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LA MUERTE Y EL MORIR

EN EL ANCIANO

Alfonso Blanco Picabia y


Rosario Antequera Jurado
La muerte y el morir en el anciano

Aunque morir es siempre un proceso individual, es también un


acontecimiento que afecta asimismo a aquellos que, de alguna
manera, se relacionan con quien ha muerto. La muerte adquiere
por consiguiente, una dimensión social. Pero, al mismo tiempo y
como consecuencia de ello, las actitudes y comportamientos que
cada persona adopta ante el hecho de la muerte, sea propia o sea
ajena, son el resultado de la conjunción, por un lado de las carac-
terísticas y circunstancias individuales y por otro, del concepto y
sentido de la muerte imperante en la sociedad de ese momento y
lugar.
Por ello, para comprender las actitudes que el anciano va a adop-
tar en un momento determinado ante el hecho de la muerte (ya sea
personalizada o sea ajena) se hace imprescindible analizar previa-
mente los conceptos y actitudes que socialmente se mantienen en
ese momento histórico y geográfico hacia la muerte y el morir. Esto
es así debido a que, como miembros de ese entorno social, también
esos conceptos y actitudes vigentes en una sociedad son, con segu-
ridad, compartidos en mayor o menor grado por cada uno de los
ancianos que en ella se encuentran.
Se hace así preciso reflexionar sobre el propio concepto de
muerte, sobre las actitudes que en nuestros días existen con res-
pecto a este tema y muy concretamente, sobre las que se dan ante
el hecho de morir en relación a los ancianos. Pero no es menos
importante conocer la actitud que tienen los propios ancianos
frente a la muerte (ajena o propia) y las variables que determinan
esas actitudes.

1. SOBRE EL CONCEPTO DE MUERTE

Entrar a analizar el concepto de muerte es intentar abarcar un


mundo casi infinito de posibilidades (Blanco Picabia, 1992a) que se
han intentado abordar adoptando muy distintas perspectivas. Por un
lado, lo que la ciencia y los conocimientos que de ella se derivan nos
aportan sobre su naturaleza. Por otro, la percepción, introyección y
recreación que cada individuo realiza de ese suceso objetivo y real
y que se convertirá en subjetivo en función tanto de las idiosincráti-

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cas características de personalidad de cada individuo, como de las


normas y conceptos vigentes en la sociedad en que viva esa perso-
na. Unas normas y conceptos que, en mayor o menor grado, son
compartidas por todos aquellos que forman parte de un mismo
marco cultural. Y tanto si nos centramos en el tema adoptando una
perspectiva como la otra, la muerte se muestra lo suficientemente
compleja, ambigüa y desconocida como para escapar una y otra vez
a todos los intentos de aprehenderla intelectualmente y de concep-
tualizarla.
Así y partiendo de que no hay una respuesta rigurosamente ajus-
tada y comúnmente aceptada a una definición de muerte (Blanco,
1993) e independientemente de los planteamientos personales que
ante la misma se puede adoptar, la acepción mas comúnmente acep-
tada (por lo evidente e innegable) es que la “muerte es la cesación o
el término de la vida” (Diccionario de la Academia de la Lengua
Española, 1992).
No obstante y a pesar de la aparente objetividad de esta defini-
ción, resulta confuso situar en el tiempo el tránsito de vida a muer-
te, el momento en que se produce radicalmente “el término de la
vida”. Esta dificultad proviene del hecho de que la muerte no se
produce en un instante preciso; es un proceso que va afectando
progresivamente a las distintas partes del organismo (Thomas,
1991). Lo cual hace difícil determinar el momento preciso en que
podemos decir que un sujeto está completamente muerto, que no
queda ninguna vida en su organismo. Así, por ejemplo, a pesar de
que se haya diagnosticado la muerte cerebral (uno de los criterios
médicos actualmente considerados como de mayor objetividad
para determinar la muerte del individuo) todavía existen en su
organismo células con su código genético único, irrepetible y total-
mente característico, que siguen multiplicándose y por tanto,
viviendo. De hecho, es frecuente comprobar cómo al producirse la
muerte cerebral se pueden mantener los órganos más importantes
del cuerpo en funcionamiento (con más o menos ayuda artificial),
posibilitando de esta manera la donación de órganos. Así como
podemos asistir también en muchos casos a la negativa de los fami-
liares a aceptar que el sujeto haya muerto alegando que todavía “se
le puede ver respirar”.

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Pero las dificultades de encontrar un criterio objetivo o una defi-


nición objetiva de muerte se multiplican cuando intentamos abordar
el concepto subjetivo y vivenciado de muerte. Desde esta perspecti-
va, la definición de muerte como “terminación o cese de la vida”
resulta insuficiente para abarcar en toda su complejidad lo que para
cada ser humano, independientemente del momento evolutivo en
que se encuentre, significa el hecho de morir. Basándose en ello, es
por lo que puede afirmar Charmaz (1980) que existen tantas mane-
ras individuales de conceptualizar la muerte como individuos. Una
idea que ya muchos años antes y mucho más bellamente había
expresado Unamuno (1912): “Dos entes vivos difieren en cuanto la
vida de ellos es distinta y como vivir no es lo mismo para los dos,
tampoco morir (que, por lo pronto, es dejar de vivir) significa lo
mismo”.
¿Cómo podríamos sistematizar y organizar la gran cantidad de
variables, informaciones y sentimientos que interactuando confieren
su inabarcable complejidad a la simple palabra muerte? Podríamos
intentarlo respondiendo a tres preguntas: ¿qué puede significar ese
concepto?, ¿dónde radica el fenómeno?, ¿qué la produce?, ¿quién es
el que muere?

I. ¿CUÁL ES EL SIGNIFICADO DE LA MUERTE?

Así, en función del concepto del que dotemos a la vida, adquiri-


rá la muerte un significado especial. Puede entonces ser entendida
como el principio de una nueva existencia, despojada del cuerpo
que la aprisiona o como el final de una etapa detrás de la cual no hay
nada, o al menos nada conocido.
Estos conceptos de muerte son tan sólo una muestra de los posi-
bles planteamientos que, de manera amplia y difusa, el hombre
adopta ante la muerte. Pero hay asimismo que tener en cuenta que
estos conceptos van a adquirir matices diferentes al ser asimilados
por cada individuo concreto. Se hacen así precisas varias puntuali-
zaciones a este respecto:
• La primera distinción que se hace aquí necesaria es diferen-
ciar entre el concepto que cada uno de nosotros tiene de lo

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que es la muerte en general (como evento que afecta a todo


aquello que nos rodea pero que sólo nos afecta de una
manera más o menos indirecta) y el concepto de esa misma
muerte cuando es puesta en relación con uno mismo (lo que
ocurre con mayor frecuencia cuando el sujeto llega a la
vejez). Fruto de esta distinción, el concepto personal de
muerte se torna paradójico (Thomas, 1991): la muerte en
general, en abstracto, ajena, se acepta como algo cotidiano
pero sin embargo, cuando atañe a lo personal, siempre pare-
ce lejana, sobre todo en la juventud (son “los otros” los que
mueren).
La muerte se acepta a nivel consciente y racional como un hecho
natural pero se vivencia en lo personal como un accidente, arbitra-
rio e injusto, para el que nunca estamos preparados. Ni a pesar de
que, como es el caso de los ancianos, se sea consciente de su mayor
proximidad y posibilidad de ocurrencia. La muerte es concebida
como algo aleatorio, indeterminable ya que no sabemos el cúando
ni el cómo ni, sobre todo, el por qué. Pero el progreso de la estadís-
tica, los avances médicos y la difusión de conocimientos biológicos
y epidemiológicos nos hacen creer que podemos estimar el momen-
to en que “probablemente” ocurra y que con frecuencia (y quizás
como manera de defendernos de la angustia que nos provoca) se
suele relacionar con la edad provecta.
La muerte es universal; todo lo que vive está destinado a perecer
o a desaparecer (lo que de alguna manera trivializa el acto de morir).
Pero es también única ya que la muerte constituye para cada uno de
nosotros un acontecimiento sin precedentes y que no se ha de vol-
ver a repetir.
• El segundo aspecto que hemos de considerar es que la muerte
es un fenómeno multidimensional que, por ejemplo, para Folta
y Deck (1974) comprende al menos tres aspectos:
la muerte como proceso; es decir, la agonía (o el proceso de
morir).
la muerte como acto; concepto abstracto de finalidad, el acto
final de la vida del hombre (la muerte propiamente dicha).

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la muerte en cuanto que entraña unas consecuencias; fenó-


meno metafísico que supone el final de algo o el principio de
otro “algo” para el fallecido (el más allá de la muerte).

II. ¿DÓNDE RADICA LA MUERTE?

Si aceptamos que el hombre es un ser bio-psico-social, la muer-


te igualmente debe de ser considerada simultáneamente como ubi-
cada en cada una de esas vertientes (Thomas, 1991):
• Muerte física que afecta al cuerpo entendido como un con-
junto de órganos y sistemas integrados y en equilibrio y que
culmina con la aparición del cadáver y todo el proceso de la
tanatomorfosis (enfriamiento, rigidez, livideces, putrefacción y
estadio final de mineralización)
• Muerte psíquica, que tiene lugar cuando el hombre deja de
tener irreversiblemente conciencia de su propia existencia
como ser independiente y racional (como es el caso de sujetos
demenciados).
• Muerte social, que se produce cuando se ha perdido el reco-
nocimiento social de persona, ya sea porque pasa a ser trata-
do como si ya hubiera muerto (moribundos en centros hospi-
talarios), como un número (presos en instituciones penitencia-
rias), como seres sin capacidad de decisión propia (enfermos
mentales en hospitales psiquiátricos, deficientes mentales, ...),
como un ser que al estar sólo físicamente presente y activo, de
facto pasa a la categoría de objeto. Sin embargo, no siempre
son los demás los que determinan la muerte social de algunos
de sus miembros sino que a veces es el propio individuo el que
determina su propia muerte social al considerar que ha dejado
de ejercer un papel en la misma y que ya no forma parte de su
comunidad, o cuando se retira por unos u otros motivos, de la
vida social (Como quien ingresa en una orden religiosa con-
templativa, el depresivo que trata de permanecer en su cama
al margen de todo y de todos, el anciano que tras la pérdida
de su cónyuge decide encerrarse en casa con sus recuerdos y
“morir” para todo lo demás, etc.)

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III. ¿QUIÉN O QUÉ GENERA LA MUERTE?

En función del agente que la causa, la muerte puede ser conce-


bida:como algo interno e intrínseco, que procede del propio orga-
nismo y con la que, en cierto modo y aunque parezca paradójico
“convivimos” desde que nacemos o, como algo que procede de
fuera, que siempre representa un accidente, algo que nos llega.
Concepción ésta de características más “tranquilizadoras” ya que sig-
nifica que se puede intentar evitar o al menos retrasar su acontecer,
si se abandonan determinados comportamientos, se introducen
otros, se evitan situaciones de riesgo, o si se desarrollan lo suficien-
te los conocimientos científicos.

IV. ¿QUIÉN ES EL QUE MUERE?

Como señalan Kastenbaum y Aisenberg (1976), podemos dife-


renciar dos perspectivas que resultan determinantes a la hora de con-
ceptualizar la muerte; según se plantee la muerte del prójimo o la
muerte propia. Afirmando que el hombre desarrolla antes la idea de
la muerte ajena que la propia, ya que esta última supone la extrapo-
lación de hechos o sucesos de los que no hemos tenido experiencias
(la muerte del prójimo), al concepto en abstracto de muerte (en el
que se incluye la muerte personal).
Es esta incapacidad para percibir nuestra propia muerte la que
lleva a algunos autores (Rojas, 1984) a afirmar que el hombre conci-
be la muerte como inevitable, pero irreal (ya que es algo que perci-
bimos en el otro, pero que en relación a cada uno no tiene realidad
puesto que al no poder vivenciarla directamente en la realidad no
tenemos conciencia de ella).
En cualquier caso queda claro que la manera de entender y con-
ceptualizar la muerte (y por tanto, de comportarse ante ella) es muy
distinta pra cada anciano. Variará según se plantee la muerte como
un fenómeno existencial (el fin), que la piense como un fenómeno
natural (la terminación de un ciclo) que la piense como muerte de
los demás (la pérdida y/o el vacío) o que esa muerte sea planteada
como un fenómeno personal, como muerte propia, como la pérdida

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de todo lo que se es y se tiene para cambiarlo por algo absoluta-


mente incierto. Planteamientos y conceptos éstos que no son perma-
nentes ni inmutables ni siquiera para cada ser humano, ya que en
cada momento se mueve con uno de ellos saltando inconsciente-
mente a otro cuando el primero le resulta excesivamente angustian-
te o molesto (Blanco Picabia, 1992).

2. EN RELACIÓN A LAS ACTITUDES GENÉRICAS ANTE


LA MUERTE EN NUESTROS DÍAS

Las actitudes que el hombre concreto mantiene hacia la muerte


y muy particularmente a medida que ese hombre concreto va
teniendo más años, han sido en gran parte, introyectadas según sus
propios y particulares mecanismos psicológicos a partir de las exis-
tentes en la sociedad (Blanco Picabia, 1992). Así pues, antes de
pasar a analizar las actitudes individuales y concretas que cada per-
sona adopta ante la muerte es conveniente considerar (aunque sus-
cintamente para no alejarnos de nuestro tema) tanto los elementos
que pudieran intervenir como determinantes de esas actitudes como
en lo que se refiere a las más comunes e influyentes de ellas: la
negación y el miedo hacia el hecho de la muerte. Pero ello siempre
sin olvidar que dichas actitudes responden a una serie de movi-
mientos sociales. Algo que ya fuera mágnificamente analizado por
Feifel (1977).
Al reflexionar sobre las actitudes concretas e individuales que
cada persona adopta ante la muerte, hemos de reparar necesaria-
mente en algunos de los aspectos que las determinan:
En primer lugar, la imposibilidad de hablar de una actitud obje-
tiva ante la muerte, a ninguna edad, ni en ningún momento ya que,
como subrayara Freud (1918) la muerte propia es inimaginable y, por
ello, en lo inconsciente, todos estamos “convencidos” de nuestra
inmortalidad.
En segundo lugar, la influencia que las circunstancias personales
y el contexto situacional en los que el sujeto se encuentra ejercen
sobre sus particulares actitudes ante la muerte. Circunstancias de las

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que destacan, por su importancia, fundamentalmente dos: según el


sujeto se plantee la muerte propia o la de otra persona (y aún en este
caso variará si se trata de una persona querida o no) y según el suje-
to se encuentre en una situación en la que se enfrenta directamente
con la muerte (cuando hay un peligro inminente) o en una situación
en la que se piensa acerca de la posibilidad de la muerte en general
y remotamente.

En tercer lugar, los planteamientos y expectativas que cada uno


mantenga con respecto a la muerte y que van a determinar sus acti-
tudes ante la misma. Expectativas y actitudes que Blanco Picaba
(1992) sistematiza de la siguiente manera:
planteamiento existencial, en el que la muerte esta permanente-
mente presente en la vida intelectual del sujeto constituyendo
uno de los pilares sobre los que elabora sus proyectos y en los
que fundamenta su comportamiento y sus actitudes ante la vida;
planteamiento de la muerte como un fenómeno natural pero
ajeno a los intereses directos e inmediatos del que habla, con lo
que se intenta eludir la esencial del problema (como intento o
forma defensiva evasiva). Algo como lo que ocurre cuando se
afirma que “la gente se muere”;
planteamiento de la muerte como un hecho personal, subjetivo y
vivido, que realmente pudiéramos denominar “autentico” y que
consistiría en aceptar la muerte como algo propio y siempre
actual. Bajo este planteamiento se encontraría una concepción
de la muerte como algo inexorable, personal, privado e intrans-
ferible, que está ante cada persona continuamente y que, por
ello, supone ser un factor causante de angustia permanente que
puede tratar de evitarse bien ignorando, o bien tratando de racio-
nalizar esa realidad.

I. ¿CUÁLES SON LAS ACTITUDES ANTE LA MUERTE MÁS COMU-


NES Y DETERMINANTES EN LA EXISTENCIA HUMANA?

Tales factores psicosociales, históricos, económicos, etc. han lle-


vado a que la actitud social más extendidamente adoptada ante la

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muerte sea la de la negación. Una actitud que se manifiesta a través


de muy distintas conductas: el escamoteo de la muerte, del mori-
bundo y del cadáver, la criogenización, el lenguaje eufemístico utili-
zado para referirnos a la muerte, las conductas de alto riesgo, el fune-
ral ... o las propias actitudes que actualmente se mantienen hacia los
ancianos (Petiner, 1977-78).

Son varios los aspectos relacionados con la muerte y el morir que


elicitan por igual miedo y ansiedad. Estas emociones pueden referir-
se a distintas facetas del mismo fenómeno. Así puede plantearse el
miedo a la muerte propiamente dicha, o al morir, o a lo que ocurra
después de la muerte. Y todo ello, nuevamente, adquirirá connota-
ciones distintas en función de que sea plantee en relación a uno
mismo o a los demás.

Así, el miedo a la muerte ha sido interpretado como el temor


más básico que experimenta el ser humano, del que derivan los res-
tantes miedos a través de su asociación directa o genérica con la
muerte. Y es tan importante este miedo que en muchas ocasiones
son utilizados para camuflarlos y hacerlo menos angustiante otros
miedos condicionados que son socialmente más aceptados que el
propio miedo a la muerte. Síntomas tales como el insomnio, la
depresión, manifestaciones somáticas, etc., pueden constituir la
única manifestación del temor a la muerte (Kastenbaum y Costa,
1977; Campbell, 1980; Lonetto y Templer, 1986). Quizás, en este
sentido, el principal temor asociado a la muerte es el de dejar de ser.
Algo justificable por el hecho de que el hombre no se puede imagi-
nar a sí mismo en un estado de “nada”. Además, el dejar de ser
representa la separación definitiva de las personas a las que nos
unen vínculos afectivos y en muchas ocasiones dan sentido a nues-
tra existencia.

Por otro lado, la muerte del otro se asocia con la idea de pérdi-
da que hace que la muerte de ese ser que “se le ha muerto a uno”
implique la pérdida de algo que uno “tiene” y “quiere” con algo de
uno mismo. Algo que, por consiguiente, hace que cada muerte se
convierta en una merma, en una forma de muerte parcial de uno
mismo.

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Por si fuera poco, cuando se trata del miedo al morir propio, se


incluye la perspectiva del sufrimiento. De forma que la posibilidad
del dolor físico convierte el morir en un suceso aún más aversivo.
Pero también se teme que la integridad personal, la autonomía y la
independencia se vean comprometidos y ello ocasione la pérdida o
disminución de la capacidad para satisfacer las necesidades perso-
nales que tendrán que ser cubiertas por los demás. Por lo que el
miedo a la muerte se convierte en un miedo que lleva asociado el del
miedo a la pérdida de dignidad. Finalmente, hemos de referirnos a
los sentimientos y ansiedad que la pre-visión del propio cuerpo
muerto, el cadáver propio, suscitan en la persona (Santo Domingo,
1976). Un miedo asociado al temor al despedazamiento del cuerpo,
reavivado actualmente por la difusión (en muchos casos a través de
películas o ciencia-ficción) del posible mercado de órganos para
trasplantes.
Cuando el morir ocurre a nuestro alrededor, en una persona
conocida o querida, generalmente va asociado a un doble sufri-
miento. Por una parte, sufrimos al ver cómo otra persona se deterio-
ra y sufre. Pero si además, esa persona es alguien cercano y querido,
que constituye una parte de la vida propia, su proceso de muerte,
despierta en nosotros la idea de la muerte y de la desintegración pro-
pia, ya que una parte de nosotros, muere con él y constituye una pér-
dida o muerte parcial en el presente, que además nos anticipa nues-
tro propio futuro.
La última faceta del miedo a la muerte, es el miedo a lo que
pueda ocurrir después de la muerte, un miedo que se fundamenta en
el miedo al castigo y a la idea de que debemos pagar nuestros peca-
dos e infracciones que puede hacer que tengamos una existencia
desgraciada en “el más allá” (motivada por el rechazo eterno de
Dios). Mientras que el miedo al más allá referido a otra persona, se
plantea en dos formas de temor fundamentales: el miedo a que el
espíritu de la otra persona nos pueda infringir algún daño en nuestra
vida cotidiana (relacionado con el sentimiento de culpabilidad y en
estrecha ligazón con el miedo a los muertos) y la creencia de que tal
y como nosotros cumplamos y seamos fieles a los últimos deseos y
necesidades del fallecido, nuestros supervivientes se comportarán
con nosotros cuando nos llegue la hora.

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3. ACERCA DE LAS ACTITUDES SOCIALES ANTE LA


MUERTE DEL ANCIANO

Si bien es cierto que el ser humano nunca llega a percibir la


muerte como algo normal, es precisamente la muerte del anciano la
que se tolera y acepta como un hecho más natural... generalmente
por parte de los demás, de los más jóvenes (Blanco Picabia, 1990).
Algunas de las causas que se han apuntado para explicar esta mayor
facilidad y naturalidad con que se suele aceptar por parte de los
demás la muerte del anciano son las siguientes (Lester, 1967; Blanco
Picabia, 1992b):
El distanciamiento cada vez mayor entre los estilos de vida y
las modas que imperan culturalmente y que imponen en la socie-
dad los más jóvenes y aquellas normas de vida que generalmen-
te conservan los ancianos, unas veces porque son las que prefie-
ren y otras porque son las únicas que les están permitidas. Todo
esto facilita la no identificación de los más jóvenes con la muer-
te de personas para ellos muy distintas y distantes de su mundo
físico y espiritual. El hecho de que el anciano esté habitualmen-
te más apartado de la dinámica diaria habitual tanto del joven
como del adulto, puede causar la impresión de que en parte estu-
viera ya un poco perdido ... o muerto a los ojos de los demás, el
deterioro que habitualmente sufren muchos de los ancianos antes
o después, aparentemente desvaloriza y hace menos apetecible y
deseable la existencia y por consiguiente, convierte en aparente-
mente menos trágica su pérdida.
Otra evolución de importancia en este contexto es el predo-
minio de la familia “nuclear”, es decir, de una familia que consta
solamente de padres e hijos (Santodomingo, 1976). En estas cir-
cunstancias, los ancianos ocupan un puesto menos central en las
vidas de sus hijos. Su muerte, al sobrevenir (Por lo general tras una
larga enfermedad), no afecta emocionalmente a la familia o al
entorno social en el mismo grado en que pudo hacerlo antaño.
Por otra parte, la sensación de que los ancianos ya han vivido
hasta el final y plenamente la propia vida hace que sus supervi-
vientes acepten su muerte más tranquilamente. En cambio cuan-
do muere un niño o un/a esposo/a jóvenes, se tiene la impresión

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Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

de que algo queda inacabado, de que al fallecido se le ha robado


la vida y de que los supervivientes han sufrido una pérdida mayor
que en el caso del anciano que generalmente tiene menores res-
ponsabilidades sociales de todo tipo, quienes le rodean tienen
una menor dependencia de él y sus descendientes tendrán, pro-
bablemente, mayores posibilidades de sobrevivir por sí mismos
que cuando el que muere es una persona joven. Por otra parte, la
muerte en estas edades supone la confirmación del hecho que
consideran las personas más jóvenes como “normal”: que la
muerte es cosa de viejos. Una idea que les es útil porque les per-
mite sentirla más lejos de ellos. De alguna forma, la pérdida de la
vida del joven es vista como la pérdida de algo necesario y útil,
mientras que la de anciano es, frecuentemente, vivida como la
pérdida de algo necesario, de un lujo, un antojo ... o una carga.
Todo esto ocasiona el que ante la muerte de la persona de edad
avanzada, quienes viven la situación (estén o no vinculados a ella),
se identifiquen, no ya tanto con el hecho de la muerte o con quien
está en trance de fallecer, sino con sus allegados. Son ellos quienes
han sufrido o van a sufrir una pérdida y quienes experimentan un
dolor y un sufrimiento por ello, que es lo que realmente remueve
los sentimientos de esas personas de su entorno.
Pero todas estas actitudes y comportamientos varían ostensi-
blemente cuando en lugar de plantearnos la muerte de los ancia-
nos en general, hemos de pensar en la muerte de nuestro “abue-
lito”, nuestro “anciano padre” o nuestra “anciana madre” o, en
definitiva, de nuestro “querido anciano”. La idea de una pérdida
que, como la de la muerte propia, el ser humano intenta relegar
de la conciencia (Blanco Picabia y Antequera, en prensa). En este
sentido, las diversas investigaciones realizadas al respecto mues-
tran una y otra vez que la muerte de un progenitor tiene la capa-
cidad de ejercer un intenso impacto emocional sobre su hijo
adulto, generándole por lo común reacciones de intenso males-
tar, estrés y/o depresión (Bunch y Barraclough, 1971; Horowitz,
Krupnick, Kaltreider y cols, 1981; Birtchnell, 1975). Unas reac-
ciones que resultan especialmente problemáticas si previamente
existían conflictos en la relación padre-hijo que no fueron ade-
cuadamente resueltos (Kowalski, 1986). Existe, sin embargo, una

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excepción a todo lo dicho y es el hecho de que el impacto emo-


cional que, por lo general, ocasiona la muerte de un familiar
anciano, se mitiga cuando éste ha sufrido previamente una dolo-
rosa y prolongada enfermedad. Esto es así porque, en estos casos,
la muerte es considerada como el medio de alcanzar una mere-
cida paz y tranquilidad.

4. SOBRE LAS ACTITUDES DEL ANCIANO FRENTE A LA


MUERTE DE LOS DEMÁS

Nuevamente nos encontramos con una diferenciación esencial:


no es la muerte la misma cosa cuando la referimos a “las personas”,
“la gente” que cuando se trata de personas queridas. Son distintas las
actitudes de cualquier persona y mucho más del anciano, según
quién sea el fallecido.

I. ¿CÓMO AFRONTA EL ANCIANO LA MUERTE EN UN SENTIDO


GENÉRICO?

Como dijimos anteriormente, es claro que el hecho de que las


actitudes ante la muerte que pueda adoptar una persona están fuer-
temente determinadas por el concepto que ese individuo mantenga
hacia la misma. Un concepto que, lógicamente, ese sujeto ha ido
configurando y modificando a lo largo de su desarrollo evolutivo.
Así, después de todo un ciclo a lo largo del cual se han ido asi-
milando criterios, experiencias y sentimientos, es en la vejez cuando
parece que se llega a aceptar la muerte como un proceso natural,
como algo inevitable (Rubio Herrera, 1981). Una creencia que ha
ido haciéndose más extensa conforme iba incrementándose la edad.
Así, al cambio del tiempo y en comparación con otros grupos de
edad (y pese a lo que se suele suponer comúnmente) la mayoría de
los ancianos suelen poseer una orientación activa hacia la muerte y
no están de acuerdo con la idea de que se deba ignorar y no hacer
planes en relación a ella (testamento, funerales, ...). Ello sería posible
merced a que la muerte parece que podría plantearse para ellos
como algo menos terrible que a los jóvenes.

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Pero las personas ancianas no sólo tienen una percepción de la


muerte propia como la de algo más inminente, sino que a lo largo de
su existencia, con seguridad, habrán tenido mayores contactos con per-
sonas que han muerto y/o con el proceso terminal de muchos sujetos
enfermos (Urraca, 1985). La muerte del otro se convierte entonces para
el anciano en el punto de partida sobre el cual imagina o fantasea acer-
ca de cómo será su propia muerte. De esta manera se va preparando
para su proceso de “ser en la muerte”. Así es como se explica su fre-
cuente curiosidad en la materia, su querer saber cómo vivieron la muer-
te sus compañeros, su interés sobre todo por saber si sufrieron, si falle-
cieron dignamente, etc. (Thomas, 1991). Por otro lado, se ha señalado
que las pérdidas que a lo largo de su existencia puede haber venido
acumulando en los ámbitos personal y social pueden también ocasio-
nar el que cada nueva muerte signifique un aumento de su empobreci-
miento y de su soporte en la vida, ya sea afectivo o biológico (Blanco
Picabia, 1990). Por ello no será tanto la idea de la muerte como la de
pérdida la que con más intensidad suela afligir al anciano.

II. ¿CÓMO ASUME EL ANCIANO LA MUERTE DE LAS PERSONAS


QUERIDAS?

En este sentido, de manera genérica, se acepta que es la muerte


del cónyuge la que despierta mayor ansiedad en el anciano. Esta
muerte representa para el anciano no sólo la pérdida emocional y
afectiva ligada a la desaparición de una persona a la que puede
haber estado profundamente unido durante un largo periodo de
tiempo, sino que también representa para unos la ruptura sólo con el
rol de esposo o esposa, y para otros la pérdida de su ya único rol en
la vida con lo que constituía la única forma de identidad social que
le restaba al individuo. De ahí la aparición de cuadros de depresión
y ansiedad, de desorientación y de falta de sentido y de propósito de
vida, que a partir de ese momento expresan con frecuencia los ancia-
nos. Cuadros por lo general que, en estas edades, son más desola-
dores y prolongados que en otras edades.
No obstante, también hemos de reseñar nuevamente cómo, en
muchas ocasiones, la existencia de enfermedades previas puede hacer
que el anciano prevea con anterioridad la posibilidad de que la muer-

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te de su compañero ocurra en un futuro próximo (O’Brian, 1990-91),


en lo que sería una especie de “anticipación de la muerte” que le podría
ayudar a mitigar las posteriores reacciones emocionales, una vez que se
hubiera producido el fallecimiento (Ball, 1977; Rando, 1986).
Pero, si es trascendente e importante para él la muerte del cón-
yuge, el anciano experimenta la misma o mayor intensidad ante la
muerte de un hijo. Se trata de un acontecimiento considerado como
una de las pérdidas más dolorosas jamás experimentada en sus vidas
(Littlewood, 1992). La muerte del hijo en edad adulta rompe, desde
la perspectiva del anciano el orden natural de las cosas, que es la de
que los padres mueren antes que los hijos. Y al mismo tiempo, des-
truye la fantasía de inmortalidad que los padres depositan en las
generaciones sucesivas.
A pesar del fuerte impacto que la muerte de seres queridos puede
ejerce en la población anciana, distintas investigaciones empiezan a
poner de manifiesto que, en ocasiones, son desproporcionadamente
mayores las expectativas y preconcepciones que la población e
incluso los profesionales de la salud mantienen sobre las extremas
reacciones tanto fisiológicas como psicológicas esperables en los
ancianos en esta situación, que las que real y objetivamente se pro-
ducen (Wortman y Silver, 19889). Se pone de manifiesto además
que, a pesar del impacto que estas muertes ejercen sobre la salud y
el equilibrio del anciano especialmente en las primeras semanas, el
anciano es también capaz de desarrollar estrategias de afrontamien-
to que le permiten superar este estado, sobre todo cuando se le pres-
ta la ayuda precisa (Borstein, Clayton, Halikas y cols, 1973; Lund,
Caserta y Dimond, 1986). Incluso parece ser que las expectativas
previas que desarrollan los propios ancianos sobre cuáles pueden ser
sus posibilidades de recuperarse de la muerte inminente de una per-
sona querida (especialmente si se trata del cónyuge) son más negati-
vas y pesimistas que las que son realmente capaces de desarrollar
cuando ya se ha producido la muerte (Caserta y Lund, 1992). Dicho
de otra manera, una vez que el anciano tiene que afrontar la pérdi-
da de un ser querido, lo hace con mucha más eficacia de lo que el
mismo habría esperado, debido a que pone en marcha y utiliza
recursos (tanto internos como externos) de los que no tenía conoci-
miento o a los que no valoraba como útiles con anterioridad.

299
Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

Por otro lado, no debemos olvidar como tantas veces ha sido


referido, el hecho de que las circunstancias personales y las redes de
apoyo social y emocional con las que cuente el anciano, van a repre-
sentar un factor decisivo y determinante de las actitudes, la intensi-
dad y las características del impacto que la muerte de los demás
pueda ejercer sobre él mismo. Durante el matrimonio, los sujetos res-
tringen muchas de sus actividades sociales por la dificultad de com-
patibilizarlas con sus familias. Así, el esposo/a se convierte en la prin-
cipal fuente de apoyo. Cuando el cónyuge muere, los amigos suelen
constituir para los ancianos la principal fuente de compañía e inclu-
so de bienestar. Por ello cuando uno de ellos muere, aparece funda-
mentalmente un sentimiento de pérdida unido a una toma de con-
ciencia del propio envejecimiento, y a la actualización del conoci-
miento de la propia mortalidad, pero también a la adquisición de
una mayor valoración de la vida (Roberto y Stanis, 1994).
Connotaciones especiales adquiere la muerte cuando los ancia-
nos se encuentran en una institución, ya que en ellas no sólo perma-
necen durante un largo periodo de tiempo sino que, además general-
mente, se encuentran muy mermadas sus relaciones con el exterior.
Por ello, la muerte de otro residente significa para el anciano la rup-
tura de una parte importante de sus escasas relaciones cotidianas.
Thomas (1991) refiere que los ancianos institucionalizados reaccio-
nan ante la muerte de sus compañeros de manera bastante uniforme “es
una curiosa mezcla de pena, tristeza, de cólera (sobre todo ei el mori-
bundo ha sufrido), de alivio (si la agonía fue ruidosa, si el que murió
estuvo perturbando durante mucho tiempo el funcionamiento asisten-
cial del establecimiento), e incluso de satisfacción fatalista (“al menos
yo sigo estando vivo”)”. En cualquier caso, una vez más, también las
actitudes del anciano ante la muerte de un compañero residente van a
depender del grado y del tipo de relación que mantuviera con él, de la
personalidad del fallecido y de las circunstancias de su muerte (Matse,
1975). Así, en las instituciones la muerte es peor soportada cuando el
fallecido era una persona alegre y jovial. También cuesta más trabajo
aceptarla cuando es una muerte repentina que cuando el sujeto pade-
cía una larga enfermedad. De cualquier modo y en casi todos los casos,
la muerte de un residente despierta un estado de depresión y ansiedad
en el resto de los ancianos ya que les hace pensar en su propia muerte
(“¿quién será el próximo? ¿quizás yo?) (Matse, op. Cit.).

300
La muerte y el morir en el anciano

5. SOBRE LAS ACTITUDES DEL ANCIANO FRENTE A SU


PROPIA MUERTE

La variedad de concepciones sobre la muerte que hemos expues-


to justifica la disparidad igualmente constatada en los diversos traba-
jos con respecto a las actitudes que ante la muerte adoptan los pro-
pios ancianos. Así, la bibliografía no sofrece un amplio surtido de tra-
bajos significativos en relación a las actitudes con las que habitual-
mente los ancianos se enfrentan a su propia muerte. y muy particu-
larmente, a la polémica de si el temor de los ancianos a la muerte es
superior o inferior al de las personas de otros rangos de edad. Estos
dos aspectos son los que ahora nos ocupan.

I. LAS ACTITUDES DE LOS ANCIANOS ANTE SU PROPIA MUERTE

Como es lógico, muchas son las posibles actitudes que podemos


encontrar y que de hecho ponen de manifiesto los diferentes traba-
jos. Sigue vigente por su utilidad para la sistematización aquella que,
genéricamente clasifica estas actitudes en 4 grandes categorías y que
fueron propuestas Martin en 1976:
actitud de indiferencia: “era normal que un día sucediera...” “A
todos nos toca”, “Yo ya soy demasiado viejo”.
actitud de temor, quizás no tan ligada a la muerte como a todo
aquello que la precede (temor al dolor, al sufrimiento inútil, ...).
actitud de descanso experimentado sobre todo por personas que
han sufrido mucho en su vida o que padecen una enfermedad
crónica. La muerte, entonces, es esperada como el final de los
sufrimientos.
actitud de serenidad, el anciano tiene conciencia de haber vivi-
do una existencia plena, de haber sido útil a los demás.
De todas ellas y como comentaremos más adelante, se conside-
ra como la que con mayor propiedad caracteriza a los ancianos, el
adoptar una orientación activa hacia la muerte, producto de la mayor
aceptación que a estas edades se produce del hecho de morir, tanto
a niveles genéricos (la muerte de los demás) como particulares (la
muerte propia y/o de seres queridos).

301
Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

II. ¿TIENEN LOS ANCIANOS EL MISMO MIEDO A LA MUERTE


QUE PERSONAS DE OTRAS EDADES?

Dentro de las posibles actitudes ante la muerte, no cabe duda de


que miedo y ansiedad son las dos más importantes y con una mayor
capacidad de influencia sobre la vida de las personas. Ello es lo que
justifica el que uno de los aspectos mas referenciados en los distin-
tos estudios realizados en relación a las actitudes de los ancianos
ante su propia muerte personal, sea su orientación activa hacia la
misma y la aparentemente escasas ansiedad y temor que ese fenó-
meno les suscita (Kubler-Ross, 1975; Marshall, 1978). Así, se llega a
afirmar que los ancianos aceptan más y mejor que los sujetos de
otras edades la muerte en general y su propia muerte en particular.
En principio, la hipotética menor intensidad del temor a la muerte
en las personas mayores de 65 años podría justificarse, según el clási-
co trabajo de Kalish (1976) como consecuente de tres circunstancias:
La disminución del valor que socialmente, hoy se le da a sus
vidas y que el propio anciano también asume y comparte,
haciéndole reconocer lo precario de su futuro y las limitaciones
que progresivamente le esperan a todos los niveles (afectivo, eco-
nómico, etc.). Pérdida de valor que se acrecienta aún más al
observar la escasa repercusión que la muerte de otros ancianos
tiene sobre las personas que los rodean (Particularmente esto es
así en los ancianos que residen en instituciones).
En función de las expectativas que, como consecuencia de la
media de vida existentes en su medio y momento histórico, los
ancianos van asumiendo y que les hacen tener conciencia de
que se acercan al límite. Es decir, la sensación y el conocimien-
to de que ya han vivido “lo suyo”, cuanto les correspondía.
Lo que se ha llamado la “socialización de la muerte”. Un térmi-
no que presupone que el sujeto se habrá ido haciendo a la idea
de que se ha ido aproximando su hora, a medida que iba viendo
morir a los demás.
Pero aunque esta menor ansiedad ante la muerte ha sido sistemá-
ticamente constatada en varios estudios (Kastenbaum, 1969; Kalish y
Johnson, 1972; Feifel y Brascomb, 1973; Thorson y Powell, 1988), son

302
La muerte y el morir en el anciano

también varias las interpretaciones alternativas que se han apuntado.


Así por ejemplo, Feifel y Branscomb (1973) puntualizan la necesidad
de diferenciar tres niveles de conciencia en las respuestas del sujeto
ante su muerte: a) nivel consciente (cuya respuesta dominante ante la
muerte es la de rechazo); b) nivel imaginario (respuesta ambivalente)
y c) nivel inconsciente (respuesta predominantemente negativa). Y
que podría darse la circunstancias de que cada uno de estos tres nive-
les pudiera tener contenidos contradictorios con los demás.
La actitud positiva ante la muerte y la mayor acomodación al
hecho de su extinción personal que (Para algunos) presentan los
ancianos, se pueden producir tanto a nivel consciente como de fan-
tasía. Pero a niveles inconscientes, los datos apuntan en el sentido de
que en el anciano aparece la misma ansiedad que a otras edades. Por
tanto, la actitud ante la muerte presentada por “los ancianos” es el
resultado de un balanceo entre la aceptación y el rechazo de la muer-
te persona. Aceptación o rechazo que están directamente relaciona-
dos con la necesidad de adaptarse a ella y de organizar los propios
recursos para enfrentarse a todo lo que la acompaña, pero también de
los recursos disponibles (reales o supuestos) del apoyo afectivo, de la
propia historia de experiencias del sujeto, etc..,Por todo ello, pode-
mos considerar que el que hecho de que el anciano tenga una mayor
“conciencia” de que ha de morir, lo tenga más asumido y con ello
esté en mejores condiciones de abordar en sus relaciones interperso-
nales el tema con mayor frecuencia y naturalidad, no implica nece-
sariamente que no sienta el mismo temor y ansiedad ante la idea de
su muerte que la que siente cualquier otra persona. Y es esto lo que
en las diversas investigaciones sobre ansiedad ante la muerte en
ancianos del medio cultural hispano se viene reflejando (Urraca,
1980; Ramos, 1982; Nieto, Llor, Barcia y del Cerno, 1992; Antequera,
de Haro, Torrico, Llorden y Blanco Picabia, 1993). Unos resultados
que nos hacen plantearnos en primer lugar, las dificultades de trasva-
sar a nuestro entorno los resultados obtenidos en medios culturales
bien distintos a los propios (sajones, nórdicos, norteamericanos, etc.).
Y en segundo lugar, estos discrepantes resultados hacen que nos ten-
gamos que cuestionar la adecuación de los motivos apuntados para
explicar la teóricamente mayor aceptación que el anciano tiene de su
muerte. Es decir, no parece que los ancianos (al menos los de nuestro

303
Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

medio cultural) compartan la idea de que una vida, que otros valoran
como llena de déficits, ya no merezca la pena ser vivida. Ni parece
tampoco que las personas de mayor edad se hayan hecho a la idea de
que les toca morir ya. Podemos pensar pues que los motivos aducidos
en los distintos trabajos, quizás respondan más a lo que sujetos que
se encuentran en otros periodos evolutivos piensan y creen que deben
sentir los ancianos (o a lo que piensan que sentirían ellos si brusca-
mente se les privara de los atributos de su juventud y se les invistiera
de los de la senectud) que a lo que éstos realmente sienten y piensan
(o incluso a lo que esas mismas personas pensarán y sentirán cuando
sean ellos “los viejos”). Se trataría pues, de un claro mecanismo de
proyección de los más jóvenes que no tiene, por consiguiente, que
coincidir con lo que ocurre con personas tan distintas y tan distantes
de los patrones de vida de quienes se proyectan.
Finalmente, digamos que, aunque venimos insistiendo reiterada-
mente en la necesidad de diferenciar entre la muerte y el morir, en el
caso de los ancianos (más conscientes del devenir de su propia
muerte) esta distinción parece hacerse aún más necesaria. En este
sentido razona Thomas (1976)cuando afirma que para los ancianos
el miedo a morir es más intenso que el mismo miedo a la muerte. Y
que esto es así, especialmente en lo referido a la obsesión por no
morir en soledad, el miedo a ser abandonado sin cuidado, a no ser
atendido a tiempo y/o a ser encontrado en estado avanzado de des-
composición, etc. Miedos a los que podríamos añadir el miedo a “la
perdida de control” (Kalish, 1976), que justifican actitudes y con-
ductas de los ancianos, aparentemente sin relación con la muerte, o
al menos sin relación directa, pero que puede hacer que su cuidado
se convierta en una carga insoportable para sus familiares o cuida-
dores. O bien que obligue a éstos a darles una forma de trato que,
por otro lado, supondría la pérdida de su dignidad personal (lo que
ocurriría si, por ejemplo, tuviese que actuar en contra de la voluntad
del anciano o tomar decisiones que le atañen a él sin consultarle).
A la vista de lo hasta aquí expuesto, parece evidente que no exis-
te una conclusión acerca de cuál es realmente la actitud que de
manera genérica caracteriza la postura del anciano ante el hecho de
su propia muerte. Y además de la influencia que las características
personales y situacionales ejercen sobre dicha actitud, es necesario

304
La muerte y el morir en el anciano

prestar mayor atención al análisis de las variaciones motivadas por


los contextos culturales, ya que cada sociedad y su marco cultural
tiene una manera idiosincrática de entender la vejez, la vida y la
muerte. Por ello resulta inadecuado e impreciso trasvasar directa-
mente los resultados de trabajos efectuados en distintos medios cul-
turales, sin verificar hasta qué punto son generalizables a otras mane-
ras de concebir y entender los constructos analizados.
No obstante, existe un nexo común en los distintos estudios efec-
tuados sobre las actitudes del anciano ante la muerte, ya sea propia
o ajena y es la constatación de que disponen de los recursos perso-
nales, de las experiencias previas necesarias para poder afrontar exi-
tosamente su proceso de morir. Tan sólo sería necesario modificar las
actitudes y prejuicios que hacen que, mientras “vivimos” y disfruta-
mos de otros periodos evolutivos, nos impulsan, soteradamente a
rechazar el proceso de envejecer y de morir, entendiéndolos como
algo de lo que se debe huir, que hay que evitar o ante lo que no se
puede hacer nada. En su lugar e igual que durante todo el proceso
de socialización se nos enseña a ser “maduro”, ser “padre”, “madre”,
“trabajador”, “responsable”,... se nos debería también enseñar a
afrontar aquellas situaciones y circunstancias por las que inevitable-
mente pasaremos y que, casi de manera innata, nos causan mayor
temor. Y de entre todas ellas la muerte ocupa el lugar principal.

6. ALGUNAS VARIABLES QUE DETERMINAN LAS ACTI-


TUDES DEL ANCIANO ANTE SU PROPIA MUERTE

Hemos de tener presente que decir “los ancianos” incluye en ese


término una gran variabilidad en aspectos tales como la edad, el
nivel socioeconómico o cultural, su personalidad, su estado emocio-
nal, nivel de apoyo social. etc.. De forma que resulta inadecuado
hacer generalizaciones sin tomar en consideración las matizaciones
que a las mismas confieren la individualidad de cada sujeto y las
influencias que cada una de esas variables pudieran ejercer sobre sus
actitudes. Por ello se hace conveniente analizar, aunque también
someramente y de forma aislada algunas de las variables que han
demostrado ejercer una mayor influencia sobre las actitudes de la
población anciana hacia la muerte:

305
Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

LA EDAD

La edad parece representar uno de los factores más importantes


de la actitud hacia la propia muerte (aunque no se haya llegado a
determinar con exactitud, que conozcamos, cómo interactúa con
otras variables) estableciendo diferencias no sólo a niveles intergru-
pales, en el sentido de diferenciar a “los ancianos” de otros grupos
de edad, sino también intragrupales, generando diferencias dentro
del amplio rango de edad que abarca la denominada “vejez”. De
esta manera y como demuestra Rubio Herrera (1981):
en los intervalos de edad comprendidos entre 65 y 95 años la
respuesta predominante es la aceptación de la muerte como algo
inevitable. La muerte como algo deseado, como una liberación
se da en segundo lugar.
en el intervalo de edad de 85 a 95 años aumenta sensiblemente
el porcentaje de aceptación; parece que la inminente proximidad
a la muerte puede conllevar un mayor grado de aceptación.
conforme aumenta la edad cronológica decrecen las respuestas
de muerte como algo que deprime.
a medida que aumenta la edad, parece hacerse más importante
la idea de que la muerte es el final inevitable de la vida y que
nadie podrá impedirlo.
Datos que permiten concluir a esta autora que las personas
ancianas tienen las mismas actitudes ante la muerte que los sujetos
de otras edades, aunque poseen por lo general, un sentido más real
y concreto de que el tiempo de vida es para ellos más limitado que
para los más jóvenes.

EL ESTADO CIVIL

A diferencia de lo que ocurre con otros periodos evolutivos, el


estado civil parece determinar las actitudes que los ancianos man-
tienen hacia la muerte. Así, se ha constatado que los ancianos casa-
dos muestran una mayor ansiedad ante la muerte que los viudos o los
solteros (Wagner y Lorion, 1984). Quizás esto pueda ser así por la

306
La muerte y el morir en el anciano

mayor preocupación por la situación tanto económica como emo-


cional en la que pueda quedar el cónyuge una vez que el sujeto haya
fallecido.

LA RELIGIOSIDAD

En general los estudios sobre la relación entre religiosidad y ansie-


dad ante la muerte se muestran totalmente inconsistentes, ya que se
han encontrado en ellos relaciones tanto inversas, como curvilíneas,
como inexistentes. Lo cual da pie a que cada investigador pueda lle-
gar a conclusiones muy contradictorias con las de los demás.
Así, quienes encuentran que a mayor nivel de religiosidad existe
una menor ansiedad ante la muerte (Jeffers, Nichols y Eisdofer, 1961;
Wolff, 1970; Gubrium, 1973), consideran que esto es debido al
apoyo emocional y a que las creencias religiosas ayudan a afrontar
el miedo. A estos efectos benéficos de la religión habría que añadir
el mayor apoyo que reciben aquellos ancianos que pertenecen a una
comunidad ya sea religiosa o no. Koenig (1988) encuentra que:
las asociaciones más significativas entre creencias religiosas y
menor ansiedad ante la muerte se daban en los sujetos de mayor
edad (75 y 94 años).
en aquellos ancianos más activamente involucrados en la comuni-
dad religiosa se manifestaba una menor ansiedad ante la muerte
los ancianos manifestaban menor ansiedad ante la muerte que
los sujetos de menor edad.
en las mujeres tanto las creencias como la actividad religiosa
estaban más fuertemente relacionada con la ansiedad ante la
muerte que en los hombres.
En contraposición a los hallazgos anteriores, autores como
Templer y Dotson (1970), Kurlycheck (1976), O’Rourke (1977), no
encuentran ninguna relación entre ansiedad ante la muerte y religio-
sidad. Quizás, como ellos afirman, esto pueda ser debido a que en
la sociedad actual, la religión no es ya la “piedra angular” que da
sentido a las demás facetas de la vida, sino que tiende cada vez más
a segregarse de las mismas.

307
Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

La relación curvilínea entre creencias religiosas y ansiedad ante la


muerte fue ya puesta de manifiesto por Hinton (1967) al comprobar
que eran aquellos ancianos con un grado de confianza religiosa
“media” (ya que presentaban dudas), los que mostraban mayores nive-
les de ansiedad ante la muerte (Hinton, 1967). Así pues, sería el grado
de seguridad (ya sea para creer en Dios como para no hacerlo) la varia-
ble más determinante en relación con la ansiedad ante la muerte
(Alexander y Adlerstein, 1959). Sin embargo, las diferencias más signi-
ficativas entre ancianos y otros grupos de edad parece centrarse en la
necesidad de diferenciar entre las dimensiones de la religiosidad
“intrínseco/extrínseco” (Allport, 1950). El hombre religiosamente
“intrínseco” (Aquel que considera la religión como un fin en sí misma,
al que quedan subordinados todos los demás valores) es totalmente
distinto en sus conductas y actitudes del hombre con una religiosidad
radicalmente “extrínseca” (Aquel que es religioso porque la religión le
es útil para conseguir otras cosas tales como posición social, amista-
des, apoyo,...). En el caso de los ancianos, los trabajos realizados com-
prueban una elevada proporción de ellos que, por problemas de salud
no pueden acudir a los oficios religiosos. En estos casos la religiosidad
“socialmente orientada” de estos ancianos se encuentra notablemente
disminuida, aumentando en su lugar de forma compensatoria la reli-
giosidad “cognitiva o intrapsíquica”. En función de esta distinción,
Urraca (1982) demuestra que aquellos ancianos con una orientación
religiosa más “intrínseca” presentan menor temor a su propia muerte,
mientras que quienes muestran una religiosidad “extrínseca” tienen
mayor temor y ansiedad ante su propia muerte.
Pero el diferenciar entre religiosidad extrínseca e intrínseca tam-
poco está exento de polémicas en lo que se refiere a su relación con
la ansiedad ante la muerte. De hecho, trabajos como los realizados
por los autores (Blanco Picabia, Antequera y Torrico, 1994) ponen de
manifiesto que los ancianos con una mayor religiosidad que
además adquiere una orientación predominantemente intrínseca
son, precisamente, quienes manifiestan mayores niveles de ansiedad
ante la muerte. Por ello, consideramos que la vivencia religiosa, más
que mitigar la ansiedad ante la muerte, pudiera estar sirviendo al
anciano como un refugio para obtener consuelo ante la idea de su
propia finitud.

308
La muerte y el morir en el anciano

LA INSTITUCIONALIZACIÓN

Genéricamente, la mayor parte de los estudios realizados sobre


la influencia del tipo de respuesta (instituciones o familiar) conclu-
yen que quienes viven en asilos/residencias manifiestan menor temor
a la muerte y actitudes más positivas ante la misma. Pero a partir de
los 85-95 años estas diferencias se minimizan y aparece un mayor
grado de aceptación ante la muerte independientemente de que los
ancianos estén institucionalizados o residan con familiares (Rubio
Herrera, 1981).
La muerte como una liberación, el deseo de morir, parece darse
de forma más acentuada en personas que residen en instituciones.
Sin embargo, se ha puntualizado que en esa actitud la influencia de
estar institucionalizados es sólo una variable más, que por sí sola no
llevaría a estos resultados. Coinciden en el mismo sentido de esa
actitud numerosas variables, tales como ausencia de familia o aban-
dono de la misma, el deficiente nivel económico, cultural, etc..
Circunstancias todas ellas que Vignot (1976) en su estudio sobre la
vejez en instituciones ha denominado la “pérdida de la personalidad
social”. Sin embargo y una vez más hemos de resaltar las posibles
modificaciones culturales que se pueden producir en la influencia
que la institucionalización puede ejercer sobre la ansiedad ante la
muerte. Así, en un trabajo efectuado en el medio cultural hispano
(Antequera, 1993) en la que se compararon las actitudes ante la
muerte de dos residencias de ancianos caracterizadas por políticas y
recursos asistenciales bien diferenciados, no se obtuvieron unas dife-
rencias que fueran estadísticamente significativas en lo que respecta-
ba a la ansiedad ante la muerte. No obstante, sí hemos de resaltar las
diferentes relaciones encontradas en la relación entre la ansiedad
ante la muerte y otras variables como los niveles de depresión, el
autoconcepto o la religiosidad en función del tipo de institución con-
siderada. Por tanto, la institucionalización per se no parece ser el fac-
tor determinante de los comportamientos de los ancianos ante la
muerte sino más bien el conjunto de variables relacionadas con esa
forma de residencia, tales como el tipo de institución, la asistencia
prestada al asilado y las características biográficas y vivenciales de
los ancianos acogidos a la misma principalmente.

309
Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

A pesar de la diversidad tanto de las actitudes individuales que


los ancianos pueden adoptar ante la muerte como de las variables
personales y sociales que inciden sobre las mismas, consideramos
que hay algo que trasciende a las mismas. Y es que, si bien parece
que en este periodo evolutivo es frecuente la aceptación de la muer-
te y una mayor conciencia de que se acerca la muerte propia, lo que
no está tan evidente ni generalizado es que los ancianos deseen esa
muerte, no valoren sus vidas o no sientan el mismo temor y ansiedad
que los más jóvenes ante la idea de “dejar de ser”. Por ello, y porque
todos los que ahora estamos leyendo estas líneas llegaremos, en el
mejor de los casos, a alcanzar esa “tercera edad”, es por lo que debe-
ríamos contribuir a que la muerte de cada uno de esos ancianos que
están próximos a nosotros adquiera, como mínimo, el mismo signifi-
cado que la muerte de cualquier otra persona y se sientan tan queri-
dos, valorados y dignos como todos, independientemente de nuestra
edad y de las circunstancias en las que nos encontremos, deseamos
y esperamos.

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