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EL DECLIVE DE LA INSTITUCIÓN

CAPÍTULO 4
UNA EXPERIENCIA SITIADA: LAS CÁTEDRAS EN LA
EDUCACIÓN MEDIA
DUBET, Francois

Para los alumnos, el ingreso a la secundaria se volvió “el gran pasaje”, justamente porque el
mundo del colegio ya no tendrá mucho que ver con el que conocieron hasta entonces, los profesores
tienen una concepción muy diferente a la de los maestros respecto a su trabajo. Mientras la escuela
primaria se transformó dentro de cierta continuidad, los liceos e institutos parecen ser presa de una crisis
ininterrumpida desde hace treinta años. Todos los intentos de reforma se realizan con dolor y a costa de
manifestaciones en donde se afirma el deseo de unidad de un mundo docente que ya no cuenta con ella a
causa de la diversidad de estatutos, establecimientos, disciplinas y experiencias profesionales. El
principio de unidad del trabajo responde más a su imaginario social que a sus prácticos.

La escuela de la elite
En la enseñanza secundaria, casi todos los actores llevan consigo la nostalgia por aquel liceo
tradicional que conocieron o soñaron. Esa figura de un programa institucional rige el imaginario
colectivo de los profesores, intelectuales, y de los comprometidos en contra de todas las reformas.
La cultura superior
Mientras que la escuela primaria fue la gran obra de la República, destinada a los niños del
pueblo, el liceo fue el mundo de la gran cultura y de la élite. La cultura liceal permanecía definida por la
vía regia de las humanidades, las lenguas clásicas y la filosofía, para después dar paso a las matemáticas
y las ciencias. Era necesario permanecer en una enseñanza gratuita, cultivada y desligada de nociones
socialmente útiles, las cuales podían reservarse a las escuelas profesionales. La escuela primaria debía
forjar el cuerpo de la nación, y el liceo debía formar su cabeza, una mente sabia y cultivada, capaz de
resistir los desbordes y pasiones de un pueblo democrático versátil (o sea que la elite debía rectificar las
decisiones del sufragio universal)-
En este programa institucional, lo vocación estaba definida por la disciplina enseñada y no por el
oficio pedagógico. Los profesores de secundaria eran “eruditos”, hombres de cultura y ciencia reclutados
mediante concursos difíciles. La República preparó profesionalmente a los maestros, pero consideró que
la cultura y la ciencia bastaban para la formación de los catedráticos de la escuela media; a lo sumo se
manejaban con algún período de práctica, los consejos de un inspector de la materia enseñada, los
buenos recuerdos de escuela y el ejemplo de colegas experimentados. El ideal pedagógico reposa sobre
un postulado de transparencia de las inteligencias y de los espíritus. La mayor parte de los profesores
eligieron ese oficio a causa de su pasión por la disciplina enseñada, y el pasaje a la enseñanza es vivido
como una conversión.

Herederos y becarios
El heredero entraba en primer término en la connivencia escolar, de origen burgués y cultivado,
poseía la mayor parte de los códigos culturales y escolares adquiridos en su familia y en los años básicos
del petit lycée. El profesor se hallaba entre alumnos que se parecían al alumno que él había sido y sus
hijos. Los muchachos que no podían seguir este juego se recuperaban en establecimientos privados.
Por otro lado, los becarios eran los liceístas surgidos de categorías más modestas, pero a quienes
su virtud y trabajo habían diferenciado de entre la masa de sus camaradas. Se desempeñaban con menos
virtud y desenvoltura que los herederos, pero con mayor seriedad y convicción. Aceptaban las reglas
escolares de modo menos gratuito, pero de forma más profunda que los otros. Gracias a estas
trayectorias de los becarios es que el liceo podía vivirse como élite, y universal y democrático a la vez;
los profesores podían sentirse progresistas y de izquierda sin dejar de identificarse con una cultura
superior.
Dentro de este marco, las tensiones de la igualdad y del mérito se veían relativamente
neutralizadas.

Un santuario
Este santuario podría cerrarse mucho más considerando que era el sitio para la adolescencia en
un mundo definido puramente como escolar, consagrado a los estudios, en donde la vida juvenil se
tomaba como un parásito, el mal menor. Los tumultos violentos sólo eran la inevitable consecuencia de
un orden escolar concebido como un programa institucional. En ese orden regular, la disciplina podía
dar vía libre a las constricciones más fuertes y a los intercambios intelectuales más profundos. La previa
selección escolar, lo preservaba de la injerencia de los problemas sociales a los que sí debían hacer
frente los maestros. Es decir, los hijos de pobres, emigrantes, desempleados, no iban al liceo, salvo casos
excepcionales.
El colegio osciló durante mucho tiempo entre el modelo de la escuela primaria y el modelo del
liceo. Las escuelas normales y los cursos complementarios fueron la prolongación de la escuela
primaria. Se capacitaba a los mejores alumnos para que obtuvieran la licencia de enseñanza primaria.
Pero, con el tiempo, el modelo del liceo se impuso sobre el colegio, se introdujo la misma concepción:
los antiguos maestros desaparecieron en beneficio de los profesores certificados identificados con una
disciplina académica. El ideal escolar, los métodos y los programas del liceo se volvieron los del
colegio.
Hay que insistir en la fuerte representación de este programa institucional, a pesar de que nunca
fue tan fuerte y estructurado como el de la escuela primaria (modelo que no tuvo la misma voluntad
política). Todos los profesores entrevistados permaneces con esa imagen, es la referencia central de su
experiencia. Es una suerte de lugar un poco irreal sobre el cual se proyecta la nostalgia de un mundo
apacible, una edad de oro que la mayor parte de los profesores de secundaria no conoció, y sin embargo,
se reconocen en ella. Es una cota a partir de la cual la experiencia profesional se presenta en términos de
crisis; dicha crisis tiene sentido gracias a esa representación: no les dice a los docentes qué pueden
hacer, sino por qué sufren.

El impacto de la masificación

Los invasores
La desestabilización del mundo de la enseñanza secundaria se explica con el hecho de que, en 30
años, los colegios escolarizaron a la totalidad de una clase etaria. Entre los 60 y los 80, el índice de
liceístas pasó de aproximadamente el 15% a más del 70%. La suma de los profesores se multiplicó por
cuatro. Se pasó de una enseñanza secundaria construida para una elite escolar y social a una enseñanza
de masas. Fue un movimiento de gran violencia e impacto que desestabilizó el modelo de enseñanza sin
que la mayor parte de los actores haya renuncia a sus principios y valores.
Con el tiempo, el contenido de la enseñanza cambió, correspondiéndose con el mundo: más
ciencias y lenguas vivas, y menos humanidades clásicas y literatura. Cuando más del 70% de una clase
etaria obtiene un diploma, este pierde su valor de diferenciación cultural y los alumnos se preguntan qué
utilidad les dará. Están más interesados en que este diploma se adapte a su formación posterior y a los
empleos que pueda abrir. Por eso las formaciones pasan a ser más técnicas y profesionales.
Esa masa de nuevos liceístas no son herederos no becarios. Estamos ante una escuela de masas,
en donde la relación de los alumnos con sus estudios es necesariamente más instrumental. Sin embargo,
esta escuela de masas está apresada en una contradicción: cuanto más frecuente es la obtención de
diplomas, menos utilidad tienen, pues no bastan para marcar la diferencia, y son más indispensables,
porque sin diploma se vuelve imposible ingresar en la vida activa o encarar más estudios.
Esos alumnos también forman la gran masa de adolescentes de una sociedad que otorga a la
juventud un amplio espacio de autonomía en sus opciones culturales, en su vida sentimental y privado.
Los colegios y liceos se volvieron los espacios privilegiados de la vida juvenil, los entornos de amistas y
amores, gustos y distinciones.
La ley de 1989 que sitúa al alumno “en el centro del sistema” significó una apertura a la
pedagogía contra el saber, un reconocimiento de una subjetividad no escolar, una invasión de la sociedad
de masas. Así, el centro de la institución se desplaza del saber, del conocimiento y de la cultura, hacia
individuos distintos que desenvuelven parte de una subjetividad y se su sociabilidad en la escuela. En
muchos colegios, esta invasión se volvió el principal problema del que la escuela debe protegerse para
seguir siendo Escuela.
Además, gran cantidad de alumnos ahora llevan a la escuela su cultura y sus problemas. ¿Cómo
podrían los colegios no sentirse “invadidos” por los desórdenes sociales de los cuales les había protegido
el programa institucional? Los problemas de la adolescencia, del desempleo de sus padres, de los barrios
“sensibles”, de los hijos de inmigrantes. Más aún, estos alumnos no están dispuestos a reconocer la
autoridad del profesor como natural y obvia, sino que esperan ser convencidos de la utilidad de los
estudios.

Una organización compleja


Con la masificación de la enseñanza secundaria, vino su diversificación. Todos los liceos y
colegios no son equiparables. El oficio docente ya no tiene gran cosa en común con un “gran liceo” o un
liceo técnico, o un licio chic. Tampoco tienen mucho que ver los desempeños de los alumnos, los
criterios de juicios, los comportamientos de alumnos y docentes. El orden regular se sumergió en la
diversidad de la vida social, llena de instancias.
El programa institucional débilmente organizado fue invadido por una administración compleja.
Los jefes de establecimiento cumplen un rol importante: son los mediadores ante la administración y los
magistrados electivos; presiden los consejos administrativos; velan por la aplicación de los reglamentos;
ponen en marcha las políticas públicas y las reformas escolares; defienden su establecimiento en el
“mercado escolar local”; y para esto se rodean de especialistas, ya sean adjuntos, consejeros educativos
y de orientación, asistentes sociales, etc. Asimismo, las relaciones con el entorno son ahora esenciales: la
obligación de negociar con los magistrados electivos, con los colegas, con padres, con empresas. El
mundo simple de los liceos y colegios se reemplazó por empresas educativas en donde los profesores
son sólo una parte de los actores. Como la enseñanza secundaria no tuvo la capacidad de transformarse
mientras que la masificación era una auténtica revolución, la gestión de los problemas escolares se
delegó a la periferia, a los establecimientos y a cada individuo.
Esta enseñanza secundaria es mucho menos opaca. Las estadísticas permiten medir la eficacia y
el valor agregado de cada establecimiento. Se mide: la equidad de los establecimientos, su capacidad
para reducir o aumentar las diferencias sociales y escolares, su valor “de mercado” de los diplomas, el
bienestar de los alumnos, los índices de violencia y de incivilidad, etc. Pero, es aspecto más esencial es
que este conocimiento del sistema produjo un deslizamiento de legitimidad: la legitimad antigua, que se
apoyaba en los principios de los agentes definidos por su vocación, ahora es suplantada por una
legitimidad racional, construida sobre una eficacia comprobable.
El mundo de los profesores se multiplicó. Pero que la mayor parte de estos profesores provenga
de las clases medias no basta para fundar su unidad, hay demasiada diversidad en esas mismas clases.
Las brechas de estatuto persisten. Lo único que une a los profesores es su oposición contra una amenaza
en común: el ministerio y su pasión por las reformas, cada una de las cuales les aleja del programa
institucional.

Los gajes del oficio

Es imposible describir todas las consecuencias de la masificación. Los rasgos aquí mencionados
son resultantes del estallido de la figura del programa institucional. Consiste, primero, en una sensación
de crisis entre los profesores, luego, en la formación de cierta cantidad de alternativas éticas y
profesionales más agudas; y por último, en una sensación de distancia entre el funcionamiento de la
maquinaria educativa y la experiencia de cada uno, o sea, en una experiencia escindida entre estatuto y
oficio.

La sensación de decadencia
La mayor parte de los cambios vivenciados por los individuos o por intermediación de la
memoria de la profesión son interpretados como una crisis y una decadencia. Es cierto que las conductas
violentas de los alumnos han aumentado en los últimos años, pero no por eso se ha pasado de una paz
universal a la barbarie generalizada. Sin embargo, se siente esta violencia como si fuera una amenaza
permanente. En ciertos casos, el sentimiento de invasión es tal que los equipos docentes hacen huelga
“contra los alumnos”. La escuela se siente invadida por “bárbaros”. Además, la crítica de los padres es
una gran fuente de quejas (se dice que estos no ejercen una “buena paternidad”, que no logran
sobreponer crisis económicas o morales, que abandonan a sus hijos, o bien que ejercen una paternidad
demasiado instrumental, demasiado deseosa de logros, etc.) Por otro lado, hay que tener en cuenta que
en el momento en que la escuela es invadida, es objeto de diversas demandas: asegurar una función
democrática de igualdad de oportunidades, permitir que los alumnos encuentren empleo, tomar en
cuenta las identidades culturales de los jóvenes e inmigrantes, y mantener el nivel académico.
La querella sobre mantener el nivel es inagotable. La sensación de un descenso de nivel parece
un hecho confirmado, esto no parecería irracional: los profesores situados en instancias medias o bajas
de las jerarquías escolares ven llegar alumnos más débiles que los que recibían antes, aunque hay que
tener en cuenta que el nivel de los alumnos aumentó considerablemente. Es decir, en conjunto, los
bachilleres son menos “buenos” que la media durante la época en que su cantidad apenas excedía la de
las clases preparatorias hoy en día; pero el nivel de una clase etaria que acredita un 60% de bachilleres
es superior al de una clase etaria que sólo contaba con el 50% de poseedores del certificado de estudios
primarios. Además, hay que agregarle que el cambio de programas y métodos hace difícil comparar los
niveles.
Todo esto no impide que la experiencia de los profesores sea de crecientes dificultades. Todas las
investigaciones realizadas entre profesionales de la educación nos enseñaron que todas las discusiones
individuales y colectivas empiezan con la descripción de esa crisis, y un lamento.
Algunos problemas sin solución
De todas formas, sería un error aferrarse a la defensa integrista del programa institucional del
liceo y del colegio. Si el sentimiento de crisis es tan fuerte, es porque las dificultades en el trabajo son
reales. Sucede que todas las operaciones de selección que deberían haberse efectuado al punto de partida
del sistema, se terminan efectuando durante; y los profesores ya no pueden creer que la selección escolar
sea mero ejercicio de mérito. Aunque haya habido una democratización escolar, consiste en una
democracia segregacionista: se preservaron (y profundizaron) las brechas entre los establecimientos en
cuanto composición social. Y la escuela es la que realiza esa selección. Saben que las desigualdades se
originan fuera de la escuela, pero que los pareceres terminan por acentuarlas. Se abren interminables
debates sin salida: los grupos heterogéneos son inmanejables, pero los grupos homogéneos son
segregacionistas; cómo asignar calificaciones sin hundir a los alumnos en un sentimiento de fracaso; qué
hacer con los programas, los cuales son el símbolo de las ambiciones de la escuela y el valor de cada
disciplina; qué hacer con los alumnos difíciles. Muchos de estos problemas son atenuados en la primaria,
pero muchos otros se abren de modo trágico en el colegio porque el programa institucional no cumplió
con su trabajo.

Oficio y estatuto
Los profesores de secundaria deben cambiar de oficio cuando descubren que su pasión y
competencias no bastan para superar el trabajo pedagógico. En su formación, los maestros adquieren
saberes para enseñar, y los profesores, qué saberes enseñar. El primer año de trabajo es una conversión:
se descubre que no es necesario contar con una formación erudita, y que gran parte del tiempo se destina
a la disciplina, a la repetición de consignas, y que le oficio con el que se soñaba debe conquistarse y
desligarse de una escoria de actividades anexas y pesadas que son reputadas como trabajo sucio. Es
necesario hacer un auténtico trabajo de duelo: para enseñar es necesario deshacerse de la imagen que
uno tenía de sí y de los alumnos, a fin de entrar a un mundo real, el de los colegas reales. Cuando esa
conversión no se produce los profesores jóvenes caen en un pozo de amargura.
Hay que tener en cuenta que todos los efectos del sistema, los que se observan en las estadísticas,
no se muestran como consecuencias de la intencionalidad de cada actor. Cada profesor sólo efectúa una
porción ínfima del trabajo pedagógico de un mosaico que él no controla, pero que su estilo y métodos no
suelen pertenecer a él.
La experiencia del profesor se construye sobre una brecha esencial entre su estatuto, el sitio que
se le atribuye al sistema, y su oficio, la manera en que realiza su trabajo. Pareciera que viviese en dos
esferas aisladas una de la otra.
Una parte de la identidad se ve definida en términos de estatuto, de pertenencia al cuerpo y de
imaginación con el imaginario de un programa institucional. Hace falta defender la disciplina de uno, el
santuario, la ambición de los programas; hace falta rechazar todo cuanto no es el trabajo en clase, lo que
“rebaja” el trabajo de los profesores. Según ese punto, la escuela está bajo amenaza y es fundamental
defenderla con el reclamo de recursos suplementarios, percibidos como el único modo de superar las
vicisitudes del oficio.
La otra parte de la identidad es puramente individual; es la de un oficio construido como una
experiencia personal irreductible a cualquier otra. En este caso, las afinidades electivas se oponen al
espíritu de cuerpo, y la crítica a la burocracia y al conservadurismo docente se impone de inmediato.
Desde la perspectiva de la experiencia individual, el mundo de la escuela parece cerrado, “arcaico”, y
casi todos los docentes hacen de su clase lo contrario de lo que les dicta el estatuto al que, sin embargo,
están fuertemente apegados. Los buenos resultados de los colegios se deben a que los docentes
comprometen una parte importante de sí mismos.
Hay algo artificial en la cómoda oposición entre “tradicionalistas” y “modernizadores”, porque
los docentes viven a la vez en el orden del estatuto y del oficio individual, cosa que les hace tener
opiniones ambivalentes en el propio juicio. Es decir, son los mismos docentes los que dicen que hay
demasiadas reformas, pero la escuela es demasiado conservadora; que la escuela está demasiado abierta
a la sociedad, pero demasiado reformada sobre sí misma; que el nivel bajó, pero que los alumnos saben
más cosas, etc.
Los individuos son, a la vez, “propietarios” de una profesión liberal y miembros de una
organización.

La experiencia laboral

Dictar clase
Para los profesores de secundaria, “dictar clase” no es un fin en sí mismo, sino una necesidad
desagradable y agotadora. El objetivo central es dictar cursos, hacer entrar a los alumnos en un universo
intelectual definido por los programas. En los buenos cursos, ese objetivo puede alcanzarse, y para
hacerlo, los profesores prefieren que se trabajo tenga un carácter “activo”, que los alumnos participen,
sientan interés, intervengan. A su vez, el trabajo de socialización apunta a construir una comunidad
intelectual más que un orden ritualizado. Sin embargo, la mayor parte de tiempo no es así, sino que se va
en la disciplina, el orden impuesto entre los alumnos, la técnica de tomar apuntes, la repetición infinita
de cosas, todo lo que es vivenciado como una actividad secundaria y trabajosa, un desvío de la tarea más
noble y esencial.
En realidad, los profesores terminan realizando una actividad de control y de socialización más
cercana a la de los maestros, pero tienen la impresión de que con ella se apartan de su verdadera
actividad. Esto explica la constante sensación de dificultad y trabajo, el sentir perder el tiempo.
El oficio del profesor consiste más en construir las condiciones que le permitan dar clases que
dar las clases en sí. Este trabajo se hace más difícil a medida que los alumnos son cada vez más
autónomo, menos impresionables por el aspecto disciplinario y más despiertos. La instauración de un
orden escolar no es un hecho consumado, no basta con ser un profesor, hay que articular conductas y
condiciones que permitan hacer su trabajo, cosa que tiende a agotar a los profesores. Los castigos ya no
tienen la misma eficacia que en la primaria, y además, pueden volverse contraproducente. Surge el
problema de a quiénes debe darse clase ¿a los buenos, a los de desempeño medio, a los peores, a todos
juntos?; si no se puede con todos, ¿ignoramos a una parte?
Todas estas dificultades no implican que el profesor siempre fracase. La gran mayoría de los
profesores “dictan clase”, pero aprendieron menos a dictar clase que a articular condiciones de trabajo.
La puesta a prueba que significa construir un orden escolar se hizo más fuerte con la decadencia
del programa institucional, que para los profesores se ve acompañada de una crisis de autoridad. Su
autoridad ya no evidente, ni natural, ni sagrada. Pero, al mismo tiempo, estos profesores “modernos”
tampoco aceptan este tipo de autoridad, sino que mantienen valores en donde la autoridad es
democrática, una autoridad vagamente “militar” no les resulta legítima en su fuero interno.
Entonces, el trabajo que el programa institucional ya no realiza debe ser efectuado por cada
individuo. Y como la autoridad siempre termina por engendrar violencia, la de castigos y sanciones, los
profesores la viven mucho peor: como forma de fracaso personal. La masificación escolar hace un
llamamiento a mayor autoridad, ya que la socialización de los alumnos es menos adecuada para la
escuela. Entre tanto, los recursos de la autoridad se reducen a las capacidades argumentativas y
relacionales de los actores, o a la aplicación mecánica de reglamentos internos que profesores y
alumnos perciben como mera técnica de preservación del orden.
Motivar a los alumnos
El trabajo del profesor no consiste sólo en establecer un orden escolar, sino que también debe
obtener la adhesión subjetiva de los alumnos para que éstos entren en los universos intelectuales
propuestos. Hace falta que el alumno se comprometa con la actividad y le otorgue un sentido, hace falta
que motivado. Esto resulta cada vez más de difícil de sobrellevar para los profesores, considerando que
las investigaciones muestran que el interés por los estudios decrece regularmente durante el secundario.
También aquí debe interpretarse la caída en la motivación de los alumnos en términos de
decadencia del programa institucional. Cuando los alumnos ya no son herederos, dejan de verse
motivados por una socialización familiar que impone un sentido para los estudios; cuando los alumnos
ya no son becarios, la utilidad de sus estudios parece lejana y aleatoria. Los alumnos deberían estar
motivados, especialmente, por el interés de sus estudios porque estos son los que les abren nuevos
mundos, les permiten madurarse, revelarse: es lo que se llama el “sentido” de los estudios. Sin embargo,
esto choca con muchos obstáculos, sobre todo con el hecho de que la institución escolar perdió su
situación de monopolio cultural, por lo cual los alumnos pueden imaginar que existen muchas otras
maneras de crecer. Además, los alumnos tampoco parecen encontrar a quien les guíe para elegir aquello
que les guste y no aquello que “pague”.
Existen muchas técnicas para motivar a los alumnos, pero la única segura es que el docente
mismo esté motivado, no sólo en su materia, sino que esté interesado en el curso en sí. La única regla
imperante es que los alumnos sienten interés por los profesores que se interesan por ellos tal como son, y
no tal como deberían ser, que tienen ambiciones para con ellos sin sofocarlos, que los toman en
consideración como sujetos que son justos pero que también se preocupan por la unidad de la clase.
Esto explica por qué los profesores no creen demasiado en las técnicas pedagógicas, prefiriendo
hacer un bricolaje antes que abandonarse a su racionalidad. Ya no todo consiste en la imagen romántica
del oficio, sino en una experiencia práctica. Ahora bien, los sociólogos y planificadores no gustan
mucho de este rol tan protagonistas de las personalidades y encuentros. Pero, a decir verdad, esa
conclusión es ineludible si uno admite que la relación pedagógica está ampliamente desregulada, que ya
no está encerrada en un programa institucional.

Trabajo personal y servicio educativo


La dimensión meramente personal del oficio de profesor sigue siendo esencial. A menudo, la
lógica del establecimiento, de los servicios, se mantiene fuera de la actividad. En el mejor de los casos,
se la percibe como un entorno agradable con los colegas y el jefe; en el peor, como un conjunto de
constricciones y de intrusos. Lo ciertos es que los profesores, en su mayoría, limitan el tiempo en el
establecimiento lo máximo posible. El trabajo sigue siendo una actividad personal y es necesario tener
firmes afinidades para involucrarse en un trabajo colectivo que requiere abrir la intimidad de la clase a la
mirada de los otros. Del jefe de establecimiento se espera que proporcione buenas condiciones de trabajo
y que nos cubra, mientras que las actividades colectivas suelen percibirse como el “trabajo sucio”.
Sin embargo, parece que las cosas evolucionan paulatinamente y que las actividades dedicadas al
“servicio educativo” progresan. Esto se ve, sobre todo, en los establecimientos difíciles, en donde el
oficio en soledad ya no es soportable, los profesores comprenden que ya no pueden superar solos las
vicisitudes del trabajo. Así, el trabajo colectivo se vuelve un recurso para recuperar la seguridad, para no
considerar los fracasos como resultantes únicamente de su responsabilidad personal y para renovar su
motivación al abandonar experiencias pedagógicas.
Esta tendencia parece haberse instalado en gran cantidad de establecimientos. Paso a paso, sobre
las ruinas del programa institucional, se compone otra figura de institución, la de una organización
política definida por sus proyectos y modos de negociar, por sus relaciones con alumnos y familias
consideradas como usuarios. Es ostensible que esa evolución choque contra el modelo de programa
institucional, en cuyo imaginario no hay más que una sola pedagogía: la del cumplimiento de una
vocación destinada a alumnos que la reciban.

El oficio como puesta a prueba


El oficio sigue siendo una puesta a prueba personal. Mientras que ese oficio es poco fatigoso
“objetivamente” (según horas de trabajo), los docentes lo describen como agotador y estresante. Les
hace falta hallar la distancia correcta, no dejarse engullir por una actividad que los pueda obsesionar y a
sentirse desvalorizados, en donde los problemas privados se desbordan sobre la vida profesional; pero
también deben impedir que estas puestas a prueba en el trabajo amenacen la vida privada.
Muchas veces, la dificultad para dar clases vira hacia una hostilidad para con los alumnos. El
deseo de ver excluidos a los alumnos más endebles o cuyo trato es trabajoso cada vez se oculta menos.
En muchos casos, el trabajo es vivido como una “fantochada” en la cual nada tiene sentido, pues todo el
trabajo se dedica a mantener un orden escolar mínimo, lo que trae una sensación de mediocridad,
desprecio y fracaso.
En este contexto, la sensación de obtener logros aporta grandes satisfacciones porque el avance
los alumnos en verdad parecen obra del profesor. Las clases bien dictadas, entendidas generan mucho
más que la mera satisfacción del trabajo cumplido. Se refuerza el sentimiento de valor propio e incluso
se llega a querer a los alumnos.
Sin embargo, más allá de que la experiencia profesional signifique una vivencia buena o mala,
nunca deja de ser un asunto puramente personal. Según las formas de tratar a los alumnos, se pueden ver
profesores con “aires de grandeza”, “sádicos”, “demagogos”, “histéricos”, “depresivos”, etc.
Evidentemente, estos no son tipos de personalidad, sino de distintas formas de encarar una puesta en
escena, de comprometerse en una relación, de construir una interacción. En todos los casos, ya sea una
experiencia dichosa o no, las tensiones y los conflictos sociales “objetivos” son percibidos como
conflicto psicológicos, como puestas a prueba de la personalidad.

La socialización por la experiencia

Existen dos maneras de interpretar las índoles de la experiencia profesional de los profesores de
secundaria. La primera opta por un análisis en términos de crisis. Todo se explica a través de la
desmembración de un programa institucional; se considera que la distancia respecto del modelo es un
fracaso de la socialización. Una crisis dominada imposible de superar. Esta es la imagen más frecuente,
la que imponen los medios, la que movilizan las asociaciones de docentes a veces.
La segunda interpretación considera que el desajuste del programa institucional es el producto
“normal” de la modernidad cultural, de la promoción del sujeto, de la transformación de la legitimidad y
de la escuela de masas misma, que intensifica la lógica de servicios. En este caso, la experiencia
docente no se puede reducir a un efecto de la crisis del programa institucional, estamos ante otra manera
de llevar el trabajo sobre otros.
Primero, hay que recordar que no todos los colegios y liceos están en las situaciones terribles que
a veces se describen: el nivel no se desplomó, la violencia está lejos de ser la norma. Hoy, al igual que
ayer, la totalidad de los programas no es algo adquirido por la totalidad de los alumnos. El trabajo en
equipo es más frecuente ahora. Sin embargo, esto no significa que todo marche bien.
Eso sí, puede considerarse que todo esto NO es producto de una supuesta distancia entre
profesores identificados con un programa institucional y alumnos ajenos a él. Al contrario, observamos
una fuerte homologación entre la experiencia de los docentes y de los alumnos. Así como el docente
debe construir su experiencia, el oficio del alumno no consiste en someterse y adherirse a modelos
brindados, sino en construir su experiencia como alumno, en dar sentido a su trabajo. Cuando el profesor
fracasa, se siente desvalorizado y detesta a los alumnos; cuando el alumno fracasa, pierde su autoestima
e intenta salvar su imagen agrediendo a los profesores. En suma, las experiencias de los profesores y de
los alumnos son las dos caras de la misma moneda. Ambos están más definidos por su capacidad de
constituirse en la resolución de problemas de orden, de motivación, de sentido, que por cumplir un
simple rol. El logro de la tarea de unos remite a la de los otros; la violencia de unos es eco del desprecio
de los otros; las motivaciones de unos engendran las motivaciones de los otros. Hay un paralelismo entre
discurso y experiencias.
En definitiva, estamos ante un juego de extrema brutalidad, el de una sociedad en la cual la
socialización es más un trabajo de creación de uno mismo que simple inculcación cultural, el de un
mundo donde la afirmación del sujeto colisiona contra las desigualdades y contra la dominación. Este
juego es más brutal en el colegio que en el liceo porque el colegio se funda sobre una contradicción: su
modelo cultural es el propio del liceo de la elite, su realidad demográfica es la realidad de la escuela
primaria común.

El mundo de los liceos y de los colegios vacila entre la crisis y el cambio. El impacto de la
desarticulación del programa institucional parece más brutal por la sensación que da su imagen. Sin
embargo, los gérmenes de ese desgajamiento ya estaban presentes en el programa institucional del liceo
y del colegio. En tanto universal, tenía la intención de abrirse y ofrecerse a todos, un reconocimiento del
alumno como sujeto, pedía un trabajo más personal y “emocional”. Por todos esos motivos, el pasaje
del liceo tradicional a la enseñanza secundaria de masas fue deseado por todos.
Debemos superar el discurso de la crisis e intentar comprender cómo se construyen de manera
“positiva” el trabajo de los profesores y el de los alumnos.

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