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"... toda vida en su estado bruto es una amalgama de no ser, tinieblas y muerte. Para salir de
ella es necesario contar con una ayuda; para contar con una ayuda hace falta un rito."
(Calasso, El ardor, p. 293)
"... había dos clases de personas en el mundo: la gente que entendía las realidades técnicas de
cómo funcionaba el mundo real, y la gente que no las entendía." (F. W., El rey pálido, p. 245)
La novela de Foster Wallace está hecha de escritura. Y nada más. No hay otra
acción que la de las palabras. Ascendiendo y descendiendo por los entresijos
lógico-conductuales de una Agencia Tributaria, Foster Wallace va desplegando
una escritura cuyo ánimo, cuyo humor recuerda infinitamente al de Franz Kafka
pero sin las estratagemas de este. No falta aquí crimen, ni sobra castigo. No falta
ni sobra nada. No pasa nada más que lo que se lee. No ocurre otra cosa más que
la lectura. Si alguien preguntara de qué trata esta novela de Foster Wallace
podría uno responder tranquilamente: trata de leer.
Ciertamente, se dirá que toda literatura que se precie de tal ha de poder definirse
por su tratamiento del propio material de lectura: la escritura. Y se estará en lo
correcto. Ocurre que en la escritura de Foster Wallace se desliza un afecto
reflexivo peculiar. No crea un nuevo afecto vivificante, algún atisbo de salud. Más
bien machaca sobre nuestras afecciones, sobre nuestra incapacidad afectiva de
atender a lo que nos pasa. Distraídos y distraídas, nos vamos en comentarios. En
ese sentido, esta novela de Foster Wallace resulta incomentable. La tomas o la
dejas. Si la tomas has de saber que resulta una suerte de veneno cuya dosis su
creador, sorprendido por la fuerza suicida, no alcanzó a precisar.
La escritura de esta novela de Foster Wallace es una escritura enferma de sí
misma, una proliferación auto-inmune que por entre sus innumerables y
accidentales aberturas deja entrar un aire que da la chance de recuperar el
aliento, de recuperarse.
II
III