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El Archivo, los documentos, las huellas, los indicios…1

María de Guadalupe Sánchez de la O2

Arlette Farge historiadora francesa, escribió en 1989 su libro: Le goût


de l’archive, traducido al castellano en 1991 como La atracción del
3
archivo. En ese trabajo, Farge describe su acercamiento al archivo
judicial del siglo XVIII, que se encuentra reunido en series en el
Archivo Nacional, en la Biblioteca del Arsenal y en la Biblioteca
Nacional, instituciones que tienen su sede en París. Este libro me ha
servido de hilo conductor para elaborar la presente ponencia.

Lo interesante del trabajo de Arlette Farge, es que esta


historiadora se refiere al documento como si fuera un ente vivo.
Leamos el primer párrafo: “En invierno como en verano está helado;
los dedos se agarrotan al descifrarlo; mientras se impregnan de polvo
frío en contacto con su papel pergamino o de tela.” Desde la primera
frase nos preguntamos si se trata de la temperatura del legajo: “está
helado” y eso nos atrapa; en la siguiente frase se refiere al entorno, el
cual debe estar “sumamente frío” para conservar en perfecto estado
los documentos y en tercer lugar, aunque la autora llama la atención
acerca de la limpieza de los mismos, Farge afirma que siempre habrá
un polvo que no se despega fácilmente como si el propio papel lo
generara, pero destaca la importancia de manejar el papel con sumo
cuidado, como si estuviéramos tocando la piel de alguien muy querido,
sin fijarnos en ese polvo que se “impregna” en nuestros dedos.

1
Ponencia presentada en la Mesa número cinco del Foro de Consulta Región Noreste, Hacia la construcción
de una Ley General de Archivos. Salón de Municipalidades. Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza.
Saltillo, Coah. 5 de Agosto de 2014.
2
Docente Escuela de Ciencias Sociales. Universidad Autónoma de Coahuila. Saltillo, Coah.
3
En ediciones Alfons el Magnànim, Institució Valenciana d’Estudis i Investigació. España. 1991
Farge sigue su recuento y nos advierte que el documento de
archivo puede ser “de difícil lectura para ojos poco avezados”, aunque
la escritura sea “regular y minuciosa.” Esa advertencia nos invita a
hacer una lectura que no sea ingenua; cuando menos nos mueve a
reflexionar sobre el significado, en la época, de las palabras que
tenemos bajo nuestra mirada.

La preocupación de Farge por los documentos se refleja en las


siguientes frases: el legajo “Aparece sobre la mesa de lectura,
normalmente (…) atado o ceñido, hacinado en suma, [sin embargo,
puede presentar] los cantos devorados por el tiempo o los roedores”;
eso nos recuerda que el archivo en general y el documento en
particular, son frágiles y que el cuidado debe ser permanente,
constante.

Arlette Farge le asigna una interesante cualidad al documento al


describirlo como algo “precioso (infinitamente)”, aunque también
agrega otra: “y maltrecho”; además, confiesa que el historiador al tocar
el documento lo “manipula lentamente con miedo a que un anodino
principio de deterioro se vuelva definitivo.”

Para esta historiadora del siglo XVIII, el aspecto exterior de un


legajo no dice si ya ha sido consultado con anterioridad, porque éste
“Ha podido permanecer durante mucho tiempo en sótanos protegido
de inundaciones, guerras o desastres, escarchas o incendios.” Sin
embargo, la prueba crucial para saber si el legajo ha sido
“mancillado”, es que éste presente o no, “esa forma específica de
cubrirse con un polvo no volátil, que se niega a desaparecer al primer
soplo, frío caparazón gris depositado por el tiempo.”
Vuelve la autora a tratar al documento como un ente vivo: el
legajo aparece, “Sin más huella que la lívida del lazo de tela que lo
ciñe y lo retiene por el centro doblándolo imperceptiblemente por el
talle.” Se percibe la “vida” en el legajo a través del lazo que ciñe y
dobla el talle.

Esta minuciosa descripción, elaborada con tanto cuidado nos da


una idea muy clara de la importancia que tiene el documento para el
historiador. Y no solo nos habla del documento sino del archivo todo.
De su cuidado permanente, de su limpieza constante, de la
temperatura ideal, de la previsión para usar guantes de algodón, de la
prevención para utilizar tapa bocas para evitar que ese “polvo no
volátil” que se estaciona en los viejos papeles, llegue a estacionarse
en nuestros pulmones.

Si bien esta historiadora hace una distinción entre los


manuscritos medievales “con notables iluminaciones”, también
destaca que el archivo judicial del siglo XVIII francés era “uno de los
medios de que se [servía] la monarquía para administrarse civil y
penalmente, y que el tiempo ha conservado como una huella de su
paso.” Sin embargo, describe este tipo de archivo detalladamente:
“Este archivo judicial es especial, está formado por la acumulación,
hoja suelta tras hoja suelta, de demandas, procesos, interrogatorios,
informaciones y sentencias. Aquí reposan la pequeña y la gran
delincuencia, junto con las innumerables referencias e informaciones
de la policía sobre una población a la que se intenta vigilar y controlar
activamente.” De esta forma define este repositorio de documentos.
En Francia, estos papeles del siglo XVIII están guardados en
forma de “legajos, clasificados cronológicamente, mes tras mes.” En
el archivo se pueden encontrar algunos registros “encuadernados en
piel”, pero Farge señala que son raros, lo más normal es que estén
reunidos “en cajas de cartón grises que contienen los informes
penales, clasificados por nombre y por año.”

El archivo supone indiscutiblemente contar con un “una mano


que colecciona y clasifica”, Farge le llama “archivero”, nosotros lo
nombramos archivista y añade que a pesar de que el archivo judicial,
en general es el que se conserva más “brutalmente’ (es decir,
guardado de la forma más simple en estado bruto, sin encuadernar,
únicamente reunido y atado como un haz de paja), en cierto modo,
está preparado para su eventual utilización.”

Farge tiene muy claro que los documentos son utilizados en


distintas formas. Por una parte, está la “utilización inmediata” que era
la que las autoridades del siglo XVIII necesitaban para el
funcionamiento de su propia policía. Y por otra, “la utilización diferida”,
y se refiere al encuentro inesperado “para aquél o aquélla que decide,
más de dos siglos después, tomar el archivo como testigo casi
exclusivo, privilegiándolo en relación con fuentes impresas, al mismo
tiempo más tradicionales y más directamente accesibles.”

Si se trata de la materialidad del archivo Farge afirma que ésta


es difícil. Normalmente sus acervos se multiplican exponencialmente
y lo define como:
desmesurado, (…) invasor como las mareas de los equinoccios,
los aludes o las inundaciones. La comparación con los flujos
naturales e imprevisibles está lejos de ser fortuita; quien trabaja
en los archivos a menudo se sorprende evocando ese viaje en
términos de zambullida, de inmersión, es decir, de
ahogamiento… el mar está ahí [aquí en México decimos con
naturalidad “nos encontramos en medio de un mar de
documentos”];

Para Farge la catalogación de los inventarios en los archivos también


se presta a “evocaciones marinas, puesto que se divide en fondos; es
el nombre que se da a los conjuntos de documentos, bien sean
homogéneos por la naturaleza de las piezas que contienen, o
encuadernados juntos únicamente por el hecho de haber sido donados
o legados por un particular que los poseía.”

Y sigue la comparación: “Fondos de archivos numerosos y


amplios, estibados en los sótanos de las bibliotecas, a imagen de esas
enormes masas de rocas denominadas ‘bajíos’ en el Atlántico y que
solamente se descubren dos veces al año, con las grandes mareas.”

Afortunadamente, la definición científica de Fondos de archivos,


“no agota sus misterios ni su profundidad”:

Conjunto de documentos, sean cuales sean sus formas o su


soporte material, cuyo crecimiento se ha efectuado de forma
orgánica, automática, en el ejercicio de las actividades de una
persona física o moral, privada o pública, y cuya conservación
respeta ese crecimiento sin desmembrarlo jamás.
Por otra parte, Farge está convencida de que hemos propuesto medir
el archivo “por la cantidad de tramos que ocupa”, como “una astuta
manera de domesticarlo señalando de entrada, la utopía que
significaría la voluntad de tomar posesión de él exhaustivamente.” Y
con un tono de ironía y humor añade que “La metáfora del sistema
métrico crea la paradoja: extendido sobre anaqueles, medido en
metros de cinta como las carreteras, aparece infinito, posiblemente
indescifrable.” Y se pregunta si, “¿Acaso se puede leer una autopista,
aunque sea de papel?”

A pesar de que ese enorme cúmulo de papeles que podría ser


“desconcertante y colosal,” el archivo atrapa, ya que cuando menos el
archivo judicial al que se refiere: “Se abre brutalmente sobre un mundo
desconocido donde los condenados, los miserables y los malos
sujetos interpretan su papel en una sociedad viva e inestable. De
entrada, su lectura produce una sensación de realidad que ningún
impreso, por desconocido que sea, puede suscitar.”

Farge afirma categóricamente que no es lo mismo lo escrito en


un documento que lo impreso en un texto que ha sido entregado al
público de una manera intencionada, ya que éste último ha sido
organizado “para ser leído y comprendido por numerosas personas; [e]
intenta anunciar y crear un pensamiento, modificar un estado de cosas
con la exposición de una historia o de una reflexión.” Además este
tipo de impresos ha sido ordenado y estructurado siguiendo ciertos
sistemas que son “más o menos fácilmente descifrables, y, sea cual
fuere la apariencia que reviste, existe para convencer y transformar el
orden de los conocimientos.” Los impresos de cualquier tipo, oficiales,
ficticios, polémicos o clandestinos, se multiplicaron rápidamente a
partir del “siglo de las Luces, atravesando las barreras sociales, a
menudo acosado por el poder real y su servicio de censura.” El libro
siempre estará cargado de intención, “la más simple y evidente de las
cuales es la de ser leído por los demás.”

Arlette Farge insiste: “Lo impreso nada tiene que ver con el
archivo;” y enseguida define lo que para ella significan los documentos
de un archivo judicial que son como:

la huella en bruto de vidas que de ningún modo pedían


expresarse así, y que están obligadas a hacerlo porque un día se
vieron enfrentadas a las realidades de la policía y de la
represión. Bien se trate de víctimas, demandantes, sospechosos
o delincuentes, ninguno de ellos soñaba con esa situación en la
que se vieron obligados a explicarse, a quejarse, a justificarse
ante una policía poco amable. Sus palabras aparecen
consignadas una vez ha surgido el acontecimiento, y aunque en
el momento adopten una estrategia, no obedecen, como el
impreso, a la misma operación intelectual. Expresan lo que
nunca hubiese sido pronunciado de no haberse producido un
acontecimiento social perturbador. En cierto modo, expresan un
no-dicho. En la brevedad de un incidente que provoca desorden,
explican, comentan, cuentan cómo ‘eso’ ha podido existir, en su
vida, entre la vecindad y el trabajo, en la calle y las escaleras.
Corta secuencia, en la cual, a propósito de una herida, de una
pelea o de un robo, se alzan personajes, siluetas barrocas y
claudicantes, cuyas costumbres y defectos se reflejan de pronto,
cuyas buenas intenciones y formas de vida a veces se detallan.

El archivo, sigue explicando, es como “una desgarradura en el tejido


de los días, el bosquejo realizado de un acontecimiento inesperado.
Todo él está enfocado sobre algunos instantes de la vida de
personajes ordinarios, pocas veces visitados por la historia, excepto si
un día les da por reunirse en muchedumbres y por construir lo que
más tarde se denominará la historia”.

Si bien el archivo por sí solo “no escribe páginas de historia”, sí


describe con palabras de uso cotidiano lo que puede resultar “irrisorio
y (…) trágico en el mismo tono”. En el siglo XVIII lo importante para la
administración era saber “quiénes [eran] los responsables y cómo
castigarlos.” En estos papeles judiciales: “Las respuestas se suceden
a las preguntas; cada demanda, cada testimonio es una escena en la
que está formulado aquello que normalmente no vale la pena que lo
esté.” Este tipo de archivo se vuelve más interesante porque los
pobres no suelen escribir, menos, escribir su biografía. En estos
documentos se encuentran los pequeños delitos, el “gran crimen”, es
más raro, afirma Farge. En general, contiene más “pequeños
incidentes que graves asesinatos, y exhibe en cada pliego la vida de
los más desfavorecidos.”

Estamos ciertos de que el archivo no tiene como propósito


“sorprender, agradar o informar” simplemente. En el caso de este
archivo judicial del siglo XVIII francés, servía a una policía que vigilaba
y reprimía a la población. Tampoco es un lugar en el que se informa
“sobre ciertos aspectos insólitos de la vida del mundo”. Este archivo
judicial francés que analiza Farge, “es la compilación (falsa o no,
verídica o no, ésa es otra cuestión) de palabras pronunciadas, cuyos
autores, obligados por el acontecimiento, nunca imaginaron que un día
las pronunciarían. En este sentido fuerza a la lectura, ‘cautiva’ al
lector, produce en él la sensación de aprehender por fin lo real, de no
examinarlo a través del relato sobre, el discurso de”.

Quien visita un archivo tiene “la sensación ingenua, pero


profunda, de rasgar un velo, de atravesar la opacidad del saber y de
acceder, como tras un largo viaje incierto, a lo esencial de los seres y
de las cosas.” Farge está segura de que en los documentos, entre
líneas, se puede encontrar “no solamente lo inaccesible, sino lo vivo.
(…) Trozos de verdad actualmente vencidos aparecen ante la vista;
cegadores de nitidez y de credibilidad. No cabe duda, el
descubrimiento del archivo es un maná que se ofrece y que justifica
plenamente su nombre: fuente”.

Este tipo de archivo es de una gran riqueza, sin comparación con


ninguna otra, porque

la fuente de los interrogatorios y de los testimonios de la policía


parece realizar un milagro, el de unir el pasado con el presente;
al descubrirla se da en pensar que no se trabaja con los muertos
(ciertamente, la historia es ante todo un encuentro con la
muerte), y que la materia es tan aguda que solicita
simultáneamente a la afectividad y a la inteligencia. Extraño
sentimiento el de este súbito encuentro con existencias
desconocidas, accidentadas y plenas, que mezclan, como para
embrollar mejor, lo próximo (tan cercano) y lo lejano, lo difunto.
Ya hemos visto que el archivo no tiene el carácter intencional del
impreso, mucho menos el archivo judicial, en el cual intervienen “el
testigo, el vecino, el ladrón, el traidor y el rebelde [quienes] no querían
aparecer compaginados; sus palabras, sus actos y sus pensamientos
fueron transcritos por otras necesidades. Eso lo transforma todo, no
solo el contenido de lo que se escribió, sino también la relación con
ello, especialmente la relación con la sensación de realidad, más
insistente y tenaz, por qué no decirlo, más invasora,” asegura Farge.

En ese cúmulo de documentos que ha estudiado, se ha


encontrado algunos a los que ha llamado “únicos” ya que se
acompañan con objetos, por ejemplo: “una carta en tela que un preso
en la Bastilla le manda a su esposa” o “un pequeño saco con granos
de trigo, que el médico ha presentado como prueba de la mujer X que
produce esos granos salidos de sus senos como si fuera un maná”. El
doctor lo presenta ante el lector como “lo real”, “lo tangible”, lo que
“realmente existió”. Como si la prueba máxima estuviese al fin ahí,
“definitiva y próxima.” Como si, al desplegar el archivo, se hubiese
obtenido el privilegio de “tocar lo real”.

Pero la invasión de esas sensaciones nunca dura, y agrega que


sucede igual que con los espejismos: “Por mucho que lo real parezca
estar ahí, visible y aprehensible, nunca dice nada más que a sí mismo,
y es una ingenuidad el creer que aquí se ha reducido a la esencia.”

Para esta historiadora la dificultad se encuentra en “la


interpretación de su presencia, en la búsqueda de su significación, en
la ubicación de su ‘realidad’ en medio de sistemas de signos, cuya
historia puede intentar ser la gramática. Los granos soleados y la
carta, son al mismo tiempo todo y nada. Todo, porque sorprenden y
desafían al sentido; nada, porque no son sino huellas en bruto, que
solo a sí mismas remiten, si no nos atenemos más que a ellas.”

La historia de esos objetos en realidad no existe en sí mismos,


sino hasta que el historiador “les plantea un cierto número de
preguntas” y no sucede esto cuando se les encuentra, “aunque se
haga con alegría. Y sin embargo, nadie olvida jamás el color de los
granos entrevistos un día, ni tampoco las palabras de tela…”

Si bien estos encuentros inesperados son raros, lo más normal


es que la lectura de los documentos sea monótona. En algunos casos
“Una vaga lasitud entorpece la lectura”. ¿Por qué sucede esto? Farge
señala que “Hay documentos casi mudos, u opacos, como los
registros de delincuentes o de prisioneros. Son lacónicos, hacen
sobrevivir en innumerables columnas, millares de nombres
desconocidos, seguidos de escasas informaciones que de entrada no
sabemos cómo tratar. Listas a veces interrumpidas no se sabe por qué
y nunca reanudadas (sirven a la historia cuantitativa, más que a la
historia de las mentalidades).”

El archivo impone una sorprendente contradicción; “al mismo


tiempo que invade y sumerge, remite, por su desmesura a la soledad.”
Es tal la cantidad de personajes que parece casi imposible “dar cuenta
de ellos, hacer su historia, en suma. Millares de huellas... es el sueño
de todo investigador (sobre todo de la antigüedad), su abundancia
seduce y solicita, manteniendo al lector en una especie de inhibición.”
Es en este momento cuando “La tensión se entabla, a menudo
conflictivamente, entre la pasión de recoger [lo escrito en el
documento] completamente, de hacer que se lea entero, de jugar con
su aspecto espectacular y su contenido ilimitado, y la razón, que exige
que se lo cuestione meticulosamente para que tenga sentido.”

Y Farge asegura que es en esta tensión “Entre la pasión y la


razón [que] se decide escribir historia a partir de él. Apoyándose una
en otra, sin vencer jamás ninguna ni ahogar a la otra, sin confundirse
nunca tampoco, ni mezclarse, pero imbricando su camino hasta que ni
siquiera surge la cuestión de su necesaria distinción.”

Si es difícil leer documentos de archivo, lo es más encontrar “el


modo de retenerlos”. Farge confiesa que “Puede sorprender la
afirmación de que las horas pasadas, consultando el archivo, son
horas dedicadas a copiarlo, sin cambiar ni una palabra”. Y que
“Cuando llega la noche, después de ese ejercicio banal y extraño,
puede uno interrogarse sobre esa ocupación laboriosa y obsesiva.
¿Tiempo perdido o medio utópico de encontrarlo cueste lo que
cueste?” A esta interrogante Farge responde que puede llegar a ser,
“Imbecilidad, aliada con terca obstinación, es decir, maníaca y
orgullosa, a menos que se experimente el dibujo absoluto de las
palabras como una necesidad, un medio privilegiado para entrar en
connivencia y sentir la diferencia.”

Arlette Farge está de acuerdo con lo anterior, pero también


señala que ese trabajo es algo “indefinible; [ya que] se trata de un
espacio situado entre el aprendizaje infantil de la escritura y el ejercicio
maduro de los estudiosos benedictinos, con la vida sometida a la copia
de los textos”. Sin embargo, está consciente de que en esta época
“de la informática, ese gesto de copiar apenas puede confesarse”.
Pero precisa que, “ante el archivo manuscrito se crea una urgencia, la
de dejarse arrastrar por el gesto en el flujo irregular de las frases, en la
elocución entrecortada de las preguntas y las respuestas, en la
anarquía de las palabras. Dejarse arrastrar, pero también dejarse
extraviar, entre la familiaridad y la extrañeza.”

Ahí centra Farge lo que ella llama “La atracción del archivo” que
incluye un “gesto artesano, lento y poco rentable, durante el cual se
copian los textos, trozo tras trozo, sin transformar su forma, ni su
ortografía, ni siquiera la puntuación. Sin siquiera pensar demasiado
en ello o pensando en ello continuamente.” Farge reflexiona acerca
del actuar de su propia mano, que permite “que el espíritu permanezca
simultáneamente cómplice y extraño al tiempo y a esas mujeres y
esos hombres que se expresan. Como si la mano, al reproducir a su
modo el contorno de las sílabas y de las palabras de antaño, al
conservar la sintaxis de siglos pasados, se introdujese en el tiempo
con más audacia que a través de notas pensadas, en las que la
inteligencia hubiese escogido de antemano lo que considera
indispensable y hubiese dejado de lado el exceso del archivo”.

Para Farge, el copiar un archivo significa “un trozo de tiempo


domesticado;” después se podrán delimitar los temas y formular las
interpretaciones. Ella nos recuerda algo que nos ha sucedido a todos
los historiadores que hemos leído y utilizado documentos de archivo:
Este trabajo supone mucho tiempo en una misma posición “y a veces
duele el hombro al estirar el cuello”; pero así es como el historiador
descubre un sentido.

Para Farge, el archivo manuscrito es un “material vivo”,


compulsarlo, hojearlo, ir de atrás para adelante, es necesario; otros
sistemas, como la microfilmación del material, “harán que algunos
olviden la aproximación táctil e inmediata al material, la sensación
prensible de las huellas del pasado,” no sabemos todavía que diría
Farge acerca del archivo digitalizado, fotografiado, que estudiamos a
través de una fría pantalla.

Mi deseo esta tarde, es que quede en la memoria de los


responsables de los archivos el valor que tienen los documentos, no
importa si ellos se encuentran en el archivo histórico, en el de trámite o
en el de concentración. Lo precioso y lo valioso está en su esencia,
está en su letra, en su gramática, en su significado. Porque es ahí en
donde se encuentra y en donde se puede descifrar la historia de la
sociedad en la que vivimos.

Muchas gracias.

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