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EL EDUCADOR, MEDIADOR DE LA CULTURA

¿Quiénes somos? ¿Cómo se llama ahora


este río? ¿Cómo se llamó antes esa mon­
taña? ¿Quiénes fueron nuestros padres y
nuestras madres? ¿Reconocemos a nues­
tros hermanos? ¿Qué recordamos? ¿Qué
deseamos?

Carlos Fuentes

A lo largo de la historia de la educación en Occidente hay tres


constantes: señalar su importancia para la vida de las perso­
nas y el desarrollo de las sociedades; no valorar con justicia y
consideración a los maestros y tratar de definir su sentido. No
nos sorprende que al iniciar el siglo xxi estas constantes se
mantengan, expresadas en términos propios de la época. Para
destacar la importancia de la educación se hace referencia a
su “valor estratégico” para las naciones en una “sociedad del
conocimiento”. Pese a los sesudos discursos, los educadores
no se sienten ni bien remunerados ni suficientemente valora­
dos. Por último, la explosión bibliográfica, la cantidad enorme
de estudios e investigaciones, ha multiplicado los enfoques,
las perspectivas y los intentos por precisar en qué consiste el
desafío de educar. Intentos difíciles en una época de pocas
certezas, difusos límites y sensación de incertidumbre con
respecto al rumbo de la humanidad.
Me centro en este último punto, la búsqueda de precisión
para la tarea educativa, y con seguridad caeré en la misma
tentación que tantos otros: procurar definir. Lo haré seña­
lando una tendencia, un camino a transitar, que sea lo sufi­
cientemente amplio para la pluralidad de formas, estilos,
coyunturas y circunstancias. Entre tantos documentos, po­
nencias y discursos, ¿cuál es la función, la tarea, la misión
principal de un educador en nuestros días?
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Algunos siguen señalando que dicha tarea es brindar in­
formación, pero en la actualidad hay muchas, diversas y
hasta mejores fuentes de información para los alumnos. Otros
ponen la prioridad en la transmisión, el lado técnico-didác­
tico de la enseñanza, pero es evidente que la propia didáctica
está viviendo una época de cambio de paradigma en cuanto a
su objeto de estudio, su función y sus propuestas, con lo cual
es habitual encontrarse con puertas cerradas y calles sin sa­
lida en materia de qué hacer en un aula. Si la información y
la transmisión no parecen ser la tarea principal en estos mo­
mentos, algunos especialistas parecen enfatizar otros aspec­
tos de la educación y afirmar que la principal tarea de los do­
centes es la contención de los niños y jóvenes, su asistencia y
su sostenimiento en un mundo donde reina la soledad y la
falta de certezas. Pero muchos educadores no se sienten pre­
parados para esa función, que perciben pertinente para otro
tipo de profesionales.
La principal tarea de un educador es colaborar para que
cada uno de sus alumnos, progresivamente y en el tiempo de
escolaridad, pueda discernir, elaborar y asumir su propio pro­
yecto de vida personal -auténtico, fascinante y valioso- y
que desarrolle la capacidad para renovarlo, corregirlo y mejo­
rarlo a lo largo de toda su existencia. Proyecto de vida con­
creto, no una entelequia. Proyecto de vida enraizado en un
tiempo y en una comunidad. Proyecto de vida que interpela y
orienta al individuo y se ofrece como aporte para la sociedad.
El educador colabora en esta elaboración apuntando hacia
dos frentes. Por una parte, la interioridad del alumno, para
ayudarlo a su propio conocimiento, su propia valoración y el
constante enriquecimiento de su vida interior. La otra arista
de colaboración tiene que ver con el mundo de las relaciones
del alumno, ponerlo en la ruta de la historia, en la aventura
de la humanidad. Al hacerlo, el educador es un puente entre
un niño o un joven y la cultura. Es un canal privilegiado de
contacto entre la individualidad y el mundo cultural, con­
tacto clave para la vida de cada persona. Como educadores,
tenemos la obligación de facilitar la comunicación entre un
alumno y la cultura, asumiendo el papel de enlace y de me­
diadores. El objetivo será la inserción plena y crítica del niño

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y del joven en una cultura, para descubrir, aportar, sumar, co­
rregir, comprender y vivir plenamente su proyecto personal.
La cultura forma parte de nuestra vida y, en cierto sentido,
somos seres culturales. No simples productos de la cultura,
porque esta no determina absolutamente el comportamiento
del ser humano (porque siempre está vigente la libertad en el
espíritu de cada persona), pero sí muy vinculados a ella. En
el desarrollo de un proyecto personal de vida, la clave es el es­
tablecimiento de un diálogo fructífero y enriquecedor entre la
persona y el mundo cultural que la rodea.
Durante siglos, el término cultura era sinónimo, en Occi­
dente, de ilustración. Esta concepción reducida, parcial y eli­
tista del concepto implicaba un diálogo unidireccional entre
el individuo y los contenidos de la cultura: la persona debía
reconocer y valorar lo que era “culto”, aunque no lo enten­
diera. El avance de la antropología hizo cambiar esta visión
de la cultura por otra muchísimo más amplia, según la cual la
cultura engloba a toda creación humana: todo es cultura. De
un polo restrictivo pasamos a una concepción absolutizadora.
El diálogo propuesto entre individuo y cultura es básicamente
unidireccional, pero a la inversa del tradicional: todo hombre
hace cultura, la cultura es lo que cada uno hace.
Si es cuestionable una concepción ilustrada y elitista de la
cultura, también podemos cuestionar la consideración de
todo lo humano como cultura, sin discernimiento ni juicio
crítico. ¿Todo lo que hace el hombre es cultura? ¿Cuál es el
papel de un elemento esencial de la persona, su ponderación,
en este caso sobre las acciones de los hombres y sus frutos?
Quizás una forma de definir con más precisión, con la sufi­
ciente nitidez y amplitud que necesitamos, el término cultura
sea considerarla como el conjunto de creencias, acciones y
producciones que elaboramos los seres humanos y que favore­
cen la humanización de cada individuo y el desarrollo integral
de la comunidad humana. Esta definición supone que el diá­
logo entre cada persona y su mundo cultural es bidireccional
y muy fluido: la persona aporta su creatividad y valora (opta)
en libertad, mientras la cultura, resumen de los beneficios
acumulados a lo largo de la historia, interpela, compromete y
convoca a todos los hombres y mujeres a una vida más plena.

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En este diálogo, la institución escolar ha jugado y sigue ju­
gando un papel muy importante. El ser humano toma contacto
con buena parte del patrimonio cultural de la humanidad en la
escuela. Por ello, esta tarea de mediación que la escuela y, más
concretamente, los educadores asumen entre el individuo y la
cultura es una responsabilidad ineludible de todos los agentes
educativos. Como educadores, tenemos la obligación de que di­
cho vínculo sea lo más intenso posible y de ser puentes que fa­
vorezcan la profundidad de ese enlace. Cuando el hombre no
conoce, no entiende y no asume una relación fuerte con la cul­
tura, no tiene bases firmes para actuar libre y responsable­
mente. Es muy probable que sea llevado por la corriente ma-
yoritaria, por los más capaces o sagaces. Su vida no será
orientada por su proyecto, sino por la voluntad de otros.
La concepción predominante de cultura ha marcado la
forma en que se logra ese contacto. En los modelos tradicio­
nales y enciclopedistas, se definía restrictivamente qué era
considerado culto (y por lo tanto, valioso), se enseñaba y se
debía asumir. Con un concepto difuso de cultura, “todo vale
lo mismo”, cualesquiera que sean los méritos, carga axioló-
gica o resultado de una producción o creencia. Basarse en
una visión ponderada de la cultura significa seleccionar sin
restringir, valorar sin absolutizar, mostrar sin condenar, ava­
lar sin descartar el juicio crítico o la refutación, sostener sin
descartar la rectificación o los nuevos caminos. Supone una
concepción madura y abierta de la condición humana, del de­
sarrollo social y de la producción cultural.
El educador es el agente facilitador de ese diálogo, el
puente, el mediador entre los alumnos y la cultura de una so­
ciedad y del mundo entero. Pero así como no basta pensar un
puente para que el puente exista y cumpla satisfactoriamente
con la misión para la que fue ideado (unir), tampoco basta
con proclamar al docente como agente de encuentro entre el
niño y la cultura. Para ser un buen mediador entre estas dos
dimensiones, el educador debe desarrollar dos rasgos:

• Ser un hombre de la cultura: un puente está asentado


en dos orillas. Por lo tanto, no podemos poner en con­
tacto a nuestros alumnos con la cultura si no estamos

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en contacto con ella, si no establecemos primero noso­
tros mismos un fecundo diálogo con la cultura. Ser un
hombre de la cultura supone desarrollar un estilo y una
dinámica para comprender la realidad, basada en el co­
nocimiento, la reflexión, la valoración y el análisis. Im­
plica ser un buen lector, no solamente de libros, sino de
los signos de los tiempos, de lo que ocurre en realidad
(no simplemente en las pantallas del televisor) en un
país o en el mundo. Para ser un hombre de la cultura se
necesita una sólida formación inicial —lo más abarca-
dora posible-, renovada en forma permanente.
También el hombre de la cultura se caracteriza por no
aburguesarse, por mantener despierta su inquietud por
saber más, por acercarse más a la verdad, por compren­
der mejor al mundo y a las personas.
Por último, el hombre de la cultura sabe valorar, es de­
cir, no acepta las cosas sin medir sus fortalezas, debili­
dades, luces y sombras: al valorar, opta con libertad.
Formación, espíritu inquieto y ponderación son rasgos
ineludibles para un educador que pretenda acercar a sus
alumnos y a la cultura. Rasgos que siempre existieron,
pero más necesarios que nunca en estos días en los que
todo parece igual y en los que la información que pa­
rece infinita puede sofocar la elaboración personal de
las opciones.
• Saber mediar: no se pone en contacto a un alumno con
el mundo cultural repasando un listado de supuestos
“productos culturales” o empujándolos sin más a ese
mundo. El educador mediador sabe relacionar, elabora
un camino progresivo de encuentro, motiva para con­
tactar, despliega sus dotes pedagógicas para desarrollar
el espíritu de trascendencia en sus alumnos. El educa­
dor es un eficaz mediador de la cultura cuando favorece
ese encuentro. Su función no es sobresalir ni conver­
tirse en la única vía, sino ser una vía eficaz. Lo impor­
tante, en este caso, no es lo que hace, sino lo que favo­
rece: el conocimiento, la inserción en una dimensión
tan rica como es la cultural, el despliegue de talentos, el
desarrollo del juicio crítico de cada alumno.
Es un mediador eficaz cuando consigue que la cultura
sea motivadora, que, en lugar de espantar, acoja y des­
pierte interés. Es eficaz cuando, merced a su pasión y
sus estrategias didácticas, permite que la cultura se­
duzca, en vez de aburrir. Es eficaz cuando logra que el
alumno se incorpore a un mundo cultural e incorpore
su contenido, en lugar de percibir lo cultural como algo
ajeno a su propia vida.

Como en el resto de las dimensiones espirituales de su tarea,


los educadores no podrán ser buenos mediadores si no están
inmersos en el mundo y en la dinámica de la cultura, si no la
interpretan críticamente, asimilan sus riquezas y se comprome­
ten en su desenvolvimiento creativo. Para llegar a las nuevas
generaciones, la cultura necesita puentes que la conozcan, la
aprecien y quieran difundir sus frutos.
Hace algunas décadas, Yves Chevallard desarrolló el luego
famoso concepto pedagógico de la transposición didáctica,
como transformación del saber científico en un saber posible
de ser enseñado. Con una mirada más amplia, un buen me­
diador debe realizar una transposición continua entre las ma­
nifestaciones de la cultura y los alumnos.
No es una cuestión de “ilustración”, sino que conforma
buena parte de la sustancia del hecho de educar. Desprestigia­
das las instituciones y deteriorado el vínculo que favorecía na­
turalmente el tránsito de la individualidad egoísta del niño a la
dinámica de la vida social y cultural, la mediación entre el
alumno y la cultura requiere más que nunca el esfuerzo de los
educadores. Cuando ocurre, cuando el enlace se realiza de ma­
nera paulatina, constante y motivadora, el niño y el joven
abren sus espíritus a una nueva dimensión, que los marcará,
influirá sobre ellos y esperará su aporte irrepetible e insustitui­
ble por el resto de sus vidas.

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