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SAN AGUSTÍN, Tractatus in evangeliuum Ioannis

(Tratados sobre el Evangelio según San Juan)


comprende 124 discursos comentando pastoralmente el cuarto evangelio.

Tratado 80
Comentario a Jn 15 1-3, dictado en Hipona, probablemente el domingo 8 de febrero de 420. Edición
prepara por VICENTE RABANAL, OSA, Obras de San Agustín, t. XIV, Madrid (BAC 165) 1965, pp. 362-365.

La vid verdadera
1. En este lugar del evangelio, hermanos, dice el Señor que él es la vid, y sus discípu-
los los sarmientos; y lo dice en cuanto que él es cabeza de la Iglesia y nosotros sus miembros
(1Tm 2 5) como Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús. La misma natura-
leza tiene la vid y los sarmientos; y siendo él Dios, cuya naturaleza no podemos tener noso-
tros, se hizo hombre para que en él la vid fuese naturaleza humana, de la cual nosotros
pudiésemos ser los sarmientos. ¿Qué quiere significar diciendo: Yo soy la vid verdadera? (Jn
15 1). ¿Acaso al añadir verdadera, hacía referencia a aquella vid de la cual se ha tomado el
ejemplo? Se llama vid en virtud de alguna semejanza, no por tener sus propiedades, al mo-
do que se le llama oveja, cordero, león, roca, piedra angular y otras cosas parecidas, que son
cosas reales y de las cuales se toman estas semejanzas, no sus propiedades. Pero, cuando
dice que es la vid verdadera, ciertamente quiere distinguirse de aquella otra de la cual se
dice: ¡Cómo te has vuelto amargura, vid ajena! (Jr 2 21). Porque ¿cómo ha de ser verdadera
la vid que ha producido espinas, cuando de ella se aguardaba que produjese uva?1

Tanto más fecundos cuanto más purificados


2. Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el agricultor. A todo sarmiento en mí que no da
fruto, lo retirará y a todo el que da fruto lo limpiará para que produzca más fruto (Jn 15 1-
2). ¿Son acaso la misma cosa el agricultor y la vid? Cristo es la vid, en cuanto dice: El Padre
es mayor que yo (Jn 14 28); pero en cuanto que dice: Yo y el Padre somos una única cosa (Jn
10 30), también él en persona es el agricultor. Y no un agricultor como aquellos que ejer-
cen exteriormente su trabajo, sino que da también el incremento interno. Porque ni el que
planta es algo, ni quien riega hace nada; todo lo hace Dios que es quien da el crecimiento.2
Y Cristo es Dios, porque el Verbo era Dios; y por esto él y el Padre son una única cosa; y
aunque el Verbo se hizo carne,3 cosa que antes no era, permanece siendo lo que era. Y ha-
biendo dicho que el Padre, como un agricultor, arranca los sarmientos infructuosos y poda
los fructíferos para que produzcan más fruto, añade en seguida para demostrar que también
él hace la poda: Ustedes están ya limpios a causa de la palabra que les he dicho (Jn 15 3).
Ahí lo tienen cómo él hace la limpia de los sarmientos, que es oficio del agricultor y
no de la vid; y, además, convierte a los sarmientos en operarios, porque, aunque ellos no
den el crecimiento, contribuyen a él con su trabajo; pero poniendo no de lo suyo, porque sin
mí, afirma, no pueden hacer nada (Jn 15 5). Escucha la confesión de ellos mismos: ¿Qué es
Apolo, qué, por otra parte, Pablo? Ministros que los han llevado a ustedes a la fe, según lo que
Dios dio a cada uno: yo planté, Apolo regó; todo esto según lo que Dios dio a cada uno, y por

1
Cf. Is 5 4.
2
Cf. 1Co 3 7.
3
Cf. Jn 1 1-14.

1
lo tanto, no de lo suyo. Pero lo que sigue, es decir, que Dios dio el crecimiento,4 lo hace Dios
no por su medo,i sino por sí mismo directamente. Y este ministerio sobrepasa los límites de
la humana flaqueza, excede el poder de los ángeles y pertenece enteramente a la Trinidad
agricultora.
Ustedes están ya limpios: limpios y, por supuesto, por limpiar. En efecto, si no estuvie-
sen limpios, no habrían podido producir fruto; y empero a todo el que da fruto lo limpia el
Agricultor para que produzca más fruto. Da fruto porque está limpio y, para que produzca
más fruto, es limpiado aún. Efectivamente, ¿quién está tan limpio que no haya de ser lim-
piado más y más en esta vida donde, si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a
nosotros mismos y la verdad no está en nosotros; si, en cambio, hubiésemos confesado nues-
tros pecados, es fiel y justo para perdonarnos los pecados y limpiarnos de toda iniquidad? 5 Evi-
dentemente, limpia a los limpios, esto es, fructuosos, para que sean tanto más fructuosos
cuanto más limpios.

El poder de la palabra en el sacramento


3. Ustedes están ya limpios a causa de la palabra que les he dicho. ¿Por qué no dice «es-
tán limpios a causa del bautismo con que han sido lavados», y dice en cambio a causa de la
palabra que les he dicho, sino porque también la palabra limpia con el agua? Quita la pala-
bra ¿qué es el agua sino agua? Se junta la palabra al elemento y se hace el sacramento, que
es como una palabra visible.
Esto mismo había dicho cuando lavó los pies a los discípulos: El que se ha bañado no
necesita lavarse sino los pies; antes bien, entero está limpio (Jn 13 10). ¿Y de dónde le viene
al agua tanta virtud, que con el contacto con el cuerpo lave el corazón, sino de la eficiencia
de la palabra, no de la palabra pronunciada, sino de la palabra creída? Porque, en la misma
palabra, una cosa es el sonido, que pasa, y otra la eficacia, que permanece. Ésta es, dice el
Apóstol, la palabra de la fe que les predicamos, porque, si con tu boca hubieres confesado que
Jesús es el Señor, y con tu corazón creyeres que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás sal-
vo. Con el corazón, en efecto, se cree para justicia; con la boca, por otra parte, se hace la confe-
sión para salvación.6 Por lo cual se lee en los Hechos de los Apóstoles: Al purificar con la fe
sus corazones (Hch 15 9). Y el bienaventurado Pedro afirma en una carta suya: Así también,
a ustedes los hace salvos el bautismo: no la limpieza de las manchas del cuerpo, sino la disposi-
ción de la buena conciencia (1Pe 3 21). Ésta es la palabra de la fe que les predicamos, por la
cual, sin duda, es consagrado el bautismo para que pueda limpiar. Cristo, que es con noso-
tros la vid, y con el Padre es el labrador, amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Lee
al Apóstol y considera lo que añade: Para santificarla, la Iglesia, limpiándola mediante el
baño del agua con la palabra.7 En vano se pretendería limpiar con el agua que se deja caer
si no se le juntase la palabra. Y esta palabra de fe es de tanto valor en la Iglesia de Dios,
que, por ella limpia al creyente, al oferente, al que bendice, al que toca, aunque sea un
tierno infante, que aún no es capaz de creer con el corazón para justicia ni de confesar con la
boca para salvación. Todo esto se hace mediante la palabra acerca de la que asevera el Se-
ñor: Ustedes están ya limpios a causa de la palabra que les he dicho.

4
Cf. 1Co 3 5-7.
5
Cf. 1Jn 1 8-9.
6
Cf. Rm 10 8-10.
7
Cf. Ef 5 25-26.

2
SAN AGUSTÍN, De doctrina christiana libri IV
(De la doctrina cristiana)

Especie de síntesis dogmática fundada en la distinción entre uti (usar) y frui (disfrutar)
(1.3.3), para proponer una teoría sobre el signo y las claves para la hermenéutica bíblica (1.2 y 3).
Compuesto en el año 397 (hasta 3, 25.36) y el resto de la obra en 427. Traducción de BALBINO MAR-
TÍN PÉREZ OSA, Obras de San Agustín, t. XV, Madrid (BAC 168) 1957.

LIBRO I

CAPÍTULO I
La exposición de la divina Escritura se funda en la invención y en la enunciación,
la cual afrontamos con el auxilio divino
1. Dos son los fundamentos en que se basa toda la exposición de las divinas Escritu-
ras: En el modo de encontrar las cosas que deben ser entendidas, y el modo de explicar las
cosas que se han entendido. Primero disertaremos sobre el modo de encontrar, después
sobre el modo de exponer. Empresa grande y ardua; y si es difícil sustentarla, temo no sea
temerario emprenderla. En verdad, así sería si presumiéramos de nuestras propias fuerzas.
Pero la esperanza de llevar a cabo esta obra se funda en Aquel por el cual conservamos en
el pensamiento muchas cosas comunicadas sobre este asunto, y, por lo tanto, no se ha de
temer que deje de darnos las demás, cuando empezamos a emplear las que nos dio. Todo
objeto que no disminuye cuando se da, mientras se tiene y no se da, no se tiene como debe
ser tenido. El Señor dijo: Al que tiene se le dará (Mt 13 12). Dará, pues, a los que tienen, es
decir, llenará y acrecentará lo que dio a los que usaron con libertad de aquello que recibie-
ron. Cinco y siete eran los panes antes de empezar a ser distribuidos entre los hambrientos,
mas una vez que comenzaron a distribuirse, se llenaron los cestos y cuévanos después de
saciar a tantos miles de hombres.8 Luego así como aquel pan se acrecentó cuando se divi-
día, de igual modo cuando comiencen a ser distribuidas las cosas que me suministró el Se-
ñor para emprender esta obra, se multiplicarán sugiriéndolas Él, a fin de que en este oficio
nuestro no sólo no sintamos escasez alguna, sino que nos regocijemos de una abundancia
admirable.

CAPÍTULO II
Qué sea «cosa», y qué sea «signo»
2. Toda instrucción se reduce a enseñanza de cosas y signo; mas las cosas se conocen
por medio de los signos. Por lo tanto, denominamos ahora cosas a las que no se emplean
para significar algo, como son una vara, una piedra, una bestia y las demás por el estilo. No
hablo de aquella vara de la cual leemos que introdujo Moisés en las aguas amargas para
que desapareciera su amargura;9 ni de la piedra que Jacob puso de almohada debajo de su

8
Cf. Mt 14 17-21; 15 34-38.
9
Cf. Ex 15 23.

3
cabeza;10 ni de la bestia aquella que Abraham inmoló en lugar de su hijo.11 Estas son de tal
modo cosas que, al mismo tiempo, son signos de otras cosas. Existen otras clases de signos
cuyo uso solamente se emplea para denotar alguna significación, como son las palabras.
Nadie usa de las palabras si no es para significar algo con ellas. De aquí se deduce a qué
llamo signos, es decir, a todo lo que se emplea para dar a conocer alguna cosa. Por lo tanto,
todo signo es al mismo tiempo alguna cosa, pues lo que no es cosa alguna no es nada, pero
no toda cosa es signo. En esta división de cosas y signos, cuando hablamos de las cosas, de
tal modo hablamos que, a pesar de que algunas pueden ser empleadas para ser signos de
otra cosa, no embarace su dualidad el fin que nos propusimos de hablar primero de las co-
sas y después de los signos. Retengamos en la memoria que ahora se ha de considerar en
las cosas lo que son, no lo que, aparte de sí mismas, puedan significar.

CAPÍTULO III
División de las cosas
3. Unas cosas sirven para gozar de ellas, otras para usarlas y algunas para gozarlas y
usarlas. Aquellas con las que nos gozamos nos hacen felices; las que usamos nos ayudan a
tender hacia la bienaventuranza y nos sirven como de apoyo para poder conseguir y unir-
nos a las que nos hacen felices. Nosotros, que gozamos y usamos, nos hallamos situados
entre ambas; pero, si queremos gozar de las que debemos usar, trastornamos nuestro tenor
de vida y algunas veces también lo torcemos de tal modo que, atados por el amor de las
cosas inferiores, nos retrasamos o nos alejamos de la posesión de aquellas que debíamos
gozar una vez obtenidas.

CAPÍTULO IV
Qué cosa sea gozar (frui) y usar (uti)
4. Gozar es adherirse a una cosa por el amor de ella misma. Usar es emplear lo que
está en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado. El uso ilícito más bien
debe llamarse abuso o corruptela. Supongamos que somos peregrinos, que no podemos
vivir sino en la patria, y que anhelamos, siendo miserables en la peregrinación, terminar el
infortunio y volver a la patria; para esto sería necesario un vehículo terrestre o marítimo,
usando del cual pudiéramos llegar a la patria, en la que nos habríamos de gozar; mas si la
amenidad del camino y el paseo en el carro nos deleitase tanto que nos entregásemos a
gozar de las cosas que sólo debimos utilizar, se vería que no querríamos terminar pronto el
viaje; engolfados en una perversa molicie, enajenaríamos la patria, cuya dulzura nos haría
felices. De igual modo, siendo peregrinos que nos dirigimos a Dios en esta vida mortal,12 si
queremos volver a la patria donde podemos ser bienaventurados, hemos de usar de este
mundo, mas no gozarnos de él, a fin de que, por medio de las cosas creadas, contemplemos
las invisibles de Dios,13 es decir, para que, por medio de las cosas temporales, consigamos
las espirituales y eternas.

(…)

10
Cf. Gn 28 11.
11
Cf. Gn 22 13.
12
Cf. 2Co 5 6.
13
Cf. Rm 1 20.

4
LIBRO II
CAPÍTULO I
Qué es y de cuántas maneras es el signo
1. Al escribir el libro anterior sobre las cosas, procuré prevenir que no se atendiese en
ellas sino lo que son, prescindiendo de que, además, puedan significar alguna otra cosa
distinta de ellas. Ahora, al tratar de los signos, advierto que nadie atienda a lo que en sí son,
sino únicamente a que son signos, es decir, a lo que simbolizan. El signo es toda cosa que,
además de la fisonomía que en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos venga
al pensamiento otra cosa distinta. Así, cuando vemos una huella, pensamos que pasó un
animal que la imprimió; al ver el humo, conocemos que debajo hay fuego; al oír la voz de
un animal, nos damos cuenta de la afección de su ánimo; cuando suena la corneta, saben
los soldados si deben avanzar o retirarse o hacer otro movimiento que exige la batalla.
2. Los signos, unos son naturales, y otros instituidos por los hombres. Los naturales
son aquellos que, sin elección ni deseo alguno, hacen que se conozca mediante ellos otra
cosa fuera de lo que en sí son. El humo es señal de fuego, sin que él quiera significarlo; no-
sotros, con la observación y la experiencia de las cosas comprobadas, reconocemos que en
tal lugar hay fuego, aunque allí únicamente aparezca el humo. A este género de signos per-
tenece la huella impresa del animal que pasa; lo mismo que el rostro airado o triste de-
muestra la afección del alma, aunque no quisiera significarlo el que se halla airado o triste;
como también cualquier otro movimiento del alma que, saliendo fuera, se manifiesta en la
cara, aunque no hagamos nosotros para que se manifieste. No es mi idea tratar ahora de
este género de signos; como pertenecen a la división que hemos hecho, ni pude en absoluto
pasarlos por alto, pero es suficiente lo que hasta aquí se dijo de ellos.

CAPÍTULO II
De la clase de signos que se ha de tratar aquí
3. Los signos convencionales son los que mutuamente se dan todos los vivientes para
manifestar, en cuanto les es posible, los movimientos del alma como son las sensaciones y
los pensamientos. No tenemos otra razón para señalar, es decir, para dar un signo, sino el
sacar y trasladar al ánimo de otro lo que tenía en el suyo aquel que dio tal señal. De esta
clase de signos, por lo que toca a los hombres, he determinado tratar y reflexionar ahora;
porque aun los signos que nos han sido dados sobrenaturalmente y que se hallan en las
santas Escrituras, se nos comunicaron por los que las escribieron. También los animales
usan entre sí de esta clase de signos, por los que manifiestan el apetito de su alma. El gallo,
cuando encuentra alimento, con el signo de su voz manifiesta a la gallina que acuda a co-
mer; el palomo con su arrullo llama a la paloma, o, al contrario, ella le llama; existen otros
muchos signos de esta clase que pueden y suelen notarse. Es una cuestión que no atañe al
asunto que tratamos si estos signos, como por ejemplo el semblante y el quejido de un do-
liente, sigan espontáneamente el movimiento del alma sin intención de significar, o se den
ex profeso para significar. Como cosa no necesaria, la omitiremos en esta obra.

CAPÍTULO III
Entre los signos, la palabra ocupa el primer lugar
4. De los signos con que los hombres comunican entre sí sus pensamientos, unos per-
tenecen al sentido de la vista, otros al del oído, muy pocos a los demás sentidos. Efectiva-

5
mente, al hacer una señal con la cabeza, solamente damos signo a los ojos de la persona a
quien queremos comunicar nuestra voluntad. También algunos dan a conocer no pocas
cosas con el movimiento de las manos: los cómicos, con los movimientos de todos sus
miembros, dan signos a los espectadores, hablando casi con los ojos de los que los miran.
Las banderas e insignias militares declaran a los ojos la voluntad del jefe, de modo que to-
dos estos signos son como ciertas palabras visibles. Los signos que pertenecen al oído, como
dije antes, son mayores en número, y principalmente los constituyen las palabras; la trom-
peta, la flauta y la cítara dan muchas veces no solamente un sonido suave, sino también
significativo, pero toda esta clase de signos, en comparación con las palabras, son poquísi-
mos. Las palabras han logrado ser entre los hombres los signos más principales para dar a
conocer todos los pensamientos del alma, siempre que cada uno quiera manifestarlos. El
Señor dio un signo del olfato con el olor del ungüento derramado en sus pies.14 Al sentido
del gusto también le dio un signo con el sacramento de su cuerpo y sangre comido por Él
de antemano, con el cual significó lo que quiso hicieran sus discípulos.15 También al sentido
del tacto le dio un signo, cuando la mujer, tocando la orla de su vestidura, recibió la sa-
lud.16 Pero la innumerable multitud de signos con que los hombres declaran sus pensamien-
tos se funda en las palabras, pues toda esta clase de signos que por encima he señalado los
pude dar a conocer con palabras, pero de ningún modo podría dar a entender las palabras
con aquellos signos.

CAPÍTULO IV
Origen de las letras
5. Como las palabras pasan herido el aire y no duran más tiempo del que están so-
nando, se inventaron letras, que son signos de las palabras. De este modo, las voces se ma-
nifiestan a los ojos, no por sí mismas, sino por estos sus signos propios. Estos signos no pu-
dieron ser comunes a todos los pueblos a causa de aquel pecado de soberbia que motivó la
disensión entre los hombres queriendo cada uno de ellos usurpar para sí el dominio. De
esta soberbia es signo aquella torre que edificaban con ánimo de que llegase al cielo, en la
cual merecieron aquellos hombres impíos no sólo tener voluntades opuestas, sino también
diferentes palabras.17

CAPÍTULO V
La diversidad de lenguas
6. De aquí provino que también la divina escritura, la cual socorre tantas enfermeda-
des de las humanas voluntades, habiendo sido escrita en una sola lengua en la cual oportu-
namente hubiera podido extenderse por la redondez de la tierra, se conociera para salud de
las naciones divulgada por todas partes debido a las diversas lenguas de los intérpretes. Los
que la leen no apetecen encontrar en ella más que el pensamiento y voluntad de los que la
escribieron, y de este modo llegar a conocer la voluntad de Dios, según la cual creemos que
hablaron aquellos hombres.

14
Cf. Jn 12 3-7.
15
Cf. Lc 22 19-20.
16
Cf. Mt 9 21.
17
Cf. Gn 11 1-9.

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