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DOS CONFERENCIAS SOBRE

ROSAS

I. EL RESTAURADOR
II. EL CONDUCTOR

1940

BUENOS AIRES

EL RESTAURADOR

EL DRAMA

Ha tocado en suerte a los hombres de nuestra generación vivir profundas inquietudes


espirituales determinadas por un jugar vertiginoso de hechos trascendentales. Desde que en 1914 se
produce en Sarajevo las chispa que provoca la guerra europea, hasta los momentos actuales, en que
asistimos a hechos que apenas una semana después parecen remotos, sino imposibles, y que no
hubiéramos concebido hace dos lustros, el drama de la historia ha desplegado con rapidez
cinematográfica, ante nuestros ojos asombrados, una serie abrumadora de cosas; y ese rápido pasar
ha sido, por lo general, superior a la capacidad humana de adaptar las ideas a las realidades.

Por eso sentimos que nuestra generación se perdió en la ímproba tarea de querer ver con las
ideas de ayer los hechos del día. Pocos son los que de ella lograron salvarse, y si no fueron los
mejores cabe asegurar que fueron los más inquietos. En una carta de 1870 decía Juan Manuel de
Rosas que “solo es dado vivir tranquilos a los ignorantes y a los estúpidos que no piensan ni
sienten”. Nuestra generación no fue ignorante, pero fue estúpida; y no por no pensar ni por no
sentir, sino por pensar y sentir sobre bases acobardadas al pensamiento del siglo pasado, al que
Dauder calificó, con acierto, de siglo estúpido.

Lograron salvarse aquellos cuya intranquilidad los condujo a la duda sobre las bases mismas
aceptadas y consagradas de sus ideas, y podemos afirmarlo así, rotundamente, con el testimonio
irrecusable de nuestro propio vivir, siempre huyendo del equívoco de adaptar los hechos a las ideas
y no éstas a aquellos. Por ello esta tarde vuestra amabilidad me permite ocupar esta tribuna que
habría rechazado no hace muchos años, si es que hace algunos de ellos esta tribuna hubiera sido
posible.

Por todas partes se llega a Roma porque Roma es la verdad. Para muchos de nosotros fue
evidente que en los campos de batalla del Viejo Mundo se había sellado el final de un período en
cuyo ideario político-social habíamos creído.

Los que en 1914 formábamos en las filas de un movimiento que considerábamos


revolucionario, no pudimos dejar de percibir que la guerra estallaba en el preciso instante en que en
Viena se celebraba un Congreso de la Segunda Internacional; y cuando nuestra fe en los ideales que
cultivábamos nos hacía esperar la reacción que hiciera imposible el conflicto guerrero entre los
grandes intereses imperialistas, sólo alcanzamos a ver la huída de las delegaciones para encontrarlas
cantando himnos patrióticos bajo banderas de sus pueblos y verter su sangre, dignificados con el
uniforme de soldados, en las cruentas jornadas que prosiguieron.

Fue aquello el fracaso rotundo del socialismo internacional, y en balde ha sido, desde
entonces, cuanto esfuerzo se hizo para reconstruirlo.

Pero había algo más. Por primera vez en la historia del mundo los pueblos peleaban contra
los pueblos, en una superación fantástica de lo que habían preanunciado las campañas napoleónicas.
Era, entonces, que el liberalismo - que había matado todo sentido heroico de la vida - no era una
doctrina de paz, tampoco guerrera, sino sangrienta, porque era capaz de provocar la tragedia de la
guerra sin inspirarse en esos ideales superiores que la hacen grande y la justifican.

Como lo hace notar Harold Laski, “El liberalismo, preocupado con las formas políticas que
había creado, falló en darse cuenta de manera adecuada de su dependencia de las bases económicas
que aquellas expresaban”; y creyendo luchar, en 1914, por la defensa de aquellas instituciones no
hizo sino desangrar a los pueblos para sostener aquellos intereses, que habían ya alcanzado las
formas superiores correspondientes a las formaciones de tipo imperialista. El Tratado de Versalles
descubrió, reveló que los hombres habían matado a los hombres para facilitar el desarrollo de las
formas más absurdas de la opresión económica, lo cual sintetizaba los alcances del fracaso
definitivo de todos los ideales que habían amamantado nuestra primera juventud, dejándonos
prácticamente suspensos, colgados en el aire, sin apoyos morales, sin bases intelectuales y sin
sustentos espirituales.

La culpa no era nuestra, sino de las enormes lagunas que habían dejado de llenar en nuestra
formación. La escuela laica, nefasta creación del liberalismo francés, nos formó al margen de la fe.
Draper escribía entonces que la ciencia estaba en conflicto con la religión. La escuela laica, además,
despreció lo español por obscurantista y atrasado, y nos enseñó la gloria de próceres de utilería, que
nos separaron de la verdad histórica. Sin religión y sin pasado, no podíamos ser más de lo que
fuimos: o servidores de los que mandaban y manejaban las verdades oficiales, u hombres sin más
base que la conciencia del propio vacío, que por el juego de una indomable intranquilidad habrían
de encontrar los apoyos que buscaban allí donde únicamente podían encontrarlos: en la religión y en
la historia.

Mágico deslumbramiento el de este milagro. El camino de Damasco fue una simple


pregunta: ¿Si nuestro pueblo ha nacido bajo el signo de lo liberal, si nuestra nacionalidad es
inseparable del liberalismo, -carne de su carne- frente a este irremediable fracaso de todo el
armazón liberal ¿debemos aceptar el fracaso de nuestra razón de ser como pueblo? Si fuera de los
postulados políticos del liberalismo no somos nada ¿ es que ya nada somos porque lo liberal es sólo
pasado?

No juzgamos ideas políticas; comprobamos hechos. Todo lo que se entiende por cultura
occidental, a cuyo signo pertenecemos, no sólo no es producto del liberalismo, sino que ha sido
debilitado por él. Es así, como, frente a sus ruinas no nos quedaría sino llorar sobre los restos de
nuestra nacionalidad, por haber sido ella integrada con todos los elementos destructivos de la
cultura de occidente y despojada de aquellos otros que la crearon; mas, el absurdo de semejante
esquema, contra el que se revelaba nuestro sentir íntimo de la argentinidad, no podía menos de
alarmarnos, incitándonos a superar su rigidez desconsoladora. Y encontramos la verdad en la fe y la
verdad en la historia.

LA TAREA

Supimos, ante todo, comprender que era necesario encontrar a la nacionalidad argentina en
sus orígenes, en ese pasado del que el liberalismo nos había separado: en el período colonial. No
somos, ni el intelectual ni temporalmente papelistas, y sin embargo, no podemos menos que sonreír
al escuchar muchas veces, y en esta misma tribuna, algunas felices reflexiones irónicas sobre los
que se queman en la búsqueda de documentos para escribir historias.

No la hemos escrito aún, pero sabemos que la historiografía es, sobre todo, una gran
paciencia. No la hemos escrito aun, pero día a día quemamos algo en aquella labor papelista, porque
ella es previa, y es imprescindible. ¿Con qué elementos podíase estudiar el pasado colonial, cuando
toda la literatura existente estaba inspirada en las directivas de la leyenda negra con que el judaísmo
y el calvinismo unidos lograron empequeñecer lo español, por hispánico y por católico, a fin de dar
alguna disculpa moral al capitalismo, hasta lograr que los hombres creyeran que hispanidad era
sinónimo de atraso, de falta de actitudes, de barbarie, de obscurantismo y de ignorancia?

La verdad había que hacerla, y para ello era ineludible ir a buscarla siguiendo sus propios
rastros; ir a buscarla a los papeles, a esos documentos de época que guardan como un tesoro el
secreto de las almas de nuestros antepasados. Había que comenzar por leer las cartas de los
Cabildos, en las que reviven las viejas libertades municipales que hubieron de morir en manos de
los devotos de aquel cerrado y sistemáticamente utópico Contrato Social que, como dijo Menéndez
y Pelayo, “erigió en dogma la tiranía del Estado, muerte de todo individualismo”, a pesar de que
Rousseau fuera individualista a su modo “y aún apologista de la vida salvaje y denigrador de la
civilizada”: había que leer uno a uno, los informes de los virreyes que demuestran la verdad de
aquella afirmación de Fray Juan Anselmo de Velarde, de que pudieron ser alguna vez arbitrarios,
pero que no fueron nunca déspotas; había que leer las cartas y apuntes de los viajeros que nos
muestran a un pueblo feliz porque, por encima de todas las dificultades del medio, se habían
defendido en la propia personalidad, sin lo cual la libertad es un mito, como lo es en nuestra época,
ya que la economía ha mediatizado la de los hombres; había que leer las demandas de los
procuradores de las ciudades, que trataban directamente con el rey, cumpliendo el sentido humano
de la democracia que no es otro que ser gobernados por quien sienta nuestras necesidades y las
atienda, por quien comprenda nuestras esperanzas y las realice; había, en pocas palabras que volver
a buscar en la propia historia de España la verdad, falsificada por sus mejores historiadores de la era
liberal, para quienes todo pasado fue miseria, y todas las glorias comenzaron con la
deshispanización de la Península en manos del Conde de Aranda, o con las paparruchas
constitucionales de los charlatanes de las Cortes de Cádiz.

LA REVELACION

Había urgencia de hacerlo todo. La había y la hay, porque la tarea es enorme. Por nuestra
parte llevamos algún tiempo en ella, atrapados ya por el encanto de una época maravillosa, de un
período del vivir americano que guarda el auténtico secreto del porvenir americano. Y tan es verdad
que lo guarda, que nosotros, antirosistas, porque sobre Juan Manuel sólo habíamos bebido en las
fuentes de las verdades oficiales, comenzamos a comprender a Rosas a medida que nos
adentrábamos en el conocimiento del alma nacional por el estudio de las fuentes de su formación.
Así es como hoy estamos con ustedes. Sin habérnoslo propuesto, sin haber dedicado un interés
especial al estudio del período rosista, pues por haber estudiado el período original de nuestra
nacionalidad, es que se hizo luz en nosotros la figura de don Juan Manuel de Rosas.

Por múltiples caminos se llega a Roma. Refiriendo a Julio Irasusta este verdadero problema
mental, nos miró con esa su cara de niño grande y bueno, y como quien dice una cosa sin mayor
importancia, dijo esta gran verdad: es que por todos los caminos se llega a Rosas. Damos fe de ello.

No faltará quien apresuradamente piense: pero eso ya ha sido dicho. En efecto, casi todos los
antirosistas se han regodeado en el placer de señalar que Rosas fue un retorno a lo colonial. Pero no
es eso lo que nosotros decimos. La Restauración, para José Ingenieros y sus epígonos, es la vuelta a
la edad media argentina; al feudalismo. Escritores antirosistas de hoy, que en lugar de tener la
audacia cientificista de aquel escritor, apelan a la audacia del economismo materialista y llegan a
idéntica conclusión.

Pero la diferencia que nos separa de ellos tiene un enorme contenido. Nos separa en que
ellos no saben de qué pasado se trata, y que, además, nosotros no decimos que Rosas nos retrotrae,
sino que surge de lo colonial, y lo supera. Rosas restaura, pero hacerlo en el país argentino cuando
él lo hizo, equivalía a reencontrar lo argentino que se había perdido por influencias extrañas; y así
como la entrada en España de los reyes franceses la hizo perder los últimos restos de las sagradas
libertades provinciales y municipales entre los escombros humeantes de la heroica Barcelona, así la
argentinidad las había perdido en manos de las extranjerizantes ilusiones unitarias, que habían de
plantear, como exigencia histórica inevitable, la labor de quien restaura lo que no podía ni debía
morir: el auténtico sentido de la nacionalidad argentina.

EL RESTAURADOR

Cuando los hombres de Buenos Aires dan a Rosas el título de Restaurador de las Leyes, no
pueden referirse a las leyes que desde 1810 había creado la burguesía gobernante porteña.
¿Restaurador, entonces, de qué leyes? No por cierto de las escritas durante el breve período
independiente, sino de aquellas no escritas que venían del fondo oscuro de la Colonia y que se
encontraban con el espíritu de la civilización hispano-romana de nuestra raza. No podían referirse al
trabajo de algún legislador, sino a las viejas libertades cristianas; aquellas libertades municipales y
provinciales, que perecían ya en la Península asfixiadas por la centralización administrativa a la
francesa. ¡Restaurador de las Leyes! ¡Qué magnifica intuición la del que concibió ese nombre que
continua siendo bandera para el porvenir de la patria!

Para los liberales, y en general, para todos los progresistas, restaurar es retroceder, porque
enamorados de las formas políticas que han creado, suponen que cualquier otra que se adopte
detiene lo que llaman progreso. Confunden con rehacer. Rehacer el pasado es un absurdo que
escapa a todo sentido de la realidad histórica; pero restaurar sólo es posible cuando salido un pueblo
de su propio destino torna de nuevo a él. El que restaura construye con los mejores materiales la
vida de su pueblo, porque no lo hace sobre planes ilusorios sino dentro de los imponderables que
determinan el sentido de la vida de cada uno de ellos, proponiendo en ello el propio espíritu. Por eso
si es retorno del pasado, no pasa de buscar en él lo que es irrenunciable, o sea, la voz augusta de los
muertos que mandan. Lo demás es puesto por quien restaura, desde que su labor se condiciona a un
amor de lo presente que sólo vale en cuanto, sin dejar de ser lo que fue, es lo nuevo que debe ser.

Nos anima la convicción más absoluta de que cuanto esfuerzo se haga para entender el
sentido de la historia nacional será vano si antes no nos hemos adentrado en la realidad de su
formación. El federalismo, nervio motriz de nuestro desarrollo, es inútil ir a buscarlo en un tipo de
argentino surgido espontáneamente como consecuencia de los hechos de Mayo. La absorción de
Buenos Aires produjo el levantamiento del interior rico hasta entonces y en tren de empobrecerse
por las directivas económicas porteñas que sólo interesan a su minoría mercantil, manejada por los
aliados de los comerciantes ingleses; pero los ideales federalistas que encabezan esos movimientos
eran acción de Restauración de las viejas libertades provinciales heredadas de España. Revolviendo
papeles de la era colonizadora, sobre todo los que se vinculan a la vida municipal, advertimos que la
fatalidad geográfica que determina lo federal en el país argentino había sido contemplada por
España sin violencia alguna, pues los conquistadores traían el federalismo en la sangre. Justo Díaz
de Vivar, estudiando la figura de Ferré, el apóstol del federalismo correntino, no puede olvidar su
condición racial.

Ferré era de origen catalán, y si bien Díaz de Vivar ve en ello una razón de rebeldía, de “no
conformista”, es porque se queda en una de sus facetas, olvidando que la rebeldía catalana no es
consecuencia de un estado racial particular de lo catalán, sino que está estrechamente vinculado a su
espíritu federal: que es por cierto, por mucho que desagrade a ciertos catalanes, la mejor expresión
de la hispanidad de ese pueblo. Porque no hay nada más profundamente federalista que el pueblo
español, aunque ello se disfrace hasta de nacionalismos locales. Y justamente, España perdió esas
viejas libertades provinciales en manos de las mismas tendencias que estuvieron al borde de
hacernos perder las nuestras. Porque el proceso de nuestro unitarismo corre más o menos parejo,
con bastante atraso por suerte, en América, con el desarrollo del centralismo en España. Los
virreinatos determinaron las futuras nacionalidades de América, y las intendencias contemplaron lo
diverso dentro de cada unidad, pero el régimen intendentil, de inspiración francesa, respondía a
conceptos nos hispánicos de centralización administrativa que hubieron de chocar contra el viejo
espíritu de las libertades católicas y españolas, representadas por los Cabildos, que supieron
mantener su personalidad a pesar de las nuevas tendencias.

Tucumán, Santa Fe, Corrientes, Córdoba, Mendoza, tratan de igual a igual con Buenos
Aires. Se sienten parte del todo virreinal pero no abjuran de su independencia provinciana, y litigan
a cada momento en defensa de ella. Y es que ese fuerte espíritu individualista español, que nada
tiene que ver con el individualismo político disolvente del liberalismo, que mató, por cierto a aquel
otro de estirpe cristiana, unido a ese noble sentimiento de la jerarquía que es innato en nuestra raza,
no podía amoldarse a la unificación de los afrancesados.

Comienzan entonces las luchas de federales y unitarios en las después Provincias Unidas del
Río de La Plata, nombre que por sí solo define y preanuncia la aparición de Rosas. Cuando en 1826
Rivadavia escribía a sus socios los banqueros Hullet y Cía., de Londres,(a uno de los cuyos
componentes había designado Cónsul General de la República Argentina en aquella capital), que no
se desalentaran por el fracaso de los negocios de las minas, determinado por la ley del 23 de Enero
de 1825 que consagraba como base de la organización nacional la autonomía e independencia
administrativa de las provincias, porque –decía la carta- ya se habían dado los pasos necesarios para
modificar esa situación que les permitiría realizar el negocio. Rivadavia no hacía sino consagrar
otro título, el de las Provincias Sometidas del Río de La Plata. Sometimiento que define la posición
del antirosismo en nuestra historia, y dado que lo es -particularmente con relación al imperialismo
financiero británico - , además de definirlo, lo califica.

LA ENCRUCIJADA

Cuando se llega a creer que la democracia es una concepción política sólo posible en un
régimen de partidos; cuando se supone que el pasado colonial fue ajeno a las grandes inquietudes
espirituales de la cultura; cuando se cree que Rivadavia fue el más grande hombre civil de la tierra
de los argentinos, él, que no fue más que un meteco de toda la actividad intelectual disciplinada;
cuando se admira la cultura de un Moreno, al que se endilga para cimentarla hasta una traducción de
Rousseau que no hizo, olvidando que fue un abogado de indudable mediocridad; cuando se sigue
creyendo que bastaba ser criollo en la era colonial para no ser funcionario, a pesar de que casi todos
los revolucionarios de Mayo lo eran; cuando se habla de colonización inglesa como de un ejemplo,
y se ataca a la española porque no fundó una Universidad en Buenos Aires, aunque las había en
Córdoba y Chuquisaca; o sea, en el país argentino, mientras Inglaterra no creó una sola en Estados
Unidos; en una palabra, cuando la comprensión del pasado se encara con el bagaje de apotegmas
difundidos por la historia oficial y oficiosa, se corre el riesgo de no entenderla.

Y entonces es como se advierte de que gentes que presumen de cultura, y que no se la


negamos, creen ofender a Rosas señalando que significó un retorno, un volver atrás de la historia
nacional, cuyos “motorman” hacia adelante habrían sido los Monteagudo, los Rivadavia, los
Moreno, los del Carril, los Varela, los García, los Alvear, etc. Rosas obedeció a su destino de ser el
Restaurador, porque el destino de la patria era entonces, como lo es ahora, un simple problema de
Restauración.

Mas, al señalar el antirosismo, que Juan Manuel es el retorno a lo colonial, lo hace


contraponiéndolo a la Revolución de Mayo. Y el cargo se afirma con el hecho, cierto, de que Juan
Manuel no fuera un actuante activo en aquellas jornadas. Hasta habría sido contrario a ellas, lo que
se apoya en sus palabras, dichas ya en plena anarquía, que desde la revolución el país había perdido
todo espíritu de orden y todo sentido de jerarquía.

Hay cosas que merecen ser aclaradas y ésta es una de ellas. El análisis histórico del
trascendental episodio merece la atención de los historiadores. Por nuestra parte vamos a referirnos
a él ligeramente, tratando de buscar su auténtico sentido.

LA REVOLUCION

Todos cuantos han formulado contra Rosas el cargo que acabamos de ver, consideran a la
Revolución de Mayo como un movimiento popular de independencia, que no hace sino materializar
un pensamiento colectivo irrefrenable. Actualmente, los escritores de izquierda que también tienen
debilidades nacionalistas al amparo de conceptos materialistas, la consideran una revolución
burguesa; que termina con la edad media argentina y por consiguiente es de tinte liberal. Y bien,
todo esto es simple palabrerío. La distancia y las ideas han deformado los hechos y los hombres,
porque su deformación era necesaria al juego de intereses de la minoría mercantil y política porteña,
entregada a las directivas extranjerizantes.

Sin la entrada de Napoleón en España no hay Revolución en Buenos Aires el 25 de Mayo de


1810. Su ideario está conformado a aquellas circunstancias, y es por ello perfectamente estúpido
construir una interpretación para los alzamientos de América distinto al de los alzamientos
ocurridos en las propias provincias de la Península. Las Juntas de España son las Juntas de América;
y así como la de Asturias busca el apoyo inglés, tratando de igual a igual, es decir, de nación a
nación, no en nombre de España sino de Asturias, y a nadie se le ha ocurrido que lo hacía por un
sentido nacional de independencia porque después no se independizó; así ocurrió con las de
América, nada más que como después hubo independencia, los historiadores buscaron explicarla.
Para ello se recurrió a lo que constituye el mayor equívoco de la historia americana : y es mezclar la
Revolución de Mayo, como a la del mismo mes de Caracas, con quienes en efecto, hablaron de
independencia antes de ellas, influidos por las doctrinas de la Revolución Francesa, porque en 1810
los ideales franceses de 1789 habían sido superados en nuestro continente, que había vivido los
últimos años bajo el influjo del movimiento napoleónico de restauración de principios monárquicos
y religiosos que la Revolución Francesa había destruido. En 1810 la tonal dominante en los
hombres de pensamiento de América es de horror por la revuelta francesa de 1789, como ya lo era
en Europa, donde persistió, y así fue vivido por Rivadavia, hasta el movimiento total de
restauración que devolvió a Francia la monarquía.

¿Cómo no había de ser así? América había visto que la Revolución Francesa era la pérdida
de la fe y un jugar de ideas económicas y políticas sin orden ni sentido; hoy con tentativas
constitucionales a la inglesa y mañana con utopías democráticas que terminaban en la nivelación
general de la guillotina, en medio de una masa de fascinerosos cuyo recuerdos deshonraría la
historia de cualquier pueblo. Y todo eso ¿para qué? Para terminar en la apoteosis de un hombre que
como ha dicho Menéndez y Pelayo, “movía masas de conscriptos como rebaños de esclavos ¡digno
termino de la libertad sin Dios ni ley, apuntalada de cadalsos y envuelta en nubes de gárrula
retórica!”.

Por ello, son pocos los hombres de América que no pensaron en el régimen monárquico
como medio de evitar la reproducción en nuestras tierras de los horrores de la primera República de
París.

Este fenómeno de repulsión a la Revolución Francesa lo advertimos en España, donde


Floridablanca, que había impulsado los comienzos de la difusión de su pensamiento en la Península,
se aterra de sus consecuencias y trata de resistirlo, queriendo convertir a España, según una
expresión del Príncipe de la Paz, en un claustro de rígida observancia. El heredero de todo aquel
movimiento afrancesado es entonces, desparecido Aranda, el Príncipe de la Paz, al que América
odió siempre, del que América se sintió siempre divorciado, de cuyos lugartenientes América
desconfió desde el primer momento en que Napoleón puso sus plantas en la Península. Porque
América sabía que estos afrancesados habían vendido su alma al diablo.

La Revolución de Mayo no se hace bajo el signo de lo liberal. Su realización camina dentro


de módulos de legalidad, ya que no hay nada en los Cabildo del 22 y 25 que pueda ser objetable de
punto de vista de las instituciones españolas de la época, salvo la intervención de los militares, en la
forma que lo hicieron. No fue, además, una revolución popular. Fue, sobre todo, un movimiento
militar que elevó a una serie de pequeños funcionarios y comerciantes, criollos y peninsulares, a los
primeros cargos. Fue, también entre nosotros, una reacción contra la burocracia incapaz que el
nefasto Príncipe de la Paz había volcado sobre los dominios. Fue, finalmente, y en su sentido más
profundo, un movimiento de franca restauración contra el evidente afrancesamiento de aquellos
funcionarios. Quienes van a la Junta han estado, poco antes, complicados en una entrega del
Virreinato a la Infanta Carlota, circunstancia que deliberadamente se la olvida, y siempre se la
falsifica, aunque ella encierra gran parte de la verdad sobre el espíritu de la época.

Don Tomas Manuel de Anchorena en su conocida carta a Rosas dice: “Por todas partes
resonaba en boca de los patriotas: ¡Viva don Fernando VII! Y esta aclamación duró hasta que se
reunió la Asamblea”. Se refiere a la de 1813, y agrega: “Entonces recién se vio un manifiesto
desviamiento de la sumisión a Fernando VIII y sus legítimos sucesores, porque las cosas de España
habían llegado a tales estados de nulidad y había ido en tal crecimiento el poder de Napoleón, según
nuestro modo de ver, que ya no había esperanzas de que la casa de Borbón volviese a ocupar el
trono español”.

Las palabras de Anchorena, testigo y actor de los sucesos, se confirman documentalmente


con una abundancia abrumadora de datos coincidentes. La Junta, dirigiéndose al Coronel Ramón
del Pino, comandante de la Colonia del Sacramento, dándole cuenta de su instalación, pide
obediencia y le dice: “pues que no pudiendo ya sostenerse la unidad constitucional sino por medio
de una representación que concentrase los votos de los pueblos por medio de representantes
elegidos por ellos mismos, atentaría contra el estado actual cualquiera que resistiese este medio
producido por la triste situación de la península”.

Es decir que, lo mismo que en España, habría de formarse una Junta Suprema por el voto de
los pueblos, identidad de acontecimientos y de espíritu, que marca la raigambre hispánica del
sentimiento federalista. Los hombres del cabildo de 1810, para indicar la necesidad de que los
cabildos del interior enviarían sus representantes ante la Junta, no tuvieron necesidad de forzar
ninguna realidad jurídica ni histórica, sino, por el contrario, volver a la integridad de las que
poseían, de hecho jaqueada por las tendencias centralistas de origen francés con que la Casa de
Borbón había venido gobernando a España. Y es esto, justamente, otro aspecto de la cuestión, que
demuestra que la de Mayo no era una revolución, sino una restauración, a pesar de que los liberales
hayan querido ver en las palabras “unidad constitucional”, que hemos visto en la nota al Coronel del
Pino, la simiente del constitucionalismo demo-liberal. ¡Vana ilusión, por cierto!.

En 1802, en el “Semanario de Agricultura”, del 1º de Diciembre, Fray Juan Anselmo de


Veralde, decía: “Leyes fundamentales son las que hoy más a la moda se llaman constitucionales.
Algunos creen que no tenemos constitución, porque cumpliéndose con exactitud no hemos tenido
nunca motivo de hablar de ella. Por lo que hace a la administración de Justicia y al gobierno político
son tantas que ya clamamos por su reducción. Una sola Ley no conocemos, que es la Ley Marcial, y
que yo no sé cómo han amalgamado los Ingleses con su decantada libertad”.

Nada hace presumir en 1810 que el movimiento de Mayo sea libertador, aunque todo él
señale que dentro de la comunidad hispánica es federalista. Sin embargo, contra él se alzan los
funcionarios del Príncipe de la Paz, que ya han sido parcos en sus entusiasmos para coronar a
Fernando VII, y se levantan también, aquellos otros de los que el espía inglés Mackinson, que vivía
en Buenos Aires, decía, en carta a Lord Wellesley, del 1º de Julio de ese año, “que hubiesen
preferido quedar bajo el Rey José siempre que se les permitiera retener los privilegios de que
gozaban”. Y es que esos españoles eran ya hijos del afrancesamiento hispano; mientras los criollos
eran aún hispanidad pura.

La Junta de Mayo se dirigió con fecha 1º de Junio al gobierno británico, pero no pidiéndole
apoyo para la independencia, sino contra la Regencia, a la que calificaba “sin origen, sin títulos, sin
sufragio legítimo de América”. Y el 2 del mismo mes, aparecía la “Gaceta de Buenos Aires”,
inspirada en “la necesidad de instruir al pueblo en las reglas que deben dirigir la heroica fidelidad”.
En una resolución del 8, la Junta se manifestaba satisfecha de las pruebas de fidelidad al Rey
recibidas de todos los pueblos, lo que, decía, “demuestra la fraternidad de los pueblos de América
con los de España”, y “la constante adhesión del Rey contra los proyectos abiertos y miras ocultas
del usurpador”. El primero que habla de independencia en estos días es el famoso Lord Strangford,
exponente del diplomático hábil, cínico y sin escrúpulos, y lo hace en carta del 10 de Junio al
marqués de Wellesley, desde Río de Janeiro. “En síntesis –dice en ella- se desea la independencia en
cualquier forma, pero, preferentemente, bajo la protección inglesa, siendo Buenos Aires el centro de
donde irradiarán las cosas”. A pesar de que, con la misma fecha la Junta se dirigía en carta circular
al Coronel Indalecio Gómez de Socusa, de Potosí; a Santiago Alejo de Allende, a Gregorio Funes y
a Ambrosio Funes, de Cordoba; y a Diego Pueyrredón, de Jujuy, diciéndoles que la formación de la
Junta tenía como “único objeto conforme a la conducta de los pueblos de España preservar a S. M.
el Señor Don Fernando VII sus augustos derechos en la seguridad, en integridad de tan estimables
dominios SIN DESMEMBRACION ALGUNA, para que no sea presa de las íntegras ambiciones de
todo poder ilegítimo”. Y en las instrucciones reservadas para la Expedición a las Provincias
Interiores, al mando del coronel don Francisco Ocampo, se lee: “se tendrá gran cuidado de sofocar
toda especie capaz de comprometer el concepto de la fidelidad que anima a esta Junta pues, nada
debe cuidarse más que imprimir en todos la obligación DE SER FIELES A SU REY Y GUARDAR
SUS AUGUSTOS DERECHOS”. “Y estas eran instrucciones reservadas! ¿A qué se refería,
entonces, Lord Strangford? Quiénes buscaban la independencia, parece que lo hacían bajo el
protectorado inglés. No eran sin duda alguna Belgrano ni Saavedra; pero podría ser Rodríguez Peña,
cuyo hermano - acusado de traidor y pagado por el gobierno británico - vivía en Río de Janeiro.
Tanto no se olvidaba su traición, que en 1811, en Londres, Manuel Moreno, no se recataba de
afirmar que era despreciado en Buenos Aires por haber actuado al servicio de los ingleses cuando el
pueblo bonaerense se defendía de ellos. A pesar de lo cual también podía contarse entre el grupo
“anglófilo” a su hermano Mariano, ya que es hoy notoria la influencia de Lord Strangford en la
redacción de la “Representación de los Hacendados”, su documento de probada influencia inglesa,
pagado por comerciantes ingleses y como tal, contraria a los intereses del país, aunque sin
influencia alguna en los sucesos de Mayo.

Y bien, Rosas no actúa en estos hechos, pero estos hechos tienen un significado distinto al
que se ha querido darles. Y en cambio, actúa posteriormente, cuando el sentimiento nacional de
independencia es real, y la asegura definitivamente desde el gobierno, en el orden interno, por la
unidad; y en el orden externo por su notoria defensa de la soberanía nacional.

EL EQUIVOCO

Pero hay algo más, y es que hay que distinguir entre independencia de España o de la corona
de España. América nunca se sintió parte de España, sino dominio de la corona. Fue siempre
rebelde a la Metrópoli, no al Monarca.

Lo mismo sucedía, por cierto, en la Península, en un drama interno que hemos visto
prolongarse hasta los días actuales. Cuando Fernando VII es detenido por Napoleón, destacados
grupos de nativos, la mayoría de los cuales serían luego las cabezas dirigentes de la Revolución de
Mayo, inician conversaciones con la Infanta Carlota –una mujer extraordinaria de quien
historiadores ligeros han dicho las cosas más absurdas y falsas- porque ven en ella a una
continuidad de la monarquía. En ningún momento se habla de independencia bajo su corona, sino
de federalización bajo el reinado de la que era legítima heredera de su hermano preso.

Y si las gestiones fracasan es porque ella no puede desvincular la Corona de la Metrópoli y


porque el miedo a Portugal era innato en los hombres de Buenos Aires, cuya historia se llena con las
glorias olvidadas de sus luchas contra los portugueses, tras los cuales es preciso advertir siempre la
dirección inglesa tendiente a anular la posibilidad de que en la cuenca del Plata se organice una
comunidad social poderosa. No era el Carlotismo bonaerense un movimiento contra la corona de
España, aunque puede vérselo como contrario al unitarismo de la Metrópoli.

Y con ello respondió a las más puras directivas del sentimiento político español, que no fue
nunca unitario, ya que hasta la propia Isabel juntaba las flechas pero no fundía las flechas con el
yugo.

Y destacamos así la diferencia entre unidad nacional y unitarismo político. Este aspecto de
nuestro pasado se pone de relieve en la nota del 11 de Mayo de 1810 dirigida por la Junta a Lord
Strangford, y en la que se lee: “La Península no es más que una parte de la monarquía española, y
está tan estropeada que sería una concesión bien gratuita ponerla en igualdad con la América. Por
consecuencia de este principio –continúa- ni la Península tiene derecho al gobierno de América ni
ésta al de aquella. Para que el gabinete inglés pudiese hacer los oficios de un mediador imparcial era
preciso reconociese la recíproca independencia de estos estados…”

En la ya citada carta de Anchorena a Rosas, este concepto surge claro cuando dice que el
movimiento del 25 de Mayo se hizo para preservarnos de que los Españoles, amparados por
Napoleón, negociasen con él su bienestar a costa nuestra, haciéndonos “pato de la boda”, y
agregaba que en esa ocasión el virreinato había creado “un nuevo título para con Fernando VII y sus
legítimos sucesores, con que poder obtener nuestra emancipación de la España, y que
considerándosenos una nación distinta de ésta, aunque gobernada por un mismo rey, no se
sacrificasen nuestros intereses a beneficio de la Península española”.

A todo esto, continúa diciendo la carta de Anchorena: “nos daba derecho, no sólo el
habernos defendido de los ingleses, sin auxilio alguno de España, sino también el nuevo sacrificio y
esfuerzo de lealtad que emprendíamos erigiendo a un gobierno a nombre del Rey cautivo, que
conservase bajo su obediencia todas estas provincias durante su cautiverio, para continuar después
presentado el debido homenaje luego que cobrase su libertad. ¡De este modo era como yo oía
discurrir entonces a los patriotas de primera figura de nuestro país! –Continúa diciendo Anchorena.
Y todos los papeles oficiales no respiraban sino el entusiasmo por la obediencia y subordinación a
Fernando VII, pero con tal sinceridad, a juicio de los patriotas de buena fe que el doctor Zabaleta,
en el sermón que predicó en presencia de la Junta gubernativa en celebridad de su instalación,
hablando de las imputaciones que nos hacían nuestros enemigos, quienes decían que todas esas
protestas de obediencia y sumisión a Fernando VII eran fingidas, y que nuestra intención era
sublevarse contra su autoridad, les contestó con un esforzado MIENTEN”

Y es que en aquellos días es inútil ir a buscar pensamientos de gobiernos, directivas


nacionales, conceptos estatales de alta política. El propio Anchorena, lo confiesa diciendo: “No sé si
alguno habría leído alguna obra de política moderna, ni sé que hubiera otra que el Pacto Social por
Rousseau, traducido por el famoso señor Don Mariano Moreno, cuya obra solo puede servir para
disolver los pueblos y formarse en ellos grandes conjuntos de locos furiosos y de bribones”

Rosas no era en aquel entonces un político. Empeñado en labores rurales vive en el campo,
desde donde atalaya como espectador los acontecimientos, aunque sin vincularse a ellos. No
contaba más que 17 años, mientras Rivadavia, que tampoco actúa con el grupo “Revolucionario”,
contaba 26, a pesar de que ningún historiador le ha hecho el cargo de haber estado alejado de los
hechos de Mayo. “Ninguno de mis padres, ni yo, ni mis hermanos y hermanas hemos sido
contrarios a la causa de la Independencia Americana”, dijo Rosas en 1869, en carta a Josefa Gómez,
y en efecto, no lo fueron. El error de apreciación es de suponer que la Revolución de Mayo tenía
algo que ver con esa independencia. Rosas no podía sentirse arrebatado, a pesar de que era un niño,
por una Junta cuya composición debía sorprenderle y desorientarlo. Cuando las noticias del
movimiento llegan a sus manos, las estudia y espera. No se pliega a los ejércitos “Libertadores”
porque ni la expedición de Ocampo ni la de Belgrano, tiene tal carácter, y es evidente que con ellas
la Junta de mayo trata de reforzar su situación ¿reforzando? sobre los cabildos del interior.

Es difícil ver claro en aquellos días. El historiador se encuentra con documentos que lo
desorientan a cada paso, y de todos ellos, surge, entre otras cosas, la verdad de que la composición
de la junta no ofrecía garantías para nadie. Poco tardan los hechos en demostrarle a Rosas que no
debe moverse. Las diferencias en la Junta estallan: sale Moreno, se forma la Junta Grande, viene la
revolución del 5 y 6 de Abril, y en lugar de luchar contra los españoles el país entra en luchas
civiles contra sí mismo.

Nada tenía que hacer Rosas, desvinculado por otra parte de la Capital, por la atención de sus
intereses en la campaña, con la Junta. Nada tenía que hacer con quienes editaban para lectura de los
colegios, el Pacto Social de Rousseau - haciéndolo mediante la traducción española publicada en
Oviedo - Libro que si no dio al país locos furiosos, es indudable que los llenó de bribones, y ello a
pesar de que del libro fue suprimido el capítulo sobre religión, dejando de él aquellas expresiones
liberales que ya existían, más puras e insensatas, en la tradición española y americana, y en la obra
de sus legistas, sobre los derechos del pueblo.

Rosas no podía correr a organizar la “Sociedad Patriótica” , pues no era un charlatán como
la mayor parte de la muchachada de su clase, sino un auténtico hombre de la campaña con alma
ruralista y no urbana. Rosas no podía ser contertulio del Café de Marcos, para instruir al pueblo con
las nuevas ideas. Rosas no podía ser legista, ni hablar de “los altares del templo de la libertad”.
Rosas no podía ser elemento de un Monteagudo, ni cómplice de un Rivadavia. Y no podía ser esto
por muchas razones, unas temperamentales y otras de posición. Hemos dicho que no era un político,
y agregamos que estuvo siempre alejado de las luchas internas, y solo se resolvió a actuar en ellas,
en la edad madura, cuando algo hubo de significarle que su destino era el poner paz en la revuelta
familia argentina.

Por eso en los días de Mayo, casi un niño, es solo un hombre que hace la grandeza de la
patria por el trabajo y la lucha contra el indio. Por eso, luego, mientras los demás devastaban al país
en guerras de apetitos, él lo enriquece con el desarrollo de la industria saladeril. Por eso, cuando
aquellas luchas colocan a la patria al borde del abismo, rompe con todos sus intereses, y entonces,
recién entonces, entra resueltamente a apoderarse de los controles de comando.

LA INDEPENDENCIA

A poco de producido el movimiento de Mayo su espíritu siente, como el de San Martin, la


misma repugnancia por la baja politiquería en que la Nación a caído. Y así como San MartÍn se
separa de todo eso para seguir por su cuenta la trayectoria sublime de su gesta libertadora, así Rosas
hace lo mismo para seguir por su cuenta la trayectoria complementaria de aquélla, es decir, de la
gesta restauradora. Porque desde 1810 a 1830 todo lo que es tradicional, todo lo que es propio, todo
lo que es auténtico, es barrido, y hay que volver al espíritu de orden y al sentimiento jerárquico que
se ha perdido entre tantas deplorables encrucijadas.

Hechos nuevos comienzan, que le señalarán la hora de surgir, y lo hará para ser lo que debe
ser: el Restaurador. Para ser lo que auténticamente fue la Revolución de Mayo, en su primera hora,
con las diferencias propias de épocas y problemas. De esta revolución que, en su esencia más pura
no fue sino una verdadera restauración, ya que aquella fidelidad al rey, determinada por el juego
libre de las instituciones municipales, era reflejo de la más pura hispanidad. En ella es el ejército
quien personifica al Restaurador, obedeciendo al sino glorioso de la espada, que no es otro que el de
restaurar las realidades nacionales cuando ellas han sido desvirtuadas o destruidas, aunque en Mayo
el sentimiento de restauración es subconsciente, y no preconcebido como durante el período
Rosista.

Por eso mismo la función de orden de la Junta dura menos, y Saavedra no tarda en ser
suplantado por el charlatanismo de los egoístas y la elocuencia de aquel mulataje que tanto
indignaba a San Martín, porque vió en él al peor enemigo de que América encontrara el camino de
su propio destino. Por eso San Martín aspiraba a gobiernos fuertes, a gobiernos que destruyeran a
uno de los bandos existentes, al que más mal había hecho al país, o sea el unitarismo
extranjerizante; y por eso el Santo de la Espada habría de encontrarse identificado, el correr de los
años, con el hombre de la restauración integral, es decir, el de la restauración preconcebida, no
subconsciente sino consciente, no intuida sino concebida, no encontrada, sino buscada.

A la independencia de estos pueblos nuestros contribuyeron dos elementos: el español y el


local. El de España es su propia descomposición. Cuando América esperaba de ella las palabras de
la hora, solo llegaba el eco de las Cortes de Cádiz, que no advertían que un imperio inmenso, fiel a
su gobierno prisionero iba a hundirse sin que los charlatanes del liberalismo encontraran otro
remedio que el de los discursos, inspirados en los intereses monopolísticos que en la propia Cádiz
sabían hacer que las palabras fueran ajenas a las realidades. El local es San Martín. Él sólo sella la
independencia americana.

Algún día la historia reconocerá que fuera de él, sólo hubo palabrerío insustancial y
politiquería de baja calidad. Y es curioso constatar que de nuestros próceres auténticos y de los
otros, los que estuvieron más cerca de Rosas fueron los primeros, entendiendo por tales a los que
de verdad lucharon por la independencia contra los ejércitos realistas.

Los antirosistas furiosos se formaban más en el Café de Marcos que en los campos de
Maipú. Alrededor de estos próceres de café se ha tejido la historia oficial argentina, deformando la
verdad. De muchos de esos hombres, dijo Tomas Manuel de Anchorena, que no eran sino “buenos
teólogos, buenos moralistas, buenos abogados aunque en general tan inmorales como lo son casi
todos en el día”. De tales características no pasó nunca el “humanismo” de la época Rivadaviana.
Hablaron de pueblo y despreciaron a las masas, hablaron de libertad pero actuaban, como los
delegados del General Paz, en calidad de electores y elegidos.

EL MILAGRO

Ha dicho don Justo Díaz de Vivar, que fue por “demás singular la manera como los
acontecimientos llevaron a Rosas a la vida pública, por el más imprevisto de los caminos, empujado
por circunstancias, en que nada tenía que ver la satisfacción de una deliberada ambición de
figuración”. ¡Admirable concepto! Porque hay algo de singular, realmente, en la aparición de
Rosas; ese algo que llamamos milagros de la historia, y que no comprenden quienes olvidan que
refiriéndose ella a la vida de los hombres, el factor sobrenatural debe de actuar.

Y Rosas es, efectivamente, el milagro de la argentinidad, respecto a los sofismas


extranjerizantes de las minorías porteñas encaramadas; como la Revolución de Mayo es el milagro
contra los sofismas extranjerizantes que amenazan destruir el alma de la hispanidad.
Porque menester es decirlo, la Revolución de Mayo se hace contra la Francia de la
Revolución Francesa y Napoleón, bajo cuyos destinos América se ve amenazada de caer; se hace
contra la España afrancesada, entrevista a través de los muchos funcionarios peninsulares, que en
aquellas horas miran con simpatía al rey José; se hace en defensa del trono que importa hacerlo de
las viejas libertades hispanas; porque el sentimiento de independencia requiere el de la
nacionalidad, y en aquel momento lo único que se advierte es un sentido regional que separa a los
españoles europeos de los españoles americanos; sentido que no es chileno, argentino ni peruano,
sino americano, y que por serlo es hispano-americano.

Aún después de 1810, San Martín en el sur y Bolívar en el norte luchan por la independencia
de América de acuerdo, sin saberlo y sin pensarlo, con el propio Miranda que siempre consideró un
desatino que la independencia del continente se tradujera en la formación de distintos pueblos. Y
esa independencia tiene un mero carácter político, que no involucra, en sus hombres más puros, la
renuncia al origen espiritual de nuestros pueblos, porque en su esencia mas íntima, ella no es sino
un episodio de la desmembración en que ha caído el imperio.

Rosas percibe subconscientemente, lo admitimos, esta verdad. Es hombre de América, es


hombre de la independencia, es hombre ya de la Argentina, superada por los hechos las directivas
estrictamente americanistas, y por todo eso es el Restaurador de los módulos fundamentales de la
hispanidad. Es el milagro, y es, por eso el pueblo, que no lo fue nunca Rivadavia, a pesar de su
liberalismo de la época de la restauración francesa; como lo fue Moreno a pesar de Rousseau.
Cuando él llega, dice Díaz de Vivar, el paisano sabe que hay disciplina social que le impone
deberás, pero también le da derechos; sabe que Rosas lo defiende, lo que determina el retorno al
viejo espíritu colonial de la convivencia social. Algo nuevo ocurre en el país. Es la restauración de
las Leyes, de las viejas leyes del orden y de la jerarquía.

El Restaurador. Tal la ubicación resplandeciente que corresponde a Rosas. Porque fue el


restaurador de todo aquel orden y de toda aquella jerarquía de espíritu democrático y federal que
quiso matar Buenos Aires con su liberalismo francés, “soi dissant” democrático, pero de esencia
centralista, como que era reflejo del absolutismo monárquico, que mató por varios siglos las viejas
libertades católicas españolas. Y este ser Restaurador da a Rosas un sentido tal de permanencia en
nuestra historia, que los hombres de hoy, frente a las cosas de hoy, sabemos en este país argentino
que nuestra tarea, como la de él, debe ser también de restauración. Ayer, como hoy, retorno de
nuestro pueblo a los carriles de su autentico destino histórico, sin el cual es de balde encontrarle una
razón de ser.

EL BARBARO

1820 marca el pináculo del fracaso de Buenos Aires, con su mentalidad meteca. En 1820 el
país triunfa sobre sus malos pastores porteños. Comienza a ser lo que debe ser de acuerdo a lo que
fue. Vuelve al viejo espíritu federalista hispano que triunfa sobre los surgidos del libro de Rousseau
o de las faltriqueras de Lord Strangford y de Canning. Detrás de ellos no puede venir ningún
“humanista” de París, ningún teórico de salón, ninguno que crea que somos bárbaros.

Tras todo eso tiene que venir un “bárbaro”, un hombre de la tierra, un hombre de alma rural
–y destacó que es éste el signo característico de Rosas, porque la argentinidad tiene que tener alma
rural- un bárbaro que restaure la religión, levante las jerarquías, coloque a los hombres en igualdad
ante la ley, construya el orden, amase la unidad, y comience, para ello, por purificar el medio
enrarecido por las miasmas dejadas por los tránsfugas de la argentinidad.
EL PROGRESO

Se ha dicho que Rosas contuvo el progreso del país. El progreso, la ley del progreso
indefinido es una de las grandes mentiras en que se apoyó el liberalismo; porque el liberalismo no
ha sido, en esencia, más que una vulgar estafa intelectual que ha necesitado, para sostenerse, crear
una imagen falsa de la vida y un esquema tortuoso de la historia.

Y es que el liberalismo, como todo sistema sin metafísica, está condenado a no tener moral.

Por eso la del progreso es una idea sin contenido moral ni real. Mas, aún en tren de aceptarla
dentro del esquema de la evolución de nuestra economía, todo el delito de Rosas habría consistido
en evitar que el capital internacional entrara a actuar en el país, no como elemento de producción,
sino como factor de dominio. Si progreso es poseer grandes fábricas rodeadas de una población
hambrienta, Rosas evitó ese progreso, que hoy, sin duda alguna, hemos alcanzado. Si progreso es,
en cambio, dar a cada cual un puesto justo en la distribución, Rosas contribuyó al mismo creando en
los paisanos hasta el sentido de la propiedad personal. En tal sentido. Rosas los incitaba a hacerse
propietarios, se encargaba de las gestiones necesarias para ello y trataba de despertar la atención de
las autoridades centrales sobre este problema.

Si progreso es enfeudar el país a los imperialismos financieros; si progreso es este lujoso


comercio de Buenos Aires, en el que el término medio de los sueldos de sus empleados no pasa de
$160 mensuales, cifra perfecta para vivir sin esperanzas, evidentemente, Rosas no hizo nada para
fomentarlo.

Pero aún dentro de esta cuestión, que no podía ser el problema de su época, la verdad es que
resulta imposible señalar un sólo acto de su vida contrario al desarrollo económico de la Nación. En
cambio evitó enfeudar al país. Y así fue como durante su gobierno las provincias interiores
conocieron un bienestar económico que hoy no poseen, porque el desarrollo material argentino de
los últimos años, circunscriptos a una explotación del país por la ciudad capital, y de la ciudad
capital por la City o Wall Street, ha determinado este estupendo absurdo: que en un país de esencial
economía agraria la ciudad sea rica y el campo pobre.

LA UBICACIÓN

Estos hechos, esquemáticamente expuestos, nos permiten ubicar a Rosas dentro de la vida
nacional con proyecciones futuras incalculables. Tanto que creemos no decir nada absurdo al
afirmar que el futuro argentino, si ha de ser posible forjarlo con elementos argentinos, tendrá, si se
le quiere dar un sentido propio de sólido contenido histórico, que basarse en una restauración del
espíritu rosista, porque es Caseros el pasado que hay que superar.

Caseros se inicia entre nosotros con el tratado de Utrecht. Caseros son los Reyes Franceses
que entran en España a destruir las libertades católicas y la unidad que habían sellado Isabel y
Fernando; Caseros es la carta de Lord Strangford cuando dice: “en Buenos Aires quieren la
independencia bajo la protección inglesa”: Caseros se reproduce en Rivadavia o con “la unidad a
palos” para contentar a los banqueros de Londres que han adelantado dinero para explotar las minas
que en La Rioja el “bárbaro” de Quiroga trata de salvar para el país; Caseros es el símbolo preciso
de la derrota de la argentinidad, y así en Caseros flaman banderas extrañas sobre los que luchan
contra los colorados que llevan a su frente la de Chacabuco y Maipú.
Por eso San Martín lega a Rosas su espada. ¿A quién sino a él podía dejarla, quien había
hecho a la Argentina como unidad territorial y política, luchando contra los enemigos del exterior,
sino al que había terminado con los enemigos del interior?

A través de los tiempos, los hechos se unen, y la historia parece repetirse, porque al final de
cuentas los hombres son siempre los mismos. El que acaba de escribir una loa al progreso se acuesta
para terminar el día leyendo a Platón o Aristóteles. Y se queda dormido sin percibir la ironía que le
acaba de jugar el destino.

El espíritu de un buen gobierno de los hombres de ayer sirve para los hombres de hoy. Los
progresistas han dicho muchas palabras pero no han podido contribuir con nuevos conceptos a las
ideas políticas. Porque el progreso es un mito. La lucha de la historia es siempre de restauración,
porque en ella los hombres buscan encontrar, no nuevas fórmulas, sino el cumplimiento de aquellas
de orden natural que, con el cristianismo, se hicieron carne en ellos.

Por eso sigue siendo verdad aquel concepto expresado por Rosas en carta a Josefa Gómez:
“El hombre verdaderamente libre es el que exento de temores infundados y de deseos innecesarios,
en cualquier país y en cualquier condición en que se halle, está sujeto a los mandamientos de Dios,
al dictado de su condición y de una sana razón”. En estas breves palabras legó a sus compatriotas
directivas que son fundamentales. No eran ellas mero escarceo de un pensamiento literario,
deshumanizado.

EL SUFRAGIO

En los días agrios del ostracismo y de la injusticia, Rosas alcanzó a ver los males del
liberalismo que entonces comenzaba a tomar sus formas más peligrosas por la infiltración del
naciente movimiento socialista. Y esto merece ser aclarado.

Todos los apóstoles del liberalismo fueron contrarios al sufragio universal. Lo repudió
Rousseau en Francia, como entre nosotros Echeverría. En el Dogma dice: “La democracia, pues, no
es el despotismo absoluto de las masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón. La soberanía
es el acto más grande y solemne de la razón de un pueblo libre. ¿Cómo podrán concurrir a este acto
los que no conocen su importancia? ¿Los que por su falta de luces son incapaces de discernir el bien
del mal en materia de negocios público? ¿Los que, como ignorantes que son de lo que podría
convenir, no tienen opinión pública, y están por consiguiente expuestos a ceder a las sugestiones de
los mal intencionados? ¿Los que por su voto imprudente podrían comprometer la libertad de la
patria y la existencia de la sociedad?”

Estas frases concretan una definida posición liberal contraria al sufragio universal, a pesar
de que también el “Dogma” haya servido para meter a nuestro pueblo en las encrucijadas del cuarto
oscuro. Porque el sufragio universal fue resultado del miedo de la burguesía a las agitaciones
socialistas, las que de origen anti-liberal, buscaron aquel medio político, de acuerdo a una táctica
oportunista, para destruir el liberalismo.

Y es que, ya lo hemos visto, el liberalismo, enamorado de las instituciones que había


creado, no alcanzó nunca a darse cuenta de que ellas dependían de bases económicas, cosa que el
socialismo comprendió desde el primer momento. Para destruir la economía creyó necesario
conquistar el estado, destruyendo las instituciones, y el medio para ello fue el sufragio universal.

La tragedia de esta hora de los mal llamados países democráticos, muestra que la
destrucción ha sido efectiva, aunque sobre esas ruinas el socialismo ya no pueda construir nada.

EL FUTURO

Rosas alcanzó a ver el comienzo de esta etapa y avizoró con claridad sus peligros,
dejándonos así sus directivas para la Restauración de hoy. Dijo en carta, desde Londres: “Se quiere
vivir en la clase de licenciosa tiranía a que llaman libertad, invocando los derechos primordiales del
hombre, sin hacer del derecho de la sociedad a no ser ofendida”, porque, como él creía, “si hay algo
que necesita de dignidad, decencia y respeto es la libertad, porque la licencia está a un paso”.

El vio venir la licencia acunada por la ola del materialismo positivista que invadió a Europa,
y dijo: “La civilización, la moral, la izquierda, se hunden si no son sostenidas por la cooperación de
todas las fuerzas sociales, para sofocar las disidencias anárquicas, y las presentaciones ambiciosas e
injustas contra el equilibrio de las naciones tanto en Europa como en América”.

Y proponía, entonces, la formación de una sociedad de naciones, cuyas discusiones –decía-


“francas y sin reservas se publiquen tales cuales se pronuncien, día a día”, poniendo al frente de ella
la Santidad del Papa.

Pero Rosas era un reaccionario. Los hombres modernos crearon la Liga, y en lugar del Papa
pusieron a Chamberlain. El era un reaccionario, a pesar de lo cual, para dar al Papa tal papel en la
historia política del mundo, decía: “si el Papa ha de salvar a la Iglesia Católica, necesita dar unas
sacudidas con la tiara a la polilla que la carcome”. Y el pasado lo hizo con la Encíclica “Rerum
Novarum”, el documento restaurador de la más pura catolicidad.

Vio Rosas el peligro de la Internacional, a la que consideró como “ una sociedad de guerra y
odio que tiene por base al ateísmo y el comunismo”, mas al señalar estos hechos no lo hizo como un
hombre temeroso del avance de tales doctrinas, sino como un fino espíritu político que avizoraba el
peligro en sus mismos orígenes, para decir, de esa manera, la forma de combatirlo.

Así es como señaló el peligro del divorcio entre la Iglesia y el Estado –el que hizo notar a un
representante del Papado que no podía renunciar a los derechos del Patronato Nacional- que hace
que las naciones –dijo-“ sigan bajando en su marcha bien equivocada”.

Y que era equivocada lo aprenden en estas horas algunos grandes pueblos. “Cuadro triste e
inconsolable de la situación afectiva de Europa –decía Rosas- sin alcanzarse a ver esperanza de
tranquilidad y sosiego”, y exclamaba con verdad que hoy percibimos en todos sus alcances de
intuición magnifica y de directiva nacional irrenunciable: “Cuando hasta en las clases vulgares
desaparece cada día mas el respeto al orden, a las leyes, y el temor a las penas eternas,
SOLAMENTE LOS PODERES EXTRAORDINARIOS SON LOS UNICOS CAPACES DE
HACER POSIBLE LOS MANDAMIENTOS DE DIOS, Y DE LAS LEYES”.

Y sabiendo que el origen del mal nacía de la formación misma de las generaciones, escribía
en una carta memorable: “La enseñanza libre, la más noble de las profesiones, se convierte en arte
de explotación a favor de los charlatanes, de los que profesan ideas falsas, subversivas a la moral y
al orden público. La enseñanza libre introduce la anarquía en las ideas de los hombres, que se
forman bajo principios opuestos o variados al infinito. Así, el amor a la patria se extinguirá, el
gobierno constitucional será imposible, porque no encontrará la base sólida de una mayoría
suficiente para seguir un sistema en medio de la opinión pública confundida, como los idiomas en la
torre de Babel. Ahora mismo –agregaba- Francia, España y los Estados Unidos están delineando el
porvenir. Las naciones o vivirán constantemente agitadas, O TENDRAN QUE SOMETERSE AL
DESPOTISMO DE ALGUNO QUE QUIERA Y PUEDA PONERLAS EN PAZ”.

La historia de estos días confirma la videncia de Rosas, así como sus palabras nos señalan
un camino. Esas palabras respondieron siempre al concepto de que el mundo perdía sus propias
normas, sus normas naturales. Fueron, entonces, esas palabras, directivas de restauración.

Porque restauración es construcción. Cuando las doctrinas utilitarias han abierto todos los
diques de la incredulidad en el derecho natural y en los fundamentos metafísicos de la justicia, la
política deja de ser una función ética, porque no tiene nociones de lo justo y de lo injusto, del
derecho y del saber, sino en relación a los intereses materiales de las clases dominantes. Rosas con
su obra y Rosas con esas palabras que hemos recogido de sus papeles, señala más que una
orientación política una orientación ética y desde el punto de vista histórico, no está por demás
recalcar que ellas contienen principios que son básicos en el pensamiento político de la Hispanidad.
Y es que si así no fueran, no podrían ser para nosotros, argentinos, palabras de restauración.

Para restaurar, hubo él de enfrentarse a los traidores del unitarismo, ésa es la anécdota del
período rosista.

Para restaurar habremos nosotros de enfrentarnos a los traidores de la política y de la


economía. Será esa la anécdota de nuestra acción futura. Pero en ambos casos, lo categórico, lo
esencial, no sólo lo existencial, será el volver a nuestro pueblo a la ruta de su propio destino, que es
lo que se hizo en 1810, aunque después se perdiera; que es lo que hizo San Martin, aunque después
se le negara; que es lo que hizo Rosas, aunque después se lo vilipendiara; que es lo que habrán de
hacer las nuevas generaciones sin temor a las pérdidas, a las negaciones o a los vilipendios.

Porque para la juventud, como para la patria, apoyados siempre en el pasado, que es el
cimiento de los pueblos, la bandera debe llevar escrita una sola frase: “LA VIDA COMIENZA
MAÑANA”.

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