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La Novela Gótica.

Historia

La novela gótica surgió a la sombra de la Inglaterra del Siglo de las Luces, de su neoclasicismo
ilustrado, de su desproporcionado culto a la razón, cuando el rechazo a lo sobrenatural, en la vida
cotidiana, llevó aparejado, en su propio nacimiento, una férrea condena de su uso literario y estético. Sin
embargo, no será hasta el final del Antiguo Régimen cuando aparezcan en nuestro país manifestaciones,
más que significativas, de este subgénero. Aunque bien es cierto que existieron conatos anteriores
(últimos años del siglo XVIII), estos se intensificaron en plena agonía del género (1764-1820), dejando en
el camino una estela de polémicas, descalificaciones, acusaciones de inmoralidad y de desprestigio a una
fórmula de escritura demasiado predecible, sobrecargada de elementos tópicos y fielmente ligada a las
circunstancias espacio-temporales de su Inglaterra natal. En efecto, la novela gótica, no debemos olvidar,
es una creación nacional inglesa, trae consigo el sello originario y solo puede entenderse, por lo mismo,
en el seno de este marco espacio-temporal, dado que fuera de estas coordenadas pierde la gran mayoría
de sus significaciones primeras y definitorias.

Esta férrea estructura formulaica y aquella dependencia casi obligada fueron, en gran parte, las
causantes de su temprana muerte aunque, al propio tiempo, las responsables primeras de su posterior
resurrección. El éxito abrumador había provocado que, desde su lugar de origen, este género traspasara
fronteras para asentarse en otros países que dependían estrechamente de unas circunstancias históricas,
sociales y literarias diferentes, y hasta opuestas, a aquellas que lo originaron. La adaptación del género
supuso, como era esperable y de acuerdo a las transformaciones inherentes que experimentan los
mismos, la modificación de ciertas particularidades de su estricta y rígida estructura formulaica, en función
a las circunstancias sociopolíticas que envolvieran a los países receptores; es decir, la cultura donde había
nacido este género se diseminó en otras latitudes y fue adquiriendo características propias. De esta
manera y aunque el relato gótico quede definido como aquel circunscrito a unas coordenadas
determinadas y específicas, no podemos pasar por alto la evolución intrínseca y determinante, al mismo
tiempo, para la configuración que experimentan los géneros, pues tal y como los formalistas rusos nos
enseñaron «los géneros pueden actualizar su vigencia asumiendo otras formas y funciones, con lo cual
se revitalizan y cambian». El género, por tanto, necesitaba de una transferencia que sería más o menos
intensa dependiendo del país al que pretendiera adaptarse. Lejos de morir, comenzó una existencia
revitalizada en otras literaturas que lo llevarían, en un ir y venir de trasvases, hasta la más cercana
actualidad. La proximidad así como un contexto similar al originario provocó que, al menos en algunas de
estas literaturas europeas, las modificaciones fueran poco sustanciales. En otras, sin embargo, la
situación fue bien distinta. En aquellos países en los que el conservadurismo político, social y religioso
imperante era aún demasiado férreo, se dio una profunda y estricta censura hacia todo aquello que
recordara, aunque fuera vagamente, este tipo de literatura perniciosa y nociva. Estas bastas
consecuencias de la ceguera hacia lo gótico dieciochesco, esta continuada acusación por parte de
intelectuales y preceptistas significó, por un lado, que se acabara clasificando a la ficción gótica como
trivial o absurda y, al mismo tiempo, se la excluyera, quizás para siempre, del derecho a ser llamada
literatura y, por otro, y derivada de esta, en cierta manera, que se consiguiera condenar desde el principio
su libertad de difusión, cerrando, con ello, las puertas a muchas otras literaturas europeas.

En nuestro caso concreto, la historia de las letras españolas ha negado de manera reiterada la
existencia de esta corriente dentro de nuestras fronteras. Un género extranjero, dicen, que apenas pasó
de puntillas por aquellos años convulsos e intransigentes de finales del reinado de Fernando VII. Nada
más lejos de la realidad, sin embargo porque si toda expresión artística está en consonancia con su época,
¿qué razones explicarían que fueran casi inexistentes en nuestro país?, o, dicho de otra manera, ¿por
qué no habrían de existir en el siglo XVIII o en los albores del XIX manifestaciones de lo gótico, si estas
se popularizaron en otras literaturas europeas? ¿Cómo, en una época de profundos interrogantes sobre
la definición de la naturaleza, no iba a existir más testimonio literario de la dificultad de aprehender su
realidad y la complicación que supone asumir la pérdida del viejo orden? ¿Dónde establecer los límites
entre lo posible y lo imposible, en un mundo que se dice abierto al progreso y a la razón, pero que no ha
sido capaz aún de poner fin a males pasados? Y si estos relatos no son una excepción, sino un síntoma
cultural, ¿por qué no buscar entre nuestra enorme producción del período de entresiglos obras que
respondan a las características ya analizadas?
El estudio y análisis, libres de prejuicios canónicos, demuestran efectivamente que en la España del
período de entresiglos el público lector se encontraba familiarizado con un género que ya desde finales
del siglo XVIII comenzaba a ser motivo de interés, no solo por parte de los escritores, sino también de los
editores, en un momento en que la edición comienza a percibirse como un negocio ventajoso.

Las difíciles y complejas circunstancias que existían en España no impidieron su adaptación, como
ha defendido la crítica, sino que, por el contrario, contribuyeron, en el proceso de trasferencia, a enriquecer
la fórmula de la novela gótica. Es decir, la conciencia de atraso en la adaptación de las ideas europeas
condiciona la adaptación de la novela gótica en nuestro país, pero no en el sentido que se juzga,
negándole toda capacidad de subsistencia, más bien en la asimilación de su fórmula básica y en la
inclusión de nuevos elementos que le son propios, lo que permite hablar de la particularidad hispánica,
frente a la forma original, sin arriesgar el juicio de que tanto España como Europa constituyen dos
entidades homogéneas y enfrentadas. La lección edificante, el peso de la moral, la exaltación de la
religión, pero también la búsqueda incesante de la verosimilitud literaria y del realismo más palmario, así
como la presencia constante del elemento macabro se configurarán como nuevas características o
elementos estructurales exigidos por la renovada fórmula, que se unen a aquellas fijadas desde los países
británicos y que se mantienen inalterables constatando la base de la fórmula que no puede minimizarse
hasta tratar de convertir estas novelas en un esquema, casi burlesco, de fantasma irredento y jovencita
histérica; es, no solamente una ridiculez y una torpeza, sino que nos encontramos ante afirmaciones
indudablemente alejadas de la realidad. La complejidad de la novela gótica viene sustentada tanto en el
aparato estructuralcomo en los motivos que originaron su nacimiento.

Desde el racionalismo más conservador y terrorífico hasta el horror más irracional, como los dos
puntos extremos de un debate social e histórico recogido y problematizado en su seno, la novela gótica
busca entonces la sensación del miedo, el éxtasis de lo sublime. El resto de componentes que la
estructuran, y fijan inequívocamente su fórmula, dependerán siempre de esta exigencia. Desde este punto
de vista, el componente argumental aparecerá dispuesto no en función de los elementos sobrenaturales,
sus diferentes manifestaciones o el momento histórico en el que surgen, sino en torno a esta búsqueda
incesante del miedo. Un miedo que ahonda en la muerte y lo que hay más allá de esta o en el dolor que
brota del sufrimiento más hondo y perturbador, tanto del cuerpo como del espíritu. Ha sido este último,
precisamente, uno de los aspectos más olvidados en el análisis de las novelas góticas clásicas. Aquellas
primeras interpretaciones del género, en virtud de un esquema reducido a los límites de un castillo, un
fantasma, un villano y una dama asustadiza, ha mantenido en un segundo plano esta otra vertiente, este
otro horror más profundo que busca en lo prohibido, lo innombrable y lo tabuizado por la sociedad,
desestabilizar estructuras y perturbar sosiegos, pero al mismo tiempo pretende sacar a la luz, instintos
ocultos en ese lugar de la mente donde el decoro no encuentra su sitio. Porque el fantasma, real o
imaginado, es tan necesario al gótico como lo pueden ser las torturas inquisitoriales, las violaciones en
todos sus grados o los castigos depravados de personajes enfermos y corrompidos. Al situar al mismo
nivel terror y horror, que no es sino, en definitiva, decir miedo a la muerte y miedo al dolor, se amplía la
complejidad estructural y temática de la novela gótica y, en consecuencia, el número de novelas que, bajo
este apelativo, acabarán por configurar un corpus, en su Inglaterra natal, pero también más allá de sus
fronteras y, en esta caso, en el seno de nuestra literatura. Pues, derivado de esta consideración, no solo
habremos de buscar el mundo gótico en la pertinente estructura de suspense, sino en las escenas más
vivas e impactantes que revelan el efectismo más atroz, de la misma manera que más allá del castillo
encantado, como escenario del terror, encontramos, en paralelo con el traslado del ambiente inglés al
mediterráneo, un convento o una abadía que se cubren de muerte, de sufrimientos, configurándose como
lugares de perversión y crueldades por doquier; sin olvidar tampoco, entre otros tantos aspectos, que junto
a un pasado oscuro e inquietante se nos abre también un horizonte de posibilidades, en un presente más
cercano, más real y, por lo tanto, más atroz.

La fijación de una estructura, de una fórmula necesaria para que el género se asiente como tal y se
universalice, se entiende imprescindible para el rastreo de las novelas en nuestro país, de la misma
manera que la comprensión de la novela gótica como subgénero.

Las particularidades que la novela gótica adquiere dentro de nuestras fronteras son herederas de
una censura inquisitorial y gubernamental que, aunque caprichosa y de fuerte hermetismo, dejó ver
también en determinados momentos una apertura al exterior, vinculada a períodos históricos menos
conservadores o a leyes o disposiciones más permisivas y transigentes, que facilitó ya no el contacto con
el nuevo movimiento gótico, conocido, aunque a través de referencias parcas y pinceladas varias, algunos
años atrás, sino la entrada masiva de las grandes manifestaciones literarias, a través de traducciones
inglesas y francesas, sobre todo, y que hicieron las delicias de un público agotado de literatura ejemplar
y ensayos políticos. El análisis de las peculiares circunstancias sociales permite confirmar que aquel
género en apariencia endeble y prácticamente inédito, gozó del favor del público, de un nuevo público
burgués, esencialmente femenino, con nuevas necesidades y, por tanto, nuevos hábitos lectores, y a lo
largo de un período de tiempo relativamente amplio.

Fue esta una demanda que supo asumir la nueva industria editorial, ejemplificada a la perfección en
la figura de Mariano de Cabrerizo, quien frente a trabas externas y reticencias iniciales, no pudo resistirse
a las mieles del éxito, de la venta asegurada, en un momento histórico en el que el mercado se abría a
nuevas opciones, para acabar definitivamente por rendirse a las exigencias del público. La tarea
emprendida por Agustín Pérez Zaragoza deja de ser entonces la de un loco atrevido que, llegado de
Francia, probó suerte con un género ignorado en España pero que ya había conocido en nuestro país
vecino la gloria, años atrás. Mas el éxito, además de ser constatado en el número de lectores y editores,
se sustentó en las referencias varias en novelas, catálogos, revistas o periódicos de la época que dieron
cuenta, no sin relativa estupefacción, de la nueva realidad literaria que irrumpía en nuestras letras; aunque
la mayoría de ellas fueron críticas con el género, era esta, como sabemos, una tendencia general que se
había iniciado ya desde su mismo nacimiento, un estigma que se asumió junto al género, pero que
tampoco pudo oscurecer su trascendencia real.

Si las circunstancias sociológicas habían favorecido la adaptación, no menos importantes fueron las
literarias en su papel de fijar y salvar el género, al propio tiempo. La tendencia a la oscuridad, en su faceta
más macabra, tan del gusto español, había sido recuperada en los últimos tiempos gracias a
manifestaciones populares como la comedia de magia o la literatura de cordel. El nuevo género
importando encontró en todo este bagaje literario un camino allanado para asentarse y una predisposición
lectora que habría de motivar muchas de sus tramas y salvar muchos de los viejos motivos. Lo macabro,
en todo su abanico de posibilidades, se potenciaría en la novela gótica en su proceso de transferencia a
nuestra literatura, adornando las narraciones con un mayor número de momentos apoteósicos de sangre,
asesinatos o crímenes atroces. Todos estos elementos encontraron su razón de ser apoyados en la
necesaria lección edificante, que justificaba la presencia en la narración de todo aquello que representaba
el instinto más vil del ser humano, buscando purificar pasiones. A mayor colorido en la pintura de estas
pasiones, mayor sería la impresión en el lector y mejor se lograría el efecto aleccionador, principio básico
de la literatura española.

De otro lado, sin embargo, parte de la temática y muchos otros motivos del mundo gótico chocaban
con los preceptos exigidos por los teóricos neoclásicos. Si la novela gótica pretendía pasar el filtro debía
sacrificar y dejar en el camino ciertos elementos de su fórmula que se rechazaban y censuraban de
manera tajante dentro de nuestra literatura. El realismo era algo más que una exigencia, un sentir profundo
clavado en lo más hondo de la conciencia hispánica. La consecuencia sería que las escenas
sobrenaturales se desdibujaron y los fantasmas que vagaban por sus páginas encontraban todos una
explicación lógica y racional a su «anómalo» comportamiento. La novela gótica tendió, en definitiva, a la
vertiente más racional del gótico, en lo que a la presencia del elemento trasgresor se refiere. Sin embargo,
el mundo irracional también estaría presente en la representación del horror más plausible porque lo
irracional se manifiesta, parece evidente, en lo sobrenatural, pero también en todo aquello que aún siendo
real y tangible, traspasa los confines de lo permitido, de lo aceptable, de lo asumible socialmente.

Toda esta complejidad interna y externa al propio género es el punto de partida que ha supuesto la
recuperación del mismo dentro de nuestras fronteras. Las novelas góticas españolas se estructuran de
acuerdo a un proceso evolutivo que pasa por tres momentos de adaptación, hasta consolidarse dentro de
nuestras fronteras como género autónomo.

Los primeros contactos tienen que ver con la asimilación de una nueva estética y aparecen
representados por un conjunto relativamente amplio de novelas de finales del siglo XVIII que se apoyaron
en los tímidos pero firmes ecos que, desde Francia, patrocinaban un nuevo movimiento literario, (El
evangelio en triunfo (1798-1799), Lecturas útiles y entretenidas (1799-1801) de Pablo de Olavide; La
noche entretenida (1798) de Juan Idarroc; El Valdemaro (1792) y Novelas morales (1804) de Francisco
Vicente Martínez Colomer; El emprendedor, o, Aventuras de un español en el Asia (1805) de Jerónimo
Martín de Bernardo; El Rodrigo (1793) de Pedro de Montengón; El café (1772-1774) de Alejandro
Moya; La Leandra (1797) de Antonio Valladares de Sotomayor; La Eumenia o la Madrileña (1805) de
Gaspar Zavala y Zamora). Los poetas lúgubres, junto a los preceptos de la teoría burkeana de lo sublime,
se dejaron sentir en aquellos últimos años de dicho siglo, favoreciendo un segundo momento evolutivo,
que heredaría muchos de los elementos que habían comenzado a forjarse y consolidarse en esta primera
etapa, como el abandono de lo sobrenatural, la presencia constante de la religión, la preponderancia de
situaciones y escenas macabras o el peso de lo que Guillermo Carnero denomina «lo terrorífico
arquitectónico». Estas primeras obras reflejan el conflicto expreso que heredó la literatura de este período
convulso y que no viene sino a responder a la oposición tajante y apenas reconciliable que se dio entre el
respeto a las normas ilustradas y los escarceos con la nueva estética que privilegiaba el mundo gótico en
su vertiente más terrorífica y funesta. Esto es, dichas novelas se debaten a menudo entre los principios
dogmáticos de moderación, claridad y mesura, que todavía condicionaban el mundo artístico ilustrado o
la temática neoclásica y los nuevos preceptos estéticos regidos por la sublimidad que inclinan la redacción
hacia lo lúgubre, sombrío y tenebroso que pueda existir tanto en el mundo como en el alma humana,
aunque principalmente en aquel. A pesar de que no se pueda hablar, por tanto, de un conjunto de novelas
propiamente góticas, estos primeros contactos demuestran y confirman que el cultivo y el gusto por lo
gótico comenzaron a producirse con anterioridad a la oleada de traducciones, con las primeras
manifestaciones novelescas del siglo XVIII.

Las traducciones, por su parte, representan el segundo estadio de la adaptación de la ficción gótica.
Un análisis exhaustivo demuestra dos realidades hasta este momento negadas o pasadas por alto.
Aunque, tal y como era esperable a tenor de la etapa previa, predominaron las traducciones de la vertiente
racionalista, también existieron clásicos de la novela gótica más irracional que conocieron varias ediciones
y no solo El Monje de Lewis, con aquella adaptación de 1822, sino otros autores malditos como fuera el
caso de Ireland y su novela La abadesa, editada en reiteradas ocasiones. Bibliotecas y catálogos
demuestra además que el número de obras traducidas que se conocieron en aquel período fue, digámoslo
así, bastante abundante si se tienen en cuenta los datos generales de novelas publicadas y de un número
amplio de autores, ingleses, franceses e incluso alemanes.

Ann Radcliffe, verdadera baluarte del género en nuestro país y responsable del llamado gótico
racional, pero también sus seguidores, en Inglaterra, especialmente mujeres, Sophia Lee (The Recess, or
A tale of Other Times, 1785: El subterráneo o las dos hermanas Matilde y Leonor, 1795, 1817, 1818 y
1819), Elisabeth Helme (Louise or The Cottage on the Moor, 1787: Luisa o la cabaña en el valle: 1797,
1803, 1810, 1819, 1823, 1827, 1831, 1842), Harriet Lee (The Canterbury Tales, «The German’s Tales»,
1797-1805: El asesinato:1835), Regina Maria Roche (Children of the Abbey, 1798: Los niños de la
abadía o también titulada Oscar y Amanda o los descendientes de la Abadía: 1808, 1818, 1828, 1832,
1837, 1959 1868, 1872, 1880, 1882 y 1889), Clara Reeve (The Campion of Virtue, A Gothic Story, 1777: El
campeón de la virtud o El Barón Inglés: 1854), pero también hombres, como Harley (The Castle of
Mowbray. An English Romance, 1788: El castillo misterioso o el huérfano heredero. Novela histórica
inglesa: 1830, 1850), y en Francia, Pigault-Maubaillarcq (La Famille Wieland, 1809: La familia de Vieland
o los prodigios: 1818, 1826, 1830, 1839), Regnault-Warin (La Caverne de Strozzi, 1798: La caverna de
Strozzi: 1826, 1830 y Le Cimetière de la Madelaine, 1800: El Cementerio de la Magdalena: 1811, 1817,
1829, 1856 y 1878), P. Cuisin (Les Ombres sanglantes. Galerie funèbre de prodiges…, 1820 y Les
fantômes nocturnes, ou les terreurs des ocupables, 1821: La poderosa Themis o Los remordimientos de
los malvados, 1830 y Galería Fúnebre, 1831) o Mme. Guenard (Hélène et Robert, ou les Deux Perès,
1802: Elena y Roberto, o los dos padres: Novela francesa: 1818 y 1840 y Les Capucins, ou le Secret du
Cabinet noir, 1801: Los Capuchinos o el secreto del gabinete oscuro: 1837, 1884). Sin olvidar tampoco
los responsables del impulso «irracional», Lewis (The Monk, 1796: El fraile o historia del padre Ambrosio
y de la bella Antonia 1821, 1869, 1970) e Ireland (The Abbess, 1799: La Abadesa o las intrigas
inquisitoriales: 1836, 1837, 1838, 1848 y 1854), pero también Horsley (Ethelwina; or, The House of Fitz-
Auburne, 1799: Etelvina o Historia de la baronesa de Castle Acre: 1806, 1842, 1843), o el alemán
Zschokke (Abällino, der grosse Bandit, 1794: Abelino, o El gran bandido: 1800,1802).

El estudio de las mismas revela que estas no pueden considerarse como meras traducciones.
Sufrieron un profundo proceso de adaptación que se manifiesta en las páginas iniciales, a través de
prólogos, advertencias o introducciones, en los que sus nuevos autores justifican y prestigian su obra,
adaptándola a los preceptos teóricos de moralidad y verosimilitud y a las exigencias del decoro y la cultura.
La novela renace así y es leída desde una nueva perspectiva, pero mantiene intacta, por otro lado, la
sensación constante de terror, que no era sino aquella que el público demandaba, aunque adaptada esta
a nuestra realidad, diferente a la de sus países de origen. El conjunto de traducciones deben considerarse,
por derecho propio, obras originales que han de pasar a englobar el catálogo de producción gótica
española. Lo demuestra no solo el estudio de los prólogos, aunque estos sean la clave de la nueva
interpretación, sino el análisis de las particularidades internas de las novelas. Obras originales, en tanto
que adaptan y reconsideran las primitivas fuentes, desde unos objetivos iniciales hasta convertirlas en
novelas de terror ejemplarizante. A pesar de fundamentarse en unas novelas origen de otros autores y
producidas con otros objetivos, todas traspasan los límites de aquellas en aras de una nueva pretensión
y con el convencimiento de saberse, sus adaptadores, autores de las mismas.

El éxito de las traducciones animó a un puñado de escritores nacionales a aventurarse en la difícil


tarea de escribir novelas góticas. La tercera de las etapas recoge, así, un conjunto no excesivamente
amplio, pero sí lo suficientemente revelador, de obras que pueden ser calificadas, sin duda alguna, como
novelas góticas. Esta clasificación supone una revisión de otras anteriores. En un momento literario en el
que los géneros estaban aún definiendo sus parámetros y fijando sus límites, la gran perdedora fue la
novela gótica, que vio como las obras que habían sido escritas bajo su fórmula recaían en géneros
cercanos como la novela histórica y la novela sentimental. Aunque es cierto que existen vínculos con
estas manifestaciones, provocados, en gran medida por los recelos de sus autores y el desprestigio de
nuestra novela, un análisis profundo y apoyado en la fórmula de la novela gótica, demuestra otra realidad.

Encontramos además, los dos impulsos que escindieron el género en dos vertientes opuestas pero
complementarias en su origen: la racional terrorífica que buscar el miedo, escondido tras los pliegues de
la veracidad histórica, y la irracionalista que abandona el componente sobrenatural, que se recrea en el
placer del horror, que da rienda suelta a la monstruosidad y que juega con la angustia y el sufrimiento a
través de una lección moral bastante debilitada. A pesar de que en las traducciones predominó la vertiente
racional y conservadora, desde el prólogo sobre todo, los escritores españoles prefirieron recrearse,
basándose en el gusto clásico de los lectores y ayudados por leyendas, historias o acontecimientos del
pasado, y deleitar al lector a través del horror más desmesurado, dentro de la corriente irracionalista que
explora la maldad humana en su vertiente más depravada. El número fue mayor, el horror mucho más
intenso.

En definitiva, estas líneas sirven para constatar que existió una novela gótica unida a una conciencia
de género en nuestro país, en las últimas décadas del Antiguo Régimen; importada, es cierto, pero
asumida como propia. La novela gótica española no pudo surgir como una eclosión repentina, no se creó
ex nihilo, se adoptó como herencia y pasó a convertirse en patrimonio universal; lejos de las coordenadas
en las que nació, debió ajustarse y obedecer a una serie de leyes de causa y efecto. Toda este seria de
fenómenos y circunstancias complejas provocaron que, en muchos aspectos, nuestra novela gótica se
distanciara de las diferentes literaturas europeas, pero asumió otros elementos del más puro origen
español que, a modo de retoques, vinieron a enriquecer el género.

En la literatura española se traspasa el modelo inicial, es cierto, pero se recompone


posteriormente, siguiendo unos parámetros vinculados al contexto extraliterario. Bajo esta nueva literatura
gótica española subyace la idea de aunar y no enfrentar lo tradicional y lo moderno, tal y como había
propuesto el propio creador del género, Horace Walpole, pero al mismo tiempo y en una obligada
evolución del propio género, vincular lo europeo a lo español. La narrativa, como toda manifestación
literaria y artística no es patrimonio de un país, evoluciona a través del contacto y de las interferencias
entre las diversas literaturas nacionales. La aportación de la ficción gótica a la historia de nuestras letras,
por tanto, no se reduce únicamente a los escenarios o al carácter de algunos personajes en unas cuantas
traducciones menores que pasaron de puntillas por el mercado editorial, que apenas alcanzaron a ser
leídas por unos cuantos atrevidos y que tan solo influyeron tímidamente en la novela romántica posterior.
Que estas palabras sirvan para arrojar luz y recuperar un período y un género olvidado y mal interpretado,
fundamental para comprender una línea de herederos que, aunque se materializaron especialmente en
las primeras manifestaciones románticas y tuvieron continuidad en el mundo naturalista de finales del
siglo XIX, puede rastrearse, como afirmamos al principio, hasta la actualidad.

Como un ánima errante, pues, en busca de su redención eterna, la novela gótica vuelve, una y otra
vez, a manifestarse esperando ocupar, en los anaqueles de la historia de la literatura, y ahora, más en
concreto, de nuestra propia literatura el prestigio que le viene siendo negado. Nuestra incruenta batalla
literaria entonces ha sido y será, en el futuro, la de tratar de dar satisfacción a aquellas sombras, arrojadas
al mundo de las letras por Horace Walpole y sus seguidores, y conseguir para ellas, al menos, un honroso
y merecido descanso.

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