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Poggi, G.: Cap.

VI: Estado y sociedad bajo el liberalismo y después

Si consideramos el Estado y la sociedad que el avance del capitalismo generó en Occidente entre fines del
siglo XVIII y el siglo XIX, veremos diferencias en los principios institucionales y la naturaleza de los
intereses que típicamente actúan en cada uno. El Estado es primordialmente una entidad unitaria.
Externamente, en su búsqueda de ventajas frente a otros estados soberanos, obedece a una imperiosa
“razón” propia. Internamente, habla el lenguaje abstracto y general del derecho, con la elaboración e
imposición de decisiones supuestamente orientadas hacia intereses no divisionistas y ampliamente
compartidos.
La sociedad aparece como una vasta aunque limitada multitud de individuos separados, que se
relacionan entre sí a través de una decisión privada. En el estado moderno los individuos no pueden
ejercer como tales poderes de gobierno unos sobre otros, y deben reconocerse recíprocamente como
jurídicamente libres e iguales.
Para los individuos así concebidos, la activación de sus capacidades públicas en contraposición a las
privadas (el paso de los intereses del homo economicus a los del ciudadano) constituye una
reorientación radical del yo, una ardua proeza de autotrascendencia. Para hacerla posible, complejos y
sofisticados dispositivos políticos “acoplan” y “desacoplan” a la vez la sociedad y el estado. Dentro de la
esfera de la sociedad misma la creciente diferenciación institucional exigió de la mayoría de los individuos,
de manera cotidiana, cambios de rol de una magnitud casi comparable.
En la era liberal el Estado y la sociedad eran intrínsecamente compatibles, y en rigor de verdad realidades
necesariamente complementarias. El Estado debía ser un instrumento de la sociedad y no a la inversa (un
instrumento especializado en el ejercicio del gobierno sobre la sociedad). ¿Cómo puede el Estado servir a
la sociedad y a la vez regir sobre ella? Esta contradicción se debe a que la sociedad no era una realidad
fusionada sino dividida.
El estado liberal se construyó para favorecer y sostener la dominación de clase de la burguesía
sobre la sociedad en su conjunto. Este era el fin hacia el que se dirigían en última instancia sus principios
institucionales, así como la razón de su contraste aparente con los de la sociedad. Ej. El estado atribuía a
todos los individuos facultades abstractamente iguales para disponer libremente de sus propios recursos;
el capitalismo requería que la fuerza de trabajo se vendiera por salarios mediante contratos de empleo
individuales. Una vez más, se prohibió que el estado interviniera en el mercado, excepto de maneras
tan generalizadas como la de regular el sistema monetario o los instrumentos para la ejecución de los
contratos; el motivo era que el mercado del siglo XIX era capaz de hacer en sus propios términos casi
todas las distribuciones necesarias, y al hacerlo encauzaba automáticamente el proceso de producción y
acumulación en beneficio de los propietarios del capital. Los rasgos distintivos del derecho moderno como
cuerpo de normas expresas, sostiene Habermas, reflejan las preferencias morales y culturales específicas
de la burguesía.
Para autores como Habermas o Marx, los principios institucionales del Estado son instrumentales
para el predominio de clase burgués dentro de la sociedad; las estructuras políticas expresan y ocultan al
mismo tiempo la subordinación funcional del poder político al poder económico. Para Poggi este
argumento es correcto pero parcial. La distinción estado/sociedad no se originó en la relación entre el
poder político y el económico, ya que había encontrado una expresión fundamental anterior en la lenta
pero inexorable separación del estado occidental con respecto a la Iglesia y el cristianismo. En esa
historia, parecería que el papel crítico fue desempeñado por la raison d’état y un desarrollo trascendente y
autónomo de la conciencia religiosa y moral, y no por los intereses económicos (las cuestiones del credo y
el culto, no las de la propiedad y los contratos, habían sido las primeras en pretenderse “privadas” con
respecto al estado, y era adecuado que éste las ignorara o protegiera imparcialmente).
No obstante, la dimensión religiosa de la distinción estado/sociedad había puesto contra el estado una
fuerza social (el cristianismo militante de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica) que pese a
su vigor superficial era históricamente recesiva. Cuando más adelante esa distinción se institucionalizó, la
contrapartida del estado fue, en cambio, una fuerza en ascenso, intrínsecamente dinámica y
vigorosamente expansiva: el capital. Se puede reconocer que en la historia de la “separación” entre el
estado y la sociedad el aspecto religioso había actuado antes y de manera independiente y significativa, y
aceptar no obstante el punto de vista marxista hasta el punto de admitir que el aspecto económico implicó
para el estado mismo un desafío mucho más serio. En tanto la religión, una vez separada de él, iba a en-
frentarlo con pretensiones menguantes y cada vez más débiles, la economía capitalista estaba
ampliamente en condiciones de dictar los términos y determinar la significación de su propia separación.
Bajo el capitalismo la economía no opera, dentro de la sociedad simplemente como un “factor”, entre otros
y coordinado con éstos; antes bien, subordina o de lo contrario reduce la importancia independiente de
todos los demás factores, incluyendo la religión, la familia, el sistema de estatus, la educación, la
tecnología, la ciencia y las artes. El modo capitalista de producción conquista una influencia cada vez más
amplia y firme sobre el proceso social en su conjunto. La “economía política” no constituye un aspecto o
fase sino “la anatomía” misma de la sociedad civil.
Sin embargo, la diferenciación institucional entre los procesos socioculturales y económicos por un lado y
los procesos políticos por el otro, que fue característica de Occidente en el siglo XIX, ha dejado en gran
medida de actuar en nuestro propio siglo. La imagen que desarrollo en este capítulo considera
principalmente, la progresiva compenetración de los dos territorios, el desplazamiento y erosión de la
línea que separa al Estado de la sociedad. Sin embargo, el estado aún funciona en nuestra época dentro y
a través de formas políticas y jurídicas derivadas de la constitución liberal democrática decimonónica; lo
hace en la medida suficiente para disimular y limitar en parte los cambios en la sustancia del proceso
político, pero al mismo tiempo modifica y distorsiona las formas mismas.

La presión de los intereses colectivos

Consideraré algunas presiones sobre la línea estado/sociedad originadas en el lado de la sociedad, que
condujeron a un mayor envolvimiento entre uno y otra de lo que admitía el modelo constitucional clásico.
El capitalismo es un sistema de poder, que implica un predominio que se perpetúa a sí mismo de la
clase propietaria sobre los grupos sociales cuya subsistencia dependen de la venta de fuerza de trabajo.
El medio más seguro de mantener esta asimetría en la esfera del estado es excluir del proceso político
constitucional las pretensiones y demandas de grupos en cuyo interés puede estar la abolición de la
propiedad del capital, la modificación de su distribución o la interferencia en sus posibilidades de ganancia
o su control sobre la acumulación.
En el siglo XIX y principios del XX, el principal medio de excluirlos de la arena política fue la restricción del
sufragio. Sin ese derecho electoral, dichos grupos se veían limitados al ejercicio de derechos civiles que
no tenían una significación política directa, o a formas anticonstitucionales de disenso político que podían
refrenarse mediante acciones represivas. Los derechos al voto y a los cargos oficiales se restringieron a
los hombres que poseían propiedades y/o calificaciones educacionales.
Por diversas razones, no pudo impedirse durante mucho tiempo que los estratos subalternos obtuvieran
sus derechos y procuraran darles uso. 1) Las crecientes necesidades fiscales y militares del estado lo
llevaban a comprometer a sectores cada vez más grandes de las masas en una relación cada vez más
directa con él; y cierto grado de participación legítima en el proceso político del país pareció una
contrapartida adecuada a las cargas impuestas. 2) La posesión por parte de las masas de derechos civiles
básicos (que era una necesidad del modo capitalista de producción), dio a quienes estaban privados de
derechos políticos un punto de apoyo en la sociedad más general y un medio de tomar parte en
“actividades públicas” con el fin de obtenerlos. 3) Una tecnología industrial cada vez más sofisticada hizo
que al menos una alfabetización básica fuera un requisito de la fuerza de trabajo; pero el establecimiento
resultante de sistemas de educación pública constituyó una invasión de la línea estado/sociedad y
aumentó la aptitud de los trabajadores para organizarse y movilizarse. 4) Donde existía aunque fuera un
sistema rudimentario de partidos que implicara la competencia por los votos, los “opositores” se vieron lle-
vados con frecuencia a promover la ampliación del electorado a fin de ser recompensados en las
elecciones por los recientes beneficiarios de derechos políticos.
La existencia del “ámbito público” liberal, donde podían debatirse las cuestiones y formarse asociaciones
entre individuos que compartían intereses y puntos de vista, fue utilizada no sólo por las clases más bajas
para agitar en favor de los derechos electorales sino por los actores económicos privilegiados y no
privilegiados a fin de organizar coaliciones que promovieran sus ventajas económica y de estatus. El
funcionamiento de éstas coaliciones (sindicatos y asociaciones patronales) introduce elementos de
coerción y “negociación” en los procesos de distribución del producto social entre el trabajo y el capital o
entre diferentes sectores de cada uno. Esto tiene el efecto de modificar o suspender las reglas clásicas de
acuerdo con las cuales se supone que funcionan los mercados (a través de ajustes no planeados y
mecánicos entre millares de decisiones individuales). El impacto de este desarrollo sobre la línea
estado/sociedad puede verse en el hecho de que las normas sobre asuntos tales como las negociaciones
colectivas y la pertenencia a los sindicatos, junto con una abundante legislación referida al “bienestar
social”, forman un cuerpo denominado derecho “laboral”, “industrial” o “social”, que está a horcajadas
de la divisoria entre derecho privado y derecho público.
Esas mismas coaliciones u organizaciones representan y movilizan intereses de tal magnitud que se
tornan capaces de embarcar a diversos organismos estatales en un juego distintivo de política de
“presiones” o “intereses" jugado al margen del ámbito público y sin la mediación del parlamento. De tal
modo, se comprueba que intereses que a primera vista son puramente privados (dado que las orga-
nizaciones en cuestión se forman y manejan en su mayor parte bajo la autoridad del derecho
consuetudinario, sin reconocimiento y control públicos) activan u obstruyen políticas públicas que los
afectan directamente. El estado constata que va en su propio interés asociar a dichas
organizaciones a sus operaciones, nombrando a sus líderes para órganos que deliberan sobre políticas
administrativas, consultándolos sobre la legislación y contando con que llegado el caso disciplinen a sus
miembros o contengan sus demandas a fin de asegurar el éxito de ciertas iniciativas estatales. Además,
de esta manera la distribución del producto social a través de actos de gobierno (formalmente aún
originada en la soberanía indivisa del estado) se transforma ostensiblemente en la cuestión clave del
proceso político. Por consiguiente, en éste se da abiertamente voz a intereses de naturaleza privada, o
bien se permite de modo encubierto que lo afecten, y a veces se les brinda la oportunidad de participar por
sí mismos en acciones de hecho de gobierno.

Desarrollos capitalistas: efectos sobre el sistema ocupacional

Estas intrusiones en la línea estado/sociedad pueden considerarse derivadas de desarrollos del modo
capitalista de producción. La tendencia a largo plazo hacia niveles más altos de capitalización de las
empresas industriales produce varios efectos que se dirimen a través de una estructura ocupacional
cambiante. Una base industrial más avanzada exige una fuerza de trabajo cada vez más diferenciada,
alfabetizada, calificada y mejor motivada. Como resultado, la composición de la FT cambia y su creciente
nivel de educación incrementa su conciencia política y la lleva a hacer cada vez más reclamos en favor de
la acción del estado.
Me gustaría concentrarme en los cambios ocupacionales ocurridos dentro de la clase media
(tradicionalmente asociados con la burguesía en términos de estatus, estilo de vida, concepción de sí
mismos, preferencias culturales y orientación política). El fenómeno clave es el desarrollo de una gran
clase media de empleados, cuya posición en el sistema de producción (aunque no en el de consumo)
llega a parecerse a la de la clase obrera manual. Este desarrollo tiene dos efectos: 1) hace insostenible la
autosuficiencia económica como requisito para poder votar; 2) conduce a la clase media de empleados a
imitar y superar a la clase obrera manual en sus presiones sobre el Estado para que proteja sus intereses
“privados”. A través de la acción estatal, procura preservar la seguridad económica y posición social que
ya no puede basar en la posesión de un patrimonio familiar ni en la aptitud de mantener su independencia
al mismo tiempo que coloca en el mercado servicios valiosos y sofisticados.
No obstante, aun cuando el estrato de empleados encuentre en el mercado laboral una demanda
suficiente para sus servicios, y aunque sus ingresos les permitan mantener un nivel de vida de clase
media, todavía buscan en el estado, fuera del sistema del mercado, la satisfacción de sus aspiraciones de
seguridad. Habermas delinea los resultados a largo plazo de estos desarrollos, en un análisis de su
impacto en la configuración institucional de la familia urbana moderna: “A medida que los bienes familiares
se reducen al ingreso proveniente del empleo de un único sostén, la familia pierde su capacidad de ocu-
parse de sí misma en las emergencias y hacer sus propias previsiones para la vejez. El miembro individual
de la familia cuenta con garantías públicas para sus exigencias básicas, en tanto la familia burguesa solía
asumir privadamente el riesgo. La familia burguesa, ya innecesaria como el lugar típico de la formación del
capital mediante los ahorros, también pierde cada vez más las funciones de crianza y educación,
protección, apoyo y guía moral, tradición y orientación elementales. La familia misma, ese residuo privado,
se desprivatiza.

Desarrollos capitalistas: efectos sobre el sistema de producción

Efectos cualitativamente similares pero aún más masivos pueden rastrearse en los cambios en las
dimensiones y estructuras de las unidades de producción dominantes cuando la sociedad anónima y la
corporación se convierten en protagonistas de la economía industrial en expansión. Para comenzar, la
concesión misma de estatus corporativo a los esfuerzos económicos conjuntos de individuos es de dudosa
legitimidad para la ideología liberal, y tiene fuertes antecedentes preliberales, así como antiliberales.
Las operaciones de estas empresas modifican profundamente el funcionamiento del mercado, dado que
pueden establecer entre sí, con empresas más pequeñas, con los proveedores y con los consumidores
relaciones incompatibles con el modelo competitivo. Por ejemplo, es habitual que las grandes
corporaciones puedan financiarse con las ganancias y así escapar al control de los mercados externos de
capital; o si acuden a éstos en busca de financiamiento, comprueban que están controlados por unos
pocos grandes inversores corporativos más que por una multitud de pequeños ahorristas e inversores.
Además, las grandes compañías capaces de generar demanda mediante nuevos productos, publicidad y
estrategias de precios invierten efectivamente la “secuencia clásica” según la cual el consumidor soberano
generaba oportunidades de ganancia para las empresas que competían por sus preferencias.
Pero el mercado competitivo no sólo era el único mercado adecuado; también era el ambiente económico
presupuesto, por la definición liberal estado/sociedad. Había dos razones para ello: 1) el mercado
competitivo se autoequilibraba, de tal modo que podía prescindir de las regulaciones ad hoc y la
intervención estatal. 2) no parecía tolerar la emergencia de relaciones de poder entre los actores
económicos, con lo que aparentemente dejaba al Estado como la única entidad que esgrimía el poder
dentro de y para una sociedad nacional dada. El predominio creciente de grandes empresas que
maximizan no sólo sus ganancias sino también su control sobre los mercados, su propio crecimiento y su
poder sobre las demás y sobre la sociedad en su conjunto contradice los supuestos antes mencionados y
agudiza ilimitadamente el desafío que el modo capitalista de producción siempre plantea al poder del
estado.
El control que las grandes empresas ejercen sobre el proceso económico, y por lo tanto sobre toda la
sociedad les permite influir sobre el Estado mismo, convencerlo, como mínimo, de qué no “interfiera” en
sus actividades, y como máximo de que ponga a su disposición algunas de sus facultades de gobierno. En
el siglo XX, la empresa capitalista ha logrado un éxito masivo (aunque no uniforme) con esta
estrategia, y afectó exhaustivamente las actividades estatales al magnificar su alcance, modificar
sus formas y orientarlas hacia intereses que en el siglo XIX no se habrían reconocido como
cuestiones verdaderamente públicas. Por ejemplo, con la intención de poner en marcha, fortalecer o
modernizar unidades que actúan en las ramas avanzadas de la industria, el estado asigna hoy fondos
colosales a las empresas, extraídos de los ingresos públicos, para que se empleen de acuerdo con la
lógica de la ganancia. Por otra parte, el costoso esfuerzo del estado por extender y modernizar el sistema
educativo público, sirve al fin de proporcionar a la industria el insumo de mano de obra capacitada y el
sofisticado conocimiento científico, tecnológico y gerencial que necesita para funcionar y progresar. En el
aspecto de la producción, el interés del estado en el “crecimiento estable”, el “pleno empleo”, etc., lo obliga
a gastos masivos con la intención de apoyar la demanda de productos industriales, presumiblemente con
efectos colaterales inflacionarios.
Algunos sostienen que al embarcarse en tales actividades el estado occidental se ha subordinado al
proceso económico. Ya no sería un “tercero de superior jerarquía” que tiene las riendas, sino que
simplemente asume funciones complementarias al proceso económico industrial.
En mi opinión, es una exageración ver al Estado únicamente como un participante pasivo en el
desarrollo. Algunas intrusiones en la línea estado/sociedad no son el resultado de que el estado sea
“tirado” por encima de la línea, sino de que él mismo “se empuja” por sobre ella. Lo que hace que la
tendencia a la borradura de la divisoria estado/sociedad sea tan poderosa es precisamente el hecho de
que varios fenómenos, distintivos y en otras circunstancias incluso recíprocamente contradictorios, la
causan al unísono.
Ya hemos visto, por ejemplo, de qué manera la dinámica política de los “oficialistas” contra los “opositores”
favoreció la extensión de los derechos políticos y por consiguiente la activación de la política estatal en
beneficio de estratos sociales cada vez más bajos. Pero otros fenómenos pueden relacionarse con la
búsqueda estatal de sus intereses distintivos. Consideremos el tema del compromiso de cada estado de
preservar y agrandar su propio poder entre los demás; en las condiciones modernas este compromiso
requiere que un estado se dé una base industrial apropiada. Pero en la era industrial avanzada, crear y
mantener esa base exige recursos financieros, tecnológicos, empresariales y organizacionales que sólo
pueden poseer las corporaciones más grandes o el estado. Y como las corporaciones más grandes son
multinacionales, y como tales clientes muy embarazosos para un estado dado, a menudo recae
exclusivamente en éste la tarea de tomar la delantera en el auspicio de la formación de empresas
productivas convenientemente grandes y poderosas.
Es posible que el Estado se subordine a la lógica apolítica del “proceso económico industrial” al verse
excesivamente envuelto en tareas económicas. Pero a veces el estado mismo se pone en ese aprieto
mientras persigue la satisfacción de intereses de naturaleza no económica. En rigor de verdad, sólo podría
evitar el problema si dejara al país en un subdesarrollo industrial o abandonara su desarrollo a una o más
corporaciones multinacionales; ambas soluciones amenazarían la existencia política independiente de la
nación.

La búsqueda de legitimidad

Según Weber, la forma específica de legitimidad del estado moderno es la pretensión de que sus
directivas sean reconocidas como obligatorias por ser legales. Sin embargo, Schmitt sostiene que la
fuerza motivadora de una noción semejante es relativamente débil porque no evoca un vigoroso ideal
sustantivo, una norma universalmente compartida de validez intrínseca, sino que se refiere en cambio a
consideraciones puramente formales y sin contenido sobre la corrección de los procedimientos. Esta
debilidad inherente de su legitimidad se convierte en una responsabilidad progresivamente más
grande para el estado moderno en la era posliberal, en dos aspectos: 1) algunas premisas y
expresiones institucionales de la racionalidad legal (por ejemplo, la centralidad del parlamento, la
supremacía y generalidad del derecho, la división de poderes) sufrieron una erosión; 2) algunos
desarrollos que desplazan la línea estado/sociedad aumentan la influencia política de fuerzas sociales
(desde los estratos desamparados hasta las nuevas asociaciones corporativas de poder socioeconómico)
que no están en condiciones de obtener ganancias de la estricta observancia de las normas de
procedimiento y que, si tuvieran la oportunidad, preferirían tomarse libertades con el imperio de la ley.
De tal modo, por un lado la significación legitimadora de la racionalidad legal sigue siendo débil o se
debilita aún más, mientras que por el otro los progresos industriales y la creciente complejidad de la
sociedad (para mencionar sólo dos factores) hacen más y más extensiva y gravosa esa “red de normas”
que envuelve en todos sus aspectos a la vida social. De allí que se torne urgente para el estado generar
una nueva fórmula legitimadora para sí mismo.
Hacia el final de la era liberal (fines del siglo XIX y comienzos del XX), cuando los contrastes de clase eran
relativamente fuertes y amenazantes, la mayoría de los estados occidentales apuntalaron su legitimidad
concentrándose en las ganancias imperiales y coloniales y los conflictos internacionales relacionados.
Desde la 2GM, sin embargo, las naciones occidentales dejaron de jugar unas con otras la política de la
fuerza con la misma urgencia y visibilidad que antes; formaron un bloque bajo la conducción militar y
diplomática de los EEUU y crearon alianzas atlánticas y europeas y organizaciones supranacionales. En
una fase temprana, esta adaptación mutua fue acompañada por las tensiones de la “Guerra Fría” con el
bloque oriental, que en cierta medida reproducían (con el añadido de nuevas tonalidades ideológicas) anti-
guos énfasis en el interés nacional. Pero a la larga el estado encontró una nueva y diferente respuesta al
problema de la legitimidad: consideró cada vez con más vigor que el crecimiento industrial per se tenía
una significación política intrínseca y dominante y constituía una norma necesaria y suficiente del
desempeño de cada estado, con lo que justificaba nuevos desplazamientos de la línea estado/sociedad.
Durante las décadas de 1950 y 1960, un ideal bautizado de diversas maneras (“desarrollo industrial”,
“crecimiento económico” o “abundancia”) conquistó una autoridad abrumadora sobre la imaginación
pública. Fue unánimemente respaldado por líderes políticos de todas las convicciones, que por un lado
consideraron que se autojustificaba completamente y por el otro que daba validez a cualquier carga que el
estado pudiera imponer a la sociedad. Una vez que la experiencia de dos guerras mundiales y la perspec-
tiva aterrorizadora de un desastre nuclear hicieron del planteo de una política de la fuerza a la antigua
entre los estados occidentales una propuesta inaceptablemente perturbadora, la búsqueda no de poder en
el exterior sino de prosperidad doméstica se convirtió en la principal justificación para la existencia del
estado y el norte de sus actividades.
Así, es posible que hay ago de razón cuando se afirma que al involucrarse excesivamente en el proceso
económico industrial el estado se subordina a la lógica de ese proceso; empero, su misma participación
puede verse como un intento de respuesta a problemas específicamente políticos concernientes a
su legitimidad.

Presiones internas en favor de la expansión de la autoridad

También debemos considerar la manera en que la naturaleza misma y la constitución interna del estado
moderno lo “empujan” hacia lo que en términos liberales era el territorio societal.
Como en otros aspectos de la división social del trabajo, la formación de una organización política
especializada genera un conjunto de intereses distintivos y autorreferenciales que compiten con otras
partes de la división del trabajo para maximizar sus propias utilidades provenientes del funcionamiento de
la totalidad. En la concepción liberal, la creación de desequilibrios excesivos en la distribución resultante
de oportunidades y recompensas se limita de tres maneras: 1) mediante mecanismos de oferta y demanda
(con consumidores que satisfacen su demanda en otro lado cuando corren el riesgo de ser explotados por
algún proveedor); 2) mediante sentimientos difusos de solidaridad que dominan sobre los intereses
egoístas; 3) y a través de dispositivos legales que impiden que las partes integrantes de la división del
trabajo obtengan demasiado en sus tratos recíprocos y con la totalidad.
Pero la naturaleza misma del Estado moderno socava la eficacia de estas restricciones cuando se
aplican a sus propias relaciones con las otras partes de la división social del trabajo. El estado
monopoliza una facultad crucial (el poder coercitivo generalizado, que abarca toda la sociedad) y en esa
medida está exento de los frenos del tipo del mercado, como la oferta y demanda. Actúa en sí mismo
como el principal referente de los sentimientos de solidaridad interindividual e intergrupal, y considera la
sumisión a sí mismo como la expresión normal de esos sentimientos. Por último, produce e impone por sí
mismo el derecho, el principal garante institucional de la solidaridad. En suma, el estado se constituye para
ejercer el gobierno sobre la sociedad, ya sea en nombre de parte de ella o de su totalidad. De allí que
tienda a incrementar su poder con la ampliación del campo de acción de sus actividades y la extensión
de la gama de intereses societales sobre los cuales se aplica la autoridad.
En el liberalismo, se esperaba que tres dispositivos constitucionales superpuestos protegieran la
distintividad y autonomía de la sociedad frente al Estado: 1) la división de poderes, según la cual el poder
del estado se desagregaba en paquetes separados de facultades de gobierno entrelazadas pero
mutuamente limitantes, confiadas a diferentes órganos; 2) el “ámbito público” liberal a través del cual se
suponía que la sociedad misma otorgaba mandato y controlaba el ejercicio del poder; 3) el sometimiento
del estado a su propio derecho. La erosión y el derrumbe de la concepción liberal se originaron
principalmente en inadecuaciones de los dos últimos dispositivos. El estado no podía ser limitado por
su propio derecho precisamente porque era su propio derecho, derecho positivo, y como tal
intrínsecamente modificable, con restricciones únicamente formales y de procedimiento a la posibilidad de
cambios. Por otra parte, “la” sociedad estaba de hecho inherentemente fisurada por conflictos; y en éstos
siempre habría partes cuyo interés inmediato, más que en oponerse, consistía en favorecer e invocar
alguna extensión de la autoridad a nuevos dominios societales. Una vez que estos dos factores hicieron
jurídica y políticamente plausible que el estado en su conjunto violara y empujara hacia adelante el
límite con la sociedad, ésta no pudo ser adecuadamente protegida por el restante dispositivo
constitucional, la división de poderes. Puesto que, ¿cuál es la utilidad de distinguir cuidadosamente
poderes de gobierno entre órganos estatales de manera que puedan “controlarse y equilibrarse” unos a
otros, si esos órganos pueden aumentar sus prerrogativas a expensas de la sociedad más que entre sí?
Lejos de ayudar a contener al estado dentro de sus límites, la división de poderes lo lleva a aumentar la
totalidad de sus prerrogativas a través de la competencia engendrada entre todas sus unidades y
subunidades con respecto a sus prerrogativas respectivas. Por más que la articulación del sistema de
gobierno en órganos, ramas, departamentos, secciones, etc., pueda haber sido concebida como parte de
un plan organizativo unitario y armonioso, los elementos integrantes de éste se convirtieron con bastante
rapidez en asiento de intereses egoístas que luchaban por incrementar su autonomía, su posición
recíproca y su autoridad sobre los recursos. Y esta lucha recompensó la aptitud de una unidad para definir
un nuevo interés societal como el objetivo legítimo de su actividad, y por lo tanto como la justificación de
su existencia y su posición relativa con respecto a otras unidades. Por otra parte, no puede esperarse que
los individuos elegidos o designados para los cargos estatales actúen exclusivamente en representación
de los intereses constitucionalmente asignados a cada puesto; y tampoco, para el caso, que lo hagan
exclusivamente en representación de los intereses micropolíticos, constitucionalmente dudosos pero
exigentes, que adquieren en la autonomía y posición de la unidad de la cual forma parte su cargo. En
cambio, todos los individuos orientan al menos parte de su conducta hacia intereses estrictamente
privados, en particular el de aumentar los ingresos y el estatus a partir de la ocupación del cargo, y hacer
carrera con él.
Ahora bien, estos intereses individuales no ejercen tanto una presión directa sobre la línea
estado/sociedad como añaden urgencia a los intereses que sí lo hacen. Por ejemplo, la pretensión de que
una nueva fase o aspecto de los asuntos sociales debería ser “administrado” por una unidad del servicio
civil puede utilizarse a menudo para argumentar en favor de un incremento del personal de esa unidad. A
su turno, ese incremento puede generar nuevas aperturas a niveles de supervisión, y con ello favorecer los
intereses profesionales de los agentes que constituyen la unidad. En esas condiciones, cabe esperar que
la fuerza de los intereses privados ayude a impulsar la realización de la pretensión.
No hace falta suscribir la demonología popular acerca de los “burócratas ávidos de poder” para admitir que
las presiones sobre la línea estado/sociedad se originan efectivamente de esta forma (a menudo,
asociadas con presiones desde el lado de la sociedad) y son particularmente intensas dentro del aparato
administrativo del estado. Consideremos seriamente los cinco enunciados siguientes.
» El examen del funcionamiento de los órganos estatales a la luz de la teoría económica indica que tales
órganos tienden a maximizar sus presupuestos antes que la proporción entre unidades de servicio y
unidades de recursos gastados. En última instancia, esto significa que procuran disponer de montos
siempre crecientes de recursos societales.
» La magnitud y la complejidad mismas del aparato administrativo de un estado contemporáneo tienden a
aislarlo (o a aislar a partes individuales de él) de las contrapresiones directas de la sociedad, lo que rompe
el ciclo cibernético entre la administración y el medio societal.
» Las agencias públicas a menudo se extienden a la sociedad y, o bien incorporan sectores de ésta, o bien
los convierten en el objeto de actos de gobierno; lo hacen a fin de reducir la complejidad y turbulencia del
medio ambiente societal, estabilizarlo y estabilizar sus relaciones con él. Para una agencia es más cómodo
y “natural” adoptar una postura de control administrativo sobre un interés societal dado que tratarlo como
una entidad autónoma o una parte interviniente en una relación de negociación.
» Dentro de las agencias públicas altamente profesionalizadas, el reclutamiento selectivo, la intensa
socialización de los ingresantes, el fuerte esprit de corps y, una filosofía administrativa compartida y valo-
rada de larga data y gran prestigio pueden preservar las tradiciones institucionales con respecto a las
influencias exteriores. Pero algunas de esas tradiciones pueden tener un origen preliberal y una inspiración
antiliberal; si es así, necesariamente confieren a las políticas de la agencia una propensión a no respetar la
línea estado/sociedad. Si las tradiciones “despóticas” de algunos sectores veteranos de la burocracia
francesa sobrevivieron a la misma revolución (como lo sostuvo Tocqueville), es probable que aún estén
activas, no importa cuánto hayan mutado, en la Quinta República.
» Por último, dos experiencias críticas y novedosas del estado del siglo XX (la guerra y la dictadura totales)
imprimieron en la mentalidad oficial a lo largo de todo el mundo el recuerdo indeleble y posiblemente
tentador de cuán rápida, cruel y eficazmente (y con qué buena conciencia) puede el estado aumentar su
dominio sobre la sociedad.

Consecuencias de las presiones del Estado y la sociedad

Hasta ahora he señalado algunas grandes causas y manifestaciones del desplazamiento progresivo de la
divisoria estado/sociedad en el siglo XX. Ahora consideraré algunas de las consecuencias para la
estructura del estado occidental contemporáneo. Las más visibles son las cuantitativas: incremento en
la cantidad de empleados públicos y en la proporción del producto social controlado por el estado a través
de actos de gobierno y absorbido en sus actividades; proliferación de organismos administrativos. Prefiero
referirme a algunos cambios cualitativos, que afectan en particular las instituciones parlamentarias y los
procesos electorales y legislativos. Dichos cambios no son claramente registrados en las estructuras
constitucionales formales del Estado, que siguen siendo las concebidas entre fines del siglo XVIII y ppios
del siglo XX.
El parlamento tenía necesariamente una posición clave en el estado decimonónico; fuese o no
formalmente la sede de la soberanía, y al margen de la naturaleza de sus relaciones con el ejecutivo, el
parlamento tenía la responsabilidad de traducir en leyes (lenguaje y medio esenciales de todas las
operaciones estatales) las demandas políticas expresadas mediante el sistema electoral. Ahora bien,
prácticamente todos los fenómenos que desplazan la línea estado/sociedad tienen impacto sobre
esta posición singular del parlamento. En especial, la extensión gradual de los derechos políticos no
sólo permite que intereses no “equilibrables” con los de la clase propietaria fijen los temas de los procesos
electorales y legislativos, sino que también modifica las modalidades de esos procesos.
Antes, los contrastes entre intereses “equilibrables” podían zanjarse mediante el debate abierto entre
corrientes de opinión parlamentaria, cada una de las cuales procuraba aumentar su apoyo entre una
mayoría de miembros relativamente no comprometidos del parlamento. De acuerdo con la teoría liberal,
cada miembro debía responder ante la nación en su conjunto, no ante su electorado inmediato. Este
último, al ser anónimo y no constituido, no podía otorgar mandatos y controlar estrechamente la actividad
parlamentaria de los miembros (en todo caso entre elecciones); se suponía que confiaba en su juicio,
según se formaba y expresaba en el debate parlamentario, en vez de esperar que respetaran un programa
preestablecido y limitado. Esto disminuía la responsabilidad y dependencia del miembro electo con
respecto a intereses sociales específicos, y por consiguiente aumentaba el margen de acción para
la controversia y el compromiso en la cámara legislativa. De tal modo, el parlamento funcionaba
“creativamente” y producía decisiones políticas y legislativas que no estaban preprogramadas.
Sin embargo, a medida que conglomerados cada vez más amplios de la población obtuvieron sus
derechos políticos, sólo los partidos organizados pudieron movilizar efectivamente este nuevo, vasto
e inexperto electorado. Pero la afiliación y la fidelidad electoral a tales partidos correspondían al mapa de
los clivajes sociales más estrechamente de lo que la teoría liberal estimaba conveniente; y los intereses
específicos que esos partidos representaban no podían “equilibrarse” tan fácilmente con los establecidos.
Por otra parte, debido a que estaban organizados, los partidos podían dirigir y controlar bastante
estrechamente la conducta de sus miembros en el parlamento. En las cámaras, los miembros partidarios
se constituían en el “bloque del partido dentro del parlamento”, con una división del trabajo y una
estructura jerárquica, lo que estabilizaba los alineamientos mayoritarios y minoritarios en un grado
desconocido hasta entonces.
Como los partidos organizados seleccionan a los candidatos y ordenan y controlan sus acciones cuando
son elegidos, a primera vista podría parecer que esto da a sus militantes de base una considerable
influencia política. Sin embargo, su dinámica organizativa refrena progresivamente la influencia real
de las bases e incrementa la de la conducción partidaria.
Es cierto que la mayoría de los líderes partidarios se cuentan también entre los miembros del parlamento,
y en este carácter reciben una investidura pública. Pero el otorgamiento de una posición pública puede
manipularse cada vez más mediante dispositivos partidarios internos, ya que el electorado de cualquier
partido dado es en gran medida un electorado “cautivo”. Por otra parte, como frecuentemente surgen
conflictos entre la organización partidaria y el bloque dentro del parlamento, la primera elabora
lineamientos ideológicos y plataformas legislativas relativamente específicas que procura hacer
obligatorios para el segundo. De tal modo, disminuyen el carácter abierto y la creatividad del proceso
parlamentario. En tales condiciones, el parlamento ya no desempeña un papel crítico y autónomo como
mediador entre intereses sociales; su composición y funcionamiento registran simplemente la distribución
de preferencias dentro del electorado y determinan a su turno qué partido encabezará el ejecutivo.
Hacia mediados del siglo XX, el proceso político en los países occidentales comienza a girar en tomo de la
cuestión de cómo promover el “desarrollo industrial”, la “abundancia”, y éste se considera como el único
gran tema (aparte de la guerra, fría o caliente) que podría sentar las bases para una conciliación de intere-
ses sociales durante mucho tiempo percibidos como “inequilibrables”. Este desarrollo (además de tener
efectos directos sobre la línea estado/sociedad) disminuye la pertinencia de la herencia ideológica de los
partidos, dado que el problema en cuestión (cómo aumentar el producto nacional) se considera en última
instancia más “técnico” que político. El aflojamiento consiguiente de los amarres ideológicos del partido
incrementa aún más la autonomía de su conducción con respecto a su base organizativa y electoral; pero
no hace nada en absoluto por restaurar la importancia del proceso electoral y el parlamento.
Las elecciones pretenden en esencia producir un mandato plebiscitario para uno de ellos; una vez
garantizada su mayoría parlamentaria, éste puede desarrollar pragmáticamente sus políticas al mismo
tiempo que obedece un numero menguante de compromisos doctrinales. De tal modo, las campañas se
convierten en extrema medida, en rituales de investidura, y se caracterizan cada vez más por técnicas de
marketing, con el tráfico de un cúmulo de imágenes y la pseudopersonalización de las cuestiones
mediante la concentración en el “carisma” del candidato. Al elaborar o justificar sus políticas entre
elecciones, tanto el partido en el poder como sus opositores apelan cada vez menos a criterios ideológicos
(“política partidista”) y cada vez más a los razonamientos de “expertos” en la gestión macroeconómica y
administrativa. El conjunto de la sociedad se concibe cada vez más como una empresa dedicada a
maximizar u optimizar la proporción de su producción con respecto a sus insumos. Por consiguiente, se
considera que la tarea del estado es la de administrar esa empresa a la manera de la gran corporación
contemporánea.
Una vez así (erróneamente) concebido el proceso político, el parlamento tiene poco de importancia
distintiva con que contribuir a él. El vacío dejado por la desvalorización de la ideología no es llenado por
una renovación del discurso abierto sino por la apelación a la “pericia” económica, tecnológica y gerencial.
Las decisiones administrativas se enuncian cada vez más en un lenguaje que las ampara efectivamente
de la crítica parlamentaria y el debate público, y que con frecuencia suministra una cobertura conveniente
a los intereses que verdaderamente las dictan. Los medios parlamentarios clásicos para controlar y
auditar las operaciones del ejecutivo pierden efectividad frente a este fenómeno y otros relacionados
con él.
Estos últimos aspectos no deben sugerir que los parlamentos pueden defender efectivamente su muy
amenazada supremacía sobre el ejecutivo y la administración mediante sus prerrogativas legislativas. De
hecho, el ejecutivo y la administración controlan en gran medida el volumen y contenido de la legislación
que ellos mismos procesan a través del parlamento. A los ojos de los ministros y los funcionarios públicos
de máxima jerarquía, la legislación se ha convertido en demasiado importante para dejarla en manos de
los legisladores. Las leyes se redactan casi exclusivamente fuera de los parlamentos; en gran
medida, se ocupan de asuntos de significación primordialmente administrativa; y en su mayor parte sirven
para dar validez en términos formales a decisiones tomadas por los funcionarios públicos de acuerdo con
su sabiduría tecnocrática (con gran asistencia de los grupos de presión interesados). La legislación
contemporánea, además, ha perdido en buena parte los rasgos de generalidad y carácter abstracto
que hicieron de la legislación “clásica” el instrumento por excelencia de la supremacía parlamentaria.
Muchas leyes son en la práctica medidas ad hoc de naturaleza intrínsecamente administrativa a las que se
da la forma de aquéllas a fin de legalizar los gastos que implican y evitar que los ministros y funcionarios
públicos tengan que asumir responsabilidad política o personal por éstos. En vista de las enormes tareas
de “gestión social” con que cargan los gobiernos contemporáneos, la acción administrativa no puede
programarse intencionadamente a la manera clásica, por medio de una ley que exponga las condiciones
generales en las cuales debe tomarse una medida administrativa dada. En lugar de ello, los programas
que encargan a una agencia, digamos, el incremento de la capacidad de producción de acero del país o la
reducción de la contaminación industrial en un río determinado, deben dejar las medidas a tomarse para
lograr el objetivo en cuestión a la discreción administrativa, supuestamente informada por una apropiada
experiencia extralegal. Se hace entonces imposible para el parlamento controlar la conducta de la agencia
verificando si corresponde a normas abstractamente expresadas, dado que no existen ni pueden existir
muchas de esas normas.
El impacto acumulativo de todos estos fenómenos (a los cuales podrían agregarse otros como las
actividades de empresas multinacionales y organizaciones supranacionales) hace que el parlamento se
aparte del centro efectivo de la vida política de un país, lo que deja el control a los órganos
ejecutivos del estado, y en especial a su aparato administrativo, ahora exhaustivamente “entrelazado”
con esas diversas fuerzas no estatales de control. No obstante, el parlamento sigue siendo el principal
vínculo institucional entre la ciudadanía y el estado. Si deja de actuar como un vínculo efectivo, ¿quién
puede dirigir, controlar y moderar políticamente el siempre creciente envolvimiento mutuo del estado y la
sociedad?
Los partidos exigen del electorado un mandato cada vez más genérico y menos vinculante; no
obstante, verdaderamente no se los puede hacer responsables de su ejecución, dado que cualesquiera
sean sus diferencias en otras cuestiones, todos atesoran su monopolio compartido de la representación
política institucionalizada. La magnitud y complejidad mismas del aparato administrativo lo aíslan del
control político. Los medios de comunicación ya no sonvcanales relativamente abiertos para la expresión
política y foros para el debate público (como lo fueron originalmente los diarios).
Estas consideraciones apuntan a los que parecen haberse convertido en datos estructurales del proceso
político y sus relaciones con la sociedad. La importancia de estos hechos consiste en que el aparato
institucional del estado tiene serias dificultades con una serie de problemas amenazantes.
A lo largo del período mencionado, la disidencia política se manifiesta con frecuencia en formas
anticonstitucionales y a veces delictivas; sus metas son en ocasiones el rechazo y la subversión totales
del sistema político establecido o la secesión con respecto a éste. Por lo menos en algunos casos, estos
rumbos son el resultado de la clausura de los medios constitucionales de expresión política para el
público en general, lo que hace que el sistema sea impenetrable e insensible a las demandas legítimas.
Por otra parte, la reacción de las autoridades establecidas a menudo viola a su vez principios
constitucionales, lo que aumenta la alienación política de ciertos grupos sociales.
El llamado “sistema de bienestar social” de varios estados parece tanto incapaz de remediar ninguna
forma de deprivación económica y social salvo las más extremas como imposibilitado de reducir
efectivamente la gama de desigualdades socioeconómicas más amplias; además, sus costos directos y
administrativos representan una carga fiscal cada vez más gravosa para la población y el sistema pro-
ductivo.
Los drásticos y repetidos fracasos de los estadistas y del discernimiento político, así como los
“escándalos”, revelan que en la cumbre de algunos estados las cualidades intelectuales y morales de la
conducción política son desmoralizadoramente bajas.
El aparato estatal de imposición de la ley demuestra ser cada vez más incapaz de garantizar la
seguridad de los ciudadanos en los lugares públicos y en sus hogares, la salubridad y amenidad de su
medio ambiente físico y la prevención y represión de las depredaciones en gran escala del público (como
consumidor y contribuyente a la vez) por las empresas comerciales.
En general, el aparato administrativo de la mayoría de los estados, aunque absorbe una cuota creciente
del producto nacional, exhibe una menguante capacidad para la gestión social eficaz.
La maquinaria estatal para controlar, apoyar y guiar la economía nacional demuestra una y otra vez ser
inadecuada para la tarea. A mediados de los años ‘70, en la mayoría de los países occidentales el aparato
keynesiano y poskeynesiano de política económica se encuentra en un estado de confusión frente a una
desconcertante combinación de obstinadas tendencias inflacionarias y recesivas.
Éste último fenómeno es políticamente significativo, en especial en cuanto afecta la legitimidad del es-
tado. Antes señalé que la legitimidad legal racional es inherentemente débil como fuente de motivaciones
morales para la obediencia, que los acontecimientos analizados en este capítulo la debilitaron aún más,
que en las décadas de 1950 y 1960 todos los estados occidentales procuraron contrarrestar el déficit
resultante de legitimidad con la afirmación de queda autoridad se ejercía principalmente a fin de sostener
el desarrollo industrial, etc. Pero en los años ‘70 algunas minorías de dimensiones considerables
comenzaron a cuestionar la significación moral de lo que parecía ser el avance constante de las
poblaciones occidentales hacia un mejor nivel de vida y la validez moral de la pretensión de
obediencia leal que el estado fundaba en ese progreso. En los años setenta, ese avance se hizo más
laborioso e incierto; la distribución de sus beneficios demostró ser mucho más desigual de lo que se
había creído; y en algunos estados, por lo menos, parece haberse interrumpido completamente, tal vez pa-
ra siempre. De tal modo, la fórmula de la legitimidad en cuestión amenaza con “ir marcha atrás” y
aumentar más que llenar el vacío de legitimidad.
Considerado desde el punto de vista del estado, este fénómeno da acceso a tres posibilidades principales:
1) El estado puede tratar de prescindir de una fórmula legitimadora y basarse en la intimidación y represión
de los sectores desafectos de la ciudadanía y favorecer al resto a fin de mantener el control sobre la
sociedad; 2) puede recurrir a la anterior fórmula legitimadora de la política de la fuerza, procurando crear
un consenso más amplio con el señalamiento de la amenaza real o imaginaria planteada a un estado o
coalición de estados por otros estados o coaliciones; 3) puede tratar de “venderle” una nueva fórmula a la
sociedad, de preferencia una que superficialmente sea lo bastante atractiva para generar una amplia
aclamación (con la ayuda de los medios) y lo bastante general para no comprometer al estado con nada
en particular. (A principios de los años setenta, “La Calidad de Vida” parecía ser un candidato plausible
para cumplir esa función.)
Cualesquiera sean sus respectivas probabilidades de éxito, ninguno de estos resultados parece atractivo.
Todos procuran llevar adelante la tendencia básica del desarrollo institucional del estado moderno a pesar
de la conciencia de que, paradójicamente, esa tendencia lo hace cada vez más incapaz de ejercer
efectivamente la autoridad y establecer un control racional sobre el proceso social. Por otra parte, todos
estos resultados abandonan más o menos abiertamente dos ideas políticas que, aunque sostuvieron
la tendencia básica del desarrollo del estado durante los dos últimos siglos, le otorgaron al mismo tiempo
una justificación y un correctivo: 1) la idea liberal del imperio de la ley y 2) la idea democrática de la
participación de los gobernados en el proceso de gobierno. Sólo estas dos ideas conectan la
evolución pasada del estado moderno con la herencia moral de Occidente, y por lo tanto con una visión
ética más amplia de la humanidad como la protagonista colectiva de una aventura moral universal.
Personalmente, creo que al buscar tanto inspiración moral como una guía estratégica, la oposición
occidental a las perturbadoras tendencias actuales de las relaciones estado/sociedad debe recurrir una
vez más a esas ideas liberales y democráticas. Podría argumentarse que tanto el liberalismo como la
democracia han sido probados y demostraron deficiencias, o que en verdad fueron en el pasado una parte
tan sustancial del problema que hoy no podemos considerarlos seriamente una parte de la solución.
También se pueden señalar los contrastes inherentes y posiblemente insolubles entre el liberalismo y la
democracia, y dudar de la posibilidad de incorporar institucionalmente a ambos, excepto al precio de
compromisos que debilitarían y desfigurarían a uno y otra. O bien se puede sugerir, con mayores
esperanzas, que el socialismo es una alternativa que trasciende tanto al liberalismo como a la democracia
al plantear con vigor los problemas determinados por la estructura económica de la sociedad.
Sin embargo, en mi opinión el socialismo es menos pertinente que el liberalismo y la democracia
para los dilemas que enfrenta la sociedad occidental contemporánea como resultado de tendencias
en la estructura y funcionamiento del estado. El liberalismo y la democracia tienen sobre el socialismo la
ventaja de abordar directamente algunos problemas clave que surgen de la necesidad de la autoridad, en
vez de rebajarlos a la condición de cuestiones técnicas que deberán zanjarse sin inconvenientes después
de una revolución en el control de los medios de producción. Es posible, tal vez, que el liberalisnqo y la
democracia (en su versión actual) propongan soluciones erróneas a esos problemas; pero las soluciones
erróneas a los problemas correctos pueden ser más valiosas, teórica y pragmáticamente, que un intento
descaminado de ignorarlos.
Así, pues, en la medida en que la gama de fuentes de inspiración disponibles en las sociedades
occidentales todavía se limita hoy al liberalismo, la democracia y el socialismo (con sus diversas variantes)
(y yo por lo menos no puedo ver más allá de esos límites) una reconsideración imaginativa e innovadora
de las tradiciones de los dos primeros parece ser una condición necesaria, aunque desde luego no
suficiente, para una acción positiva.

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