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El hombre en la Torre
Alberto Constante
No sé la respuesta, tengo la mía pero descreo de ella, porque si bien ahora sé que el secreto
está en el nombre, esta novela desde el primer instante lo que me hizo fue robarme la
atención. Hay algo en ella que nos somete a la fascinación de lo inconmensurable, creo que
es la trama misma la que nos va sorprendiendo a cada página y nos atrapa, no podemos, no
queremos dejar de leer porque algo se nos va, algo se pierde, estamos fascinados por el
horror, por el lenguaje, por las acciones brutales de sexo desnudo. El clima del libro nos
hace quedarnos horrorizados por pasajes que no nos hemos atrevido siquiera a pensar pero
que están ahí, como agazapados, en las sombras, en nuestro lado oscuro, me atrevo a decir
que nos pertenecen pero que no nos lo decimos. Quizá de eso se trata esta novela, de
nuestro doble, de nuestro esperpento, como decía del Valle Inclán, del espejo borgiano, de
nuestros más íntimos secretos, esos que, como decía Dostoievski, ni a nosotros mismos nos
queremos contar. Esta es una novela que nos aterra por momentos por la ingrávida lucidez
con que está escrita, nos coge en todo momento por vernos a nosotros mismos reflejados en
cualquier escena, es como el espejo de nuestra propia psique, una novela que nos apresa en
medio de acciones que nos producen un asco insoportable, que por muchos momentos nos
socava, por lo infinitamente cruel que nos parece por acontecimientos que se desencadenan
a la menor provocación y que, como una astilla en la piel, nos detiene para sumirnos en una
introspección, en un dolor íntimo, casi inconfesable.
Resulta por demás interesante su semejanza con El Castillo de Kafka, que, como en esa
novela, la Torre es inaccesible, misteriosa, oscura, y gobierna de alguna manera los
destinos de los tres personajes que se traman en la narración: “Ella”, la madre, “Ángela y
Lázaro”, los hijos. Tres personajes que nos tocan, cercanos por tantas pasiones sin filtros,
por tantos deseos sin cortapisas, por esos hilos que tejen sus vidas como las tejen a las
nuestras y que nos dan rostro pero que acallamos con la moral social que nos permite la
existencia misma. La novela es sin concesiones, sin tapujos, descarnada, soez, terrible. Pero
estos personajes son los protagonistas de un mundo en donde no existe ninguna
indulgencia, donde no hay tamices, donde no existen cribas ni complacencias que los hagan
tolerables, los tres personajes están creados por infinitas redes de sobresalto, de
repugnancia, de podredumbre, de asco, de horror, de espanto, de excesos, de una anomia
moral para los de Fuera y lo que “Ella” constituye Dentro: la Ley, la Norma, el Deber ser.
Lázaro no tiene piedad de nada, no sabe del dolor ajeno, ni le importa. Sus deseos son
primitivos, o diré sadianos, sin circunflexiones, sin vueltas. Los otros sólo son los de Fuera,
los sin nombre y sin rostro. Ángela es la indiferencia que por momentos siente el deseo de
estar Fuera pero siempre siente la necesidad de volver, de estar Dentro. Nada la toca salvo
el terror por Ella y el amor sádico y masoquista por Lázaro. Por ello el mundo de esta
novela está dividido y separado por un “Dentro” y un “Fuera”. La expresión de la
exclusión.
Los tres son personajes redondos, a pesar de las incontables aristas que los cruzan, que los
juegan, que nos los revelan cercanos y lejanos, nos los otorga casi en susurros a veces, otras
a gritos, pero en su mayoría desgarradoramente, enormemente bien construidos, todo en
ellos es coherente, nunca se solemnizan, siempre está el conflicto en vivo. Una de las
cuestiones que me gustaron fue que, como en la historia de El castillo de Kafka, la novela
de Pablo Lazo Briones está contada por un narrador equisciente pues aparece sólo por
momentos, pequeños intervalos, casi abruptamente pero con una lógica impecable, de
hecho el narrador es selectivo pues sus apariciones son constituyentes de sí mismo.
El “Dentro”, “Ella” lo ha ido creando, lo ha dibujado desde el principio en esa narrativa que
sirve de contrapunto para perfilar el mismo ambiente de supresión de los otros, donde se
construye la Ley, la norma, el escándalo de la exención. Un “Dentro” que se construye por
ellos, los ya desde siempre “Dentro”. Ella les narra todas las tarde, desde niños, el “Dentro”
y entre los tres van poniendo una pieza más cada día para aislarse de los de Fuera. “Ella” es
esa otra narración que arma al lado de la relación de los hermanos con Casa, con los otros,
con Fuera y Dentro. La otra narración, Ella, es el oráculo que todo lo ve y todo lo sabe, es
el discurso constituyente del verbo hecho acción, de la palabra hecha ley, hecha norma. Ella
es la ley, la autoridad omnímoda, omnisciente, el ser de las cosas; es la palabra que marca,
que ordena el mundo interno y serena porque Casa es sólo la manifestación de su voz. Hay
un claro simbolismo que nos abre la novela en su sentido total, cuando Claridad lleva el
libro en blanco en donde está todo lo que se tiene que saber, y ella quiere decir algo que no
puede decir y que el narrador nos relata: “Quizá quería decir que ahí estaban todas las
posibilidades de lo escrito y lo no escrito, de lo hablado y de lo silenciado. Todas las
posibilidades , que se perderían al anotar una sola palabra; un solo rasgo de tinta , una sola
letra escrita al azar, y se tendría un punto de partida para perder el Absoluto, una sola línea
y todo se habría perdido para siempre, dando paso a esa pequeñez de ‘algo’ que se dice”.
(p. 297)
Lo único que se anuncia es la destrucción de Casa, de los de Casa, los de Dentro cuando
Ella se va de Casa derrotada por la miseria de la endogamia vivida, de la narración
fenecida. Paradójicamente son los sin casa, la Calva y el Quinto Hombre de Fuego en la
escatología de los símbolos de “Claridad”, los que avizoran e iluminan el derrumbe de
Casa, donde Ella no será más que la narración que se reconoce como narración, como
dictum, como esa voz que habla en todo momento, como el delirio mismo de “Claridad” en
el Paraíso, en el Gólgota, en la Cruz, en el simbolismo de los signos torcidos. No nos queda
nada, ni siquiera la ternura como un pequeño paliativo a este discurso sin concesiones, Ya
lo dice la misma novela: “Ella nunca les enseñó a decir ‘te quiero’ ni a mirarse con ternura”
(p.313)
Diré que la lectura me dejó agotado. Porque en su infinita escritura la crítica social que se
hace de manera lateral, de la comodidad en la que viven los de Fuera, del odio por el otro,
en la extrema violencia en la que se transita, en la intolerancia por el distinto y el deseo de
linchamiento resulta agotante, nuevamente estamos en el espejo esperpéntico, en el lado
oscuro que no queremos ver. El hombre de la Torre, sin duda, es una gran novela que
necesita ser leída, comentada, narrada, vuelta a narrar, porque como Pablo Lazo nos tiene
acostumbrados, los personajes son intersticiales, es decir, a pesar del Dentro y el Fuera,
están en el “entre” de nosotros mismos.