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El AlAcrán

Es JuAn

JuAn Antonio cAnEl cAbrErA


Juan Antonio Canel Cabrera
El Alacrán es Juan

Edición de autor
© Juan Antonio Canel Cabrera
Correo electrónico: jcanel27@gmail.com
Guatemala, marzo de 2012

Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier


medio, sin autorización escrita y con fierro del autor.
A quienes contravengan esta prohibición, los iremos a
traer (con El Alacrán), pie con jeta y, previo crosh, se
les enviará al calamaco sin derecho a trago, chancuaco
ni visita conyugal.

Impreso y hecho en Guatemala.


Casi biografía de Juan Villagrán Marín

Juan Antonio Canel Cabrera


El autor agradece a Perseo historiador de
lucha libre, por facilitar algunas de las fotos
utilizadas en este librín y por la corrección de
algunos datos consignadas en el texto.
¡Qué chilero se
siente, ya concluida mi etapa
de luchador, desempacar
los recuerdos. Los invito a
que me acompañen en
este recordatorio.

A Canel le conté mis


rollos y él se encargó de ponerlos
en bonito. Aquí encontrarán tris-
tezas, alegrías, triunfos, derrotas
pero, sobre todo mi amor
por la vida.
Aquí, en portada
de la revista La Hora
Dominical del 30
de julio de 1978;
aparezco junto a
Máscara
de Hierro.
Aquí estoy, todavía
virguito en la lucha, con mi
traje mostaza, la capona
negra y sin haber perdido
máscara ni cabellera.
Me miro chilero, vaá.

Esta foto es de cuando me


llevó la tiznada y perdí
la máscara frente a El
Escorpión, en 1972.
Perdí la máscara por un error.
Como pueden ver, a El Escorpión
lo tenía bien jodido. Casi le había
quitado la máscara y estaba todo
penqueado. Pero como dice el dicho,
el que pispilea, pierde.

Aquí se mira
mejor cómo tenía
de puzpo
a El Escorpión.
Una de las satisfacciones
más tuanis que tuve fue haber
ganado el Campeonato
Centroamericano y del
Caribe de Lucha Libre.

Esta foto es de cuando


estaba en mi apogeo. Estoy
retando a José Azzari, que
no se anima a subir.
Aparezco con mi hijo,
El Alacrán Junior.
Me pone triste ver esta foto
porque, aunque es triunfal
el momento, él ya no está
en este mundo.

Bueno, chatos, antes


que se me arrejunten y salgan
las de cocodrilo, mejor me pongo
a chambear. Ojalá les guste
este librito del mentado Juan
Antonio Canel Cabrera.
Número Nombre de capítulo Página

1 La lucha libre 13

2 Toma de réferi 17

3 Soñando la lucha 23

4 Juan Pelos 33

5 La nostalgia 41

6 En acción 51

7 El jolgorio 63

8 El Alacrán Junior 75

9 La vida continúa 79
1- La lucha libre
Antes de entrar
a la lucha libre, peleé como
El globo que aparece en esta foto debe estar dirigido a la persona de la derecha. boxeador. Aquí estoy recibiendo
un jab, en pleno pocillo, de José
Humberto Gómez, más conocido
como chepe campeón.

A bro la puerta para salir a la calle; siento un aire


muy fresco que pasa corriendo y, como cartero
atrasado en su recorrido, me deja miles de mensajes
remitidos desde mi infancia. Volteo mi cara para ver
la dirección de su camino pero sólo observo la perspec-
tiva diluyéndose en un paisaje hecho con pinturas de
un impresionismo vaporoso. Hago una inspección por

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las paredes de mi vida y advierto: así como hoy lucen tapizadas
por la literatura, durante los años de mi infancia y toda mi ado-
lescencia estuvieron preñadas de afiches con luchadores, fotos
autografiadas, revistas de lucha libre, los graffiti insolentes y
máscaras de seda cubriendo a veces mi cara para sentirme hé-
roe en medio de la pobreza que me rodeaba.
Todas mis divagaciones estaban orientadas a convertirme en el re-
dentor de la familia, en la salvación del barrio y en el orgullo de mi país.
Mi madre trabajaba de manera denodada; mi padre, por más que se
empeñaba en incrementar los ingresos, sentía una rabia enorme porque
miraba flotar a la familia muy lejos de la realidad soñada por él.
La adolescencia abrió una puerta para la subversión en mi con-
ciencia y creí, con convicción, en todo lo que atentaba contra el
sistema. Pistolas de plástico escondidas bajo la chumpa, pelo largo
y actitudes delincuenciales componían el formato de mi personali-
dad. Y en ese sentido, la lucha libre representaba una forma públi-
ca con la cual identificarme, sobre todo con los luchadores rudos.
Fui imitador de todo lo emparentado con la insolencia: golpes bajos
y violación de las reglas; irrespeto al árbitro, provocación de la
rabia contraria... Nada hubo, ni la dulzura de mi madre, capaz de
atraerme al redil de la bondad y el orden. En ese ámbito admiré a
un luchador guatemalteco que encarnaba, para mí, todo ese fuego
juvenil incitándome a saltar la talanquera de los preceptos: El Ala-
crán. Había en él la fuerza suficiente para evocar al histórico Atila
montado en Othar (subespecie de caballo) con su poder desafiante,
arrasador y determinante. Se decía que por donde pasaba Othar
no volvía a crecer la hierba. Cada movimiento de El Alacrán en el
ring me parecía un ademán del rey de los hunos aguijoneando a
sus huestes para socavar el imperio romano. Sus victorias me lle-
naban de un gozo marginal muy intenso. Verlo a él era ver a Atila
cruzando el congelado río Rin en la noche fatídica del 406, eufórico,
sólo cubierto con una piel de animal feroz, bajo el arco triunfal de
la noche invernal. Nada quedaba parado a su paso y no hubo poder
terrenal capaz de detenerlo. Yo mismo fui un huno gritando desa-
foradamente en las gradas del gimnasio donde luchaba. Todo era
euforia, desenfreno y adrenalina.

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Sentado en el graderío y viendo las luchas en las cuales El Ala-
crán peleaba los domingos, cada grito emitido, cuando él le asestaba
un golpe al enemigo, lo sentía como si su brazo, sus pies y su agilidad
fueran una extensión de toda esa fuerza juvenil luchando dentro de
mí por expresar mi desenfado e irreverencia. Era la protesta por la
suerte de haber nacido pobre y soñador. Esa fue, pues, la salida dre-
nadora del veneno que me sofocaba en las instancias de mi juventud.
Me encantaba ver al público odiando al rudo, lanzándole imprope-
rios, invocándolo para ser benigno pero en el fondo, disfrutando de su
propia crueldad, insanía, furia y cólera insatisfecha.
El luchador era el espejo retratándonos a todos pero ninguno que-
ría aceptar públicamente esa imagen. Para mí, en ese entonces, el
Gimnasio Teodoro Palacios Flores, donde se celebraban los encuen-
tros de lucha libre dominicales, era el escenario del mundo. Allí se
representaba sin tapujos toda la vida. Nada de filosofía, política o
diplomacia. En ese recinto estaban todo el bien y todo el mal reunidos
para oficiar el ritual de la existencia. A nadie allí congregado le era
posible quedarse sin sufrir o gozar hasta las lágrimas. Gritos, sillas
lanzadas sobre los luchadores, objetos contundentes amenazando la
integridad de los del bando contrario, chiflidos, insultos y una para-
noia general eran los símbolos de ese lenguaje encargado de exorcizar
toda la energía acumulada del ciudadano común y corriente. Luego,
de manera mágica, cuando la sangre había corrido, cuando todos ha-
bían satisfecho su hambre de violencia, se terminaba el espectáculo.
Una pila de sillas destrozadas era la cauda de la insurrección.
Vencedores y vencidos, fanáticos de un bando y del otro salían del
gimnasio como si la vida apenas empezara; agotados por la dosis de
adrenalina provista por los mismos cuerpos y satisfechos porque la
subsistencia diaria hubiese estado tan bien representada. Santos en
paz; «calabaza, calabaza, cada quien para su casa». Ya había tema
para conversar toda la semana y esperanza para volver el próximo
domingo a dirimir los deseos de venganza siempre acumulados. Allí
estaba el tema para los diarios y revistas de lucha. Las columnas
quedarían pobladas de consignas y censuras; de alabanza para la ca-
ballerosidad de los luchadores técnicos. Todos, hacedores de ese brote
de güiri-güiri parecían sacerdotes predicando la lucha del bien contra

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el mal. Y yo pensaba: la lucha debía ser al revés. O que el mal fue-
ra el bien, y el bien el mal. O no existiera ni bien ni mal sino cada
quien gozara de total libertad para hacer lo que le diera la gana sin
ser etiquetado como bueno o malo; o todo lo contrario, como dicen los
charros mejicanos. Sin embargo, el mundo tiene su cerco. Nada hay
eterno, aunque tengamos la duda; todo evoluciona o se extingue. Y de
esa manera, mi vida salió del capuchón de la adolescencia y rompí, de
forma aparente, mi relación con la lucha libre.
La literatura, sentida al principio como una corriente subterrá-
nea, emergió con fuerza y, de ese modo, entré en un mundo donde los
libros fueron los nuevos reyes de mi vida. Las novelas se convirtieron
en la fuente fresca de la cual bebí la existencia. Y movido por esa co-
rriente autodidacta, comencé a hacer literatura y periodismo... hasta
el día de hoy. Sin embargo, en estos momentos, vuelvo la vista hacia
las viejas cajas contenedoras de revistas y recortes de lucha libre. Y al
observarlas, brota la sonrisa encargada de signar mi nostalgia.

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1- Toma de réferi

U n día de septiembre de 2003, mientras almor-


zaba en el extinto comedor El Calamar, de la
zona 5, su dueño Marco Tulio López se acercó a mí;
interrumpiéndome un buche de raspante aguardien-
te, apto para potenciar el gozo de la comida, me dijo,
como conspirando: «vos, hay un cuate que te quiere

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conocer.» Yo, acostumbrado a sus bromas, le dije: «Mejor que sea
cuata». Sin embargo, movido por la curiosidad, le inquirí: «¿Quién
es, vos?» Él, con una sonrisa de negociador satisfecho, me dijo: «Es
El Alacrán-cran-cran». De inmediato mi mirada corrió a encon-
trarse con los ojos pensativos del luchador al que siempre saludaba
pero con quien no tenía una relación amistosa. Luego, acompa-
ñado de Maco, como si fuera su presa cazada, fui a sentarme a la
mesa alacranezca. Frente a frente. Un fuerte apretón de manos se
encargó de ahorrarnos miles de palabras hasta que me dijo: «Me
gusta su columna periodística que publica los martes y los viernes
en Nuestro Diario.» En seguida, reponiéndome de la sorpresa, le
conté del viejo interés emotivo por la lucha libre y del recuerdo de
sus faenas en el ring. Hubo mucha calidez en sus palabras y, mien-
tras me hablaba, lo vi a los ojos; de inmediato, intuí: dentro de El
Alacrán hay una historia merecedora de contarla.
Un torrente extraño, cargado de sabrosa añoranza, me re-
corrió como regando los recuerdos niños y adolescentes, frute-
ciendo de manera casi espontánea. Pensé en el territorio de la
lucha libre desierto pero, atónito, vi cómo la primavera rever-
decía frente a mí y me mostraba lo contrario. Esa vitalidad de
El Alacrán, corriendo diariamente más de diez kilómetros, me
dio cierta envidia porque yo no recorro ni uno. Después de ese
primer encuentro ocurrieron otros esporádicos hasta que, en un
convivio fuera de temporada, nos juntamos; él, como para hur-
gar la conversación, comenzó a contarme algunas anécdotas de
su vida de luchador. Las pláticas sostenidas después se multi-
plicaron; frutecieron nuestras parrafeadas y el terreno se abonó
con recuerdos, experiencias y expectativas. Entonces comencé a
descubrir todo lo que venía envuelto en tanta sencillez anecdó-
tica. Y, claro, confirmé mi intuición primaria y no se diluyó en
el ácido de mis pensamientos. La historia de El Alacrán, Juan
Villagrán Marín, debía contarla; debía escribirla. La vida, no
por sencilla esconde a los audaces; de esa cuenta, a veces, al
conducir motocicleta o pasar en carro por la «Calzada de la Paz»
lo veía a él corriendo para hacer ejercicio y mantenerse en forma
y refrescar sus más de 60 años bien cumplidos.

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En ese frecuente cruzar nuestros caminos, pensé muchas veces
en escribir algo sobre la vida de Juan Villagrán, El Alacrán. La idea
rondó con insistencia mis meandros cerebrales y me aguijoneaba
para decidirme a hacerlo. Al escribirlo creí, podría agradecerle a la
vida el gozo y libertad de esos años de mi vida adolescente y, a la
vez, celebrar la vida de personas como él, encargadas de mi diver-
sión y de proveer mis alforjas con experiencias que, después, me
serían tan importantes como escritor y periodista.
En octubre de 2003, casi flotando por la noticia que le iba a dar,
llegué a su barbería. Él estaba sentado en la banqueta de la calle,
frente a su peluquería, sobre un pequeño banco y leía el periódico.
Personas adultas y jóvenes al pasar en el bus o en automóvil lo
saludaban: «¡Adiós Alacrán!» Y con un movimiento de manos y una
sonrisa, él respondía esas palmaditas verbales de la gente. Des-
pués abrió la reja protectora de la entrada y me invitó a pasar. Yo
sentí la emoción experimentada la primera vez que fui al gimnasio
a ver una pelea de lucha libre. Mis ojos llegaron a todos los objetos
pobladores de la peluquería como una sonda estudiándolos. A la
vez escuchaba la voz de Juan como si se tratara de un testimonio
judicial del cual no debía perderme ni una palabra. Todos los obje-
tos, lo sentí, habían germinado allí mismo, sin que nadie los hubie-
se llevado, y proveían el ambiente de una atmósfera espacial en la
cual yo podía moverme con toda comodidad; como si, dentro de una
burbuja, manejara mi trayectoria y decidiera dónde situarme. Adver-
tí el panorama; pude recorrer con facilidad cada uno de los trescien-
tos sesenta grados que lo abarcaban. Fue como estar en Krakatoa,
después de la desolación que arrasó con toda la vida animal y vegetal
y, de pronto, ver cómo de ese suelo pétreo surgía la sonrisa de la vida.
Le formulé muchas preguntas sin que él me cuestionara el motivo por
el cual se las planteaba y eso me hizo sentir gran confianza.
Su voz pausada parecía la de un shamán hablando, con sólo
ver los ojos de su interlocutor, de las cosas intuidas y necesarias
de decir en ese momento. Cada ademán suyo parecía un ritual
ceremonial, aunque extraño, muy familiar. Luego, como para
abrir el tapanco de su memoria, comenzó por contarme la razón
de las rejas que protegían la entrada a su barbería.

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Comparó los tiempos pasados con los actuales y puso énfasis
al decir que antes las barberías se abrían a las seis de la maña-
na y se cerraban a la una de la madrugada. A él, en ese enton-
ces, tal horario le pareció cruel porque era un niño que debía
esperar acurrucado en el sillón de la barbería la llegada de los
clientes de su padre. Aparecían después de salir del cine, a las
diez o doce de la noche. Ahora lo ve como un signo de confianza
de la gente de esa época para transitar sin peligro por las calles
citadinas a la hora que fuera, solo o junto a los amigos, sin te-
mer por los peligros planteados hoy en cada calle. Y, desde esa
esquina de sus palabras, cruzó para decirme:
—Tuve que enrejarme porque un día, entró un par de ladrones
a robarme. Yo estaba pelando a un amigo que se llama Raúl cuan-
do, de repente, se pararon frente a la puerta dos tipos; uno le dijo
al otro: «Vos, me voy a cortar las greñas». Y diciendo eso entró y se
metió hasta el fondo de la peluquería y sacó la pistola. Entonces el
otro entró y cerró la puerta. Entre las cosas que se llevaron, carga-
ron con mi viejo pasaporte; en esas páginas constaban mis salidas
a los países donde fui a pelear; además, un dinero que estaba apar-
tando celosamente porque mi nieta iba a cumplir quince años y ese
iba a ser mi regalo para ella. También cargaron con mis máquinas
Yo me había cortado la cola que siempre me hacía en el pelo y eso,
creo, los hizo no reconocerme. Al final, uno de los ladrones se per-
cató de mi identidad y después de observarme titubeó; entonces se
fueron para no darse más color. Desde entonces me volví a dejar
la cola; de repente, me la vuelvo a cortar; ya no me luce, creo, y
además, no son mis tiempos de peleador de lucha libre en los que
debía ser feroz, infundir odio en los aficionados y ser el malo de la
lica. Y aquí me tenés tras la reja que mi cuate, Haroldo Luna, en
su taller situado a la vuelta, en la 36 avenida 23-15 de la zona 5,
me hizo para que yo me protegiera. Valga el comercial.

—¿Cuál fue el origen de tu nombre deportivo «El


Alacrán»?
—Pues... hace años, no sé si vos te recordás, venían a Gua-
temala muchas historietas llamadas chistes. Fueron revistas

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ilustradas con dibujos que hicieron la gloria de muchachos y
adultos. Gozaban de mucha popularidad quizá porque la televi-
sión no se había extendido tanto como hoy. Una de esas series
de revistas se llamaba Chanoc: Nombre del personaje principal
y, además, constituía la personificación del bien y de la justicia.
Hubo, también, un personaje contrapuesto como el malo: El Ala-
crán. Y como a mí me gustó, lo adopté como mío. Se quedó para
siempre dentro de mí. A tal grado que, si te das cuenta, es poca
la gente que me dice Juan Villagrán. Casi todos me nombran, a
secas, «Alacrán»; hasta los chiricitos que pasan frente a la puer-
ta, al verme, me dicen: Adiós Alacrán.
Luego de una conversación muy amena, que fue, como se dice
en lucha libre, una «toma de réferi», le dije:
—Vos, Alacrán, quiero escribir algo sobre tu vida y la lucha
libre, ¿qué te parece?
—Ala, vos —me respondió—, sería el mejor regalo de mi vida.
Y estoy, pues, cumpliendo con entregarle a «El Alacrán» lo
que él considera el mejor regalo de su vida.

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3- Soñando la lucha

M e metí a la lucha libre porque la llevo licuada


en la sangre, y por necesidad. Desde peque-
ño se me prendió como una chaquirria incurable.
Aunque primero quise ser boxeador profesional,
eché la reculada porque tuve mala racha. No tuve

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buena estrella, como después en la lucha libre. A tal punto que
llegué a ser el luchador guatemalteco más contratado. Como
luchador sí tuve ángel. En realidad, sólo una vez boxeé como
profesional y, después de esa experiencia, me desilusioné del
box. Recuerdo que un tal Johny Castle organizó una función
de boxeo, no recuerdo si en Mazatenango o Retalhuleu. Él me
invitó a participar y yo, felizón porque iba a debutar, acepté.
En ese tiempo era costumbre organizar en los pueblos veladas
de box; para mí, como boxeador, fue un fracaso.
Como yo no sabía cómo era el asunto, me fui con el tal
Jhony Castle y, de paso, me llevé a un amigo; yo digo que ha
de tener algún parentesco conmigo por el apellido Roberto
Villagrán; le decíamos «Kid Veneno».
Íbamos ilusionados al pensar que peleando ganaríamos
algo de dinero para ayudar a nuestras jodidas economías.
Pero, como dice el viejo refrán, «fuimos por lana y regresamos
trasquilados». El Johny Castle no nos dio nada por pelear. Y
ya estando allá, se hizo humo y lo perdimos de vista. Nos que-
damos «sin el mico y sin la montera». Total, tuve que vender
mis zapatos de boxeo para poder regresar a Guatemala. Y mi
compa Roberto también hizo lo mismo que yo, con el fin de
ajustar para nuestros gastos. Entonces se me quitó a mí la
intención de continuar como boxeador. En mi mente comenza-
ron a tratar de generarse otras formas de sobrevivencia pero
todas las iba descartando. En parte porque la emoción del
ring me producía cierta nostalgia. En esas rondas del pensa-
miento andaba cuando conocí a Faki Raki, Máscara Roja, y a
Caperusa quien fue mecánico de aviones. Ellos aparecieron en
mi camino y se encargaron de meterme de lleno al redil de la
lucha que siempre combiné con el de peluquero porque mi viejo,
Genaro Villagrán, desde que fui chavito me enseñó el oficio de
volar «clines» en su barbería El Fígaro, en la 14 calle central del
barrio El Gallito, en la zona 3 de la ciudad de Guatemala.
A mi papá le encantaba la marimba; de esa cuenta, y como
también era un poco sordo, a veces se pasaba un cacho con el vo-
lumen del radio cuando sonaba el programa Chapinlandia de la

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TGW, que lo emitían a las diez de la noche; a tal grado que una
vez, en el noticiero Guatemala Flash, lo reportaron por ponerle
mucho volumen al chillón. Así era la introducción: «Con la dulce
vibración criolla, de sus cálidos ritmos y sus tristes...»
Recuerdo que mi papá, quizá porque yo debí ser muy tra-
vieso, me untaba de riendazos casi a diario con un chicote
de alambre trenzado. Era la costumbre en ese entonces; a
uno lo educaban con rigurosidad para que, como decían, no
agarrara el mal camino. «Pan y palo» era la consigna. Por tal
circunstancia, a mí me costaba zafar bulto para jugar con mis
amigos. Sin embargo, la oportunidad de liberarme de ese con-
trol llegaba dos o tres veces a la semana cuando don Emilio, un
amigo zapatero de mi padre, se aparecía en la peluquería para
jugar a las damas. Yo veía la gloria porque mi viejo me despega-
ba los ojos de encima y podía liberarme de preocupaciones. ¿Y
sabés a dónde iba? A jugar guantes con mis amigos, a echar y
que me echaran reata. Eso sucedió desde que tuve siete años; a
esa edad creo que comenzó a metérseme la ponzoña de la lucha.
De esa cuenta a mí me gustaba echarme penca en la calle. Fui
una especie de peleador callejero en miniatura.
Lo anterior no quiere decir que no me gustaran otros jue-
gos; lo que pasó fue que yo sentía que todo lo que me rodeaba
era hostil. Por ejemplo, volé barrilete pero sólo porque algún
cuate me daba colazo. Sí, porque yo no llegaba a tener nada
de eso. Hacíamos carritos de los carrizos que servían para
enrollar hilo, que se le hacían incisiones en la orilla y le me-
tías un hule adentro y se lo enrrollabas y cuando el hule se
iba desenrollando, comenzaba a caminar. Así eran los famosos
carritos de carrizo. De patojo, lo que no me costaba ni dinero
ni puteadas, ni penqueadas sucedía en tiempo de invierno,
vos. Yo hacía mis barquitos de papel con primor; cada doblez
era como una caricia que yo hacía; luego, bajo los pepitazos de
agua, salía a la puerta, a la orilla, cuando se formaban aque-
llas correntadas y ponía mis barquitos a que navegaran; en
seguida veía como partían en medio de la turbulenta corren-
tada e iban a morir en la boca del tragante... esa era uno de

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mis juegos favoritos. Y capirucho. Y los juegos que nos hacían
a todos varones; recuerdo los famosos desconecta, electrizado
o saltaburros. El desconecta era como la tenta, sólo que te
pegaban un cachimbazo; en cambio la tenta te dicen sólo «la
lleva». Y salta burro, vos sabés, verdá. Había un juego que se
adapta a la desconecta, vos. Se ponía un chavo, así, agachado
(estábamos todo el grupo), y decía «placa, placa mayor, jura». Y,
plen-guen, le zampábamos el trancazo a quien estaba agachado,
pero fuerte. «¿Quién fue?», decíamos; el cachimbeado tenía que
responder quién fue. Si atinaba, se ponía en su lugar el que ha-
bía dado el cuentazo, y si no acertba seguía recibiendo reata. Yo
no sé si nosotros, patojos rudos, lo inventamos.
En los años que siguieron le tomé más afición a la bron-
ca. Recuerdo con claridad unos episodios que viví en mi ba-
rrio, con un muchacho de apodo Majunche, cuando tuve 9 o 10
años; creo que me marcaron de manera definitiva para mis
futuras actividades.
El tal Majunche era hijo de una señora que vendía chicha-
rrones en la 14 calle central y Avenida del Cementerio, frente
a una barbería llamada «La Fama». Entre él y yo hubo una ri-
validad inexplicable. Al nomás vernos, como que se nos metía
el chamuco y nos ponía violentos.
Estudiábamos en escuelas distintas y siempre nos encon-
trábamos al salir de estudiar; en ocasiones tirábamos libros
y cuadernos y nos liábamos a golpes de una manera feroz.
Calculo que nos peleamos unas 10 veces. Combatíamos hasta
que nos separaban. Nos enfrascábamos con tal pasión en la
pelea que siempre resultábamos muy golpeados, con los ojos
puzpos y la jeta hinchada. Y mientras fuimos patojos la an-
tipatía persistió. Nos caíamos mal, pero requete mal; como
patada en donde ya sabés. No sé de donde surgía esa hostili-
dad que la sentimos tan honda. Fue un odio que aún cuando
dejamos de vernos persistió en nosotros y sólo terminó mucho
después cuando, a raíz que don Augusto «Pijas», ya viviendo
yo en la zona cinco, nos incitaba a los muchachos a practicar
deporte, sobre todo Box; entonces, yo fui a parar al gimnasio.

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Don Pijas, que en realidad se llamaba César Augusto Romero,
sembraba cuatro palos en el patio y nos ponía a jugar guan-
tes. De esa manera le agarré un cacho de gusto al box. Luego,
en la recién creada colonia La Labor, conocí a William Junior,
que fue novio y después esposo de mi hermana; él se convirtió
en el eslabón para que yo llegara al llamado Palacio de los
Deportes Teodoro Palacios Flores e iniciara mi corto camino
como boxeador. Un día, entrenando, haciendo sombra, vi bajar
las gradas del Palacio a Majunche, que también iba a ejerci-
tarse. A saber qué pasó por nuestras mentes en ese momento
porque allí mismo se terminó el rencor y nació un respeto
mutuo. Ni siquiera jugamos guantes. Majunche estaba en una
categoría y yo en otra.
Mi mero ingreso a la lucha libre ocurrió después. No vayas
a creer que me metí de repente. No. Hubo un proceso que tuve
que quemar para que me aceptaran.
Figurar como luchador profesional me fue muy difícil. En
parte porque el grupo de luchadores que tenía cartel en ese
entonces era muy cerrado; costaba mucho que abriera la puer-
ta. Entre los nombres que más sonaban en esa época recuerdo
a «El Asesino», «El Judío Dreyfus», «Máscara Roja», «Máscara
Negra», «Faki Raki», «El Moreno Fuentes», «El Inocente Cas-
tellanos», «El Chato Sosa», «El Salvaje», «Hugo el Maldito»,
«El Fantasma» (mister Guatemala; fue físico-culturista), «El
Cirujano», José Azari, Leonel Rivas, que luchaba como «El
Bárbaro», «La Fiera», «El Cuervo»... Sin embargo, como yo
estaba empeñado en ser luchador, me abrí paso trabajando;
primero, como sacador de chamarras en el gimnasio, aunque
no me pagaban nada. Lo hice para que me fueran conociendo
y porque los amigos me aconsejaron que era la puerta para
entrar a ese mundo en donde el celo y los obstáculos eran
muy grandes; ni siquiera lo dejaban a uno pararse cerca del
ring para observar las peleas. Y, por supuesto, no me permi-
tían que yo fuera a entrenar o verlos entrenar en el gimnasio.
Después, me dieron trabajo como peluquero y fui el encargado
de quitar las cabelleras de los perdedores. Me cayó de perlas

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porque yo era ducho para botar las greñas. En esa actividad
me comenzaron a pagar. En ese entonces tenía veinticinco
años. Recuerdo que me remuneraban con 15 quetzales por
cada cabellera que traía abajo.
Como peluquero del ring, recuerdo una anécdota dolorosa
y humillante para mí. Fue la ocasión en que vinieron a Gua-
temala los luchadores mexicanos «El Santo» y el melenudote
«Gory Casanova». El Santo puso en juego su máscara y Gory
Casanova, la cabellera. Fue una pelea emocionante, llena de
acción y, al final, ganó El Santo. Yo, todo ufano, caminé tea-
tralmente sobre el ring, llevando la máquina en la mano y
me sentía un poco como el verdugo encargado de ejecutar la
sentencia de muerte de alguien que me caía mal.
Los jueces tenían aprisionado a Gory Casanova, que era
un fortachón grandote. Yo era menudito y pilishte. Sin em-
bargo, como galán de película, me acerqué de manera triunfal
al Gory. Para ese entonces, ya tenía práctica como cortador
de cabelleras y, con toda la seguridad y confianza del mundo,
me aproximé, de frente, al luchador derrotado. Justo cuando
le iba a quitar el primer mocho de greñas con mi maquinita
manual, me metió un patadón en los testículos. De la fuerza
del golpe, sentí que me llegaron a la garganta. Estrellas, lu-
ces y truenos me llenaron la vista. Ante tremendo patadón,
yo creo que el público debió gritar «¡gooooool!». Sentí que el
ring se me desfundaba, que el cielo y la tierra se juntaban y
el universo entero se venía encima. Aunque ahora me da risa,
me resulta difícil describirte el dolor, la cólera, la impotencia
y la rabia sentida en ese preciso momento. El techo del gimna-
sio desapareció de mi vista y vi que el cielo se estrellaba, pero
cada estrella me dolía, me punzaba donde más duele. «¡Gory
maldito!» fue la única expresión que mis pensamientos lograron
procesar. Y en silencio. Luego, el Gory se zafó de los jueces, sal-
tó del cuadrilátero y, como loco, se fue a los camerinos. Al día
siguiente tomó su avión y se largó con la cabellera intacta.
Después de cortar melenas, trabajé como guardaespaldas
de los luchadores, sobre todo de los rudos. Ya en esta fase

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me pagaban siete quetzales semanales. Recuerdo que en esa
chamba tuve un compañero, Lino Alonso, que era pintor y
también boxeador. ¡Qué buen compañero, vos! Nunca me dejó
solo y repartimos reata parejo.
A nosotros nos tocaba liarnos y proteger a los luchadores
del público que los trataba de golpear o agredir. Sin embargo,
todavía no me codeaba de manera directa con los luchadores,
aunque yo me moría de las ganas de entrenar junto a los de-
más, que lo hacían a puerta cerrada en el gimnasio. Pero na-
nay; me impedían codearme con ellos. Eran como clase aparte
Me ponían obstáculos y problemas, quizá por celos, o porque
cuidaban su círculo profesional al considerar que las personas
aspirantes no tenían la capacidad necesaria para enfrentar-
se a ellos. Por ese entonces, el mero tatascán de la lucha era
Oswaldo Johnston, a quien yo conocía desde que él fue lucha-
dor amateur y yo boxeador amateur. Él decidía quién luchaba
y quién podía practicar en el gimnasio. Él era como la voz de
Dios en esos asuntos. Y yo: ruega y ruega. De manera persis-
tente le pedía que me dejara entrenar con los demás pero él
no me decía ni sí, ni no. Siempre se me hacía la rana y salía
con evasivas. Hasta que un día decidí saltarme a su charco y
enfrentarlo; al encontrarlo, le dije:
—Mire Valo, por favor, o me dice no, o me dice sí. Yo en-
tiendo que «donde manda capitán no manda marinero». Y aquí
manda usted. Por tanto, si usted quiere, yo vengo a preparar-
me aunque los demás se opongan.
Entonces él sonrió y me dijo, «está bien, puede venir». Y así
fue como me inicié y tuve la oportunidad de entrenar a la par
de los que ya estaban fogueados. Allí comenzó también una eta-
pa en la que los muchachos se daban gusto golpeándome. Me
agarraban como tambor de jubileo. En ese año aguanté las pen-
queadas de todos, hasta que me consideraron apto y dejaron de
pegarme tan duro. Y resistí todo eso porque estaba empeñado
en convertirme en un luchador profesional. Recuerdo que uno
de los castigos más crueles resistidos fue el famoso «crosh». Este
escarmiento consistía en que le meten una mano entre las pier-

29
nas y la otra sobre la cabeza. Y al apretarle los coyoles, uno mis-
mo pega el envión hacia arriba. Aparte, el empujón que el otro le
da. Total, uno es impulsado a bastante altura y desde allí te de-
jan caer de espaldas. Es un golpe tremendo. Y a mí, durante ese
año que te digo, me lo aplicaban veinte o treinta veces diarias.
Así pues, como te habrás de imaginar, yo resultaba con mis cojo-
nes como que eran chuchos apedreados. En una ocasión de esas,
al no apretar bien mis dientes y por los mismos golpes que me
aturdieron, se me partió la lengua de lado a lado; entonces pasé
como unos quince días con la sin hueso morada y un poco parti-
da. Así que comer durante esos días no fue un placer sino una
prolongación del castigo sufrido a manos de esos desgraciados.
Total, me hice luchador «a puro tubo» porque no tuve, real-
mente, maestros. Algunos consejos me dieron, por ejemplo so-
bre cómo caer y rodar; todo lo demás debí aprenderlo por mi
propia cuenta, observando a los demás, recibiendo reata. Hoy,
en cambio, cualquiera que puede hacer un par de rodadas se
autonombra luchador.
Ahora te voy a contar mi mero comienzo como luchador.
Mi debut no lo hice en el gimnasio sino en un predio de
los buses La Unión, a un costado de la colonia 20 de Octubre,
de la zona cinco. En parte fue chiripazo porque el que iba a
pelear era Rodolfo Girón, «El Ángel». Para mi suerte, Rodolfo
tenía que viajar hacia los Yunais y no podía asistir a cumplir
su compromiso. Eso ocurrió el 30 de julio de 1965, día del pa-
trono de los pilotos, San Cristóbal. Ante la oportunidad, mi
amigo el Chino López me llevó en moto hacia tal lugar. Ese
día ocurrió algo que ahora me da risa pero en ese momento me
puso como once mil diablos. Se trató de una lucha de relevos.
Mi pareja fue El Indio Jerónimo. Yo luché enmascarado como
«El Demonio Rojo» y mi contrincante fue «El Águila Solita-
ria», también vestido del mismo color. Su pareja fue Black
Man. La pelea fue poco deportiva porque, como no éramos
profesionales, realmente luchamos casi a matarnos. Para mí
fue un pleito de verdad. Nos dimos golpes como si estuviéra-
mos peleando en la calle. Lo jodido fue que al Águila Solita-

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ria lo tenía sangrando y yo estaba encaramado encima de él,
dándole penca. Mis hermanas, que estaban presenciando la
lucha, confundidas porque mi traje era del mismo color que
el de mi contrincante, creyeron que quien sangraba era yo y,
decididas, se acercaron a las cuerdas. Metieron las manos de-
bajo de la lona y sacaron puñados del aserrín que servía para
acolchonarla. En seguida, creyendo que a quien agredían era
al Aguila Solitaria, me lo lanzaron a la cara, según ellas, para
defenderme. ¡Qué horrible! A mí me costó que pasara el efecto
en los ojos y la boca. Hubieras visto ese cuadro... yo sentí que
las huestes celestiales, al mando de El Águila Solitaria, se me
venían encima. Fue la confusión de disfraz más desdichada que
sufrí. Por fortuna, el otro luchador estaba tan penqueado que no
tuvo oportunidad de amacizarse y revertir lo que yo le había he-
cho. Por supuesto, la consideré como mi necesario bautizo; contó
con la originalidad de mis hermanas al usar aserrín en lugar de
agua. Y, como has de suponer, gané la lucha.

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4- Juan Pelos
Aquí estoy,
como peluquero
del ring, volándole las clines a
Jorge Allende. A la par mía tengo
a Black Shadow y a El Santo.
Tiempo después lucharía contra
estos dos luchadores.

N ací en Santiago Atitlán el 30 de marzo de


1937. Sin embargo, los recuerdos de mi in-
fancia en ese lugar son muy vagos. Mis padres,
que eran oriundos de Santiago, me llevaron muy
niño a vivir a San Antonio Suchitepéquez donde,
según recuerdo, la vida no fue tan mala.
Mi padre tuvo un taller de barbería y un salón
de zapatería. Un recuerdo vago es que cuando mi
mamá me quería bañar, yo salía corriendo y lle-

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gaba hasta el parque en mi huída. En San Antonio Suchi vivi-
mos pocos años porque a mi padre, Genaro Villagrán, le vino
la mala pata e hizo que nuestra vida en San Antonio durara
muy poco; por andar metido en babosadas de política lo perdió
todo. De la barbería y la zapatería no quedaron ni las cintas
de los zapatos. Lo dejaron con los brazos cruzados y casi en
la calle. La vida se hizo cuesta arriba y pronto aparecieron
las amenazas. Una noche llegaron a la casa a avisarle a mi
viejo que se las pelara porque en San Antonio «les estaban
quebrando el cutete a los que pensaban y hacían proselitismo
como él», y ya habían matado a fulanito y a sutanito. Total
que mi viejo, arralado ante tales augurios, tuvo que salir de
madrugada de la casa con sus pocos tiliches y se vino para
la capital. Yo tenía, por ese entonces, cuatro o cinco años. Y
cómo son las ironías de la vida... mi ruco era proclive a Jorge
Ubico y, al llegar a la ciudad, quien lo recibió en su casa fue
su hermana, Julia Villagrán, que era arevalista a morir. No
obstante, esa circunstancia fue ideal para él porque, ¿quién
iba a decir que la tía Julia alojaba en su casa a un ubiquista?
Ella lo protegió un tiempo; y un familiar, de nombre Teó-
filo, y de oficio chafarote, interpuso sus inf luencias y a noso-
tros nos mandaron a traer a San Antonio Suchitepéquez. Ese
viaje, lo hice junto a mi madre y mis dos hermanas; fue algo
fantástico. La experiencia de desplazarnos en tren fue muy
impresionante para mis ojos infantiles. Qué bonito ver a los
árboles saludarme a mi paso. Dentro del tren también sentí
cierta nostalgia por mi abuelita Rosalía. Rosalía Marín. Re-
cordé su casona. Era pobre y el suelo era de tierra pero en ese
momento me conmovió ese paulatino alejamiento. Llevaba en
mi olfato el grato olor de la tierra y los adobes mojados con
su musgo verdoso. Y, en el centro de la ternura, estaba ese
canasto añoso que contenía pan de manteca y pendía de un
alambre que se prolongaba del techo del cuarto grande hasta
donde llegaban las manos de la abuela. ¡Ahhh! Hoy que ese
escenario de San Antonio vuelve a visitar mi memoria, regre-
so a vivir los momentos cuando la abuelita Rosa, al verme

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llegar, bajaba el canasto y me daba dos champurradas y dos
panitos redondos. Veo sus ojitos menudos que no se explican
por qué sólo me comía dos y guardaba los otros.
—Comételos todos, Juanito, allí hay más si querés.
Y ella se llenaba de ternura cuando yo le decía: «No, mama
Rosa, le voy a llevar dos a mi mamá». Ese tiempo de mi inocen-
cia fue nutrido de sensaciones y recuerdos especiales que, sobre
todo, mi abuela y mi madre se encargaron de proveer. Hay en
mi memoria una diversión de lo más sencilla pero que me llena-
ba de una dicha inmensa. Además, me proveía de ese dominio
absoluto sobre todo lo que me rodeaba y me daba libertad total.
Yo tenía una rueda de metal que la empujaba con una palanca
larga que, al final, tenía una especie de gancho. Propulsándola
corría tras ella y toda mi energía infantil se encargaba de pro-
veerme de alegría. Hoy, al recordar esa rueda me hace recorrer
el terreno hermoso de mi infancia; pienso en toda la dicha cose-
chada, a pesar de las pobrezas vividas; evocarla es como sentar-
me en el cine y ver cómo la vida se me presenta como una lica
fantástica. Pasa frente a mí la ternura, el cariño, el amor y la
severidad paternal; también veo el amor por mis siete hijos
(cinco mujeres y dos varones) y los momentos de mi apogeo
luchístico. Y mientras todas esas imágenes circulan frente a
mí, siento cómo, de poco a poco, mi garganta comienza a hacer
sus nudos. Esa rueda, también, al morir mi abuelita, sirvió
para hacerle una corona de f lores; por eso, muchas veces he
llorado por mi rueda y por mi abuelita. Esas lágrimas han
servido con eficacia para llegar a amortajar mis emociones.
Entonces, aunque triste, me siento dichoso. De veras, dichoso.
Y en el viaje a la capital, como te decía, un detalle que me
pareció sacado de algún libro encantado fue cuando llegamos
a la ciudad. Al nomás bajar del tren nos subieron a un carrua-
je que nos llevaría rumbo a la casa de mi tía Julia. Mis ojos
trataban de retratar todo lo visto. Iba de sorpresa en sorpre-
sa; llevaba el corazón lleno de inquietud y, a la vez, de un gozo
por el mundo que se me abría. A cierta distancia, mi papá nos
esperaba. Llegaba a encontrarnos y a todos se nos alborotó

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una turbación extraña cuando lo vimos. Iba con sombrero,
entacuchado y con corbata, a la usanza antigua. Subió con
nosotros para acompañarnos, preguntarle a mi madre sobre
el viaje y para contarnos sobre su situación. Todavía suena en
mis oídos el ruido metálico de las ruedas del carruaje y evoco
el movimiento sobresaltado que se sentía dentro. Fueron mo-
mentos muy intensos porque experimenté muchas emociones
nuevas; cada vez que las traigo a la memoria me hacen cele-
brar la vida y sentirme agradecido con ella.
Ya estando en la ciudad de Guatemala, mi padre consiguió
un trabajo en una «Casa del Niño». Allí su chamba diaria
era cortarles los cabellos a cuarenta patojos. Fue un chanzal
tremendo porque en ese entonces no existían las máquinas
eléctricas, o mi papá no tuvo la posibilidad de tener una y, en
consecuencia, tuvo que cortar el pelo con máquinas manuales.
Por ese trabajo le pagaban cinco quetzales semanales.
La parte más jodida de mi infancia, creo yo, fue cuando
entré en la etapa de los ocho o nueve años. Y digo que fue
dura porque, en realidad, tuve poco tiempo para enfrascar-
me en lo más propio de la infancia: el juego. Desde güiro, mi
viejo me puso a trabajar. Y mi chamba consistió en apren-
der el oficio de peluquero. Yo creo que, por eso, después,
muchos me decían «Juan Pelos». Cada vez que llegaba un
cliente al taller de mi viejo, yo debía estar atento a lo que él
hacía. O si llegaban varios, me encargaba de ofrecerles lus-
tre para sus zapatos y llevarles revistas para entretenerlos.
Por supuesto, la remuneración la recibía mi papá. Y cuando
no había clientes y era de día, yo salía a ofrecer lustre en
las calles cercanas a mi casa. Recuerdo que, como mi viejo
no me daba ni un centavo, yo a veces lustraba a cinco gen-
tes y metía mano de mono porque reportaba sólo cuatro. En
esos tiempos se cobraba cinco centavos por lustre. A mí me
gustaba salir a la calle a lustrar porque, aparte del tiempo
dedicado a la chamba, tenía oportunidad de juntarme con
amigos como «El Gallo», «El Zurdo» y «Fimf lo» con quienes
armábamos unas chamusconas alegrísimas con pelotas de

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trapo. Jugábamos hasta el cansancio. Cuando yo terminaba
de retozar era porque le pegaba a alguna piedra y se me
levantaba la uña o se me rebanaba el pedazo de pellejo...
Al primer chamaco que yo le corté el cabello fue un com-
pañero de escuela. Yo creo que andaba en mis ocho años. Mi
papá, para mi aprendizaje, me exigió que llevara a alguien
para cortarle el cabello. Como en ese tiempo había mucha
pobreza, todos querían que su hijo anduviera con el pelo cor-
tado. Recuerdo que llevé a un amigo y mi papá me puso a que
le cortara las clines en disminución alta... y, para la mala
suerte de mi cuate y la mía, pegué un mal maquinazo; mi
ruco me hizo que se lo subiera un poco más, estilo cadete. Y
otro maquinazo; total que resulté cortándolo un poquito a la
francesa, con un copetío enfrente. Y cuando ya casi terminaba
se me fue otro poquito la máquina; entonces resulté dejándo-
lo pelón... pero cada tijerazo, cada maquinazo que yo hacía
mal, era un huevazo que me pegaba mi papá, vos. Pienso que
para ese entonces yo ya cortaba bien el pelo pero cometía esos
errores, por lo nervioso que me hacía sentir mi viejo. Cuando
él me llamaba la atención y yo miraba que el ojo izquierdo le
tastaseaba, era segura cachimbeada. Cuando me reclamaba
o me decía algo, y no le tastaseaba el ojo, no me pegaba, sólo
me metía un par de gritos regañones. Llegué a conocerlo bien.
En esa etapa vivimos en una pobreza tremenda que de sólo
recordarla me da escalofríos; sin embargo, aunque parezca
increíble, no pasamos hambre porque existían los comedores
infantiles, gracias a la sensibilidad del presidente Juan José
Arévalo que, para mí, fue el mejor presidente que Guatemala
ha tenido. Y en la zona tres, donde residíamos, había uno de
esos comedores a los que acudía con María Litidia y Zoila, mis
dos hermanas. Recuerdo aquellos almuerzos tan nutritivos y
sabrosos que muchas veces consistían en una tazota llena de
arroz con pollo, refresco y un muñecón de tortillas. Salíamos
satisfechos y eructando felicidad. Por las mañanas, en esos
lugares llamados patronatos, ponían una mesota grande y,
sobre ella, una gran olla de leche y un azafatón con rodajas de

37
banano con aceite de bacalao encima. Además, nos daban unas
shecas grandes que eran una delicia. El chiste era que debías
comerte tres o cuatro rodajas del banano con bacalao, para for-
talecer tus pulmones y, después de eso, podías servirte la leche
y las shecas que quisieras. No había aquella mezquindad de «vos
ya pasaste, patojo». De esa cuenta, no recuerdo haber visto en
ese tiempo a ningún chamaco con hambre. Todos andábamos,
como se decía, «con la tripa llena y el corazón contento».
De los años de mi infancia y de la pobreza que viví, recuer-
do algo que me pasó y, como chavo, me marcó mucho. Fijate
vos que la situación era tan jodida, pero tan jodida que papá,
como se decía antes, me regaló con el tío Pedro, quien tenía
a su mujer llamada Julia. Cabrona esa señora, vos. No me
quería. Me dejaba en el corredorcito de la barbería. En una
ocasión, cuando estaba en el primer año de la primaria, era
el tiempo del mejor presidente del mundo, vos, Arévalo, te pa-
saban examinando con frecuencia en las escuelas y me encon-
traron algún mal y me mandaron al hospital. Como te repito
era tan penosa la situación por la que pasaban mis papás que
me dejaron abandonado en el hospital. Por Dios, me dejaron
abandonado; ya no llegaron por mí. Sólo de recordarlo se en-
caraman los huevos a la garganta. El Hospital General tenía
comunicación con la capilla que estaba a la par y quizá por
eso había un montón de monjas que nos atendían, adoctrina-
ban y aconsejaban para que tuviéramos una buena conducta.
De la Casa Central nos llevaban comidita sabrosa. Después
de unos días, me escapé del hospital a través de la capilla. Y
como no tenía a donde ir, comencé a buscar a mis viejos. Los
encontré en la 20 calle, entre 3ª. y 4ta. avenidas; allí estaban
vendiendo bananos y plátanos para obtener algunos centavos.
Al verme se les alegró la cara y a mí se me fue esa sensación
de abandono y mandé la tristeza a la chingada.
Mientras estuve en el hospital trataron de meterme al
hospicio pero no me aceptaron porque tenía a mis papás.
Ahora entiendo la situación de los viejos pero, en ese en-
tonces mi percepción era jodida y yo no le encontraba justifi-

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cación; puta, mano, todo eso me hizo daño, mucho daño. Quizá
por esa manera tan ruda en la que crecí yo no fui con mis
hijos lo que hubiera querido ser... tuve limitaciones en darles
mi cariño, o entregarme con ellos. Una serie de babosadas
vos, que chinga, vaá... Desde pequeño, todo lo que es tristeza
siento que me jala. Por eso, cuando veo alguna película o leo
alguna historia en las que papá, mamá o hijos se abrazan,
puta, yo no puedo evitar que se me salgan las lágrimas; eso a
veces me pone como la gran diabla, fijate vos.
Tiempo después, cuando nos pasamos a la zona 5, mi papá me
dejó a mí un sillón... él se quedó allá en la zona 3 con una señora
hermosa: doña Licha. Nosotros tuvimos que zafar bulto y, al tras-
ladarnos llamó a mi mamá y le dijo que, de allí en adelante, yo
sería el que le iba a dar de comer a ella y a mis siete hermanos.
Además del sillón, me dio un espejo, el tocador, dos máqui-
nas manuales, una tijera, un cepillo y polvos. Yo sentí que el
peso de la responsabilidad me aplastaba. Pensé: «Ya me llevó
la chingada». Esa época la vi color de hormiga. Yo ya era un
barbero; sin embargo, cuando llegaban clientes a querer cor-
tarse el cabello me rechazaban porque me veían muy patojo.
Yo les decía: «Siéntense». Y me respondían: «No, yo quiero
pelarme con el barbero». Entonces manifestaba: «Yo soy el
barbero». Todos, por mi edad, me consideraban un aprendiz y
eran pocos los que se cortaban el pelo conmigo. No obstante,
había un señor que mi papá lo tuvo de barbero llamado Mario
Ríos y él tenía una barbería en la colonia Santa Ana, en la
zona 5. Ese señor a mí me conoció desde chiriz. Él sabía toda
la trayectoria de mi vida. Entonces, cuando yo llegaba a su
peluquería, él le decía a determinados clientes: «El chamaco
le va a cortar el pelo. No tenga pena él es barbero». Y los quin-
ce centavos que pagaba el cliente por el corte de pelo, Mario
no me los pedía. Me decía: «Llevátelos». Y eso me servía para
llegar a la casa y comprar tortillas y la comida del día.

39
5- La nostalgia
Cuando veo esta
máscara, parece
como si abriera el libro
de mi vida.

M uchas veces he pensado en la capacidad de amar


y de sacrificio que tuvo mi madre, María del Car-
men Marín. Sinceramente creo que fue una santa.
Murió hace poco, el 13 de julio de 2003, a los 89 años;
sin embargo, en ocasiones me parece mentira que ya
no esté con nosotros. Su deceso me ha dolido de ma-
nera muy profunda; no obstante, pienso que fue justa
su muerte; ahora ya está descansando de esta vida tan
penqueada que le tocó a ella. Sacrificios, limitaciones,

41
angustias, desvelos, sufrimientos y pocas alegrías le tocaron en ese
bingo de la existencia. Literalmente se la llevó la chingada. Su vida
con mi papá, fue dura porque le tocó hacer milagros con los pocos
ingresos familiares y con el rigor de él en todo. Para aliviar esas limi-
taciones, ella tenía que ingeniárselas para aumentar los recursos. Y,
claro, en muchas ocasiones nosotros tuvimos que ayudarla. Recuerdo,
por ejemplo, que en la casa hacíamos, mis hermanas, ella y yo, bolsi-
tas de papel para envolver manías garrapiñadas que luego le vendía a
los de la fábrica de manías La Única, creo que así se llamaba; hacía-
mos cientos de bolsitas de papel (del que se hace el envoltorio de los
cohetes). Teníamos un palo que nos servía de molde; lo forrábamos, lo
enrollábamos, le echábamos el pegamento en una de las orillas y lo ce-
rrábamos; luego le sellábamos el culito y las dejábamos listas para re-
llenarlas. Esa tarea que, en sí, era tediosa, nos dio la oportunidad de
alimentarnos del cariño mutuo. Chistes, conversaciones, anécdotas y
miradas afectuosas nos servían de complemento alimenticio. Además,
hicimos bolsitas para veladoras que una señora encargaba. Mi madre
supo motivarnos para hacer esas labores que tanto ayudaban a la eco-
nomía de la casa. También, cuando no había pedidos de las mentadas
bolsitas, con mi hermana Lety salíamos a vender pan que una señora
nos proveía. Era una actividad que compartía con la de aprendiz de
peluquero en la barbería de mi viejo. Como nosotros éramos niños
y no advertíamos la complejidad de nuestra pobreza, cualquier cosa
nos divertía. Es el caso de esta doña que era gorda, déspota y sholca
de uno de los dientes frontales; a mí me recreaba de manera enorme
verla cuando, para disimular la falta dental, se ponía un chicle en el
orificio. Y más me deleitaba cuando, al hablar, el chicle se le zafaba.
Era divertidísimo. Ella tragándose la bilis y yo la risa.
Otro aspecto simpático era cuando ya con el canasto en la cabe-
za, amortiguado su peso por un yagual, salíamos a la venta con mi
hermana. Ella tocaba la puerta y yo gritaba: «¿Quiere pan de hue-
vo?» Sin embargo, lo que me descomponía la seriedad de vendedor era
cuando Lety me remedaba y decía con una gracia increíble: «¿Quiere
pan dea’huevo?» Por esa tarea, la doña me daba, si no recuerdo mal,
cinco o diez centavos; aunque poco, en algo contribuía con mi viejita.
Yo andaba por los siete u ocho años de edad. En ese tiempo no hubo

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comidas especiales; sólo recuerdo los frijoles, el arroz y los famosos
piloyes. A veces, mi madre cocinaba la flor del palo de pito, envuelta
en huevo, con arroz o con frijoles. Eso era banquetazo para nosotros.
Luego, cuando de la casa de la zona tres nos pasamos a la zona cinco,
creo que tenía 17 años, la pobreza también se vino persiguiéndonos.
Para ese entonces yo era un adolescente y mi padre se había desvin-
culado de nosotros; entonces a mí me tocó trabajar con la responsabi-
lidad de sostener a la familia. Mi madre, en consecuencia, siguió ha-
ciendo los mismos sacrificios para poder optimizar los pocos recursos
hogareños. Fue una etapa muy dura. A veces, ella salía al mercado y
buscaba a las vendedoras de tomate. Observaba si habían separado
los tomates aguados que, se suponía iban a tirar, y ella los negociaba;
generalmente, por un centavo le daban un montón y, luego en la casa,
los hacía chirmol y con las tortillas que nos daba doña Justa, allí las
mojábamos, Y cuando no llegábamos ni a chirmol, entonces disponía-
mos de un buffet que consistía en limón, tortillas y sal. Le echábamos
limón y unos granitos de sal a las tortillas y ese era nuestro almuer-
zo. ¡Ah, qué tiempos tan duros! Debo decir de doña Justa Hernández,
la vecina, que fue espléndida porque nos proveyó de tortillas sin re-
parar en su propia pobreza. Ella fue una señora de gran corazón; casi
tan pobre como nosotros pero nunca dejó de surtirnos las tortillas.
Ya en ese entonces de mi adolescencia, era peluquero y, como doña
Justa no me cobraba en efectivo las torcuatas, a cambio yo le pela-
ba a sus cuatro hijos. A mí me daba mucha satisfacción contribuir
con el mantenimiento de la familia.
Hoy siento una dicha inmensa al evocar a mi viejita. Cuando yo
llegaba con el dinero y se lo daba, ella dirigía mis ojos a los míos y,
con una ternura inmensa, me abrazaba y luego besaba mis manos; en
seguida me decía: «papito, nunca nos vayas a dejar». Recordar esos
instantes tan intensos me parten el alma y me llenan de electricidad
la sangre; también me proveen de legítimo orgullo por la suerte de
haber tenido una madre como ella.
Hay anécdotas que, junto a la nostalgia, también me traen recuer-
dos graciosos; en su momento, se mezclaron con situaciones difíciles.
Por ejemplo, cuando una noche buena nos encontrábamos mi madre
y yo en la puerta de la casa. Estábamos allí un poco obligados por la

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situación en que nos encontrábamos: nos habían cortado la energía
eléctrica. Podrás imaginarte cómo se siente uno en navidad y sin luz.
Mi papá tenía algunos meses de no llegar. Y en la plática con mi ma-
dre me encontraba cuando ella, me dijo: «Allá viene tu papá». Yo vi
que él venía con sus tragos y cargando el morral en el que guardaba
los fierros. Él, en ese entonces, se echaba los guaros y se volvía algo
agresivo; yo, para evitar problemas me retiré un poco de mi mamá.
Ella se movió un poco hacia dentro de la casa. A cierta distancia me
quedé observando. Sin embargo, cuando mi papá llegó frente a ella,
comenzó a discutirle no me acuerdo qué asunto y, además, intentó pe-
garle con el morral. En ese momento fui a ponerme en medio de ellos
y, sin faltarle respeto, impedí que la golpeara. Creo que entendió que
no debía lastimarla físicamente pero se quedó gritando un montón de
cosas. Atrás de nosotros, estaba mi hermana mayor, María Litidia,
llamada Lety por nosotros, que en ese entonces era novia de William
Junior, campeón centroamericano y del Caribe de boxeo, peso pluma,
título que ganó en Barranquilla, Colombia en 1948. Entonces, como
dentro de la casa había una gran bulla ocasionada por la llegada de
mi viejo, en la puerta, que estaba abierta, se detuvo un chavo gran-
dulón con la intención de observar lo que estaba sucediendo y, de
repente, ayudar a solucionar el problema. En esas estaba cuando el
sapo William, que así le decíamos por lo chaparro que era, se apareció
y, para colmo iba con tragos entre pecho y espalda; al ver al cuate en
la puerta, pensó que se estaba cantineando a mi hermana y como él la
adoraba, entonces se puso a reclamarle al intruso. Mi hermana salió
y, parada atrás del chavo, trató de explicarle que él no tenía nada que
ver en lo que estaba sucediendo ni lo conocía, pero al William se le
había metido el demonio de los celos y, como era fornido y tenía una
espaldona que Dios guarde, le respondió a Lety:
—A este hijuelagran.... lo voy a cahimbear.
Y diciendo eso le mandó tremendo swinazo; sin embargo, como
el otro desgraciado era cadete, logró agacharse y, entonces, la que
recibió tan tremendo morongazo fue mi querida hermana. A Willi,
literalmente, se le fue el alma al culantro y sólo logró decirle al cade-
te: «Hijuelagranputa». Y dicho eso el grandulón salió disparado como
pedo y nadie lo pudo alcanzar. Mi hermana, que había caído de cu-

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lumbrón estaba llorando en el suelo y todos nos apresuramos a tratar
de levantarla. El William, pálido por lo que hizo, se le fue el efecto de
los tragos a la chingada y no paraba de pedirle perdón a Lety.
—¿Cómo supiste que el individuo era cadete?
Porque vi que tenía su pelado con el chirulito de pelo en la
mollera; además, era muy atlético y en ese tiempo proliferaban
mucho los cadetes por allí, porque estaban la Guardia de Honor y
la Escuela Politécnica cerca. También, por la agilidad que tenía; no
podía ser de otra manera, verdá...
Y siguiendo con mi viejo, Genaro Villagrán, muchas veces, de niño y
adolescente, me embronqué con él a causa de su rigor conmigo. En ese
entonces no tuve la comprensión que me han dado los años sobre su com-
portamiento. Eran otros tiempos en los que la severidad regía casi todos
los ámbitos de la vida. Muchas veces renegué de por qué, cuando niño,
no me dejaba jugar y, a los ocho años, me enseñó el oficio de peluquero.
En la peluquería, cuando había clientes, yo estaba pegado al si-
llón. Mis ojos apuntaban a la tarea de mi viejo pero mis pensamien-
tos estaban puestos en otros lugares. Por las noches, aunque hubiese
frío, yo permanecía en el sillón, esperando que a las diez o a la media
noche, llegaran los clientes. En mis pensamientos se me revolvían los
enojos porque hasta en las noches, que se supone debía descansar,
no se me permitía hacerlo hasta que mi padre concluía su faena. La
gente llegaba a esas horas porque, antes, no había la inseguridad de
ahora y las personas iban al cine y transitaban tranquilamente por
las calles sin miedo a los peligros de hoy; entonces, al regreso pasa-
ban a cortarse el pelo a la peluquería de mi papá.
Había noches muy frías, quizá porque por ese lugar no había ár-
boles y el aire pasaba sin sosiego. Hubo veces en las cuales me quedé
dormido en el sillón y, al llegar los clientes, mi papá me despertaba
con un coscorrón y me ponía a que les ofreciera lustre o les diera re-
vistas para leer. Era jodida la cosa y a mí, como niño, me emputaba
tanta rudeza de mi viejo. Yo añoraba que de él saliera la ternura que
para mí era tan necesaria; sentir abrazos, cariños o apapachos de
mi viejo creo que me hubieran sido de mucho bien. No obstante, creo
que él, aún sabiendo esa necesidad que yo sentía, se abstenía de
mostrar debilidad y creo que también sufría. Te digo eso porque,

45
cuando ya fui adulto, él me abrió su corazón y lo vi verdaderamen-
te interesado en mis actividades como luchador. A veces cuando,
entre semana pasaba a visitarlo, me preguntaba:

—M’hijo, ¿vas a luchar ahora?


Cuando yo le contestaba que no, él me decía:
—Ay, te espero.
Entonces yo aterrizaba por su casa y llevaba una botellita de gua-
ro y comprábamos Seven Up, que era la gaseosa con la que él hacía la
mezcla atarantadora. Los tragos de él, en ese entonces, eran simbó-
licos pero le servían para expandirse, para acercarse a mí, para con-
tarme sus asuntos. En el fondo creo que él tenía remordimiento por
la forma tan estricta en la que me educó. Y estoy cierto en eso porque
un día, me dijo: «Disculpá que yo fui pura lata o fui muy duro con
vos». Yo le argumenté que no sentía ningún rencor por su forma de
haberme tratado cuando niño. Y mientras le decía eso, sentí un nudo
áspero y enorme en la garganta. Fue como un reencuentro con la vida
que me hizo vibrar de la emoción al estar con mi viejo. Mi viejita a
veces se embroncaba conmigo porque yo me reunía con él y le llevaba
licor pero yo le argumentaba que era la oportunidad que tenía para
acercarme a él; para mostrarnos nuestro afecto. Sin embargo, en el
fondo, creo que mi madre lo que temía es que algún día, entre él y yo,
surgieran los reclamos y pudiésemos entrar en escenas violentas o
discutir acaloradamente. Por suerte eso nunca sucedió. Esos últimos
años en los que pude acercarme a mi viejo, en parte, me recompusie-
ron el mundo. En ese ámbito de dureza, sólo hasta que murió pude
darle un abrazo intenso y tres besos en la frente.
Cuando se me arremolinan esos recuerdos, no siento el enojo que se
me revolvía en la niñez. Ahora esas escenas vienen enchamarradas en
la nostalgia y creo que mi papá, lo único que quería era preservarme de
ser un delincuente o un bueno para nada. Y aquí estoy, con ese oficio que
me enseñó mi viejo y nunca me dejó morir de hambre ni a mi familia.
Además, si no hubiera resultado peluquero, quién sabe si habría logrado
entrar a la lucha libre que, en definitiva, fue el deporte que llenó muchas
expectativas en mi vida. Como decía mi viejita, «no hay mal que por bien
no venga». Creo también que, aunque como luchador tuve la oportuni-

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dad de viajar a varios países, como peluquero también lo logré porque,
a través de las conversaciones con mis clientes, me han contado sobre
sus viajes, aventuras y desventuras. Mientras uno corta el pelo tiene la
posibilidad de abrir sus horizontes si se muestra comprensivo y atento
a lo que la gente quiere contar. Se aprende bastante y se acumulan las
experiencias de otros que a uno le sirven de referencia para su propia
vida. Por eso pienso que los presidentes del país deberían contar con la
asesoría de los barberos porque nosotros, prácticamente, somos, aparte
de los curas en el confesionario, los que más oímos a la gente; además te-
nemos la ventaja de no discriminar a las personas por sus creencias. Sin
embargo, me refiero a los barberos de antes, o formados en esa escuela,
no a los ultramodernos, pomposamente llamados estilistas, quizá por el
caminado tan coqueto que algunos de ellos adoptan.
El oficio de barbero es tan viejo como el invento de la piedra con
filo; nuestra fama resulta de esa misteriosa intimidad en la que en-
tramos al manosear, de manera reiterada, las cabelleras de los clien-
tes. Ese contacto nos da, aunque sea de manera periférica, una rela-
ción con las vidas y conocimientos de los pelados. De tal manera, al
cabo de un tiempo de ejercer dicha actividad, los quitapelos logramos
una visión detallada de sus entornos. He conocido a otros peluqueros
que, por el chingo de conocimientos que poseen o poseyeron, pudieron
ser conferencistas de cashé. Además, la mayoría de barberos por lo
proclives que son a las reflexiones, entre cliente y cliente, han resul-
tado campeones imbatibles en los juegos de damas y ajedrez. Yo soy
de esas excepciones porque no le atino al ajedrez. En muchos periódi-
cos y revistas de antes, era frecuente encontrar secciones dedicadas
al güiri-güiri de los barberos. En la revista Entre broma y broma,
¿quién no la recuerda? hubo la famosísima sección Mientras me afeita
el barbero en la que el personaje principal era el mordaz «maistro»
que pelaba a don García. Además de todas las virtudes enunciadas,
poseemos los dones de contar chistes y reírnos de las desgracias pro-
pias y ajenas, como ya lo demostró Rossini, en el siglo antepasado,
con El Barbero de Sevilla. Y, por si fuera poco, somos expertos en dar
consejos sobre cómo conquistar a una muchacha, contentar a la mú-
cura o encontrarle virtudes a la más fea de la cuadra. Así somos. Por
eso creo que seríamos los asesores ideales: poseemos un rico caudal

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de conocimientos adquiridos de nuestros clientes, paciencia ajedre-
cística y la diplomacia necesaria para decir las cosas con gracia y no
de sopetón. Somos, también, despiadados, como cuando en la lucha
libre a los barberos se nos encarga la tarea de sumir en la máxima
desgracia al perdedor… siempre y cuando no sea el Gory Casanova.
Y con respecto a mi vida como luchador, también a veces siento
nostalgia por esos tiempos en los que me metí de lleno, con pasión
y alegría. Las dificultades y problemas que enfrenté, ahora los veo
como los aderezos de mis triunfos y de mis satisfacciones.
Me hace un gran bien, además, rememorar los tiempos gloriosos
de la lucha libre en Guatemala. Lástima que el cuerpo no aguante
para vivir todo el tiempo en el ring; sin embargo, tengo muchas vi-
vencias inolvidables.
Tuve también la dicha de estar en la mente de muchos aficionados,
de contribuir a su diversión y de ayudarles a botar ese estrés ingrato que
la vida diaria les imponía. Aunque como luchador casi siempre fui rudo,
y mi chance era poner como la gran diabla a todos los aficionados, al
final eso me llenaba de satisfacción porque me indicaba que estaba cum-
pliendo a cabalidad con mi trabajo de ser odiado por las multitudes. Fui
una de las figuras que la gente admiraba por su rudeza y porque tenía
la característica de poner como la gran chingada a todos los aficionados.
Y más cuando, la mayoría de las veces, salía victorioso y los luchadores
técnicos quedaban tendidos en la lona del ring o sangrando fuera de él.
Me gustaba ver esos adrenalinazos de la gente que los incitaban a que-
rer lincharme. Me encantaba ver al público odiándome, lanzándome im-
properios, invocándome para ser benigno pero en el fondo, disfrutando
de su propia crueldad, insanía, furia y cólera insatisfecha.
Como luchador rudo era el espejo en el que todos se veían retratados
pero ninguno quería aceptar públicamente esa imagen. Para mí, en ese
entonces, el Gimnasio Teodoro Palacios Flores, donde se celebraban los
encuentros de lucha libre dominicales, era el escenario del mundo. Allí
se representaba sin tapujos toda la vida. Nada de encumbrada filosofía,
política o diplomacia. En ese recinto estaban todo el bien y todo el mal
reunidos para oficiar el ritual de la existencia. A nadie que estuviera allí
congregado le era posible quedarse sin sufrir o gozar hasta las lágrimas.
Gritos, sillas lanzadas sobre nosotros los luchadores, objetos contunden-

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tes amenazando nuestra integridad física, chiflidos, insultos y una lo-
quera general eran los símbolos de ese lenguaje encargado de exorcizar
toda la energía acumulada del ciudadano común y corriente. Y, luego,
cuando ya todo el estrés y la tensión quedaban rebajados, todos regre-
saban contentos a la realidad y yo satisfecho de haber cumplido con mi
papel, digamos de terapeuta. Nada había que lamentar. El espectáculo
concluía y sólo nos quedaba esperar el próximo domingo para volver a la
emoción. Son recuerdos gratos. Y también lo son los amigos que tuve
ya siendo luchador. Quizá el recuerdo que más me golpea cuando vie-
ne a mí es el de César Augusto Toledo Gómez, alias Faki Raki. Yo no
recuerdo a alguien que tuviera tan metido el sentido del riesgo como
él. En una ocasión en la que él andaba con su novia Herlinda, nos
subimos los tres al carro que él conducía como chofer del Ministro de
Salud Pública, y ya encaramados en el automóvil, me dijo:
—Jetón, nos morimos.
—Murámonos, le respondí.
Y me puso la pistola en la cabeza; no obstante, el instinto, o mi
pensamiento en Dios o qué se yo, cuando él iba a disparar el boris,
me moví para atrás y «¡bang!», sonó el morongazo, fijate vos. Si no hu-
biera reculado la shola, no te estaría contando el cuento. Me hubiera
dado matarili. La chamaca que andaba con nosotros se bajó vomitan-
do y Faki Raki carcajéandose. Porque ése así era; hasta el riesgo más
grande, una vez que lo había emprendido y salía vivo, le daba risa.
Pero yo pienso que estaba asustado y eso sí no se me olvida, fijate vos.
Aparte de esos desmadres, tengo muchos, muchos recuerdos gratos
de Faki Raki.
—¿De dónde surgió el nombre de Faki Raki?
De un fakir que vino a Guatemala y era bastante flaco. Este fakir
se acostaba en una tabla llena de clavos y a Cesar Augusto lo impre-
sionó y decidió tomar su nombre deportivo como derivado de Fakir.
—¿Y Faki Raki, cómo murió, vos?
Fijate que con Linda, su traida-amante, en una ocasión fueron a
una fiesta en donde casi sólo había chontes. En ese tiempo todavía
existía la llamada Policía Judicial. Uno de los jefes de ese cuerpo po-
licíaco parece que se acercó a Linda con la intención de invitarla a
bailar con él y, de inmediato, Faki le dijo: «Esta hija de puta no baila

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con ninguno»; en seguida se sacó la escuadra y la puso en la mesa.
Entonces hubo un conato de cachimbazos. Después de la obligada dis-
cutidera, convencieron a Faki de calmarse porque, además estaban
en la casa de una amante de un amigo nuestro, también luchador.
Esta amante estaba muy involucrada con la Policía. Después de con-
vencerlo, le recogieron el arma... Cuando concluyó el chonguengue, y
él estaba por retirarse, se la devolvieron... Linda se fue con él y, según
dice, en la calle donde antes estaba la Unidad Periférica del IGSS, en
la veintisiete calle (en la esquina estaba el cine Olimpia) de la zona 5,
Faki Raki sacó la pistola y le dijo que se iba a matar y, sin más, se me-
tió un plomazo en la shola. Qué de cierto haya en su versión, a saber...
lo seguro es que se palmó el Faki Raki, uno de mis mejores amigos.
Aunque vos no sos creyente, yo sí creo que Dios usó a Faki para com-
pensarme mucho de lo que sufrí. Cuando apareció en mi camino yo me
sentí con muchas satisfacciones porque era muy tolerante y paciente
conmigo, no me miraba errores; al contrario. Y siempre compartía lo que
tenía conmigo; era un cuatazo, vos. Recuerdo que él estuvo trabajando
en aquellos proyectos habitacionales de la zona 6 que los llamaron de
esfuerzo propio y ayuda mutua. Y yo lo esperaba en el muñecón. Re-
gresaba de trabajar entre diez o diez y media de la noche. Él venía en
su moto. Entonces, al encontrarnos íbamos a tomar café con algún
panito u otra cosa. Y no sólo eso, en todas las situaciones de la vida
fue muy solidario. Fue un gran amigo, vos. Lo extraño mucho, a pesar
que tiene más de cuarenta años de calaqueado. Guardo muchas satis-
facciones de nuestra amistad. Faki Raki era un cuatazo de esos que
en un millón se encuentra uno. Era un tipo que llegó a mi vida en un
momento en el cual yo estaba pasando muchas necesidades, muchos
problemas. Para colmo, mi papá me había botado de la casa.
Los otros buenos amigos de esa época, que siempre entran en mi
recuerdo, son Máscara Roja y Caperusa. A Máscara casi no lo veo por-
que se fue a vivir a otra zona pero siempre le guardo afecto. Antes de
marcharse, siempre venía a la peluquería a que le cortara el cabello.
Ahora tiene una empresa de seguros y es un hombre próspero. Cape-
rusa murió de un infarto, antes del terremoto de 1976.

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6- En acción Aquí estoy
sosteniendo el cinturón
de Campeón Mundial
de Lucha Libre, el 21
de octubre de 1979.

M i debut profesional fue en el Gimnasio Teodoro Pala-


cios Flores, en una lucha preliminar contra «El Pala-
dín», un luchador chiquitío pero bueno para los cachimba-
zos. Salí al ring con mi tradicional traje color mostaza
y la máscara del mismo color; sólo los alacrancitos eran
negros. Esa vestimenta me la preparó Celedonio López,
un boxeador que tenía fábrica de ropa; además me com-
puso una pintura del citado color para que tiñera mis
zapatos. No recuerdo si fue en 1967 o 1968.
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Entré con buen pie porque le gané; además recibí mi primera
paga. Haber debutado como «El Alacrán» fue mi éxito. Me sentí feliz
porque me dije: «Bueno, al fin logré entrar. Ahora no me sacan».
De El Paladín no sé qué fue de él, como te dije, era muy menudito,
muy chico de estatura y complexión; además, de muy bajo peso. Yo
también era algo pilishtío y me vi en la necesidad de aumentar de
peso y creo que por eso me puse panzón. Por esa distancia de pesos,
creo que él se fue a luchar a las arenas chicas. No me acuerdo de su
nombre, sólo de su apellido Archila.
Tuve buen comienzo y en las siguientes disputas (—¿dis qué?) no
tuve mala racha. Pocas luchas, aunque sí las tuve, las consideré real-
mente difíciles. En ese sentido, me parece, la más desgraciada que libré
fue cuando la empresa Dominicana de Espectáculos CATCH, cuyos due-
ños eran Vampiro Cao y Jack Veneno, me contrató para ir a la República
Dominicana, creo que fue en abril de 1974, dos años antes del terremoto.
Las empresas que contratan a luchadores para luchar en otros
países parten de la premisa de que uno es buen luchador. Saben de
las cualidades que se deben poseer para dar un buen espectáculo; de
lo contrario ni un pedo hediondo le tiran a uno. Fijate que son empre-
sas tan serias que, a pesar que te han contratado, siempre te hacen
una prueba. Y a mí me la pusieron. Fue una lucha que estaba en el
tercer lugar de la cartelera y como contrincante tuve a alguien que,
en la jerga luchística, se llama catador. Si no das la talla, al día si-
guiente te ponen en el avión, de retache. Pues en esa ocasión, el cata-
dor era un negrón descomunal, bien mamado que peleaba como «Toro
Negro». Creo que pesaba doscientas ochenta libras y tenía una cara
de maldito que hacía temblar a cualquiera. Fue un «mano a mano».
Yo pesaba en ese entonces ciento ochenta libras; es decir, El Toro Ne-
gro tenía cien libras más. Yo, a la par suya, estaba pilishtío. Después
subí más peso pero me puse panzón, verdá, para subir de catego. Pues
en esa lucha me subieron a trabajar y, púchica vos... La primera caída
yo creo que el moreno ha de haber dicho: «a este cabrón lo mando para
su casa». Entonces, ya luchando, ese negro me dio un golpe tremen-
do que puso el mundo a dar vueltas al rededor mío; como se dice en
la calle: fue «un señor morongazo». Sentí que iba a caer, trastrabé y
andaba medio zonzo; entonces, me salí del ring. El árbitro comenzó

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a contar uno, dos... Y como vos sabés, cuando uno permenece veinte
segundos fuera del ring, pierde. Para evitar esa situación, cuando él
iba por el 18, plun, me metía. Y al meterme, pues dejaba de contar.
Y como no me recuperaba bien, me volvía a salir. Me salí como tres
veces del ring, fijate vos, hasta que logré coordinar mi mente, veá.
Yo sentía como que iba en un carrusel indetenible; todo continuaba
dando vueltas. Por fortuna, me acompañaba una condición física muy
buena... quizá lo que más me fastidió fue que los golpes que me dio el
negrón fueron con el puño cerrado en la cabeza y, como vos sabés, eso
es prohibido. Total que cuando ya me repuse, me enfrenté a Toro Negro.
Vi que venía sobre mí esa mole y gracias al respectivo adrenalinazo que
me llegó en ese momento, me olvidé del tamañón de mi contrincante y le
metí un gancho al hígado, también prohibido, y lo crucé con la derecha y
lo tapé; allí se acabó. Ese gancho al bofe que le di fue genial. Allí le gané.
Entonces la empresa dijo: «A este lo vamos a pegar». A pegar, dicen ellos
cuando creen que ya te merecés el contrato y te llevan hasta arriba, ver-
dá. Esa creo que fue mi pelea más difícil.

—¿Y aquí en Guatemala cuál fue tu contrincante más duro?


Mi contrincante más difícil fue Jorge Mendoza pero siempre fue
un placer luchar con él. Hasta lo soñaba.

—¿Cuántas veces luchaste con él?


Con Jorge Mendoza... creo que unas doscientas veces. Pero mirá,
vos, ¡qué luchador! Mis respetos para Jorge Mendoza. Bueno, bueno.
Recuerdo una emocionante anécdota con él. Fijate que la empresa
de Colombia había llevado a Jorge Mendoza y a Leonel Rivas varias
veces para luchar en ese país. Entonces, cuando hubo un Campeonato
mundial de peso completo, vinieron muchos luchadores de muchos
países; vino Bill Martínez que era el empresario de Colombia. Fue en
1972. Entonces me vio trabajar a mí y a La Fiera, a quien le habló por
un lado un día, sin yo saberlo. Después me llamó a mí y fui al hotel
donde estaba hospedado y hablamos; llegamos a un acuerdo y me
dijo: «Bueno, te vas de pareja con tu compañero La Fiera; van a lu-
char como Las Fieras». Entonces nos fuimos para Colombia. Eso fue
en febrero de 1974. En el debut, no nos pusieron como guatemalte-

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cos porque nuestros contrincantes iban a ser también guatemaltecos;
habría tenido la empresa cuatro chapines y esto no le convenía co-
mercialmente. Entonces nos presentaron a nosotros como una pareja
de hondureños. Y nuestro debut fue contra Jorge Mendoza y Leonel
Rivas. Recuerdo muy bien esa lucha.

—¿Y aquellos sabían que ustedes eran guatemaltecos?


De plano. Por ese entonces Mendoza hacía su famosísima tijera
consistente en que brincaba para subirse a la tercera cuerda del ring
y, desde allí, se tiraba para arriba, echaba el salto mortal y te caía
en tijera en la cabeza; era algo maravilloso; por supuesto, había que
practicarla, tanto para hacerla como para recibirla.

—¿Esa era la llave con la que él ganaba la lucha?


No. El ganó muchas de sus luchas con una llave que se llamaba la
«Mendoza Especial».

—¿En qué consistía la Mendoza Especial?


—Era una llave personal de Jorge Mendoza. Una obra de arte.
Consistía en que, cuando Jorge ya tenía medio morongueado a su
rival; además, ya casi sin aire, entonces le metía un cachimbazo en la
panza; éste al sentir el talaguashtazo, instintivamente se agachaba;
en ese momento, Jorge levantaba la pierna sobre la cabeza de su rival
y le enganchaba el brazo izquierdo. Luego, con la otra pierna engan-
chaba el otro brazo y lo castigaba con una palanca. El dolor era tan
tremendo que su rival, a puro tubo, se rendía.

—Don Alacrán, seguí con lo que me estabas contando.


—Para continuar con lo de Colombia, la tijera, era parte del tra-
bajo. Como te decía, nos enfrentamos dos chapines contra dos chapi-
nes. Nuestro éxito creo que se debió en buena parte a que la lucha en
Colombia era muy a ras de lona; de forcejeo, de llaveo; era muy ce-
rrada, casi lucha grecorromana; en cambio nuestra manera de luchar
era muy espectacular, quizá por la escuela mexicana que nos influyó
bastante. Para nosotros una lucha de puro llaveo no era muy atracti-
va. Total, como los colombianos no estaban acostumbrados a nuestra

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forma de luchar, se pusieron emocionadísimos y casi todo el combate
lo vieron de pie. Era una conmoción a hervir. Estaban desbordados de
agitación y nosotros felizones por el espectáculo que estamos dando.
En esa oportunidad Mendoza lució su tijera contra mí. Debo decirte
también que éramos muy pocos los luchadores que le podíamos reci-
bir la tijera a Jorge porque implicaba mucho peligro; si te cae acá, en
la nuca y no la recibís bien, te descalabra. Creo que los únicos que la
podíamos absorber éramos el «Corsario II» y yo. Esa fue una de las
luchas que más disfruté. Aparte, nos pagaron bien. Nosotros, Las Fie-
ras, luchamos como rudos y logramos encabronar a todo el público.
Fue un hervidero de gritos y movimiento. Hicimos un buen trabajo
como los malos. A tal punto que cuando concluyó la lucha, aparte de los
insultos y demás agresiones verbales que uno recibe, a mí me alcanzó
el verduguillo de un espectador. En la panza me dio el desgraciado.
No fue profunda porque al sentir que el fanático de los técnicos ve-
nía sobre mí, me eché
el reculón y eso evi-
tó que me puyara
hasta dentro de
la puliquera. Ya
en el camerino,
el médico tuvo que
extirparme la sangre
porque no me salía. En re-
sumidas cuentas, esa lucha
estuvo a todisísima madre.
Y el lucimiento, creo, que
más hizo vibrar a la afición
lo dimos, modestia aparte,
Jorge y este tu servilleta.

—¿Y tu llave favorita


cuál era?
—El cangrejo.

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La vida luchística del rudo es emocionante porque uno logra sa-
carle toda la adrenalina a la muchachada, extirparle esa violencia
interna que tiene y con la cual, en el fondo, se identifica. Por eso, en
términos de espectáculo, al rudo le toca la peor parte. Como ejemplo
de eso, recuerdo que allá por 1978, unos quince días antes de na-
vidad, fuimos a luchar a Escuintla. Hice pareja con «Frankestein»,
un luchador mexicano; cuate deá huevo. Nos tocó luchar como rudos
contra «El Hombre Araña» y «Huracán Ramírez». Una luchona, vos.
La gente, por supuesto apoyaba a los técnicos, en buena parte por la
fama de «Huracán Ramírez». Y nosotros, con todas las marufias que
les hacíamos a los técnicos, teníamos verdaderamente emputado al
público. Y para colmo, les ganamos la primera caída a Huracán y El
Hombre Araña. Realmente los estábamos masacrando. Yo comencé
a chingarle la máscara a Huracán Ramírez y le rompimos la frente;
comenzó a sangrar. Verdaderamente los estábamos cachimbeando; en
ese entonces yo pesaba 190 libras. Y en eso estábamos, vos, cuando de
repente, sentí un golpe en la cara. Fue un gran talaguashtazo el que
me cayó. Un espectador se subió al ring, y me fue a zampar el gran
cachimbazo. El árbitro, y toda la gente no lo pudo controlar porque se
encaramó, así, de repente y, pen-guen, pen-guén. El trancazo me lo
dio en el ojo y yo creo que de esa agresión, más tarde, me vino el des-
prendimiento de retina. Después del zocón que sentí, vi luces e instin-
tivamente me tapé el ojo. Y con el otro, iiiii, vi a mi agresor que salió
corriendo y se fue a meter hasta arriba de las gradas. Sin embargo, le
hice yemas y me bajé del ring y pin, pin, pin, subí encarrerado el gra-
derío; como que fuera corriendo sobre brasas y, cuando lo alcancé, lo
levanté y pen-guen, le partí la nariz en tres pedazos, le hice un hoyo.
Shhhh, sangre, verdá. Y como era de allí, de Escuintla, imaginate la
gente... se fue encima de mí... y empecé, pin, pin, pin a repartir penca,
y el mexicano Dimas, vos, como era grande, reventando también...

—¿Quién era este Dimas?


—Frankenstein. El nombre completo no lo recuerdo.
Entonces, mirá vos, empezó la pelotera. Como la gente me quería
linchar, tuvo que pelear hasta Huracán y el Hombre Araña. Edgar
Echeverría, que era el empresario, tuvo que tirar balazos al aire para

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detener a la gente que me quería matar, fijate vos. Y como no detenían
a la marabunta, un policiíta, de esos de la Policía Militar Ambulante,
agarró la tartaja y pa, pa, pa, pa; sólo con eso se detuvo la multitud
y yo me logré proteger en los camerinos. Total, allí se acabó la lucha.
Llegó la tira y a mí me zamparon una máscara para que, al salir, no
me reconociera la gente y no me fuera a pasar nada.
Fuimos a parar al tambo todos los luchadores; toda la mara al
bote. Mi agresor era un muchacho como de unos dieciocho o veinte
años, aunque era grandote el pisado. Cuando los chontes nos llevaron
donde su jefe, que estaba sentado detrás de su escritorio, sin saludar
y con esa prepotencia de los desgraciados de ese tiempo, me preguntó:

—¿Qué pasó?
—Pues mire señor, le dije, ustedes al igual que nosotros, a mucha
gente le caemos mal; especialmente a la gente mala porque ustedes los
combaten y bla, bla, vaá. Y esa es mi situación. A mí, como rudo, la gente
no me quiere. Usted sabe que es mi trabajo igual que el suyo. Ustedes
apalean a alguien porque se lo merece, le dije. La gente los odia por eso.
Y a mí me odia porque cachimbeo a los técnicos. Eso fue lo que pasó con-
migo; yo estaba trabajando... porque para nosotros es un trabajo ése. Y
ese muchacho se encaramó al ring y me dio un golpe; mire.

Y le enseñé el ojo todo puzpo.


—¡Ahh, bueno!
Entonces llamaron al chavo que yo había cachimbeado y, como ya
lo había visto el médico, iba vendado. El forense le detectó tres que-
braduras en la nariz. Recuerdo a Huracán Ramírez, con su máscara;
se me quedaba viendo incrédulo de lo que había pasado.
—Pinche bigotudo, por tu culpa estamos aquí presos —me dijo.
Porque según él, todos íbamos a pasar la noche allí, verdá. Total, me
interrogó el jefe de los tiras. Y luego hizo lo mismo con el que cachimbeé.
—Vamos a ver, usté, por qué fue a la lucha, cuénteme.
—Ah, pues, fíjese jefe, yo iba pasando por allí; iba pasando por allí
y miré en la cartelera que esos payasos iban a luchar y entré...
—Ah, entonces payasada te hicieron allí —le dijo.
—No, ese si me pegó de a verdá.

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—¿Cómo te pegó?
—Pues fíjese que yo estaba de espaldas y no me di cuenta cuando...
—Ah, entonces llegó por atrás.
—Pues sí, él llegó por atrás...
—¡Ah!, llegó por atrás y te metió la mano así.
—Pues sí.
Y claro, el policía se dio cuenta, veá, que en realidad yo tenía la
razón. Pero como había parte pidiente y lesiones, la cosa intentaba
complicarse. Total que el único que se iba a quedar preso era yo Em-
pecé a sentir miedo porque los policías me dijeron:
—Ya vas a ver la vergueada que te vamos a meter aquí.
Como el patojo era de Escuintla, verdá, pensé que lo iban a vengar.
Y yo con temor, mano. Porque ni mi cuate Carlos Bran, que en
ese tiempo estaba bien parado en la policía, pudo hacer algo para
que me sacaran pronto. Total que el tatascán de los chontes dijo
que me tenían que dejar allí mientras se arreglaba la situación con
el muchacho. Estaban los papás del chavo, estaba Edgar, el em-
presario, que tenía que sacar
la cara por mí. Y me metie-
ron tras las rejas, vos. ¡Ah,
la puta!, me metieron y los
demás pa´fuera. Uno de los
policías me dijo:
—Ya vas a ver hijuelagran-
puta...
Entonces a mí se me enca-
bronó la sangre, y brincón le
respondí: «Pues hagan lo que
quieran hijos de puta, pero más
de algún hijuelagranputa voy a
verguear. Eso sí, el que llegue a
agarrar de la cabeza, lo suelto
hasta que le salga el estómago
por la boca, pisados», les dije. En
ese emputamiento estaba cuan-
do oí que alguien me llamó de

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afuera. Edgar se arregló con los papás del cachimbeado y les dio un
dinero. Entonces me dejaron libre. Después vinieron las bromas so-
bre el asunto; El Huracán me repetía:
—Pinche bigotudo cabrón, por tu culpa iba a estar preso...
En el camino de regreso nos vinimos contentos, bromeando a cos-
tas de mi ojo morado.
De ese mismo tono, hubo también otra ocasión que rebalsó el es-
pectáculo en El Salvador, En esa oportunidad subí al ring con mi
compañero «Ringo El Mercenario», con quien fuimos campeones cen-
troamericanos siempre luchando como malos.
Eso fue en el año que mataron a Monseñor Romero. Y ya dentro
del combate, le partimos la frente a «El Vikingo» que era el ídolo
de El Salvador. Lo sangramos y entonces la gente comenzó a lan-
zarnos objetos, maltratos, insultos, sillas y lo que tuvieron a mano.
Fue un verdadero desmadre. Se armó una pijaceadera con toda
la gente. Mi compañero y yo, echando reata a diestra y siniestra,
penguén y penguén y penguén; abriéndonos paso a puros pijazos.
Y como siempre traté de proteger a mis amigos y compañeros, lo-
gré que Ringo El Mercenario cruzara la puertecita que da hacia
los camerinos. Cuando yo iba a hacer lo mismo, vi que la gente se
me venía encima; entonces veo a un hombre que estaba después
de la reja con un garrote en la mano. Galán garrote. Y yo no podía
detenerme porque la multitud ya me caía encima. Entonces tomé
el riesgo de pasar la puerta a sabiendas de lo que me esperaba. Y
cabal, pasando la puerta, sentí venir el golpe con el garrote, con
tan buena suerte para mí que logré cortarlo y, a la vez, le metí un
gran trompón en todo el hocico a mi agresor y lo mandé de fondillo
al suelo. Lo desgraciado fue que, cuando vi detenidamente el cuer-
po, era una mujer. ¡Era una mujer, vos! Una chava, mi hermano,
que estaba con gorra, pelo corto y con pantalón. Me sentí desgra-
ciado. Yo, de lejos, vi que era un hombre, mano. Los espectadores
me querían matar y por poco logran romper la malla; sin embar-
go, mis compañeros me protegieron. Me metieron al camerino, me
pusieron la máscara de uno de los luchadores salvadoreños y me
lograron sacar, Si no, me matan, porque la gente me estaba espe-
rando para lincharme ¡¿Qué iba yo a saber que era mujer, vos?!

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Igual, en Panamá, siempre hay espectadores que quisieran ma-
tar al que es rudo. Pues en esa ciudad había un espectador negro
que medía, palabrita vos, como dos metros y medio. Era un ani-
malón y yo le caí mal. Cada vez que yo luchaba estaba el negro
sentado, ahí en ring side, y me insultaba; yo no le entraba, mano,
porque aunque no era luchador sí estaba muy grande el pisado.
«¡Ah, no!, este maldito me va a matar», decía yo; y
para qué te lo voy a negar, me le corrí. Si algu-
na vez hubiera tenido que enfrentarlo, pues,
lo hubiera hecho a sabiendas
de la pijiza que recibiría, dado
su peso, el tamañón y la fuerza
que se le miraba. Vaya que se me
acabaron las luchas en Panamá
y nunca me enfrenté a él porque
no fui baboso.

—¿Y con algún luchador tu-


viste alguna rivalidad perso-
nal?
Con Leonel Rivas. Tuve una
rivalidad muy enconada con ese
desgraciado. Las luchas entre
Leonel Rivas y yo, hasta nuestros
propios compañeros salían a ver-
las a las rejas del gimnasio porque
siempre nos dábamos buenas ma-
dreadas. Buenas peleadas. Pero
donde yo lo aventajaba era en con-
dición física. Él se quedaba.

—¿Volviste a lucha contra Huracán Ramírez?


—Simón. Varias veces. Con el fuimos buenos cuates.

—¿Y con Blue Demon?


—También. Creo que luchamos cuatro o cinco veces, no recuer-

60
do muy bien. Sin embargo, de esas luchas sólo una me ganó él,
cuando perdí la cabellera. Las demás, yo se las gané. A Blue De-
mon, le decían Manotas. Tenía unas manos enormes, pero así, de
roble, mano. En El Salvador le rompió las cuerdas bucales a un
luchador y lo dejó sin habla; no pudo volver a casaquear el hombre.
Y eso quería hacer conmigo. Yo le caí mal, porque le reempuja-
ba penca. El Santo, Huracán, Shadow... a mí me valía
madre quién se me pusiera enfrente. Yo les echaba
reata, mano. Nada de que porque eran estrellas,
no había que manosearlos. Nel. Para
mí eso no era impedimento para po-
nerme taco a taco con ellos.

—¿Y con El Santo?


—Con el luché sólo una vez. Él me
ganó. Era buena onda. Tuve oportu-
nidad de tratarlo varias veces cuando
vino a luchar a Guatemala. Además,
lo vi sin máscara. Una vez, cuando
yo estaba haciendo mis pinitos en la
lucha, después de haber luchado, me
pidió la campaña que le cuidara la
puerta mientras se bañaba. Luego ca-
saqueamos estando él sin máscara.

61
7- El jolgorio

M i primer trago me lo eché a los veinticinco años.


Como te darás cuenta, soy tardío. El responsable
de la incitación fue el mal cabestro Chilo Pérez quien me
puso la piedra de tropiezo. Yo trabajaba, para ese enton-
ces, como operario donde don Pedro Villagrán, en la 26
avenida entre 26 y 25 calle; él era de Quetzaltenango y
con quien nunca supe si teníamos algún parentesco. Pues,
como te decía, el Chilo, a quien conocía desde adolescente
porque con él barranqueábamos en la zona 3, fue el encar-

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gado de oficiar mi ingreso al mundo de la cucharada. En realidad nunca
fui bolo pero, sí, de vez en cuando me gusta echarme un par de guaros.
Pues con el Chilo me llevaba muy bien porque compartimos desde el
principio nuestra amistad, confidencias, aventuras y afanes comunes.
Él, cuando patojos, me enseñó a hacer flechas con varillas de paraguas.
Bajábamos al barranco de La Ruedita y, con esas flechas, y arcos que
hacíamos de varejones, quizá influenciados por el rollo de Robin Hood,
íbamos a cazar patos. «¡Flish!» hacían las flechas cuando volaban para
ensartarse en las pechugas de los animales. Y luego de darles matarili,
los llevábamos a nuestras casas para transformarlos en nuestro cuscún.
Creo que tenía dieciséis años cuando éramos cazadores de patos. Pues
ese pinche Chilo, pasados los años, me dijo un día:
—Vos, venite, vamos a echarnos un traguito.
—¿Un traguito?
—Sí, hombre, venite.
Para ese entonces, también ya vivía con mi primera múcura, Marina
Consuelo, con quien tenía dos nenas: Sobeida y Nidia. Como quien dice, ya
era «don responsable». Total que me convenció de echarnos el traguito.
Fuimos al restaurante El Bohemio, en la 27 calle y 26 avenida de la
zona 5. Al nomás entrar, Chilo pidió guaro y esa fue mi inauguración; mi
mero bautizo. Chilo me observó complacido y con una galana sonrisa cuan-
do el guarito me pasó por el gaznate. «¡Puta, compadre!», exclamé. La parte
jodida fue que al tomarme el primer talaguashtazo, me entraron unas ga-
nas ingratas de comer. Por supuesto, no cargaba dinero para pedir comida.
—Vos, yo tengo ganas de comer.
—Pues pedí un bistequito.
Me sirvieron el hijueputo bistequito. Previo a la servida, el dueño,
don Tino, me puso en la mesa un mantelito blanco. Todo estaba hecho
una chulada. Yo me sentí todo chichudón porque la atención fue real-
mente buena. Don Faustino Contreras, más conocido como don Tino era,
además, amigo de mi papá. Y como te podrás imaginar le entré con de-
voción al bistequito. Corté a conciencia la carne en pedacitos, disfruté
las cebollitas y el tomate fritos y, en resumidas cuentas, me pareció un
banquetón. Además, como no hay primero sin segundo, no fue necesa-
rio que Chilo me retorciera el brazo para meterme el otro trago. En ese
instante, tragos y comida me parecieron la combinación perfecta de la

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vida. Sin embargo, como también no hay buena sin su mala, después de
embucharme el bistequito y la comida, mi estómago se convirtió en uno
de esos cuchumbos de los camiones de Mixto Listo que revuelven el ce-
mento y la arena para las fundiciones. Sentí que al rededor de mi cabeza
se movían unas rueditas con su infaltable combinación de estrellitas...
y «guaaaaaac», se me salió el buitrón. Por fortuna logré salir a la calle a
echar la guaca. Allí se fueron abrazados el bistequito y mis traguitos; no
hubo señor de Esquipulas que me amparara. La cara se me caía de
la vergüenza porque don Tino tomó toda la lica. Sin embargo, como
todo bolo es atrevido, y como después de la tormenta viene la calma,
me tomé otros tragos hasta que, en calidad de tanate, Chilo me fue
a dejar, bien a pichinga, a mi hogar dulce hogar, en la colonia 20 de
Octubre. Así fue mi bautizo alcohólico. Después, con esa tarjeta de
presentación, tres o cuatro años después, compartí tragos y jolgorio
con mis compañeros, que también eran luchadores, Faki Raki, Ca-
perusa y Máscara Roja. Te podrás imaginar cómo eran; les decían
«La Trinca Infernal». Sin embargo, la experiencia con ellos, aunque
entrañable, no fue tan tranquila como con Chilo sino más brusca;
más de luchadores. Y aunque no lo creás, por ellos me hice devoto del
señor de Esquipulas.

—¿Devoto vos?
Pues, aunque no lo creás, sí soy devoto. Y en parte esa devoción se la
debo a la Trinca Infernal. Por el tiempo de mis veintipico de años, para
enero, una gran cantidad de personas hacía romerías a Esquipulas a
puro calcetín. Y la Trinca hacía la romería, sólo que en carro. Yo los mi-
raba en la puerta de mi casa cuando pasaban rumbo a Esquipulas. Los
veía y me decía interiormente: «¿Cuándo llegaré a conocer Esquipulas?»
Como todas las cosas estaban muy lejos, hasta lo más cerca yo lo miraba
muy hasta la chingada, me refiero al alcance de mis posibilidades. Esos
cuates eran mayores que yo y el trato cotidiano era, más o menos, así:

—¡Hola, vos cerote!


Y «¡plas!», venía el trancazo en la espalda o en cualquier otra parte
del cuerpo. O, si no, agarraban alguna babosada y «¡plun!», te la tiraban
en la cabeza. Entonces yo aparecí en la vida de ellos y encajé por afini-

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dad; pasaron a formar parte de mi vida. Se volvieron muy afectuosos,
muy cariñosos conmigo y muy acomedidos; me ayudaron bastante pero
no me dejaban de tratar como ellos se trataban: a pencazo limpio. Yo,
igual, verdá. Ya cuando éramos mismas, un día me dijeron:
—«Jetón», —así me decían—, ¿quiere ir a Esquipulas?
—¡Ala, muchá!, si ha sido uno de mis sueños...
Recuerdo que Rafael tenía una camionetilla pequeñita, marca
Hillman, y con ella se pasaba la cumbre; en tiempo de invierno había
que ponerle cadenas a las llantas... si no, te ibas. Pues recuerdo que
nos fuimos; me llevaron los muchachos. En el camino nos echamos
los tragos. Creo que en ese entonces tenía veintiocho o treinta años.
Tengo tan presente la imagen, fijate vos... como yo era más patojo que
ellos, verdá, o más endeble, o más vulnerable con los tragos, me quedé
dormido. Bien cuajado iba. Cuando llegamos y se asomó el templo a la
vista, «¡penguén!», me zamparon el talegazo.
—Despierte Jetón —me dijeron.
—¿Qué pasó, muchá?
—Mire...
Fue así, de noche. Vi el templo, sin luces y en total oscuridad, y me
sentí tan... contento. Para mí fue un regalo de Dios. De allí, para acá, me
ha concedido mucho, vos. Por mi fe, por mis creencias... Entonces ellos,
al llegar, le prometían al señor de Esquipulas no tomar durante todo el
año, hasta el veinticuatro de diciembre; en parte porque querían mante-
ner un buen status en la lucha. Pues yo me metí al aro... Sin ser de esos
bolos, me metí al aro y lo hice durante unos diez o doce años, fijate vos.
Y desde entonces me quedó esa secuencia... Yo me iba, como hasta hoy,
los primeros días de enero y le prometía al señor no echarme los tragos
hasta el 24 de diciembre. Y aparte de Faki Raki, Caperuza y el Más-
cara, yo tenía otro grupo de amigos, veá; y los fui metiendo al aro, sin
querer adoctrinarlos. Cuando me di cuenta, era un grupo como de doce
compas, fijate vos, que se juntaban para ir a ver al señor y le prometían
no echarse los guaros. Ellos no eran deportistas ni nada que ver, verdá.
Pero querían sentir esa experiencia. Muchos lo lograron y otros no, como
todo en la vida. Pero la onda es que sí se metieron al rollo. Ahora yo voy
a Esquipulas. A partir de los últimos años, yo le prometo al señor de Es-
quipulas no tomar hasta mi cumpleaños, el 30 de marzo. Y en eso estoy

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ahorita. Y mirá vos Canel, estoy como si nunca en mi puta vida me hu-
biera echado un trago. Me refiero a la promesa que hice. Es una cosa tan
maravillosa cumplir las promesas, vos. Yo hasta miedo tengo, porque si
un día le prometo a alguien darle negra, lo cumplo. Por eso, a mi negrito
de Esquipulas no le puedo fallar.
Si bien es cierto que durante mucho tiempo nos absteníamos de
echarnos los capirulazos, cuando libábamos sabíamos divertirnos a
nuestro estilo. Quizá porque éramos luchadores, hasta nuestros actos
más cotidianos estaban revestidos de cierta rudeza. Una de las bromas
más socorridas que practicábamos era raparle el pelo a quien se quedara
dormido. Recuerdo que una vez que yo no salí a echarme los tragos con
Faki-Raki, Caperusa y Máscara, fui a una fiesta. Y como allí bebí y al sa-
lir ya era de madrugada, me fui para la barbería donde trabajaba, en la
dieciséis avenida de la zona cinco, cerca del muñecón, de la cual tenía lla-
ve. Entonces, al llegar, recosté el sillón y me quedé profundamente dor-
mido. Cuando llegó mi compañero de trabajo, que también tenía llave, no
quiso despertarme. Yo seguí en mi roncadera, sin sentir nada. Entonces,
como mis cuates pasaban constantemente a buscarme, ese día casual-
mente se asomaron como a las diez de la mañana. Al verme profunda-
mente cuajado, le dijeron al Chino Gaspar Aceituno, que les prestara la
máquina y me raparon absolutamente la shola. A saber qué sueño y qué
pichinga cargaba encima de mí que no sentí nada. Además me volaron el
bigote de un lado. Luego se quedaron sentados en la peluquería haciendo
bromas y esperando a que yo despertara para gozar con su travesura.
Entonces, cuando yo abrí los faroles, vos, y me vi en el espejo, estaba....
me quedé viendo y decía: «Dios mío ¿y esto qué es?» Y me miraba en los
espejos. Y aquellos, literalmente cagándose de la risa. Eran unas carca-
jadas de la chingada, fijate vos. Y como ellos sabían que yo no me podía
poner al brinco porque estaban los tres. Me tuve que aguantar como los
verdaderos machos. Pelado, sin bigote... me hubieran penqueado también
Sólo les dije: «¡Ay, cabrones!, ustedes cometieron un error»; pero allí quedó,
porque éramos muy amigos, verdá. Y otra vez, como yo tenía la costumbre
de que cuando ya me sentía algo a vergatos me dormía, me tuvieron que
prometer, porque andaba con ellos y habíamos amanecido, porque antes se
podía amanecer echándose los tragos, que no iba a pasar nada...
—No Jetón, no se vaya...

67
—No, muchá, es que me van a volver a pelonear y, si vuelve a pasar,
yo les destapo la panza con una navaja.
Aquellos me conocían que yo era cabrón, veá. Además, en esa época
yo me mantenía muy en forma y tenía excelente condición física. Total
que ya no pasaron a más. Quedamos que las peladas que se practicaran
iban a ser sólo en aquellas personas que no fueran de nuestro pequeño
grupo. De esa cuenta pelamos a muchos. Hubo un amigo que le volamos
las clines cuatro veces. Yo siempre cargaba las tijeras, vos. Hubo una vez en
la cual a un individuo le mochamos el bigote. Tenía un galán bigotón tipo
Stalin. Lo encontramos en una casa de niñas. Él miró que éramos alegres y
se reunió con nosotros, allí en el bar La Veinte, no sé si lo conociste.
—No, vos, nunca. Yo no fui de esos. Soy pobre pero decente.
Está entre doce y once avenidas y creo que veinte calle, por eso se
llama bar La Veinte, de la zona 1. Pues ese cuate se divirtió con nosotros
y hasta nos invitó. Todos estábamos carcajada y carcajada. Pero al final
se quedó dormido. Fondeó el cuate. Entonces aquellos me dijeron:
—¡Jetón, Jetón!, las tijeras.
Y yo, muy mansito, les dije: «Aquí están». Entonces le volamos todo el
mostachón, fijate vos. Era un bigotón enorme; el mío era nada a la par del
suyo. Un bigotón así... negro, bien espeso; hasta vueltas le daba el señor. Y
las muchachitas risa y risa y más cuscas con nosotros, verdá. Contentas de
ver el espectáculo. De allí se nos hizo cargo de conciencia dejarlo allí porque
eran como las cuatro de la mañana, verdá. Faki-Raki y Máscara lo metieron
al carro y lo fuimos a dejar a su casa. Lo dejamos como a media cuadra.
—¿Y ustedes lo conocían?
Él nos dio la dirección. Y cuando lo dejamos y ya le había pasado
un poco la surumba, el pobre señor se deshacía en elogios vos; que qué
buenos amigos...
—¿Y él no había sentido la falta del bigote?
—No, pues... a saber qué pasó con él, vos.
—¿Y al muchacho que lo pelaron cuatro veces?
—Carlos, el Jetón.
—¿Otro Jetón?
—Simón. Su papá era policía y, después de la cuarta pelada que
le dimos a su hijo, nos andaba buscando para darnos matarili, fijate

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vos. Las cuatro peladas se las aplicamos en un bar que estaba en la
décima avenida entre diecinueve y veinte calle de la zona 1: El Jar-
dincito. En ese lugar le volamos las greñas al Jetón pues se durmió.
Recuerdo que El Zurdo estaba feliz y nadie dijo nada; después de pe-
larlo lo dejábamos en la esquina de su casa. A la cuarta pelada como
el papá era policía, nos quería meter al bote. Sin embargo, nosotros
no teníamos la culpa porque yo siempre le decía: «Carlos, te estás
durmiendo, andate para tu casa». Pero él, necio, seguía con nosotros
hasta que se ponía a pichinga y se cuajaba. Siempre que se echaba los
guaros le daba sueño. Una vez hasta una ceja le quitamos; también
los botones de la camisa. Hasta que entendió que tenía que irse cuan-
do yo le decía para evitar la consecuente pelada. Pero después que le
metimos la cuarta, pelada, la vimos peluda.
—¿Te acordás de Tacos Joven?
—No.
Quedaba en la zona cinco. Estábamos echándonos las cervezas y co-
miendo cuando llegó una persona...
—Muchá, váyanse a la chingada porque allí viene el papá de Carlos
y los va a balear.
Y como el señor era de respeto, pues, y además en aquellos tiempos
la jura tenía licencia para matar con impunidad, nos fuimos a la chin-
gada. ¡Uff!, en ese tiempo hicimos barrabasadas. Fijate vos, hubo dos
cuates también, a uno le decíamos «El Indio» o «El Zurdo»; su nombre
era Luis; ya está calaqueado, pero el apellido a saber en qué parte de mi
memoria se encuentra refundido; el otro era Carlos; tampoco recuerdo
el apellido. Este Zurdo era buen luchador y era hijo de doña Justa, la que
nos vendía las tortillas. Bueno, bueno, vos. Éramos cuates. El peleaba en el
Patronato Antialcohólico. Pues resulta que a El Indio y a Carlos también le
pasamos la peluquera. Ambos se quedaron dormidos y les volamos tijera,
verdá. Recuerdo que fue en un restaurante que se llamaba El Bohemio.
Un domingo fuimos a comer y echarnos unos traguitos. Recuerdo
que yo estaba sentado con las patas, así, cruzadas. Estaba con Faki-Ra-
ki, nadie más. Cuando, de repente, las persianas se abren, vos, y entra-
ron El Indio y Carlos peloneados por nosotros. Y El Indio se va sobre mí,
vos. Fue una lluvia de golpes. Como se decía antes: Una vergomoron-
gopijaceada. Y yo, sólo cubriéndome. Entonces Faki Raki lo agarró y

69
le dijo: «Vos Indio, ¡quieto!». El Indio, cuando sintió que Faki Raki lo
inmovilizó, le dijo.
—A usted también le voy a romper el hocico...
Le hervía el pocillo a El Indio. Tonces, el Faki Raki lo soltó pero,
de una vez, lo cruzó de un talaguashtazo echado con la mano derecha,
fijate vos. Y del tamarindazo lo sacó a la calle. Ya te imaginás que
galán trancazo le dio.
—¡Este «Indio» era luchador también?
Boxeador. Sin embargo, como te dije, el Faki lo tumbó. Y hubiera
pasado a más la situación pero en ese momento llegó la mamá del
Zurdo, doña Justa, y se puso a llorar al ver a su hijo. Entonces vino
El Zurdo y se puso la mano en la cabeza, como para tapársela y que
no se la viera peloneada. Y doña Justa, una santa señora, la que me
daba las tortillas, nos dijo:
—Ay, desgraciados, miren lo que le hicieron a mi hijo, mejor le hu-
bieran pegado.
Cómo lloraba la pobre señora, vos.
El Zurdo, fue a abrazar a su ruquita y le dijo: «Es que me quedé dor-
mido, mama». La doñita, al recibir el abrazo y verlo también cachimbea-
do y con la cara amoratada, esclamó: «Ay, m´hijito, si también te pega-
ron; mirá cómo tenés de hinchada la cara». Entonces, doña Justa empezó
a tirarme manadas y yo, mientras las soportaba o me hacía los quites,
le pedí disculpas. Faki también hizo lo mismo. Luis, El Zurdo o El
Indio, como querrás, reaccionó y sin decir nada, porque él también
estaba en la jugada, abrazó a su viejita y se la llevó.
Ja, ja, ja, mirá vos, en ese momento nos aguantamos pero, después
fueron unas risadas de la gran diabla. Y así por el estilo fue nuestra
manera de joder la pita en esos tiempos. La verdad es que, a pesar de lo
rudos que éramos, nos sentíamos bien cuando andábamos juntos. Había
entre nosotros un estrecho sentimiento de amistad y solidaridad. Con
ellos empecé a descubrir nuevas emociones, malas y buenas. Nuestros
juegos eran violentos; nos dábamos en la cabeza con piedras o con las
llaves y, por supuesto, nos abríamos el ayote; nos propinábamos tremen-
das cacheteadas en la cara y no discutíamos; peleábamos con el que se
pusiera al brinco. Y además, por la edad, nos especializábamos en joder
y embromar gente. Hubo cosas crueles que por no valorarlas en su justa

70
dimensión no nos hacían sentir remordimiento. Hasta con el paso del
tiempo nos pudimos percatar de algunas de nuestras hijueputadas.
Por el año 1960, si bien recuerdo, yo trabajaba en la Barbería
Ideal, de don Pedrito Villagrán, en donde ya te conté que me pelone-
aron al quedarme dormido. Don Pedrito me apreciaba mucho por mi
buen trabajo y comportamiento. Yo, por supuesto, era muy respetuoso
y el vandalismo que compartía con La Trinca, no lo llevaba a ese te-
rritorio que para mí era sagrado porque me daba para mi cuscún y el
de mi familia. Sin embargo, para el Faki, Máscara Roja y Caperusa,
eso los tenía sin ningún cuidado. De esa cuenta, recuerdo una zan-
ganada que ellos cometieron contra don Pedrito. Él tenía una planta
de las llamadas Mano de León. Preciosa estaba la mata. Su tallo, que
llevaba sus verdes hojas, le daba la vuelta a la barbería. Y don Pe-
drito la cuidaba con esmero. Estos mis cuates, con sobrada razón, no
le caían muy bien a don Pedrito porque, en primer lugar, llegaban a
sonsacarme; en segundo, se les veía en la cara lo chingones que eran
y, en tercero, porque el viejo, medio en broma, medio en serio, les me-
tía sus puteadas. Y los otros, como no podían abiertamente respon-
derle, entonces idearon algunas maneras de hacerlo solapadamente
Y encontraron en la Mano de León, una de sus víctimas propicias. En
una de esas oportunidades en que don Pedrito no se encontraba en la
peluquería, llegaron los de La Trinca. Se sentaron y comenzaron con
sus chanzas de rigor. Y yo sólo veía la manera extraña como ellos mi-
raban a la mentada Mano de León. Pero nunca pensé que le llevaran
ganas a la matita. Pues como yo me encontraba afanado volándole el
pelo a un cliente, no podía estar viéndolos de manera permanente.
Entonces, cuando estuve de espaldas a ellos, «zas», le metieron un
clavo a la planta y le quebraron el tallo. Yo no me percaté de la zanga-
nada de ellos hasta el día siguiente, cuando don Pedro me dijo: «¿Qué
le estará pasando a mi plantita que la veo algo triste?» Entonces, de
inmediato, mis pensamientos corrieron hacia La Trinca. Dentro de
mí, pensé: «Hijos de la chingada».
Después que don Pedrito me hizo su comentario, yo me quedé viendo
la Mano de León y le dije: «De veras que está algo triste». Y cuando don
Píter se fue a almorzar, entonces comencé a revisar minuciosamente la
planta y me encontré con el clavo que le habían zampado. Se lo saqué y

71
traté de hacerle una media curación a la mata pero fue en balde; con los
días se puso toda pilishte y, en lugar de verse bonita, se puso fea.
—En realidad sí eran unas chorchitas tus amigos...
Y eso no es nada, vos, Juan Antonio. Como mi compañero el Chino
Gaspar y yo teníamos llave de la barbería, un domingo fui a trabajar.
Y volando tijera estaba cuando llegaron Faki, Máscara y Caperusa. En
lo que yo peluqueaba a una persona, así como hicieron con la Mano de
León, esperaron a que les diera la espalda y se ensañaron con el saco que
don Pedrito usaba para trabajar. Le metieron navaja a la parte de atrás,
casi desde el cuello hasta el culantro. Fue un tremendo chajazo el que
le hicieron al saco. Yo, por supuesto, no me di cuenta y el lunes llegué
como si nada. Y me puse a hacer la limpieza. Cuando llegó don Pedrito,
nos saludamos como de costumbre y al arribar uno de sus clientes, él se
puso el saco. Al principio no se percató de la rotura, hasta que se pasó la
mano atrás. ¡Ay, vos!, don Pedrito se puso verde, rojo, morado, azul y si
se llega a poner amarillo le da el patatús. Estaba como once mil diablos
y lo primero que dijo fue: «Fueron esos desgraciados de tus amigos».
Yo, que adiviné que fueron ellos, no le pude decir nada en contra ni
a favor; me puse tartajo y como soy algo morenito, la piel se me puso
morada de la vergüenza, vos. Y cuando les reclamé a los desgracia-
dos, se mataron de la risa. Y yo, que al principio hervía por dentro de
la cólera, al final terminé riéndome con ellos.
Al grupo de nosotros cuatro se unieron Luis, alias El Zurdo, El
Indio que, como te dije, era buen boxeador; Carlos El Jetón, que tam-
bién era boxeador. Empezaron a salir con nosotros; en esos tiempos se
podía amanecer; había bares y cantinas que no cerraban; recuerdo,
en la zona cinco, El Casinito que quedaba en la veinticinco calle entre
veintiuna y veintidós avenidas, propiedad de don Amado que, años
después fue dueño de El Teocinte: Entre veintisiete y veintiocho calles
y treinta y dos avenida. Se me vienen a la mente, también, La Flor de
Oriente, frente a El Tango Azul, el Bar México, en la veintiséis aveni-
da entre veintisiete y veintiocho calles, El Río Blanco, de don Guayo,
que fue jefe de la Judicial, en la veintiséis calle entre veinticuatro y
veintitrés avenidas. El Tango Azul, en la veintitrés calle entre trein-
ta y tres y treinta y cuatro avenidas, su dueño era Lalo Cárdenas,
el bigotudo; gran amigo nuestro. Allí bailaban grandes personajes

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homosexuales como Carola, Enaira, Rubencito. Recuerdo un 25 de di-
ciembre, más o menos en 1970. Llegamos al medio día. Lalo con una
gran sonrisa nos recibió. «Patojos, pórtense bien», nos dijo, y luego
arregló una mesa para nosotros; en ese tiempo estaba en su apogeo
la canción La del Vestido Rojo. Y cuando arrancó la canción de la
garganta de la rocola, se pusieron a bailar los cabrones Rafael y Faki
Raqui, imitando a la mariconada. Fue un espectáculo buenísimo por-
que, aparte de los tragos que nos hacían bullir de la alegría, bailaron
bien acoplados. Fue una chulada verlos desempeñarse con el dancing.
Y todos estábamos risa y risa; la mara dejó de ponerles atención a los
maricones y esto los molestó porque dejaron de ser el centro de las mi-
radas. Entonces, uno de los maricones tomó de la mano a Faki y se lo
quitó como pareja a Rafael. El Faki bailó con el hueco que se meneaba
como la más exquisita de las mujeres. Pero como el Faki siempre fue
bandido, después de unos momentos de meneo, tomó al hueco de los
cojones y de la cabeza y le hizo un crosh. Entonces el mamplor voló
por el aire y cayó al suelo dándose un platanazo tremendo porque ahí
no estaba la lona del ring que lo protegiera. A mí, cuando lo vi volar
se me pararon los pelos y, de inmediato, intuí que nos saldrían tran-
cazos. Y cabal. Todo el huequerío se nos vino encima y se armaron los
cachimbazos. El propio Lalo nos tuvo que proteger pues eran muchos
y el despepute amenazaba con volverse un despeputón. Cuando llegó
la poli, ya nosotros habíamos puesto pies en polvorosa. Sólo encon-
traron sillas y vasos rotos y unos cuantos mamplores cachimbeados.
En ese tiempo, vos Juan Antonio, fui madurando como varón
pues estos cabrones me ayudaron mucho; además de los porrazos,
me dieron cariño y atención; había que tener los cojones bien pues-
tos para estar con ellos porque eran terribles. Recuerdo que a esos
cabrones, cuando se les daba la gana decían «juguemos lotería» y,
metidos en el carro, nos pasábamos varias avenidas y calles a toda
velocidad y sin parar; en cada esquina que cruzábamos gritábamos
a coro: «Lotería». Por fortuna nunca colisionamos con ningún carro
ni tuvimos un choque que, sin duda, habría tenido consecuencias
desastrosas. Era una especie de ruleta rusa. No teníamos miedo ni
medida del riesgo; sencillamente lo tomábamos sin importarnos la
gravedad de sus secuelas.

73
Y regresando a las peluqueadas que les dábamos a la gente, se me
viene a la memoria, también en el Bar la Veinte, que era visitado por
luchadores de esa época, una noche con su respectiva madrugada. Nos
encontrábamos contentos, cantando y bailando con las niñas del lugar.
Sentado, viendo el espectáculo, se encontraba un señor solo, bien enta-
chuchado y con sombrero y botas bien lustradas. Como entre melodía
y melodía nos dábamos un descanso para regresar a los sofás del bar,
el don, mientras se componía el bigote se acercó a nosotros y nos pre-
guntó si podía acompañarnos. Total que le pasamos chibola y se estuvo
divirtiendo a lo grande. Ya como a las cuatro de la madrugada se quedó
bien dormido. Hasta roncaba el cabrón. Le quitamos todo el bigote, pero
mientras lo acomodábamos en el sillón, nos percatamos que andaba ar-
mado; entonces salimos más corriendo que caminando y no volvimos a
regresar a La Veinte, por miedo a encontrarlo y a que fuera un policía
judicial y nos metiera plomo en las tripas.

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8- El Alacrán junior El Alacrán
Junior le está
volando las
clines a El
Lobo Valdéz,
después que
lo vencí.

—Vos, Alacrán, tengo entendido que hubo un Ala-


crán Junior e hiciste pareja con él. Contame un cacho
de esa historia.
—Simón; hice pareja con el Alacrán Junior. A él lo cono-
cí cuando me junté, en 1966, con mi señora María Dolores;
él era su hijo. Por ese entonces él tenía cinco años. Recuer-
do que cuando era chiricito, le ponía las correas a mis bo-
tines. Sin embargo, ni María Dolores ni yo queríamos que
luchara; sobre todo ella, porque temía que, como luchador,
lo fueran a golpear o hacerle daño.

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—Entonces, ¿cómo fue a parar al ring?
—Cuando ya era bachiller; creo que cursaba el segundo o tercer año
de medicina. En ese entonces nosotros temíamos que si se dedicaba a
la lucha, de repente dejaría de estudiar. Eso le hubiera causado mucha
pena a María Dolores. Sin embargo, él se empecinó. Le encantaba la
lucha. Y, como se dice: A lo hecho, pecho. Ante esa decisión, yo le pedí al
Bronco Monterroso que lo entrenara. Luego, como tenía un tamañón y
era fornido, Edgar Echeverría se lo llevó a luchar.
—¿Cuál era el mero nombre del Alacrán Junior?
—José Fernando Batres Flores. A él le llegué a tener mucho cariño
y me causó un gran dolor su muerte, el 5 de enero de 2010. Desde que
lo conocí lo consideré mi hijo y él me tomó como su padre. Fue una gran
pérdida que a María Dolores y a mí, hasta nos hizo bajar de peso.
—¿Y cómo fue que Edgar Echeverría se lo llevó?
—Edgar era el empresario que organizaba las luchas en ese entonces
en el gimnasio. Ya le había echado el ojo a José Fernando cuando, un día,
Edgar llegó a la casa. Después de una gran casaqueada que le dio a mi
múcura, la convenció. Le dijo que, como él era el empresario, les iba a dar
órdenes a todos los luchadores para que, al pelear con él, no le hicieran
daño. Puras pajas. Total, comenzó a luchar como Chevaca; luego como el
Oso Grizzly, el Oso Polar.
Estando como Oso Polar, a Edgar Echeverría se le ocurrió que todos
debíamos de luchar enmascarados. Entonces, la mayoría de luchadores
le hicieron la guerra hasta que luego de reunirse la mayoría decidieron
tumbarlo. Ya no quisieron luchar para él. Imaginate ¿cómo, después de
tener bien caracterizado mi personaje luchístico, sin máscara, iba a vol-
ver al ring enmascarado? Hubiera sido como que, a una chava, después
de usar falda larga durante su vida, de repente la obligara a usar mini-
falda para mostrar sus desteñidas piernas. De igual manera pensó el
resto de mara luchadora. Después de eso, el gimnasio entró a licitación
y se lo dieron al empresario Jorge Reyes Alonso; él era muy dea’ huevo
con nosotros; nos dio mucha libertad para hacer lo que quisiéramos. En
ese momento fue que José Fernando dejó de ser el Oso Polar y comenzó
a luchar como el Alacrán Junior.
—¿Cómo les fue como pareja?
A todisísima madre. Con él fuimos Campeones Nacionales de Pareja,

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el 15 de junio de 1986, y dimos espectáculos de lo más tuanis. Recuerdo
que una vez vinieron a Guatemala unos empresarios de Tuxtla, México
y, al vernos luchar, nos contrataron para ir a pelear unos días de octubre
a Tuxtla. Ya no recuerdo la fecha. Estando allá dimos buenos espectácu-
los y nos alargaron el contrato para noviembre. Y luego, para diciembre.
—¿Por qué dejó de luchar el Alacrán Junior?
—Todo comenzó cuando, luchando contra Los Villanos, se lesionó una
pierna. Entonces se retiró un tiempo del ring para guardar reposo. Después,
volvió a dejar el ring porque tuvo un tumor en la columna; entonces, un
médico nicaragüense, Bernardo Cortés, y su equipo, lo operó. El tumor fue
benigno y la operación un éxito. No obstante, decidió dejar de luchar.
—¿Te echaste los guaros con el Alacrán Junior?
—Fijate que no. Él era muy educado, respetuoso...
—No era malcriadote como vos...
—Para nada. No fumaba ni chupaba ni bailaba en un ladrillo. Sí iba
a las cantinas pero sólo a acompañar a sus cuates. Recuerdo que una
vez, en la cantina El Trafalgar, donde de boquitas daban unos caracoles
riquísimos, este tu servilleta se encontraba echándose los guaros con
algunos amigos. En plena beba estábamos, cuando entró José Fernando
con otros luchadores. Él los acompañó con agüitas y bocas; pero de trago
y chancuaco, nanay. Así era de sano; fue una perra suerte que muriera
tan pronto y constituye un dolor que no logro sacarme del corazón.

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9- La vida continúa

A veces, vos Canel, cuando pienso en la lucha libre, me


da una gran tristeza. Pero, ni modo, el cuerpo no es
eterno. Por fortuna, la memoria es un cofrecito del cual po-
dés sacar alegrías, tristezas, nostalgia y los sentimientos
que cuadren con tu estado de ánimo.
La lucha fue una gran escuela para mí; quizá una ma-
nera congruente de continuar con el ritmo rudo de mi ni-
ñez. Y no me arrepiento de haber sido luchador. Además de
darme para el cuscún, obtuve disciplina; siempre mantuve
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buena condición física y me hizo sentir muy sano. Por eso, a mis años,
sigo haciendo ejercicio. Todos los días aparto un tiempo para poner en
movimiento los músculos; ya sea corriendo o en el gimnasio.
Las lecciones aprendidas me han dado fortaleza para vivir la vida,
aún en medio de la pobreza, con alegría. La lucha me ayudó a conocer
al ser humano y a entender que todos tenemos nuestras razones y
que merecen ser respetadas.
Tuve enormes satisfacciones, como haber ganado el Campeonato
Mundial Welter, en 1979.
—¿Fue muy emocionante ese triunfo?
—Lo máximo. Fue una triangular en la que participamos Rayo
Chapín, América Salvaje y este tu servilleta.
—¿Podrías describirme la triangular?1
—Ay, vos, Canel... mejor preferiría que leyeras cómo la sintió Mike
González, en la revista Ring Mundial.
Entonces, El Alacrán me pasó la revista y leí lo siguiente:
«Pues bien, en la triangular del domingo brindó una verdadera
exhibición de guapeza que los aficionados lo vivaron ruidosamente
cuando venció, al tremendo América Salvaje. Nuestra colocación no
nos permitió apreciar si había lágrimas en sus ojos o si era el sudor,
por el duro trajín, el que empañaba su vista.
»El público que esperaba el triunfo de Rayo Chapín no tuvo más
remedio que darle su apoyo, porque aquel encuentro con América
Salvaje fue corto, pero violento como pocos. Creemos que el cintu-
rón Welter ganado —en buena ley— por El Alacrán premia sus es-
fuerzos por colocarse entre los mejores del medio a base de buenas
luchas y no a base de propaganda.
»COMO FUE LA TRIANGULAR
»En la primera eliminatoria, previo al sorteo que se hizo con
una moneda, salieron a disputar los máximos honores Rayo Cha-
pín y América Salvaje.
»El azteca fue amo y señor de la situación durante, por lo menos
el noventa por ciento de las acciones, pero falló en su intento de pa-
tear partes nobles del enmascarado azul y éste —todavía dolido por
la paliza recibida— logró atraparlo con una quebradora sobre la lona.
1
Ring Mundial, Año 1, No. 11, 31 de julio de 1979.

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»APARECE EL ALACRAN
»En el segundo encuentro El Alacrán empezó atacando furiosa-
mente pero el Rayo —ratificando que pasa por un buen momento— lo
puso al borde de la derrota, derribándolo con una serie de azotones
y caballazos. Cuando el Rayo creyó que las condiciones de su rival ,
habían mermado suficiente como para darle el toque final, intentó
otro juego de cuerdas con caballazos. Pero el Alacrán lo esperó con un
tremendo zarpazo a la mandíbula que lo dejó listo para el toque final.
»LA DECISIVA
»Como sólo quedaban América Salvaje y El Alacrán, el perdeor
quedaba en situación delicada; si perdía El Alacrán lo rapaban y si
ganaba se coronaba campeón mundial welter.
»Aquí volvió a ponerse de manifiesto el coraje del guatemalteco,
porque siempre estuvo a un paso de bajar pelón. Pero otro fulmi-
nante golpe a la mandíbula dejó fuera de combate al gran villano
América Salvaje.»
—¿Qué otros triunfos importantes recordás de tu carrera lu-
chística?
—Cuando gané el Cinturón Veracruz, México; el Cinturón Cam-
peón de Panamá; cuando fui campeón centroamericano; cuando fui
campeón centroamericano y del Caribe; campeón Norte, Centroamé-
rica y el Caribe; campeón de parejas junto a La Furia; campeón de
parejas con mi hijo El Alacrán Junior.
—¿Qué derrota recordás especialmente?
—Cuando perdí la máscara, en 1972; me la quitó El Escorpión.
Como consuelo pendejo me quedó que, a los ocho días, a El Escorpión
se la quitó El Cirujano.
—Vos Alacrán, como decían los antiguos presentadores de
lucha: ¿Algunas palabras para la afición?
—Pues solamente decirles que, a pesar de todas las dificultades y
sacrificios que me ha tocado enfrentar, ahora que estoy viejo, aún me
siento joven y agradecido con la vida; ha sido muy generosa conmigo;
como dirías vos, dea’ huevo; me dio una señora como María Dolores,
con quien vivo no por obligación sino por amor. Feliz por mis siete
hijos. ¿Qué más le puedo pedir a la vida?

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Pa’ que conste, este librín se terminó
de cocinar en marzo de 2012.

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