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IV Durante el año (C)

Jr 1,4-5.17-19; 1 Co 12,31-13,13 ó 13,4-13; Lc 4, 21-30

1. Los habitantes de Nazareth eran incapaces de elevarse mediante una mirada de fe, y en
Jesús sólo reconocían al hijo del carpintero. Sin fe, nuestra mirada es miope, corta, se queda en la
superficie. Esos hombres se entusiasman, es cierto, ante los milagros. Corren rápido detrás el
Señor, pero al escuchar su doctrina, se alejan entristecidos. Lo vemos en la multiplicación de los
panes y de los peces. Muchos se reunieron en aquella ocasión, pero al escuchar a Cristo que decía:
Mi Carne es verdadera comida, mi Sangre verdadera bebida (Jn 6, 55), se alejaron
escandalizados, y ya no andaban con Él.

El cristiano está llamado a tener una mirada de fe. Todo lo debe juzgar con esa eminente
óptica divina. Así como el agua es el elemento en el que vive el pez, así el cristiano debe vivir en
el elemento sobrenatural. Dios, la Santísima Virgen, los ángeles, los santos, la gracia, todo ello
es tan real como las cosas que vemos con nuestros ojos y que tocan nuestras manos. Y debemos
vivir con la gozosa certeza de que esto es así, que no estamos en un mundo vacío de Dios, sino
con la seguridad de la real y sustancial presencia de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento.

Si la antorcha de la fe dejara de brillar en nuestras almas, si no nos preocupáramos por avivar


nuestra fe en la Eucaristía, nos volveríamos insensibles ante la misma presencia de Nuestro Señor,
como estos hombres del Evangelio que estando frente al mismo Verbo de Dios encarnado, lo
despreciaron pensando que sólo era el simple hijo del carpintero.

2. En este domingo, vemos a nuestro Señor comenzando su vida pública. Jesús predica en
la sinagoga. Al principio, sus palabras llenas de sabiduría son recibidas con agrado. Todos lo
elogiaban por las palabras admirables que salían su boca (Lc 4, 22), dice el Evangelio de hoy.
Pero Jesús no vino a buscar popularidad, no confunde el amor con la adulación. Vino a traer la
salvación, y no a conquistar honores y alabanzas. Por ello, anuncia siempre la verdad, aunque eso
le acarree incomprensiones y hasta la misma muerte.

Y, a los pocos instantes de haber sido tan bien acogida su predicación, vemos que la
persecución se levanta contra Nuestro Señor. Lo quieren despeñar desde la cima del monte donde
se edificaba la ciudad. Su presencia ya no es amable, porque de su boca escuchan la Verdad y no
una justificación de sus malas vidas; no adultera la doctrina, no evapora lo que importa. ¡Habla
claro!

Ya desde estos inicios de su vida pública se asoma la contradicción, aparece la cruz que al
ser ungida con su preciosa Sangre, nos obtendrá la salvación.

3. Así, todo verdadero discípulo de Cristo está llamado a dar testimonio de la Verdad que Él

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nos enseñó. Estamos llamados al apostolado, a transmitir íntegro el mensaje de salvación que
Cristo nos dejó. Y, para ello hace falta fortaleza, que debemos pedir a Dios, porque es uno de los
dones del Espíritu Santo. Quien es enviado por Dios a predicar su palabra, como lo es todo
bautizado, tiene asegurada esa fortaleza, si es fiel a la gracia de Dios. Lo hemos leído en la profecía
de Jeremías. Mira que hoy hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de
bronce, frente a todo el país (...) Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque yo
estoy contigo para librarte (Jr 1, 17-19).
Esa fortaleza es necesaria para vivir con constancia las pequeñas virtudes: el desinteresado
servicio hacia los demás, el buen humor aunque todo invite al desánimo, la responsabilidad en el
cumplimiento de nuestros deberes; y tantas otras virtudes que, si se cuidan, convierten esa vida
familiar en un ambiente muy propicio para crecer en el amor a Dios. Se requiere esa fortaleza para
ejercitarnos en la justicia, y corregir a los hijos, cuando sea necesario; es necesaria esa fortaleza
para no avergonzarse de la condición de católico en un ambiente laboral adverso a la fe; hace falta
ser fuertes para animarnos a hablar de Dios en cualquier ambiente; hace falta esa fortaleza para
no dejarnos arrastrar por los que nos rodean: pensar como piensan los otros, consumir los
productos de moda...; hace falta, en fin, ser fuertes para no ser nosotros otros Pilatos, que por
temor a la muchedumbre, por respetos humanos, no dudó en condenar a muerte al mismo
Jesucristo.

Los cristianos debemos ser hombres y mujeres de carácter, y no fantasmas de hombres,


interiormente vacíos. Para el apostolado, para llevar almas a Cristo, la fortaleza debe estar
acompañada de la convicción, que nace del trato íntimo y personal con Dios en la oración y en la
recepción frecuente y devota de los Sacramentos.
Ese testimonio al que Cristo nos llama, debemos darlo con la palabra y con el ejemplo de
nuestras vidas. Debemos ser la sal que sazone el ambiente donde estamos, y esa luz que ilumine
las tinieblas. Si dejamos que la sal pierda su sabor, ya no sirve. Eso sucede cuando la tibieza y el
desgano se van adueñando de nuestras almas. Creado para cosas grandes, nuestro corazón queda
apegado a las miserias de esta vida; llamado a las alturas, busca consuelo entre las cosas bajas y
rastreras. Si nuestra lámpara de la fe se apaga, ¿quién alumbrará las tinieblas del mundo? ¡La fe
es un privilegio, la gracia es un honor! No dejemos estériles tantos y tan preciosos dones con que
Dios ha adornado nuestras almas y seamos valerosos apóstoles de Cristo.

4. Finalmente, en el Evangelio de hoy, también vemos a Nuestro Señor retirarse de en medio


de la agitada muchedumbre con una majestuosidad que dejó paralizados a todos. Como en otras
ocasiones, los hombres no pueden nada contra Jesús: el designio divino era que el Señor muriera
crucificado cuando llegara Su Hora. Al acercarse a esos instantes decisivos, veremos a Cristo
caminar presuroso hacia Jerusalén, deseoso de cumplir la Voluntad de su Padre hasta el fin. Pero,
en el pasaje del Evangelio de hoy, los hombres nada pueden contra lo que Dios ha dispuesto.
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Adoremos la divinidad de Nuestro Señor, que se esconde hoy en medio de esta muchedumbre
furiosa. Él siempre dará calma y paz a nuestro corazón, pues todos los acontecimientos, si los
sabemos recibir de sus manos providentes, son para nuestro bien y para su mayor Gloria.

Animémonos a dar testimonio de Nuestro Señor, de su doctrina íntegra, respondiendo con


generosidad a su llamado al apostolado. Prediquemos la doctrina católica con fe y con mucho
coraje. Acudamos a María Santísima: roguémosle que nos alcance la fortaleza ejemplar con la
cual Ella permaneció fiel a la Verdad, incluso en medio del dolor, cuando estaba al pie de la Cruz.

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