato vacío, se rasca la nuca, levanta los
brazos, pone sus manos detrás de la cabeza, y sentencia:
¡Voy a acompañarla!…¡para que no juegue sola! A diez
metros está la caja. Se acerca al vidrio, la primera de cuatro
veces. De su billetera retira un carné, lo presenta y le entre-
gan billetes de distintos colores; sin prisa regresa y reitera
con voz de ráfaga: ¡Crédito! Pido la cuenta y el mesero con
una sonrisa luminosa responde: cortesía de la casa. Busco
un reloj, pero aquí el tiempo solo es un recuerdo. Abaigar
absorto en lo suyo no siente cansancio. Hace rato entró la
noche, dice el mesero. Debo irme, le digo, espere, no se
vaya…!sé que va a caer un palo! Lo miro sorprendida, ante
mi ingenuidad, suelta una carcajada, no, no va a llover, un
palo es una buena carrera.
Me acompaña a la salida, por un ascensor interno.
Al salir del ascensor su mirada se pega a un cajero au-
tomático y a una mesa con una estación de café. En el
segundo piso está el área de mesas, ocho en total, tres
de Blacjack (juego similar al juego de la veintiuna), una
ruleta y cuatro de baccarat.
Abaigar me escolta hasta el andén de la calle segunda,
intenta pasar la calle, pero da unos pasos hacia atrás y se
para en la puerta del casino. Vivo cerca, me voy caminan-
do, dice, y me extiende su mano fría por la que escurre el
sudor. Le recuerdo la bolsa negra ¡Ah! gracias, son choco-
lates para mis sobrinos.
Cruzo la calle y no miro atrás. Pienso si de verdad
ganar será cuestión de actitud. Miles de personas en Cali

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arriesgan diariamente un promedio de cincuenta mil pe-


sos, cifra no corroborada por Coljuegos, la entidad que
regula en Colombia los juegos de suerte y azar. Pienso
en otras vidas, en las trémulas intimidades de quienes
sin ojos curiosos, comida o bebida gratuita, sin gerentes
solidarios, ni miembros “de familia”, arriesgan su dinero
en las 300 casas de apuestas en línea y sobre las cuales,
apenas en el 2015, el gobierno inició la legalización de
una estructura normativa.

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Notas biográficas

Alejandro Vargas
José Alejandro Vargas, escribe cuentos y crónicas de una ciu-
dad fantasma que construye con vestigios y voces del pasado.
Actualmente trabaja como profesor de bachillerato y desde
hace cinco años decidió crear un blog llamado los Fantasmas
de Chipre, ahí recopila historias urbanas de personajes des-
centralizados que no encuentran un equilibrio en la sociedad,
sus más recientes trabajos son dos cuentos que conmueven por
la soledad e ironía de sus personajes; “Ya no quedan más viejos
por aquí” y “Lalito”.

Adriana Villafañe Solarte


Comunicadora Social y Periodista de la Universidad del Valle.
Especialista en Educación. Magister en Educación Superior de
la Universidad Santiago de Cali. Investigadora y docente en la
Fundación Academia de Dibujo Profesional. Tiene a su cargo
el diseño editorial de las publicaciones del área de apropiación
social del conocimiento (FADP). Docente hora cátedra en la
Institución Universitaria Antonio José Camacho.

Alexander Campos
Ganador de tres versiones del concurso de poesía de la Red de
Bibliotecas Públicas Comunitarias de Santiago de Cali (2010;
2012; 2016). Ha sido publicado en diferentes antologías y re-
vistas de la región, entre las que se encuentran la Revista Ple-
nilunio, Revista Este Lado Arriba, entre otras.

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Alexander Giraldo
Comunicador social egresado de la Universidad del Valle. Mi
superpoder es disfrazarme por las noches de periodista y escri-
bir crónicas.

Ana María Reyes


Nacida en Cali, pedagoga de profesión y vocación. Mujer, madre,
trabajadora incansable, deportista. Las letras han sido su pasión, las
historias la manera de entender la vida. Autora del libro de cuen-
tos Entre el cielo y el infierno. Participó del programa Écheme el
cuento de la Fundación Casa de la Lectura.

Harold Cortes
Estudiante de comunicación social y periodismo de la Universidad
Autónoma de Occidente. Hace parte del Centro de Lectura y Es-
critura de su universidad, es miembro del semillero de periodismo
de El País y colaborador en los diarios Semana Rural, Colombia
2020 de El Espectador y El Giro.

Javier Peña Ortega


Cartógrafo, etnohistoriador y coleccionista de historietas. Al-
terna la docencia con la investigación en el Laboratorio de Es-
tudios Culturales, Históricos y Espaciales - LECHE. Realizó un
proyecto de investigación sobre la explosión sucedida en Cali
el 7 de agosto de 1956 que cuenta como productos la novela
gráfica Cielo Rojo. Caleño, augurador de historias cotidianas.
Devoto del Blues, la salsa y el puré de papa. Leyó Cien años
de soledad y desde entonces no le presta atención a los días.
Cree y teme en el embeleso que esconde la mujer y los gatos y
encuentra en todo esto una inspiración para narrar con pasión.

María Ximena Hoyos Mazuera


Coordinadora académica del Programa de Español para Ex-
tranjeros de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Maes-

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tría en Literaturas colombianas y latinoamericanas (2008).


Licenciatura en Lenguas Modernas. (1988). Comunicación
Social. (1994). Universidad del Valle, Cali, Colombia. Publica-
ciones: Manzana de la discordia, Lenguaje, Ciudad Vaga, Ente-
rarte, Maestro, El Petroglifo de Támesis.

Mariela Ibarra
Escritora caleña, nacida el 23 de noviembre de 1986. Comunicadora
social y periodista de la Universidad Santiago de Cali, especialista en
contenidos digitales. A lo largo de su trayectoria como escritora ha
hecho cuento, artículos, noticias y crónicas.

Paula Pino López


Escritora en algún blog, fotógrafa aficionada y guionista. Ena-
morada de la leche y las crispetas.

Santiago Blandón Escobar


El sospechoso tiene 25 años. Nació en un pueblo de Caldas,
La Merced, pero vive en Cali. Sabemos que estudió Periodis-
mo en la Universidad del Valle, que militó en la Federación de
Estudiantes Universitarios y que publicó reportajes en medios
como Ciudad Vaga y El Espectador. Su tema predilecto es el
conflicto armado y escribió una crónica sobre la masacre del
Naya, por lo que consideramos pertinente iniciar una investi-
gación. Respecto a sus actividades recientes, averiguamos que
trabaja como editor en la Universidad del Valle.

Wvenly Ríos
Nací en Marsella, cordillera de los Andes. Lectora desordena-
da desde que asalté el baúl de libros prohibidos que mi madre
guardaba bajo llave. Autodidacta de literatura. Una tarde se
amotinaron las palabras y me obligaron a torcerle el pescuezo
a la escritura institucional que ya desbordaba 10.050 días de
mi vida en la Universidad del Valle. Familia común y corriente.

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