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Lectura Complementaria del Curso Bíblico Pastoral

“Conociendo Palestina en tiempos de Jesús”

Unidad 4 – La sociedad de Palestina

Los Samaritanos

Descendiendo al último estrato llegamos a los samaritanos. Durante el período


postbíblico, la actitud de los judíos frente a sus vecinos los samaritanos, pueblo
mestizo judeo-pagano, ha conocido grandes variaciones, mostrándose a veces poco
comedida. Los antiguos tratados sobre este tema no lo han notado, de donde resulta
una imagen falsa.
Desde que los samaritanos se separaron de la comunidad judía y construyeron
su propio templo sobre el Garizín (lo más tarde en el curso del siglo IV antes de
nuestra Era) debieron existir fuertes tensiones entre judíos y samaritanos. Respecto al
comienzo del siglo II antes de nuestra Era, tenemos el testimonio de rencorosas
palabras de Eclo 50, 25-26: «Hay dos naciones que aborrezco, y la tercera no es
pueblo: los habitantes de Seír, los filisteos y el pueblo necio (cf. Dt 32,21) que habita
en Siquén». Respecto al período inmediatamente anterior al 150 a. C., Josefa nos
relata una querella religiosa entre los judíos de Egipto y los samaritanos, la cual fue
llevada ante Ptolomeo Filométor (181-145 a.C.) se trataba de la rivalidad entre los dos
santuarios, el de Jerusalén y el de garizín. Fue durante el gobierno de Asmoneo Juan
Hircano (134-104 a.C.) cuando las tensiones fueron más fuertes; poco después de la
muerte de Antíoco VII (129) Juan se apoderó de Siquén y destruyó el templo de
Garizín. No es extraño que, en lo sucesivo, el ambiente estuviese cargado de odio.
Tal vez hubo una mejora pasajera de la situación hacia el final del siglo I antes
de nuestra Era. Herodes desposó una samaritana; de donde concluye Schlatter que el
rey (el único) había intentado hacer desaparecer el odio entre las dos comunidades. Se
podría invocar a favor de esta hipótesis el hecho de que, durante el reinado de
Herodes, los samaritanos parecen haber tenido acceso al atrio interior del templo de
Jerusalén. Pero sin duda perdieron este derecho aproximadamente doce años después
de la muerte de Herodes, cuando, bajo el procurador Coponio (6-9 d.C.), los
samaritanos, en una fiesta de la Pascua, esparcieron durante la noche huesos humanos
en los pórticos del templo y en todo el santuario; lo cual fue claramente un acto de
venganza, cuya causa Josefo, significativamente, silencia. Esta grave profanación del
templo, que probablemente trajo consigo una interrupción de la fiesta de la Pascua,
proporcionó un nuevo alimento a la vieja enemistad.
A partir de este momento, la hostilidad se hace implacable; eso es lo que nos
muestran, de forma concordante, los datos del NT, el desprecio con que Josefa habla
de los samaritanos y la severidad con que los trata el antiguo derecho rabínico.
Cuando los judíos de Galilea iban a Jerusalén, especialmente a las fiestas, tenían
ciertamente la costumbre, en el siglo I de nuestra Era, de coger el camino que
atravesaba Samaría; pero siempre había incidentes, incluso encuentros sangrientos. En
el siglo II de nuestra Era las relaciones mejoraron de nuevo. Como indica la Misná en
la reglamentación de las relaciones con ellos, los samaritanos fueron juzgados de
forma mucho más benigna que en el siglo I de nuestra Era; se les «considera como
israelitas en todo aquello en que su comportamiento correspondía a las perspectivas de

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la legislación religiosa farisea», y sólo fueron tratados como no israelitas en los otros
puntos. Esta tendencia a la benignidad apela principalmente a la autoridad de R.
Aqiba. Por eso P. Billerbeck ha supuesto Aqiba, con su actitud amistosa, había tal vez
intentado, cuando la revolución de Bar Kokba (132-135/6), arrastrar a los samaritanos
a la lucha contra los romanos. Desde antes del 200, el juicio sobre los samaritanos se
tornó nuevamente riguroso, y hacia el 300 la ruptura era completa; desde entonces
fueron considerados como paganos. La oposición era tan total, que, según una noticia
de Epifanio, los samaritanos respondieron a esta disposición tomando la misma
medida. Después, el judaísmo prohibió totalmente la conversión de los samaritanos.
Por consiguiente, en el siglo I de nuestra Era, del que nosotros nos ocupamos,
nos hallamos en un período de tensas relaciones entre judíos y samaritanos. Cuando
jesús atraviesa Samaría no encuentra acogida, pues va camino del detestado templo de
Jerusalén (Lc 9,52-53); se le niega incluso agua para beber (Jn 4,9). Lo cual muestra
la vigencia del odio que los samaritanos tenían a los judíos; odio que atizaba sin cesar
el destruido santuario de Garizín. Los judíos, por su parte, llegaron a llamar a los
samaritanos «kuteos», y la palabra «samaritanos» constituía una grave injuria en boca
de un judío. Estos detalles, unidos a otros, muestran con qué desprecio trataban los
judíos a esta población mestiza.
Los frecuentes cambios descritos en las relaciones entre judíos y samaritanos
llevaban naturalmente consigo los correspondientes cambios en las disposiciones de la
legislación religiosa-judía respecto a los samaritanos. Es difícil, por consiguiente,
partiendo de nuestras fuentes, en su mayoría puestas por escrito más tarde, saber cuál
era el derecho vigente en el siglo I de nuestra Era. Sin embargo, no carecemos de
recursos. Además de los detalles del NT y de Josefo, son especialmente las
indicaciones de R. Eliezer (hacia el 90 d. C.) las que nos ayudan a clarificar las cosas,
pues respecto a los samaritanos, como en las demás cuestiones, defiende
inquebrantablemente la tradición antigua, y en este punto se le unen otros doctores
tannaítas.
Los samaritanos concedían una gran importancia (como aún hoy día) al hecho
de descender de los patriarcas judíos. Se les negó esta pretensión: eran «kuteos»,
descendientes de colonos medo-persas extraños al pueblo. Tal era la concepción judía
existente en el siglo I de nuestra Era, la cual negaba a los samaritanos todo lazo de
sangre con el judaísmo. El hecho de reconocer la Ley mosaica y el observar sus
prescripciones con escrupulosidad tampoco cambiaba nada su exclusión de la
comunidad de Israel, pues eran sospechosos de culto idolátrico a causa de su
veneración del Garizín como montaña sagrada. La razón fundamental de excluir a los
samaritanos era, sin embargo, su origen y no el culto del Garizín; con la comunidad
judía de Egipto no hubo ruptura a pesar de la existencia del templo de Leontópolis, ya
que no había en este caso análogos obstáculos.
Este juicio fundamental sobre los samaritanos trajo una primera consecuencia:
desde los comienzos del siglo I de nuestra Era fueron equiparados a los paganos
desde el punto de vista cultual y ritual. Como hemos visto, el acceso al atrio interior
del templo, desde el año 8 aproximadamente de nuestra Era, les estaba prohibido muy
probablemente. Concuerda con ello una disposición claramente antigua de la Misná:
prohíbe aceptar de los samaritanos tributos al templo, sacrificios expiatorios y
sacrificios penitenciales, así como sacrificios de pájaros (por las puérperas y por las
purificaciones mensuales), y permite sólo aceptar dones con ocasión de votos y
regalos voluntarios, los cuáles eran aceptados a los paganos. Esta equiparación de los
samaritanos a los paganos en el terreno cultual y ritual está también constatada en una

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frase de R. Yudá ben Elay (hacia el 150 d. C., representante de la antigua tradición en
lo concerniente a los samaritanos): un samaritano no debe circuncidar a un judío, pues
dirigiría su intención hacia la montaña de Garizín. Encontramos en la misma línea la
prohibición de R. Eliezer (hacia el 9º d.C.) de comer los panes ázimos de un
samaritano en la Pascua, «pues los samaritanos no están al corriente de los detalles de
las prescripciones», y la de comer un animal sacrificado por un samaritano, «pues la
intención del samaritano (durante el degüello) está generalmente dirigida hacia el
culto de los ídolos».
Vista esta amplia equiparación de los samaritanos a los paganos, comprendemos
por eso mismo que no podía caber matrimonio entre ellos. En este punto, los judíos
eran inflexibles. Según una noticia tardía, pero digna de crédito, en las últimas
décadas anteriores a la destrucción del templo fue puesta en vigor la importantísima
norma de considerar a los samaritanos «a partir de la cuna» (siempre, por
consiguiente) como impuros en grado supremo y como causantes de impureza; la
ocasión que determinó esta disposición fue el deseo de impedir los matrimonios entre
judíos y samaritanos. Sólo una vez durante el período posexílico oímos decir, a
propósito de Herodes el Grande, que un judío tenía por mujer una samaritana; pero
pudiera ser que Herodes fuera empujado a ese matrimonio por el deseo, del que hemos
hablado, de tender un puente entre judíos y samaritanos. Hay que notar, por lo demás,
que este matrimonio tuvo lugar antes de la tirantez de las relaciones descrita
anteriormente.
Así, pues, antes del 70 a.C., la actitud de los judíos respecto a los samaritanos
no difería fundamentalmente de la actitud respecto a los paganos. «No tienen ningún
mandamiento; son, por tanto, despreciables y pervertidos», declara Simeón Yojay
(hacia el 150 d. C.), quien representa la antigua tradición respecto a los samaritanos.
Al menos en el sector del pueblo judío que observaba las prescripciones fariseos sobre
la pureza, las relaciones con los samaritanos, antes del 70, eran tan difíciles como con
los paganos. La constatación del antiguo glosador de Jn 4,9 es exacta: «los judíos no
tienen relaciones con los samaritanos». Sólo partiendo de este trasfondo de la
situación contemporánea podremos apreciar plenamente la postura del NT respecto a
los samaritanos, midiendo, por ejemplo, hasta qué punto las palabras de Jesús
debieron de parecer duras a sus oyentes: puso ante los ojos de sus compatriotas a un
samaritano como modelo, humillante para ellos, de agradecimiento (Lc 17, 17-19) y
de amor al prójimo que triunfa del odio nacionalista de tan viejas raíces (Lc 10, 30-
37).

Jerusalén en tiempos de Jesús, J. Jeremías, pág. 363-369. Ediciones Cristiandad,


Madrid, 1985.

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