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Panorama del ensayo

Jaime Rest

Origen y aclimatación del género.

Cualquier intento de circunscribir las características del ensayo está condenado al


fracaso. Es posible indicar sus rasgos más notorios, sus formas preponderantes, pero su unidad
solo puede rescatarse mediante el sacrificio de sus variedades o el olvido de que, dentro de un
cuadro homogéneo, hay infinidad de expresiones. El ensayo es escurridizo y mimético, de modo
que se ajusta con facilitada a un encuadre equívoco. Habitualmente es un texto breve en prosa
en el que prevalece la exposición de ideas, más que la imaginación. Ello no impide que Facundo
o Radiografía de la Pampa sean ensayos. Con el propósito de confirmar o apuntalar las ideas
expuestas los ensayistas no han vacilado en utilizar anécdotas ficticias (que acercan el
procedimiento al cuento) o reales (que confunden el ensayo con la biografía y la historia).
Cuando afirmamos que el ensayo debe ser incluido en la “prosa de ideas”, corresponde
preguntarse qué fundamento tienen éstas. El ensayo suele expones las ideas en forma de
opiniones personas, más bien que de verificaciones científicas. Como lo indica su nombre, es un
intento, no algo definitivo; y esta propiedad no afecta su naturaleza artística. La validez de sus
ideas no son concluyentes, sino provisionales, pues no son consecuencia de una indagación
sistemática, sino de una intuición personal. El advenimiento del ensayo se produjo a fines del
siglo XVI, cuando Montaigne utilizó por primera vez la denominación, que apareció quizá
como una alternativa a la prosa científica que empezaba a crecer con el avance del pensamiento
moderno. En tal sentido, en ensayo constituye la otra manera de exponer ideas, que otorga más
importancia a los atractivos de la presentación poética que a la validez de los juicios. Montaigne
declara en el prefacio de sus Ensayos: “Lector, éste es un libro de buena fe. Desde el comienzo
te advertirá que con él no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar;
tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria
pues mis fuerzas no alcanzan para el logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad
particular de mis parientes y amigos para que cuando yo muera, lo que acontecerá pronto,
puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven
más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron.” Si se considera el tono y la
actitud, el ensayo existió siempre y no es difícil hallar ejemplificados sus procedimientos en la
antigüedad clásica. Las modalidades que va a adoptar este tipo de composición son múltiples. El
inmediato sucesor de este autor francés en la práctica del ensayo, el inglés Francis Bacón, al filo
del año 1600 escribe piezas de características muy diferentes que se distinguen por apuntar
hacia un lenguaje precioso, objetivo, casi sentencioso, a la vez que hacia una brevedad y
laconismo casi descarnados. A partir del siglo XVIII, con el desarrollo del periodismo surge una
nueva forma que puede considerarse intermedia a la que suele denominarse “artículo”
En su empleo más frecuente, el ensayo tiende a apuntar hacia un conocimiento del
hombre sea en su aspecto moral, en su condición social o en su disposición artística, pero esta
aseveración no es excluyente. El ensayo ha mostrado predilección por aquellos asuntos que son
materia de opinión.
En el perímetro geográfico en que nació el ensayo siempre se lo ha considerado una
suerte de género menos que está muy lejos de poder rivalizar con las formas “mayores” de la
literatura, que corresponden a la actividad imaginativa más bien que a la exposición deliberada
de ideas. Solo se le reconoció una función ancilar. En Hispanoamérica el caso ha sido

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diametralmente opuesto. La literatura no parece haber nacido de la imaginación sino de la
formulación de ideas; el meollo de la actividad poética se ha mezclado frecuentemente con la
polémica y con la confrontación de opiniones. El ensayo practicado en Hispanoamérica
conserva en muchos casos su plena lozanía e interés para el lector actual. Hasta el presente el
ensayo hispanoamericano ha seguido desempeñando un papel protagónico. Algunas de las
figuras más eminentes de las letras en lengua española se nuestro continente son cultores del
ensayo: José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges,
Octavio Paz, etc.
No resulta fácil establecer los motivos de la precedencia del ensayo, pero es lícito
aventurar algunas conjeturas. En la mayoría de los países hispanoamericanos el siglo pasado fue
una época de contiendas en las que no hubo tiempo para elaborar una concepción artística
propia y en la que las tendencias literarias fueron un reflejo de Europa. En cambio, hubo un
activo enfrentamiento ideológico que se canalizó a través de una vasta producción ensayística.
La vigencia que aun poseen los ensayos del ciclo emancipador y de las luchas civiles deriva de
su fuerza de convicción. A lo largo de nuestra literatura este género ha disfrutado de una
posición fundamental en el cuadro de la cultura y ha gravitado en multitud de aspectos del
pensamiento y de la acción.

El examen de la realidad.

Una de las constantes de nuestros escritores ha sido la búsqueda de la identidad del país,
sea a través de un sistemático asedio de la realidad (como sucede en el siglo XIX) o de la
formulación de una serie de hipótesis acerca de la presunta “condición ontológica” que es propia
del hombre y de la sociedad (según se advierte en el siglo XX). Hay ciertos hitos literarios
particularmente significativos, como el Facundo de Sarmiento, La tradición nacional de
Joaquín V. Gonzales, algunos trabajos de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones y, al
desencadenarse la crisis de 1930, Radiografía de la pampa de Martínez Estrada. Estas obras
poseen un acento político y se hallan encaminadas a exponer nociones a menudo antagónicas
acerca de nuestro futuro como comunidad y del tipo de organización institucional más
apropiado para asegurar la consolidación y el progreso de la vida nacional.
Una de las vertientes más significativas y prolíficas de la trayectoria seguida por el
ensayo en la Argentina. Se trata de aquella que apunta hacia la indagación del problema
institucional, que se propone indagar los rasgos más significativos de nuestra convivencia y que
aspira a elaborar una interpretación prospectiva del destino nacional, un ensayo de intención
política. El origen de este tipo de composición puede remontarse hasta los comienzos de nuestra
vida independiente, cuando La Gaceta de Buenos Aires fue creada y en sus páginas aparecieron
las opiniones de Moreno y Monteagudo acerca del proceso revolucionario y de las ideas y
formas prácticas en que debía concretarse el pensamiento y la acción inmediatos.
Mariano Moreno (1778 - 1811) era un hombre de orden que repudiaba las turbulencias
precipitadas por un “mal uso de la naciente libertad”, al mismo tiempo juzgaba preferible una
“procelosa libertad a la esclavitud tranquila”. Su mayor preocupación era establecer un buen
gobierno. El régimen al que aspiraba tenía que estableces “la seguridad de las personas, la
conservación de sus derechos, los deberes del magistrado, las obligaciones del súbdito y los
límites de la obediencia”. La ley debía asegurarla igualdad de todos los habitantes, convicción
que lo llevó a asumir la defensa de indios, pardos y morenos y le inspiró su famoso decreto del
8 de diciembre de 1810 que excluía el otorgamiento de honores indebidos al espíritu
republicano. Años después de la desaparición de Moreno, su hermano Manuel publicó en

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Londres, en 1936, una selección de estos artículos periodísticos, además de otros textos
económicos y políticos.
Su tarea fue proseguida por Bernardo de Monteagudo (1787 - 1825), menos riguroso en
la coherencia intelectual, más romántico y errático en sus criterios, pero que nunca se apartó del
objetivo que consideraba primordial: liberar al hombre individual a través de la emancipación
nacional. Declaraba que “es menos tirano el que usurpa la soberanía de un pueblo que el que
defrauda los derechos de un solo hombre”. El rasgo dominante en el ideario político de la
Revolución de Mayo consiste en la reafirmación de principios generales que exaltaban la
estrecha conexión entre la soberanía de la Nación y el indispensable respeto del hombre. La
atmósfera se hallaba impregnada por la doctrina revolucionaria francesa, cuya Declaración de
Derechos se anunciaba que “todos los hombres nacen y permaneces libres e iguales en sus
derechos” y que la meta de toda comunidad es “la preservación de los derecho naturales e
inalienables del hombre” a la “libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.
Los primeros veinte años de la historia argentina, dominados por las guerras de la
independencia, todavía no lograron definir una idiosincrasia literaria y constituyen un “periodo
reflejo” en el que se ensayan modelos trasplantados pero en el que no ha madurado una
conciencia nacional de nuestra forma expresiva. Es Esteban Echeverría (1805 - 1851) quien
cumple la decisiva misión de otorgar fisionomía a las preocupaciones del escritor argentino.
Después de permanecer en Francia durante cuatro años, en el período que culmina en 1830,
regresó a Buenos Aires con un bagaje que incluía lecturas de Byron, Walter Scott y Schiller, el
pintoresquismo y una honda identificación con el “romanticismo social”. A partir de esta
conjunción fue desarrollando una serie de proyectos que reflejan la asimilación de las
influencias recibidas. En La cautiva trata de incorporar el paisaje pampeano y la presencia del
indio, en tanto que en El matadero incursiona en procedimientos costumbristas. Uno de los
aspectos más significativos de su labor intelectual radicó en el esfuerzo de crear un movimiento
que asumiera el compromiso de difundir las nuevas doctrinas. En el curso de esta empresa
Echeverría expuso su pensamiento mediante una serie de ensayos y conferencias que sirvieron
para dar cohesión generacional y unidad de propósito a un representativo conjunto de jóvenes
escritores de su tiempo. El más destacado es el Dogma socialista que publicó en 1846 y en el
que se proponía trazar un “código o declaración de principios que constituyen la creencia social
de la República Argentina”. La inspiración predominante es liberal y se traduce en preceptos
tales como la necesidad de respetar la individualidad del ciudadano y de propiciar un gobierno
representativo surgido del sufragio.
En torno a Echeverría se consolidó en la década de 1830 un proyecto que fue tomando
sucesivos nombres en muy breve plazo. En la trastienda de Marcos Sastre (1809 - 1867) se
organizó el Salón Literario, que cumplió una efímera pero fecunda tarea y que adoptó como
lema las palabras de San Pablo: “Arrojemos las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la
luz”. Allí se congregaron Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, Juan Bautista Alberdi,
Manuel Quiroga Rosas y otros. Al cabo de pocos meses el endurecimiento de la política rosista
obligó a clausurar el Salón Literario y sus integrantes comenzaron a reunirse clandestinamente,
agrupados en la Asociación de Mayo y en la organización secreta juramentada Asociación de la
Joven Argentina. Por fin los miembros de estas entidades tuvieron que dispersarse y emigrar,
pero su pensamiento tuvo vasta repercusión en el espacio y en el tiempo y jugó un papel
fundamental en el desenvolvimiento del ensayo argentino. Según Sarmiento, un
desprendimiento del Salón Literario germinó en San Juan trasplantado por Manuel Quiroga
Rosas, quien tuvo considerable influencia en la formación del autor de Facundo. Tal como
señala Pedro Henríquez Ureña, Echeverría fue mejor prosista que poeta.

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La generación de 1837 contó entre sus herederos a los dos mejores ensayistas del siglo
XIX, Alberdi y Sarmiento. Alberdi fue colaborador con una serie de piezas de circunstancias
primero en La Moda de Buenos Aires, y después en El iniciador de Montevideo. Sarmiento
fundó El Zonda en su nativo San Juan y, más tarde, al emigrar cumple una notable desempeñó
periodístico en El Mercurio y El Progreso, de Santiago de Chile. Otras figuras vinculadas al
Salón Literario: Vicente Fidel López llega a convertirse, juntamente con Mitre, en el más
eminente historiados de la emancipación; Juan María Gutiérrez inicia en la Argentina la crítica
literaria y el ensayo que puede denominarse “especulativo”.
Domingo Faustino Sarmiento (1811 - 1888): Su presencia en el curso que siguió la
organización nacional fue múltiple y se canalizó en muy variadas tareas. Su participación en la
vida pública de la Argentina fue una de las más extensas. Comenzó cuando apenas sobrepasaba
los veinte años y solo llegó a completarse en vísperas de su muerte, más de cincuenta años
después. La producción literaria también abarca un vasto período y se concentra en obras de
tono combativo y de notoria inspiración política. El ciclo más fecundo en la tarea de este autor
debe ubicarse durante los años de exilio chileno en que Manuel Montt le encomendó organizar
la primera escuela normal de Hispanoamérica y en que utilizó la tribuna periodística para
desencadenar dos controversias memorables, una sobre el empleo de la lengua y otra sobre el
romanticismo social. En estos textos y en los tres libros principales - Facundo (1845), Viajes
(1849) y Recuerdos de provincia (1850) - se concentra lo mejor del empuje que caracterizó al
prosista y que aun se prolonga en la Campaña del ejercito grande (1852) o en su polémica de
1853 con Alberdi, uno de los episodios más notables en la historia de la literatura política
nacional, en el curso de la cual a las Cartas quillotanas que denuncian con implacable lucidez a
Sarmiento, este responde con Las ciento y una, donde emerge la disposición belicosa del ilustre
sanjuanino.
Del siglo XIX Facundo es la más significativa obra en prosa. En torno a ella se ha
suscitado una multitud de disputas. Admiradores y detractores no han podido escapar a la
fascinación de su tesis. Originalmente apareció como folletín en El Progreso y, según declara
Sarmiento las entregas fueron escritas con precipitación y descuido, “dándose originales a
medida que se imprimía, y habiéndose perdido manuscritos que no pude reemplazar”. El mismo
autor agrega que este libro “me ha valido un nombre honroso en Europa” y que fue “traducido
al alemán, ilustrado por Regendas, y ha dado a los publicistas de Europa la explicación de la
lucha de la República Argentina”. Corresponde subrayar la energía que manifiesta su estilo, la
eficacia instrumental que el escritor ha sabido comunicar a sus argumentos, la sagacidad con
que se afronta y desarrolla un intento absolutamente novedoso de analizar la crisis institucional
que sucedió a las guerras de la independencia. La organización general del libro revela un audaz
aprovechamiento de la dialéctica romántica que había penetrado en la novela histórica de Walter
Scott. Los cuatro capítulos iníciales ofrecen un reconocimiento de las condiciones geográficas,
históricas y sociales en que tiene lugar la irrupción política de Facundo Quiroga, la información
acerca de cuya existencia abarca los nueve capítulos siguientes, hasta el asesinato del caudillo
en Barranca Yaco; por fin, otro par de capítulos cierran el libro con una suerte de síntesis
prospectiva que postula el mensaje global del ensayo.

El ciclo de formulaciones ontológicas.

Hacia el final de su vida Sarmiento, enfermo y desilusionado, decidió retomar las ideas
que había expuesto en Facundo con el objeto de revisarlas y completarlas; este proyecto dio
como resultado un libro nuevo e inacabado que se conoció en 1883 con el título de Conflictos y
armonías en las razas en América. Se trata de la respuesta de un hombre que se siente

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demasiado viejo ante una frustración que no logra resolver. Sarmiento había confiado en que
podía crearse una democracia en que el pueblo educado, accediera al ejercicio del poder en
plenitud de derechos y con absoluta responsabilidad. Diversos factores impidieron la realización
de ese ideal. Por consiguiente, juzgó necesario explicar lo sucedido y apeló a un ontologismo
racial y cultural: con el legado de España y las características étnicas de la población aborigen
era imposible construir algo similar a lo que los inmigrantes puritanos habían logrado en
Estados Unidos. De este modo quedaba abierta al ensayo una senda tentadora y peligrosa: la
aparente seriedad de indagar el “ser nacional” como una clave definitiva, el intento de explicar
el destino del país en función de virtudes o vicios intrínsecos que determinaban la suerte de
todo nuestro porvenir. La nación dejaba de ser un organismo social sujeto a crecimiento,
transformación y cambio y se convertía en una esencia sin alternativas e inmóvil. Ello engendró
una extensa serie de ensayos que se ha prolongado casi hasta nuestros días a lo largo de dos
actitudes opuestas: una postura pesimista de inspiración hispanófoba y un nacionalismo
optimista de criterio hispanófilo.
Ambos incurren en un mismo prejuicio: suponer un futuro nacional determinado de
antemano. De esto se desprende que cuanto se haga por mejorar la realidad importa mucho
menos que lo ya establecido desde que el conquistador holló el suelo argentino. No todos los
que circundaron este enfoque han incurrido en interpretaciones tan simples o errores tan grabes.
Entre sus cultores hubo notables hombres de letras que resultaron persuasivos a causa de su
eficiencia literaria. Sus estudios no eran más que ensayos., exposiciones de ideas que tienen
calidez provisoria, de no indagaciones o demostraciones científicas incontrovertidas. Es posible
reconocer, aunque sin fronteras demasiado rígidas, varias etapas que señalan una especie de
marcha pendular: en las postrimerías del siglo XIX se observa el predominio de una mentalidad
positivista que exalta el modelo norteamericano; con el modernismo literario y el fervor del
Centenario se revierte la situación hacia un espiritualismo confiado y pleno de ilusiones; al
irrumpir la crisis de 1930 se renueva la sensación de desaliento que unas veces enfatiza el
argumento hispanófobo pero otras pone el acento en la falta de raíces que aqueja a las
comunidades actuales de los países americanos más desarrollados. Desde mediados de la década
de 1940 este vaivén parece desdibujarse y tienden a predominar nuevos elementos en la
continuidad del ensayo de interpretación nacional.
Con el nombre de positivismo se designó un movimiento que incorporaba las ideas de
Augusto Comte. Además reflejaba la influencia ejercida por el avance del cientificismo, del
naturalismo y del método experimental en los estudios del siglo XIX. Entre las figuras más
representativas que suelen vincularse a su difusión cabe mencionar a Claude Bernard y Herbert
Spencer, quienes otorgaron especial importancia a la observación y a la verificación como
fuentes del conocimiento, impactando a los investigadores de las ciencias sociales y de la
psicología, que trataron de apropiarse de los procedimientos que tenían éxito en las ciencias
naturales. Esta conjunción de circunstancias tuvo considerable eco en la cultura
hispanoamericana. Es posible advertir su gravitación en la obra de Sarmiento. El positivismo
adquiere relevancia en la Argentina hacia 1880, cuando su doctrina tiende a encarnarse en los
campeones del liberalismo. La corriente positivista alcanza plenitud en el desenvolvimiento del
ensayo, cuando ciertos prestigiosos escritores adoptan sus postulados; entre ellos José
Ingenieros (1877 - 1952), que se orienta principalmente hacia los estudios psicológicos, y los
sociólogos e historiadores José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez y
Juan Agustín García.
Los cuatro últimos publicaron hacia 1900 un conjunto de trabajos que señalaban el
apogeo del enfoque cientificista que provenía del positivismo.

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El auge del cientificismo positivista y se du entusiasmo por la civilización
norteamericana sufre una drástica reversión entre 1900 y 1910. Uno de los factores iníciales de
este cambio fue la posición de Rubén Darío y del modernismo en general, que se hicieron
solidarios de España en la guerra de 1898 cuando este país debió enfrentar a los Estados Unidos.
A ello se sumó un vibrante testimonio literario en el Ariel (1900) del uruguayo José Enrique
Rodó, ensayo que se proponía reivindicar la estirpe hispana por contraste con el presunto
utilitarismo de la cultura anglosajona. En la Argentina tal perspectiva se fue consolidando hasta
alcanzar su período culminante en los años que siguieron a la celebración del centenario de la
Revolución de Mayo. Desde la perspectiva ensayística cabe menciona cuatro o cinco figuras
sobresalientes en la elaboración de una doctrina nacionalista: Joaquín V. Gonzales, Leopoldo
Lugones, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Manuel Ugarte. Los intentos de elucidar el futuro
nacional constituyen un área controvertida. La presencia de Joaquín V. González (1863 - 1923)
resulta decididamente insólita a causa de la lucidez, la discreción y el hondo espíritu crítico con
que encaró la exposición de sus ideas; ejemplos de ellos fueron La tradición nacional, de 1888
y El juicio del siglo, completado en 1910; ambos trabajos exaltan la perduración hispánica sin
desechar el valor del aporte inmigratorio y promueven la necesario consolidación de los
vínculos internos como base de la armonía social y de la continuidad jurídica. Ricardo Rojas
(1882 - 1957), profesor, escritor y político, exhibe una línea coherente de reflexión nacionalista
en una serie de ensayos que incluye La restauración nacionalista (1909), Blasón de plata
(1910), La argentinidad (1916) y Euridia (1916), en los que se trata de explotar e interpretar
“las fuerzas creadoras de la tierra”; inspirado por una honda conciencia telúrica, Rojas encarnó -
a juicio de Henríquez Ureña - “una nueva y más amplia forma de patriotismo, que había de tener
como objetivo el desenvolvimiento espiritual”; su convicción más intima consistía en que la
democracia tenía en nuestro país hondas raíces autóctonas. El convertir las experiencias
pretéritas de la comunidad en “una admirable lección moral”; esta noción habría de tener
significativo eco y se prolongó en el militante patriotismo que caracterizó a Martínez Estrada. El
itinerario intelectual de Leopoldo Lugones (1874 - 1938) es pródigo en paradojas; se inicia en el
anarquismo, a fines del siglo XIX, y desemboca, a mediados de la década de 1920, en un
ferviente autoritarismo inspirados por la admiración a Mussolini. De igual modo, comienza
embanderado en un agresivo anticlericalismo, evoluciona hacia una postura decididamente
católica, opta finalmente por un suicidio que parece desestimar su precedente religiosidad; era
un temperamento de una honestidad a carta cabal pero siempre prevaleció una disposición
nacionalista plena de vigor y de originalidad; ello está documentado en su tarea ensayística,
como las conferencias que dictó en 1913 y que más tarde reunió con el título de El payador, los
textos que hacia 1930 recogió en La patria fuerte y en La Grande Argentina, sus juicios sobre
Martin Fierro que no han cesado de engendrar polémicas. Su entusiasmo fue una gran
contribución al prestigio culto de este poema. Lugones alcanzó gran autoridad entre los
escritores de su tiempo. Manuel Gálvez (1882 - 1962) se destacó como novelista. Su ensayo El
solar de la raza (1913), exaltación del legado hispano debe tomarse en cuenta por su oportuno
elogio de nuestra lengua. En cuanto a Manuel Ugarte (1878 - 1951), su doctrina se basó en un
nacionalismo profundamente anti norteamericano.
El pensamiento nacionalista se distinguió en este período por una vocación de
optimismo que juzgaba a la Argentina una comarca predestinada para mayor grandeza y
prominencia continental y aun mundial. No parecía vana ilusión en circunstancias tan prósperas,
hasta el estallido de la guerra de 1914 Al término de la contienda la situación ya estaba
sufriendo un vuelco negativo: la relación de nuestro país con las potencias europeas había
sufrido perturbaciones, así como los vínculos de éstas entre sí. Además se suma la inquietud
suscitada por la revolución rusa de 1917 y por la creciente agitación obrera. El proceso de

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economía nacional quedó atrapado en espejismos que se disgregaron cuando se desencadenó la
crisis de 1929. La estabilidad institucional fue desbastada por una honda conmoción política que
interrumpió la vigencia constitucional y abrió el camino a cualquier desenlace imprevisible. Los
acontecimientos produjeron un desolador impacto y fomentaron un afán de autocrítica que tuvo
dos fundamentales testimonios en obras de Ezequiel Martínez Estrada y de Eduardo Mallea.
Reaparecieron el pesimismo y el desencanto de Conflictos y armonía de las razas de América y
del ciclo de ensayos positivistas. Durante este período Ezequiel Martínez Estrada (1895 - 1964)
publicó Radiografía de la pampa, obra que ejemplifica de manera cabal el ensayo de
interpretación ontológica en nuestra literatura. Otros libros del mismo autor: La cabeza de
Goliat (1940), un lúcido análisis de la personalidad de Sarmiento (1946) y el vasto examen
consagrado al poema de José Hernández en Muerte y transfiguración de Martin Fierro (1948).
Influido por Freud, Spengler y Herman Keyserling, el enfoque de Radiografía de la pampa
expone las angustiadas cavilaciones de un pensador imbuido de criterios muy particulares que
ve la crisis de su época como pauta interpretativa de la historia nacional que trata de explicar en
función de la herencia indígena y la conquista hispánica, las cuales determinaron desde su
origen la suerte de nuestra sociedad, condenada a vivir al margen del progreso, sumergida en
una compulsión retrógrada y en un ordenamiento irremediablemente precario. La obra de
Martínez Estrada posee cualidades notables que le han conferido una posición destacada en la
literatura argentina. Radiografía de la pampa es un testimonio de su generación. La plasticidad
sobresaliente del medio expresivo fue una de las cualidades que más distinguió a este autor. La
denominación del principal libro que publicó fue un verdadero acierto en cuanto a su efecto,
pero facilitó los equívocos acerca de su índole: la palabra radiografía sugiere una objetividad
científica que no es propia del enfoque y del género literario utilizados.
Son más exactas la actitud y la terminología de Eduardo Mallea en su Historia de una
pasión argentina (1937), que subrayan el acento personal del discurso. El móvil que impulsa a
Mallea es el desasosiego acerca del porvenir nacional, si bien las convicciones del autor aun
retienen una secreta esperanza: la Argentina “visible” que asoma en las manifestaciones
epidérmicas de nuestra existencia es in auténtica, pero subsiste una realidad “invisible” que
posee un arraigo genuino en nuestro pasado y estimula razonables ilusiones acerca de los
resultados que su disposición generosa y liberal hará fructificar. Mallea intentó rescatar la idea
de un patriciado que encarnaba las mejores cualidades de la inteligencia y que si bien
permanecía inadvertido estaba dispuesto a asumir la tarea de rehabilitar la verdadera y
permanente expresión del alma argentina, volcada hacia una “exaltación severa de la vida”.
El intento de restauración conservadora de 1930 tuvo la paradójica consecuencia de
precipitar un largo proceso de inestabilidad y cambio que se prolongó a través de las peripecias
de la Segunda Guerra Mundial. Las posiciones optimistas y pesimistas que hasta entonces había
registrado el ensayo de interpretación nacional resultaban insuficientes para encarar las
circunstancias mucho más complejas que ha soportado el país en el mundo contemporáneo. El
estudio de los medios de comunicación, el surgimiento de nuevas experiencias dotadas de
gravitación mundial, el avance de procedimientos más elaborados y precisos de indagación
social han dado origen a una proliferación de intentos elucidarios que conservan una manifiesta
significación política. A ello se ha agregado ese proceso de ruptura que Emir Rodríguez
Monegal examinó en El juicio de los parricidas, que analiza la rebelión de los jóvenes autores
argentinos que en la década de 1950 cuestionaron el predominio de la generación precedente,
encabezada por Borges, Estrada y Mallea. También corresponde recordar el círculo que se
consagró alrededor de la revista Contorno y que había incorporado, entre otros, a Noé Jitrik y a
Tulio Halperín Donqhi. Además de varias figuras que han desechado el tono polémico y han
buscado respuestas de mayor equilibrio: Bernardo Canal Feijoo, con su Teoría de la ciudad

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argentina; José Luis Romero, con Argentina: imágenes y perspectivas y El desarrollo de las
ideas en la sociedad argentina del siglo XX; Carlos Mastronardi, con Formas de la realidad
nacional. No hay que olvidar que Jorge Luis Borges pronunció en cierta ocasión una
conferencia sobre El escritor argentino y la tradición cuyas opiniones, recogidas ulteriormente
en un artículo, valdría la pena tomar en cuenta toda vez que se debates los vínculos entre
nacionalidad y literatura.

El artículo de costumbres.

La serie de composiciones destinadas a proporcionar una interpretación de nuestra


realidad social, política y cultural es uno de los troncos principales de nuestro desarrollo
literario. Entre otras direcciones que ha seguido el ensayo en el país, merecen destacarse la
persistencia del artículo de costumbres y la continuidad de los estudios especulativos sobre
literatura, filosofía y otras disciplinas.
Al desenvolvimiento del artículo de costumbres se ha le prestado insuficiente atención.
Hay varios motivos que tal vez permitan explicar esta situación. Es un tipo de composición cuya
continuidad fácilmente se desdibuja porque el procedimiento utilizado para ilustrar la conducta
suele comunicar a los textos de esta índole una diversidad y una aptitud mimética que
contribuyen al desconcierto: a menudo el artículo de costumbres acaba confundiéndose con
variedades de la ficción o con distintas formas de la autobiografía. Los materiales de esta
especie sueles tener una difusión periodística, a través de diarios y revistas de interés general.
La naturaleza efímera de los vehículos empleados suele contagiarse a la producción literaria.
Bastaría reconocer unos pocos antecedentes para señalar la estirpe ilustre de sus antepasados: el
periodismo literario que florece en Londres en el siglo XVIII, en los Estados Unidos a
comienzos del siglo XIX, con textos como The Sketch Book of Geoffrey Crayon, conjunto de
apuntes ocasionales pertenecientes A Washington Irving; en Francia uno de los más destacados
cultores del artículo de costumbres es Joseph-Etienne de Jouy, que entre 1812 y 1824 hizo
famoso el pseudónimos de L`Hermite de la Chaussée d`Autin. En nuestra lengua Mariano José
de Larra, el escritor romántico que adoptó el nombre de Fígaro.
Lo que se requiere para el advenimiento del artículo de costumbre es la consolidación
de la vida urbana y el desarrollo de una labor periodística que le permita contar con medios de
difusión. Ambas condiciones se dieron en el Rio de la Plata hacia fines de la década de 1830.
Como complemento del Salón Literario organización por Marcos Sastre, la mayoría de sus
integrantes canalizó la actividad hacia el periodismo. Sarmiento dio a conocer varias piezas, en
San Juan y en el exilio. El historiados Vicente Fidel López, refugiado en Chile, no desdeñó
publicar observaciones costumbristas sobre la vida de ese país en diversos periódicos. Ningún
otro autor fue un prosélito sudamericano de Larra como el tucumano Juan Bautista Alberdi
(1810 - 1884) quien inclusive adoptó el pseudónimo de Figarrillo. El vehículo que empleó fue
el semanario La Moda. Alberdi hace referencia varias veces a Larra y parece haber poseído una
familiaridad considerable con los escritos del ensayista español. En el segundo número de La
Moda describe la obra de Larra como “muestra cabal de una literatura socialista y progresista”,
el “mas gracioso, mas instructivo y más bello que la España haya producido de cien años a esta
parte”. El hecho de que Alberdi escogiera el modelo que le proporcionaba Larra no es casual:
los sobresaltos que experimentaron los integrantes del Salón Literario le advirtieron que un
régimen represivo jamás permitiría encarar la censura de sus actos en un tono de enjuiciamiento
serio y solemne, de modo que optó por practicar un género de apariencia intrascendente que le
facilitaba “criticar abusos” y “contribuir con nuestra débiles fuerzas a la perfección de la
sociedad”. Le bastó apenas un semestre para aclimatar los recursos e instaurar una tradición.

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Dicha tarea la prosiguió luego en El Iniciador, periódico que el uruguayo Andrés Lamas fundó
en colaboración con Miguel Cané (padre), en Montevideo, y en cuyas páginas habrían de
publicar también Mitre, Tejedor, Frías, Gutiérrez y Echeverría. Allí difundió algunas
significativas reflexiones sobre el uso del idioma, en las que postuló la reivindicación plena de
la expresión oral, al margen de las normas académicas que procedían de Espala. Para este
escritor, y para Sarmiento, la revolución emancipadora de 1810 imponía “una lógica
indestructible” en este campo: liberar la lengua para que se adecuara a los usos reales del
hombre americano. El programa literario de Alberdi consistía en que “escribir claro, profundo,
fuerte, simpático, magnético es lo que importa, y la juventud se va portando” El idioma es una
costumbre local que debe ser enjuiciada, criticada, pero asimismo respetada en su naturaleza
esencial.
La nueva etapa no emerge hasta más allá de 1880, cuando la evocación de los hábitos
porteños se vuelve nostálgica expresión de una crítica apenas velada a las crecientes presiones
de la masa inmigratoria. La organización nacional se consideraba consumada, la vida urbana
crecía vertiginosamente y se estaba consolidando una prensa moderna. Proliferaron las
melancólicas rememoraciones autobiográficas que trataban de que no se extinguiera el eco de
esos tiempo más tranquilos y pueblerinos en que la ciudad era mucho más pequeña y la vida
más intima y desprovista de jergas y usanzas exóticas. La difusión de la revista de interés
general, que se consolida con el advenimiento de Caras y Caretas en 1898, va a crear un nuevo
vehículo para la propagación del artículo de costumbres. La contribución más notable al artículo
de costumbres en lo que va del siglo XX pertenece a Roberto Arlt (1900 - 1942), que trazó un
singularísimo fresco de la crisis argentina de 1930 en la serie de textos que aparecieron en el
diario El Mundo, de Buenos Aires, con el título de Aguafuertes Porteñas, de los cuales sólo una
parte ha sido recogida en libro. Arlt concibió estas “aguafuertes” en una prosa ágil, perspicaz e
irrespetuosa del diccionario y de la gramática, cuyas transgresiones justificó audaz y
certeramente en sus reflexiones sobre “el idioma de los argentinos”: “los pueblos bestias se
perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras
nuevas o giros extraños”

El ensayo especulativo.

El ensayista se preocupa tanto por las cualidades y perfección de su prosa cuanto por la
solidez y coherencia de sus argumentos. Lo cual traza una tenue y escurridiza frontera que
separa la actividad ensayística de la práctica del investigador o erudito. El ensayo debe ser
informal en los juicios y muy formalizado en el modo de exponerlos. La Argentina moderna
cuenta con una sólida tradición de estudios sobre literatura que incluye diversas escuelas de
reconocido prestigio, como la de indagación filológica que inició Amado Alonso y en la que
sobresalieron María Rosa Lida, Raimundo Lida y Ana María Barrenechea; la de orientación
nacionalista que se constituyó en torno de Ricardo Rojas y en la que se ubican Antonio Pagés
Larraya e Ismael Moya; o la de investigación folclórica que ha contado con Juan Alfonzo
Carrizo, Augusto Raúl Cortázar y Susana Chertudi. Figura individuales como el dominicano
Pedro Enríquez Ureña que vivió largos años en nuestro país, Juan Carlos Ghiano, Enrique
Anderson Imbert, Guillermo Ara, Luis Emilio Soto, Arturo Marasso, Ángel J. Battistessa y Raúl
H. Castagnino. También se ha desarrollado entre nosotros una robusta corriente de estudios
filosóficos, encabezada por José Ingenieros y Alejandro Korn y proseguida por Luis Juan
Guerrero, Francisco Romero, Carlos Astrada y Vicente Fatone. En el área de las artes es
necesario registrar la tarea de Julio E. Payró y Juan Carlos Paz. Pero la línea del ensayo ha de

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buscarse no en aulas o claustros sino principalmente en revistas entre las cuales hubo dos en el
siglo pasado (XX) que tuvieron prolongada y fecunda trayectoria: Nosotros y Sur.
Los orígenes del ensayo especulativo en la literatura nacional son remontados hasta
Juan María Gutiérrez (1809 - 1878) vinculado al Salón Literario, que defendió la autonomía de
la lengua hablada en la existencia cotidiana y se opuso a la injerencia de España en nuestra
tradición poética.
Tal vez uno de los más agudos y agiles comentaristas fue el francés Paul Groussac
(1848 - 1929) quien, además de riguroso investigador de nuestra historia, se destacó como
director de La Biblioteca, revista literaria argentina de fines del siglo pasado. Entre los autores
argentinos, un buen número consagraron parte de su labor a la crítica y el ensayo, incluidos
Ernesto Sábato y Julio Cortázar. El más notable ensayista ha sido Jorge Luis Borges, que
confirió a esta práctica una verdadera trascendencia artística en un pie de igualdad con la poesía
o la ficción.

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