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LA ANTROPOLOGÍA COMO PASIÓN

Y COMO PRÁCTICA
ENSAYOS IN HONOREM JULIAN PITT-RIVERS
BIBLIOTECA DE DIALECTOLOGÍA
Y TRADICIONES POPULARES
XLI
HONORIO M. VELASCO
(Coordinador)
Con la colaboración de
DOMINIQUE FOURNIER Y LUIS DÍAZ G. VIANA

LA ANTROPOLOGÍA COMO
PASIÓN Y COMO PRÁCTICA
ENSAYOS IN HONOREM
JULIAN PITT-RIVERS

RELACIÓN DE AUTORES

Julio Caro Baroja Maria-Àngels Roque


Mary Douglas M.ª Jesús Buxó i Rey
George M. Foster Nara Bernardi
Carmelo Lisón Joan Frigolé
Dominique Fournier María Dolores Vargas Llovera
Susan Tax Freeman William A. Douglass
Antoinette Molinié William Kavanagh
Honorio M. Velasco María Cátedra
Stanley Brandes Luis Díaz G. Viana
Maria Pia di Bella Patricia Martínez de Vicente
Marc Abélès Pedro Romero de Solís
Jack Goody François Zumbiehl
Salvatore D’Onofrio

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS


DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA DE ESPAÑA Y AMÉRICA

MADRID, 2004
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización es-
crita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción total o par-
cial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informá-
tico y su distribución.

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©
NIPO: 653-04-093-1
ISBN: 84-00-08299-0
Depósito Legal:
Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC
Impreso en Closas Orcoyen
Impreso en España. Printed in Spain
ÍNDICE

HONORIO M. VELASCO
Introducción .......................................................................................... 11

JULIAN PITT-RIVERS
Curriculum vitae.................................................................................... 17

I
PASIONES COMPARTIDAS

JULIO CARO BAROJA


Fantasía oxoniense ................................................................................ 35

MARY DOUGLAS
Remembering Julian Pitt-Rivers. A Personal Note............................... 43

GEORGE M. FOSTER
Recollections of Julio Caro Baroja and Julian Pitt-Rivers ................... 49

II
DE RITUALES Y PASIONES

CARMELO LISÓN
Referencia y Auto-referencia ritual....................................................... 69
8 ÍNDICE

DOMINIQUE FOURNIER
De la nécessité de passer de l’amour de la nourriture à l’amour de
Dieu................................................................................................. 81

SUSAN TAX FREEMAN


Cocina española: Platos españoles vestidos de viaje............................ 95

ANTOINETTE MOLINIÉ
La Virgen del Rocío no tiene vergüenza: Aproximación antropológica
a la mariolatría andaluza ................................................................. 105

HONORIO M. VELASCO
Fiestas del pasado, Fiestas para el futuro ............................................. 121

STANLEY BRANDES
Acerca de anfitriones y huéspedes: La oración judía en España.......... 151

MARIA PIA DI BELLA


Fieldwork in the Archives. Tracing Rituals of Capital Punishment in
Past and Present Italy...................................................................... 161

III
DE PASIONES Y DE PRÁCTICAS

MARC ABÉLÈS
Le politique au cœur de l’oeuvre .......................................................... 181

JACK GOODY
Hats, hierarchy and democracy............................................................. 185

SALVATORE D’ONOFRIO
Onore e disonore in Sicilia.................................................................... 201

MARIA-ÀNGELS ROQUE
Exogamia y poder en el Mediterráneo Occidental. De Nausicaa a las
serranas castellanas ......................................................................... 229

Mª JESÚS BUXÓ I REY


Extravagancia y delicadeza de las pasiones: Paisajes de la emoción en
las fronteras culturales de Nuevo México ...................................... 247
ÍNDICE 9

NARA BERNARDI
Soprannomi in Sicilia............................................................................ 273

JOAN FRIGOLÉ
Consideraciones en torno a la venganza de sangre y el genocidio....... 283

MARÍA DOLORES VARGAS LLOVERA


Conexiones sociales en los procesos migratorios................................. 299

WILLIAM A. DOUGLASS
Julian Pitt-Rivers and the Anthropology of Tourism ............................ 309

WILLIAM KAVANAGH
El uso de la historia oral en la construcción de unas identidades ac-
tualmente cambiantes en la frontera hispano-portuguesa............... 319

MARÍA CÁTEDRA
«No sólo la ciudad tiene murallas». La muralla de Ávila, desde den-
tro .................................................................................................... 333

IV
TAUROFILIA

LUÍS DÍAZ G. VIANA


... Y el mito se hizo toro. Referencias paganas y bíblicas en la inter-
pretación que hizo Pitt-Rivers de los rituales taurinos ................... 365

PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE


Lo profano y lo sagrado en la Tauromaquia ......................................... 381

PEDRO ROMERO DE SOLÍS


Pitt-Rivers, una concepción sacrificial de la Tauromaquia................... 401

FRANÇOIS ZUMBIEHL
La torería o la dialéctica de lo esencial y de lo accesorio .................... 413
INTRODUCCIÓN

Honorio M. Velasco

La Antropología une pasiones y prácticas. Las propias y las ajenas. Ésa


debió de ser una de las enseñanzas de Evans-Pritchard que recogieron Julian
Pitt-Rivers y Julio Caro Baroja, a juzgar por el «milagro» que le envió éste
a aquél (y que va contenido en este volumen), pero a juzgar también por el
breve «curriculum vitae» que redactó el propio Julian de sí mismo (y que
asimismo se incluye en este volumen).
Una pasión como la que aflora constantemente en The People of the
Sierra y que está ya en la primera motivación que le llevó a Grazalema en
busca de los anarquistas. Pero que sobre todo hace comprensible esa es-
pecial captación de la realidad social que trasluce toda la obra y que es ca-
paz de contagiar al lector. Son muchos los que han reconocido que la lec-
tura de esta monografía les proporcionó un conocimiento no meramente
intelectual, sino transido a la vez de goce y de inquietud. Por mi parte
ahora sé que esos sentimientos encontrados se debían a cómo Julian nos
hacía partícipes de una pasión. En numerosas ocasiones le oí decir que la
traducción debida de People debía ser «pueblo», una palabra evocadora
con la cual quería referirse a la vez a las personas concretas con las que
convivió y al conjunto de ellas al que pretendió incorporarse. El pueblo
como pasión importaba para Julian todo ese amplio espectro de asuntos
que luego se convirtieron en obsesiones: la hospitalidad, el honor y la ver-
güenza, el compadrazgo, la amistad, la gracia, ... es decir todo eso que él
mismo ha desglosado en su propio curriculum. Pero sobre todo el pueblo
era ese todo social en el que fue buscando una estructura (social) y acabó
encontrando vida (social).
12 HONORIO M. VELASCO

La bibliografía de Julian Pitt-Rivers es un recuento de sus pasiones. Es el


resultado de sus trabajos de campo entre gentes distintas en Andalucía, Fran-
cia, Chiapas y los Andes, pero también es resultado de acontecimientos bio-
gráficos, de los encuentros y de las vinculaciones con personas, el rey Fai-
sal, Evans-Pritchard, Steiner, Carande, Caro Baroja, Redfield, Foster,
Dumont, Peristiany, Lévi-Strauss, las gentes que le acogieron en la Ribera de
Gaidóvar, los de Fons, sus amigos toreros,... Es fácil apreciar que The Peo-
ple of the Sierra está lleno de encuentros. Él era en Grazalema un forastero
que, aunque «tratado con gran cortesía y hospitalidad» e «invitado a un vaso
de vino en el casino» (p. 61, Un pueblo de la sierra), se vio pronto rodeado
de desconfianza y que captó enseguida «la gran importancia de tener ami-
gos» (p. 62, Un pueblo de la sierra). A veces su etnografía se presenta como
si se tratara de experiencias biográficas cuya confesión parece que debiera
sorprender por su falta de pudor. (Del mismo modo que en la conversación
con él habitualmente parecía que pretendiera causar sorpresa con sus conti-
nuos intentos de expresar emociones contenidas). Se trasluce claramente en
pasajes de La ley de la hospitalidad, donde escribe: «Mis propias experien-
cias en relación con la hospitalidad en el pueblo que he llamado Alcalá no
dejaron de ser significativas» (p. 161, Antropología del honor). Lo eran, sin
duda, aunque también es lo que refleja su particular sensibilidad hacia las
posiciones ambiguas —forasteros-huéspedes-mendigos-personas sagra-
das— hasta el punto de que en un tiempo se llegó a proponer abordarlas es-
pecíficamente, relacionándolas con las contradicciones advertidas en el ri-
tual (p. 255, Un pueblo de la sierra).
A pocos se oculta que la primera parte del ensayo Honor y categoría so-
cial no tiene etnografía de respaldo, salvo la que Julian aporta de su entorno
familiar y social. No parece que fuera nunca cuestionado por ello. La sutile-
za de las expresiones es reveladora: «El honor, por lo tanto, proporciona un
nexo entre los ideales de una sociedad y la reproducción de esos mismos
ideales en el individuo, por la aspiración de éste a personificarlos. Implica
no sólo una preferencia habitual por un determinado modo de conducta, sino
la adquisición del derecho a cierto tratamiento como recompensa. El dere-
cho al orgullo es el derecho a la categoría, y la categoría se establece por el
reconocimiento de cierta identidad social» (p. 22, El concepto del honor...).
El honor pudo ser para Julian una pasión redimida. El modo como enfrentó
honor=precedencia y honor=virtud lo muestra.
Siempre supo que la amistad contenía una paradoja, que formuló como
una entrega incondicional que, sin embargo, estaba basada en la reciproci-
dad y en la simpatía mutua. En The People of the Sierra aparecía entrelaza-
da con la autoridad, y esto debe leerse dentro de la trama general del libro
cuya finura de tratamiento no siempre ha sido apreciada en su justa medida.
La amistad está igualmente entrelazada con el parentesco ficticio —que no
INTRODUCCIÓN 13

tiene nada de ficticio como advirtió reiteradamente— y comporta la obliga-


ción de confianza absoluta a la vez que un respeto a la dignidad del otro. El
compadrazgo —indica distanciándose de Foster y de Mintz— se sitúa en
una esfera en la que la confianza es de vital importancia, pero insegura, de
forma que la garantiza. La trasmutación de la amistad en deber sagrado que
se realiza en el compadrazgo fue para él un punto nuclear de reflexión y un
estímulo intelectual desde el cual replantear un análisis global de las rela-
ciones sociales, lo que de hecho comportaba un hábil rodeo al «parentesco»
que tanto obsesionaba a muchos de sus colegas ingleses.
Pero la etnografía de Julian Pitt-Rivers es un recuento de las pasiones aje-
nas. Las que seguramente a él le conmovieron. Y todos esos «asuntos» an-
tes citados y otros tantos le llevaron continuamente a transgredir un princi-
pio antropológico —entonces mantenido a rajatabla— de no centrar el
estudio en personas concretas (p. 29, Un pueblo de la sierra). Por supuesto
que esto pudo estar disfrazado de un interés por el estudio de los valores,
pero no tan disfrazado que no acabe desvelándose y casi siempre desde la
experiencia de otras concretas personas. En la Ribera de Gaidóvar los con-
flictos del agua eran continuos. La hombría era puesta a prueba en cualquier
momento. La escena aquella en la que un hortelano desafió a otro cuando no
había dejado pasar el agua a la hora convenida diciéndole: «Estaré en el cau’
a la hora de cortar y si tienes cojones ven» (p. 121, Un pueblo de la sierra),
está cargada no tanto de la trascendencia del valor, sino de esa pasión viva
con la que se defiende, y cuya muestra de que Julian la había captado era su
forma de contarnos la escena cuando la recordaba, reproduciendo posturas,
ademanes y tonos.
Las razones para haberse fijado con interés en la cencerrada, o más bien
el vito, están fundamentalmente justificadas desde el argumento central de
confrontación entre «ley» y «moralidad»; aunque propiamente no asistió a
ninguno, las informaciones recibidas debieron convencerle de que se trataba
de una situación de efervescencia de las pasiones. Un «estallido», dice repe-
tidamente. Sin dejar de advertir que trabaja al servicio de la monogamia y en
contra del romanticismo en las relaciones entre sexos (p. 193, Un pueblo de
la Sierra).
En La ley de la hospitalidad hay un largo pasaje dedicado a los mendigos,
en particular a los mendigos andaluces que piden ayuda en nombre de Dios,
los «pordioseros». Lo que Julian subraya en ellos es la vergüenza de pedir,
especialmente la de aquéllos, los «pobres», que se ven obligados a vivir de
la caridad en su deambular en búsqueda de trabajo, los que suelen adoptar
un «estilo ceñudo y viril» (p. 159, Antropología del honor). El pobre con ho-
nor, el que sufre de humillación, es el que está reflejado en ese episodio de
las memorias de Juan Belmonte, cuando recibió como contestación de un
cortijero de Utrera un expresivo «Dios le ampare, hermano». Y muestra
14 HONORIO M. VELASCO

cómo se le cayó la cara de vergüenza, le entró un gran desconsuelo y una te-


rrible indignación.
Caben numerosas ilustraciones, hasta incluso haber leído en esa clave el
Génesis, como muestra El destino de Siquem, el príncipe que violó a la úni-
ca hija mencionada de Jacob. Habiendo leído esa historia de pequeño le dejó
perplejo —confiesa (p. 221, Antropología del honor)— al ver cómo dejaba
a los patriarcas en una posición deshonrosa, como reconocía Jacob.
Por mucho que nos esforzáramos en ir presentando las múltiples facetas
de la empatía con la que Julian conectaba con las pasiones ajenas no podría
ensombrecer el cuidadoso trabajo con el que conseguía un amplio dominio
de las prácticas sociales. Releyendo su obra se encuentra por todas partes el
resultado de un aprendizaje metódico y un seguimiento atento de las se-
cuencias de los procesos de trabajo, de las interacciones sociales, de las in-
tervenciones institucionales, etc. Ya he subrayado en un estudio anterior has-
ta qué punto Julian nos ayudó a modificar el umbral de lo obvio al resituar
bajo el foco de lo relevante prácticas sociales de esas que forman lo más ano-
dino de la vida cotidiana. En el fondo puede haber sido un buen antídoto
contra el afán enfermizo de exotismo que caracteriza a la antropología clá-
sica. Pudo haber causado sorpresa en su momento la inclusión del viaje aé-
reo en un volumen sobre el ritual en las sociedades contemporáneas, pero
nada tiene de extraño que Julian lo hiciera. Al menos podría decirse que con
ello reflejó algo del impacto que el uso de este medio de transporte ha teni-
do en las poblaciones europeas durante buena parte del siglo XX. Pero fun-
damentalmente las prácticas sociales han sido para él la red activa por la que
discurren, como si de la corriente eléctrica se tratara, los valores. El honor,
la hospitalidad, el parentesco espiritual, la gracia, la hombría y la vergüen-
za, el lucimiento, el don, etc., tienen en las prácticas sociales su consisten-
cia. Los valores no se exponen sin otra realidad social que la que les pro-
porcionan las prácticas.
Muchos de los que convivimos con él en el campo (en los distintos cam-
pos) hemos coincidido hablando de Julian que le veíamos allí «como en su
salsa». Es una forma de decir que se le notaba apasionado y con un especial
dominio de las prácticas etnográficas. No escribió sobre ello, salvo las notas
que aparecen en el epílogo a la edición española de Un pueblo de la sierra
de 1989. En realidad, se limita a enumerar sus instrumentos de registro de
datos. De la agudeza de su observación, de la intensidad de su participación
y de sus habilidades como conversador no dice apenas nada, aunque es lo
que se adivina en toda su obra. Supongo que los que hemos trabajado en co-
munidades rurales estamos en disposición de valorarlo por semejanza y por
contraste con la labor propia. Si bien estoy convencido de que no le hubiera
importado nada —antes al contrario— atribuir a sus informantes las virtudes
de su etnografía. En muchos sentidos, como reconoció, para él España y An-
INTRODUCCIÓN 15

dalucía fue su reino de Jauja (p. 256, Un pueblo de la sierra), ése en el que,
no sin ambigüedades y contradicciones, se produce «el intento de hacer que
la realidad se corresponda con las metas que ambicionamos en nuestra
vida».

Este volumen está realizado en honor suyo. Y él sabría qué (más que
cuánto) importa aquí el honor invocado. Mi agradecimiento más sincero
para cuantos han colaborado en llenarlo de contenido, componerlo y publi-
carlo. A Françoise, que generosamente ha cedido manuscritos, cartas, borra-
dores, notas, de Julian y que así facilitará el acceso de todos a su obra y tam-
bién por cultivar su recuerdo y por dolerse de la soledad en la que la dejó su
muerte; de modo especial a Dominique Fournier y a Luis Díaz por su ayuda
eficaz, y a todos y cada uno de los autores que con sus textos no sólo han re-
corrido sendas intelectuales por las que Julian también transitó, sino que re-
producen esos pasos que ahora para todos nosotros son ya las huellas de
quien se fue, pero que al contemplarlas pensamos que aún está.
CURRICULUM VITAE*

Julian Pitt-Rivers

Nacido en Londres en 1919

Estudios de secundaria

Eton College, Windsor

Estudios universitarios

1936-1937 Université de Grenoble; cursos de francés y de literatu-


ra francesa.
1937-1939 École Libre des Sciences Politiques, rue Saint Guillau-
me, París.
1939-1940 Worcester College, Oxford.

* Este curriculum vitae fue elaborado por Julian Pitt-Rivers. El diseño y presentación de su
biografía y de la bibliografía responden estrictamente a como él lo formuló. Sólo se han in-
troducido leves precisiones en fechas y referencias. Fue escrito en francés. La traducción es
del editor. (Nota del Editor).
18 JULIAN PITT-RIVERS

Estudios universitarios reemprendidos después de la guerra

1948-53 Institute of Social Anthropology, Oxford.


1949 License.
1950 Diploma en Antropología con calificación de «distin-
ción».
1953 Doctorado (D. Phil. Oxon.).

Carrera militar

1941-1945 En el regimiento de los Royal Dragoons (blindados) del


8.º ejército, terminando con el grado de capitán. Partici-
pación en las campañas de Egipto, Libia, Túnez, Italia,
Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Dinamarca.

Trabajo de campo

1949-1952 España (Andalucía), con el tema de estudio de una co-


munidad serrana, conocida antes de la guerra por sus
simpatías anarquistas.
1953 Francia (Quercy), con el tema de estudio de una comu-
nidad rural con continuidad hasta la actualidad, interca-
lándolo con las investigaciones en España.
1959-1962 México (Chiapas), con el tema «Cambio social, cultural
y lingüístico en las tierras altas de los Chiapas Tzeltal
and Tzotzil (Indios Maya)». Proyecto de la Universidad
de Chicago dirigido por los Profs. Norman Mac Quown
y Julian Pitt-Rivers.
1963-1964 Andes, con el tema «Investigaciones sobre la identidad
étnica en América central y en los países andinos». Pro-
yecto del Institute of Race Relations de Londres.
1965-1970 España, con distintos temas:
— El Carnaval en Cádiz, Isla Cristina, los Puertos;
— La fiesta popular en Andalucía, en Castilla, en Ca-
taluña, en el País Vasco;
— El honor;
— El compadrazgo;
— La corrida y las fiestas taurinas.
CURRICULUM VITAE 19

Carrera

Desmovilizado en el otoño de 1945, fui nombrado preceptor del rey Fai-


sal II de Iraq, puesto que ocupé durante dos años, con residencia en Bagdag
en el palacio, o viajando con el Regente por las diferentes partes del reino.
Mi misión era en principio preparar al rey para su ingreso en una «British
public school» (Eton, por ejemplo), proyecto que encontré desastroso y que
me esforcé en frustrar.
Esta experiencia del mundo árabe despertó en mí la reflexión sobre el
Mediterráneo que, por el hecho de hacer presentes culturas diferentes mar-
cadas por constantes préstamos recíprocos, debía ser tratado como un todo
en su variedad cultural. Eso fue lo que me incitó a reemprender mis estudios
en Oxford y a especializarme en Antropología Social.
En 1953 presenté la tesis de doctorado realizada bajo la dirección de Me-
yer Fortes, Evans-Pritchard y Peristiany, tres africanistas. En esa época,
Evans-Pritchard estimaba oportuno y útil extender las investigaciones de
Antropología Social a las sociedades mediterráneas. Para entonces él mismo
ya había publicado su estudios sobre los Sanoussis de Libia. Y me condujo
a realizar investigación en Andalucía, tierra que estuvo durante quinientos
años bajo la dominación árabe. (Permanecí allí haciendo trabajo de campo
casi cuatro años, de los cuales un trimestre lo pasé en Oxford). Como resul-
tado de esta investigación redacté mi tesis y fue luego publicada bajo el tí-
tulo «The People of the Sierra».
Aunque poco apreciado por mis colegas británicos, este libro recibió una
excelente acogida en los EE.UU., lo que me valió una invitación en 1957 por
parte del departamento de Antropología de la Universidad de California en
Berkeley, que deseaba reunir a hispanistas, historiadores y geógrafos junto
con antropólogos.
El año siguiente recibí una invitación de Robert Redfield para integrar-
me como «visiting professor» en la Universidad de Chicago y permanecí allí
doce años (1958-1969) en régimen de dedicación parcial, lo que me permi-
tió continuar con mis investigaciones:

1) En Chiapas (México); interesado sobre el cambio cultural y social


entre los Indios Maya. Fue un proyecto dirigido por Norman Mac
Quown y por mí mismo. Yo tenía un equipo de estudiantes de An-
tropología Social y él era un gran experto en lenguas amerindias y
también tenía un equipo de estudiantes de Lingüística. Mi interés es-
taba centrado en los indios que habían sido convertidos en el siglo
XVI, sometidos por la «Conquista espiritual de Nueva España» (Ri-
card), y por eso mismo me interesaban los problemas de las relacio-
nes inter-étnicas en general. Redacté el primer tomo con los resulta-
20 JULIAN PITT-RIVERS

dos de estas investigaciones que fue publicado por la Universidad de


Chicago en inglés (aunque no para circulación comercial). En un vo-
lumen, obra colectiva, publicado por el Instituto Nacional Indige-
nista de México bajo la dirección de Norman Mac Quown y mía, se
ha reunido el fruto de estos trabajos, que puede leerse en español. En
mi contribución, «Palabras y hechos: los ladinos», explico las ambi-
güedades del estatus étnico de los indígenas y de los mestizos. Es un
tema en el que he profundizado después en numerosos artículos.
(Ver en la Bibliografía: artículos, apartado 4). Inevitablemente en
México, mi interés se centró en la religión y en la brujería tanto en-
tre los indios como entre los mestizos (y en el pasado, también en-
tre los españoles). Véase mis artículos «The Naguales of Chiapas»
y «Thomas Gage entre los Naguales» (en Bibliografía, artículos,
apartado 5 d).
2) En los Andes trabajé para el Institute of Race Relations de Londres
sobre el vocabulario de las relaciones inter-étnicas. Las conclusio-
nes de estas investigaciones han sido publicadas en un capítulo titu-
lado «Raza, color y clase en América Central y los Andes» en la
obra Colour and Race. También he publicado otros artículos sobre
el tema (ver Bibliografía, Artículos, apartado 4).

Simultáneamente mantuve mis vinculaciones con Francia, sobre todo en


el Sudoeste (Quercy), donde encontré una sociedad bien distinta de la que
había conocido en Andalucía, una sociedad integrada por campesinos de
propiedades pequeñas que vivían de sus tierras a diferencia de los vastos do-
minios de Andalucía. Sobre ello puede leerse el artículo: «Clivages sociaux
dans un village du Sud-Ouest» (Artículos, 3 a).
En 1964 me invitaron, a iniciativa de Lévi-Strauss, a formar parte de la
École Pratique des Hautes Études en un plan de formación titulado «Intro-
ducción a la Antropología Social», donde reemplacé a Alfred Metraux que
había fallecido en 1962.
De 1964 a 1969 he dividido mi tiempo de enseñanza entre la University
of Chicago donde tenía ocupado un trimestre y la École, y además en el
I.A.S. donde me hice cargo de una cátedra a tiempo completo, si bien me in-
corporé a comienzos de año con un poco de retraso. Sustituí a Jacques Sous-
telle en su cátedra de Antropología de América Latina antes de ocupar una
cátedra de denominación personalizada. Y después, por motivos de conve-
niencia, puse fin a mi trabajo como docente en Chicago.
Hasta entonces no había ocupado cargos docentes en mi país natal, pero
en 1971 acepté la cátedra que habían tenido Malinowski y Firth en la Lon-
don School of Economics y dirigí en colaboración con el profesor I.M. Le-
wis el Departamento de Antropología.
CURRICULUM VITAE 21

Estando en Londres es cuando he redactado los artículos sobre el Medi-


terráneo, la Biblia, la Odisea, etc. publicados en fechas distintas y reunidos
en un libro titulado The Fate of Sechem or the Politics of Sex, traducido lue-
go al francés y al español (Antropología del honor).
En 1977, por motivos personales, abandoné las tareas universitarias en
Londres para asumir un puesto de trabajo en Aix-en-Provence, lo que me
permitió cooperar durante un año en las investigaciones que realizaban mis
colegas franceses sobre el Mediterráneo y consultar los archivos del Magreb
depositados allí.
En 1978, fui invitado a enseñar en el Departamento de Antropología de
Paris X Nanterre y formé parte del Laboratorio donde creé un equipo con el
fin de estudiar relaciones inter-étnicas.
En 1980, fui elegido miembro de la École Pratique des Hautes Études,
sección de «Ciencias de la Religión», ocupando una cátedra de «Etnología
religiosa de Europa». Dediqué seis años a la enseñanza, consagrados a estu-
diar los rituales tanto religiosos como profanos (ver Artículos 1 a). Los te-
mas de estudio fueron:

— La circuncisión en las religiones judaica e islámica; la circuncisión


británica pretendidamente «higiénica»,
— el parentesco espiritual en los ritos de la Iglesia católica y ortodoxa
(ver Artículos 2 b),
— la amistad y sus paradojas (Artículos 3 d ),
— el honor (Artículos 3 c ),
— la gracia (Artículos 5 a ),
— el sacrificio (Artículos 5 c ),
— los rituales funerarios (Artículos 2 ),
— el Carnaval,
— los rituales del toro en las fiestas populares en España y, en suma, el
culto del toro en todas sus manifestaciones (Artículos 6 ).

Al llegar a la edad de la jubilación en 1986, he seguido con las investi-


gaciones en España como miembro del Laboratorio de Etnología de Nante-
rre y participado en numerosos coloquios y seminarios, o en reuniones de
trabajo, en particular en el Instituto Ortega y Gasset de Madrid, en las tertu-
lias del British Spanish en Toledo en 1990 y en Santiago de Compostela en
1992. Mi interés por la tauromaquia y por el culto del toro se ha ido incre-
mentando con el curso del tiempo, a la vez que mi interés por la Antropolo-
gía visual, y estoy implicado en un proyecto, patrocinado por la Comisión
para la Tauromaquia del Parlamento de Estrasburgo, con el fin de realizar un
documental sobre el toro tomando la Península Ibérica como escenario. He
22 JULIAN PITT-RIVERS

publicado en Londres en la revista Anthropology today una versión del in-


forme entregado a la Comisión.
El conjunto de mi dedicación a la docencia y mi trabajo de investigación
prueba que gran parte de mi carrera se ha centrado en el estudio del Medite-
rráneo. Debo un reconocimiento especial a las aportaciones específicas de
los grandes historiadores y geógrafos franceses Braudel, Birot y Dresch, a
las cuales he intentado añadir una nueva dimensión, la de la Antropología
Social.

Distinciones

— Comendador «sin número» de la Orden de Isabel la Católica, 1992.


— Invitación a pronunciar la Marett Lecture en el Exeter College, en
Oxford, abril de 1988: «From the love of food to the love of God».
— Homenaje andaluz, ofrecido y celebrado por la Fundación Machado
en Sevilla los días 19, 20 y 21 de abril de 1989 con la asistencia de
numerosos colegas antropólogos y otros en la Facultad de Geogra-
fía e Historia de la Universidad de Sevilla, con una conferencia a
cargo del profesor Honorio Velasco, que presentó su nueva traduc-
ción al castellano de The People of the Sierra, a la que siguió el 22
de abril un homenaje ofrecido por el Ayuntamiento de Grazalema re-
presentado en el acto por su alcalde, con la lectura de un poema que
escribió en mi honor Francisco Salas Organvídez, director de la es-
cuela de Grazalema.
— Invitación de la British Academia a pronunciar la Radcliffe-Brown
Lecture en noviembre de 1995.

Publicaciones principales

1954 The People of the Sierra. (Prefacio de E.E. Evans-Pritchard). Lon-


dres, George Weidenfeld and Nicholson.
Segunda edición en 1971 (con nueva introducción del autor). Chi-
cago, University of Chicago Press.
Traducciones españolas:
1. Los Hombres de la Sierra. 1971. Barcelona, Grijalbo. Publicada
sin la aprobación del autor.
2. Un pueblo de la Sierra de Cádiz: Grazalema. 1989. Madrid,
Alianza. Traducción e Introducción de Honorio Velasco. Con un
nuevo Epílogo del autor.
CURRICULUM VITAE 23

Otras traducciones: al italiano, al portugués y al japonés.


1976 Il popolo della sierra. Torino, Rosembergellier.
1963 Mediterranean countrymen: essays in the Social Anthropology of
the Mediterranean. Le Haye, Paris, Mouton. Obra colectiva dirigi-
da por y con una Introducción de J. Pitt-Rivers.
1966 Honor and Shame, the values of Mediterranean society. Chicago,
University of Chicago Press. Obra colectiva dirigida y con una In-
troducción a cargo de J. G. Peristiany y de Julian Pitt-Rivers. Con-
tiene un capítulo realizado por Julian Pitt-Rivers, «Honor and Social
Status». Este capítulo ha aparecido luego en francés en: J. Pitt-Ri-
vers, Anthropologie de l’Honneur. La mésaventure de Sichem. Pa-
ris, 1997, Hachette/Pluriel, como «Honneur et statut social en An-
dalousie». Y en castellano: «Honor, y categoría social», en
Peristiany, J.G. (ed.), El concepto del honor en la sociedad medite-
rránea. Barcelona, 1968, Labor.
1968 Colour and Race. Boston, Houghton Mifflin. Obra colectiva dirigi-
da por John Hope Franklin. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers,
«Race, Color, and Class in Central America and the Andes», que fue
publicado en origen en la revista Daedalus (Ver Artículos, 4).
1970 Ensayos de Antropología en la zona central de Chiapas. México,
Instituto Nacional Indigenista. Obra colectiva dirigida y con prefacio
de Norman McQuown y Julian Pitt-Rivers. Con un capítulo de Julian
Pitt-Rivers, «Palabras y hechos: Los ladinos» (ver Artículos 3. a).
1970 Witchcraft: Confessions and Accusations. Obra colectiva dirigida
por Mary Douglas. London, Tavistock. Con un capítulo de Julian
Pitt-Rivers, «Spiritual Power in Central America: the Naguales of
Chiapas» (pp. 182-206).
1973 Tres Ensayos de Antropología Estructural. Barcelona, Ed. Anagra-
ma. Traducida del inglés y en edición preparada por José R. Llobe-
ra. Contiene:
Prefacio del Autor (Château du Roc, 1972).
«El análisis del contexto y el locus del modelo» (Un esbozo de este
artículo se presentó en el VI Congreso Mundial de Sociología en
Évian 1966).
«La ley de la hospitalidad». Versión en castellano de «The Stranger,
the Guest and the Hostile Host», publicado en Peristiany, J. G. (ed.),
Contributions to Mediterranean Sociology. Actas del Seminario de
Sociología Mediterránea. Atenas, julio, 1963. Paris, Mouton, 1968,
«Derecho de asilo y hospitalidad sexual en el Mediterráneo». Ver-
24 JULIAN PITT-RIVERS

sión en castellano de «Women and Sanctuary in the Mediterranean»,


en Pouillon, J. y Maranda, P. (eds.), Echanges et Communications.
Mélanges offerts à C. Lévi-Strauss. Paris, Mouton, 1970.
1974 Mana: an inaugural lecture. London, London School of Economics
and Political Science.
1975 The Character of Kinship. Cambridge, Cambridge University Press.
Obra colectiva dirigida por Jack Goody. Con un capítulo de Julian
Pitt-Rivers, «The Kith and the Kin».
1977 The Fate of Shechem or the Politics of Sex. Cambridge, Cambridge
University Press.
Traducción española: Antropología del honor o política de los se-
xos. Barcelona, Ed. Grijalbo, 1979. Traducción de Carlos Manzano.
Traducción francesa: Anthropologie de l’honneur. Traducción de
Jacqueline Mer. Paris, Le Sycomore, 1983. Segunda edición en: Pa-
ris, Hachette, 1996. Contiene ésta última los siguientes capítulos:
«L’Honneur». Versión reelaborada del trabajo antes publicado
en Canto-Sperber, M. (ed.), Dictionnaire d’ethique et de philo-
sophie morale. Paris, PUF, 1996.
Préface à l’édition française.
Anthropologie de l’honneur.
Honneur et statut social en Andalousie.
Parenté spirituelle en Andalousie.
Fondements morales de la famille.
La loi de l’hospitalité.
Femmes et sanctuaire, de Nausicaa à nos jours.
La mésaventure de Sichem ou la valeur politique du sexe.
1980 La sagesse et le désordre. Paris, Gallimard. Obra colectiva dirigida
por Henri Mendras. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers: «Quand
nos ainés n’y seront plus».
1983 «Le Sacrifice du Taureau», en Le Temps de la Reflexión, 4: 281-297.
Paris, Gallimard.
Traducción al castellano: en Revista de Occidente, 36: 27-47, 1984.
1991 L’Honneur: image ou don de soi, un idéal équivoque. Obra colecti-
va dirigida por Marie Gautheron, número especial de Autrement,
con un artículo de Julian Pitt-Rivers, «La Maladie de l’Honneur».
1992 Honor and Grace. Cambridge, Cambridge University Press. Obra
colectiva dirigida y con prefacio de J. Peristiany y J. Pitt-Rivers.
Epílogo de Julian Pitt-Rivers: «The place of grace in anthropology».
CURRICULUM VITAE 25

Traducción española: Honor y Gracia. Madrid, CIS y Alianza. Tra-


ducción de Paloma Gómez Crespo.

Artículos
(se incluyen también publicaciones ya reseñadas en el apartado anterior)

1. Ritual
* «La revanche du rituel dans l’Europe contemporaine». Paris, Les
Temps Modernes, n° 488, mars 1987 (publicado también en l’An-
nuaire de l’E.P.H.E. Véme Section).
* «Un rite de passage de la société moderne: le voyage aérien». En
Les Rites de passage aujourd’hui, Actes du colloque de Neuchâtel
1981. Lausanne, L’Age d’homme, 1986.
* «Le rôle de la douleur dans les rites de passage» en Il Dolore, pra-
tiche e segni. Actas del VII Congreso internacional de estudios an-
tropológicos de Palermo (celebrado en diciembre 1986). Palermo,
1989, Quaderni del circolo semiologico siciliano.
* «Ritual kinship in the Mediterranean: Spain and the Balkans». En
Peristiany, J. (ed.), Mediterranean Family Structures. Contributions
to the Mediterranean Sociological Congress. Cambridge, Cambrid-
ge University Press, 1976, pp. 317-334.
* «Comprendre le rituel». En P. Córdoba y J. P. Etienne (eds.), La fies-
ta, la ceremonia, el rito. Coloquio internacional, Granada, 1987.
Madrid, Casa de Velázquez, 1990.

2. Parentesco
* «Women and Sanctuary in the Mediterranean». En Echanges et com-
munications. Mélanges offerts a Claude Lévi-Strauss. Edición a car-
go de J. Pouillon y P. Maranda, vol. II, 1970. Le Haye, Paris, Mouton,
(publicado también en The Fate of Shechem or the politics of sex).
* «The Kith and the Kin». En J. Goody (ed.), The Character of Kins-
hip. (Essays in honour of Meyer Fortes). Cambridge, Cambridge
University Press, 1975.
* «La Veuve andalouse». En Ravis-Giordani (ed.), Femmes, patrimoi-
ne. Actes du Colloque de l’Université d’Aix-Marseille, 1986.
* «Desde el Cadáver hasta el Ancestro». En María Jesús Buxó Rey,
Encuentro de Elai-Alai sobre la Muerte (celebrado en Portugalete,
26 JULIAN PITT-RIVERS

1986). Versión francesa: «Du Corps du défunt á l’ancétre» en Actes


du colloque du Centenaire de l’École Pratique des Hautes Études,
Paris 1987.
* «Marriage by capture». En J. Peristiany (ed.), Marriage Strategies in
the Mediterranean. Actes de la Conférence de Marseille. Traducido
al español como: Dote y Matrimonio en los Países Mediterráneos.
Madrid. Centro de Investigaciones Sociológicas y Siglo XXI, 1987.
* «Une Femme sans prix». En Eros e Cultura. Actas de las jornadas
de Palermo. Palermo, 1984.

3. Relaciones sociales
a) clases sociales
* «The closed community and its friends». Kroeber Anthropological
Society Papers, 16: 5-15. Berkeley, 1957.
* «Interpersonal Relations in peasant society». Un debate con George
Foster y Oscar Lewis. En Human Organisation, vol. 19, n° 4, 180-
183. University of California, Berkeley, 1960.
* «The egalitarian society». En Actes du VIème Congrés International
des Sciences Anthropologiques et Ethnologiques, Paris, 1960, t. I,
vol. II, 229-233.
* «La loi de l’hospitalité», Les Temps Modernes, n° 253, Paris, 1967,
pp. 2153-2178.
* «Words and deeds: the ladinos of Chiapas», Man. N.S. 2, 1, London,
1967, pp. 71-86.
* «The Stranger, the guest and the hostile host. Introduction to the
Study of the Laws of Hospitality». Acts of the Mediterranean So-
ciological Conference, Atenas, Jul. 1963. La Haye, 1968, Mouton.
* «Clivages sociaux dans un village du Sud-Ouest», Toulouse, octobre
1980, Revue Géographique des Pyrénées et du Sud-Ouest. T. 51, N. 4.
* «Centre et Périphérie: la plaine et la montagne». Actas del Coloquio
Franco-Español sobre el espacio de montaña. Madrid, 1980, Minis-
terio de Agricultura.

b) clases de edad
* «Quand nos ainés n’y seront plus». En Mendras (ed.), La Sagesse et
le Désordre. Paris, 1980, Gallimard.
CURRICULUM VITAE 27

c) honor
* «Honour and social status». En Honour and Shame, (pp. 19 a 77).
Chicago, Chicago University Press, 1966.
* «Honor», International Encyclopedia of the Social Sciences, Chica-
go, Macmillan, 1968. Versión española, Enciclopedia internacional
de las Ciencias Sociales. Madrid, Aguilar, 1979.
* «La Maladie de l’honneur». En Marie Gautheron (ed.). Paris, 1991,
Autrement.

d) amistad
* «Le paradoxe de l’amitié». En A. Buttita (ed.), L’amicizia e le ami-
cizie. Actas del coloquio de la Universidad de Palermo. 1983. Pu-
blicado también en español en Revista de Occidente.
* «Friendship, honor and agon; jus soli and jus sanguinis». En Les
Amis et les autres, homenaje a John Peristiany, por Marie Elizabeth
Handman y S. Damaniako (eds.). Paris, Atenas, 1994, MSH-Ekke.

4. Relaciones inter-étnicas
* «Who are the Indians?», London, 1965, Encounter.
* «Race and Color and Class in Central America and the Andes»,
Daedalus, vol. 96 n° 2, Boston, 1967.
* «Mestizo or Ladino?», London, 1969. Race, vol. X (pp. 463-477).
* «Race relations as a science», reseña de Michael Banton, «Race Re-
lations», London, 1970. Race, vol. XI.
* «Minorías Étnicas» en R. Valdés (dir.), Las Razas Humanas, vol. 2,
Barcelona, 1981, CIESA.
* «The Dynamics of Ethnic Status». L’Uomo, Universitá di Roma «La
Sapienza», ed. por Italo Signorini, Pisa, 1989.
* «Race in Latin America: the concept of raza», European journal of
sociology, London, 1973.
* «On the word “Caste”», en Beidelman (ed.), The Translation of cul-
ture. Essays presented to E.E. Evans-Pritchard, London, 1971. Ta-
vistock. Traducción española, «Sobre la palabra “casta”», en Améri-
ca Indígena, 36, n° 3.
28 JULIAN PITT-RIVERS

5. Religión
a) gracia
* «The place of grace in anthropology». Postcript to Honour and Gra-
ce (pp. 215 to 245). Cambridge, 1992, Cambridge University Press.
En castellano: Honor y gracia. Madrid, CIS, 1995.
* «Los actores y el público en la Semana Santa», en el coloquio sobre
Semana Santa de Cuenca dirigido por L. Díaz G. Viana, Universi-
dad de Castilla-La Mancha.
b) compadrazgo
* «Ritual kinship in Spain», Transactions of the New York Academy of
Sciences, ser. II, vol. 20, n° 5, 424-431, New York, 1958.
* «Kinship. Pseudo-kinship». International Encyclopedia of the So-
cial Sciences. Chicago, 1968, Macmillan Co. Versión castellana,
Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales. Madrid,
Aguilar, 1979.
* «Le choix du parrain et le choix du nom: introduction á l’étude du
cas», en Actas del coloquio de Siena «Incontri mediterranei di etno-
logia», publicado por Bromberger et Solinas (eds.) con el título Sis-
temi di Denominacione nelle Societa europea, Rome 1983, L’Uomo,
vol. VII, n°1/2.
* «La decadencia del compadrazgo», Santiago de Compostela, Actas
del Coloquio del Museo del Pobo Galego, junio 1989.
* «El Padrino de Montesquieu», en F. Baez Jorge e I. Signorini (eds.),
Actas del coloquio de la Universidad de Vera Cruz en Xalapa, Mé-
xico, 1984, América Indígena, vol. XLIV.
* «Le Parrain de Montesquieu», Seminario dirigido por Françoise Hé-
ritier Augé, del Collége de France, Paris, 1995.
c) sacrificio
* «From the Love of food to the Love of God. An essay on the sacri-
fice» (Marett Lecture, 1989), desarrollado bajo el mismo título y
subtítulo en Essays on the anthropology of religion, University of
Chicago Press.

d) brujería
* «Witchcraft and spiritual power in Central America: the Naguales of
CURRICULUM VITAE 29

Chiapas», en Mary Douglas (ed.), Witchcraft confessions and accu-


sations. London, 1970, Tavistock (pp. 182-206).
* «Thomas Gage parmi les Naguales, conceptions européennes et ma-
yas de la sorcellerie», en l’Homme, vol. 11. Paris, 1971, Mouton.

e) fiestas
* «La Identidad local a través de la Fiesta», Revista de Occidente (Ex-
traordinario) n° 38-39 (junio y julio), pp. 17-35. Reimpresión y tra-
ducción del francés, ya publicado en Culturas populares, Actas del
Coloquio de la Casa de Velázquez, 1985.
* «De lumière et de lunes: Analyse de deux vétements andalous de
connotation festive». L’Ethnographie, pp. 245-254. Paris, 1984.

6. Toros
* «Le sacrifice du taureau», Le Temps de la réflexion n° 4. Paris, 1983,
Gallimard.
* «El Sacrificio del héroe» (sobre la muerte de Paquirri), Madrid, El
País, 4 octubre, 1984.
* «Las raíces de la afición taurina de Hemingway», en González Tro-
yano (ed.), Coloquio de la Universidad Menéndez-Pelayo en home-
naje a Ernest Hemingway, Santander 1986.
* «El Toro nupcial», en Javier Marcos Arévalo y Salvador Rodríguez
Becerra (eds.), Antropología cultural de Extremadura. Mérida,
1989, Asamblea de Extremadura/Editora Regional.
* «The Spanish bull-fight and kindred activities», Anthropology to-
day. London, 1993, vol. 9, N. 4, pp. 11-15. Basado en mi informe a
la Commisión de Tauromaquia del Parlamento Europeo de Estras-
burgo.
* «Sainte Véronique, patronne des arénes», Gradhiva, noviembre
1994, Paris.

7. Personal
* «Peter Brook and the Ik», London, Times Literary Supplement, Jan.
3lst, 1975.
* «A Personal Memoir», en Homenaje a Julio Caro Baroja. Madrid,
1978, Centro de Investigaciones Sociológicas, pp. 887-893.
Julian Pitt-Rivers en el callejón. (Gentileza de Patricia Martínez).
CURRICULUM VITAE 31

* «The Researcher’s personality», en Actas del coloquio de la Uni-


versidad de Roma, Rome, 1980, L’Uomo IV, n° 2.

8. Teoría y trabajo de campo


* Mana, an inaugural lecture. London, London School of Economics,
1974.
* «History and Anthropology». Comparative Studies in Society and
History, 5. Cambridge, 1962.
* «Ethnology and History». RAIN. N. 3, Jul-Aug. 1974, pp. 1-3. (Con
Robert Jaulin).
* «Contextual Analysis and the Locus of the Model», European Jour-
nal of Sociology, vol. VIII, London, 1967, reproducido en castella-
no en Tres Ensayos de Antropología Estructural.
* «Gerald Brenan como Etnólogo», en La Imagen de Andalucía en los
viajeros románticos (Málaga, 1987): Homenaje a Gerald Brenan,
coloquio de la U.I. Menéndez Pelayo, sept. 1984.
* «Review of David Bidney» (ed.). The Concept of Freedom in An-
thropology». Bijdragen, tot de taal, land an volkenkunde? La Haye,
1966.
* «The value of evidence». Man, 13(2): 319-322/141-161. London,
1978.
* Réplica a Françoise Zonabend «Anthropologie du soi et anthropologie
de l’autre», en Condominas et Dreyfus-Gamelon (eds.), Situation ac-
tuelle de l’anthropologie en France. Paris, 1979, Editions du CNRS.
* «The Personal Factors in fieldwork», en J. K. Campbell y J. de Pina-
Cabral (eds.), Actas del Congreso de Antropología de Braga, Lon-
don, 1989.
* «Estereotipos de nacionalidad e identidad nacional», en Maria-Àngels
Roque Alonso (ed.), Actas del Encuentro de Antropología y Diversi-
dad Hispánica. Barcelona, 1986, Generalitat de Catalunya.
* «L’Ethnologie de la France de demain», en Martine Segalen (ed.),
Actes du Colloque du Cinquantenaire du Musée des Arts et Tradi-
tions Populaires, Anthropologie Sociale et Ethnologie de la France.
Paris, 1989.
* «Antropología visual», Granada, 1992. Mesa redonda, en Actas del
coloquio de Granada.
32 JULIAN PITT-RIVERS

* «Los Estereotipos y la realidad acerca de los Españoles», Actas del


coloquio de Santander, en María Cátedra (ed.), Los Españoles vistos
por los antropólogos. Madrid, 1991, Júcar Universidad.

9. Cultura
* «Le Stockfish», en Kuper, Jessica (ed.), The Anthropologist’s Cook-
book. Londres, 1977, Routledge. Traducción francesa: La Cuisine
des ethnologues. Paris, 1981, Berger-Levrault. Traducción al caste-
llano: La cocina de los antropólogos. Barcelona, Tusquets, 1984.
* «Réflexions sur le concept de musée. A propos d’interdisciplinari-
té», Paris, 1980, Muséum XXXII (pp. 6), (publicado también en in-
glés y en español).
* «Le désordre vestimentaire», Actas del coloquio Vétements et So-
ciétés. Paris, 1981, Editions du Musée de l’Homme.
* «Anthropologie méditerranéenne I et II». Introducción a Les Socié-
tés rurales de la Méditerranée, Bernard Kayser (ed.). Aix-en-Pro-
vence, 1986, Editions du Sud.
* «Youth culture and the disaffection of the young». Barcelona, 1991,
ICEM. Actas del seminario Les mutations du systéme de valeurs.

10. Memorias de docencia


En el Anuario de l’École Pratique des Hautes Études (Véme section). Años
1980 a 1987.
I
PASIONES COMPARTIDAS
«FANTASÍA OXONIENSE, CATÓLICA Y MEDIEVAL,
EN MESTER DE CLERECÍA»*

Cómo un escolar, llamado don Illán1


fue apartado de las malas artes por
Sancta María.
(Milagro que no está entre los
del maestro Gonzalo de Berceo)

Julio Caro Baroja

1 Hay en la Gran Bretaña, esa tierra cabdal


un condado famoso, de gente principal,
Dorset tiene por nombre, no lo tomeis a mal,
que vocablos britanos, siempre suenan a tal.

5 Vivía en el condado un hombre poderoso,


tenía gran castiello, bosque con mucho oso,
campos con mucho trigo, ganado abundoso,
de toda su facienda era muy generoso.

*
Esta Fantasía no aparece firmada. La escribió Julio Caro Baroja y se la envío a Julian Pitt-
Rivers hacia 1958 ( pero no tiene fecha). Apareció en la correspondencia de Julian y ha sido
gentilmente cedida para su publicación aquí por Françoise Pitt-Rivers. (Nota del Editor).
1
Algunos creen que este Don Illán era Julian Pitt-Rivers. Yo no me atrevo a asegurarlo.
36 JULIO CARO BAROJA

Don Illán se llamaba el ricohome honrado,


10 era galán fermoso, poeta e letrado,
asaz buen latino, cazador consumado,
de dueñas e doncellas siempre muy amado.

Pasaba las jornadas en dulce compañía,


bebiendo a las vegadas, yantando a porfía,
15 más curaba de mozas que de Sancta María,
holgando con aquellas terminaba su día.

Mas todos los domingos tras la misa mayor


don Illán se asentaba en un mirador,
muchas coplas decía, era buen cantador;
20 siempre decía alguna de Sancta María en loor.

De fembras placenteras e tanto fornicar,


de festines e danças, llegóse a cansar,
las ciencias e las letras començó a cultivar,
el ser maestro en artes vino a desear.

25 Fue don Illán a Oxonia, a la universidat


a estudiar con Prichardo, varón de gran piedat;
le enseñaba aquel sabio a buscar la verdat,
e al adquirir sapiencia conservar la humildat.

Explicaba Prichardo la cosmografía,


30 mejor que Aristotil la Libia conoscía,
do mora el preste Juan asaz bien sabía,
e do caen el Egito, Numidia e Berbería.

Muchos escolares iban a su lición,


siempre la empezaba con una oración,
35 los sanctos e sanctas había en devoción
(no tanta, sin embargo, como a Radcliffe Brown).

Había entre los otros un bachiller parlero,


don Julio se llamaba ese gran traicionero,
con los diablos pacto fizo en el mes de enero,
40 de clérigos e monjas era enemigo artero2 .

2
Tal vez Julio Caro Baroja, astrólogo medieval.
FANTASÍA OXONIENSE 37

Sabía nigromancia, también astrología,


con círculos e punctos horóscopos facía,
todas las malas artes el tal desprendía;
historia, numismática, e vieja etnología.

45 Don Illán e don Julio en la lición toparon,


se ficieron amigos, «gaudeamus» cantaron,
al trivio e al cuadrivio a la par se aplicaron,
palabras de Prichardo juntos comentaron.

Mas de vuelta a su casa el bachiller indino


50 a Satán consultaba, taimado e malino,
e al diablo cojuelo, que es muy ladino;
éstos le sugerían mucho desatino.

También con Belzebut a veces se ayuntaba,


que en verano moscas nunca le enviaba,
55 e por tal servicio trueque demandaba
e con mueca fea de esta guisa hablaba:

«Bachiller don Julio, el mi acreedor,


quiero que me traigas nuevo servidor,
mucho sabio viejo tengo en derredor,
60 poca gente joven e de buen color.

Si a mi Belzebut quieres complacer


a tu amigo Illán me habrás de atraer,
con buenas palabras le has de convencer
(que una cosa es dar e otra prometer)».

65 Al su amigo luego, con falso sonriso,


iba el bachiller a dar el su aviso;
antes le invitaba a yantar un guiso,
dabal’ de beber el vino preciso.

«Don Illán tu pierdes la mejor edat


70 estudiando cosas sin utilidat,
adquirir sapiencia es gran necedat,
si no se utiliza con habilidat.

Non estudies más la antropología,


non canses tu mente con sociología;
38 JULIO CARO BAROJA

75 más que todo eso a ti convendría,


aprender la magia con gran maestría.

Sabiendo la magia, todo se domina


política, industria, arte e medicina,
ante el que la sabe cualquiera se inclina;
80 aplicación tiene hasta en la cocina.

Si el arte de magia quieres aprender,


sólo el Ramo de Oro habrás de leer,
libro de gran sciencia e de gran saber,
más que los de Fortes fácil de entender.

85 Tienen los espíritus que el mago gobierna


figuras de donna con cintura tierna,
cumplidas de cadera e muy buena pierna,
gran brillo en los ojos, como de linterna.

Son risueñas, rubias, e un poco chatas,


90 mucho zalameras, cual si fueran gatas,
gran placer habrás, si con éstas tratas,
que no hay entre tales bizcas ni beatas.

E por esta causa holgarán contigo,


que a galán mancebo prefieren de amigo;
95 el home que es viejo les importa un higo:
no se saca harina de donde no hay trigo.

Sabe Illán amigo que acabado el día


yo con los espíritus tengo cofradía,
ellos me protegen, ellos son mi guía,
100 adquirí con ellos gran sabiduría.

E puedo llevarte a una velada


que se hace esta noche en la encrucijada;
podrás conocer toda la mesnada
de duendes e trasgos, gente muy granada.

105 Una diablesa te he de presentar


que es joven, fermosa, e sabe guisar,
ella por los aires te fará volar,
buenos bebedizos te ha de preparar».
FANTASÍA OXONIENSE 39

Don Illán tentado por esta promesa


110 prometió seguirle en aquella empresa;
mucho era contento con su buena presa,
el feo hechicero de intención aviesa.

Tras de gran beber, la noche mediada,


los dos escolares dejan la posada,
115 se fueron de Banbury a la encrucijada
e allí conmenzaron la cosa malvada.

Sacó el bachiller de un capacejo,


libro chiquitillo, como añalejo,
era su grimorio, muy sobado y viejo,
120 con signos malignos de color bermejo.

A Morgan y a Tylor primero invocaba,


luego al padre Schmidt que lejos estaba,
del diablo cojuelo también se acordaba
e de Gordon Childe (¡era el que faltaba!).

125 Gran humo se fizo en aquel camino,


era maloliente e asaz dañino;
se oyeron gruñidos, como de gorrino
e rebuznos fuertes, cual los del pollino.

Salió de aquel humo una muy fea cosa,


130 a modo de fantasma, de cara espantosa,
tenía cuatro cuernos, cola de raposa,
colmillo de olifante, garra temerosa.

Los ojos bermellos, grandes e lucientes,


echaba por la boca llamas muy calientes;
135 al verla a Julio chocáronle los dientes,
(más querría el cuitado estar con sus parientes).

Era esta fantasma doña evolución


(aquella de que fabla el fraile en el sermón)
que a todo buen creyente produce desazón,
140 amada del ateo e del francmasón.

Ella en los infiernos su sitio tenía


e don Belzebú la favorescía;
40 JULIO CARO BAROJA

mas nuevos amantes agora quería;


a don Julio al punto raptar pretendía.

145 Tiró éste su grimorio, e comenzó a correr


nadie en este mundo podrial’ detener,
daba grandes gridos, para ensordecer,
la fantasma astrosa ya le iba a coger.

Illán que asustado aquesto veía,


150 quitóse el bonete, de hinojos caía,
con voz temblorosa que apenas se oía,
invocó tres veces a Sancta María.

No bien el mancebo a María invocó


el gallo mañanero alegre cantó;
155 la mala fantasma se desvaneció,
don Julio de un seto colgado quedó.

E ya a Illán el susto le había pasado,


al bachiller del seto había descolgado,
por la mala aventura estaba muy airado;
160 non quería fablar al brujo acongojado.

Dejóle en el mesón al ras de la aurora,


cuando casi ya era de despertar la hora,
quería rezar presto a nuestra señora,
fuese para San Gil, corriendo sin demora.

165 Bastante sonrojado a un altar se allegó,


ante la Virgen Sancta luego se arrodilló,
e con mucha humildat perdón le pidió,
nuestra mediadora al punto se lo dio.

Con semblante risueño a Illán se aparecía,


170 rodeada de ángeles, cantando letanía,
otros con sus violas facían armonía;
ella con su bondad, aquesto le decía:

«Illán yo te perdono de tu antiguo fornicio,


que, en cumplido galán, chico es este vicio,
175 mas has de abandonar antes del solsticio
a aquel que fue culpable de tu mágico inicio.
FANTASÍA OXONIENSE 41

Sabe que los vascones todos son agoreros,


brujos, nigromantes, magos y estrelleros,
a mis peregrinos dejan en los cueros,
180 e en cada calzada ponen portazgueros.

Non quiero que fagas grande penitencia,


pero has de servirme con gran obediencia;
sigue con Prichardo aprendiendo ciencia,
e una vez al año te daré mi audiencia.

185 E prepararás para tal sazón


en honor de mí una nueva canción,
con letra distinta e distinto son,
e la cantarás con gran devoción».

Don Illán cada año su canto componía


190 faciendo muchas rimas con gran maestría,
tañendo con vihuela luego lo decía,
también con el laud e la chinfonía.

En cambio don Julio a Vasconia volvió


con hechicera vieja allí se amancebó,
195 ésta al poco tiempo en asno le tornó,
sirviendo a un molinero sus años vivió.
REMEMBERING JULIAN PITT-RIVERS.
A PERSONAL NOTE

Mary Douglas

I remember Julian Pitt-Rivers when he came back to Oxford after the war.
He stood out from the other anthropology students in many ways. It was
partly because of his striking good looks, partly his elegance, which would
have distinguished him anywhere, and partly because of his princely good
manners. Debonair — I think everyone who remembers him would agree that
debonair was the word. Whereas the style of fellow graduate students was
aggressive, attacking and counter-attacking to expand their intellectual terri-
tory, he was always gentle. In those days and in that company I wonder
whether his personal charm might have worked against his pretensions to be
a serious anthropologist. It might possibly have aggravated the difficulties
he encountered when he announced his determination to do fieldwork in
Spain. Was his research project a thin cover for explorations of Spanish
food, wine, and music? Would he be trying to evade the rigours of normal
fieldwork? Would he stick to it?
In the late 1940’s and early fifties Oxford anthropologists were reading a
novel, ‘Point of No Return’, by O.P. Marquand. It was about a New England
community of bankers and business men, well-mannered people, dressed in
well-cut pinstripe suits. In strong contrast a peripheral figure lurked in the
margins of their comfortable lives, an anthropologist. He was said to have
been a caricature of the great American anthropologist, Lloyd Warner, who
not only studied Australian aborigines but also the ceremonials of modern
America. The fictional anthropologist was as uncouth and informal as the
business community was punctiliously correct. He used to intervene in their
44 MARY DOUGLAS

staid conversations with vivid accounts of exotic initiation ceremonies or


grisly funerals in far off places. The business men took no notice of him,
though I think he was supposed to be studying them. I may have got the de-
tails wrong, it is so many decades since I read it, but it is worth mentioning
just because Julian was so far off that stereotype of an anthropologist.
Whether Lloyd Warner himself was wont to flout the rituals of his own
culture, the general image of the anthropologist was probably unfair, spe-
cially in America. I recall a 1930’s group photograph of some highly esteem-
ed Californian anthropologists in the height of summer; formally dressed
in dark suits, neck-ties and black boots. Seated among them was Daryll
Forde, their London visitor, insouciantly wearing his brightly patterned
open-necked shirt and sandals. He, and not they, would have fitted the Lloyd
Warner model.
Julian Pitt-Rivers’ teachers did refuse to support his wish to do fieldwork
in Spain. The reason they gave seemed inadequate: they said for his own
sake it would be a mistake to go to the Mediterranean because there was no
theory about that region, meaning that very little research had been done
there. All the more reason, one might have riposted, to start some work in
that anthropologically unexplored place. I am interested in this set-back for
the young Julian’s project because I myself had originally wanted to study
in Italy and, on receiving the same answer, I gave way and went to Africa.
Looking back, I now see that the professors’ reasoning was valid. They
were saying that the theoretical field was underdeveloped compared with
Africa. It was quite true. The famous teachers in Oxford were Africanists:
Evans-Pritchard, Meyer Fortes, supported by Godfrey Lienhardt, and other
students including the Bohannans, John Middleton, Jack Goody, and many
others who had all taken the standard advice. Theories about the mother’s
brother’s place in kinship systems were very old and had been developed by
Radcliffe-Brown for the Southern Bantu. For a short time Max Gluckman
and the staff of the Rhodes-Livingstone Institute further filled the ranks of
Africanists in the Department. They all had a common regional interest in
each other’s work; it was vital to hear what was being discussed in seminars.
John Peristiany, the one anthropologist on the staff who actually came from
the Mediterranean, from Greece, was an East Africanist, so he was able to
join all this talk about sacrifice and divine kings, lineage segmentation,
twins, totems and other African issues. For a student working in Greece or
Spain it would have been an utterly frustrating discourse. The argument
against a student venturing into an uncharted region was about something
equivalent to critical mass.
Academically speaking, Africa was on our doorstep but Spain was remote.
A student working in those unstudied regions would be alone. And at
home it would be difficult to whip up interest among peers or seniors for a
REMEMBERING JULIAN PITT-RIVERS A PERSONAL NOTE 45

seminar topic about honour and shame or manifestations of power in Spain


or Morocco. And still more difficult to organize funding. In the end, when
Julian Pitt-Rivers showed his strength of character by persisting, he had to
solve the financial problem the time-honoured way. His family financed his
research, thus harking back to the classic period when most of the famous
anthropologists drew on private means to do their work.
I once asked him whether he missed the kind of supportive research com-
munity that Africanist students enjoyed, and got the reply that he had been
far too busy to worry about it. In The People of the Sierra it is obvious that
he loved ‘his people’, and repaid their kindnesses with a book to be proud
of. Being an Africanist myself, I ask you not to be surprised if I show much
ignorance of Mediterranean studies. For example, I find the passionate con-
troversies about honour and shame to be quite esoteric. The idea that a man
should kill his sister’s seducer is strange.
This region entertains a completely different concept of defilement. Where-
as in the Bible words meaning defilement apply to sins against God or in-
fraction of rules protecting the tabernacle, in Mediterranean countries, whe-
ther Christian or Moslem, defilement refers to personal honour, to family
honour, and to sexual behaviour — a woman’s chastity.
For this reason Pitt-Rivers’ book, The Fate of Shechem, is important be-
cause it interprets extraordinary events on this theme recounted in Genesis
chapter 34. Dinah, the only daughter of Jacob, was raped by the heir-appar-
ent prince of a neighbouring kingdom, Shechem. A tremendous row ensues:
her father Jacob, for political reasons agrees that his people will forgive and
live in brotherly peace with the people of Shechem, on one condition: they
must be circumcised. They agree and conform forthwith. All seems set for a
peaceful resolution. But Simeon and Levy, two of her brothers, go out, and
without regard for their father’s given word, they slay the people of She-
chem and lay waste the kingdom.
Julian’s book unravels the ensuing moral and cultural tangle. At the sup-
posed time of editing the book, the story would have raised two conflicting
moral issues for Israel, each equally involving shame and honour. Julian put
the Bible incident into the full context of a double-pronged honour system.
One prong was personal honour, the reputation for keeping to one’s word or
promise. The other was sexual, the defilement of a daughter of the house and
the duty of revenge.
The first was the taint on Jacob’s honour: he had promised that if they ful-
filled the condition he asked, the people of Shechem would be safe from at-
tack. So much more is lost when personal honour is gone, a man is no more
a figure to be reckoned with in politics, nothing he says can be trusted, a man
of no honour is no man. In direct consequence of the broken word, his peo-
ple have fallen into dire jeopardy. Old Jacob bemoans:
46 MARY DOUGLAS

‘You have brought trouble on me by making me odious to the inhabitants


of the land; … my numbers are few and if they gather themselves against me
and attack me, I shall be destroyed, I and my household’ (Gen. 34.30).
The avenging brothers are unmoved; for them it was an imperative, they
had no choice but to avenge the honour of their sister:
‘But they said: ‘Should he treat our sister as a harlot?’ (verse 31).
The story is wrapped in deep controversy among Bible students. On one
view the young men had sternly complied with duty, they were in the right.
If they had hesitated, how would they ever get wives for themselves? If they
were not capable of protecting their honour who would ever give them their
daughters in marriage? In John Campbell’s ethnography of the Greek Sa-
raktsani shepherds, a family might be ruined if their honour was impugned
(Campbell). In the Greek mountains their chances of getting good pasture
land were also placed at risk, as well as their lives, so penury and destitution
threatened their future if their family fell into disgrace (Family, Honour and
Patronage).
But on another view, Jacob was right. In Genesis the brothers do not have
the last word. On his death-bed Jacob curses Simeon and Levy (Genesis
49.5-7) for their lawlessness, ruthless and cruel, acting in anger instead of
with good council. His curse can be interpreted as the reason for the disin-
heritance of the Levites in Numbers (3.5 ff.) where they are introduced as a
tribe of temple servants, with no territorial or political claims. They are a gift
the Lord has made to Aaron so that they shall serve the priests. Someone
from the tribe of Simeon gets into trouble again in Numbers (Numbers
25.14). These instances suggest that the editors of the Pentateuch did not
agree that the path of vengeance was unequivocally right.
Here Julian Pitt Rivers weighs in with Mediterranean ethnography as
background of biblical honour and shame. He proposes a compromise solu-
tion to the tensions and ambiguities of the text. The two-sided dilemma has
to be expanded to include the editors of the book, their judgement makes a
three-sided conflict. The editors of Genesis know that times have changed;
a new religion is announced in Leviticus. Genesis is explicitly about an ear-
lier time. Julian Pitt Rivers recognizes a deliberate editorial time-warp where
the editors are looking back to the times of the patriarchs and reckoning
the distance covered since their time. They are now living at a time when the
laws of vengeance have been superseded. No man now has a duty to kill
his sister’s seducer; Jacob was right to berate his sons. Leviticus has chang-
ed the concept of defilement, to be focused hereafter on transgression
against the tabernacle. When there is a dispute, Deuteronomy ordains that it
shall be taken to court (Deuteronomy 17.8). The brief episode indicates
stages in social evolution.
I am sure that Julian Pitt-Rivers’s very original approach will have full rec-
REMEMBERING JULIAN PITT-RIVERS A PERSONAL NOTE 47

ognition, but not just now. The trend to insert biblical texts into the context
in which they were written is just beginning. The present focus on that par-
ticular passage is on the political hostilities between Israel and the surround-
ing peoples, without much regard for the cultural climate of those regions at
the time of editing the Pentateuch. His incursion into biblical studies deser-
ves special commendation. It is a very important book, and will be a leader
for Genesis studies. His youthful insistence on going to Spain is fully justi-
fied by the work he produced out of that experience.
Finally, for me the most brilliant piece of all is his analysis of the bull-
fight. It has always been the centre of fine literary interpretation, and this es-
say is worthy to be compared with any. What I particularly admire are the
layers upon layers of meaning which he deftly uncovers, and the poetic re-
flections he shows in the pageantry and the gallantry of the protagonist. How
flat-footed he makes us seem, those of us who have tried anthropological
analysis of gender and personhood. Sometimes the toreador is masculine,
then in a flash, he is feminine, then gender is irrelevant. Another transfor-
mation flicks round the identities of animal and man, victim and slayer.
Breathtakingly, the small becomes immense, the ring becomes the whole
universe, the entertainment is a religious sacrifice, anthropology verges on
theology.
His teachers’ warned him against being an isolated researcher in an un-
charted field. He stood up to them and insisted on making Spain the site of
his life’s work. He could dare to resist them because he knew he had it in
himself to encompass this powerful synthesis.
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA
AND JULIAN PITT-RIVERS

George M. Foster

In mid-l948 my wife Mary and I and our two children - Jeremy and Me-
lissa - were living in Washington, D.C. Two years earlier we had returned
from a l944-l946 residence in Mexico where, in addition to teaching at the
Escuela Nacional de Antropología in Mexico City, I had carried out research
that resulted in Empire’s Children: the People of Tzintzuntzan (1948). Now
I was Director of the Smithsonian Institution’s Institute of Social Anthropo-
logy (ISA). I had first visited Mexico as a tourist over the Christmas holi-
days of l936, and in the first months of l940 and l941 Mary and I had spent
time with the Popoluca Indians of Veracruz, I engaged in my doctoral re-
search. The Directorship of the ISA had made it possible for me to visit Co-
lombia, Ecuador and Peru in the winter of l947, and, accompanied by Mary,
these countries plus Bolivia, Brasil and Venezuela in the winter of l948.
These varied experiences greatly impressed me with the extent to which
the Spanish Conquest had left a common mark on all Hispanic American
countries. I wondered what kind of research might shed light on the histori-
cal processes that had produced the current picture. In the development of
anthropological theory this was the period when acculturation studies were
all the rage. With the acculturation model in mind, I concluded that a year of
research in a Spanish village in Andalucía or Extremadura (the regions from
which it was popularly believed the bulk of conquistadores and settlers had
come) would be the most productive next step in Hispanic anthropological
studies. And, after two years in largely administrative work, I was anxious
again to get to the field. But how to undertake field investigations in Spain?
50 GEORGE M. FOSTER

At this time the country was still an international pariah, because of Gene-
ralísimo Francisco Franco’s comportment in the l936-39 civil war, and his
pro-Hitler stance during World War II. I knew that in a police state an an-
thropologist does not simply arrive, pick a community, settle down and go
to work.
I decided that the appropriate action would be to go to the Spanish Em-
bassy, introduce myself, ask for the opportunity to explain my interest in
Spain, and request permission to carry out my research. So, on Tuesday,
September 28, l948, I found myself in the Embassy, talking with Pablo
Merry-del-Val, “Cultural Relations Counselor to the Spanish Embassy,” ex-
plaining my desire to do social anthropological research in Spain. I found
Merry-del-Val to be very receptive to my ideas, and supportive in every way.
He was physically a big man, a couple of years older than I, handsome, ob-
viously well-connected in Spain. How important I did not immediately rea-
lize. It was only later that I learned he had grown up in London, where his
father had been for many years the Spanish Ambassador to the Court of St.
James. Later, some years after we returned to Berkeley, he became the Span-
ish Ambassador to the United States, where he played a major and largely
successful role in restoring Spain’s image in this country.
Merry-del-Val asked me for a copy of my vita, as well as a brief statement
describing what I would like to do, which I did in a letter dated September
29, 1948. He also asked if it might be possible for me to make a quick trip
to Spain to be formally introduced to the people whose support I would
need, and whose approval would be essential. When I replied “yes,” I could
arrange to go almost on a moment’s notice, he said he would get in touch
with Madrid to make arrangements. Thus, under date of October 21, 1948 he
wrote that he had had positive and supportive news from Dr. José María Al-
bareda, Secretary of the Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
expressing interest in my project, and a desire to meet and talk with me.
By November 1 plans for my “quick trip” to Spain had jelled, and I had
a TWA ticket to Madrid and back. In 1948 civilian air travel to Europe was
in its infancy, and my flight to Madrid proved to be a striking contrast to the
7-hour non-stop flight one makes today. On Friday afternoon, November 12,
I left Washington National Airport (still quite new, and long before Dulles
had been built), on an American Airlines DC-3 flight to New York. Upon
arrival at La Guardia Airport in New York City, I transferred to the interna-
tional terminal, a small building in a corner of the airport, and boarded a
TWA 4-engined Constellation (at that time the finest commercial airliner in
the skies) with half a dozen other passengers, for a 6:00 P.M departure. We
made a scheduled stop in Boston at 7:00, but our 8:30 P.M. departure was
delayed, when one of the four engines refused to start. About 11:00 P.M. we
were told we would spend the night in Boston, and the airline took us to the
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 51

Parker House Hotel. We finally left Boston at noon the next day, 16 hours
late and, since we had such a light load of passengers and baggage, we by-
passed our scheduled stop at Gander and flew 9 hours non-stop to Santa Ma-
ria in the Azores, arriving in the middle of the night. At that time Santa Ma-
ria was a very busy airport, a stopping point for a great many transatlantic
flights. Shops were wide open all night, selling beautiful lace and embroi-
dered table cloths, blouses, handkerchiefs and the like. We reached Lisbon
at 7:00 A.M. on Sunday, November l4, and finally landed at Madrid at 11:l5.
Earlier in the fall I had discussed my Spanish proposal with my good
friend, Louis Hanke, Director of the Hispanic Foundation in the Library of
Congress, a man well known and well connected in Spain. He was most
helpful, putting me in touch with a number of professors in Sevilla but, most
important, with Mrs. Marie Cannon. Marie was Cultural Relations Officer in
the U.S. Embassy in Madrid, and godmother to a high proportion of Ameri-
can scholars who came to Spain. We immediately took to each other, and
during Mary’s and my subsequent time in Spain she was one of our closest
friends, a friendship that continued in Washington when she returned to that
city a short time after we did.
I was in Madrid November 14-22 visiting various people including José
María Albareda, a very formal and “correct” person. Among other people
with whom Marie put me in touch was José Tudela, Sub-Director of the Mu-
seo de América, who became a good friend, visiting us subsequently in Ber-
keley. But the most important person from the standpoint of my forthcoming
research to whom Marie introduced me was Julio Caro Baroja. Exactly how
I came to know about Julio, I am ashamed to say, I can’t remember, but it
was either through Maria Cannon or Louis Hanke. In any event on Wednes-
day morning, November 17, I accompanied Marie to the Peninsular Studies
section of the Consejo Superior de Investigaciones Científicas, where Julio
was working that morning, to meet him. Julio rose from his chair when we
entered, greeting us in a hesitant, rather diffident manner. Once seated
we made small talk, but I realized this was neither the time nor place for a
serious discussion of Spanish ethnography. However he agreed to see me
two days later in the Museo del Pueblo Español (of which he was Director).
I didn’t quite know what to make of our meeting. Was he really interested,
or was he just being polite? He seemed quite enigmatic to me.
When, on the appointed day I arrived at the Museo, I found him in his of-
fice, wearing a heavy overcoat, para defenderme contra el frío, he said by
way of explanation. (The Museo had no visible heating system, and in sub-
sequent months when I spent long hours in the building I was happy to fol-
low his example). I was vastly relieved to find him relatively at ease. After
the usual exchange of pleasantries, we spent a good two hours talking about
our backgrounds and training, and our research experiences and writing. I
52 GEORGE M. FOSTER

felt —and I sensed that Julio also did— that we approached the study of tra-
ditional societies in much the same way: through solid data obtained by ob-
serving and questioning people, and by familiarizing ourselves with credible
written observations of others. I described my research project as well as I
could, explaining that I hoped to arrive in September of next year (i.e., 1949)
with my wife and two small children, and spend a year in a small village in
Extremadura or Andalucía typical of the villages from which the conquista-
dores and early settlers had come to the New World. Julio listened gravely,
nodded his head and offered his help in a formal fashion. But neither of us
had any idea at the time that we would develop the close association that in
fact guided my entire l949-l950 year of research.
In many ways the most remarkable experience of my Madrid visit was the
cocktail party put on in my honor by Pablo Merry-del-Val’s mother, at the
Ritz Hotel, where she lived. Sra. Merry del-Val was an impressive woman
of 65 or 70 years, gray haired, with a commanding presence, obviously at
the top of the social hierarchy in Spain, one with long experience in bringing
people together in easy settings with a discrete agenda underlying the inter-
action. Pablo’s wife, José María Albareda and a number of other scholars
and government officials also were present, about a dozen in all. I realized
that this was not a casual courtesy, but rather a part of Pablo’s carefully or-
chestrated plan for me. Symbolically, the cocktail party put the official
stamp of approval on me and my proposed research; it reassured those who
might be concerned about an unknown person settling in a small rural vil-
lage that Foster was a “safe” scholar, someone whose research interests were
exactly what he said they were, someone who would not rock the boat of
Spanish-U.S. still-precarious relationships. As a representative of the Smith-
sonian Institution I was also seen as something more than what I felt I was
(simply an individual scholar) — i.e., as someone who might be useful in a
cultural-political context.
I was astonished at this party to find that Pablo’s mother, his wife and
then, taking their cue from these two, almost everyone present addressed
me as tu, and expected me to reciprocate. After the high degree of formality
in address that I knew in Mexico — the constant use of honorifics such as
licenciado, doctor, arquitecto, ingeniero and the like —, the easy informa-
lity of the Spanish upper classes interacting with a total stranger, was an eye-
opener. I interpreted this as a symbolic statement to the guests that I was to
be accepted at a professional level comparable to their own.
My Spanish visit allowed time for a five-day visit to Sevilla, to which I
flew on November 22. There, I met Dr. Adele Kibre, about whom I knew
thanks to Louis Hanke. Adele was working in the Archivo de Indias micro-
filming documents for the Bancroft Library of the University of California.
She was very helpful in guiding me in Sevilla, since she knew the scholars
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 53

in the University, and especially in the Escuela de Estudios Hispano-Ameri-


canos, with whom I expected to have close relationships. Louis Hanke had
also written to his friend, Vicente Rodríguez Casado, telling of my arrival
and asking for his help for me. Among the people at the Escuela I met
through the good offices of Louis and Adele were José Antonio Calderón Qui-
jano, Librarian of the Escuela, Manuel Hidalgo Nieto, Antonio Muro Ore-
jón, Enrique Marco Dorta, Manuel Giménez Fernández, and Vicente
Rodríguez Casado. I kept in touch with these people for some time, but as
matters turned out, I had much less professional contact with them, and with
Sevilla, than I expected at this time, when I was still thinking of a Tzint-
zuntzan-type community study, probably in Andalucía. I also made the ac-
quaintance of Cristóbal Bermúdez Plata, Director, and José de la Peña, Sub-
Director of the Archivo de Indias where, at the time, I had assumed
—erroneously, as it turned out— that I might be doing a good deal of re-
search.
By now I was feeling overwhelmed by the magnitude of what I had bit-
ten off. How was I going to find the appropriate village in Andalucía or Ex-
tremadura, in which to settle for a full year shortly after arriving in Spain
early in the following autumn? Increasingly I felt that it was essential for
Mary and me to spend several weeks scouting the area so that we would
know the community we assumed would be our home for a year. But how to
accomplish this plan? This problem was uppermost in my mind as I flew
back to Madrid on November 27. During the three remaining days before my
return flight I called on various people, including José María Torroja y Mi-
ret, “Secretario Perpetuo” of the Real Academia de Ciencias Exactas, Físi-
cas y Naturales, who told me of the Centenary Celebration of the Academy
to be held the following April, and asked me if the Smithsonian Institution
might send a delegate. To me this news looked like manna from heaven. If
the Smithsonian would send a delegate to the Centenary Celebration —and
who could better represent the Institution than I?— extra time prior to the
meeting could be taken to find a suitable village.
I departed Madrid on Wednesday evening, December l, on a TWA
non-pressurized DC-4. It was a long haul: 2 hours to Lisbon, then 6 hours
more to Santa Maria, followed by an additional l0 hours for the l700 miles
to Gander, and a final 6 l/2 hours to La Guardia —27 l/2 hours in all— to be
met by Mary and my parents. My legs, I remember, were like ice, heavy as
lead. Bed that night at the hotel in New York never felt so good.
To make a long story a bit shorter, back in Washington I found that Alex-
ander Wetmore, Secretary of the Smithsonian, was happy to name me de-
legate to the Centenary Celebration of the Real Academia. Pablo also was
highly supportive of the plan to make a survey prior to beginning the year-
long project. So Mary and I booked passage for ourselves and our car (a
54 GEORGE M. FOSTER

Chevrolet sedan) on the Italian Line’s Vulcania, sailing from New York on
March 4, 1949. In the immediate post war period, when production of Eu-
ropean cars was still far short of meeting demand, and when almost all trans-
atlantic crossings were by ship, it was common for Americans who planned
to drive a good deal in Europe, to take their car with them; as I recall the cost
was $100 each way, a relatively small price even in those far-off times.
The Vulcania sailed from New York at noon on March 4, l949 and arriv-
ed at Gibraltar at 10:00 P.M. on March 11, and the next day we drove across
La Linea into Spain. Thus began one of the most interesting periods in our
lives: the exploration of parts of southern and western Spain, searching for
a “typical” community in Andalucía or Extremadura, that preserved suffi-
cient sixteenth century Spanish cultural forms to provide a “base-line” for
comparison with Spanish American culture.
It was during this trip that we first met Julian Pitt-Rivers who, with his
wife Pauline, had just begun research in Grazalema, the town 15 miles
northwest of Ronda that he calls “Alcalá” in his classic The People of the
Sierra (1954). For the life of me I can’t remember how we learned about
each other. In any event, he telephoned us at our hotel on March 26 saying
he and Pauline would be in Sevilla on the 28th and would like to meet us.
So, before taking off for Badajoz at noon that day we called on them at their
hotel, fittingly enough the Inglaterra. The Pitt-Rivers were a striking cou-
ple: he tall, handsome, with an open face and an easy manner in meeting peo-
ple; she an exceptionally attractive young woman, with that lovely British
“peaches and cream” complexion that seemed almost unreal in its perfec-
tion. Only later did we learn of her theatrical heritage: she was the daughter
of Hermione Badgley, who played the unforgettable “Mrs. Bridges,” the
cook in the telenovela, Upstairs, Downstairs. The four of us liked each oth-
er immediately, and we made plans to visit each other when we returned in
the fall, they already in Grazalema and we in an as yet unselected commu-
nity.
After spending the following three weeks in Huelva, Badajoz and Cáce-
res provinces Mary and I arrived in Madrid on Easter Sunday, April 17
where we remained until May 1, when we left for Gibraltar and the return
voyage to New York. During these two weeks, in addition to the Centenary
celebration of the Real Academia, Julio and I worked out plans for joint re-
search beginning in September when the four Fosters would appear in Ma-
drid. These plans proved to involve far closer cooperation than either of us
had expected during our earlier meetings. By this time Mary and I had con-
cluded that, in view of health and educational problems it would not be wise
to settle with the children in a remote village lacking in most creature com-
forts. Also, by this time I realized that an in-depth study of a single commu-
nity, however interesting, would not be representative of all Spanish culture
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 55

that had impinged upon the New World, and that with my acculturation mod-
el in mind, I must cast my net more widely. My analyses of the data in the
Catálago de Pasajeros a Indias and other sources from the Archivo General
de Indias in Sevilla (Foster 1952) had convinced me that the popular belief
that the emigrants were largely Andalusians and Extremadurans was errone-
ous, and that, consequently, significant cultural influences in the New World
could be expected as well from many other parts of Spain. Hence, I gave up
the idea of an ethnographic study of a single village in favor of a library
–cum— field survey approach.
The plan of joint studies that little by little evolved specified that Mary
and I and the children would return to Madrid in September, renting a
house for a year. I would spend much of my time in the city, taking advantage
of libraries and bookstores, to familiarize myself with the literature on Span-
ish ethnography, to which Julio would serve as guide. Then, as often as we
thought worthwhile, he and I would make excursions by car to different
parts of the country, and particularly to Andalucía and Extremadura (the
parts of Spain Julio knew least well first hand), gathering such data as could
be picked up “on the fly.” The plan seemed advantageous both to Julio and
me. I, of course, could count on the guidance of the most knowledgeable of
all Spanish anthropologists, both in the field and in Madrid. For Julio it
meant the opportunity to visit parts of his country with relative ease that,
without a car, would be extremely difficult. And, in the following year our
joint research worked out very much as planned, to our mutual satisfaction.
Caro Baroja describes the plan thusly: “Venía él [Foster] con la idea de
llevar adelante un estudio comparado de la cultura popular en España y
América española, empresa difícil y larga. Me propuso hacer los trabajos
preliminares en colaboración, para que cada cual luego utilizara los datos
a su modo. Aparte de las tareas, que tendrían como centro el Museo, haría-
mos viajes por toda España. En América se encargó él de buscar fondos y
los halló para él y para mí.... A fines de1949 comenzamos las excursiones,
de las que tengo un diario bastante cargado de informes curiosos, pero es-
trictamente técnicos. Conservo también de ellas muchísimos dibujos. A Fos-
ter le interesaba, ante todo, el Sur de España, tierra que era la que yo co-
nocía menos...” (Caro Baroja 1972:440-41).
I remember very little about the Real Academia Centenary meetings that
began on Sunday, April 24. They consisted largely of lectures in the late af-
ternoons and evenings, leaving most of the days free for book shopping and
other activities. On Wednesday, April 27, the Ayuntamiento of Madrid held
a reception for the delegates and, the same evening, there was a concert by
the Orquesta de Cámara de Madrid, beginning at 11:00 P.M. and concluding
two hours later! On Friday a grand banquet was held at the Ritz Hotel. This
gave the delegates opportunity to display their awards. Most wore sashes
56 GEORGE M. FOSTER

like those of Latin American presidents, and various stars and other medals
were draped around their necks. I, in a simple dinner jacket, felt I must be
making a very poor impression of the level of American science! The final
session, the clausura, was held on Saturday, April 30, with General Fran-
cisco Franco presiding. Following the final acts, the delegates line up to
shake the General’s hand. What struck me most forcibly about this
formality was that Franco did not look directly at the person whose hand
he was shaking, but rather always watched the delegate he was about to
greet.
Mary and I left Madrid on May 1 and, after stopping in Granada and To-
rremolinos, reach Gibraltar on May 5, sailing on the Vulcania on the 6th, and
arriving in New York a week later. Accompanied by our children, Jeremy,
10, and Melissa, 7, we returned to Spain the following September, by way
of Marseille, sailing on the 6th on the American Export Lines’ Excambion, a
9,000 ton combination passenger-freight steamer. At a leisurely 17 knots and
400 miles a day we reached the French port in 10 days. We drove to Madrid
via Barcelona in our new Pontiac station wagon (a model known in Spain as
a rubia) arriving on September 21.
After a relatively short search we found a comfortable house in the El
Viso district at Calle Tajo, 6 into which we moved on October 3 The follow-
ing day I began my study in the Museo del Pueblo Español, reading and
taking notes on the Vascongadas, preparatory to our first excursion. Julio
and I left Madrid Tuesday morning, October 11, a lovely crisp fall day and,
passing through Burgos, San Sebastian and Irun, arrived at Vera de Bidasoa
at 6:30, a run of 500 kms. Here we stayed in the Casa Itzea, purchased by
Julio’s uncle, the novelist Pío Baroja in 1912, and currently the home of Ju-
lio’s Tío Ricardo Baroja, the painter, and his American-born wife, Carmen,
who spoke excellent English.
During the following four days I had ample opportunity to try out my re-
search plan. An elderly Basque farmer, a friend of Ricardo, generously offer-
ed to serve as informant, and from him I learned about Basque farming and
bee keeping. One morning Julio and I drove the short distance to Echalar, a
pass in the Pyrenees on the Franco-Spanish frontier where doves were net-
ted as they flew south to warmer climes. Another day we drove to Aranáz,
and hiked for an hour to reach a small caserío locally noted for the produc-
tion of Basque wooden dishes and bowls. On Sunday morning, October 16,
we left Bidasoa in la rubia and, passing through Pamplona, Soria and Me-
dinaceli had covered the 500 kms to Madrid by 6:00 in the evening.
Our next excursion was determined by my desire to compare Spanish and
Spanish-American Todos los Santos observances. When I told Julio of this
interest he immediately said that a small village called Hoyos de Espinosa,
in the Sierra de Gredos, was the ideal place to be. We left Madrid on the morn-
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 57

ing of October 3l, stopped in Talavera to ask about great strings of maize we
saw hanging on barn walls, and turned north into the Sierra de Gredos, rea-
ching the barn-like stone Parador Nacional de Gredos about 4:00 in the af-
ternoon. After registering in the Parador we drove the short distance to Ho-
yos de Espinosa, where we visited the church and asked about what to
expect, and when. “Come back tomorrow”, was the answer to our question.
So the following morning, we returned for la misa, and remained until well
after dark. Following the mass the priest blessed the tombs inside the church.
After his noon meal he spent several hours blessing the tombs outside the
church. Nothing unique about these activities. Then, about four o’clock in
the afternoon we heard the bells, tolling in a small tower behind the church.
First came the unmarried girls, from perhaps ten years of age, each giving
the bell rope two or three heavy heaves. Then, it was the turn of the boys and
unmarried young men, and finally, pair by pair, married people of all ages.
Fires appeared on the hillside, and in the village as well. Early in the eve-
ning children gathered around the fires roasting chestnuts, while later the
older boys and unmarried men spent much of the night cooking food brought
to them by townspeople on their way to the bell-tolling. This is much like
the night in Tzintzuntzan, where boys and young men spend the night of
Nov. 1 tolling the church bells and tending the bonfires on which they cook
meat and other foods given them by older people.

Grazalema, 1949.
Julian y Pauline, 1949. (Gentileza de George M. Foster).
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 59

Julio met Julian and Pauline Pitt-Rivers for the first time on our first
foray into Andalucía in November, 1949. Leaving Madrid on Nov. 9 we
drove to Córdoba where we spent two days, followed by five days in Bu-
jalance, then Pozo Blanco and to Sevilla, and finally to Grazalema Nov.23-
25. Our visit with the Pitt-Rivers stands out clearly in my memory. We
arrived about one o’clock in the afternoon, after a wild and stormy drive
from Sevilla. As I wrote to my parents several days later, “They have
taken a house a couple of miles from the town, in a small, thickly-settled
valley, and fixed it up with almost all of the comforts of home, and expect
to remain a year or longer. I am quite envious of their living arrangements.
Grazalema is in one of the loveliest parts of Spain, the Sierra de Ronda,
3,000 feet high, with higher mountains in the background. It is cold this
time of year, but very pleasant the rest of the time. We stayed until Friday
morning [Nov. 25], sleeping in the simple country inn in the village, and
taking our meals with Julian and Pauline. We had lots of good conversa-
tion with them.”
I particularly remember Julian recounting his wartime experiences in mil-
itary service in the North African campaign. He was assigned to a unit that,
every night following the day’s fighting, would go out with trucks equipped
to carry small tanks worth salvaging, and to tow larger ones back, to work-
shops behind the lines. Julian told of his adventures as if it were the greatest
sporting event imaginable. Only then did I fully appreciate the British
“gamesmanship” metaphor for life, the “life is a game” model that structu-
res premises and behavior of the upper classes.
Julio was smitten by Pauline’s charms. At the time he was engaged to a
young woman “media extremeña, media asturiana” with whom he broke re-
lations a few months later, after his mother died, in June, 1950. I met her
twice, quite by accident the first time. I had stopped to pick up Julio at the Ba-
roja flat on Calle Alarcón, and she was standing in the hall when I entered.
Julio introduced me to her in a perfunctory manner. She struck me as a pretty
young woman, rather small, with lovely light brown hair. But after three
years of noviazgo, Julio’s ardor had cooled, and he was feeling trapped. So, af-
ter a few awkward moments, he hurried us out of the flat and on our way. But
Pauline was different, and he admired and worshipped her from afar. Julio
was accustomed to speak of pretty young women in a somewhat disparaging
tone as chicas, or muchachas, but I never heard him speak of Pauline in this
way. She was always una señora, usually qualified as encantadora, bella,
muy bella or other similar adjectives.
The day of our arrival Julio and I returned to the inn about ten o’clock,
and after a cold night were happy to find sunshine in the morning. After
breakfast of churros and café con leche in the local cafe, before returning to
the Pitt-Rivers house we spent time strolling the town, I taking pictures of
60 GEORGE M. FOSTER

scenes that interested me, and Julio striking up conversation with both men
and women, something that he was able to do with apparent ease.
The town reminded me of Machu Pichu, in Peru, set against a high, bare
peak, with ruined stone walls of deserted houses all around. I was fascinated
to find three men spinning rope with taravitas (also Caro Baroja 1993:90,
Fig. 53) very much like the taravías I had encountered in Tzintzuntzan, Me-
xico. Other New World parallels we discovered included beliefs about
the phases of the moon in relation to processing growing things: e.g., pig
slaughtering, felling trees, and digging up potatoes should be undertaken
only during la luna creciente. If these activities were carried out during la
luna menguante we were assured, the hams and bacon hung to cure would
shrink badly, the wood decay, and the potatoes quickly rot. Grazalema, we
were told, had an abiding hatred of Ubrique, which had grown more than
Grazalema in recent years. Everything about this town, and especially its
inhabitants, were thought to be bad. This characteristic of each town having
a special dislike of another comparable community appeared to be quite
common in Spain, and it is characteristic of Mexico, too.
We spent the afternoon and evening of the day exploring with Julian and
Pauline, the neighborhood around their house. It proved to be a living mu-
seum of the economic life of a century or more earlier. The first object that
caught our attention was a simple water driven turbine flour mill of a type I
have seen in a number of Latin American countries. Next we visited an an-
cient beam wine press (Caro Baroja 1993:92 Fig. 50), a screw-beam type
essentially the same as ancient olive presses. And, when we learned that one
of the olive oil mills was called Los Batanes we listened in fascination as Ju-
lio described how water-powered batanes (hammers) pounded the heavy
woolen cloth woven in earlier times to a felt-like consistency. I knew the
process from Mexico, where the traditional skirt of Purepecha Indian wom-
en was known as batanada.
Julio’s skill in capturing the details of anything he drew was apparent to
Julian and me, and we both envied the easy way he sketched everything
from communities (1993:84, Fig. 47, Grazalema) to individual and groups
of houses (Ibid:87, Fig. 50), to house facades and rejas (Ibid: 88-89, Figs.
51 & 52). We were guests of the Pitt-Rivers for both the noon and evening
meal that day, as well as for breakfast the following morning, after which Ju-
lio and I said goodbye to them, and continued on our way to Cádiz and Huel-
va, before returning to Madrid on December 7.
Mary, the children and I drove to Superbagneres, a ski resort in the French
Pyrenees, for Christmas and New Year’s, returning on Jan. 3, 1950, spending
the rest of the month in Madrid. The Pitt-Rivers also were away during the
Christmas holiday, and when they returned they stayed in Madrid for a num-
ber of weeks, which gave all of us, including Julio, an opportunity to become
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 61

better acquainted. Thus, on January 22 Julian and I went book shopping,


while on the 27th of the month both Pitt-Rivers, as well as Julio, José Tude-
la and Marie Cannon came to Tajo 6 for dinner. On February1 Julian drop-
ped in for a drink, and on the spur of the moment I invited him to accom-
pany Julio, Mary and me the following day for the Candelaria observances
in Horche (Guadalajara), after which we had lunch in the Baroja granja in
Tendilla (Caro Baroja 1972:430-431) before returning to Madrid the same
evening.
This excursion was followed by two others in quick succession. The next
day —February 3, the day of San Blas— Julian, Pauline, Mary and I drove
the 75 miles to Almonacid del Marquesado (Cuenca), for a notable fiesta
with devil dancers in the church, threatening and shouting insults at the ima-
ge of the virgin. (Julio describes this fiesta in l968:87-114, and also in Re-
vista de Dialectología y Tradiciones Populares 21, 1965).
And on Feb. 5, the Day of Santa Águeda Julio, Mary, the Pitt-Rivers and
I drove to Zamarramala (Segovia), for the Fiesta de las Alcaldesas. Julio had
assured us that this was one of the most interesting simple fiestas in Spain,
and he promised us we would not be disappointed. Nor were we. This fies-
ta follows an inversion model: Es el día cuando mandan las mujeres, we
were told, and the wives of the alcaldes —las alcaldesas— were dressed ap-
propriately.
We were all together again on Friday, February 10, at a tertulia at Julio’s
home. His uncle Pío, the novelist, was in fine form, fulminating against
Spanish musicians and their (in his opinion) lack of creativity. A composi-
tion —Madrid— by a Cuban composer was, at the time, the canción most
frequently heard on the radio “We are reduced,” he growled, “to depending
on former colonies for our popular music of today”.
Julio and I made our second trip to Andalucía from February 16 to March
9. Our first stop was Valencia, where we spent three days before continuing
to Denia, via La Albufera, and then to Alicante via Cabo de San Antón. We
reached Murcia on February 22, passing through Santa Pola, Elche and
Orihuela en route. While in Murcia we visited Cartagena and the Mar Me-
nor, as well as a huge noria of Near Eastern type in the Río Segura. We then
spent a couple of days in Almería on our way to La Alpujarra where, quite
by accident, we spent three days in a tiny village called Yegen. We drove into
the plaza in the early afternoon, and were warmly received by several men,
who answered our questions about life in the village in an open and friendly
manner. We thanked them and drove on several kilometers toward Málaga,
where we planned to spend the night.
Suddenly I stopped the car and asked Julio, “What do you think of the
idea of spending several days in Yegen?” He liked the idea, but couldn’t
make up his mind, vacillating for five minutes or more, weighing the attrac-
62 GEORGE M. FOSTER

tions of this unusual village against those of Málaga, which he had been
looking forward to with great anticipation.
Yegen won out and we returned for three days. Only then did we realize
that the town had been the home of Gerald Brenan, whose South from Gra-
nada was already an English language classic on Spain. I was asked by one
of our guides if Don Gerardo was my friend. “Don Gerardo, I thought to
myself. “¿Quién será?” Suddenly the light dawned: “He’s speaking of Ger-
ald Brenan,” I realized. I confessed that I did not know Don Gerardo per-
sonally but that I was a great admirer of his writing. “Would you like to see
his house?” asked my new friend. An affirmative answer brought us the tour
of Brenan’s house, kept as a kind of museum. Against the wall of the small
living room was a simple wooden bookcase of three shelves, perhaps four
feet wide. “It was filled with books,” we were told. That a man would have
so many books was almost incomprehensible to the local people. Brenan had
lived with a local young woman by whom he had a child. When he moved
to Málaga, we were told, he took the two with him. He had since left Mála-
ga, but continued to provide for the woman and his child. For this he was
greatly admired (See Caro Baroja 1993:179-199 para datos sobre La Alpu-
jarra y Yegen).
This trip terminated March 9 in Madrid, after brief visits to Málaga, Úbeda,
Jaén and La Carolina, the last-named one of the grid-planned towns founded
in the Sierra Morena by Carlos III in the 1760s and 1770s. (Caro Baroja
1952).
We were in Madrid until the beginning of Easter Week, April 3-8, when
Julio and I drove to Córdoba, where we remained until Wednesday. On that
day we continued the short distance to Puente Genil, to observe the proces-
sions of biblical characters for which the town was famous. This was the
most amazing experience of my entire year in Spain. Since Julio has describ-
ed in detail the events we witnessed (Caro Baroja l957a, RDTP 13: 24-49;
and 1993: 419-460) I will not attempt to summarize them.
Julio and I, after saying goodbye to our friends, left Puente Genil at noon
on Sábado de gloria and arrived in Madrid at 11:00 PM, after a hard drive
of 480 kms. For the next week I represented the Smithsonian Institution at
the Tenth Anniversary Celebration of the Consejo Superior de Investigacio-
nes Científicas (CSIC). The plan of the program was very similar to the Cen-
tenary celebration that I had attended just a year earlier, including the clau-
sura presided over by General Franco and the shaking of hands ritual at
which, as on the earlier occasion, he looked not at the person with whom he
was shaking hands, but rather at the one next in the line.
During this period I hardly saw Julio who was very preoccupied by his
mother’s failing health. My parents arrived on a TWA flight on April 11, and
a week later they, Mary and I, and our two children set out in la rubia for
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 63

Córdoba, continuing to other stopping points in Andalucía including Grana-


da, Ronda, Algeciras, Cádiz & Jerez to Sevilla. There, on the 27th Julio arriv-
ed by train and my parents, Mary and the children left for Madrid by rail the
following day. On the same day Julio and I left Sevilla for Huelva Province
to observe three remarkable small town fiestas:
1). April 29-May 2, Puebla de Guzmán, La Fiesta de la Virgen de la Peña;
2). May 3-5, Alosno, La Fiesta de la Cruz.
3). May 6-9 Cerro de Andévalo, La Romería de San Benito.
Again, because Julio has described these events so thoroughly, I make no
attempt to describe our participation in them. (Caro Baroja 1957b, and
1993:451-508).
I saw very little of Julio in May; the end was nearing for his mother. On
May 17 he came to the house for tea with his novia, and with Julian Pitt-
Rivers who, with Pauline, was in Madrid for a short time. Julio and Julian,
accompanied this time by Pauline, came by the following morning, the Pitt-
Rivers to say goodbye since it seemed unlikely we would cross paths before
we left for home. Julio’s mother died near the first of June, and we attended
her funeral on the fifth of the month. His description in Los Baroja of the de-
pression that afflicted him following her death is no exaggeration. He strug-
gled valiantly to carry on and Mary and I thought he was going to succeed.
On the twelfth of June he went with us to the Feria del Campo, but at the
last moment he withdrew from a planned one-day outing to Madrigal de las
Altas Torres, a small city about which he had often spoken: the plan of the
community was an almost perfect circle, marked by a still-intact medieval
wall. Mickie and I therefore made the trip without him. Then, five days lat-
er Julio came to our house on Calle Tajo for a stimulating afternoon discus-
sion of bibliographical matters, and two days later he joined Mary, Jeremy,
José Tudela and me in an exhausting two day trip June 23-24 to San Pedro
Manrique (Soria) to see the San Juan ritual of fire walking. At midnight on
June 23 men, in response to a vow, take the half dozen steps needed to walk
barefoot the length of a bed of white hot coals, carrying someone on their
shoulders. It looked so simple and straightforward that, when one of the
walkers invited Jeremy to pisar las ascuas with him by riding on his shoulders,
we unhesitatingly gave our permission. (See Caro Baroja l950, and Foster
1955 for accounts of this fiesta).
This was the final excursion that I made with Julio; the depression occa-
sioned by the death of his mother won the battle for the time being. I conti-
nued to work in the Museum, and with my family made two memorable
trips, the first to Portugal and Galicia, and along the Bay of Biscay coast as
far as Santander, and the second to Mallorca, where I made a side expedi-
tion to Ibiza. On July 30 Jeremy and I took the Sud Express to San Sebas-
tián where the next day we met Julio and his brother, Pío. I was relieved to
64 GEORGE M. FOSTER

find that he appeared to be happier and in better health than at any time
since his mother’s death. Vera, and the Casa Itzea, were working their magic.
We hired a small car and spent a very pleasant day driving through fishing
villages to Zarauz and return. This was the last time I saw Julio until his
visit to Washington, D. C. 15 months later.
By September we were ready to return home. On September 4 Julian was
again in Madrid, and came out for dinner and the evening, for what turned
out to be our last encounter until August of 1956, when he came to Berke-
ley to teach during the fall term at the University of California. The next
morning we closed the house, loaded la rubia, and headed south to Gibral-
tar where, after stops in Granada and Marbella, we boarded the Saturnia at
4:00 AM on September 11, arriving in New York on September 19, 1950.
Thus ended one of the best years in my life, made particularly memorable
by the friendship of Julio Caro Baroja and Julian Pitt-Rivers.
I saw Julian only once after he and his second wife, Margo, had spent the
fall term 1956 in Berkeley. In late August 1961, Mary, Melissa and I were
driving in southern France, visiting Paleolithic cave sites and bastides. We
knew that Julian had acquired a chateau at Fons, in Lot, and had been invit-
ed to visit him there when we were in France. So on the afternoon of Au-
gust 24 we arrived at a regal edifice where we were warmly welcomed by
Julian and Margo and shown to our rooms. The other guests were English,
so we had little opportunity to reminisce. I remember we were a bit embar-
rassed because we did not have formal dinner attire, as did all of the other
guests.
Two days later we were with Julio under more relaxed conditions. This
was the first time we had been together since his visit to Washington, D.C.
in the autumn and early winter of 1951. After leaving Julian and Margo we
spent a night in Bayonne, and on the following day —August 26— crossed
the border at Irún and continued up the Bidasoa River to Vera where Julio
was spending the summer, where we were his guests at the Casa Itzea for
two nights. Although he had lost his two uncles since we had last seen him,
and was now the senior representative of his small family, he appeared to be
in excellent spirits. We took a long hike with him through the countryside,
stopping in a pleasant glade where he played his chistu which so amused
Melissa —a flute player— that he bought one for her the following day
when we drove to San Sebastián.
I was with Julio only once after this visit, on October 20 and 21, 1987.
I was on my way to a medical anthropology conference in Sitges, and stop-
ped in Madrid to see him. The first day we spent in the city, strolling along
the Gran Via and through the Retiro, to Julio’s flat where he lived with his
brother, Pío and his wife, Josefina, and their two children, Carmen and Pío,
the third male in the family to carry that illustrious name. The next day we
RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS 65

rented a small car and drove to Segovia via the old highway winding
through Navacerrada – which we both remembered from many trips nearly
40 years earlier. In Segovia we parked near the aqueduct and walked to the
cathedral and the Alcázar, ending up in the plaza at the restaurant La Tau-
rina, where we had a huge meal of huevos flamencos, merluza and flan.
Then, after coffee, we took the new highway back to Madrid, in a fraction
of the time the old road required. We talked about many things: people we
had met during our earlier expeditions (such as Julian and Pauline), and
experiences we remembered from those far off days (the Puente Genil pro-
cessions of Holy Week came to mind). In one way it was a bitter-sweet oc-
casion, for we both sensed we would not see each other again. Yet in a
broader perspective we both felt fulfilled by our two brief days together,
that they were a fitting closure to a 39-year-long friendship. Julio, as the
photograph shows, was still in good health, pleased with the recognition
election to the Academia Nacional had brought him, and more at peace
with himself and the world than I had ever previously seen him. And that
is the satisfying memory I carry with me, of a remarkable scholar and a
dear friend.

George M. Foster y Julio Caro Baroja en El Alcázar, 1987.


66 GEORGE M. FOSTER

Bibliography

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Ediciones Península. Seminarios y Ediciones.
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Málaga, Colección “Monografías”, n.º 5.
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D.F.: Smithsonian Institution, Institute of Social Anthropology, Publ. n.º 6.
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Pitt-Rivers, Julian A. 1954. The People of the Sierra. London: Weidenfeld and Ni-
colson.
II
DE RITUALES Y PASIONES
REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL

Carmelo Lisón
Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

El 19 de Noviembre de 1986 tuve el honor de presentar al Profesor J. Pitt-


Rivers en el Salón de Grados de la Facultad de Ciencias Políticas y Socio-
logía. Además de inaugurar la Cátedra de Antropología Social José M. Cor-
tell, el acto académico, con la presencia de autoridades y del Primer
Secretario de la Embajada Británica, tenía por objeto imponer la medalla de
la Universidad Complutense al Profesor Pitt-Rivers en reconocimiento de su
trabajo de campo pionero en España y de sus aportaciones teóricas a nues-
tra disciplina. El homenajeado se revistió de la palabra para hacer gala de sus
conocimientos antropológicos y probar una vez más la pertinencia del testi-
monio admirativo del auditorio que llenaba la sala.
Años más tarde, el 15 de mayo de 1997, esta vez en Aix-en-Provence,
compartí mesa presidencial y discurso con Julian durante la celebración de
un coloquio —su último, creo— en el que su persona volvía a ser el centro
de apreciación y deferencia por sus méritos antropológicos. Alguien del au-
ditorio nos llamó abuelos de la Antropología mediterránea lo que indicaba
que el ceremonial de reconocimiento hacia Julian iba con el merecimiento
personal y con la edad. La estructura ideal de esta liturgia fue la misma en
ambas ocasiones pero la realización concreta considerablemente diferente.
El rito es una actividad humana esencial y primitiva, una forma original de
lenguaje. Pero el situs, el contexto, los actores y la finalidad añaden no sólo
variación sino complejidad a la celebración: inspira y crea una forma con-
creta de significado. La presentación de la personalidad y los otros discursos,
siempre laudatorios, van todos dirigidos a resaltar y honrar al último actor-es-
70 CARMELO LISÓN

trella que responde en inflexión personal pero con modestia protocolaria y


otros ficta al honor que se le tributa. Al terminar se le impone la condecora-
ción. El acto privilegia el momento y la persona mucho más que la academi-
cidad del discurso que acaba de pronunciar el homenajeado; este ritual trans-
ciende los contenidos científicos del último orador. La cualidad gnoseológica
ritual va por otro camino: el agasajado se presenta y representa en pública ex-
hibición, habla en autognosis, en conocimiento y reflexión sobre sí mismo,
en una autoconcienciación —a la que le induce el rito— mucho mayor y más
intensa que la ordinaria o, en otras palabras, la autopresentación formal y au-
toestima vienen en parte provocadas y manifestadas por y en la ritualización.
El ritual refiere y auto-refiere, y esto en varios sentidos. A sugerir brevemen-
te retazos cortos de estas dimensiones va dirigido este ensayo barroco.
Desde hace tiempo me ha fascinado la España de los Siglos de Oro por su
riqueza de posibilidades antropológicas. A la estructura ritual de la monar-
quía de los Austrias dediqué un breve estudio (Lisón 1991), pero mundo éste
de pequeños mundos, permite nuevas exploraciones de su múltiple ceremo-
nialidad desde un ángulo de visión antropológica. Esto es lo que me pro-
pongo hacer en las líneas que siguen, reactivando una escena que tuvo lugar
hace 365 años y en la que los principales actores fueron Felipe IV, el Con-
de-Duque de Olivares y el pueblo madrileño.
Felipe IV era simultáneamente rey, conde, duque, señor, etc. en un em-
brollo de poderes, con diferentes títulos, sobre un conjunto de países, regio-
nes y ciudades que no sólo se gobernaban por variedad y complejidad de sis-
temas jurídicos y articulaciones políticas sino que además hablaban
diferentes lenguas y practicaban religiones exclusivas. Como sucesor de
«setenta y tantos reyes» S.M. era rey de muy distinto modo y manera, pero
como «rey de reyes» (Galazo 1996) ocupaba el vértice de la monarquía que
aglutinaba el Imperio presidido por la corte regia que, con su monumenta-
lismo festivo-teatral y con su hierático y pomposo ritualismo, apuntalaba la
monarquía. Las celebraciones y ceremonias cortesanas marcaban los pelda-
ños en la pirámide de prestigio; la jerarquía personal, el servicio y la estima
regias se hacían materialmente visibles en el espectáculo que ofrecían las ca-
pas, vestidos, emblemas, condecoraciones, perlas, bandas, trajes, sombreros,
bengalas y recompensas que a su vez iban con y marcaban espacios y, en
conjunto, conformaban una superestructura simbólica colosal que se esceni-
ficaba también en las plazas y por las calles de la capital en salidas regias
(con maceros, trompetas, atabales, pajes, libreas, lacayos, reyes de armas) y
procesiones, y con juegos de cañas, máscaras, toros, fuegos artificiales y
otras maneras cortesanas de diversión.
El segundo personaje, pero principal en este ensayo, es Olivares, el vali-
do de Su Majestad, «la sombra del rey» según autores anónimos contempo-
ráneos, que actúa pro rege, cabalga al lado del rey y hasta viste la misma li-
REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL 71

brea. Bajo su mandato van en auge los protocolos cortesanos y las recepcio-
nes y salidas regias; Don Gaspar inunda a Madrid en fiestas, regocijos y di-
versiones. Insaciable en la acumulación de poder suma a su privanza la flor
de cargos palatinos: lugarteniente general del rey con mando de los ejérci-
tos, capitán general de caballería de España y caballerizo mayor, consejero
de Estado, tesorero de la Corona de Aragón, canciller mayor y registrador de
las Indias, sumiller de corps o camarero mayor, grande de España, etc. Como
esta posición la consigue por ser el favorito del rey la oligarquía nobiliaria
resiente el nombramiento y se lo hace notar con «disonancia de cortesía». En
cuanto caballerizo y sumiller organiza la vida del rey dentro y fuera de pa-
lacio; en cuanto primer ministro trata de conseguir mayor centralización y
unificación de poder bajo la corona, posición y empresa minadas por la opo-
sición nobiliaria y política que logró su caída.
Indispensable para el ritual que voy a describir es el pueblo madrileño,
público activo, sensible observador y discriminador de sucesos cortesanos,
nacionales e internacionales y que participa, además de con su presencia,
con voces y gestos en las salidas regias; puebla la calle y domina el espacio
público. Y contrariamente a lo que podría hoy esperarse logra acceso perso-
nal al rey en la calle y penetra sin previo aviso en el interior de palacio.
Cuando a principios de septiembre de 1638 el ejército de Condé sitia Fuen-
terrabía, «el sentimiento y desconsuelo general de toda esta corte (Memorial
XV:21) no se puede referir pues hasta la gente más inferior lo manifestaba
en los semblantes. Todo era visitar santuarios, hacer plegarias en todas las
parroquias y Conventos». Pero al anochecer del viernes 10 llegó un correo
que fue inmediatamente advertido por los nocherniegos callejeros cuando
bajaba por la Red de San Luis; «le fue siguiendo tanta gente» que «cuando
llegó a casa del correo mayor, le cercaron más de 300 personas, diciendo que
no había de pasar de allí, si no les decía las nuevas que traía. Él entonces dijo
a voces: “El Almirante está en Fuenterrabía, y ha rompido el ejército fran-
cés”. Con esto le tomaron en hombros y fueron corriendo la calle abajo con
grandes gritos y algazara, diciendo: “¡Viva el Rey de España y el Almiran-
te!” y de esta manera le llevaron hasta subirle dentro del cuarto del Rey.
S.M. abrió las cartas y en leyéndolas... se salió al salón grande de Palacio,
porque la gente que cargó de todo género fue tanta, que los alabarderos no
podían detenerla, porque los comenzaron a apedrear, y el Rey mandó que les
dejaran el paso franco». «En la plazuela de Palacio se juntaron más de 2000
mujeres en cuerpo, capitaneándose unas a otras, con grandes voces y de-
mostración de regocijo. El tropel de hombres que allí se juntó, acudió á la
cueva donde está el vino de S.M.; hicieron que se les abriese..., y bebieron
cuanto vino hallaron en ella, sin dejar una bota, que dicen fue grande canti-
dad». Pero es en la calle donde el pueblo entra en diálogo con el rey; éste es
el espacio en el que la presencia real, el rey-ciudadano, se muestra a la masa
72 CARMELO LISÓN

exhibiendo todas sus posibilidades de nobleza, dignidad, elegancia y poder.


Acompañado de la alta nobleza y clero, de embajadores y diplomáticos y
vestido de sus regalia (trajes, bandas, cruces, medallas) no sólo crea tensión
dramática y suspense sino que fascina a la multitud haciéndola gozar, pen-
sar y envidiar. Todos estos iconos y emblemas actúan como signos que indi-
can una dirección hacia, envían un mensaje en su espacio de operación re-
gia en el que el rey, sin palabras, ritualmente, informa y se informa y en el
que se expresa la aquiescencia de la masa con el poder. Veamos ahora a los
tres protagonistas en acción ritual en una calle madrileña.

II

1625 fue considerado como annus mirabilis para las armas españolas; Oli-
vares llega a decir, arrebatado y efusivo, que Dios es español. Diez años más
tarde, desprestigiado y escarnecido, va repitiendo por los pasillos de palacio
que le faltan cabezas inteligentes para hacer frente a los ingentes problemas de
la monarquía; encuentra la carga excesivamente pesada para sus hombros. No
obstante 1638 parece cambiar de signo: el Cardenal Infante aguanta bien en
los Países Bajos, Amberes resiste y Kallo se rinde, los franceses abandonan el
sitio de St. Omer, Leganés captura Breme y Vercelli en Italia y el Cardenal In-
fante le envía buenas noticias desde Bruselas sobre una posible paz (Elliot
1986: 537ss). El Conde-Duque respira expectante y esperanzado, pero de pron-
to Richelieu ordena a Condé poner sitio a Fuenterrabía por tierra y por mar; la
conmoción en España fue tan enorme e indescriptible que provocó una doble
reacción patriótica y popular. Olivares pone inmediatamente toda su energía
en acción y realiza un formidable esfuerzo para hacer frente a la situación,
pero durante los meses de julio y agosto el cerco se estrecha de tal manera que
se esperan noticias de la entrada del francés en cualquier momento. El capitán
general y jefe de los ejércitos quiere dirigir personalmente la defensa pero el
rey no se lo permite; a primeros de septiembre, cuando la situación del frente
empeora, le vuelve a rogar que le deje ir tres semanas, o al menos dos, pero Su
Majestad no consiente. En esta extrema situación llega la inesperada noticia
del triunfo de las tropas españolas; el Conde-Duque, que estaba postrado sin
esperanza de recuperarse, se ve convertido de pronto en el héroe del día. Vea-
mos cómo se entera leyendo la descripción que transcribo: «Esta nueva llegó
aquí viernes en la noche a las nueve. Traíala D. Bernardino de Ayala, y corrió
tanto, que enfermó y despachó un alférez. Llegó éste tan perdido y sin alien-
to, que al dar las cartas al Conde-Duque cayó en tierra y no dijo más que “Se-
ñor, victoria”. Leyó el Conde las cartas y en un cuarto de hora se hundía Ma-
drid de repique de campanas; hubo luminarias toda la noche y carrera de los
señores en el Parque. El día siguiente se dijo el Te-Deum laudamus en Pala-
REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL 73

cio... El gozo del pueblo ha sido increible; cerráronse las tiendas como en fies-
ta; hubo vacas por las calles, luminarias y máscara. El domingo fue S.M. en
público acompañado de toda la nobleza, a dar gracias a Nuestra Señora de Ato-
cha. Cuando volvió estaba toda la corte con tantas luminarias y luces que pa-
recía de día» (Memorial t. XV: 55). «El sábado siguiente una compañía de re-
presentantes [de teatro] que estaba sola en esta corte, puso carteles que todos
los que quisieran ir de valde a la comedia acudieran al corral del Príncipe, que
también los hospitales les franqueaban la entrada, y así fué mucha la gente que
acudió»; los cordoneros por su parte tañían atabales y trompetas desde balco-
nes «victoreando a nuestro rey» (Memorial t. XV: 24).
Pero «lo mas festivo que hubo de ver fué ayer domingo que S.M. salió a
las cinco de la tarde a caballo a Nuestra Señora de Atocha, vestido de no-
guerado, plata y oro, lo mas gallardo y costoso que jamás le hemos visto.
Acompañáronle todos los grandes, títulos y caballeros que se hallaron en la
corte, cada uno con la mayor gala y lucimiento que pudo. Despues de S.M.
iban los eminentísimos cardenales que están en esta corte, en caballos ade-
rezados a su modo... Tras de ellos iba el embajador del Emperador, y a su
lado derecho el señor Conde-Duque; al izquierdo el nuncio de su Santidad,
y a su lado el embajador de Venecia. Seguíanse después cuatro caballos de
S.M. con grandes cubiertas bordadas, desde el cuello hasta las ancas; luego
venían cinco coches de a seis caballos y una carroza, los tres de ellos los más
costosos y bien aderezados que se han visto en esta corte; la carroza era de
ámbar, bordada de oro, de inestimable valor, con seis caballos picazos [blan-
cos con manchas negras] extranjeros, como si se hubieran hecho con un pin-
cel. Volvió S.M. de Atocha entre siete y ocho de la tarde, estando todas las
calles llenas de luminarias y hachas, particularmente aquellas por donde ha-
bía de pasar. Yo estaba [dice el autor de la carta] con los señores inquisido-
res..., en un balcón de la esquina de la plaza que sale a las Platerías, y como
la calle por los lados estaba llena de gente de a pié, comenzaron a decir a vo-
ces cuando pasó S.M. “¡viva el rey de España, víctor al rey de España!”. Y
el señor Conde-Duque iba al lado derecho apegado con la gente, quitado el
sombrero, derribando el cuerpo y extendiendo el brazo, haciendo demostra-
ción por toda la calle, hasta que le perdimos de vista, de querer abrazar a to-
dos los que victoreaban» (Memorial t. XV: 25-26). «Es tan gustoso este su-
ceso que el tratar de él ensancha los espíritus y alegra el corazón, y así con
particular contento he dado cuenta de todo»; «verdad es que el suceso lo me-
rece, por lo grande y por lo inesperado» (Memorial t. XV: 25-26 y 40).
Todos los correos enviados desde Fuenterrabía resaltan y ensalzan la bra-
vura de las tropas del Conde-Duque en la batalla. Apostadas en las avanza-
dillas atacaron la mismísima punta de la vanguardia enemiga; las notas si-
guientes convergen todas: gana una colina «el regimiento del señor
Conde-Duque con mucho valor»; el marqués de Morata enviste en primera
74 CARMELO LISÓN

línea «con el regimiento del señor Conde-Duque», regimiento que es el que


desaloja a los franceses de sus trincheras y el primero en entrar en Fuente-
rrabía. «Dicen tuvo la mayor parte en la victoria», asegura otra crónica, y fue
ese regimiento el que ganó más de treinta banderas (Memorial t. XV: 18, 27,
34, 36, 37, 38, 39). Su Majestad le nombró, en recompensa, gobernador
perpetuo del castillo de Fuenterrabía con 12000 ducados de renta anuales y,
entre otras mercedes, le honró con la presidencia de la Comisión de millo-
nes. Y para conmemorar la victoria sobre Richelieu el rey ordenó que cada
siete de septiembre, a perpetuidad, D. Gaspar y los herederos del título se
sentaran a la mesa regia y recibieran un brindis, en copa de oro, de esta ma-
nera: «A vos, duque, librador de la patria».

III

La vivencia de una prolongada y alarmante crisis provocó, en su inespe-


rado desenlace, una explosión de júbilo que materializó en fiesta, en carna-
val, en violencia y en ceremonia religiosa, en rito, en una palabra, pues to-
das éstas son dimensiones, explícitas o latentes, de su compleja estructura y
naturaleza. Las descripciones contemporáneas no toleran dudas: nada más
conocida la victoria la ciudad se ilumina, hombres y mujeres recorren las ca-
lles con atabales y trompetas vitoreando al rey; mercaderes y nobles exhi-
biendo su elegancia y lujo, como la ocasión lo requiere, recorren las calles a
caballo, teatro y vino son gratis, «una compañía de pícaros muy desarrapa-
dos» se une a la celebración «con su bandera y capitán» y se cierran las tien-
das. El pueblo está en la calle, Madrid es una fiesta. Y un carnaval: «esta no-
che fue muy de ver uno que salió vestido de cardenal en una mula muy
lucida, con los mismos aderezos que ponen a las de los cardenales; y él iba
muy pensativo, la mano en la mejilla, con 12 gentiles-hombres mascarados
que alumbraban con 12 hachas blancas: daban a entender que aquel era el
cardenal Richilieu» (Memorial t. XV: 25).
El ritual carnavalesco inutiliza momentáneamente límites físicos y fran-
quea morales fronteras liberando al desorden y desatando el caos que fugaz-
mente imperan en la sociedad. La entrada masiva en palacio, apurar el vino
de la bodega, entrar sin pagar al teatro, apedrear las ventanas del nuncio, «in-
quietar las casas de los franceses», etc. son formas tradicionales carnava-
lescas propias de un rito estacional. Pero en este contexto cobran un valor
político especial: un grupo de festeros abordó «en la calle a un francés co-
nocido..., y comenzáronle a decir: “¡víctor al rey de España y cola al de
Francia!”. Y respondió: “¡víctor mil veces, que doce años há que me da de
comer el rey de España, que es el que conozco, y no el de Francia!” y en-
tonces lo metieron entre ellos» vitoreándolo. El francés captó el valor críti-
REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL 75

co del momento y salvó la vida. «Otro francés más alentado y rico lo pagó
por todos, porque contando el correo la misma noche que llegó en un corri-
llo que se juntó en la calle de Lavapies, donde él vivía, las nuevas que habia
traido de nuestro vencimiento, dijo: “diera yo de muy buena gana 400 escu-
dos porque hubiera sido al contrario”, entonces uno de 1os que allí estaban
dijo: “enemigo de Dios, ¿eso te atreves a decir entre nosotros?” y diciendo
y haciendo sacó una daga y se la metió por la garganta» (Memorial t. XV:
24). La rotunda afirmación de la identidad política y el restablecimiento del
status quo ante en el modo ritual carnavalesco recaban sus energías de la
violencia. Pero el redactor de la descripción estima, con buen criterio, que la
celebración más solemne e importante fue el ritual-peregrinaje del rey a
Nuestra Señora de Atocha a dar gracias por la victoria. Este santuario, re-
gentado por frailes predicadores, estaba situado en los límites del Madrid ur-
bano; en él se acostumbraban a celebrar los éxitos de las armas hispanas y
la llegada de la flota americana por lo que la imagen y el convento estaban
estrechamente vinculados a la monarquía. Felipe IV visitó el santuario mul-
titud de veces durante su reinado; por encontrarse a mayor distancia que nin-
gún otro de palacio las salidas reales a Atocha proporcionaban mayor oca-
sión para ver y admirar la presencia corporal de Su Majestad y, a la vez, el
largo recorrido ampliaba el pretendido impacto moral de la presencia regia.
La solemne, pausada y prolongada actualización del ver y ser visto en mag-
nificencia (en el sentido de Mairal 1996) facilitaba y multiplicaba el des-
pliegue de la propaganda política y a la vez la apreciación y evaluación del
termómetro de entusiasmo popular. Personajes y clérigos émulos había que
adjudicaban la victoria a Nuestra Señora de la Almudena mucho más próxi-
ma —y con menor espacio persuasivo— pero Olivares favoreció siempre
por razones obvias, el recorrido a Atocha y a los frailes dominicos.
Su Majestad preside la procesión seguido de cardenales o príncipes de la
Iglesia; van tras ellos el embajador del Emperador llevando a su izquierda al
nuncio y a la derecha el Conde-Duque; vienen detrás títulos, caballeros y ca-
rrozas. El mapa espacial que puntillosamente dibujan sobre el suelo es una
exacta réplica simbólico-ritual de la estructura del poder; delante/detrás, iz-
quierda y derecha son categorías proxémicas de un estricto vocabulario je-
rárquico que proclama estatus y define función. Las respectivas posiciones
espaciales son inteligibles intuitivamente y al ser fijas vienen rigurosamen-
te circunscritas en su significado: la púrpura después del rey pero antes que
la embajada; marcan diferencias e identifican por su forma solemne de ha-
blar teatralizada en la calle. Su lenguaje expresivo comunica antes de ser
plenamente entendido y aunque nunca lo sea porque presenta un tableau en
acción, una mise-en-scéne de signos-imágenes (a lo Fernández 1974) que
penetran directamente en los espectadores a los que sugieren además, vela-
damente, qué deben pensar.
76 CARMELO LISÓN

Para que no haya resquicio a la duda, este mensaje proxémico viene hiper-
codificado por el modo de presentación de los personajes. El rey cabalga «ves-
tido... de plata y oro, lo más gallardo y costoso que jamás le hemos visto», los
títulos y caballeros venían «cada uno con la mayor gala y lucidez que pudo»,
los caballos que tiraban de los coches eran «de los más costosos y bien adere-
zados que se han visto en esta corte» y la carroza final «era de ámbar, borda-
da de oro, de inestimable valor» (Memorial t. XV: 25-26). Riqueza y fastuosi-
dad únicas que ofrecían una exhibición de suntuosidad y boato sin paralelo. El
cuerpo del rey, el estar ahí en propia persona convertía lo real en fantasía y su
majestas, dignitas y superioritas la fantasía en realidad. La «presentidad» re-
gia tiene valor en sí misma porque su cuerpo es una hipóstasis de significante
y significado, su persona mensaje y objeto a la vez, y con su regalía icono de
sí mismo. Su presencia diluvia atributos regios en su valor intrínseco y nece-
sidad, enriquecidos además en retórica estética y ritmo. El modo fisiognómi-
co, la semiótica del vestido y el lenguaje de los ornamentos materializan lo in-
material, revelan la motivación política encubierta, la política estetizada. Y
algo más: la solemne procesión a Nuestra Señora de Atocha viste a la ciudad
de virtud y de sacralidad. La «presentidad» del rey es ya una teoría.
El cuerpo del rey separa y marca distancias, la zona regia en que se mue-
ve es única y exclusiva, sólo él la habita porque es sólo de él y para él. Pero
poco después y a su derecha cabalga su primer ministro, el Conde-Duque en
esplendor, el general victorioso, proximidad que escribe el discurso político
que el espectador debe leer. Aunque nobles y diplomáticos forman también
el cortejo, el mensaje político viene en realidad digitalizado: son el rey y Oli-
vares los que verdaderamente cuentan pero de diferente manera. El primero
se muestra en su modo canónico regio, permanente y estable, en su forma de
decir intrínseca, tradicional y general que transciende el presente y el moti-
vo concreto. Olivares, por el contrario, personifica el poder transitorio y re-
presenta lo inmediato, particular y vital, un suceso: la victoria sobre el ene-
migo. El primero ejerce su fascinación principalmente en modo simbólico,
el segundo por formulación indéxica; aquél ejerce la autoridad inherente a
su condición y está rigurosamente codificada; la ontología del poder de éste
viene marcada por la imprecisión, por su carácter incierto y admite variación
y espontaneidad. A la extrema ambigüedad política del valido se suma la ex-
trema ambivalencia de la masa hacia Olivares, bien documentada por anéc-
dotas y textos contemporáneos1 lo que quiere decir que la procesión reque-
ría de Don Gaspar un esfuerzo comunicativo excepcional con el auditorio

1
El año anterior un gentilhombre de boca —algo desequilibrado— se acercó a la cortina
que cubría al rey en la capilla y le dijo que el Conde-Duque quería matarlo y el día del Cor-
pus un labrador gritó al rey en la procesión que desde Bamba hasta ahora no había habido
peor gobierno. Memorial histórico..., t. XV: 137-138.
REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL 77

para modificar actitudes adversas; la celebración religiosa de la victoria en


la lejana Atocha con su largo recorrido le brindaba excelente ocasión. Y
como hábil político la aprovechó.
Se sirve para ello de los poderes más elementales poniendo en operación
la forma primaria de presentación del discurso: el lenguaje del cuerpo, y lo
habló con tal perfección y efectividad que llamó la atención del redactor que,
maravillado, lo legó a la historia. Separándose del rey pero acercándose con
elegancia a la gente —estamentos océanos aparte— se quita el sombrero,
algo que no hacía ni siquiera ante el rey, y derribando su voluminoso cuer-
po en magnificencia semiótica y extendiendo los brazos, fue por todo el lar-
go recorrido —«hasta que lo perdimos de vista»— haciendo como que que-
ría abrazar al gentío que vitoreaba y aclamaba. El Conde-Duque activa el
clima emotivo, intensifica la efervescencia del momento con su lenguaje in-
déxico de brazos y cuerpo, con postura y movimientos que comunican me-
jor que las palabras. La iconografía del gesto, la demostración afectuosa en
ese contexto y situación, descendiendo de su altura, acercándose, dirigién-
dose a, descubierta la cabeza, densifican la concreta relación del signo y el
objeto en el más puro sentido peirceano. Olivares toma la iniciativa y de un
solo golpe imaginativo substituye la gravitas, decorum y hieratismo regios
por espontaneidad, inmediatez y jovialidad y se lleva el día. Sus gestos subs-
tantivos, ampulosos, potentes e informales conectan con la masa que res-
ponde con aclamaciones y aplausos. Olivares necesita la masa voluble, su
reconocimiento, busca el baño de multitudes que precisa provocándolo con
estrategia icónica, prosémica y simbólica, y la masa responde celebrando sin
duda la victoria, la integridad territorial, pero al vitorear y aplaudir acepta a
la vez, confirma y legitima al valido porque lo aclama en apoteosis. Sabe lle-
var el timón, sabe vencer parecen vocear.
Pero no basta con ver el conjunto ritual desde una perspectiva alegórico-
política; los actores además de vehicular sentidos plurales al auditorio y éste
a aquéllos, se vehiculan a sí mismos, definen su yo, se presentan en autorre-
ferencia. La «presentidad» a que antes he aludido significa no sólo estar pre-
sente en un momento ritual, darse y regalarse comunicando mensajes sino
hacerse a sí mismo, elaborarse y construirse conceptual e imaginativamente
en autoescrutinio para proyectarse y presentarse no tanto o sólo a los demás
cuanto a sí mismo en autoexpresión ritual. Obviamente esta autocreación y
autorepresentación va con estados particulares, con momentos diferentes y
sucesos cambiantes; en la procesión a Atocha Olivares hace de victorioso ca-
pitán de los ejércitos españoles, al descubrirse se deshace parcialmente de su
título y condición de Grande de España, afirma su posición de primer minis-
tro por el espacio en que cabalga, con sus gestos humildes y amistosos se in-
tegra con la masa que legitima su posición, etc., pero en todas y cada una de
estas demostraciones forja dimensiones de su yo y se define a sí mismo y de
78 CARMELO LISÓN

esta manera se exhibe y quiere ser visto en momentos marcados por la fuer-
za y eficacia ritual. El Conde-Duque se celebra ritualmente a sí mismo, es-
cenifica algunos de sus atributos y modos plurales de ser en el momento per-
tinente; y esta hipóstasis de referente y relatum no implica necesariamente
falsa conciencia a lo Sartre sino que es la intencional expresión ritual de la
ideal conciencia de sí mismo en su más radical radicalidad, en la justifica-
ción de su existencia. En la dramatización ritual el Conde-Duque se descri-
be formalmente, se reencuentra conceptualmente y acepta el documento
psicológico que ha creado; se rememora a sí mismo quién es y qué debe ha-
cer. La autoexpresión ritual es un fin en sí mismo.
Quizás sea la pintura el medio más expresivo para mostrar el carácter de
autorreferencialidad ritual que estoy sugiriendo. Poco después de esta victo-
ria Velázquez pinta al Conde-Duque a caballo en un cuadro plenamente os-
tensivo, realista por la robusta presencia del corpulento Olivares. Del hom-
bro derecho cae la banda de general y, para hipercodificar el mensaje, la
mano derecha empuña la bengala de su generalato; ciñe espada y se dirige a
liderar el ataque de la caballería. Pero Velázquez materializa algo más: el
Conde-Duque monta un caballo en corbeta, algo que parecía estar reservado
a la suprema dignidad: a Felipe III, a su protector Felipe IV y al príncipe Bal-
tasar Carlos; lo que quiere decir que nuestro héroe aparece en este cuadro a
escala regia y en esta altanera posición es no sólo definido sino fijado para
que lo admiren en la apoteosis de su poder2. La pregunta inmediatamente
pertinente es ésta: para que lo admire ¿quién?, ¿cuántos? Colgado en su
mansión ¿quiénes y cuántos podían ver el cuadro? Muy pocos; la pintura era
virtualmente sólo para consumo propio, autorreferencial, una forma de defi-
nirse en permanencia y admirarse.
Si ahora incluimos en el argumento otros miembros de la clase procede-
remos en la inferencia que va de lo trasparente a lo diáfano. Olivares actuó
como comisario del Salón de Reinos, de cuyas paredes colgaban cuadros que
celebraban las distintas partes y pueblos de la monarquía, narraban victorias,
exhibían una galería de retratos reales y exaltaban la dinastía y la virtud del
príncipe. Toda una alegoría glorificadora de la monarquía ciertamente, pero
otra vez, ¿quiénes y cuántos eran los privilegiados que la podían admirar?,
¿a quién iba dirigido el mensaje? A los pocos miembros de la realeza, los que
precisamente no necesitaban de propaganda, y a la oligarquía aristocrática
que tampoco la precisaba. Sólo unos pocos privilegiados tenían acceso a los
arcana imperii, a gozarse reflejados en la mística de lo propio y oculto. En
el Salón de Reinos los monarcas se celebran a sí mismos, se autoevidencian
y consumen en la forma ideal en la que se autorreproducen. La pintura —la

2
Su antecesor, el duque de Lerma fue retratado por Rubens a caballo, pero el animal sólo
tiene una pata alzada.
REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL 79

fotografía hoy— y el ritual muestran en acción su carácter sacramental au-


torreferencial; el ritual no sólo presenta sino que autopresenta, y no sólo
autopresenta sino que en su síntesis final los actores se autoevocan en so-
lemnidad aunque de forma más o menos prominente según episodios y mo-
mentos, pero ese rasgo autoformante está siempre presente en el ceremonial
cortesano barroco3.

Bibliografía

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Evans-Pritchard, E. E. 1956. Nuer Religion. Oxford: Oxford University Press.
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pology, 15: 119-146.
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ciones afirmativas para la creación simbólica. Anales de la Fundación Joaquín
Costa, nº 9: 33-48.

3
La literatura simbólico-ritual es sencillamente amplia. Encuentro remunerante: Evans-
Pritchard, 1956; Leach, 1954; Rappaport, 1999; Sanmartín, 1992.
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR
DE LA NOURRITURE À L’AMOUR DE DIEU

Dominique Fournier
CNRS/FMSH. Paris

C’est sans doute parce que Julian Pitt-Rivers aimait à conserver son
mystère tout en s’abandonnant à une curiosité inlassable que l’exaltation et
les semaines passées à travailler sur les archives foisonnantes qu’il nous a
laissées nous entraînent souvent dans des découvertes toujours plus émou-
vantes, toujours plus surprenantes.
Je m’étais ainsi persuadé que l’étude des faits alimentaires avait été l’un
des rares domaines scientifiques que nous n’ayons pas eu l’occasion de
partager. Le mystère bibliographique ne pouvait que me surprendre, et je
comprenais difficilement que ce gastronome aussi sûr que vigoureux, cet
excellent buveur, ne nous ait finalement laissé que le texte amusant sur le
stockfish publié dans la Cuisine des ethnologues et quelques passages
épars dans d’autres œuvres, telle l’Anthropologie de l’Honneur. Je de-
meurais donc au nombre de ceux qui tendaient à déplorer son manque de
curiosité pour ce très noble thème jusqu’au jour où son épouse Françoise
me communiqua une copie de la conférence Marett donnée à Oxford en
avril 1988, associée à des fiches remontant au début des années soixante-
dix, et à un dossier destiné à la préparation d’un livre proposé à University
of Chicago Press en 1993. Comme la conférence, le livre était intitulé
From the love of food to the love of God et sous-titré «Essays in the anth-
ropology of ritual and religion». C’est assez dire que l’alimentation n’était
pas considérée ici en tant que telle, dans sa fonction purement matérielle,
mais qu’elle supposait une dimension métaphysique, celle qui lui confère
82 DOMINIQUE FOURNIER

toute l’importance que de nombreux chercheurs ont souvent refusé de lui


accorder.
Il aurait été étonnant que Julian Pitt-Rivers ne s’intéressât pas à un mo-
ment ou un autre de sa vie professionnelle à l’alimentation, lui qui confiait
précisément à l’une de ses fiches l’importance pour l’anthropologue de bien
connaître sa propre culture avant de se permettre d’aborder celle des autres,
puis de retourner bien sûr à la sienne. Lui qui aurait éprouvé les plus gran-
des difficultés à travailler sur des sujets ne correspondant pas à ses choix de
vie, ou sur des phénomènes qu’il n’aurait pu soumettre au jugement amusé
de son œil ironique. A la fin des années soixante, il est vrai que l’alimenta-
tion en général et, plus encore, son insertion dans le domaine de la religion,
avait tout pour retenir l’attention de Julian Pitt-Rivers dans la mesure où les
scientifiques sérieux n’avaient jusqu’alors pratiquement jamais jugé digne
de soumettre le thème au crible de leurs doctes réflexions. Tout juste lui re-
connaissaient-ils parfois quelque intérêt ethnographique qu’ils préféraient
cependant confiner dans les chapitres initiaux de leurs monographies de
communautés. Et s’il arrivait que des anthropologues anglo-saxons tels que
Frazer ou Robertson-Smith acceptassent d’y distinguer des implications re-
ligieuses, celles-ci se retrouvaient insérées dans quelque théorie étrange
qu’ils développaient sur le sacrifice1. Et si Margaret Mead se lançait dans
l’anthropologie appliquée à travers l’étude des pratiques alimentaires des
populations nord-américaines, c’est parce qu’elle répondait à des comman-
des passées par son Gouvernement pendant et après la Seconde guerre mon-
diale. On doit néanmoins reconnaître que cet ultime travail allait entraîner
certains spécialistes de sciences humaines dans des recherches spécifiques
sur les représentations culturelles «arbitraires» ou sur les «contextes cultu-
rels des structures alimentaires».
Il fallut attendre Claude Lévi-Strauss pour que des thèmes aussi pro-
saïques que les pratiques culinaires participent de l’élaboration de théories
scientifiques majeures; on put ainsi disposer du «triangle culinaire» publié
en 1965 dans la revue l’Arc, puis de deux tomes des Mythologiques: Le Cru
et le cuit (1965) et Les Origines des manières de table (1968). Une telle ou-
verture offrait des perspectives nouvelles à des ethnologues comme Yvonne
Verdier qui sut approfondir la question dans le domaine français, ou comme
Julian Pitt-Rivers qui prit quelque plaisir à se lancer dans une réflexion en-
core peu prisée par ailleurs. A une époque où il était de bon ton pour les
sciences humaines de se montrer iconoclastes, ses notes montrent à quel
point il s’enthousiasmait à l’idée de mettre en relation un acte aussi primai-
re —le fait de manger— avec la plus haute des exaltations —l’amour de

1
Il fallut attendre Audrey Richards en 1932 pour voir l’alimentation traitée comme phé-
nomène culturel, sans pour autant que ce travail ne suscite beaucoup de vocations.
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR DE LA NOURRITURE... 83

Dieu— à travers l’étude du rite. Et avant même que P. Bourdieu n’y consa-
cre des pages devenues célèbres, il songea à énoncer le rapport qu’entretient
la nourriture avec la structuration de l’ordre social, avec le principe de dis-
tinction. Il évoquait alors le fait que, dans les maisons bourgeoises françai-
ses, on ne verse jamais le vin et on ne sert pas le pain avant la fin du servi-
ce du potage. Comme c’est le plus souvent l’usage, la légitimation de
comportements aussi stricts et parfaitement opposés aux coutumes rurales
passe par des références systématiques à des principes diététiques soi-disant
savants, et les maîtresses de maison convenables n’hésitent pas à exciper de
recommandations médicales modernes pour affirmer par exemple que l’é-
mail des dents de leurs convives serait irrémédiablement gâté si ceux-ci
étaient amenés à boire frais tout en mangeant leur soupe.
Mais alors que l’approche fonctionnaliste n’aurait pas hésité à s’arrêter là,
Pitt-Rivers choisit de définir ces comportements comme autant de conduites
d’appartenance à une strate sociale portée à occulter ses origines et surtout
préoccupée à mettre en place des signes lui permettant de se distinguer au
sein de la globalité. Tout indique en effet que, à un moment ou un autre, les
classes montantes ont ressenti le besoin de s’inventer des règles et des tradi-
tions, comme s’il s’agissait pour elles de prendre l’exact contre-pied des so-
lides habitudes alimentaires paysannes recommandant de «faire chabrot», de
terminer une soupe enrichie de pain en versant un peu de vin dans son as-
siette. On pourrait d’ailleurs dire la même chose du comportement contras-
té des élites et des classes populaires françaises vis à vis du bouillon depuis
le XVIIIe siècle, et surtout au cours du XIXe siècle2. Dans l’un et l’autre cas,
les cuisinières s’efforçaient d’adjoindre suffisamment de produits au boui-
llon pour que celui-ci ait du goût ; mais alors que les gens simples se réga-
laient de la viande qui s’y trouvait parfois, et se plaisaient à proposer un
bouillon visiblement gras, les gens «raffinés» se préoccupaient surtout d’a-
lléger, de filtrer leur bouillon ... préalablement enrichi. La viande allait alors
aux domestiques, ou servait de pitance aux chiens, et le maître de maison se
faisait un devoir de servir un bouillon clair qui était plus à boire qu’à man-
ger, un bouillon précieux ne contenant plus que des saveurs, un bouillon ri-
che d’éléments subtils, un liquide nettement distinct de l’aliment réclamé
par l’ensemble de ceux qui ne semblaient motivés que par le simple souci de
se nourrir. En rendant ou non grâce à Dieu, rite parmi les rites.
En fait, Julian Pitt-Rivers reconnaissait volontiers que l’idée du rappro-
chement entre amour de Dieu et amour de la nourriture lui avait été inspirée
par la lecture de Marett lui-même. A n’en pas douter, c’était surtout la réfé-
rence au rituel qui l’attirait dans cette forme de dialectique, le moyen effica-

2
Georges Carantino (communication personnelle).
84 DOMINIQUE FOURNIER

ce de progresser dans l’analyse du rite et, surtout, du sacrifice. De nombreux


chercheurs auraient eu tendance à fonder leur propos sur la nourriture; Pitt-
Rivers choisit lui d’étudier l’amour de la divinité, et surtout du Dieu judéo-
chrétien3, avant d’aborder les aspects apparemment plus prosaïques. Il béné-
ficiait pourtant de circonstances et de capacités physiques ou intellectuelles
qui lui étaient largement favorables: non seulement il surpassait les amou-
reux de la nourriture en matière d’approche anthropologique, mais en plus il
lui arrivait souvent de les épuiser à l’heure de passer aux travaux pratiques.
Car il possédait au plus haut point un art du boire et du manger lui permet-
tant de réincarner élégamment l’un de ces hommes illustres que la Rome an-
tique tenait pour très honorables parce que capables de contrôler à la per-
fection les indispensables excès de leurs corps. Au regard de l’idéologie
romaine, seule l’intériorisation parfaite des règles établies, suivie d’une con-
formation absolue aux normes, était susceptible de rendre l’individu ver-
tueux, et donc maître de ses sens: à Rome, comme d’ailleurs dans la Mexi-
co-Tenochtitlan des Aztèques, le citoyen ne se grandissait pas dans
l’ascétisme exagéré ou dans le refus borné du plaisir, il n’était jugé digne d’-
honneur que dans la mesure où il savait se montrer habile à distinguer la li-
mite et à ressentir l’approche du trop dans un contexte d’optimalisation de
ses capacités. Il va de soi que de tels principes nous ramènent à l’ordonnan-
cement du rite et à la référence primordiale à la divinité, même si l’on doit
craindre que les bienfaits de la tempérance, pour légère qu’elle soit, ne cons-
tituent parfois une barrière absurde sur le chemin de la transcendance, im-
posant des bornes étroites à l’expérience individuelle... Sénèque en était
convaincu, et bien d’autres encore après lui, tel Joseph Delteil qui confesse
en évoquant un festin de raisins à Pamplona: «Ma langue se coagule dans le
vin de l’éther... lentement il s’établit une communication sans écluses entre
l’âme de la planète et les globules de mon sang. Je suis parcelle au festin de
l’immensité, je me fonds dans la matière unique, je m’incorpore à la consti-
tution de l’univers.» (Delteil 1961:164). N’est-il pas vrai que l’on a parfois
besoin d’un petit viatique lorsqu’on se décide à prendre la route du divin?

Avant de rapprocher en un même schème conceptuel les deux amours


dont il est question ici, Julian Pitt-Rivers avait tenu à reposer le problème du
rite, à élaborer une définition anthropologique de l’amour et, bien entendu,
à évoquer la figure divine. Une tâche vraiment considérable! Pour la mener

3
C’était ainsi une manière de répondre à ses convictions profondes et au conformisme de
ses collègues de Cambridge ou d’Oxford pour qui il aurait été impie à l’époque de pouvoir
s’intéresser à une autre religion que celles des Autres, la nôtre étant obstinément tenue pour
un opium du peuple très commode.
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR DE LA NOURRITURE... 85

à bien, il n’hésita pas à se frotter aux convenances les mieux établies dans la
profession et à évoquer Dieu avec un grand D, celui que les savants du Tri-
nity College de Cambridge n’acceptaient d’envisager que de loin, comme un
rappel des temps anciens, l’empreinte presque indélébile d’un folklore dé-
suet. Pendant longtemps, il ne serait venu à l’idée d’aucun ethnologue de dé-
passer la notion de mana, si opérationnelle, si rassurante à l’heure d’étudier
le comportement et le système de pensée des «sauvages» et autres person-
nages exotiques, pour établir des correspondances avec la «grâce» mysté-
rieuse qui relève de la religion de nos pères et marque encore fortement les
attitudes sociales au cœur d’un grand nombre de communautés, les médite-
rranéennes en particulier. Pitt-Rivers se sentit ainsi porté à observer, à inte-
rroger les procédés auxquels ont recours les milieux se concevant comme
«civilisés» lorsqu’ils entreprennent de dissimuler leurs inquiétudes vis à vis
de concepts «datés». Ces procédés sont en fait autant de rites établis pour des
«raisons sociales». Or la distance séparant le rite religieux du rite social ne
peut être qu’infime puisque tous deux s’insèrent dans une même structure où
ils font sens. Dans cet ordre d’idées, et pour peu que l’on daigne le soumet-
tre à une analyse systématique, le fait alimentaire devient alors un révélateur
privilégié de cette coïncidence sémantique entre les rites.
Julian Pitt-Rivers aimait à se référer aux rites scrupuleusement suivis par
la société si particulière dans laquelle il avait été élevé —l’aristocratie bri-
tannique—, mais il va de soi que c’est en explorant le fait tauromachique
qu’il découvrit un rite doté d’une charge polysémique des plus intenses.
Mieux que tout autre phénomène culturel, la ritualisation du rapport agonis-
tique entre l’homme et le taureau lui permettait d’abord d’étudier le sacrifi-
ce (même si la corrida ne se résume pas à une simple oblation), ensuite d’in-
troduire ses conceptions sur la religion (même si la spiritualité y semble
parfois absente), puis de disserter sur la structuration sociale (même si toute
ébauche de binarité peine à s’y imposer comme unique évidence), enfin d’a-
border le domaine de la nourriture (même si les aspects alimentaires primai-
res tendent parfois à s’y diluer dans une forme d’abstraction sacrificielle). A
l’évidence, la corrida permettait à Pitt-Rivers de donner corps à la formule
qu’il avait proposée: «admettre que Jésus, Dionysos et Osiris appartiennent
à la même classe de religions où les fidèles cherchent à s’assurer la fertilité
en mangeant le dieu». La seule différence majeure qu’il avait repérée entre
la religion chrétienne et la plupart des autres religions, c’est que, dans ces
celles-ci, les adeptes offrent à manger à la divinité, et que ce type de sacrifi-
ce prescrit l’ingestion de l’image du dieu ou d’une part de l’offrande qui lui
est faite, alors que dans la religion du Christ, c’est ce dernier qui propose ré-
ellement aux fidèles sa chair et son sang comme offrande destinée à être con-
sommée dans l’Eucharistie. Qui douterait que la corrida (ne se résume-t-elle
pas a choisir une victime, l’admirer, la torturer, la tuer, en répartir la chair, la
86 DOMINIQUE FOURNIER

consommer) ne corresponde, de près ou de loin, à un épisode spectaculaire


du culte aux divinités de la fertilité? Même si elle fut également, et reste
aujourd’hui une mise en scène, un spectacle exprimant bien d’autres choses,
et reste il est clair que la tauromachie espagnole se situe confusément dans
le système des représentations traditionnelles, comme l’une des expressions
majeures de la religiosité populaire.
Dans un article déjà ancien (Fournier 1990), j’avais tenté de démontrer que
la corrida en tant que rite pouvait être confondue avec le langage d’un mythe
dont le torero serait à la fois le héros-sacrificateur lui conférant sa réalité tra-
gique, et le conteur révélant à l’auditoire le secret des valeurs essentielles. Car
en fait, qu’elle soit patente ou non, la dimension sacrificielle reste obstiné-
ment latente dans la corrida, à ce point que l’Eglise officielle hésita à divers
moments et en divers lieux de son histoire à tolérer l’existence de ce disposi-
tif rituel qui risquait de devenir concurrentielle. Comme à l’habitude, la posi-
tion fluctuante du clergé relevait souvent de circonstances particulières: son-
geons par exemple à la corrida équestre officielle tellement en vogue aux
XVI et XVIIe siècles. Largement annoncée dans les rues, elle était accom-
pagnée d’un tel appareil de fastes et de signes adressés au peuple qu’on ne
peut douter qu’elle fut avant tout utilisée par le pouvoir en place pour donner
une image publique de la hiérarchisation et la puissance de ses élites. D’une
certaine façon, la tauromachie équestre ne se souciait guère de laisser affleu-
rer le moindre contenu religieux et elle s’opposait sur de nombreux points
aux jeux taurins chaotiques pratiqués par des communautés paysannes avides
de s’exposer à pied aux charges désordonnées d’un bétail incertain, convain-
cues d‘un devoir impérieux de pérenniser des pratiques et des sentiments an-
cestraux indispensables à la cohésion et la reproduction du groupe. Pourtant,
lorsqu’elles comprirent que le gouvernement des indiens du Mexique et du
Pérou nouvellement soumis devait s’accompagner d’une authentique poli-
tique de conquête spirituelle, Eglise et vice-royauté s’appliquèrent à organi-
ser au plus tôt des corridas dont le contenu sacrificiel apparaîtrait évident aux
yeux d’une population soumise par les armes et la persuasion, mais dont la
culture originelle portait l’empreinte profonde du sacrifice humain.
Les missionnaires tentèrent donc d’enseigner la vision d’un sacrifice hu-
main se limitant à la seule métaphysique et n’exigeant pas de victime hu-
maine véritable: fondé sur la notion de grâce, l’amour de Dieu pour les hom-
mes ne prescrivait pas d’autre oblation que la mort du fils de Dieu lui-même,
il ne nécessitait pas de relation contractuelle forcée avec la divinité. Même
immergée profondément dans un véritable univers de symboles, l’approche
nahua de la religion aurait peiné à appréhender telle quelle cette immatéria-
lité novatrice si les colonisateurs n’avaient pas eu à offrir une manière de sa-
crifice animal concret. Il y avait là en quelque sorte un retour au type d’ho-
locauste en vigueur avant que les Aztèques n’imposent aux populations du
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR DE LA NOURRITURE... 87

plateau central leur puissance, leur idéologie guerrière et leur sacrifice par
arrachement de cœur. En effet, les sociétés préaztèques adeptes de religions
agraires se contentaient le plus souvent d’immoler des petits animaux au
dieu Quetzalcoatl, oiseaux ou papillons, et elles ne décapitaient rituellement
des humains qu’en certaines occasions bien comptées. La course de taure-
aux pratiquée dans une enceinte publique, voire sacrée, par des conquista-
dors à cheval ne s’imposait pas seulement comme l’expression analogique
de la victoire des Espagnols sur un autre peuple de conquérants, elle suggé-
rait (juste retour des choses) l’idée du triomphe d’une religion et d’une éco-
nomie agraires venues d’un autre monde, elle proposait une dimension spi-
rituelle à la consommation d’espèces animales inconnues, à la fois
domestiquées4 et, dans le cas du taureau, ensauvagées.
La matérialité du rite importé correspondait mieux aux mentalités nahua;
mais il faut reconnaître que Julian Pitt-Rivers lui-même sut en tirer des ar-
guments decisifs à l’heure d’apporter la contradiction à E. Leach en affir-
mant que: «Rites do not say things, they do things.» Dans ce contexte plus
qu’ailleurs, la corrida dépasserait le stade du discours mythique pour s’im-
poser en tant qu’opération effective capable d’avoir un impact efficace sur
la nature et la société. Et la polysémie symbolique mise en œuvre ne pouvait
d’ailleurs manquer d’impressionner les indigènes invités —ou forcés— à
partager tout a la fois des valeurs supposés inconnues et une approche re-
nouvelée de la vie quotidienne au moyen par exemple d’una diversification
des resources alimentaires. Des lors que le principe d’une information
basique est admis, «rites certify a state of affairs that cannot be contested, pre-
cisely because it is not expressed in words, and when rites employ words as
they constantly do, they employ them not for the purpose of communicating
information» (Conférence Marett, avril 1988). Beaucoup plus que la messe
ou la prière elles-mêmes, c’est donc le fait d’écouter la messe, ou de dire sa
prière, qui importe. On ne s’étonnera pas que le pouvoir colonial ait rapide-
ment cherché à contraindre les indiens d’assister à la messe comme à la co-
rrida, cette dernière impliquant une présence obligatoire de la culture au-
tochtone à travers la musique, le décorum, et la participation de subalternes
dûment emplumés: le spectacle, qui se déroulait aux abords d’une église ou
sur la place principale de d’une localité («représentation de l’âme collective
de la communauté»), était susceptible de faciliter l’intégration à un niveau
inférieur des indigènes dans un autre système culturel original prétendant lui

4
Est-il utile de rappeler ici que le Mexique précolombien ne connaissait pas d’autres espè-
ces semi-domestiquées que le dindon et le petit chien à viande? Pour de nombreux habitants
de Mexico-Tenochtitlan, la majeure partie de l’approvisionnement en protéines animales pro-
venait de la pêche d’animaux de toutes sortes et de la chasse aux oiseaux aquatiques qui abon-
daient dans cet environnement lagunaire.
88 DOMINIQUE FOURNIER

aussi faire du rite un moyen d’action immédiate sur la nature5 . Un tel pro-
cédé répondait à une forme d’attente intellectuelle des Aztèques et de leurs
alliés tributaires dans la mesure où il semblait remplacer un schéma qui avait
élevé les guerriers étaient élevés au rang de «super-agriculteurs», faiseurs de
prisonniers et donc fournisseurs principaux de la matière première destinée
au rite essentiel à la reproduction de la société: le sacrifice humain.
A bien le considérer, le type de sacrifice chrétien proposé semblait pré-
senter également certains avantages matériels pour le peuple indigène qui
accédait ainsi avoir accès à la chair des victimes, la viande des bovins com-
battus étant généralement réservée aux indigents, aux hôpitaux ou bien mise
en vente à bas prix en tabla baja. Aux temps précortésiens, et quoi qu’aient
pu prétendre certains savants adeptes d’une forme d’orthodoxie matérialis-
te6, l’anthropophagie rituelle ne bénéficiait véritablement qu’aux élites, les
individus les mieux nourris, ceux qui étaient institutionnellement admis dans
la catégorie des sacrifiants. Soucieux de développer de nouveaux rapports
économiques, le pouvoir espagnol paraissait profiter de l’occurrence sacrifi-
cielle pour entreprendre une opération que certains amateurs d’anachronis-
mes oseraient qualifier de «marketing» auprès d’une population au régime
alimentaire pauvre en protéines animales, au moins sous la forme habituelle
de viande de bétail ou de volaille. Peu accoutumés à consommer la viande
animale, les Mexicains concevaient néanmoins fort bien que l’on puisse cui-
siner la dépouille de l’objet sacrificiel. Au bout du compte, et pour de mul-
tiples raisons, l’opération connut un succès certain, et l’on vit bientôt une
partie de la population nahua s’enthousiasmer pour ce rituel agonistique qui
favorisait si bien l’association de l’amour d’aliments nouveaux à l’amour du
Dieu nouveau. Rompues par les régles de la culture nahua à pratiquer un
syncrétisme systématique en de nombreux domaines, certaines communau-
tés autochtones tentèrent même de coloniser les jeux tauromachiques en les
faisant verser dans une forme spectaculaire d’autosacrifice. Loin des lieux
de la fête équestre officielle, des gens du peuple affrontaient des bovins à
pied ou les chevauchaient au cours de jaripeos chaotiques d’origine claire-
ment indigène, ils inversaient les canons du rite, n’hésitaient pas à se mettre
en danger devant les cornes jusqu’à en perdre la vie. Pas plus au Mexique
qu’au Pérou, il ne manqua de gens d’Eglise pour réclamer l’interdiction de

5
Il est évident pour Julian que la corrida est un «“contra-rito” cuyo fín es restablecer las
fuerzas de la Naturaleza en una población que corre el riesgo de haberlas reprimido dema-
siado al servicio de una religión que las desprecia en favor de valores espirituales» (Pitt-Ri-
vers 1983).
6
C’étaient de ces chercheurs que Julian lui-même ne détestait pas brocarder parce qu’ils
avaient tendance à réduire toute forme de rituel à leurs dimensions matérielles, affectant par
exemple de voir dans le sacrifice des Nuer —qui déguisent leur amour de la nourriture en
amour de dieu— le résultat d’un simple déficit en protéines.
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR DE LA NOURRITURE... 89

telles pratiques; les bons Pères s’étaient vite rendu compte que celles-ci
constituaient en fait un véritable dévoiement du sacrifice taurin qu’ils
avaient contribué à importer et ils avaient compris que leurs ouailles s’ef-
forçaient d’insérer leur système conceptuel traditionnel au cœur de la cons-
truction idéologique espagnole, confisquant par là-même de larges pans de
l’identité allogène pour les redistribuer dans le maillage de leur propre uni-
vers spirituel. Convaincus d’une certaine analogie sémantique avec les pra-
tiques précortésiennes, indiens et métis aimaient à croire que leur parti-
cipation active à cet ordonnancement sacrificiel inédit leur permettrait
d’atteindre le statut de sacrifiant (fusse en tant qu’autosacrifiants) tout leur
assurant une situation avantageuse dans l’organisation socioculturelle et le
système de métissage culturel qui se mettaient en place.
De nombreuses cultures considèrent que le moindre des objets qu’elles tien-
nent pour bons à sacrifier appartient par nature à la divinité: l’anéantir dans la
seule perspective d’une destruction pure et simple reviendrait à offenser grave-
ment ce dieu que le fidèle prétend honorer. C’est donc en confortant la dimen-
sion alimentaire de l’holocauste que les disciples tenteraient de résoudre le
problème de la contradiction fondamentale qui leur est opposée. Je me garderais
toutefois de réduire le rite à cet aspect qu’il est difficile de qualifier d’utilitaire
et, en reprenant l’exemple de la proto-tauromachie mexicaine, je suggérerai que,
par delà leur stratégie individuelle, les indiens et les métis qui prétendaient af-
fronter publiquement des bovins se donnaient l’illusion d’agir pour le compte de
la fertilité environnante et de contribuer à la création de nourriture nécessaire à
l’ensemble de la communauté7 . En dépit de cela, l’analyse montre que le but du
jeu ne consistait pas seulement pour eux à s’opposer dans un contexte ludique,
ou à manger, mais surtout à permettre l’émergence de formes nouvelles de com-
munication sociale. Forts de cette évidence, des chercheurs tels que Pitt-Rivers
ne pouvaient alors pas manquer de se poser cette question: existe-t-il un rite aus-
si prolixe que la corrida, cet événement unique qui survit dans la mémoire des
gens, non pas uniquement par l’impression rétinienne qu’ils en éprouvent, mais
à travers l’échange de paroles qu’il suscite forcément, comme par exemple au-
jourd’hui dans les bars à la sortie des arènes. Ainsi que l’avait affirmé Ortega y
Gasset (1962: 147), «es gran caridad dar a los hombres de qué comer, pero sabe
poco de cosas humanas quien no advierte todo lo que hay de generosa caridad
en dar a los hombres de qué hablar». Or ce qui vaut pour la course de taureaux
fait aussi parfois la richesse du fait alimentaire, car chacun admettra que l’être
qui donne à manger engage par cet acte un véritable dialogue. Donner à manger,
c’est aimer l’autre ; donner à manger l’objet du sacrifice, c’est aimer sa propre
société à travers l’amour de Dieu, intimement lié à l’amour de l’autre.

7
C’est ce que j’ai essayé de montrer en analysant certaines données tirées de procès de
l’Inquisition au Mexique (Fournier, 1995).
90 DOMINIQUE FOURNIER

Nous voici enfin parvenus, par le biais de raisonnements variés, à l’amour


de l’aliment en tant que tel, celui qui a motivé peu ou prou à l’origine de ce
travail d’évocation. Dans une certaine mesure, il n’est pas inconcevable d’
avancer que la plupart des sociétés humaines tendent à inclure leurs nourri-
tures fondamentales (blé, maïs, riz, taro, ...) dans la catégorie des objets ri-
tuels, comme s’il s’agissait pour le consommateur de justifier la monotonie
de son alimentation profane en lui attribuant une origine divine et en l’exal-
tant spirituellement. C’est pourquoi que ma grand-mère provençale ne fai-
sait évidemment que reprendre les recommandations du curé de notre village
lorsqu’elle répétait à l’envi qu’il n’y avait pas de plus gros péché que de je-
ter du pain. Ailleurs, les chefs de famille se devaient d’employer la pointe de
leur couteau pour marquer du signe de la croix la miche de pain qu’ils
allaient trancher et distribuer à la tablée. Incapable de douter un seul instant
de la supériorité de ses convictions, ma chère grand-mère aurait cependant
été fort surprise d’apprendre que les sages aztèques tançaient pareillement
les enfants ou les adultes qui auraient négligé de ramasser des grains de maïs
ou des morceaux de galette tombés au sol au motif qu’un tel comportement
faisait injure au maïs qui était alors fondé à se plaindre au dieu en déclamant:
«Seigneur, châtie celui-ci qui me vit à terre et ne m’a point ramassé, ou bien
affame-le puisqu’il m’a méprisé» (Sahagún 1975: 280). En fait, partout à
travers le monde, la plupart des aliments servant de subsistence de base aux
populations liées à un biotope particulier occupent une place privilégiée
dans les conceptions idéologiques de celles-ci, et en particulier dans le do-
maine du sacré. Il arrive même que certains de ces produits se retrouvent in-
vestis d’une telle charge religieuse qu’ils finissent par subir la loi de con-
quérants soucieux d’imposer leur «vraie» religion en même temps que leur
domination territoriale. C’est le cas par exemple du huautli mexicain (Ama-
ranthus leucocarpus), une graminée essentielle pour le régime alimentaire
précortésien qui a pratiquement disparu de l’horizon mexicain depuis le
XVIe siècle.
Il est facile d’expliquer comment s’est produit ce balancement extrême
lorsqu’on décrypte quelques-unes des conséquences de la Conquête spiri-
tuelle et politique du pays par les différents groupes de pression européens.
Les ordres religieux ne mirent en effet pas longtemps à découvrir que, à
l’occasion de certaine fête et dans de nombreux foyers, les pères de famille
indigènes avaient accoutumé de façonner avec de la pâte d’amarante des sta-
tuettes à l’effigie des divinités dédiées au culte des montagnes. Ces images
étaient ensuite «sacrifiées» dans un cadre local, voire domestique, par un
officiant qui se contentait de remplacer le couteau en obsidienne habituelle-
ment utilisé pour ouvrir les poitrines humaines par une simple navette à tis-
ser. On répartissait alors les morceaux de figurines parmi les assistants. Les
moines catholiques s’émurent de cette analogie un peu trop explicite avec le
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR DE LA NOURRITURE... 91

rituel de communion qu’ils tentaient d’imposer et où le fidèle devait ingérer


son Dieu sous la forme d’un pain censé assouvir son désir d’union avec lui.
Pressés d’extirper ces pratiques idolâtres, ils optèrent pour l’éradication to-
tale d’une plante dont le tort n’était pas seulement de s’enraciner au plus
profond de la culture indienne, mais de correspondre assez mal aux modes
culturaux et au type de commercialisation importés par les colons. Il fallut
alors que l’amarante se résolve à s’aller réfugier dans quelque lieu discret
des jardins domestiques et à ne plus offrir ses graines que sous la forme de
petites douceurs (alegrías) distribuées aux enfants ... à l’occasion de festivi-
tés religieuses8. Soumis à l’implacable logique européenne, le destin d’un
cultigéne religieusement et techniquement incorrecte semble avoir été scellé
sans trop de difficulté ; il ne pouvait évidemment pas en aller de même pour
l’indispensable et omniprésent maïs.
Pourtant, et bien que l’une des conséquences majeures de la Conquête
de l’Amérique ait été la diffusion rapide de la céréale américaine à travers
le monde, on ne peut s’empêcher de penser que l’attitude des Espagnols
vis à vis du maïs fut sans doute plus cruelle encore que celle dont ils firent
preuve à l’encontre de l’amarante. Sans vouloir entreprendre une profon-
de analyse historique de la dimension idéologique qui caractérisa les rap-
ports entre le blé et le maïs de chaque côté de l’Atlantique, Julian Pitt-Ri-
vers se servit de ses expériences de terrain en Andalousie et dans le
Chiapas mexicain pour montrer en quelle manière une confrontation de
cultures pouvait entraîner des hommes à se lancer dans une démonstration
et une revendication d’identité singulière en s’appuyant sur des référents
tirés de leur environnement conceptuel le plus immédiat, c’est-à-dire leur
système alimentaire. Pitt-Rivers nous conte ainsi comment, en bon rési-
dent anglo-saxon, il s’étonna du jugement de ses voisins de Grazalema sur
le maïs qu’ils ne voyaient que comme un simple aliment naturellement
destiné aux cochons ou à la volaille. Il ne fut donc plus surpris quelques
années plus tard lorsqu’il constata que les paysans chiapanèques rele-
vaient de la même structure mentale qui les poussait à s’affirmer à travers
une démarche exactement inverse: à leur sens, la culture du pois-chiche, le
délicieux garbanzo du cocido espagnol, la base de l’alimentation andalou-
se des siècles durant, la précieuse légumineuse importée par les conquis-
tadors, le rond Cicer cicer des Romains, ne devait servir qu’à remplir l’au-
ge des porcs (eux-mêmes importés).
Pourquoi ces populations apparemment opposées se retrouvent-elles sur
cette référence systématique au cochon? Est-ce pour elles une manière de met-
tre en exergue le jugement dédaigneux qu’elles portent sur l’Autre, identifié

8
La plante fait actuellement l’objet de divers projets de réhabilitation émanant d’ONG ré-
gionales, dans l’Etat de Puebla en particulier.
92 DOMINIQUE FOURNIER

de la sorte à l’animal omnivore mangeur d’ordures et pourtant particulière-


ment apprécié dans la cuisine identitaire? Ou tout simplement un rappel des
conceptions mentales et médicales qui, depuis le moyen-âge européen au
moins, tendent à autoriser un rapprochement entre l’homme et le porc? Dans
l’une de ses fiches, Julian Pitt-Rivers note en tout cas l’adage espagnol qui
prétend que: «Si quieres ver tu cuerpo, mata un puerco», et je rappellerai que,
au XVIe siècle, le commentateur du feuillet du Codex Maggliabecchiano re-
latif à l’anthropophagie rituelle des anciens Mexicains n’hésitait pas à affirmer
dans ses propos que le goût de la chair humaine se rapprochait de celle de la
viande porcine. Quel que soit le crédit que l’on entende accorder à cette as-
sertion, on retiendra que les gens les plus humbles se servaient une fois encore
de leur aliment principal, maïs d’un côté, pois-chiche de l’autre, pour les per-
mettre de se situer sur l’échelle des valeurs revendiquées. Que ce soit dans le
camp du vainqueur, comme dans celui du vaincu.
Mais le doute et son corollaire, la volonté de se démarquer, s’accroissent
des que le membre d’une communaute prend conscience que l’aliment de
l’Autre se confond, aussi, avec la chair de son dieu. Ce dernier étant consi-
déré comme principe actif de toute forme de vie, l’aliment qui assure notre
subsistance ne peut, ni ne doit, être expulsé du cadre de la divinité, et c’est
pourquoi ni le maïs des Américains ni le blé des Méditerranéens ne seront
jetés, et que chacun prendra soin de consommer avec un respect infini, au
moins au cœur de sa sphère culturelle spécifique. Il va de soi cependant que
des problèmes identitaires ne manquent pas de se poser avec une particuliè-
re virulence lorsque le contexte alimentaire conduit à l’individu à se trouver
confronté à un dieu qu’il n’a pas été préparé à reconnaître. Non seulement il
s’efforcera alors de nier toute valeur substantielle au produit porteur de l’é-
trangeté, mais il s’appliquera à révéler et à renforcer la suprématie de son ali-
ment référentiel à travers un rite qui, à son tour, marquera une forme de lé-
gitimation et, comme il a été précisé plus haut, une manière singulière de se
définir en tant que partie prenante du groupe. C’est-à-dire, au bout du comp-
te, de l’univers.
De telles considérations permettent de comprendre que, dans l’absolu,
l’amour de la nourriture ne se distingue pas toujours de façon nette de l’a-
mour de Dieu ou, au moins, qu’il se situe sur le chemin vers Dieu. Il est rare
en effet qu’une société parvienne à éviter de se poser des questions essen-
tielles sur l’amour, et sur ses conséquences dans l’ordre du sensible. Mais
puisque le rapprochement entre la nourriture et le sexe est trop constant pour
qu’il soit besoin d’y revenir ici, contentons-nous d’admettre que l’élévation
du fait alimentaire à une dimension sacrée se révèle nécessaire dès lors que
la société prend conscience qu’il constitue avec la sexualité les deux activi-
tés matérielles les plus indispensables à sa propre reproduction. Et c’est en
les faisant accéder tous deux à une dimension metaphysique par une asso-
DE LA NÉCESSITÉ DE PASSER DE L’AMOUR DE LA NOURRITURE... 93

ciation avec l’amour de Dieu que l’homme exprime sa volonté de vivre en


société. Car celui qui se contenterait d’aimer ce qu’il mange pour le seul
plaisir de la bouche, celui-là serait un pécheur incapable de reconnaître que
l’amour n’est rien d’autre qu’un cadeau, le don de soi-même fait à l’Autre.
Il est vrai que Pitt-Rivers était fasciné par le paradoxe engendré par le mot
«amour» qui réunit tout simplement les deux extrêmes de la pureté (Dieu est
amour) et de «l’impureté» (faire l’amour). Ses notes précisent d’ailleurs que
l’homme se doit de chercher la solution à ce risque de crise dans un effort
conscient d’échapper à soi-même, et en s’offrant à quelqu’un d’autre ou à
Dieu. En conséquence, l’amour narcissique sera qualifié de simple négation
de l’amour. Et le péché ne se limiterait donc plus, comme dans l’Eglise des
temps pas si anciens, au fait d’apprécier la bonne chère (la gula), mais il
s’inscrirait dans le refus de partager tout plaisir de la bouche, aussi frustre
fût-il.
Car comment le nier? Il est souvent inconcevable d’éprouver un plaisir
sincère à manger seul, et c’est un drame que de boire avec soi-même pour
unique compagnie. Songeons par exemple au repas quotidien des campag-
nes mexicaines: il se caractérise en général par une relative pénurie et par
une monotonie que les maîtresses de maison prennent soin d’atténuer en
ajoutant habilement au plat des produits de cueillette sauvage. J’ai pourtant
tenté de démontrer (Fournier 1999) que cet humble épisode s’impose en fait
comme un intermède aussi précieux qu’indispensable dans le rythme de la
vie de tous les jours parce qu’il constitue un moment de fusion dans un cer-
cle familial que l’on voudrait le plus constant possible, et qu’il pousse les
commensaux à éprouver une sensation d’harmonie avec la Nature offerte par
Dieu. Je prétendais même que la structure et le déroulement de ce simple re-
pas s’opposaient presque en tous points à la démesure du banquet festif fa-
milial ou communautaire, largement arrosé, car ce dernier ne conduisait
après tout qu’à exprimer des valeurs sociales discriminatoires et finissait par
pousser chaque homme dans la solitude de l’ivresse obligatoire.

* * *

Lorsque Julian et moi devisions autour d’un verre de manzanilla en plein


cœur du barrio de Santa Cruz à Séville, ou que nous nous régalions d’un bon
dîner avec l’ami Perico Romero de Solís autour d’un vin de Toro du côté de
Tordesillas, nous ressentions confusément la certitude de partager quelque
chose. Un élément subtil qui se rapproche sans doute d’une manière d’exal-
ter la vie. De la nécessité de passer de l’amour de la nourriture à l’amour de
Dieu e —dans l’amour de Dieu peut-être, qui sait?—, un échange métaphy-
sique qui, de toute façon, entend nier à la mort son caractère implacable, une
certitude qui permet une fois pour toutes à Julian de rester parmi nous.
94 DOMINIQUE FOURNIER

Bibliographie

Delteil, J. 1961. Cholera. Paris: Grasset.


Fournier, D. 1990. Toros: vídeo y tabernas. Taurología, 3.
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tion among the Southern Bantu. Cleveland.
COCINA ESPAÑOLA:
PLATOS ESPAÑOLES VESTIDOS DE VIAJE

Susan Tax Freeman


Universidad de Illinois

A lo largo de su carrera, Julian Pitt-Rivers dedicó su atención al estudio


de la cocina y del vestido, además de los temas que destacan en la mayor
parte de su obra —estructuras matrimoniales y políticas, la naturaleza de la
comunidad, la identidad territorial (local, regional, nacional), y la vida tra-
dicional y cambiante en los lugares de sus principales trabajos de campo—
sobre España, especialmente sobre Andalucía, y sobre Hispano-América,
principalmente sobre México indígena y su historia de contacto con la cul-
tura española.
En este ensayo escrito en memoria de Pitt-Rivers, exploraré brevemente
algunos temas relacionados con la cocina y sus «vestidos» hablando en tér-
minos culinarios, y trataré de ciertos aspectos del impacto que causaron de-
terminadas plantas americanas en España, y de la conexión que tienen con
expresiones de identidad e imagen nacional. No pretende ser el estudio pro-
fundo que requeriría cada una de estas materias tan diversas; ofrezco sola-
mente sugerencias sobre algunas de sus interrelaciones, con el fin de de-
mostrar la potencia de las artes culinarias en el campo de la expresión
cultural.
Un sistema culinario —«una cocina»— incluye al menos el inventario de
productos locales e importados seleccionados como comestibles; los méto-
dos de ahorrar, conservar, preparar y condimentar; los combustibles; los apa-
ratos, batería de cocina y utensilios de barro, madera, etc.; las creencias y
tradiciones que gobiernan la combinación y la separación de los comesti-
96 SUSAN TAX FREEMAN

bles, el consumo, la comensalidad, y la definición y el calendario de comi-


das y ayunos de diferentes tipos; y la estética que controla la composición y
apariencia de los platos, que son productos de las recetas (ya estén escritas
o sean elementos de la tradición oral u observada).
Un plato es una creación sumamente cultural; es menester que el estudio
de una cocina tenga como objetivo comprender su significado. Para los que
comparten una misma tradición culinaria, un plato tiene una calidad espera-
da, un rango de ingredientes permitidos, y, a menudo, un recipiente en el
cual está hecho y/o servido. Debe atender a ciertas expectativas y normas es-
téticas (de sabor, textura, proporciones, arreglo, color) aplicadas por los con-
sumidores habituales. El éxito en la confección de un plato bien recibido por
sus consumidores es el éxito de un cocinero(a) dentro de su comunidad. Es
probable que, si bien están constantemente sometidos a juicio, todos los co-
cineros alcancen el éxito en su arte, pues se han formado cuidadosamente, y
la mayoría de las veces en el seno de la comunidad a la que sirven. En toda
comunidad en donde la cocina es el centro de la vida doméstica, es el lugar
en donde gran parte de la cultura en general —no solamente la cultura culi-
naria— se discute y se transmite de persona a persona y de generación a ge-
neración.
A pesar de su sujeción a métodos y juicios tradicionales, ninguna cocina
es inmutable e igualmente —a pesar del dictum de algunos investigadores de
que una cocina es lenta de cambiar— una cocina puede experimentar revo-
luciones debidas a muchas causas; entre ellas no habría que olvidar la crea-
tividad. Farb y Armelagos escribieron en 1980: «Una cocina es básicamen-
te tan conservadora como son la religión, el idioma, o cualquier otro aspecto
de la cultura» (1980: 185) [traducción mía]. Un antropólogo contemporáneo
tendría que examinar tal posición cuidadosamente para poder apreciar —en
cocina, religión, o idioma, etc.— la estabilidad (que por cierto existe) den-
tro del enorme número de cambios que estudiamos. Escribiendo acerca de la
creatividad artística popular —en este caso del traje popular— y del modo
en la cual la tradición adopta colectivamente las novedades y los préstamos,
José Ortega y Gasset nos recuerda que: «Ningún traje popular es autóctono
ni eterno, y, sin embargo, todos lo parecen» (1933: 4). En el caso de la co-
cina, España nos aporta un ejemplo impactante de cambio dentro de las es-
tructuras estables de la cultura cristiana. Tendremos que sopesar con mucho
cuidado la cuestión de si la cocina española es y ha sido conservadora, y en
qué aspectos.
Hasta 1492, cristianos, judíos y musulmanes en España comieron de más
o menos el mismo inventario de comestibles, salvo, en el caso de los dos
grupos semíticos, tanto los animales que están prohibidos, como las combi-
naciones prohibidas (para los judíos —los más estrictos en este último sen-
tido—, la prohibición de combinar carnes con productos lácteos). Sin em-
COCINA ESPAÑOLA: PLATOS ESPAÑOLES VESTIDOS DE VIAJE 97

bargo, los estilos culinarios de cristianos y semitas difirieron unos de otros;


es decir, con unos mismos ingredientes confeccionaron platos distintos si-
guiendo diferentes tradiciones de preparación, combinación y condimenta-
ción. Para este ensayo es importante notar la predilección semítica en la Es-
paña medieval hacia la carne picada y condimentada en contraste con la
predilección cristiana hacia animales enteros o cortados en grandes trozos,
lo cual daba al trinchador y su «arte cisoria» un puesto central en las mesas
de las casas cristianas elegantes. Arte cisoria, del Marqués de Villena, escri-
to en 1423 en el castellano vernáculo, es, que se sepa, el primer ejemplo de
una especie de tratado que llegó a tener gran importancia en Europa. La fun-
ción del trinchador era cristiana mientras que el nombre de la albóndiga y su
frecuencia en los platos eran semíticos.
Después del sometimiento del Reino de Granada en invierno, en la pri-
mavera y verano del año 1492, los judíos españoles no convertidos al Cris-
tianismo abandonaron el país. Estos acontecimientos redujeron dramática-
mente la práctica oficial de religiones no-cristianas en el territorio de la
antigua convivencia, ya bajo la soberanía de los Reyes Católicos. Sometidos
los restos de la población musulmana practicante a la soberanía cristiana, la
práctica del Islam en el reino entró ya en su última fase.
Podemos imaginar, como han hecho generaciones de escritores, el celo
patriótico y religioso que debía de regir en esta época en la nueva nación
cristiana. Liss (1992) describe una atmósfera de auto-complacencia y júbilo,
acompañada por la «cristianización» del paisaje —la creación de monaste-
rios e iglesias al lado de los monumentos musulmanes en la región de las úl-
timas campañas de la reconquista—. Como antropólogos, debemos intentar
imaginar la emoción popular además de los aspectos políticos, económicos,
y arquitectónicos de esta nueva soberanía.
En agosto de 1492, Colón embarcó en su primer viaje en busca de la In-
dia. Cuando volvió en la primavera de 1493 de haber conocido a «las In-
dias», aportando a España muestras de su interés y riqueza, empezó la ex-
pansión de la soberanía peninsular en un imperio trasatlántico de un poder
mundial. Debemos intentar imaginar la intensificación de la emoción popu-
lar y la curiosidad despertada en cuanto a las nuevas cosas del Nuevo Mun-
do, noticias de las cuales se empezaron a filtrar de la corte a la población en
general.
En poco tiempo, España llegó a tener un conocimiento adquirido por ex-
periencia de comestibles nuevos —plantas y animales— además de gozar de
un monopolio sobre su acceso. Esta nueva España, en control de la Nueva
España, se encontró en la vanguardia de la experiencia y el uso de comesti-
bles desconocidos en el resto de Europa. El conocimiento adquirido por ex-
periencia es clave: los españoles que viajaron con Colón, los conquistado-
res, y los que les siguieron a las Indias en las primeras décadas del siglo XVI
98 SUSAN TAX FREEMAN

eran los únicos europeos en tener contacto directo con los pueblos indígenas
que habían usado habitualmente vegetales como el pimiento o la guindilla
(los capsicum), el tomate, la piña, la batata, el chocolate, el maíz, los frijo-
les (las judías americanas), etc., y pudieron observar que no eran venenosos
y conocer cuáles eran sus modos de preparación.
Ciertas plantas —la piña, la batata, el cacao, por ejemplo— necesitan am-
bientes cálidos y quedaron restringidas para el acceso general, convirtiéndo-
se así en lujosos o importados o difundidos en lugares casi únicos. La bata-
ta, muy atractiva para los primeros españoles en conocerla, llegó a estar
asociada específicamente con Málaga y a llamarse «batata de Málaga». La
piña, igualmente deliciosa en opinión de los que la comieron en las Indias,
fue empleada con ostentación en banquetes reales; Francisco Martínez Mon-
tiño, cocinero mayor de Felipe III, nombra la «fruta de piñas» en dos menús
de banquetes en su Arte de cocina de 1611. Tan recientemente como en el
año 1880, hay memoria de un regalo de piñas de América a la Reina (Simón
Palmer 1997). La fruta aún más exótica que siempre tuvo y aún sigue te-
niendo que ser importada, el cacao, estuvo y sigue estando de moda impor-
tantísima en Europa. Con su monopolio inicial, España estableció la moda
europea en la preparación y servicio del chocolate. En la casa real, el cacao
se guardaba con las joyas y se bebía en ocasiones especiales.
En contraste con estos ejemplos, plantas como los capsicum —los pi-
mientos dulces y picantes— y el tomate llegaron a cultivarse al poco tiem-
po en huertas y huertos por toda la península. Cultivos como el maíz, los fri-
joles, y eventualmente la patata, podemos llamarlos «cultivos populares»,
porque pronto dejaron de ser curiosidades importadas y mostradas con os-
tentación en círculos limitados de la sociedad española y llegaron a ser cul-
tivadas y adaptadas a los usos culinarios por «todo el mundo».
Los capsicum dulces y picantes se adoptaron rápidamente (véanse resú-
menes de este proceso en Long Solís 1998, Terrón 1992, o Freeman 1999a
y 1999b). El tomate, cuyas variedades no eran idénticas a las que se cultivan
hoy en día (como tampoco lo eran los capsicum de entonces), también se
adoptó relativamente pronto en España, aunque es algo que parece ser me-
nos comentado que los pimientos —claro, Colón y sus sucesores vieron en
la guindilla un sustituto de la pimienta negra que hasta entonces se había
buscado en la India—. Parece ser que se veía al tomate como un acidulante
parecido a los que se ya usaban bajo el nombre de agraz (no siempre uvas
inmaduras sino también otras sustancias ácidas —acedera, vinagre, zumo de
limón, granada, o naranja, etc.—). Altimiras (1745) los usaba así y también
de otras maneras. En fecha temprana, en 1597, John Gerard, escribiendo en
inglés, notó el uso de salsa de tomate en España, aunque el primer recetario
español en incluirla parece ser el de Juan de la Mata en 1747 (pues Altimi-
ras no ofrece recetas en las cuales el tomate figure como el ingrediente prin-
COCINA ESPAÑOLA: PLATOS ESPAÑOLES VESTIDOS DE VIAJE 99

cipal). Habría que señalar también que Gerard siguió informes de autores to-
davía anteriores (véanse López Piñero y López Terrada 1997 o la introduc-
ción a la edición del libro de Gerard a cargo de Dover en 1975). Dicho bre-
vemente, es posible que la salsa de tomate española haya sido mencionada
antes de 1597. Rudolf Grewe (1987) examina las fuentes para el estudio del
tomate en España e Italia en los primeros siglos post-colombinos y advierte
que, aún en Italia, las recetas más antiguas que incluyen tomates se llamaron
alla spagnuola o «al estilo español».
La identificación de plantas como el tomate o el cacao con España por
parte de otros europeos, aunque no debe sorprender, da énfasis a la posición
española en una vanguardia que se tiende a olvidar hoy en día, pues hoy ve-
mos a Francia como el centro eterno del mundo culinario europeo. Los nom-
bres de cultivos americanos o de los platos que los contienen revelan la po-
tencia culinaria española en los primeros siglos de la modernidad. La batata,
por ejemplo, no se llamó únicamente «de Málaga» sino más allá de su re-
gión de cultivo, en Inglaterra, la llamaron Spanish potato o «patata [batata]
española» (Root 1980). En Francia, varios elementos de la cocina ahora lla-
mada clásica, si contienen algún elemento de tomate, se llaman «de Espa-
ña»: sauce espagnole (una de las salsas fundamentales de la cocina, aunque
el tomate no la domina); consommé madrilène; la familia de salsas y guar-
niciones llamadas andalouse. Muchas recetas en el inventario francés (para
huevos, pollos, y otras cosas) se llaman à l’espagnole y llevan tomate. Las
salsas andalouse y albuféra también reciben pequeñas cantidades de pi-
miento dulce. La guarnición andalouse es principalmente de pimiento.
Dejando el tomate para fijarnos en los capsicum en otros platos que las
salsas indicadas, vamos ahora a considerar uno de los productos españoles
más importantes dominado por el pimiento o el pimentón. El chorizo entra
en las cocinas de Francia y demás partes del mundo sin traducción ni rece-
ta. El chorizo, que los diccionarios definen como un producto español car-
gado de pimentón, es una especialidad en la que a un cocinero no español se
le exige que lo consiga ya hecho con el fin de ejecutar las recetas que lo re-
quieren. Y en el sur de Italia, como último ejemplo, Carlo Levi informa (des-
de su exilio interno en Lucania en 1935-36) de salchichas caseras hechas con
«pimientos españoles» (Levi 1982). Estas salchichas difieren radicalmente
de las que hoy se llaman «italianas» y llevan el sabor dominante de hinojo.

* * *

Algunos platos que ahora podemos considerar nacionales no existían an-


tes del contacto con el Nuevo Mundo. Ejemplos son: la tortilla española,
cuya existencia como plato depende totalmente de la patata; el chilindrón,
cuya existencia como plato depende totalmente del tomate y del pimiento; o
100 SUSAN TAX FREEMAN

las magras con tomate, cuya existencia como plato depende totalmente del
tomate.
Algunos platos apenas se cambiaron. El cocido madrileño, basado en el
garbanzo, a pesar de haber adoptado la patata (en lugar del nabo) y de ser-
virse a veces con salsa de tomate, se puede hacer según la receta antigua sin
que sufra cambios en su carácter, pues éste reside principalmente en las car-
nes y los garbanzos, no siendo ninguno de ellos del Nuevo Mundo.
Otros platos se transformaron.
El gazpacho es un plato bien antiguo en España —y bien humilde en sus
formas más antiguas—. (Aquí no trato del grupo de platos llamado «los
gazpachos», de torta y carne y/o verduras que se guisan en zonas levantinas
o extremeñas, descritos, por ejemplo, en Seijo Alonso 1973). El gazpacho
es un producto del mortero o dornillo que consiste en una pasta fina hecha
en la mayoría de los casos de aceite, miga de pan, agua, probablemente
ajos, y un líquido ácido, habitualmente vinagre. La pasta se amplia en dife-
rentes zonas y en diferentes temporadas con verduras tales como el pepino,
quizás la cebolla, machacada o en trozos, o en algunas formas con almen-
dras y uvas (como en el gazpacho blanco o «ajoblanco» asociado con Cór-
doba). [Para un buen número de recetas véanse el recetario andaluz de Sal-
cedo Hierro (1979), los recetarios provinciales como los de Huelva (Rey y
Romero 1990) y Jaén (Urbano Pérez Ortega 1993), o el tratado de Briz
(1989, 1993)]. Es un plato elemental, de productos decididamente locales,
de consumo diario y familiar. Es muestra de pobreza y no del lujo; sus for-
mas más básicas combinan aceite espesado por medio de pan, ampliado por
medio de agua y quizás dotado del sabor del ajo o el vinagre o simplemen-
te de la sal.
Emilia Pardo Bazán, en La cocina española antigua, escribió en 1913:
«El gazpacho es un plato nacional, que sirve de alimento de infinidad de bra-
ceros en las provincias del sur de España, donde también aparece en todas
las mesas de familia. En otro tiempo se consideraba tan popular, que en una
mesa algo refinada no cabía presentarlo. Hoy el gazpacho se ha puesto de
moda y, helado, se sirve como sopa de verano en la mesa del Rey y en las
casas más aristocráticas» (Pardo Bazán 1981: 18).
El viaje del gazpacho ha sido aún más largo que de las mesas de braceros
a las de las clases altas en España: ha pasado fronteras nacionales además de
regionales y de mesas de familias y mesones españoles a las de restaurantes
ilustres en capitales lejanas.
No podemos saber cuándo empezaron los cocineros andaluces a integrar
vegetales americanos en sus gazpachos, pues gran parte de la historia del
gazpacho, como anota Pardo Bazán, no está escrita. Pero con la entrada de
pimientos y tomates en huertas y huertos en amplias zonas de España, no
sorprende que también entraran en el dornillo de hacer gazpacho, amplian-
COCINA ESPAÑOLA: PLATOS ESPAÑOLES VESTIDOS DE VIAJE 101

do el surtido de ingredientes del plato. Los cocineros andaluces vistieron su


gazpacho con el rojo del tomate ya emblemático de la nueva España, y así
vestido se marchó de viaje. Briz (1989: 96 y ss.) señala que el gazpacho rojo
está más asociado con la Sevilla de la Casa de Contratación, y así con la Es-
paña imperial, mientras que el gazpacho blanco de Córdoba, hecho de al-
mendras, uvas y ajos, desde tiempos antiguos, evoca más a la Córdoba de la
Mezquita, y así a la época árabe y al Califato. El gazpacho blanco no se vis-
tió de nuevo y no se marchó de viaje.
Aunque en España se sabe que los hay de otros tipos, el gazpacho ofreci-
do en restaurantes en Madrid u otras capitales españolas y en el extranjero,
y que entra en recetarios de divulgación internacional (y en latas) como el
gazpacho, plato español, es el gazpacho vestido al estilo español —¡de to-
mate!
Las diferentes asociaciones del gazpacho rojo y del blanco, entre Sevi-
lla y Córdoba, sugieren dimensiones étnico-religiosas en las expresiones
culturales que podemos leer en ciertos platos. Éstas llaman especialmente
la atención en el caso de la albóndiga que, como he comentado en otro lu-
gar, tenía asociaciones semíticas (Freeman 1999b). Todavía en culturas cu-
linarias del Próximo Oriente, semíticas o no, platos que contienen carne
picada aparecen en mayor proporción que en la España de hoy en día. Esta
tradición se extiende a los pueblos sefardíes en los lugares de su asenta-
miento y sugiere que el estilo culinario de musulmanes y judíos en la Es-
paña de la convivencia ya compartía tradiciones con pueblos del Próximo
Oriente y el norte de África, bien distintas de las de los cristianos en Ibe-
ria. La carne picada en estas cocinas servía y sirve de relleno de muchos
vegetales —berenjenas, cebollas, alcachofas, hojas de vid, e incluso acei-
tunas (de las aceitunas rellenas de carne servidas en una comida en Túnez
en 1999 me informó Nancy Harmon Jenkins)— y ahora de los vegetales
americanos: tomates, pimientos, calabacines. La cocina española moderna
no rellena esa variedad de vegetales: el único plato de relleno que se des-
taca es el pimiento relleno y tiene el reconocimiento de plato nacional con
versiones en todas partes.
Los cocineros españoles han vestido la albóndiga con el pimiento ameri-
cano, un vestido vistoso rojo, como el que el gazpacho tiene con el tomate.
Pero pasó algo más. La albóndiga, dentro de su pimiento, se cristianizó. La
carne prohibida a judíos y musulmanes, el cerdo, entró en la masa de la al-
bóndiga en forma de tocino, la mayoría de las veces, o bien de cerdo fresco
picado (exceptuando las preparaciones en tiempo de cuaresma, cuando el re-
lleno es de pescado o arroz). Así bautizado de cerdo, y algunas veces con un
baño de salsa de tomate también, el pimiento relleno español celebra a la vez
la cristianización de la península y la conquista de las Indias. Es una repre-
sentación que se puede ingerir por toda España.
102 SUSAN TAX FREEMAN

El pimiento dulce fue bien recibido en muchas cocinas. Ríos y March


(1992) indican que fue el primer vegetal en presentarse ya hueco en cocinas
con tradiciones de confeccionar platos de rellenos. También se adoptó como
verdura y guarnición —salteado, asado, etc.— y como condimento, junto al
pimiento picante, molido en pimentón o páprika. La cocina de los pimien-
tos es muy amplia (véase, por ejemplo, Everest/Teubner 1993). En su forma
española, el pimiento relleno se ve menos en el extranjero que el gazpacho,
pues le hacen competencia gran número de preparaciones de otros tipos,
aunque, sin embargo, el pimiento en sí sigue asociándose con España y el
sur de Europa. Turquía y Hungría son otros centros de difusión (más tardías
que España) y Hungría, claro, por su páprika en polvo (Freeman 1999a). Así
el pimiento relleno que encapsula la historia étnica-religiosa de España ha
hecho su viaje más importante dentro de Iberia y ha vuelto a México en su
versión picante como el chile relleno. En el chile relleno de carne (normal-
mente de vaca y de cerdo) vemos una inversión del simbolismo que encon-
tramos en España: las carnes del conquistador están envueltas en el chile pi-
cante autóctono.
No se sabe en qué casa se rellenó un pimiento por primera vez, o qué co-
cinero salteó por primera vez una loncha de jamón con salsa de tomate o
bañó patatas salteadas en huevo batido para hacer un tipo nuevo de tortilla.
No sabemos de qué huerto ha procedido el primer tomate en entrar en un
gazpacho o quién salteó por primera vez carne o ave con pimientos y toma-
te para hacer lo que se llamaría un chilindrón. Lo que sí es cierto es que és-
tos eran actos de creatividad de un arte popular, el culinario, que merece me-
jor escrutinio, y que sus resultados —platos nuevos— fueron recibidos,
repetidos y difundidos hasta llegar a quedar establecidos y recibir cada uno
de ellos un nombre.
Los cocineros inventivos jugaron no únicamente con sustancias comesti-
bles sino con sus significados. Los resultados de ese juego tuvieron éxito en
la comunidad de consumidores. El número de ingredientes nuevos que en-
traron en juego y el número de platos nuevos o transformados que fueron
probados, recibidos y difundidos a lo largo de décadas y siglos a partir de
1493 refleja la receptividad, curiosidad, adaptabilidad y creatividad del pue-
blo español. En cada mesa, comensales españoles, en comunión, incorpora-
ron la sustancia y significado de los platos que comieron, y esos platos mis-
mos, en viaje, representaron a la nueva España en Europa*.

* Agradezco a Peggy K. Liss, L. G. Freeman, Honorio Velasco y Linda Martz sus ayudas
prestadas para este ensayo.
COCINA ESPAÑOLA: PLATOS ESPAÑOLES VESTIDOS DE VIAJE 103

Bibliografía

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LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA:
APROXIMACIÓN ANTROPOLÓGICA
A LA MARIOLATRÍA ANDALUZA

Antoinette Molinié
CNRS. Universidad de París X

La primera vez que estuve en las fiestas del Rocío iba acompañada por
Julian Pitt-Rivers, su esposa Françoise y nuestro amigo común Pedro Ro-
mero de Solís. En aquella época hablábamos más de toros que de la Virgen,
sabiendo a medias palabras que los dos cultos formaban parte de un mismo
pensamiento. Desde entonces he participado en la romería del Rocío varias
veces, deslumbrada por tanta belleza, por la manzanilla, las sevillanas en el
pinar y la idolatría en tierra de Iglesia. Varias temporadas pasadas en Villa-
manrique y Almonte me han permitido relacionar el ritual con la cultura que
lo produce.
Julian hablaba a menudo de la mariolatría de los andaluces. En el culto a
la Virgen María y en la celebración del toro, él veía la noción común de fer-
tilidad que se pide en el secreto de las ceremonias dedicadas a una y otra di-
vinidad. Contaba la historia de aquella mujer de Sevilla desesperada de ser
estéril que de noche rezaba a la Virgen a la vez que apretaba en su mano una
figurita de toro (Pitt-Rivers 2000: 338). Pero los trabajos de Julian Pitt-Ri-
vers nos invitan a buscar la relación entre virilidad y devoción mariana más
allá del campo semántico de la fertilidad, pues la pasión masculina por la
Virgen y el carácter sexuado que se le presta en los rituales no pueden ser
completamente ajenos a los valores que fundamentan en esta cultura las re-
laciones entre hombre y mujer, y nuestro colega nos ha dejado sobre este
106 ANTOINETTE MOLINIÉ

tema importantes estudios (Pitt-Rivers 1954, 1977). Voy a intentar aclarar


algo de la mariolatría andaluza a través de su trabajo sobre las nociones de
honor y de vergüenza. Para ello me apoyaré en la etnografía del culto a la
Virgen del Rocío1.
La Virgen María es sin duda la gran diosa de los andaluces. Esta Magna
Mater que además es la madre de Dios hecho hombre, tiene la peculiaridad
de ser a la vez una y múltiple. Su iconografía, que ofrece testimonios de los
diferentes episodios de su vida, genera variantes de su divinidad relativa-
mente independientes unas de otras2: Inmaculada Concepción representada
por una jovencita, Anunciación frente a ángel Gabriel, Madre alimentando a
su divino hijo, Dolorosa con siete puñales clavados en el pecho, Asunción
gloriosa junto a la Trinidad..., éstos son algunos de los avatares de la Virgen
María. Pero los andaluces han preferido explotar la variedad de sus repre-
sentaciones locales.
Para ellos la Virgen no significa gran cosa si no se especifica el nombre
de la divinidad a la que uno se refiere, al menos que uno se encuentre en el
territorio de una de ellas, la cual en este caso sería identificada por la evi-
dencia. La multiplicidad de sus representaciones relaciona la Virgen con los
santos y es especialmente espectacular en las procesiones de Semana Santa,
cuando desfilan, una tras otra, decenas de Vírgenes específicas que tienen
más fama que los Cristos que van acompañando: en Sevilla, por ejemplo, las
dos Esperanzas, la de Triana que cruza el Guadalquivir entre las dos torres
árabes y la gran Macarena que llora sonriendo, la Virgen de la Estrella con
su lucero de oro en la mano, María del Dulce Nombre que sigue al Cristo de
la Bofetá, la Virgen de la Amargura acompañada de San Juan...
La Virgen del Rocío reina sobre las misteriosas marismas de la desem-
bocadura del Guadalquivir que son parte hoy en día de un parque natural.
Su santuario se alza en medio de los pájaros que descansan junto a ella an-
tes de emprender su migración hacia el norte, y está rodeado de caballos
que fueron propiedad de la Virgen antes de la Ley de desamortización.
Cada año, el domingo y el lunes de Pentecostés, su romería atrae más de
un millón de peregrinos y la fiesta se exhibe en la televisión en programas
que dan la vuelta al mundo. Los políticos rinden homenaje a la Virgen pues
se ha convertido en bandera de Andalucía. Este fenómeno nacional y me-

1
Evidentemente no presento aquí un análisis completo de este culto, sino solamente un as-
pecto que trato de aclarar con el trabajo de J. Pitt-Rivers. Se encuentran algunos trabajos et-
nológicos en Murphy y González Faraco (2002). Ver también Comelles (1984), y Carrasco,
Márquez, Perales, Pichardo y Zurita (1981).
2
Albert-Llorca, (2002), analiza mayormente a través de casos españoles, cómo la socie-
dad construye la sacralidad de las imágenes de la Virgen a través de sus manipulaciones ri-
tuales.
LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN... 107

diático no debe disimular un culto profundamente arraigado en la cultura


andaluza.
La romería está organizada por hermandades oriundas de ciudades y pue-
blos de Andalucía y más allá. Éstas son partes de un sistema jerárquico. En
la cúspide, la «hermandad matriz» de Almonte reivindica la Virgen. Las de-
más siguen por orden de antigüedad, pudiendo cada una de ellas «amadri-
nar» a las candidatas. Es así que se podía contar unas diez hermandades en
1920, veinticuatro en 1936, cuarenta y seis en 1970, unas sesenta en 1984 y
más o menos un centenar hoy en día. Estas cifras muestran el desarrollo es-
pectacular de este culto cuyas huellas más antiguas pueden hallarse en el si-
glo XIII, fecha probable de la aparición de la preciosa imagen3.
El recorrido de cada hermandad dura, según de donde salga, el tiempo ne-
cesario para llegar al santuario antes del domingo de Pentecostés. El «cami-
no» es muy lento: los romeros van a pié, a caballo o en tractor, y se detienen
a menudo para beber, cantar y bailar. El ritmo depende del de los inmensos
tronos de plata (los simpecados) que van en carretas arrastradas por bueyes.
Cada uno de ellos lleva el estandarte de la hermandad que se puede consi-
derar como un duplicado e incluso un sustituto de la Virgen: a él se le reza
y se le baila y se suele restregar el pañuelo sobre la plata de su trono para
pedir ánimo y protección. «Hacer el camino» es un arte: durante varios días
los peregrinos hacen una vida de nómadas, alojándose en unas carretas cu-
biertas de lona blanca al estilo de la «conquista del oeste». Se duerme poco
y el cante a la Virgen alterna con bacanales de tipo carnavalesco. Algunas
mujeres caminan con las manos agarradas al simpecado, cumpliendo así una
promesa. Por la noche las carretas de los peregrinos se forman en círculo al-
rededor del simpecado y éste, en medio de las fogatas y los bailes, aparece
entonces como una divinidad tribal.
Las hermandades llegan al Rocío el viernes antes del domingo de Pente-
costés. Una tras otra, según su orden jerárquico, desfilan detrás de sus simpe-
cados arrastrados por los bueyes y van a saludar con solemnidad a la herman-
dad matriz de Almonte cuyos miembros las esperan en la puerta del santuario,
suntuosamente vestidos de flamencos. Varios rituales (que no podemos des-
cribir aquí por falta de espacio) se celebran el sábado y el domingo siguien-
tes. Pero el momento culminante del culto es la misa del domingo por la no-
che. La Virgen se encuentra frente al pueblo, detrás de la reja que cierra el
coro. El santuario está atestado de fieles entre los cuales se siente una tensión
explosiva. De vez en cuando, el equipo de la Cruz Roja se lleva un hombre

3
No voy a tratar aquí de la historia del culto sobre la cual se ha publicado bastante. Pare-
ce que el primer santuario fue erigido en Las Rocinas (el primer nombre que tuvo la Virgen)
por Alfonso X el Sabio en 1275-85 (Infante Galán 1971). Otros piensan que la imagen es del
siglo XV (Álvarez Gastón 1975; 1977).
108 ANTOINETTE MOLINIÉ

desmayado. En la noche rociera, un grito interrumpe las oraciones: «¡Al-


monteños a por Ella!». Los muchachos de Almonte trepan por la reja del
coro, empujan al personal, se apoderan de la Virgen y se precipitan con el tro-
no de plata hacia la salida en un gigantesco atropello. El bullicio es indes-
criptible y empieza entonces una lucha mortal por hacerse con la Virgen y lle-
vársela a hombros. El desenfreno es tan violento que se han derribado las
válvulas del control del orden: los muchachos están colgados a la reja, em-
pujan a los notables, las sillas ruedan por el suelo mientras que estallan aplau-
sos y gritos. Toda la noche alrededor del santuario los hombres pelean para
llevar la Virgen a hombros y sobre todo para impedir que cualquier «foraste-
ro» se apodere de ella. Esta procesión caótica es extremadamente violenta:
cuando un cargador sale, los hombros de los demás se tienden y la diosa pasa
así sobre los cuerpos tensos y mojados de los chicos como una nave a la de-
riva que nunca encalla en la arena. Alrededor de la Virgen los hombres están
asediados por una sola idea: «meterse debajo de la Virgen». Y cuando surgen
de debajo del trono y cuentan su experiencia, su voz se ahoga.

La «feminización» de la Virgen

«Meterse debajo de la Virgen» es ante todo una operación que requiere un


alta tecnicidad, pues es extremadamente difícil abrirse un camino en la mul-
titud que rodea el trono de plata, y es imposible acceder a él sin la ayuda o
por lo menos la complicidad de un almonteño. Lo que parece ser un caos de
una extrema violencia, es en realidad un conjunto estratégico de una gran
precisión: el desorden está construido como una barrera de protección alre-
dedor de la Virgen, pues se trata de conservar la exclusividad de su acceso4.
Pero «meterse debajo de la Virgen» tiene sin duda otro significado. Cuando
los muchachos muestran sus heridas, uno no puede dejar de pensar en los ri-
tos de iniciación amazónicos que dejan sobre los cuerpos marcas compara-
bles. Aquella noche una viuda lloraba: acababa de ver a su único hijo salir
de debajo de la Virgen gritando de placer y con el cuerpo desgarrado, y en
ese momento, creyó haber visto a su marido muerto hace años (Romero de
Solís 1993).
A menudo son el padre o el tío quienes acompañan al joven iniciado en
su búsqueda de la Virgen, un poco como hace unos años lo acompañaban en
busca de sus primeras mujeres. Las jactancias de los muchachos que com-
paran los tiempos respectivos que han pasado debajo de su diosa se pasan de
comentarios por lo mucho que evocan una iniciación sexual.

4
Comunicación personal de Juan Carlos González Faraco.
LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN... 109

Los gitanos celebran la desfloración de la recién casada con un rito espe-


cífico: en el momento en que se exhibe la sábana nupcial manchada, los co-
mensales cantan una alboreá. Este cante es especial pues se ejecuta con voz
aguda mientras que generalmente los gitanos prefieren la voz ronca. Ahora
bien los gitanos cantan alboreás también al final de las romerías de la Vir-
gen (Pasqualino 2000; 1998).
Los almonteños que luchan por pasar un momento debajo de la Virgen pe-
lean también contra un rival: el forastero y especialmente el que viene del
pueblo vecino de Villamanrique de La Condesa. La rivalidad que opone las
dos localidades va inscrita en el mito de origen de la Virgen del Rocío. Éste
sigue un esquema clásico. Un cazador (o un pastor según las versiones) en-
cuentra una imagen de madera de la Virgen escondida en un acebuche. Avi-
sa a los almonteños y se llevan la Virgen al pueblo. Pero la imagen regresa
sola a su acebuche. Se le construye entonces una capilla en Almonte, pero
sigue volviendo a su lugar de origen. Por fin se decide levantar un santuario
en el lugar donde apareció, es decir, en el Rocío donde llegan hoy en día los
romeros. Ahora bien, el milagro ocurrió en el territorio de Almonte, pero el
cazador/pastor era de Villamanrique de la Condesa. Desde entonces los dos
pueblos reivindican la propiedad de la Virgen, unos en base al jus soli y los
otros en base al jus sanguinis. Esta oposición es tanto más crítica tanto que
la hermandad de Villamanrique es la más antigua de todas, y por lo tanto la
primera en la jerarquía del conjunto de las hermandades. Además la her-
mandad de Almonte se ha enriquecido bastante con el próspero negocio que
la romería genera alrededor del santuario y que la «hermandad matriz» con-
trola. La rivalidad de los muchachos de los dos pueblos tiene desde luego un
aspecto de batalla ritual entre dos mitades con significado de rito de ini-
ciación.
Al oír los comentarios que hacen sus fieles sobre su vestido, sobre su son-
risa, al sorprender sus suspiros cuando salen de debajo del trono, se entien-
de que la diosa codiciada por los hombres es celebrada en toda su femini-
dad. Cuando intenté entender quién daba la señal del rapto de la Virgen, me
dijeron que ella misma lo decidía: los hombres de Almonte la conocen y la
ven ruborizarse cuando ella quiere que se la lleven. Y cuando pregunté ino-
centemente si la televisión que proyecta sobre ella sus focos no perturbaba
el ritual, me contestaron que por lo contrario a la Virgen le gustaba exhibir-
se en las pantallas: cuando los proyectores se dirigen hacia ella, su sonrisa
es, por lo visto, muy especial.
A lo largo de su recorrido los hombres le echan piropos:

Guapa, guapa, guapa y guapa.


Y bonita y bonita y bonita y bonita.
110 ANTOINETTE MOLINIÉ

Tocan las palmas con un ritmo de bulería que es el de la exhibición de la


bailaora en la juerga flamenca.
A través de todos los procedimientos que acabamos de sacar a luz, y más
especialmente a través de la sexualización de las relaciones que tienen los
fieles con la Virgen, queda claro que los hombres la están feminizando. Esta
sexualización de una divinidad se puede observar desde luego en otras cere-
monias, incluso en otras religiones como, por ejemplo, en el hinduismo.
Pero la feminización de la Virgen del Rocío es bastante original porque va
asociada a otro procedimiento que puede parecer contradictorio.

La «virginización» de la Virgen

Durante la procesión, la muchedumbre alterna los gritos de «guapa, gua-


pa y guapa» con las alabanzas de:

Viva la Virgen del Rocío


Viva la Blanca Paloma
Viva la Reina de las Marismas.

Vemos que la Reina de las Marismas es a la vez Virgen del Rocío y Blan-
ca Paloma, dos nombres que sin duda están relacionados con ideas de pure-
za. Al principio la Virgen se llamaba Nuestra Señora de las Rocinas, el nom-
bre del lugar donde apareció5, y se celebraba en el día de la Natividad. En
1653 toma el nombre de «Nuestra Señora del Rocío del Espíritu Santo» y
desde entonces se celebra el día de Pentecostés.
Esta fiesta de la liturgia católica conmemora la venida del Espíritu Santo
sobre los apóstoles y la Virgen María, quienes en ese momento se pusieron
a hablar todos los idiomas. Sabemos que la Blanca Paloma es la forma en
que se representa al Espíritu Santo, o sea, la tercera persona de la Trinidad.
Conocemos también las escenas de la Anunciación donde el ángel Gabriel
informa a María de la encarnación de Dios en ella, con los rayos de la blan-
ca paloma fecundando su seno. Así que la Virgen del Rocío, llamada tam-
bién Blanca Paloma, lleva el nombre de su fecundador y es celebrada el mis-
mo día que él.
No me detendré en los debates teológicos sobre la virginidad de la madre
de Jesús que apasionaron a generaciones de exégetas, y que separan a los ca-
tólicos de los protestantes. Lo que me interesa es más bien la ambigüedad
sexual del Espíritu Santo.

5
Para un estudio histórico de los nombres de la Virgen del Rocío ver Murphy y González
Faraco (2001).
LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN... 111

Su carácter fecundante le da sin duda un carácter viril: ¡no es ni más ni


menos que el genitor del hijo de Dios! En la misa de Pentecostés, en el mo-
mento de la postcomunión, los fieles ruegan así al Señor: «Que el Espíritu
Santo derramado en nuestros corazones los purifique y los fecunde como un
rocío penetrante» (Missel 1955: 645). Así, mientras Jesucristo alimenta a los
comulgantes, el Espíritu Santo fecunda sus corazones con su fluido. ¿Es el
rocío de la Virgen una imagen de su pureza o una representación de la se-
milla de su fecundador?
En hebreo la palabra «Ruah», que traduce a «Espíritu», es voz femenina.
Por otra parte el Espíritu Santo tiene, en la teología católica, una dimensión
femenina (Congar 1995). En la Biblia, al principio del Génesis, el Espíritu
infunde vida cuando planea sobre las aguas. Orígenes cita un evangelio apó-
crifo: «Jesús declara a propósito de la transfiguración sobre el Tabor: re-
cientemente mi madre, el Espíritu Santo (subrayo yo), me ha recogido y me
ha llevado al gran cerro del Tabor». El carácter femenino del Espíritu Santo
toma una dimensión extrema en la herejía contemporánea del Padre Leonar-
do Boff: «Cuando decimos que María es asumida por el Espíritu, que el Es-
píritu toma en ella una forma histórica, ¿podemos por lo tanto concluir que
el Espíritu es la madre divina del Hombre Jesús? Creemos que esto se im-
pone lógicamente» (Boff 1986: 76). La Trinidad integrada por el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, toma así la estructura del famoso triángulo edípico
en el cual la madre toma la forma del Espíritu Santo. Se podría reflexionar
oportunamente sobre la crucifixión del Hijo como castigo paterno dentro del
complejo de Edipo. Sin dejar paso por ahora ni a la teología ni al psicoaná-
lisis, recordemos sin embargo que la doctrina ofrece una oportunidad de fe-
minizar al Espíritu Santo hasta darle una dimensión materna.
El simbolismo de la Blanca Paloma es especialmente adecuado para ex-
presar la ambigüedad sexual del Espíritu Santo. Capaz de volar como el Pa-
ráclito planea sobre las aguas en el primer capítulo del Génesis, desprovisto
de órganos genitales externos, el pájaro tiene una connotación sexual bas-
tante generalizada en las sociedades mediterráneas. Ésta se expresa en amu-
letos en forma de falos con alas y en las representaciones populares del pene
que el ave inspira especialmente en Andalucía. La Blanca Paloma con su
dulzura femenina y su apariencia fálica, es muy propia para expresar la am-
bigüedad sexual del Espíritu Santo.
Se la representa en cada uno de los tronos de plata que llevan el estandarte
de cada una de las hermandades. Arrastrado por los bueyes, el trono del sim-
pecado tiene la forma de un tálamo de plata, con sus cuatro columnas y su
baldaquín en el que aparece una paloma, un poco como en las imágenes de
la Anunciación. Puesto que el simpecado es un sustituto de la Virgen, se
puede uno preguntar si la paloma de plata que vuela encima de él represen-
ta la Blanca Paloma virgen o el Espíritu Santo fecundador.
112 ANTOINETTE MOLINIÉ

La palabra «simpecado» es una abreviación de «sin pecado concebida».


Se trata en la teología católica de una referencia a la Inmaculada Concepción
de la Virgen: contrariamente a los seres humanos, María habría sido conce-
bida sin pecado original. Sabemos que los andaluces adoptaron con fervor
esta creencia antes de que fuera institucionalizada por el Vaticano en el siglo
XIX. Pero muchos piensan que la expresión «sin pecado» se refiere a la con-
cepción de Jesús, es decir, a la virginidad de su madre. Finalmente la voz
«simpecado» expresa la concepción de María a la vez como concebida y
como conceptora. Lo mismo que «Blanca Paloma» se refiere tanto a la Vir-
gen como al Espíritu que la fecunda, «sin pecado» puede referirse a la In-
maculada Concepción de María o a su virginidad. El procedimiento es el
mismo y tiene el mismo resultado: los fieles de la Virgen captan una ambi-
güedad para redoblar la pureza de su divinidad.
Es así que las relaciones entre la Virgen y el Espíritu Santo están marcadas
por una ambigüedad sexual de la que los almonteños se han aprovechado para
practicar una suerte de asimilación de las dos divinidades. Como en un sueño,
han hecho un desplazamiento de una paloma a la otra, una condensación entre
los dos rocíos, uno virginal y el otro seminal, creando así una divinidad doble-
mente virgen que está relacionada tanto con la virginidad de María como con
la bisexualidad del Espíritu Santo. Esta hipérbole de la virginidad es creada por
la confusión construida entre fecundador y virgen fecundada. La Virgen del Ro-
cío queda intacta por dos conceptos, el suyo y el de su ambiguo inseminador.
Observamos así dos procedimientos de fabricación de la divinidad: su se-
xualización en mujer por una parte, la acentuación de su virginidad dogmá-
tica por otra parte. Vemos estos dos modelos puestos en práctica durante el
ritual del traslado.
A diferencia de la peregrinación que se celebra cada año, el traslado de la
Virgen de su santuario a Almonte ocurre cada siete años. Los hombres llevan
su diosa a hombros toda la noche por los caminos que atraviesan el pinar. An-
tiguamente iban prendiendo fogatas delante de su procesión. Hoy en día son ya
proyectores de televisión los que acompañan a la Virgen. Miles de rocieros la
acompañan a pié, a caballo o en tractor. Cerca del santuario han asistido albo-
rozados a su vestir por las camareras. Éstas la han ataviado de pastora6, la han
colocado un delicado velo sobre el rostro y la han envuelto en un capote que la

6
La Virgen del Rocío tiene dos trajes que corresponden a dos figuras de su devoción. «De
reina», viste como una gran dama del siglo XVII, una amplia basquiña con armazón de ar-
cos, una gorguera de encajes y un manto. Lleva una inmensa corona y una ráfaga. «De pas-
tora», lleva una larga saya y, sobre sus tirabuzones, un sombrero adornado con flores sil-
vestres. Los hombres tienen su preferencia por uno o otro traje que representan dos aspectos
de la feminidad: la reina poderosa a la que se someten y la joven seductora que quisieran se-
ducir.
LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN... 113

cubre por completo7. Así transfigurada, cuando avanza entre los pinos al ritmo
de las caderas de sus cargadores, en una nube de polvo y de claro de luna, pa-
rece una visión, una divinidad salvaje o una momia de ancestro.
A su llegada a Almonte, la Virgen es acogida por salvas de tiros de esco-
petas: los hombres las repiten al infinito con una verdadera jubilación. Pero
lo que más llama la atención es la violencia masculina que la acompaña, la
misma que se observa cuando la raptan el día de Pentecostés: los muchachos
de Almonte están dispuestos a todo por estar cerca de su diosa. Cuando el
alba desvela las tejas y la cal de las paredes, las escopetas enardecen. Las ca-
mareras se acercan a la divina pastora y lentamente deshacen su capote
mientras que los chicos se desenfrenan. No cabe duda: las santas mujeres
van haciendo tiempo para deshacer los alfileres, para doblar poco a poco el
capote. Los hombres se suben de tono, y un forastero que no conozca el rito
podría preocuparse por las camareras. Cuando los rayos de sol acarician el
rostro de la Virgen, éstas le quitan el velo y los alaridos de placer suben en
la mañanita de Almonte con los tiros que crepitan. Ahora los muchachos lu-
chan por llevar la diosa al templo con la misma violencia que la del salto a la
reja. Este ardor sigue en el interior de la iglesia de Almonte donde se pelean
por alcanzar a la Virgen. Después de estos excesos, todo el mundo va a tomar
chocolate con churros y aguardiente: precisamente, los estimulantes que se
toman después de una noche de amor, y su relación con la Virgen es sugeri-
da por el nombre de “palomita” que lleva la bebida correspondiente.
Este ritual del traslado celebra así con especial claridad los dos aspectos de
la divinidad: como mujer ella se presta a una exhibición, o mejor dicho a un
divino striptease ritmado por sugerentes tiros de escopetas, como virgen
sale de su capote con un encaje en la cara que los hombres le arrancan por
intermedio de la camarera. Estos dos caracteres de la Virgen, que son evi-
dentemente dispositivos rituales, parecen contradictorios. ¿Cómo pueden
los rocieros compaginar la sexualidad de su diosa con su virginidad?

Honor y vergüenza: los rocieros y sus mujeres

Durante el rapto de la Virgen del Rocío, las mujeres de Almonte esperan


generalmente a sus hombres en los alrededores del santuario8. Sin embargo,
7
En 1998 el antiguo capote fue reemplazado por un modelo creado por un gran modisto de
Sevilla. Hubo quien condenó un uso publicitario de la Virgen, pero otros consideraron el even-
to como un homenaje a la belleza de su ídolo que era así honrada con la función de top model.
8
Se trata por supuesto del comportamiento tradicional. Hoy en día se ven mujeres en la
iglesia cuando los chicos de Almonte dan el salto a la reja, y varias muchachas siguen el tro-
no en el barullo nocturno. Como ocurre en la mayoría de los rituales, el rigor del reparto de
los roles es proporcional a la conservación del sentido tradicional de la ceremonia.
114 ANTOINETTE MOLINIÉ

las únicas personas que pueden acercarse a ella fuera de la época de la ro-
mería, especialmente para vestirla, son mujeres (o algún hombre afemina-
do). Hace unos años el grupo de las camareras de la Virgen estaba com-
puesto por una solterona, una viuda y la hija de ésta. Pero el equipo ideal
parece ser el que forman una soltera y su sobrina, y el modelo de la trans-
misión iría de tía a sobrina9. Existe también cerca de la Virgen un círculo de
hombres cuya homosexualidad parece ser aceptada por fieles para quienes
es normalmente un escándalo. Se puede pensar que en la vida cotidiana, y
especialmente para su intendencia, la Virgen tiene alrededor de ella seres de
sexo mal definido. En el santuario, su imagen está rodeada de dos figuras
masculinas que no brillan por su virilidad: a un lado San José, su casto es-
poso, y al otro San Juan Bautista que prefirió que le cortaran la cabeza an-
tes que ceder a los encantos de Salomé10.
Las camareras son depositarias de un secreto que atormenta al imaginario
masculino: ¿qué es lo que hay debajo del vestido de la Virgen del Rocío11?
Cuando se les pregunta si lleva zapatos, cambian de tema. Este secreto da a
estas mujeres un poder especial que se parece al de las viejas «sabias» un
poco brujas que Julian Pitt-Rivers conocía en Grazalema (1989: 209-210).
Ciertamente aparta de la divinidad a las verdaderas mujeres.
Una leyenda sugiere el tipo de relaciones que existe entre la Virgen y las
mujeres andaluzas. Durante el viaje de la Santa Familia a Belén, una ser-
piente espantó la mula que llevaba María. El animal dio un brinco e hizo
caer a la Virgen que estaba embarazada, de tal manera que la caída hubiera
podido matar al niño Jesús en gestación. En aquella época, la serpiente tenía
patas. Desde entonces, para castigar al reptil del percance, Dios le obliga a
reptar, y a la mula la condenó a ser estéril. Ahora bien, la serpiente y la mula
representan las imágenes masculinas del comportamiento femenino: a la in-
versa de la Virgen, la mujer es peligrosa como la primera e imprevisible
como la segunda (Brandes 1981; 1991).
Los andaluces controlan celosamente al círculo social de sus mujeres,
sean éstas esposas, hijas o hermanas. Hace unos años, en los pueblos tradi-
cionales, las mujeres no podían estar en los lugares privilegiados de sociali-
zación que son las bodegas. La Virgen del Rocío que permanece detrás de la
reja antes de ser raptada por los muchachos de Almonte, recuerda a la mujer
que celebra el conocido tiento:

9
El cargo de camarera puede ser asumido de otras maneras, pero depende siempre de una
selección dentro del conjunto de las mujeres y a menudo esta selección tiene que ver con la
condición de estar fuera de la sexualidad. Ver Albert-Llorca (1995: 215).
10
No es necesario desarrollar aquí las relaciones entre decapitación y castración.
11
Marlène Albert-Llorca (1995: 210) reflexiona con sutileza sobre este secreto.
LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN... 115

Que tenga rejas de bronce


que rejas de bronce tenga,
te voy a poner en un convento
que tenga rejas de bronce
pa que la gente no te vea
ni la carita te roce.

Después de haber sido controlada por su padre y por sus hermanos, la mu-
jer pasa a ser vigilada por su marido y, de manera más general, por todo su
entorno. Las relaciones entre el padre de una muchacha y su enamorado son
muy tensas durante el periodo de cortejo, pero se vuelven excelentes en el
momento en que el noviazgo es oficial. La rivalidad se transforma entonces
en una solidaridad viril.
Pese a todas estas desventajas, las mujeres no adoptan actitudes de vícti-
mas. Por el contrario, en sus relaciones con los hombres dan la impresión de
estar en posición de fuerza. Ellos hablan de ellas como de seres potentes, y
un poco como si se sintiesen amenazados. El cante flamenco expresa desga-
rradamente la perfección de la madre y la amenaza que representa la mujer
carnal mencionada a menudo como «perdición de los hombres».
¿Porqué son las mujeres tan peligrosas? Primero, porque su sexualidad es
imaginada como voraz y desenfrenada. Pueden captar la energía de los hom-
bres que reside, según ellos, en el esperma. La «leche», como suelen llamar
al semen, tiene en común con el de la mujer, su carácter vital12. Pero contra-
riamente a la leche femenina, la leche masculina es percibida como un pro-
ducto perecedero y no renovable. De manera que puede agotarse y con él la
virilidad y hasta la vida misma:

Si quieres llegar a viejo


guarda la leche en el pellejo

dice la sabiduría masculina. En Grazalema, la fama que tienen las viudas es


una prueba del peligro que las mujeres representan para los hombres: se sabe
que, después de haber agotado a sus maridos con su voracidad sexual, su
apetito de hombres jóvenes es insaciable (Pitt-Rivers 1983a: 133).
Este peligro es tanto más amenazador cuanto que los hombres suelen dar
a sus órganos genitales un rol primordial y son incluso la sede de su «perso-
nalidad social» (Pitt-Rivers 1989: 118-119). El valor que es una virtud esen-
cialmente masculina, reside en los testículos, y un hombre que carece de au-
dacia adquiere la fama de ser «manso», es decir, doméstico y castrado, tal

12
Evidentemente queda por profundizar en las relaciones entre estos dos tipos de «le-
ches», con la ayuda del psicoanálisis.
116 ANTOINETTE MOLINIÉ

como se le llama al toro sin cualidades contra el cual vitupera el público. To-
dos conocemos la expresión que se usa para explicar una acción inesperada
o subversiva: «porque me sale de los cojones». Un hombre respetado toma
una decisión «por cojones», y el individuo que ha logrado lo que quería es
«cojonudo». Parece que el poder tiene su sede en sus testículos. Gran parte
de la vida psíquica masculina parece oscilar entre los testículos que dan el
poder y el pene que lo pierde en las mujeres.
Como éstas tienen una sexualidad devoradora, pueden disminuir la virili-
dad de los hombres agotando su semen. Pero sobre todo pueden cometer
adulterios y quitarles así su bien más preciado, es decir, su honor. El orgullo
de un marido es, ante todo, la capacidad de defender el honor de su mujer,
honor del cual el suyo es dependiente (Pitt-Rivers 1983a: 51). El honor mas-
culino depende de la pureza sexual de su esposa, pero también de la de sus
hijas y la de sus hermanas. La vergüenza femenina es la cara complementa-
ria del honor masculino: así se reparten los papeles dentro de la familia nu-
clear. Esta «división moral del trabajo» (Pitt-Rivers 1983a: 124), como la
llama acertadamente Julian Pitt-Rivers, afecta evidentemente el conjunto de
la familia que posee un honor-vergüenza que los hijos heredan, tal que un
patrimonio. Recíprocamente éstos pueden ofender el honor de sus padres. La
pureza sexual de una hija recae sobre la de su madre y por lo tanto sobre el
honor de su padre. «Los hombres son responsables del honor de sus muje-
res, que se asocia con la pureza sexual, y su honor deriva en gran medida del
modo como cumplen con esa responsabilidad» (Pitt. Rivers 1983a: 127).
Una alboreá que celebra entre los gitanos la desfloración de la novia (al-
boreá que como lo hemos visto, se canta en las romerías a la Virgen) reza así:

Mozuela, guárdala bien


que son tres rosas lo que hay que ver.
Estos gritos bendicen
a tan bonita novia
que a toa su familia
le da la honra.
Mozuela qué bien has estado
que a tu familia
l’as coronao.

La necesidad absoluta de preservar su honor, se explica por el hecho que,


al igual que el esperma, es un género no renovable. Una vez que, por causa
de una mancha sobre la vergüenza de una de sus mujeres, un hombre ha per-
dido el honor (y por lo tanto lo ha perdido toda su familia), éste ya no se pue-
de recuperar: se dice que el honor es como un vaso roto. Y se entiende por
lo tanto la angustia que provoca el más mínimo descarrío femenino.
LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN... 117

El hombre se considera responsable del modo de ser de sus mujeres, y los


insultos más graves que puede recibir no se refieren a él sino a las mujeres
de su familia. Por lo tanto exige de ellas una virtudes morales que de ningu-
na manera se aplica a él mismo. Una mujer que escapa al control masculino
representa un peligro real; por eso hay que evitarle a toda costa las ocasio-
nes de perder su vergüenza. Su territorio propio es el espacio doméstico del
que no debe salir: «la mujer honrada, la pierna quebrada y en casa». La so-
ciabilidad de una mujer es un peligro permanente para el hombre, y sólo des-
pués que haya pasado su vida sexual, especialmente después de su viudez,
puede pretender un estatuto social.
Queda claro que las mujeres tienen sobre los hombres un poder exorbi-
tante: por una parte, amenazan su virilidad por su apetito sexual, y por otra
parte, son poseedoras de un capital de vergüenza sobre el cual se apoya el
bien más preciado: el honor masculino, que no es no solamente el del hom-
bre, sino el de todo un linaje.
Por eso el universo femenino del hogar familiar va asociado al del san-
tuario que en su esencia se refiere a un lugar donde las reglas «normales» de
agresión y de revancha están suspendidas. El santuario doméstico es aquel
espacio de virginidad «fuera de juego» donde las reglas del honor y de la
vergüenza no tienen razón de ser (Pitt-Rivers 1983a: 184-185). Nos recuer-
da naturalmente aquel otro santuario de la virginidad que representa la capi-
lla de la Virgen del Rocío13.

La Virgen del Rocío y la «división moral del trabajo»

No obstante la Blanca Paloma se deja raptar de su santuario en medio de


la noche, pasa de un hombre a otro, se deja violentar por ellos, y acepta son-
riendo sus gritos y sus sudores. Regresa solo por la mañana, y la palidez que
observan algunos es el testimonio de la orgía que acaba de celebrarse. Ade-
más, al final de su traslado, se presta a un verdadero striptease por medio de
las camareras. ¿Acaso ese es el modelo femenino de los hombres que temen
por su honor? ¿Donde está la vergüenza de la madre de Dios?
Es que la Virgen tiene un don al cual ninguna mujer puede pretender: su
virginidad es inmutable. Su vergüenza es así inexpugnable, y por lo tanto no
amenaza a los hombres ni en su virilidad ni en su honor: ésta es la razón de
la pasión rociera. La Blanca Paloma va exhibiendo su hijo cuando avanza en

13
Raymond Jamous (1981) cuenta cómo, en Marruecos, un extranjero que pide refugio y
es acogido por un hombre después de haber ofrecido un sacrificio en el umbral de la casa, va
a recogerse bajo las faldas de la esposa del anfitrión. ¿Existe una relación entre esa costum-
bre y la idea rociera de «meterse debajo de la Virgen»?
118 ANTOINETTE MOLINIÉ

medio de los hombres, pues ni siquiera su maternidad ha afectado a su hi-


men. Al procrear sin sexualidad, la Virgen del Rocío es sin duda, para los an-
daluces, una mujer ideal. Por lo tanto se la puede amar sin riesgo, a gritos y
sin miedo de perder su honor. Se puede uno poner bajo su poder sin temor,
y hasta «meterse debajo de ella». La Virgen del Rocío permite a los hombres
considerar, como en un sueño, la posibilidad de reproducirse sin pasar por la
sexualidad femenina de la que hemos visto el carácter amenazador.
Esta visibilidad triunfante de la Virgen es complementaria de la invisibili-
dad de las mujeres. María es una madre de alquiler: su hijo preexistente no
ha sido engendrado ni por su esposo ni por la blanca paloma del Espíritu San-
to, sino por el Padre. Ella hace soñar a los hombres no sólo con una mujer-
santuario que nunca les amenaza, sino además con el poder de reproducirse
sin las mujeres, por una genealogía exclusivamente masculina (Jaulin s.f.).
Vemos que lo que simbólicamente está en juego en el culto de la Virgen
del Rocío es considerable: ella representa el contrapunto indispensable de un
edificio social y moral del cual los hombres se escapan a través del rito que,
como ocurre a menudo, se desarrolla aquí como un sueño. Su fabricación
usa los dos procedimientos esenciales que he presentado antes. La diosa es
proclamada mujer con una sexualidad construida por el ritual. Pero parale-
lamente su virginidad, que desde luego es propuesta por el dogma, es subra-
yada en hipérbole, por sus nombres, por sus relaciones con el Espíritu San-
to, por su entorno y por algunos gestos de su culto como, por ejemplo, el
quitarle el velo con los primeros rayos de sol. La sexualidad masculina está
en el corazón de este culto como está en el centro de la corrida de toros, tal
y como lo ha mostrado Julian Pitt-Rivers (1983b). Al dispositivo de un cris-
tianismo específicamente andaluz que nuestro colega definió por la aso-
ciación entre la figura viril del toro y la mansedumbre del Cordero Divino,
propongo añadir la mariolatría que aparece como complementaria.

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FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS
PARA EL FUTURO

Honorio M. Velasco
UNED. Madrid

El orden del tiempo y el concepto de ciclo

La tipología de las fiestas celebradas en las comunidades españolas se nos


resiste a ser sistemática. Los intentos se han sucedido especialmente confia-
dos en que lo que hemos dado en llamar el «orden del tiempo» nos ayudará
a proporcionar una imagen de racionalidad a lo que sin duda es un tanto aza-
roso. Las fiestas aparecen así situadas en el calendario guardando alguna re-
gularidad, apreciable en los siguientes ejemplos:

TABLA 1.—Distribución en el tiempo de algunas fiestas religiosas.


24 de Junio: San Juan — 25 de Diciembre: Navidad.
8 de Diciembre: Inmaculada —8 de Septiembre: Natividad de la Virgen.
25 de Marzo: Anunciación —25 de Diciembre: Navidad (antes, el 23 de Enero:
Desposorios de la Virgen con San José).
2 de Febrero: Purificación — 2 de Julio: Visitación.
3 de Mayo: Invención de la Cruz — 14 de Septiembre: Exaltación de la Cruz.
Miércoles de Ceniza — Pascua de Resurrección — Pascua de Pentecostés
— Corpus
122 HONORIO M. VELASCO

Pero las regularidades advertidas siguen lógicas múltiples1 que se com-


plican aún más cuando se entrelazan los códigos.
Seguimos pensando que el modelo de ciclo es el gran instrumento or-
ganizador del tiempo cotidiano, del tiempo festivo, y del tiempo cotidia-
no enlazado con el tiempo festivo. Aunque se pretenda darle el carácter
de modelo «natural» (por ejemplo, la sucesión de los días y las noches o
de las estaciones), es más un modelo cultural, o un constructo presumi-
blemente hecho con materiales diversos artificiosa o forzadamente con-
juntados.
Tampoco en ese tiempo imaginario que llamamos «tradición», la confi-
guración dominante de ese modelo, el ciclo anual, seguía tan obediente-
mente a la naturaleza, sino que en todo caso se revestía de la apariencia de
seguirla. Y no pocas veces parecía que con él la naturaleza habría de se-
guir su curso tan regularmente como las sociedades esperaban de ella2. Por
muchas razones, se diría que ese ciclo anual era la proyección de una gran
metáfora biográfica que presenta el Año Nuevo yendo hacia Año Viejo,
con las estaciones imaginadas como etapas de la vida (humana) y las fies-
tas como puertas de tránsito de una a otra (ritos de paso). Se completaba
con otra gran metáfora, la de la regeneración, doblemente asentada en la
cultura agrícola y en el sistema de parentesco, en el que los años se suce-
den como se suceden las cosechas y las generaciones. Ambas metáforas se
encontraban ligadas en el código festivo de la Cristiandad que utiliza para
la codificación los episodios de la biografía de Cristo, María y los santos
y justifican la presencia de una larga serie de fiestas, no sólo estratégica-
mente sino también lógicamente distribuidas a lo largo del año. (A veces
ambos factores, la localización estratégica y el sentido lógico, introducen
algunas incongruencias en el sistema festivo. Por ejemplo, las debidas a la
superposición de fiestas movibles y fiestas fijas: La Pascua superpuesta a
la Anunciación, el Domingo de Santísima Trinidad superpuesto a San An-
tonio, el Corpus superpuesto a San Juan, el Primer Domingo de Adviento
superpuesto a la Inmaculada, etc.). Por supuesto, esta codificación es el re-
sultado de una larga elaboración histórica que se supone arranca de muy
lejos en el tiempo, aunque no es fácil decidir desde cuándo ni tampoco es

1
Claramente algunas fiestas coinciden con los solsticios o los equinoccios, además guar-
dan la distancia temporal debida unas con otras. Hace tiempo que se señaló la regularidad se-
gún una pauta cuarentenal de las fiestas movibles que tienen como eje la Pascua (Gaignebet
1971 y Leach 1972).
2
Este argumento parece muy aceptado, aunque no ha sido desarrollado en toda su ex-
tensión e implicaciones. La Candelaria, por ejemplo, es una de esas fechas que parece si-
tuarse como marca de una transición y del mismo modo las Cruces de Mayo o la noche de
San Juan. Los rituales que se realizan en ellas tienen algun sentido respecto a la propia
transición.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 123

tan fácil mostrar cómo o porqué se han ido produciendo en ella modifica-
ciones y reelaboraciones3.
Sin embargo, el concepto de ciclo es ambiguo y polisémico. Está usado y
se ha hecho clásico referirse con él, como si se tratara de un tipo de fiestas,
a aquellas cuya celebración se produce en tiempos diferenciados, que no son
estrictamente las estaciones, pero que vienen a ser asimilados en parte a
ellas. Especialmente lo usó Caro Baroja y de hecho su obra sobre fiestas está
así concebida en ciclos, dedicando a cada uno un volumen. Primero El Car-
naval, después, La estación del amor y luego, El estío festivo4. Pero su con-
cepción de ciclo festivo, que entiende efectivamente como una tipología, la
expuso en un trabajo poco conocido que publicó en uno de los dos volúme-
nes confeccionados con motivo de la exposición Europalia 85, que tuvo lu-
gar en Bruselas, y se publicaron bajo el título genérico de Splendeurs d’Es-
pagne et les villes belges 1500-1700. El trabajo de Caro se titula «Les fêtes
espagnoles et leur rhytme» (1982). Los ciclos reseñados son: Navidad, Car-
naval, Semana Santa (comenzando en Cuaresma), de Mayo a San Juan, es-
tío y finalmente otoño, formado con las fiestas patronales. Añade, luego, las
que llama «fiestas extraordinarias», esas que tienen lugar con ocasión de co-
ronaciones, viajes reales, aniversarios de otros acontecimientos —dice—
«en relación con la vida pública, la vida civil y la monarquía, y finalmente
las canonizaciones de los santos y otros hechos importantes de la vida reli-
giosa» (Caro Baroja 1982: 179).
Exceptuando estas últimas llamadas «fiestas extraordinarias» —a las que
luego volveremos— se observará que el concepto de ciclo es algo más com-
plejo que una referencia temporal puntual. Si se toma como una categoría,
un tipo, se entiende que agrupa a fiestas con determinadas características de
sus formas rituales —y que de hecho Caro intentó establecer—, como ofren-
das, máscaras, enramadas, corridas y encierros de toros, etc. El intento de ca-
racterización de las formas festivas siempre acaba forzando un tanto las co-
sas, puesto que es fácil descubrir que hay formas características
supuestamente de un ciclo determinado que también se encuentran en otro,
pero habría que atribuirle algun interés, que se convierte en intrigante, si se
postula que esas formas festivas tienen la trascendencia de símbolos a los
que se atribuye determinada eficacia o al menos una función significativa en
relación con —y eso es lo comprometido— la comunidad y sus vicisitudes
(incluyendo entre ellas el medio ambiente y el territorio que ocupan), que se

3
No es tan fácil mostrarlo, por ejemplo, acerca de la Navidad, aunque sí de fiestas como
El Corpus. (Para una bibliografía sobre ésta, C. Franco y A. Rodríguez 2002: 519-544 y F. G.
Varey 1962).
4
En el cap. IX del primero de ellos se encuentra bien desarrollado uno de los sentidos de
la idea de «ciclo».
124 HONORIO M. VELASCO

asumen como diferenciadas (pautadamente diferenciadas) a lo largo del año.


La pregunta entonces es (sería): ¿ejercen las máscaras o las enramadas o
cualquier otro ritual alguna eficacia simbólica sobre la comunidad precisa-
mente en un tiempo determinado y no en otro? Si se concede que la pregun-
ta es pertinente, cabría reconocer en ella cierta intriga. La idea parte, efecti-
vamente, de que las fiestas llamadas «tradicionales» son diferenciadas unas
de otras por sus formas, es decir, por los rituales que en ellas se desarrollan,
y que esa diferenciación al menos es análoga a la concepción diferenciada
de los tiempos. Es por eso que esta tipología asume la diferenciación del año
en estaciones y en cierto modo se superpone a ella.
El atractivo de esta sugerencia no está sólo en que se considere que los
tiempos proporcionan motivos diferenciados para ser convertidos en formas
festivas, en elementos rituales, sino también, que se considera que estos mo-
tivos (más prudentemente dicho, algunos de ellos) están tan adecuados al
tiempo y circunstancias de celebración que fuera de ahí estarían «descolo-
cados». Es decir, que —es un ejemplo— los encierros de toros en Noche-
buena, no se hacen sólo porque el tiempo no acompaña, sino porque estarí-
an fuera de lugar, no tendrían sentido, que es lo mismo que decir que
perderían eficacia simbólica. («Motivo» está usado aquí intencionadamente,
es un término de uso antiguo en el Folklore europeo. [Thompson 1955-
1958]).
Pero el concepto de ciclo no es del todo equivalente a un tipo, pues reco-
ge una secuencia de fiestas. El ciclo de Navidad, por ejemplo, comenzaría
después de la Inmaculada (algunos señalan que con Santa Lucía) y acabaría
en Reyes. Tiene su tiempo álgido en la Nochebuena y la Navidad, con el
solsticio de invierno, pero engloba toda una serie de fiestas como San Este-
ban, los Inocentes, San Silvestre, Nochevieja, Año Nuevo, ... En otro senti-
do es un ciclo, en que, como muestran ciertas prácticas, —los aguinaldos,
por ejemplo, pero también la instalación de belenes, los villancicos, los dul-
ces del tiempo, etc.— los rituales festivos se extienden de antes a después
ocupando en parte el tiempo estrictamente no festivo e irradiándose en él
como si efectivamente no fuera un tiempo delimitado, una fecha, sino un
tiempo fluyendo, un período de varios días, no necesariamente seguidos sino
trascurriendo en proceso.
Cualquiera de los otros ciclos festivos lo es en este doble sentido. Pero,
en un análisis más minucioso, se podría llegar a descubrir que ambos senti-
dos pueden ser tomados como dos tipos, no dos tipos de fiestas, sino dos ti-
pos de ciclos.
Uno de ellos, el primero, toma una serie de fiestas próximas en el tiempo
como estructural y formalmente similares y, de hecho, para apreciarlo se
procede por método comparativo agrupando fiestas celebradas en distintas
comunidades y que tienen relativamente similar relevancia en cada una de
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 125

ellas, de forma que pareciera que son indistintamente celebradas, no siendo,


como se advierte, coincidentes en la fecha, sino integradas en un mismo am-
plio periodo de tiempo. Se percibe con claridad en el otoño festivo, consi-
derado como un ciclo, que se constituye por agrupación de fiestas patrona-
les de las distintas comunidades, celebradas en distintos días y, como se
sabe, para conjuntos de poblaciones próximas, cuidadosa y celosamente dis-
tribuidas según el principio de no coincidencia. Pero este mismo sentido de
ciclo es el que está en la agrupación de fiestas como las antes señaladas e in-
dica que, pese a que muchas poblaciones coinciden en la celebración de la
Nochebuena y la Navidad no en todas se les da la misma relevancia, e in-
cluso en algunas se celebran con tanta o más intensidad otras fiestas como
las antes citadas de Santa Lucía, San Esteban, Inocentes, San Silvestre,
Nochevieja,.... Y lo mismo puede decirse de otros ciclos, los de Pascua,
Mayo, etc.
Este sentido de ciclo traduce por supuesto la idea de que el orden del
tiempo no es estrictamente el mismo en todas las comunidades y que, pese
a los calendarios oficiales, de hecho cada una de ellas celebra su propio sis-
tema de fiestas. (Al menos en las sociedades tradicionalmente cristianas eu-
ropeo-mediterráneas). Es decir, lo que se llama el calendario festivo vivido
aun amparándose en el calendario oficial parece en buena medida otro y está
integrado por una serie de fechas señaladas cuya intensidad de celebración
es variable de unas poblaciones a otras.
El segundo sentido de ciclo toma una secuencia de fiestas como antece-
dentes o consiguientes de una, se dijera, fiesta principal, mayor, o en suma,
culmen del ciclo. Como si estuvieran integradas en una unidad mayor, una
serie de fiestas a veces cronológicamente situadas según cierta regularidad
son celebradas por una comunidad o población determinada. Los modelos
clásicos son el Carnaval que en su versión corta va de Jueves Lardero, Vier-
nes o Sábado a Miércoles de Ceniza, pasando por Domingo Gordo, Lunes y
Martes de Carnestolendas. Y su contrapartida, el de Pascua, comenzando por
Miércoles de Ceniza, luego los Domingos de Cuaresma, la Semana de Pa-
sión con el Viernes de Dolores y la Semana Santa que culmina con el Sába-
do de Gloria y el Domingo de Resurrección y aún continúa con Lunes y
Martes de Pascua. También las fiestas patronales que generalmente duran
varios días y, a veces, bien marcados con sus respectivas denominaciones
como en Soria en San Juan: Miércoles, el pregón, Jueves, la saca, Viernes,
de toros, Sábado agés, Domingo de calderas, Lunes de bailas, Martes a es-
cuela. Y aún en poblaciones menores (Pozuelo del Rey, Madrid), la Función
es un ciclo de tres días, el de la pólvora, el de la Patrona y el de toros (Ve-
lasco 1984). Y lo que es más, en ocasiones y en poblaciones concretas o para
sectores de ellas, bien parece que en todo el año haya una sola fiesta y que
las demás sean tan sólo etapas hacia ella o recuerdos de ella. (Miembros de
126 HONORIO M. VELASCO

las hermandades del Rocío, integrantes de las comparsas del Carnaval en


Cádiz, falleros de las fallas de San José en Valencia, cofrades de las cofra-
días de Semana Santa de Sevilla, devotos de las Vírgenes patronales, etc.
coinciden todos ellos en marcar el año festivo por una serie de celebraciones
menores que se entienden todas preparativos o consecuencias de la gran
fiesta.)
Este otro sentido de ciclo traduce la idea de que el orden del tiempo se
forma dando al tiempo cotidiano la función de tiempo de espera, un periodo
que acaba en fiesta. Y que las fiestas menores a su vez son momentos de
aliento en esa espera que por fin acaba en la fiesta mayor, para volver a em-
pezar otra vez después de celebrada. Se concibe así el tiempo como trascu-
rriendo de salto en salto, de fiesta en fiesta.
Como puede apreciarse, el primer sentido configura el ciclo desde fuera,
desde una visión exterior y comparativa entre las poblaciones que halla en
ellas variaciones sobre los mismos temas. El segundo sentido configura el
ciclo desde dentro, desde una vivencia interna de las comunidades, pero
como si una sola fiesta no fuera suficiente o como si una gran fiesta requi-
riera para su celebración adecuada alargarse pautadamente en el tiempo.
El modelo de ciclo y sus diversas realizaciones ha sido y está siendo ree-
laborado, no tanto como decir que continuamente reelaborado, aunque sí ha
sido y es objeto de reelaboraciones en tiempos históricos anteriores y en la
actualidad. Todo un conjunto de fenómenos producidos en las últimas déca-
das del siglo XX pueden ser contemplados como reelaboraciones de los ci-
clos festivos: fiestas que dejaron de celebrarse, fiestas que se trasladaron de
fecha, fiestas que se recuperaron y fiestas que se inventaron,... Son reelabo-
raciones del modelo en muchas comunidades que en buena medida parecen
haber terminado por configurar los ciclos festivos anuales según pautas va-
riadas. En algunas poblaciones van quedando diseñados dos ciclos, el de in-
vierno y el de verano. El primero reproduce y aglutina los ciclos «tradicio-
nales» de invierno a San Juan manteniendo algunas de sus características
formas rituales, el segundo alberga la fiesta patronal, a veces trasladada des-
de cualquier otro tiempo, con las dimensiones de un ciclo corto, pero inten-
so, que se alarga con actividades ininterrumpidas durante una o dos sema-
nas. En otras poblaciones, casi todas las fiestas se han reestructurado en
función de la relevancia adquirida por una de ellas. Intensificación festiva
que no pocas veces se debe a factores exógenos tales como la expectación
creciente por parte de un turismo ávido de emociones «culturales». Se si-
guen en parte los diversos ciclos en correspondencia con las estaciones o con
la oscilación y la variación de las actividades sociales y económicas de las
comunidades, pero también se perciben en ellos desfiguraciones, mientras
que la fiesta principal reclama preparativos cada año más adelantados o se
alarga su celebración en más cantidad de días. Hay poblaciones en las cua-
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 127

les los distintos sectores y grupos se involucran en celebraciones según pau-


tas diversas, incluso puede llegar a proponerse la participación en fiestas que
tienen lugar en otros puntos distintos y distantes de sus lugares de residen-
cia habitual.
Caben sin duda otras posibilidades. Cabría constatar que, como ya se
ha dicho, en contra de las predicciones realizadas en los años sesenta y se-
tenta, con la modernidad, en España y en otros países del Mediterráneo,
no sólo se han incrementado en número y en intensidad de celebración las
fiestas (Boissevain 1992), sino que los ciclos festivos no se han deshila-
chado y desestructurado hasta devenir en tristes reflejos de lo que eran;
en todo caso se han reconfigurado y en ocasiones se han fortalecido ha-
ciéndose más consistentes, o han adquirido una trama lógica, que utili-
zando viejos elementos encaja ahora también pero de otra manera.
El modelo de ciclo, como se ha advertido, permite enlaces y encadena-
mientos de configuraciones menores en otras mayores y más abarcantes has-
ta completar el año, plenitud que en realidad sirve de enlace con el siguien-
te. Ésta es una de las utilidades principales del modelo, a la que también se
hacía alusión antes. Consiste en proporcionar la imagen de que el tiempo
pasa, pero que se repite, a la vez una imagen de completitud (con apertura y
cierre) y de continuidad (Leach 1972).
Además hay fiestas (no muchas) que se sitúan en ciclos plurianuales,
cuya lógica es menos fácil de establecer. Una breve lista puede ser la si-
guiente:

TABLA 2.—Algunas fiestas de ciclo plurianual


Población Motivo de celebración Pauta temporal
Aspe Bajada de la Virgen de las Nieves Cada dos años
El Paso Bajada de la Virgen del Pino Cada tres años
El Hierro Bajada de la Virgen de los Reyes Cada cuatro años
Chiva de Morella Traslado de la Mare de Deu del Roser Cada cinco años
Tuéjar Entramoro Cada cinco años
Potes Sagrado Corazón en el Pico San Carlos Cada cinco años
Almonte Venida de la Virgen del Rocío Cada siete años
Aras de Alpuente Entramoro Cada siete años

(En Chiva de Morella, y al menos a partir 1925, se hacía la fiesta del Roser cada diez años. Fue en 1960 cuando se
estableció celebrar la bajada cada cinco. En Almonte, la pauta de siete años para la Venida de la Virgen del Rocío data
de 1949. En El Hierro, de 1745 a 1977 la celebración de la bajada de la Virgen se hacía en el mes de Mayo y durante
un gran periodo de tiempo venía a coincidir con la llegada de los indianos afincados en Cuba, el traslado a fines de Ju-
nio parece ser debido al deseo de coincidencia con el retorno de los jóvenes que estudian fuera de la isla. Los datos pro-
ceden de varias Guías de fiestas).
128 HONORIO M. VELASCO

Durante buena parte del siglo XVII, la Virgen de las Nieves bajaba a
Santa Cruz de La Palma por distintos motivos, pero especialmente por se-
quías prolongadas. En 1676, el obispo Bartolomé García Jiménez «viendo
la notable falta que avía (sic) de lluvias» dispuso el traslado a la parroquia
de la ciudad cada cinco años a partir de 1680. Se hacía entonces coinci-
diendo con la Candelaria. Y así se celebró hasta 1845 año en el que se tras-
ladó la bajada al segundo domingo de Pascua. En 1925, se produjo otro
traslado a la primera quincena de Junio. Y más recientemente al sábado más
cercano al 15 de Julio para ser devuelta al santuario el día de las Nieves (5
de Agosto). Un documento de 1765, la «Descripción verdadera de los so-
lemnes cultos y célebres funciones que la mui noble y leal ciudad de Sta.
Cruz en la ysla del señor San Miguel de La Palma consagró a María Santí-
sima de las Nieves en su vaxada a dicha ciudad en el quinquenio de este
año», explica en el folio 1: «... con ellos nace la debocion, en la tradición
de sus mayores y enxemplo de sus padres, y con ellos cresce, pues apenas
en las comunes y expesiales congojas necesitan alibio, alli le hallan; con
ellos vive, pues pocos son los que todos los años... y pocos, uno a lo menos
desea ir a visitar a la Señora en su iglesia; por cuya causa el Ilmo. y vir-
tuosísimo señor Ximenes, a diferencia de las otras imágenes de Canarias,
dispuso viniese esta Señora de las Nieves cada lustro a esta Ciudad, con
cuya esperansa entretienen sus havitadores la vida, en que sin ver este pas-
so, mueren midiendo en la expectasión de su vajada lo brebe de un lustro
por la dilación de un siglo» (p. 19)5.
No pocos ciclos lustrales se encabalgan sobre los años terminados en cin-
co y en cero, cuya racionalidad habrá que atribuir no a la magia de los nú-
meros sino tal vez a la facilidad mnemotécnica. (Aunque cabría sospechar
en algunas zonas de Canarias algun intento de seguimiento de los ciclos de
sequía.)
Los ciclos son pues recursos culturales que elaboran el tiempo. Tales re-
cursos proporcionan la forma de convertir fiestas del pasado en fiestas del
presente. Las fiestas del ciclo anual son necesariamente fiestas del pasado,
pero pasan continuamente por ser fiestas del presente. Las fiestas de ciclos
superiores a un año son aún más necesariamente fiestas del pasado, pero a la
vez postulan hacia futuro la posibilidad de integración del pasado en el pre-
sente o del presente en el pasado. Aunque tal vez lleven adherida la creencia
en un límite percibido en la eficacia de ese recurso como integración (¿cada
siete años?).

5
El documento ha sido publicado en una cuidadosa edición de A. Abdo, P. Rey y J. Pérez
(1989).
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 129

Fiestas excepcionales (otros ciclos)

El modelo de ciclo no recoge sin embargo todas las fiestas (aunque de he-
cho engloba de una u otra manera a casi todas ellas). No todas, porque, como
había observado Caro Baroja, excepcionalmente las poblaciones celebran
acontecimientos únicos previstos o imprevistos (no sólo, pero entre ellos los
más destacados en tiempos pasados fueron las visitas a las poblaciones de
monarcas, y también en tiempos más recientes las de determinados jefes de
estado, a las que se podría añadir las victorias políticas, y ¿cómo no? las de-
portivas, etc.). Celebraciones que en la mayoría de las veces son promovi-
das por las instituciones y los poderes públicos. Las fiestas que se celebra-
ban para recibir a los monarcas es uno de esos tipos al que los historiadores
de la Literatura y del Arte le han prestado gran atención, pero muy poco es-
tudiado desde la Antropología. Las Relaciones de fiestas fueron casi un gé-
nero en los siglos XVII y XVIII en España y en Europa y en ellas se descri-
bían con gran detalle, empleando casi siempre una ampulosa retórica que las
convierte en ilustraciones paradigmáticas del halago y de los mecanismos
publicitarios del poder político6.
Este tipo de fiestas remite aparentemente a la génesis imaginada de la
fiesta, que aun siendo un recurso cultural pautado se le supone un fenóme-
no social tan espontáneo como efímero. Lo que no deja de ser una paradoja
pues en tanto que recurso pautado se desvirtuaría ese componente de inten-
sidad, de vivencia y de inmersión en carisma que se atribuye a la esponta-
neidad festiva. Cultivan la excepcionalidad del acontecimiento, pero es fácil
descubrir que, desde la perspectiva del poder político, el hecho de hacer no-
tar su presencia entre los sectores de población de sus súbditos era una es-
trategia que utilizaba la proximidad (excepcional) para dar mayor trascen-
dencia a la desigualdad y distancia que su papel encarna y que hacía del
recorrido una marcación sistemática del territorio bajo dominio.
En las versiones actuales, estas fiestas ad hoc, más que fiestas espontáne-
as son, por el contrario, elementos integrantes de un modelo en el que el
tiempo parece concebirse como un trayecto de vicisitudes oscilante en el que
se reservan determinados momentos para que la euforia compense los otros
depresivos. Es otro modelo de ciclo.
Ese recurso cultural que consiste en disponer fiestas para los momentos
excepcionales (en la biografías personales y en la vida colectiva) es com-
plementario del otro modelo de ciclo hasta el punto de servir de pretexto

6
La bibliografía en torno a la fiesta barroca, incluyendo la reproducción de muchas de es-
tas Relaciones y Descripciones de fiestas, es ya demasiado copiosa para exponer aquí. En el
catálogo de la exposición «Verso e Imagen» (1993) hay un buen acopio. También en F. J.
Campos (2002).
130 HONORIO M. VELASCO

para incrementar el número de fiestas, ... pero a la vez remite a una concep-
ción cultural sobre el tratamiento de lo excepcional que exige la interrupción
de la cotidianidad entendida como normalidad en dos formas básicas: como
duelo o como fiesta7.

Fiestas del pasado

Hay no obstante un buen número de fiestas que se incrustaron en el ca-


lendario con fecha fija rememorando algún acontecimiento pasado. Las
transformaciones histórico-políticas en la vida de los pueblos han quedado
reflejadas en fechas determinadas a las que institucionalmente se les ha con-
ferido el status de «fiesta» proyectando así en el orden del tiempo el esta-
blecimiento de un orden sociopolítico nuevo. Así entre las fiestas comunes
para los ciudadanos de los Estados modernos están las que conmemoran los
acontecimientos que se reconocen les dieron origen. También siguen lógicas
múltiples. A veces se celebra una revolución, que sin duda es un proceso de
dimensión temporal continuada, pero que se refleja en una fecha que co-
rresponde a la de alguna de las primeras revueltas o batallas y que adopta el
carácter de representativa —desde entonces devenida en «histórica»—.
Otras veces, la fecha con la que se conmemora es la de la proclamación ins-
titucional, el final de un proceso constituyente. Incluso en ocasiones, la fe-
cha de la conmemoración ha sido establecida convencionalmente sobre el
supuesto de que pudo haber ocurrido aproximadamente en ese tiempo con-
creto. En no pocos casos, la implicación es que la instauración de una nue-
va fiesta ha conllevado la supresión de otra anterior, que a su vez al ser ins-
taurada conllevó la supresión de otra. (En el siglo XX, en España, a la
celebración de las fiestas de la monarquía —nacimientos, bodas reales,
etc.— sucedió la de la instauración de la República y luego la del régimen
de Franco y finalmente la proclamación de la Constitución Española, a la
que se añaden las fiestas de las Comunidades Autónomas, cuyas fechas de
celebración también siguen lógicas múltiples8).
El que las comunidades locales conmemoren acontecimientos «históri-
cos» considerados propios o especialmente relevantes para ellas no es un fe-

7
Se trata de una concepción folk a veces enunciada en las poblaciones rurales castellanas
por quienes conciben la vida y la vida social con «momentos buenos» y «momentos malos»
y que sitúa en una posición ambigua a las celebraciones funerarias, de las que nunca se sabe
si son «fiestas» o no.
8
El número 8 de la revista Antropología (octubre 1994) dedicó un dossier al «Tiempo,
memoria y ritual», en el que se exponen y discuten algunas de estas pautas de elaboración
cultural del tiempo.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 131

nómeno reciente, pero tal vez lo sea más el hecho de que algunas, en los úl-
timos tiempos, hayan utilizado el recurso de la historia como «motivo» de
fiesta. Un listado meramente ilustrativo de ellas:

TABLA 3.—Algunas fiestas «históricas»


Población Motivo de la fiesta Fecha de celebración
Granada La Toma 2 de Enero
Ciudadela Procesión els tres tocs 17 de Enero
Móstoles Levantamiento 2 de Mayo
Jaca Victoria frente a los moros en 761 Primer Viernes de Mayo*
Játiva Acto (Resistencia a Felipe V) 17 de Junio
Ciudadela Fiesta patriótica 9 de Julio
Bailén Batalla de Bailén 19 de Julio
Nájera Crónicas Najerenses Julio*
Guetaria Desembarco de Elcano 6 de Agosto
Catoira Romería Vikinga 10 de Agosto*
Candelaria Ceremonia de los guanches 14 de Agosto*
Ribadavia Festa da Historia 31 de Agosto*
Barlovento Batalla de Lepanto Mediados de Agosto
Ferrol Batalla de Brión Finales de Agosto (Domingo)*
Oña Cronicón de Oña Mediados de Agosto*
Las Palmas Fiesta de La Naval Octubre*
Calvia Festes del Rei en Jaume 8 de Septiembre
Aranjuez Motín Primeros de Septiembre
Tuineje Batalla de Tamsite 13 de Septiembre
Guía de Isora Fiesta del Volcán Tercer Dom. de Noviembre
Monzón Bautizo del alcalde 4 de Diciembre

(El * indica una fecha de celebración que no se considera fija porque coincida con la fecha de ocurrencia del acon-
tecimiento celebrado). (Los datos proceden de varias Guías de Fiestas y estudios monográficos sobre las fiestas).

Una de las denominaciones que aparecen en el listado anterior es la de la


«Festa da Historia» que se revela sintomática, pero que enseguida lleva a
apreciar la polisemia del significado del término «historia» cuando se la
toma como «motivo» de la fiesta. En primer lugar habría que advertir que es
común aducir acontecimientos «históricos» para muchas de las celebracio-
nes religiosas estrictamente insertadas en ciclos. No pocas fiestas de santua-
rios están fijadas en el calendario por conmemoración, por ejemplo, del ha-
llazgo de la imagen o por la ayuda celestial recibida por la colectividad en
el pasado en un momento de riesgo de catástrofe, etc. Incluso superpuestos
a fiestas de los ciclos litúrgicos se conmemoran acontecimientos pasados
132 HONORIO M. VELASCO

(como la Pinochada en Vinuesa, etc.) o en realidad habría que decir que no


pocas veces relatos «históricos» refuerzan el carácter tradicional de los ri-
tuales festivos (los hombres de musgo en el Corpus de Béjar, etc.) Y lleva-
da la tradición al rango de trascendencia con el que se suele llevar, se podría
decir que muchas de las fiestas tradicionales son prácticamente «Festas da
Historia», puesto que incorporan en sus formas festivas algún elemento que
remite a acontecimientos o ambientes del pasado (los lugares, los trayectos,
el vestuario, las danzas, los cantares, los gestos, la gastronomía, etc.).
Pero en el listado anterior la «historia» aparece explícitamente como
«motivo», es decir, no sólo como razón y supuesto origen de la fiesta, sino
como tema que proporciona la forma ritual (que deviene así la representa-
ción del o de los acontecimientos del pasado).
La representación comienza con la propia fecha. Uno de los rasgos pri-
meros de las fiestas que toman como motivo la historia y que suele presen-
tarse como fidelidad al pasado es su fijeza —en unos casos más estricta que
en otros— en el calendario a una fecha determinada de ocurrencia (y que por
tanto se entiende fuera de los ciclos). Aunque tal fecha de ocurrencia fuera
en origen un diseño para una ritualización. La fiesta de La Toma en Grana-
da conmemora la conquista de la ciudad y la entrega de La Alhambra un dos
de enero, pero se sabe que la conquista real de Granada se produjo antes y
que tras una capitulación pactada, fue programada y escenificada La Toma
el dos de enero de 1492 (viernes, por cierto). Es decir, ese día no fue el de
una batalla ganada, fue más bien el de un acto ritual como consecuencia de
un largo asedio, lleno de episodios de combate y de negociaciones. Y habría
que añadir que en realidad la primera fiesta de celebración fue la de la en-
trada de los Reyes Católicos en la ciudad que tuvo lugar el 6 de Enero, fes-
tividad de los Reyes, acompañados de una gran comitiva, que abría una es-
colta de caballeros cubiertos de arneses y montados a caballo, a los que
seguía el príncipe Don Juan y a su lado el Gran Cardenal y el que sería des-
pués Arzobispo de la ciudad, Hernando de Talavera, justo antes de la reina
con sus damas y el rey en caballo arrogante y finalmente el ejército mar-
chando al compás de pífanos y cajas, con banderas desplegadas. Entraron
por la puerta de Elvira y luego por Calderería hasta la Mezquita que fue pu-
rificada y continuaron hasta la Plaza Nueva y luego hasta la Alhambra don-
de los Reyes recibieron pleitesía de los caballeros de Castilla y de los mag-
nates moros9.
Trascurrieron varios lustros antes de que se instituyera la fiesta anual de
conmemoración, mientras tanto La Toma tan solo se recordaba por los tañi-

9
Todo el análisis de la fiesta de La Toma se basa principalmente en M. Garrido Atienza
(1891). En concreto estos primeros datos los toma Garrido de la Historia de Granada de La-
fuente Alcántara, publicada en 1846.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 133

dos de la campana mayor a las tres de la tarde (hora en la que se produjo) y


una misa semanal los miércoles dicha por los canónigos al tiempo de la hora
tercia. (Estos datos proceden sin embargo de relatos escritos en el siglo
XVIII). La fiesta fue instituida en 1516 y la fecha elegida fue el día dos de
Enero y lo hizo el Rey Fernando en su testamento suscrito unos días antes
de morir en Madridejos. No fue pues una institución realizada desde y por la
ciudad, sino desde y por la monarquía, asumida, eso sí, por la iglesia de Gra-
nada según documento de 1517: «... que el día de la dedicación e toma de
esta cibdad de granada, a dos días de enero del año que paso de 1492, se hi-
ciese en cada un año, para siempre jamás una procesión general por dichos
señores dean e cabildo e de todas las iglesias desta cibdad que buenamente
podiese. En la qual dicha procesion, ayan de estar el pendon y estoque que
su alteza dexo y la dicha señora Reyna Jermana e albaceas enviaron para
ello. Que se aga e guarde en el principio, medio... e fin de la dicha proces-
yon, la manera e la forma que se yeba en la santa yglesia de sevilla el dia de
sant clemente de cada un año....» (Garrido Atienza 1891: 16-17).
Así quedó establecido, pero pese a la fijeza de la fecha, hay ya durante el
XVI dos procesos típicos de modificación. Uno muy temprano, pues empe-
zó a darse en los años siguientes al de la institución. La procesión se cele-
braba no ese día, sino el domingo siguiente a la Circuncisión. Luego volvió
al día dos. El otro casi a finales de ese siglo: no se reducía la fiesta a un solo
día sino que se amplía el tiempo festivo, con actividades que ya no se ciñen
a la procesión sino que comienzan el día anterior con luminarias y música y
se rematan la tarde del dos con lidia de toros y juegos de cañas.
Por supuesto, la fiesta de La Toma de Granada no es única. Hubo muchas
fiestas de la Toma y han continuado celebrándose algunas (Zahara, Ciuda-
dela y Palma, etc.) en sus fechas instituidas (González Alcantud y Barrios
Aguilera 2000). Aunque no habría que dejar de destacar la coincidencia con
el comienzo de año en La Toma de Granada y en la Festa del Estandart en la
ciudad de Mallorca (Quintana 1998). Como la coincidencia que celebraron
los revolucionarios franceses entre el equinoccio de Otoño, denominado Pri-
mero de Vendimiario y la constitución republicana. Y con ello su aparente
inclusión dentro de un ciclo. Pero parece que se trata de coincidencias. En la
medida en que la propia fecha del acontecimiento no es estrictamente una
ocurrencia (más o menos azarosa) sino que ha sido instituida, es la determi-
nación de un acto ritual lo que se considera el inicio de un tiempo (y el final
de otro, por supuesto). El pasado conmemorado no es nunca pasado indefi-
nido. El tiempo «histórico», que es un tiempo percibido desde el presente,
tiene un inicio, unos inicios. Se trata del pasado re-presentado. El mensaje
trasmitido es que la fiestas históricas no son sólo conmemoraciones de acon-
tecimientos sino celebraciones de actos primeros e instituidos, celebraciones
de la continuidad.
134 HONORIO M. VELASCO

Pero el aspecto sustantivo de la representación en estas fiestas es que las


formas rituales que dan cuerpo a la celebración reproducen los acontecimien-
tos que las fundamentan. Lo que implica, entre otras cosas, que parecería ina-
decuado que las formas remitieran a otros «tiempos históricos» diferentes.

TABLA 4.—Algunas fiestas de Moros y Cristianos en el Levante español


Población Denominación de la fiesta Fecha
Alcoy San Jorge 23 de Abril
Bañeres San Jorge 23 de Abril
Biar Nuestra Sra. de Gracia 9 de Mayo
Callosa de Ensarriá Virgen de las Injurias 2 Domingo de Octubre
Campo de Mira San Bartolomé 24 de Agosto
Castalla Virgen de la Soledad 1-4 de Septiembre
Cocentaina San Hipólito 2º domingo de Agosto
Crevillente San Francisco de Asís 4 de Octubre
Elche Ofrenda a La Asunción 1 Domingo de Agosto
Elda San Antonio 13 de Junio
Ibi Virgen de los Desamparados 2º domingo de Septiembre
Jijona San Bartolomé y San Sebastián Domingo sig. a 24 de Agosto
Monforte del Cid Inmaculada 8 de Diciembre
Muchamiel Virgen de Loreto 9 de Septiembre
Muro de Alcoy Virgen de los Desamparados 2º domingo de Mayo
Novel Sta. Magdalena 20 de Julio
Onil Virgen de la Salud 28 de Abril
Orihuela Stas. Justa y Rufina 17 de Julio
Petrel S. Bonifacio 14 de Mayo
Sax San Blas 3 de Febrero
Villajoyosa Sta. Marta 29 de Julio
Villena Virgen de las Virtudes 8 de Septiembre
Agullent S. Vicente Ferrer Dom. después de Pascua
Albaida Virgen de Remio 7 de Septiembre
Bocairente San Blas 3 de Febrero
Onteniente Cristo de la Agonía Ult. Domingo de Agosto
Caudete Virgen de Gracia 8 de Septiembre

En muchas poblaciones españolas hay una representación «histórica» que


pudiera ser tomada como paradigmática, las fiestas de Moros y Cristianos.
Pero significativamente estas representaciones están vinculadas a las fiestas
patronales de los distintos pueblos y por el contrario las varias Fiestas de La
Toma no son fiestas patronales, se refieren todas ellas explícitamente a las
celebraciones de victorias de los cristianos sobre los moros. Parece como si
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 135

las fiestas de Moros y Cristianos se hubieran integrado en los modelos de ci-


clo de las comunidades de modo que al hacerlo ya no fueran históricas,
mientras que las fiestas que conmemoran la victoria de los cristianos sobre
los moros sí lo fueran (y de hecho, aunque estén encajadas en los ciclos, su
referencia primaria es la fecha de ocurrencia del acontecimiento que se con-
memora.)
No es una lista exhaustiva, pero la pauta es más que clara10. No pocas po-
blaciones justifican legendariamente la celebración por conmemoración de
la defensa que el santo protector hizo de ella cuando ya cristiana fue inten-
tada de nuevo conquistar por los moros. La documentación sobre celebra-
ciones de moros y cristianos antes del XVII es escasa, pero es bien sabido
que las comedias de moros y cristianos se difundieron de modo general du-
rante el XVIII y se integraron en las celebraciones festivas de algunas po-
blaciones durante el XIX y aun de otras en el XX y bastante recientemente.
Uno de los textos más antiguos es el que aun se representa en Caudete (de
fines del XVI). Con los «Episodios caudetanos» (denominación laica) se ce-
lebra a la patrona, la V. de Gracia, un 8 de Septiembre, fiesta de la Natividad
de la Virgen, conmemorando la reconquista que hizo de la población el rey
Jaime I en ese día y el hallazgo de la imagen de la Virgen que realizó al día
siguiente un pastor. Una fusión demasiado sintomática (Domene Verdú
1999; 2000).
Las representaciones de Moros y Cristianos hacen tan explícitos los
«motivos» históricos que los convierten en parodia; en realidad, son for-
mas festivas que parecen haberse despegado de la funcionalidad de tras-
misión del mensaje histórico y remiten más bien a la vida social, con sus
fidelidades y sus rupturas, sus armonías y sus conflictos, y a los temores
y placeres de las comunidades que las representan. Destacan en ellas al-
gunos puntos:
• La incorporación de la población como actores de la representación,
con lo que se produce una integración de la comedia en la fiesta y de
la fiesta en la comedia y produce el efecto de una indistinción entre la
actuación y la vivencia de la fiesta (que por otra parte recuerda a lo
que dicen que producía la tragedia griega). Pero ésta se adivina una
cuestión más relevante que no sólo atañe a esta fiesta y que implica al
concepto de representación seguramente demasiado lastrado de con-
notaciones teatrales. La representación festiva pudiera tener un tanto
de la eficacia simbólica que la representación teatral tiene más dilui-
da —no es que carezca de ella—. En parte es cuestión del sujeto so-
cial implicado que se halla comprometido en ella.

10
Los datos proceden de J. L. Bernabeu (1981).
136 HONORIO M. VELASCO

• Una secuencia pautada de episodios escenificados que de hecho han


sido miméticamente reproducidos de unas poblaciones en otras (como
si se tratara de un guión de éxito), con personajes similares que dicen
textos similares a propósito de conflictos y de resoluciones similares.
Los textos son cultos y la construcción normativa, la secuencia de epi-
sodios, conlleva un destino prefijado. De hecho, todo pudiera ser to-
mado como ejercicios de pedagogía institucional. La confrontación de
civilizaciones (La Cristiandad y el Islam) es un viejo mensaje que uti-
liza a la vez una alteridad abstracta (pero mantenida de manera con-
creta) para legitimar el orden institucional y de paso el orden social.
• Pero están vinculadas al culto a los patronos de las localidades y se re-
presentan en ambientes naturales, utilizando puntos focales del terri-
torio como calles y plazas principales para los desfiles, desembarcos
en las playas, accesos a los castillos, etc. Los textos guardan una es-
crupulosa adaptación local y los actores guardan tradiciones locales
en la forma y modo de recitarlos y las guardan también en los gestos,
los movimientos, la disposición de la escena, en la utilización de arti-
lugios, en la pólvora, etc. Entre otras cosas, eso implica que la fiesta
sea más que lo que explícitamente se representa y por tanto que todos
los papeles, los de vencedores y los de vencidos, los de cristianos y
los de moros sean deseados,... Y de forma que casi todo parece obra y
expresión de la cultura popular.
• Y la combinación de ambos órdenes o niveles hace que la representa-
ción tenga a la vez un sentido trágico y cómico, de sacramento y de
transgresión, de ficción y de realidad.
Es una simplificación excesiva el contrapunto entre estas fiestas de Mo-
ros y Cristianos y las otras, las históricas como Las Tomas, presentado
como entre lo rural y lo urbano11. La distinción rural-urbano no es clara ni
se sabe bien qué se quiere decir con ello. Y aunque parezca sencillo mos-
trar que Las Tomas no son fiestas desarrolladas y mantenidas en entornos
rurales, no es tan sencillo asumir que las fiestas de Moros y Cristianos no
sean urbanas, y de hecho lo fueron durante la Edad Moderna fundamen-
talmente y en la zona levantina precisamente lo fueron las fiestas de Ali-
cante, a cuyo modelo probablemente se deben las de entonces pueblos pe-
queños como Alcoy, Elche y Orihuela y luego, ya siendo Alcoy población
grande, sus fiestas sirvieron de modelo a otras como las de Onil y Muro
(Domene Verdú 1999). Pero sobre todo no es aceptable esa distribución,
porque no vaya a ser que nos creamos que la cultura popular es cosa ex-
clusiva de la ruralía.

11
Como hace González Alcantud, en la Introducción a la obra de Garrido Atienza citada.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 137

La representación y sus componentes

Todo es más complejo. Y el contraste entre unas y otras es más cuestión


de la representación, en la medida en que se conmemora un hecho «históri-
co». Un primer aspecto es que La Toma siendo una representación tiene
otorgado mayor sentido de realidad. No es como las fiestas de Moros y Cris-
tianos, es sólo y precisamente fiesta de los Cristianos. (Tal vez sea esta per-
cepción lo que ha llevado recientemente a la gestación de un conflicto en
Granada por seguir celebrándose en una sociedad que es ya multicultural).
Este mayor sentido de realidad es lo que se contiene en la categoría de «his-
tórica». (Es un tipo de representación que dice Caro Baroja (1989) que se re-
fiere a la composición de una acción con elementos tomados de la vida mis-
ma y con pretensión de fidelidad absoluta.)
Pero lo que eso importa puede ser apreciado a través del celo que a lo lar-
go del tiempo tiene como foco los que se llamarían los componentes de la
representación12. Es cierto que ese celo a lo largo del tiempo ha ido cam-
biando de intensidad y rigor. En los periodos álgidos fue objeto de regla-
mentaciones precisas, lo que ya es suficientemente indicativo, pues presume
presiones y confrontaciones en el sujeto ritual y social implicado, pero aun
en los períodos de menor relevancia se mantuvo siempre —aunque sólo fue-
ra por mor de guardar la tradición— en alguna tensión.
El acto central de la fiesta, desde que se instituyó, lo constituye una pro-
cesión de carácter cívico-religioso (dos caracterizaciones que por cierto en-
traron numerosas veces en confrontación de primacía y que no es más que
una de las expresiones de celo ). Seguía un itinerario (y si la fecha es el pri-
mer componente, éste lo es el segundo), ya entonces marcado, «yendo por
las nabes acostumbradas, y salga por la puerta principal de la dicha iglesia,
que sale hacia la casa y palacio arzobispal y alli al largo de dichas casas ar-
zobispales y buelva por la calle que va de las gradas de la dicha santa Ygle-
sia hazia la plaza de bibaRanbla y de la dicha plaza buelva a la calle del Ça-
catin por los calceteros, plateros, cambios y tyntureros fasta dar en la calle
nueba, que va a dar al dicho çacatin, en la abdiencia del alcalde mayor, ha-
zia el algibe grand de la dicha santa yglesia y de alli baxe por la calle que ba
al lado de la dicha yglesia y de los especieros, fasta los escribanos publicos
y gradas de la dicha yglesia, fasta entrar por la dicha puerta de la yglesia por
donde salio» (Garrido Atienza 1891: 22-23). Éste no es el itinerario seguido
por los Adelantados enviados por los Reyes Católicos para el acto de la
Toma, ni tampoco el trayecto de la entrada de los Reyes en la ciudad, al que

12
Tomamos como ilustración la Fiesta de la Toma en Granada seguida por medio de la re-
lación que en su tiempo hizo Garrido Atienza (1891), con apoyo en D. Brisset (1995), que ha
recogido una interesante documentación.
138 HONORIO M. VELASCO

se aproxima en parte. Es más bien el itinerario que une y define el centro de


una ciudad nuevamente constituida. (Lo que ya importaba una representa-
ción. Y en parte el itinerario está forzado por la localización de los símbolos
que se procesionan. No entran desde fuera sino que se guardan en los cen-
tros de poder que, igualmente porque se guardan allí, lo son). Y que fue man-
tenido hasta que la procesión dejó de ser de carácter religioso-cívico, para
pasar a ser cívico-religiosa, o decididamente cívica. Es decir, desde que dejó
de ser organizada por la Iglesia, para ser organizada por las autoridades ci-
viles y dejó de salir y volver a la catedral, pero se procesionaba sin embar-
go hasta la capilla real donde están los sepulcros de los reyes y en el XIX y
en el XX, durante los períodos de gobierno liberal, llegó a evitarse incluso
las partes del recorrido que llevaban la procesión a los recintos religiosos.
Aunque el itinerario original, como muy bien saben los granadinos, condu-
cía a la Alhambra y a la Torre de la Vela (Garrido Atienza 1891: 6), porque
las conquistas no acaban hasta llegar a los centros espaciales —que son a la
vez los centros simbólicos— del poder. Y esta parte del itinerario ha sido
rescatada después en varias ocasiones —tras las respectivas modificacio-
nes— a lo largo del tiempo, como si llegar hasta la Alhambra supusiera la
carga de valor que necesita un acontecimiento para llegar a ser realmente
trascendente para la ciudad (González 2000).
El celo tensionado sobre el itinerario es característico de otras fiestas se-
mejantes como la del Estandart en Mallorca o la del 12 de Julio en Irlanda
del Norte, en la que el desfile más largo que se hace en la actualidad transi-
ta por el mismo trayecto que recorrió el príncipe de Orange y su ejército en
1690 (Tonkin, Bryan 1996), etc. Parece como si se hubiera dotado al lugar y
al itinerario de un sentido adherido de continuidad en el que es posible fun-
damentar esa fidelidad que se busca respecto a la «historia».
Otro componente de la representación son los participantes. La fiesta co-
menzó siendo religioso-cívica. Quien recibió el encargo de los reyes en el
documento de institución de la fiesta fue el sector eclesiástico de la ciudad
(«dean, cabildo e clerecía de esta iglesia y de todas las iglesias de la ciu-
dad»). Se les encargó a ellos recibir los símbolos enviados por los reyes y
organizar la procesión con la que conmemorar «para siempre jamás» la vic-
toria lograda. Los primeros documentos no son explícitos sobre la partici-
pación de los poderes civiles y tampoco sobre la participación del pueblo. Ya
entonces hubo tensiones entre los diversos integrantes del sector religioso
(en particular entre el cabildo y los clérigos de la capilla real) por los pues-
tos de privilegio en la procesión (los portadores de los símbolos), bien reve-
ladoras del celo con el que se acometía el cumplimiento del encargo. A fines
del siglo XVI, la fiesta había adquirido ya la suficiente importancia como
para que fuera prácticamente la ciudad entera la que procesionara ordenada
de la misma manera que en la procesión del Corpus: primero los gremios,
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 139

con sus priostes, mayordomos y oficiales guiados por sus respectivos pen-
dones, armeros y cuchilleros, sederos, sastres, perailes, carpinteros, albañi-
les, tejedores, zapateros, etc.; después las parroquias tras sus cruces emble-
máticas, Sta. María de la O, Angustias, San José, San Miguel, San Juan de
Reyes, etc., acabando con la más antigua, la del Salvador y tras ellos la Igle-
sia Mayor, los canónigos de la Colegiata, la Capilla Real y el Cabildo de la
Catedral; y a continuación los porteros, los procuradores y escribanos del
Cabildo, los jurados y el corregidor y junto a él el Alférez Mayor que porta-
ba el pendón. En este tiempo el celo puesto en la participación de la ciudad
llevó a proclamar bandos que prohibían en ese día a los mercaderes el mer-
cado, a los oficiales abrir las tiendas y talleres, y a los arrieros hacer trans-
portes. Durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVII y primera
del XVII, las tensiones entre los diversos sectores eclesiásticos y entre el ca-
bildo secular y el eclesiástico se proyectan en reclamaciones sobre las pape-
les y posiciones debidos en los actos de la fiesta, apareciendo en los docu-
mentos tan reveladoramente como para que pueda contemplarse en ellos una
variedad notable de motivos susceptibles de ser objeto de celo (Garrido
Atienza 1891: 24-26; Brisset 1995).
Garrido Atienza atribuye a estas discordias la decadencia de la fiesta du-
rante el XVII y el XVIII, con el abandono de los gremios y la nobleza de la
procesión, mantenida, se supone, en régimen de rutina por los cabildos ecle-
siástico y civil. Sin embargo, algun cambio notable se perfila en los proto-
colos de mediados del XVIII: la procesión era ya fundamentalmente cívica
y discurría de las Casas del Cabildo municipal a la Capilla Real. En un do-
cumento de 1750, el sujeto social que procesiona se menciona con la pala-
bra «ciudad» («asiste la ciudad a la Función de la Toma»), pero en realidad
se refiere al poder municipal y se especifican los cargos que tienen en ella
los papeles relevantes: los caballeros comisarios, el caballero decano, los ca-
bos, sargentos y tambores que acompañan al Estandarte real que es portado
por el alférez mayor. El papel de los eclesiásticos está relegado al ámbito de
las ceremonias religiosas que tienen lugar en la capilla (Garrido Atienza
1891: 40).
Presumiblemente el protagonismo ritual de los poderes, eclesiástico pri-
mero y civil después, en la fiesta se ha ido quebrando a lo largo del tiempo.
Desde mediados del XIX es visible que La Toma se convierte en expresión
de las tensiones políticas entre los partidos. Los ediles republicanos duran-
te la primera República deciden asistir a los actos civiles de la fiesta, pero
no a los religiosos (González 2000: 645), y volvieron a participar los gre-
mios con sus insignias en algunas ocasiones incorporándose el gentío con
cantos populares revolucionarios. También en la segunda República los edi-
les manifiestan sus afiliaciones partidistas con cambios significativos en el
protocolo.
140 HONORIO M. VELASCO

Al menos desde finales del XIX (tal vez en torno a la celebración de cuar-
to centenario) se produce otra transformación importante en los componen-
tes de la procesión: la formación de un «cortejo histórico», compuesto por
alguaciles, clarineros, timbaleros, heraldo, palafreneros, pajes, reyes de ar-
mas y maceros que acompañan a la Corporación y autoridades civiles y mi-
litares (Brisset 1995:148-149). Se trata de un desdoblamiento en la repre-
sentación. Por un lado, la «ciudad» presente y en concreto los poderes
públicos, por otro, la «ciudad histórica» es decir, un conjunto de funciona-
rios municipales con vestimenta e insignias de los tiempos antiguos (tal y
como aun se hace), anacrónicamente reunidos (trajes renacentistas, trajes
dieciochescos y trajes decimonónicos). Este desdoblamiento —similar al
que aparece en las ceremonias de muchas instituciones públicas— es, como
se suele decir, un signo de la solemnidad con que se quiere caracterizar los
actos, pero es precisamente un ejercicio de redundancia que pretende dar
marco a la representación. No parece que se pretenda reproducir el ambien-
te de los tiempos originales, la época de los Reyes Católicos, simplemente
parece bastar el mensaje de la continuidad en el tiempo. Tal vez un ejercicio
de celo frente a los avatares de los cambios en la Modernidad.
Se observará que los documentos no hacen apenas visible al pueblo, pero
se le supone perenne espectador. Y sin embargo en los tiempos recientes
cualquier registro etnográfico de la fiesta no deja de subrayar de qué modo
ha accedido al ritual activamente cuando con cierta guasa responde a la pro-
clama que lanza la autoridad desde el Ayuntamiento antes de la procesión cí-
vica. «Granada» dice, «Granada» repite y «Granada» vuelve a repetir, antes
de enunciar la fórmula ritual de la Toma y el pueblo cada vez que nombra a
Granada, como si fuera una llamada para él, le responde: «¿Qué?, ¿Qué?,
¿Qué?». Esta irrupción de humor en un ritual de buscada solemnidad pare-
ce querer decir que el pueblo llano no se lo toma tan en serio. Pero con el
humor va la expresión de su identidad. El pueblo ha encontrado de esta ma-
nera un modo de dar una respuesta, de sentirse llamado, de estar presente y
mostrar su celo por una fiesta en la que siempre ha sido espectador distante
pero necesario.
Los símbolos no son obligatoriamente los componentes más importantes
de la representación, aunque los participantes se comportan con ellos como
si lo fueran. Determinados objetos, gestos y textos tienen un papel central
en la fiesta y a veces condensan ese sentido de «historia» que destila la re-
presentación. En el caso de La Toma de Granada ese papel central lo ocu-
paron el pendón y la espada que enviaron los Reyes cuando la fiesta fue ins-
tituida. El celo que despiertan ya se hizo manifiesto en los primeros
momentos. Habían sido recibidos por el clero de la Capilla Real y cuando
el Cabildo, que era quien había recibido el encargo, fue a recogerlos para la
celebración, se los negaron. Finalmente para que se los entregaran tuvieron
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 141

que acudir a la corte de Valladolid y allí recibieron del rey don Carlos la es-
pada, «con una guarnición y empuñadura, diz ques oro, con su bayna de ter-
ciopelo negro, con que el católico Rey don Fernando de gloriosa memoria,
que en santa gloria aya, gano este Reyno de granada». Y recibieron también
una corona de la reina Isabel, «que gano estos Reynos del poder de los mo-
ros enemigos de la santa fee catolica» y un pendón para hacer con ellos la
procesión, «con la solenidad, orden e abtos contenidos en la ynstitución»
(Garrido Atienza 1891:17). Quedaron depositados en la Capilla Real y con
ello se forzaba el itinerario de la procesión que comenzaba yendo allí para
ser recibidas y finalizaba yendo allí para ser reintegradas. Pese a todo y
pese a la intención de presencia vicaria de los Reyes que conllevaba la en-
trega de sus insignias, debió de tomarse ésta tan literalmente que el celo de
los guardianes de la Capilla Real, a mediados del XVIII, les llevó a consi-
derar que sólo «habiendo Persona Real que guste de llevar la Espada en la
procesión, podrá sacarla con previo omenaje de restituirla» (Garrido Atien-
za 1891:17).
Guardadas definitivamente las insignias fue luego el estandarte, el sím-
bolo sobre el cual gravitó la fiesta. (Algunas fiestas de conmemoración de
conquista como la de Mallorca reciben precisamente la denominación de
fiesta del Estandarte). No sólo se lleva, se tremola repetidamente, antaño en
la Torre de la Vela, hoy en la balconada del Ayuntamiento y siempre ante los
sepulcros de los Reyes Católicos. Pero no es ya el primitivo pendón, aunque
se crea que lo es, sino uno elaborado probablemente en el XVII y que le sus-
tituyó en algun momento. Y ya no es el pendón de los Reyes sino el estan-
darte de la ciudad. Pero eso sí, es la enseña que se ha enarbolado, como dice
Garrido, «en los alzamientos y revolucionarias conmociones del pueblo gra-
nadino» (Garrido Atienza 1891:43). Es el estandarte, aunque no sea el pri-
mitivo, el que centra la atención y con el que la representación alcanza su
plenitud, pues con él es con lo que a lo largo del tiempo se ha reproducido
el gesto original de la Toma; aquél que hicieron los enviados de los Reyes
para la toma de la ciudad el 2 de enero de 1492, después de implantar la cruz
en lo alto de la torre, para lanzar a los vientos el mensaje de victoria tremo-
lando el pendón de Santiago que llevaba en la mano tres veces. Y a conti-
nuación un heraldo voceó la fórmula de la Toma. Esa que comienza «San-
tiago, Santiago, Santiago, Castilla, Castilla, Castilla, Granada, Granada,
Granada...» y que en los tiempos recientes voceada por el edil de turno co-
rea y responde el pueblo con humor. La fórmula continúa invocando el nom-
bre de los Reyes Católicos por los que se hacía la Toma. Pero no pocas ve-
ces a lo largo del tiempo fue cambiada. Las menciones primeras quedaron
reducidas al «Granada, Granada, Granada» y las invocaciones se transfor-
maron en los tiempos liberales del XIX aludiendo unos años a la Libertad y
la Justicia, otros al rey Amadeo, otros a la República, otros a Alfonso XII,...
142 HONORIO M. VELASCO

y añadiendo vítores finales a Granada, a España, al Ejército (González 2000:


646, 652), etc.
Al fin de este sucinto análisis sobre una paradigmática fiesta del pasado
es posible que se haya generado algún desconcierto respecto a qué es lo que
se quiere decir cuando hablamos de «representaciones». La reflexión a pro-
pósito de las fiestas llamadas «históricas» nos sitúa en el mejor ejemplo. A
diferencia de las fiestas meramente «tradicionales» de las cuales apenas se
dispone de modelos de cierta profundidad temporal y si existe un modelo de
origen es probablemente legendario, estas otras cuentan con documentos in-
cluso sobre su institución. Sobre ellas pende muchas veces un celo que aun-
que sólo sea por las competiciones y conflictos que genera permite apreciar
cual es la medida y valor que se le da a la fidelidad. Y si las fiestas mera-
mente «tradicionales» no son tan fieles como se supone, aun con todo, estas
representaciones tampoco son tan fieles como se pretende que sean.
La representación consiste más bien en hacer significativo el pasado en el
presente y se corresponde con lo que parece que siempre se buscó de la «tra-
dición», hacer el presente significativo aproximándolo al pasado. El coste de
lo primero es la modificación de las pautas recibidas del pasado, el coste de
lo segundo es la invención del pasado.
La fidelidad es necesariamente relativa. Ante todo es continuidad. Un lar-
go periodo de tiempo durante el cual la celebración no dejó de hacerse, aun
cuando de hecho no se hiciera todos los años. Son numerosas las fiestas que
se han celebrado a lo largo de siglos, aunque generalmente sea difícil docu-
mentarlo. La Toma, sin embargo, que excepcionalmente puede hacerse,
cuenta ya casi con quinientos años de celebración continuada. Se diría que
ha tenido un soporte institucional, que se trata de una fiesta instituida y que
el compromiso de celebración se ha ido cumpliendo con y por la sucesión,
siempre reglada, de los Cabildos y Consistorios. Pero no tendría eso porqué
ser una garantía de continuidad. Se podría preguntar qué hubiera ocurrido de
no haber mediado tanto celo, tanta confrontación y tanto conflicto. El actual
no es sino uno más entre los muchos habidos a lo largo del tiempo.
La continuidad es el primer mensaje de la representación. Una comuni-
dad que se extiende a lo largo del tiempo, una trama social hilada cada ge-
neración, rehilada cada año, pero es tanto o más una trama imaginaria que
pese al tiempo trascurrido, pese a las generaciones que se han sucedido, cree
mantener una conexión con los tiempos primeros y potencialmente con cual-
quiera de los tiempos intermedios.
La continuidad es, como se ha visto, el mensaje redundante de la repre-
sentación.
Y la continuidad es también el mensaje último de la representación. Estas
fiestas, que vinculan el presente con el pasado, han dado cumplimiento a la
voluntad de institución, que lo hizo como fiestas para el futuro.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 143

Por otra parte en la actualidad se celebran algunas fiestas de recreación


selectiva de un pasado idealizado en Nájera, Oña, Ribadavia, etc. La prime-
ra paradoja que en algunos casos se hace muy evidente, y no necesariamen-
te porque se remitan a un pasado más o menos remoto, es que las fiestas ha-
yan sido inventadas recientemente. La paradoja revela un sentido peculiar de
la continuidad. La fiesta establece una especie de «cordón umbilical simbó-
lico» (Quintana 1998: 45)13 con el pasado que como tal tiene la capacidad de
establecer una continuidad, aunque de hecho no se haya mantenido (tal vez
amparándose en parte en un aspecto de la eficacia simbólica de la fiesta ins-
tituida a la que se le supone continuidad indefinida). Pero aceptar este prin-
cipio es también aceptar que se trata de elaboraciones intencionadas de la
identidad colectiva y, por tanto, forman parte de un programa político en el
que las fiestas son sólo una de las pantallas de la representación del «noso-
tros».
También un aspecto importante de estas fiestas es que las formas rituales
que sustancian la celebración recogen la representación de los aconteci-
mientos que los fundamentan. Pero el anacronismo es el código bajo el que
se diseñan las formas festivas porque está amparado bajo la significación del
pasado genérico.

Fiestas para el futuro

En los calendarios actuales, por contraste, se incluyen numerosas fies-


tas precisamente no «históricas», sino intencionadamente «modernas»,
para el futuro. El listado de estas fiestas es probablemente tanto o más
amplio. Y heterogéneo en las denominaciones: Fiestas, Días, Festivales,
Ferias, Encuentros, Muestras, Ferias, Certámenes, Concursos (además de
las denominaciones de actividad más relevante como Batallas, Carreras,
Descensos, Ofrendas,...). Lo primero se puede interpretar como una ex-
tensión inadecuada que desvirtuara el valor y significado de la fiesta, pero
podría por lo mismo ser revelador de la plasticidad de un concepto que
bien puede servir para caracterizar a un ambiente. Porque sin duda se tra-
ta de un recurso cultural cuya desvirtuación es el coste que se paga por re-
cargar de virtud a tanta variedad de actos y situaciones sociales a los que
se aplica.
Y con la extensión, se ha ido haciendo definitivamente recurso de la so-
ciedad laica, casi completamente fuera ya del control religioso. Y casi en la
misma medida se ha hecho más opcional y especializado con el riesgo de

13
La metáfora no es buena porque tiene implicaciones biologicistas, pero es ilustrativa.
144 HONORIO M. VELASCO

que la convocatoria a la comunidad quede frustrada. A la vez que va siendo


un recurso en manos de las instituciones públicas de indudable rentabilidad
política (Boholm 1996).
Estas fiestas modernas, a diferencia de las fiestas «históricas» de fecha
fija, son por el contrario de fecha de conveniencia. Con dos rasgos básicos.
Son fiestas de temporada y la mayoría de ellas de la temporada de verano
(Julio y Agosto). Y además, casi invariablemente son fiestas de fin de sema-
na. No sólo porque obedezca a una pauta de racionalidad económica (se
dice) sino porque es una fórmula efectiva para resignificar días de fiesta or-
dinaria14. Una reacción a la multiplicidad de opciones que establece una fuer-
te competencia por el mercado del ocio. A diferencia de las fiestas tradicio-
nales, pero de forma similar a las históricas, son fiestas de fecha de inicio
conocida y la ironía de la comparación está en que ese inicio es conocido
porque es reciente.
Y sobre todo son fiestas inventadas o reinventadas. Tal vez esa especial
concepción que hayamos formado de la fiesta comunitaria sea responsable de
la sorpresa que causa el conocimiento de los promotores de una fiesta públi-
ca. Especialmente si han sido ciudadanos particulares. Pues en todo caso si la
fiesta cuajó, se consolidó, se hizo popular, necesariamente se les fue de las
manos. Como invento, la fiesta es un producto incontrolable y en el fondo in-
grato. Pero, según se dice, es el precio y el premio que tiene lo «popular». La
invención debida a individuos o a grupos pequeños está siempre sometida al
refrendo popular, con el riesgo de que no deje de ser un esfuerzo efímero. La
invención debida a las instituciones no lo está menos, con el riesgo de que no
pase de ser una fiesta inducida, cuyos fastos y lucidez dependen demasiado
del presupuesto. El concepto evaluador de «fiestas oficiales» lo dice todo.
(Un ambiente «oficial» no necesariamente es «ambiente»).
La modernidad ha descubierto las fiestas especializadas. Fiestas princi-
palmente centradas en una actividad, en un producto o en un rol, una figura
social, cuya dedicación intensiva y concentrada en el tiempo parece propor-
cionar suficientes satisfacciones como para que se alimente el deseo de vol-
ver a repetirlo el año que viene. Se trata de fiestas opcionales, aunque para
sectores determinados lo sean sólo relativamente. La obligación de acudir
para algunos se contrarresta por un lado con la necesidad de escapar de otros
(miembros de la misma comunidad) y se compensa (doble sentido de com-
pensar), por otro lado, con la atracción que ejerce sobre el sector del públi-
co venido de fuera.

14
Es decir, si entre las fiestas de ciclo anual, en la temporada de verano, no existe en una
población determinada una fiesta mayor, se programan estas fiestas alguno de los fines de se-
mana, o superpuesta a alguna de las fiestas comunes, cobrando por consiguiente éstas mucho
más realce.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 145

La especialización tiene varios sentidos. Si se supone que los ingredien-


tes básicos de una fiesta tradicional laica son las ceremonias formales, y la
gastronomía y los bailes (es decir, los rituales menos formales), un primer
sentido de la especialización es aquel que ha sobredimensionado a alguno de
esos ingredientes y lo convierte en el núcleo de la fiesta. Es decir, fiestas
gastronómicas o bien fiestas basadas en algún espectáculo organizado que
ofrece al público un doble papel, o el de espectadores más o menos entu-
siastas o el de participantes no menos entusiastas. Pero la especialización
debe ser tomada como una estrategia, no como una característica, porque por
lo mismo, también se podría decir de no pocas fiestas tradicionales que son
especializadas. Otro sentido de la especialización sería el del otorgamiento
del protagonismo a alguno de los roles sociales. (Y también se puede decir
de no pocas fiestas tradicionales que son especializadas de esta otra mane-
ra.) Y aun otro sentido de la especialización es el del encumbramiento de al-
gún elemento del patrimonio cultural.
Sólo como ilustración, que se haría extremadamente prolija si se buscara
una nueva tipología consistentemente fundamentada, valga el siguiente lis-
tado:

TABLA 5.—Algunas fiestas «gastronómicas» en la provincia


de Orense celebradas en 199715
San Antón de Avedes Festa do Chourizo 17 de Enero
Carballiño Festa da Cachucha Febrero
Vilariño de Conso Festa do Cabrito Febrero
Ribadavia Festa do Viño Abril/Mayo
Bande Festa do Peixe 3.º dom. de Junio
Cea Festa do Pan 1.º dom. de Julio
Castro Caldelas Festa da Bica Julio
Carballiño Festa do Polbo 2.º dom. Agosto
Alariz Festa da Empanada Agosto
Xinzo Festa da Rá Agosto
Riocaldo Festa do Bacalao Agosto
O Barco Festa do Viño de Valdeorras Septiembre
Vilar de Barrio Festa da Pataca Septiembre
Montederramo Festa da Terneira galega Octubre

En Canarias, también sólo a título de ilustración: Fiesta del Maíz en Los Lla-
nos; Fiesta del Agua en Guadayeque, en Casillas del Ángel, en Valle Ortega, en
Tetir, ...; Fiesta del Almendro en Puntagorda y Fiesta del Macho, en Valsequi-

15
Los datos proceden de J. A. Fidalgo (1999).
146 HONORIO M. VELASCO

llo; Fiesta del Gofio, en Ingenio,... (Galván 1987: 184). La muestra de las fies-
tas modernas celebradas, por ejemplo, en Agosto reafirma lo ya indicado16.
Pronto se descubre en las fiestas especializadas que no se remiten a una
comunidad. En realidad forman parte de la amplia oferta de festejos (simi-
lares) ofrecidos desde las comunidades locales a un público amplio desea-
blemente integrado por visitantes foráneos provenientes de lugares dispares
hasta confundirse con la globalización. Y presumiblemente cultivan también
a un público especializado, se diría «profesional», que programa su ocio y
sus asistencias a fiestas seleccionadas. Paradójicamente este efecto se ha ex-
tendido a las fiestas tradicionales (a determinadas fiestas tradicionales) que
a su vez se han convertido en especializadas en particular por el reclamo de
alguno o algunos elementos convertidos en paradigmáticos de la tradición
que de la misma manera atraen como público a gentes que provienen de lu-
gares dispares y de la misma manera incluidos los «profesionales» que gus-
tan de este tipo de fiestas.
Pero pese a la especialización, las fiestas modernas guardan el sentido de
fenómeno social total (a lo Goffman, no menos que a lo Mauss). Segura-
mente el concepto de «ambiente» es adecuado aquí porque envuelve a quie-
nes se introducen en él. Además los gestores modernos conocen bien cuá-
les son los ingredientes necesarios de una fiesta. Con ellos y con un
ambiente envolvente se pretende y no pocas veces se logra la inmersión de
actores y espectadores transformándoles en participantes. La fiesta moder-
na no sólo sigue un programa publicitado, sino también un programa ocul-
to (idea con resonancias del curriculum oculto), es decir, no explícito, entre
el desglose de actividades y espectáculos, porque entre otras cosas no está
en manos de los gestores proporcionarlo, aunque tal vez tenga que ver con

16
Fiestas del Pan y el Queso en Quel (Lo), Cantada de habaneras en Llanfranca (Gi), Tro-
bada de geants en Torelló (B), Ferias y fiestas del tabaco y el pimentón en Jaraíz de la Vera,
Mostra de la habanera catalana en Palamós (Gi) (1982), Feira do Xamón en A Cañiza (Po)
(1967), Descenso internacional del Pisuerga en Alar del Rey (Pa) (1964), Festival interna-
cional de la Sierra de bailes y canciones tradicionales en Fregenal (Ba), Fiesta de l’Aigua en
Alaquás (V) (1987), Fiesta del porquiño a la brasa en Amil-Moraña (Po) (1990) y O Arriero
(1974), Día de la exaltación del traje ansotano en Ansó (1971), Fiesta de la Regalina en Ca-
daveo (Ast) (1931), La machá en Bocígano (Gu), Festa do Cabalo en Fene (C), Trobada de
geants en L’Escala (Gi), Festa do Viño do Condado, en Salvatierra do Miño (Po) (1959), Fes-
tival de Paloteo y Danza en Ampudia (Pa) (1982), Descenso del Sella en Arriondas (1930),
La tomatina, en Bunyol (1945), Fiesta de la Vendimia en Fuencaliente (La Palma), Festival
folklórico de los Pirineos en Jaca (1963), Festival nacional del cante de las Minas en La
Unión (1961), Batalla de flores en Laredo (1908), Semana Internacional de la Huerta en Los
Alcázares (1972), Fiesta de la Vendimia en Requena (1948), Certamen Internacional de ha-
baneras en Torrevieja (1955), Fiesta de los pastores en Nuria (Gi), Fiesta del Arroz en Sueca
(1961), ... Los datos proceden de varias fuentes y entre ellas de M.A. Sánchez (1998). (Entre
paréntesis el año aproximado de inicio).
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 147

la posibilidad de acceder o a la catarsis, o al protagonismo o a la commu-


nitas17.
Estas fiestas forman un sujeto social por concurrencia primero y por agre-
gación después. Y el sujeto social tiene —si es que la tiene— una consis-
tencia efímera, lo que dura la fiesta, si acaso, y luego se disgrega. Pero en
esos momentos opera con entidad en dimensiones múltiples. Es un contin-
gente numérico de individuos, un público de tamaño variable que en oca-
siones y casi inadvertidamente puede pasar a ser una masa ingente. El nú-
mero de asistentes es la medida de la capacidad de atracción de la fiesta
(Velasco, Cruces, Díaz 1996). Y a la vez puede llegar a ser la condición im-
ponente que impide disfrutar de ella.
Pero tan decisivo como el número es su actitud. «Ir (o estar) de fiesta» es
una predisposición primero para todo y luego una justificación igualmente
para todo. Exactamente es la condición ideal (como apreció Durkheim) para
hacer que la sociedad sea deseable. La fiesta moderna ha mostrado que esa
condición es manipulable y cree haber resuelto la contradicción entre la ano-
mia y la comunidad a costa de diluir ambas. La emergencia e intensificación
de los grupos asociativos en ella parece haber sido un fórmula de éxito. Pero
por una parte los grupos se comportan como si la fiesta se pudiera fragmen-
tar en múltiples espacios interiores y, por otra, nunca quedan integrados to-
dos los que acuden, que acaban siendo respecto a los anteriores una especie
de fondo de contraste (Velasco 2000).
Los nuevos «motivos» de fiesta son variados. Algunos aparentemente los
proporciona el tiempo (la temporada) pero no menos los proporciona la es-
tructura económica y sus estrategias de acceso al mercado; otros aparente-
mente la tradición, pero en realidad les ha dado perfil la demanda de identi-
dad empleando elementos seleccionados de la tradición; otros aún, la
estructura social en transformación que registra la movilidad de las pobla-
ciones y su enlace en red con otras. No los proporciona la historia en el sen-
tido de episodios históricos determinados, los proporciona el tiempo presen-
te incluida la vieja emulación de otras fiestas en otras poblaciones.
Otra vez los «motivos» hacen aparecer las formas y los modos de la «re-
presentación». En un recuento superficial de «motivos» se destaca la in-
vención de las fiestas de producto, que tienen la doble condición de pro-
ductos de la tierra y productos de temporada: el vino, la manzanilla, el
queso, el cordero, la cereza, la trucha, el pulpo, el arroz, la naranja, la acei-
tuna, el olivo, la castaña, el marisco, el porquiño a la brasa, el jamón, ... 18

17
Se trata de explicaciones que ya se han hecho tópicas acerca de los «motivos» (con el
significado psicológico del término) de la participación.
18
Son estos elementos los que dan la denominación a la fiesta, como ya se ha visto antes. Lo
que supone un cambio moderno en la polarización de los componentes de la «representación».
148 HONORIO M. VELASCO

Y que se adivinan fiestas gastronómicas (amparándose en los códigos de la


especialización). Pero no son menos pantallas publicitarias para la apertura
de mercados nuevos o para el reforzamiento de fidelidad de los consumi-
dores. Estas fiestas parecen buscar la transformación de las mercancías en
símbolos (de identidad si se quiere) —glosados, aclamados, exhibidos y en
buena medida convertidos en objetos de culto— como estrategia de recar-
ga de valor de las mercancías. E igualmente alimentan la pretensión de ac-
tivar la interacción social hasta producir imagen de sociedad —como se
suele decir—, emprendedora, «en marcha».
Un segundo e importante «motivo» es el ensalzamiento de alguna acti-
vidad, labor o profesión que en el pasado fue relevante para las comuni-
dades y que ahora es residual. Significativamente es ahora cuando se hace
de él elemento de representación: los navateros, pastores trashumantes,
esquiladores, laneros, e incluso agricultores,... y por lo mismo actividades
como la siega, la trilla, el pisado de la uva, etc. 19 La conversión de estos
papeles sociales en «motivos» de fiestas tiene una finalidad explícita,
transformarlos en símbolos, como si sólo en este plano (que también, si
se quiere, es el de la identidad) pudieran perdurar. Esta intención es lo que
permite considerar a estas fiestas no como «fiestas del pasado» sino como
fiestas para el futuro.
Otros motivos los proporcionan determinados elementos del patrimonio
cultural: instrumentos musicales, bailes y danzas, cantares y cantes, gigan-
tes y cabezudos, pólvora y fuegos artificiales, etc.
Y aun otros, las actividades deportivas o los grandes espectáculos, como
los formados por concentración de grupos musicales, o de teatro, etc.
Puede parecer sorprendente, pero no pocas de estas fiestas modernas as-
piran a ser tradicionales y los promotores lo reclaman casi enseguida como
expresión del deseo de que se han consolidado. Es entonces cuando se des-
cubre el inapreciable valor de la continuidad.
La invención de la tradiciones no parece haber sido un mecanismo tan
desmitificador como supuso Hobsbawm (1983). Es tan destacable la insis-
tencia en el intento que Hobsbawn pudiera haber cometido un error en la
perspectiva temporal. No se trata de proyecciones imaginarias al pasado,
sino más bien de proyecciones imaginarias a futuro.
Fiestas del pasado y fiestas para el futuro están no obstante de alguna
manera integradas en los ciclos anuales (o de mayor amplitud temporal),

19
Del mismo modo dan la denominación a la fiesta. En la medida en que estos oficios o
estas actividades fueron en tiempos pasados dedicaciones de la vida cotidiana y en no pocas
ocasiones realizadas con mucho esfuerzo, su conversión moderna en «motivos» para «repre-
sentación» parece una paradójica inversión de sentido, si no fuera por la complicidad con que
son abordados en la reafirmación de identidades y por el turismo rural.
FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO 149

reformulados para las sociedades modernas. Aunque en el fondo no de-


bieran ser tomados como dos tipos diferentes de fiestas, sino muestras de
una misma función de los rituales, la de enlazar los tiempos (Fernández
1986).

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ACERCA DE ANFITRIONES Y DE HUÉSPEDES:
LA ORACIÓN JUDÍA EN ESPAÑA

Stanley Brandes
Universidad de California. Berkeley

En 1968, Julian Pitt-Rivers publicó un ensayo ya clásico titulado, «El fo-


rastero, el huésped y el anfitrión hostil». En él, fruto en parte de su estancia
en Grazalema, hablaba de un proceso que él consideraba que pertenece al
mundo mediterráneo en general y que por cierto tiene una relevancia parti-
cular para España. Es un proceso, además, que todos los antropólogos ex-
tranjeros hemos experimentado. Llegas a una comunidad sin conocer a na-
die. Te abraza la comunidad. Te ofrece conocimiento, comida, bebida, y
amistad. En suma, te convierte en huésped. Al mismo tiempo, para ser acep-
tado, tienes que demostrar que eres un buen huésped; es decir, has de adap-
tarte a las normas de la comunidad. En palabras de Pitt-Rivers, la comuni-
dad se plantea la pregunta: «¿Puede [el huésped] suscribir las reglas de esta
cultura? Como forastero, nunca sabrá al principio cómo portarse ante indi-
viduos distintos…, pero para cumplir con el papel de huésped por lo menos
debe comprender las normas que tienen que ver con la hospitalidad y que de-
finen el comportamiento que se le pide» (1968: 16).
Este proceso, en realidad, equivale a una especie de socialización. Es una
socialización, por cierto, que ocurre en la madurez, no durante la niñez,
como es el caso más frecuente. El forastero —potencialmente peligroso por
su estatus desconocido— se transforma en miembro de la comunidad, en
persona de confianza. Se podría decir, empleando el habla popular, que el fo-
rastero se convierte en «cristiano» —es decir, en ser humano comprensible,
que sigue las reglas de la sociedad que le rodea—. Como forastero recién lle-
152 STANLEY BRANDES

gado a un lugar, el antropólogo es víctima, como todos, de un control social,


a veces feroz. Debe aprender, debe seguir la pista correcta para poder rela-
cionarse con la gente, sobrevivir emocionalmente, y realizar su objetivo et-
nográfico. Si no se transformara en lugareño, según Pitt-Rivers, el forastero
quedaría rechazado por la comunidad y hasta corrido por ella, «igual que los
espíritus malos o los vampiros» (Ibid.: 20).
El proceso de socialización que experimenta el antropólogo normalmen-
te ocurre de forma automática, sin pensarlo, como producto de su propio
temperamento profesional. En mi caso como antropólogo norteamericano en
España, tuve que adaptarme rápidamente a una variedad de normas y condi-
ciones sociales que hasta entonces eran desconocidas para mí (Brandes
1991). En el año 1969, cuando empecé a realizar trabajo de campo en Espa-
ña, todavía regía el régimen franquista. Me instalé en Becedas, una comuni-
dad abulense que entonces contaba con unos ochocientos habitantes, la ma-
yoría de ellos labradores. Había un solo televisor, que se encontraba en un
bar. Y, a pesar de un nivel de alfabetización bastante digno y una ola notable
de migración a Madrid (Brandes 1975), este pueblo —al abrigo de las faldas
de la Sierra de Béjar— estaba relativamente aislado del exterior. Como
muestra de esto, muchas personas me preguntaron cuánto se tardaba en ir de
Madrid a Nueva York. Más tarde, en 1975, elegí a Cazorla (Jaén) como ob-
jeto de estudio (Brandes 1991). Un pueblo andaluz no es un pueblo caste-
llano. Por supuesto, mi situación en Cazorla, una comunidad compleja de
más de cinco mil habitantes, era bien distinta de lo que ya conocía en Bece-
das. Sobre todo, los niveles de riqueza, enseñanza y conocimiento del mun-
do que tenía la gente eran muchísimo más variados que los que existían en
Becedas (Brandes 1991). Vivíamos todavía bajo la dictadura. Cuando Fran-
co murió en noviembre de 1975, las condiciones socio-políticas estaban le-
jos de ser estables y, por un tiempo, la línea de actuación estatal llegó a po-
nerse hasta más rígida que la que había antes (Brandes 1977).
El mundo peninsular era muy diferente en los años 1960 y 1970 de lo que
es ahora. Entre otras cosas, la Iglesia Católica ejercía una sensible influen-
cia sobre asuntos políticos y educativos imposible de imaginar hoy en día.
En aquella época, para bien o para mal, yo sentí la necesidad de ocultar mi
identidad étnica. Era bien consciente del antisemitismo histórico de los pue-
blos peninsulares (¡y no peninsulares!). Y sabía de sobra que el antisemitis-
mo perduraba bastante más allá del siglo dieciséis. En Becedas y Cazorla en
los años sesenta y setenta, la palabra «judío» tenía connotaciones definitiva-
mente negativas. Los judíos, según el estereotipo, eran interesados, traido-
res, asesinos del Señor Jesucristo, y desde entonces responsables de varias
calamidades que han afligido al mundo entero.
¿Cómo luchar contra estos estereotipos? Yo ni lo intentaba. Al contrario,
para ser un buen huésped, hice lo que querían mis amistades en Becedas y
ACERCA DE ANFITRIONES Y DE HUÉSPEDES: LA ORACIÓN JUDÍA EN ESPAÑA 153

Cazorla. Me adaptaba en la medida de lo posible a su modo de vivir y pen-


sar. Mantenía como secreto mi relación con el judaísmo e hice lo posible —
sobre todo asistir misa (de todas maneras, una fuente importante de material
etnográfico)— por ocultar este aspecto de mi identidad. Para justificar este
engaño y vivir en paz conmigo mismo, pensaba con frecuencia en el Kol Ni-
dré.
El Kol Nidré figura entre las oraciones más antiguas y famosas del ciclo
ritual judío. Se celebra justamente antes de la puesta del sol en el comienzo
del Día del Perdón (Yom Kippur). Dura unos quince minutos. El Kol Nidré
en realidad no es una oración, propiamente dicha. Es más bien un decreto le-
gal o testamento de tipo político, que gana su tremendo impacto emocional
del contexto sagrado dentro del cual se canta, es decir, en la sinagoga al em-
pezar el día más sagrado del año. La tradición (en la actualidad bastante
transformada entre algunas comunidades judías) exige que dos varones,
cada uno llevando en brazos una Tora (santo texto de la Biblia, escrito a
mano en hebreo, y presentado en forma de un rollo grande), estén ante el al-
tar. Se sitúan a cada lado del cantor. Los tres, todos ellos solemnes, de cara
a los fieles. El cantor empieza a cantar una especie de preámbulo: «Por la
autoridad de la corte de arriba y por la autoridad de la corte de abajo, noso-
tros por la presente declaramos que se permite rezar en la compañía de los
que han pecado». A continuación, acompañado por una música que muchos
aficionados consideran la melodía más bella del judaísmo, el cantor canta:
«Nos arrepentimos de todas las promesas, obligaciones contraídas, jura-
mentos, y maldiciones… que tengamos que hacer, jurar, proferir y por las
cuales quedemos atados, desde este Día de Perdón hasta el próximo (cuya
feliz llegada estamos esperando). Que nos sean perdonados, olvidados, can-
celados, anulados, y sin ninguna consecuencia; que no nos aten ni tengan po-
der alguno sobre nosotros. Que las promesas no sean consideradas como
promesas; ni las obligaciones sean obligatorias, ni los juramentos sean jura-
mentos».
La melodía del Kol Nidré es tan bella (los lectores quizá conozcan la ver-
sión para violonchelo compuesta por Max Bruch) que no es de extrañar que
la mayoría de los fieles se olvide de la letra. Con toda seguridad los jóvenes
no prestan atención a ella, sobre todo porque está escrita en arameo y no en
hebreo. Cuando era niño, yo escuchaba el Kol Nidré todos los años en la hu-
milde sinagoga que quedaba al lado de mi bloque de pisos en el condado del
Bronx, ciudad de Nueva York. Mis recuerdos de este rito coinciden con los
del gran psicoanalista Theodor Reik (1976: 168), quien escribió sobre su ni-
ñez en 1931 en Hungría: «Recuerdo el Kol Nidré por el misterioso temblor
que poseía a los fieles en el momento en que el cantor la iniciaba. Recuerdo
las señales visibles de contrición mostradas por todos estos hombres serios,
y su emotiva manera de decir la letra y la manera en la que yo, a pesar de ser
154 STANLEY BRANDES

niño, me sentía embargado por esa ola irresistible de emoción. Y al mismo


tiempo, por cierto, ... me sentía incapaz de comprender el significado del
texto».
Hasta para la gente mayor, la letra de el Kol Nidré produce un efecto enig-
mático y perturbador. Para empezar, ha sido citada numerosas veces en cam-
pañas políticas antisemitas. Recuerda Reik (1976:168-169) que en la Viena
de los años 1920, los periódicos austriacos colgaban sobre las paredes de las
calles traducciones del Kol Nidré en alemán, para recordarles a los ciudada-
nos que no se debían fiar de un judío. En cambio, desde el punto de vista ju-
dío, el Kol Nidré ofrece una disculpa sagrada por haber cometido —aunque
sea sin darse cuenta u obligadamente según las circunstancias— alguna blas-
femia. Si el fiel comete o dice alguna cosa en contra de la voluntad de Dios,
el Kol Nidré teóricamente le absuelve de la culpa. Algunos comentaristas
consideran que el Kol Nidré es una supervivencia anacrónica de la época de
las conversiones obligatorias en Europa. Era una posible solución sobre todo
para los conversos de la Península Ibérica, que durante varias generaciones
practicaban los ritos cristianos a pesar de mantener su identidad secreta
como judíos.
Hoy día el Kol Nidré sigue manteniendo su función de resolver proble-
mas producidos por identidades religiosas en conflicto. Tomo mi propio caso
como ejemplo. Durante tres décadas, como especialista en la religión popu-
lar, he llevado a cabo un tipo de trabajo de campo en Castilla y Andalucía
que me ha obligado asistir a misa. He dependido del Kol Nidré para justifi-
car cualquier blasfemia que mi asistencia implicara. Cuando me arrodillaba
o me persignaba pensaba primero en el preámbulo, que declara que es legal
rezar en la compañía de pecadores. Sin embargo, esta estrategia no ha pro-
ducido una solución a mi problema existencial, dado que nunca he podido
decidir quiénes son los pecadores, si yo o los fieles católicos que estaban a
mi lado.
También he buscado consuelo más allá del preámbulo. Concretamente, en
esa parte del Kol Nidré que declara como no válidos mis promesas y jura-
mentos. En el momento en el que el cura recitaba «El Señor esté con voso-
tros» y yo respondía, junto con todos los fieles «Y con tu espíritu», el Kol
Nidré apoyaba mis sentimientos interiores: «De verdad, no lo creo». Ade-
más, mediante el Kol Nidré, buscaba algún perdón para recitar durante la
misa —siempre en voz baja— y en concreto la oración más sagrada de todo
el judaísmo, la llamada «Sh’ma Yisroel» [Oye, ¡Oh Israel!]. No sé si esta
costumbre (que por lo menos otro antropólogo judío practica también, según
me ha confesado) irá en contra del código religioso judío. Sin embargo, es-
toy convencido de que no me puedo escapar de la responsabilidad moral,
dado que mi asistencia a misa es completamente voluntaria, no forzada,
como fue el caso durante la época de los Reyes Católicos. No se sabe si el
ACERCA DE ANFITRIONES Y DE HUÉSPEDES: LA ORACIÓN JUDÍA EN ESPAÑA 155

Kol Nidré en realidad se compuso en el siglo quince, pero perdura en Espa-


ña a través de mi vida interior, y quizá de la de otros.
De una cosa estoy seguro: no creo en el poder mágico de la oración. El
Sh’ma Yisroel, el Kol Nidré y otros rezos hebreos que se me ocurren duran-
te misa son más que nada reacciones pavlovianas al contexto religioso en el
que me encuentro. El rito religioso en general me hace pensar en los pocos
fragmentos de la vida ceremonial de mi infancia de los cuales todavía me
acuerdo. Algo similar ocurre a una persona que de niño aprende a tocar el
piano, deja de tocar durante muchos años, y después recupera de memoria
una mínima parte de lo que sabía. Cuando esta persona, de mayor, regresa
de vez en cuando al piano toca el mismo trozo de la partitura, sin poder
avanzar más allá. De igual manera, el Kol Nidré para mí es como un trozo
de música memorizado. Me acuerdo de ella dentro de cualquier contexto re-
ligioso. Durante mis estancias en Becedas y Cazorla, el Kol Nidré ha fun-
cionado para recordarme mi identidad étnica-religiosa. Me ha servido para
guardar la frontera existencial entre el yo, por un lado, y los amigos e infor-
mantes del lugar, por el otro.
Ser judío dentro del contexto del trabajo de campo no varía demasiado de
ser judío en cualquier otra circunstancia. La identidad étnica-religiosa se es-
tablece por un proceso dual de segregación voluntaria y forzada. En España,
yo siempre he mantenido abiertamente que no soy católico. Quizá y en con-
secuencia eso ha conllevado una distancia respecto a los amigos e infor-
mantes en un grado mayor de lo hubiera sido el caso si hubiera mencionado
solamente la lengua materna y la nacionalidad. En abril de 1969, el mes en
que me instalé en Becedas junto con mi mujer (de origen protestante) y un
bebé de cuatro meses de edad, muchos vecinos nos preguntaron, «Son cató-
licos, ¿verdad?». Siempre contestábamos, «No practicamos ninguna reli-
gión» —una declaración verdadera.
Todo esto sucedió durante la dictadura. La alianza entre Franco y la Igle-
sia que existía en aquella época fomentaba, sobre todo mediante la enseñan-
za (Sopeña Monsalve 1994), una preocupación por la uniformidad religiosa.
Sin embargo, los vecinos de Becedas no mostraban inquietud alguna al re-
cibir nuestras respuestas. Al contrario, la mayoría de ellos manifestaban un
deseo de no ofender y parecían querer disculparse por habernos planteado
cualquier pregunta sobre nuestras creencias. Me hizo gracia un vecino en
particular. Al escuchar el «No practicamos ninguna religión», dijo, «Enton-
ces, ¿no tienen que comulgar? ¡Qué suerte!». Nos enteramos posteriormen-
te que este vecino era de izquierdas. Su reacción nos hizo pensar que, quizá,
nuestro estatus de no católicos podía servir para vincularnos por lo menos a
algunos vecinos. Durante la Guerra Civil, el pueblo de Becedas pertenecía
al bando nacional. El anticlericalismo era entonces, y seguía siendo, míni-
mo. Sin embargo, como americanos no católicos, nuestra presencia levantó
156 STANLEY BRANDES

alguna curiosidad entre todos. Al final, este aspecto de nuestra fama sirvió
para integrarnos rápidamente dentro de la comunidad.
A la vez, y a pesar de mis declaraciones francas, mi estatus religioso que-
daba ambiguo. Para empezar, yo asistía a misa todos los domingos, igual que
cualquier creyente. A través de la misa, aprendí mucho sobre la religión po-
pular, ideología y comportamiento ritual. Todo esto era importante, dado que
nos encontrábamos en una época —los años de pleno Segundo Concilio Va-
ticano— de cambio notable en el campo de la religión. Mi asistencia a misa
sirvió también para ganar la confianza de los pocos vecinos que se oponían
a la presencia de los no católicos dentro de su pueblo tan pequeño y homo-
géneo. Pasado un tiempo, parecía imposible convencer a la gente de que no
era católico, puesto que raras veces faltaba yo en misa. A la vez, casi todos
los vecinos de Becedas se preocupaban por el destino de nuestra hija. Que-
rían asegurarse de que había sido bautizada. Sobre este asunto, decidimos
actuar en contra de la franqueza: les aseguramos que sí lo estaba. En aque-
llos tiempos, dejar sin bautizar a cualquier bebé inocente era equivalente a
condenarlo a sufrir. Era considerado un acto casi sádico. Según nuestra ma-
nera de pensar, era preferible mentir a provocar un posible escándalo, sobre
todo si podría traer alguna consecuencia negativa en el comportamiento de
los vecinos para con la niña.
Declararme no católico era una cosa, manifestar ser judío, otra. Durante
los años que duró el trabajo de campo entre 1969 y 1975, nunca divulgué en-
tre los vecinos de Becedas mis raíces etno-religosas. Posteriormente, en Ca-
zorla, donde realicé investigaciones antropológicas entre 1975 y 1980, algu-
nas circunstancias me llegaron a convencer de que era prudente revelar mi
identidad como judío. Desgraciadamente, me equivoqué al tomar esta deci-
sión. En Cazorla, un pueblo de unos cinco mil habitantes y de enorme pro-
ducción aceitunera, yo había formado una amistad estrecha con un comer-
ciante. Llamémoslo Marcos. En un momento determinado, al final de una
estancia larga en Cazorla, mi mujer y yo habíamos pensado en llevar a los
Estados Unidos a una de las hijas de Marcos, para que ella pasara un año de
estudios en Berkeley. Interpretamos este gesto como una posible compensa-
ción por la ayuda abundante que Marcos y su familia nos habían brindado.
A la vez, llevar a la hija serviría para mantener y reforzar el vínculo entre las
dos familias. Sobre todo, las dos familias éramos conscientes de lo que nos
esperaba: una separación difícil y emocionante, algo que produciría sufri-
miento emocional, por lo menos por un tiempo. Llevar a la hija con nosotros
podría reducir las consecuencias negativas de la separación.
Antes de comprometernos, tuvimos que considerar la probabilidad de que
esta hija descubriera mi identidad como judío, una vez llegada a los Estados
Unidos. Sería mejor confesárselo antes. Esto se hizo en su presencia y en la
de sus padres. Todos recibieron esta noticia sin asomo de preocupación, lo
ACERCA DE ANFITRIONES Y DE HUÉSPEDES: LA ORACIÓN JUDÍA EN ESPAÑA 157

cual me llevó a pensar que, desde el principio, me había equivocado al fin-


gir. Sin embargo, por razones narradas a continuación, el destino mostró que
fingir era la decisión más adecuada en ese momento.
Antes de instalarnos en Cazorla, yo había comprado en Málaga un Seat
del tipo que llamaban un «seiscientos». A pesar de pagar en efectivo, los do-
cumentos de este vehículo no me llegaron nunca, de manera que, desde el
punto de vista legal, nunca fue mío. El coche me causó una infinidad de pro-
blemas. Funcionaba con tan poca frecuencia que estaba más tiempo en re-
paración que en uso. Cuando llegó el momento de la marcha a los Estados
Unidos, la idea era venderlo por un precio bajo pero adecuado. Esperaba re-
cuperar algo del dinero que había perdido en el trato. Mi amigo Marcos, ya
amo de una furgoneta vieja pero útil, insistía en que yo le vendiera el coche.
Puesto que él sabía perfectamente bien lo poco servible que era, yo sospe-
chaba que su motivo era otro que ampliar las opciones de transporte. Sobre
todo mantener un contacto afectivo y simbólico conmigo a través de este pe-
dazo de metal. El Seat le quedaría como recuerdo tangible de mi presencia,
después de marcharme del lugar. Hice todo lo posible por desanimar a Mar-
cos; luché ferozmente en contra de esta compra estúpida. Yo esperaba reci-
bir alguna ganancia de la venta, siempre que la víctima no fuera un amigo.
Procuraba disuadir a Marcos de su idée fixe. Para convencerle, citaba un
aforismo que él mismo me había enseñado: «En Andalucía no existen caba-
llos malos». ¿Y porqué? No existen caballos malos, explicaba, porque nin-
gún comerciante revela voluntariamente los defectos de su caballo, por el
miedo a no poder venderlo. El comerciante siempre oculta los defectos de su
animal para tratar de venderlo lo más rápido y caro posible. De igual mane-
ra, dije a Marcos que quería vender el Seat a un forastero, a uno de fuera de
Cazorla, a uno que no supiera de los problemas que el coche me había dado
durante más de un año. Lamentaba no poder decir que en Cazorla no exis-
ten coches malos. Era tarde para esto, dado que todo el pueblo se había en-
terado de lo mío. Esperaba convencer a Marcos, mediante esta estrategia re-
tórica, de que no tomara posesión del maldito seiscientos.
No tuve éxito. Como forma de proteger a Marcos de sí mismo, me ne-
gué a aceptar su oferta. De repente, Marcos se puso de mal humor. «Se en-
tiende», dijo. «Lo llevas en la sangre. Tú eres igual que toda tu gente. Sois
unos interesados y no lo podéis controlar. Es tu sangre que no me permite
comprar el coche. Prefieres venderlo caro a otra persona y no a un amigo
por un precio razonable». Es decir, Marcos me acusó de mantener una lí-
nea mercantilista debido a que era miembro de un determinado grupo ra-
cial. Citó el antiguo estereotipo del judío interesado. Dentro del contexto
de la venta del coche, me tomó como el mayor ejemplo del carácter nefas-
to de mi raza. Me era imposible responderle. El nivel de prejuicio repre-
sentado por su comentario era tan profundo, provenía de una historia tan
158 STANLEY BRANDES

larga y una base cultural tan arraigada, que no tuve más remedio que que-
darme en silencio.
En ese momento, sentí odio hacia Marcos. Me hizo acordarme del desti-
no de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Me sentí simbólica-
mente violado, vulnerable, enfadado. Me arrepentí de la decisión de hacer
trabajo de campo en Andalucía, de haber formado una amistad con Marcos,
de llevar a mis hijas a un lugar como éste en donde quizá aprenderían a pen-
sar de una manera semejante a la de los vecinos. Las había matriculado en
los colegios estatales y de monjas. Y en estos colegios aprendían a recitar el
catecismo, memorizaban el Ave María y el Padre Nuestro. Además, asistían
a misa en compañía de varias viudas, todas ellas animadas por la posibilidad
de convertirlas a su religión. Los sentimientos antisemitas de Marcos, ¿eran
un premio por la confianza que le había brindado a él y a los vecinos de Ca-
zorla en general? Para desmentirlo, tuve que seguir lo que me dictaba mi
sangre: le vendería el miserable Seat, y exactamente por el precio que él ha-
bía propuesto.
Este encuentro, igual que muchos otros que he experimentado en España,
me hizo recordar el hecho de que los estereotipos antisemitas a veces surgen
sin el más mínimo aviso. A pesar de escuchar con frecuencia la expresión pe-
rro judío, nunca me acostumbro a ella. La odio. Igual pasa con el término
despectivo una judiada, con su significado de acto de traición. Estos mo-
dismos que forman parte del habla popular en España me recuerdan las di-
ferencias profundas que existen entre los peninsulares y yo. En el momento
de escucharlos, pienso que el anfitrión hospitalario se convierte en anfitrión
hostil. Los términos despectivos sirven para pensar. Son una forma univer-
sal de control social. Hacen a la gente recordar los rasgos de carácter que se
deberían evitar. Pero cuando los escucha un extranjero judío como yo, el ex-
tranjero deja de ser huésped y se transforma simbólicamente en expulsado.
Al mismo tiempo y, paradójicamente, queda dentro del dominio de la re-
ligión que superó los sentimientos que me separan del pueblo español. Es
mediante la vida ritual que se borran las paredes entre los amigos/informan-
tes y yo. Es verdad que asistir a misa o ir en la procesión o asistir a un acto
sacramental me hace sentir un poco traidor a mi propio pueblo. Es durante
estos momentos que suelo pensar en el Kol Nidré. Sin embargo, lo que me
emociona de todos estos ritos es su dimensión estética. Es sobre todo la be-
lleza de la ceremonia católica popular lo que aprecio y lo que me permite su-
perar cualquier sentimiento negativo que podría invadir mis pensamientos.
En este sentido, mi aprecio desde la niñez por el Kol Nidré me ha servi-
do mucho. Al final de todo, cuando observo un rito católico, lo que experi-
mento, en forma transformada, es la belleza de todo rito religioso. Incons-
cientemente, asocio la misa, una procesión, o el acto que sea, con el canto
de los judíos ortodoxos del Bronx. La experiencia estética se ha repetido en
ACERCA DE ANFITRIONES Y DE HUÉSPEDES: LA ORACIÓN JUDÍA EN ESPAÑA 159

varios lugares: en España, por supuesto, pero también en México, Indonesia,


la India, Brasil, y otros países. Son los Kol Nidrés de la niñez los que me han
hecho sensible a la religión, a pesar de no ser creyente. Son los Kol Nidrés,
más que el miedo a ganar mala fama, lo que me ha permitido —hasta me han
animado a— participar en la vida religiosa de los pueblos españoles. Son
ellos los que me han hecho brincar, en varios momentos, del estatus de fo-
rastero al de huésped agradecido.

Bibliografía

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FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING
RITUALS OF CAPITAL PUNISHMENT IN PAST
AND PRESENT ITALY*

Maria Pia Di Bella


CNRS-CRAL/EHESS. Paris

There is an old church in the eastern part of Palermo (Sicily), originally


called Madonna del Fiume (Madonna of the River), that come to be
known in 1795 as the «Church of the Beheaded Bodies’ Souls» (La Chie-
sa delle anime dei corpi decollati). The reason for this change was due to
the fact that, from that date on, the corpses of executed criminals were
systematically buried in two collective graves of the nearby cemetery and
that the church became a popular pilgrimage destination where many Pa-
lermitans came to pray, ask for a grace or wait for the responses of the
executed souls. About twenty years ago, the church was restored and
named Madonna del Carmelo (Madonna of the Carmel). However, peo-
ple still call it only by its old name (La Chiesa delle anime dei corpi de-
collati) and this name still exists in the street direction signs, while the
name of the street in which the church is located is Via Decollati, —«the
street of the beheaded persons».

* Unfortunately, I did not have the chance to discuss with Julian Pitt-Rivers the research
results here presented. His imagination and his love of paradox would certainly have been of
great help. Though, to the best of my knowledge, he never worked in the archives, he has
shown the importance of written material (in his case, the Bible) for the understanding of
Modern European or Mediterranean societes (see Pitt-Rivers 1977: 126-171).
162 MARIA PIA DI BELLA

Inside the church, one of the left-hand altars is dedicated to the Madon-
na del Carmelo but the faithful still call it Madonna delle Grazie, as in the
old days, and ignore the change. Facing this altar, we find another one
adorned with a painting of Saint John the Baptist, with his head on a chop-
ping-block. Below it, we have a big, rectangular glass box; inside, huge
red flames made of papier-mâché, representing purgatory, with eleven
statuettes (six men, a couple, a woman, a mother with a child), among the
flames, looking up to a crucified Jesus, surrounded by two angels, one on
his right hand, one on his left, with a large silver ex-voto representing a heart
below his feet. About twenty-one other silver ex-votos hang in the box:
eight hearts, two legs, three arms, one foot, a pair of eyes, a profile of a
woman’s face, three profiles of men’s faces. With the help of a few coins,
the faithful can either light up the whole purgatory scene or the small elec-
trical candles on the altar. Twice we noticed a believer touch the glass with
the coins in his hand, kiss them, then put them in the box opening to turn
on the light. On the altar itself, above this purgatory scene, there is an in-
scription saying: Dono votivo alle anime dei decollati da Pisani Donato.
Anno 1993 (Gift following a vow to the beheaded bodies’ souls by Pisani
Donato. Year 1993).
The present, in the Madonna del Carmelo church, seems to point con-
stantly to the past, to the formely named «Church of the Beheaded Bodies’
Souls»; the bridge nearby, the Ponte delle teste (the of the Heads’ Bridge), the
street where it is located, via Decollati («the Street of the Beheaded Per-
sons»), are powerful reminders of the old function of the quarter, when the
dead bodies of the executed criminals were brought in for burial in one of
the two collective graves. But what is striking is that the present does not
seem to be able to erase the past. Although capital punishment was first abo-
lished in Italy in 1889 (see below for details on the contradictory history of
this abolition) and although the dead corpses of the executed criminals were
transferred to another cemetery since 1870, inmediately after the Italian reu-
nification, the dead souls of the executed criminals are still invoked when
the faithful make a vow or ask for grace (Di Bella 1993). Of course not all
citizens of the city of Palermo go to this church on Sunday to attend mass,
there are people who would bluntly refuse to go; already at the end of the
19th century this church was cataloged as «gloomy» by Sicilian Literati. But
the fact that the quarter and its church persist in keeping, to those who want
to see it, the factual evidence of this long-lived tradition, is meaningful. And
it is this meaningfulness, this present filled with the shadows of gone gene-
rations, and is this past already pregnant with our present, that we would like
to examine through the presentation of rituals performed for and during ca-
pital punishment.
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 163

The Salvation of the Criminals’ Souls

To glimpse of the historical frame in which these elements are integrated,


we have to go back to 1347, when a group of pious Florentine young people
(giovanetti), zealously concerned about the lack of interest on the part of
public officials in the spiritual needs of the prisoners condemned to death,
established the first lay confraternity responsible for comforting criminals
on the way to their execution (Uccelli 1861: 8-9). The foundation of such
confraternities formed «part of a powerful movement among lay persons
during the late Middle Ages who wanted to earn spiritual reward for perfor-
ming Christian “good works”» (Edgerton 1985: 178), known as «the seven
Acts of Mercy», which especially recommended the care of sick persons,
prisoners and the deads. This movement gave rise to subsequent comforting
confraternities in the major Italian cities, such as Bologna, Rome, Venice,
Milan, Naples, etc.
Thus, from the fourteenth to the early nineteenth century, Italians gave
religious meaning to capital punishment in a carefully elaborated ritual
which they staged in the streets of their towns and which they prepared in
the chapels of their prisons. This ritual focused on the bodies of the con-
demned and was meant to save their souls. All over Italy, lay confraterni-
ties specialized in the salvation of the souls before the execution of the
condemned bodies. Their aim was to help them to die well (ben morire)
so as to prevent their fall (perdizione). Their teaching was meant to bring
about the social and religious reintegration of the criminals into the com-
munity of Christians. Punishment was viewed as a condition for divine
forgiveness, on one hand, and reconciliation with the urban communities,
on the other.
In 1541, a lay confraternity was also founded in Palermo. Called the
«Company of the Holy Crucifix» (Santissimo Crocifisso), it was better
known as the Bianchi (the White Ones). This Company was composed of
fifty-six members, mainly aristocrats; some of them not only belonged to the
noblest Sicilian families but also held the highest offices of state. The task
the Bianchi had was to assist, morally and spiritually, all those condemned
to death in Palermo for criminal offences, three days and three nights before
their execution. Their main function, clearly, was to instruct them on
«how to die a good Christian death». In fact, those three liminal days in the
Chapel were spent in preparing the condemned people to fully accept their
fate, to convince them to die bravely, for the earthly sufferings that their bo-
dies would endure after confessing were the sine qua non condition for sal-
vation in an after-life that would otherwise escape them. The psychological
preparation of the condemned that the Bianchi accomplished, to induce them
to accept the «separation of his soul from his body», with a religious de-
164 MARIA PIA DI BELLA

tachment, seemed to work well: few were recalcitrants and these few per-
sons were usually quickly driven into a «state of virtue».
The choice of the Sicilian Bianchi company among the many comforting
companies mentioned was due to the fact that we wanted, on one hand, to
understand the way Sicilians viewed justice and the influence justice had on
their everyday lives and, on the other, because it is only in Sicily that this
type of comforting brotherhood had its major impact, not only on the per-
sons to be executed but also on the public. In fact, only the Sicilian Bianchi
took take care of the criminal for such a long period —three days and three
nights before his execution— instead of the usual one night, rehearsing with
him on the few words he had to utter during the procession that took him
from the prison to the gallows and also rehearsing with him all the Christic
or the martyr-like attitudes he had to assume to enhance the religiosity of the
public. Here, we cannot detail the whole reconciliation cycle that makes this
brotherhood so special and we will specifically only focus on the consola-
tion the Bianchi gave to the condemned persons during those famous three
days and three nights.

The Ritual of Conversion

When the date of execution for a capital sentence was settled, two of the
Brothers (a «chapel chief» and a «secular novice») in charge of the crimi-
nals’ religious instruction had to confess and to receive communion before
going to the public prosecutor of the Royal Court (procuratore fiscale della
Regia Gran Corte) in order to obtain an account of the crimes committed by
the person to be executed. Before going out, they had to put on their robes,
made of thin white cloth, bound at the waist by a white rope to which a wo-
oden rosary was attached for recitation. They wore white hoods capable of
covering their faces and, in winter, they added capes of white woollen cloth
to their costumes. An image of Christ in colour was painted on the left side
of their hoods.
Together with a priest (padre confessore) and a novice (novizio sacerdo-
te), also members of their Company, they went in procession to fetch the
keys of the Chapel and the crucifix to be handed to the condemned (afflitto).
When the latter was brought into the oratory of the Chapel, usually in the af-
ternoon, the four hooded Bianchi received him. One of them, the Chief
(Capo di cappella), informed him of the place, the day and the hour of his
execution. After a few words of consolation uttered by the priest, they de-
clared him member of the Company, while the priest covered his shoulders
with a hood. Then, the four Bianchi lifted their hoods and put them away to
signify his full integration into their community. They led him in front of the
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 165

Ecce Homo statue and the painting of «Our Lady of Sorrows» (Addolorata)
whose hands he had to kiss. There followed an inquiry into his person, the
circumstances of his imprisonment and his feelings about it follomed. If the
condemned person proved to be recalcitrant or, worse, impenitent, he was
exhorted to accept his fate and vigorously driven into a «state of virtue». Af-
ter escorting him to his cell (dammuso), at the moment of leaving him for
the night, the four fratelli confortanti embraced him and kissed his feet, in
sign of humility, after freeing them from the rope that was around his iron
chains. For any material or spiritual aid during the night, the prisoner could,
by pulling on a rope, call the Bianchi who were sleeping in a room near by.
During the next two days, the condemned was taken by the Brothers, first,
to the oratory of the Chapel to pray, with a lighted candle in his hands, in
front of the Ecce Homo, before and after the several Masses to which he had
to attend; next, to the priest for confessions and two communions and, fi-
nally, to the Chapel’s Chief, to rehearse with him l’esercizio della scala, that
is the gestures and the words to be performed during the procession that
would to take him from the prison to the scaffold. If he requested it, they also
took him to the confessor to dictate a «discharge of conscience» (discarico
di coscienza), which enabled him to die «without any sin of false accusation
on his conscience».
In fact, the Bianchi paid special attention to those forms of repentance
which opened the way for the reconciliation of the condemned with all
those persons whom he had accused wrongly during the trial or under torture.
During the night before the execution, they therefore allowed the repen-
tant to dictate a discharge of conscience in front of them which cleared him
of the lies he had uttered, and those wrongfully accused from all injust sus-
picions. This highly dramatic step was not requested by all the condemned.
Out of the 2,127 persons assisted by the Bianchi, approximately 405 asked
to dictate a discharge. To date, we have been able to find 76 discharges,
about 19% of the total. Since the crime for which they were condemned is
mentioned in their discharges, we know that 40 out of the 76 were condemn-
ed for homicide; 20 for theft; 8 for banditry; 2 for nefandum; 2 as counter-
feiters (falsari); one for lèse-majesty and one, the only woman present
among these 76 dischargers, for infanticide. If we look at the content of
these discharges, we notice that 40 related the judicial torture undergone and
33 admitted they had «named names» (chiamato) while tortured, which
means they had given the names of innocents or strangers as accomplices.
Six more admitted they had «named names» but did not mention torture.
Eight confessed a crime attributed by them, during trial, to others.
The last day, the day of the execution, the Chapel’s Chief rehearsed, one
last time, with the condemned person, l’esercizio della scala, before the arri-
val of the members of the Company, all wearing white capes and with lit
166 MARIA PIA DI BELLA

candles in their hands, to fetch the condemned person and to escort him to
his execution. The latter, before vacating the Chapel, had to take leave from
the two novices who assisted him during those three days, and to kiss the of
the hangman feet who had in the meantime arrived with the blacksmith to
remove his iron chains. In the late afternoon, he left the Chapel blindfolded,
to proceed to the Marina square, the traditional place of execution, attended
by the Chapel’s chief and the confessor, followed by the members of the
Bianchi Company, who recited litanies or chanted Miserere or De profundis.
When the procession arrived at the place of the execution, it halted. Only
the condemned, the hangman, his assistant and the Bianchi had the right to
enter the scaffold enclosure. Here, the condemned person knelt in front of
the Bianchi’s priest to receive absolution. To the question of whether he wish-
ed to die like a Christian, he answered affirmatively. The priest then began
to recite the Apostle’s Creed and at the words passus et sepultus est, the
hangman put the rope around the neck of the condemned. When the prayer
was over, the condemned kissed the hangman’s feet and also one of the steps
that he had to climb in order to reach the scaffold. To encourage him, a small
chain representing «Our Lady of the Dying» (Madonna degli Agonizzanti)
was handed to him. At the end of the ceremony, the hangman launched him
into the air.

The «Spectacle of Justice»

From 1541 to 1820, the Bianchi assisted 2,127 persons, of whom forty
were women (Cutrera 1917). The period from 1541 to 1646 was the most
cruel for the condemned, especially the commoners. Thieves, highwaymen,
bandits, killers were usually carried to the gallows on a tumbrel to allow an
executioner to either rack them with hot pincers, cut off their right hand or
burn their feet; they could also be tied to a horse tail in order to be pulled or
quartered either alive or semi-alive. After execution, their bodies were
usually separated from the heads and cut into four; each of these four parts
was sent for display where the persons concerned were known for their
deeds and the head was exposed at the Sperone, on the eastern side of Pa-
lermo, in order to alert voyagers at their arrival to the dangers that might
await them if they transgressed the law. The last amputation of the right hand
on a living human being was carried out in 1642. After that date, hands were
cut only from corpses and only corpses were quartered.
The condemned persons’ way to death was not only an individual ritual
of transition but also a political, religious, and social event of importance to
the whole urban community. It gave rise to its participation in what finally
became a «spectacle of justice». In the staging of this spectacle, everyone
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 167

played a role with impressive confidence in the rightness of the actions they
were performing. «Everyone» includes, first of all, the authorities who indi-
cated, in their «notes of justice», the streets through which the condemned
person had to be carried or led in procession, the type of torments they had
to endure, and the exact places in which they had to undergo them, the type
of execution that awaited them and the fate their corpses would meet. But
«everyone» also included the Bianchi, the condemned person, and, of course,
the spectators. Thus, a ritual of public consent was staged in the streets of
Palermo in which all the actors seemed to acquiesce, and the «health of the
souls» of those to be executed became a general concern to spectators of all
classes.
As we know, the epilogue to the condemned reintegration into the Chris-
tian community took place in the Church of the Beheaded Bodies’ Souls
where the two collective graves, as well as the church, became a popular pil-
grimage destination. The consensual, conciliatory ritual had all the social ac-
tors perform their roles by transcending the limits normally assigned to
them: in this last example, the faithful attached to the beheaded bodies’ souls
a status that was typical of canonized saints; Sicilian priests accepted that
parishioners addressed themselves to the beheaded bodies’ souls as if the lat-
ter were beatified or canonized. When, in 1820, a royal decree put an end to
the Bianchi’s institution, the popular religious cult went on. And, as we al-
ready pointed out, it goes on to this day.

Archives v/s Fieldwork

It is time to leave the topic in order to concentrate on the material support


on which we rely in order to bring about our interpretation of other times or
other cultures, that is the archival material. Unfortunately, the archives are
not always as rich as we imagine they should be. Often, they are destroyed
during wars, fires, floods, transportation, or by their bad state of preserva-
tion, or by humans themselves for political, religious, private or professio-
nal reasons. Apart from physical destruction, we can never be sure that ar-
chives provide us with a full account of the story we are interested in. We
know what is in it, but often totally ignore what has been lost or, what has
never been there. The Bianchi archives are no exception to the rule: in fact,
the different record books that the Bianchi kept in their Oratorio, that were
still there at the beginning of the 20th century, vanished. Recently (1994),
the archives of the Congregazione degli Agonizzanti have been found in Pa-
lermo and are now available to scholars; therefore, we should not, for the
Bianchi archives, give up hope completely. But until that day, if one wishes
to work on the Bianchi, one has to rely on Francesco Maria Emmanuele e
168 MARIA PIA DI BELLA

Gaetani, marchese di Villabianca, an aristocrat who hand-copied the years


1641-1798 from the Bianchi archives and also on Antonino Cutrera, a histo-
rian, who is the last person to have worked on the subject with the material
at hand, publishing parts of it in his book (1917).
The Bianchi Company established, after general discussions, their code of
regulations, which they wrote down for all to observe. This code was usually
published in a volume entitled Capitoli. Periodically, new chapters were add-
ed to these Capitoli and old ones deleted. For this reason, numerous Capi-
toli should be found in Sicilian libraries. To date, we have been able to find
six Capitoli (1542, 1572, 1579, 1598, 1620, 1766), while Antonino Cutrera
quotes seven of them (1542, 1572, 1574, 1601, 1618, 1652, 1766). The code
of regulations to be followed in the Chapel was also written down by the
Bianchi (though not systematically published), either in the shape of Capito-
li (ms 1652, ms 1766), or as a Direttorio (Parisi 1787), or as a Conforto. Two
other sources are important and deserve to form part of these archives: they
are the Antonino Mongitore’s Storia sacra delle Chiese di Palermo, a study
written in the 18th century on all churches built in Palermo and the cults that
arose in them, and the twenty-eight volumes published by Gioacchino Di
Marzo, from 1872 on wards, in which he integrated all the discovered Paler-
mitan diaries that had been written between the 16th to the 19th centuries.
To this material, we have to add our own transcription of a manuscript
found in a Palermitan library: a hand-written copy-book belonging origi-
nally to Antonino Cutrera, in which he wrote down seventy-six discharges
of conscience dictated by the condemned persons to the Bianchi from 1567
to 1805, that he copied from their archives. This transcription was published
in a book (Di Bella 1999a), with all the supplementary information that
could be found on those seventy-six persons that dictated the discharges:
How they behaved in the Chapel, during the procession, on the gallows, and
also what happened to their corpses. At the end of the book, we added some
of the general regulations and some of the chapel regulations published in
the different Capitoli already quoted, especially those concerning the parti-
cular occasion on which discharges were dictated.
Thus, when one works in the archives, one is confronted with a fascinat-
ing situation in which one feels, sometimes, closer to a detective than to a
historian, let alone an anthropologist. Or, if we may add, nearer to a gossip:
«So and so said to his or her relative something that was overheard by a
neighbour, who refered it to a third person», etc., etc. The main task is there-
fore to recompose a picture, with the bits and pieces at our disposal, thanks
to information that seems to be trickling instead of flowing. This is the un-
satisfactory situation that we, as readers, also know well when, halfway
through a text, we find ourselves with an unfinished story. In Giovanni Le-
vi’s Inheriting Power: the Story of an Exorcist (1988), the sources stop be-
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 169

fore we get to know how ends. But new archives may one day appear and
the research start again.
All this is not far from what ethnographers are confronted with while doing
fieldwork. They acquire only a partial view of the society they study because
their stay in the field is restricted to a specific period of time, a particular his-
torical moment. Had the ethnographer gone to the field ten years earlier or ten
years later, the situation would obviously have been different. Our discipline
once found an ingenious way of dealing with this problem —the historical
changes of societies— a problem which threatens to undermine the validity it
obtains through the efforts of fieldwork. It decided that the societies we study
are ahistorical, cold, traditional, therefore always identical (see Pitt-Rivers
1977: 134-135, for a subtle critique of anthropologists’ view of history). Many
more factors contribute to the partiality of a fieldwork study, such as nationa-
lity, gender, or the ethnographer’s ideology. All these factors bring about blind
spots in the ethnographer’s view of the society under study. These blind spots
render the results of the fieldwork research as problematic as the state of the
archives does. Thus, the study of archival material and fieldwork may yield
equally unsatisfactory results. The ethnographer has to come to terms with the
blind spots in his or her views of the society studied, as much as the missing
informations in the archives oblige the researcher to come to terms with this.
It is the archival material or the reality of fieldwork that dictates his or her re-
search to a scholar, not vice-versa.

Archival Fieldwork

But fieldwork has something that archival material does not and this is con-
sidered by all to be important: it is the plain fact that the ethnographer has a
first-hand experience of the group or the society he or she studies. This first-
hand experience focuses on observation, usually called «participant observa-
tion», which gave the ethnographic gaze an important role (see Pitt-Rivers’
preface to the second edition of his People of the Sierra, 1971, for an illumi-
nating discussion on the topic) that still persists, though other senses are now
highlighted as necessary to fieldwork research and to their written results.
So far as the archival material that one finds on a topic altogether pre-
cludes the possibility of a first-hand gaze on what is going on, could we say
that we cannot treat it as if it were a fieldwork? That we cannot write our re-
sults in what would be considered an ethnography? Maybe these kind of
questions are important only to the anthropologist who has momentarily left
the fieldwork for the archives, and who would like to link the best of both
worlds. Maybe historians would not bother with this type of question,
though we know that Emmanuel Le Roy Ladurie wrote a major book, Mon-
170 MARIA PIA DI BELLA

taillou (1975), in which he uses the terms «ethnographic history» or «histo-


rical ethnography», and builds his whole material as an ethnographical mo-
nography of a southern French village in the 14th century.
In fact, we would like to ask: is archival fieldwork possible? Can we rely
on the gaze of somebody else as if it were our own? Renato Rosaldo, in an
interesting article, compares Le Roy Ladurie’s Montaillou with Evans-Prit-
chard’s The Nuer, to criticize the endeavour of Le Roy Ladurie, by claiming
that the archival material on which he wrote his book was an Inquisition reg-
ister and that this very fact excludes all chances of objectivity (1986: 78-81).
But Rosaldo never says if there is a possibility of equating fieldwork to the
archives and if we can, when writing an ethnography, use sources as we use
our own fieldwork accounts.
We stress this point because we struggled with it: we prepared an account
of the three days and three nights that the condemned persons endured in the
prison’s chapel under the Bianchi’s supervision. We have, in the sources al-
ready quoted, many extremely detailed descriptions of how the Bianchi mem-
bers have to conduct each session of comfort. In fact, the Bianchi divided the
three days in which the criminal is in their hands into seven missions, and with
the data found, we can follow the whole process thoroughly. To make our way
in a more coherent manner, we subdivided the actions to be performed during
these missions, gesture by gesture, and wrote them down, so as to help us vi-
sualize what went on during this liminal ritual. Thanks to these data we can,
therefore, follow the normative aspect of the ritual. But in our material, we
also have detailed descriptions o what actually happened in the prison’s cha-
pel during those seven missions, that the Bianchi wrote down in their record
books. This material does not cover all the 2,127 persons the Bianchi briefed,
only part of them, for we have to remember that Villabianca started to hand-
copy the Bianchi’s record books only from the year 1641 on wards, while the
Bianchi founded their company in 1541. As for the actor’s point of view or, at
least, for a faint sound of his voice, we can rely on the seventy-six discharges
of conscience dictated by the criminals the night before their execution that we
published (Di Bella 1999a). All these different sources can help to avoid giv-
ing the readers the impression of a monophonic authority, by using, in our ac-
count, their polyvocality. But we cannot forget that all this polyvocal material
was always written down by a Bianchi member.

Methodological Suggestions

Now that what we are aiming for seems pretty clear, we will ask again: is
archival fieldwork possible? Is it possible in such a virtual encounter,
where one lacks face-to-face experience and, most of all, complicity? Is this
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 171

equation between fieldwork and archives ever possible? And, if the answer
happens to be positive, is fieldwork in the archives always possible? In our
view, this equation is possible if some methodological suggestions (see be-
low) are followed.
To any anthropologist who wishes to work in the archives, we would sug-
gest starling, first, with a face-to-face ethnography, in order to understand
what fieldwork is all about. After this experience, archival research will have
a different flavour and also give different results. It will be an archival re-
search with a «know-how» that can be grasped only through fieldwork, diff-
erent from the archival research done by historians. In fact, to go back to our
personal experience, our first fieldwork took place during the mid-seventies,
in the southern rural areas of Italy, mainly Apulia and Campania, where we
worked on conversions to Pentecostalism. And precisely, one of the things
we did during our stay, was to go, regularly, to the four services that the Pente-
costals organized each week. We followed numerous cults in the tiny temple
where they assembled, and we still have all the detailed descriptions of
these different cults in our fieldwork accounts. In our first article (Di Bella
1982), we described a particular ritual, which took place one evening in
a very visual way, as if we had a camera in our hands and as if we wanted
to reproduce exactly the way the service took place. To highlight the visual
effect, we did not add any interpretation to the description of the service. The
article starts with the opening of the temple’s door and ends when the door
of the temple closes, almost three hours later. And it has, in it, a description of
the people who were there that very day, and of course a description of what
happened. In a separate article, published later (Di Bella 1988), we discus-
sed glossolalia, the speaking in tongues, that some of the faithful happen to
utter during the service, considered by them as a gift given by the Holy Spirit.
Thus, we wish to put forward three methodological suggestions: first, that
fieldwork in the archives is possible if one has already gone through a field-
work experience, for it will allow him or her to read the sources differently
from the way historians do; second, if one’s archival material is near enough
to the experience encountered during fieldwork, it will be much easier to
describe it and to interpret it; third, and we would not like our forthcoming
suggestion to be dismissed as positivistic, it is important to separate the dif-
ferent layers, that is description from interpretation, or if one is dealing with
archival material, to separate one’s sources from one’s reading of them. The
narrative can be there, for anthropologists also love to write and some do
write well, but it is important to distinguish the two levels so that others
could eventually read the material we have gathered, with such great diffi-
culty, in a different light. We should remember that we are not just translat-
ing cultures but also interpreting them, and thus we should be more keen on
presenting the core descriptions of our fieldwork, or in separating the
172 MARIA PIA DI BELLA

sources from the interpretation we give of them. We think that only by se-
parating the two levels, description from interpretation, and sources from in-
terpretation, do we become free to write the way we wish, bringing in all our
hermeneutical capacities, but preserving, at the same time, the standards of
our profession or of any social science or cultural science discipline.

Italian v/s American Capital Punishment

Often, after going through archival fieldwork, one is tempted to come back
to contemporary problems and observe them with the knowledge acquired
from the reading of the sources. Images that fill our daily life seem to echo
those imagined while reading the archival sources. Thus we were puzzled ini-
tially to see that, as in Sicily, a death-row inmate in the United States also
goes through a ritual at the end of his life, three or four days before his exe-
cution, when he is transferred to the death house (Prejean 1994). He were
puzzled to see that, during this liminal phase, a series of legally ritualized ac-
tions are undertaken by his lawyers, family and friends to invoke the gover-
nor’s mercy. But we also noticed that, contrary to our Sicilian example, the
American ritual is focused on the salvation of the body. One of the central
symbols of this ritual —the three famous phones near the execution chamber
which may, in fact, ring until the last minute, to announce that the state go-
vernor has finally granted pardon— clearly represent this hope of physical
survival. But much as in the Sicilian ritual, the United States ritual of seeking
grace for the body does not normally prevent the prisoner’s execution. The
difference between the American and the Italian ritual resides in the fact that
the Early Modern Italian attitude was centered on the idea that the execution
of the criminal was a necessary condition for his spiritual salvation.
Therefore, we began to think that a comparison between the Italian atti-
tude towards capital punishment with that prevalent in the United States
would not only be interesting but also would allow us to better understand
both the past and the present. The long Italian tradition of giving religious
meaning to the execution of condemned people, by staging a highly theatri-
cal public ritual of reconciliation, left its traces on the particular stance to-
wards capital punishment which Italy took from the eighteenth century on-
wards. In fact, it is in 1764 that a young Milanese aristocrat, named Cesare
Beccaria, published a book entitled Of Crimes and Punishments in which he
calls for the abolition of capital punishment and its replacement with life im-
prisonment. In direct response to Beccaria’s challenge, the Hapsburg Grand
Duke of Tuscany, Pietro Leopoldo, in November 1786 abolished capital pu-
nishment in his region, and ordered all the torture instruments burned (Ed-
gerton 1985: 220). In 1889, following the unification of Italy, a new penal
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 173

code, the Codice penale Zanardelli, abolished capital punishment in Italy al-
together. With the advent of Fascism and its leader, Benito Mussolini, as
head of State, capital punishment was reintroduced in 1925 for crimes of
lèse-majesty, but was gradually expanded to other crimes, either against the
State (31 executions) or civil crimes (65 executions) (Neppi Modona and Pe-
lissero 1997: 830). It was once more abolished after the Second World War
(1948).
Nowadays, two opposed debates on penalties are taking place in the Unit-
ed States and in Italy. The United States is engaged in an on-going debate
for or against capital punishment in which large parts of the population and
many institutions are involved. The importance of the issue can also be
grasped by the fact that even Hollywood has recently produced numerous
movies and series on the topic, the majority against capital punishment. In
Italy, on the other hand, the public debate now focuses on the question of
abolishing life imprisonment altogether, to replace it with a certain fixed pe-
riod of imprisonment. It is with reference to this suggestion and to the num-
ber of years to be given to those who committed a major crime (from 30 to
35 years) that the different Italian propositions are made.
But, what is more interesting for our argument, is that for some years Ita-
lians started organizing themselves in associations, some stemmimg from a
Catholic background, others nearer to political parties, that all have in com-
mon the need to ask the United States of America (as well as the other coun-
tries concerned) to stop their executions. We all know that in 1972 the Su-
preme Court of the United States suspended capital punishment when it
found —in the Furman v. Georgia case— that capital punishment is «arbi-
trary and capricious» in its application, and hence unconstitutional, being in
violation of the Eighth and the Fourteenth Amendments, which forbid «cruel
and unusual punishments». After minor changes in the states’ laws, capital
punishment was reinstated, in 1976, for, in the meantime, the Supreme Court
had declared, following its interpretation of the Constitution, that capital pu-
nishment was not forbidden by the Eighth Amendment. Since 1976, 576 per-
sons have been executed and, today, 3,565 prisoners are on death row wait-
ing for execution. Among these prisoners, 50 are women and 74 were under
18 years of age when they committed their crimes.
When a U.S. execution is announced by the Italian media —days before
it actually takes place— the associations we are talking about, among which
we find the Catholic San Egidio and the Radical Party’s Hands off Cain
(Nessuno tocchi Caino), organize lage assemblies in Rome. When the exe-
cution hour approaches, they conduct a candlelight vigil, usually in or near
the Coliseum, imitating the American opponents of capital punishment who
remain outside the prison to protest; they stay up all night or part of the
night, waiting for the governor’s mercy to arrive, and, if it does not, they
174 MARIA PIA DI BELLA

pray for the salvation of the departed soul. These assemblies are so popular
that some of them are broadcasted by television, in the most important Ital-
ian channel, Rai uno. For Derek Rocco Barnabei, executed in September
1999, in the Greensville Correctional Center (Virginia), even Pope John Paul
II requested a reprieve, on three occasions, thus joining the campaign to save
his life. In 1997, the Palermitan mayor, Leoluca Orlando, decided to give
honoray citizenship to a death-row inmate, Joseph O’Dell, to underline his
belief in his innocence; when O’Del was executed, also in the Greensville
Correctional Center (Virginia), his dead body was sent to Sicily to be buried
in a local cemetery. Both cases have been in the front page news in Italy, and
for both of these inmates, Italians sent faxes, e-mails and letters to plea for
further DNA testing and/or to protest against the execution. For the O’Dell
case, Virginia officials received nearly 10,000 calls and faxes, about 90 per-
cent of which were from Italy (U.S. News, July 23, 1997); while for the Bar-
nabei’s case, the governor’s office received 13,271 letters and messages,
most of them from Italy (Timesdispatch.com, Sept. 15, 2000).
Many Americans take these manifestations as a sign of anti-Americanism;
they have the impression that «Italians hate them» (U.S. News, July 23, 1997).
Others understand that «Italy is against the death-penalty» (Timesdispatch.com,
Sept. 15, 2000). But we know, thanks to our fieldwork in the archives, how
deep-rooted is the attitude of Italians when confronted with death-penalty.
* * *
As a conclusion, we would like to ask: can the classical distinction be-
tween anthropology and history be upheld when one does anthropological re-
search on societies whose present concept of society and history is structur-
ed by the experience of their change in history? On societies that consider
the preservation of the material sources of the past, and the reflection upon
their meaning, a main feature of their present culture? Can we understand
the factors leading to the form of the Italian manifestations against capital
punishment without knowing the history of the drama in which the soul of
the condemned criminal could be saved only through his execution and his
acceptance of this punishment? A drama which focuses on the role of the cri-
minal as a victim, necessary for his and the community’s salvation? Do we
not have to know the long process in which the consciousness of the crim-
inal’s victimization is secularized, and turned into an effective tool of pro-
test against the death penalty, in order to understand how religious, cultural
and social elements interact, in this process of the associations’ protests?
If we accept that these are necessary conditions for our understanding of
these protests, then the suggestion that our fieldwork has to integrate archi-
val work, and fieldwork in the archives may not be such a paradox as it may
appear to be at present.
FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUAL OF CAPITAL... 175

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III
DE PASIONES Y PRÁCTICAS
LA POLITIQUE AU COEUR DE L’OEUVRE

Marc Abélès
LAIOS-CNRS

Julian Pitt-Rivers s’est fait connaître pour avoir effectué une mémorable
enquête de terrain à Alcala de la Sierra, un pueblo d’Andalousie à une épo-
que où les anthropologues s’intéressaient surtout à des civilisations éloigné-
es. Il est l’un des tout premiers à avoir montré la complexité culturelle d’un
univers «villageois» et à mettre en évidence, en-deçà de l’observation de la
vie quotidienne, les strates de significations que mettent en jeu les relations
de parenté, les rapports politiques, etc. Cette complexité culturelle est de-
meurée par la suite le fil conducteur de l’œuvre de Pitt-Rivers.
Je me souviens d’une conversation à propos de l’anarchisme en Espagne,
question en apparence plus proche des préoccupations des politistes, mais
dont il montrait à quel point elle nous obligeait à réfléchir dans la durée sur
les croyances et les conceptions du monde propres à la ruralité. Pour qui
s’intéresse, comme c’est mon cas, à l’anthropologie du politique, cette ma-
nière d’articuler le présent ou le passé immédiat sur la longue durée et de
mettre en perspective des éléments entre lesquels on n’aurait pas eu sponta-
nément l’idée de chercher une cohérence est extrêmement éclairante. Mais
au-delà, je découvrais à cette occasion le grand intérêt que Pitt-Rivers por-
tait au politique, entendu dans son acception la plus large.
On s’étonnera peut-être qu’en évoquant l’apport de l’anthropologue du
monde méditerranéen, je mette au premier plan cette dimension politique.
Au premier abord, on peut avoir le sentiment qu’il s’est surtout illustré dans
l’étude des représentations et des rituels. Qu’on se souvienne de ses contri-
butions remarquables sur la tauromachie et de son analyse, qui reste un
182 MARC ABÉLÈS

modèle du genre, d’un voyage aérien traité comme rituel de passage. Ici Pitt-
Rivers vise à montrer la pertinence du concept de rituel pour penser la mo-
dernité. Mais regardons de plus près son étude du voyage en avion. Compa-
rant le protocole qui entoure nos déplacements aériens avec un vol qu’il eut
l’occasion de faire à l’intérieur du Mexique et qui ne bénéficiait d’aucun
confort, mais surtout où les hôtesses de l’air brillaient par leur absence,
l’anthropologue se pose une question aussi simple que pertinente.
Pourquoi toute cette mise en scène ? Même si l’encadrement des voya-
geurs répond à une exigence pratique, en tout état de cause, on pourrait fort
bien se passer de ce qui apparaît comme du superflu. Après tout, un voyage
en car ou en train n’implique pas le même déploiement de personnel et tout
l’enchaînement d’actes qui finalement ne se traduit par rien d’autre qu’un
déplacement dans l’espace. C’est précisément dans ce rien que se loge le
symbolique. Pitt-Rivers montre avec brio comment se met en place un véri-
table rite de passage où les différentes étapes qui mènent de la séparation à
la liminalité, puis au retour dans la société sont soigneusement aménagées.
Van Gennep aurait été tout étonné de la manière dont sa conceptualité est ap-
pliquée à un terrain plutôt inattendu.
Au-delà de l’étonnement qui peut naître («tiens, mais ce qu’on prenait
pour un simple voyage en avion, c’est vraiment un rituel!»), le plus intéres-
sant dans la démonstration de Pitt-Rivers est de montrer que le rite de pas-
sage s’inscrit dans une cohérence politique. Car, comme il l’indique, ce qui
est réellement en jeu, c’est le marquage, la délimitation d’un espace reven-
diqué comme national. Le rituel, l’aéroport et ses drapeaux sont porteurs
d’une affirmation forte, celle de la souveraineté de l’Etat-nation. L’intérêt de
l’approche anthropologique est de mettre en évidence les implications, en
termes d’espace et d’identité politiques, de ces déplacements aériens qui
font partie de notre ordinaire.
Que Pitt-Rivers mette la question politique au coeur de sa réflexion, cela
apparaîtra avec plus de relief encore à la lecture de cet autre texte qui est
sans doute son ouvrage majeur et qui a été traduit en français sous le titre
«Anthropologie de l’honneur».
On remarquera avant toute chose que l’intitulé original «The Fate of
Schechem or the Politics of Sex» comprend une référence explicite à la po-
litique. Car ce dont il est question dans ce livre, au travers d’une enquête sur
la notion d’honneur si présente dans les sociétés méditerranéennes, c’est au-
tant du rapport entre les sexes, que de l’articulation du public et du privé.
L’énoncé même de ces thèmes montre à quel point Pitt-Rivers attachait de
l’importance à la manière dont les conceptions de la famille et du mariage,
qui mettent en œuvre la notion d’honneur, ressortissent elles-mêmes d’une
politique plus générale déterminant tout à la fois la forme et le contenu des
rapports entre les hommes et les femmes.
LA POLITIQUE AU COEUR DE L’OEUVRE 183

Pitt-Rivers emploie d’ailleurs l’expression «complex of honour»: elle dé-


signe la codification symbolique de cette politique du sexe. Il s’agit d’une
notion pivot, d’un opérateur qui articule le plus intime – le sexe, et le socio-
politique. Elle désigne aussi la manière dont les sociétés méditerranéennes
pensent la séparation entre le dedans et le dehors, le féminin et le masculin,
le domestique et le social. En fait, c’est la labilité de la notion d’honneur qui
est particulièrement intéressante ici. Selon les contextes sociaux, elle réfère
à la sexualité, ou s’attache avant tout à marquer un statut.
Avec un certain humour, Pitt-Rivers écrivait qu’il fallait être un «brave
man» pour entreprendre une «structural study of love». L’un des enseigne-
ments de son œuvre, c’est que la sexualité est toujours déjà matière à politi-
que, non simplement parce qu’elle est le champ clos de rapports de force et
d’affrontement entre les «genders», mais aussi parce qu’elle suscite la mise
en place d’un cadrage normatif qui assigne une véritable topologie. Il y a
bien un «lieu du politique», un espace public (dont les femmes sont tenues
à l’écart). Mais on aurait tort de penser que l’anthropologie du politique se
réduit à la description de ce lieu, des représentations qu’il suscite et des ac-
tions qui s’y déroulent.
En amont, il s’agit de réfléchir sur la production de ce lieu. On ne saurait
mieux s’y employer qu’en prenant au sérieux l’idée de «politics of sex»
comme condition de production de lieux et d’enjeux politiques. La démar-
che de Pitt-Rivers trouve un écho particulièrement bienvenu alors que se
pose aujourd’hui une question qui convoque tout à la fois la relation du pu-
blic et du privé, les rapports entre les genres, et l’articulation du politique et
du religieux: le port du voile dans un Etat laïc. La controverse sur le voile
est remarquable par l’acharnement qu’elle provoque.
Dans un débat télévisé récent (Mots à mots, France 2, 27/04/03), on a vu
s’affronter la philosophe Elizabeth Badinter et une étudiante en sociologie
qui défendait le port du voile. Le plus frappant dans cette discussion, c’était
la pluralité des registres d’argumentation mis en œuvre. Simultanément se
trouvaient abordées la question du statut de la femme, celle du rapport entre
tradition et modernité, ou bien encore celle de la religion dans le monde
d’aujourd’hui. Du point de vue de l’anthropologue politique, on mesure une
extraordinaire évolution depuis l’époque encore récente où les affrontements
mettaient en cause des discours renvoyant à un référentiel commun.
Les oppositions entre gauche et droite, progressisme et conservatisme,
socialisme et libéralisme avaient pour toile de fond une vision du monde
globalement partagée, où l’économie et le social constituaient des blocs so-
lides sur lesquels on pouvait peser dans un sens ou dans l’autre. Aujourd’hui
ce qui polarise le débat, c’est l’affrontement entre des conceptions résolu-
ment étrangères les unes aux autres. Si le thème de la modernisation a long-
temps occupé le devant de la scène, c’est que les antagonistes parvenaient à
184 MARC ABÉLÈS

s’entendre sur un point: la nécessaire transformation de la société. Alors


commençaient les divergences sur la meilleure manière d’y parvenir, et les
sacrifices que cette démarche était susceptible d’impliquer. Mais une chose
était claire: les antagonistes acceptaient implicitement de se mouvoir dans
un certain cadre, désigné comme étant le domaine de l’intérêt collectif, de la
chose publique. Depuis lors, quelque chose a bougé. La politique a débordé
les lieux (institutionnels, discursifs) où elle avait coutume de s’inscrire. Le
fait qu’un objet, connoté comme domestique, le voile, devienne l’un des
centres du débat politique en France me semble significatif de ce que je qua-
lifierai de «déplacement du politique». Ce déplacement se caractérise no-
tamment par un brouillage des frontières jusqu’alors reconnues entre la cho-
se publique et ce qui était censé ressortir du privé. On ne s’étonnera donc pas
que le débat se polarise alors sur ce que Pitt-Rivers a justement dénommé
«politics of sex», dans la mesure où se trouvent interrogés les fondements
culturels de l’action politique et la détermination même de la «chose publi-
que». Dans cette conjoncture nouvelle où l’anthropologie est plus que ja-
mais requise, dans la mesure où elle est capable de permettre de penser le
déplacement hors des cadres routiniers de la politologie, on comprend à quel
point la démarche de Pitt-Rivers n’offre pas seulement un modèle, mais aus-
si de précieuses pistes de recherche.

Bibliographie

Pitt-Rivers, J. 1954. The People of the Sierra. London: Weidenfeld and Nicolson.
Pitt-Rivers, J. 1983. Le sacrifice du taureau. Le Temps de la Réflexion, IV.
Pitt-Rivers, J. 1987. La revanche du rituel dans l’Europe contemporaine. Les Temps
Modernes, 88.
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY

Jack Goody

I met Julian at Oxford when we both returned from the


war. He went to Spain, I went to Africa. We met again at his
château in the Lot where I camped in his plum orchard with a
clutch of children. He was very understanding and when I
later wanted to rent a place to stay in the Lot to get away from
the tourists on the coast in August, he arranged for me to rent
part of a farmhouse. I have visited that area ever since and one
of the pleasures was to see him again every summer. What I
remember is that every year he had a new project on the farm.
He was endlessly inventive and so integrated in the local
community that he could almost never write about it.

I think that he would have appreciated this essay. He


maintained a delicate balance between hierarchy and egalita-
rianism which was very appealing, and he taught me much
about both.

Looking back at earlier photographs of the inhabitants of Europe one of


the most striking features is the universality of head covering both for men
and for women. This is not a matter of class. While upper groups wear
headgear outside the house (and some in bed, as in the nineteenth century
bedcap described by Flaubert in Madame Bovary), so too did the labouring
186 JACK GOODY

classes. Photographs of the dolte queues in Cambridge during the 1930s


show everybody wearing a cloth cap. That was true in the north as well as
in the south. The Wilson collection of photographs in the University of Aber-
deen shows a group of line fishermen in the 1880s at Elie, Fyfe, preparing
the lines for fishing haddock and cod, each with some form of hat or cap. To-
day, people wear hats only for special occasions. What does this change re-
present in terms of social relationships?
Let me first try to put hats in the context of other forms of headcovering.
Alongside hats we find caps, skullcaps, bonnets, berets and headscarves. In
a different genre we find crowns of flowers, of foliage, of metal, including
precious metals for royalty and the nobility. Then there are feathers, often
worn with head bands, as in aboriginal North American and with other forms
of headgear as in Europe. More basically, nature has provided us with its
own head covering in the form of hair which, like hats, may be removed or
added to in the forms of wigs or pigtails. All these constitute forms of cloth-
ing and are opposed to nudity (la tête nue).
While hats are of course closely linked to other forms of headgear, such
as ‘crowns’ or chaplets, there is also an opposition. It is obvious that you do
not wear a hat if you wear a crown (or a wig); the two are incompatible. That
is true whether the crown is made of permanent or of temporary materials,
of metal or of flowers, leaves or feathers. Indeed, in France in the thirteenth
century the royal charters that marked the development of market activity
and of professional gardeners saw the incorporation into the guild hierarchy
of those who were involved in the provision of chaplets. There were four
guilds of chapeliers, that is, of hatters, ‘for while the clothes people wore
may have been very similar, they often showed their individual preferences
in their headgear. This was made by guilds of chapeliers de feutre (felt), de
coton and de paon (peacock’s feathers), whose produce was sold in the
shops of the mercers of rue Saint-Martin as well as in the vicinity of the
court. At this period men wore bonnets underneath their helmets, and these
were made by the chapeliers of cotton; this rare commodity was mixed with
wool for bonnets, gloves and mittens. When these rules were laid down, the
chapeliers of peacocks no longer used feathers but only headpieces made of
gold and stones. Finally, there were the chaplets of fresh flowers, especially
roses, made by the corporation of herbiers or chapeliers de fleurs. Like
many of the occupations organised by the guilds, that of florist was part of
the luxury trade. Indeed, such headgear as they provided may have been re-
served for ‘les gentils hommes’, for nobility and not the bourgeois.
The corporation of chapeliers de fleurs did not last beyond the fourteenth
century, although that of florist-gardener did, and its members presumably
continued to make some chaplets. For while people still wore ‘crowns’, they
were no longer made of fresh flowers but of ribands and bands of gold or sil-
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 187

ver cloth. ‘The luxury of nature’, writes Depping, ‘was set aside in favour of
the luxury of art’1.
With this great demand for roses, it is clear that the seasonality of the
flower posed a problem. The religious ceremonies in which they played a
part were those of summer. But all weddings could not be confined to June,
let alone countless other occasions for their use. Efforts were made to pre-
serve buds. But resort had to be made to dried, artificial and metal flowers
well as of course, to foliage, le chapelet vert. And of course to other forms
of headgear, hats. But hats, crowns (of metal or flowers), and feathers are
closely inter-related, linking not only with American Indian headdresses but
with Roman crowns (revived at the Renaissance), with the floral decorations
of the first of May, not to speak of the link with clothing and costume as a
whole, with dressing up rather than stripping down.

Functions

Let me turn to the functions of hats. Most obviously hats are protective
against the elements. They are worn in the north to retain bodily heat (as
with the Russian fur cap or the Eskimo hood) and in the south to keep the
heat of the sun (as women on European beaches, or Hakka women working
in the fields of South China, or older men in Africa who wear similar trian-
gular ^, cone-like, hats of plaited straw or reed).
More importantly, hats are worn to indicate rank and also taken off and
put on to give respect, in Europe to those of superior position, to women and
the deity, though here it differed for men and women, the former (except for
priests) took them off, the latter covered their head, perhaps the most signi-
ficant and sensitive part of the body, also the top; the hat protects and makes
men taller.
Finally, they are used not only for rank, as in the first usage, but to dis-
tinguish social or religious groups, status in the wider sense, as with the
Jewish skull-cap, the Muslim hat in West Africa, even ethnicity with the Tyro-
lean or Australian felt hat, or the myriad of differentiating hats worn by the
military to distinguish not only rank but regiment.
One aspect of such differentiation lay in the confessional differences in
nineteenth century Tunis between Muslims, who wore a red fez and Jews
who wore a black one. When a group of Jewish émigrés arrived from Li-
vorno (Leghorn), they continued to wear the hats they had used in Europe.

1
Depping 1837: LXXV. There were also guilds of fourreurs de chapeaux (makers of lin-
ings) and of feserresses de hapiaux d’orfois (the women makers of trimmings), see also Les-
pinasse and Bonnardot 1896: LXXVI.
188 JACK GOODY

The Sultan was offended and forbade them to do so, leading the émigrés to
appeal to their British protectors. As a compromise, the Sultan decreed they
should wear a white fez to distinguish the group from local Jews. On other
occasions such diacritical distinctions are adopted rather than imposed, in
order to differentiate communities. Thus early Christians adopted black as
their colour of mourning dress because Jews wore white. It may be that be-
cause Jews covered their heads before God, Christians deliberately did not.
The covering of the head above all by women is sometimes a matter of
display. But another function of hat and scarves, namely to hide what is seen
as a shameful area of the body, the hair (and in some cases the face, as with
the veil of Islam, in Judaism and in the west where ladies of a certain age
used a form of veil until the 1950s). The hair is often considered to have se-
xual implications, sometimes of virility in the case of man, as with the
Biblical Samson, and of potency in the case of women, especially in the
Near East, in Islam, where married women may even shave their heads (and
sometimes wear a wig), like (asexual) monks in Christendom. The hair of
the head is perhaps identified with pubic hair, bodily hair in general indicat-
ing sexual potency, the potency of the animal (Leach 1958). The removal of
hair may be a cleansing in some cases, a denial in others.

Distribution

Hats were to be found in hierarchical societies. In Europe the crown is the


very essence of royalty; possess the crown, as Prince Hal did when he took
it from the father he thought dead and you have acquired the monarchy.
Lesser nobles also wore distinctive headdresses. What about other cultures?
In centralised Turkey, one’s rank is known by one’s headgear and the appro-
priate hats even appear on funeral monuments to ensure that rank is percei-
ved even in death.
In India there seems to have been less emphasis on distinctive headwear
either for men or women, except in North India where Muslim influence
spread to the dress of both women and men. There is an interesting dif-
ference between South and North. In the South women do not wear hats nor
cover their heads but they are more likely to wear a spray of jasmine in their
hair. In the North they do and it seems certain that this usage has been af-
fected by the presence of Islam, with their practices of veiling and covering
the heads of women in town that are facets of the same need for protection.
Covering the head, veiling the face, these are aspects of seclusion, of pur-
dah. Hindu women do not cover the head all the time but they do so when
going to the temple ‘as mark of respect to the God’, as one friend remarked
to me. That is very similar to the Middle Eastern practice of covering one’s
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 189

head as mark of respect (as distinct from uncovering it). In Islam one is only
uncovered within the family- women are only seen in this way by near km
and close affines(?). One is veiled in from the father-in-law and other male
members of the husband’s family.
On the other hand hats are an obsession with Chinese males.2 Only monks
and the lower classes (and not all of these) went hatless. Hats took a great
variety of forms, usually indicating social status, official rank, sometimes
local variety, sometimes intellectual persuasion, sometimes one’s private
philosophical interests.The Chinese have written general histories of hats as
part of a ‘history of costume’. Once again the hat seems to offer more
scope for individuality than the rest of the costume.
The notion that wearing cloth indicates respect and is proper, that notion
is very widespread in societies that produce textiles. In Ghana it is the dif-
ference between the state societies, influenced by Islam, and the acephalous
ones. Not that in the latter people are ever totally nude; they had their penis
sheaths and perineal bands, but to the others they were known as ‘the naked
Lobi’. When Christianity came, it was concerned especially to get men to
wear shorts and women to cover their breasts, that is, especially their sexual
parts. It was a sign of civilisation in contrast to savagery.
In Africa, hats largely followed the pattern for other clothing. Non-cen-
tralised, acephalous, ‘democratic’ peoples paid little attention, except older
men wore conical hats to keep off the rays of the sun. Women wore nothing.
In states, those influenced by Islam had hats (caps) for men and headscarves
(sometime veils) for women. In pagan kingdoms like the Asante or the Yo-
ruba, men of rank often wore coloured cloth bonnets but women went bare-
headed. There was a distinct correlation with authoritarian regimes and with
gender.

Changes over Time

If hats are marks of status, like other clothing, it is clear they must
change with a changing politico-economic structure. Revolutions have tended
to invent their own clothing, and especially hats. In the French Revolution
earlier clothes were abandoned and for headwear the so-called Phrygian hat
was adopted. So too in India, it was seen as important by Gandhi, in order
to avoid not only the westernisation of dress, but also to adopt a neutral garb
in terms of caste. That was particularly important for hats since, as in Tur-
key, they indicated status. Sikhs wore a special type of turban, others had

2
I owe this information to Dr J. McDermott.
190 JACK GOODY

their specific hat bands or pugrees. So the Gandhian cottoncap became adop-
ted by many in different castes, for example, Pandit Nehru; that headgear be-
came the very mark of a revolutionary. It also led to the dismay of turban
makers and the decay of their craft.
But culture changes dramatically in this respect over time for other rea-
sons, for example, fashion (partly because hats are such an obvious marker).
In England, it was the Restoration of the monarchy in 1660 that seems to
have provided the notion of fashion and therefore the frequent changes of
headgear, dress etc (as well, of course, as influencing the theatre, food, etc).
As I have indicated, the notion of changing hair styles and the pattern of
cloth have certainly been present in other cultures, in dance in Gonja for
example. Sometimes changes of fashion have come in for mockery and cri-
ticism as with Sir Andrew Aguecheek in Twelfth Night where he is led into
wearing his hose in the latest Italian fashion in order to please a lady. Cer-
tainly the Puritans, and to some extent the Protestants as a whole, tried to
counter this tendency by sticking to a severe black and white costume; in-
cluding hats for men and bonnets for women, which at the Restoration were
temporarily displaced by wigs among the upper groups. But not for long.
After the mid-century we have women’s hairdressers (only recently have
they become ‘mixed’) from France and shopkeepers who were visiting
Paris to find out the latest fashion (mode) in hats, which are hardly compa-
tible with wigs. Mode in this sense has to have a leader and in England to
be á la mode in women’s dress you followed Paris — in men’s clothing it
was the other way around, especially after the Revolution when French men
copied the democratic tendencies across the channel. But women in En-
gland and in much of Europe continued to follow the French fashion in
anything to do with women’s dress and toiletries, fields in which the names
themselves are often French to this day. They remain the leaders in these as-
pects of the culture of women.
When the wearing of hats became part of the mode, it also became a way
of attracting attention. That was very much true of the eighteenth century as
distinct from the seventeenth century Puritans, where they were used to hide
rather than to reveal. Later on women of a sexually active age used them in
a sense to flirt with men by displaying themselves, clothed of course rather
than unclothed. Widows used them differently, as with clothing generally.
This display function is very evident on grand occasions such as Ascot to-
day, when women turn up in the most extraordinary hats —it is a kind of
game, a carnival, a show, and a public cat-walk. While hats in this context
do not have much sexual significance, they are part of a game of display, of
rivalry, of attracting attention, of a certain measure of provocation. This is
even clearer in some paintings like Donatello’s of David where a nude fi-
gure (of a male) wears a hat.
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 191

Fashion, then, exists even in simple cultures but it gets much developed
in urban ones, especially consumer ones, with the presence of street traders
and shops. In consumer cultures, by which I mean mass rather than luxury
cultures, there is a much more rapid turn-over in fashion, demanded by the
system of production as well as by individual taste.
Fashion affects not only the hat but also the head in various ways. It is the
focus for the use of cosmetics, for jewellery and for earrings and for addi-
tions of various kinds, the metal inserted through the nose or lips, and even
the distortions of various kinds, long earlobes, protruding lips (of the Lobi,
for example), which became signs of ‘beauty’. But the hair itself, which socie-
ties deliberately concealed by the hat, is often the main focus of elaboration.
Hair like hats can be taken on and off. In the west, the shaving of the head
may be undergone to give a macho image. On the other hand the balding
figure is often seen as a-sexual and hurries to cover up his deficiency with a
wig. More usually, it is a matter of humiliation, of abasement or of renun-
ciation, with sexuality often implied. That is the significance of the monk’s
tonsure in Christianity, probably of the removal of the hair of Jewish wom-
en, and after the Second World War of the shaving the heads of French girls
who had consorted with German soldiers.
Hair, of course, has often been a focus of attention. In China, the Manchu
pigtail was seen as a kind of ethnic joke in the west, as frequently with the
hats of others. But the West had even more peculiar practices, in particular,
among the upper classes after the Renaissance, the wearing of wigs by men
and women after the Restoration in England though they disappeared in the
mid-eighteenth century. France followed at the time of the Revolution
which, for a period, drastically simplified the dress of both sexes and demo-
cratic men gave up the wig. The development of hats in Europe followed
that period; hats and wigs (like crowns) were counterpoised since it is im-
possible to wear both. Wigs of course are still used by people who have lost
their hair or who want to improve upon their natural endowment, as often
West African women in Europe who want longer, straighter hair. The length
they can obtain by plaiting “artificial” hair which is part of the often very
elaborate treatment by women in that part of the world, especially in Senegal
where hair styles take on an aspect of fashion. West African men on the
other hand, do little to their hair, apart from having it tidied up from time to
time by a barber (a surgeon) wielding a razor.
In Africa too the head is often shaved when passing through rituals that
involve a change of status, especially death; it is an act that represents a
cleansing and renewal, perhaps a reversion to the hairless state of birth, a re-
birth, a farewell to an earlier state of affairs, an installation in a new one. In
India, where hair is more abundant, one may offer one’s hair as a gift to the
gods involving self-abasement and denial. That practice was particularly
192 JACK GOODY

common at the great temple of Tirrupati in Tamilnadu where the sacrifice


was gratefully accepted by the temple and then handed over to the company
of wig-makers that lived nearby. In this way, the removal of hair neatly fit-
ted with its replacement. Selling hair was a practice in Europe too, as we see
from a story by Guy de Maupassant. For, as we have seen, wigs were worn
in Europe by both ‘upper’men and women, and continued to be used for
medical and aesthetic purposes long after the general practice had been
abandoned by all except lawyers, whose status seems bound up with the re-
tention of eighteenth century practices. The size of the wig was an indicator
of status, hence the English expression ‘big wig’ to indicate an important,
possibly self-important, person in the community.

Recent Changes in Europe

I want to give this discussion a more contemporary note by referring to


the great change that has occurred in the culture of hats (la culture des cha-
peaux) in Europe since the Second World War, partly as a comment on
changing cultures and cultural change.
Looking at photographs in the inter-war period in Britain (and the same
is true of the rest of Europe), one is struck by the fact that everyone seems
to be wearing hats. That is the case regardless of sex, class and age. Men and
women both have their head covered when outside the house (or other build-
ing); in the queues of unemployed working class for the dole they are all
wearing flat caps; in the middle classes it is trilby-type hats (perhaps [felt]
ones on smart occasions and straw or panama hats on holiday in summer);
among the upper classes the hat varied with the occasion but it was usually
more formal except for some rural sports when a smart version of the flat
cap was sported; in other circumstances it was the bowler hat (chapeau de
melon) for work in the city of London (and perhaps in other offices), a top
hat for weddings and for some state occasions (with formal wear, with
morning coat). As for age, little children were given woollen hats, pink for girls,
blue for boys. And that practice continued with peaked caps for schoolboys
and cloche hats for girls. When I went to grammar school the wearing of
school caps was compulsory; not to wear one was a punishable offence,
meaning that one had to appear before the prefects and possibly undergo a
beating with a cane. So keeping track of one’s cap was an important part of
one’s life, as was snatching the cap of others whom one wanted to annoy or
to attack.
A similar history of hats affected adults. Freud wrote a paper on hats.
Taking off your hat was equivalent to castration, the non-castrated (but cir-
cumcised?) kept their hats on. He had a traumatic memory of his father en-
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 193

countering a gentile in the streets of Vienna who seized his hat because he
did not ‘doff’ it. The gentile threw the offending object into the gutter
where Freud’s father promptly went to pick it up, dust it down and replace
it. Freud felt this was unworthy and that he should have stood up to the man.
Was the ‘requirement’ here to doff one’s hat a matter of class or religion? In
either case it was the enforced recognition of superiority.
At University things were a little different. One abandoned the wearing of
caps (that had been a privilege of members of the sixth form even at
school). One still had to wear or at least carry a mortar board when wearing
a gown on official occasions, when eating in Hall, at examinations and when
walking into the town after dark —otherwise one might be caught by the
Proctor and their Bulldogs (the University police) and fined 6s and 8d, or al-
ternatively 13s, 4d, that is ‘one mare’. The wearing of gowns and hats in
Hall and for examination (like the wearing of surplices in Chapel) was to in-
dicate the formality of the occasion as well as to display status (under-
graduate gowns differed from graduate ones, the head gear for Ph.D.s was
different from that for M.A.s). But wearing of gowns in town after dark served
a more general purpose: like the wearing of school caps, it differentiated stu-
dents from the town population and made social control easier.
The wearing of hats continued in Europe after the war for both men and
women. When I was demobilised from the British Army in 1946, I was pro-
vided with a pinstriped suit and a black homburg hat. That was the dress I
was expected to wear when going to an interview for a job. At the time both
my mother and my father would have had a selection of hats in their
wardrobe, hats that they would wear when they went out to town.
The consequences for the domestic environment were considerable. Hat
stands were part of the usual equipment of a middle-class house; wardrobes
included shelves for hats; for travel, women had hatboxes in their luggage
(since hats were notoriously easy to damage).
It is easy to confuse the roles of hats and head covering. I was once asked
to give a talk on a Friday evening at the Orthodox Synagogue in Cambridge.
Before the joint meal and the talk there was a religious service where skull
caps were handed out. Thinking it was only Jews who should wear them, I
clasped mine in my hand (as I would have done with a hat in church). Then
one of the officials came up to me angrily and told me to wear my hat — as
a mark of respect to God.
Covering up can be respectful, as with women’s head covering in a
Catholic Church (no longer the norm although decreed by St Paul), or the
bishop’s mitre, or the military hat. But in other circumstances, the hat is
taken off to salute a superior (or a woman in Europe). Indeed it almost seems
as though you wore a hat in order to be able to take it off at such times, to
doff ones ‘hat’ as farm workers did to the farmer or anyone else in authority.
194 JACK GOODY

It was an act of rebellion or insubordination to keep one’s hat on, as with the
failure to kow-tow before the Chinese emperor. Yet the wearing of hats was
clearly not only an imposition of superiors on inferiors; the peasants them-
selves felt they had to wear hats.
It was not always that the subordinate needed to “doff his cap”, he could simply
touch it, or touch his hair — “touching the forelock” in a kind of salute. When
you come to think of it the military salute approximates to touching the hat. In
the British army, you never saluted unless you were wearing a hat, so the two
were always limited. And you saluted to a superior, or to the flag, the symbol of
the country. The superior took or received the salute of the subordinate.
In Holland, as in France and Spain, photographs from the 1950s and ear-
lier show everyone, men and women, wearing hats, except the waiters
standing outside the cafés, for these were really inside people. By and large
they do not wear hats, except cooks (tall white ones as signs of office) and
waitresses sometimes (but rarely nowadays) carried a form of headgear.
That was very widely done throughout European domain. A photograph
of the inhabitants of the distant Hebridean island of St Kilda, now uninhab-
ited, shows them resting from the dangerous pursuit of climbing up the cliff
face to collect the eggs of gulls (cormorants?). Every man has a cap (not
usually the Scottish tam-o-shanter); every woman has a bonnet. The same is
true of the early twentieth century painting by Chaim Hazam, much in-
fluenced by the French impressionist, of men and women in New England
gathering cranberries; all wore hats and bonnets in the fields, even in the
land of the free. A current poster for the oyster museum in Bouzigues (Hé-
rault) shows a fisherman with a broad brimmed hat and his wife with a bon-
net. The painting on the cover of a book on wines of Languedoc shows both
men and women covering their heads.3
Special hats were worn not only for Sundays (chapeau de dimanche) for
special occasions, like top hats for men at weddings along with morning
dress, or the Easter bonnet for women. In Languedoc it is said of someone
who wears a hat on a special occasion that is followed by a banquet:
Aves mettut lo capel manja car
(vous avez mis le citapeau mange-viande).
The phrase acquired the alimentary connotation of ‘mangeur de la viande’.
Such hats were often signs of wealth as well as of status. Of the town of
Gaillac it was said:

Las femmas de Gaillac


quand pleu

3
Marcillaud et Rivière, 1998.
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 195

se descaton lo triul
per s’acator lo cap.
The women of Gallac
when it rains
uncover their sex
to cover their heads.4

They use their long skirts to protect their valuable straw hats, with their
velvet bands. Incidentally the Occitan points to the close relationship bet-
ween chapeau (Fr. hat), capel (Oc. hat), capelli (It. hair) and cap (Oc. head).
The hat and the hair are obviously both coverings for the head.
That situation regarding hats was widely true in Europe at the time of
World War I. Between the two world wars, there was some relaxation, in
towns. But the wearing of hats remained widespread. In England my Scot-
tish mother rarely went out on to the street without one. My father wore one
to work but rarely for holidays or sports. In the 1950s things changed dra-
matically and the wearing of hats gradually disappeared, except at first for
women at weddings and formal occasions like Ascot or meeting royalty
(where morning dress may still be worn complete with top hat, usually hired
from a clothing firm). Among the rural gentry in England, older women still
wore hats at weddings; an old friend of mine attending a wedding in East
Anglia recently was the only one of her age not to wear one, whereas in Lon-
don recently a friend in the mid-fifties was the only to wear one. There is an
increasing gap between popular clothing and clothes worn on formal occa-
sions, which as with wigs or breeches are often highly conservative of ear-
lier modes. That is part of their attraction; one does something different (old)
for a different occasion. Not only are hats worn by wedding guests but also
the bride is often veiled in white, as if virginity were about to be unveiled in
marriage. Elaborate head-dresses involving the veil are found in Christian
(or indeed ‘modern’) marriages not only in Europe but in Africa and in the
East where the formal dress of European weddings has become a sign not of
conservatism but of modernisation.
Women’ s hats began to disappear during World War II, perhaps related to
clothing restrictions. A leading role was played by royalty when the Queen
(as princess) appeared with a headscarf such as had been hitherto worn by
northern mill-girls. The gesture was also taken as a way of identifying with
the masses, of crossing class barriers. In the military, however, hats are
regularly worn. The military use of hats (like the police and to a lesser ex-
tent firemen) continues and is interesting. In the regiment in which I served
the hats of officers differed from those of men; the former were flat (like sta-
4
I am debted to Dr Paul Bras of Bozigues for these references.
196 JACK GOODY

tion-masters), the latter were smaller ‘fore and oft’ caps, commonly referred
to as ‘cunt caps’. Whatever hat you were wearing, the hair should not appear.
In my first six weeks of officer training at the Royal Military College, Sand-
hurst, I kept on being told ‘to get my hair cut’. At the time it was curly
rather than long and in the end I had to have it in the form Americans call
‘the crew cut’ so that nothing showed. Indeed ‘short back and sides’ was the
name of the game; long hair was unruly.
Those who continue to wear hats in western society are precisely those
persons, those roles, to whom authority, formal authority, is crucial, namely,
the police, the armed forces, station masters, lawyers and judges. Of course
there are others to whom authority is owed, professors and managers but
those are roles where the authority is crucial but potentially fragile. Dress
somebody up in a uniform (‘the one dress’); crown him with a hat, and he
automatically fills an authoritative role.
Gradually in civilian life that ceased to matter. The disappearance of hats
coincided with the greater emphasis on hair, the dressing of hair, on hair
dressing. Instead of hiding hair, you displayed it. That shift had significant
economic consequences. The widespread use of hats created a whole in-
dustry, of bonnet and hat makers. As in France whole towns such as Luton
in Bedfordshire specialised in hat-making, in this case, straw hats which were
widely worn in summer (like Panama hats). Hat shops for men and women
abounded. Now they are few and far between. What has grown up instead is
the hairdresser, a more personalised profession. No village in France for
example is complete without its hairdressers, now catering both to males and
females, even when the grocers’ shop has disappeared in competition with
the supermarket. Previously the ‘modiste’ (hat shop) in the village had been
of central importance, especially, like the couturiére, in the education of
young girls. Now it is the coiffeur who is part of an enormous industry that
involves the marketing on TV and in magazines, of shampoo, lacquer, con-
ditioners, by names known around the world. We are told not simply which
hairdresser is associated with the commercialised shampoo (such as Vidal
Sassoon) but the name of the person cutting the hair of Bill and Hilary Clin-
ton.

The Democratisation of Society?

Was that change in headgear related to other changes in the authoritarian


or democratic structure of society? For example with the political system?
In England the war and the victory of the Labour Party in 1946 certainly
weakened (and represented a weakening of) existing patterns of authority. But
the same changes seem to have occurred in France where broadly right-wing
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 197

regimes were in power and in America where the Republicans boxed and
coxed with the Democratics. The changes were not limited to one particular
(western) country but they do seem to reflect a general weakening of notions
of hierarchy, associated more closely perhaps with the growth of education
and the development of a meritocracy rather than narrowly political changes.
Interestingly the part of Europe where the wearing of hats continued more
recently was in the Soviet Union and its associates. It was a common
observation that sartorial formalities were kept up in the USSR long after
they had disappeared elsewhere. Think of all the photographs of the behat-
ted political leaders on the rostrum reviewing troops long after people like
the Duke of Edinburgh or Prince Charles had abandoned the practice. Attlee
did, Wilson did not. When I visited Prague in 1979 after the Russians had in-
vaded it, I attended a concert in Prague; I was almost the only one present
without a suit and the ladies were festooned in furs. It was a very l920ish
scene.
In the west the disappearance of hats is certainly an aspect if not of the
disappearance of hierarchies, at least to the softening of relations within the
system. A parallel example of the softening of hierarchy occurs within the
family. Parents attempted not the impossible task of eliminating authority
but of modifying its impact by trying to get their children to abandon kin-
ship terms and to adopt first names (‘call me Fred’). The fact that authority
still exists is witnessed by the fact that such informality is often resisted by
the children (‘yes, dad’).
No longer are people, certainly not on holiday, distinguished by dress to
anything like the same degree. Fashion is not just for the rich, but for all
(with certain differences, especially in women’s clothes between that worn
on the catwalk and that appearing in the more popular magazines, but one
tends to follow the other within the possibilities of price). That is especially
true of men’s wear, and the products of Carnaby Street, which represents
both a dressing up and a dressing down. The latter is more frequent, espe-
cially in the shape of the ubiquitous blue-jeans. Or the baseball cap, which
is an exception to the disappearance of the hat (as in some cases in the wide
brimmed Texan hat, the hat of the cowboy and dude); here the upper has
adopted the dress of the lower and it becomes so much more difficult lo dis-
tinguish classes by their dress.
There is no doubt that Western societies, possibly the whole global vil-
lage, have become more ‘democratic’, in that hierarchy, certainly in its formal
aspects, is less readily accepted. Part of this comes from democratisation in
the political sense, one man, one vote; part comes from the institutionalisa-
tion of universal education and the creation of the ‘meritocracy’, a mobility
at least in certain spheres, but above all it is an aspect of the shift from
luxury to consumer cultures, related to the second and third Industrial Re-
198 JACK GOODY

volutions. That has meant the development of the mass media, with mostly
everyone in a society experiencing the same range of programmes on tele-
vision, the same range of music. And since this is a commercial develop-
ment, its range does not stop at frontiers; American television, films and mu-
sic have a worldwide audience, which is not the result of some mysterious
process of globalisation, but of the commercial success of media catering
for, or promoting, transversal tastes.
However here I am concerned not with so called globalisation but with
homogenisation on an intra-societal scale. In the west the levels of income
have become more comparable, consumer goods for the kitchen, cars,
food, have become increasingly comparable across the classes; personal
transport in the shape of cars (and even boats) is available to the majority
as are world-wide holiday destinations. Styles of life, in Weber’s phrase,
have become increasingly alike; every man is as good, or almost as good,
as the next. Under these conditions, especially in towns but also in the
countryside, one no longer doffs one’s cap, indeed one does not wear one
to doff. As at the time of the Revolution, the upper group attempt to copy
the clothing of the lower ones (jeans and bleu) partly in order to avoid so-
cial discord, partly to express solidarity, as Churchill did with his battle-
dress. What is clear is that hierarchies have not been abolished, in the way
that May 68 hoped. Schools still have headmasters, universities their pro-
fessors, factories their managers, cabinets their prime-ministers. Marriage
is still mainly isogamous, with males taken to be heads of household. Yet
the culture changed especially on the continent of Europe, as the result of
the devastation of war. In Germany there were no longer separate canteen
facilities for the managers; in Cambridge King’s College abolished the for-
mal distinction between high and low table, the first for teachers, the
second for students. Hierarchies continued but the formalities were softe-
ned and were no longer expressed to the same extent in different styles of
life. Social stratification became qualitatively different; in the Lot the cha-
teaux continued to exist as did chateaux society, but it now includes pop-
stars and businessmen, who had bought in, as well as royalty and the
gentry who had inherited their property.
While they have other roles, hats then are hierarchical, being found both
in stratified societies and among upper groups. However their virtual disap-
pearance in Europe over the last forty years represents not the elimination of
hierarchy, but a change in content of such relationships and a softening of
the boundaries between classes and statuses.
HATS, HIERARCHY AND DEMOCRACY 199

Bibliography

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ONORE E DISONORE IN SICILIA

Salvatore D’Onofrio
Laboratoire d’Anthropologie Sociale. Paris

Julian Pitt-Rivers ha dedicato al tema dell’onore un’attenzione costante.


In omaggio al grande studioso e amico scomparso propongo questa rifles-
sione sui simboli del tradimento in alcune società del Mediterraneo e in par-
ticolare in Sicilia. Ne avevo parlato con Julian durante un convegno a Pa-
lermo e in occasione di un mio seminariio al corso da lui tenuto all’École
Pratique des Hautes Études. Ci eravamo ritrovati d’accordo sull’interesse
ma anche sui non pochi problemi posti da un articolo di Anton Block su
quest’argomento. Mi sembra utile riprodurre in appendice a questo mio la-
voro un doppio commento di Pitt-Rivers all’articolo che Block gli aveva
mandato in lettura prima della pubblicazione. Dobbiamo queste due lettere,
che testimoniano della precisione e della passione che tutti conoscevamo in
Julian Pitt-Rivers, alla cortesia della moglie, signora Françoise.
La nozione di onore rischia di alimentare illusioni analoghe a quelle de-
nunciate da Lévi-Strauss nel suo celebre saggio sul totemismo. Così come
quest’ultimo è, innanzitutto, «la proiezione al di fuori del nostro universo e
come per esorcismo, di atteggiamenti mentali incompatibili con l’esigenza
di una discontinuità tra uomo e natura, che il pensiero cristiano considerava
fondamentale» (1964b: 8), l’antropologia dell’onore trasferisce in contesti
culturali tradizionali, atteggiamenti e modelli di comportamento ritenuti in-
compatibili con le moderne ideologie dello sviluppo. Utilizzando gli stessi
modi logici di classificazione che, nel caso del totemismo, finivano per «iso-
lare il selvaggio dall’uomo civile», non soltanto si vorrebbe che l’onore mar-
202 SALVATORE D’ONOFRIO

casse in maniera esclusiva determinati universi sociali —per esempio quelli


di area mediterranea— ma fosse sufficiente a spiegarne tutte le articolazio-
ni, al punto di proporre la categoria di «società dell’onore e della vergogna»
(Van Sommers 1993: 127 ss.) per unificare manifestazioni di «arretratezza»
quali il ricorso alla vendetta, la mafia o la custodia della verginità.
Dalla parte delle società sviluppate, Peter Berger (1970), nel suo articolo
On the obsolescence of the concept of honour, ha sostenuto che negli Stati
Uniti chi fa uso della nozione di onore è considerato inevitabilmente «hope-
lessly European». A questo proposito, Julian Pitt-Rivers (1974: 7) ricordan-
do molto opportunamente che la Dichiarazione di Indipendenza degli Stati
Uniti si chiude con le parole «and our sacred honour» e che il Presidente Ni-
xon pronunciò una dozzina di volte la parola honour nell’annuncio della
guerra contro il Vietnam, conclude che «it is the vocabulary rather than the
concept that is obsolete and obsolete only in the conversation, from which it
is excluded in order to be reserved for invoking the sacred values of the na-
tion on formal occasions».
In definitiva, la riflessione ha oscillato tra le preoccupazioni di ordine re-
lativistico di chi non riconosce all’onore alcuna possibilità di categorizza-
zione —attribuendo magari agli antropologi l’invenzione di questa nozio-
ne— e il comparativismo generico di chi —in ragione magari dell’idea di
progresso— considera i codici onorifici come l’espressione di resistenze lo-
cali alle tendenze universalistiche delle religioni e degli Stati. Di fatto, si è
rinunciato a ricercare gli elementi invarianti delle diversità culturali (ritenu-
te spesso più diverse di quanto effettivamente non fossero), preferendo cos-
truire con esse rappresentazioni gerarchizzate delle società umane.
Poiché nutriamo serie perplessità sull’esistenza di società senza onore,
ipotizziamo innanzitutto che esso sia indispensabile alla costituzione, al fun-
zionamento e alla conservazione di qualsivoglia raggruppamento umano,
solo che si proceda da una definizione «povera nei contenuti», come quella
proposta nell’Encyclopédie di Diderot-D’Alembert: «Il est l’estime de nous
mêmes, et le sentiment du droit que nous avons à l’estime des autres [...]. De
là deux sortes d’honneur; celui qui est en nous, fondé sur ce que nous som-
mes; celui qui est dans les autres, fondé sur ce qu’ils pensent de nous [...]. L’-
homme qui peut nous être utile est l’homme que nous honorons; et chez tous
les peuples l’homme sans honneur est censé ne pouvoir servir la société».
Riducendo l’onore alla stima che si ha di se stessi e a quella che ci
riconoscono gli altri, gli illuministi lo privano di gran parte della sua con-
sistenza materiale, perimetrando una forma della nozione quasi più vuota di
quella che gli etnologi hanno utilizzato per tradurre e comparare fenomeni
analoghi di società diverse. Si pensi al ruolo, messo in luce da Mauss nel suo
Saggio sul dono, che la nozione di onore aveva nelle transazioni degli In-
diani del Nord-ovest americano come in quelle dei popoli melanesiani o po-
ONORE E DISONORE IN SICILIA 203

linesiani: «Il potlàc tlingit, haida consiste nel considerare come onore i ser-
vizi reciproci. Anche presso le tribù realmente primitive, come le australia-
ne, il punto d’onore presenta la suscettibilità che si riscontra presso di noi, e
si riceve soddisfazione con prestazioni, offerte di cibo, precedenze e riti, non
meno che con regali» (1965: 215-216). Criticando gli studiosi che nell’ono-
re non riuscivano a vedere altro che un surrogato della nozione di efficacia
magica, Mauss riconosce ad esso autonomia e importanza tali da fargli rite-
nere che lo stesso mana polinesiano simbolizzasse «non solo la forza magi-
ca di ogni essere ma anche il su onore» (ibid.: 215).
Queste considerazioni aprono un varco alla possibilità di estendere all’o-
nore le conclusioni cui giunge Lévi-Strauss (1965a) affrontando le difficoltà
che presentava il mana: soprattutto i caratteri di forza misteriosa e segreta
che Durkheim e Mauss, ingannati dall’assunzione acritica della teoria indi-
gena, avevano attribuito alla nozione, ricercandone l’origine «in un ordine di
realtà diverso da quello delle relazioni che essa aiuta a costruire» «in un or-
dine di realtà diverso da quello delle relazioni che essa aiuta a costruire», or-
dine di sentimenti, fatalità e arbitrio che non fa compiere alcun passo avan-
ti alla conoscenza scientifica. Lévi-Strauss legittima l’operazione
consistente nell’accostare e nel costituire in categoria nozioni quali quelle di
mana, wakan, orenda. Esse rappresentano, a dispetto delle differenze locali,
spiegazioni del medesimo genere. Egli ritiene altresì che «le concezioni del
tipo mana sono così numerose e così diffuse che conviene chiedersi se, per
caso, non ci troviamo di fronte ad una forma di pensiero universale e per-
manente che, lungi dal caratterizzare certe civiltà, o pretesi «stadi» arcaici o
semiarcaici dell’evoluzione dello spirito umano, sarebbe funzione di una
certa situazione dello spirito di fronte alle cose, e apparirebbe, perciò, ne-
cessariamente, tutte le volte in cui questa situazione fosse data» (ibid.:
XLVI). Riflettendo su queste stesse pagine di Mauss, anche Julian Pitt-Ri-
vers 1974: 6) arriva alla conclusione che «mana is a concept of the same type
of honour», apparendogli chiara come linea di ricerca che «we should search
for its significance, not in attempting to find words in English equivalent to
it, but in the associations it makes between different realms of meaning».
Come il mana o altre nozioni dello stesso tipo, anche l’onore non ap-
partiene all’ordine del reale ma a quello del pensiero, lo si può apparenta-
re con quella classe di concetti la cui natura essenziale consiste nell’inde-
terminatezza e nell’assenza di referente simbolico, in un «valore simbolico
zero», suscettibile perciò di caricarsi di qualsivoglia contenuto simbolico1.
Di qui la grande varietà di fatti, situazioni, comportamenti che la nozione

1
Lévi-Strauss (1965a) mutua l’espressione, riferita al mana, dal concetto di «grado zero»
«grado zero» delle opposizioni privative, concetto sorto nell’ambito della fonologia. Barthes
(1968: 69) rileva opportunamente come il mana non sia, propriamente parlando, un nulla,
204 SALVATORE D’ONOFRIO

di onore è capace di esprimere, realizzandosi in sistemi di segni il cui va-


lore, in quanto si definisce sempre all’interno di precisi contesti, appare
spesso contraddittorio. Questa varietà e contraddittorietà dei segni dell’o-
nore è quindi da riferirsi sia alle caratteristiche della nozione, che di per sé
non ha una sua particolare significazione se non quella di opporsi all’as-
senza di significazione, sia al diverso atteggiarsi degli individui e delle
classi sociali rispetto ai fenomeni concernenti la persona nella sua relazio-
ne con l’altro.
Per studiare il dispositivo che connette un termine non marcato come l’o-
nore ai contenuti che possono manifestarlo, abbiamo analizzato gli esiti si-
ciliani del gesto delle corna, particolarmente noto come simbolo dell’in-
fedeltà coniugale. Il modello da noi costruito si articola in due momenti:
preliminarmente si è cercato di integrare allo studio sincronico di quest’ap-
parato simbolico i cambiamenti che esso ha fatto registrare lungo l’asse de-
lle successioni temporali, quindi si è cercato di coglierne la struttura pro-
fonda con riferimento a schemi universali di pensiero ancorati nel
funzionamento del corpo e nella circolazione dei fluidi.

Il marchio e lo sfregio

Cominciamo dal «modello fatto in casa». In linea generale, si ha o ci si fa


onore confermando con la propria condotta i valori cristallizzati nelle fun-
zioni in cui si articola la vita sociale. L’uomo dovrà farsi valere in quanto
tale e in rapporto alle donne, a queste si chiede di non compromettere la re-
putazione propria e dei maschi del proprio gruppo, da chi dà la propria pa-
rola d’onore ci si attendono azioni coerenti con i propositi dichiarati, l’uomo
d’onore deve dare prove continue di essere tale aderendo senza riserve al co-
dice comportamentale prescritto per tutti gli affiliati. L’onore si configura
come un capitale simbolico che l’intera società o parti di essa chiedono
all’individuo di non disperdere con atti ritenuti contrari al sistema di valori
dominante.
Relativamente al problema di cui qui ci occupiamo, una persona è onore-
vole in quanto è capace di difendere e incrementare, in uno spazio circos-
critto, l’integrità delle proprie sostanze; queste vengono concepite quasi
sempre come un prolungamento della dimensione corporea, nella quale non
a caso il linguaggio dell’onore spesso si inscrive. È sufficiente pensare al

bensì una «assenza che significa» «assenza che significa», come è anche nell’analisi di Lévi-
Strauss. Questa indeterminatezza e l’assenza di referente simbolico hanno consentito di ap-
parentare al mana altre nozioni quali il numen latino o il macingu siciliano, qualificate nell’a-
nalisi di Buttitta (1971) come potenze impersonali.
ONORE E DISONORE IN SICILIA 205

campo semantico delimitato dal termine siciliano sfreggiu, che indica ad un


tempo ogni azione di danneggiamento finalizzata a compromettere l’altrui
reputazione e un taglio deturpante sulla guancia. Se, per esempio, a un ani-
male vengono tagliati i garretti, il proprietario percepirà il fatto come una
minaccia diretta alla propria incolumità, perché questi atti costituiscono qua-
si sempre degli avvertimenti ai quali possono fare seguito degli assassinii.
Non è il danneggiamento in sé che conta, ma l’aver dimostrato di poter pe-
netrare impunemente nell’altrui territorio. Si comprende perché soltanto la
vendetta possa ricostituire l’integrità morale di un individuo offeso nell’o-
nore e, allo stesso tempo, perché denunciare colui che si sospetta di aver pro-
vocato il fatto costituisca un’attitudine più disonorevole che il non cercare di
vendicarsi personalmente.
Un altro esempio di corrispondenza tra le sostanze e il corpo è dato dal
mercu (marchio). Il termine designa l’impronta fatta sul corpo di un anima-
le col ferro incandescente o con particolari tagli alle orecchie per distin-
guerne la proprietà; u mercu è però anche l’insieme di certi attributi fisici di
un individuo, più particolarmente quelli che attengono alla sua fisionomia.
Alla questione rituale di sapere a chi somigli un neonato si risponde sempre
di guardarne il mercu (in alcuni luoghi la mpigna), una vera e propria mar-
ca d’identità che accompagnerà l’individuo lungo tutto l’arco della sua esis-
tenza.
L’integrità del marchio costituisce un supporto strutturale importante
dell’onore delle famiglie. Alcuni esempi. Allorché si vuole insinuare una pa-
ternità adulterina è sufficiente dire che non si riconosce in un bambino il
marchio del suo patrilignaggio. Ugualmente disonorevole è una modifica-
zione del marchio di proprietà non giustificata dalla creazione di un nuovo
nucleo familiare all’interno di un gruppo di germani. Ammettiamo che a tre
allevatori, fratelli non ancora sposati, sia appena morto il padre. Normal-
mente i loro animali continuano a «portare» il marchio di famiglia fino al
momento in cui ciascuno dei fratelli non prenda moglie. Qualora insorgano
litigi per questioni di interesse si finisce per modificarlo: se si tratta di mar-
chi in ferro facendo aggiungere o togliere qualche elemento dal fabbro, ope-
rando un taglio diverso se si tratta del marchio all’orecchia. Di queste per-
sone, come dei bambini di cui è dubbia la paternità, si dice che stramircaru,
letteralmente che sono usciti fuori dal loro marchio. Al contrario, viene con-
siderato onorevole per dei fratelli mantenere il marchio del padre anche
dopo sposati e in assenza di situazioni societarie.
In qualche paese abbiamo trovato traccia di questa concezione di integrità
legata al marchio, negli scambi ai quali dà luogo un’alleanza matrimoniale.
A Mistretta, fino al più recente passato, una parte della dote di una ragazza
poteva essere costituita da un certo numero di capi di bestiame; lo sposo av-
rebbe apposto il suo marchio soltanto dopo che il matrimonio fosse stato
206 SALVATORE D’ONOFRIO

consolidato dalla nascita di prole. Anche i vitelli che fossero nati prima di
questo evento sarebbero stati considerati come facenti parte delle mucche
del suocero (i vacchi ru sòggiru) e ne avrebbero portato il marchio.

Le corna del disonore

Abbiamo accennato allo sfregio e al marchio, per segnalare l’importanza


che ha la testa tra le parti del corpo valorizzate dal codice dell’onore. Ed è
sulla testa che, metaforicamente, spuntano o vengono messe le corna a que-
gli uomini che siano stati traditi dalle proprie donne. Si tratta generalmente
delle mogli, ma l’attributo di ‘cornuto’ può rinviare anche al disonore pro-
dotto dalla condotta delle sorelle, delle madri e, più raramente, delle figlie2.
Nel caso delle madri l’epiteto ingiurioso curnutu i tò patri ‘cornuto da par-
te di tuo padre’ fa rientrare in gioco il genitore maschio, incapace di difen-
dere l’onore della famiglia. Dell’onore di una ragazza non sposata è respon-
sabile invece il fratello. La donna alla quale il marito « fa le corna» ,
difficilmente viene considerata come individuo che ne è portatore, perché il
tradimento del marito non compromette allo stesso modo la sua onorabilità.
La struttura ideologica di questa apparente discrasia è spiegata dal fatto che
in Sicilia, come emerge dai testi dei cantastorie siciliani raccolti e analizza-
ti da Antonino Buttitta, «l’onore si identifica soprattutto con la purezza e la
fedeltà sessuale per le donne e per gli uomini con la purezza e la fedeltà ses-
suale delle proprie donne» (1979a: 135)3.
A scanso di equivoci va chiarita subito l’area di diffusione dei derivati di
‘corno’. I lessici e le espressioni ancora utilizzate dai parlanti dialettali, ri-
velano, come ha esaustivamente documentato Mario Alinei (1980), che il
termine ‘cornuto’ ha una diffusione paneuropea più che mediterranea, anche
se a questa regione del mondo riconduce la radice semitica qrn che trovia-
mo nelle lingue romanze. Fatta eccezione per la Francia del Nord-Est e per
l’Inghilterra, dove prevalgono rispettivamente cocu e cuckold, continuatori
entrambi in maniera diversa del latino cuculus4, abbiamo la lista seguente:

2
Alcuni modi di dire propongono addirittura una gerarchia scherzosa in ordine alle per-
sone coinvolte nel tradimento. Ad Alia, in provincia di Palermo, si dice: corna di mamma sù
ccorna di canna, corna di soru sù ccorna d’oru, corna i muggheri sù ccorna veri! ‘corna di
mamma sono corna di canna, corna di sorella sono corna d’oro, le corna fatte dalle mogli sono
vere corna!’.
3
Concezioni analoghe in Andalusia (Pitt-Rivers 1976), regione nella quale sono stati stu-
diati anche i rituali e le metafore della mascolinità (Brandes 1983, 1984; Driessen 1983).
4
Sul cuculo, simbolo del parassitismo sociale, per il fatto che la femmina depone le uova
da covare nei nidi di altre specie di uccelli, la letteratura ornitologica e folklorica è assai vas-
ta. Ci limitiamo a segnalare: per le fonti più antiche Pollard (1977) e De Gubernatis (1874);
ONORE E DISONORE IN SICILIA 207

Italiano: becco e cornuto


Spagnolo: cabrón e cornudo
Portoghese: cabrão e cornudo
Catalano: cornut e banyut (da banya ‘corno’)
Retoromanzo: cornü, cornieu, scornà, scornau, bech
cun cornas
Romeno: incornorat
Greco moderno: keratãs, da keras ‘corno’
Turco: boynuzlu, da boynuz ‘corno’, kerata
(prestito greco)
Ungherese: felszarvazott, da szarv ‘corno’
Serbo-croato: rogonja, da rog ‘corno’
Bulgaro: rogonosec, da rog ‘corno’
Ceco: rohonosec, rohonoš, da roh ‘corno’
Polacco: rogaty, rogacz, da rog ‘corno’
Russo: rogonosec, da rog ‘corno’
Olandese: hoorndrager, da hoorn ‘corno’ iemand
hoorens opzetten «mettere le corna a qualcuno»

Molte di queste lingue, come attestano ancora i lessici di cui ha fatto lo


spoglio Alinei, hanno anche espressioni che indicano il fatto di «mettere le
corna». In alcune regioni francesi si usano inoltre metaforicamente termini
come cornard, cornardise, cornichon, cornette, encorner, cornifier, s’en-
corner, s’encornailler, aller en Cornuaille, monsieur Cornelius; ugualmen-
te, in parecchi dialetti regionali troviamo tutta una serie di modi derivati da
un termine di origine celtica bana, che vuol dire corno: banard, banarù, ba-
net, banyet, banichon. Troviamo banyut anche in Catalogna. Per l’Inghilte-
rra, il rinvio ai numerosi esempi contenuti nelle opere letterarie dei secoli
passati è superfluo.
In definitiva, appare improprio parlare di codice mediterraneo dell’ono-
re. Siamo in presenza di un codice perlomeno europeo che, peraltro, non è
legato esclusivamente a un modo di vita pastorale, ma agropastorale, come
mostra il ricorso ad altre metafore improntate al mondo animale, quale, ol-
tre il già ricordato cocu, lo Hahnrei tedesco, cioè il gallo castrato. È inve-
ce significativo che il cappone e il cuculo vengano entrambi provvisti nel
linguaggio simbolico di corna, appendici che giustificano anche l’uso alle-

per il folklore europeo Sébillot (1968). Per i dizionari etimologici si rinvia alla bibliografia di
Alinei (1980). Una rassegna scherzosa delle spiegazioni (più o meno scientifiche) sul cocua-
ge e del suo uso letterario in Marchand (1896), che riferisce delle numerose confraternite,
corporazioni, feste e processioni dei cornards della Francia medievale; altrettanto scherzoso
un articolo di Segal (1976) sul cuculus nelle commedie plautine.
208 SALVATORE D’ONOFRIO

gorico di altri animali quali il cervo (da cui l’espressione: ihm mit Hirsch-
geweih) e la lumaca. Nel caso dei galletti castrati per farne dei capponi, ad-
dirittura era in uso tagliare loro gli speroni e trapiantarglieli nella pelle
fresca del capo, di modo ché, cicatrizzandosi, questa li trattenesse a mò di
corna. Qualora queste si perdevano, in Ungheria si usava provvedere il
cappone di corna di cera dorate ed è così che l’animale veniva servito a ta-
vola (Schrader 1912). In definitiva, ciò che è veramente importante nella
storia culturale di questa parte del mondo, è l’utilizzazione che si è fatta
degli attributi di certi animali, attribuendo loro un ruolo nel sistema di sig-
nificazione umana. È in relazione a questo registro che fonderemo la nos-
tra analisi.

Montoni e becchi

Anton Blok, in un articolo dal titolo emblematico ‘Montoni e becchi:


un’opposizione-chiave per il codice mediterraneo dell’onore’5, constata che
«alla domanda perché i mariti traditi in alcune società europee siano chia-
mati derisoriamente cornuti, uomini che ‘hanno le corna’, non è mai stato
risposto adeguatamente» (1980: 347). Secondo Blok, non sono i dati etno-
grafici che mancano. L’errore consisterebbe nel «separare un codice dal suo
contesto» «separare un codice dal suo contesto». Blok vede una sinonimia
assoluta tra il termine ‘cornuto’ e quello di ‘becco’, il maschio della capra,
che sarebbe per eccellenza portatore di corna. I mariti traditi accetterebbero,
come i becchi, che le loro donne giacciano con altri uomini. Inoltre, ed è l’i-
potesi centrale di Blok, il becco differirebbe radicalmente da un altro ani-
male cornuto tipico del Mediterraneo, il montone, che, a suo dire, non pati-
rebbe rivali6. Di qui l’idea che montone e becco formino una coppia la cui
opposizione rifletterebbe quella tra onore e vergogna, e in particolare tra ma-
riti gelosi e mariti cornuti. Utilizzando il materiale etnografico di un lavoro
di J. K. Campbell (1964, che riprende le ricerche di Hoëg 1925) sui Sara-
katsani del nord della Grecia, Blok (1980: 351-352) ne deduce tutta una se-

5
La versione originale inglese, Rams and Billy-goats: a Key to the Mediterranean Code
of Honnour, pubblicata nella rivista «Man N.S.» (16, 1981: 427-440) era stata commentata
da M. Alinei e P. Maher («Man N.S.», 17, 1981: 772-776). Recentemente l’ipotesi di Blok è
stata ripresa da Burke (1988: 120).
6
Blok si riferisce al numero maggiore di femmine che un montone è capace di coprire ris-
petto al becco. In Sicilia il rapporto è in media di 1/15-25 tra gli ovini, di 1/10-15 tra i capri-
ni. Questo dato è però relativo, se consideriamo che un toro è sufficiente anche per 60-80
mucche. Inoltre, tra gli ovini la proporzione può oscillare in relazione alla razza dei maschi
riproduttori, razza che influenza anche la qualità della progenie (a nurrimi). Quella dei mon-
toni senza corna (scruozzi) viene ritenuta migliore della progenie ottenuta dagli arieti.
ONORE E DISONORE IN SICILIA 209

rie di opposizioni complementari che, inquadrate in due diversi sistemi clas-


sificatori, dovrebbero darci le «strutture simboliche nel codice mediterraneo
dell’onore»:

montoni becchi
pecore capre
onore vergogna
uomini donne
uomo virile cornuto (becco, cabròn, cabrào)
virilità femminilità
forte debole
buono cattivo
silenzio rumore
puro impuro

Limiteremo l’analisi di questo sistema agli animali cornuti. I lessici re-


gionali e i lavori dei folkloristi siciliani informano sufficientemente sull’u-
tilizzazione metaforica dei termini beccu e crastu, quest’ultimo designan-
te ad un tempo il montone —raramente chiamato anche muntuni— e il
montone castrato7. Giuseppe Pitrè, nei capitoli dedicati ai gesti (II: 363) e
alla zoologia (III: 414) dei suoi Usi e costumi, credenze e pregiudizi del
popolo siciliano (1889), addirittura traduce crastu con becco, certamente
consapevole che questo animale e non il montone esprime nell’italiano
standard la condizione di marito tradito: «di grandi becchi si suole dire:
Chissu l’havi torti comu lu crastu (costui ha le corna torte come il becco)»,
oppure «Montone e pecora. Crastu […]. Nome e simbolo di colui a cui la
moglie abbia mancato di fede: becco, cornuto; e però: Fari crastu ad unu,
vale a fargli le corna»8. In breve, non si può parlare di opposizione, per il
semplice fatto che dire beccu o dire crastu è dire la stessa cosa: entrambi
i termini esprimono la condizione di marito tradito dalla propria donna. Se
le cose non fossero, come vedremo, più complicate, non ci sarebbe nean-
che bisogno di approfondire l’analisi, poiché persino i bambini sanno, in
ogni angolo dell’Isola, che beccu e crastu sono entrambi sinonimi di cur-
nutu. Inoltre, si ha l’abitudine di insultare il prossimo associando all’epi-

7
Che un unico termine indichi l’animale da monta e quello castrato appare perlomeno pa-
radossale. Raramente si ricorre ad un termine diverso (il becco castrato può chiamarsi am-
magghiatu) o si aggiungono qualificazioni che indicano l’avvenuta castrazione (per esempio
crastu turciutu). La spiegazione di ciò va ricercata, come si vedrà avanti, nell’ambivalenza
dei significati associati alle corna degli animali in questione e nella corrispondenza istituita
tra l’apparato genitale e la testa.
8
Meriterebbe un approfondimento l’equivoco (crastu = becco) che si rinnova nella tradi-
zione lessicografica fino all’ultimo dei dizionari dialettali (Vocabolario siciliano, I, s.v.).
210 SALVATORE D’ONOFRIO

teto ingiurioso l’una o l’altra qualificazione animale: curnutu e bbeccu op-


pure curnutu e ccrastu.
Ugualmente infondate appaiono le corrispondenze che Blok istituisce tra
parti del corpo umano ad alto valore simbolico e i montoni, nel tentativo di sup-
portare l’opposizione di questi ultimi con in becchi: «Nella lingua quotidiana, i
Siciliani si riferiscono di rado al montone come simbolo di forza, virilità e ono-
re. Solo una volta ho sentito dire a un pastore il vero maschio, mentre mi mos-
trava la testa di un montone dalle magnifiche corna ricurve. Un riferimento im-
plicito ai montoni sta nell’espressione standard un uomo coi coglioni grossi,
usata dai Siciliani per indicare un personaggio autorevole e potente. [Blok ag-
giunge in nota che ‘un uomo estremamente potente viene talvolta descritto
come un uomo con i coglioni fino a terra’. Nel villaggio dove io vivevo —con-
tinúa Blok—, una donna era stata costretta dalle circostanze a curarsi degli af-
fari che di solito incombono agli uomini, ed assolveva a questi compiti così
bene da ottenere la generale approvazione. Uno dei miei informatori maschili
la descriveva, favorevolmente, come una donna a cui mancano i coglioni, e
illustrava questa frase con un gesto caratteristico: portando ambedue i pugni
chiusi in giù, in una curva, e tenendoli dimostrativamente davanti alla parte bas-
sa del corpo —in un movimento ed atteggiamento che evocava l’immagine del
montone alla carica» (1980: 349-350).
In realtà, i Siciliani non si riferiscono mai al montone come simbolo di
forza, virilità e onore. Quest’insieme di attributi è riservato piuttosto al toro,
che una lunga tradizione mitologica, artistica e ludica ha sempre associato,
dall’isola di Creta alla Spagna, ai culti di potenza e di fertilità (Conrad 1959;
cfr. anche Seppilli 1990). Di questi attributi tuttavia altri animali cornuti non
sono totalmente sprovvisti, e forza e debolezza non denotano rispettivamen-
te montoni e becchi: in essi queste qualità si trovano mescolate. Peraltro non
c’è opposizione tra i due animali, neanche dove il montone assurge palese-
mente a simbolo di forza e di fecondità: si pensi all’Amon dell’antico Egit-
to (dove non mancano divinizzazioni del becco) oppure al «grande Nommo
del cielo», l’ariete sudanese di cui racconta a Griaule (1966: 116-121) il Do-
gon Ogotemmêli. Soltanto se non consideriamo ciascun termine separata-
mente o all’interno di opposizioni fittizie, sarà possibile coglierne, seguen-
do Lévi-Strauss (1964a), il «significato di posizione»; nel caso nostro,
ciascun animale cornuto può catalizzare qualità che sono comuni a tutti i ter-
mini della stessa serie.
È invece vero che i testicoli sono segno di potenza maschile, e ciò fino al
punto di qualificare positivamente la donna che si carichi di ruoli e compiti
dell’altro sesso. Ma niente, nel gesto o nella percezione che ne hanno i Sici-
liani, autorizza ad associare al montone «i coglioni che pendono fino al suo-
lo». Riferendo ad una donna molto abile l’espressione di «donna con i co-
glioni» o di «donna a cui mancano solo i coglioni», non si vuole valorizzare
ONORE E DISONORE IN SICILIA 211

null’altro che il luogo ove si elaborano i principi vitali dell’uomo. I testico-


li possono simbolizzare forza, virilità e potenza in riferimento non alle qua-
lità di un animale particolare, ma in riferimento al contesto di fruizione e al
messaggio nel quale essi figurano.

La caccia e la lotta

Per approfondire l’analisi considereremo alcuni aspetti del comportamen-


to riproduttivo di becchi, montoni e tori, proprio per non commettere l’erro-
re, avvertito da Blok, di «isolare un codice dal suo contesto». Abbiamo con-
dotto la ricerca prevalentemente tra i pastori degli altipiani dei monti
Nebrodi occidentali, nella Sicilia centro-settentrionale, preoccupandoci di
registrarne il «punto di vista» in ordine ai fatti osservati e al codice che ne
deriva.
Innanzitutto, il termine che indica l’accoppiamento. Che si tratti di capre,
di pecore o di mucche, viene denominata a caccia (la caccia) sia la presa de-
lle femmine da parte dei maschi, sia il relativo periodo (per le Madonie cfr.
Giacomarra 1983). Per le capre ci sono due cacce: la primmintìa ‘prematu-
ra’ nel mese di giugno e la caccia tardìa ‘tardiva’ nel mese di agosto per que-
lle non ingravidate la prima volta (ca nun s’avìanu cacciatu). Lo stesso av-
viene per le pecore nei mesi tra aprile-giugno e ottobre. Queste date si
accordano all’esigenza di avere agnelli e capretti giovani da macellare nelle
due scadenze principali del calendario cristiano: il Natale e la Pasqua9. Per
le mucche registriamo una sola caccia nel mese di aprile.
Il ricorso ad un termine che indica un’attività umana fortemente specia-
lizzata è già di per sé significativo. Si proietta sull’attività riproduttiva degli
animali allevati la relazione che, attraverso la caccia, congiunge l’uomo al
mondo non addomesticato. A caccia è inoltre l’insieme della selvaggina, ter-
mine che anche in lingua italiana è fortemente marcato, diversamente per es.
dal francese gibier.
Le attività preparatorie della caccia, il suo svolgimento e le qualifica-
zioni dei termini messi in relazione permettono di affermare che gli ani-
mali maschi procedono, attraverso la riproduzione, a una sorta di domes-
ticazione delle femmine «cacciate». Analogicamente, se ne potrebbero
inferire interessanti considerazioni sulla «domesticazione delle donne»,
che costituisce uno dei tratti culturali più rilevanti in tutte le società uma-

9
Una breve ricognizione sull’allevamento tradizionale in Tunisia ci ha consentito di co-
gliere differenze significative nell’organizzazione della produzione e nei codici che ne deri-
vano, in rapporto alla diversa articolazione del calendario festivo musulmano. Queste osser-
vazioni costituiranno l’oggetto di un prossimo lavoro.
212 SALVATORE D’ONOFRIO

ne. L’animale che in Sicilia interpreta meglio di ogni altro la natura sel-
vaggia delle femmine è la capra. Le capre non stanno mai ferme, anche
quando le si leghi alla corda fanno di tutto per sciogliersi. Sono capric-
ciose e mangiatrici insaziabili. Secondo i contadini, ma anche secondo
non pochi pastori, le capre hanno la lingua velenosa; qualunque cosa esse
mordano smette di crescere. Non è difficile indovinare che, in Sicilia, vie-
ne definita capra una ragazza che non resta mai al suo posto: passeggia
troppo, attraversa il centro della piazza del paese normalmente riservato
agli uomini, parla in continuazione con i ragazzi. Per farla breve, non
controlla la propria natura che la spinge ad esibire piuttosto liberamente
la sua sensualità. Spesso le madri chiamano capra la figlia che non obbe-
disce, che vuole fare sempre di testa sua, che non si lascia ammansari (ad-
domesticare, rendere mansueta).
Campbell riferisce che i Sarakatsani del Nord della Grecia oppongono ca-
pre e pecore. In particolare, le pecore sono «gli animali di Dio, e i loro pas-
tori, fatti a Sua immagine sono essenzialmente esseri nobili»; sono inoltre
«docili, pazienti, pure, e intelligenti» (1964: 26), mentre «le capre erano in
origine gli animali del Diavolo che Cristo catturò e domò per il bene dell’uo-
mo» (ibid.: 26-31).
A parte il fatto che in Sicilia, soltanto il tema della pecora docile è con-
nesso ai paradigmi del Cristianesimo (segnaliamo peraltro la diffusa idea di
stupidità e in alcuni casi di pazzia associata a quest’animale: a piécura paz-
za), non si vede come l’opposizione capra-pecora possa essere trasposta a li-
vello dei maschi riproduttori.
Il «processo di domesticazione» delle vacche coincide invece con l’im-
posizione del nome, che non viene attribuito al momento della nascita ma
subito dopo il parto. Infatti, le vacche s’arriénninu, letteralmente «si sot-
tomettono», nel momento in cui stanno per allattare il loro primo vitello:
le si tira cioè violentemente per la coscia posteriore sinistra (il lato dal
quale si munge), facendo toccar loro terra e ripetendo loro parecchie vol-
te nell’orecchia il nome assegnato. Se, per esempio, l’animale si chiamerà
Parma, il pastore ripeterà: Parmapà, Parmapà, Parmapà, Parma; se Belli-
corna: Bellicò, Bellicò, Bellicò, Bellicorna. Per avere un nome il toro
deve attendere le prime monte, mentre al piccolo bestiame non viene mes-
so generalmente alcun nome, tranne le capre, ma soltanto se si tratta di un
animale singolo o di greggi con pochissimi capi. Normalmente le capre si
riconoscono e si classificano attraverso le associazioni di colore del man-
to, i pilaturi10.

10
I caprai dei Nebrodi classificano le proprie bestie secondo i diversi colori del manto. Ad
ogni termine corrisponde non un colore soltanto ma una particolare distribuzione di più co-
lori sul corpo dell’animale (D’Onofrio i.c.s.).
ONORE E DISONORE IN SICILIA 213

Per il piccolo bestiame il «processo di domesticazione» si rinnova ad ogni


stagione di monta, a partire dalla lotta dei maschi per regolare il proprio ac-
cesso alle femmine del branco. Nella caccia prematura non è raro che le fem-
mine, soprattutto le capre, tardino ad abbàttirisi, ad entrare in calore. In
questo caso, esse vengono stimolate dalle sfide dei becchi che si succedono
ancora dentro l’ovile, dove il pastore li immette allorché sono arrizzati, ec-
citati.
Questa lotta per la supremazia rivela fatti fondamentali per comprendere
il simbolo delle corna. Per adduttàrisi, termine siciliano che indica la lotta,
i becchi spesso si dispongono in circolo e cominciano a incornarsi due alla
volta. Gli altri assistono ai bordi. Quello che perde si mette di fianco e las-
cia il posto ad un altro che lotterà con il vincitore. Chi batte tutti gli altri farà
da padre (o da caporale): patrìa, come dicono i pastori siciliani. Analoga-
mente tra i montoni, diversi soltanto nelle modalità dello slancio per dare la
testata: retrocedendo invece che sollevandosi in aria come fanno i becchi.
Tra i montoni è maggiore la determinazione nel combattimento, che può
spingersi fino alla coalizione assassina di tutti contro uno. L’esito è incerto
qualora nelle mandrie miste i due animali entrino in competizione.
Certo, è vero che la condizione di marito tradito è espressa più frequente-
mente attraverso il termine ‘becco’, così come è possibile che in alcune re-
gioni europee o mediterranee e in determinate epoche storiche, il concetto di
onore connesso alla forza fisica abbia finito per rappresentarsi attraverso l’a-
riete, la cui capacità di combattimento è significata se non altro dalla mac-
china da guerra che ne porta il nome — Klapisch-Zuber ci ha riferito un caso
interessante di sostituzione dell’emblema in una famiglia della Firenze del
Rinascimento: da becco a montone. Ciò non prova però che i due animali
siano in opposizione, almeno non sullo stesso registro. Né regge alla prova
dei modelli pastorali la definizione di ‘becco’, data da alcuni dizionari dia-
lettali, secondo cui quest’animale acconsentirebbe al «tradimento» della
propria femmina11. In realtà, i becchi, come i montoni, non accettano che al-
tri maschi si accoppino con le femmine alle quali la gerarchia stabilita attra-
verso la lotta dà loro accesso. Caprai e pecorai riferiscono che ciò può av-
venire solo furtivamente, approfittando del momento in cui colui che patrìa,
o altri becchi, siano già «impegnati» in un punto lontano della mandria. Pro-
prio i becchi emettono un particolare lamento simile ad un pernacchio (cci
fanu u pìritu) per scoraggiare l’eventuale pretendente, ricordandogli la for-
za con la quale egli ha già avuto occasione di misurarsi.
È invece significativo che questi animali siano segnati entrambi da un
destino di morte: per impotenza, causata dalla castrazione che ne permette il

11
Si veda per esempio il Vocabolario Bolognese Italiano di Coronedi Berti (1869-1874)
alla voce Bêch: . Cfr. anche Bonifacio 1616: 60.
214 SALVATORE D’ONOFRIO

consumo, o per eccesso di attività sessuale. A differenza del maschio della


vacca, la cui castrazione fornisce all’uomo un animale da lavoro (il bue),
l’agnello e il capretto, se non sono consumati giovani, vengono castrati, per
impedire che il desiderio sessuale ne bruci ogni energia e costringerli inve-
ce ad ingrassare. Ugualmente castrato deve essere il becco che non si voglia
più utilizzare per le monte. Il suo consumo è possibile solo dopo qualche
tempo, essendo il becco un animale caratterizzato da una lubricità eccessiva
e puzzolente (alla quale sono certamente da riferire, più di ogni altro attri-
buto, le qualificazioni negative). Nell’area dei Nebrodi il becco castrato
prende, come si è detto, il nome di ammagghiatu (Caracausi 1973). Il cras-
tu, invece, dopo che lo si sia reso inetto alla generazione, continua a mante-
nere lo stesso nome; al massimo lo si chiama crastu turciutu, dall’interven-
to di rottura operato sui canali spermatici con il turcituri.
La castrazione trasforma quindi i maschi riproduttori in animali buoni da
mangiare, quindi «buoni da pensare». Becchi e montoni possono morire
però anche stracacciati, soprattutto i becchi, all’età di 4-5 anni, per eccesso
di attività sessuale. Ai montoni anziani capita invece più spesso di essere uc-
cisi dagli altri animali del branco, durante le lotte con cui si ridisegna la ge-
rarchia. Un modo di dire siciliano esprime proverbialmente il destino di
questi animali, facendone ancora una volta un simbolo tutt’altro che positi-
vo: fari la fini di lu crastu, ca nasci curnutu e mmori scannatu ‘fare la fine
del montone, che nasce cornuto e muore scannato’.
Tra i tori, le cose funzionano diversamente. Un tempo, quando i pascoli
non erano ancora recintati, i guardiani non permettevano sconfinamenti de-
lle mandrie; abituavano i loro stessi animali a rimanere nel proprio territo-
rio, con grida, colpi di bastone, lanci di pietre. Soltanto il toro non conos-
ceva frontiere: poteva andare dove voleva e sfidare i tori di altre mandrie.
Vincendo, egli poteva restare in un territorio che non gli apparteneva e non
permetteva più al perdente di avvicinarsi alle mucche. Il perdente, dal can-
to suo, spariva per alcuni mesi (si jttava ‘a costa), e ritornava in cerca di ri-
vincita dopo essersi fortificato. Ai maschi riproduttori è data precedenza di
pascolo nei nuovi terreni. Li si porta là dove l’erba è più alta, nte iavitati.
Soltanto il toro però è francu ri fira, non paga per l’affitto dei terreni, cos-
to che nelle società pastorali (Giacomarra 1980) è sostenuto proporzional-
mente in base al numero di capi posseduto da ciascuno. La maggiore valo-
rizzazione del toro si evince anche dai criteri di selezione dei giovani
maschi destinati alla riproduzione. Per i capretti e gli agnelli da allevare, si
prestava molta attenzione alle caratteristiche delle madri, i vitelli si sce-
glievano anzitutto tra quelli che avevano un viso taurino, espressione che
viene utilizzata spesso come sinonimo di mascolino. Se è vero quindi che
la forza fisica e l’idea di potenza associata alla fecondità giocano un gran-
de ruolo nella definizione del concetto di onore, va da sé che soltanto un
ONORE E DISONORE IN SICILIA 215

animale potente e senza frontiere come il toro può essere associato al «vero
maschio». Lo confermano numerose espressioni siciliane quali «ha la forza
di un toro», «è un toro».

L’onore delle corna

Sarebbe semplicistico concludere che la mascolinità, il potere fecondante


e la forza umana trovano espressione simbolica negli organi genitali di al-
cuni animali cornuti, mentre la mancanza di queste qualità si manifestereb-
be nella testa di altri, in particolare attraverso le corna. Commetteremmo l’e-
rrore di tenere separate e in opposizione tra loro «parti alte» e «parti basse»
del corpo, tra le quali, dal punto di vista simbolico, c’è, come vedremo avan-
ti, una relazione omologica. Inoltre, le cose sono complicate dal fatto che
ciascuno dei termini messi in relazione possiede due facce, com’è nella na-
tura stessa del simbolo. È sufficiente ricordare, dopo l’apologia che ne è sta-
ta fatta, che in Sicilia come in altre regioni europee, non vi è alcuna conno-
tazione positiva nell’espressione «è un coglione».
La stessa ambivalenza è presente nel motivo delle corna, il che spiega
perché altrove, in altre epoche storiche e nelle aree culturalmente cristianiz-
zate, esse potessero assumere un diverso valore simbolico12. Tutta una serie
di espressioni indirizzate ai bambini, ma utilizzate scherzosamente anche tra
adulti, qualifica positivamente il fatto di avere delle corna sulla testa. I ge-
nitori si compiacciono di raccontare agli amici le «prove» di abilità e le di-
mostrazioni di carattere dei propri bambini, dicendo per esempio che sono
crasticeddi ‘piccoli montoni’, biccarruneddi ‘piccoli becchi’, che hanno i
curnicchia ruri ‘piccole corna dure’, pizzutati ‘appuntite’, etc. È la connota-
zione positiva dell’associazione cristiana col diavolo, come ha visto bene
Pitt-Rivers (1983a) e come conferma l’appellativo di diavulicchiu ‘diavolet-
to’ accostato spesso a curnuteddu o crasticeddu13. Ma è anche il segno del
prestigio connesso al possesso di corna, appendici simboliche che non a caso

12
Per Durand il corno significa potenza aggressiva del bene come del male: «Agni possède
des cornes impérissables, aiguisées par Brahma lui même, et toute corne finit par signifier puis-
sance aggressive du bien comme du mal [...] Dans cette conjonction des cornes animales et du
chef politique ou religieu (chefs iroquois, Alexandre, chamans sibériens, etc.) nous découvrons
un procédé d’annexion de la puissance par appropriation magique des objets symboliques [...].
La corne, le trophée, [...] est exaltation et appropriation de la force. Le soldat romain ajoute un
corniculum à son casque» (1963: 146-147). Cfr. anche la bibliografia in Bonaparte 1971.
13
L’uso del termine «becco» in sostituzione di «diavolo» è attestato in altre aree cultura-
li. A Genova (Delfino - Schmuckher 1973: 39) di un bambino capriccioso o bizzoso si dice
che «o l’à i vermi» o «l’a i diai», mentre il vocabolo «becco» si usa in senso benevolo per
«cattivello».
216 SALVATORE D’ONOFRIO

gli avversari minacciano spesso di rompere (l’espressione siciliana è «ti


rrumpu i corna»).
In questo contesto, appare significativa la frequente rappresentazione
del diavolo con attributi caprini, secondo il modello del giudizio univer-
sale (Mt 25, 31-46) nel quale il Signore separa i buoni dai cattivi dispo-
nendoli rispettivamente alla sua destra e alla sua sinistra come fa il pas-
tore con le pecore e i capri. Le corna del diavolo rientrano nel processo di
differenziazione operato dal Cristianesimo rispetto all’antico testamento,
dove malamente si vede come montoni e capri possano formare una cop-
pia oppositiva. Nella liturgia ebraica (Lv, La legge dei sacrifici, 1-7), olo-
causti e sacrifici di comunione prevedevano oltre ai bovini l’offerta di
«bestiame minuto», pecore e capre e i loro maschi «senza difetto». Vi si
distinguono inoltre quattro modelli di sacrificio espiatorio secondo il di-
verso soggetto peccatore: se si tratta del sacerdote consacrato o dell’inte-
ra comunità è prescritta l’offerta di un giovenco; se a peccare è un prin-
cipe è prescritto di immolare un capro; qualora si tratti di un singolo
cittadino si offriranno una capra o una pecora. Questi due animali posso-
no essere offerti anche per i «casi particolari», quali il rifiuto della testi-
monianza giudiziaria o l’impurità per contatto con cadaveri. I peccati o i
delitti meno rilevanti potevano essere riparati con l’offerta di un capro o
di un montone (Lv, La legge dei sacerdoti, 8-10 e 22, La legge della san-
tità, 17-20). Per quanto riguarda il «capro espiatorio» (Lv, 16, 8), la sua
simbolizzazione non può essere compresa senza l’altro capro (che pre-
senta non a caso le stesse caratteristiche) immolato dal gran sacerdote: il
primo rappresentante l’allontanamento del peccato nel deserto, il secondo
la sua espiazione. Questa duplice articolazione del simbolo spiega l’asso-
ciazione che molti pensatori cristiani hanno stabilito con il Cristo: egli av-
rebbe ricoperto il ruolo di capro espiatorio fino alla Croce, realizzando
sulla Croce la figura del capro immolato 14. In una delle visioni raccontate
da Daniele (Dn, 7-8) sia l’ariete che il capro simboleggiano infine figure
regali: le corna del primo raffigurano i re della Media e della Persia, il ca-
pro raffigura il re della Grecia (ed ha peraltro la meglio sull’ariete nel
combattimento che introduce la visione). Queste ed altre evidenze avreb-
bero richiesto maggiore cautela nella formulazione dell’ipotesi, formula-
ta da Block, di un’opposizione dei due animali nel linguaggio mitologico
e nei sacrifici, ipotesi che appare largamente influenzata dalle concezioni
neotestamentarie.
Le corna, come le creste, le piume, i pennacchi o certe acconciature, sim-
bolizzano presso diversi popoli distinzione e onore fino al punto di consen-

14
Vedi per esempio S. Paolo, Lettera agli Ebrei IX o, più esplicitamente, Cirillo d’Ales-
sandria, Cont. Julian, VI, 302, t. LXXVI, col. 964.
ONORE E DISONORE IN SICILIA 217

tirne l’uso soltanto a certe categorie di persone. Elworthy (1900) ricorda gli
elmetti conservati nei musei europei sui quali, nei tempi passati, i guerrieri
etruschi, celti o sassoni, inalberavano uno o due corna in segno di vittoria o
di sfida, in funzione protettiva e apotropaica o per terrorizzare il nemico in
battaglia. Eroi greci e cavalieri romani, ma anche personaggi mitologici
come Hera, Mercurio o Dioniso oppure personaggi biblici come Mosé15,
mostrano la simbolizzazione divina attribuita alle corna, simbolizzazione
che ritroviamo nella prima arte cristiana (Elworthy 1895: 70 ss.), prima che
esse diventassero il simbolo del diavolo (Lowe Thompson 1929, Cocchiara
1945: 38-41, Russel 1989), e nelle personificazioni di potenza di molti po-
poli preistorici e «primitivi».
Soltanto qualche esempio. Esistono sorprendenti analogie tra le rappre-
sentazioni zoomorfe dell’arte preistorica e quelle di divinità zoo e antro-
pomorfe di molti popoli di interesse etnologico e dell’antichità. Non si
tratta di pensare, secondo un’ottica diffusionista, ad una «trasmigrazione
di simboli», che in qualche caso è stata pure accertata; si tratta di riconos-
cere che uno stesso schema può produrre, in risposta a comuni esigenze,
analoghe rappresentazioni. È sufficiente considerare quella costellazione
di simboli che associa la corna di animali addomesticati, bovini ed ovini
soprattutto, con forme varie di disco: il crescente lunare, il sole radiante,
la sfera ovoidale o allungata. Nelle culture del Fezzan libico e di altri siti
preistorici il simbolo astrale è posto sovente tra le corna dell’animale, tal-
volta risulta dalla deformazione circolare di queste ultime (cfr. Frobenius
1933, 1937, Graziosi 1962, Paradisi 1963). Le idee di fertilità e forza ri-
produttiva suggerite dalla congiunzione di questi elementi sono espresse in
maniera estremamente raffinata dal «grande Nommo del cielo», l’«ariete
d’oro» in cui i Dogon riassumono «l’essenziale della vita universale»: «Il
porte entre les deux cornes une calebasse —racconta Ogotemmêli a Griau-
le— simbole de la femme et du soleil femelle [...]. Le bélier la met sur sa
tête pour la tenir entre ses cornes qui sont des testicules et pour la pénétrer
du phallus qui se dresse sur son front. Dès qu’il se transforme ainsi, le
Nommo urine, par son membre inférieur, les pluies et les brouillards. Et
par son membre frontal il émet la semence fécondante dans la féminité du
soleil, dans la femme et aussi dans les graines enfouies dans la terre»
(1966: 118-120). Oltre che in grandi divinità dinastiche come Amon tro-

15
Alcuni commentatori del noto passo biblico «quod cornuta esset facies sua» (Es 34, 29-
35), vedono sulla testa di Mosé che scende dal monte Sinai non raggi di luce ma corna. In ef-
fetti, gli ebrei usavano un unico termine per «corno» e per «raggio» (Elworthy 1895: 185),
ma ciò non fa che estendere il valore semantico delle corna che, non a caso, Michelangelo
scolpisce sulla testa del Mosé. Connessioni tra corno e luce esistono anche nella lingua ara-
ba (Winorath-Scott - Fabbri 1966-1967: 236).
218 SALVATORE D’ONOFRIO

viamo la sfera tra le corna di tori nell’Egitto predinastico, nell’iconografia


canonica di Hathor e in quella di Iside che allatta Orus, sul capo di nume-
rose divinità. La «corona hathorica» è riproposta in un bassorilievo sulla
testa di Cleopatra e in una statuetta siriana di personaggio divino in bron-
zo e argento dell’VIII secolo a.C. conservata al Louvre16. Del V secolo ab-
biamo sempre in Oriente la nota stele di Yehaumilk da Biblo, con la dea
seduta in trono che riceve una coppa in dono da un re. Ritroviamo la stes-
sa iconografia della divinità in due frammenti del V secolo provenienti da
Tir Dibba (Moscati 1988 e bibl.).
Questi ultimi monumenti e le relazioni che i fenici intrattennero in vario
modo con l’Egitto, inducono ad ipotizzare il concorrere di questa costella-
zione di simboli nella genesi del cosiddetto «segno di Tanit». Nelle stele e
negli altri oggetti che lo riproducono esso non compare mai nel mondo fe-
nicio d’Occidente prima del V secolo (Fantar 1993, II: 251-261). Il cosid-
detto «segno di Tanit» nella sua estrema schematizzazione consiste, com’è
noto, in un triangolo isoscele o in un trapezio sormontato da una sbarra oriz-
zontale alla quale si sovrappone nella parte centrale una sfera. Quest’insie-
me designerebbe, secondo l’opinione di alcuni studiosi, una silhouette uma-
na a braccia levate (la sbarra orizzontale presenta assai spesso alle estremità
degli apici verticali e talora ricurvi). In realtà, pur ammettendo che a questo
segno si sia pervenuti da una fase iconica, largamente documentata per
esempio nelle stele di Mozia e di molti altri centri fenicio-punici (Moscati-
Uberti 1981), non è da escludere che la schematizzazione del periodo più
tardo possa aver recuperato i concetti di fecondità come vengono espressi da
alcune divinità nord-africane o egiziane, concetti già presenti del resto nelle
stele a figura femminile attraverso i simboli astrali che l’accompagnano nel
sopraspecchio, quasi sempre il disco solare e/o la falce lunare —ancor me-
glio, si è pensato all’esistenza di un «assai antico sostrato comune favore-
vole allo sviluppo di un determinato tipo divino» (Scandone 1976: 389). È
possibile cioè che nel cosiddetto «segno di Tanit» si proponga schematizza-
to il motivo delle corna includenti un simbolo astrale, il disco, che in qual-
che caso troviamo staccato —come abbiamo avuto modo di constatare noi
stessi nella collezione di stele conservata presso il museo punico di Sabrat-
ha in Libia (cfr. Taborelli 1992)— o addirittura nella forma del sole rag-
giante (per esempio a Maktar in Tunisia)17. Rimarrebbe irrisolto il problema
del triangolo, che però è stato ipotizzato poter conservare nel cosiddetto

16
Altre evidenze e bibliografia in Falsone 1988.
17
Sulla simbologia astrale delle stele e sul cosiddetto «segno di Tanit» rinviamo, tra i la-
vori più recenti, a Bertrandi 1993, Del Vais 1993, Fantar 1997, Tore 1997. Per queste segna-
lazioni si ringrazia la dott.ssa Rossana De Simone.
ONORE E DISONORE IN SICILIA 219

«segno di Tanit» l’idea di fecondità legata alla fenicia Astarte (Garbini 1980:
177-185, 1994). Infine, sarebbe interessante studiare il passaggio da figure
femminili o androgine a figure prevalentemente maschili18.

Parti basse e capo adornato

La spiegazione che danno i Greci del formarsi delle corna negli anima-
li, può orientare verso una comprensione strutturale del loro uso in fun-
zione simbolica. Alcuni autori pensavano che le corna degli animali si for-
massero per affioramento e solidificazione del cervello, incarnando in tal
modo il potere generativo del seme e la vita dell’anima contenuti nella tes-
ta19. Eliano20 riferisce che nel cervo, secondo Democrito, la forza del nu-
trimento è spinta attraverso le vene sino alla testa: «Da qui dunque nasco-
no le corna, irrorate dall’abbondante umore. Il quale, essendo ininterrotto
e scorrendo sempre in su, riesce a spingere innanzi la sostanza cornea pre-
cedente. Così questo umore sovrabbondante, una volta fuori dal corpo, si
solidifica, poiché l’aria lo rende compatto e gli conferisce la durezza cor-
nea, mentre resta molle quello che gli è ancora rinchiuso nell’interno». La
credenza di una speciale identità tra cervello (umore interno molle) e cor-
no (umore esterno duro), rende simili, secondo Onians, anche i nomi uti-
lizzati per corno e cervello: «If horns were thus believed to be outcrops of
the brain, the procreative element, we can understand why the name for
horn and for brain should be akin» ed aggiunge in nota: «That the head
contains the seed appears to have been implied in another substance, sper-
maceti, i.e. “seed of a whale”, wax found mostly in the head of what there-
fore is called a “sperm whale”. Norsemen called amber (or ambergris)
hvals auki “whale’s seed”. Auki, akin to augeo, meant “increase” or
“seed”; “wax”=grow, “wax forth”=be born, created, are akin. This surely
is the origin of (‘bees’) “wax”» (1954: 238)21. Da concezioni siffatte, ba-
sate sostanzialmente sull’identità di sostanza tra cervello e corna e sull’
«afflusso degli umori» alla testa, discende il trattamento rituale riservato

18
Sul carattere androgino di Tanit e sul collegamento con il triangolo apicale, cfr. Barreca
1986.
19
Cfr. l’ampia rassegna di Onians (1954: 187-199, 229-246). Altre evidenze sulla sacra-
lità della testa presso altri popoli in MacCulloch (in Hastings 1908-1921, s.v. Head)), e in
Frazer (1965). Sul nesso liquido vitale-malocchio e sulla componente fallica presente in
quest’ultimo, cfr. Dundes (1981: 257-312).
20
Democritus, A 153 (Diels) = Aelian., Nat. anim. XII 18 (trad. it. in I presocratici. Testi-
monianze e frammenti 1969: 732).
21
Cfr. anche Boisacq 1916.
220 SALVATORE D’ONOFRIO

alle corna degli animali sacrificati22. Già nel periodo minoico (Ibid.: 105-
106, 236) esse venivano conservate nei santuari. Alle «corna di consacra-
zione» minoico-micenee23 vengono riferiti anche la pratica omerica di ri-
vestire d’oro le corna degli animali prima che venissero sacrificati24
(secondo una simbologia già presente nella cultura mesopotamica: di la-
pislazzuli spessi due dita erano ricoperte le corna immense del «Toro del
cielo» ucciso da Gilgames e appese al muro del suo palazzo a Uruk) e la
sopravvivenza a Delo di un altare di corna di capra : «Teste di capra Arte-
mide dal cinto/ portava di continuo dalla caccia;/ fece un altare Apollo;
con le corna/ eresse un piedistallo, con le corna/ l’altare fabbricò e getta-
va intorno/ mura di corno; Febo così apprese/ la prima volta a far le fon-
damenta»25. Altari a corna sono attestati com’è noto anche nella preistoria26
e tra gli ebrei: le protuberanze situate ai quattro angoli godevano del dirit-
to d’asilo (I Re, I, 50 ss., 2, 28), su di esse il sacerdote versava un po’ del
sangue degli animali sacrificati27.
La simbolizzazione divina trova un’altra significativa conferma nel «cor-
no dell’abbondanza», che la tradizione greco-romana vuole essere quello de-
lla capra nutrice di Zeus, Amaltea, o quello che Eracle avrebbe rotto in com-
battimento al dio-fiume Acheloo28. Alla cornucopia sono associati in ogni
caso l’acqua o la pioggia fertilizzatrici29. In epoca tarda troviamo anche in
Grecia attestazioni delle corna come simbolo dell’infedeltà coniugale30, sim-
bolo che sarebbe diventato prevalente con l’avvento del cristianesimo e con
la «fabbricazione del diavolo», su cui Pitt-Rivers ha giustamente insistito.
Ciò che rimane costante è la tradizione che tende a collegare, in forme di-
verse e a diversi livelli, corno e fallo: da Democrito, che connette la diversa
lunghezza e forma delle corna dei buoi alla castrazione: «I buoi castrati le

22
Ciò spiega il tabù nella Grecia arcaica di consumare il cervello degli animali (Onians
1954: 105), ma anche il particolare apprezzamento che tale consumo incontra presso altre cul-
ture.
23
Cfr. Evans (1901: 107, 135 ss.), Nilsson (1927: 154), Conrad (1959: 113-126).
24
Il. X, 294; Od. III, 437.
25
Callimach. Hymn in Apoll. (vers. it. in Gigante Lanzara 1984: 17). Cfr. anche Aristote-
le, Fragm. 489 (ed. Rose); Ovid., Heroid. XXI, 81-106, Martial., Spect. I,4.
26
Un’evidenza della tarda età del bronzo in Sicilia in Mosso 1908: 610.
27
Numerose le evidenze in Lv 1-10. Sulle corna degli altari ebraici e le corrispondenze
con quelli delle torri templari mesopotamiche (le sicurath), cfr. Seppilli 1990: 44-45. Nella
Bibbia, oltre a quello riguardante il «Mosé cornuto», molti altri passi confermano il valore at-
tribuito dal popolo ebraico alle corna e al seme vitale contenuto nella testa: cfr. Onians 1954:
240.
28
Per le differenti leggende sul «corno dell’abbondanza» e sulle divinità di cui esso è
l’emblema, cfr. Pottier 1877.
29
Secondo Onians (1954: 240). L’autore non cita tuttavia alcuna fonte.
30
Artem., Oneir. II, 12; Anth. Pal., XI, 278.
ONORE E DISONORE IN SICILIA 221

corna crescono loro ricurve, sottili e lunghe, mentre nei buoi provvisti degli
organi genitali le corna sono grosse alla radice, diritte e meno pronunciate in
lunghezza»31, a Darwin, secondo il quale zanne e corna «sono apparse pro-
babilmente da principio come armi sessuali»32.
Questa corrispondenza tra parti alte e parti basse del corpo, messe in re-
lazione dagli umori che vi circolano all’interno, si coglie, oltre che negli
slangs di molti paesi europei, a livello cinesico e negli amuleti33. Giusep-
pe Cocchiara (1977), riprendendo l’idea dell’Elworthy «che anche il ges-
to della mano cornuta rientra tra i gesti fallici, in quanto le corna proietta-
no, nell’aria, un simbolo genitale», osserva inoltre che «l’ornamento che
ne deriva, prima di essere un ornamento onorifico, è un simbolo atto a pro-
teggere l’individuo e a cacciare gli spiriti». Questa funzione di neutraliz-
zazione, in Sicilia come altrove, si esprime in diversi modi: dall’uso di
mettere cornetti portafortuna «sul cassettone tra le tazze indorate e gli
specchi di falso argento»34, al gesto del «fare le corna» «fare le corna» e
allo scongiuro tesi ad allontanare il malocchio: Cornu, gran cornu, russa
la pezza, tortu lu cornu, ti fazzu scornu, vaiu e tornu: cornu, cornu, cor-
nu, ppu, ppu, ppu35.
L’individuazione di quest’apparato simbolico, che mette in corrisponden-
za parti alte e parti basse del corpo, consente di affrontare l’interrogativo di
fondo: perché il marito tradito è gratificato dall’ironia popolare di un attri-
buto che, in natura come nel simbolismo umano, esprime quasi sempre l’i-
dea di potenza? Maria Bonaparte (1971: 104) vi vede un’applicazione del
noto meccanismo di rappresentazione mediante il contrario, suggerendo che
«la condizione basilare perché il simbolismo del marito tradito divenga co-
mico, è che gli uomini siano giunti ad uno stadio della civiltà in cui, nello
stadio dello adulterio, il sangue non venga più versato». Perché possa esser-
ci ironia è cioè necessario che «il dramma si consumi solamente sul piano
verbale» (ibid.). Nella rappresentazione farsesca liberata dalla rinuncia alla
vendetta violenta, gli spettatori assimilerebbero il marito tradito al padre dei

31
Democritus, A 154 (Diels) = Aelian., Nat. anim. XII 19 (trad. it. in I presocratici, cit.:
732-733). Un’opinione analoga sarebbe stata espressa da Darwin 1994: 897.
32
Ibid.
33
Per l’Inghilterra cfr. Farmer-Henley (1890-1904, III: 351), Britten-Holland (1886: 149);
per l’Italia cfr. De Jorio (1832) e sui suoi precursori Croce (1931).
34
Cocchiara 1977: 74-75; sui cornetti portafortuna cfr. De Jorio 1832: 92 ss. Sulle corna
quali amuleti, cfr. più in generale Scheftelowitz 1912: 474. Sul valore apotropaico delle cor-
na di cervo e della cosiddetta «lingua lunga», talvolta associati in un’unica immagine, cfr.
Salmony 1968.
35
Cfr. Bonomo (1978), Pitrè (1889, IV: 242). L’ambivalenza del gesto del fare le corna è
colta da Morris (1977), del quale si veda anche l’ampia bibliografia. Sarebbe interessante ap-
profondire il nesso tra funzione e direzione del gesto.
222 SALVATORE D’ONOFRIO

tempi dell’infanzia, identificando se stessi con l’amante e la moglie infede-


le con la propria madre. Lo spettacolo del marito ingannato risveglierebbe
così «primordiali moti profondi dell’anima infantile, mai completamente
estinti nell’inconscio di alcun uomo» (ibid.: 103), mettendo in scena figure
archiviate in questo stesso inconscio dai differenti stadi dello sviluppo filo-
genetico degli uomini. Maria Bonaparte privilegia in particolare lo stadio
della civiltà dei cacciatori, che giustificherebbe l’uso allegorico del grande
cervo dei boschi, e quello della civiltà dei pastori che rinvia ai bovini e
all’addomesticamento degli animali maschi. L’allieva di Freud, a parte qual-
che utile suggestione concernente le dinamiche psicologiche attivate dallo
spettacolo del marito tradito, non riesce però a cogliere la struttura profonda
del legame esistente tra castrazione simbolica e esibizione figurata del sim-
bolo virile. Il suo apparato interpretativo, aggiustato sulla teoria freudiana
dell’assassinio primordiale del padre e della sua successiva sostituzione con
l’animale totemico, la porta non soltanto a identificare i termini del triango-
lo marito-moglie-amante con quelli della famiglia coniugale, padre-madre-
figlio, ma a ipotizzare un’improbabile trasformazione del tema tragico e ar-
caico della vendetta sanguinosa in quello comico della miopia, dell’inerzia,
dell’impotenza a «agire» del marito civilizzato. L’errore consiste nell’adat-
tare uno schema evolutivo ad atteggiamenti spesso compresenti e che carat-
terizzano in modo diversificato la reazione delle varie classi sociali e persi-
no dei singoli individui in ordine al fenomeno dell’adulterio. Più conducente
appare la constatazione secondo la quale il marito che reagisce «arcaica-
mente» uccidendo non ha più nulla di comico e non è più trattato come ‘cor-
nuto’. Per capire che cosa faccia scattare l’abreazione sociale mediante il
riso fintantoché il marito tradito non «lavi col sangue» il disonore inflittogli
dal tradimento della moglie, occorrerà ritornare al rapporto tra parti alte e
parti basse del corpo.
L’idea di una corrispondenza tra l’apparato genitale maschile e il capo
«adornato», consente di reintegrare i dati etnografici in un quadro più coe-
rente e, paradossalmente, di cogliere la struttura profonda del motivo delle
corna indipendentemente dagli animali che ne sono portatori e indipen-
dentemente dalla stessa consapevolezza che ne hanno gli individui apparte-
nenti alle culture presso le quali tale motivo è diffuso.
Le corna trasferiscono sulla testa la potenza che si esprime attraverso l’or-
gano di riproduzione maschile, tant’è che «farsele rompere» o rimanere
«scornato», viene percepito come disonorevole. Si tratta in questo caso di
corna da combattimento, di cui ciascun individuo, secondo le concezioni po-
polari, sarebbe più o meno naturalmente dotato e che solo alcuni, addirittu-
ra, avrebbero il privilegio di esibire: le «corna dell’onore» per dirla ancora
con Elworthy. Le «corna del disonore» vengono invece «messe» o «spunta-
no» sulla testa di quei mariti che non sanno «addomesticare» le proprie mo-
ONORE E DISONORE IN SICILIA 223

gli, difenderle dalle incursioni degli altri uomini, soddisfarne pienamente il


desiderio sessuale. A livello profondo, tutto avviene come se una regressio-
ne del pene (e delle «corna naturali» che lo esprimono metaforicamente) tro-
vasse espressione simbolica in «corna artificiali» che una donna «fa», «fa
spuntare» o «mette» sulla testa di un uomo. Le corna di cui si parla sono
quelle di cui tutti, tranne il cornuto, sono a conoscenza; quelle che «fanno
male» se le si porta in giro, in piazza; quelle che si trasformano in «ricchez-
za della casa» se il marito le porta contento (da cui il curnutu cuntentu). Ma,
come si è già visto per l’antichità, è dentro le corna che bisogna guardare.

La logica degli umori

Françoise Héritier (1984-1985, 1985b) ha messo in evidenza l’esistenza


di un sistema universale di pensiero che localizza il seme maschile nelle
ossa, in particolare nella colonna vertebrale che, presso molte società uma-
ne, istituisce un legame funzionale con il pene. Attraverso numerosi esempi,
africani e dell’antichità, e una vasta bibliografia che va dagli autori classici
(soprattutto Aristotele) agli studi di Yoyotte (1962) sull’Egitto, Héritier mos-
tra come la connessione del pene con la spina dorsale sia parte integrante de-
lla teoria del seme nelle ossa. Anche la Sicilia offre numerose tracce di ques-
ta concezione: nella minaccia di «spezzare» o «rompere le ossa» analoga al
«rompere le corna», nel particolare apprezzamento che incontra il consumo
del midollo contenuto nelle ossa degli animali commestibili, ma soprattutto
nell’associazione tra eccessi sessuali e senso di svuotamento e indolenzi-
mento della spina dorsale: svacantàrisi a carina (di qualcuno che notoria-
mente non è molto «attivo» o che non ha generato figli, si dice anche che ha
i reni allentati, i rrini lienti).
Una conferma autorevole di questa concezione viene dalla seguente an-
notazione del Pitrè: «Li sigreti o li parti segreti sono dette con appellativo
generico le pudenda esterne mascoline (ciuretti = fioretti, buttuna) e vurza
lo scroto con il suo contenuto. Questo non si sospetta neppure che racchiu-
da appunto l’organo secernente il liquore seminale. Il quale, per indiscutibi-
le ed unanime tradizione, vien giù dal vuridduni di schina, cioè dal midollo
allungato col quale ha, secondo la volgare opinione, analogia di caratteri fi-
sici» (1896, 128). Le corna, come Françoise Héritier ha voluto gentilmente
suggerirci, costituirebbero, coerentemente con questa logica, il riflusso visi-
bile sulla testa del marito tradito dell’elemento osseo che si ritiene conservi
il seme maschile. In altre parole, le corna «spuntano» in conseguenza di una
«regressione» della potenza generativa. Si potrebbe addirittura ipotizzare un
escamotage della cultura, restia ad accettare l’idea di una circolazione di
fluidi vitali diversi nel corpo di una stessa donna. Il trasferimento della «se-
224 SALVATORE D’ONOFRIO

menza» sulla testa del marito tradito eviterebbe mescolanze alle quali si at-
tribuisce spesso, inconsapevolmente, la generazione di mostri. In questo
senso l’orrore dell’incesto spiegherebbe perché la collettività finisse per
giustificare, fino al più recente passato, il delitto d’onore e perché la legisla-
zione prevedesse una attenuazione della pena.
Questo rifiuto della mescolanza di fluidi vitali diversi nel corpo della
donna, risponde ad una logica più generale che non necessariamente im-
plica situazioni adulterine o incestuose. Tutte le società umane rifiutano,
nel quadro dell’alleanza matrimoniale, il troppo vicino come il troppo lon-
tano (cfr. Zonabend 1981; Héritier 1985a). L’assolutamente altro è
anch’esso all’origine di confusioni non desiderate, come mostra un episo-
dio leggendario della conquista normanna della Sicilia. Narrano le crona-
che (Rossi-Taibbi 1954) che il conte Ruggero e i suoi uomini conquistaro-
no la città di Messina nel 1090 arrivando dal mare e uccidendo quanti vi
trovarono, tranne coloro che erano riusciti ad imbarcarsi sulle navi per Pa-
lermo. Tra i fuggitivi un giovane nobile siciliano con la sorella, la quale
però viene meno per la stanchezza, essendo «delicata et debili per natura».
Il fratello «dulcimenti la prigava chi si faticassi a fugri et chi non incap-
passi in manu di li inimichi». Visto però vano ogni sforzo, le si rivolge di-
cendo: «Soru mia dulchissima, ananti voglu chi tu mora di li manu mei, chi
tu ncappi in li manu di li Normandi et siyi vituperata di loru». Riferisce il
cronista essere questa l’unica sorella del giovane nobile siciliano, il quale
preferì piangerla morta come assassino «chi plangirila viva in manu di al-
tri genti chi la sua genti, in confusioni di lu soy sangui» (c.vo nostro). Si
conferma il ruolo decisivo che hanno le frontiere del corpo e i fluidi vita-
li nella definizione del concetto di onore.

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EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO
OCCIDENTAL. DE NAUSICAA
A LAS SERRANAS CASTELLANAS

Maria-Àngels Roque
Instituto Europeo del Mediterráneo. Barcelona

Sin duda el Mediterráneo es un laboratorio de larga duración, los mitos


greco-latinos y las historias bíblicas han sido fuente de estudio y conoci-
miento para los pioneros de la antropología en los siglos XIX y XX. A par-
tir de la década de los cincuenta irrumpe con fuerza la antropología anglo-
sajona y dentro de ésta se deben destacar los esfuerzos de Julian Pitt-Rivers
y J. G. Peristiany en conseguir estudios comparativos por medio de diferen-
tes coloquios internacionales. Los debates sobre esta zona geográfica cons-
tituyen quizás uno de los hitos más fecundos a lo largo de más de dos déca-
das. En la actualidad, serenadas las tendencias y las escuelas, nuevos
conocimientos nos permiten reinterpretar los mitos clásicos y la diversidad
mediterránea a la luz de nuevos estudios etnográficos y también de otras dis-
ciplinas complementarias.
En uno de sus últimos artículos, Julian Pitt-Rivers (2000) afirma con ra-
zón que con tanta variedad de posibilidades de movimiento —históricas y
territoriales—, tenemos una mezcla de culturas tal que sería imposible ha-
blar de culture area y que «sería un milagro si lográramos hablar de cultura
del Mediterráneo». No obstante conviene Pitt-Rivers que «al contrario que
los pueblos primitivos, el Mediterráneo nunca ha conocido un sistema de lo
que Lévi-Strauss ha denominado las estructuras elementales del parentesco.
Todas son complejas y con una única excepción —los serbios—, todas son
sistemas de preferencia endogámica.
230 MARIA-ÀNGELS ROQUE

«Existen muchas diferencias, sobre todo entre los países cristianos e islá-
micos. Sin embargo, todos dependen de una concepción de base que los di-
ferencia de los pueblos de estructura elemental, donde la alianza matrimo-
nial es un sistema de intercambio de mujeres con otra entidad social, ya sea
tribu, clan, linaje o parentela cognitiva según el grado de parentesco prohi-
bido por la regla de la exogamia» (Pitt-Rivers 2000: 27). En este sentido, no
sólo estoy de acuerdo, sino que creo que existen en el Mediterráneo zonas
donde, por lo general, las mujeres no son intercambiables sino que, al con-
trario del modelo patriarcal, son los hombres los que se vienen a casar y a
morar en el territorio y la casa de la mujer. Este modelo no ha sido sufi-
cientemente estudiado y ha quedado como algo mítico perteneciente a los
supuestos matriarcados, pero tiene una lógica tanto por la división del tra-
bajo como del espacio. Esta característica confiere no solamente un poder
simbólico, sino también un poder real a las mujeres, que son las que se que-
dan en el territorio.
Por esta razón, y como presentación, utilizaremos un trabajo de Pitt-Ri-
vers (l983) basado en la Odisea, en el cual introduce la exogamia a través de
la historia de la princesa Nausicaa; este aspecto matrimonial se convierte, en
parte, en un «imbroglio» por tener ésta intención de casarse con un extran-
jero en un contexto que Pitt-Rivers considera anómalo, ya que, para él, se
trata de una representativa zona mediterránea con un sistema patriarcal en-
dógamo.
Pitt-Rivers nos relata cómo acontece el encuentro con la familia real des-
pués de que la diosa Athenea lo lance a la isla de los feacios en su periplo
hacia Ítaca. «No acaba de salir del mar que la hija del rey, Nausicaa, le ayu-
da, dándole vestidos y algunos buenos consejos sobre la manera de obtener
la protección real. La sigue hasta el palacio y escondido en una nube por el
cuidado de la vigilante Athenea —para protegerle de la posible animadver-
sión de los feacios—, penetra en la pieza central donde se encuentra la rei-
na Areté a los pies de la cual se precipita —como se lo había dicho Nausi-
caa— enlazándole las rodillas en la postura ritual del suplicante» ¿Por qué
no a las del rey? —se pregunta el antropólogo— ¿Acaso la autoridad de la
dama era más efectiva que la del esposo? (1983: 178). En una corta nota a
pie de página indica que hay algunas especulaciones sobre el matriarcado
primitivo, pero esto no le hace perder el tiempo a Pitt-Rivers: «La posición
de las mujeres era, en general, la de la sumisión a la autoridad masculina,
como es el caso de los países mediterráneos hasta nuestros días, y especial-
mente en materia de las relaciones exteriores a la casa» (1983: 179).
Para Pitt-Rivers el caso de la endogamia en este territorio es clara. Máxi-
me cuando la propia reina Areté es la hija del hermano de su marido, el que
fue el rey Rhexenor. En esta explicación reconoce que «ese tipo de matri-
monio es el modelo de base endogámica patrilineal y todavía se desarrolla
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 231

entre los árabes. ¿Podría en tiempos antiguos estar más extendido que aho-
ra?» se vuelve a preguntar el antropólogo. Parece que Areté era una epikle-
ros (heredera sin hermano de una línea de filiación). «El parentesco de Are-
té con su marido aparece como un detalle estructuralmente significativo; si
no estuviese casada, estrictamente hablando, en tanto que epikleros, ella se
encuentra en relación con su marido en una situación similar, puesto que su
padre Rhexenor ha muerto sin otra descendencia que ella. En cuanto a Nau-
sicaa, el matrimonio al que se la destina está lejos de ser endógamo, ya que
es un extranjero total: Ulises, con la sola condición de que este resida en la
isla. Este ofrecimiento se hace la misma noche de la llegada de Ulises y an-
tes de que éste revele su identidad» (1983: 188).
Pitt-Rivers se pregunta: «¿Es que Nausicaa no disponía de algún hijo del
hermano de su padre para pretenderle la mano? En la Grecia antigua, los
padres de las futuras epikleros adoptaban a veces hijos para evitar que el
patrimonio fuese reivindicado por algún miembro lejano del patrilinaje»
(1983: 189). En este sentido, Pitt-Rivers, de forma brillante, explica cómo
puede darse el caso de casar a la hija del rey con un extranjero (un externo)
tal como lo pretendían los padres y la misma Nausicaa en relación con Uli-
ses: «El extranjero ha dejado la esfera de las relaciones sociales agonísti-
cas para convertirse en un cliente o en una persona a cargo, y por lo tanto
alguien hacia quien hubiera podido haber aversión en relación con el ma-
trimonio de una hija deja de tener motivo y se convierte incluso en una vir-
tud, en un candidato privilegiado para el papel de yerno en una sociedad de
vocación endógama» (1983: 193).
Pero Nausicaa no es una epikleros, todo lo contrario; en la Odisea se ma-
nifiesta claramente que tiene varios hermanos varones. Hay pues continui-
dad agnática para heredar el trono según el sistema clásico de patriarcado.
Pero también podríamos preguntarnos si quizás no sea ese el sistema, y que
en la isla de los feacios la realidad fuese más bien que Areté y ahora Nausi-
caa son las que pasan la realeza a sus maridos de forma uterina, ya sean
parientes o externos. En este caso, al contrario de lo que cree Pitt-Rivers,
Areté tenía un gran peso, ya que no se trataba simplemente de dar hospitali-
dad a un extranjero sino de decidir sobre un posible yerno e incluso un fu-
turo rey.
Es cierto que tanto en la Iliada como en la Odisea aparecen ambigüeda-
des no resueltas sobre las diversas situaciones sociológicas y de poder que
se narran1. Ciertos elementos tradicionales de los poemas pueden remontar-

1
Diversos pueblos con características matrilineales son descritos en el Periplo de Henon
y en el pseudo Scilax (navegantes cartagineses los cuales recorrieron las costas habitadas de
Europa, Asia y Libia). También en Heródoto y Estrabón. Entre los pueblos con características
ginecocráticas están todos los vecinos de la isla de Corcira (licios, carios, lidios, pueblos
232 MARIA-ÀNGELS ROQUE

se como se sabe al periodo micénico, antes de la caída de Troya, en la prehis-


toria griega entre el 1400-1200 a.C., mientras que Homero corresponde al si-
glo VIII a. C. En la Grecia que canta Homero las mujeres tienen un estatu-
to social elevado y gran capacidad de acción, en este sentido difieren de la
Atenas clásica patrilineal y fuertemente agnática en la que basó sus estudios
Fustel de Coulanges para hacer su teoría sobre «La ciudad antigua». En este
sentido, los ejemplos greco-latinos han sido fuente de inspiración para los
clasicistas, y todavía lo son para los antropólogos.2
El clasicista Carles Miralles (1984), en su introducción a la Odisea, tam-
bién se fija como Julian Pitt-Rivers en las relaciones matrimoniales y en el
poder. En este sentido, observa que la isla de Ítaca es una sociedad donde
funciona una asamblea popular, y con relación al rey, Ulises, manifiesta:
«parece ser un primero entre iguales, por así decir, un noble, un príncipe en
quien ha recaído, no sabemos por qué mecanismos, la realeza; como un
príncipe más, Ulises tiene una hacienda, con sus siervos y dependientes, sus
animales y su riqueza. A pesar de que a veces en el poema se distingue en-
tre lo uno y lo otro, es de suponer que, en la práctica, podría ser difícil lle-
var a cabo tal distinción tajante. Ulises ha dejado en Ítaca un hijo, Teléma-
co, que es su heredero —y nadie lo discute— en cuanto a su hacienda a sus
bienes propios, como también parece serlo —al menos cuando comienza la
acción del poema, en el que ya es un joven maduro que toma la iniciativa—
en la realeza (Odisea, I, 386-387). Sin embargo, viva aún Penélope, su ma-
dre, y en edad de volver a casarse, tampoco debe de estar muy claro que
quien logre casarse con ella no adquiera algún derecho en el sentido de ac-
ceder a la realeza» (p. XXXVIII).
Miralles, tras hacerse toda una serie de preguntas sobre aspectos que no
quedan muy claros en la Odisea, manifiesta: «Pero en los cuentos, cuando
el héroe gana la mano de la princesa, se convierte en rey, y esto mismo ocu-
rre en una serie de mitos griegos (Pélope e Hipodamia, por ejemplo) y si no
se trata de la hija, se trata entonces de la viuda del rey, como en el caso de

egeos con cultura similar a la Cretense). Corcira es la isla de Alcinoo, ya en la antigüedad se


identificó con la fabulosa Esqueria, patria de los feacios. Allí establecieron los corintos una
importante colonia en el s.VIII a de C. (cf. Howatson 1993).
2
Antropólogos como P. H. Stahl (1987: 39-61), quien ha trabajado sobre los países bal-
cánicos en tanto que sociedades profundamente patriarcales y agnáticas, encuentran grandes
similitudes entre estas sociedades tribales y las descritas por Fustel de Coulanges sobre las
sociedades antiguas. Añade como conclusión: «Estas pocas citas no agotan las semejanzas, y
no quiero probar en absoluto que las poblaciones analizadas —rumanos, serbios, montene-
grinos, griegos y albaneses del norte— han heredado de Roma y de la antigua Hélade sus ca-
racteres; su fin es únicamente el de poner en evidencia unos parecidos indiscutibles, que se
mantienen mejor allí donde el carácter arcaico de un grupo se ha conservado durante más
tiempo».
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 233

Edipo. En esos mitos y leyendas, ganar a la mujer implica ganar a la reale-


za. ¿Hemos de suponer que tras esas narraciones hay un fondo histórico,
que los pretendientes de Penélope pensaban en ella como Pélope en Hipo-
damia, como Edipo en Yocasta? Probablemente los pretendientes tenían de-
recho a pensar así» (XXXIX).
En esta tesitura, Miralles, conocedor de los textos clásicos, manifiesta:
«Podemos decir que en los poemas homéricos se conservan restos de una
concepción de la mujer como depositaria de una legitimidad estable, vincu-
lada a la tierra y a la casa: la mujer ostenta lo que el hombre debe ganar.
Sin el concepto de fidelidad tal como puede considerarse encarnado por Pe-
nélope, el hombre sólo tiene poder —en aquella concepción más antigua—
mientras mantenga el contacto con la mujer; desde este punto de vista, que
desde luego no se comprendió o no se quiso comprender en época histórica,
una conducta como la de Clitemnestra, que escogió a otro hombre cuando
el suyo se fue, no parece ni ilógica ni era considerada ilegal (p. XL). La que
ha decidido la situación ha sido Penélope, y a su regreso, Ulises no ha de
hacer sino estar a la altura de esta situación que ella ha logrado mantener
intacta para él» (p. LXI). La reflexión de Miralles es interesante, ya que
cuadra con buena parte de aspectos etnográficos contemporáneos a los que
me referiré más adelante.
Normalmente los textos griegos post-homéricos han servido de explica-
ción etnográfica tanto sobre su propia cultura como para explicar la de otros
pueblos con los que entraba en contacto, algunos de ellos con modelos so-
ciales no tan patriarcales como el correspondiente a la Grecia clásica. Estos
modelos han significado en su tratamiento posterior un sistema arcaico de
difícil comprensión —también algunos mitos prehelénicos—. Por ello, en
inicio existe un lastre semántico que ha influido en los juicios emitidos por
parte de los primeros estudios tanto de los clasicistas como de los antropó-
logos. Con todo la antropología aplicada a los textos clásicos, especialmen-
te desde la escuela de París (Vernant, Vidal-Naquet, Veyne) representa una
feliz unión para conseguir nuevas lecturas y significados.
En dos artículos (Roque 1988, 1996) avancé algunas teorías sobre el ca-
rácter uxorilocal del parentesco castellano, dado que los hombres venían a
casar y morar al territorio de sus mujeres. Me basaba principalmente en los
datos que había recogido en los registros concejiles y parroquiales en la zona
serrana castellano-riojana pero también en los datos proporcionados por la
bibliografía arqueológica y medieval. Nuevas fuentes reafirman mi hipóte-
sis con relación al continuum del ethos entre la zona celtibérica y la Castilla
medieval.
Si nos referimos a los textos greco-latinos que describen los pueblos mon-
tañeses de la Península Ibérica, Estrabón (siglo I a. C.) los define como un
régimen ginecocrático, dado el estilo de vida diferente de la sociedad pa-
234 MARIA-ÀNGELS ROQUE

triarcal griega: «Entre los cántabros, es el hombre quien dota a la mujer, y


son las mujeres las que heredan y las que se preocupan de casar a sus her-
manos; esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es cier-
tamente civilizado» (III, 4, 19). Aspectos a los que se une el hecho de que la
mujer se ocupe de la agricultura y que se practique la covada. También ma-
nifiesta el geógrafo griego que gran parte de los rasgos culturales descritos
se aplican asimismo a los celtas, tracios y escitas (III, 4, 17), dándonos un
espectro mucho más amplio que la pura observación local.
A Julio Caro Baroja debemos el primer estudio sistemático de la cultura
matriarcal de los pueblos septentrionales de la Península Ibérica. En su obra
Los Pueblos del Norte se manifiesta partidario de usar el término «derecho
materno» (1977: 527) en vez del solemne «matriarcado» de Bachofen3. Los
datos aportados sobre el derecho materno cántabro por Estrabón únicamente
son comparables, en cuanto a precisión (entre los que proporcionaron los au-
tores clásicos), a los de Heródoto relativos a los licios. Pero manifiesta Caro
Baroja que ni Heródoto, ni otros autores que hablan de la ginecocracia licia,
llegan a indicar características de orden económico tan fundamentales como
las proporcionadas por Estrabón sobre los pueblos del Norte de la Península.
Es interesante señalar que en la investigación llevada a cabo por Caro Baro-
ja en los diversos textos clásicos no haya encontrado rastro de «avunculado»,
o sea, que el poder real corresponda al hermano de la madre4. En realidad el
tema de la covada, a la que también se refiere Estrabón, nos remite a un as-
pecto simbólico y jurídico de reconocimiento de la paternidad en el territorio
uterino (cf. Roque, 1998). El padre asume un importante papel, no sólo como
generador, sino también como padre social, susceptible, pues, de dar su pa-
tronímico y de tener una representación importante dentro de la comunidad.
De aquí la importancia del matrimonio como sistema contractual.
Según Caro Baroja, los elementos matriarcales-agrícolas que se han en-
contrado asociados a España son de raigambre europea, occidental, acaso
Neolítica o como mínimo de la Edad de Bronce. «Los celtas y los grupos que
llegaron a nuestra península a partir del s. X a. C., no poseen los rasgos de
los indogermanos primitivos, sino que cultural y físicamente habían here-
dado muchos rasgos de los pueblos agrícolas occidentales, aunque su len-
gua fuese aria».

3
Contrariamente a lo que creyó demostrar J. J. Bachofen hacia 1860, las investigaciones
antropológicas han hecho ver lo que a menudo se ha considerado sociedades matriarcales,
cuando en realidad se trataba de unas costumbres matrilocales o matrilineales, perfectamen-
te compatibles con la dominación masculina.
4
Si bien en las inscripciones cántabras se han hallado cinco dedicaciones hechas al avun-
culus, ello no demuestra que existiera este tipo de institución, como dan a entender A. Bar-
bero y M. Vigil (1971: 220).
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 235

Caro Baroja y el prehistoriador Pere Bosch i Gimpera tuvieron una gran


intuición al relativizar las características indoeuropeas atribuidas como cul-
tura global para los pueblos europeos. Con posterioridad, principalmente en
los trabajos de Marija Gimbutas, entre otros, vemos que una parte impor-
tante de las cosmovisiones de estos pueblos tienen un fondo más antiguo
que persiste y que se asienta mal con la visión exclusiva indo-iraní. Los tra-
bajos de Marija Gimbutas sobre las creencias de lo que ella denomina «la
vieja Europa» pueden resolver algunos de los misterios y sobre todo relati-
vizar un cierto antagonismo entre lo mediterráneo, lo celta y lo germánico.
En los datos de Gimbutas que corresponden al área oriental europea apor-
ta rasgos que tampoco son patriarcales. En sus investigaciones toma el Da-
nubio, sube hasta el Dniester, bordea el Mar Negro, Austria, Polonia, Che-
quia, Rumania, Bulgaria, Ex-Yugoslavia, Ukrania, Balcanes, Grecia, Creta y
la Jonia. Sus estudios arqueológicos van del 6500 hasta el 3500 a. C. A di-
ferencia de los indoeuropeos, para los que la Tierra era la Gran Madre, los
habitantes de la Vieja Europa crearon imágenes maternas de divinidades del
agua y del aire, la Diosa Serpiente y Pájaro. Según Gimbutas, en la Vieja Eu-
ropa el mundo no estaba polarizado en masculino o femenino, como ocurría
entre los indoeuropeos. Ninguna parte se subordina a la otra; al comple-
mentarse mutuamente, su poder es doble (Gimbutas 1991).
Pero volvamos a Estrabón: ¿Qué quiere decir que heredan? ¿se refiere a
que las mujeres conservan las casas y las tierras? Dice que el hombre las
dota y también que ellas se ocupan de casar a sus hermanos. Vamos a utili-
zar la etnografía serrana para descifrar algunos de estos elementos de paren-
tesco. La etnografía de las sierras castellano-riojanas (Sierra de la Demanda,
Cebollera y Urbión) nos puede ayudar a reconocer algunos rasgos culturales
de los pueblos septentrionales de la Península Ibérica descritos por Estrabón,
no porque los cántabros o los pelendones se parezcan a los serranos, sino
porque estos últimos, salvando las diferencias históricas, manifiestan algu-
nos de estos rasgos por su ecología y por su estilo de vida en los que han per-
sistido la división del trabajo y del espacio hasta la época contemporánea.
Los datos etnográficos nos pueden ayudar a repensar algunos aspectos que
en la antropología clásica son vistos como evolucionistas y que son princi-
palmente funcionalistas, aunque también simbólicos en su concepción y
transmisión.
La vida indígena, con sus peculiaridades tribales, se conservó más o me-
nos transformada durante la época romana. Para Barbero (1992: 61-62), esto
no implica que el difusionismo de la cultura romana no influyera considera-
blemente en la Península Ibérica, de hecho las inscripciones con las que con-
tamos en la zona septentrional aparecen a partir de la romanización. Es difí-
cil observar en ellas una pauta indígena acerca de los patronímicos o
matronímicos, si bien son superiores en número los patronímicos. La necró-
236 MARIA-ÀNGELS ROQUE

polis de Lara es el más importante centro arqueológico de la zona de Salas


de los Infantes (Burgos) y en las estelas mortuorias se hallan inscripciones
semirromanizadas: hijos con nombre romano y padre indígena, mujeres que
conservan el nombre indígena frente al del padre o marido romanizados, etc.
Con todo, alrededor de un cincuenta por ciento de las estelas corresponden
a mujeres: madres, esposas. Predominan los nombres como Ambatus o Am-
bata, de clara estirpe celta. En algunas inscripciones el gentilicio se conser-
va claramente: Semproniae Ambatae Celtiberi.
La forma de denominar a las personas en la España tribal antigua, según
la conocemos por las inscripciones de la época romana, y la forma de deno-
minar a las personas en la España altomedieval son bastante parecidas. El
sistema gentilicio indígena constaba de tres elementos: a) nombre propio, b)
genitivo de filiación y c) gentilicio. Se da prioridad al parentesco territorial
frente al familiar.
Sobre el concepto casar, aplicado al matrimonio, J. Corominas manifies-
ta que su área sólo rebasa ligeramente los límites de la Península Ibérica. As-
pecto bien curioso, sabiendo que casar viene de casa (del latín casa = cho-
za, chabola), y que desde antiguo quiere decir «poner casa aparte, no tanto
en el sentido de construir una casa nueva, sino de dotar a un hijo para poner
casa»5.
En cuanto a la dote por parte del marido queda atestiguado en el Fuero
Viejo de Castilla 6: «Esto es Fuero Viejo de Castilla: Que todo fijodalgo pue-
da dar a su muger donatio a la hora del casamiento, ante que sean jurados,
auiendo fijos de otra mujer, o no auiendo…».

Los caballeros pastores

Los feacios eran reputados marineros, sin duda sus mujeres quedaban al
cuidado de la casa y del territorio como les ha pasado secularmente a las se-
rranas, dado que sus maridos se dedicaban a la trashumancia o a la carrete-
ría. La dedicación ganadera parece que fue la actividad económica más im-
portante y la primera que, con carácter general, se dio en los comienzos de
la ocupación medieval de las sierras castellano-riojanas. La proporción de
documentos que hacen referencia directa o indirectamente sobre el número
total de los manejados por los historiadores para los siglos IX y X es lo su-
ficientemente elevada como para permitir pensar que era la actividad eco-

5
Diccionario Etimológico de la Lengua castellana, vol. I, p. 904.
6
La mujer recibía en la época medieval una dotación por parte del marido, la cual no se
podía enajenar mientras ésta estaba viva. Esto ha quedado representado simbólicamente en la
ceremonia del matrimonio castellano por las arras.
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 237

nómica fundamental. Para García de Cortázar (1973) éste es el proceso de


delimitación progresiva de las respectivas vinculaciones —espiritual, juris-
diccional, política— entre explotación del territorio y vinculación ganadera.7
Las características geográficas particularmente de los valles más septen-
trionales —humedad, bosques y pastos, la existencia de amplios espacios
vacíos—, unida a una población débil numéricamente, y también el carácter
fronterizo de esta zona en disputa entre Castilla y Navarra durante la políti-
ca de colonización del siglo IX-X. Disputas que aparecen entre Fernán Gon-
zález y el rey García Sánchez, lo que favorece a los monasterios de la zona.
El conde Fernán González utiliza la fundación o vinculación de monaste-
rios, hasta un total de veinte, para conseguir el reconocimiento de la jefatu-
ra política. Del conde decían: «Más que rey parece caudillo de una banda de
hombres mitad guerreros mitad ganaderos» (1973: 333).
Julio Caro Baroja, en una de sus últimas lecciones en el CSIC (1991:
225), hablando de los pueblos de la Meseta Norte, decía sobre la ganadería
castellana que es algo fundamental para comprender la estructura social y
económica, y también la cultura de gran parte de Castilla: «Nos habla de ins-
tituciones importantísimas que se han tenido que crear y que modelar pre-
cisamente en función de una reconquista de un territorio que no ha estado
limitado, porque la ganadería castellana se caracteriza no por la transter-
minancia —en el sentido que tenían los pueblos del norte de una manera
más o menos a larga distancia— sino por la trashumancia en grandes dis-
tancias, con cañadas al norte y al sur, y por la institucionalización de la ga-
nadería en formas tales como la de la Mesta, que ha tenido vigencia hasta
la Edad Contemporánea aunque hoy no esté tan en boga. Pero en fin, no he-
mos de olvidar que todavía por Madrid hasta el año veintitantos había una
cañada ganadera que pasaba por la misma Castellana».
No obstante parece que la dedicación ganadera en la zona celtibérica vie-
ne de antiguo. Para el arqueólogo Salinas de Frías (1999: 282), la posible re-
lación entre hospitalidad indígena (teseras) y la ganadería trashumante cada
día toma un mayor interés entre los especialistas. En su estudio ofrece varios
mapas con relación a las expediciones militares de los pueblos de la Mese-
ta, a las rutas de trashumancia y a la distribución de los documentos de hos-
pitalidad.
Salinas manifiesta que desde los trabajos de García Bellido se viene ar-
gumentando la escasez de tierras y el desigual reparto de su propiedad como
explicación del «bandolerismo lusitano». Mientras que por otro lado se ma-

7
De 63 documentos, 23 hablan claramente de la importancia concedida a la actividad ga-
nadera en la región. Entre estos 9 aluden tan sólo al aprovechamiento de los montes, pastos
y prados; y 14 mencionan explícitamente la existencia de rebaños de las distintas especies ga-
naderas (García de Cortázar 1973).
238 MARIA-ÀNGELS ROQUE

nifiesta que la causa de las expediciones era la de procurarse botín mueble,


sobre todo cabezas de ganado. Ahora bien, si los lusitanos y vettones efec-
tuaban dichas razzias, que se supone que eran de los desposeídos, era por-
que tenían tierras y lugares donde llevarlos a pastar. Esto liga —el estar des-
poseídos de tierra pero al mismo tiempo tener lugares donde llevarlos a
pastar con el tipo de herencia que explicaba Estrabón—, o sea que la cua-
trería y el abigeato, actividades que a veces pueden ser concomitantes con la
trashumancia, no tienen que ver con la explotación agrícola del territorio y
sus formas de propiedad (Salinas de Frías 1999: 282).
Los pastos de Salamanca y de Cáceres son complementarios para una
ganadería trashumante que todavía hoy se practica. Los lugares donde apa-
rece un mayor número de documentos de hospitalidad corresponden, por
una parte, con el piedemonte de las cordilleras cantábrica e ibérica, tradi-
cional zona de pastos de verano y extremo de las principales cañadas ga-
naderas, y por otra parte los pastos de invierno de la baja Andalucía (1999:
289).
Pero no será hasta Alfonso X el Sabio cuando se cree la Mesta8 en 1223
como una institución encargada de proteger y desarrollar la ganadería tras-
humante en los años inmediatos a la reconquista del valle del Guadalquivir;
este organismo perduró hasta bien entrado el siglo XIX. La trashumancia en
este amplio periodo de tiempo orientó la producción de lana merina para la
exportación y las industrias pañeras.
Si nos centramos concretamente en los pueblos del Valle de Valdela-
guna (Burgos) podemos observar por lo menos desde el siglo IX-X como
la familia nuclear con propiedad privada coexiste con el comunalismo
clánico, constituyendo, al mismo tiempo, una comunidad aldeana con sor-
teo periódico de tierras que se usufructúan privadamente, pero que son de
la comunidad, y trabajando campos comunales conjuntamente, cuyo pro-
ducto revierte en el bien de la res pública. Los montes y bosques de las
comunidades serranas han representado y representan la parte clánica e
indivisa a la que tienen acceso todos los vecinos y que todavía funciona
hoy.
El vecino es, generalmente, una figura masculina que representa a la fa-
miliar nuclear ante la comunidad. Pero para ser vecino ha sido necesario has-
ta hace pocos años el matrimonio, o sea el pacto realizado en el territorio

8
Tenemos evidencia de que estas asambleas locales para el reparto de los animales des-
mandados se remontaban a los siglos V y VI de la España visigoda (Fuero Juzgo lib. VIII, tit.
4 ley 14). Sin embargo, no existe el indicio de que el nombre de «mixta» o mesta se asocia-
ra con esta costumbre hasta el s. XII. Las reuniones de pastores y propietarios de ganado per-
duraron, no sólo en Castilla, sino en el resto de la península, durante toda la Edad Media. En
Navarra se llamaban «meztas» y en Aragón «ligallos o ligajos « (Klein 1985: 25).
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 239

uterino (Roque 1996). Podríamos decir que los hombres acceden por medio
del pacto mientras que las mujeres actúan por derecho propio.
La tierra, en una economía pastoril, no tiene por qué representar la parte
más importante del patrimonio cuando se puede disfrutar comunalmente,
tanto en el pueblo de la esposa como en el propio. El vocablo ganado lo em-
parienta Menéndez Pidal, en los primeros textos medievales, con bienes
muebles, ganancias, dinero. En los pueblos serranos de la zona burgalesa y
riojana se llama hacienda al ganado, englobando el ganado lanar, el vacuno
y caballar. O sea, incluye todos los animales domésticos, y por ello cerdos y
gallinas. La carga semántica es bien clara, pues nunca se refieren a las tie-
rras de labor cuando emplean este concepto. Cuando hablan de estos últimos
bienes privados les llaman tierras o fincas9. Pues si contrariamente son tie-
rras del comunero las llaman suertes.
Se denomina hacienda a los animales porque pueden ser llevados, com-
prados y vendidos a voluntad, no pasa lo mismo con las fincas. Si el hom-
bre iba a casar a otro pueblo, lógicamente accedía a la vecindad en el pue-
blo de su mujer, o sea, en el territorio uxorilocal. Las tierras, huertas y casas
que poseyera serían de la familia de la esposa, o compradas en el territorio
donde morase como vecino con el dinero o ganado que aportase en dote. Po-
demos hallar aquí también un reflejo de la aportación que hacían las muje-
res cántabras para casar a sus hermanos o del botín conseguido en las gue-
rras y el pillaje por los jóvenes lusitanos. Por otro lado, Barbero (1992: 200)
ofrece el ejemplo de los visigodos en el siglo IV, entre los cuales la diferen-
cia estaba basada en la riqueza privada, sobre todo en los bienes muebles, ta-
les como el ganado o el botín de guerra10.
Es conocida la forma de sucesión matrilineal indirecta en la historia pri-
mitiva de varios pueblos, como por ejemplo la primitiva monarquía astur.
«La sucesión de suegro a yerno es una forma reconocida de herencia matri-
lineal. El oficio es detentado por varones pero se trasmite a través de las
mujeres, tal como explica Miralles que ocurre en los cuentos y en los mitos
griegos. Y también en la península ibérica a los inicios de la corona catala-
no-aragonesa y castellana el marido gobierna y tiene las funciones de rey por

9
Fincar (hincar) de figere, la n quizás se explique por el provincialismo norteño finsar:
«poner un mojón», finso: «hito», de fincar en el sentido medieval de «permanecer, quedar»;
como arcaísmo jurídico viene finca: en el sentido moderno de «propiedad inmueble» (cf. la
entrada «finca» en el diccionario de Joan Corominas).
10
Durante la Reconquista o en la América hispánica, como en otros pueblos actuales, las
cabezas de ganado eran, en un período que la moneda no estaba muy extendida, un valor im-
portante de cambio. Un valor que se podía transportar y que era susceptible de codiciar. So-
bre este último aspecto, existe abundante documentación de la cuatrería y al abigejato (Joa-
quín Costa y Sánchez Albornoz, entre otros).
240 MARIA-ÀNGELS ROQUE

haberse casado con la princesa11. En Castilla, las mujeres han tenido una ma-
yor fuerza para poder gobernar conjuntamente ya que su exclusión es in-
compatible con el Fuero Antiguo, que reconoce explícitamente este derecho.
Podríamos decir que éste es el sistema en el ámbito de la representación
vecinal que se ha dado en las comunidades serranas: el hombre puede acce-
der a la calidad de vecino en el pueblo de su mujer por medio del matrimo-
nio. A continuación proporcionaré ejemplos concretos de ello y demostraré
cómo los hombres consiguen, al ser vecinos de los pueblos de sus mujeres,
todo tipo de cargos de representación. Ello incide en la animadversión de los
serranos hacia los forasteros que buscaban novia y los rituales de inclusión
y de exclusión.

Exogamia y uxorilocalidad

Los pueblos del Valle de Valdelaguna (Burgos), y también los pueblos se-
rranos sorianos y logroñeses, son comunidades que, especialmente desde fi-
nales del siglo XVIII hasta los años 60 del siglo XX, se han caracterizado
por una fuerte endogamia. Se casaban dentro del mismo pueblo, de forma
que en los años cuarenta casi todos los matrimonios debían pedir dispensa
eclesiástica. Este comportamiento ha venido dado por la necesidad de unir
las tierras fragmentadas a cada partición que, de manera igualitaria, se ha
practicado entre los hijos y las hijas.
Pero en el Valle de Valdelaguna —y otros pueblos ganaderos como Ca-
nales, Monterrubio de la Demanda, las Viniegras— en los siglos XVI, XVII
y XVIII, cuando se dedicaban masivamente a la trashumancia de ganados
merinos a Extremadura, se observa una mayor exogamia dentro de los pue-
blos por lo que he podido constatar por diferentes documentos. De todas for-
mas, por mínima que haya sido la exogamia, la normativa observada es que
los hombres que no se casaban en su propio pueblo fuesen a morar al pue-
blo de su mujer, salvo alguna excepción, que recomendaba lo contrario. A di-
ferencia de la afirmación de Lévi-Strauss, no había intercambio de mujeres
sino de hombres en las comunidades serranas. Las mujeres permanecían en
sus respectivos lugares de nacimiento.

11
Artola (1999), hablando de este tema manifiesta: «La primera monarquía es la de Aragón
en 1137 tras el matrimonio del conde de Barcelona con la heredera del reino de Aragón. El ma-
trimonio es una forma de acceso al poder, pero no es compartido, no es el marido quien alcanza
el poder de la mujer, sino que la suplanta por completo. Es lo que pasa con Ramon Berenguer IV
y Petronila. El título de rey lo reserva Petronila para su hijo, pero el poder está en manos de Ra-
mon Berenguer, sin ningún conflicto, porque la condición de varón prevalece sobre los derechos
que la mujer tiene como hija del rey. Su naturaleza le impide gobernar».
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 241

Las familias de ganaderos más fuertes se casaban entre ellas, pero tam-
poco les importaba saltar de un pueblo a otro, llevándose las ovejas que les
tocaba en dote o en herencia al pueblo de su mujer, con la consabida dife-
rencia de recaudación dentro del Valle, porque se pagaba por el número de
animales. Esto lo vemos claramente manifestado en diferentes documentos.
Estudiando los registros eclesiásticos, vemos cómo una parte de los varo-
nes nace en el pueblo de su madre (matrilocalidad) y se casa y habita en el
pueblo de su esposa (uxorilocalidad). Los libros concejiles y de cofradías
nos muestran como fiador del nuevo casado llegado de fuera al padre de la
esposa y, frecuentemente, en el siglo XVII y XVIII, el primer domicilio dado
es el del suegro.
A parte de los registros eclesiásticos una buena fuente de información
para saber el nacimiento, residencia y estatus del vecino son los documentos
judiciales porque en ellos desfilan una serie de testigos que son obligados a
manifestar su situación personal. Para reafirmar mi tesis aportaré algunos de
dichos documentos que abarcan desde el siglo XVI hasta el XX, su proce-
dencia es varia, la mayoría pertenecen al Archivo Municipal de Valdelaguna
(Huerta de Abajo) y a los archivos concejiles de diferentes pueblos.
En un pleito del Valle perteneciente al año 1608, uno de los testigos ma-
nifiesta que tiene 52 años y explica que «es nacido natural y casado en di-
cho lugar de Huerta de Susso en el cual se crió y fue casado y velado y tuvo
vecindad hasta que tuvo la edad de cuarenta años al cabo de los cuales por
fin y muerte de su primera mujer se casó y veló por segunda vez en el lugar
de Tolbaños de Susso, ambos lugares inclusos emitidos en la Jurisdicción y
Consejo de dicho Valle de Valdelaguna en donde después acá ha sido y es
vecino asistente y residente de continua habitación y morada sin haber he-
cho ausencia para ir a vivir y morar a otra parte ninguna que haya sido de
consideración12, y ha sido Regidor del lugar de Tolbaños de Susso, dos años
y fiel de Pesas y medidas como lo es al presente dicho Valle nombrado y
electo por el diez o doce años poco más o menos, y usado y referido los di-
chos oficios y hallándose muchas y diversas veces en la Juntas y ayunta-
mientos que se hacen en el Valle en la ermita del Señor San Pedro».
Otro testigo «de treinta y tres años, poco más o menos, es natural nacido
y criado en Huerta de Susso y en el que asistió y residió hasta que tuvo edad
de veintisiete años, y siendo de dicha edad se fue a casar y velar y ha sido
y es vecino, de la villa de Riocabado distancia de camino de quarto de le-
gua, poco más o menos, de Barbadillo Herreros que es Jurisdicción con el
Valle de Valdelaguna y es muy cercano de los demás lugares, con los veci-
nos y otras personas de ellos ha tenido mucho trato y comunicación».

12
El período de la trashumancia en Extremadura, a pesar de ser más largo, no contaba a
efectos de residencia.
242 MARIA-ÀNGELS ROQUE

Un tercer testigo «es nacido y criado en Vallejimeno de donde siendo


mozo de edad de veintiséis años se fue a casar y velar a Quintanilla de Urri-
lla ha sido y es vecino asistente y residente de continua habitación. Ha sido
regidor de dicho Valle y teniente por otros interpoladamente veinte años
poco más o menos y ha sido electo y nombrado dos años por uno de los Al-
calde mayores y Justicia de la Jurisdicción. Tiene 64 años».
Podemos ver lo mismo en los libros de entrada a Cofradías. Por ejemplo
con relación a la vecindad de Julián de Sedano Martín de Barbadillo Herre-
ros que no obstante era nacido del mismo pueblo vemos que tiene las mis-
mas cargas que los demás, pero que su «fiador es su suegro Manuel Pablo.
Vecindad en la casa de dicho Manuel Pablo 1778».
En otro documento de 1795 pidió vecindad Joseph García Sainz, la que
fue concedida por todo el concejo con las mismas cargas y condiciones que
los demás, asignó casa en la de Ángel Sedano su suegro sita en el Barrio de
la Plaza.
Usaremos ahora una fuente distinta: un testamento efectuado en el siglo
XVIII, que contiene una serie de elementos que pueden aclarar algunas de
las informaciones titubeantes que nos ofrecían durante el trabajo de campo
los vecinos más mayores cuando les preguntamos sobre la dote matrimonial
que peor o mejor siempre se ha dado en estas tierras. Mis informantes ora-
les se refieren, como es obvio, a los últimos años. El testamento que expo-
nemos a continuación corresponde, no obstante, al siglo XVIII y nos aclara
el sistema propio de las familias con ganados trashumantes.
Doña Josepha Pérez de la Cuesta natural de Huerta de Arriba, vecina de
la villa de Neyla es viuda y en el documento dice que ha estado casada dos
veces. La primera vez casó en su pueblo con un hombre natural de otro lu-
gar que vino a morar uxorilocalmente. Pero del primer matrimonio con el
que tuvo un hijo varón no pormenoriza detalles, mientras que sí lo hace
con relación a la hija que tuvo del segundo matrimonio. Manifiesta: «Otor-
gué con D. Andrés García de la Cuesta mi segundo marido otorgar a la hija
de ambos cuando se casara 2000 ducados para soportar los gastos de ma-
trimonio, incluyendo en ellas 500 cabezas de ganado con su lana en apar-
cería en las posesiones de nuestra cabaña y lo demás hasta el cumplimien-
to de los 2000 ducados en tierras, ropa y ajuares y con que se entendiera
en cuenta y pago de la legítima. Además de las otras cincuenta ovejas que
entregué a la muerte de mi marido y las que él (el marido de la hija) trajo
al matrimonio andan en aparcería con mi ganado propio en las posesiones
que tengo en Extremadura van con de su cargo y administración por ha-
bérselas confiado desde que casó con dicha mi hija». Queda claro que es
el yerno quien se queda a morar en el territorio uxorilocal, y cómo junta
sus pertenencias con las de su suegra y se hace cargo de la hacienda de ma-
dre e hija.
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 243

La cuestión parece ser que la dehesa que tiene en Extremadura es propie-


dad de Doña Josepha —posible herencia de su familia troncal—, y que como
hemos visto en aquel momento tenía en aparcería las ovejas con su yerno
—o, mejor dicho, su yerno las tenía con ella—. Mientras que su hijo las te-
nía en otro lugar (posiblemente con su suegro / suegra). Señala que cuando
ella muera «se ha de partir todo por la mitad sin favorecer más a uno que
otro (habla de su hijo e hija)» y que «esto no tiene nada que ver con lo que
les tocó a cada uno de sus respectivos padres». El documento notarial es para
que no haya problemas de herencia con la dehesa de Extremadura, que debe
repartirse según el canon igualitario entre ambos hijos.
Hemos visto hasta ahora cómo los yernos que vienen de fuera juntan sus
propiedades con las de sus mujeres, pero para los que casaban dentro del
mismo pueblo, también estaba generalizada la siguiente norma, válida has-
ta los años cincuenta de nuestro siglo: durante el primer año de matrimo-
nio, poco más o menos, los cónyuges continuaban viviendo y trabajando en
sus respectivas casas familiares y, por la noche, el marido iba a dormir a
casa de la mujer, convirtiéndose esta forma en una especie de «matrimonio
de visita»13, costumbre que podemos extender a toda la comarca de Salas de
los Infantes. En este período, lo normal es que naciese uno de los hijos en
casa de los abuelos maternos. Pero incluso tomando residencia neolocal, tal
como se hace en los últimos años, es preceptivo que la mujer aporte la
cama y el colchón. Por lo tanto, de una manera simbólica y real, el matri-
monio se consumará y los hijos nacerán en el lecho aportado por la familia
materna14.
Si el hombre iba a casar a otro pueblo, lógicamente accedía a la vecindad
en el pueblo de su mujer, o sea, en el territorio uterino. Las tierras, huertas y
casas que poseyera serían de la familia de la esposa, o compradas en el te-
rritorio donde morase como vecino con el dinero o ganado que aportase en
dote. El joven que llegaba de fuera venía dotado con un tipo de bienes mue-
bles o con dinero para que juntamente con los bienes de su esposa pudiesen
establecerse. Algunas veces se han hecho permutas de fincas. Entre los da-
tos etnográficos cercanos que yo he encontrado con relación a la tierra y a
los bienes muebles tenemos un ejemplo. En los años treinta coincidieron dos
matrimonios exógamos: un hombre de Quintanilla de Urrilla casó en Ho-
yuelos de la Sierra, y otro de Hoyuelos casó en Quintanilla. Entonces, los
hombres intercambiaron las tierras que les tocaban por fraccionamiento de

13
Situación a la que el padre Schmidt, perteneciente a la escuela difusionista de Viena, ca-
lificaba como «matrimonio de visita», típica de las sociedades matrilineales. También se daba
en León (cf. López Morán, citado en Costa 1902).
14
Vide respuestas dadas en las Baleares: la mujer hereda la cama y el colchón «perquè se
l’ha guanyat» (porque se lo ha ganado); una percepción francamente diferente.
244 MARIA-ÀNGELS ROQUE

la herencia familiar que tenían en sus respectivos pueblos. Se llevaron las


ovejas y hacienda que sus padres tuvieron a bien otorgarles y el dinero que
pudiesen tener.
El que se casaba fuera del pueblo no perdía su derecho a la herencia de
fincas e inmuebles. En todo caso lo que hacía era vendérselo a sus hermanos
o a cualquier otro, y con el importe surtirse de nuevos bienes para elevar el
estatus económico en el pueblo donde era vecino.
Cuando la trashumancia desaparece y se fomenta la ganadería estante y la
necesidad de juntar tierras, la endogamia es la forma más viable. El hecho
de que tradicionalmente el hombre va a residir al pueblo de la mujer, incita
a casarse con mujeres del mismo pueblo. Precisamente las estructuras de co-
lectivismo agrario en su máximo rendimiento que caracterizaríamos como
ayuda mutua, turnos, parcelas roturadas de «parte pueblo», etc. se refuerzan
con la decadencia de la trashumancia que como hemos dicho se da a inicios
del XIX. En este sentido, el sistema colectivista se va perfeccionando hasta
recordar a Costa el sistema comunitario de los vaceos.
En lo concerniente al derecho a los aprovechamientos colectivos que son
imprescindibles en este tipo de economía, los vecinos formaban un corpus
cerrado frente a cualquier foráneo15 que pretendiese aprovecharse de su te-
rritorio, tal como antropólogos como Michael Kenny y Susan Tax manifes-
taron ya en sus estudios en los años setenta.
Lo mismo podemos decir del sistema endogámico que promueve casarse
con los del mismo pueblo y barrar el paso a los hombres que venían de otro
pueblo. Primero de forma simbólica y pactista —pagar la cantara de vino—
y no tan simbólica —echarlo al pilón de la fuente— y como en Quinar de la
Sierra en los años sesenta cambiando las Ordenanzas y haciéndolas más res-
trictivas. Es una necesidad orgánica que se manifiesta con la explosión de-
mográfica a finales del siglo XIX y el intento de administrar unos bienes re-
ducidos. Las mujeres continúan desarrollando las mismas actividades en la
comunidad, pero la mayor presencia de los hombres en el territorio reduce
su participación en las asambleas concejiles, excepto las viudas.

Conclusión

Nausicaa sabía que Ulises podría haber accedido al poder en la isla de los
feacios por el hecho de casarse con ella; no supo hasta la partida de Ulises
que éste ya era casado y rey en otra isla. El territorio y su representación del

15
Si este individuo iba a la zona comunal y usaba los viejos trucos de su pueblo natal, si
le cogía el guarda de dicho pueblo no le perdonaba porque no formaba parte del clan vecinal,
sino de otro diferente que en un momento determinado representaba intereses contrarios.
EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL... 245

poder en Ítaca los conservaba su esposa Penélope, al igual que hacían las se-
rranas cuando sus maridos partían hacia Extremadura.
Considerando que los hijos salían del territorio matrilocal e iban a morar
al territorio uxorilocal de sus esposas y que, por término general, hasta fina-
les del XIX o inicios de XX, la mortalidad infantil hacía estragos, lo más ha-
bitual es que el padre o la madre viudos viviesen con una hija o en caso de
ser varón con el hijo menor. Vemos como se nos iluminan aspectos socioló-
gicos de viejas historias que las culturas agnáticas han caracterizado de tra-
zos matriarcales.
Los ejemplos etnográficos que hemos ofrecido sobre la sierra castellano-
riojana, especialmente en la época de la trashumancia, nos desentrañan as-
pectos del porqué las mujeres podían casarse con forasteros, y cómo éstos,
por medio del matrimonio, accedían a la vecindad que les otorgaba la repre-
sentación y el poder en el territorio uxorilocal.

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EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS
PASIONES: PAISAJES DE LA EMOCIÓN EN LAS
FRONTERAS CULTURALES DE NUEVO MÉXICO

M.ª Jesús Buxó i Rey


Universidad de Barcelona

At the ultimate level of analysis honour is the clearing-


house for the conflicts in the social structure, the concilia-
tory nexus between the sacred and the secular, between the
individual and society and between systems of ideology and
systems of action.
JULIAN PITT-RIVERS
Honour and Social Status, 1974

Sin duda ha sido Julian Pitt-Rivers quien nos ha introducido a través del aná-
lisis del honor en los vericuetos de la pasión. Pensar antropológicamente frases
como, «muera yo, viva mi fama», incorpora todos los ingredientes excéntricos
y también toda la finura del orgullo, la arrogancia y el sufrimiento de vivir so-
cial y moralmente el honor y la fama. A pesar de la relevancia cultural del ho-
nor y la preocupación obsesiva y permanente del pensamiento occidental por la
pasión en la formación del carácter, la vigencia paradigmática de la razón ha
hecho desaparecer el sentido trágico de la vida, ha diluido el honor en presen-
tación social del yo y las pasiones en meros deseos. Es posible que la maqui-
naria intelectual haya conseguido dicotomizar razón y pasión, y con ello con-
248 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

trolar, supeditar, debilitar, o virtualizar tecnológicamente los pocos impulsos


que nos quedan, sin embargo, las pasiones siguen ahí, transitan en todas las ac-
ciones y las expresiones culturales enlazando las emociones y las sensaciones
con los saberes tácitos y los valores morales y estéticos (Buxó 1999).
Aunque actúa como una sustancia con fuerza propia, que se adueña del
cuerpo y las ideas, la pasión no es un episodio interno separable cultural-
mente de la sensorialidad y la cognición. Se trata, por una parte, de emocio-
nes contradictorias y sucesivas, amor, celos, ambición, envidia, odio, entre
otras, que producen simultáneamente felicidad y miseria, dolor y placer,
vida y muerte y con ello ruptura de límites. De ahí que todo lo que envuel-
ve la pasión adquiera un aire romántico-aventurero o un toque místico-tras-
cendental, pero también propicie la ruptura de dicotomías como mente y
cuerpo, alma y materia, real e irreal, pensamiento y acción abriéndose a te-
rritorios de la experiencia donde la razón por definición no se aventura. Y
así el individuo se presenta en la espléndida duplicidad de sus identidades y
combina rasgos prosaicos e idealizados, la vitalidad y la debilidad, el honor
y la villanía que no se oponen ni se excluyen como si el uno sin el otro no
tuviesen fuerza suficiente para entrar en acción. Y, por otra, se conjuga la in-
tensidad de las sensaciones —sufrimiento y placer— con la representación
de ideas, conceptos e intenciones —honor, éxito, prestigio, poder, riqueza,
bienestar— para producir significados y motivaciones múltiples, razonables,
ambivalentes y confusos siguiendo o contraviniendo los efectos o modelos
socialmente requeridos, así como expresando afectos y desafectos persona-
les en la vida social. Y todo ello se plasma en forma de ideales culturales, es-
téticos, religiosos, e incluso económicos que proyectan en el cuerpo y en el
paisaje la representación de las pasiones.
No es reciente la concepción del paisaje y el cuerpo como los escenarios
idealizados para significar, revelar, ocultar y agenciar emociones y sensa-
ciones. Así, en cada momento histórico, el Renacimiento, el Romanticismo
y otros, el escenario donde enmarcar la pasión y crear narrativas alusivas
—sea para expresar las fuerzas sobrenaturales, la iniciación, los vicios y las
virtudes, los combates amorosos, sea para revelar un orden universal y/o
principios morales— se sitúa en los paisajes y los jardines así como en pro-
yecciones alegóricas y rituales de la corporalidad en representaciones pro-
cesionales y teatrales.
La potencia metafórica e ideológica del paisaje procede del enlace entre
naturaleza, cultura y el carácter de las gentes que allí viven o vienen a vivir
y por lo tanto el paisaje no sólo es una versión de la naturaleza sino una for-
ma de experimentar la vida como lugar, tiempo y persona. En cuanto al cuer-
po, las formas de personalizar el paisaje se ajustan también a preferencias
culturales en el uso y la combinación de los sentidos anímicos y corporales
sea el olfato, el gusto, el oído, la visión, o las modalidades táctiles (Howes
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 249

1991). No todas las expresiones paisajistas y acciones corporales poseen


igual intensidad emocional y densidad sensorial en la construcción del yo y
el refinamiento de la identidad, lo cual se corresponde con la complejidad
ideativa y la forma de resolver problemas en cada tradición cultural.
En este sentido, me interesa contrastar dos formas culturales, la hispano
y la anglosajona que partiendo de ideaciones de la pasión bien distintas y
distantes hacen del paisaje de Nuevo México agencia de sus emociones y
sensaciones para aprender a vivir situaciones límite, en un caso, para elabo-
rar la identidad personal y étnica y, en el otro, para entender o aclarar los
sentimientos propios y sus contradicciones frente a una frontera idealizada
como wilderness. En su conjunto se trata de emociones hechas de ira, odio,
amor y ambición, así como sensaciones hechas dentro de la amplia gama del
dolor y el placer, que se personifican en un mismo paisaje pero que se tren-
zan culturalmente de forma distinta. En un caso en forma de pasión exacer-
bada y, en el otro, mediante la negación de las propias pasiones.
En Nuevo México, la situación de frontera de la realidad hispana, desde
la colonia y posteriormente la invasión angloamericana, genera un ambien-
te social duro y difícil, cargado de injusticias, pérdida de tierras y propieda-
des, que atentan contra la dignidad personal y la integridad comunitaria y te-
rritorial. El conflicto interpersonal e intrapsíquico resultante conlleva
emociones fuertes de rabia, odio, ambición y orgullo así como sensaciones
de tristeza, pena y aflicción que se canalizan y expresan culturalmente me-
diante la búsqueda ritual del dolor como vía de acceso a la reestructuración
de la identidad y el afianzamiento del orden comunitario. Sea desde las pro-
fundidades de la sensorialidad, sea desde las alturas de la imaginación ritual,
el cuerpo y el paisaje constituyen la materia prima donde encarnar la identi-
dad personal y territorial.
En cuanto a los anglosajones1, la vida de frontera genera situaciones no
esperadas, no deseadas y desvalorizadas al chocar sus expectativas con la
dureza del paisaje, un territorio inhóspito y sin ley, con ataques inesperados
de indios y bandoleros. Estas condiciones no encajan con la idealización de
la vida salvaje ni con el control de la naturaleza. De ello resultan emociones
y sentimientos contradictorias en los que la ira, el odio y el amor se conju-
gan con sensaciones de nostalgia, tristeza y placer que se expresan cultural-
mente mediante la personificación del paisaje como fuerza pasional. En dia-
rios y relatos, el paisaje se enfrenta o se apropia sensualmente de la persona
y la libera de su luchas o resistencias interiores excitando el afecto o encon-

1
Hay que tener en cuenta los matices de este etiqueta étnica, ya que la variabilidad de ori-
gen es grande: suecos, irlandeses, ingleses, franceses, y otros grupos europeos, no obstante,
estos grupos vienen aculturados por la homogeneización de los estilos de vida en el propio
proceso migratorio.
250 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

trando finalmente el gusto por todo aquello que antes generaba sentimientos
adversos.
Por lo tanto, desde formulaciones culturales distintas, y desde intereses
económicos y sociales diferentes, y sin un idioma cultural común excepto el
que pueda difundirse por el sentir romántico de la época, ambos colectivos
buscan resolver sus problemas personales e intrapsíquicos a través de la
fuerza representativa del paisaje como escenario en diálogo con la sensoria-
lidad corporal para conseguir el contrapunto equilibrador hacia la serenidad
interior y la transformación de la realidad exterior.

Dolor de Pasión

«La pena de la tarde estremece a mi pena


Se ha llenado el jardín de ternura monótona.
¿Todo mi sufrimiento se ha de perder, Dios mío,
Como se pierde el dulce sonido de las frondas?»
F. García Lorca en Meditaciones bajo la lluvia, 1921.

Hablar de pasión en la cultura hispana de Nuevo México obliga a bucear


en las turbulentas aguas del dolor. Y no de aquel dolor que adviene por en-
fermedad, desgracia, o voluntad divina y tiene que soportarse de forma es-
toica o aliviarse cristianamente, ni tampoco del instinto sádico cuya com-
pulsividad excede el control personal acomodándose en el registro ambiguo
de la legitimidad y el terror. Más bien hay que hacer referencia al dolor físi-
co entendido como una emoción íntima y buscado como un acto místico y
ritual. En el mismo, la activación sensorial del cuerpo en todas sus modali-
dades sensoriales vincula pasionalmente la identidad con la cosmovisión re-
ligiosa y mágica, el paisaje lleno de quebradas, cañones angostos, mesas
cortantes y desiertos, y toda suerte de emociones de ira y sentimientos anta-
gónicos y ambiguos resultantes de la imposición de una realidad política y
legal cuya magnitud se desconoce. En esta experiencia ritual del dolor, el
cuerpo como espacio interno y la etnicidad como paisaje externo se tejen en-
tre sí metafóricamente y activan sensaciones diversas para expresar el con-
flicto y resolver la ambigüedad y ruptura de la propia identidad personal y
territorial.
En el marco de la Etnología comparada, el énfasis en la representación y
la activación del dolor se contextualiza en el ámbito del ritual. Sea trance,
danza, martirio público, iniciación juvenil, duelo mortuorio o representación
teatral, el dolor ayuda a transitar emocionalmente en situaciones de crisis,
ambigüedad, miedo o simplemente de desestabilización política. En este
sentido, el ritual no es sólo una representación del sistema ideativo y su ex-
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 251

presión sensorial correspondiente, sino un locus performativo donde se ex-


perimenta el pensamiento mediante la manipulación de objetos y la intensi-
ficación de los sentidos y se piensan las sensaciones con finalidades diver-
sas. De ahí su eficacia reguladora, transformativa, creativa y catártica tanto
en la creación de mecanismos de transformación de la propia existencia or-
dinaria (las cosas pueden no cambiar pero sí la forma de verlas), en la tras-
gresión e inversión de coordenadas y límites, como en la innovación del or-
den moral, en la producción de emociones fuertes de bienestar y vínculos de
unidad, reconciliación y solidaridad sociales. Cohn (1970) nos recuerda que
en la época medieval, la situación de desestabilización económica y política
y la resultante ambigüedad cultural, provocaron movimientos de flagelantes
y desde el siglo XIV la práctica de la autoflagelación fue adoptada por er-
mitaños de las comunidades monásticas lo cual se hacía para conmover a
Dios, para que depusiera su ira, perdonara sus pecados y ahorrara los gran-
des castigos que de otro modo les afligirían en esta y en la otra vida.
En Nuevo México ha pervivido hasta la actualidad la Cofradía de Nues-
tro Señor Jesús Nazareno, una hermandad de flagelantes compuesta por Her-
manos de Sangre y de Luz que surge a mediados del siglo XIX. Indepen-
dientemente de la rareza de estas prácticas, y de la falta de registros para el
siglo XX, no obstante la flagelación, como ideación sensorial, se encuentra
profundamente enraizada en las frondas de la historia, en la memoria, en las
creencias de la tradición hispana, así como en sus expresiones folklóricas y
literarias. Incluso hoy, los alabados penitenciales, con letra en castellano,
son parte del patrimonio reivindicativo de los jóvenes hispanos que ya sólo
hablan en inglés 2. Ahora bien, ¿de dónde procede y cómo transita la tradi-
ción del dolor como pasión en la cultura hispana?
En breve repaso histórico, en la época misional de esta frontera del Nor-
te, la mortificación y el martirio se idealizaron exageradamente e incluso
fueron alentados desde España por una de sus más firmes defensoras, la san-
ta Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665) que llegó a ser consejera es-
piritual del Rey Felipe IV. Esta monja concepcionista-franciscana, que po-
seía el don de la bilocación al cual ella gustaba llamar «su secreto de los
favores sobrenaturales», estimuló el gusto por el sufrimiento y el martirio a
los misioneros franciscanos en todas sus luchas contra el mundo, el demo-
nio y la carne. En sus arrobamientos o éxtasis, ella consiguió viajar en vue-
lo místico tres ó cuatro veces a Nuevo México y Texas llevando como alas
a San Francisco y a San Miguel para ir a predicar a los Indios Pueblo. Y de

2
No hay que olvidar que si bien estas prácticas nos parecen lejanas en el tiempo y en el
espacio, todavía hoy en Soria, se práctica ritualmente la flagelación en las calles de San Vi-
cente de la Sonsierra, y en otras regiones se rumorea o hay listas de espera para jóvenes que
quieren ingresar en las cofradías penitenciales de Semana Santa.
252 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

este hecho todavía hoy queda recuerdo en una asociación de Ágreda en Be-
aumont (Texas) en cuya iglesia cuelga un cuadro de la Santa catequizando a
los indios. Y en la concreción de la vida cotidiana, Fray Salvador Guerra
(1660) relata a sus superiores que, al ver que los indios practicaban la dan-
za de la kachina, y golpeaban a un niño, se enfureció tanto que se flageló y
lo hizo con tal fuerza y coronó su cabeza tan reciamente con espinas, que los
indios boquiabiertos dejaron de danzar. Se dan, asimismo, casos de martirio
no sólo en la entrada, sino también coincidiendo con la expulsión de los es-
pañoles por parte de los Indios Pueblo en 1680, y también hay alusiones ico-
nográficas de autotortura genital como consta en las imágenes de los cristos
de cuya parte baja del faldellín caen gotas de sangre.
Los franciscanos imparten un mensaje religioso basado en que las pala-
bras y los hechos de la vida de Cristo son acontecimiento reales y por ello
sufrir es la divisa o la insignia de aquellos que quieren triunfar como parte
de la revelación del diseño de Dios, pero a la vez, en estas remotas tierras
este mensaje se reafirma como el retorno ideal a la iglesia primitiva de Cris-
to. Y esto se traduce en un espiritualidad primigenia, práctica y personal, en
ocasiones con matices próximos a la creencia popular, el tono apocalíptico
y las actitudes antisacerdotales, y también se apoya en representaciones tea-
trales y penitenciales. Sin embargo, la dureza y la pobreza de la vida de fron-
tera hace que la praxis misionera y los estilos de vida tengan que orientarse
hacia la resolución de los problemas básicos de la supervivencia cotidiana
de manera que las expresiones emocionales del sufrimiento y el dolor que-
dan pronto situadas en los altares en forma de alegorías personificadas del
Cristo doliente y el carro de la Muerte o la doña Sebastiana —morir flecha-
do—, así como en representaciones teatrales llenas de humilde simplicidad
donde escenificar la vida de un Dios Hombre que nace, padece, agoniza,
muere y resucita de entre los muertos3.
No es hasta principios del siglo XIX que la acción penitencial directa
vuelve con fuerzas renovadas mediante la instauración de la cofradía de los
Hermanos de Sangre y de Luz. El contexto etnohistórico nos indica que, al
aislamiento habitual de las comunidades españolas de la frontera del norte,
se suma en 1830 la independencia de México de España, lo cual produce una
ruptura en la continuidad de la influencia franciscana, sea por expulsión o
por que ya quedaban pocos frailes, y, a esto se añade además el aislamiento
territorial, que procede de la transición política y el descontrol del propio go-
bierno de México cuyos problemas internos no le permiten alcanzar la ad-

3
En el teatro secular en el que los elementos del paisaje y la valentía son expresiones
constantes: En los Comanches por ejemplo, Don José de la Peña dice:
Yo quebrantaré la furia, que son la más alta peña, soy peñasco en valentía, en bríos y en
fortaleza, esas locas valentías, son criadas de la soberbia que tanto infunde el valor.
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 253

ministración de las provincias del Norte. En los archivos de Nuevo México


con cierta anterioridad al período de la independencia de México de España
en 1820-21, se registran datos procedentes de las visitas de los obispos de la
Iglesia Católica que se alarman ante el estado deplorable de la administra-
ción espiritual de las comunidades de los españoles y las misiones de indios4.
Aunque las noticias más alarmantes hacen referencia al descubrimiento de
asociaciones penitenciales sin precedentes y de las que nada se sabía. En
1831, en la inspección episcopal que lleva a término el Obispo de Durango,
Zubiría y Escalante, se notifica que los hermanos penitentes de la Villa de
Santa Cruz actuaban, según se decía, desde 1820 y se advierte de su peligro
potencial para la Iglesia. En 1836, bajo una nueva constitución, Nuevo Mé-
xico se convierte en Departamento pero sigue siendo zona frontera y esta
vez debido a la entrada progresiva de nuevos colonos extranjeros, vaqueros
y rancheros, procedentes de Texas y otras zonas del Este. En 1848 se pro-
duce la separación de México y la anexión a los Estados Unidos que queda
sellada con el Tratado de Guadalupe Hidalgo.
A partir del momento en que los nuevos conquistadores anglo-americanos
amenazan y actúan impunemente apropiándose de los bienes y las propieda-
des hispanas, las cofradías penitenciales extienden sus funciones sociales de
ayuda mutua por orfandad, enfermedad, y muerte, hacia la creación de redes
de fraternidad defensiva de su identidad cultural y territorial. Así, la instau-
ración de estas cofradías no sólo sirve para organizar la convivencia y re-
solver problemas cotidianos, sino también para reafirmar sus creencias y ca-
nalizar sus emociones y sensaciones de incerteza en busca de fuerza interior
y solidaridad comunitaria. Con el nuevo gobierno angloamericano, la mis-
ma Iglesia Católica, preocupada por la religiosidad popular de los hispanos,
modifica la composición étnica de los curas y autoridades eclesiásticas lo-
cales, enviando sacerdotes y obispos franceses, como el obispo Lamy y el
obispo Salpointe. No sólo se quiere imponer a estas comunidades hispanas

4
Estas noticias sorprenden porque rompen el paisaje idealizado que mantuvieron las mi-
siones franciscanas para convencer a la Corona y a otras instituciones de la relevancia del
proyecto de sacar a los indios de la oscuridad de la idolatría a través de la purgación, la ilu-
minación y la unión, y a la vez de la necesidad constante de obtener fondos y sínodos para
mantener las misiones. En la Visita de Don Juan Bautista Ladrón de Guevara (1817-20) se in-
dica que sólo quedan veintitrés frailes y en julio de 1826, el libro de actas del segundo visi-
tador general Don Agustín Fernández de San Vicente señala una lista de nueve frailes y cin-
co curas. Se describe que la gente muere sin confesión y extremaunción, apenas se administra
la eucaristía, los cuerpos permanecen sin enterrar varios días y los niños son bautizados a cos-
ta de mil sacrificios. Hay desgraciados que se pasan la mayor parte de los domingos del año
sin oír misa, las iglesias están casi destruidas y la mayoría de ellas no pueden ser llamadas
templos de dios. Las misiones y las curacías no tienen pastores y se encargan misioneros tem-
porales, franciscanos, de manera que los parroquianos sólo les ven unos pocos días al año.
254 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

un catolicismo ortodoxo lejano a las expresiones propias de su religiosidad,


sino que se producen duros enfrentamientos entre estos obispos y los sacer-
dotes locales de origen hispano, como el Padre Martínez, creador del primer
libro de ortografía en español para que aprendan a escribir y así puedan de-
fenderse mejor en sus litigios. Con la llegada del tren en los años 1880 se in-
crementa la inmigración, la especulación y la apropiación de tierras, las im-
posiciones y las inconsistencias legales, y toda suerte de fricciones e incluso
persecuciones ideológico-religiosa, especialmente de imagen social, proce-
dentes de los rancheros y clérigos protestantes5 así como la prensa sensacio-
nalista interesada por el surrealismo de la flagelación y su vinculación con
el terrorismo de los bandoleros locales (Buxó 1994).
Ante este medio hostil y la situación de acoso, incluso desde dentro de la
misma iglesia católica, las cofradías penitenciales incrementan su secretis-
mo, lo cual hace que queden asociadas a las gavillas de bandoleros, y a mo-
vimientos como el de las Gorras Blancas que, todavía en 1889, se dedicaban
a romper y a quemar las vallas y las construcciones en terrenos que habían
sido parte de sus propiedades comunales y que habían pasado a ser propie-
dades de anglos e hispanos enriquecidos y considerados localmente agrin-
gados en sus modos y costumbres. En esta ofensiva también hay alguna que
otra excepción. Y este es el caso de Lummis, un estudiante de Harvard que
viaja con el arqueólogo Bandelier por el Suroeste en 1893 y que presencia y
luego describe escenas rituales de los Penitentes haciendo énfasis en el pai-
saje de Nuevo México. Así en su libro The land of Poco Tiempo (1975, 61),
dice:

As the midnight wind sweeps that weird strain down the lonely cañon,
it seems that wail of a lost spirit. I have known men of tried bravery to
flee from that sound when they heard it for the first time. A simple air on
a fife made of the cariso seems a mild matter to read of, but its wild
shriek, which can be heard for miles, carries and indescribable terror with
it... «The oldest timer» crosses himself and looks asking when that sound
floats out to him from the mountain gorges.

Ahora bien, cabe preguntarse ¿no es suficiente el sufrimiento de estas du-


ras condiciones de frontera para qué tengan que recurrir además a la disci-
plina penitencial, especialmente en una época, bien entrado el siglo XIX , en
el que el dolor sacrificial ha quedado hace largo tiempo relegado al plano
mental y teológico? ¿Por qué las emociones y las sensaciones son potencia-
das en la exacerbación o exageración pasional?

5
En la Reforma protestante, el dolor es un mal que hay que combatir lo cual contrasta con
la relación que establece el creyente con el dolor en el Catolicismo.
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 255

A mi entender, si bien esta cofradía penitencial usa el cuadro piadoso de


la Pasión de Cristo, el dolor de pasión no se inscribe en la redención de pe-
cados, esto es, arrepentirse, limpiarse y liberarse del sentimiento de culpabi-
lidad que propicia el discurso de la Iglesia, y por extensión abarca toda una
comunidad moral. Con esto quiero decir que, aun siendo esta expresión cul-
tural de la pasión, parte de la tradición del dolor cristiano entendido como
elección, devoción, purificación, expiación, hasta llegar al goce del dolor
como parte del misterio del sufrimiento, no obstante la finalidad se modifi-
ca y adopta un sentido y unas características distintas. En estas condiciones
de frontera y, al vincularse al paisaje y a la identidad secular, la práctica del
dolor adquiere un carácter transgresor semejante al que propone Hertz
(1999, 33) al referirse a la idea de pecado:

la noción de pecado como transgresión del orden moral referido a la


sociedad religiosa no tiene un carácter permanente ni esencial. No hace
falta remontarse a la prehistoria, ya que en el Antiguo Testamento la pa-
labra pecado se aplicaba frecuentemente a actos que a nuestro juicio tie-
nen una relación con la moral más bien lejana. Se utiliza para denotar
contactos imprudentes o terriblemente peligrosos con objetos cargados de
una energía divina, con lo cual más que vincularse a una ética espiritua-
lista queda cerca de las infracciones o profanación del mundo físico.

¿Cómo expresar y canalizar toda la ira y el odio que las condiciones de


violencia cotidiana ejercen en estas comunidades que ya viven expuestas a
toda suerte de emociones fuertes: robos, raptos, borracheras, tiroteos, y, a la
vez, encontrar vías afectivas y sensoriales en las propias expresiones cultu-
rales donde adquirir el coraje y la valentía y con ello reestructurar la identi-
dad personal y comunitaria?
En este contexto, no hay apelación posible al honor ni a representaciones
teatrales que resulten en sí mismas suficientemente performativas y resolu-
tivas para expresar y canalizar la ira, el odio, el amor, el coraje y la valentía
y que, a la vez, constituyan una expresión antiestructural de una communi-
tas que se enfrenta a iglesias y poderes propios y ajenos 6. Se construye así
una praxis emocional y sensorial potenciada en el sentido de la pasión me-
diante la disciplina penitencial del cuerpo y un antidiscurso moral donde ca-
nalizar las tensiones y así forjar el carácter frente a las propias debilidades y
el enemigo. Esto es, conseguir mediante el dolor corporal el sentimiento de

6
Al igual que en la Edad Mediad, el honor se carga de tal carácter mítico que lo acerca al
pecado, ciertas ofensas son tan mortales como el propio pecado hasta el extremo de desear la
muerte como liberación.
256 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

identidad como valentía, coraje y recursos morales para resistir la adversi-


dad y, a través de la participación vicaria de la comunidad en un mismo es-
pacio y tiempo rituales, reforzar la identidad territorial y étnica.

Contexto actancial: Tiempo y espacio rituales

Al hacerse cargo del culto religioso, esta cofradía penitencial sitúa el es-
pacio ritual fuera de la Iglesia, en la morada o casa de devoción penitencial
que se construye en las afueras del pueblo7, y mantiene el tiempo cuaresmal
del miércoles, jueves y viernes de Semana Santa para dramatizar la pasión
de Cristo.
Así se describe en documentos privados y de archivo, y en la tradición
oral, que durante el período cuaresmal, cada viernes noche hasta Semana
Santa se oía el sonido prolongado de un pito que un pitero hacía sonar para
abrir paso a dos hermanos de Luz con linternas que acompañaban a un pe-
nitente. A la madrugada, el flagelante, encapuchado en negro, los pies des-
nudos pisando las heladas piedras y el cuerpo descubierto hasta el torso y
vestido de cintura para abajo con dos lienzos o un pantalón blanco, empeza-
ba a darse latigazos rítmicamente contra la espalda, una vez a un lado y otra
vez al otro, cada dos o tres pasos, con un látigo de yuca trenzado. Lenta-
mente, dolorosamente, la espalda goteando sangre hasta los pies y el cuerpo
pesado y frío, el flagelante y sus acompañantes se adentraban en el bosque
y seguían por las gargantas angostas y solitarias. También durante la Por-
ciúncula, a primero de agosto, se celebraba un velorio y una procesión de pe-
nitentes donde el pitero hacía sonar su silbato mientras los Hermanos de
Sangre se flagelaban seguidos de los Hermanos de Luz y la comunidad que
iluminando el camino con linternas, iba cantando alabados e himnos.
El miércoles de Semana Santa se congregaban en la morada o lugar ritual
alejado de la Iglesia y del núcleo de población, y ahí se elegía el mayordo-
mo que tenía que suministrar cada día la ración de comida para los herma-
nos que hacían abstinencia y ayuno. El oficio más relevante de ese día se de-
nominaba Las Tinieblas. Al final del mismo se cerraban las luces para
representar la oscuridad que ocurría en el momento de morir Cristo Señor.
Catorce velas se colocaban en un soporte triangular de madera y se iban apa-
gando sucesivamente empezando por la de más abajo al ritmo de los salmos

7
Es un habitáculo que constituye un espacio ceremonial distinto al de la iglesia, hecho
para las prácticas religiosas de la Hermandad, y que nada tiene que ver con la arquitectura re-
ligiosa hispana y rara vez se construye en el pueblo, situándose en lugares alejados y recón-
ditos y ahí es donde posteriormente se desenvuelve el secretismo religioso-político de la or-
ganización de los Hermanos Penitentes.
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 257

penitenciales que hacían referencia a los once apóstoles, y tres velas dedica-
das a las tres Marías hasta llegar a la luz central que representaba la muerte
del Cristo. Esta vela era llevada por un resador a la parte posterior del altar
y allí seguía el canto hasta volver al altar y entonces se encendía de nuevo
para representar el rayo y la resurrección mientras se decía: «salgan vivos y
difuntos que aquí estamos todos juntos.» En esta morada se congregaban
mujeres y hombres, y los penitentes iban con la cara cubierta y el cuerpo
descubierto hasta la cintura, se arrodillaban en el suelo y hacían sonar las
matracas, las cadenas y el pito entre gemidos y oraciones. Al terminar la ce-
remonia, todos, excepto uno de los penitentes se iba a la habitación secreta
y el que permanecía en la estancia se estiraba en el suelo junto a la puerta, y
el Hermano de Luz que le acompañaba pedía a los congregantes que en
nombre de Dios pisaran o pasaran por encima del penitente.
El Jueves de Pasión, a las dos de la tarde se hacía el emprendimiento. Los
hombres llevaban la estatua de Nuestro Padre Jesús Nazareno, coronado con
espinas y vestido con una túnica larga roja, y este paso guiaba la procesión
hacia la iglesia. Un resador, leyendo el prendimiento y el juicio de Cristo,
caminaba tras la estatua seguido de una hilera de mujeres. Desde la morada,
al lado opuesto del pueblo, dos filas de Hermanos de Luz representaban a los
judíos. Estos llevaban pañuelos rojos atados a sus cabezas, con un nudo en
la punta imitando un yelmo, así como cadenas de hierro y matracas. Prece-
didos por el centurión, iban al encuentro de la otra procesión. Al cruzarse, se
detenían delante de la figura y preguntaban: ¿quién eres? Los hombres que
llevaban la estatua contestaban: Jesús Nazareno. Entonces los judíos ataban
las manos de la figura con una cuerda blanca, mientras el jefe del grupo leía
la sentencia de arresto. A continuación hacían sonar las matracas, hacían rui-
do con las cadenas y luego regresaban a la morada llevándose el paso.
El Viernes Santo, estos dos grupos seguían tomando parte de la ceremo-
nia. Esta vez el grupo que dejaba la iglesia llevaba la estatua de Nuestra Se-
ñora de la Soledad, vestida en negro, con un manto negro en la cabeza sobre
el cual se insertaba un halo de plata brillante. La procesión que procedía de
la morada llevaba la estatua del Cristo y al encontrarse a medio camino con
la otra, se escenificaba el encuentro de Jesucristo con su madre. Una de las
mujeres con un paño blanco se acercaba de rodillas a limpiar los sudores de
la cara de la figura, mientras el resto de las mujeres lloraban apenadas. Y al
regresar la procesión, el resador leía pasajes sagrados relativos al encuentro.
Más tarde, aún de día, empezaba la procesión de Sangre en dirección al cal-
vario en lo alto de la colina. Los flagelantes en solitario o en grupo, con las
cabezas tapadas en negras capuchas y los pies descalzos, se imponían peni-
tencias, siempre acompañados por otros Hermanos, en un paisaje de cami-
nos pedregosos donde al rítmico golpear del látigo se unía el lamento de la
flauta, el canto de los alabados y los gemidos de los asistentes. En el trayec-
258 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

to añadían nuevas dosis de dolor y sufrimiento, a veces atándose una pesa-


da cadena de hierro a los pies, otras echándose a la espalda un fajo de espi-
nas de cactus llamadas entrañas que, a cada paso, se iban hincando en la car-
ne, y en ocasiones cargando a la espalda, cubierta con una áspera manta,
largas y pesadas cruces de madera. En la procesión iban dos filas de peni-
tentes encapuchados arrastrando una carreta con la estatua de la Muerte, la
comadre Sebastiana, y, de vez en cuando, un acompañador de esta peniten-
cia añadía una piedra grande para que fuera más penoso tirar de la carreta.
En el centro de la procesión, unos llevaban la estatua de Nuestro Padre Je-
sús y otros una cruz mientras un resador iba leyendo las estaciones. La co-
munidad asistente se arrodillaba y al levantarse cantaban alabados entre los
cuales cabe destacar el de Las columnas:

En una columna atado,


Estaba El Rey del Cielo.
Herido y ensangrentado
Y arrastrado por los suelos.
Si lo quieres aliviar,
llega, alma a desgrabiar
a la paloma divina
ay Jesús, ay mi dulce dueño
desagrabiar te queremos
recibe, poder amoroso
las flores de este misterio.

Y esa columna, representada en conjuntos iconográficos con el Cristo fla-


gelado, implicaba otro dolor de penetración. Al modo de un coito místico, el
penitente se abrazaba a una columna llena de espinas o entrañas durante
unos cincuenta minutos hasta caer desmayado o transfigurado, como si se
llegara a las puertas de la muerte, lo cual provocaba el llanto emocionado de
las mujeres.
En la representación de las Tres Caídas, se elegía un hermano para repre-
sentar a Cristo. Se le cargaba a la espalda una pesada cruz y en la cabeza se
le coloca una corona de espinas de cactus. Lentamente, el penitente arras-
traba la cruz por el camino rocoso mientras los hermanos de luz caminaban
a ambos lados, uno leyendo las Tres Caídas y el otro, actuando de Simón Ci-
rineo, le ayudaba a levantar la pesada cruz cuando caía vencido por el peso.
Junto al Calvario, un grupo de Hermanos de Luz había excavado un aguje-
ro y apilado un montón de piedras y, al llegar el hermano Cristo, le tendían
sobre la cruz, le ataban con cuerdas y a continuación levantaban la cruz fi-
jándola con piedras. Alrededor de la cruz se arrodillan los hermanos con las
cabezas inclinadas, rezaban y recitaban las siete últimas palabras. El cruci-
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 259

ficado las iba repitiendo hasta que su voz fallaba, se debilitaba extenuado y
sus miembros colgaban. Entonces era bajado y, envuelto en una sábana, lle-
vado de regreso a la morada.
Sin duda se trata de un complejo ritual místico basado en la imitación dra-
mática de la pasión de Cristo, cuya eficacia se adscribe a la activación cor-
poral en todas las modalidades sensoriales, color, ritmo, sonido y mortifica-
ción cutánea hasta conseguir la sensación de dolor y si acaso el éxtasis. Y,
sin embargo, la finalidad no es exclusivamente de unión mística, sino con-
seguir reforzar la valentía personal, y quizás revelar recursos íntimos igno-
rados frente al caos de un mundo, extranjero e invasor. Y, en la participación
colectiva, estas escenas de gran intensidad emocional y de efectos desgarra-
dores trasladan el dolor individual a la comunidad que vive de forma vica-
ria la esencia del misterio divino alcanzando su salvación en forma de inte-
gridad espiritual y comunitaria. Y, en el contexto de invasión en el que viven,
esto contribuye a redimir catárticamente sus propios angustias y miedos, a
renovar la pertenencia y solidaridad del grupo y a reforzar la identidad co-
munitaria.
En la descripción de este proceso ritual, cabe subrayar la repetición, la rit-
micidad, la exageración, el contraste de colores y la secreción de substancias
diversas, sangre, lágrimas y sudores, así como la condensación, el desplaza-
miento y la contraposición de los símbolos icónicos correspondientes. Así,
al recorrer los penitentes los caminos flagelándose, la sangre derramada sa-
craliza la tierra y el territorio y, en muerte ritual, vuelven para renacer a la
morada, o lugar iniciático de los cofrades y de acogida de la comunidad. Son
ingredientes sensoriales básicos el sonido del pito, el ritmo de los pasos y el
flagelo, los gemidos y el llanto, el silencio circundante, la visión parcial y
oscura por estar encapuchados, la hiperventilación estimulada por el largo
recorrido de un trayecto tortuoso y empinado, el contraste del sudar por el
esfuerzo de la subida con el frío del andar descalzos e ir medio desnudos, el
sufrimiento del azote constante sobre la espalda y el aceptar la humillación
de recibir más y más castigos. Se llega así progresivamente a la condición
de máximo dolor, en la flagelación, crucifixión y columna, fusión de cuerpo
y alma que conduce al estado teopático descrito por los místicos como una
experiencia mezcla de dulzura celestial y dolor penetrante donde todos los
sentidos se suspenden y el trance penetra a modo de dulce muerte. Todos los
elementos constitutivos del simbolismo ritual, que activan culturalmente la
sensorialidad, enmarcan eficazmente la estimulación corporal y anímica de
tal suerte que la producción del dolor no resulta dañina psíquica y física-
mente sino todo lo contrario, más bien terapéutica y renovadora. La neuro-
fisiología aporta pistas para entender el mecanismo de integración del dolor
y el stress físico mediante la estimulación de factores neurofisiológicos y
cognitivos —tacto, audición, visualidad y cinesia— que alteran la bioquí-
260 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

mica de las conexiones neuronales mediante la activación funcional del sis-


tema opiáceo neuroendocrino. En el proceso ritual, la activación reiterada
del dolor conduce a la secreción de agentes opiáceos endógenos —la ence-
falina, la betaendorfina y otros posibles péptidos— lo cual produce poste-
riormente efectos de analgesia, euforia y antidepresión. Esto explica la ca-
pacidad de soportar el dolor, e incluso la progresión reiterada del mismo
durante el rito, pero, en especial, la recuperación posterior tanto física como
psíquica y social.
En este punto, cabe preguntarse qué ocurre a continuación y el día des-
pués. Con tanta tensión, derroche de energía y transubstanciación parecería
que el aire y la tierra se tendrían que detener, pero lo cierto es que después
de la dureza de la disciplina los ayudantes simplemente curan las heridas con
agua de romero y al día siguiente, excepto en algunos casos como el de un
joven que llegó a flagelarse unas 250 veces, se les veía trabajando tranqui-
lamente en el campo junto a la acequia. Algunos relatos cuentan (Jarami-
llo1972, 18):

a medianoche del viernes santo, se van de la morada a su casa, y a ve-


ces esto implica recorrer cuarenta millas. Aunque quizás, lo más sorpren-
dente es que por esta tortura cabría pensar que son hombres muy devo-
tos, pero no es así y con frecuencia ésta es toda la dedicación religiosa
que realizan hasta la próxima cuaresma. Incluso se dice y se sabe que de
entre ellos hay buenas personas, pero también asesinos y ladrones que
creen expiar sus pecados con estas penitencias. Así, en una ocasión, un
flagelante pidió que le dejaran entrar en su capilla privada y se disciplinó
dejando las paredes, que hacia poco habían sido pintadas, manchadas de
sangre. Y justamente ese hombre fue reconocido por los miembros de la
familia Jaramillo como el ladrón que les había robado uno de los corde-
ros más gordos del corral. Y se reían de lo acertado del dicho popu-
lar: «Penitente pecador, ¿por qué te andas azotando? Porqué me comí un
carnero gordo y ahora lo ando desquitando.

El Sábado de Gloria empezaba el regocijo, pero en algunos casos más que


alegría había diversión: se celebraban así bailes por la noche y se tomaban
refrescos de vino, bizcochos y dulces, costumbre que era motivo de crítica
por parte de los párrocos en sus sermones, y escritos de prensa. Aunque hay
que recordar que, en los alejados pueblos del norte, el cura les visitaba muy
de vez en cuando, y las gentes y sus hermandades seguían sus propias cos-
tumbres y maneras de celebrar. Sobre este particular, cabe preguntarse sobre
la espontaneidad y la reinvención de tradiciones de este sacrificio ritual y
práctica del dolor en una zona de frontera profundamente mestizada por los
matrimonios mixtos y la interculturalidad de la vida cotidiana.
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 261

Sin entrar en la discusión de la vinculación de estas prácticas con otras


búsquedas del dolor entre grupos indígenas de la propia zona y más al nor-
te, no se puede obviar la transmisión de saberes tácitos vía matrimonial, el
rapto de mujeres, las incursiones de caza y los intercambios comerciales y el
estraperlo que durante siglos mantuvieron, incluso con grupos de las pra-
deras. Fray Alonso de Benavides (1620) ofrece datos sobre rituales de gue-
rra de los Pueblo en los que el jefe de guerra era cruelmente flagelado y re-
cibía las burlas y otras mofas que tenía que saber recibir, y de su fortaleza y
serenidad se extraía la confirmación de su valentía y calidad guerrera. Cabe
destacar también otro elemento simbólico sincrético, la asociación madre-
tierra-morada-kiva. No siendo la morada una kiva, centro ceremonial indí-
gena pueblo, puesto que no esta enterrada, ni es formalmente lo mismo, sin
embargo constituye una analogía funcional. En su calidad de lugar oculto
y secreto traslada la experiencia sensorial de la oscuridad y la luz al amplio
campo semántico del mores, la cueva, la madre la tierra y las costumbres
que, a su vez, contrasta con la relevancia cultural de la luz, y el uso de las
luminarias que son símbolos enclíticos en todas las celebraciones (Buxó
1997).
Desde la etnología y el dibujo Catlin (1842) nos ofrece información de
gran impacto sobre el ejercicio social del dolor en grupos de las praderas, los
Mandan, que en 1832 y en años sucesivos, practicaron rituales de dolor, en-
tre ellos la Danza del Sol. Se trata de un ritual que dura habitualmente tres
días y tres noches en el cual el autosacrificio constituye la vía para alcanzar
la visión y el trance, y con ello fuerza anímica. La purificación previa se
hace en casas de sudar y se pasa y fuma la pipa (calumet), se hacen carreras
a través de la nieve y se siguen ayunos y restricciones alimentarias antes y
durante la danza. Destacan también símbolos icónicos aparentemente coin-
cidentes como el silbato hecho de hueso de águila que suena para proteger y
dar fuerza, los cantos, los gemidos y los lamentos de la audiencia, la perfo-
ración de la piel supramamilar del pecho para pasar el espetón que le sujeta
al cordón de cuero del cual va a tirar en su carrera para desgarrarse y este
cuero va unido al palo totémico a cuyo alrededor danza durante horas hasta
conseguir la visión o el tránsito. Al igual que la cruz en el alto del Calvario,
el palo totémico es la caracterización arquetípica de la fuente y la canaliza-
ción del poder cósmico. Según cuenta Serrán Pagan, antropólogo que ha ob-
servado y ha dialogado con participantes que se desgarran en la Danza del
Sol, una vez el danzante ha recibido su visión, el cuerpo permanece quieto,
frío como la piedra mientras se entiende que el alma le abandona para reali-
zar su viaje shamánico. Bajo la supervisión del jefe de la Danza del Sol, una
vez caído, sus compañeros sitúan su cabeza en dirección al palo totémico
para que reciba todo el poder cósmico, y también en esta situación son cu-
rados con agua de romero. Y, ¿después qué? Al igual que los hispanos, al fi-
262 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

nalizar el ritual, los participantes, incluso los que se desgarran, antes cogían
sus caballos, ahora coches, y vuelven a casa sin más.
Así, al modo de las viejas alegorías medievales, la imitación o la viven-
cia del dolor de pasión en un drama ritual representa la crisis espiritual y la
trascendencia. En pleno siglo XIX, pasa a constituir una resolución emocio-
nal y sensorial de problemas derivada de una situación de incerteza y stress
cultural por la magnitud de una invasión que atenta contra la integridad per-
sonal y comunitaria. En definitiva, la actuación penitencial aporta la efica-
cia que permite resolver contradicciones entre las creencias y las forma de
vida propias (ser creyente y bandolero) e iluminar y dar valor a ser valiente
ante el peligro y la ambigüedad de nuevas condiciones socioculturales. Y
esto repercute intersubjetiva y vicariamente en la renovación y catarsis del
grupo y en la creación de sentimientos de comunión y comunidad, autoafir-
mación y solidaridad, para así resistir y defender mejor su identidad local y
legitimidad territorial.
No todos los hispanos, sin embargo, viven esta realidad de frontera de la
misma manera, aunque sí comparten el gusto por las emociones fuertes. En
el libro autobiográfico de Miguel Antonio Otero, My life on the Frontier,
1864-1882, siendo de familia hispana rica y notable, educado en la universi-
dad de San Louis, afirma en pocas palabras su disgusto por los actos peni-
tenciales que considera son propios de nativos desesperados y bajos que prac-
tican rituales horribles y enloquecidos. Dice en pocas palabras (1987, xviii):

some of the most desperate and lowest and meanest of the natives, and
the rituals they practiced were ghastly and foolish.

En cambio se entretiene en describir minuciosamente la agitación perma-


nente de la vida de frontera: los tiros, las peleas, los indios robando las mu-
las, las persecuciones, el cazar perros salvajes, y los viajes de nobles euro-
peos que buscaban nuevas emociones como la hija de la reina Victoria, la
princesa Luisa y su marido el Marqués de Lorne, el Duque de Rutland y su
esposa that wished to live in true western style, camping out in a large wall
tent, y, en especial el gran deporte de riesgo, las cacerías. De ahí que expli-
que con gran viveza de detalles y exalte la valentía del gran duque Alexis de
Rusia quien en 1871 pasó varios días dedicado a la caza del búfalo acompa-
ñado por una gran comitiva de reporteros, fotógrafos oficiales, subalternos
de la armada, cocineros, camareros y criados, y con la asistencia del Gene-
ral Sheridan, el general Custer, Buffalo Bill, Texas Jack, y, entre otros dis-
tinguidos invitados, sumaron más de 150 personas. Cuenta así (idem, 53):

the buffalo were grazing just behind the rise in a beautiful little valley.
At sight of the party, they started to run, but the swift horses soon over-
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 263

took them, and the Grand Duke killed a fine bull and two cows... The buf-
falo never deviated in their course, advancing directly toward the Grand
Duke and his companions... It really began to look serious for the distin-
guished guest... but guiding he his horse in a complete circle, he came
back to the vicinity of the maddened bull and waiting until the animal had
turned in his direction, he dropped the big fellow dead with one rifle shot.

Paisajes sentimentales: de la construcción ideativa


del wilderness a la experiencia emocional de la frontera

«...the whole of nature is a metaphor of human mind»


Ralph Waldo Emerson, Nature, 1883

Al principio apuntaba que me interesaba destacar el contraste entre dos


ideaciones de la emoción y las sensaciones bien distintas y distantes, la his-
pana y la anglosajona porque ambas hacen del paisaje de Nuevo México
agencia de sus pasiones para representar y personificar la situación de in-
certeza e inseguridad con la que se enfrentan ante la dureza de las condicio-
nes de vida en la frontera. Si la resolución emocional de problemas busca en
el caso hispano la exacerbación de la pasión, en el otro, se elaboran las emo-
ciones fuera de toda pasión para expresarse culturalmente mediante la deli-
cadeza de los sentimientos y los sentidos. Esto genera contradicciones y am-
bivalencias en la consideración del wilderness y la frontera y, mientras
algunas experiencias pioneras se ajustan a la rigidez de los sistemas de cre-
encias y las etiquetas, otras son seducidas y apropiadas sensualmente por la
fuerza del paisaje liberando las luchas y las resistencias internas de viajeros
y colonos hasta el extremo de llegar a hacer profesión de la naturaleza sal-
vaje y recóndita.
A diferencia de la espontaneidad, la impulsividad y la exageración de las
prácticas hispanas, que en la consideración angloamericana corresponden al
temperamento natural, el puritanismo, siguiendo la reflexión de Pitt Rivers
(1992) que señala la redefinición del honor y la desaprobación de cualquier
forma de extravagancia, reorienta la disposición de las emociones y las sen-
saciones y las orienta hacia la formación del carácter, lo cual también inci-
de en las elaboraciones estéticas del siglo XVIII y XIX.
En breve repaso histórico y como nos enseña Weber en la Ética Protes-
tante y el espíritu del capitalismo (1973), el ascetismo protestante busca su-
perar el status naturalis, librar al hombre de los impulsos irracionales y su
dependencia del mundo de la naturaleza y con ello sujetarle a la supremacía
de la voluntad con propósito. En la colonia americana se reelaboran estas
264 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

ideas y surgen nuevos matices como el metodismo de John Wesley. El mis-


mo Weber indica que, a diferencia del calvinismo que estimaba engañoso
todo lo sentimental, algunos movimientos en Estados Unidos reorientan la
conversión como un acto sentimental de manera que la formación del carác-
ter no sólo es un progreso espiritual, sino que contribuye a la realización de
los propios sueños, la mejora de las maneras personales y la mejora de la so-
ciedad. Así, las maneras, la razón y el deber se unen como una cruzada mo-
ral para crear una nueva realidad, especialmente en la elaboración imagina-
ria del wildwest. El mundo salvaje, o por explorar, es un lugar de moral
wilderness, un símbolo poderoso del corazón oscuro y por domesticar del
hombre, y por ello un lugar de pecado a redimir, un jardín a cultivar y una
tierra donde erigir iglesias.
Esta ideación cultural coincide con una larga tradición filosófica en el tra-
tamiento de las pasiones que desde Descartes y Spinoza, entre otros, intenta
reorientar la pasión en la dirección del deber ser y el carácter. En líneas ge-
nerales, el territorio de las pasiones corresponde a la manifestación de las
emociones y las sensaciones de forma ardorosa, febricitante, entusiasta, o
extravagante y, en tanto que conducta personal, se entiende que constituyen
un peligro para la virtud. En la vida social anglosajona del siglo XVIII se
adiciona a la virtud el canalizar las emociones hacia el refinamiento perso-
nal, esto es, pasar de la extravagancia de la pasión a la delicadeza del gusto
y las maneras. En este sentido, en el Tratado de la Naturaleza Humana
Hume (1977), especialmente en el apartado sobre la delicadeza del gusto y
la vivacidad de las pasiones, explica que no hay porqué sentirlo todo, como
si el cuerpo fuera un territorio ocupado, sino que las pasiones pueden es-
conderse al ojo humano bajo la capa de la delicadeza. En este sentido, es me-
jor situar las emociones en aspectos estéticos, que en la vida cotidiana o en
los accidentes de la vida, lo cual ayuda a separar a los individuos de su pa-
siones vulgares, modela sus manera y mejora la sociedad. Esto quiere decir
que las alegrías y las penas deben ser llevadas a la prudencia y así las emo-
ciones se convierten en sentimientos que se limitan a la cortesía y a la con-
versación amable.
No hay que olvidar, sin embargo, que este mundo de las maneras convi-
ve a lo largo del siglo XIX con el romanticismo. Esto plantea un choque
constante y atractivo con la idea romántica de que la pasión es la garantía de
la individualidad que, además, se manifiesta mediante la expresión abierta
de sentimientos íntimos, peculiares y extravagantes como el amor tormento-
so, el orgullo implacable, el enojo sin contención y las lágrimas torrenciales.
En uno y otro caso, el marco donde experimentar la delicadeza y la extrava-
gancia se sitúa en los paisajes, en un caso amparándose en el paisajismo de
parques, jardines y huertos, y, en el otro en una apreciación por lo descono-
cido, lo exótico y lo salvaje.
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 265

Así, a una naturaleza regulada y transformada en paisajes suaves y subli-


mes, el romanticismo añade ideas extravagantes de eternidad o emociones
de admiración, terror e imponencia, revalorizándose los paisajes exóticos,
las montañas rocosas y agrestes, los seres extraños y la vida en solitario. En
Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Be-
autiful (1757, 1985) Burke expresa que la idea de terror y horror en relación
con la naturaleza procede de la exaltación, la imponencia y la delicia más
que del miedo y la repugnancia. Incluso Kant más tarde en Observations on
the Feeling of the Beautiful and the Sublime (1764, 1932) distingue entre dos
sensaciones en las cuales es posible que los rasgos salvajes del mundo natu-
ral: las montañas, los desiertos y las tormentas, no sólo forman parte del de-
leite de los sentidos, sino que pueden considerarse estéticamente agradables.
Y así se llega progresivamente a un punto intermedio entre la delicadeza y
la extravagancia que es lo pintoresco basado en una apreciación de las cua-
lidades agradables de la naturaleza irregular y agreste que son representati-
vas de lo primigenio y la nobleza innata. Lo solitario y lo misterioso se trans-
forman en admirable hasta el extremo que la categoría de lo sublime termina
siendo el impulso de las excursiones y el turismo doméstico.
De ahí surgen toda suerte de asociaciones simbólicas que amplifican la
emocionalidad del paisaje a la idea de Dios y la conquista de la tierra salva-
je como un recurso moral, la idealización de lo primitivo entendido como
vida en la naturaleza y la vinculación del paisaje con la idea de nación y la
vida salvaje como inspiración del nacionalismo. Es interesante recordar los
viajes que hace Alexis de Tocqueville en 1831 para ver la realidad salvaje de
América, y que resalta en su libro Democracia en América (1945) al co-
mentar que en Europa la gente habla mucho de la vida salvaje, pero que los
americanos son insensibles a las maravillas de la naturaleza inanimada. Y
también los viajes de Washington Irving cuya estimación por la sublimidad
de la naturaleza hace que volviendo de Europa en 1832 realice un viaje al
wild west por tierras de indios kanas y oklohomas. Y de ahí su libro A tour
of the Prairies (1835, 1956). Por no citar las novelas de Fenimore Cooper,
entre ellas The Pioneers (1823) y The Prairie (1827) y toda la escuela pic-
tórica denominada Hudson River School.
En la complejidad de estos mensajes religiosos, sociales y estéticos se
concentra toda una psicología ambiental de las emociones en la creación del
salvaje oeste. La concepción del wilderness es interpretable y produce sen-
saciones y emociones ambivalentes: es el mundo animal, confuso, extraño,
ajeno, de seres exóticos, pero también es tierra a explorar y una realidad mo-
ral para hacer fructificar en nombre del progreso y la religión. En esta fron-
tera de valores y emociones que oscilan entre la repulsión y el aprecio, los
pioneros y los colonos tienen que aprender a adaptarse así como construir y
situar la propia identidad.
266 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

En Nuevo México, la ideación del far west y el wild west constituye el


paisaje de choque entre la convencionalidad de la utopía social y el imagi-
nario pastoril y granjero, y la fuerza salvaje del ambiente de frontera y la lu-
cha personal por la supervivencia. En los escritos de viajeros y autobiogra-
fías, esta confrontación se describe de muchas maneras. En algunos casos
este paisaje físico y humano confunde y solivianta el ánimo ya que la
conciencia puritana y la delicadeza de las maneras han sido formadas para
protegerse de los estímulos y las emociones salvajes. Es de interés el diario
de Susan Shelby Magoffin, Down the Santa Fe Trail and into Mexico, 1846-
47, en el que expresa emociones contrapuestas, el rapture ante la belleza del
paisaje calificado de pintoresco y sus propios rubores, incluso la repugnan-
cia por algunas tradiciones hispanas, excepto cuando éstas adquieren la for-
ma de buenas maneras (1962, 130, 205).

It is surrounded by most magnificent scenery. On all sides are stu-


pendous mountains, forming an entire breast-work to our little camp si-
tuated in the valley below... De nuevo on the open, the prairie again, but
with rather more variety than before. We are surrounded, in the distan-
ce, by picturesque mountains, a relief to the eye when one is accustom-
ed to behold nothing save the wide plain stretched far on all sides meet-
ing the edges of the bright blue sky and appearing more like water than
land... We left camp this morning at 7 o’clock crossed «Red River,» a
picturesque little stream winding its way from the mountains, to the
great Arkansas...
The women slap about with their arms and necks bare... but little more
than cover their calves up above their knees and paddle through the wa-
ter like ducks... I am constrained to keep my veil closely over my face all
the time to protect my blushes...
And now I have reason and certainly a good one for changing my opi-
nion; they are certainly a very quick and intelligent people. Many of the
mujeres came to the carriage shook hands and talked with me. One of
them brought some tortillas, new goat’s milk and stewed kid’s meat with
onions... They are decidedly polite, easy in their manners, perfectly free...
What a polite people these Mexicans are, although they are looked upon
as a half barbarous. I have rather taken a little protege, she is pretty in her
face and in her manners, though her garments are not the best... Doña Jo-
sefita, a very interesting and lady-like girl of twenty two years, she is af-
fable, perfectly easy in her manners, and I think if some of the foreigners
who have come into this country, and judged of the whole population
from what they have seen-on the frontiers, would, to see her a little time,
be entirely satisfied of his error in regard to the refinement of the people,
although I have not judged so rashly as most persons...
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 267

Ciertamente, este diario refleja las ideas sentimentales sobre el wilderness


y las maneras femeninas, que coinciden con la feminidad que presentan las
secciones de prensa y las revistas dedicadas a la mujer de la época, así como
las protagonistas de novela. Ciertamente, los novelistas oscilan entre un pro-
totipo de mujer frágil, débil y pasiva, y un perfil de personajes fuertes que
se disfrazan de hombre y actúan de manera ruda. Finalmente, las aguas vuel-
ven a su cauce, la profunda emoción del amor les devuelve la sensibilidad y
la finura de las buenas maneras. En este paisaje de frontera donde los patro-
nes regulares de comportamiento se desdibujan, la vida se transforma en ini-
ciación de manera que la expectativa de realización personal se convierte en
un renacimiento. Así, a través de las emociones y las sensaciones las prota-
gonistas van descubriendo inhibiciones escondidas, instintos y gustos. En
No life for a lady, Anne Moorly Clevealand (1874, 1977) escribe su vida en
la frontera y dedica el libro a las mujeres pioneras cuyas historias nunca po-
drán ser contadas adecuadamente y cuyo coraje, fortaleza y determinación
sirvió para sostener los elevados ideales que han contribuido a hacer Améri-
ca. El relato parte de su llegada a Las Vegas, New México, en 1884, donde
disparan a su padre y la madre viuda tiene que enfrentarse a toda suerte de
dificultades, alarmas y miedos, y así al llegar al hotel pide una habitación en
estos términos: «please give us a room that is not directly over the bar, I’a-
fraid these bullets will come up through the floor.»
El aislamiento social y la complejidad adaptativa de la vida de frontera
hace que algunas mujeres descubren otras formas de vida que resulten más
adecuadas a sus apetencias y afectos de tal suerte que, incluso algunas pre-
fieren quedarse con los indios que las han raptado. Otras, buscan expresiones
emocionalmente más fuertes y aventureras que las consideradas apropiadas
en su trasfondo cultural y de ahí el prototipo de mujer de frontera, tanto en el
mundo anglo como en el hispano. En este caso es sugerente la descripción lle-
na de emoción de Ulibarri en «Mi abuela fumaba puros» (1977, 24):

Crecí al lado y a la distancia de mi abuela, entre tierno amor y reve-


rente temor. Pero ante el dolor: «Ni una sola lágrima. La voz firme. Los
ojos espadas que echaban rayos. Tomó control total de la situación. En-
tró en una santa ira contra mi padre. Le llamó ingrato, sinvergüenza, in-
dino (indigno), mal agradecido. Un torrente inacabable de insultos. Una
furia soberbia. Entretanto tomó a mi madre en sus brazos y la mecía y la
acariciaba como a un bebé. Mi madre se entregó y poco a poco se fue
apaciguando. Nada de lágrimas, nada de quejumbres, nada de lamentos.»

En sus relatos, los exploradores y los viajeros también presentan emocio-


nes ambivalentes que entrecruzan sensaciones de desagrado y fascinación,
aunque pronto se transforman en sentimientos de liberación ya que el paisa-
268 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

je represente la fuerza del deseo, las tentaciones y los límites de la morali-


dad. En este sentido, la espectacularidad del paisaje salvaje promueve la in-
tensificación del deseo y los sentimientos lo cual conduce a liberar su espí-
ritu de los condicionamientos mentales anteriores, especialmente aquellos
orientados a triunfar sobre la naturaleza.
Esto da rienda suelta al imaginario. En la expresión de sus emociones fe-
minizan la naturaleza salvaje y así paisaje y mujer pasan a ser vías de libe-
ración. En un caso, la tierra maternal es una realidad penetrable en la cual
cabe abandonarse al modo de una regresión al claustro materno, que carac-
teriza al hombre solitario absorbido por los atractivos del bosque salvaje, y
en el otro, se establece una asociación placentera entre la naturaleza salvaje
y el atractivo exótico de las mujeres hispanas que se abre a toda suerte de
fantasías y sentimientos nostálgicos sobre un mundo libre. Así el comer-
ciante Gregg viaja entre 1831 y 1840 siguiendo el Santa Fe Trail y escribe
un diario en el que relata las emociones y las sensaciones que le provocan el
paisaje y las costumbres de las gentes. Bajo el título Commerce of the Prai-
ries (1954, 77 ) nos describe la excitación de esos encuentros:

«the wagoners were by no means free from the excitement on this oc-
casion»…«looking southward a varied country is seen, of hills, plains,
mounds and sandy ondulations... far beyond these and low in the horizon
a silvery stripe appears upon and azure base, resembling a list of chalk-
white clouds.»

En su último viaje en 1839, expresa su predilección por las praderas, la li-


bertad perfecta del ambiente hasta el punto que, después de esa libertad, en-
cuentra difícil vivir en un lugar donde (idem, 72):

my physical and moral freedom are invaded at every turn by the com-
plicated machinery of social institutions.

Y, por último decide que la única solución es volver a lo salvaje. Es apre-


ciable que en esa decisión de volver hacia sí mismo no deja de haber dejos
del primitivismo y de la nobleza innata de l’Emile de Rousseau en cuanto su-
giere la idea de que la felicidad del hombre decrece en proporción directa al
grado de civilización.
De la misma época, otro viajero, Lewis H. Garrard, explica los senti-
mientos que despierta el paisaje al despedirse del Oeste y hace un perfil nos-
tálgico de sus reacciones y de las gentes del lugar (1938, 234, 273):

Bidding Sadler «good-bye» we made our way up the pass. Attaining


to some elevation, I turned in my saddle to take a last view of the beau-
EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES... 269

tiful valley, where we passed a few days, so replete with interest, and di-
versified with scenes tragic, comic, and domestic.
The New Mexicans, when weakest, are the most contemptibly servile
objects to be seen; and with their whining voices, shrugs of the shoulder,
and bastardly expression of their villainous countenances, they commend
themselves unreservedly to one’s contempt. But, when they have the
mastery, the worst qualities of a craven’s character are displayed in re-
venge, hatred, and unbridled rage. Depraved in morals, they stop at no-
thing to accomplish their purpose...
The sun and water cheered us, and we felt pleasure in the anticipated
prospect of sleeping in the open... The green cedar and pine, the mellow
light of the sun gleaming through the branches, and the twittering of
dusky-colored birds, induced a dreamy state... We were under the in-
fluence of the harmony of nature, tobacco, and Taos whisky... We were
all gratified with the idea of being «free» once more, and so few of us
made camp desirable. That night, I with a bunch of cigarillos from a Cas-
tillian-descended senorita, and they with pipes, sat by the blaze, in a de-
cidedly musing mood. In my dreams, rebozas, black eyes, and shuck ci-
gars were mixed in admirable confusion.

No se puede concluir sin la perspectiva teórica que de la frontera americana


hace el historiador Frederick Jackson Turner, especialmente por el énfasis que
otorga a las emociones en la America fin de siècle. En el discurso leido en la
American Historical en 1893 sobre «The significance of the Frontier in Ameri-
can History», Turner atribuye al Oeste la responsabilidad de toda virtud y vicio
americanos. El Oeste se proyecta en forma de madre-tierra y en esa proyección
de la american wilderness hecha mujer se construye simbólicamente un nuevo
lugar y destino donde renacer y regenerarse. Dice así (1920, 1991, 48):

European men, institutions, and ideas were lodged in the American


wilderness, and this great American West took them to her bosom, taught
them a new way of looking upon the destiny of the common man, trained
them in adaptation to the conditions of the New World.

Pero, ¡ay!, cuando termina la frontera y el mundo salvaje, y no hay más


tierras donde depositar el impulso y la confianza. Entonces viene la frustra-
ción y sólo cabe la expresión de rabia y odio contra la tierra que tanto pare-
cía prometer, y de ahí toda la destrucción y la polución que va desolando el
paisaje del continente.

Then the closing of the frontier served only to officially acknowledge


the fact that there were no more landscapes left upon which to project the
270 M.ª JESÚS BUXÓ I REY

pastoral impulse; it was, in short, the final frustration. And, as with all
frustrations, pollution of the continent is just one of the ways we have
continued to express that anger. That we can no longer afford to do so is
obvious; our survival may depend on our ability to escape the verbal pat-
terns that have bound us either to fear of being engulfed by our physical
environment, or to the opposite attitude of aggression and conquest.

Sin duda el paso por el Oeste, la frontera, y el paisaje salvaje, no apaci-


guaron las emociones, sino que despertaron toda suerte de pasiones. Los his-
panos hacen de la pasión una resolución estética de problemas que proyec-
tan en su corporalidad y paisaje, y que se caracteriza por trasladar, disolver
y hacer renacer la complejidad de sus emociones a través de la propia acción
ritual. Mientras que en la realidad cultural anglosajona, las contradicciones
que brotan de la elaboración del wilderness, como aventura y realización
personal y a la vez como un ethos comunitario lleno de formulas de control
y cortesía, contribuyen a generar emociones e impulsos ambivalentes y con-
trapuestos. Unos de vuelta a la naturaleza en solitario para encontrarse con-
sigo mismo, y otros de lucha por imponer un orden lineal y de progreso, que
no siendo ritual, y teniendo sólo la cobertura de la politeness, incrementa la
ira, anger, por haber puesto fin al sueño, la visión y el deseo de un paraíso
salvaje convertido progresivamente en tecnología y turismo.

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SOPRANNOMI IN SICILIA

Nara Bernardi
Università di Palermo

Una di quelle frasi o parole, ci farebbe riconoscere l’uno


con l’altro, noi fratelli, nel buio di una grotta, fra milioni di
persone. Quelle frasi sono il nostro latino, il vocabolario dei
nostri giorni andati, sono come i geroglifici degli egiziani o
degli assiro-babilonesi, la testimonianza d’un nucleo vitale
che ha cessato di esistere, ma che sopravvive nei suoi testi,
salvati dalla furia delle acque, dalla corrosione del tempo.
Quelle frasi sono il fondamento della nostra unità familiare,
che sussisterà finché saremo al mondo, ricreandosi e risus-
citando nei punti più diversi della terra, quando uno di noi
dirà —Egregio signor Lipmann— e subito risuonerà al nos-
tro orecchio la voce impaziente di mio padre:
Finitela con questa storia! l’ho sentita già tante di quelle
volte!

NATALIA GINZBURG, Lessico famigliare

La prima e significativa evidenza per chi voglia occuparsi del problema


del soprannome e della soprannominazione in un’area linguistica tradizio-
nale come quella siciliana, è costituita dal termine con cui questo fenomeno
culturale viene espresso e dallo scarto semantico che esso fa registrare ris-
petto all’italiano.
274 NARA BERNARDI

Nciùria (lett. «ingiuria»), il più diffuso corrispondente dialettale di «so-


prannome»1, consente già di cogliere almeno due aspetti, tra loro connessi,
del problema affrontato in questa relazione.
Il soprannome per un verso designa un individuo —o un gruppo di indi-
vidui— caricandolo di attributi (talora semplicemente descrittivi, talaltra
laudativi, scherzosi o francamente «ingiuriosi» come lo stesso termine
«dice» con immediata espressività), per altro verso assume funzioni sosti-
tutive rispetto al cognome più che sovrapporsi ad esso come sembra indica-
re il corrispondente italiano.
Partirò quindi dai valori peculiari del siciliano nciùria, limitandomi in
questa sede a presentare i primi risultati di un lavoro condotto nell’ambito
dell’insegnamento di Dialettologia italiana dell’Università di Palermo e de-
lle attività del Centro di studi filologici e linguistici siciliani.
Dopo una breve ricognizione sulle funzioni del soprannome in Sicilia e
sulle principali raccolte —edite e non— utilizzate per questo lavoro di risis-
temazione, esporrò i criteri seguiti nell’ordinamento del materiale, fornendo
in ultimo alcuni esempi sulle sue caratteristiche morfologiche.
Il termine siciliano nciùria, ancorché letteralmente significhi «ingiuria»,
copre di fatto un arco semantico più ampio che recupera in parte una di-
mensione neutra. D’altra parte il soprannome si qualifica chiaramente non
come semplice nome aggiunto, ma come termine complementare e integra-
tivo, se non sostitutivo del cognome nell’ambito del problema più generale
della identità di un individuo e del gruppo cui egli appartiene. Come dice
con una efficace espressione Martine Segalen (1980: 64-75), i patronimici
sono «insufficienti e superflui»: insufficienti per la confusione generata
dall’omonimia e superflui perché vengono utilizzati altri mezzi per ottenere
l’identificazione. La differenza specifica rispetto ai cognomi consiste nel fat-
to che i primi isolano un gruppo di consanguinei più di quanto non faccia il
cognome che a tale funzione è preposto.
Il tempo infligge una smentita al carattere conservativo dei cognomi ri-
ducendone, man mano che i gruppi si moltiplicano, quel potere identifican-
te che invece il soprannome mantiene a dispetto della sua labilità tempora-
le. Ciò pare tanto più paradossale poiché il soprannome è considerato
storicamente all’origine del processo di formazione di molti cognomi come
già Flechia (1877-78:5) e prima di lui Muratori (1740) e poi tutti i filologi
che si sono occupati di antroponimia hanno osservato. Dice Rohlfs: «Non è
un’esagerazione, quando si dice che il soprannome rappresenta una fonte

1
In area catanese è usato il termine peccu «difetto», a Licata gnùritu, a Castelbuono ac-
canto a nciuria è presente la forma nnoccu, forse variante maschile di nnocca «fiocco, nastro
che si mette per ornamento», o anche escrescenza carnosa (per es. del tacchino).
SOPRANNOMI IN SICILIA 275

inesausta per la creazione di nuovi cognomi. Anzi si può sostenere che essi,
particolarmente in Italia, costituiscono l’elemento più vivo, più variato e più
interessante nelle molteplici origini, donde sono sorti i cognomi moderni»
(1984:9).
Per mostrare il valore funzionale della nciùria e, quasi in vivo, la persis-
tenza del processo di cognominazione cui si è appena accennato, propongo
un esempio che costituisce nel suo genere un caso limite, anche se non es-
clusivo di questo comune del messinese. A Capizzi, sui monti Nebrodi —a
quasi 1100 metri di altitudine e a quarantacinque chilometri dal mare—
come già notava Rohlfs «negli elenchi dell’anagrafe e in quelli elettorali il
soprannome compare spesso fra il cognome e il nome personale» (1984: 9),
e l’usanza è attestata anche nell’annuario telefonico. In anni recenti molte fa-
miglie hanno chiesto e ottenuto di registrare i propri soprannomi all’anagra-
fe. La maggior parte degli abitanti di Capizzi ha quindi, ormai ufficialmen-
te un doppio cognome. Questa legittimazione tuttavia non impedisce che il
cognome aggiunto si continui ad usare e a percepire come soprannome. Tra
i Mancuso si continueranno a distinguere i Catarinella, i Malerba, i Fuoco,
i Prizzitano, gli Urso, i Tradenta (italianizzazione del siciliano trarenta co-
rrispondente a «tridente»). E citando sempre dall’elenco telefonico, gli Ira-
ci, cognome tra i più diffusi a Capizzi, hanno accanto nove nuovi cognomi,
fino a poco tempo fa soprannomi, tra i quali: Battaglia, Fuintino, Gambaz-
za, Cappuccinello. Come secondi cognomi, nell’elenco telefonico compaio-
no infine altri soprannomi evidenti quali: Cantalanotte, Checco, Pratella,
Parasuco, Mangialasagna, italianizzazioni dei corrispondenti siciliani di
«gallo», «balbuziente», «scarafaggio», etc. Sia detto qui solo per inciso che
bisognerebbe verificare se tutti i soprannomi trasformatisi in cognomi com-
paiano nell’annuario telefonico o, come confermano i primi dati di una nos-
tra rilevazione, in che modo è stata operata una selezione e una consapevo-
le manipolazione linguistica. É infatti significativo che si tacciano —con un
grado di omissione ampiamente diversificato a seconda delle situazioni co-
municative— i soprannomi ingiuriosi e che vengano tutti italianizzati.
Solo un rapido cenno adesso a ciò che fonda la forza del soprannome, il
suo potere identificante ovvero la sua specificità classificatoria (Lévi-
Strauss 1962: cap. VI y VII; Zonabend 1980).
E’ utile anzitutto osservare a proposito di tale specificità classificatoria
che essa da un punto di vista astratto è diretta alla individuazione di caratte-
ri propri agli individui o ai gruppi, e da un punto di vista concreto è data una
straordinaria molteplicità di realizzazioni: attributi positivi, neutri o negati-
vi, locuzioni e sintagmi hanno comunque tutti una funzione: identificare
descrivendo. In questo senso quanto dice Zonabend a proposito del nome,
«simbolo di una identità psicologica» (Zonabed 1980:16), è ancora più per-
tinente per il soprannome. Di fatto usando il soprannome si riesce ad un tem-
276 NARA BERNARDI

po a specificare e a selezionare nell’individuo una serie di attributi elabora-


ti e riconosciuti in seno alla comunità. Come ha giustamente rilevato Pitt-Ri-
ves (2001) sul suo terre, no andaluso di Grazalema «il soprannome è un dei
modi Attraverso cui opera la sanzione comunitaria».
È utile riferire brevemente sulle principali raccolte di soprannomi sicilia-
ni. A parte le brevi notazioni di Serafino Amabile Guastella (1882, passim,
1884, passim, 1877, passim), la prima raccolta di soprannomi (circa un cen-
tinaio) corredata da osservazioni sulla dimensione sociale del fenomeno, e
sulla distinzione tra soprannomi personali e di casato, si deve a Giuseppe
Pitrè (1887:381), il quale tuttavia non riporta il paese di provenienza. Diver-
samente, Aristide Battaglia (1974:151-153) raccoglierà qualche anno più tar-
di circa centocinquanta soprannomi in una sola comunità, quella albanese di
Palazzo Adriano. Oggi disponiamo di un certo numero di siffatte raccolte
concernenti un unico paese. Esse nel migliore dei casi hanno il pregio della
completezza e consentono l’esame sinottico delle esclusioni e inclusioni, ma
il loro limite più grave è la non affidabilità della trascrizione e, ancor più, la
troppo frequente mancanza di un’analisi motivazionale, cioè l’omissione del
motivo originario dell’attribuzione. Sfuggono a questi limiti solo il capitolet-
to breve, ma come sempre preciso di Antonino Uccello (1959:95-99) nei
Canti del Val di Noto, la raccolta dei soprannomi di Terrasini di Giovanni
Ruffino (1985-87), e il recente e ampio studio monografico di Antonino Ma-
rrale (1990) su modi e forme della soprannominazione a Licata.
Ma è a Gerhard Rohlfs (1984) che si deve il primo grande repertorio di
soprannomi siciliani, pubblicato nella collana di lessici del Centro di studi
filologici e linguistici siciliani. Si tratta di materiali raccolti con inchieste di-
rette dell’autore o provenienti da altre fonti anche inedite. È superfluo illus-
trare qui la grande distanza per qualità e mole di lavoro che distingue
quest’opera. D’altra parte vi attingerò tra poco con numerosi esempi.
Di fronte a corpus più o meno vasti di soprannomi, gli studi più sistema-
tici hanno avvertito la necessità di ordinare tipologicamente significati tanto
vari distinguendoli per classi quali: luogo d’origine, mestiere o abitudini, di-
fetti fisici o morali, parti del corpo umano, animali domestici o selvatici,
piante, frutti, fenomeni atmosferici e così via. Come è stato notato da Gio-
vanni Ruffino (1988:480sqq), si è privilegiata una prospettiva classificatoria
fondata sull’analisi semantica: da quelle di Zanardelli (1913) del 1913 che
distingue 13 classi, alla tipizzazione di Rohlfs (1984), ancora più minuzio-
sa, in 29 classi, fino allo schema più innovativo elaborato da Fiorella Greco
(1983) che ne prevede un numero inferiore (8), perchè più astratte.
Il denominatore comune di questi tentativi è costituito dall’ elaborazione
di «schemi tipologici costruiti sulla base di significati spesso soltanto appa-
renti» (Ruffino 1988:481). Proponiamo solo due esempi tra i tanti possibili. I
casi più comuni sono costituiti da espressioni metaforiche, metonimiche o
SOPRANNOMI IN SICILIA 277

ironiche. Il primo soprannome registrato da Rohlfs (1984) è Abbampalavuri


che letteralmente significa «colui che brucia il grano in erba», mentre in sen-
so traslato sta per «spaccone», «faccendone». Senza risalire al referente è dif-
ficile comprendere anche i soprannomi indicanti caratteristiche fisiche o del
comportamento: per esempio Longa o Ammalonga, registrati ancora dal
Rohlfs (1984), potranno essere appioppati a persona di bassa statura o effet-
tivamente alta. Avvocatu e Filòsificu con tutta evidenza non indicano un av-
vocato o un filosofo ma colgono in modo scherzoso gli atteggiamenti degli
individui cui questi soprannomi sono attribuiti. Gli schemi tipologici cui ab-
biamo fatto cenno, a dispetto del numero più o meno alto di classi semanti-
che contemplate, non riescono a esaurire la gamma delle possibilità. Sono,
come dice Ruffino, «assai poco flessibili e soprattutto esterni ai reali proces-
si creativi, all’effettivo sentimento del parlante» (1988:481). Più adeguato
all’oggetto della ricerca risulta un criterio distintivo fondato sul movente, su-
lle ragioni profonde hanno sollecitato i donatori/inventori a scegliere questo
o quel soprannome, sulla reale intenzionalità comunicativa, invece che sul
significato letterale. Da questo punto di vista tanta varietà di termini appare
riconducibile a due sole, ma fondamentali modalità classificatorie: una
prevalentemente ludica all’interno della quale si giustificano espressioni di
volta in volta scherzose, irridenti, ingiuriose, laudative, idiomatiche, fono-
simboliche, triviali e così via; l’altra prevalentemente funzionale (denotati-
va/distintiva) alla quale sono da attribuirsi oltre che etnici, patronimici, cog-
nominali, etc., anche quelli che indicano senza ironia mestieri, caratteristiche
fisiche o del comportamento. Esistono ovviamente gradi intermedi o tipi che
cumulano entrambe le motivazioni: molti soprannomi ambigui, polivalenti o
francamente oscuri non sono di semplice ordinamento. Quanto mi preme ri-
badire è che il soprannome, non diversamente dagli altri strumenti della no-
minazione, risulta comprensibile solo all’interno del suo contesto di riferi-
mento2. Come dice Pitrè descrivendo il momento in cui esso si origina:
«Prima di essere tale il soprannome fu un motto, una facezia uscita di bocca
a chi lo ha, o a lui abituale; una qualificazione improvvisamente applicatagli
da un altro, la espressione d’un’usanza, di un’abitudine. Quella parola, quel
motto, quella facezia, quella qualificazione parve naturale e felicemente tro-
vata, e si ridisse e ripeté...» (1887:381-382)3. In questo modo, l’insieme dei
soprannomi finisce col costituire in seno a ciascuna società un vero e proprio
linguaggio che informa su sensibilità e valori del gruppo4.
2
Cfr. Ibid., 16-17.
3
Cirese, a proposito di qualificazioni e epiteti che con valore di soprannome si fissano sui
personaggi verghiani, opportunamente rileva come talora l’espressione «nasce dalla bocca di
uno dei personaggi e chiude nel nocciolo d’un giro inalterato di parole un mondo di avveni-
menti e di idee» (1975, 24).
4
Per la società andalusa cfr. Pitt-Rivers 1976.
278 NARA BERNARDI

Mi limiterò solo a sfiorare ora un tema ben altrimenti rilevante: l’intrec-


ciarsi continuo nell’antroponimo oggetto di queste riflessioni di dati antro-
pologici e di dati morfologici.
Anzitutto la struttura della soprannominazione in Sicilia. Fino a tempi re-
centissimi, ogni individuo poteva avere uno, ma anche due e persino tre so-
prannomi: uno familiare o di casato e uno personale noti entrambi a tutta la
comunità e infine uno anch’esso personale, ma in uso solo all’interno della
famiglia ristretta o nella cerchia dei parenti e degli amici più intimi. Di
quest’ultimo diremo soltanto che conferma con immediata evidenza come
alla sua origine il soprannome non obbedisca a una necessità denotativa
ma all’impulso di marcare ludicamente, dal momento che in funzione della
comunicazione interna alla famiglia non c’è alcun bisogno di questi no-
mignoli.
Esaminiamo ora il soprannome personale, designante un individuo e noto
a tutti i suoi parenti, amici e conoscenti che lo utilizzano invece del nome
proprio come antroponimo dalla sicura efficacia identificante. Questo, come
gli altri soprannomi, a differenza del nome proprio e del cognome, è sempre
preceduto dall’articolo determinativo: u Piripìcchiu («ometto»?) a Terrasini
(Ruffino 1988), u Lapillà («là per là») a Ragusa (Ruffino 1988), per il mas-
chile e a Lupa (Rohlfs 1984), a Mena («bassa») a Forza d’Agrò (Rohlfs
1984), per il femminile. Se un soprannome di genere femminile viene attri-
buito a soggetti di sesso maschile, l’articolo è comunque al maschile: u Cis-
ca («secchio»), u Bèddula («donnola»), u Carcarazza («gazza») (Rohlfs
1984). Interessante, e molto diffuso nella parte nordorientale dell’isola è il
caso di soprannomi femminili come Carcaràzzina (Lìmina), Màrchina («fi-
glia di Marco» a Cesarò e Ucrìa) (Rohlfs 1984) che presentano la stessa de-
sinenza di origine greca applicata a cognomi per designare la donna di una
famiglia.
I soprannomi familiari sono da distinguersi in due tipi: quelli identifican-
ti tutti e solo i consanguinei portatori di uno stesso cognome, e quindi tras-
messi di padre in figlio, e quelli identificanti i soli membri della famiglia ris-
tretta, solo caso di trasmissione, oltre che tra consanguinei, tra affini, cioè da
marito a moglie e, come eccezione che conferma la regola, da moglie a ma-
rito e figli. Nel primo caso (si tratta di soprannomi individuanti all’origine
una sola persona passati a designare tutti i membri di un casato) (a casata).
I Spirdi (spirdu «spirito»), nella normale forma plurale preceduta dall’arti-
colo. Nel secondo caso sono forme soprannominali riferite al nome o al so-
prannome del marito e/o padre, per esempio a Canicattini i componenti de-
lla famiglia di mastro Lorenzo sono indicati come i Masci-Larienzi, quelli di
mastro Ciccio come Masci-Cicci, mentre ad Acate i componenti della fami-
glia di mastro Andrea sono detti i Masci-Nnirìa, come a Buccheri i Masci-
Paulu quelli della famiglia di mastro Paolo (Rohlfs 1984). Solo nelle zone
SOPRANNOMI IN SICILIA 279

della parte nord-orientale dell’isola in cui si trova la desinenza femminile -


ina nel patronimico per le donne di origine greca (la Còrvina «la donna de-
lla famiglia dei Corvi»), troviamo frequentemente la desinenza —ini con ac-
centazione sdrucciola: i Còrvini (Corvu) e i Carcaràzzini (Carcarazza
«gazza») a Lìmina, i Bittòrdini (Bittordu) a Basicò (Rohlfs 1984).
Veniamo ora ai riflessi morfologici dei diversi casi di trasmissione del so-
prannome. Esso viene generalmente ereditato in linea patrilaterale e le figlie
femmine conservano il soprannome familiare paterno (o il soprannome per-
sonale del padre declinato al femminile) anche dopo il matrimonio. In gene-
rale la desinenza maschile si trasforma in femminile: u Carrettu («carretto»)
in a Carretta, u Cannilieddu («piccolo candeliere») in a Canniledda; men-
tre nella zona sud-orientale il soprannome rimane spesso invariato: u Can-
tannu («il cantando») diventa a Cantannu, u Pumiddu («piccola mela») di-
venta a Pumidda (Rohlfs 1984).
La regola di trasmissione appena descritta viene contradetta da una tras-
missione matrilaterale qualora il prestigio della figura materna imponga un di-
verso destino al suo soprannome: a Melina, soprannome della madre, passa al
figlio nella forma u Melina omologando il genere. In Pitrè (Pitrè 1887:386) un
esempio anche etnograficamente rilevante: agli inizi di questo secolo una don-
na di Palermo era sempre chiamata per gettare in mare le placenta subito dopo
i parti. Il suo soprannome Jettasecunni si trasmette a tutti i suoi figli. Ancora
Pitrè (1887:383) riferisce di un tale a cui si diede il soprannome di Annuzza,
dim. di Anna, nome della madre. La regola viene ugualmente contraddetta
quando il marito trasmette il proprio soprannome anche alla moglie, con slit-
tamenti di genere di vario tipo: a Màscia-Carra «moglie di Mastro Carlo»,
«Carru» a Canicattini e a Màscia-Filici «moglie di Mastro Felice» a Floridia,
mentre Màscia-Brasi «moglie di Mastro Biagio» e Màscia-Ustinu «moglie di
Mastro Agostino» a Buscemi (Rohlfs 1984).
Un’ultima notazione di carattere generale sul diverso valore denotativo di
soprannomi ereditati e soprannomi di nuovo conio. Leggiamo: «...ché Zzup-
pidda la chiamavano perché il nonno di suo padre si era rotta la gamba in
uno scontro di carri alla festa di Tre Castagni, ma Barbara le sue brave gam-
be ce le aveva tutte e due». Di fatto la trasmissione ereditaria sottrae al so-
prannome il suo valore caratterizzante parallelamente al crescere di una neu-
tralità che lo avvicina al cognome. Altro aspetto di questa evoluzione è la
peculiare usura semantica del soprannome, che dà luogo al diffuso e impor-
tante fenomeno delle reinterpretazioni paretimologiche: per esempio Frìini-
vi a S. Piero Patti (Rohlfs 1984) motivato con l’attribuzione originaria ad un
antenato del singolare esperimento di frittura della neve, invece che con
un’assai più plausibile motivazione ludico-irridente.
Per concludere. Tra quanti hanno studiato questo settore dell’antroponi-
mia popolare —da Pitt-Rivers a Zonabend a Severi (1979,1980) a Minicuci
280 NARA BERNARDI

(1983)— non vi è chi presto o tardi non abbia colto la funzione comunicati-
va, talora poetica, dei soprannomi. E’ proprio questa duplice funzione che
autorizza a parlare dei soprannomi come di un vero e proprio lessico comu-
nitario e «famigliare»5, un codice interno, inaccessibile allo straniero, la cui
capacità evocativa e rappresentativa viene rinnovata da quella particolare
forma di rimemorazione che è la recitazione di storie vere, di avvenimenti o
anche di semplici atteggiamenti e comportamenti. In questo senso i sopran-
nomi sostengono la memoria collettiva.
A «questa specie di genere letterario», come è stato definito da Sciascia6
il soprannome, hanno attinto tutti i grandi scrittori siciliani. Uno per tutti:
Verga7, che abbiamo già utilizzato per la spiegazione di Zzuppidda, a propo-
sito del soprannome scelto come titolo per il suo romanzo più noto, scrive:
«veramente nel libro della parrocchia si chiamavano Toscano, ma questo
non voleva dire nulla, poiché da che mondo era mondo,... li avevano conos-
ciuti per Malavoglia» e ancora «sono brava gente di mare, proprio all’op-
posto di quel che sembra dal nomignolo, come dev’essere».

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5
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di una famiglia. I soprannomi sono parte di un patrimonio segreto, intimo, come quello fatto
di parole, espressioni, storie, che costituisce la materia narrativa del noto Lessico famigliare
di Natalia Ginzburg. La rilevanza di questo tipo di lessico è stata opportunamente colta da Tu-
llio Telmon (1996) attraverso la sua definizione di ecoletto.
6
Lo scrittore siciliano fornisce lui stesso un saggio di analisi motivazionale di un sopran-
nome del suo paese, Racalmuto: surciddi, «topolini», in Kermesse (1982, 58-60).
7
L’uso dei soprannomi da parte degli scrittori siciliani meriterebbe una trattazione specifi-
ca. Basti pensare a Pirandello. Sui soprannomi in Verga, cfr. intanto le brillanti osservazioni di
Gabriella Alfieri 1982, 575 sqq., per la quale la nominazione nel suo complesso «riveste una
insospettata funzionalità stilistico-semantica nella scrittura de I Malavoglia» (su questi aspet-
ti si era già soffermato Cirese 1975). L’Alfieri riferisce anche il parere di un commentatore de
I Malavoglia (Verga 1978), Carnazzi, secondo il quale il «come dev’essere» dell’autografo
verghiano (vedi infra) coglierebbe l’autentico valore del soprannome nel fatto di indicare «il
difetto opposto alla qualità posseduta». Ciò che a mio avviso è vero, come ha rilevato la stes-
sa Alfieri, solo per alcuni soprannomi. Sui soprannomi in Brancati cfr. Ciluffo 1984.
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CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA
DE SANGRE Y EL GENOCIDIO

Joan Frigolé Reixach


Universidad de Barcelona

Presentación y justificación

El presente texto es parte de otro en el que pretendo examinar el papel de


la cultura en el genocidio, de la cultura definida como un sistema simbólico
normativo, constituido por la interrelación de tres conceptos y modelos de
comportamiento: procreación, monoteísmo y nación o pueblo.
El conector entre cultura y genocidio es el estado. Es el estado quien con-
cibe y ejecuta el genocidio, pero es la cultura, como constituyente de la iden-
tidad del estado, la que proporciona la idea y la lógica del genocidio. La re-
lación entre genocidio y estado ha sido establecida por numerosos autores.
Fein, refiriéndose al consenso existente entre los científicos sociales, escri-
be: «Virtualmente todos reconocen que el genocidio es primariamente un
crimen de estado» (2002: 79). El genocidio fue definido por la Convención
de la ONU (1948) como la «intención de destruir, en su totalidad o en par-
te, un grupo nacional, étnico, racial o religioso». Algunos científicos socia-
les, así como también los códigos penales de algunos estados, han ampliado
dicha definición. Fein, por ejemplo, habla del exterminio de una «colectivi-
dad». (Citado en Hinton 2002: 4). Y Hansen-Löve añade a colectividad la
coletilla «en tanto que tal» (1993: 234).
En este texto me sirvo de la figura de Antígona para establecer un con-
traste entre el parentesco y el estado, es decir, entre dos tipos de organiza-
ción, de sistema simbólico y de violencia distintos, la venganza de sangre,
284 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

vinculada al primero, y el genocidio, vinculado al segundo. ¿Por qué las mu-


jeres quedan al margen de la primera y son un objetivo en el genocidio? Me-
diante este contraste y mediante algunos ejemplos que considero significati-
vos —el del estado francés surgido de la revolución y el estado australiano
surgido de la colonización— pretendo mostrar la implicación directa del es-
tado en la práctica del genocidio y el papel las representaciones culturales
relativas a procreación, monoteísmo y nación en el mismo.

Antígona y la división del duelo

Desde una perspectiva diacrónica, el estado se superpone al parentesco,


le arrebata competencias y le subordina. Según la expresión de Fox, «el es-
tado aborrece al parentesco» (1993: 109).
En Antígona aparece el acto fundacional de una atribución del estado: la
«división del duelo» (Houston 2001: 121). La orden de Creonte de que se se-
pulte honrosamente a uno de los dos hermanos de Antígona, el que defendió
al estado, y de que se deje insepulto al otro, el que atacó al estado, crea y or-
ganiza una división en el duelo, que implica de forma automática la división
del parentesco y un atentado al origen del mismo. El trato ritual desigual
dado a ambos hermanos niega la identidad de naturaleza que comparten y el
origen único de la misma.
Negar al muerto contra el estado un lugar específico en el territorio del es-
tado implica su expulsión física, lo que constituye un signo y una medida
eficaz de expulsión también de su espacio simbólico.
La importancia de la orden de Creonte está en el hecho de que a través del
control del duelo se apropia del sistema cosmológico-religioso, lo manipula
y lo utiliza como fuente de legitimación de su poder. El estado se apropia
también del sistema simbólico ritual del parentesco y lo reformula adaptán-
dolo a una nueva clasificación dominante. Las ceremonias fúnebres, compe-
tencia del parentesco, pasan al control del estado. La razón de estado es pre-
dominante en este caso porque la vida, y sobre todo la muerte, de ambos
hermanos ha estado condicionada por la defensa y la lucha contra el estado.
La división del duelo implica la creación simultánea de un ritual en el que el
estado acapara el protagonismo, y de otro ritual, que se define por oposición
al primero, y que puede caracterizarse como un no ritual. Enterramiento se
opone a dejar insepulto, como ser incluido en el sistema de clasificación
estatal se opone a su exclusión.
Negar el enterramiento, impedir la conversión en antepasado o una exis-
tencia plena en el más allá, borrar la memoria, etc., de alguien constituyen
actos horrendos desde el punto de vista del parentesco. El estado los con-
vierte en una de sus atribuciones ordinarias, normales. El ritual y el no ritual
CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE... 285

son las dos caras de la misma moneda, es decir, de la política del estado.
Donde existía una sola posibilidad ritual, el estado crea otra complementa-
ria. Antígona se erige en protagonista como respuesta a la división del due-
lo que separa a sus dos hermanos. Se opone a la nueva clasificación y a los
rituales de inclusión y de exclusión que categorizan de forma contrapuesta y
separan a sus dos hermanos.
En Antígona hallamos un modelo de lo que Houston considera una de las
tareas vitales del estado nación. Son precisamente estos estados los que han
plasmado en un desarrollo ritual complejo y desorbitado la idea de que los
defensores del estado deben perdurar más allá de sus vidas físicas, mientras
que los enemigos del estado deben desaparecer física y socialmente, para lo
cual la división del duelo resulta un instrumento eficaz.
Los ejemplos son numerosos, pero yo he escogido algunos combinando
la proximidad y la lejanía en tiempo y espacio. Antígona puede ayudarnos a
entender el mundo contemporáneo, si somos capaces de una cierta «desco-
lonización». Se trata de leerla e interpretarla a partir de referencias a con-
textos que no sean exclusivamente europeos y también por referencia a con-
textos europeos no exclusivos de la tradición culta que ha elaborado la
imagen del mundo clásico.
El eco de la orden de Creonte resuena en infinidad de casos contemporá-
neos relativos a estados nación y a sus distintas formas de categorizar a sus
partidarios y a sus enemigos. Hallamos un ejemplo de ello en la represión
por parte del estado turco de una rebelión kurda: «Suheyla vivió en Siria
cuando era niña, porque su familia tuvo que huir a Damasco durante una re-
belión en los años cincuenta. Cuando regresaron se trasladaron a Diyarbatir,
donde su padre les prohibió que pisaran el parque público de la ciudad, por-
que en él habían sido ahorcados por el Istiklal Mahkemesi (Tribunal de la
Independencia) los líderes de la rebelión Seyh Said de 1925 y luego ente-
rrados en fosas no señaladas, sin los adecuados procedimientos preparato-
rios para su entierro por parte de sus familias» (Houston 2001: 120). Hous-
ton señala también que «a veces el acto de borrar aquello que el estado
quiere que se olvide, es causa de que se mantenga vivo su recuerdo. Así pues
el padre de Suheyla no consideraba el lugar como un parque sino como un
cementerio» (Ibid. 121).
En la España franquista, los «nacionales» al refundar el estado nación im-
pusieron también su propia «división de duelo». Un ejemplo de ello lo ofrece,
según el historiador Antonio Miguel Bernal, Castuera (Badajoz): «Aquella
zona es hoy un área de regadío que los campesinos no cultivan porque saben
que es un camposanto, y les da mucho respeto. La memoria popular es, a ve-
ces, un claro indicio para los historiadores. No sabemos cuánta gente murió en
Castuera. Pero fue un campo de exterminio, no hay duda. Hubo fusilamientos
a diario. Y hay fosas llenas de cadáveres» (La Vanguardia, 21 febrero 2002).
286 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

Otro ejemplo lo ofrece la siguiente historia de un «niño de la guerra» cuya


madre fue asesinada por los falangistas el 28 de agosto de 1936 y enterrada
en una de las ocho fosas comunes localizadas en el término municipal de
Cubillos del Sil (El Bierzo): «Cuenta Vicente que el recuerdo de aquella no-
che le ha perseguido siempre. Que desde que volvió a España, en 1956, bus-
có el paradero de la madre muerta. Que encontró el lugar, que habló con el
dueño del prado y que supo que éste nunca había dejado que los animales
hollaran ese terreno sagrado. Y cuenta cómo intentó buscar permisos, cómo
estaba dispuesto a cavar con sus propias manos hasta encontrar entre la ma-
leza los restos de la madre» (El País, 8 de septiembre de 2001).
Sólo la recuperación de la identidad de los muertos y su reubicación sim-
bólica en los lugares públicos, es decir, su inclusión dentro del sistema de
clasificación del que fueron excluidos, puede restablecer su dignidad. Un
ejemplo de ello lo ofrece la acción de Antonio Ontañón Toca, un pensionis-
ta, dedicado a «sacar del anonimato a los muchos hombres y mujeres que ya-
cían en las fosas comunes del cementerio civil de Santander», víctimas de la
represión franquista. «1.119 muertos salieron al fin del olvido con la inau-
guración de nueve monolitos en el cementerio y dos lápidas de granito con
todos los nombres inscritos» (El País, 15 abril de 2001).
Este hombre es como una proyección simbólica de Antígona. Antígona no
se preocupa por el hermano enterrado con honores, sino del otro. Este hom-
bre se ocupa también de los «otros». No lo hace en una época difícil, pero si
en una época en que se ha perdido el interés en ello. Lo hace en medio de la
indiferencia de muchos historiadores. Tiene que puntualizar que no lo hace
por revanchismo, sino como un acto de homenaje a las víctimas. Tiene en-
cima que justificarse.
Estos ejemplos cobran todo su significado en el marco de la división del
duelo llevada a cabo por el estado franquista, que por un lado multiplica lá-
pidas en cementerios e iglesias, monumentos conmemorativos, honores, ani-
versarios —instituye el Día de los Caídos— y rituales cotidianos para man-
tener la memoria de los muertos en defensa del estado y exalta sus gestas,
mientras que por el otro condena, excluye, insulta, niega a los que murieron
en contra del estado. La muerte de los primeros es reconocida como un sig-
no de sacrificio, mientras que la de los segundos es presentada como un sig-
no de traición. La división del duelo crea un panteón y un anti-panteón. La
división del duelo está asociada con un sistema de clasificación que suele
expresarse de forma abreviada mediante fórmulas tales como «los españoles
bien nacidos» y «la mala semilla», que asocian dos orígenes distintos, el pro-
creativo y el nacional, pero en las que el factor determinante es el nacional,
es decir, la adhesión o no al estado nación.
La importancia de un sistema de clasificación asociado a una división del
duelo puede verse en el proceso de construcción del estado nación postcolo-
CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE... 287

nial de Sri Lanka, definido como cingalés y budista. En el sistema cosmoló-


gico y ritual de referencia, los cruces de caminos o carreteras son lugares pe-
ligrosos dada su ambigüedad, están asociados con los demonios, poderes
malignos, que se intenta controlar mediante la construcción de santuarios.
Dada su densidad simbólica, es en los cruces donde se depositan los cadá-
veres carbonizados de los enemigos del estado, pero también es donde los
grupos que luchan contra el estado ejecutan o dejan a sus víctimas. Gledhill,
que es quien resume la información etnográfica que cito aquí, escribe: «El
no entierro de los muertos y la exhibición pública de sus cadáveres des-
membrados convierte en víctimas también a los parientes vivos, los cuales
están marcados con la misma marca demoníaca. Los parientes que no pue-
den enterrar a sus parientes muertos están ellos mismos sujetos al ataque de
un espíritu maligno» (Gledhill 1994: 175).
La división del duelo manifiesta la existencia de un sistema de clasifica-
ción que abarca distintos aspectos y niveles de la realidad y que constituye
una referencia de valor absoluto. Los muertos que incumben al estado se in-
tegran en un sistema simbólico ritual, que el estado activa para crear y re-
crear un sentido de «comunidad» y producir socialmente ciudadanos homo-
géneos y leales.
La división del duelo condensa un conjunto de nociones opuestas funda-
mentales para la definición simbólica del estado, como inclusión y exclu-
sión, patriota y enemigo, victoria y derrota, memoria y olvido, premio y cas-
tigo, justicia e injusticia, honor y deshonor, piedad e impiedad, resignación
y venganza, aceptación y reivindicación, etc.
Movimientos tales como la exhumación, el traslado, la nueva inhumación
de cadáveres, la remodelación, destrucción y construcción de monumentos
funerarios conmemorativos, etc., indican cambios en la relación simbólica
del estado con los muertos, cambios que pueden ser indicadores a su vez de
cambios en la naturaleza del estado. Los muertos son una materia simbólica
maleable que el estado utiliza para enviar mensajes a su propia sociedad,
pero también a otros estados y otras sociedades.
Los genocidios, las masacres, la violencia fratricida, etc., resultado del
desarrollo y consolidación del estado nación, no sólo producen muertes, sino
que multiplican las modalidades de dar muerte e intensifican su crueldad
hasta extremos inconcebibles. El concepto división del duelo debe abarcar
tanto las formas de matar como de tratar a los muertos, dado que son fases
o etapas de un mismo proceso. El tipo de muerte dado a los vivos prefigura
el trato a los cadáveres. La muerte del individuo no siempre pone fin a la
agresión, sino que ésta puede continuar sobre el cuerpo sin vida, porque no
se pretende sólo acabar con una vida, sino destruir la persona. El odio hacia
el vivo se prolonga en el muerto. El por qué y el cómo se mata remiten a un
sistema de clasificación al igual que la posterior división del duelo, un sis-
288 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

tema de clasificación que está en la base del poder del estado. Mediante la
división del duelo, el estado prolonga la violencia simbólica contra sus ene-
migos más allá de su muerte.
El parentesco, en cambio, no admite esta violencia simbólica porque aten-
ta contra sus principios, a pesar de que en el caso de Antígona ambos her-
manos estén enfrentados a causa del estado. La muerte recíproca de los dos
hermanos de Antígona hace imposible la continuación de la violencia, pero
ésta se hubiera extinguido también en el caso de que sólo uno hubiera dado
muerte al otro. No hay posibilidad de venganza de sangre porque ello im-
plicaría derramar la misma sangre, lo que constituye un sacrilegio desde el
punto de vista del parentesco. Puede establecerse un paralelismo con el re-
lato bíblico de Caín y Abel. Jehová maldice y excluye a Caín por haber ma-
tado a su hermano, pero advierte de forma contundente que no se atente con-
tra Caín: «—Cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado»
(Génesis 4: 15; 1998: 10). Es como si la respuesta a este crimen quedara fue-
ra del control humano y fuera incumbencia directa de la divinidad. La ven-
ganza de sangre sería más horrenda y más castigada todavía.

Parentesco y venganza de sangre

La venganza de sangre no cabe dentro de una familia o de un linaje, pero


sí entre familias o linajes diferentes. Los atacados y/o muertos pueden ser en
este caso frecuentemente parientes por alianza, entre los que destaca la fi-
gura del cuñado, y también parientes maternos, entre los que destaca la fi-
gura del hermano de la madre.
Esta división de la violencia se corresponde con una concepción mono-
genética de la procreación. Xanthakou escribe sobre Grecia: «la fuerza de un
linaje se medía por el número de sus hombres, las mujeres no contaban. Ade-
más, ellas estaban allá sólo para dar a luz niños; la “sangre” de los hombres
es la única que podía “fabricarlos”; la sangre de las mujeres no es “limpia”,
no tiene valor, ni poder» (1993: 103). Si se puede atacar y matar a los pa-
rientes por alianza o a los maternos es porque «éstos no son verdaderamen-
te de la “misma sangre”, como dicen los viejos en el país» (Xanthakou 1993:
127).
Sólo los hombres son objeto de venganza. Black-Michaud asegura que
ninguna de las sociedades del Mediterráneo y del Medio Oriente que practi-
ca la venganza de sangre considera «las mujeres como objetivos legítimos
de venganza» (1975: 219).
La no-equivalencia entre ambos géneros en el ámbito de la procreación se
traduce en no-equivalencia entre hombre y mujer en el ámbito de la ven-
ganza de sangre. Sólo un hombre puede ser el equivalente de otro hombre.
CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE... 289

No tendría sentido convertir a las mujeres en objetivo de venganza si la iden-


tidad, la continuidad y la defensa del linaje dependen de los hombres. En
Grecia, según Xanthakou, los hombres son identificados con los fusiles y
son llamados «fusiles». Llevar armas es una actividad eminentemente mas-
culina. En la ley consuetudinaria albanesa se dice explícitamente que «las
mujeres no tienen rifles» (Hasluck (1954), citado en Black-Michaud 1975:
219). Y Hasluck señala también que «la muerte causada por una mujer no es
tenida en cuenta» (Ibid. 219). Es decir, no desencadena una venganza de
sangre. Xanthakou escribe que «ellas son generalmente excluidas como víc-
timas de la venganza de sangre, aunque a veces ellas mismas hayan asumi-
do el rol de vengadoras»(1993: 105). Existen también normas que las prote-
gen como las que rigen entre algunos grupos étnicos en Israel: «En los
conflictos de sangre las mujeres nunca son atacadas. Si una mujer resulta
muerta, la compensación es la muerte de cuatro hombres o el dinero de la
sangre que se pagaría por la vida de cuatro hombres» (Ginat 1997: 53).
La mujer es valorada como esposa y como madre —según la expresión
griega, proporciona «bellos fusiles» al linaje del marido—, pero sobre todo
como hermana, es decir, es ante todo una mujer de su linaje. Y es este víncu-
lo el que determina su lealtad fundamental, que puede obligarla a matar a su
propio marido o hijo para vengar a su hermano cuando su linaje está aboca-
do a la desaparición. Black-Michaud señala que las mujeres componen can-
tos funerarios relacionados con la venganza. Xanthakou (1993) ha recogido
varios cantos de venganza griegos. En uno de ellos la narradora es una mu-
jer que se ve en la obligación de vengar a su único hermano, asesinado por
su marido, su cuñado y su suegro. El canto termina así:

Y tú, mi Kalopothos, escucha,


¡tu desgraciada hermana
te ha vengado tres veces!
—Ay, ¡pobre de mí!
¡Qué otra pobre mujer,
el mismo día de Pascua,
al alba y al crepúsculo
ha enterrado hermano y marido! (Xanthakou 1993: 133).

En otro canto la narradora es una mujer que maldice a sus propios hijos
por haber asesinado dentro de un ciclo de venganza de sangre al único her-
mano de su madre y al hijo de éste, es decir, a su tío materno y a su primo.
En los dos cantos la muerte del único hermano comportará la extinción del
linaje de la mujer. En ambos, la condición de desgraciada está asociada a la
pérdida del hermano. Durham afirma que el vínculo entre hermana y her-
mano es muy fuerte en los Balcanes y, tomando Montenegro como ejemplo
290 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

de ello, escribe: «las mujeres confiesan bastante abiertamente que aman a


sus hermanos con mucho mayor afecto e intensidad que a sus maridos, por-
que, dicen ellas, un marido puede ser reemplazado, mientras que un herma-
no no puede serlo» (Durham [1928], citado en Black-Michaud 1975: 148).
Es en este contexto que cobran sentido las palabras de Antígona cuando afir-
ma la prioridad del vínculo con el hermano muerto frente a un marido o un
hijo. En Antígona, la muerte de los dos hermanos conlleva también la extin-
ción del linaje, pero dada la imposibilidad de venganza de sangre, a Antígo-
na y a su hermana sólo les queda la obligación ritual del duelo, de la que se
ha apropiado Creonte. Antígona luchará por llevar a término la obligación ri-
tual con el hermano discriminado por Creonte y llegará no a matar, sino a
morir por cumplir con esta obligación.
Puede delimitarse mejor la venganza de sangre si se la contrasta con el ge-
nocidio. La venganza de sangre está vinculada al parentesco y se presenta
como una obligación del parentesco, mientras que el genocidio está vincu-
lado al estado y se presenta como una defensa del mismo. La venganza de
sangre es un práctica penal vinculada al concepto de responsabilidad colec-
tiva: las víctimas de la venganza de sangre son consideradas responsables
solidarias del crimen cometido por su pariente, de la misma manera que los
que ejecutan la venganza de sangre tienen el derecho colectivo de exigir la
retribución por el crimen cometido. El estado puede considerar a los miem-
bros del grupo objeto de genocidio como culpables solidarios de algún tipo
de crimen, pero es una mera justificación ideológica. Aunque el estado use
el lenguaje de la venganza de sangre para legitimar un genocidio, ni su fin,
ni la forma de asesinar, ni la masividad e indiscriminación de las matanzas
pueden confundirle con la venganza de sangre. El genocidio persigue el ex-
terminio de un grupo o de una población definido por representaciones cul-
turales específicas relativas a procreación, monoteísmo, etc.
Si la venganza de sangre excede los límites que las convenciones con-
suetudinarias le imponen y se convierte en un asesinato masivo, adopta un
cierto parecido con el genocidio, pero todavía las diferencias son muy sig-
nificativas. Hallamos un ejemplo de ello en un caso que tuvo lugar en Sici-
lia a finales de la década de los veinte del siglo pasado. Un pastor llamado
Petrinu mató a treinta miembros varones —hermanos, tíos, nietos y pri-
mos— de la familia de un cuñado suyo, al que también había matado con an-
terioridad de forma cruel. El desencadenante del exterminio, iniciado como
una venganza de sangre, fue la muerte de la madre de Petrinu, hallada de-
gollada en un camino, que se atribuyó al cuñado, en un contexto de conflic-
tos entre ambos. Petrinu fue conocido a partir de los hechos como Adanna-
tu, es decir, «Condenado al infierno». Él mismo reconocía que no había
salvación posible para él: «He hecho cosas que hacen que vaya directamen-
te al infierno» (Viviano 2001: 175).
CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE... 291

La venganza de sangre tiene como objetivo la compensación, pero no el


exterminio de otro grupo familiar, aunque un ciclo acelerado de venganzas
de sangre podría provocar el exterminio de una familia. No hay que olvidar
que existen mecanismos sociales de intermediación que limitan la inciden-
cia de la venganza de sangre. La masacre de Petrinu Adannatu se parece al
genocidio en cuanto persigue la eliminación de todo un grupo, pero se dife-
rencia a la vez, porque no toca a las mujeres y, sobre todo, porque reconoce
que la eliminación de un linaje es un atentado contra el poder creador de
Dios, origen del linaje exterminado, al igual que de los demás linajes que
forman el linaje humano. El exceso en la venganza reafirma la existencia de
un poder supremo, mediante el reconocimiento y la aceptación de un casti-
go infinito. El genocidio constituye una agresión de tal magnitud que pro-
yecta una firme duda sobre la existencia de un poder supremo. El genocidio
suplanta a Dios y pone en su lugar al estado con su poder de destrucción to-
tal o cuasi total.
La masacre en el Rif precolonial era el resultado de la lucha por el poder
entre hombres «grandes», que dominaban los patrilinajes y, a diferencia de
la venganza de sangre, no contemplaba la posibilidad de mediación de los
hombres santos, pertenecientes a linajes que descienden del Profeta. Pero la
masacre, al igual que la venganza de sangre, dejaba al margen también a mu-
jeres y niños (Jamous, 1993).
El estado reprime la venganza de sangre porque atenta contra su mono-
polio de la violencia, pero también porque destaca un criterio de clasifica-
ción particular opuesto a su criterio de clasificación general, basada en lo
genérico en cada individuo: la condición humana. El genocidio representa
precisamente una grave quiebra de este criterio, porque implica la exclu-
sión y la eliminación de una parte de la población de un estado, a la que se
niega la condición humana. Cuando el modelo de referencia es el parien-
te, el anti-modelo es el no-pariente o el anti-pariente. Cuando el modelo de
referencia es el hombre, el anti-modelo es el no-hombre o el subhombre.
Así pues, el estado nación puede presentar dos caras muy contradictorias,
una cara humanista y una cara «anti-humana», según expresión de Primo
Levi. La defensa de los derechos del hombre representa la cara humanista
del estado nación, mientras que el genocido es la expresión anti-humana
del mismo.
Para Maine la substitución de la sociedad organizada por el parentesco
patrilineal por la sociedad estatal supuso la substitución de un vínculo per-
sonal por un vínculo territorial. El principio territorial es el característico del
estado. El poder del estado se basa en el control del territorio y de sus habi-
tantes mediante el territorio. Quiero ilustrar las implicaciones del principio
territorial así como de otros principios en el estado moderno.
292 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

Estado y genocidio

La estructura territorial del estado nación no se impone a un territorio va-


cío ni a una población sin identidad. El estado francés representa, según
Jean-Pierre Albert y Dominique Blanc, la materialización más lograda «del
ideal formal de Estado-nación», porque, entre otras cosas, su creación im-
plicó «la completa redefinición de las antiguas fijaciones territoriales intro-
ducida por la invención de los departamentos. Estos últimos, en efecto, ex-
cluyen sistemáticamente los nombres de las viejas provincias y, en conjunto,
evitan amoldarse a sus fronteras. (…) Finalmente, los cantones —equiva-
lentes a las comarcas españolas— son casi siempre indiferentes a los viejos
pays y su demarcación parece no obedecer a otra regla que la racionalidad
gestora. Estos nuevos hitos territoriales, a pesar de no haberse convertido
posteriormente en unas referencias identitarias de peso, tuvieron al parecer
el efecto de cercenar las raíces históricas de las fijaciones locales, que era en
definitiva la intención del legislador: la Francia del Antiguo Régimen debía
morir, y murió. La República quería franceses, no gascones o saintongeses»
(Albert y Blanc 2000: 38).
La incompatibilidad de la estructura territorial del estado con anteriores
divisiones territoriales y sus identidades aparece reflejada también en el pro-
ceso de creación y de recreación de estados nación en la ex-Yugoslavia. Mi-
licevic se formuló la siguiente pregunta: ¿por qué fueron destruidas las ciu-
dades de la antigua Yugoslavia? Responde: «Se daba por sentado que los
habitantes de dichas ciudades tenían una fuerte identificación local y que
eran en primer lugar ciudadanos de Sarajevo, Mostar o Vukovar antes que
serbios, croatas o musulmanes. Era esta una realidad que suponía un obs-
táculo para los objetivos de todos los nacionalistas. La destrucción era el me-
dio más fácil de demostrar que “vivir juntos” era algo imposible» (Milece-
vic 2000: 81). La realidad de la convivencia depende de muchos factores y
es cambiante, pero Sarajevo fue constituido como un símbolo potente, es de-
cir, «un ejemplo ideal de sociedad multicultural armoniosa y tolerante, en la
que la gente no se clasificaba entre sí como «serbios», «musulmanes», o
«croatas» (Bringa 1995: 3).
La destrucción de las ciudades y de las identidades asociadas con ellas se
relaciona con el proceso de creación de estados nación no porque estos na-
cionalismos sean contrarios a las ciudades, por más que en sus ideologías la
oposición entre campo y ciudad sea muy significativa y el campo más valo-
rado que la ciudad. Si destruyen estas ciudades es porque éstas representa-
ban formas de identidad y de cohesión consideradas contrarias a las que se
querían crear. Las nuevas ciudades que los nacionalistas querían construir
sobre las ruinas de las anteriores —más grandes y bonitas, decían— tendrán
otro rango, significado y composición. Urbicidio y genocidio son en este
CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE... 293

caso las dos caras del proceso de creación/ imposición de nuevos estados
nación.
El principio territorial es básico para el estado, pero no constituye por sí
mismo un símbolo, ni puede ser captado como un símbolo, si no se articula
con un sistema de clasificación que conceptualice la naturaleza de los habi-
tantes y a partir de ella, el vínculo entre población, territorio y organización
política. Las categorías dominantes en estructuras anteriores son substituidas
por una única categoría general, homogénea y universal: la condición de per-
sona humana, de individuo. La homogeneización administrativa y la igual-
dad ante la ley reflejan este criterio. Los ciudadanos del estado son parte de
la humanidad universal y el estado asume su representación en tanto que
personas. En el estado nación francés revolucionario ello se expresó en los
Derechos del Hombre y del Ciudadano. A la condición humana como cate-
goría general, homogénea y universal, se le superpone otra categoría tam-
bién general y homogénea, pero no universal, la de ciudadanos del estado
nación. En la configuración de una identidad nacional cobran importancia
elementos como el relato de inicio del estado nación, sus símbolos, la len-
gua del estado nación frente a las lenguas llamadas despectivamente dialec-
tos, etc. La exclusión y eliminación de los que se oponen a este nuevo orden
suele hacerse sin embargo tomando como referencia la categoría universal y
por ello definiendo a los enemigos como una subhumanidad o una no hu-
manidad.
Antes he señalado las dos caras del estado, la humanista, en el sentido de
defensora del hombre, en cuanto hombre, pero también la cara anti-humana
y parece que no existe la una sin la otra. Eso parece que fue así incluso en el
caso del estado francés surgido de la Revolución, que representa la expre-
sión humanista más perfecta. La cara «anti-humana» del nuevo estado fran-
cés ha sido señalada y discutida por diversos autores con orientaciones ide-
ológicas y políticas distintas y frecuentemente opuestas. (Ver una breve
relación de los distintos puntos de vista en Coquio 1999: 73). Esta autora co-
menta unos hechos que considera la expresión de la otra cara del estado na-
ción: «poco después de la segunda Declaración francesa de Derechos del
Hombre, en 1794, cuando los insurrectos de la Vendée acababan de ser de-
rrotados por el ejército republicano, la Convención, guiada por el Comité de
Salud Pública, ordenó el «exterminio» de la población de la Vendée» (Co-
quio 1999: 27). Y en una nota al texto, la misma autora añade: «una pobla-
ción civil fue así enteramente reconstruida sobre la categoría de enemigo po-
lítico, designada como subhumanidad y exterminada; hombres, mujeres,
niños y bebés fueron destruidos, cuerpos y bienes, al igual que sus casas y sus
animales (…) por razones y con medios ya modernos» (Coquio 1999: 73).
Lespinay afirma que «las masacres de la Vendée son consideradas toda-
vía (y justificadas) necesarias para dar seguridad a la nación a la vez que acto
294 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

fundador de la República francesa moderna «(2001: 178). Considerados trai-


dores, a los partidarios de la Vendée se les aplicó la misma división del due-
lo que el estado reserva para sus enemigos. El estigma se alarga hasta el pre-
sente ya que «los descendientes de las víctimas son todavía considerados por
intelectuales franceses, como descendientes de traidores, «revisionistas» que
niegan el beneficio revolucionario» (Ibid. 178).
La posición «externa» del escritor argelino Rachid Boudjedra le hace ver
las cosas de la siguiente manera: «Sucede que desde fuera se tiene una sen-
sación de malestar y de rabia cuando se observa cómo unos se autoedulco-
ran mientras ensucian la imagen del otro; cómo se subliman mientras demo-
nizan al otro. Hasta tal punto que la Declaración de los Derechos del
Hombre y el lema fraternal de 1789 me parecen sospechosos en cuanto los
oigo de la boca de un político o de un hombre público francés.
Porque detrás de esta logorrea humanista o humanitaria hay tanta sangre
derramada, tantos genocidios perpetrados, tanto narcisismo, y tantos colo-
nialismos, silencios, mentiras y gritos» (1995: 83).
En contextos coloniales la noción de humanidad se hace equivalente a la
de raza blanca y su representación y defensa por parte del estado implica la
exclusión y/o el exterminio de la población indígena. El examen de la colo-
nización de Australia y de creación de su estado nos permite examinar la ela-
boración e imposición de un sistema de clasificación específico y sus con-
secuencias. La doctrina del terra nullius legitimó la colonización. El
objetivo principal de la misma fue la ocupación y la explotación del territo-
rio y no de la población indígena como mano de obra, debido al predominio
del sistema ganadero.
Planteado de forma muy esquemática: la existencia de dos poblaciones dis-
tintas, una aborigen y otra forastera y de dos razas, una negra y otra blanca,
plantea la cuestión de orígenes distintos narrados de maneras distintas. Ello es
percibido no sólo como un obstáculo para la apropiación del territorio, sino
también para la creación del estado. La respuesta básica es la difusión de la idea
de la necesidad de extinción de la raza indígena, idea que alentó su exterminio
a lo largo del siglo XIX. A finales de siglo, cuando se había reducido efectiva-
mente la población indígena y se había generalizado la opinión de que la raza
aborigen se había extinguido ya o estaba en vías de extinción, fue cuando se
planteó como problema la existencia de una población mestiza, resultado de la
política de abuso sexual de las mujeres negras por parte de los colonizadores.
Esta población de raza «medio blanca» planteaba un problema distinto del de
la población indígena. La población de los «medio blancos» hacía evidentes en
unos mismos individuos la referencia a dos orígenes ¿Cómo eliminar uno de
ellos sin recurrir a la política de exterminio? ¿Cómo eliminar una de las dos na-
rrativas? ¿Cómo resolver un problema que afectaba a la política de producción
de ciudadanos homogéneos por parte del estado creado en 1901?
CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE... 295

La política de asimilación adoptada por el estado no surgió en el vacío,


sino que hay que relacionarla con descubrimientos y debates coincidentes en
el tiempo. La joven antropología tuvo un papel importante en ello. En 1896
Spencer y Gillen hicieron el siguiente descubrimiento entre los arunta de
Australia central: «El niño no es el resultado directo del coito, puede nacer
sin éste.» (Spencer and Gillen (1899), citados en Wolfe (1999: 9) Es decir,
los indígenas ignoraban los hechos de la procreación. Este descubrimiento
puede parecer intranscendente considerado en sí mismo, pero no lo es cuan-
do se le relaciona con el contexto.
¿Cuál es la lógica cultural de la política de asimilación? ¿Cuál es su le-
gitimación? ¿De dónde procede? Pienso que en este caso procede de la in-
terpretación que se hace del descubrimiento etnográfico por parte de los
antropólogos y de cómo se le integra en un marco de premisas distinto del
de la población nativa. Lo que es calificado como «desconocimiento» de
la procreación, es decir, «desconocimiento de la paternidad» iba a pro-
porcionar la justificación cultural implícita o explícita de una política de
asimilación forzada. En 1913 Spencer aconseja al gobierno: «A ningún
niño mestizo se le debe permitir que permanezca en un campamento na-
tivo, sino que ellos han de ser retirados de allí y colocados en las estacio-
nes (…) Cuando el niño sea muy pequeño es una necesidad que le acom-
pañe su madre, pero en los demás casos, incluso si puede parecer cruel
separar la madre y el hijo, es mejor hacerlo así, cuando la madre esta vi-
viendo, como es lo habitual, en un campamento nativo» (Spencer 1913,
citado en Wolfe 1999: 11).
Los niños mestizos iban a ser puestos bajo la tutela directa del estado,
que es lo que significa su internamiento en las estaciones estatales. Ello
ocurrrió hasta finales de los años sesenta del siglo XX. Lo que Spencer es-
taba aconsejando al estado era que protegiese y potenciase el principio de
paternidad, en este caso blanco, ignorado por los nativos, y lo convirtiese
en el principio básico de la asimilación y de la ciudadanía. La abducción de
los niños de raza «medio blanca» y su clasificación como no nativos nos
dan información sobre el sistema cosmológico del estado y el papel que tie-
ne en él una específica concepción de la procreación. El estado mediante
estas prácticas está «cubriendo» o «llenando» el «vacío» cognitivo de la pa-
ternidad aborigen con su propia concepción de la paternidad. Y como esta
«carencia» cognitiva de los nativos fue considerada como un signo de su
primitivismo, la acción del estado será vista como civilizadora, cuando en
realidad constituía una nueva forma de genocidio, complementaria de la del
exterminio, destinadas ambas a borrar una población, un origen y una na-
rrativa sobre el mismo y, por tanto, a afirmar la existencia de una única po-
blación, un único origen y una única narrativa como premisa y condición
de un estado nación.
296 JOAN FRIGOLÉ REIXACH

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CONEXIONES SOCIALES EN LOS PROCESOS
MIGRATORIOS

M.ª Dolores Vargas Llovera


Universidad de Alicante

Realmente, no hay ninguna necesidad de reconocer la


amistad como una institución, cuando es la esencia misma
de las relaciones personales.
JULIAN PITT-RIVERS

Delimitación del ámbito de estudio

Las diferencias culturales entre «nosotros» y «ellos» que constituyen uno


de los referentes básicos de cualquier reflexión relacionada con esa realidad
compleja que son las migraciones, son entendidas con frecuencia más como
oposición irreductible que como posible relación de complementariedad.
Esa percepción negativa está presente, de forma latente o explícita, en mu-
chas situaciones de conflicto entre los autóctonos y los inmigrantes, de
modo que se hace muy difícil la comprensión de la diferencia, eje articula-
dor del discurso de alteridad, convirtiéndose ésta finalmente en un obstácu-
lo insalvable para el encuentro, la asimilación o la integración.
Como consecuencia de esas distorsiones nace una relación de subordina-
ción por parte de los «otros» como grupo genérico. La desigualdad y la di-
ferencia étnico-culturales son un elemento fundamental para justificar la si-
tuación social del inmigrante, pero no debemos olvidar que la persona que
300 M.ª DOLORES VARGAS LLOVERA

emigra mantiene los vínculos socioculturales propios de su cultura, es decir,


trae consigo sus propias referencias fruto de su enculturación.
Los estudios de las experiencias migratorias han sido tratados desde las
ciencias sociales en innumerables contextos. El fenómeno de la inmigración
conlleva un sinfín de problemáticas específicas que van desde el propio ini-
cio de la emigración hasta la adquisición del status de inmigrante en las so-
ciedades receptoras.
Nuestro interés se centra aquí y ahora en un aspecto que consideramos re-
levante en orden de entender algunas claves de los procesos migratorios, a
saber, el papel positivo que desempeñan en ellos las llamadas redes sociales.

Intercomunicación de los inmigrantes: Las redes sociales

En todos los procesos migratorios tienen lugar una serie de etapas y con-
tactos que llevan al inmigrante, en muchos casos desde su zona de origen, a
tejer una red solidaria de autoayuda en el país de recepción. Esta red da co-
mienzo antes de empezar su proceso migratorio, en la mayoría de los casos,
estableciendo una serie de contactos con los propios familiares, amigos,
amistades o simplemente conocidos que se encuentran de una forma regular
o irregular instalados o viviendo en el país objeto de su destino. Estos con-
tactos les informan y orientan, o incluso les ofrecen posibilidades de traba-
jo, les prestan ayuda para buscar un lugar de alojamiento, o bien para reali-
zar los trámites legales que se exigen en cada caso. Sirven también para
transmitirles la experiencia propia vivida en su emigración sobre todo en la
llegada al país de destino o el choque sociocultural que ese cambio ha su-
puesto en su existencia personal y en su ámbito familiar.
El concepto de red social fue desarrollado por la antropología británica, a
partir de la Segunda Guerra Mundial, siendo sus artífices J. A. Barnes, E.
Bott y J. C. Mitchel. El primero fue el que utilizó el término redes, en 1954,
para describir en un pueblo de pescadores noruegos las relaciones de paren-
tesco y amistad, además de ofrecer una caracterización de las clases socia-
les. Su definición básica de red consideraba a ésta como un conjunto de pun-
tos que se conectan a través de líneas, siendo esos puntos la imagen de las
personas y a veces de los grupos; las líneas indican las interacciones entre
estas personas y/o grupos (Barnes, 1954).
E. Bott, en 1957, utilizó el concepto de red social en su estudio sobre fa-
milias londinenses de clase trabajadora. Mitchel, en 1969, incorporó esa no-
ción definiéndola como un concepto de vínculos entre un conjunto definido
de personas con la propiedad de que las características de estos vínculos
como un todo pueden usarse para interpretar la conducta social de las per-
sonas implicadas.
CONEXIONES SOCIALES EN LOS PROCESOS MIGRATORIOS 301

A partir de estos estudios son varias las definiciones y conceptos que se


tienen de red social en el ámbito de las ciencias sociales. En nuestro país, J.
L. Molina (2001) considera una red social como un conjunto de personas o
de organizaciones, o de otras entidades sociales conectadas por un conjunto
de relaciones significativas, es decir, el análisis de redes sociales estudia las
relaciones específicas entre una serie definida de elementos. Trata con datos
relacionados al vínculo específico existente en un par de elementos.
En sentido parecido, F. Requena (1996) hace referencia a todos los víncu-
los existentes dentro de un conjunto de individuos. De esta manera una red
social es la descripción de un conjunto de vínculos que unen a un grupo de
actores y cada vínculo se compone de una o más relaciones. Las redes des-
criben el entorno social de los actores o sujetos. Este mismo autor destaca
que una de las características más importantes de la red personal reside en el
hecho de que las personas se relacionan a través de una amplia variedad de
vínculos. Las relaciones sociales que vinculan a las personas provienen de
las diversas actividades en las que participan. Esas personas pueden estar
unidas a través de uno o más vínculos al mismo tiempo. Una persona puede
estar vinculada con otra de varias formas simultáneamente (Requena,
1996:20).
Cuando se habla de una red formada dentro de las migraciones el signifi-
cado que se le atribuye es la participación continuada de todos los aspectos
que envuelven el quehacer de la trama; en ella no se incluyen sólo los espa-
cios que proporcionan la supervivencia sino que se incluyen el ocio, las di-
versiones, las amistades y las relaciones en general. Todo ello dentro un ais-
lamiento social y cultural. En principio, este aislamiento se puede considerar
voluntario, pero en parte está provocado por las propias barreras reales y
simbólicas que la sociedad de recepción les impone.
La estructura de los espacios dentro de las redes suelen ser de dos tipos:
1) el del lugar de residencia, donde tienen su vivienda y desarrollan relacio-
nes internas y 2) el lugar de trabajo, donde se dan las relaciones externas.
Ambos normalmente se encuentran en zonas diferentes. El trabajo les lleva
a establecer relaciones con gentes diferentes y fuera de la inmigración y en
la zona donde residen las relaciones son más directas con gentes del entor-
no migratorio, aunque no se debe descartar algún tipo de relación con per-
sonas autóctonas o más heterogéneas.
La conexión de redes sociales en la inmigración no parte sólo de factores
situacionales y puntuales, sino que también depende de la relación del indi-
viduo con la red y de las necesidades e incluso actitudes de la persona que
emprende la migración.
Las redes sociales en la inmigración pueden ser: 1) Estables, es decir que
se mantienen mientras tienen el estatus de inmigrante. 2) Temporales, esto
es, aquellas que por condiciones de trabajo o residencia se mantienen en el
302 M.ª DOLORES VARGAS LLOVERA

tiempo y en el espacio, pero que se rompen al cambiar los mismos. Y 3) Pun-


tuales, cuando se establece la relación migratoria de pasar de su país de ori-
gen con el de acogida; es una conexión que puede ser más o menos durade-
ra según las circunstancias y los individuos. Al mismo tiempo, pueden ser:
1) Redes formales e íntimas como la familia y los parientes y en algunos ca-
sos los amigos; y 2) Redes informales, que son los contactos superficiales
que pueden darse entre compañeros de migración, de trabajo, conocidos y
otros miembros de la sociedad que de forma esporádica interfieren en la red.
Según Requena (2001), también se pueden calificar de apoyo y aporta dos
clases generales: 1) las de apoyo moral u emocional, para la solución de pro-
blemas normales de la vida cotidiana que es característica de la amistad, y
2) las de apoyo práctico o ayuda material, es decir, las ayudas que brinda la
vida diaria: prestar ayuda instrumental en circunstancias graves, en valor fi-
nanciero de transacciones relativamente bajas información relevante, etc. La
conectividad de la red en la inmigración no sólo depende de fuerzas socia-
les externas sino de la misma inmigración.
La conexión de las redes depende de la estabilidad y de las relaciones
continuas y de la movilidad entre ellas. Por un lado, pueden surgir redes en
las que haya poca unión o sea sólo puntual, y otras por el contrario fomen-
tan las relaciones sociales a pesar de que en algunos momentos estas rela-
ciones se vean sometidas a una movilidad social. La conexión entre las re-
des sociales son combinaciones socioeconómicas dentro de la inmigración.
La inmigración escoge las líneas de acción que consideramos idóneas
para la extensión de sus propias redes. Cada grupo migratorio forma su pro-
pia red socioeconómica y reacciona según las situaciones dadas y a partir de
determinadas combinaciones y necesidades personales de los miembros que
van entretejiendo la red. Existen redes muy unidas, otras menos unidas y
no todos los inmigrantes se mueven bajo la trama de redes, aunque la ma-
yoría lo hacen. Lo que sí existen son redes extensas y redes mínimas, ya que
la autoayuda, sea en forma de red o no, forma parte del entorno de las mi-
graciones.
Existen factores en torno a la inmigración que ofrecen una combinación
de conexiones que favorecen a la propia constitución de la red: concentra-
ción en el mismo barrio, ocupaciones iguales o similares, movimientos de
trabajos temporales, relaciones para conseguir un trabajo, relaciones de ocio
o entretenimiento, tipo de religión y creencias, aspectos estéticos, etc. Todo
ello conforma una forma de vivir en sociedad en parte aislada de la sociedad
receptora.
La ecología de las ciudades, con otros factores propios de la urbanización
vienen a condicionar la conexión de redes, bien limitándolas o extendiéndo-
las. Desde el punto de vista conceptual, las redes desde la migración se en-
cuentran en relación directa entre ellas mismas y el entorno de la sociedad.
CONEXIONES SOCIALES EN LOS PROCESOS MIGRATORIOS 303

Este entorno hace posible y condiciona los factores situacionales de los


miembros que intervienen en la red. Las relaciones externas implican todo
lo relacionado con las necesidades de la vida cotidiana: escuela, salud, tien-
das, asociaciones etc. Estas relaciones externas forman un tejido dentro de
las propias redes con una conexión entre sí y con funciones según la espe-
cialización.
Las migraciones favorecen la trama de redes sociales y en muchas oca-
siones muy intensas, pero existe una gradación en la intensidad de estas re-
des llegando en ocasiones, y por las circunstancias que envuelven el hecho
migratorio, a nacer, crecer y desaparecer en un tiempo limitado.
La localización de las zonas donde residen los inmigrantes es uno de los
factores que ayudan a formar las redes sociales ya que los habitantes son so-
cialmente y de circunstancias semejantes. También ayuda el tipo y el precio
de la vivienda que es un factor de homogeneidad. Es una forma de aisla-
miento social y espacial lo que fomenta que las redes que existen o se for-
men se vuelvan más unidas y se incorporen nuevos miembros a medida que
vayan llegando del lugar de origen.
Las relaciones sociales de los inmigrantes en sus zonas más o menos es-
tables de destino se mueven dentro del núcleo de sus propios compatriotas.
El relacionarse entre ellos mismos es una forma de protección y al mismo
tiempo de ayuda ante la población autóctona que le es hostil en términos ge-
nerales. Este comportamiento favorece la creación de redes sociales ligadas
a las amistades, trabajo, búsqueda de vivienda, ayuda afectiva y todo lo que
conlleva una relación en cierta manera cerrada a su círculo, ya que en la es-
fera pública el inmigrante encuentra grandes dificultades que le impiden lle-
gar a convertirse en uno más de la sociedad receptora. Esta no penetración
en las relaciones sociales y culturales de su nuevo entorno llevan a conexio-
nes intergrupales formando espacios que fomentan la exclusión.
Las redes migratorias de relaciones y de solidaridad cada vez tienen ma-
yor importancia, Nacen en primer lugar en el país de origen del inmigrante
y en el de destino y luego, dentro de éste, se pueden formar nuevas redes. A
mayor número de inmigrantes establecidos en la sociedad de acogida de for-
ma regular o no, mayor número de redes que apoyan a las migraciones. Lo
importante es tener un contacto en el país de destino ya que se convierte en
una fuente de ayuda y de información para el que ha emprendido la emigra-
ción. La mayoría de inmigrantes llegan con direcciones de familia, amigos
o conocidos. Este intercambio de direcciones y de información se origina en
el país de origen, es decir, que la trama de la red social comienza en el país
del emigrado. Todos los que piensan en emigrar, piensan también en el po-
sible contacto que puedan tener en el país hacia el que van dirigidas sus es-
peranzas de trabajo y nueva vida. Llegar a un país cuya lengua se descono-
ce hace que sea muy difícil actuar sin la ayuda de nadie; por esta razón el
304 M.ª DOLORES VARGAS LLOVERA

conocer algún compatriota con la experiencia necesaria en el país receptor


resulta de vital importancia en los primeros días o meses en que se produce
la migración.
La llegada de inmigrantes a nuestras fronteras tiene lugar en diversas for-
mas de transporte, como estamos viendo y leyendo cada día en los más va-
riados medios de comunicación. Lo que aquí nos interesa es conocer los con-
tactos que una vez que llegan al país de destino tienen y que ya empezaron
a fraguarse en el país de origen. Como ya dijimos el nacimiento de redes so-
ciales en la inmigración es un hecho. Las conexiones emigrados e inmi-
grantes y la ayuda mutua entre unos y otros forma parte del entretejido de
estas redes.
Para el establecimiento de las estructuras y elementos que componen una
red, el método básico consiste en partir del testimonio de los informantes
que son los que permiten entretejer las relaciones existentes e identificar las
estructuras de los actores desde una visión de la realidad organizativa de las
personas u organizaciones del conjunto social.
Nuestra intención ha sido la búsqueda de los contactos entre personas de
un mismo país que se encuentran en dos polos diferentes. La situación de
unos es de inmigrantes y la situación de otros es la de quienes quieren emi-
grar y el estudio de casos se ha orientado a conocer cuáles eran y con quién
se establecía el primer contacto entre los dos polos.

ENTREVISTAS A INMIGRANTES
TOTAL DE LA MUESTRA 363

134 (36'9%)

140
111 (30'5%)

120

100
72 (19'8%)

80
43 (11'8%)
60

40
3 (0'8%)
20

0
Amigos Famila Conocidos Sin contactos Con contratos

Se han realizado 363 entrevistas en la zona de la provincia de Alicante di-


vidiéndose entre gentes procedentes del Magreb y las que procedían de
América Latina; y las preguntas iban dirigidas indistintamente y de forma
CONEXIONES SOCIALES EN LOS PROCESOS MIGRATORIOS 305

aleatoria a hombres y a mujeres de América Latina (254) y del Magreb


(109). De América Latina han participado diez países: Ecuador (111), Co-
lombia (69), Argentina (24), Perú (23), Uruguay (9) y otros (18), además de
Marruecos (78) y de Argelia (31). Las preguntas eran claras y versaban so-
bre si el primer contacto entre emigrado e inmigrante era la familia, o los
amigos, o los conocidos; interesaba también conocer los que venían sin con-
tactos y finalmente los que traían algún tipo de contrato.
Los procedentes del Magreb fueron un total de hombres (81) y de muje-
res (28) y el nacimiento de la red receptora el tipo de contacto fue la si-
guiente: tenían un familiar en el país de recepción fueron 33 (30,2 por 100);
tenían amigos 40 (36,7 por 100); tenían algún conocido 20 (18,3 por 100) y
sin contactos 16 (14,6 por 100). En estas entrevistas no hemos encontrado a
ningún inmigrante magrebí que haya llegado a nuestra zona con un contrato
de trabajo. La media de edad de los entrevistados de esta zona del norte de
África ha resultado de 31,7 años.

INMIGRANTES PROCEDENTES DEL MAGREB


TOTAL DE LA MUESTRA 109

50
40 (36'7%)

40 33 (30'2%)

30
20 (18'3%)
16 (14'6%)
20

10 0 (0'0%)

0
Amigos Famila Conocidos Sin contactos Con contratos

El acogimiento al recién llegado es lo que prima en el nacimiento de la


red. A partir de este acogimiento se va formando la ayuda teniendo en cuen-
ta sus posibilidades de ayudar a encontrar trabajo, vivienda y sobre todo el
apoyo afectivo y de información para desenvolverse en la nueva sociedad.
En relación con la inmigración de América Latina intervinieron personas
de un total de diez países con 254 entrevistas. La división por sexos fue de
hombres (128) y la de mujeres (126) y el contacto entre emigrados e inmi-
grantes ofreció el siguiente resultado: tenían familia en la zona de estudio 78
306 M.ª DOLORES VARGAS LLOVERA

(30,7 por 100); tenían amigos 94 (37 por 100); tenían conocidos 52 (20,4 por
100); sin contactos 27 (10,6 por 100). Dentro de este grupo de América La-
tina hemos encontrado a un 3 (1,1 por 100) que han llegado con un contra-
to de trabajo y la media de edad de las personas entrevistadas es la de 31,6
años.

INMIGRANTES PROCEDENTES DE AMERICA LATINA


TOTAL DE LA MUESTRA 254

94 (37%)

100
78 (30'7%)

80

52 (20'4%)
60

27 (10'6%)
40

20 3 (1'1%)

0
Amigos Famila Conocidos Sin contactos Con contratos

Como en el caso de los magrebíes, el acogimiento del recién llegado es el


punto donde comienza una red de apoyo dirigida a ayudar a desenvolverse
en su nueva situación que va desde el acogimiento en su propia casa a la pos-
terior ayuda para encontrar trabajo, vivienda, apoyo afectivo y de informa-
ción para poder de esta manera proyectarse en su nuevo destino.
De la información de las entrevistas de las dos zonas geográficas, Améri-
ca Latina y Magreb, se deduce que los resultados son estructuralmente los
mismos. Los contactos por orden de importancia son: Con amigos: 134 (36,9
por 100); le siguen los de la familia: 111 (30,5 por 100); los conocidos: 72
(19,8 por 100); los sin contactos: 43 (11,8 por 100) y por último los que han
obtenido un contrato 3 (0,82 por 100).

Algunas conclusiones orientadoras

Como hemos visto con el resultado de las entrevistas, se da una mayor


importancia a la relación entre amigos, seguida de familia y de conocidos;
es decir, la relaciones con amigos y conocidos, en nuestro caso, constituyen
el núcleo básico a partir del cual se establecen las relaciones y se inicia y
CONEXIONES SOCIALES EN LOS PROCESOS MIGRATORIOS 307

consolida la formación de las redes. Esto forma parte de la búsqueda de la


identidad y de la pertenencia al grupo conformando el eje central en la rela-
ción de ayuda vital en las redes de las migraciones.
Todos esos contactos en el nacimiento de la red, se originan en este pri-
mer paso de los inmigrantes en su país de origen. Todos vienen con direc-
ciones obtenidas en él y con destino a la zona estudiada. Esto no significa
que una vez que han llegado no se originen nuevas redes sociales que se des-
marquen de las originarias, es decir, la búsqueda de trabajo, de vivienda,
etc., les lleva a formar una nueva trama de relaciones sociales, dentro o fue-
ra de la zona de su primer destino en la sociedad receptora.
Lo fundamental es el apoyo que encuentran las personas migrantes en las
redes nacidas en el país de origen. Una red de familia, amigos y conocidos
o incluso una combinación de dos o de las tres juntas, aumenta las posibili-
dades de encontrar un trabajo, una vivienda o aquello que les pueda asegu-
rar una forma de vida en el país de destino. Pero esto no significa que pue-
da hablarse, sin más, de integración; por el contrario, las redes siguen y están
expuestas al riesgo de la creación de guettos, de subsistemas sociales dentro
de la propia sociedad.
La ayuda mutua se presenta entre la inmigración como parte fundamental
del desarrollo posterior de la persona que emigra. Dependiendo de las redes
sociales que consiga a su llegada se vislumbrará en parte el futuro más próxi-
mo del inmigrante. Los espacios de las migraciones están constituidos por un
entramado de redes sociales que establecen, de una forma más o menos con-
tinuada, unas determinadas relaciones e interacciones entre el lugar de origen
y el lugar de destino y entre los propios inmigrantes en las sociedades recep-
toras, delimitadas y enmarcadas por las propias tramas de la inmigración.

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JULIAN PITT-RIVERS AND THE
ANTHROPOLOGY OF TOURISM

William A. Douglass
University of Nevada. Reno

I first met Julian Pitt-Rivers in the lounge of the anthropology department


at the University of Chicago in the winter quarter of my first year of graduate
studies. I was nervous to an extreme, since, to my mind, the future seemed
to hang in the balance. After spending my junior year abroad in New York
University’s exchange student program at the Complutense (1959-60), I had
returned to the University of Nevada to complete a bachelor’s degree in
Spanish literature. However, along the way I developed a greater interest in
social anthropology, made it my undergraduate minor, and then was accept-
ed for graduate study in the discipline at Chicago. It was my intention to one
day conduct dissertation field research somewhere in Spain. Indeed, I sus-
pect that my interest in anthropology was a kind of legitimizing vehicle for
fulfilling my intense desire to return there.
As noted author of The People of the Sierra (1961 [1954]), Julian’s pre-
sence at Chicago influenced my choice of graduate schools. There was,
however, a small problem of which I was unaware when I applied. He was
a kind of «permanent» visiting professor in the department, dividing his time
between it, LSE and the Sorbonne. He was also involved in Chicago’s Chia-
pas Project in southern Mexico. In short, to my chagrin, he was away in
Mexico when I arrived and would not be back until the winter. In preparation
for our eventual meeting, that autumn I read Julio Caro Baroja’s Los pueblos
de España, Los pueblos del norte de la península ibérica and Los vascos,
thereby acquiring a fascination for the Basques.
310 WILLIAM A. DOUGLASS

Meanwhile, my situation at Chicago was precarious. Since I had been


merely admitted, and not afforded a scholarship, my finances were strained (I
had a wife and infant son to support). I was therefore exploring the possibi-
lity of transferring to UC Berkeley, should I be awarded financial aid there.
I was also working for Sol Tax as a research assistant, using my Spanish lan-
guage skills to verify a translation into English of field notes prepared by his
assistant when working among the Mayas of Panajachel, Guatemala. I had
written a term paper in a linguistics seminar for Professor Norman Mac-
Quown comparing certain Galician and Mayan folk tales. On the strength of
it, MacQuown, one of the directors of the Chiapas project as well as of an
anticipated future one in Huehuetenango to be cosponsored by Chicago and
Harvard, was pressing me to commit to Mayan studies in preparation for
Guatemalan fieldwork.
Such was my personal baggage as I entered the presence of Julian Pitt-
Rivers. Nor was I comforted by my sketchy knowledge of his background.
I had heard that he was an English patrician with some kind of standing
within the nobility. It was scarcely news likely to put a nervous 21-year-old
American youth at ease. I expected to encounter the stereotypical stuffy Ox-
ford don of my imagination.
After an affable greeting, Julian minced few words. «So what are your
plans for Spain?» «I hope to do fieldwork with the Basques, Sir. Possibly in
Gwípuzcoa.» I winced at the bonehead phonetic errors. «It’s pronounced
Guipúzcoa, Bill.» The remark was not nearly as patronizing as it reads. His
tone and demeanor were far from hortatory; his use of my first name an evi-
dent invitation to genuine colleagueship.
Julian then launched into the convivial yet clever, usual humorous and
most certainly erudite, discourse that I would come to regard as his personal
signature. There was a way in which he always commanded (and earned)
more than one individual’s share of the energy and attention within a room.
He told me how glad he was to take on a student with an interest in the
Basques. It seems that it had been his intention to work in the French Basque
Country had it proved impossible to carry out his dissertation research in
southern Spain. Indeed, he spent a week surveying possible French Basque
field sites on his way to Andalusia1 .
Julian spoke of his close friendship with Caro Baroja and volunteered to
open up that particular door at the appropriate time. He advised me to
follow my dream and return to Spain; there would be other students for
present and future Maya projects. UC Berkeley? Not a problem. Should I go
there we would continue our collaboration. After all, given his perambula-

1
He would subsequently publish the entry «Basque» in a new edition (1968a) of the Ency-
clopedia Britannica.
JULIAN PITT-RIVERS AND THE ANTHROPOLOGY OF TOURISM 311

tions, it could and would not be based on regular face to face interaction in
Chicago.
My stars were back in their firmament. However, I was also experiencing
a palpable adjustment in expectations. Rather than formal and stodgy, my in-
terlocutor was dressed far more informally than I. What struck me most were
his tennis shoes, worn matter-of-factly (and frequently) well before Nikes
became chic. In his general mannerisms, and particularly his effusiveness,
my new something 40s mentor struck me as far more boyish than his new
student.
I did go to UC Berkeley for my second year and next saw Julian when
headed, the following summer, to the Basque Country. We had corresponded
frequently and I was to stop off en route at his chateau in Fons (Lot) in
southwestern France. He put the three of us up in a local inn, and we con-
ferred for the next two days about my impending work. True to his word, he
armed me with a letter of introduction to Julio and promised to visit me in
the field at some point. Since I was to return to Chicago after the research,
he was once again my graduate advisor.
The following spring Julian visited Julio in Vera de Bidasoa. By then I
was well along with my work in nearby Echalar, and was planning to move
to Murelaga (Vizcaya) the following winter to gain comparative perspective
for my dissertation topic —the causes and consequences of rural exodus in
the Basque countryside. While it meant delaying my return to Chicago by a
year, Julian was quite supportive. His only condition was that I leave the
area in order to write up my impressions of Echalar before confusing them
with new ones from Murelaga, the sagest of advice.
He subsequently visited me in Murelaga. His curiosity was omnivorous
and his enthusiasm boundless as he peppered me with questions. He was
clearly energized to be doing a bit of Basque ethnography, if only of the in-
direct and parachute variety.
By autumn of 1965 I was back in Chicago to write up my research. I plan-
ned to present both a Masters thesis and Ph.D. dissertation. Julian’s sugges-
tion for the Masters was to pull something out of my data that was essen-
tially self-contained and unrelated to rural exodus. I wrote about the social
significance of funerary ritual in Murelaga. That quarter he was in residence
and not only provided the thesis a thorough reading and cogent suggestions,
but entered it in the competition for the Roy M. Albert award, the de-
partment’s annual prize for best thesis of the year. When it won, Julian urged
me to submit it for publication consideration. The press of time (I still had
to write the dissertation) and, subsequently, the demands of my first position
delayed the necessary rewrite, but it was in large measure due to Julian’s
faith, persistence and recommendation to the publisher that Death in Mure-
laga (1969) was published by the American Ethnological Society.
312 WILLIAM A. DOUGLASS

I wish that I could report a more intimate relationship between us over


subsequent years. In the late 1960s Julian came to Reno for a brief visit, and
then graciously accepted my invitation to write the «Preface» (1976) to the
book The Changing Faces of Rural Spain that I was co-editing with Joseph
B. Aceves. On one occasion, when I was passing through London, he invited
me to dine with him and his new «Basque» student, Marianne Heiberg. It
was not for another several years before we shared a second meal, then in
Paris during his annual stint at the Sorbonne. However, for all practical pur-
poses our paths had parted. It nevertheless remains true that I will always
owe Julian Pitt-Rivers an enormous personal and professional debt.
And what of the title of this article? In recent years I have become in-
terested in the anthropology of travel and tourism2 . Along the way I have
come to appreciate the incisive ways in which Julian was a genuine precur-
sor of the sub-discipline. This is evident in his published and, as we shall
see, unpublished work alike.
Arguably, the twin key concerns in the anthropology of tourism literature
regard the nature of the tourist experience, on the one hand, and the impact
of tourism upon the host community, on the other. As expressed respectively
in the sub-discipline’s two canonical texts The Tourist: A New Theory of the
Leisure Class (1976) by Dean MacCannell and the collected essays Hosts
and Guests: The Anthropology of Tourism (1978) edited by Valene L. Smith.
Both are profoundly concerned with cultural authenticity. The latter, in par-
ticular, explores ways in which tourism exoticizes and exploits native cul-
tures by turning them into an «attraction.»
A commingling of the romanticized traveler’s narrative, the tourist gaze3
and the nature of the hospitality that underpins the host-guest relationship is
highlighted in the first three pages of the first chapter of Julian’s very first
publication, The People of the Sierra (1961) [1954]). He introduces his se-
lected field site, the pseudonymous Alcalá de la Sierra (Grazalema, Cádiz)
with the sensationalized travel account of Richard Ford,

plastered like a martlet-nest upon the rocky hill, it can only be ap-
proached by a narrow ledge. The inhabitants, smugglers and robbers, beat

2
Regarding travel writings cf «Testigo en tierra salvaje: la cita tropical de Levi-Strauss y
Theodore Roosevelt» (2002). For tourism in the Basque Country cf «Beyond Authenticity:
The Meanings and Uses of Cultural Tourism» (Lacy and Douglass 2002) and «Anthropolo-
gical Angst and the Tourist Encounter» (Douglass and Lacy n.d.). Regarding the development
of Las Vegas as a tourist destination cf «The Naming of Gaming» (Raento and Douglass
2001) and «The Tradition of Invention: Conceiving Las Vegas» (Douglass and Raento forth-
coming).
3
Cf. John Urry’s work The Tourist Gaze: Leisure and Travel in Contemporary Societies
(1990).
JULIAN PITT-RIVERS AND THE ANTHROPOLOGY OF TOURISM 313

back a whole division of the French who compared it to a land Gibraltar.


The wild women, as they wash their parti-coloured garments in the bub-
bling stream, eye the traveler as if a perquisite of their worthy mates.
(quoted in Pitt-Rivers 1961 [1954]:1-2).

Julian then proceeds to distinguish the peasant’s gaze from that of the
tourist. The former sees a rather unremarkable and quotidian campiña, or
agricultural plain, flanked by hills, whereas,

The tourist’s eye sees a rampageous landscape of swelling hillsides and


tilted escarpments brought at last to the sky-line by a flat-topped crest
upon which are strewn the broken columns which once supported the
temples of Accinipa (1961 [1954]: 2-3).

The anthropologist is then mise en scene in the most disarming of


fashions,

…I selected the town in the first place, among many other considerations,
because I was invited into the casino, the club, and given a drink more
promptly here than in any other place I had been. This was due, I think,
not so much to the greater generosity of those of Alcalá, certainly not to
their greater wealth, but to the fact that, being more cut-off than other
towns, my appearance there in winter was more of an «event» than
elsewhere. (1961 [1954]:2).

Julian’s surmise in this pioneering work regarding his hosts’ reasoning


and celerity in proffering their gift to a stranger both configures and antici-
pates a key debate in the future development of the social anthropology of
Europe. To wit, the little community becomes the European surrogate for the
more common object of the anthropological gaze —the bounded African
tribe or the isolated Pacific island society— but not just any community will
do, rather it must be one of the back-of-beyond variety4 . Implicit (when not
explicit) is the (romantic) notion that physical isolation somehow equates to
greater cultural authenticity, which thereby sets the stage for subsequent
anthropological angst over the potential intrusive and corrosive effects of the
natives’ encounter with the tourist.
Then there is the invocation of the subject of the very nature of hospita-
lity itself. Pitt-Rivers asks, «Yet how do people behave towards outsiders?»
Revisiting the welcoming drink in Alcalá’s casino, he answers,

4
The most extensive critique of the effects of the little community focus upon the anthro-
pology of Europe may be found in Boissevain and Friedl 1975.
314 WILLIAM A. DOUGLASS

This standard of hospitality is a very noble feature of the Spanish


people, yet its analysis would not be complete if one were not to point out
that it is also a means whereby a community defends itself against out-
side interference. For a guest is a person who, while he must be entertained
and cherished, is dependent upon the goodwill of his hosts. He has no
rights and he can make no demands. On the other hand, the good name
of the pueblo is in his protection. For the sake of that, the members of the
community prevent one another from taking advantage of him (1961
[1954]: 26-27).

Exploring the many implications of this statement, whether in his work


on honor and shame, or, more specifically, on the «law» of hospitality5 , be-
comes a leitmotiv in much of Julian’s subsequent (prolific) intellectual pro-
duction. While the quoted passage (and Julian’s subsequent work) obviously
anticipates the title and subject of the canonical volume Hosts and Guests:
The Anthropology of Tourism, at no point is it referenced therein. Whether
Julian’s premises hold true cross-culturally throughout the plethora of
tourist venues is, of course, a matter of ethnographic investigation. Neverthe-
less, in my view, had his early insights into the nature of social reciprocity
inherent in hospitality informed its subsequent development, the anthropo-
logy of tourism literature would have achieved greater theoretical sophisti-
cation than is the case to date.
A concern with the tourist does inform some of Julian’s own published
work. Indeed, whether writing about the significance of the sombrero or of
bullfighting in Andalusian (flamenco) culture, his foil is the misapprehen-
sion characterizing «the outsider’s knowledge of Andalusia [that] derives
mainly from the music-hall and the tourist literature in the ‘tambourine’ tra-
dition» (Pitt-Rivers 1967a: 30). Rather than exploring the genesis and effects
of the tourist gaze per se, however, Julian sees his task as more one of tran-
scending, rather than debunking, the stereotype with anthropological analy-
ses that explore the many contextualized complexities of the cultural pheno-
mena in question (1967a: 25-29; 1983).
There was another side to Julian’s interest in tourism that is totally con-
sonant with the tone and tenor of the Hosts and Guests’ volume, possibly
best expressed in its most influential6 essay «Culture by the Pound: An An-
5
In 1967, he published «La loi de l’hospitalité» (1967b) in French and the following year
in English with the title «The Stranger, the Guest and the Hostile Host: Introduction to the
Study of the Laws of Hospitality» (1968b).
6
In his work on the Anthropology of Tourism, Dennison Nash notes that Greenwood’s
catch phrase «culture by the pound» aptly characterizes the concern over the commoditiza-
tion of culture that «now serves as an important point of articulation with anthropological, so-
ciological and other theories» (1996:24).
JULIAN PITT-RIVERS AND THE ANTHROPOLOGY OF TOURISM 315

thropological Perspective on Tourism as Cultural Commoditization» by


Davydd Greenwood. It treats the tourist encounter as transpiring between
exploited (by both insider and outsider capitalist interests) hosts and
feckless, when not downright boorish, «guests». This victimization of the
hosts through their conversion into a commodity to be consumed by the
guests makes a mockery of the notion of any real hospitality.
Having said this, I would add that Julian shared many of Greenwood’s
concerns regarding cultural authenticity and the capacity of both outsiders
and insiders to undermine it. He explored the implications of the influ-
ence of outsiders upon a cultural tradition through uninvited transgression
of its boundaries. In 1960, at the Minneapolis meeting of the American
Anthropological Association, Julian presented a caustic paper entitled
«Phony Folk» in which he upbraided the co-opting of items of «folk cul-
ture» by persons who are not «folk,» particularly middle and upper class
urbanites. He introduces his text with a hilarious description of a mid-
summer morning’s rural outing of the North Dorset Folk Dancing So-
ciety7 . While I have not been privy to the text, in 1964 he presented a pa-
per at the meeting in Milwaukee of the Central States Anthropological
Society entitled «Pilgrims and Tourists: Conflict and Change in a Village
of Southwestern France.»
By this time Julian was quite preoccupied with the impact of tourism upon
the cultural authenticity of the little community. In our conversations regar-
ding matters Basque, he spoke of his desire one day to investigate zoning
laws in the French Basque Country that sought to freeze in amber the archi-
tecture of «typical» villages to retain their tourism appeal. He described one
community in which peasants were supposedly paid from the public purse to
parade livestock through the streets whenever a tourist bus came to town.
Julian developed such lines of thought, but without ever sharing them out-
side the restricted realms of private conversation and the lecture hall. Inde-
ed, to my knowledge, it is his only body of work that remains unpublished.
I am not entirely certain why, although I have my suspicions. On occasion,
he was disdainful of anthropologists, like Margaret Mead, who popularized
their work by selecting sensational topics and then watering them down for
maximum public exposure. It may be that, in his view, the analysis of tou-
rism was too trite and trendy8 . The emergence of an academically respecta-
7
He also pokes fun at the urban Scot’s wearing of his kilt that at least complements if not
anticipates Hugh Trevor Roper’s ironic treatment of the subject (1983) in the influential vo-
lume The Invention of Tradition edited by Eric Hobsbawm and Terence Ranger.
8
Julian was keenly aware that, for some anthropologists and publishers, an anthropology
of Europe was inherently dubious. He may have sensed that a focus upon tourism per se wit-
hin the European context might add further evidence of frivolity to the anti-Europeanist cri-
ticism.
316 WILLIAM A. DOUGLASS

ble sub-discipline regarding tourism lay more than a decade in the future.
Then, too, there was his strong antipathy when contemplating the tourist
contemplating the natives that inspired caustic irony as his trope of choice.
I suspect that, ultimately, this offended his own sensibilities. For Don Julian
was ever the gentleman, seemingly too much so to be comfortable with pu-
blishing ad hominem assaults upon the tourist.

Conclusion

In the appendix to his book Through the Brazilian Wilderness, Theodore


Roosevelt presents a passably anthropological typology of tourism and tra-
vel. First, there is the «steamer» tourist who travels from port to port with
the odd perfunctory shoreside excursion. Then there is the serious traveler,
who visits out of the way interior districts of a particular country and gets to
know their inhabitants first hand. Finally, there is the stay of «the true wil-
derness explorers who add to the sum of geographical knowledge»
(1919:355). On his South American tour Roosevelt was, in fact, all three.
Passing through the Caribbean and then along the South American coast he
was the shipboard episodic tourist. When he traveled overland (and through
the Andes) from the Atlantic to the Pacific coasts of the southern cone of
South America he was the serious traveler. When he then joined a scientific
expedition in Brazil to explore the Rio Dúvida (River of Doubt), one of the
feeder streams of the Amazon, he was the scientific explorer.
Roosevelt returned to New York a broken man, his health ruined and after
having nearly lost his life (and that of his son, Kermit) in Brazil. Asked by a
newspaper reporter why, at his relatively advanced age, he had undertaken
such a journey, Roosevelt replied, «It was my last chance to be a boy again.»
I cannot help but be struck by the parallels between Roosevelt and Julian.
Both were imbued with boyish enthusiasm and a kind of eternal optimism
that made them the optimum traveler. While both disdained the superficia-
lity of the tourist encounter, each was willing to learn from it. Julian’s sin-
gle day in Murelaga was certainly tantamount to a shoreside visit, yet he ma-
ximized its potential. To my surprise, he even purchased a couple of tourist
trinkets9 .

9
I cannot be sure whether he did so simply to have remembrances of the day or for more
compelling reasons regarding his Basque interest. I recall him in a seminar at Chicago circu-
lating a collection of tourist postcards that he had purchased in several parts of Mexico and
Peru of young women in local folk dress. While the costumes were Indian the models were
not. Rather, they were all Castillian beauties. Julian would later employ such insights when
writing about race and ethnic stereotopy in Latin America (1967c).
JULIAN PITT-RIVERS AND THE ANTHROPOLOGY OF TOURISM 317

During his sea and land travels, Roosevelt sent back to the periodical The
Outlook a series of articles which, taken together, constitute an excellent
South American travel account. Julian, too, was at least positively ambiva-
lent regarding the genre. After noting that his original publisher had insisted
that much of the book’s theoretical underpinning be purged in the interest of
sales, in the Preface to the second edition of The People of the Sierra Julian
notes,

Let us face it: we are all fumblers by Andalusian standards, but they
envy our innocence even while they also take advantage of it. Impres-
sions of this kind gave me my first leads to understanding the culture and
social structure of Grazalema, but had I carried them no further I should
have written only the travel book the publisher was hoping for and which,
alas, I have laid aside for too long now to finish (Pitt-Rivers 1971:xvii,
my emphasis).

Nevertheless, for both Roosevelt and Pitt-Rivers the consummate contri-


bution was the scientific account resulting from genuine immersion in a to-
pic on the frontiers of knowledge. The Roosevelt expedition mapped a river
and collected specimens of species hitherto unknown to natural science; Pitt-
River’s work arguably founded an anthropological sub-discipline. In a fas-
hion, Through the Brazilian Wilderness and The People of the Sierra are kin-
dred texts in that the scientific importance of each far transcends its rich
narrative of place.

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ACTUALMENTE CAMBIANTES
EN LA FRONTERA HISPANO-PORTUGUESA1

William Kavanagh
Universidad San Pablo-CEU. Madrid

Nota Preliminar

Si hay una palabra que puede evocar todo lo que más admiraba de Julian
Pitt-Rivers (y emularía si pudiera), esa palabra es «entusiasmo». Entusiasmo
por todas las cosas diferentes que encierra la idea de «hacer antropología»,
entusiasmo por España y por los españoles, entusiasmo por la amistad. Aun-
que empleo esta palabra en su sentido actual, como avidez apasionada apli-
cada a cualquier empeño, quizás no esté totalmente fuera de lugar emplear-
la en su sentido original —«estar inspirado o poseído por un dios»— cuando
se aplica a un maestro que tuvo su cátedra en la sección de «Ciencias Reli-
giosas» de la Sorbona.

* * *

Hablando no hace mucho tiempo con uno de mis amigos —hubo un tiem-
po en que los llamábamos «informantes»— de los cambios que ha provoca-

1
Una versión anterior de este artículo fue publicada en inglés en Ethnologia Europaea 30:2.
320 WILLIAM KAVANAGH

do en su pueblo de la frontera hispano-portuguesa el advenimiento de la lla-


mada «Europa sin fronteras» (al menos sin fronteras internas), pensó un mo-
mento y me contestó pausadamente y repitiendo sus palabras: «Se puede
quitar la puerta pero el marco se queda… Se puede quitar la puerta pero el
marco se queda».
Se nos ha dicho que las fronteras son lugares relevantes para entender al-
gunas realidades, como el estado o la nación —ideas, abstracciones, «co-
munidades imaginarias», sin duda— pero dotados de un poder administrati-
vo que tiene consecuencias prácticas muy reales para los que viven en ellos
y, de forma muy especial, para los que viven en sus fronteras. Yo sugiero que
tal vez pueda resultar interesante escuchar a los que viven en una de ellas,
escuchar su historia oral —«las historias que cuentan sobre sí mismos»—
para entender mejor cuanto hay de retórica en la «Europa sin fronteras» y
cuanto es —o podría llegar a ser— una realidad.
El trabajo de investigación que realizo desde hace tiempo en un sector de
la frontera hispano-portuguesa tiene por objeto observar desde la distancia
corta y en un punto específico, la largamente anunciada transmutación de las
fronteras internacionales «internas» de Europa de «barreras» a «puentes».
Aunque estas fronteras siempre han sido —y según mi amigo del pueblo
fronterizo, siempre serán— un poco de las dos cosas.
La zona de la frontera que he estado observando corresponde a la llama-
da raya seca, en el tramo comprendido entre la región portuguesa de Trás-
os-Montes y la comunidad de Galicia. Para ser más específicos, la investi-
gación se reparte entre tres pueblos —uno en Galicia, cuyo territorio
constituye una cuña que se adentra en Portugal, y los dos pueblos portugue-
ses que quedan a cada uno de sus lados; uno de ellos a sólo dos kilómetros
hacia el sur y el otro un poco más alejado, hacia el oeste. Los tres tienen
aproximadamente la misma altitud y sus suelos y climas son iguales. El pai-
saje no cambia significativamente en la frontera. Lo mismo puede decirse de
las lenguas que se hablan a cada lado, ya que el gallego del pueblo español
no difiere mucho del portugués que se habla en estos pueblos de la frontera.
Las casas más antiguas parecen idénticas a ambos lados y la mayoría con-
servan unos huecos en sus paredes (conocidos como las secretas) donde an-
tes se escondía el contrabando cuando los guardas de la frontera venían a
inspeccionar.
Pero estos pueblos han tenido historias nacionales muy distintas y siste-
mas políticos y administrativos diferentes durante cientos de años, no es de
extrañar, pues, que muchas cosas cambien radicalmente cuando cruzamos la
frontera. Por ejemplo, en todas las celebraciones religiosas participa la gen-
te de ambos lados. En las romerías están presentes los curas de los dos pue-
blos y se dicen dos misas, una en gallego y la otra en portugués. Lo mismo
sucede en las procesiones, en las que nunca puede faltar el Sr. Cura del otro
EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN... 321

pueblo; pero la estética y el espíritu de estas ceremonias es muy diferente a


cada lado de la frontera internacional. Los adornos de las andas de las imá-
genes de Cristo, la Virgen y los Santos de las procesiones gallegas son muy
sencillos, mientras que los de las procesiones portuguesas son extremada-
mente elaborados. La música es también muy diferente a cada lado; los ga-
llegos tocan gaitas y los portugueses no; los portugueses tocan el acordeón
y los gallegos no.
El hecho de que la emigración portuguesa se dirigiera preferentemente a
Francia y a los Estados Unidos, mientras que la gallega lo hiciera a Alema-
nia y a Suiza ha tenido como consecuencia que las casas nuevas construidas
por los retornados den una apariencia distinta a los pueblos actuales de uno
y otro lado. Pero algunas de las principales diferencias resultan «invisibles»
a primera vista —son los aspectos en los que el estado administra las vidas
de los ciudadanos, como la salud, la seguridad social, la educación, la justi-
cia o los impuestos—. Hasta la hora cambia en la frontera, con los relojes de
Portugal marcando una hora menos que los de España.
Se ha dicho algunas veces que las fronteras son como «el tiempo escrito
en el espacio». Esto es cierto, sin lugar a dudas, en el caso de la frontera en-
tre España y Portugal porque, siendo una de las más antiguas de Europa al
datar de la constitución de Portugal como estado independiente en el siglo
XII, ha sufrido muy pocas alteraciones desde entonces. Pero esta no fue
siempre una frontera pacífica como lo demuestran las numerosas fortifica-
ciones que encontramos a ambos lados. Portugal cuenta con sólo una quinta
parte del territorio de España y tiene una cuarta parte de la población de su
vecino mayor. No es de extrañar que los portugueses hayan mirado siempre
con cierto recelo hacia España, sobre todo desde aquel periodo de sesenta
años (de 1580 a 1640) en que Portugal estuvo incorporado a la corona de Es-
paña. Pero las cosas han cambiado mucho desde que los dos países ingresa-
ron en la Unión Europea (entonces llamada «Comunidad Europea) en el mes
de enero de 1986; han mejorado las comunicaciones, se han construido nue-
vas carreteras y nuevos puentes entre los dos países que ocupan la Penínsu-
la Ibérica y que antes vivieron durante muchos años dándose la espalda, ig-
norándose, al menos en lo que a las relaciones Lisboa-Madrid se refiere. Lo
que pasaba en la frontera, mientras tanto, era un asunto diferente.
Las regiones fronterizas son a menudo zonas periféricas de regiones peri-
féricas. El propio nombre de Trás-os-Montes («detrás de las montañas») su-
giere el aislamiento y marginalidad de la zona, mientras que a Galicia se le
ha caracterizado en el pasado como «pobre, húmeda y de difícil acceso». Las
dos son regiones agrícolas con poca industria y comunicaciones deficientes.
El único cambio que se ha producido en este tramo de la frontera desde el
siglo XII hasta hoy tuvo lugar en el año 1864 cuando Portugal y España fir-
maron un tratado por el que se entregaba a Portugal un pueblo que antes es-
322 WILLIAM KAVANAGH

taba dividido por la mitad por la línea fronteriza, dejando la frontera unos
cientos de metros más al norte. Esto se hizo expresamente para controlar el
contrabando pues, al haber allí muchas casas que tenían dos puertas, una que
daba a España y la otra a Portugal, resultaba inevitable y estaba a la orden
del día. Este pueblo estuvo clasificado como povo/pueblo promiscuo y está
documentado como tal desde principios del siglo XVI, por lo menos.
Una característica de las fronteras es que son zonas liminales en las que
se puede más fácilmente eludir el control de las autoridades. En tiempos
convulsos la frontera representa la salvación de los perseguidos. Durante la
Guerra Civil española salvaron bastantes la vida por cruzar la frontera a
tiempo. De igual modo, los portugueses que querían evitar el servicio mili-
tar huían con frecuencia a España. Aún después de terminar la contienda es-
pañola había muchos españoles viviendo en pueblos portugueses a lo largo
de la frontera, unos porque habiendo sido clasificados como políticamente
sospechosos por el régimen de Franco vivían allí simplemente por seguri-
dad, mientras que otros operaban como maquis anti-franquistas; cruzaban la
frontera para asesinar a miembros de la Guardia Civil y a jefes locales de la
Falange y regresaban luego a sus bases de Portugal.
En algunos casos el hecho de que la Iglesia sea la misma en los dos la-
dos puede resultar útil. Una mujer de Galicia cuyo marido murió en la
Guerra Civil recibe una pensión de viudedad desde entonces por ese con-
cepto, pero lleva muchos años viviendo con otro hombre del pueblo sin
perder su condición de viuda ni su pensión; la explicación es que la pare-
ja se casó en la iglesia del pueblo de al lado, en Portugal, y así ella sigue
viuda ante al estado español mientras que ante la Iglesia Católica y sus ve-
cinos la pareja no está «viviendo en pecado». No hace mucho tiempo una
joven pareja de portugueses se casaron en la iglesia del pueblo gallego y
partieron de inmediato a los Estados Unidos, separadamente. La mujer no
tenía dificultad para obtener un visado de entrada puesto que sus padres vi-
vían y trabajaban ya allí y ella era oficialmente soltera. El marido estaba
en las mismas circunstancias. De haber solicitado visados como nuevo ma-
trimonio hubiese resultado mucho más difícil obtenerlos, por lo que cele-
brar la boda en España supuso que ni el Estado Portugués ni las autorida-
des de inmigración norteamericanas conocieran la situación real de la
pareja.
De todas maneras, es el contrabando más que cualquier otra circunstancia
lo que define la tendencia de los naturales de la frontera a vivir al margen de
las leyes nacionales. El contrabando es una actividad culturalmente acepta-
da en la frontera. «Era estupendo», me decía una mujer portuguesa hablan-
do de sus años de contrabandista cuando tenía entre catorce y dieciocho años
que se fue a trabajar a París; me contó que hacía varios viajes cada noche
transportando mochilas de entre veinticinco y treinta kilos llenas de whisky
EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN... 323

y de tabaco, incluyendo la parte que nunca le contó a su madre; una vez los
guardas le dispararon.
La gente de la frontera construye mucho de sus vidas en torno a su rela-
ción con los «extranjeros». En este sentido la frontera es un puente y no una
barrera. Para ellos, las leyes que se oponen al contrabando están hechas por
políticos lejanos, insensibles a las realidades locales de la frontera; las ven
injustas e injustificadas. Los pueblos de la frontera constituyen una unidad
«nosotros» para la que las autoridades son «ellos», sobre todo sabiendo,
como saben, que los agentes oficiales se han aprovechado también de su co-
mercio ilegal. Mucha gente de estos pueblos y de los dos lados cuenta casos
como el de haber visto confiscados en la frontera un par de zapatos que lle-
vaban para su niño y haberlos vuelto a ver al día siguiente en los pies del hijo
del guardia que se los confiscó.
Al parecer, los guardias se guardaban la mayoría de lo confiscado, ya
fuese unos cuantos kilos de arroz, macarrones o cargas de mucha más im-
portancia. Un hombre me dijo que a él le habían quitado una vez quinien-
tos kilos de plátanos que transportaba y que lo que más le molestó fue que
él había tomado previamente la precaución de sobornar al cabo que estaba
a cargo de la frontera en aquel momento, aunque admitió que seguramen-
te fue gracias al soborno por lo que al final le dejaron quedarse con la mi-
tad de la carga.
La gente portuguesa cuenta historias de haber tenido que vender las tie-
rras que tenía en el lado de España a causa de las dificultades que les causa-
ba su propia guardia fronteriza. Además de requerir un permiso especial para
poder cultivarlas con derecho a cruzar la frontera sólo en las horas de día,
les confiscaban muchas veces la cosecha que traían a casa, con el menor pre-
texto. Algunos dijeron que los únicos que podían pasar sin riesgo eran los
contrabandistas, con tal de que pasasen a pagar los correspondientes sobor-
nos a los guardias.
Existen muchas historias relacionadas con el abuso de poder de los
guardias de ambos lados, así como con su frecuente brutalidad. Una mu-
jer gallega casada con un portugués me contó cómo el día después de ce-
lebrar la boda en su pueblo, acompañó a su marido a visitar a unos pa-
rientes al pueblo más cercano de Portugal y fue parada en la frontera y
obligada a regresar a casa sola mientras que su marido pasaba. Me dijo
que ella no supo que tenía derecho a entrar en Portugal como esposa de
un portugués hasta que le contó el incidente al Sr. Cura. Otros comenta-
ron que cuando se celebraba una fiesta en alguno de los pueblos, los
guardias de la frontera les impedían a veces el paso. También había mul-
tas por «cruzar la frontera clandestinamente»; un gallego me dijo que a
él le habían multado varias veces al cruzar la frontera porque a los guar-
dias «les dio la gana».
324 WILLIAM KAVANAGH

Aunque los guardias portugueses y los españoles eran malos por igual, se-
gún la gente, y estaban igualmente dispuestos a confiscarles cualquier cosa
que intentasen pasar, los guardinhas portugueses eran, además, los más in-
clinados a golpearles. Preguntados por qué creían que era así, me respondió
un portugués: «Porque eran más pobres, más atrasados». Otro portugués me
dijo que una vez, cuando él tenía quince años, le paró la Guarda Fiscal en la
frontera y le acusaron de contrabando; dijo que, aunque no llevaba nada, un
guardinha le golpeó en la cabeza tan fuerte que quedó inconsciente; cuando
su familia fue a quejarse, el responsable del puesto le preguntó al guardia
implicado por qué le había golpeado al chico tan salvajemente. «Porque creí
que era un español», contestó el guardia, y fue expulsado del cuerpo.
Otras historias hablan de contrabandistas abatidos a tiros en la raya por
los guardias. Un gallego tuvo más suerte: me contó que una vez su grupo de
contrabandistas fue hostigado por una patrulla de guardinhas en la frontera,
y mientras sus compañeros huyeron en distintas direcciones eludiendo el
arresto él intentó sobrepasarlos y uno de los guardias le disparó en los testí-
culos, aunque por suerte sin sufrir daño permanente. Lo que más rabia le dio,
me dijo, es que «ya había entrado unos doscientos metros en España, donde
los guardinhas no tienen ninguna jurisdicción.
Mucha gente dice que a los guardias de la frontera «les odiaba todo el
mundo». Uno podría, desde luego, confiar en una intervención divina para
salvarse de la ira de la guardia fronteriza. Hay un mural espléndido en la pa-
red interior de la iglesia del pueblo portugués más próximo a la frontera que
representa a tres guardias portugueses a caballo y a galope tendido; el obje-
to de su persecución no se ve, pero la leyenda habla de la milagrosa huida
de un contrabandista gracias a la intervención de San Antonio. Sin embargo,
existe un número elevado de vecinos de ambos lados que hay permanecido
algún tiempo en la cárcel (por lo general no más de un mes) a causa de sus
actividades como contrabandistas.
Como «constante antropológica» de la Península Ibérica podría afirmar-
se que las personas del pueblo más próximo son siempre los «enemigos» y
rivales de uno en la medida en que son sus iguales. Consecuencia de esto,
los del pueblo siguiente al de los «enemigos» tradicionales son considerados
«amigos» por la simple lógica de que «el enemigo de mi enemigo es mi
amigo», principio que se aprecia de manera evidente en estos pueblos de la
frontera. Esta circunstancia complica un tanto el empeño por descubrir lo
que en cada lado de la frontera se piensa de «el Otro». Es común que la gen-
te hable de los del otro lado con ambigüedad, a veces con admiración y otras
con desdén. En muchos sentidos parecen tratarse como simples vecinos sin
tener en cuenta la frontera política. Así, cuando los del pueblo gallego ha-
blan mal de sus vecinos portugueses, descubrimos que dicen las mismas co-
sas que cuando se refieren a sus otros vecinos del siguiente pueblo bajando
EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN... 325

por la carretera, que son gallegos. Como no podría ser menos, los del se-
gundo pueblo portugués (por naturaleza archi-enemigos de los del primero)
son gente estupenda entre quienes se cuenta con los mejores amigos.
Sin embargo, cuando preguntamos a la gente qué piensa de los del otro
país en general, sin especificar de qué pueblo, muchas veces el desagrado
mutuo es la primera respuesta. Los gallegos dicen que los portugueses a pri-
mera vista parecen muy formales pero que cuando se les conoce mejor, son
falsos. Los gallegos dicen que los portugueses son «atrasados, pequeños de
estatura y de orejas grandes»; los portugueses dicen que los gallegos son
«vociferantes y estirados». Los estereotipos brotan con rapidez: «Los portu-
gueses son pobres». «Los gallegos no trabajan», según los portugueses, «no
hacen más que vivir de las pensiones y de los subsidios de desempleo»,
«nunca te puedes fiar de un gallego», según los portugueses. «No te puedes
fiar de un portugués», según los gallegos, «son como los gitanos». «Los ga-
llegos pegan a sus mujeres» dicen los portugueses; «los portugueses pegan
a sus mujeres» dicen los gallegos, etc. etc., aunque algunos añaden la opor-
tuna observación: «seguro que ellos dicen lo mismo de nosotros». Cuando
se pregunta a alguien si le gustaría que un hijo o hija suyo se casase con al-
guien del otro lado, la respuesta más frecuente es: «No, porque son muy dis-
tintos de nosotros».
A las fiestas de los pueblos asiste gente de ambos lados de la frontera,
pero los gallegos dicen que a los portugueses les parece que no ha habido
fiesta si no perece alguien durante el día. En apoyo de esta afirmación citan
el caso de un hombre del pueblo gallego que «hace muchos años» fue asesi-
nado cuando asistía a la fiesta del primer pueblo portugués. Los portugue-
ses, por su parte, dicen que la mayor violencia se produce en las fiestas de
los gallegos. Hablando de los vecinos portugueses más próximos los galle-
gos dicen: «La mejor persona de X es Jesús y hasta él está entre rejas» refi-
riéndose a una imagen de Cristo que hay en una capilla a la entrada del pue-
blo con una reja en la ventana. Unos gallegos me dijeron que los portugueses
no celebran la festividad de Santiago (patrón de Galicia) porque este santo
fue un portugués que «escapó» de (un supuestamente inferior) Portugal a (un
supuestamente superior) España.
Según los portugueses los gallegos nunca pueden ser tan generosos como
ellos, pero los gallegos ilustran lo contrario con la historia de un portugués
que invita a unos gallegos a comer; aunque les sirven muy poco, ellos se
mantienen con esperanza al oír que el hombre de la casa le dice a su mujer:
«saca el pollo», hasta que se dan cuenta de que se trata de un animal vivo
que van a sacar sólo para que aproveche las pocas migas que han caído de
la mesa. Este cuento legendario se cuenta en muchos otros lugares y el prota-
gonista suele se un «hombre pobre», pero en la frontera se convierte en «el
Otro». Algo parecido ocurre con la historia de una mujer —de nuevo portu-
326 WILLIAM KAVANAGH

guesa, porque el cuento lo contó una gallega— que estaba en la iglesia ha-
blando a la imagen de San Antonio. La mujer se sentía enfadada con el san-
to porque llevaba mucho tiempo pidiéndole un marido sin obtener resultado.
En su enfado y frustración arroja una piedra y la imagen que es antigua y de
madera deja escapar una nubecilla de polvo: «Ay San Antonio Bendito, tu
ahí echando humo sin arder y yo aquí ardiendo y sin echar humo». La mis-
ma historia la cuentan los portugueses, solo que la protagonista es, desde
luego, una gallega.
Incluso las historias aparentemente verdaderas subrayan a menudo su mu-
tuo desdén. Esta, por ejemplo: Un gallego estaba trabajando en una tierra
suya junto a la frontera cuando un portugués desde la tierra de al lado co-
menzó a insultarle. El gallego le advirtió que tuviese cuidado con lo que de-
cía o le haría probar los efectos de una escopeta que tenía consigo pues ha-
bía estado cazando conejos. El portugués se inclinó y, mofándose, le dio la
espalda, entonces el gallego echó rápidamente mano del arma y le descerra-
jó un tiro en el culo. El portugués lanzó un grito y cayó al suelo y el galle-
go, dándose cuenta de lo que había hecho —seguro de que lo había mata-
do— corrió hasta el pueblo y fue a preguntar al alcalde qué debía hacer. El
alcalde le preguntó si le había disparado en España o en Portugal; cuando el
hombre respondió que «en Portugal» dicen que el alcalde le dijo: «Ah, en-
tonces no tienes de qué preocuparte. Que le entierren los portugueses». Pero
ahí no termina la historia porque, por suerte, el portugués no estaba muerto
y consiguió llegar cojeando hasta el pueblo siendo conducido al hospital y
operado, con lo que pudo sobrevivir. No hizo ningún intento de emprender
acción legal alguna contra el gallego. Aquí la explicación varía. Algunos di-
cen que su orgullo quedó más herido que su culo y temió convertirse en ob-
jeto de guasa si contaba a la policía lo ocurrido, otros destacan más bien que
las consecuencias legales de cualquier crimen u ofensa cometidos a cual-
quiera de los dos lados de la frontera pueden fácilmente evitarse cruzándo-
la. Se cuenta que un vecino del pueblo gallego, conocido contrabandista, es-
capó a Portugal hace algunos años cuando la policía vino a buscarle tras
descubrir monedas portuguesas entre la chatarra que decía importar de otro
lugar de España. El prematuramente jubilado contrabandista se dirigió lue-
go a Brasil, donde se dice que vive felizmente.
La impunidad que ofrece la frontera queda ilustrada además en otro ejem-
plo. Los mozos del pueblo portugués más próximo habían emprendido una
pelea a pedradas —al parecer, un entretenimiento frecuente los domingos
por la tarde cuando hace buen tiempo— con los del pueblo gallego. Los
guardias de la frontera generalmente hacían caso omiso de tales peleas, pero
en esta ocasión un joven gallego disparó varios tiros con la pistola de su pa-
dre hacia Portugal durante las escaramuzas juveniles de aquel domingo. Esto
fue demasiado para el teniente de la Guarda Fiscal quien se presentó en el
EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN... 327

pueblo de Galicia para tener unas palabras con su colega español. El tenien-
te de la Guardia Civil hizo venir a su oficina a todos los pendencieros mo-
zos implicados en el incidente fronterizo y les echó una gran bronca en pre-
sencia del colega portugués. Sin embargo, en cuanto el portugués hubo
salido, se dice que el teniente les dijo a los muchachos: «Bien hecho chicos,
a ver si la próxima vez les dais más fuerte».
La historia anterior pone una vez más de manifiesto uno de los elementos
que se repite en muchas otras —la actitud ambivalente de la policía de fron-
teras en sus relaciones a la vez con sus colegas del otro país y con sus pro-
pios compatriotas—. Aunque tanto la Guardia Civil como la Guarda Fiscal
tenían poder sobre ciertos aspectos de las vidas de la gente, nunca se inte-
graron en las sociedades de los respectivos pueblos ya que eran, en el caso
de la Guardia Civil siempre y en el de la Guarda Fiscal casi siempre, foras-
teros. La gente se quejaba de que mientras ellos tenían dificultades para pa-
sar la frontera y aún mayores para traer cualquier cosa consigo, los guardias
la cruzaban con libertad y se traían lo que querían. Pero la vida de los guar-
dias también podía ser peligrosa. Un portugués del pueblo más próximo me
contó cómo su abuelo, guardia fiscal destinado en su propio pueblo, fue
muerto en la raya. La versión del nieto cuenta que su abuelo guardinha ha-
bía conseguido cierto grado de infiltración entre un grupo de contrabandis-
tas pero que cuando intentó arrestarlos mientras cruzaban la línea hacia Por-
tugal pudieron más que él y le mataron. Parecer ser que muchos años más
tarde un gallego viejo perteneciente al grupo de contrabandistas que mató al
abuelo, confesó al portugués «con lágrimas en los ojos» que él sólo había
golpeado al guardia disfrazado en defensa propia, sin intención de matarle.
Se cuenta que una vez un guardia que era nuevo se negó —increíblemen-
te— a aceptar cualquier soborno y que incluso intentó arrestar a alguno de
los contrabandistas que habitualmente pagaban comisión a sus colegas por
«mirar para otro lado». Se dice que sus compañeros le explicaron de inme-
diato —y a punta de pistola— las reglas del juego, después de lo cual estu-
vo dispuesto a aceptar su parte como todos los demás. El relato de esta his-
toria implica que a los policías no-corruptos se les considera arbitrarios y
crueles por intentar detener lo que era «comercio limpio», mientras que los
corruptos eran más humanos y mucho más razonables. Siempre hay que des-
confiar de las autoridades, menos cuando demuestran ser humanos. Los del
pueblo gallego cuentan con mucha risa que una vez unos mozos les robaron
las pistolas a unos guardias portugueses que estaban borrachos. Sus colegas
españoles se las devolvieron «con mucha guasa».
Otra vez, uno de los gallegos fue detenido en la frontera por los guardias
portugueses como sospechoso. Con la excusa de enseñarles dónde tenía es-
condido el contrabando, el gallego indujo a los portugueses a penetrar en Es-
paña echándolos en brazos de la Guardia Civil quienes mandaron a los guar-
328 WILLIAM KAVANAGH

dinhas a «freir espárragos» diciendo que no tenían derecho a arrestar a na-


die en territorio español. En este caso se echó mano de una autoridad para
contrarrestar a la otra.
Un nuevo episodio que ridiculiza a la guardia fronteriza me lo refirió una
mujer portuguesa. A una tía abuela suya le pilló la Guarda Fiscal trayendo
dos docenas de huevos de España en una cesta. Mientras la conducían hasta
al cuartel para hacerle pagar una multa —parece que una cantidad determi-
nada por cada huevo confiscado— la mujer iba pensando desesperadamen-
te cómo deshacerse de ellos. No podía tirarlos al suelo sin más porque uno
de los guardias caminaba delante y el otro detrás de ella. Lo que hizo fue to-
mar los huevos uno por uno, beber su contenido discretamente envuelta en
sus toquillas y dejar caer los trocitos de cáscara poco a poco sobre la hierba
alta sin que los guardias se dieran cuenta de lo que hacía. Cuando llegaron
al cuartel, la mujer ya no llevaba nada y los guardinhas tuvieron que dejar-
la ir sin pagar multa.
Estos relatos ilustran lo que considero que es una de las características
principales de las relaciones inter-fronterizas. Mientras que por una parte la
gente de ambos lados puede dar razones de peso para explicar por qué des-
precian a los del otro país —algunos se definen como superiores al «Otro»
considerado como «inferior»— los dos grupos comparten el mismo interés
en burlar a la autoridad. Puesto que el contrabando es, o era hasta hace poco,
muy rentable, existe una desconfianza común en la autoridad que liga a to-
das las gentes que viven en la frontera. Dicen que había confiança y todos
eran buenos socios: «El dinero nunca cambiaba de manos en la frontera», se
entregaban las mercancías y los pagos se hacían más tarde.
Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes usaron una mina que
hay cerca del pueblo gallego como tapadera para pasar wolframio, necesa-
rio para fabricar bombas y aviones, de Portugal a España. Como aliado más
antiguo de Gran Bretaña, Portugal no podía exportar el wolframio directa-
mente a Alemania, por eso se pasaba el mineral a España de contrabando y
desde aquí se exportaba legalmente a Alemania. Por las noches, grupos de
entre sesenta y cien hombres transportaban los sacos cargados de mineral a
lomos de burros y caballos. Los portugueses traían el wolframio hasta la
frontera y los gallegos lo acercaban hasta la mina. Los guardias de ambos
lados estaban sobornados y miraban hacia otro lado (aunque sólo en sentido
figurado pues, como el soborno consistía en un porcentaje sobre la carga,
los guardias solían contarlas siempre). Al día siguiente los sacos de mine-
ral se cargaban abiertamente en los camiones encargados de transportarlo.
Los hombres que trabajaron en la mina en aquella época dicen que la
cantidad de wolframio que se extraía de la mina gallega era minúsculo en
comparación con la cantidad de mineral que se exportaba como proceden-
te de ella.
EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN... 329

Estos «trabajos nocturnos», como ellos los llaman, podían resultar muy
rentables para los del pueblo, pero tenían sus inconvenientes. Uno de los mé-
dicos locales me confió que había detectado una incidencia mayor de cirro-
sis entre esta gente, sobre todo entre las mujeres que trabajaron durante mu-
cho tiempo como contrabandistas. El médico echaba la culpa a la cantidad
de coñac que necesitaron beber para combatir el frío de la noche mientras re-
alizaban estas actividades.
Una de las historias más interesantes es la de la banda de Juan. Este Juan
era un gallego que fue miembro del Parido Socialista antes de la Guerra Ci-
vil y tuvo que huir a Portugal para salvar la vida cuando las fuerzas na-
cionales tomaron el control. Juan y su banda de maquis antifranquistas
—compuesta por gallegos y españoles de otras partes del país, me indican
con énfasis— hicieron su guarida en Portugal a unos pocos cientos de me-
tros de la frontera, la cual cruzaban para «robar a los ricos fascistas». Los del
pueblo gallego hablan de Juan como una buena persona, una especie de Ro-
bin Hood. De Juan se dice que eludió la captura un montón de veces vis-
tiéndose de mujer. Ambiguo en más de un sentido, Juan era admirado por su
capacidad de moverse con libertad a través de la frontera y también por ser
capaz de burlar a las autoridades de ambos países. Pero al final se descubrió
su escondite, hubo un tiroteo tremendo —que duró dos días, dice la gente—
y el ejército portugués empleó fuego de mortero para derruir la casa. La ma-
yoría de los componentes de la banda perecieron, pero dos lograron huir vi-
vos de la casa —uno era Juan y el otro un joven llamado Enrique—. Juan lo-
gró llegar hasta la frontera, pero justo en la raya fue abatido por el teniente
de la Guardia Civil que le esperaba apostado. Enrique fue capturado, pasó
unos años en la cárcel y fue liberado. Hoy, con más de ochenta años, es con-
cejal del Partido Socialista en el Ayuntamiento. Todos en el pueblo están de
acuerdo en que Enrique es una buena persona.
Hasta hace poco tiempo la gente de un lado y del otro de la frontera me
decían que lo de la «Europa sin fronteras» era algo que nunca llegarían a ver
en sus vidas. La frontera siempre ha estado presente como realidad político-
administrativa impuesta desde fuera. Hace sólo unos pocos años era casi im-
posible mantener una conversación de una hora con nadie de estos pueblos
sin tocar el tema de la frontera. Cuando se hablaba del pasado, cuando se ha-
blaba del presente, cuando se hablaba de casi cualquier cosa, la frontera apa-
recía siempre por algún lado. Pero ahora, la vigilancia aparentemente eterna
de los puestos fronterizos ya no está allí; los guardias —a veces brutales y a
veces no, pero siempre presentes— han desaparecido; las cadenas tendidas
sobre las carreteras se han eliminado y lo que antes eran caminos de herra-
dura se han convertido en auténticas carreteras asfaltadas. Como símbolo de
los nuevos tiempos hace poco se celebró la boda de una joven lugareña por-
tuguesa con un joven lugareño gallego ¡en la misma frontera!
330 WILLIAM KAVANAGH

Se han producido muchos cambios en los últimos años, y no todos posi-


tivos desde el punto de vista de la gente local. En primer lugar y a pesar de
todos los inconvenientes, incluidos los peligros para la propia vida e inte-
gridad física de vivir allí, la existencia de la frontera proporcionaba a esta
gente su principal fuente de ingresos. En el boletín mensual que edita el cura
de los dos pueblos portugueses, lamentaba que la desaparición de la fronte-
ra acarreara «la pérdida de la principal actividad económica, fuente de em-
pleo y de riqueza de estos pueblos, que era el contrabando». El contrabando
ha desaparecido a excepción de los movimientos de drogas, como heroína y
cocaína, que la mayoría no consideran comparable al «comercio limpio» del
pasado.
Otro aspecto del cambio es que ninguna de las dos economías se en-
cuentra tan aislada como antes. Esto afecta a los portugueses de forma par-
ticular, porque al tener menos competencia con la frontera cerrada se per-
mitían ser menos eficientes que las empresas españolas al otro lado de la
raya. Por ejemplo, un portugués dueño de un pequeño taller de soldadura
(oficio que aprendió en Alemania donde vivió unos cuantos años) dice que
él prefiere comprar el material en Galicia, no porque la calidad sea mejor,
sino sencillamente porque los españoles le resultan «más responsables».
Según él, los españoles entregan el material cuando han dicho, mientras
que los portugueses ni siquiera se molestan en entregarlo; tienes que ir a
sus almacenes a por ello. Se queja de que cuando hace poco amplió su ne-
gocio y tuvo necesidad de contratar a un par de ayudantes, no le fue posi-
ble encontrar ni en su pueblo ni en los alrededores un solo mozo que qui-
sieran trabajar de soldador para aprender el oficio, pero no tuvo dificultad
en encontrarlos en el pueblo gallego. Su mujer añadió que ahora que su
marido tiene ayudantes españoles, «hasta los clientes de Portugal le toman
más en serio», aunque añadió que a algunos del pueblo no les había gus-
tado, pues «que tengan que venir buenos trabajadores de Galicia pone en
evidencia la pereza de los portugueses».
Más siniestros fueron algunos rumores que circularon entre los portugue-
ses de la raya poco tiempo después de eliminarse las fronteras en 1992. Uno
de ellos, verdadero hasta cierto punto, era que a algunas chicas de familias
humildes de la raya se les engañaba con promesas de un trabajo en Galicia
y luego se las drogaba y se las mantenía presas en algún burdel de carretera
obligadas a ejercer la prostitución. El otro rumor hablaba de que unos espa-
ñoles con «coches muy potentes» estaban robando niños en Portugal «para
quitarles los órganos». El nivel de histeria llegó hasta tal punto que el cura
de uno de esos pueblos me dijo que había parado su coche —por cierto un
Mercedes, pero con matrícula portuguesa— en otro pueblo para hablar con
unos niños, cuando vio cómo era rodeado de repente por gente airada arma-
da con palos. Por suerte, le reconocieron a tiempo.
EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN... 331

Ocho siglos no se pueden borrar en unos pocos años. Como dice mi ami-
go: «Puedes quitar la puerta, pero se queda el marco». Mientras que estas
gentes de la frontera admiten que ahora sus relaciones con los del otro lado
son mucho más fluidas que en el pasado, que hay «mais confiança», sigue
estando claro que las fronteras nacionales demarcan una identidad colectiva.
Hay que tener en cuenta que en este sector de la frontera Hispano-Portugue-
sa los conceptos de «nación» y «estado» coinciden mucho más ajustada-
mente que en los sectores vasco y catalán de la frontera Hispano-Francesa.
El estado-nación se nos presenta aún como «la primera fuente de prestacio-
nes sociales, orden, autoridad, legitimidad, identidad y lealtad». La conclu-
sión inevitable parece ser que la tarea de «construir Europa» o incluso «la
Europa de las regiones» en este sector particular de una de las «fronteras in-
ternas» de Europa puede no ser tan fácil o rápido como algunos pueden es-
perar —y otros temer.
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS».
LA MURALLA DE ÁVILA, DESDE DENTRO

María Cátedra
Universidad Complutense. Madrid

Yo creo que esta ciudad no tiene explicaciones que sirvan


a la gente, mientras otras ciudades están muy estudiadas y
muy regladas y muy... pues ésta, al no tener esas referencias,
pues la gente tiene unas relaciones muy primarias con la ciu-
dad, muy primitivas, muy poco elaboradas (...) al no haber
una cultura popular, al ser una cultura limitada y no haber
esas explicaciones, pues esta es una ciudad que no está ex-
plicada, entonces la gente no tiene donde echar mano (...)
hay los tópicos de medio pelo, interpretaciones cutres (...) Yo
creo que sí está elaborada, que sí que está elaborada mate-
rialmente, que tiene mucho contenido y tiene mucha consis-
tencia y tiene un sugerente... de las ciudades más claras que
puedan existir en el mundo, lo que pasa es que a nivel local
no hay esa cultura de la ciudad... (...) Esta ciudad sólo se ha
hablado del centro, la historia oficial de la ciudad, la muralla
llena toda la página y es muy fácil para la oficialidad decir la
muralla y ya no quiero saber nada más... como eso ha lle-
nao... también para cualquier erudito que viniera de fuera a
hablar de la ciudad, se le iba todo el discurso, si estaba
dos días en Ávila, se le iba todo el discurso con las murallas,
cualquier tío que venga aquí, nos ha hecho un perjuicio
muy fuerte.
334 MARÍA CÁTEDRA

El informante cuyas palabras he reproducido, un sensible y educado abu-


lense, muy preocupado por su ciudad, protesta con vehemencia en este pá-
rrafo de la falta de cultura ciudadana, de la creación y manipulación de una
historia, desde fuera y desde dentro, que se resuelve por la exaltación de al-
gunos de sus símbolos, la ocultación de otros, ignorando el conjunto de una
ciudad que en realidad es «clara», «sugerente» y «consistente». La muralla
(el discurso oficial de la muralla) ha impedido una cierta lectura de la ciu-
dad, suprime contradicciones, y en cierta forma esconde a los que la habi-
tan, los aleja del mundo o como dirían algunos, los «encierra». Los abulen-
ses son conscientes de este «encierro». Al poco de llegar a la ciudad uno de
sus habitantes me contó con ironía lo que sigue: «Recuerdo el chiste que me
parece que era en [el diario] Pueblo de Emilio Romero —sería él [el au-
tor]—, estaba el dibujito de las murallas, un tío que se asomaba por las al-
menas y decía: «¡Ay va!, hay mundo» (reímos)». A esta pequeña broma se
unió la intrigante e inquietante evocación que oí más de una vez a mi llega-
da a la ciudad de «No sólo la ciudad tiene murallas, la gente también»1.
Este ensayo es una continuación de dos artículos anteriores. El primero,
realizado conjuntamente con el historiador Serafín de Tapia, analizaba las
imágenes mitológicas e históricas de las murallas de Ávila; en el segundo me
he referido a las producidas por poetas, escritores y viajeros2. En estas pági-
nas me propongo reflejar algunos significados de la muralla para los abulen-
ses de la actualidad y también para aquellos originarios de la provincia o de
otros lugares de la península que viven en la ciudad. Para los que la habitan
la muralla ésta es tanto un límite físico, cuanto una construcción social y
mental. Analizaré estos tres niveles e intentaré ofrecer una perspectiva de la
influencia que tiene este importante símbolo en las vidas de la gente.

La distinción entre el nativo y el foráneo es importante porque para los


nacidos en Ávila la percepción de la muralla no tiene el impacto que para los
que la contemplan de mayores por primera vez. La muralla produce impre-
sión a los que vienen de fuera de la región como en el primer caso, y mucho

1
En los primeros días de 1987 comencé mi trabajo de campo en Ávila que realicé perma-
nentemente desde mayo de ese año hasta septiembre de 1988 e intermitentemente durante va-
rios años. Julian Pitt-Rivers vino a visitarme allí unos días mientras lo realizaba y recorrimos
sus murallas; a él está dedicado este ensayo. Sobre Ávila, entre otras publicaciones, véase Cá-
tedra (1997 a).
2
Véase M. Cátedra y S. de Tapia (1997) y M. Cátedra (1997 b). Serafín de Tapia ha leído
(tan sabiamente como acostumbra) este ensayo.
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 335

menos en el segundo y tercer comentarios, respectivamente de un pueblo de


la provincia cercano y de la propia ciudad:

Es impresionante, es impresionante, me impactó, lo primero porque a


mí me gusta, me gusta el arte, sí, me gustó, hombre para vivir... pero para
visitar, yo a las amigas japonesas les dije: «hombre no os podéis ir sin co-
nocer Ávila, sin conocer Granada y sin conocer Toledo».
Bueno yo creo que no hacemos caso de las murallas, sobre todo vi-
viendo en la provincia y siendo de un pueblo cerca pues lógicamente creo
que las murallas no impactan tanto porque se conocen desde siempre, es
una cosa con la que prácticamente has nacido.
¿Quién se da cuenta que [las murallas] son especialmente bonitas? Los
que vienen de fuera, que se maravillan de lo que aquí; los de dentro, los
de dentro nunca hemos encontrado expresiones...

Así para los que han nacido y vivido en la ciudad la percepción de la sin-
gularidad de la muralla es algo que se adquiere con los años, con la expe-
riencia desde el exterior y una «disposición de observación». Se precisa de
cierta distancia:

Ávila es una ciudad muy bonita, pero yo no la descubierto hasta mu-


chisimo después, sí, y me parece que es el caso de mucha gente, yo eso
lo he analizado después. Cuando tu te estás moviendo en un entorno con-
tinuamente, tu te estás moviendo en esta cocina continuamente y a lo me-
jor no te has parado a pensar en una cuestión que yo, nada más entrar, la
capto porque vengo con otra disposición de observación...
La gente que sale fuera piensa más en las murallas, mucho más. Yo es-
tuve 5 años en Salamanca y a pesar de que era un ir y venir... mucho más
frecuente, yo creo que es lógico, que te acuerdas mucho más de Ávila es-
tando fuera de ella que...

Cuando el abulense ya no vive en Ávila aumenta el recuerdo y la morri-


ña. La ciudad, en palabras de este informante, marca a sus habitantes, los
«engancha»:

A mí me parece una ciudad bonita y de hecho yo lo digo por ahí... los


que son de Ávila o se sienten de Ávila no pierden... tienen mucha morri-
ña por esta ciudad, pero mucha; incluso con gente que he hablado de fue-
ra dicen: «es que los de Ávila yo no sé cómo sois, pero cada vez que ha-
bláis de Ávila parece que es una...». Y sí es cierto que tienes... es una
ciudad que engancha. Como ciudad estética, a mí me gusta indepen-
dientemente de todas las burradas arquitectónicas que, desde mi punto de
336 MARÍA CÁTEDRA

vista, se han hecho (...) Ávila es una ciudad muy bonita, desde el punto de
vista de que das tres pasos y te encuentras con algo totalmente distinto, y
te encuentras de momento con el entorno de la muralla y te encuentras con
que das tres pasos y estás frente a la catedral... es un entorno... y das otros
tres pasos y te encuentras con otra iglesia... Ávila es una ciudad muy bo-
nita y a mí me parece que está muy poco explotada turísticamente.

La muralla es definitivamente uno de los rasgos famosos de la ciudad,


junto con sus santos (especialmente «la santa» —santa Teresa—) y quizá
también sus célebres yemas. El primer informante alude a las «cuestiones fa-
mosas» de la ciudad; el segundo se refiere a ellas y el último señala la im-
portancia del limite físico (y se muestra más escéptico de otro límite) cuan-
do le pregunto por el impacto de la muralla en la ciudad:

Yo no tenía ninguna idea muy clara de las murallas, pero te podía de-
cir que había tres o cuatro cuestiones famosas y que una de ellas en Ávila,
la muralla.
Sí, exactamente son dos temas distintos, aquí hay mucha más devo-
ción, pero es lo que te decía al hablar de la muralla, nacemos con la mu-
ralla y nacemos con la Santa y entonces yo creo que el Teresianismo le
llevamos dentro, tampoco es que en Avila los abulenses seamos muy ex-
presivos...
Hombre, lo más característico de Ávila está a la vista, ¿no? ... anali-
zándolo con un mínimo de profundidad, un mínimo, ya te digo, hombre,
marca un límite físico y casi todo el casco histórico o las grandes obras
de nuestro casco histórico están dentro de las murallas, límite físico si
hay, hay un límite físico en cuanto a la forma de construir, evidentemen-
te no es igual esta casa que la que hay extramuros, por lo demás yo creo
que no, yo creo que ya no hay esa diferencia que se pretende, «no, las mu-
rallas aquí...» la gente es la misma...

La percepción de la significación histórica de la muralla proviene de di-


ferentes frentes y perspectivas. Gracias a su monumentalidad las murallas
han servido como escenario cinematográfico de diversas películas de época
lo que provoca el recuerdo de gente de cierta edad y estimula la percepción
de su importancia histórica:

...tú estabas también en la película, con Sofía Loren y Frank Sinatra


—Orgullo y pasión— yo estaba en el Instituto. Nos daban 10 duros.
¡Cuántos trabajamos de Ávila, 20.000 personas...! [venían] muchos ca-
miones, en el año 56, [todos] vestidos de abulenses en el siglo XVIII, por
la cosa de las murallas.
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 337

Mucha gente de Ávila reconoce la importancia histórica de la ciudad y


cuenta pequeñas narraciones históricas, con más o menos vaguedad, sobre la
muralla o sus puertas, como en este caso, que relata una persona modesta y
de edad, con mucha curiosidad:

Tiene mucha historia Ávila, está ahí un arco que le llaman de la Mala
Ventura, ¿sabes por qué le llaman de la Mala Ventura? pues que una vez
había un rey y estaba mal con Ávila, no sé si era un rey o era un moro ...
pues ahí fueron unos caballeros a dialogar con el rey no sé quien o moro
—no me acuerdo bien ahora ya, se me ha pasado esto a mí de la memo-
ria, es una pena porque me gusta a mí tanto la historia...— entonces los
cogieron prisioneros y los hirvieron a todos en aceite, y entonces les lla-
man Las Hervencias y por eso se llama el arco de la Mala Ventura por-
que entonces aquellos caballeros tuvieron mala ventura (...) Luego está el
arco de la Harina, que llaman el arco del Carmen, todos tienen su nom-
bre por alguna cosa, el arco de la Harina es, allí la calle de San Segundo,
ahí está el arco de la Harina que llaman, porque ahí daban las raciones de
harina cuando aquellos racionamientos, todo tiene su misterio.

En la muralla se concentran jirones de la historia de la ciudad, antigua o


moderna, imágenes que han quedado plasmadas en los nombres o motes que
los abulenses adjudican a partes de la muralla o su entorno —en este caso a
una escalera que construyeron presos después de la guerra civil, la de «la
mala leche»:

Las piedras de la muralla, o sea los cimientos de la muralla que hay


ahora de piedra no estaba descubierto, eso lo descubrieron los presos.
Todo el Rastro, del Mercado Grande hasta abajo lo descubrieron los pre-
sos... limpiaron todas las piedras de la muralla, se fue descubriendo toda
la piedra que estaba toda de tierra... donde está hecha la escalera de la
mala leche, la que hicieron los presos, cuando la guerra, porque está he-
cha con mala leche...
No se ha preocupado la corporación [municipal] porque lo suyo es una
escalera bien arreglada, una vez que está puesta, se echa un poco de ce-
mento, se coloca... y está como la dejaron entonces, yo digo que a mala
leche; yo no soy político ni tengo mala leche, pero está hecha a mala le-
che... y ... una calzada romana, está adoquinado, lo dejaron bien hecho.

Así pues la muralla es, definitivamente, la característica visual más im-


portante de Ávila. En este comentario la muralla es equivalente a la propia
ciudad, el símbolo de la propia identidad:
338 MARÍA CÁTEDRA

Siempre. Ávila es la muralla y seguirá siendo la muralla mientras exis-


ta Ávila, yo creo que sí, que eso no lo perderemos nunca. Y además cuan-
do sales ahí fuera todo el mundo te pregunta por la muralla, hablas ense-
guida de la muralla...

La muralla está presente en las más variadas actividades. Varios comercios


y establecimientos se llaman La Muralla o Las Murallas (un restaurante, una
constructora, una ferretería...) pero además la imagen de la muralla aparece
en muchos otros lugares, industrias y objetos. La Junta de Semana Santa, por
ejemplo, tiene como distintivo un dibujo de la muralla cuya imagen aparece
en diversos artículos a la venta3. Lo mismo sucede con una coral local cuyos
miembros se convierten en almenas de la muralla. También la Caja de Aho-
rros tiene como logotipo a la muralla y su dibujo está multiplicada en los más
variados catálogos y publicaciones de la ciudad. Las reproducciones para el
consumo turístico de Ávila se reparten entre imágenes de la santa y las de su
conocida fortificación. Una tira cómica en el diario local tiene como prota-
gonista a Alonsillo, un guerrero medieval en la ciudad amurallada4. Pero don-
de aparece con mucha frecuencia es en el lenguaje cotidiano. Las murallas
parecen ser claves en la orientación espacial de los abulenses, un hito espa-
cial de la ciudad («en la misma pared contra las murallas se hacía el merca-
do», «de murallas para acá», «fuera/dentro de las murallas») y también un
marco de celebraciones («el paso [de la procesión] con las murallas da gus-
to verlo, es precioso»). Es también el rasgo más clave de Ávila; una pregun-
ta típica a un abulense fuera de su ciudad es si vive «fuera» o «dentro» de las
murallas. Los abulenses conocen el impacto de este símbolo de identificación
frente al exterior, probablemente aumentado por su clasificación como Patri-
monio de la Humanidad. Así la vendedora de un comercio me contaba un día
que había pensado un slogan para Ávila que aludía a su carácter interna-
cional: «Murallas del mundo, disfrútalas».
Las murallas configuran pues una ciudad con sus características únicas y
su singularidad. La cercanía de Madrid provoca en muchas ocasiones la
comparación con la gran ciudad, un tipo de vida y de ciudad muy diferente.
Una joven me comentaba que «en Ávila la gente se mira a la cara, en Ma-
drid no» para indicar que es una ciudad habitable y humana. Por su parte un
hombre se refería a que la ciudad había conservado las murallas en un tiem-
po en que las demás habían sido destruidas. Y me decía así:

3
«La Junta de Semana Santa se ha potenciao muchisimo, ha sacao hasta insignias, ha sa-
cao (...) [¿cómo se decide eso?] pues la directiva, están todos los días reunidos... medallas de
oro, pisapapeles de alabastro con la medalla, con la muralla y el Cristo.»
4
El autor es José Luis Serra, que firma como PPT. La tira se publica en El Diario de Ávila
y algunos de esos dibujos los recoge la publicación Alonsillo (1988).
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 339

Claro, pero yo pienso una cosa, mira o vivimos en Ávila y tenemos


que aceptarla como es, que es una maravilla, o de lo contrario no vivimos
en Ávila, te vas a vivir a Madrid o Barcelona, o una ciudad totalmente
distinta a la que realmente tenemos.

No todos sin embargo aceptan la ciudad de tal modo. Un tema común que
surge en las conversaciones es el antiguo proyecto, nunca cumplido, de de-
molición de las murallas. Parece ser que a las murallas las conserva, sim-
plemente, la pobreza:

Aquí siempre se ha dicho que la muralla nunca ha dejado crecer a la


ciudad, yo creo que eso es mentira...está claro que urbanísticamente la ha
condicionao, ¿no? porque en determinadas zonas no se han dejao levan-
tar demasiados bloques, pero yo no creo que la muralla haya impedido el
desarrollo de la ciudad, la verdad es que no se tiró la muralla, según co-
menta este José Luis Gutiérrez Robledo —que me imagino lo conoce-
rás—, parece ser que no la tiró el Ayuntamiento porque no tenía dinero a
finales del siglo... cuando se tiraron las cercas medievales en toda Espa-
ña, gracias a Dios, afortunadamente, no tenía dinero y hoy se ha conser-
vao y es un Patrimonio de la Humanidad.

Este proyecto sería una mera anécdota si no fuera porque las murallas
tienen sus detractores antiguos y modernos entre muy diferentes tipos
de gentes. Las limitaciones físicas y legales que provoca la muralla han
sido consideradas tradicionalmente como algo negativo para los propie-
tarios de casas, constructores y comerciantes e incluso para los propios
albañiles:

Hay gente que dice que las murallas le perjudica a Ávila, yo creo que
no, que no perjudican a nadie [?] mucha gente, que si no fuera por la mu-
ralla, que dejaban levantar la vivienda más alta, se quejan los constructo-
res, por ejemplo, que hay una altura máxima de tres pisos; eso decían, que
si se cayeran las murallas, pero no lo han entendido, no tienen ni idea. Y
los comerciantes también se quejan, que no pueden entrar dentro, que no
pueden aparcar...
La gente vivía aquí adentro, y además sin dar valor a las cosas buenas.
Una muchacha que yo tuve se casó con uno, yo me pasé un día dicién-
dole que las murallas eran muy bonitas, pero él era albañil, y entonces de-
cía que nada, que se tenían que tirar, que no se podían hacer las casas al-
tas y que cuánto ganaría la población sin la muralla, eran muy cerraos, yo
cuando menos eso lo noté...
340 MARÍA CÁTEDRA

No sólo hay intereses materiales detrás de este deseo. Muy significativa-


mente y con signo muy distinto, desde planteamientos políticos opuestos, se
plantea también esta posibilidad:

Los anarquistas sociales decían que la muralla era un cinturón que


ahogaba la ciudad, que había que tirar la muralla.

Uno de los temas más repetidos es que la muralla aísla y encierra a los
abulenses. Hoy sin embargo «encierra» a muy pocos. En los años cincuenta
Ávila apenas llegaba a los 20.000 habitantes5 pero la mayor parte de ellos vi-
vían dentro del recinto amurallado, si bien también se concentraba en su en-
torno, alrededor de la plaza de Santa Teresa —el llamado Mercado Gran-
de— donde vivían los más ricos, y en la zona sur que habitaban los más
humildes. A lo largo de la última mitad del siglo la zona amurallada ha ido
perdiendo población e importancia social pese a que la población de la ciu-
dad se ha duplicado con creces. Varias son las razones que se aducen para
explicar este cambio. Los abulenses son conscientes que el abandono del
centro histórico no es sólo un asunto local, pero culpan a los primeros que
desertaron, los mejor situados económicamente:

Yo no estoy de acuerdo y creo que habría que potenciar de alguna


manera la rehabilitación de... pero pienso que ni a nivel autonómico ni
a nivel central en ningún momento la administración puede asumir no
solamente el tema de Ávila sino de un montón de ciudades que están
en situaciones parecidas. Entonces habría que dar política municipal
en algunos aspectos, no sé qué sistema habría que habilitar para facili-
tar la recuperación económica, a través sobre todo de las obras socia-
les, de las Cajas o de las entidades un poco más enraizadas con Ávila.
Desde el año 60 esta parte histórica se está despoblando totalmente. Y
pasa una cosa y es curioso que quienes ahora más protestan de cómo
se ha despoblao esta zona, que eran las clases mejor económicamente
de aquella época, han sido los primeros que se han ido, y ahora pro-

5
Ávila en 1846 contaba con 4.121 habitantes, 11.185 en 1900 y 20.261 en 1940. Los da-
tos provienen del Instituto de Estudios de Administración Local (1951). Según la lámina VII,
la mayor concentración de habitantes corresponde al recinto amurallado. Al duplicar la po-
blación el recinto amurallado se queda pequeño, como afirma este informante: «La vista ge-
neral de Ávila con la torre de la catedral, que es como una picota que sobresale de la ciudad,
si va ahí a la zona de los Cuatro Postes, esa vista, queramos o no, es muy bella y ese es el he-
cho, si dentro de la muralla no se ha permitido, la gente vaya saliendo fuera... una ciudad ce-
rrada... no, mira, dentro de la muralla no pueden vivir los doce o catorce mil habitantes que
tiene la zona, es casi un tercio de Ávila, y por supuesto los doce mil que hay de la carretera
de Madrid p’acá».
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 341

testan, eran titulares de negocios, cuando ellos, en los años 60 o últi-


mos de los 50, buscaron la zona moderna de Ávila porque los pisos
eran más cómodos, por lo que fuera, si ellos mismos hubieran rehabi-
litao su vivienda en aquella época, entonces hubieran sujetao un poco
la despoblación total de...

La comodidad es la razón principal que se aduce para explicar el abando-


no del casco amurallado. El frío intenso de Ávila es en palabras del primer
informante la causa del abandono del casco viejo. Las murallas «esconden»
el sol y la gente busca el confort de las nuevas viviendas:

Es que ha habido un momento en que mucha gente que vivía en la Ca-


lle Reyes Católicos ... que de pronto con frío, no nos entra el sol, pues hay
que cambiar...
Veinte años, en veinte años la gente ha dejado la muralla abandonada
y se han salido fuera. Y han abandonado el Mercado Grande y el Merca-
do Chico y se han organizado por aquí y se ha cambiado... ten en cuenta
que, dentro, aunque sean casas bonitas, la gente quiere portero automáti-
co, la calefacción que la enchufas, el portal bonito, que aquí hay mucha
pobre gente que culturalmente... no hay mucha cultura aquí...

Parece difícil acudir al criterio del frío y la falta de sol en el recinto amu-
rallado que se caracteriza por sus construcciones de baja altura en una ciu-
dad con mucha luz6. El contraste entre la oscuridad de la catedral y la lumi-
nosidad de la ciudad aparece en los recuerdos de un hombre de la provincia
que vivió de niño en un internado de Ávila:

Aquí sólo recuerdo una misa solemne, cuando era muy pequeño, al-
guna vez que íbamos a la catedral. Alguna misa especial en la que cele-
braba el obispo con un montón de curas pues nos llevaban para allá, re-
cuerdo la catedral mas bien de forma negativa, porque siempre en fila y
no sé que, siempre llegábamos los últimos, y no veías na (...) A mí no me
gustó nunca la catedral, me pareció tétrica, quizá el color, la oscuridad, es
muy poco luminosa... [¿?] Yo en eso estoy deformao, primero porque me
gusta la luz y segundo porque me encantan los atardeceres de Ávila y es

6
Si bien hay calles pequeñas y tortuosas que dejan pasar poco la luz a las viviendas infe-
riores. El abandono del recinto amurallado tiene una larga historia. Las monjas de la Encar-
nación lo abandonan a comienzos del XVI por la falta de intimidad, ruidos e intromisiones
en su beaterio de la calle del Lomo (González y González, 1976). Sin embargo ello es debi-
do al crecimiento demográfico de la ciudad que, en este siglo, llega a alcanzar los 13.000 ha-
bitantes.
342 MARÍA CÁTEDRA

que Ávila tiene una luz especial (...) Y recuerdo había un cura aquí en
Ávila que se llamaba A. P. que era el cura que más sabía de marxismo,
era un auténtico genio, y él comentaba que coleccionaba atardeceres... yo
viví en un colegio que era muy luminoso.

II

Aparte de las comodidades, se ha producido un cambio en la extracción


social de los habitantes de la ciudad intramuros. En sus comienzos como ciu-
dad la muralla ha servido como marcador de las diferencias sociales7. Este
sentido aparece en estos párrafos:

Bueno, antiguamente de la muralla pa dentro estaba la gente de más


categoría, con las casas adosadas a la muralla. Y en la parte de afuera, allá
abajo, estaba la calle de los tejares, los alfareros y moros, por la parte del
Rastro para abajo... hablamos del año 1300 y 1400. Ahora no, yo desde
que tengo uso de razón Ávila está más o menos como está ahora. La gen-
te estaba fuera de la muralla, el Mercao Grande era el punto más clave.
El perímetro interior de las murallas, a excepción de esa zona norte
que había un cachito, todo lo demás está ya cogido o bien por el clero, la
iglesia, o bien por las familias nobles que se iban construyendo los edifi-
cios pegaos al interior de la muralla.

Sobre la persistencia de esta separación en la actualidad, los comentarios


al respecto varían según la edad del informante. Los más viejos han vivido
en muchos casos en la zona amurallada en su infancia, mientras que los más
jóvenes han vivido fuera. La presión demográfica y el aumento de la calidad
de vida son responsables de esta diferencia. Así los más mayores o los jóve-
nes tienden a pensar en términos de su propia experiencia (que la gente vi-
vía dentro o fuera de las murallas). Ambos grupos sin embargo están de
acuerdo en que Ávila se ha «desparramado» en pocos años. La muralla con-
tiene zonas muy dispares en términos sociales —algunas partes del recinto
amurallado (principalmente el barrio de San Esteban) han tenido, hasta hace
pocos años, una población modesta o mixta—. Sin embargo la construcción
de una casa dentro de la zona noble amurallada por parte de Adolfo Suárez,

7
De ello he escrito unas páginas junto con S. de Tapia (Cátedra, de Tapia 1997) Sin em-
bargo también hay quien explícitamente niega este significado social y lo convierte en mera
referencia: «La muralla... es una orientación pero nada más, pero no es que viva la gente de
más o menos categoría.»
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 343

el antiguo presidente de gobierno, ha reforzado y renovado la representación


de que la muralla acoge principalmente a los «caballeros». Habla primero
una persona mayor y después alguien más joven:

Y este señor se hizo un edificio como se lo hacían entonces, incluso el


mismo Suárez se lo ha hecho dentro de la muralla, pero que toda la par-
te de la muralla estaba entonces, si te fijas, con los marqueses de Santa
Cruz, los Caproti, toda esta gente se iba cogiendo la parte interior de las
murallas y entonces este Suárez pues también se hizo una casa dentro de
la muralla...
Bueno, la gente más representativa de esta burguesía ya vivía fuera,
estos chalés que ves por aquí, que son de toda la vida, y los chalés que
había desde el Grande hasta la Estación, que son casitas de un piso o dos
pisos... dentro de la muralla, ¿quien vivía dentro de la muralla?, mira, los
mismos comerciantes, que tenían su comercio, vivía esa gente por su-
puesto, y qué pasa, pues que era el centro (...) pero antes claro, la gente
vivía más dentro de la muralla.

Con el desarrollo aumentó la especialización del centro como lugar co-


mercial y la multiplicación de bancos y oficinas. A ello ayudó la prohibición
de construir intramuros edificios de varias alturas. En el año 1950 la gran
mayoría de todas las casas de Ávila eran de uno y dos pisos8 panorama que
cambiará rápidamente. En los comentarios de la gente se aprecia el impacto
de la incipiente especulación inmobiliaria o al menos así lo aprecia este abu-
lense de familia modesta:

Tú sabes que nosotros dos en el año 42 nos pasamos a la calle Brieva


y eso estaba dentro de las murallas, llegó allí un señor con dinero y se
quiso hacer allí un edificio, éramos seis vecinos y se hizo allí un chalé
como le dio la gana, que nos echó a nosotros que teníamos entonces una
casa con un patio extenso, con un corral muy grande donde plantábamos
de todo, y estabamos dentro de las murallas. Y después fuimos dentro de
las murallas a la calle Ramón y Cajal [¿Y a udes. les expropiaron?] no,
estabamos de inquilinos, lo que pasa es que llegó un señor que tendría ti-
tulo de nobleza, que tendría mucho dinero, y allí declaró las casas en rui-
na, cosa que no era cierta, podrían haber continuado como estaban y to-
davía estarían bien —a lo mejor estaba mejor que muchas que están ahora
por ahí—, y nos echó, nos echó con amenaza de destierro; mi padre fue
el último que se quedó, las demás familias se fueron marchando...

8
En 1950 del total de 2.222 edificios, 1.205 tenían una sola planta; 770 contaban con dos
plantas, 223 de tres y solo 24 tenían cuatro. IEAL (1951:36)
344 MARÍA CÁTEDRA

En la actualidad los propietarios de mansiones y palacios dentro de la mu-


ralla no parecen tener el mismo peso que antaño («ya no van las cosas por
ese lao») y en ciertos casos tienen problemas a la hora de mantener sus pro-
piedades. Habla un concejal:

Porque un señor sea marqués —cosa que me parece muy bien,


¿eh?—, pues tenga que tener un jardín extraordinario al lao de la mura-
lla y poderse asomar a la muralla todos los días pues hombre, ya no van
las cosas por ese lao —pero me encantaría ser marqués y tener ese jardín
(ríe) entiéndeme— bien es cierto que hasta estas personas —quito el has-
ta— estas personas se están dando cuenta, salvo algunos muy cerriles, se
están dando cuenta que lo suyo forma parte del patrimonio, hasta el ex-
tremo que muchas veces te piden colaboración, «yo no puedo aguantar-
lo, ayúdame a aguantarlo, porque esto hay que mantenerlo como sea».

La muralla ha sido escenario de una buena parte de experiencias de la


gente de Ávila a diferentes edades. En la infancia de los más mayores el cen-
tro estaba muy animado y los niños jugaban con gran libertad en unas calles
con muy poco tráfico. Los niños no sólo jugaban en el entorno de las mura-
llas sino que jugaban a juegos que recreaban las leyendas bélicas:

Quizá sea los lugares... porque en la parte de la muralla de la cárcel,


allí era el punto de referencia, cuando nevaba, de ir allí, al arco de la cár-
cel. Allí estaba el pozo de la nieve hasta muy pocos años. Allí, antes de
llegar al muro de San Segundo, había una caseta, y cuando nevaba, había
nieve en las calles y lo llevaban allí, lo aplastaban con un poco de paja, y
luego, en verano, a Pepillo lo subían aquí al bar, pa conservar la nieve,
estaba en la parte Norte, había un pozo grande, profundo, y al lado una
casetita hacia el muro de San Segundo... a jugar con los trineos; aquí en
Ávila, cuando nevaba, la cosa era de ir a la zona aquella, con unos cajo-
nes, tu verás, muy primitivo todo, y de ahí nos lanzábamos hasta...
Donde está el jardín, ahí sí, jugábamos al balón, al tango... bueno, a
guerreros, en el arco de los Gitanos. Bueno, se recordaba cuando la Xi-
mena Blázquez, cuando la ciudad estaba desguarnecida y los caballeros
estaban luchando por ahí, y venían los franceses, y se le ocurrió cerrar las
puertas, cogió a las señoras, una en cada almena, las puso un sombrero y
ellos contaron, dando vueltas p’arriba y p’abajo, que estaba deshabitada
y era mentira.

En ocasiones las míticas luchas se convertían simplemente en luchas in-


fantiles; las murallas y estos juegos eran exclusivamente masculinos. Las ro-
cas en la base de la muralla formaban casas y castillos:
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 345

Nosotros nos reuníamos ahí y decíamos: «a la tarde cantea, a la tarde


cantea» a cantazo limpio, nos desafiábamos los de San Nicolás con los de
Santiago, los de las Vacas con Santiago o con los de San Segundo, y ti-
rábamos piedras desde arriba de las murallas, unos subían las piedras
p´arriba con ondas, con tiradores. Luego ya cogimos otro sitio que fue el
Rastro, las piedras del Rastro, allí con unas pistolas que había entonces,
cogíamos un puñao de judías de los comerciantes y a judía limpia, pim,
pam.

El entorno de la muralla excitaba la imaginación de los muchachos y


evocaba cierto halo de misterio; de ahí algunas viejas leyendas, como la
de túneles y pasadizos que comunicaban la ciudad intramuros con el ex-
terior:

Sí, sí, subíamos a la muralla en el Parador, eso sí, y los mitos que ha-
bía que mi padre me ha contao que si había pasadizos subterraneos, que
si se podía recorrer toda la muralla, había muchas leyendas en torno a eso,
si que se podía cruzar por debajo del Mercao Grande... es mentira, vamos,
que yo sepa no existen esos pasadizos, pero si había un poco como esos
mitos, yo eso a mi padre si lo he oído contar.

Las chicas por su parte jugaban en la Plaza de Santa Teresa, el Mercao


Grande, o cerca de las murallas vigiladas por madres o cuidadoras, aunque
variaba según las generaciones. La del último testimonio más reciente:

[¿Las chicas jugaban?] no, no, al esconderite, al esconderite, a los al-


fileres, en la plaza de Santa Teresa cada uno en su área, ahí estaba el tem-
plete de la música, ahí estaba... no, es que ahí era, como pasa ahora los
domingos... va mucha gente... las chicas con las chicas en las piedras en
el Rastro, y jugaban a las prendas y a los alferiques, alfileres de colores
para meterlos en el redondel, pero en las piedras no.
[¿Jugabas en la muralla?] yo vivía en la zona nueva, pero en El Ras-
tro siempre se ha jugao, en las piedras, todo el mundo [¿también las chi-
cas?] quedas con tu madre o quien te cuidara y ahí jugaba todo el mundo
con to el mundo, el Rastro es una solana que es el clima mejor de Ávila
[¿en invierno?] y en verano también.

Cuando los pequeños crecían una costumbre muy practicada entre los
adolescentes, entre los catorce y diez y seis años, era el subir alguna vez ile-
galmente a la muralla. Hoy día se puede recorrer en una gran parte pero has-
ta hace muy poco esto no era posible y estaba prohibido —probablemente el
mayor aliciente para los jóvenes— y quizá una especie de rito de passage:
346 MARÍA CÁTEDRA

Lo de las murallas era de parejas y subirlas, por el cierto morbillo ese


de si te pillaban o no te pillaban... sí, nosotros nos subíamos por ahí aba-
jo, por donde tiene la casa Suárez, el Arco del Cielo, porque donde está
el mercadillo, tu miras a la puerta esa y solo se ve cielo, que era el Arco
de los Gitanos y nosotros por allí subíamos, era dificilísimo subir, pero
no hacíamos nada, te dabas una vuelta, ibas hacia el puente Adaja, echa-
bas una ojeada rápida, porque estabas más pendiente de que llegaran los
guardias y te bajabas, te bajabas a tomar el sol.
Y sí, de subir a la muralla que no estaba permitido y sí, se subían. Ahí
sobre todo en la zona del Mercao Grande, ahí donde estaba el Alcázar, ahí
sí. Yo sí, sí he subido alguna vez, te has colao...

Claro que en ocasiones esta aventura tenía sus riesgos. El 12 de junio de


1991 el Diario de Ávila recogía en una columna la noticia de que los bom-
beros tuvieron que rescatar a un muchacho que bajó desde el adarve de la
muralla a un tejado y no pudo volver. El autor de la noticia, Javier Lumbre-
ras, comprensivamente comentaba:

...el muchacho no ha hecho otra cosa que lo que hemos hecho todos
(uno sospecha que todos o, al menos, buena parte de quienes hemos teni-
do niñez abulense) (...) A uno, personalmente, le resultó siempre atracti-
vo y confiesa haberlo hecho con bastante frecuencia (...)

Esta asociación de los chicos con las murallas y su libertad de movi-


mientos se refuerza con la repetida referencia de que los jóvenes de Ávila
quieren «escapar» de la ciudad y aprovechan las oportunidades, por razón
de estudios o trabajo, para trasladarse a otros lugares, como Salamanca o
Madrid . Sin embargo también se produce a menudo un movimiento contra-
rio; aunque los jóvenes quieren «escapar» (¿de la muralla?), en cambio
vuelven al casarse para criar a sus hijos en un ambiente menos agresivo que
el de la gran ciudad:

Antes Ávila era tan pequeño que se podía salir a jugar a la calle, sobre
todo en los barrios, yo jugaba a las chapas, a los peones... a mil juegos
tradicionales y tus padres te dejaban todo el santo día tan tranquilo en la
calle porque sabían que no había peligro, lo que si veo es que ahora los
niños están más condicionaos, que al crecer Ávila ya se va cogiendo los
peligros de ciudades más grandes como puede ser Madrid.

La muralla en este caso es una especie de refugio de los más pequeños,


un recinto de protección, un papel por cierto que tradicionalmente le ha co-
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 347

rrespondido a la ciudad en la salvaguardia de varios reyes niños9. Cuando los


chicos crecen la muralla sigue teniendo su importancia. Una joven me ase-
guraba que cada vez que se encontraba intranquila o nerviosa «subo a la mu-
ralla y se me pasa». Aún más frecuente es una actividad que me han conta-
do varios adultos y especialmente cuando por alguna razón (estudios por
ejemplo) se produce ausencia de la ciudad por temporadas: el recorrido del
perímetro de la muralla. «Lo primero que hace el abulense que vuelve es re-
correr las murallas, bien abrigado en el frío del invierno». En el primer caso
el informante equipara la muralla con una casa, su propia casa, y en ambos
recorrerla es reconocerla:

Al venir de fuera, sí, sí, el paseo de la muralla es realmente bonito, es


muy bonito el paseo de la muralla, yo además que soy un poco románti-
co pues... determinados días sale el sol... me encanta, es una de las cosas
más bonitas para mí... Alguna vez, cuando lo necesites, no por otra cosa,
das la vuelta a la muralla... [es una manera de abarcar la ciudad] sí... es
una sensación... es lo tuyo, como tu propia casa, como alguna vez en el
salón das un paseo porque tienes necesidad, pues yo creo que es una cosa
parecida.
[La vuelta a la muralla] de paseo sí, por abajo, normalmente sí, es
como una típica visita de reconocimiento, es una cosa normal, vamos
normal de todo el mundo, en cualquier momento. O a lo mejor no toda la
vuelta pero vamos, ir al Rastro para identificarte con el lugar. El Rastro
es un punto de referencia total, de todo el mundo.

Esta relación de niños, jóvenes y adultos con la muralla supone muy di-
ferentes actitudes: escenario de juegos, rebeldía, reconocimiento; en general
aceptando la muralla como un símbolo positivo. Pero en ocasiones hay in-
tentos de destrucción —quizá una protesta llevada a sus últimas consecuen-
cias—. Los más revoltosos o anárquicos, al subir ilegalmente a la muralla,
arrojaban desde arriba algunas de las piedras de la misma. Ello ha motivado
en varias ocasiones las consiguientes protestas en los medios de comunica-
ción. Por ejemplo, una de ellas aparece el 6 de octubre de 1987 en el diario
local y lleva este título: «Arrancadas varias piedras de las almenas de la
puerta de San Vicente. Gamberrada contra el Patrimonio histórico abulen-
se». El periodista indica: «puesto que las piedras tienden a no caer por sí so-

9
El escudo de la ciudad recoge a uno de estos reyes niños tras la muralla. La ciudad aco-
ge en tiempo de turbulencias pero quizá luego se convierta en ciudad de paso. Nada más lle-
gar a la ciudad llamó mi atención la placa que aparece en el convento de Santa Ana donde se
indica que tres personajes históricos «salen» de Ávila a cumplir más importantes tareas.
«¡Vaya !» —pensé con humor— «aquí todo mundo sale de Ávila mientras yo entro».
348 MARÍA CÁTEDRA

las... durante la noche alguien subió... y empujó las piedras. Ignoramos con
qué fin (...) si se hubiera condicionado esa parte de la muralla para que pu-
diera ser visitada, el atentado de la noche pasada no se hubiera producido...»
Pero los destrozos abarcaban otros objetivos, la puerta de la catedral, uno
de los leones de la explanada de la catedral y, en el caso que sigue, los ban-
cos de los parques. La destrucción de esas piedras que simbolizan el pasado
quizá es una manera de protestar ante las pocas oportunidades del presente:

Sí, siguen rompiéndolo, siguen rompiendo, pero además tiene que ser
con un mazo, un mazo que rompe el banco... pero eso lo hacen muchos
años, muchísimos años, desde siempre ... romper los bancos. Lo único que
se me ocurre es que dicen algunos... lo comentaba Ruiz Ayúcar que los
anarquistas sociales decían que la muralla era como un cinturón que aho-
gaba la ciudad y que había que tirar la muralla. Lo decían simbólicamen-
te, me imagino. (...) Yo no sé, si, lo de los bancos de piedra, que además
son tumbas romanas, me parece... es como romper con el pasado, perfec-
tamente,... sigue siendo, existiendo esa muralla de los anarquistas (ríe).

III

Aparte de sus significados como límite físico o social, la muralla tiene un


conjunto de referentes a nivel mental. Uno de los más conocidos proviene de
la existencia, según algún autor, de una especie de muralla sagrada que du-
plica la muralla de piedra. Frente a cada una de las puertas de la muralla, sin
excepción, hay (o hubo en algún caso) una iglesia o ermita. Parece como si
los márgenes de la muralla, los lugares más vulnerables, precisaran de una
protección simbólica, un anillo de religiosidad por fuera, y por dentro de
cada arco una defensa más terrenal, un castillo. Hablo con dos hombres:

S—.Como eso de que cada puerta de la muralla, enfrente hay una igle-
sia, eso matemático.
C—.Es la teoría aquella de Don Arsenio Gutiérrez Palacios.
S—.La del arco del Peso de la Harina, Santo Tomé el Viejo; la de San
Vicente, San Vicente; el arco del Mariscal, San Martín y Santa María de
la Cabeza y todo eso; el Puente, está San Segundo; falta una que estaba
la maestra de la Santa, era San Justo, no San... vaya hombre ...[no re-
cuerda] donde estaba el Puente Adaja, había una ermita ahí donde estaba
la patrona de la Santa —la Virgen de la Caridad—, donde está la mar-
quesina ahí había una ermita... San Lázaro. Y en el arco de los Gitanos,
San Nicolás; la de la Santa —igual se ve San Nicolás lo mismo— desde
el Rastro, Santiago; y la de San Pedro; todas tienen...
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 349

C—.Me parece que me dijeron que en la explanada del arco de los Gi-
tanos ahí había una iglesia.
S—.Ahí estaba San Isidro, que entonces San Isidro se bajó aquí abajo
y entonces al desmontar la iglesia, se la llevaron a Madrid...

Los referentes mentales de la muralla son muy dispares. En el caso ante-


rior se populariza una teoría más «culta» (o quizá viceversa) o bien se plas-
ma una figura poética como la del caso que sigue, de Enrique Larreta . La
muralla pueden servir como el último refugio10, un gran cementerio:

Yo estuve en la recepción, entonces Larreta habló y dijo que él...


«¡Cuanto me gustaría descansar a la sombra de esta muralla, enterrarme
aquí!, porque mi vida es Ávila, porque yo he sido por Ávila, mi gran per-
sonalidad es Ávila». Se acabó la recepción y le dejaron solo a Enrique
Larreta, y conmigo estuvo paseando por todos los barrios, por todos los
sitios...

Sin embargo la gente de Ávila crea metáforas sobre la muralla que alcan-
zan insospechados referentes. En una ocasión hablaba con un matrimonio
sobre lo que perdían las imágenes religiosas al desvestirlas y quitarles la pe-
luca. El hombre aseguraba que él no quería ver a la Virgen sin su cabello.
Aquí las murallas son el vestido de la ciudad:

La gente quiere verla (a la imagen) con el manto... con su pelo... qui-


zá sea como... un poco de la majestad de la ciudad, la muralla, caída, y
de pronto verlo en la crudeza...

Un referente similar en el sentido de que la muralla «esconde» algo que


no es evidente, se aprecia en la siguiente cita. Me he referido antes a la ocu-
pación del espacio interior de la muralla por las clases privilegiadas. La mu-
ralla equivale en este caso al poder fáctico y no sólo la representación for-
mal; el mantenimiento de privilegios desde la sombra (¿de las murallas?):

Para mí, hay una razón de peso y es que, por ejemplo, tienes mucha
gente de Ávila que no quería que le quitaran sus privilegios, un poco re-
lacionado con la muralla, que antes comentábamos, hay un montón de
clases dirigentes en Ávila ... «ellos no mandan, ellos no sé qué, ellos no
sé cuantos» y luego tienen todos los hilos por detrás y manejan un mon-
tón de cosas... pues no querían aparentar como que ellos estaban [en el

10
La anécdota me fue relatada por José Belmonte quien fue el acompañante de Larreta en
su visita a Ávila.
350 MARÍA CÁTEDRA

poder], han dejado hacer a una serie de políticos, o de personas que han
jugado a ser políticos, y han tenido ese poder, como D. y otra serie de per-
sonas más, y no eran de derechas, eran de centro.

Pero quizá la idea más repetida gira alrededor del concepto de cierre. La
muralla «encierra» a la gente y la hace «cerrada». Esta es una metáfora muy
usada en Ávila con muy diversos significados. Uno de ellos es que el conti-
nente físico provoca un contenido moral. Una anciana, originaria de otra
provincia que fue a vivir a la ciudad cuando se casó, en los años 30, me de-
cía así, sobre sus recuerdos al llegar a la ciudad, le pregunto sobre la in-
fluencia de la muralla en la ciudad. Muy significativamente relaciona el «en-
cierro» con la falta de libertad y la moral:

Pues que los ha encerrao, yo creo que sí, ésta era una ciudad donde no
se podía respirar mucho, había cosas tremendas... ahora ya ha cambiao,
pero antes parecía que estabamos encerraos, que no se podía opinar más
que lo que se quería opinar aquí, que no se podía decir... todo era pecado
mortal aquí... Pues yo, como venía de un sitio tan alegre y yo lo era tam-
bién, pues todo, todo eso de que había que decir a todo amén...

Una explicación alternativa a la idea de cierre es la de esta mujer, origi-


naria de otra región española, que achaca al frío11 abulense el retraimiento de
sus habitantes:

Lo de cerrada... pero no es por la muralla, yo creo que influye más el


frío. El otro día me decía M.: «mira mama, cuando los mayores tienen
frío se ponen así [se encoge]». Y yo tengo por costumbre hacer este ges-
to, pienso que aquí hay mucho frío, que hay muchos meses de invierno y
la verdad es que la gente no se para a pensar y eso influye, porque sim-
plemente el carácter de Castilla en comparación con el carácter andaluz...
en Andalucía viven en la calle todo el día, en cambio en Ávila vives en la
calle... nada más que ves que hay un rayito de sol, ves las calles y los par-
ques, pero en cambio ves los inviernos tan largos, yo creo que influye
mucho el clima, si... tu sabes cuando hace frío se sale poco y lo poco que
sales «adiós y gracias», sales volando, no se para nadie.

El frío abulense es proverbial y en ocasiones es objeto de bromas y chan-


zas. Una locutora de Televisión para referirse a una época de frío extremo,
exclamó: «En Ávila las yemas se han congelado». Los abulenses suelen de-

11
En varios años ha correspondido a Ávila las temperaturas mínimas de España. En 1938
se alcanzaron casi los 20 grados bajo cero.
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 351

cir humorísticamente que en Ávila hay sólo dos estaciones: «la de invierno
y la del tren». Sin embargo también se dice que los propios abulenses son
«fríos» también y ello se relaciona con la idea de cierre y ensimismamiento
—les hace «mirar hacia dentro»— lo que ha impedido la prosperidad y el
desarrollo de la ciudad— y con la existencia de unas murallas «interiores».
Un artículo aparecido en la prensa local con el título «Muralla interior» del
periodista Fernando Alda indicaba este sentido metafórico de la muralla:

Ávila está llena de compartimentos estancos, de muros, de tabiques,


de puertas falsas y de pasillos secretos. No es broma, existe una especie
de muralla interior que esclerotiza todo cuanto tratamos de llevar a cabo.
¿Es que la vida está tan lejos de nosotros? (...) En primer lugar está nues-
tra tan repetida apatía por todo, nuestra estrechez de miras (...) Otro as-
pecto, y que mucho tiene que ver con la muralla interior, con los tabiques
y con las zanjas (...) se refiere a la falta de información que encontramos
en muchos temas por parte de los organismos oficiales (...) Hacen falta
muchas piquetas para ir derribando tanta ruina como nos asedia (...) Eso
sí, somos los reyes del rumor, del chismorreo...» (Diario de Ávila, 27 de
enero de 1988).

En el mismo sentido, este informante rechaza la idea de que hay murallas


exteriores; la muralla siempre es interior y el frío una metáfora de encierro
y de conformismo:

Bueno pues son... tenemos fama los abulenses de ser muy fríos, de ser
muy cerraos, yo creo que ha sido así, no ha habido gente decidida a que
esto prosperase, sobre todo pues en los años, no ya en el desarrollismo
franquista sino cuando España un poco empezaba a subir, ¿no?, ha sido
una ciudad que ha estao muy dormida mirando para dentro ... Yo creo que
es una ciudad que ha mirao... que se ha mirao mucho en las grandezas que
ha tenido, en el siglo XVI, porque era una de las ciudades más importan-
tes de España y que nos hemos quedao mirando para dentro, y eso es lo
que yo digo de la muralla interior, que hemos sido una ciudad muy pro-
vinciana que no ha sido capaz de dar el salto, de abrirse, de gente em-
prendedora que dijera pues vamos a traer fabricas o vamos a traer otras
cosas o vamos a luchar por tener una universidad, como se está luchando
ahora, o vamos a ... y ha sido claro una zona que a partir del año 59, igual
que el resto de la provincia, de emigrar, emigrar, por la influencia de Ma-
drid, que se calcula que hay 150.000 abulenses de toda la provincia, en
Madrid y claro, eso es un dato muy importante, y entonces Ávila no ha
crecido...yo creo que la muralla, pues no se le ha sabido sacar el prove-
cho turístico que por ejemplo se le ha sacado en Segovia al acueducto, y
352 MARÍA CÁTEDRA

mil cosas así, no ha habido gente de empresa emprendedora que haya


sido... [¿ por qué?] pues no lo sé, habría que mirar a otros siglos en que
Ávila entra en una decadencia terrible, sobre todo a partir del siglo XVIII
es tremendo . Fíjate que el ferrocarril ha sido en otras zonas un desarro-
llo tremendo y aquí no lo se, algo le paso a la gente (ríe) o es verdad que
ese espíritu de ser tan fríos, nos hicimos mas fríos todavía y Ávila se fue
metiendo para dentro para dentro y... [la muralla interior] no es lo que
digo, cuando dicen: «Es que es la muralla que no nos ha dejado crecer»
y yo digo: «No, es la muralla que llevamos nosotros dentro y que duran-
te años hemos sido tan conformistas, tan conformistas que no hemos sido
nunca capaces de decir, yo incluso, voy a quedarme en Ávila en vez de
marcharme a buscar trabajo a Madrid, yo lo digo como universitario,
como otros muchos universitarios, «Bah, para que me voy a quedar en
Ávila si no voy a encontrar trabajo», claro si no luchamos los que tene-
mos un poco más de preparación, de formación académica, pues no va-
mos a ningún sitio.

Efectivamente la idea de los abulenses «cerrados» está en otros contex-


tos relacionado con la «pasividad» de una ciudad que no protesta por nada
(el problema del agua, el hundimiento de la industria); por ello se dice que
esta es una ciudad donde «se escucha el silencio». Y un hombre indica así
ante mi pregunta concreta de cómo condicionan las murallas:

Partiendo de que sí, condiciona a Ávila y yo creo que un poco a los


abulenses ... sí, yo creo que condiciona [¿en que sentido?] en la vida, en
la vida, toda actividad del abulense, en la vida económica, en la vida so-
cial, en todo, yo pienso que desde un punto de vista... aunque no le da-
mos importancia ni pensemos... vivimos con ello, como no piensas nun-
ca en tu mano derecha porque has nacido con ella ...[condiciona la vida
socialmente] y económicamente, al menos eso supone la conciencia de un
sector importante de los abulenses, el condicionamiento y la falta de
adaptación de Ávila al siglo casi XXI, precisamente porque está limitada
entre otras cosas, no solamente la muralla, que lógicamente está limitan-
do, pues quizá el desarrollo como ciudad moderna o como ciudad que no
tuviera... esta carga histórica y artística de la muralla y el entorno de toda
Ávila, es puro arte...

Las murallas ponen límites a su desarrollo como ciudad moderna pero


aún más limitada está por sus estructuras de pensamiento «cerradas» o con-
servadoras, ancladas en el pasado al decir de este abulense. Le pregunto qué
es lo más negativo de la ciudad:
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 353

A mí me parece que lo negativo es que es una sociedad poco avanza-


da desde el punto de vista del pensamiento (...), pues echo de menos que
haya estructuras más abiertas no tan conservadoras... no lo sé, pero real-
mente es una ciudad con poca evolución en las formas de pensar, es una
ciudad que no avanza, que no va creando posibilidades de trabajo y de
cultura y de..., pero bueno podría decirse muchas cosas.

Los propios abulenses reconocen la diferencia con otras ciudades, por


ejemplo, Segovia que se supone «es más abierta»12 frente a Ávila, «una ciu-
dad provinciana sin diversión ni cultura». Especialmente entre los jóvenes,
ésta es una ciudad que puede llegar a «ahogar». Una mujer me indicaba:
«Me quiero marchar de Ávila, me oprimen las murallas». En una ocasión un
informante me hablaba de las contradicciones de la ciudad y la doble moral
que exhibían algunos abulenses. Terminaba indicando: «es que una ciudad
así... ahoga». En el extenso párrafo que sigue la metáfora de la muralla tie-
ne el significado de atraso, ambiente cerrado y una moral asfixiante en rela-
ción con otras ciudades o pueblos cercanos. Habla un trabajador:

En tanto que en Ávila todos somos conscientes de que estamos en una


ciudad que es... el culo del mundo y entonces, relacionado con lo que de-
cías de las murallas, pues yo creo que cualquier abulense ha dicho 50 ve-
ces: «la muralla, había que tirarlas» eso sea un sentimiento o no, pero qui-
zá esto sea un exponente de que «bueno, qué pasa en Ávila, pues coño,
las jodías murallas», bueno, que echen la culpa a las murallas, las mura-
llas no tienen la culpa, yo no lo he sentido [en que sentido habría que ti-
rarla] bueno, yo me estoy refiriendo a la gente de nivel cultural bajo, a la
gente que trato, pues si somos conscientes del poco desarrollo que hay en
Ávila, siempre ha habido, ha sido una ciudad desindustrializada, con paro
de siempre, etc. etc, y cuando más mayores más lo hemos ido viendo por-
que nosotros, ya de mayorcitos, ya hemos ido a un pueblo como Medina
del Campo, Peñaranda —ya no te hablo de Segovia o Salamanca—; co-
gíamos la moto y nos íbamos y ya veíamos que el ambiente allí era mu-
cho más abierto, esto te hablo de hace 30 años. Y luego, cuando venía-
mos a Ávila, comparábamos con sitios como esos, que incluso eran
pueblos y tal: «coño, pues aquí pasa algo»... Pues aquí, mira, la mujer
—a mis 18 años— la mujer no entraban en los bares si no eran acompa-

12
Con Segovia hay una especial competencia y una especie de mutua comparación. Sin
embargo un político me decía así: [las murallas] «no, yo creo que esto es Castilla, tu habla
con los segovianos y veras que en fin, ellos desde aquí les vemos como muy dinámicos, cuan-
do tu vas y hablas con ellos dicen «de dinámico nada, aquí esto es... de dinámica Ávila, que
tiene más...» te dicen, si, si, te sorprenden».
354 MARÍA CÁTEDRA

ñadas por el marido [¿era lo mismo para todas las clases?] por supuesto;
aquí mira, el primer local tipo pub —que no era ni mucho menos lo que
hoy es un pub, pero bueno— que nosotros, en Ávila, era la primera cosa
que se abría en el Hotel Santa Isabel, donde está la estación, y en los só-
tanos abrieron una especie de... con una butacas, una televisión y música,
no música de discoteca, música ambiental, donde podías ir allí y estaba
más o menos oscuro y tal, bueno, eso fue lo primero que se abrió en Ávila
y eso se abrió hace 20 años... y en Peñaranda había y en Segovia lo que
hay hoy es una discoteca, tal cual, bueno, ¿y aquí por qué no? Los únicos
escapes que tenían esta gente era el Casino, que era una sociedad bastan-
te cerrada, sí por supuesto, porque ahora con dinero se hace socio cual-
quiera, pero antes no, antes te tenían que llevar los socios y tenías que ser
alguien... A mi mujer yo la conocí en Segovia, porque también nos íba-
mos, [¿escapabais?] escapábamos de la muralla, efectivamente, pero es
por lo que te digo, en Ávila no había un baile cuando yo conocí a mi mu-
jer ni había donde pasar un rato...

No es la única referencia al respecto. Los hoy adultos recuerdan su ado-


lescencia en similares términos. Una mujer de familia abulense conocida y
clase media alta aludía la muralla como envoltura que guardaba la moral y
la austeridad. Se habla de un obispo y un alcalde muy conservadores que
hubo en la ciudad hace años, en la época franquista, especialmente empeña-
dos en una cruzada de buenas costumbres.

El obispo, claro, a mí no me va ese obispo... en mi casa había gran


amistad con él (...) y era todo un santo ¿eh?, era un hombre de auténtica
austeridad, lo que pasa es que la moral nos la llevaba a unos extremos que
trascendían las murallas, hemos tenido una fama las abulenses que hasta
te daba vergüenza decir que eras de Ávila, entre el alcalde y el obispo ...

Sin embargo no faltan quienes achacan los males de la ciudad a sus diri-
gentes actuales y no a los antiguos; no son tanto las murallas sino las perso-
nas que las controlan las que impiden el progreso y la industria. La ciudad
así se queda dormida o muerta pese a su buena posición geográfica:

Ávila es especial pa todo, no pa esto solo... Segovia, claro, y date cuen-


ta que Soria era menos que nosotros y ahora es más que nosotros, no tie-
ne nada Soria. Y date cuenta nosotros lo que tenemos en monumentos, lo
que tenemos en ciudad, estamos enclavaos en el centro, Valladolid a una
hora, Salamanca a una hora... y está muerta, como tu ves, no somos... las
autoridades no quieren tampoco... Decían hace años que no venía ni Cris-
to por las murallas, decían que era el obispo y aquí seguimos igual, y que
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 355

eran los conventos, porque no había industria, antes decían que Franco,
ahora no hay Franco, es una tontería que decía la gente, decían que antes
la industrias no venían que porque si las murallas, que si las iglesias
[¿Cómo te lo explicas?] porque aquí lo han manejado entre cuatro Ávila,
los capitalistas y que no quieren que entre más gente. Claro, y los Ayunta-
mientos, si te das cuenta pasa lo mismo, los Ayuntamientos na más quie-
ren que buscar los votos y seguir gobernando, pero no miran pa Ávila...

Parecida explicación desde otro ángulo califica en este caso a la ciudad,


un lugar donde se ha dejado sentir el peso del clero y no el de las piedras de
su muralla:

... yo no creo en la muralla, yo creo que eso es una figura que viene
bien y que es una figura muy plástica [metafórica] sí, pero eso es porque
ha venido al pelo,¿no? aquí lo que ha influido no son tanto las murallas,
es el peso dominante del clero que hubiese estao con murallas y sin mu-
rallas, porque lo que distingue a esta ciudad de otras castellanas en lo re-
ferido a las murallas en que en el resto de las ciudades se tiraron a me-
diados del XIX y en esta ciudad no, es verdad que aquí hubo por omisión
las circunstancias que permitieron que no se tiraran, y en otras partes se
tiraron y no hubo ocasión de mantenerlas, pero aquí yo pienso que en par-
te no se tiraron porque no había necesidad de tirarlas, no porque hubo
gente que las defendiera.

Pero desde el propio clero también aparecen imágenes destructivas de la


muralla. Un artículo aparecido en la prensa local13 con el sugestivo título de
«Rompiendo murallas» recordaba el aniversario de un sacerdote que había
fundado una publicación con este título. En este sentido la rotura de la mu-
ralla supone la libertad:

Desde la «altura hermosa» de su fe y de su entrega, el P. Manuel acer-


tó a «romper murallas», a quitar todos los complejos en muchos seres hu-
manos esclavizados por ellos, llevando unos limpios aires de verdadera
liberación (...) con increíble finura espiritual supo «romper murallas» y
pudo ser libre.

Probablemente este mismo peso —o su vertiente mística— hace decir a


este informante que las murallas le «cargan». Las murallas son una cons-
trucción literaria y mística de las que se ha abusado en exceso:

13
El autor es Francisco López Hernández (El Diario de Ávila 26 de noviembre de 1987,
p. 11).
356 MARÍA CÁTEDRA

La muralla siempre, de pequeño, claro, ahora quizá no lo recuerde,


de pequeño probablemente me fascinaba mucho. Después bueno... la
muralla hoy ha llegado un momento que quizá me ha pasado, ha llega-
do a cargarme, por otro lado pues veo ahí no tanto un recuerdo históri-
co como un recuerdo, como una especie de construcción digamos lite-
raria o casi mística. Santa Teresa, aunque quizá tenga otros orígenes, no
cabe duda que la impresión de niña debió de cuajar en ella... eso de la
ciudad, aunque quizá tenga otros orígenes porque ya era también el co-
gollo de la alcachofa y sobre todo de lo de «las moradas», que es una
época que está muy metida en todas las cabezas... El mito está en esa
época pues no cabe duda que la ciudad, la muralla, todo esto parte de
su experiencia abulense.

La relación de las murallas con la llamada Santa de Ávila es ya antigua.


Ciertos personajes de la ciudad de carácter conservador han llevado la defi-
nición de la ciudad a ese doble ángulo: Ávila es ciudad de murallas, una ciu-
dad para la guerra, torres y palacios pero también una ciudad de piedad, ciu-
dad levítica y conventual. No hay que olvidar que una importante parte de la
fortificación la compone la propia catedral, en sí misma un baluarte dentro
de la propia muralla lo que representa la unión de la mística y la guerra, otro
comodín intelectual que se repite a lo largo de la historia y que señala este
informante:

¿Santa Teresa en Ávila? pues sí, mucho, pero además desde que la ca-
tedral la pusieron al lao de las murallas, pues es el símbolo de la unidad
de la Iglesia y el Estado, las armas y la iglesia, la catedral es una fortale-
za. Yo creo que Santa Teresa también ha tenido esa vinculación y la hi-
cieron en primer lugar patrona de los cadetes de Intendencia; aquí había
un cuartel y dicen: «bueno, la patrona de este cuartel pues Santa Teresa»
y se celebra el día de la patrona de Ávila y el día de la Academia de In-
tendencia, que también la celebran ellos allí.

Sin embargo, y muy significativamente, cuando se habla de las murallas


muy raramente la gente se refiere a su origen bélico (frente a su lado es-
tético, místico o turístico). Sólo en dos casos escuché una alusión al res-
pecto; un taxista reflexionaba así: «las murallas son muy bonitas; la gente
no cambia, todo se mueve por la guerra, antes y ahora». Y un campesino
me indicaba: «Son maravillosas, ¿las has visto de noche, desde fuera?
Yo, siempre pienso mucho; hay que ver, es que Ávila era guerrera, era gue-
rrera...»
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 357

IV

En estas páginas he cedido la voz a los propios abulenses y a los que vi-
ven permanentemente en la ciudad o su entorno para que me hablen de su
más conocido símbolo. Como se ha podido apreciar en los comentarios de
la gente aparecen especie de pinceladas, asociaciones, comentarios y situa-
ciones que van más allá de su conocida fortificación. La muralla deja de ser
una disposición de piedra en cierto modo para convertirse en un conjunto de
ideas que voy a intentar resumir. Para los que nacen en la ciudad la muralla
es percibida de un modo «natural», como si fuera parte de la propia natura-
leza. Es a través del contraste, la vida en otros lugares, la admiración que
provoca en el exterior, cuando se aperciben de lo singular de su entorno, de
la belleza de la ciudad. Los visitantes o los abulenses de adopción en mu-
chas ocasiones son el vehículo de este reconocimiento, el motor de la refle-
xión, aunque también los responsables en algunos casos de muchos de sus
estereotipos, lugares comunes, e imágenes tópicas. El contraste máximo de
Ávila es el de la capital, Madrid, tan peligrosamente cercana, un tipo de ciu-
dad radicalmente distinta, de una escala y significación de muy difícil com-
paración. Los abulenses saben que la suya es una ciudad diferente y que hay
que aceptarla en sus propios términos.
Esto no quiere decir que los abulenses no se planteen la reflexión de su
propia ciudad, pero lo hacen desde una cierta distancia, por ejemplo la his-
tórica. Siempre me ha llamado la atención el interés de muchos de sus veci-
nos más modestos por la historia de la ciudad, la lectura de textos históricos
y su interpretación en gentes que apenas pudieron estar escolarizados en su
infancia. Los libros sobre la propia ciudad son pequeños tesoros para algu-
nos jubilados y amas de casa quienes intentan unir lo que leen a los hitos de
la ciudad (a veces de un modo poco ortodoxo).
Uno de estos hitos, el más crucial de la ciudad, son sus murallas que en
algunos contextos equivalen a la propia ciudad. Este símbolo es tan presen-
te en Ávila que llega a formar parte del paisaje, se convierte en referencia
espacial, escenario cotidiano, trasfondo de las vidas de la gente. Como todos
los símbolos encierran significados positivos y negativos, ambivalencia y
pluralidad de significación que paso a comentar. Para los abulenses las mu-
rallas son en primer lugar un obvio límite físico que en cierta forma limita
la ciudad por cuanto le impide crecer en altura en ciertos lugares y /o en ca-
racterísticas de forma y construcción. Este límite físico imperceptiblemente
pasa a ser un límite moral: la ciudad así concebida impide el «progreso» y
el crecimiento. Este tema se repetirá en otros contextos. Tras esta idea del
progreso (que aquí se refiere a la libertad de construcción, valor y espe-
culación del terreno, rentabilidad en suma) se encuentran gentes que tienen
intereses económicos muy precisos. Pero también tienen el mismo objeti-
358 MARÍA CÁTEDRA

vo otros como los anarquistas sociales con ideales muy dispares y cuyo
lema —que las murallas «ahogan» la ciudad— viene a ser una forma de pro-
vocación de las conciencias. En este último sentido las murallas representan
el orden establecido.
El hecho ha sido el abandono gradual del recinto amurallado. No se lea
aquí una respuesta a estos límites cuanto un cambio en los modos de vida y
desarrollo económico. Se da la paradoja de que a pesar de que se ha dupli-
cado la población con creces desde los años 50, el centro se ha despoblado.
Los argumentos planteados —la falta de sol en el recinto amurallado— no
son muy realistas en una ciudad con mucha luz. Es probable que tras estos
argumentos haya también nociones de progreso y especialmente de moder-
nidad y clase social. Porque la muralla ha planteado otros límites también.
Las diferentes zonas de la muralla han marcado los distintos estratos socia-
les y la ocupación del espacio ha reflejado las estructuras de poder: el alto
clero y la aristocracia que ocupan los lugares centrales, las clases menos fa-
vorecidas que ocupan la periferia. Este antiguo esquema que ha durado si-
glos ha cambiado en la actualidad con la creación de nuevos centros, nuevas
habitaciones que ocupa la burguesía dentro y fuera de la ciudad, pero hay si-
tuaciones —como la construcción de una casa en la zona noble del recinto
amurallado por parte del abulense Adolfo Suárez— que refuerza esta vieja
representación.
La muralla ha acompañado a los abulenses desde sus primeros juegos,
que evocan memorias de guerreros y gestas de la reconquista, sugieren tú-
neles y misterios. La antigua división de juegos en época franquista, (los
chicos entre murallas, las chicas en la plaza de Santa Teresa) sugiere la di-
visión por sexo de los dos símbolos más importantes de la ciudad, sus mo-
delos por excelencia. Pero los niños crecen y los jóvenes quieren trascen-
der las murallas al intentar saltarlas, subirse a ellas. Este ritual de passage
prohibido hasta hace poco y perseguido por los guardias municipales sig-
nificaba una decisión contra la ley, era una forma de protestar contra la au-
toridad, al mismo tiempo que un acto de reafirmación, generalmente sin
mayores consecuencias que una reprimenda. Sin embargo, la protesta lle-
vada a sus extremos —la destrucción de las viejas piedras— dejaba de ser
una inocente ilegalidad para expresar con violencia la ruptura con el pasa-
do y con el sistema. Sin embargo, con los años, los antiguos jóvenes al re-
gresar «a casa» recorren y se reconocen en su vuelta a la muralla, una me-
táfora de la intimidad y de su propia identidad. Para algunos, cuando
vuelven a criar a sus hijos, la muralla se convierte en una especie de rega-
zo, imagen de la madre abrazando a sus hijos. Cuando se hacen mayores,
la ciudad los acoge de igual modo; no hay que olvidar que pese a sus ba-
jas temperaturas, la ciudad es una de las localidades españolas con gente
de mayor edad.
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 359

La muralla como símbolo a nivel mental alcanza referentes insospecha-


dos. Aparte de los más literarios referentes, (un anillo sagrado, un cemente-
rio) se aprecia en los comentarios locales una fuerte ambivalencia en torno
al rasgo más definitorio y definitivo de la ciudad: se acepta su valor históri-
co, su belleza y calidad pero es al mismo tiempo el símbolo de la falta de
cambio, de la inmovilidad y permanencia de viejas estructuras. La idea fun-
damental es la de cierre ideológico y social en la que convergen gentes muy
dispares, desde muy diferentes ideologías. La imagen resultante (y utilizo las
palabras locales) es la de una ciudad cerrada, dormida, mirando para dentro,
ajena al presente, provinciana, incapaz de abrirse al exterior, subdesarrolla-
da, poco evolucionada, desindustrializada, de moral asfixiante, atrasada, de
gentes frías, nada emprendedoras, inertes, conformistas... Esta es una ima-
gen que relaciona muy profundamente la muralla y el conservadurismo, que
plantea un difícil encuentro entre la estética y el progreso.

ADENDA 1993

Los datos sobre los que se basan estas líneas proceden en una gran parte
a los años 1987-8 y también de períodos posteriores. Este material fue ana-
lizado y este ensayo redactado en el año 2000. Sin embargo, desde este mis-
mo año, las murallas han cobrado un nuevo protagonismo en la ciudad una
nueva dimensión. A ello voy a referirme en las líneas que siguen14 .
Desde 1992 era posible visitar un pequeño tramo de la muralla, llamado
tramo del Alcázar. En la primavera del año 2000 se abre al público el acce-
so del tramo denominado Carnicerías por tener su acceso por la Casa de este
nombre, con la pretensión de la «recuperación y puesta en valor de la Mu-
ralla». Un año después se abre un nuevo tramo, el de la Ronda Vieja. En oc-
tubre de 2002 un folleto del Ayuntamiento (García y Herráez, 2002) que voy
a seguir en los datos siguientes, da cuenta de los cambios producidos por es-
tas aperturas. El texto está escrito por dos mujeres, una del Plan de Exce-
lencia Turística y otra del Area de Turismo del Ayuntamiento. Se trata pues
de un folleto institucional dentro del Plan de Excelencia Turística cuyo lema
muy significativamente es «Ávila te abre las puertas». Una apertura que di-
versos grupos reivindicaban hacía tiempo15. Un artículo de la prensa local en

14
Este cambio me fue señalado por Serafín de Tapia en el 2000 ante la lectura de mi ensayo.
15
Por ejemplo, Javier Lumbreras acaba el artículo antes citado sobre el rescate de un mu-
chacho por los bomberos con esta frase: «si estuviera permitido y regulado el acceso, no ocu-
rrirían estas cosas». El 6 de octubre de 1987 El Diario de Ávila publica un artículo sin firma
360 MARÍA CÁTEDRA

1987 recogía un debate organizado sobre la muralla con el siguiente enca-


bezamiento «Abrir la muralla para que pueda ser visitada supondría un
atractivo más para los turistas»16.
Mediante estas intervenciones en octubre de 2002 se había rehabilitado y
abierto al público el 40% del perímetro de la muralla, algo más de 1000 me-
tros. Esta apertura supuso una considerable afluencia de público (unas
220.000 visitas al año y 160.000 visitantes17) especialmente en verano y Se-
mana Santa, épocas en las que algún día se alcanzó la cifra de 3.000 visi-
tantes. Además de las visitas diurnas se organizaron visitas nocturnas al
adarve del tramo de las Carnicerías con una panorámica de la ciudad ilumi-
nada («Un descubrimiento de luces y estrellas» rezaba el cartel anunciador
en el 2002) lo cual favoreció que se incrementara la cantidad de turistas que
pernoctaron en la ciudad.
Las intervenciones forman parte de un «proyecto unitario y global» con
medidas de conservación y presentación. Es interesante la manera en que se
considera esta nueva perspectiva de la muralla «un producto turístico cultu-
ral competitivo» que «singulariza Ávila y encarna su imagen más universal»
y que está siendo «recuperada» por los abulenses aparte de recoger:

...las claves interpretativas de puesta en valor expositiva (cómo contar


la muralla, cómo «amueblarla», cómo dotar de significado propio a cada
tramo), la atención al público (...) la seguridad (...) el espectáculo y el len-
guaje escénico como forma de presentación del patrimonio pero también
la comercialización del producto «Muralla» (...) un producto viable y au-
tofinanciable.

La muralla en suma «forma parte esencial de la estrategia turística y ur-


banística». Entre los objetivos finales está el de «aumentar el grado de vin-
culación de la población local con el monumento». Es significativo el cali-

(aunque con fotografías de Lumbreras) titulado: «Arrancadas varias piedras de las almenas
de la puerta de San Vicente. Gamberrada contra el Patrimonio histórico abulense» donde se
indica lo mismo que el anterior. En el artículo se dice que se viene hablando desde hace tres
o cuatro años sobre el acondicionamiento del acceso a la muralla. Javier Lumbreras, un ex-
celente fotógrafo abulense ha sido muy activo a la hora de señalar, cámara en ristre, los des-
cuidos y suciedad que rodea la muralla, como por ejemplo el artículo que redacta el 31 de
agosto de 1987 en El Diario de Ávila.
16
El debate estaba organizado por El Diario de Ávila y participaban autoridades, expertos
en arte y arquitectura, responsables de turismo y hostelería. El artículo estaba firmado por
Fernando Alda. (El Diario de Ávila, 5 de diciembre de 1987, p. 5)
17
De ellos un 69% son visitantes nacionales, 25% extranjeros y 6% residentes en Ávila.
Estos últimos se incrementan en campañas y sucesos especiales (visitas teatralizadas, Jorna-
das de Puertas Abiertas).
«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA... 361

ficativo de «producto» que se aplica a la muralla y el énfasis en «abrirla» y


«recuperarla» (¿es que se la había perdido?). La muralla se ha convertido
desde esta perspectiva en un producto de consumo, en un escaparate, algo
que vender. El desarrollo turístico de la ciudad ha sido algo muy deseado por
los más diversos colectivos, una aspiración de los grupos políticos de cual-
quier signo y de las personas preocupadas por el futuro abulense. Y sin em-
bargo, aparte de su valor económico, hasta ahora el turismo parece haber
afectado escasamente la vida de la gran mayoría de la población que no se
beneficia directamente del mismo. La muralla se está convirtiendo en una
«puerta», (como sugiere el lema del Plan de Excelencia Turística) que abre
la ciudad a la modernidad. Pero esta nueva apertura también supone un pre-
vio cierre y tiene sus riesgos. Es demasiado reciente el cambio para poder
apreciar su impacto en la vida abulense.

Bibliografía

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27 de enero de 1988, p. 5
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para que pueda ser visitada supondría un atractivo más para los turistas El Diario
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362 MARÍA CÁTEDRA

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PPT (José Luis Serna). 1988. Alonsillo. Ávila: El Diario de Ávila.
Sin Firma.1987: Arrancadas varias piedras de las almenas de la puerta de San Vi-
cente. Gamberrada contra el Patrimonio histórico abulense. El Diario de Ávila, 6
de octubre de 1987.
IV
TAUROFILIA
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS
PAGANAS Y BÍBLICAS EN LA INTERPRETACIÓN
QUE HIZO PITT-RIVERS DE LOS RITUALES
TAURINOS

Luis Díaz G. Viana


CSIC. Madrid

¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Plutón queda el


alma y la imagen de los que mueren, pero la fuerza vital de-
saparece por completo. Toda la noche ha estado cerca de mí
el alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despi-
diendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer; y era
muy semejante a él cuando vivía.

HOMERO. La Ilíada
Canto XXIII. Versículos 103 y ss.

Semblanza de un viajero inglés amante de la tauromaquia

La imagen que más se percibía de Julian Pitt-Rivers en nuestro país era,


probablemente, la del viajero y aventurero con tintes románticos. Un este-
reotipo en el que, por su apariencia, Julian parecía encajar bastante bien:
el inglés alto de tez rosada, muy aficionado a los toros, que bebía aristo-
cráticamente manzanilla. A su afición taurina —mucho más que un hobby
366 LUIS DÍAZ G. VIANA

o pasatiempo, en realidad— me referiré luego. Lo que sí puede decirse es


que Julian resultaba «tan británico» que se pasó la mayor parte de su vida
fuera de su nación natal. Como casi todos los grandes y más auténticos in-
gleses.
Persiste todavía, entre algunos colegas, la idea equivocada de que su in-
terpretación de la tauromaquia era frívola o banal. Pero, como espero mos-
trar, incluía reflexiones profundas y una síntesis densa de sus ideas sobre la
antropología: para qué servía y de qué recursos debía valerse como discipli-
na fundamentalmente humanística; como disciplina que podía decir mucho
sobre el hombre —en general— y sobre las culturas de este país —en parti-
cular— desde la interpretación, por ejemplo, de los rituales realizados con el
toro, ese animal simbólico.
En España, muchos —fuera del ámbito antropológico— conocían a Ju-
lian por haber sido uno de los mejores amigos que Julio Caro Baroja tuvo a
lo largo de su existencia. Y, probablemente, de entre los más íntimos. Sin
embargo, Julian era un profesional reputado internacionalmente en el mun-
do de la antropología cuando Don Julio empezaba a ganar cierta fama en
nuestro país. Mas seguro que a Pitt-Rivers, antropólogo reconocido y profe-
sor en las universidades más importantes del mundo, no le ofendía —sino
todo lo contrario— que algunos le siguieran identificando por su amistad de
tantos años con su colega español.
Pues Julian Pitt-Rivers hizo de la amistad, que es una de las formas más
específicas de lo humano, un valor fundamental en su vida. ¿Qué hay más
cultural que la amistad? Él fue una de las pocas personas que he conocido
que sabía devolver a la amistad su carácter de antiguo arte, conversación y
descubrimiento. De aprendizaje mutuo.
Con Julio Caro coincidía en una visión clasicista de la amistad, de la ci-
ceroniana amicitia, y de muchas otras cosas; en ser más paganos antiguos
que cristianos modernos. También en haber tenido que vivir una vida proba-
blemente muy distinta de aquella para la que, de alguna manera, habían sido
«programados» o que hubiera sido la más esperable en ellos dados sus ante-
cedentes. Ni Julio ni Julian obtuvieron, en su momento, las plazas acadé-
micas que les hubieran correspondido por méritos y preparación. Los dos
llevaron existencias algo marginales respecto a la Academia en amplios pe-
riodos de su existencia: ni Caro fue catedrático en su momento ni Julian pro-
fesor en Oxford. Sin embargo, nunca dejaron de ser profundamente «acadé-
micos» en sus trabajos.
Venía Julian, desde que hiciera su trabajo de campo en 1949, periódi-
camente a España y, en los últimos tiempos, casi siempre se quedaba al-
gunos días en tierras de Castilla. En este mismo refugio campestre desde
el que ahora escribo. Era un entusiasta observador de la fiesta del «Toro
de la Vega» en Tordesillas, así como de la costumbre del «espante» que
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 367

aún se practica en ciertos pueblos castellanos. No obstante, su presencia


por estos pagos pasaba casi desapercibida —lo que estoy seguro no la-
mentaba—.
Tuve el honor de editar un trabajo suyo sobre este asunto del «Toro de la
Vega» en una obra colectiva coordinada por mí, Etnología y folklore en Cas-
tilla y León (Díaz 1984). Y allí decía Julian que, en Tordesillas, el mensaje
—o «contra-rito»— que él creía ver en la corrida de toros «se anuncia de
manera más clara y más dramática que en el coso» (Pitt-Rivers 1986: 105).
El proyecto de Julian, del que —a menudo— hablaba en sus últimos años,
de hacer una película sobre la tauromaquia que recogiera —para un público
más extenso— su interpretación de estas fiestas no pudo llegar a realizarse.

Rituales en torno al toro: el sacrificio de un mito

Cuando corrían por Castilla los toros de agosto murió en Francia Julian
Pitt-Rivers, que mucho escribió sobre los festejos que tenían a este animal
como centro y a los que él amó tanto. El propio Pitt-Rivers había explicado
que «el toro bravo, cuyo cometido es simbolizar la naturaleza salvaje, es un
animal doméstico que sólo consigue cumplir correctamente su papel en la
corrida moderna después de haber sido sometido a una selección tan riguro-
sa y larga como la de un caballo de pura sangre» (Pitt-Rivers 1984: 28). Esta
selección consiste en elegir a aquellos ejemplares más agresivos, algo así
como los psicópatas de la manada, para que el toro se convierta en el mons-
truo mítico que, según Pitt-Rivers, ha de ser en la arena.
La teoría, ya bien conocida, del antropólogo inglés, sobre «el sacrificio
del toro» presupone que el toro bravo resulta de una creación cultural del
hombre, ya que sólo en unas condiciones determinadas este animal, previa-
mente manipulado por selección genética, llega a resultar peligroso: «la cul-
tura humana es la que ha fabricado la apariencia que (el toro) presenta al en-
trar en el ruedo, la del enemigo de toda la humanidad» (Pitt-Rivers 1984:
29), o —puede añadirse— de la «civilización», al menos.
Se trataría de un caso en cierto modo inverso al del perro que, procedien-
do del lobo, siempre salvaje en libertad, ha sido domesticado por los huma-
nos mediante un proceso de selección que ha producido las razas de masco-
tas que conocemos y sirven a los distintos usos que esperamos de ellas:
guarda, defensa, caza, ayuda, etc...
Pitt-Rivers conceptúa a los rituales hispánicos en torno al toro como una
concreción del mito del Minotauro, del dragón, del ser fabuloso que habría
encarnado la fuerza ciega de la naturaleza. Esa naturaleza de la que el hom-
bre se alejó más y más. «El toro, —dice Pitt Rivers— aparece como el he-
redero del dragón (...) que, para permanecer alejado de las murallas de la
368 LUIS DÍAZ G. VIANA

ciudad, exigía la ofrenda diaria de una bella joven o doncella hasta que el hé-
roe se enfrentó con él para liberar a la población» (Pitt-Rivers 1984: 28). El
Minotauro, al que luego recordaremos, habría hecho lo mismo. Y, de acuer-
do con esta visión, los viejos debates antropológicos sobre qué fue lo pri-
mero, si el mito o el rito, tendrían en el caso del toreo una solución contra-
ria a la que muchas veces se ha supuesto y defendido: el mito no hablaría a
posteriori del rito, sino que éste sería la cabal plasmación de aquél. Cómo ha
matizado G. S. Kirk, «es indudable el caso de que muchos mitos, tal vez es-
pecialmente en el Oriente Próximo, estaban asociados a rituales, y que mu-
chos de ellos podían haber sido creados para explicar hechos o actos cuyo
fin ya no quedaba claro. Con todo, es a menudo difícil deducir, sólo por la
forma del mito y el ritual, cuál de ellos apareció primero, por lo que es ne-
cesario proceder con precaución» (Kirk 1973: 26).
De paso, Pitt-Rivers desautoriza —en su aproximación al mito-rito del
toro— ciertas interpretaciones sobre los orígenes de la tauromaquia: aquéllas
que suponían «la necesidad de los primeros habitantes de la Península y sus
rebaños de defenderse contra las agresiones de los toros salvajes» (Pitt-Ri-
vers 1984: 27) como punto de partida prehistórico del rito. Y Julian Pitt-Ri-
vers se permite ironizar acerca de tales teorías, pues «en realidad, los bovi-
nos en el campo son apacibles herbívoros que no buscan pelea con nadie, y
que sólo atacan cuando tienen miedo», por lo que el toro debió de ser, en su
opinión, durante el Paleolítico «un animal de caza», una presa fácil, podría-
mos decir, «más que un antagonista» (Pitt-Rivers 1984: 27). Y, además, el
interés y casi fascinación de los hombres por la función reproductora del
toro y sus atributos sexuales habría venido después, cuando el animal ya ha-
bía sido domesticado. Es entonces cuando cobraría todo su valor simbólico,
«convirtiéndose en emblema de la virilidad agresiva» (Pitt-Rivers 1984: 28).
En suma, los orígenes de la tauromaquia habrá que buscarlos, para Pitt-
Rivers, no «en las contingencias prácticas de una prehistoria imaginaria»,
sino en los viejos mitos, en la mitología antigua (Pitt-Rivers 1984: 28). Es
esa mitología la que ha hecho que los hombres buscaran en el toro los ras-
gos del Minotauro, del dragón; unas características que sólo en apariencia
posee, pues «se le imagina permanentemente feroz y, sin embargo, se le pue-
de acostumbrar a comer en la mano del mayoral» (Pitt-Rivers 1984: 29). El
toro no es ningún monstruo, pero debe parecerlo. Y se le ha de tomar por tal,
cuando —en realidad— «suelto por el campo es —como expone el antropó-
logo— un tranquilo rumiante» (Pitt-Rivers 1984: 29). La lidia del morlaco
iría también encaminada a ofrecérnoslo con ese carácter que le identifica con
la naturaleza en estado salvaje. Un carácter que el toro, en sí, no tiene, aun-
que reconstruido como «bravo» por sus criadores y en circunstancias de aco-
so pueda —y deba— reaccionar violentamente. El toro sería, así, la víctima
de un mito.
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 369

Habla también Pitt-Rivers de cómo para Edward B. Tylor —al que consi-
dera fundador de la disciplina antropológica— «el ritual constituía una ma-
gia encaminada a alcanzar fines prácticos o a obtener de los dioses las venta-
jas que, se suponía, eran capaces de distribuir entre sus fieles» y de que Tylor
«pensaba que, con la evolución de la humanidad, el ritual habría de ser re-
emplazado por la moralidad, basada no en la magia, sino en la razón» (Pitt-
Rivers 1984: 29). Para Pitt-Rivers, el evolucionismo (cultural) «como toda
buena teoría antropológica no ha resistido la oposición del tiempo», pero la
«oposición entre el ritual y la racionalidad ha sobrevivido en la cultura occi-
dental» (Pitt-Rivers 1984: 31). Oposición que Pitt-Rivers desmiente pues,
aunque «la sociedad moderna no quiere oír ni hablar de ritos», éstos se perpe-
túan «bajo pretextos pseudocientíficos, pseudohigiénicos o supuestamente
prácticos», dotando de un sentido más profundo —y distinto del que es ge-
neralmente aceptado— a nuestros actos (Pitt-Rivers 1984: 31). A veces aun a
los más cotidianos y, así, declara en otro lugar Pitt-Rivers que «la civilización
moderna contiene tantos ritos como cualquier sociedad primitiva, pero no los
reconocemos como tales por falta de una teoría que explique lo que significa
un rito y cómo lo significa» (Pitt-Rivers 1986: 98). Para él —en un intento de
interpretar el rito más allá de las opiniones de los historiadores, de la exége-
sis o lo que puedan explicar quienes lo practican— «un rito significa sin de-
cir nada, es decir, por sus acciones y no por sus palabras, por lo que se vive
y no por lo que se concibe» (Pitt-Rivers 1986: 98). A su parecer, «el ritual es
un lenguaje de acciones más que de palabras, pero que utiliza las palabras
como acciones» y, por esto, «posee una lógica que la lógica no reconoce en
absoluto» (Pitt-Rivers 1984: 31). ¿Cuál sería esa lógica?: la lógica terrible de
que —por ejemplo— «para adquirir la virtud de algo o de alguien es precisa
su destrucción; inversamente, para defenderse contra algo o contra alguien
hay que imitarlo o asociarse a él» (Pitt-Rivers 1984: 42).
Además, si la muerte ritual del toro bravo es un «sacrificio» como Pitt-
Rivers propone y, antropológicamente, todo sacrificio constituye —de algu-
na manera— un acto religioso, cabe preguntarse —con el antropólogo in-
glés— qué religión es ésta y qué es lo que se intercambia con la fuerzas
divinas (o qué se espera de ellas) en este sacrificio en concreto (Pitt-Rivers
1984: 29).

Mitos clásicos y bíblicos como clave interpretativa


para el sacrificio del toro

Por un lado, Pitt-Rivers se vale del análisis de los rituales acerca del toro
para reflexionar —según hemos visto— sobre temas ya muy debatidos y que
podríamos considerar como «clásicos» en la teoría antropológica: la relación
370 LUIS DÍAZ G. VIANA

entre mito y rito, así como la dependencia o no del uno respecto al otro; la
conexión de la cultura con lo biológico en territorios siempre difusos que la
creación cultural del «toro bravo» —mediante selección controlada— pone
de manifiesto ejemplarmente; o la pervivencia del rito y su lenguaje simbó-
lico en el mundo actual.
Pero, por otro lado, Pitt-Rivers analiza el «sacrificio del toro» sirviéndo-
se de referencias de la antigüedad clásica o de los textos bíblicos, enlazando
—de este modo— con una vieja tradición de la antropología británica, la
que —según declararía el propio Pitt-Rivers en más de una ocasión— se ha-
llaba en los propios orígenes de la disciplina.
Explica, por ejemplo, en un tardío trabajo suyo editado en catalán sobre
«Les cultures del Mediterrani», que los fundadores de la antropología «fue-
ron, en su gran mayoría, estudiosos de los clásicos (y de la Biblia) es decir,
del Mediterráneo» (Pitt-Rivers 2000: 8). Con lo que justificaba también cier-
ta «ortodoxia» histórica de los que como él habían abogado por hacer una
antropología mediterránea. Su tarea, así, no sería una desviación de la tra-
yectoria de la disciplina, sino una vuelta a los inicios: a la pertinencia de la
comparación con la mitología y el mundo greco-latinos.
«El toro —afirma Pitt-Rivers— da su vida para que los hombres puedan
recuperar las fuerzas de la naturaleza que han perdido en su condición de ci-
vilizados» (Pitt-Rivers 1984: 39). Una manera bastante evidente de interpre-
tar el «sacrificio del toro» en clave pagana. Pues el paganismo —aún vigen-
te de alguna forma bajo las manifestaciones populares del cristianismo
católico— constituiría la vieja creencia (si no religión) que se halla en la mis-
ma raíz de estos ritos: «Podemos hallar las raíces —comenta Piit-Rivers
hablando de la seducción del macho por la hembra en relación con “el sacri-
ficio del toro”— tan lejos como en los comienzos de la civilización medite-
rránea en la historia de Circe, que transformó a los compañeros de Ulises en
cerdos, y hasta en la de Adán, ese patán que le endosó la manzana a Eva para
poder echarle luego la culpa de hacernos perder el paraíso» (Pitt-Rivers 1984:
44). La tauromaquia, seguirá diciendo, «ha sido acusada tanto de ser una su-
pervivencia pagana, romana o mora, como de ser contraria a la religión»
(Pitt-Rivers 1984: 45). Y el torero, el «matador», es —pues— el sumo sacer-
dote de un mito clásico que se torna ritual pagano-cristiano, como hasta el
propio nombre de «matador» denota: «La ambigüedad sexual del matador
está, como veremos, vinculada a su función de sacrificador; el verbo latino
“mactare”, de donde viene la palabra “matador”, quería decir, en origen, “in-
molar”. En el coso, recupera su sentido de origen» (Pitt-Rivers 1984: 34).
Este ambiguo oficiante atraviesa por varias e importantes metamorfosis du-
rante la corrida, de sacerdote a travestí y de éste a animal: «Así, el valor sim-
bólico del torero sufre dos transformaciones: primero, sacerdote-sacrificador
con su capote de casulla-paseo; luego, hermosa mujer en la primera suerte; al
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 371

final, termina siendo sobresaliente varón, hombre transformado en toro. En


cuanto a éste, recorre un trayecto simétrico e inverso. Al entrar en el ruedo es
un monstruo todopoderoso, expresión de la agresividad del macho y símbo-
lo, desde el Neolítico en el Mediterráneo, de la fecundidad» (Pitt-Rivers
1984: 36). Porque «presentado (el toro) en el tercio de varas en todo su es-
plendor natural, el toro se separa luego del mundo de la naturaleza, dañado,
marcado y decorado como ofrenda» (Pitt-Rivers 1984: 38).
En todos los rituales que tienen al toro como centro hay algo de sombrío y
fatal, ya que «los mismos pasos que le preparan físicamente para la muerte, le
conducen al papel de la víctima propiciatoria, destinada, por su asociación con
el hombre y por su consagración, a llevar con él, al reino de la muerte, todas
las insuficiencias, miedos, debilidades, cobardías...» (Pitt-Rivers 1984: 38).
Torero y toro fundidos nos redimirían para la naturaleza, como la muerte
del cordero nos redimió —supuestamente— para la vida sobrenatural. Actúa
el torero como un héroe de los antiguos, «pero el héroe siempre es un viola-
dor de tabúes». Y —continúa Pitt-Rivers— «precisamente en eso coincide con
las divinidades que, por su parte, los ignoran por completo». Pues «al término
de la corrida, el héroe se halla dispuesto a cometer el acto contra natura, cuya
mera idea espanta al resto de los hombres». Así que «de este modo, da mues-
tras de su valentía superior, no sólo ante las astas, sino también ante el peligro
sobrenatural» (Pitt-Rivers 1984: 39). El toro que ha sido convertido en sím-
bolo de la naturaleza indomada por el hombre termina siendo «humano» —de
alguna forma—, y el hombre retorna a animal al transmutarse en él, con lo que
se cierra el círculo de la paradojas: «A través del torero heroico, que recibe por
cuenta del público las cualidades de que ha privado al toro, los hombres par-
ticipan en la regeneración de sus fuerzas naturales y no salen de la plaza como
del estadio después de un partido de fútbol, sino como se sale de una catedral
después de la misa, silenciosos o hablando en susurro, redimidos. La conexión
con la naturaleza se ha renovado» (Pitt-Rivers 1984: 40).
Ello tendría, para Pitt-Rivers «efectos» en los dos sexos: «La violación
simbólica del tabú vuelve a ambos sexos sus derechos naturales: libera-
dos de las trabas culturales con el acto del héroe tránsfuga, que se alía a
la Naturaleza, los hombres vuelven a ser verdaderos hombres, y al no te-
ner ya miedo de las mujeres, éstas se transforman en auténticas hembras,
capaces por fin de firmar la paz en la guerra de los sexos» (Pitt-Rivers
1984: 40). Ya que, según el antropólogo, que vuelve a recurrir a las re-
ferencias clásicas —como el mito de Narciso— para expresar la atracción
del hombre hacia la mujer, «las mujeres atraen y repelen al mismo tiem-
po a los hombres. Les atraen porque únicamente ellas son puras, rebosan-
tes de gracia y bondad, les atraen como un desafío, o como el espejo atrae
a Narciso; pero también son fuente de satisfacción erótica y polución»
(Pitt-Rivers 1984: 43).
372 LUIS DÍAZ G. VIANA

Y es que, como en la narración de Narciso —enamorado de su propio re-


flejo—, el ritual del toro funciona como un juego de espejos: «He aquí el
sentido del rito: a través de la representación de un intercambio de sexo en-
tre el torero y el toro y la inmolación de este último, que transmite su capa-
cidad de engendrar al vencedor, se efectúa un trasvase entre la Humanidad
y la Naturaleza: los hombres sacrifican el toro y reciben a cambio la capaci-
dad sexual de aquél» (Pitt-Rivers 1984: 39).
Los otros hombres que participan en la corrida, además de secundarios,
resultan enojosos —a menudo— para el «respetable público»: «Figura in-
fame, el picador suscita la ira del público. Se le cubre de injurias (...) por
haber malogrado a la bestia más hermosa, más noble y más valiente del
mundo. Los papeles se invierten; el hombre es un animal, el animal es hu-
mano» (Pitt-Rivers 1984: 37).
El propio mito del Minotauro anunciaba ya el carácter doble del ritual:
«Minotauro, ese monstruo medio hombre y medio toro (...) crecía de día en
día» y —no lo olvidemos— era «fruto del amor insensato de Pasifae»; el
Minotauro es un ser «contra natura» al que el rey Minos encerró en un labe-
rinto construido por Dédalo «para ocultar a los ojos del público una cosa que
llenaba de infamia a él y a su mujer» (Las metamorfosis de Publio Ovidio
Jasón, Libro VIII, II Argumento). El Minotauro es representado —habitual-
mente— en la cerámica griega como un hombre con la cabeza de toro, y el
mismo Minos procedía de la unión de Zeus, que había tomado la forma de
este animal, en su relación con Europa.
Hay, por último, en la interpretación que Julian Pitt-Rivers hace del ritual
una cierta complementariedad de lo pagano y lo bíblico: cordero y toro: «El
sacrificio del toro debe su significación profunda a su oposición al sacrificio
del Cordero. Los dos son complementarios y deben de considerarse dentro
de la misma totalidad. Fuera del campo de la teología formal, esta oposición
contesta a un dilema profundo de la civilización cristiana mediterránea, di-
lema entre el valor sagrado del renuncio a la sexualidad y el valor profano
de la virilidad, que encuentra su solución en España bajo la forma del culto
del toro» (Pitt-Rivers 1986: 99).
El mito se hizo toro y su muerte nos devuelve a los mitos originarios del
hombre en el Mediterráneo: su dilema no resuelto, sino acentuado con el
tiempo y la llegada del cristianismo, entre naturaleza y civilización.

Posible significado de la «antropología del Mediterráneo»


en la historia de la disciplina: los retos actuales

Pitt-Rivers se vio en la situación —más de una vez— de tener que expli-


car lo que, en su opinión, quería decir la etiqueta de «Antropología de Me-
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 373

diterráneo» bajo la que se le había colocado: «Oxford —y el departamento


de antropología de esta universidad que él se encontró— estaba destinado a
convertirse en la cuna de la antropología mediterránea, tanto por razones
prácticas como por la tendencia teórica inspirada por Evans-Pritchard, quien
insistía en la necesidad de encuadrar la sociedad estudiada en una perspecti-
va histórica y en estudiar la historia donde quiera que haya sido registrada»
(Pitt-Rivers 1989: 239). Y fue, en efecto, Julian uno de los alumnos de
Evans-Pritchard que decidió realizar su trabajo de campo en un país medite-
rráneo; de hecho, el suyo constituyó el primer intento de aplicar los métodos
de la escuela de antropología social británica al estudio de una población eu-
ropea. Lo que le convirtió en un antropólogo influyente, un «clásico» al que
había que referirse cuando se trataba de hablar de la «Antropología del Me-
diterráneo».
Tal modo de hacer antropología, mejor recibido en USA que en el Reino
Unido, donde —como todas las innovaciones— fue visto por algunos como
una «herejía» —según recordaría Julian años después (Pitt-Rivers 1989:
238)— arremetió contra la tendencia al exotismo que había caracterizado a
buena parte de los practicantes de la etnografía hasta entonces, ya realizaran
sus trabajos sobre pretendidos «salvajes de fuera» o «salvajes de adentro»; y
cuestionó tanto el «salvamentismo etnográfico» como el concepto impuesto
por cierto «funcionalismo», que había relegado a un segundo plano en el es-
tudio cultural al interés por los procesos históricos o a los orígenes de las ins-
tituciones. La antropología radicaría, a partir de ahora, más en el método que
en el objeto de estudio elegido, y —por encima de ambos— en el marco con-
ceptual. Así, las culturas de cualquier sociedad, no sólo las consideradas has-
ta ese momento como «primitivas» y/o «campesinas» empezaban a resultar
—sin excepción— dignas de ser estudiadas antropológicamente.
Y puede decirse que se ha producido, desde tal instante, una ampliación
progresiva de los aspectos que parecían estudiables en una perspectiva an-
tropológica. De los lugares exóticos, donde vivían comunidades pretendida-
mente «primitivas», se pasó a la antropología del Mediterráneo. Y del estu-
dio de esas comunidades a las campesinas. De los antropólogos que hacían
su trabajo de campo en Melanesia o África a los que elegían su comunidad,
«su pueblo», en algún país de la Europa mediterránea. Pero como ha recor-
dado Julian Pitt-Rivers este cambio no era tan novedoso (Pitt-Rivers 2000:
8). Los fundadores de la disciplina habían tenido, efectivamente, en su ma-
yoría una formación previa en estudios clásicos o bíblicos; venían de la eru-
dición en el mundo clásico, que es como decir del conocimiento de la anti-
güedad mediterránea con Roma o lo judeo-cristiano en el centro del espectro.
De ahí se pasaría a estudiar a los primitivos contemporáneos —en base a
la analogía que se establecería entre ellos y los primeros hombres (Pitt-Ri-
vers 2000: 8-9)—, como eslabones perdidos que explicaban o ayudaban a
374 LUIS DÍAZ G. VIANA

comprender los comienzos y el devenir de la humanidad. No hay que olvi-


dar tampoco, en este sentido, la América del Norte o del Sur como otros es-
pacios privilegiados de encuentro con lo «primitivo», casi siempre en re-
ferencia a fuentes también bíblicas o clásicas ya desde la obra de los
tempranos cronistas de Indias.
Andando el tiempo, la antropología denominada «urbana» constituiría en
este itinerario cambiante otro paso más. Pero no el último. El desafío
siguiente es, probablemente, el del estudio de una aldea más que «global»
—como predijeron algunos—, «fantasma» o elusiva (Díaz 2003: 29-46), el
de unas comunidades en cierto modo invisibles por lo difícil de su localiza-
ción sobre un territorio concreto. Este próximo paso está consistiendo, así,
en abordar el conocimiento de las nuevas comunidades traslocalizadas o
deslocalizadas, del fenómeno de la «desterritorialización» en suma, pero
también de los grupos que, en virtud de alguna afinidad específica, se co-
munican —no obstante— por medio de Internet u otros vehículos tele-elec-
trónicos. Incluso un pueblo pequeño, una comunidad considerada como et-
nográficamente «clásica» o, si se prefiere, etnográficamente típica, encierra
—hoy— casi tanta variedad de «registros» (en un sentido no sólo lingüísti-
co sino también cultural) como cualquiera de nuestras grandes ciudades a
causa de la globalización que en ella ya se ha producido.
El riesgo en arrostrar estos desafíos sigue siendo muy parecido, si no
prácticamente el mismo, que Pitt-Rivers ya indicó para la «Antropología del
Mediterráneo»: el de que «aquellos que se determinen a realizar estudios en
Europa podrían permanecer tras las rejas de los prejuicios de su propia so-
ciedad (y de sus estatus dentro de ella), de la misma manera que lo estuvie-
ron los folkloristas de tiempos pasados» (Pitt-Rivers 1989: 240).

Los rituales taurinos y el debate ético sobre la cultura

El «culto al toro», de cuyo estudio e interpretación Pitt-Rivers se ocupó


con especial ahínco —como acabamos de ver— no era ni es asunto baladí,
de interés sólo pintoresco o folklórico. Su vigencia e incluso reciente auge,
tanto en la variante más sofisticada o elaborada de la «corrida», como en las
muchas manifestaciones populares que giran en torno al toro, ponen bien de
manifiesto el enraizamiento de ese culto en nuestra cultura. Tal continuidad,
así como la íntima ligazón de las fiestas taurinas con lo hispano deben de
querer decir algo, mostrar aspectos importantes de las gentes que los siguen
manteniendo con semejante fidelidad. Pues quizá —como ya apuntaron ilus-
tres autores al interesarse por este tema— este país llamado España pueda
—incluso— explicarse (o, al menos, contarse) a través de la propia historia
de la tauromaquia. Nos guste o no.
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 375

Pero el debate también crece. Especialmente en lo que se refiere al mal-


trato evidente de los animales en rituales como el de «El toro de la Vega» en
Tordesillas. Maltrato que —hay que decirlo— no es mayor ni más cruel que
el sufrido por los toros en la lidia bien regulada de la «corrida». La mutila-
ción del toro muerto es similar en uno y otra, por más que varíe el tipo de
apéndices arrancados. Sin duda que el hecho de que —en el caso de Torde-
sillas— se corten y exhiban posteriormente los testículos del toro añade apa-
riencia de «salvajismo» al rito. Para Pitt-Rivers, ello confirmaba y hacía más
explicito el significado —por él propuesto— de transferencia de virilidad
del toro al hombre en los rituales táuricos.
Lo más terrible e impresionante quizá no sea, sin embargo, el órgano del
animal que —en concreto— se extirpe una vez fallecido éste, sino otra rea-
lidad que Pitt-Rivers apuntó certeramente: los toros bravos son un invento
humano, algo que los hombres han creado y criado pacientemente para su
destrucción. El toro como plasmación de un mito, el de la naturaleza no do-
mesticada, es genéticamente construido y minuciosamente cuidado para que
muera a manos del hombre. «El toro de la Vega», perseguido —hoy— no
sólo por lanceros a caballo, sino por gente en «todo-terrenos» y tractores
ejemplifica visualmente el acoso que la naturaleza sufre por parte del hom-
bre y sus inventos mecánicos: la vieja y nueva destrucción a la cual el hom-
bre somete sus propios mitos.
La arraigada convicción occidental de que el ritual se opone a lo civiliza-
do, presente —según Pitt-Rivers señalaba— tanto en la teoría evolucionista
de Tylor como anteriormente lo estuvo en algunos ilustrados, cobra especial
visibilidad en las cruentas fiestas de toros. Pero la medida de la prohibición
«desde arriba», que algunos —con poco éxito— siguen propugnando, quizá
no sea lo más adecuado ni, como se ve, lo más eficaz.
Entre otras cosas, porque llevaría a una serie de distinciones muy comple-
jas sobre la crueldad de unos y otros rituales: si se mata al toro con espada o
picas, si la fiesta es o no aceptable por razones de antigüedad o «tradiciona-
lidad» siempre discutible. ¿Es más «cultural» el maltrato y sacrificio de un
toro según el tiempo durante el que se venga haciendo o porque pueda ser o
no etiquetado como tradición? Que un acto violento se ejecute según lo que
algunos entienden como «tradicional» no le torna más legítimo o menos
cruel. Sin embargo, desde un punto de vista antropológico, un ritual como
éste, por inaceptable que resulte a nuestros ojos pretendidamente civilizados
es, sí, como argumentan sus defensores, un hecho cultural e incluso —¿por
qué no reconocerlo?— «artístico». Y ya hemos visto hasta qué punto, puesto
que el toro bravo y todos los ritos que tienen lugar en torno a él son, inequí-
vocamente, creaciones culturales. Lo que no significa que sean necesaria-
mente algo «bueno» desde una perspectiva ética. La cultura, toda cultura, no
es intrínsecamente ni buena ni mala. Y lo que sí puedo decirse es que, anali-
376 LUIS DÍAZ G. VIANA

zados éticamente, los rituales taurinos probablemente deberían desaparecer


del mundo más ideal o deseable: nos acostumbran a la agresividad contra
quien —en realidad— resulta más débil que nosotros y ayudan a que —des-
de niños— nos familiaricemos con el maltrato a los animales y la mitifica-
ción o consagración de un determinado tipo de masculinidad. No es, segura-
mente, una casualidad que, en la mayoría de los debates televisivos que he
observado sobre la necesidad o no de prohibir la tauromaquia en nuestro país,
los partidarios de ella acaben aludiendo a la dudosa virilidad de los detracto-
res de la fiesta, los representantes de las sociedades protectoras de animales,
casi siempre —dicho sea de paso— encarnadas por individuos tan energú-
menos y fanáticos como quienes defienden —a capa y espada— lo contrario.
Lo que parece indudable es que, como Pitt-Rivers suponía, ese «culto al
toro» del que él hablaba posee gran trascendencia para la comprensión de las
sociedades hispanas y una innegable relevancia en el transcurrir histórico de
las culturas mediterráneas, fueran cuales fueran los orígenes —siempre tan
discutidos— de la tauromaquia. Arte —o como queramos llamarlo— que el
antropólogo no dudó defender —por razones antropológicamente «cultura-
les»— en todos los foros en que fue requerido para discutir sobre la conve-
niencia de su continuidad.
Según he expresado anteriormente, Julian no fue ajeno a los desafíos que la
antropología tendría en el futuro ni tampoco a su papel en los debates éticos
sobre la cultura y en la definición o desarrollo de un concepto muy querido por
él, el de «valores». No sé —por lo tanto— si, sin la visión exotista que, al fin
y al cabo, no dejaba de tener él de lo español y mediterráneo, la fiesta de los
toros le hubiera parecido tan defendible. Como escribió en su epílogo de 1988
a la nueva traducción al español de su libro sobre Grazalema, «las tribus e is-
las de coral han dejado de estar tan aisladas, pero los antropólogos sí se po-
drían ver aislados si fracasaran en adaptar sus métodos, pues se verían conde-
nados a estudiar sólo el pasado» (Pitt-Rivers 1989: 242-243).
En este sentido, conviene reflexionar sobre la incidencia que el manteni-
miento de ciertos rituales puede tener sobre la confirmación y continuidad
de determinados valores en el futuro, ya que —como el propio Julian escri-
bió— «mitos y rituales no han de ser minusvalorados como inefectivos, “ha-
cen” más que muchas actividades supuestamente prácticas» (Pitt-Rivers
1989: 252). No son inofensivos. Y, más allá de reflejar una sociedad, contri-
buyen a conformar sus valores.

A modo de elegía final

Los antropólogos ya apenas estudiamos «Grazalemas» —el pueblo que


escogió Pitt-Rivers para su trabajo de campo—, entre otras cosas porque se-
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 377

ría difícil, si no casi imposible en los tiempos actuales, encontrar comunida-


des con esas características. Los que fuimos amigos de Julian nos estamos
haciendo viejos y él ya es historia. Una obra y una figura de referencia, ne-
cesaria en ese decurso de la antropología a través del último siglo que —algo
apresuradamente— he intentado resumir.
Pero, junto a la imagen más exterior —o estereotipo de viajero inglés—
que Julian podía tener (y a la que me he referido al principio), junto al Ju-
lian antropólogo y el significado de su trabajo en un periodo determinado de
la historia de la antropología, al que después he aludido, quiero ahora hablar,
para concluir este mi modesto homenaje, del Julian ser humano y amigo.
Deseo, así, enclavar el presente trabajo en un género también «clásico» que
sé que a Julian le hubiera agradado, el de la elegía, el de la oración fúnebre,
el del viejo panegírico latino.
Julian Pitt-Rivers era una «leyenda viva», pues muchas de sus andanzas
en nuestro país resultaban —en cierto modo— legendarias y, además, él
mismo se había ido convirtiendo en un archivo viviente de anécdotas sobre
la gente que conoció. Anécdotas que acostumbraba a contar con especial
gracia y en el momento adecuado, ya que nunca se hubiera perdonado per-
judicar en algo el honor de sus amigos, arrastrando la vergüenza consi-
guiente.
Se adaptaba Julian a todas las situaciones, porque poseía esa rara elegan-
cia de quien se mueve con naturalidad en cualquier medio, y la verdadera
grandeza, que muy pocas personas tienen, de dar trato de igualdad a todo el
mundo. Jamás lo vi comportarse con nadie como si fuera inferior o superior
a él mismo. Y quizá por ello le gustaba bromear sobre su propio «estatus»
profesoral y contaba, a menudo, aquello de que había empezado su carrera
siendo tutor de un rey, por lo que —desde entonces— no había hecho sino
descender en su trayectoria. Por saber ser «igual» y «amigo» (sin igualdad
no hay amistad posible), creo que lo admiré siempre tanto.
Nunca olvidaré la primera vez que lo vi: asumiendo con estoico dandis-
mo su papel de «guiri» de cocerse bajo el sol en una típica terraza española
de la plaza mayor de Valladolid durante una tarde de agosto...Y menos olvi-
daré la última: tras haber dado una magistral conferencia en la Residencia de
Estudiantes madrileña —inaugurando el curso que organizamos desde el
Departamento de Antropología del CSIC en honor de su amigo, Julio Caro
Baroja, que había muerto ese mismo año— viajamos juntos a Salamanca. Y
allí, después de pasar unos excelentes días juntos —era por el mes de abril—,
impartiendo un curso de Doctorado en esa Universidad y hospedándonos en
la Residencia-Palacio de Los Fonseca, nos tuvimos —finalmente— que se-
parar. El tiempo había cambiado bruscamente. Partió una mañana de niebla
y repentina agua-nieve para Andalucía, perseguido ya de muy cerca por el
implacable fantasma de la desmemoria.
Julian Pitt-Rivers en la Residencia de Estudiantes con Luis Díaz G. Viana
y Carmen Ortiz. Año 1996.
...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS... 379

Y yo no lo volvería a ver más. Ni tornaríamos a acercarnos juntos a Tor-


desillas para presenciar el «desenjaule» del «Toro de la Vega» al comenzar
el otoño. Pero los que conocimos a Julian y nos honramos siendo sus ami-
gos jamás lo olvidaremos. Y como es deber de amigo cultivar el recuerdo de
aquellos a quienes se quiso, he querido traer —también— aquí, hasta mi pre-
sente, a su memoria, a su fantasma, mientras escribía estas páginas, desde el
atroz olvido que a todos nos acecha.
He procurado recuperar para mí su imagen y su obra de la fría morada de
Plutón.
Viana de Cega, 14 de septiembre de 2003

Bibliografía

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talunya 16: 8-23.
LO PROFANO Y LO SAGRADO
EN LA TAUROMAQUIA

Patricia Martínez de Vicente

El Sacrificio es un medio para que el profano


pueda comunicarse con lo sagrado
a través de una víctima

H. HUBERT Y M. MAUSS

El vínculo entre religión y toreo

Siempre han existido controversias sobre la relación entre la iglesia cató-


lica y el mundo taurino, desde mucho antes ya del siglo XVIII, cuando las
nobles lidias ecuestres de los Habsburgo se transforman en las populares co-
rridas de toros borbónicas modernas. Tras unos curiosos titubeos costum-
bristas que se prolongan aproximadamente cincuenta años, el arraigado jue-
go, característicamente español de enfrentarse a los toros, logra asentarse
definitivamente en forma de «Corrida de Toros». A pesar de las infinitas
oposiciones sociales y religiosas, particularmente abanderada por los pro-
gresistas Ilustrados, hacia 1750.
A partir de entonces, destacan publicaciones como las de Francisco R. de
Uhagón, La Iglesia y los Toros, en 1888, la del Conde de las Navas, 1899,
382 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

con El Espectáculo más Nacional, la del marqués de San Juan de Piedras Al-
bas, a principios del siglo XX, o la del jesuita Pereda, en 1917, estos últimos
recogidos por García Baquero, Romero de Solís y Vázquez Parladé (1985),
entre los principales documentos que resaltan el significativo apartado so-
ciológico de la relación iglesia-toreo. Una preocupación que se va intelec-
tualizando gradualmente, entre la curiosidad y el asombro popular, en un
país tradicionalmente católico y con una influyente y poderosa iglesia apa-
rentemente ajena a lo que ocurre en los cosos. Es notable señalar que la ins-
titución eclesiástica aceptase y actuase con aparente indiferencia ante la
crueldad y las muertes en el espectáculo, una situación inquietante y que se
acentúa a partir del siglo XIX.
Exceptuando la ya conocida condena del Papa Pio V, en su bula Salute
Gregis en 15671, a la que tuvo que hacer frente el propio Felipe II, alegando
que las fiestas taurinas en España no se podían abolir por ser una costumbre
arraigada desde el tiempo de los romanos, no deja de chocar especialmente
que la iglesia no pusiera más medios, o incluso interviniera más tajante, para
evitar las sanguinarias masacres y los miles de heridos y muertos por asta de
toro. Pero los prelados siempre se las han arreglado para desaparecer de la
escena en cualquier percance taurino de los que se reproducen histórica-
mente por toda la geografía, y cuya primera noticia documentada aparece ya
en el año 815, con ocasión de la apertura de las Cortes de León por D. Alon-
so el Casto II: «Mientras que duraron aquellas cortes, lidiaban de cada día
toros» (Conde de las Navas 1899: 42). Lo que muestra la antiquísima raíz
española de la conexión con el toro.
Pero la realidad semi-oculta es que existen innumerables controversias
históricas, provocadas más bien por las autoridades civiles y no por los dig-
natarios eclesiásticos, tan frecuentes y antiguas que se emparejan a la evo-
lución social española desde que tenemos noticias de las populares prácticas
taurinas en la baja edad media. Sin olvidarnos que a partir del siglo XVI
también se incluyen las colonias americanas como: México, Colombia,
Perú, Guatemala, Venezuela o Ecuador. Pueblos recientemente descubiertos
en los que los nativos acogieron la lidia con asombrosa facilidad. Aunque
para muchos, aún hoy, se dude de que la costumbre estuviera unida a un dis-
cutido sometimiento conquistador de los propios españoles.
Lo miremos como lo miremos, los países taurófilos de la América Latina
del tercer milenio, han aceptado y adaptado unas corridas de toros autócto-
nas idénticas a las que se celebran hoy en España. Costumbre que ha evolu-
cionado durante cientos de años al mismo compás, reproduciéndose un en-
tusiasmo semejante entre todos los seguidores, sin distinción de origen,

1
El Papa Gregorio XII publica la bula «Exponi Nobis» el 25 de agosto de 1585, según cita
del marqués de Tablantes (1917) y menciona Dominique Fournier (1989).
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 383

hasta convertirse en la común y tradicional Fiesta Brava en ambos lados del


Océano. Una indiscutible usanza netamente española, infiltrada en ciertas
culturas americanas con aparente facilidad, hasta que la hicieron propia y
complementaria a nuestra Fiesta Nacional.
A mediados de los años 1980, Julian Pitt-Rivers entra a fondo en el uni-
verso antropológico taurino español aportando una savia y una visión muy
diferentes a lo tratado hasta entonces sobre la relación entre el catolicismo y
la tauromaquia y nos muestra una visión totalmente diferente a la contem-
plada hasta entonces. Consagrada su larga trayectoria como antropólogo e
hispanista mundialmente conocido, hacia el final de su carrera, el maestro se
apoya en la teoría del sacrificio de H. Hubert y Marcel Mauss, originaria en
Robertson Smith, para basar su ya famoso Le Sacrifice du Taureau (1983) y
publicada en español como El Sacrificio del Toro (1984).
De esta forma, Pitt-Rivers nos ofrece una inesperada perspectiva cultural
taurina, hasta entonces desconocida e inimaginable, demostrando que a pe-
sar de las controversias anteriores, es la cultura católica la que favorece el
desarrollo y la práctica del toreo.
Pitt-Rivers une el concepto sacrificial al religioso, como parte de los hon-
dos sentimientos de los españoles, que se representan en imágenes (ritos) e
ideas (mitos) ante el toro. Logrando conjugar el clasicismo antropológico
del siglo XIX, de H. Hubert y Marcel Mauss, con el de William Robertson
Smith, para encontrar el eje cultural que mueve a millones de aficionados a
llenar los cosos taurinos semana tras semana, año tras año, en cualquier país
donde se pone en práctica la afición.
Al igual que en las culturas antiguas egipcias, la representación sacrificial
de la víctima amalgama y sincretiza viejas creencias que se van adaptando a
las nuevas, como ocurre, por ejemplo, en la reproducción de la resurrección
de Osiris —dios de la vegetación— personificado en los sacrificios de toros,
puercos y gacelas2, Pitt-Rivers adapta esta visión al universo taurino moder-
no y lo une al concepto del sacrificio del dios, del teólogo británico Robert-
son Smith. Una teoría que también adaptaría el propio Freud (1913:24).
De forma que al igual que la ofrenda de sacrificio de Osiris en Egipto es
esencial, en un sacrificio del dios, su representación ritual: «forzosamente ha
tenido que reproducirse muy tarde en la evolución religiosa después y por
encima de otros sistemas más antiguos»3. Así, el toreo moderno es la conse-
cuencia de una evolución de cultos religiosos previos, donde el sacrificio del
dios es una constante como parte de la estructura de la sociedad en la que se

2
H. Hubert & Marcel Mauss (1970:67).
3
Idem, pag 70. Este artículo se escribió en 1906. En él, los autores citan varias veces la
influencia de las teorías sobre el sacrificio de W. R. Smith, publicadas por primera vez en
1889.
384 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

lleva a cabo. Finalmente, Hubert y Mauss consideran que «todo lo que con-
curre al sacrificio está investido de una misma cualidad, la de ser sagrado:
de la noción de sagrado proceden, sin excepción, todas las representaciones
y todas las prácticas del sacrificio, con los sentimientos que las originan. El
sacrificio es un medio para que el profano pueda comunicarse con lo sa-
grado a través de una víctima» (cursivas en el original).
Que añadido a la teoría de R. Smith, en la que toda religión está basada
en la unión entre los miembros de la comunidad y sus dioses (1889:29-30)4
y por lo tanto es parte de la misma sociedad, cuyo principal fin religioso no
es el de salvar el alma exclusivamente, sino la de preservar la sociedad
(1889:29), Pitt-Rivers encuentra la razón para destacar además, al igual que
R. Smith, que las divinidades primitivas fueron femeninas y sitúa a la diosa-
madre, como una parte inherente de la sociedad.
Tan significativa ha sido la aplicación de éstas clásicas teorías al análisis
taurino de Julian Pitt-Rivers que llegó a convertirse, apenas diez años des-
pués de publicado en francés y español, (curiosamente nunca en inglés), en
uno de los más importantes valedores del derecho de los españoles a de-
fender esas señas de identidad expresadas en la Fiesta Nacional, hasta llegar
incluso ante el Parlamento Europeo de Estrasburgo (Pitt-Rivers 1993).
En este otro importante documento antropológico, el maestro alega que es
en el coso donde se aglutinan todos los elementos que componen la estruc-
tura cultural de los españoles, catapultando atinadamente un tema tan con-
trovertido como el de las corridas de toros, de rancia tradición nacional, en
un asunto de interés cultural internacional. Pero sobre todo, explica los mo-
tivos que mueven a las masas de espectadores españoles a los tendidos, a las
barreras, o a esconder su temor, o expresar abiertamente su entusiasmo, en
los burladeros, desde San José a la Virgen del Pilar. Para Pitt-Rivers, el fer-
vor y la pasión en la iglesia y en el coso, son análogos. Por lo tanto, sería ilu-
sorio abolir la Fiesta Nacional, ya que está incrustada en lo mas íntimo de lo
español. La corrida de toros sólo desaparecerá en España, cuando desapa-
rezca la devoción mariana, con la que está directamente unida.
En su particular interpretación del significado antropológico de la corrida
de toros Pitt-Rivers, la clasifica como la inversión de dos ritos sacrificiales:
la inmolación del Cordero de Dios en el sacrificio de la misa matutina, fren-
te al rito igualmente sacrificial del toro bravo en el coso vespertino. Un ri-
tual en el recinto sagrado y su contrapartida laica en el ruedo. Ambos cele-
brados por una misma comunidad en día de guardar, o en el nombre sagrado
de una Virgen o un santo patrono, ante una misma comunidad participante

4
Harriet Lutzky (1995: 320-321). Presenta una visión psicoanalítica de la teoría del sa-
crificio de W. Robertson Smith,. También menciona la influencia de Smith en los trabajos de
Durkheim. Cosa a la que Pitt-Rivers tampoco es ajeno.
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 385

que asisten con recogimiento a la iglesia, o inversamente, con regocijo al


coso.
Durante la corrida de toros, se combinan las virtudes religiosas morales y
las humanas frente a la agresión animal y se exalta la protección católica en
dos expresiones sacrificiales paralelas y contrapuestas: la representación in-
cruenta de la muerte de Cristo durante el sacrificio de la misa, frente a la in-
molación del toro en el coso, transmitiendo un mensaje sagrado y purifica-
dor a los participantes. Las expresiones externas, a nivel inconsciente, de la
identidad interna y colectiva de los españoles desde tiempo inmemorial. Así
mismo, la corrida de toros, que comprende todos los ingredientes que com-
ponen el sacrificio, simboliza la inmolación de la víctima animal de manos
del héroe y compagina el significado sagrado y laico al alternar la fiesta lú-
dica y profana con la religiosa. (Pitt-Rivers 1984)
La misa y los toros, dos celebraciones en apariencia inconexas y hasta
contrapuestas, unen a la comunidad engalanada de feligreses-aficionados en
dos comuniones espirituales simbólicas. La que procura la redención de las
afrentas al prójimo y busca la gratificación sobrenatural en la iglesia, y la
que trata de liberarse de las ansiedades terrenales y profanas en el ruedo.
Para Pitt-Rivers: el sacrificio del toro es un intercambio de las fuerzas divi-
nas entre lo sobrenatural y la naturaleza (Pitt-Rivers 1984). La expresión ri-
tual del culto religioso, frente a su representación de la naturaleza animal,
centrada en el toro y sumida en un ambiente sacrificial y festivo.
Sacrificado y muerto el toro santificado en su fiesta, éste transmite su vi-
rilidad y fuerza procreadora a los espectadores a través del torero. Quien a
la hora de matar —la consagración del rito— se ha convertido en sacerdote
sacrificador, mágicamente transformado durante el proceso de la lidia.
Posteriormente añade que cuando el matador introduce el estoque en la cer-
viz ensangrentada —el monte de Venus femenino para Pitt-Rivers— rompe
el tabú de poseer a la mujer menstruante. Con el exorcismo de la estocada,
se libera el tabú a la sangre femenina (Pitt-Rivers 1992). Aunque infértil en
ese instante, perder el miedo a su sangre mensual es imprescindible para
perpetuar la especie humana.
Por lo tanto, aún cuando el ritual colectivo ante el toro bravo combina las
virtudes morales masculinas, sobre todo resalta algo esencial en un ritual de
fertilidad, aunque también sea religioso: las virtudes animales que todos los
seres humanos poseemos y que son necesarias para asegurar la prolongación
de la especie. Añadido a que el espectáculo ocurre bajo el manto protector
de la Virgen, de Jesucristo y de los santos, es lo que da a la corrida de toros
un sentido tan profundo (Pitt-Rivers 1984). La razón principal por la que
nunca se erradicará en España.
Al culminar la Fiesta y dar la vuelta al ruedo ofreciendo al público los
trofeos: las orejas y el rabo del toro, simulando un inmenso abrazo compar-
386 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

tido con los espectadores, el matador transmite al auditorio las milenarias fa-
cultades del animal mediterráneo por excelencia: la virilidad y la fuerza pro-
creadora.
Es a través del tema taurino que Julian Pitt-Rivers hace su reaparición en
el panorama español en los años 80, del que estuvo físicamente retirado du-
rante quince años, pero nunca emocionalmente gracias a su intensa relación
epistolar con su gran amigo y colega Julio Caro Baroja5. Con El Sacrificio
del Toro, Pitt-Rivers reafirma su postura como uno de los principales hispa-
nistas británicos del siglo XX, y logra adentrarse atinadamente en nuestras
raíces mas inverosímiles para explicar una de tantas ambigüedades de la cul-
tura española. Pitt-Rivers no sólo toca los aspectos mas significativos de
nuestra cultura, sino que explica sobre todo porqué somos como somos los
españoles. Lo que de alguna forma influyó para que el gobierno de Felipe
González lo condecorase con la cruz de Isabel La Católica.
Su segundo paso por España contribuye a colocarnos en la órbita interna-
cional, sin vanagloriarse de nada, como siempre, y con la misma sencillez
con la que ya se había encauzado en 1947 cuando llegó a Grazalema. El mi-
núsculo pueblo de la Sierra de Cádiz donde escribirá su famoso, People of
the Sierra, posteriormente un clásico del estudio antropológico que nos lan-
zó definitivamente hacia el universo de la antropología cultural.
Al desmenuzar nuestras costumbres y explicar su significado cultural ad-
mirablemente, treinta años después de su primera exploración española, la
teoría detrás de «el sacrificio del toro», ennoblece la criticada brutalidad san-
guinaria que representan los españoles en el ruedo, pero sobre todo, reafirma
las razones que sostienen las cualidades morales y religiosas de los españo-
les, a los que él ve fundidos como un todo a través de los ritos simbólicos,
representados en la tauromaquia y en la iglesia.
Todos somos iguales ante Dios, pero sin duda, lo somos también ante el
toro.
Envueltos en la frondosidad de nuestros árboles culturales, no caímos en
la cuenta, hasta que Julian Pitt-Rivers nos lo definió con su particular visión,
que las tradicionales y variadas fiestas taurinas españolas componen el bos-
que que aglutina unos hondos y particulares fundamentos socio-culturales,
cuya base primordial es el culto que gira alrededor del sacrificio religioso.
Lo que se simboliza paralelamente en la misa y en el coso dominical.
Un origen cultural que proviene desde mucho más allá de la cristiandad,
cuando el simbolismo indoeuropeo de los cuernos y la sangre de las reses

5
Honorio Velasco actualmente se ocupa de recopilar y seleccionar la correspondencia en-
tre Julian Pitt-Rivers y Julio Caro Baroja, entre1953 y finales de los 80, por indicación de la
viuda de Pitt-Rivers y de los herederos de Caro Baroja, que esperamos llegue a publicarse en
breve.
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 387

originaria 7.000 años a.C se esparce por todo la cuenca del Mediterráneo y
se asocia a la fertilidad incorporándose a distintas vertientes religiosas
(Gimbutas 1991). Representada en los cultos taurinos cretenses, dionisíacos
y mitraicos procedente del Neolítico, entre los pueblos devotos a los cuernos
fertilizantes y fecundantes de los que nos habla extensamente María Gim-
butas, con la evolución de la sociedad, la potente raíz cultural mediterránea
que nos une al toro milenario desde tantas dimensiones diferentes, reapare-
ce enmascarada en otras celebraciones alusivas a la fertilidad. Como son los
matrimonios, nacimientos y bautizos reales, o populares, en las que el toro
alegórico está presente de una u otra forma.
Costumbre tradicional entre los reyes de España desde el siglo XII6, sin
dejar tampoco de reproducirse popularmente y que se ha perpetuado hasta
hoy. El hecho de que la Infanta Elena, sin duda influenciada por su madre la
reina Sofía, sustituyera las tradicionales corridas de toros durante las cele-
braciones de sus esponsales en Sevilla en 1992 por las demostraciones
ecuestres de los pura sangre españoles, sin embargo, no la libró de que éstas
tuvieran lugar en la Maestranza. El coso taurino más emblemático de Espa-
ña, y de cuyo balcón real saludaron los novios al anunciar su boda, reprodu-
ciendo la misma estampa centenaria de anteriores matrimonios reales, di-
rectamente conectados a la fecundidad y dejando una huella, irreconocible
quizá, pero significativa, del poso histórico —y más aún, antropológico—
de estas celebraciones.
El milenario símbolo de la fertilidad y la virilidad en los pueblos agríco-
las del mediterráneo: el toro; al que se ensalza, admira, teme y sacrifica, al
compás de la muerte y resurrección de las cosechas fecundadas por la tierra,
comparte naturalmente el ciclo de sus celebraciones con la trayectoria litúr-
gica del Hijo del Hombre. El mismo que murió sacrificado para salvar a la
Humanidad y se convierte en Dios por la Gracia del Espíritu Santo, resuci-
tando al tercer día. La Sangre y el Cuerpo de Cristo, como símbolo eterno
de la redención espiritual que se celebra en paralelo con lo que nos redime
en la naturaleza: el toro bravo.
Para los españoles, el santoral católico que conmemora la muerte y resu-
rrección de El Salvador, se comparte con el calendario taurino, en una tra-
yectoria marcada por las cuatro estaciones del año, que reproducen también
el brote, renacimiento y muerte de las cosechas. Un recordatorio cíclico co-
mún, especialmente festejado hasta hoy en los rituales propiciatorios de la
gran mayoría de las culturas agrícolas.

6
El conde de las Navas en su La Fiesta más Nacional, cita la fecha de los primeros es-
ponsales regios que se conocen en la pag. 43 con ocasión de la boda de Alfonso VII en Sal-
daña con doña Berenguela la Chica en 1124. Igual que ocurrió durante los esponsales de las
hijas del Cid Campeador, en las mismas fechas.
388 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

Controvertida o elogiada, la teoría del sacrificio taurino de Pitt-Rivers se


perpetúa y reafirma con el paso del tiempo. Igual que se siguen celebrando
cada domingo desde hace trescientos años, las mismas corridas de toros
transformadas en el toreo a pie que tanto batallaron los Ilustrados por abolir
—y no lo consiguieron—, que según las teorías antropológicas de Pitt-Ri-
vers, nunca podrán desaparecer en el ambiente hispano por los motivos arri-
ba explicados.
Ni los detractores más acalorados, ni los aficionados tradicionales pueden
negar que la Fiesta Brava se mantiene... y continuará. Pese a quien pese.

* * *

Por tanto, he intentado aplicar éste descubrimiento antropológico a otras


culturas y otros pueblos donde también se celebran corridas de toros, concre-
tamente al caso mexicano, por lo que se me ocurre lo siguiente. ¿Cuales serían
las características que aglutinaban los elementos mitológicos, representados
en sus propios rituales, pero también en los juegos taurinos transportados al
Nuevo Mundo por los conquistadores del siglo XVI, para que los indígenas de
la Nueva España, se sintieran tan atraídos por sus juegos? ¿Qué afinidades
ocultas pero comunes, imperceptibles, había en las creencias y cultos de indí-
genas y españoles, para que existiera ésa atracción tan particular ante el toro?
Un hecho que se asentó con una fuerza que se perpetuara en México con el
mismo interés y las mismas características taurinas que en España.

El impacto social de la Conquista en la Nueva España

Es difícil admitir que cuando los españoles llegaron a la Nueva España en


1518, allí no existía el ganado. Ni reses, ni caballos, ni vacas, cerdos o ca-
bras... Tal fue el desconcierto de los nativos, que cuando vieron a Hernán
Cortés atracar con un puñado de hombres a caballo en las playas de Vera-
cruz, asociaron a los caballos con los ciervos, e incluso creyeron que jinete
y caballo eran una misma cosa.
Asentados ya los españoles, a la posterior llegada de las primeras 12 re-
ses en 1526, que los franciscanos tuvieron el buen juicio de transportar como
parte de la evangelización, le siguió una partida de toros de Navarra. Cir-
cunstancia que cambia totalmente la estructura social y económica de la re-
cientemente descubierta América, permitiendo, por otra parte, que los con-
quistadores continúen alanceando toros de a caballo, como venían haciendo
desde siglos en su país entre sus entretenimientos y ejercicios guerreros.
Como cuenta Bernal Díaz del Castillo ese mismo año comienzan las fes-
tividades taurinas «informales» en la Nueva España (Flores 1986:7), que no
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 389

tardaron ni tres años en convertirse en oficiales. En 1529, el primer Presi-


dente de la Audiencia, Nuño Guzmán, manda celebrar una fiesta de toros en
Technotitlán para conmemorar a San Hipólito, coincidiendo con la toma de
la ciudad por los españoles (Rangel 1980: 50). Una costumbre que se inicia
con la colonización española y no cesa hasta nuestros días.
Visto con la perspectiva del tiempo y dada la fuerza que toma entre los es-
pectadores mexicanos en la actualidad, quizá confunda que este festejo emi-
nentemente español, prendiera entre unos indígenas tan ajenos a las reses y
los caballos y se unieran y acogieran el espectáculo con tanta naturalidad
desde que presenciaron a los conquistadores. Pero si choca que siendo tan
ajenos a éstos animales, en tan poco tiempo los mexicas acogieran tan fácil-
mente los ejercicios taurino-ecuestres y llegaran a convertirse en afamados
jinetes, o aclamados toreros. Tanto Nicolás Rangel como Benjamín Flores
resaltan que desde un principio hubo «afición«, como espectadores y como
«toreadores de a pie» (Rangel 1980: 40).
Manipulando la costumbre española a su antojo, pero también adaptán-
dola a los gustos nativos en la Nueva España, al comprobar la atracción de
los indígenas por el toreo, los virreyes pudieron cumplir sin excesivas con-
trariedades las indicaciones de la metrópoli, al reproducir las tradicionales
fiestas peninsulares en el Nuevo Mundo. En consecuencia, durante los tres-
cientos años que duró la colonia, se repitieron las mismas conmemoraciones
reales en las mismas ocasiones y no sólo las fiestas taurinas, sino muy espe-
cialmente, las religiosas. Curiosamente, combinar ambas como se venía ha-
ciendo por tradición en la Península, era un atractivo añadido entre los nati-
vos del que enseguida se percataron los virreyes.
Al igual que en el resto de las colonias americanas, las conmemoraciones
celebradas ante el toro en España, ya fueran religiosas, cortesanas, o evoca-
ciones reales y guerreras memorables, se corroboraban entre los indígenas
sin que faltaran los calurosos seguidores para repetir los homenajes. Como
cabe esperar, el tiempo se encargó de ir haciendo sus adaptaciones locales
mestizadas, pero el paralelo taurino de la Nueva España, se reprodujo y
perpetuó con los mismos ritos y reglas españoles.
Sería excesivamente extenso explicar en este reducido espacio, la can-
tidad de fiestas taurinas que existen hoy día en México, en paralelo a las
corridas de toros, igual que ocurre en España, para reafirmar más, si cabe,
el paralelismo cultural que se perpetúa en ambos países. Pero menciona-
ré algunas. Como, por ejemplo, las celebraciones navideñas de los huicho-
les de la Sierra Madre, entre los estados de Jalisco y Zacatecas, que sa-
crifican un toro, o a veces un cebú, para ratificar las ofrendas a «los
santitos». O las corridas de Quintana Roo que explica Alfonso Villa Ro-
jas (1987) en la que un nativo toma el rol de toro, que se burla de los que
hacen de toreros. De forma muy parecida a las fiestas de los choles en
390 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

Chiapas, donde un hombre cubierto de trapos, con cuernos y cola falsos,


también personifica a un toro burlado. Estas últimas representan algo
parecido a un carnaval. Pero la más próxima a las actuales costumbres es-
pañolas, particularmente el «Toro de la Vega» que explicara extensamen-
te Pitt-Rivers (1992), sea la festividad del toro de la Virgen en Tlacotal-
pan, Veracruz. Con un sentido parecido de ofrenda sacrificial a la Virgen
del pueblo, el toro (o cebú) cruza el río que, al igual que en Tordesillas,
finalmente es perseguido por los jinetes y sacrificado en nombre de la Vir-
gen entre las aclamaciones de los asistentes.
Estos ejemplos, por lo tanto, demuestran que a pesar de las lógicas adap-
taciones propias de las costumbres taurinas en México, el toreo y la afición
novo hispana se desarrolla y asienta a un compás similar al español. E igual
que allá, la confirmación borbónica, del siglo XVIII, en sustitución a la lidia
caballeresca de los Austrias, se formaliza entre revueltas separatistas y rei-
vindicaciones independentistas. Mientras los separatistas vociferan recla-
mando un México libre en contra de las corrientes imperialistas centrales, se
hace sin dudar con la bendición de su Virgen de Guadalupe y desde luego,
sin dejar de celebrar las mismas fiestas taurinas, olvidándose tal vez, de que
fueron importadas por los gachupines. (Nombre despectivo con que aquellos
españoles pasaron a la historia de México). El propio general Santana, dada
la gran aceptación popular que tienen las lidias, considera oportuno conme-
morar la independencia de México con corridas de toros, algo que también
hicieron otros presidentes desde los comienzos de las revueltas al compro-
bar que era la mejor forma de recaudar fondos para sus propósitos indepen-
dentistas.
La ratificación taurina, sostenida por un colectivo cada día mayor de se-
guidores, llega no sólo con la reafirmación de un reglamento oficial del to-
reo a pie y hombro a hombro con la voluntad de una separación definitiva
de España entre 1810-21 —como curioso reflejo social— sino incluso con
la construcción de los cosos taurinos que se erigen especialmente para cele-
brarla. En 1788, siendo México aún la Nueva España, se construye en la ca-
pital la primera plaza de toros (Flores 1986: 15). Ajenos a las revueltas po-
líticas y dentro de un notorio y arriesgado espíritu aventurero, llegan a las
colonias americanas, sin dejar de pisar los cosos cubanos en el camino, di-
versos toreros profesionales españoles desde el momento que se empiezan a
clasificar como tales. Mazantini es sin dudar el que obtuvo mayor reconoci-
miento mexicano desde el asentamiento del toreo a pie.
Culminada de Independencia de 1821, muchas cosas separan y enfrentan
a mexicanos y españoles, pero nadie dudará que esta ruptura no logrará de-
sunir dos curiosas afinidades culturales: la religiosidad y el apasionamiento
taurino de ambos pueblos.
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 391

Analogías y coincidencias del encuentro de los dos mundos

Estas afinidades, en apariencia intrascendentes, nos mueven a indagar qué


esconden las culturas de conquistadores y conquistados para que unas civi-
lizaciones milenarias como fueron los Mayas y Aztecas, que desconocía el
ganado, los caballos y cualquier ritual de festejos frente a los toros bravos,
en escasos años de conquista española, adaptasen e hiciesen propia para la
posteridad una idéntica corrida de toros. Sin perder la estructura original de
los rituales, reproducidos —igual que en la metrópoli— en paralelo con las
fiestas de sus Vírgenes y santos patronos. El eje, en el caso español, desta-
cado por Pitt-Rivers, que aglutina a unos aficionados tanto o más entusias-
tas que en la Península.
En 1518, los primeros frailes evangelizadores, quizá con el afán de con-
vertir al cristianismo a los recién conocidos infieles, percibieron —no sin un
excesivo celo para conseguirlo— que los nativos tenían más afinidades en-
tre sus creencias religiosas con el catolicismo de lo esperado. A pesar de los
sanguinarios sacrificios humanos y el canibalismo latente. Buscando una ex-
plicación a estas crueles pero fervorosas creencias, siempre defendiendo sus
derechos como seres humanos libres, los frailes lograron convencer a sus ho-
rrorizados superiores de la metrópoli que el principal punto de partida de
esta fe tan incongruente era la ley natural. Al igual que los cristianos, los in-
dígenas creían en seres sobrenaturales superiores por los que se regían de
acuerdo a una «moral« y un concepto de vida propio. Por eso mismo, a lo
largo de los primeros cincuenta años de conquista, observaremos a los re-
presentantes del orden seráfico oponerse firmemente a la violencia coloni-
zadora... ya que la ideología de tipo espiritual parecía ofrecer, en los indios
y bajo ciertas circunstancias, un refugio para el alma atormentada (Four-
nier 1989: 22). Esa incomprensible barbarie ligada a sus ritos religiosos es-
taba justificada por su trasfondo metafísico, como defendió siempre fray
Bartolomé de las Casas.
Todos creían en una vida después de la muerte, aunque dentro con unos
matices y valoraciones diferentes. Lo que resultó relativamente fácil de ma-
nipular para los frailes. De quienes nunca se dudó que actuaran de buena fe
en sus imposiciones cristianas, fuertemente sostenidas por los propios mo-
narcas desde España. Manipulados o no, los evangelizadores se encontraron
con más de una raíz religiosa común insospechada. Lo que cooperó a des-
viar y acomodar las creencias religiosas nativas para favorecer la evangeli-
zación: unos y otros estaban de acuerdo en valorar lo suprarreal al grado
de hacer de ello la realidad última, primordial e indiscutible de las cosas
(Gruzinski 1995: 186).
Alentados por los ambiciosos intereses imperialistas de sus dirigentes, es-
tos herederos de unos pueblos guerreros y agricultores, arrastraban un fana-
392 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

tismo religioso centenario para los peninsulares, pero milenario para los me-
xicas. Los españoles defendiendo una exagerada moral católica medieval,
intolerante con el politeísmo nativo, e incapaces de doblegar su criterio a
unos parámetros distintos a los de la época. Los nativos sometidos hasta el
desgaste por unos dioses insaciables de sangre humana para alimentar a su
máxima divinidad: el sol.
Los nativos llevaban generaciones resignados al sometimiento y las exi-
gencias divinas, estimulados por sus dirigentes militares y religiosos. Quie-
nes los incitaban continuamente a proseguir con las luchas guerreras. La pu-
janza militarista, al igual que la española, estaba sostenida por un aliciente
religioso que retribuía la escalada guerrera y el status social terrenal, con los
beneficios espirituales en el más allá. La forma indirecta de estimular el be-
licismo de sus súbditos, aunque sujetos a la prioridad imperialista de ampliar
su extensión territorial en beneficio de los reyes o emperadores respectivos.
Estado y religión ejercen un dominio absolutista sobre sus súbditos, con una
notable influencia y poder de los sacerdotes.
Una de las consecuencia primordiales de la conquista fue la de cambiar la
estructura económica y social en la Nueva España, ajustándola a la de la me-
trópoli. De forma que los novo hispanos quedan divididos en parroquias, co-
fradías y ayuntamientos, desmembrando la anterior sociedad indígena.
Mientras, como destaca Dominique Fournier, la anterior estructura del sa-
crificio religioso prosiguió dentro de esta nueva organización social y apa-
rece como parte del proceso de reproducción histórica (Fournier 1989: 22).
Hasta entonces, las víctimas sacrificiales eran tan numerosas que no eran
suficientes los esclavos, los guerreros o los enemigos capturados, hasta el
punto que llegaban a incluir mujeres y niños para sus sacrificios humanos.
Según el cronista Durán, para cuando llegaron los españoles además de las
innumerables exigencias divinas, el dios de la lluvia, Tlaloc, insistía en re-
cibir más sacrificios para reclamar las lluvias imprescindibles para los culti-
vos (Durán 1980).
En este entorno medieval tan singular, sin embargo, los acontecimientos
que rodean a la Conquista de la Nueva España podrían considerarse provi-
denciales, o incluso misteriosos. Numerosas casualidades la apoyaron indi-
rectamente.
Los aztecas, o mexicas, hacía tiempo que esperaban la llegada por mar de
unos hombres claros y barbados que procedían del este. Por donde había de-
saparecido su dios Quetzalcoatl, prometiendo regresar en un año de Acatl. El
mismo en el que Hernán Cortés atracó en Veracruz con los Conquistadores:
1518.
En esta fecha, renovada cada 52 años, la humanidad se aniquilaba como
consecuencia de la catástrofe cósmica durante la que desaparecería el sol. El
cielo se vendría abajo y un nuevo mundo sustituiría al anterior, en un círcu-
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 393

lo cósmico en el que los astros simbolizan a los dioses. Dioses que necesi-
taban subsistir de los sacrificios humanos. Una profecía que mantenía ate-
rrorizado a los nativos, desde hacía tiempo, ya que el 5º sol anunciado para-
lizaría el mundo. La coincidencia de las creencias apocalípticas nativas con
la llegada circunstancial de los españoles, inmediatamente hizo pensar al rey
Moctezuma que aquellos eran los esperados hijos del sol Quetzalcoatl que
regresaban como habían anunciado. Ya nada les impediría la culminación
devastadora del fin de sus días, condicionados a sus ritos cósmicos de reno-
vación eterna y dinámica marcadas por los astros, reflejados en las cosechas,
las condiciones climáticas y las exigencias terrenales de sus divinidades. En
consecuencia, los numerosos sacrificios de sangre realizados para que si-
guiera funcionando el ciclo establecido de sus creencias, estaban bañados
por una exacerbada religiosidad (C. Duverger 1983:97).
Pero tampoco los españoles se escapaban de sus propias profecías mile-
naristas. Sometidos a un papado acaparador y excesivamente influyente en-
tre los reinos católicos occidentales, se preocuparon de promocionar que el
descubrimiento de América coincidía con un nuevo milenio, anunciado por
el abad Joaquin de Fiore. La historia se dividía en tres etapas: la que gober-
naba el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a punto de llegar (Brading 1988:
35). Un ángel apocalíptico abriría el sello de la sexta edad, caracterizado por
el advenimiento del Anticristo, que consumía el milenio. Los indicios vivi-
dos en el Nuevo Mundo presagiaban la venidera sexta edad y para colmo,
coincidiendo con un emperador (Carlos V) que gobernaba el mundo y un
Papa evangélico. La Divina Providencia y el Vicario de Cristo en la tierra se
unían para lograr la conversión eterna de los infieles en un nuevo universo.
Una oportuna sustitución a la conversión (o expulsión) de los otros infieles,
musulmanes y judíos, en la Península en 1492. Estos solemnes mensajes
apocalípticos provenientes de las dos religiones en apariencia dispares, es-
condían, —según D. Brading— una maravillosa simetría espiritual (Bra-
ding 1988: 38). Unas coincidencias metafísicas que resultaban enormemen-
te beneficiosas para las intenciones de conquista terrenal española.
La Serpiente Emplumada, o Quetzalcoatl, para sus seguidores, era el dios
principal de toda la humanidad. Nacido como un héroe humano, se transfor-
ma en dios hasta convertirse en mito religioso. Este dios azteca era casto y
ascético, opuesto a los sacrificios humanos y aseguraba una vida después de
la muerte. Quetzalcoatl, era un dios invisible, infalible e inmortal que había
ascendido por el este, prometiendo regresar (L. de Gómara en L. Austin
1989:24/54). A estas similitudes con Jesucristo, se añadían otros ritos afines
al sacramento del bautismo y la confesión. Los indígenas pre-colombinos se
arrepentían de sus faltas y ayunaban antes de comer la carne humana de los
sacrificios consagrados a sus dioses, cuando el corazón sangrante arrancado
a la víctima inmolada, era entregado al sol, el centro de su adoración (Ber-
394 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

nardino de Sahagún 1985:40/47). Pero había otras coincidencia, tanto o más


reveladoras.
La analogía emocional entre las festividades de sus dioses-patronos y las
fiestas movibles de los santos que conceden las gracias sobrenaturales. Mix-
coatl, dios de la caza, e Huizilopochtli el de la guerra compartían un culto
común. Izona, Bacab y Eclemac son tres divinidades fácilmente compara-
bles a El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo. Bacab, al que colocan una co-
rona de espinas, muere tras ser atado a un madero. Resucitó al tercer día
cuando se reúne con el padre (Austin 1989: 16).
A la vista de estas significativas coincidencias, Bernard y Gruzinski lle-
gan a la conclusión de que cualquiera que fuera el valor de las observacio-
nes de los evangelizadores, éstos reinterpretan y aplican sus propias expe-
riencias religiosas en la Nueva España. Se ve lo que se espera ver, aunque el
observador no sea consciente de su forma de observar (1992: 75). Un méto-
do de adaptación religiosa que continúan apicando los evangelizadores a lo
largo de la conversión indígena.
En consecuencia, aparece una virgen (indígena) que da a luz y la diosa
Topiltzin hace milagros, como nos cuenta Durán. Hasta fechas tan recientes
como 1949, el historiador Harman defiende la correspondencia metafísica
entre Quetzacoatl y Jesucristo, al que se le unen historiadores de la talla de
Alfonso Caso e Ignacio Marquina. Sedimentados estos controvertidos crite-
rios históricos, en 1971 Jacques Lafaye admite que: la convergencia entre la
esperanza escatológica de los aztecas representado en Quetzalcoatl y el mi-
lenarismo de los evangelizadores fue una raíz mística criolla (Lafaye 1977:
32). La fe mueve montañas y la necesidad emocional de encontrar un con-
suelo divino a las adversidades, obliga a los nativos a amarrarse a las nue-
vas utopías. Ya sean impuestas o adaptadas.
Al margen de estas coincidencias, convenientemente ajustadas, o no, az-
tecas y españoles compartían, sin apercibirse, el mismo sentimiento apoca-
líptico de su destino sobrenatural, con una significativa representación en los
sacrificios religiosos, que aunque se expesaran de forma diferente, su sim-
bolismo no era dispar. Eso hace que sus afinidades antropológicas, difíciles
de apreciar, allanasen la conversión al catolicismo de los nativos y facilitara
el asentamiento de las costumbres españolas. Que además contrapone el sa-
crificio sublimado del Cordero de Dios en la misa y el sacrificio cruento del
toro en el coso con los sacrificios humanos pre-colombinos. Una base cul-
tural esencial para su posterior fusión espiritual y en parte cultural, aunque
no cesaran las batallas en otro orden de cosas.
Gradualmente, los dioses se van suplantando por santos católicos y se
confunden en sus nuevas devociones, en un proceso que conlleva una espe-
cial conciliación religiosa de características autóctonas propias. Como refle-
ja hoy López-Austin, al mencionar a Fray Bernardino de Sahagún en el si-
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 395

glo XVI, al hacer referencia a las diosas nativas, menciona a «nuestra ma-
dre» Tonatsin y añade que la diosa Toniltzin hacía milagros. Para 1611 en el
cerro del Tepeyac, antiguo de adoración de la diosa Toniltzin, hoy converti-
da en la Basílica más visitada del universo católico en el Distrito Federal, se
aparece la Virgen de Guadalupe. Curiosa adaptación popular de la devoción
extremeña de los conquistadores, cuya sencilla reproducción americana ya
tiene inconfundibles rasgos indígenas. Una figura femenina que ensambla el
mismo simbolismo maternal y religioso de la Virgen española con las diosas
nativas y que se sustituye y asienta sin dificultad. A pesar de que aún hay
quien la considera una imposición imperialista y española.
El indio Juan Diego a quien se le apareció la Virgen de Guadalupe, de-
jando impresa su imagen en el sayete que usaba y convertido en el cuadro
que hoy se venera en la Basílica, acaba de ser beatificado personalmente por
el Papa Juan Pablo II el 31 de julio del 2002.
Durante los trescientos años de asentamiento español se van desplazando
ideologías y mitos religiosos, que se van representando en distintos rituales,
acoplados a la nueva cultura mestizada. Éstos no son sólo religiosos, sino
también taurinos. Aceptados y reproducidos de acuerdo a las inclinaciones
culturales y gusto de los mexicanos. Según el historiador Jacques Lafaye, la
fusión de las creencias sobrenaturales de ambas culturas son la raíz mas só-
lida del patrón cultural de la Nueva España (Lafaye 1977: 64). Pues para
Lafaye, muchas creencias venían fuertemente enraizadas desde los ritos
agrarios propiciatorios que lograron transportar el sentido mágico de la fe
pre-colombina al catolicismo.
De forma que el catolicismo superpuesto se convierte en el vínculo que
une al pueblo mexicano ya mestizado, de donde surgirá la conciencia de
unión nacional hasta la independencia (Brading 1988:15). Una insospecha-
da alianza metafísica, utilizada con fines políticos, une al Viejo y Nuevo
Mundo para la posteridad.
La Virgen de Guadalupe, reemplaza a las diosas de la fecundidad Quill-
zatlin y Cihuacoatl y a la diosa Tonatzin. Jesucristo sustituye a Quetzalcoatl
y ciertos dioses se convierten en santos. Adaptada la liturgia católica a las
creencias americanas previas, se sincretizan en un círculo semejante de
muerte y renacimiento de las cosechas, ligado espiritualmente a la naturale-
za. Una consecuencia obvia de lo que ocurre en sus campos y que proviene
del universo taurino desde antes de las culturas del mediterráneo clásico,
previas al cristianismo.
Unidos los pueblos, aparece un nuevo concepto, aún más difícil de reco-
nocer, al que también deberán ajustarse los indígenas: la nueva medida del
tiempo que traen los conquistadores. A pesar de tantas afinidades, rebusca-
das o no, ésta es una nueva percepción para quienes antes de la conquista se
movían en tiempos y espacios históricos distintos. Para los españoles el uni-
396 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

verso —reflejado en su vida terrena— es temporal: Génesis y Apocalipsis,


principio y fin de las cosas. Aunque esté marcado por sucesos divinos, se
mueve en la temporalidad histórica. Todo comienza, todo acaba; se nace y
se muere. Un criterio que los indígenas manejaban de otra forma. Para los
mexicas el tiempo no es abstracto ni eterno, sino una realidad unida a la as-
tronomía circular que materializa el movimiento. Pero que puede ser conti-
nuo y discontinuo a la vez. El tiempo para ellos se desintegra, porque tiene
un desgaste cósmico que borra la información (Duverger 1983).
Un criterio distinto a los ciclos mediterráneos y cristianos, rigurosamente
marcados por las cuatro estaciones del año, condicionados por sus cosechas
y a la naturaleza, unido a los tiempos litúrgicos. Para los nativos de la Nue-
va España el tiempo terrenal es sólo lluvioso o seco, ligado al tiempo de los
dioses dentro del círculo del universo, muy distinto al español. La vida te-
rrena indígena está definitivamente sujeta a los ritmos de la naturaleza, que
son también metafísicos y cósmicos.
Así es como al incluir la medida lineal-histórica, se modifica su vida te-
rrena, pero también la espiritual. Las enseñanzas católicas suplantan el con-
cepto previo de vida tribal nativa, por el individualismo. En sustitución al
sentido cósmico religioso colectivo indígena. Ese concepto de vida colecti-
va anterior al encuentro, enfrenta al individuo consigo mismo; con el alma
que tendrá que salvar individualmente. Otro choque cultural que aún no se
ha ensamblado totalmente pero que se adapta a la cultura mestizada. Lo que
afectando a muchos campesinos mexicanos, ajenos en su mayoría al medio
urbano de sus dirigentes y dificulta los proyectos de acoplamiento al pro-
greso moderno de globalización.

El sacrificio humano versus el sacrificio del toro

Así es como los mexicas sustituyeron unas creencias religiosas por otras,
unos cultos por otros, unos dioses paganos por unos santos católicos, mesti-
zándose con mayores o menores imposiciones, adaptando sus modos de vida
a la de los conquistadores ¿Por qué, entonces, no habrían de sustituir con
mayor entusiasmo los cruentos, pero religiosos, sacrificios humanos, por el
sacrificio del toro? Una expresión ritual que existía en su estructura social y
aglutinaban ambos cultos sobrenaturales.
Afirmados en unas creencias universales y apocalípticas, encabezadas por
el dios monoteísta Quetzaltcoatl, éste es sustituido por «Diosito», fácilmen-
te asociado a Jesucristo y a su criterio pre-colombino de lo que era la Santí-
sima Trinidad. Desde el momento de la unión con los españoles, el sacrifi-
cio religioso es el compendio de su expresión ritual, cuando indígenas y
españoles se reúnen en la iglesia para sacrificar en una sublimación in-
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 397

cruenta al Cordero de Dios en la misa. Pero también para sacrificar, inversa


y sanguinariamente, al toro en el coso. Dos consagraciones simbólicas ante
una comunidad fervorosa que acepta erradicar, pero que en realidad sustitu-
yen los milenarios sacrificios humanos con su conversión al catolicismo.
Una sustitución antropológica dentro de una nueva estructura social en la
que existían excesivas analogías previas. Entonces es cuando se produce la
catarsis de dos contra-ritos religiosos, que proporciona el contrapeso del es-
piritual frente a la naturaleza, tan necesarios para equilibrar subjetivamente
a la nueva sociedad mestizada, en su intento por adaptarse a la sociedad co-
lonizada.
Forzados a claudicar ante la usurpación conquistadora de bienes, tierras y
tradiciones sociales y religiosas, resignados a sustituirlos por las demandas
conquistadoras, los zarandeados nativos que se mantienen tras las luchas, una
vez establecidos los criterios culturales españoles, encuentran su legitimación
espiritual ante el Jesucristo que superpone a Quetzalcoatl, o la Guadalupe que
dejó de ser Tonatzin. Son los herederos de aquella comunidad que hoy acude
al ruedo a contemplar un sacrificio cruento, donde el simbolismo de la san-
gre sigue jugando un papel religioso y de fertilidad primordial en reemplazo
—consciente o no— al rito del antiguo sacrificio humano.
Siendo la mística del sacrificio la raíz taurina primordial, nos encontra-
mos que su inversión, el sacrificio incruento del Cordero de Dios, eje dog-
mático del catolicismo, al llegar a la Nueva España, adopta el contrapeso a
una festividad religiosa y profana. La teoría antropológica de Julian Pitt-Ri-
vers, aplicada al caso español, se adapta así al mexicano.
Al sincretizar su fe los nativos desviarán pacíficamente sus emociones so-
brenaturales hacia la nueva iglesia. Pero exteriorizaran su agresividad con-
tenida y erradicada de los sacrificios humanos ante el toro. La asombrosa
atracción por los rituales toreros desde el encuentro de ambos pueblos en el
siglo XVI, se estabiliza, curiosamente, en la Fiesta Brava. Al tiempo que se
ensamblan unos ritos y creencias divinas, inicialmente más afines de lo sos-
pechado. Creencias y ritos que se mezclan, se superponen y se perpetúan en
el inconsciente colectivo de conquistadores y conquistados y que brota es-
pontáneamente desde hace siglos, hasta hoy, cada domingo en las celebra-
ciones de los dos continentes.
Con la readaptación colonizadora, el significado de la entrega divina de
los indígenas, que centra su culto religioso en la ofrenda del corazón de la
víctima al sol, sufre una transformación esencial a la llegada del catolicis-
mo. Hasta entonces el centro principal de las ofrendas religiosas paganas, de
milenario arraigo en la gran mayoría de las culturas pre-colombinas mesoa-
mericanas adoradoras del sol, será utilizada como un arma espiritual tras-
cendental que cooperará esencialmente en la conversión religiosa de la Nue-
va España.
398 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE

Ante la dificultad de mostrar la abstracción del amor de Dios al prójimo,


insertado junto al nuevo fervor religioso de los indígenas, los misioneros
sustituyen el significado simbólico de la víscera como el centro indispensa-
ble de las emociones humanas. El mismo corazón que se ofrece en sacrifi-
cio ensangrentado a sus dioses, también representa el centro del amor hu-
mano y encierra simbólicamente el alma individual que todos tenemos. Esa
que habrá que salvar para la vida eterna. Pero sobre todo, lo que nos define
como seres superiores entre las especies creadas por Dios.
De esta forma, con el cristianismo, en el corazón ensangrentado se centra
el sentimiento espiritual bendecido por la Santísima Trinidad, en generosa
sustitución a su anterior significado pagano. El eje que sustenta el alma de
cada individuo, será por tanto el amor del Sagrado Corazón de Jesús a la Hu-
manidad. La imagen entregada y tierna de Jesucristo, que muestra su ardo-
roso corazón, abierto en el pecho, proviene del concepto neoplatónico que
se revitaliza con las filosofías de San Bernardo y San Agustín durante la
Edad Media y afianzada durante el Siglo de Oro.
Esta conexión metafísica centrada en una víscera humana con un signifi-
cado anterior muy diferente para los nativos, un arma espiritual extremada-
mente vulnerable para ellos, con la sustitución cristiana, encuentra un nuevo
sentido de unión desde lo más profundo de su ser con Cristo y la fe católica.
Puesto que la filosofía cristiana se opone radicalmente a la violencia y a
cualquier actitud sanguinaria, la superposición amorosa de la nueva fe, sim-
bolizada en el corazón, consigue unir al hombre con lo sagrado. Sólo que
ahora será a través de su representación en la tierra: la iglesia.
Al exorcizar el torero ante los espectadores mexicanos el rechazo a la san-
gre femenina, en el momento de introducir la estocada en el Monte de Ve-
nus ensangrentado (la cerviz del animal) se rompe, al igual que entre los es-
pañoles, el tabú de poseer a la mujer menstruante. El símbolo de fertilidad
ligado al toro y representado durante la corrida de toros, como alega Pitt-
Rivers, ocurre en el caso español y que según los mismos criterios podría
igualmente aplicarse a los mexicanos.
En su milenaria trayectoria cultural, el toro unifica cultos y ritos agrarios
ancestrales pre-cristianos del Mediterráneo y los enlaza a través de la natu-
raleza con los ritos de fecundidad y desde la perspectiva metafísica, con sa-
crificios humanos pre-colombinos. En unos ciclos anuales marcados en la
agricultura y la liturgia católica.
Al derramar su sangre fecunda, litúrgica y festiva, en la inversión del sa-
crificio del Cordero de Dios, el toro se convierte en el emblema universal
que se representa en la Fiesta Brava. La que une a México y España con el
resto de las regiones toreras de América Latina, dentro de un mismo deno-
minador común espiritual y cultural.
LO PROFANO Y LO SAGRADO EN LA TAUROMAQUIA 399

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PITT-RIVERS, UNA CONCEPCIÓN SACRIFICIAL
DE LA TAUROMAQUIA

Pedro Romero de Solís


Universidad de Sevilla

En la Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, resul-


tado del compromiso con que la Fundación de Estudios Taurinos se obligó
a la hora de rendir homenaje al Dr. Pitt-Rivers, se publican todos los artí-
culos de este célebre investigador británico donde, por una u otra razón,
aborda y reflexiona sobre las corridas y las fiestas populares de toros. Mu-
chos estudiosos sostienen que hasta la publicación de su artículo «El sa-
crificio del toro», dado a la estampa por primera vez en Francia en 1983,
no había abordado las fiestas de toros y que su interés por ellas fue, por
consiguiente, relativamente tardío. Es más, aquellos que conocían el Toro
de la Virgen de Grazalema (Cádiz) y el numeroso elenco de fiestas tauri-
nas que celebran estruendosamente los pueblos y villorrios de su alrededor
no entendían el silencio de Pitt-Rivers, silencio que, en realidad, fue sien-
do sólo ligeramente corregido en las ediciones sucesivas de su tesis doc-
toral realizada, como se sabe, sobre el propio pueblo de Grazalema. Sin
embargo, él mismo dirá en la versión francesa de «El sacrificio del toro»
que el problema de la Tauromaquia le había preocupado, de forma discon-
tinua desde que realizó los primeros estudios en Andalucía y señala, en
apoyo de su afirmación, las sucesivas ediciones de su tesis (1954, 1962,
1971), fechas a las que hay que añadir 1989, año que corresponde a la úl-
tima edición preparada por el Dr. Honorio Velasco y que no pudo ser cita-
da por Pitt-Rivers en la mencionada debido a que cuando redactaba el ar-
402 PEDRO ROMERO DE SOLÍS

tículo «El sacrificio del toro» la edición de Alianza aún sólo se hallaba,
como quien dice, en la mente del Señor1.
Ahora bien, meses después, cuando Pitt-Rivers prepara la edición espa-
ñola del artículo que me estoy refiriendo, que había de publicar Revista de
Occidente2, elimina esta frase, actuando, a mi entender, de manera conse-
cuente con la realidad de un texto, como es su libro sobre Grazalema, don-
de el tema taurino está prácticamente ausente.
Sin embargo, Françoise Pitt-Rivers nos ha ido mostrando a Honorio
Velasco, a Dominique Fournier y a mí numerosos documentos del archi-
vo de su marido que permiten obtener una visión muy distinta del proble-
ma3. En primer lugar, de las cartas cruzadas entre Caro Baroja y el finado
se deduce que el interés de este último por los toros es tan intenso como
para estar redactando, en la década de los sesenta, un libro sobre el tema,
que a falta de título lo he bautizado con el de Introducción a la Tauroma-
quia. Este libro merecía el mayor interés de Caro Baroja como puede de-
ducirse del conocimiento del fondo epistolar pues en numerosa cartas le
preguntaba cómo llevaba su redacción; es más, de vez en cuando, Caro
Baroja la anunciaba el envío de algún documento, incluso le hacía llegar
algún desarrollo parcial de ciertos aspectos de la historia literaria españo-
la que estaban en relación con la tauromaquia. De ese libro, por supuesto
inédito, pero seguramente inconcluso por abandonado ante la perentorie-
dad de otros compromisos más urgentes, sólo he podido encontrar el Ca-
pítulo III que publico en Antropología de la Tauromaquia. Obra Comple-
ta Taurina (Romero de Solís, 2002).
Estimo que la lectura de este capítulo es esencial para comprender el lu-
gar de excepción que ocupaban los toros en el pensamiento de Pitt-Rivers.
Así, en el mismo inicio del presunto fragmento, escribe que «los toros son
tan importantes en la imaginería de Andalucía que no puedo por menos que
intentar explicar algo sobre la naturaleza de la fiesta y de las pasiones que
despierta» (2002).

1
N. del Ed.: La última edición en castellano de su tesis se titula Un pueblo de la Sierra:
Grazalema y fue preparada por el Dr. Honorio Velasco, catedrático de Antropología de la
UNED y coordinador del homenaje que representa este libro que el lector tiene en sus manos.
2
Pitt-Rivers 1984, n.º 36, págs. 27-48. El artículo, escrito originalmente en francés, fue
propuesto por la antropóloga Patricia Martínez de Vicente al Dr. Juan Pablo Fusi, entonces
director de la Revista de Occidente, ex-alumno de Oxford como el propio Pitt-Rivers, que se
interesó, desde el primer momento, por el texto y decidió publicarlo. Al no figurar ningún tra-
ductor quiere decir que el Dr. Pitt-Rivers asumió muy directamente, como solía hacer, la ver-
sión del texto original que había publicado, el año anterior (1983).
3.
El Archivo Pitt-Rivers actualmente se encuentra, en virtud de la donación realizada por
su viuda, Mme. Françoise Pitt-Rivers, en el Laboratorio de Etnología y Sociología compara-
tiva de la Maison René Ginouvès (Universidad París-Nanterre).
PITT-RIVERS, UNA CONCEPCIÓN SACRIFICIAL DE LA TAUROMAQUIA 403

Esta necesidad de explicación ya la expresó mucho antes cuando redactó


«Capea en El Gastor», un artículo que, con toda seguridad, escribió en los
años en que vivió en Grazalema trabajando en su tesis doctoral (1949-1952)
y había quedado inédito hasta que la Revista de Estudios Taurinos lo ha pu-
blicado4. Se trata de la primera producción etnográfica de toros que conoz-
co de Pitt-Rivers la cual, al margen de su calidad literaria, es un texto don-
de aparece ya, con toda claridad, la importancia que le atribuye a la fiesta y,
sobre todo, cómo la observación participante del acontecimiento lo absorbe
y transporta.
Me interesa una referencia al contexto que hace en las primeras páginas
indicando la calidad relativa de la capea de El Gastor pues la pone en rela-
ción con otras fiestas de la comarca. «Aquel año El Gastor decidió, escribe
Pitt-Rivers, aventajando con ello la costumbre de sus vecinos que se con-
tentaban con correr los toros por las calles, contratar profesionales que li-
diaran en traje de luces...». Está claro, pues, que no sólo vivió intensamente
la fiesta de El Gastor, sino que tenía noticia de la existencia de otras fiestas
de toros en la comarca, que quizás incluso llegara a conocer. Aprovecho para
recordarle a la comunidad científica que suele negar, no sé por qué, la exis-
tencia de este tipo de fiestas en Andalucía, que medio siglo después de ha-
berlas contemplado Julian Pitt-Rivers, se siguen corriendo toros ensogados
en Grazalema, Villaluenga del Rosario y en Benaocaz y sueltos en Vejer de
la Frontera, Arcos, Los Barrios, Bornos, Puerto Serrano, Olvera, etc., por
sólo referirnos a aquellos que se encuentra en las proximidades de Grazale-
ma (Romero de Solís 1998). Los comentarios, las referencias que da de aquí
y de allá, me permiten asegurar que no es la de El Gastor la única fiesta a la
que por entonces Pitt-Rivers había asistido. Viviendo, conviviendo con los
vecinos de Grazalema, y con automóvil5, debió hacer con sus amigos e in-
formadores numerosas excursiones para asistir a las fiestas de los pueblos
vecinos y ver toros. Téngase en cuenta que la provincia de Cádiz cuenta con
la mayor densidad de ganaderías de reses de lidia no sólo de España sino de
todo el mundo taurino por lo que el toro, compañero inseparable del mundo
laboral de los hombres de la sierra gaditana, se convierte, en la medida en
que propicia la vida común en forma de jornales, en el medio festivo por ex-
celencia6. ¡Se festeja con aquello que da de vivir!

4
La tesis fue publicada, por primera vez, en 1954 y el artículo que me refiero es Pitt-Ri-
vers, J. (2002).
5
No debe desestimarse este dato, pues en aquella época el parque de automóviles de Es-
paña era mínimo como consecuencia de los años de boicot comercial europeo y habían ad-
quirido precios astronómicos. El automóvil era, por consiguiente, una herramienta relacional
y festiva formidable.
6
No debe olvidarse que dehesas de toros bravos las hay, también, en Portugal, Francia,
México, Perú, Ecuador, etc.
404 PEDRO ROMERO DE SOLÍS

A pesar de ser «Capea en El Gastor» un texto bien temprano, su vivencia


de la fiesta es ya honda y conmovedora. Recuerdo cómo describe el mo-
mento de la capea en que se tira al ruedo un espontáneo que es capaz de dar-
le la vuelta a la corrida y transformarla en un acontecimiento resonante.
«¡Aquello era valor! ¡Aquello era orgullo, dominio y gracia! La plaza, que
se había quedado ronca gritando contra los profesionales, ahora encontró
una voz nueva y mucho más entusiasta para aplaudir: “¡Ole Atanasio!” “¡Ole
tus cojones!”... La banda del pueblo que había empezado a tocar al primer
pase de Atanasio se sintió transportada más allá... Sombreros, bolsos y cha-
quetas volaban alrededor del sorprendido toro y la prostituta del pueblo, que
no tenía nada más que perder, se quitó las bragas y profiriendo un alarido las
arrojó a la arena» (Pitt-Rivers, 2002b).
Mas no se queda ahí. Va más allá de lo que es un discurso estrictamente
etnográfico. Y llegará, incluso, a lograr expresar la capacidad que tiene la
fiesta para transformar el alma del espectador hasta hacerla vibrar en el es-
tado que los antiguos llamaban agitatio taurorum: «En una eternidad que
dura un segundo se consuman los actos sagrados de la vida, recuerdo, con la
claridad de un texto aprendido de memoria desde la infancia, cómo Atana-
sio avanzó con la espada y la muleta... Aún veo a Atanasio, en el mismo eter-
no segundo, inclinándose sobre el flanco derecho del toro, los ojos fijos en
la distante cima de Olvera, la mano izquierda rodeando su propio cuerpo al
final de un pase de pecho... Puedo evocar al torero, decidido, dirigirse lento
hacia el toro, derecho a matar, volcándose sobre el morrillo, hundiendo el es-
toque hasta la cruz, mojándose el puño de sangre, mientras el toro lo busca-
ba inútilmente... Finalmente, mi visión se difumina y se pierde con Atanasio
sobre los hombros de la multitud, enarbolando las orejas, el rabo... Veo la
cara redonda y rojiza de Atanasio, sus ojos maravillados al verse transfor-
mado en un héroe, en un dios, mientras que los hombres y las mujeres, es-
tupefactos y aturdidos, permanecíamos en estado de adoración» (Pitt-Rivers
2002b). En este fragmento está el germen de su obra futura, la semilla que
fertilizará sus estudios. Lo que ha visto en la capea del minúsculo puebleci-
to adquirirá, con la ida a corridas de toros de más fuste, resonancias aún más
grandiosas: «La multitud que, tensa de miedo y emoción, ha presenciado la
sombría belleza del rito primitivo, ruge con el triunfo, y florece como un
campo de algodón, agitando pañuelos blancos...» (Pitt-Rivers 2002b:21).
Pitt-Rivers nos confiesa en la versión francesa de «El sacrificio del toro»
que, en aquella época, sintió profundamente la corrida hasta el punto de arre-
batarlo y vivir algo de lo que podría ser una experiencia mística pero, sin
embargo, «no la comprendió» puesto que definió la corrida como «la mani-
festación ritual de una reivindicación del orgullo masculino» (Pitt-Rivers,
1983:283). Sentía, sin embargo, que era algo más que eso. En efecto, si vol-
vemos a su etapa de Grazalema y consultamos el presunto Cap. III de su hi-
PITT-RIVERS, UNA CONCEPCIÓN SACRIFICIAL DE LA TAUROMAQUIA 405

potética Introducción a la Tauromaquia, nos encontramos con los siguientes


comentarios al término de una gran faena de un matador anónimo: «Se cor-
tan las orejas del cadáver yacente... Se atan los cuernos con una soga y las
mulas arrastran los restos mortales alrededor del ruedo, los espectadores se
levantan en señal de respeto y aplauden la partida del noble toro. Pero el es-
píritu del toro permanece, su coraje y virilidad revisten al héroe, que en el
último acto de síntesis letal se apoderó de su magia y, ahora, da la vuelta al
ruedo sosteniendo sus trofeos, ofreciéndolos, arrojándolos uno a uno a los
tendidos, esparciendo por toda la plaza la sagrada esencia que simbolizan.
Mientras la multitud transportada por el homenaje se desprende de sus obje-
tos personales y los arrojan a los pies del campeón que, para ellos, ha redi-
mido el principio sagrado del orgullo viril7; que, por ellos, se ha convertido
en toro y les permite compartir en su persona la naturaleza del animal» (Pitt-
Rivers 2002a:21).
Sin duda alguna es muy interesante esta interpretación. La fiesta de toros
sería el ritual que permitiría al hombre no sólo celebrar la restitución del or-
gullo viril sino, también, vivir la experiencia de saltar el abismo entre Natu-
raleza y Cultura y vivir el instante en el que el alma queda suspendida, sin
contradicciones, en el universo total de la reconciliación. Este extremo es de
particular interés para una época en que el hombre occidental se sensibiliza,
cada vez más, con la presencia del «otro» animal, lo que ha supuesto, pre-
viamente, el reconocimiento subjetivo de la animalidad8. Por eso afirma Pitt-
Rivers que el matador se ha convertido en toro, en animal. Cuando escucha-
mos a tantos analistas afirmar que las fiestas de toros tienen que desaparecer
o, en su defecto, ser prohibidas por estar en contra de la sensibilidad de nues-
tra época, la interpretación de Pitt-Rivers, permite observar las cosas de dis-
tinta manera y descubrir que tras ellas se esconde un extraordinario ceremo-
nial de identificación que explicaría por qué la realidad desdice lo que
afirman los mencionados falsos moralistas pues nunca, en los cosos taurinos,
había entrado una muchedumbre tan numerosa de espectadores9, ni tantos

7
El subrayado es mío.
8
En el Arte con el Primitivismo de Picasso y otros artistas de principios del siglo XX, se
reconoce ese movimiento con toda claridad: los paradigmas de asunción moderna de la ani-
malidad serían, desde el punto de vista culto, el Minotauro y, desde el popular, en España la
corrida de toros y, en el mundo, Micky Mouse de W. Disney.
9
Me permito recordar al lector el aumento vertiginoso en los últimos años, sobre todo en
Francia, de la masa de espectadores que acuden a los toros así como del número de espec-
táculos que se producen. Por poner un ejemplo ilustrativo en Nîmes, la capital taurina del S.
de Francia, con 250.000 habitantes, goza de tres ferias taurinas en las que se dan corridas ma-
ñana y tarde en un coso de 20.000 localidades de aforo; en el otro extremo Sevilla, capital
taurina del S. de España, con más de 700.000 habitantes, tiene sólo dos ferias, se lidian toros
sólo por la tarde y su plaza sólo tiene un aforo de 14.000 localidades.
406 PEDRO ROMERO DE SOLÍS

pueblos españoles habían incluido como novedad, en sus programas festi-


vos, corridas de toros. Hay algo, pues, que conecta muy efectivamente la
fiesta de toros y la sensibilidad contemporánea10.
Sin embargo, Pitt-Rivers «sentía» que esta interpretación era insuficiente
de modo que decidió, por el momento, no publicar sus artículos taurinos. Así
pues no publica sus escritos, guarda silencio hasta 1983 en que da a la es-
tampa el célebre artículo «El sacrificio del toro». Para entonces tenía claro
que la corrida de toros no era un combate (aunque sí una modalidad de due-
lo donde se dirime la valentía, esto es, una cualidad moral capaz de enaltecer
y dar excelencia al ser humano); no se trataba de ningún deporte ya que és-
tos se basan en la competencia y este planteamiento agónico no es esencial
en el toreo; no es un juego, aunque la course à la cocarde de la Provenza
francesa, los concursos de recortadores tan en boga en el Levante español,
por las apuestas y los premios, pudieran parecerlo (Pitt-Rivers, 2002c:223).
Insiste el Prof. Pitt-Rivers que la fiesta de toros tampoco es ni un espectácu-
lo ni una pieza teatral (aunque una corrida sea espectacular y dramática) por-
que por encima de todas las apariencias engañosas la corrida no representa la
realidad sino que es la realidad misma (Machado 1989)11. La explicación cae
por su propio peso, «los que mueren en el ruedo no regresan a los cinco mi-
nutos, sonriendo, para reaparecer en escena después de bajar el telón, están
muertos para siempre, igual que lo está el toro que arrastran las mulillas y es
desollado y descuartizado en una dependencia de la misma plaza» (Pitt-Ri-
vers 2002c:223). Pero hay más, «apenas es un entretenimiento, ya que nunca
expresa nada nuevo» y, de hecho, «es tan poco original como el amor, la ma-
ternidad o la misa». A diferencia del amor, necesita un público; a diferencia
de la maternidad, termina con una vida no la inicia; a diferencia de la misa,
no escenifica un suceso previo (Pitt-Rivers, 2002a:32). En aquellos años os-
curos, Pitt-Rivers no distinguía que se trataba de un rito religioso porque la
corrida —que supiera—no estaba en relación con ninguna Divinidad. Es cu-
rioso pero es al mismo callejón aparentemente sin salida al que había llega-
do por la vía de la poesía, años antes, Antonio Machado. En efecto, en su
Juan de Mairena se había preguntado «¿Qué son las corridas de toros?... ¿Y
un matador? —la palabra es grave—... Si no es un loco —todo antes que un
loco nos parece este hombre docto y sesudo...— ¿será, acaso, un sacerdote?...

10
El público de Nîmes tiene, a este respecto, mucho que decir: téngase en cuenta que, ade-
más de capital taurina, es la capital histórica de protestantismo francés y son los protestantes,
los religiosamente antisacrificiales por excelencia ¡los que entran en masa en el anfiteatro
para asistir a las corridas de toros!
11
Este análisis por exclusión es análogo al que hace Antonio Machado cuando refle-
xiona acerca de las corridas de toros en su libro Juan de Mairena (en Machado, A.,
1989:261-262).
PITT-RIVERS, UNA CONCEPCIÓN SACRIFICIAL DE LA TAUROMAQUIA 407

¿Y al culto de qué dioses se consagra?»12. El problema estaba en que en ese


momento tampoco Pitt-Rivers vislumbraba cuál era ese Dios al que había que
sacrificar con tanto riesgo de la vida. Cuando observaba, Pitt-Rivers no deja-
ba de ver, por la vía analógica, rasgos aparentemente religiosos pero que, al
poco cuando su análisis progresaba, se deshacían, vacíos, faltos del sujeto
trascendental. Así, por ejemplo, pensaba que aunque se podía decir que la
efectividad del espectáculo —mejor sería decir de la ceremonia— dependía
de la gracia del oficiante, esta gracia no se otorgaba «mediante una consa-
gración sino que dependía, en cada ocasión, del genio personal del indivi-
duo». Con lo que su reflexión lo devolvía al punto de partida. No podía de-
terminar de qué religión se trataba. En cualquier caso, Pitt-Rivers, por haberla
vivido en su plenitud, sabía que la ceremonia de la corrida colocaba la rela-
ción entre el toro y su matador en un momento fuera de la cotidianeidad de
las relaciones entre el hombre y los animales, la situaba en un tiempo «ele-
vado sobre lo cotidiano». Éste, sin duda, era el soporte de lo religioso pero
¿de qué religión? En aquella época, todo lo más que podía consecuentemen-
te decir es que la corrida de toros era una especie de «sacrificio de fertilidad
laico» que estaba al servicio de una reivindicación ritual de la virilidad.
La obra antropológica de la que nacen sus brillantes análisis taurinos son,
fundamentalmente, sus estudios de Antropología del Mediterráneo —de la
que fue fundador en los medios universitarios anglo-sajones— y, en parti-
cular, en los estudios sobre el honor13 que posteriormente completó con los
de la gracia14. Pitt-Rivers llegó al convencimiento de que las fiestas de toros
eran el espectáculo —por llamarlo de alguna manera— más original que
tuvo la suerte de contemplar y que, como desarrollaría en varias ocasiones,
eran para él un acontecimiento que iba más allá de cualquier otro espec-
táculo que pudiera contemplarse en Occidente y que sólo podría comparar-
se con la tragedia griega imaginada en su época originaria. Por eso escribe:
«quede claro desde el primer momento que la [fiesta de toros] es algo que
no tiene equivalente en ninguna otra cultura contemporánea ni en Europa ni
en el resto del mundo» (Pitt-Rivers 2002b:16).

12
Como dice el poeta filósofo «He aquí el estilo de nuestras preguntas en nuestra Escue-
la Popular de Sabiduría Superior». Ver Machado, A. (1989:262). Cit. por Reyes, R.
(1996:249).
13
Su primer estudio de gran extensión sobre el honor con el título The Fate of Sechem or
the Politics of Sex (1977). Fue traducida al castellano por Carlos Manzano y editada dos años
después bajo el título de Antropología del Honor o Política de los Sexos (1979). Consagrada
como una obra clásica, fue traducida al francés por Jacqueline Mer y publicada en 1983.
14
Peristiany, J. and Pitt-Rivers, J. (1992). Otra vertiente, también a mi juicio, muy impor-
tante para la obtención de la base cultural necesaria para construir su edificio taurómaco fue
el estudio de las relaciones étnicas en América Central, en particular, el realizado, cuando era
docente en los EE.UU., en el hoy célebre Estado mexicano de Chiapas (Pitt-Rivers, 1964).
408 PEDRO ROMERO DE SOLÍS

Desde este convencimiento, desde la radicalidad que supone una ceremo-


nia que se despliega al borde del abismo de la muerte, Pitt-Rivers decide
analizarla desde una perspectiva religiosa. Culto al toro llama Pitt-Rivers a
esa hecatombe de toros que se sacrifican todos los años en las plazas de to-
ros de España. Abierta la temporada taurina, miles de toros serán sacrifica-
dos a lo largo y ancho de toda la geografía española. Es una situación ex-
cepcional, es un clima frenético que desconocen el resto de los países
europeos fuertemente secularizados. Pitt-Rivers no se deslumbra por el bri-
llante espectáculo de las luces y nunca olvida a las menospreciadas por las
autoridades y vilipendiadas por los intelectuales fiestas populares que se ce-
lebran en muchos pueblos y que todavía, alguna de ellas, finalizan con la
oblación ritual del animal y la ingestión colectiva de su carne. Es aquí don-
de se desvela el sentido religioso y se descubre la naturaleza arcaica, pre-
rromana, de esta religión táurica. Siendo las fiestas de toros el sustrato sobre
el que se han erigido las corridas de toros, al restaurar, sobre la geografía es-
pañola, ese acontecimiento tremendo y fundador del sacrificio, que, como se
sabe, da nacimiento a la sociedad, a la religión y a la moral, colocan en el
centro de las plazas, desnudo y cruento, el enigma de su significación.
Espectáculo conmovedor de ese culto y profunda experiencia de radicali-
dad son las dos palancas que le hacen tomar en el Parlamento Europeo la de-
fensa de las fiestas de toros por considerarlas la manifestación esencial de la
identidad española15. No es ninguna casualidad que sus dos artículos más im-
portantes «El sacrificio del toro»(1984) y «Taurolatrías: el Toro de la Vega
y la Santa Verónica» (2002d) vengan, precisamente, a analizar las dos moda-
lidades de sacrificio entre las que resuena toda la Tauromaquia en España:
las corridas y las fiestas populares de toros. Como veremos es el sacrificio
el que une la corrida de toros y la fiesta popular pero es también el que las
separa y distingue. En el primer caso, ofreció una interpretación del sentido
profundo e inconsciente de los símbolos empleados en este ritual insistien-
do en su importancia erótica. Este aspecto fue destacado, desde la plástica,
por Pablo Picasso y André Masson, y desde la literatura por Michel Leiris en
Francia y por Federico García Lorca y otros escritores en España16. En «El
sacrificio del toro» el Dr. Pitt-Rivers consideraba la corrida esencialmente
como un sacrificio exorcizante del recelo que siente casi toda la humanidad
hacia la sangre menstrual17. En «Taurolatrías: el Toro de la Vega y la Santa
Verónica» analiza una modalidad de fiesta de toros que sería el contra-rito

15
Pitt-Rivers, J. (2002c). Este artículo no había sido traducido ni publicado en castellano.
16
El texto clave de M. Leiris es de 1996.
17
Sólo en este contexto puede explicarse el extraño rito de sacar la muchedumbre, ante el
triunfo incontestable del matador, los pañuelos blancos y transformar la plaza en un vuelo es-
tremecido de blancas palomas.
PITT-RIVERS, UNA CONCEPCIÓN SACRIFICIAL DE LA TAUROMAQUIA 409

de la Misa. Por la mañana, en el recinto sagrado de la Iglesia tiene lugar la


Santa Misa donde se asiste a un sacrificio de sustitución de Cristo por el
Cordero que tiene como finalidad incorporar las virtualidades simbólicas de
este óvido y que acompaña a nuestra religión desde que Abraham lo consa-
grara en el altar de Isaac. Estas virtudes son la mansedumbre, la dulzura, la
humildad, la pobreza, etc., es decir, los valores que predicó Cristo en el ser-
món de la Montaña18. Situados en este universo de bondad, la religión cris-
tiana padece una contradicción puesto que la actualización de los ideales de
las Bienaventuranzas llevaría indefectiblemente al caos social. Sólo unos
pocos hombres consagrados por unos votos que les prohíben practicar las ac-
tividades normales de la población masculina, es decir, como recuerda el Dr.
Pitt-Rivers, «fornicar, casarse, rivalizar, pelearse, luchar y satisfacer su gus-
to de placeres sensuales, en breve, participar en el festín de los siete pecados
capitales, parecen ser capaces de reconciliar aquella escisión» y dar testi-
monio de los ideales subversivos de la Montaña (Pitt-Rivers 2002b:151). El
contra-rito, el sacrificio del Toro, la celebración de un rito oblativo de raíz
prerromana, «facilita el desenlace de la paradoja que opone los ideales a las
consideraciones prácticas, aportando una solución, por muy transitoria que
sea, a la contradicción entre nuestra naturaleza animal y nuestra ilusión
de espirituales, de nuestro anhelo de acercarnos a Dios» (Pitt-Rivers
2002b:151). La Península Ibérica sería, por consiguiente, el único espacio
territorial del Mediterráneo donde la religión del Cordero y la religión del
Toro, juntas, han prevalecido hasta el momento.
El tema del sacrificio y la oculta identificación que se produce entre los
seres que participan en el drama piacular lleva a Julian Pitt-Rivers a consi-
derar que nuestra cultura es la única que verdaderamente vive, en profundi-
dad, las dos celebraciones más radicales que vertebraron antaño las dos
grandes civilizaciones: el sacrificio del Cordero sobre la que se edifica la del
Libro, la semita, desde Abraham y Mahoma hasta el Cristianismo y la in-
molación del Toro que nos conecta con todo el sustrato prerromano que ha-
bita el alma colectiva de los pueblos mediterráneos. Esta es la originalidad
de España: que en ella se ha preservado, enquistada en la religión católica,
la antigua religión del toro y, por eso mismo sigue existiendo sólo en Espa-
ña la raza de los toros bravos.
Pitt-Rivers, en su artículo póstumo «La conférence de Burg Wartenstein»
(2001) donde evoca la reunión mantenida en 1959, en ese bello castillo aus-
tríaco que le da nombre, del primer grupo de científicos sociales interesados
en la Antropología del Mediterráneo, escribía que, desde la perspectiva del
medio siglo que lo separaba del inicio de su preocupación por el entendi-

18.
Se trata de las Bienaventuranzas.
410 PEDRO ROMERO DE SOLÍS

miento antropológico de los pueblos mediterráneos, si tuviera que buscar


algo que expresara la unidad cultural entre todos sus pueblos ésta sería la im-
portancia religiosa del toro y el cordero. En este artículo Pitt-Rivers se pre-
gunta «si en épocas tan antiguas y en lugares tan diferentes como Micenas,
Knossos o Siria, el toro era uno de los elementos esenciales de los ritos re-
ligiosos ¿No resulta, cuanto menos, interesante constatar que hoy, en el si-
glo XX, cada fiesta religiosa española todavía se acompaña de ritos taurinos
de los que una gran parte son sacrificios?»19

Bibliografía

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Pitt-Rivers, J. 2002b. Capea en El Gastor. En Romero de Solís (ed.), Antropología de
la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, Revista de Estudios Taurinos, n.º 14-15.

19
A los lectores interesados en el proceso de construcción de la Antropología del Medite-
rráneo deben acudir a Bromberger, Ch. (2001) y a González Turmo, I. (2001).
PITT-RIVERS, UNA CONCEPCIÓN SACRIFICIAL DE LA TAUROMAQUIA 411

Pitt-Rivers, J. 2002c. Religión y toros. Defensa de la Tauromaquia en el Parlamen-


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Romero de Solís, P. (ed.). 2002. Antropología de la Tauromaquia. Obra completa
taurina de J. Pitt. Rivers. Revista de Estudios Taurinos, 14-15.
LA TORERÍA O LA DIALÉCTICA DE LO ESENCIAL
Y DE LO ACCESORIO

François Zumbiehl

No puedo sin emoción, pero también con la seguridad de que el haberle


conocido fue una gran suerte, evocar el recuerdo de nuestro amigo Julian
Pitt-Rivers. Guardo sobre todo la memoria de la elegancia, tanto de su figu-
ra como de su espíritu, de su intuición tan aguda, de la profundidad de su ob-
servación y análisis, siempre matizada por ese humor tan genuino. Y pienso
que de todas las cualidades propias de los toreros por los que sintió admira-
ción y simpatía, la que más, quizás, le corresponde es la torería.
¿En qué consiste la torería, si nos atenemos a las palabras de toreros, tau-
rinos, y aficionados? Obviamente es una cualidad esencial, marca inconfun-
dible del que es torero por dentro y por fuera, cuya definición, sin embargo,
resistiría al método socrático de investigación. De hecho no es «esa cosa sin
la cual» el toreo sería imposible; se trata más bien de un suplemento de alma
que se sitúa más acá o más allá del acto de torear, de un no sé qué substan-
cial, que sin embargo se manifiesta sobre todo en los detalles. Tratemos de
ver un poco más claro en el asunto.
Para un señor que fue ganadero y ahora tan sólo es un aficionado de so-
lera, todo es cuestión de tiempo; la torería más fina no se demuestra en la
médula de la suerte taurina, sino más bien en su preámbulo y en su remate:
«Lo más difícil de la torería para mí es entrar y salir de la suerte. La suerte
es muy bella y muy importante, pero la entrada y salida, nadie habla de ellas,
y para mí son fundamentales: ¿cómo se remata un muletazo, y cómo se co-
loca uno pa darlo, cómo se lia un muletazo con otro?... Todo eso es muy im-
portante».
414 FRANÇOIS ZUMBIEHL

También alude a la torería, sin tener necesidad de nombrarla, el último de


los Bienvenida, gloriosa dinastía torera, cuando puntualiza: «Una cosa que
nos ha marcado a los Bienvenida ha sido la colocación en la plaza». Un
grandísimo maestro de la misma generación, Pepe Luis Vázquez, escoge el
mismo criterio para enfatizar, en un modelo admirado, en ese caso Chicue-
lo, esa esencia de torero. Sin embargo en su evocación van unidos un ele-
mento objetivo, fácilmente perceptible, y una virtud mucho más inmaterial:
«Vi su colocación, y este aire que sólo tenían toreros tan buenos como él».
La torería es una cualidad intrínseca, anclada en la personalidad del artis-
ta, independiente de las vicisitudes de la actuación. Tan es cierto que se con-
funde con el arte de mantener la naturalidad en cualquier circunstancia. In-
cluso puede ser más patente en el fracaso que en el éxito, más pura de alguna
manera, y el aficionado que sabe percibirla tiene todas las razones para es-
tar orgulloso de su lucidez. Así lo comenta Pepe Luis: «Se puede estar con
un toro defendiéndose, pero naturalmente. Y no pasa nada; está uno en tore-
ro, y todos dicen: ¡Qué en torero ha estado!» Pero no es tan fácil determinar
si la torería pertenece al mundo de la sustancia o de la apariencia. Una joven
aficionada la relaciona con la pinturería, el talento de introducir filigranas en
el dibujo de las suertes, y supone: «que ser torero es una actitud», enten-
diendo por ello la capacidad de poner en énfasis, de cara al público, los ges-
tos básicos, exigidos por la técnica. Un maestro retirado, Santiago Martín El
Viti, afirma en el mismo sentido, hablando de estos detalles que hacen me-
lla en los espectadores: «Hay un día en que inspiradamente sabes vender
algo que crees que no tiene importancia y es lo que más fruto tiene. Con un
quite simple, o una media verónica sale la genialidad» (Zumbiehl: 132). Está
claro que ese impacto reside en lo discontinuo, no solamente porque los «de-
talles» se valoran más que cualquier conjunto, pero también porque todo de-
pende de «la capacidad de asombro que está en ese momento encerrada en
los espectadores» (Zumbiehl: ibid.). En todo caso está supeditado a una cier-
ta teatralidad en la plaza, lo que podría ser otra forma de concebir la torería.
Una vez más, al terminarse la lidia, el torero debe ser capaz de «vender su
actuación», subrayándola con el último desplante, como lo indica Santiago
Martín El Viti.
La torería no se limita a ciertos elementos o a ciertos momentos del jue-
go. Se trata más bien de una cualidad difusa cuya evocación es muchas ve-
ces elíptica: «Antonio Bienvenida... andaba de maravillas delante de los to-
ros» (Burgos 2000), dice escuetamente un artista, expresando su admiración
por un maestro de otra generación. Un viejo aficionado, dueño de un restau-
rante madrileño de ambiente taurino, se centra también en la figura de An-
tonio Bienvenida para intentar una definición. La torería es el sello particu-
lar y al mismo tiempo ese no sé qué que denota al torero de verdad; signos
inequívocos desde el primer instante, incluso antes de cualquier actuación:
LA TORERÍA O LA DIALÉCTICA DE LO ESENCIAL Y DE LO ACCESORIO 415

«Antonio Bienvenida hacía el paseillo y ya empuñaba el capote de una ma-


nera especial». Sigue una sarta de apuntes de muy diversa índole, que pu-
dieran parecer intrascendentes, pero que en realidad son una buena muestra
de «este conjunto de cosas» que constituye la torería.1 Detalles de buena
educación con la gente pudiente y humilde, elegancia moral y estética en
todo momento, perfecto conocimiento de la profesión, sobriedad del gesto…
Todo concurre a hacer evidente la torería: «Saludaba a la marquesa… y des-
pués tenía el gesto torero de saludar al torilero. Cogía las banderillas y era
como si cogiese un ramo de flores. ¡Tenía una elegancia! ¡Iba hacia el toro
partiendo de la barrera; ¡eso es torería! Iba y hacía… ¡pum!… y no era un
gran banderillero… Esos detalles de Antonio como, por ejemplo, dedicarle
el toro a un mozo de espadas, a un empleado de la arena, son magníficos ges-
tos de torería. El comportarse como torero en todos los detalles… Lo he vis-
to, después de una corrida, hacer callar a alguien que hablaba mal del Cor-
dobés…¡Qué detalle!».
Si se trata de «comportarse como torero en todos los detalles» entonces
los detalles serán, lógicamente, los reveladores. Los profesionales y los afi-
cionados no se privan del placer de enumerarlos, lo que les permite mostrar
la agudeza de su percepción y les dispensa de una visión más conceptual.
Sea como sea, la torería cubre todo el campo comportamental del torero,
dentro y fuera del ruedo. Ciertamente —nos dice este antiguo matador, pro-
fesor de la Escuela de Tauromaquia de Madrid—, la torería se demuestra en
la manera «...cómo hay que ir al toro, cómo uno va andando hacia la cara
del toro, y cómo puede salir uno, después, de la cara del toro [una vez ter-
minada la serie de pases]», insistiendo en la importancia del antes y el des-
pués del pase, como lo hacía el ganadero citado más arriba; pero más allá de
la actuación torera «la torería se manifiesta desde que sales del hotel y ha-
ces el paseo hasta el momento en que terminas y sales de la plaza». Se re-
conoce en el hecho de que el torero esté a gusto en todas sus actitudes, pase
lo que pase2. Nuestro interlocutor utiliza indistintamente dos fórmulas para
sostener sus afirmaciones, una fórmula condensada: «Es saber estar en la
plaza y saber andar». Y otra fórmula con observaciones de detalle, especial-
mente vestimentarios, intra o extra-taurinos: «Se trata de estar correctamen-
te situado en la arena, con el capote en el buen lugar —eso también es tore-
ría—, saber qué presencia se tiene con el traje, preocuparse por estar bien
vestido, por ceñirse correctamente la capa de paseo —esto también es tore-
ría—». Una reflexión sobre la importancia para el torero de no comportarse
como todo el mundo, incluso en la ciudad y, por ejemplo, de no mostrarse
en chándal en el hotel después de la corrida, le conduce a esta conclusión la-

1
«…Eso es la torería. Es todo un conjunto de cosas.»
2
«Se sale a hombros como se sale andando; eso es torería.»
416 FRANÇOIS ZUMBIEHL

pidaria: «El torero tiene que ser de los pies a la cabeza y delante del toro».
En este mismo sentido, un viejo ganadero andaluz, verdadero patriarca de la
tauromaquia, enumera con nostalgia los tres componentes de la torería que
la modernidad hace irremediablemente desaparecer y que se sitúan todos
más acá del oficio: la «personalidad», lo que hace que un torero pueda re-
conocerse inmediatamente por su aspecto exterior y sus actitudes —«que
huela a torero»—; la conversación apasionada y casi exclusiva sobre los toros;
en fin, «el orgullo de ser torero»: «Falta el orgullo que debe tener un torero.
Ese orgullo lo quiero para el torero. Ese orgullo de ser torero, de sentarse
como un torero, era una maravilla…» Volvemos aquí al resplandor evidente
del verdadero torero, de ser lo que es, en todos los momentos de su vida, aún
cuando no está en actividad: «El Papa Negro3 mostraba siempre torería
—subraya el dueño del restaurante antes mencionado—, y no le vi nunca to-
rear». Confirma su idea con otro ejemplo, típico, en el que se ve el estilo ad-
quirido en el ruedo desbordar sobre lo cotidiano: «Belmonte entraba aquí [en
el restaurante] y parecía que estaba haciendo el paseíllo».
¿Se enseña la torería? El profesor de tauromaquia debe responder a la
pregunta. En el toreo el arte —es bien sabido— hace parte de lo innato, «se
lleva en la sangre». Pero, nos dice el profesor: «Todo no consiste en estar de-
lante del toro con arte. Hay que estar delante de un toro con torería, con po-
der…» Esta calidad es, entonces, el coronamiento y la síntesis bienaventu-
rada de la inspiración y la técnica, y se manifiesta, sobre todo, en la facilidad
con la que uno asume los diferentes instantes y suertes de la lidia. Es tam-
bién el resultado de un conjunto de saberes comportamentales que el profe-
sor se esfuerza por inculcar a sus alumnos: saber colocarse, aprender a co-
ger la capa o la muleta, a caminar… todo ello con la elegancia que conviene.
Es el resultado, claro está, y, sin embargo, otra cosa aún. La enseñanza se li-
mita a revelar al joven sus posibilidades latentes: «Yo a los chavales intento
inculcarles todo esto, pero te repito que el que no lo lleva dentro... Pues
nada...» De nuevo la vieja fórmula de homenaje a lo innato, donde reside le
auténtico: «La torería hay que llevarla en la mente, hay que sentirla».
No es extraño que para Angel Luis Bienvenida la torería sea fruto de una
herencia. El maestro asegura, en efecto, que las técnicas, recetas artísticas y
comportamientos que modelan esta virtud profesional, la cual está más allá
de todas las demás, siendo consubstancial de la personalidad de un torero
digno de ese nombre, se transmiten de generación en generación, por imita-
ción o a través de la palabra. La convivialidad y, más aún, las discusiones
taurinas entre los matadores y sus cuadrillas, reunidos en los viajes —cos-
tumbre que nuestro interlocutor ve con tristeza desaparecer— son el mejor

3
Apodo de Manuel Mejías Bienvenida, el patriarca de la célebre dinastía torera.
LA TORERÍA O LA DIALÉCTICA DE LO ESENCIAL Y DE LO ACCESORIO 417

instrumento de esta lenta infusión: «Se aprenden muchas cosas en los co-
mentarios… todo aquello que hay que refinar para ser un torero grandioso.
Es allí dónde se forjan los grandes toreros, en las conversaciones… La tore-
ría nace de ello, de las conversaciones. Nace del comentario de un compa-
ñero con otro, con un banderillero…» Sin embargo esta virtud, adquirida por
la educación y el contacto con la gente del toro, entra en lo más profundo de
la intimidad del artista e irradia tanto en la manera general de dirigir la lidia
como en los más mínimos gestos. Ese mismo maestro, que concibe la tore-
ría ante todo como un fruto de la educación, dice a propósito de un joven
compañero cuya técnica y precisión admira: «...Ese sí se ha preocupado
siempre y ha tenido en el cuerpo una torería de mucha categoría».
Otro matador, Luis Francisco Esplá, tiene sobre el tema un punto de vis-
ta mucho más tajante. La torería es el suplemento decorativo —podríamos
decir la guarnición4— que el profesional puede permitirse cuando ha logra-
do lo esencial, o sea el dominio del animal. «Para que haya torería —dice—
fundamentalmente tiene que haber desahogo». Nótese que aquí, contraria-
mente a otras afirmaciones, torería y desahogo no son concomitantes. Éste
depende de los recursos técnicos y por lo tanto la precede y la condiciona.
El torero puntualiza: «La torería viene tras la hazaña, si no es pinturería».
Aunque le parece legítimo, y hasta necesario, subrayar con un remate visto-
so o con la gracia de un desplante una fase lucida , con el fin de afianzar el
recuerdo, ese gesto le parece un engaño, una vulgar fanfarronada cuando no
reposa sobre un fundamento: «Yo no puedo tirar el capote a la espalda, si
cuando he hecho el quite no he sido capaz de hacerlo con lucidez. Después
de todo eso se tolera la chulería. No sólo se tolera, sino es casi necesaria la
chulería, como diciendo: Bueno,¡ahí está! En la gastronomía se da mucho
eso: una mesa bien servida requiere además un comportamiento excepcional
del maitre. Lo que no puede el maitre es alardear si lo que está sirviendo es
mediocre. Sería un chalado. En los toros es igual: no se puede hacer alarde
de nada si antes no ha ocurrido ese algo. Con arreglo a la importancia de
cada lance esa torería se justifica. Si no, es pinturería que me parece rayar
en la frivolidad. Es una cosa hueca, vana, una puta de burdel».
Es tentador dejarle la última palabra al retoño de la gran dinastía taurina,
puesto que en sus reflexiones presenta la torería como la síntesis evidente de
la ética, la técnica y la estética, en resumidas cuentas como el fundamento
de todo acto taurino. Incluso puntualiza, llevando la contraria a los prece-
dentes análisis, que se trata de «poseer una técnica que esté siempre basada
en la torería…», la cual se manifiesta ante todo como una atención sin falla
para descartar cualquier riesgo: « ...Una torería de ayuda hacia el compañe-
4
La comparación con la gastronomía, que el torero utiliza en este momento de la entre-
vista, podría permitir ese término.
418 FRANÇOIS ZUMBIEHL

ro, de no estar distraído nunca en los momentos de la lidia, al contrario de


estar siempre pendiente de que, cuando haya una cogida, esté el capote de
un Bienvenida el primero allí puesto».
Una vez asentada sobre este altruismo ordinario, la torería puede verifi-
carse en aspectos colaterales : la técnica por supuesto, el dominio del con-
junto de las suertes que componen el juego taurino, la compostura —«cómo
hay que andar por la plaza, con el capote siempre aquí en la cintura, o reco-
gido en el brazo...»—; la colocación sobre todo —«en la pica, estar siempre
del lado izquierdo del caballo, partir siempre delante de la cabeza del caba-
llo…»— Sobre este tema, Ángel Luis Bienvenida hace hincapié en la obli-
gación de ocupar el lugar más favorable para hacerles el quite a los compa-
ñeros: «Y sobre todo hallarse dónde debe ser para los banderilleros, para
prever el caso de una resbalada o una cogida. Cuando un hombre cae al sue-
lo, tu capa tiene que estar ya allí para distraer al animal». Todo esto no es
otra cosa que la lección legada a sus hijos por el padre venerado, el famoso
Papa Negro: «¡Eso tenía unas exigencias tan toreras, tan bonitas, tan pro-
fundamente humanas!».
A fin de cuentas, tal como se concibe aquí, la torería, lejos de ser un lujo
formal o artístico, constituye la médula del torero, del hombre, del cristiano.
En todo caso, en las diferentes reflexiones recogidas, esta cualidad, aunque
ocupe sucesivamente el centro y la periferia del toreo, termina claramente
por pertenecer al reino de la esencia.

Bibliografía

Burgos, Antonio 2000. Curro Romero, la esencia. Barcelona: Planeta.


Zumbiehl, François. La voz del toreo. Madrid: Alianza Editorial.

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