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1. Todos los hombres buscamos con afán la felicidad. En el fondo de nuestras preocupaciones,
negocios y trabajos, se oculta este deseo. Pero, más inclinados por el pecado a lo material que a lo
espiritual, muchas veces confundimos la verdadera felicidad y nos centramos en el deseo de alcanzar
bienes materiales. De ahí que, como consecuencia, el hombre se haga ambicioso de poseer estos bienes
a toda costa, y en esa carrera por acaparar más, vaya descuidando lo más importante para su salvación:
Dios y los bienes espirituales.
Jesucristo las agrupa en ocho: pobreza de espíritu, mansedumbre, lágrimas, hambre y sed de
justicia, misericordia, pureza de corazón, paz y persecución por causa de la justicia. Pero también
podemos decir que se trata de un número que no conoce límites. Hay que tener en cuenta que en ellas
no se promete la salvación a unas determinadas clases de personas que aquí se enumerarían, sino a todas
aquéllas que alcancen las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesucristo les exige. O sea,
cada bienaventuranza no indica personas distintas, sino que son como diversas exigencias de santidad
dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo. Tampoco prometen la salvación a determinados
Las bienaventuranzas encierran como en germen todo el programa de perfección cristiana. Se trata
de un compendio de la Nueva Ley enseñada por Jesucristo, con la cual plenifica la Ley dada por Dios
a Moisés. Son el estatuto del nuevo Israel, la Iglesia, y determinan la vida y los actos de la comunidad
fundada por Jesucristo; poseen el vigor para formar el Reino de Cristo en la tierra. Como la ley de
Moisés consolidó al pueblo judío y determinó su historia, en forma muchísimo más perfecta las
bienaventuranzas contienen una fuerza capaz de modificar la historia, nuestra vida personal, la historia
del pueblo de Dios, que es la Iglesia y la historia misma de la humanidad.
Las bienaventuranzas muestran el plan de Dios para sacarnos de nuestro egoísmo y del pecado, y
llevarnos al verdadero amor de Dios. Son como el arado que abre el surco en la tierra, que sacude
nuestros proyectos y nuestras ideas, contraría nuestros deseos desordenados y nos deja pobres ante Dios
para abrir en nosotros un nuevo surco que guardará y hará fecundo el grano del Evangelio que debe
producir hasta la época de la siega definitiva.
Las pruebas que nos anuncian las bienaventuranzas están destinadas a despertarnos de la vida de
pecado y del olvido de Dios. Tantas veces nos acostumbramos a la Palabra de Dios, que nos hacemos
como impermeables a ella, hasta el día en que aparece el llanto y el dolor. El sufrimiento no nos deja
escapatorias. Cristo también sufrió y es en el Sermón de la Montaña donde encontramos su retrato y,
Pero debemos considerar que el nombre de pobre no se les da a todos los que lo son ni a todos los
que padecen ese estado porque no les queda más remedio, sino a los que lo son en espíritu, o sea, a los
que reciben la pobreza y sus efectos por amor a Dios y por el Reino de los Cielos, como lo hacen los
religiosos, o también aquellas personas que sobrellevan la pobreza pacientemente, como suele ocurrirle
a muchos, despojados de sus bienes por ladrones, un incendio, u otra desgracia. Solemos estar tan
apegados a las cosas terrenas, que muchos darían su vida por conservar una casa, una cadenita, una
prenda de vestir. Hay que usar de los bienes pero sin entregarles el corazón.
Y, ¿por qué Cristo asignó el primer lugar de las bienaventuranzas a los pobres? Porque la pobreza
aleja el deseo de poseer más, que es la raíz de todo desorden. Así, mediante la pobreza voluntaria, el
hombre se ve libre de mil cuidados innecesarios y de preocupaciones que le dan las riquezas y las ansias
de poseer cada vez más. El hombre que coloca los bienes materiales sólo como medios, empleándolos,
Dios es el verdadero bien, el verdadero tesoro del alma. En la pobreza podremos vivir seguros, si
no descuidamos las cosas de Dios, de lo contrario siempre estaremos inquietos porque el ídolo de la
riqueza pedirá como un tirano la ración diaria. Miremos nuestro interior. ¿No es verdad que muchas
veces vivimos aferrados a los placeres terrenales y buscamos centrar nuestra felicidad en ellos? Y,
¿cuánto nos pueden durar? ¡Ídolos con pies de barro! Para ser merecedores de alcanzar lo que nos
promete la bienaventuranza de la pobreza, debemos ejercitarnos en sentir los efectos de la pobreza
voluntaria, ante todo, administrando correctamente los bienes que Dios nos ha encomendado,
empleándolos sabiamente. Y, además, viviendo con austeridad.
Y, ¿cómo se adquiere este espíritu de pobreza? Con fe. Considerando que la vida es breve y que
las riquezas son un medio, y entre los medios ocupan el último lugar. Espíritu de pobreza que se adquiere
también con esperanza. Tener solicitud por el mañana, pero sin preocupación ni miedo, sino con
serenidad y sosiego. Espíritu de pobreza que se adquiere con caridad. Practicando el desprendimiento
y la limosna, para contribuir a las obras de la Iglesia y dando a quien necesita.
Ojalá que, así como amamos el premio, no rechacemos el trabajo que lo merece. Nadie rehúse la
lucha si desea el premio. Encendamos nuestro ánimo con el deseo de la recompensa. La felicidad
eterna, vendrá después; el trabajo y el sacrificio por vivir las virtudes cristianas corresponden al tiempo
presente.