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José

Ignacio Benavides

SPINOLA,
CAPITÁN GENERAL
DE LOS TERCIOS

De Ostende a Casal
Prefacio

José Ignacio Benavides no es el primer historiador que se concentra en la


persona de Ambrosio Spinola y su acción política, diplomática y militar en
Flandes. Conocemos el libro España, Flandes y el Mar del Norte de José Alcalá
Zamora o la biografía que le dedicó, hace ya más de un siglo, Antonio Rodríguez
Villa. Spinola figura también entre los protagonistas de los estudios de Bernardo
García García y de Patrick Williams sobre Felipe III y el Duque de Lerma.
La historiografía relativa al general de los archiduques parece bastante amplia,
pero, ¿se ha contado todo acerca de Ambrosio Spinola; tenemos elementos
suficientes para valorar adecuadamente su importancia y las consecuencias de su
presencia en los Países Bajos? Creo que no y que aún quedaban muchos aspectos
pendientes, por lo que, en todo caso, se imponía un nuevo análisis que englobase
y tuviese en cuenta los resultados de la investigación reciente.
Podemos felicitarnos porque José Ignacio Benavides se haya dedicado a esta
tarea. Y nos encontramos con un estudio hecho conforme a las reglas del arte. El
autor ha consultado una gran cantidad de fuentes procedentes de varios archivos,
conoce la literatura científica, la integra en su propio estudio y, sobre todo, nos
ofrece un texto sólido, sintético, escrito con gran claridad y maestría. El autor
sabe de qué habla.
La relevancia de este libro es evidente porque trata de varios asuntos, de varias
cuestiones que hasta ahora no habían recibido respuestas convincentes, como
conocer de qué manera se produjo la transformación de Spinola de confidente de
Felipe III en hombre de confianza de Alberto e Isabel. O la pregunta de cuál fue
exactamente su papel en los procesos de toma de decisiones durante el periodo
de gobierno general de Isabel (como, por ejemplo, respecto del asedio de Breda
en 1624-1625).
Spinola parece uno de esos personajes que a menudo conocemos, pero no
suficientemente. Uno de los méritos de este libro radica, pues, en que aborda una
serie de cuestiones que otros autores han evitado, ya que hacerlo habría supuesto
la consulta detallada de la documentación conservada, sobre todo, en el Archivo
General de Simancas y en los Archives Générales du Royaume de Bruselas. José
Ignacio Benavides no ha querido eludir ese desafío y se lo agradecemos
sinceramente.
RENÉ VERMEIR,
catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Gante
Prólogo. Late signa feret militiae tuae1

Con este ensayo biográfico he intentado rescatar la memoria de uno de los


personajes más señeros de la historia militar y política de España durante el siglo
XVII. En general solo se le conoce por el cuadro con el que Velázquez inmortalizó
la rendición de Breda, pero aparte de su gesto generoso hacia el vencido, poco
más parece haber quedado en el recuerdo; tampoco su retrato en otro de los
cuadros que ornaron el Salón de Reinos (La rendición de Juliers, de Jusepe
Leonardo) ha calado suficientemente como para acercarse a su figura. Hace algo
más de cien años, don Antonio Rodríguez Villa le dedicó una densa y trabada
biografía, pero el lenguaje ampuloso y decimonónico parece poco adecuado a las
tendencias actuales de la narrativa histórica. También resulta de interés por
proceder de un ilustre hispanista belga el trabajo que Joseph Lefèvre publicó en
1947. Posteriormente la vida de Spinola ha sido objeto de trabajos más
encaminados a una vulgarización simplificadora que a un análisis detenido de la
personalidad política y la acción militar de Spinola durante el primer tercio del
siglo XVII.
No parece fácil determinar con toda certeza los motivos que pudieron llevarle
a abandonar una vida cómoda de acaudalado banquero genovés, casado y con
hijos, para internarse en el laberinto de una guerra lejana que se arrastraba sin
solución aparente desde decenios antes. A principios del siglo XVII, en la
República de Génova, aliada tradicional de la Monarquía Hispánica, ¿qué pudo
empujar a Ambrosio Spinola a embarcarse en una peligrosa aventura en
Flandes? Que un hombre en la treintena, por lo que ya no cabe alegar un impulso
irreflexivo de juventud, abandonase la comodidad de su sólida posición social y
económica, empeñase su hacienda en una leva y su persona en una azarosa
marcha hasta los lejanos Países Bajos para implicarse en una guerra que distaba
de sonreír a la Monarquía Hispánica parece una decisión cuya explicación no
resulta fácil.
La rivalidad existente en Génova entre las casas de los Doria y de los Spinola
venía de lejos y no resultaba una novedad; desde finales del siglo, Giovanni
Andrea Doria venía disfrutando del prestigio que le confería ser el ministro
«continuo» y no «episódico» del rey de España y esto le permitía gozar ante la
población de una importancia que le situaba como la referencia inevitable en el
gobierno de la República. Pero los Spinola resultaban unos oponentes de talla,
pues tenían por sí solos más personajes de relieve y más bienes que los que
podían presentar juntos los Doria, los Grimaldi y los Fieschi. Pero cuando en
1596 Giovanni Andrea pretendió adquirir un palacio que había sido construido
por Nicolò Grimaldi, Ambrosio se opuso frontalmente, considerando que era a él
a quien le correspondía al haber sido edificado por su abuelo materno. El
enfrentamiento tuvo que dirimirse en los tribunales y la sentencia favorable a
Doria fue con toda probabilidad un motivo fundamental en la decisión de
lanzarse a la aventura de Inglaterra y de Flandes. Por todas esas razones
Ambrosio, descendiente de dos de las más importantes familias de banqueros y
comerciantes (los Spinola y los Grimaldi), bien hubiera podido presentar en
apoyo de su nombre suficientes elementos familiares, políticos y de fortuna
como para plantar cara a la prioridad de los Doria, hasta el punto de que, incluso
tras la muerte de Federico y sus dudas sobre continuar o no la guerra, bien habría
podido aspirar al primer puesto en Génova.
En estas condiciones, ¿pretendía solo ir en ayuda de su hermano Federico,
almirante de las galeras de Flandes? ¿Trataba de escapar a la preeminencia social
y económica de la familia Doria sobre el mundo genovés? ¿Buscaba una fama y
unos honores casi imposibles de alcanzar en Génova? ¿Le atraía la idea de la
invasión de Inglaterra? El hecho está ahí, cualquiera que fuese su motivación. Si
la aventura podía ofrecer fama y honores, ello tendría que ser al precio de
esfuerzos y penalidades sin cuento, con el riesgo de que su fortuna se resintiera
sin contraprestación adecuada y con lo que suponía el alejamiento físico de su
familia. ¿Valía la pena poner todo ello en peligro a cambio del honor de ser «el
general del rey»? Separarse de su familia, emplear su hacienda en reclutar tropas
en Italia y llevarlas hasta Flandes, tomar el mando del peliagudo asedio de
Ostende, aceptar un cargo que haría peligrar su vida y su fortuna… Todo resulta
incomprensible en quien no parecía estar llamado por el camino de la aventura,
sino más bien por el de una cómoda y ordenada vida bancaria que le habría
procurado, si no más emoción, sí, al menos, mayor tranquilidad y reposo.
El dilema que se le planteó a su llegada a los Países Bajos (la invasión de
Inglaterra o la guerra en Flandes; Felipe III o el archiduque) fue la primera señal
de las dificultades con las que tendría que enfrentarse durante años al verse
obligado a elegir entre la obediencia debida a las órdenes del rey o la necesidad
inmediata de hacer frente a la guerra y, también posteriormente, a la mala
voluntad que Felipe III mostró hacia sus parientes. Además tuvo que hacer frente
a los resquemores de los militares postergados en el mando y de los políticos que
no creían que un banquero sin experiencia militar pudiera ser capaz de resolver
el atolladero en que se debatían los Países Bajos desde los ya lejanos tiempos de
Felipe II.
Y si los éxitos iniciales (Ostende, Frisia…) parecieron dar la razón a quienes
esperaban que al músculo financiero se añadiría la habilidad militar, otras
acciones menos afortunadas (La Esclusa) alentaron críticas que, sin embargo, no
bastaron para mellar la confianza de Felipe III, que le hizo no solo depositario y
(previsible futuro ejecutor) de la Instrucción secreta de 1606 sino también de
otros encargos con los que soñaba conseguir la reversión de los Países Bajos a su
corona.
En la alternancia entre periodos de cautela y activismo dinámico a los que se
ha referido John Elliott, Spinola inició su aventura en un periodo de cautela que
corre desde 1598 (Paz de Vervins) hasta 1609 (Tregua de los Doce Años). Eran
momentos en que España —o, quizás mejor, Lerma— fue tomando conciencia
de la imposibilidad de luchar con todos al mismo tiempo y de la necesidad de
buscar un respiro. Cada vez resultaba más difícil encontrar hombres con los que
colmar las bajas de las tropas nativas formadas por españoles, italianos, valones
o borgoñones; y, además, la crisis económica y el recurso continuo a los
prestamistas hacía extremadamente complicado alquilar tropas mercenarias
cuando, en contra de lo esperado, los gastos en Flandes no habían disminuido.
Las motivaciones del pacifismo de Lerma no podían obviar estos condicionantes
y, a la detención de sus hechuras y la bancarrota declarada en 1607, se unía la
enemistad declarada de la reina y de la emperatriz viuda.
Pero la guerra de Flandes era un callejón sin salida y, pese a sus críticas
iniciales al archiduque y a las reticencias de Felipe III, Spinola terminó
compartiendo las ideas del primero hasta alcanzar la Tregua de los Doce Años.
Si el acuerdo permitía esperar una etapa de paz y reconstrucción de los Países
Bajos y, en consecuencia, reflotar la hacienda y reformar el ejército, el destino
guardaba una serie de sorpresas que hicieron que estos años se desarrollaran bajo
la sombra ominosa de las espadas: la crisis con Francia evitada tan solo por el
asesinato de Enrique IV, las planteadas en Alemania por la sucesión de los
Ducados de Cleves-Juliers, el estallido de la Guerra de los Treinta Años con el
colofón de la intervención en el Palatinado y, al fin del reinado, los debates sobre
la reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas.
Resultaba imposible ahuyentar el fantasma de la guerra. Los enfrentamientos
entre halcones y palomas (que no fueron rasgo exclusivo de la Monarquía
Hispánica) hicieron naufragar la utopía de la paz, sobre todo por la incapacidad
de Lerma para liberarse de la hipoteca italiana, cuyo epílogo, la Paz de Asti,
acabó obligando al valido a abandonar la escena política por la puerta trasera
amparado en su capelo cardenalicio. La presión de Oñate desde Alemania y de
Zúñiga desde su regreso a la corte acabaron impulsando a la monarquía a la
vorágine de la Guerra de los Treinta Años con lo que la multiplicación de
enemigos —los príncipes protestantes, Francia, las Provincias Unidas, los
mercenarios ingleses, los Grisones o la siempre latente amenaza del Turco—
hizo vano todo esfuerzo.
En el frente del norte, la siempre precaria salud del archiduque y los afanes del
rey para buscar la reversión del territorio cuajaron en la compleja maniobra
diplomática de obtener, en vida del primero, que las provincias obedientes
juraran fidelidad a Felipe III como futuro soberano. El éxito en esta gestión llevó
a Spinola a perder el sentido de la medida hasta el punto de pretender subrogarse
en las prerrogativas archiducales, enfrentarse con el responsable de la hacienda,
tratando de ser el único gestor de los fondos recibidos de España y transformarse
en una especie de deus ex machina que controlara el devenir político, militar y
económico de Flandes.
Los fallecimientos con escasos meses de diferencia del rey y del archiduque
Alberto modificaron radicalmente la forma en que Spinola había visto su misión.
Quedaban atrás los años en que, sobre toda otra consideración, era «el general
del rey» y su lealtad se volcó en sostener a la viuda archiduquesa Isabel Clara
Eugenia, ahora rebajada a simple gobernadora general —y no soberana—,
misión aceptada por obediencia al nuevo rey y por fidelidad a la Casa de Austria.
En la nueva etapa de la guerra, decidida por un rey al borde de la muerte y
confirmada por otro, joven e inexperto, se enfrentaron con crudeza las distintas
opciones de la guerra (ofensiva o defensiva, por tierra o por mar, de cerco de
plazas o de batalla abierta) y el asedio y toma de la simbólica Breda, tradicional
sede de la Casa de Nassau, fue la plasmación militar de este nuevo periodo, pero
apenas era más que el canto de un cisne moribundo.
Todos los esfuerzos resultaban inútiles y la guerra seguía devorando unas
vidas y un dinero que eran cada vez más escasos. En un intento desesperado de
la infanta por lograr los medios necesarios, Spinola viajó a Madrid para
enfrentarse a un crecido Olivares, imbuido de sus ideas y cerrado a admitir
cualquier contradicción, y a un inseguro Felipe IV, decidido a imponer su real
autoridad frente a todos los argumentos que se le pudieran oponer.
Tras meses de discusiones inútiles, infructuosas y agotadoras, Spinola fue
enviado a su pesar como plenipotenciario gobernador y capitán general de
Milán, con la vana esperanza de que hiciese el milagro de sacar a la monarquía
del avispero de la Guerra de Sucesión de Mantua en que la había implicado un
equivocado Olivares. Pero la partida se jugó con cartas marcadas, pues el
enemigo no era solo Francia, Saboya o Mantua. De forma más sutil Madrid y
Viena jugaron también contra Spinola y a la inesperada y traicionera anulación
de los poderes concedidos para hacer la guerra o firmar la paz se unió la
dolorosa noticia de la cobardía frente al enemigo de su hijo, en cuyo valor
militar tenía sus últimas esperanzas. Le habían arrebatado el honor, la reputación
y la salud. Ya no le quedaba más que recibir la muerte.
Bruselas, noviembre 2016
JOSÉ I. BENAVIDES,
embajador de España
1 «Llevaré lejos las banderas de tu guerra». Horacio, oda I, libro IV, verso 16.
PRIMERA PARTE:
DE LA GUERRA A LA PAZ:
EL GENERAL DEL REY
EL ESCENARIO DE FLANDES

Elevado en 1577 a la dignidad de cardenal (sin ser ordenado) el archiduque


Alberto de Austria desempeñaba desde hacía varios años el cargo de virrey en
Lisboa y en 1593 Felipe II le hizo venir a Madrid para asistirle en los trabajos de
gobernación. Dos años más tarde el fallecimiento inesperado del hermano de
Alberto, el archiduque Ernesto, gobernador general de los Países Bajos desde
1594 y que el rey había contemplado como futuro esposo de la infanta Isabel
Clara Eugenia, supuso un cambio radical en la situación, obligando a modificar
los planes tan cuidadosamente madurados por Felipe II. Mientras la guerra con
Francia y en los Países Bajos se eternizaba y el rey decidía el camino a seguir el
gobierno de los Países Bajos quedó encomendado a las capaces manos de Pedro
Enríquez de Acevedo (conde de Fuentes) secundado por Agustín Mexía como
maestre de campo.
La situación era muy compleja pues la monarquía se enfrentaba en Flandes
directamente con las Provincias Unidas y, de forma encubierta, con sus aliados
ingleses y franceses. El tablero en que se movían todos los peones estaba
surcado por las dos grietas fundamentales que dividían a Europa: la hostilidad
insalvable entre dos bloques religiosos y el enfrentamiento entre la potencia
hegemónica y los aspirantes a quebrar ese dominio.2 Felipe II tenía que resolver
además un doble problema: por una parte, tenía que encontrar una persona de
sangre real que pudiera ser nombrada gobernador general,3 y por otra parte
deseaba resolver el problema del matrimonio de Isabel Clara Eugenia tras la
decepción causada por las continuas evasivas de Rodolfo II y la muerte de
Ernesto. Quien reunía todos los requisitos era Alberto y el obstáculo de su
condición cardenalicia no parecía al rey una dificultad insalvable, pensando que
no resultaría difícil conseguir que el Papa aceptara una eventual renuncia.
La situación exigía una pronta decisión, pues la guerra con Francia continuaba
y a la toma de Doullens por Fuentes y de Cambrai por Mexía Enrique IV replicó
apoderándose de La Fère. El rey optó por la solución que le pareció más
evidente: el nombramiento de Alberto, cuyas primeras acciones militares
hicieron concebir esperanzas de imponerse a una Francia sacudida todavía por
los rescoldos de las guerras de religión, pero la firma de la Paz de Vervins,
escasos meses antes de la muerte del rey, supuso la devolución de las plazas
conquistadas y la quiebra de la política francesa de Felipe II.
La relación entre Alberto y el nuevo rey no podía ser fácil: Felipe III albergaba
un resentimiento cierto contra su primo, ya que el difunto rey le había confiado
funciones que el príncipe había sentido como un menosprecio a su persona y su
rango. No podía aceptar que un simple archiduque y no él, heredero de la
principal corona europea, presidiera la Junta y desempeñara funciones que le
correspondían a él. Y cuando a ello se unió la decisión de casar a Isabel con
Alberto y de cederles la soberanía de los Países Bajos, resultaba evidente que —
pese a su forzada aceptación— el príncipe Felipe no admitiría nunca de buen
grado tal amputación de su herencia. Por ello desde el principio de su reinado
trató de alejar de Bruselas a sus parientes buscando situarlos en otro lugar y
recuperar Flandes. Quizá no sea demasiado arriesgado considerar que las duras
críticas públicas contra el difunto rey y su forma de gobernar que fueron
toleradas en los primeros años del nuevo reinado, el restablecimiento del sistema
conciliar en la administración (pese a la rápida aparición del valimiento), o las
maniobras contra Isabel y Alberto, no eran sino manifestaciones de un deseo de
«matar al padre» por cuya personalidad siempre se había sentido dominado y
aplastado.
Felipe III se vio envuelto en una maraña de disyuntivas en las que el pacifismo
propugnado por el marqués de Denia4 tenía forzosamente que conjugarse con la
más que ruinosa situación de la hacienda. Francia era una amenaza permanente
tanto por su apoyo a los rebeldes holandeses como por su política agresiva en
Italia; las flotas inglesas y holandesas constituían un peligro militar y comercial
creciente, tanto en aguas europeas como coloniales; desde Irlanda, el conde de
Tyrone reclamaba ayuda en su lucha con la corona inglesa; y en Inglaterra los
católicos presionaban para que el futuro sucesor de Isabel I les asegurara el libre
ejercicio de la religión. Además el rey pretendía acrecentar su reputación
imaginando grandes operaciones en Irlanda, Inglaterra o África, añadiendo otras
tantas dificultades para que, ante la cruda realidad de la falta de fondos, la
Monarquía Hispánica pudiera encauzar sus prioridades. Pese a todas las
presiones, el Consejo de Estado consideraba imposible dejar de lado los Países
Bajos y, consciente de la necesidad de atender a su salvaguarda aunque estuviera
en manos de los archiduques, subrayaba que:
Conviene atender a la conservación de los Estados de Flandes con el mismo cuidado y veras que de
antes se hacía por ser el freno con que se enfrenta y reprime la potencia de los franceses, ingleses y
rebeldes cuyas fuerzas, si aquel escudo faltase, cargaría contra Vuestra Majestad y sus Reinos por
diversas partes, de que se seguirían mayores gastos de y daños.5

Como de costumbre, 1600 se anunciaba en los Países Bajos bajo malos


auspicios: cada vez resultaba más difícil conseguir que las letras de provisión
enviadas desde España fueran aceptadas y los negociantes retenían cantidades
crecientes que llegaban al 30 por ciento. Los holandeses, aprovechando que
Ostende estaba en sus manos, amenazaban Nieuport, Dunquerque y La Esclusa
tratando de «quemar las galeras que les dan mucha pesadumbre».6 Y a ello se
sumaba el grave problema militar y de orden público de los continuos motines
provocados por la falta de pagas: a los amotinados de Bommel (que entregaron
los fuertes de la isla a los rebeldes) se unieron otros en Diest y en Weert,
llegando a más de 4.000 hombres7 y a la entrega del fuerte de San Andrés en
manos enemigas.
Las galeras que daban tanta pesadumbre eran las que Federico Spinola
mantenía en el puerto de La Esclusa. Desde 1591 Federico había combatido en
los Países Bajos «sirviendo de aventurero»8 sin retribución, proponiendo la
formación de una escuadra de galeras en la costa de Flandes y rechazando los
cargos que se le ofrecían. Felipe III le autorizó en 1598 a llevar allí las siete
galeras de la escuadra de Santander, pero corriendo a su cargo un préstamo sin
interés de 100.000 ducados por un año y la obligación de formar un contingente
de 4.000 infantes y 1.000 jinetes (con sus víveres y municiones) destinado al
desembarco en Inglaterra. En 1601 Federico reiteró sus peticiones, pero esta vez
no solo se le pidió reforzar los efectivos con mil hombres y ocho galeras más,
sino que, si se estimara preciso, Spinola debía comprometerse a reclutar,
mantener a su costa y hacer desembarcar en Inglaterra un ejército de 10.000
infantes y 2.000 jinetes.
Los holandeses planearon atacar aprovechando la ventaja que suponía la
posesión de Ostende pero, al no poder llegar hasta allí, sus tropas, tuvieron que
desembarcar en Philippine (a unos 80 kilómetros al este del puerto) y Mauricio
de Nassau decidió atacar Nieuport contando con que si los motines
inmovilizaban las tropas españolas tendría las manos libres para avanzar por
tierra. Alberto reunió con grandes dificultades un ejército de 10.000 hombres y
marchó desde Gante hacia la costa para hacer frente al enemigo. El advocaat
Oldenbarnevelt, que acompañaba a Mauricio, había contado con excesivo
optimismo con que las poblaciones por donde pasaran sus soldados se pondrían
rápidamente de su parte, pero la realidad fue muy distinta y las tropas holandesas
se encontraron inmovilizadas cerca de Nieuport entre el mar bloqueado por las
galeras de Federico y la tierra por la que venía la reacción española.
En las Dunas de Nieuport9 se produjo el 2 de julio de 1600 un enfrentamiento
que se saldó con la seria derrota de las tropas albertinas y el triunfo pírrico de
Mauricio. La caballería holandesa (compuesta en parte por amotinados de las
tropas españolas) arrolló a la española, mandada por el almirante de Aragón, y
atacó a la infantería, que fue destrozada pese a que hasta entonces había luchado
con ventaja. La victoria fue amarga para Mauricio, que perdió cerca de 2.000
hombres. Uno de sus mejores oficiales, el inglés sir Francis Vere, fue herido. En
el lado español murieron muchos capitanes y otros —entre los que figuraba el
propio almirante— fueron hechos prisioneros. El mismo archiduque luchó con
gallardía y «ganó reputación» (como escribió el embajador Zúñiga al rey): su
caballo fue derribado, estuvo a punto de ser capturado y fue herido en la forma
en que la infanta describió con orgullo al referirse a la batalla: «Ha ganado tanta
reputación con haber peleado con su persona como lo ha hecho… me he holgado
de que la herida que sacó fue de cuchillada, pues se ve por ella que peleó por sus
manos y no con arcabuz de lejos, sino con su espada».10
El resultado de la batalla puso de relieve los fallos del archiduque y su estado
mayor, pues solo la intervención de las galeras de Spinola permitió disminuir el
fracaso al obligar a Mauricio a replegarse. Años después el almirante, tras su
forzado regreso a España, trató de rehuir su responsabilidad, asegurando en su
versión de los hechos que, cuando sus soldados luchaban con éxito, tuvo que
acudir en auxilio del archiduque, que se encontraba en situación comprometida,
con lo que su caballería rompió la formación provocando el desastre.11
La primera consecuencia de la derrota fue que Madrid tratara de acelerar el
envío de provisiones y hasta pareció que el rey estaba dispuesto a conceder
mayor apoyo a un archiduque que subrayaba cuán «apretadas quedan aquí las
cosas con estos sucesos»,12 pero el fracaso provocó un alud de críticas contra
Alberto como general de unas tropas que en su gran mayoría eran pagadas con
cargo a las provisiones enviadas desde España. Pero los primeros buenos deseos
se desvanecieron como un espejismo y pronto se empezó a discurrir sobre la
conveniencia de situar al lado de Alberto un «segundo» que cubriera sus
deficiencias militares El descabezamiento de la cúpula militar en Flandes y la
situación en Italia —donde la guerra de Saluzzo impedía el envío de hombres o
provisiones— se conjugaron para que el tema se planteara con toda crudeza y se
estudiaran posibles candidatos, aun a sabiendas de que tal medida supondría de
hecho arrebatar el mando al archiduque y asestar un duro golpe a su reputación.
El veneciano Contarini informaba a su Senado de que el sentimiento imperante
era la decepción y que el rey y el Consejo de Estado se planteaban seriamente si
Alberto era la persona adecuada para regir los destinos de los Países Bajos, hasta
el punto de que le parecía que «solo el amor de la hermana es quien le sustenta».
Como, a diferencia de la victoria, la derrota suele tener tan solo un padre,
aumentó en el Consejo de Estado (donde el archiduque distaba de ser bienquisto)
la crítica de los convencidos de que Alberto no estaba a la altura de las
circunstancias y era imperativo encontrar alguien capaz de dirigir el ejército en
las condiciones deseables para la monarquía. El Consejo tuvo que reconocer que
«aunque ha recorrido la memoria de todas las [personas] que hay en España y en
Italia no halla ninguna en quien juntamente con la grandeza concurra la plática y
experiencia que se requiere para gobernar ejército», por lo que finalmente se
inclinaba por proponer que se enviase «otra persona de mucha calidad, valor y
prudencia que asista al Señor Archiduque y en ocasión de necesidad gobierne al
ejército, porque si Dios no hubiera librado a Su Alteza quedaran la Señora
Infanta y aquellos Estados tan expuestos al último peligro cuanto se deja
considerar».13
Para los miembros del Consejo no parecía haber ninguna persona adecuada
entre los belgas para ostentar el mando y por ello se sugería el envío de «algún
hijo de Grande» (mencionando incluso al duque de Alba «a causa de la
reputación que adquirió su antepasado») insistiendo en que el elegido debía
mandar el ejército y asistir a la infanta en caso de accidente del archiduque. Pero
al propio tiempo se consideraba que estas dos funciones no podían ser
desempeñadas por una sola persona, por lo que se aconsejó que se cubriesen los
puestos vacantes de mayordomo de la infanta y de general de la caballería. A
nadie en el Consejo se le escapaba que ello supondría una afrenta para el
archiduque, pues «tratar de esto ahora podría ser de algún disgusto al Señor
Archiduque tras la ocasión pasada, porque por ventura pensaría que acá se
entiende que hay necesidad de darle ayo…»,14 pero tal consideración no parecía
suficiente a los miembros del Consejo para impedir adoptar tal decisión.
Había que tener en cuenta otra dificultad para nombrar un general de la
caballería: como el almirante estaba prisionero en La Haya, la designación de
alguien para ocupar ese cargo planteaba un problema protocolario y moral. Fue
la infanta quien salió en defensa del almirante afirmando que «en lo que le tocó
hizo su deber y se perdió honradamente, y así me parece que siendo esto y un
hombre como el Almirante que no será justo proveer su cargo estando él preso
sin que mi hermano le haga alguna merced».15 Al menos para salvar las formas
era necesario sondear la opinión de Alberto, que, por mucho que se le criticara,
era el jefe supremo del ejército y no parecía inclinado a quedar en segundo lugar.
Parecía lógico explorar su ánimo antes de tomar una decisión y saber si aceptaría
semejante tutela, La infanta defendió la necesidad de que se le consultase
afirmando que «ha hecho muy bien mi hermano en no resolverse sin saber el
parecer de mi primo porque no es eso lo que cumple a su servicio de ninguna
manera… me parecía que era mejor… que la caballería se encomendase a
persona que en caso que mi primo, por algún achaque, no pudiese salir en
campaña se le encomendase el ejército… aunque he pensado harto no hallo
ninguna a propósito…».16 En un primer momento Alberto consideró que hacer
un nombramiento sin contar con su opinión sería una afrenta a su honor, y
rehusó dar una respuesta, por lo que la delicada gestión fue encomendada a
Zúñiga. Cuando el embajador informó que «[Alberto] hacía mucho tiempo que
lo deseaba, pero que no había tratado de ello porque no hallaba, aunque lo había
pensado, persona a propósito»17 es fácil colegir la perplejidad que debió de
producirse en la corte. Más tarde, Alberto manifestó a Lerma su acuerdo de
principio con que se llevara a cabo tal nombramiento, con la condición de que
previamente se concediera una merced al almirante, pero reconociendo las
dificultades que encontraba para formular una propuesta concreta prefirió dejar
la decisión final en manos del rey.
2 C. H. Carter, The Secret Diplomacy of the Habsburgs, 1598-1625, p. 39.
3 Conforme a la Paz de Arras (1579), los gobernadores generales de los Países Bajos tenían que ser
príncipes de la sangre, por lo que los gobernadores que no lo eran ejercían el cargo con el título «ad
interim», si bien disfrutaban de todas las facultades inherentes al mismo.
4 El ducado de Lerma le fue concedido por el rey el 11 de noviembre de 1599.
5 Archivo General de Simancas (AGS), Estado, 2023, Consulta del Consejo de Estado (CCE), 21 marzo
1600.
6 A. Rodríguez Villa (ed.), Correspondencia de la Infanta Archiduquesa Doña Isabel Clara Eugenia de
Austria con el Duque de Lerma, Isabel a Lerma, 28 de mayo de 1600.
7 G. Parker, El ejército de Flandes y el Camino Español. 1567-1659, p. 292.
8 AGS, Estado, 621, Memoria de Federico Spinola desde Flandes, sin fecha.
9 Un completo análisis de la batalla se encuentra en J. Albi, De Pavía a Rocroi.
10 La Infanta a Lerma, 12 de julio de 1600.
11 La Infanta a Lerma, 12 de julio de 1600.
12 Biblioteca Nacional (BN), Sala de Manuscritos. I 131, fº. 140, Alberto a Lerma, 13 de julio de 1600.
13 AGS, Estado, 617, CCE «Sobre las personas muy cualificadas de las que se podría echar mano para
escoger de ellas la que propuso a Vuestra Majestad convendría existiese en Flandes para en caso de falta o
impedimento del Señor Archiduque», 13 de agosto de 1600.
14 AGS, Estado, 617, CCE, 13 de agosto de 1600.
15 La Infanta a Lerma, 17 de agosto de 1600.
16 La Infanta a Lerma, 24 de octubre de 1600.
17 AGS, Estado, 620, Zúñiga a Felipe III.
LLEGADA DE SPINOLA A FLANDES

Enfrentado con la grave situación militar y pese a la escasa atención que había
concedido a las peticiones de Federico Spinola, Alberto no tuvo más remedio
que reconocer la importancia de la ayuda que le prestaban sus galeras y Felipe
III convocó al almirante para completar la información facilitada por Rodrigo
Niño. Pese a que la intervención de Federico no había conseguido evitar la
derrota en Las Dunas, era evidente que sus galeras revestían una importancia de
primera magnitud, por lo que el rey y el Consejo de Estado las consideraron
elemento primordial para la nueva empresa de Inglaterra y Federico volvió a la
corte renovando sus ofertas anteriores. El rey y el Consejo de Estado
comprendieron la importancia de esta fuerza naval y, siguiendo los consejos de
Zúñiga,18 se aceptó la propuesta de creación de una nueva escuadra de mayor
potencia reviviendo así el proyecto de utilizar los Países Bajos como rampa de
lanzamiento para la invasión de Inglaterra. La situación parecía favorable, pues
en Londres preocupaba el deterioro de la salud de su soberana y la población —y
la mayor parte de los políticos— ignoraba que el poderoso secretario Robert
Cecil trabajaba ya bajo cuerda para que el rey de Escocia —Jacobo VI—
ocupara el trono inglés (pretensión que en 1587 había costado la cabeza a su
madre, Mary Queen of Scots).
Para el rey, la escuadra de Flandes permitía perseguir el doble objetivo de
hacer frente a la amenaza de las naves holandesas que campaban a sus anchas
frente a las costas flamencas y, sobre todo, de transformar en realidad el proyecto
de lanzar una nueva empresa de Inglaterra para la que las galeras servirían de
cabeza de puente con el propósito de «ganar uno, dos o más puertos en aquel
reino y fortificarlos, defenderlos y hacer pie en ellos para desde allí proseguir y
hacer la guerra y toda la ofensa y daño a la reina y a todos los herejes y
enemigos que en aquel reino son… y recibir debajo de la protección y amparo de
Su Majestad a los fieles y católicos cristianos».19
La decisión fue aumentar las tropas fijadas antes en 4.000 infantes y 1.000
jinetes que, si fuera necesario, se elevarían hasta 10.000 infantes y 2.000 jinetes.
Federico aceptó las condiciones comprometiéndose a hacer las levas necesarias y
desembarcar las tropas en Inglaterra, todo ello por su cuenta, a cambio de la
promesa de ser reembolsado de sus adelantos en las condiciones que determinara
el Consejo de Hacienda. Como Federico era ya acreedor de una elevada suma y
seguía mostrando gran desinterés, el propio Consejo propuso al rey que se le
concediera un hábito y encomienda y el título de capitán general de las galeras a
su cargo.20 En esta ocasión el Consejo demostró una cierta tacañería al sugerir
que ese título sería efectivo solamente «durante el tiempo que [las galeras]
residieran en Flandes», mezquindad que constituye un precedente de las
discusiones en las que años después, con ocasión de la guerra del Palatinado, se
examinó la petición de Ambrosio de que se le concediese el título de capitán
general.
Dado que la situación de la hacienda no permitía dispendios, y pese a la
concesión del título de capitán general, el genovés partió sin solución para lo que
se le adeudaba y zarpó del Puerto de Santa María con sus nuevas galeras,
teniendo que enfrentarse con barcos ingleses al costear Portugal. De nuevo fue
llamado a Valladolid y, tras entrevistarse con el rey y con Lerma, se trasladó a
Santander, desde donde llegó en octubre al Canal de La Mancha; al doblar la
península de Bretaña se enfrentó con barcos ingleses y holandeses que,
alarmados por la nueva fuerza naval, trataban de cortarle el camino y destruirla
antes de que pudiera alcanzar sus bases. Al encuentro se añadió una terrible
tormenta que dispersó la escuadra de Spinola, que, pese a las pérdidas y a los
combates, logró alcanzar Dunquerque y refugiarse más tarde en La Esclusa.
La situación se complicaba cada vez más, angustiando a los archiduques
apenas un año después de su entronización como soberanos; la propia infanta
Isabel reconocía que se encontraban en «el mayor aprieto desde que hemos
venido»,21 palabras que viniendo de mujer tan animosa y que tantas cosas había
visto en los años en que sirviera a su padre de secretaria y confidente, equivalía a
admitir que era una encrucijada crítica para el mantenimiento de los Países Bajos
en la obediencia de los archiduques y en la observancia de la religión.
Las tornas se volvían en tierra contra las tropas de los archiduques: Mauricio
de Nassau ocupó en agosto Rheinberg (cuyo valor estratégico permitía el control
de la navegación fluvial) y puso sitio a ‘s-Hertogenbosch (el Bolduque
español)22 aunque, tras dos meses infructuosos, ante la llegada del socorro
español renunció al asedio para no dejar inmovilizadas a sus tropas, pero ello no
le impidió saquear la zona del Luxemburgo. Aunque estas operaciones no
deberían haber supuesto un problema insoluble, Alberto tomó a consecuencia de
las mismas una decisión arriesgada, que se transformaría en el elemento
principal de las siguientes campañas: el asedio de Ostende. La ciudad, dotada de
un puerto importante y bien defendido, se hallaba en manos holandesas y era una
daga clavada en el corazón de los Países Bajos, pues desde allí no solo se podía
hostigar a los barcos españoles, sino que además constituía una puerta abierta
para recibir las tropas y bastimentos que permitieran atacar los territorios
obedientes.
Para el archiduque no cabían términos medios y solo contemplaba la situación
como un dilema entre llevar a cabo una guerra con el apoyo total del rey o
conseguir la paz (puesto que en su opinión una tregua no serviría más que para
perpetuar el estado de guerra). Pero esta forma de entender la situación era mal
vista por el Consejo,23 donde se le acusaba de pretender procurar la marcha de
los extranjeros (los españoles) de los Países Bajos, quedarse con los recursos
económicos necesarios para mantenerse allí y llegar a un acomodo con Inglaterra
y Francia. Para el Consejo todo demostraba que la presencia de los archiduques
en Flandes no había supuesto ni utilidad ni ahorro y, salvo que abdicasen y se
nombrara gobernador general al conde de Fuentes, había que prever para el
futuro que, a falta de un general de la caballería, se nombrara a alguien que
desempeñara el cargo de mayordomo de la infanta.
La decisión tomada por Alberto fue considerada como un tremendo error cuyo
buen término era más que dudoso y cuyas consecuencias parecían muy difíciles
de predecir. Resultaba demasiado arriesgado pretender tomar una plaza bien
amurallada, protegida por tropas holandesas e inglesas mandadas por Vere, que
podían recibir socorros sin dificultad por el canal que la unía con el mar, y la
ocupación por las tropas españolas parecía casi imposible. Asediar una plaza que
podía ser socorrida por mar tan fácilmente tenía como corolario inevitable dejar
desguarnecido el resto del territorio de los Países Bajos, que quedaría a merced
de un ataque de los ejércitos de Mauricio. Alberto parecía ignorar que ni siquiera
un soldado de tanta valía como el duque de Parma se había decidido a emprender
tal asedio vista la dificultad de impedir la llegada de socorros a la ciudad; y
tampoco parecía considerar la necesidad, para tener una cierta garantía de éxito,
de disponer de una fuerza superior a la que podía poner en orden de batalla. Para
muchos no cabía duda de la temeridad de la decisión de Alberto, y de ahí a
considerar que se trataba de un intento desesperado de contrarrestar las críticas
tras el fracaso de Las Dunas no había más que un paso. Y en las Provincias
Unidas existía un sentimiento de escepticismo acerca de la posibilidad de un
asedio esperando que los repetidos motines (en Maastricht, Bergas y otros
lugares) imposibilitaran la decisión.
En la corte la operación se vio con tal recelo que, para reparar lo que se
consideraba una equivocación mayúscula, se pensó en enviar a Juan Fernández
de Velasco, condestable de Castilla y duque de Frías, para que se hiciera cargo
de la guerra en Flandes y así poder «hacer pasar» a los archiduques a Borgoña
(con la consiguiente pérdida de su reciente soberanía). Pero una vez adoptada la
decisión del asedio, por parte católica se llevó a cabo una operación de
intoxicación para hacer creer que los objetivos podrían ser Vlissingen o
Gertruidemberg.
Nada menos que en febrero de este año, Felipe III ya se había apresurado a
prever la situación de la infanta «para el caso de que enviudare»24 y enviaba
instrucciones sobre esta eventualidad al embajador. Conscientes los archiduques
de la fragilidad de su crédito en la corte y de los muchos adversarios que por
interés personal o por congraciarse con el rey, se iban aglutinando allí,
consideraron necesario enviar un mensajero que expusiera «a boca» los peligros
de la situación. El enviado para esta misión, que se extendió desde septiembre de
1601 a abril de 1602, fue Rodrigo Niño y Lasso, quien presentó una memoria en
la que se aconsejaba buscar una suspensión de armas. Aunque la propuesta fue
detenidamente examinada por Felipe III y por el Consejo de Estado, el rey no
estaba dispuesto a aceptar las ideas de sus parientes. Consciente de su autoridad
y vistos los escasos resultados que para la reputación y la hacienda había dado la
cesión de los Países Bajos, aprovechó para insistir en su propósito de arrebatar el
mando del ejército a Alberto: puesto que la hacienda real financiaba la casi
totalidad de las tropas, consideraba su derecho disponer sobre ello: «Mírese si el
esfuerzo que se ha de hacer para reducirlos [a los rebeldes] a lo menos a la
suspensión de armas se haría más adecuadamente por otra mano que la del
Archiduque y con menos costo».25 Tal era, pues, el sentimiento imperante en la
corte y en él se mezclaban la renuencia real a aceptar la cesión de los Países
Bajos y la desconfianza de los ministros acerca de las cualidades militares del
archiduque.
Pese a todas las críticas Alberto puso sitio a Ostende en septiembre, iniciando
un problema que era previsible que costaría muchas vidas, ríos de dinero y
posiblemente pérdida de reputación. Mientras su artillería batía los muros y los
soldados intentaban cegar los fosos para poder atacar de cerca, Bucquoy trató de
construir un dique al este de la plaza para emplazar su artillería e impedir la
entrada de barcas holandesas por el canal principal, pero sus esfuerzos se vieron
dificultados por el cañoneo holandés y las crecidas del mar. Pocos meses
después, uno de los principales soldados que servían en Flandes, Agustín Mexía,
se mostraba tan pesimista sobre las posibilidades de éxito que estimaba más
razonable —por si al final hubiera que decidir levantar el sitio— no acometer la
construcción de fortificaciones de asedio y dejar la situación tal como estaba al
presente, y si más adelante se dieran mejores condiciones se podría volver a
sitiar la plaza. Por su parte, el embajador Baltasar de Zúñiga, muy crítico sobre
la situación del ejército, por las renuencias belgas y la escasez de soldados
españoles, también era escéptico sobre el resultado y, como muchos mandos,
pensaba que lo más conveniente era una retirada paulatina. Incluso los propios
belgas pedían el abandono del sitio, temiendo que, desprovista de tropas la
mayor parte del territorio, los Países Bajos pudieran ser presa fácil de las tropas
holandesas. Para añadir mayor complicación, a finales de año y ante el asalto
que se anunciaba, Vere se manifestó dispuesto a parlamentar enviando a dos de
sus oficiales al campamento español y recibiendo en Ostende a dos españoles,
pero apenas habían comenzado las conversaciones los holandeses lograron hacer
entrar en el puerto tres naves con refuerzos y el comandante inglés rompió la
negociación.
Tal era el escenario que encontró Ambrosio Spinola en los Países Bajos tras
haber partido de Italia en mayo con los 8.000 soldados que había reclutado ante
la negativa del conde de Fuentes de proporcionarle soldados españoles. El estado
de salud de los recién llegados era preocupante y lo peor era que el de las tropas
que ya estaban en los Países Bajos no era mucho mejor. El estado sanitario de las
tropas no era el único problema, sino que, para colmo de males, a la escasez de
soldados españoles e italianos (cuya presencia se venía reclamando inútilmente)
vinieron a sumarse los motines por falta de pago que harían clamar a la infanta
que «ya no hay vergüenza en el mundo».26 Por desgracia ni los esfuerzos de
Alberto ni las cartas de la infanta a Lerma encontraban eco en la corte y el
Consejo de Estado se sometía de nuevo a los deseos de Felipe III de eliminar a
Alberto, insistiendo en la conveniencia de enviar «un español principal y soldado
que no solo descargue al Archiduque de la ocupación y el trabajo de la guerra y,
si falleciera, asistiera y sirviera a la Serenísima Infanta… pero conviene además
de ser persona principal y soldado sea a satisfacción de Su Alteza».27
Además del intento de cambiar el mando de las tropas, al rey le parecía que la
ocasión era propicia para impulsar la candidatura de la infanta a la corona de
Inglaterra. La edad y los achaques de Isabel I y la falta de sucesor directo
permitían a Felipe III revivir la pretensión de su padre. Con esta maniobra
esperaba lograr el doble objetivo de recuperar los Países Bajos y atender las
peticiones de los católicos ingleses que le reclamaban insistentemente que
apoyase un candidato que les asegurase la libertad religiosa tras los duros años
pasados bajo una reina excomulgada por el Papa. Estos cálculos le impulsaron a
actuar, no ya simplemente a espaldas de sus parientes, sino incluso en su contra
como lo prueban las instrucciones a Zúñiga:
Me he resuelto de nombrar a mi hermana y que, por todos los medios decentes y confidentes, se
procure que suceda en aquella corona así por haberme propuesto los católicos su persona como por ser
la más conveniente elección para el fin que se pretende… por las grandes partes y virtudes que
concurren en mi hermana y añadirse a ello el derecho que tiene a la sucesión de aquella corona, de lo
cual he dado cuenta a Su Santidad.28

En las discusiones del Consejo de Estado resuenan dos temas recurrentes que
reflejan las preocupaciones del rey: en primer lugar el deseo de retirar el mando
militar a Alberto, convencida la corte de que sus dotes militares estaban muy
lejos de garantizar el éxito, y en segundo lugar la vigilancia permanente de la
salud del archiduque. No era un secreto que Alberto sufría de la gota, pero
cuando se piensa que, pese a todas las noticias que durante años le dieron poco
menos que por muerto, vivió hasta 1621, no parece exagerado pensar que en el
rey pesaba más su ambición de recuperar los Países Bajos que el cariño —o la
simple caridad— que debería haber sentido por sus parientes. A lo largo de los
años el rey se refirió repetidamente al fallecimiento de Alberto como si fuera su
obsesión, y que fue inútil, ya que, ironía del destino, fue él quien le precedió en
la tumba.
¿Qué es lo que pudo mover a Ambrosio Spinola a decidirse por acudir a
Flandes con tropas alistadas por él en Italia? Su hermano Federico continuaba
con el proyecto de invasión de Inglaterra, que implicaba apoderarse de dos
puertos en la isla y enviar hasta allí tropas y aprovisionamientos para disponer de
una cabeza de puente fija, evitando así los problemas planteados en anteriores
proyectos. Pero como de costumbre la falta de fondos era el principal obstáculo
para todo intento. Fue esa carencia lo que impulsó principalmente a Ambrosio a
financiar la empresa, pero con la condición de ostentar el mando de las fuerzas
terrestres y de esta forma el banquero comenzó su transformación en soldado,
aunque también es posible que así pretendiera escapar de la aplastante influencia
de la familia Doria en Génova.
La misión de los Spinola en Flandes se veía de modo muy diferente por Felipe
y por Alberto. Para el rey el objetivo principal de la fuerza naval de Federico y
de la infantería de Ambrosio era la invasión de Inglaterra (con la posibilidad
añadida de que Isabel y Alberto accedieran a aquella corona y también recuperar
los Países Bajos). Por el contrario, para el archiduque, al no haber enviado el
conde de Fuentes desde Milán las tropas de ayuda como se le había ordenado, no
cabía más esperanza que servirse de los Spinola como instrumento para hacer
frente al enemigo holandés y, una vez alcanzada una suspensión de armas o una
tregua larga, negociar con las Provincias Unidas e intentar reafirmar su
soberanía. Las ideas de Alberto distaban por tanto mucho de los propósitos del
rey que ordenaba en secreto al embajador que las galeras y los infantes, más las
tropas valonas y alemanas que había que reclutar, se destinaran a la misión con
la que soñaba.29 El archiduque recibió órdenes tajantes que le dejaban sin
margen de maniobra para que destinase a tal uso la fuerza militar de los dos
hermanos y facilitara las levas.30 Sin embargo, cuando Ambrosio se presentó
ante él comunicándole que sus instrucciones eran que sus soldados no fueran
utilizados hasta que llegaran las galeras y se formara la fuerza expedicionaria, el
archiduque consiguió convencerle de que la gravedad de la situación impediría
tanto la defensa frente a los ataques del enemigo como la continuación del sitio
de Ostende. Por no hablar del sueño de Inglaterra.
Como informaba Zúñiga, el archiduque no estaba inclinado a concluir una
tregua y no tenía más remedio que intentar justificar el quebrantamiento de las
instrucciones reales invocando que «hallándose el enemigo en campaña con tan
poderoso ejército… ha sido más que necesario y forzoso valernos de dicha gente
para incorporarla luego que llegó a estos Estados con la demás del ejército que
se ha podido juntar en Brabante para oponerse al enemigo».31 Contrariados sus
deseos, el rey tuvo que renunciar al plan de invasión y ordenar a Ambrosio que
«asistáis al Archiduque mi tío dónde y cómo os lo ordenare»32 y asegurar a
Zúñiga que lo había hecho «por el amor que tengo a mis hermanos y lo mucho
que deseo su conservación y autoridad».33 De esta forma Spinola acabó
cediendo a los ruegos del archiduque y se reunió en Diest con las tropas que se
encontraban en Brabante bajo el mando del almirante de Aragón (ya liberado de
su prisión en La Haya) aunque mantuvo su propio mando sobre las tropas que
había traído de Italia.
La campaña de Mauricio había colocado a los Países Bajos en situación muy
delicada, ante la que el almirante se limitó a tímidos movimientos de tropas y a
atrincherarse en Tirlemont, en espera de acontecimientos mientras Mauricio
aprovechaba para asediar Grave, que, tras un frustrado intento por levantar el
sitio, en septiembre, seguía en manos holandesas y el almirante se encaminó al
país de Lieja donde la caballería amotinada se pasó al enemigo. Ante estas
nuevas pruebas de incapacidad militar, el archiduque se vio obligado a retirarle
el mando y el rey le ordenó que regresara a España.34
Por fin llegaron los restos de la flota que Federico traía desde España y de la
que, tras el enfrentamiento con barcos ingleses y holandeses, se habían perdido
dos galeras por una violenta tempestad. Tres naufragaron en los bajíos de la
costa y una pudo refugiarse en Calais (donde los franceses liberaron a la chusma
y despojaron a los soldados). Aunque Zúñiga alegó que las circunstancias
impedían prestarle ayuda, Federico intentó recomponer su flota tratando de
armar hasta doce galeras con las que estaba dispuesto a hacerse inmediatamente
a la mar. La situación coincidía con las órdenes del rey enviadas a fines de año
para dar nuevo ímpetu al proyecto de invasión de Inglaterra. La merma sufrida
por las tropas que acompañaran a Spinola desde Italia obligaba a reforzarlas y se
ordenó al archiduque que colaborase en la organización de levas para llegar a
20.000 infantes y 2.000 jinetes, a los que debía facilitar un tren completo de
artillería así como las municiones y los bagajes necesarios para la operación,
pero dolido por no haber sido informado antes de tales planes, no solo
obstaculizó la realización de las levas, sino que escribió al rey criticando el
proyecto, lo que motivó una seca llamada al orden del monarca conminándole a
la ejecución inmediata de lo prescrito.
En estas condiciones no es de extrañar que la campaña de 1603 comenzase
bajo muy malos auspicios. En Hoogstraten no solo persistía un grave motín, sino
que los amotinados (cuyos desmanes anteriores les hacían temer un serio
castigo) se pasaron al campo rebelde, permitiendo a Mauricio asediar Bolduque
que fue salvado gracias a una rápida intervención del archiduque.
Desgraciadamente sus relaciones con Federico distaban de ser cordiales y
aunque Alberto aseguraba que le concedía toda la ayuda posible, el almirante
genovés presentaba continuas exigencias al archiduque y pretendía no depender
de nadie.
Aunque la información tardó semanas en llegar a la corte y aunque se
produjera el reajuste imprescindible, una desgraciada batalla naval en 1603
cambió la situación. Federico venía utilizando sus galeras para hostigar a los
holandeses y, aprovechando la llegada de los soldados de su hermano, consiguió
que el archiduque le permitiera unirlos a sus tripulaciones en La Esclusa e
intentar un golpe de mano. El 25 de mayo se hizo a la mar con ocho galeras y
1.500 hombres, enfrentándose frente al puerto a cinco barcos de guerra
holandeses paralizados por falta de viento. Tras dos horas de combate se levantó
un fuerte viento que permitió maniobrar a los holandeses con tal suerte que sus
disparos hicieron blanco en la galera de Federico, que falleció como
consecuencia de las heridas recibidas. La noticia de la muerte de su hermano le
llegó a Ambrosio en Pavía, donde se encontraba reclutando nuevas levas, y le
provocó tal crisis que estuvo a punto de abandonar sus proyectos de servicio al
rey de España.
La repetición de los motines había obligado en julio a tratar de recuperar el
castillo de Hoogstraten, en el que se habían hecho fuertes los amotinados; tras
enfrentarse con ellos y con las tropas holandesas que acudieron en su auxilio, fue
forzoso retirarse dando a estas últimas la oportunidad de atacar de nuevo un
Bolduque carente de medios para repeler el asalto. Fracasado un primer intento
de socorro de la plaza a cargo de Frederik van den Bergh, Spinola y Bucquoy
fueron quienes acudieron en su auxilio con los escasos soldados que fue posible
reunir. Lograron liberar la plaza en noviembre.
Alberto abrigaba todavía esperanzas de progresar en el cerco de Ostende,
aunque, pese a los meses transcurridos, la situación estaba empantanada y el
desánimo comenzaba a cundir entre los sitiadores. Pero como tras la derrota de
Las Dunas no podía permitirse levantar el asedio (lo que justificaría las críticas
cada vez más duras) no había otra solución que tentar con el mando al recién
llegado Spinola, ofreciéndole todos los fondos enviados desde España para este
fin. Tras ciertas vacilaciones, el genovés aplazó su proyectado viaje a la corte y
aceptó la propuesta. La paralización del asedio obligaba así a Alberto a
establecer un contrato con Spinola, entregándole la dirección de las operaciones,
y a suplicar al rey el envío de los fondos necesarios para continuar la empresa.35
Mediante asientos entre Alberto y los banqueros de Amberes (Vincenzo
Centurioni y Francisco Serra), estos recibieron orden de pagar a Spinola 720.000
escudos para el año. Según los cálculos del genovés, serían necesarios 120.000
ducados al mes, pero como el archiduque había gastado ya por adelantado las
provisiones hasta enero siguiente, Spinola aceptó tomar a su cargo los gastos
contra una asignación de 60.000 ducados mensuales sobre las provisiones
españolas, lo que permitía un respiro a Alberto en sus maltrechas finanzas, pero
pidiendo la inmediata remisión de letras de cambio para hacer frente a la
continuación del asedio.
El mismo día de la firma del acuerdo con Spinola, el archiduque escribió al rey
para intentar obtener su conformidad:
A no hallarse medio para su continuación me obligarán a tratar de levantar el sitio… así [Spinola] se
ha encargado de la continuación de aquella empresa, proveyendo y anticipando el dinero necesario
para el gasto de las obras, municiones y sustento de la gente, con que se le den consignaciones de lo
que en todo se gastare para los meses del año que viene desde el de febrero en adelante… quedándole
las personas que han asistido en él, de quien valerse y ayudarse, espero de su valor mucho cuidado y
diligencia que saldrá con la empresa…36

Aunque manifestara sus reticencias, el Consejo de Estado37 tuvo que aceptar


la decisión del archiduque estimándola necesaria «por no desamparar el sitio de
Ostende, y aunque el Marqués Spinola no es tan soldado como para aquella
empresa era menester, tiene el Consejo por acertada la resolución que el Señor
Archiduque tomó en esto».
Y, aunque el marqués no era tan soldado y estaba por demostrar lo que pudiera
hacer al frente de un ejército, parece que los miembros del Consejo estimaron
que el alivio que su elevado crédito ante los prestamistas supondría para la
hacienda real compensaba con creces la incógnita de su nula formación militar.
Spinola debía conseguir además el permiso real, pues su misión era la invasión
de Inglaterra y dedicarse a un asedio bloqueado desde hacía meses le desviaría
del fin para el que había ido a los Países Bajos. Para convencer al rey argumentó
que la expugnación de Ostende serviría «para facilitar el otro negocio» y que por
ello se había resuelto a aceptar el encargo. Según sus cálculos38 serían
necesarios 120.000 ducados mensuales que, al recurrir a sus propios
prestamistas, permitirían que el archiduque utilizara los fondos que se le
enviaran desde España para el pago del ejército de Brabante y de los presidios.
La carga era muy gravosa para Spinola pero no parecía posible otra solución ya
que en caso contrario «era Su Alteza necesitado de quitar el sitio de Ostende».
Pese a su inexperiencia en tales lides, era bien consciente de «cuánta
consideración sea esta empresa y dificultades de la expugnación de la villa»,
pues «juzgando por la experiencia de lo pasado… lo contrario sería temeridad la
mía…».39 Todos estos argumentos de unos y otros terminaron haciendo mella
en el rey, que al fin adoptó la decisión de confiarle la dirección del sitio de
Ostende.40
18 AGS, Estado, 618, Zúñiga a Felipe III, 12 de mayo de 1601.
19 AGS, Estado, 621, Instrucciones a Federico Spinola, 11 de febrero de 1601.
20 AGS, España, 2023, CCE, 3 de julio de 1601.
21 Isabel a Lerma, 5 de junio de 1601.
22 Bolduque era la cuarta ciudad en importancia del ducado de Brabante y fue parte de los Países Bajos
meridionales hasta que en 1629 fue conquistada por las Provincias Unidas y separada del Brabante Sur. Fue
oficialmente anexionada a las Provincias Unidas a partir de 1648.
23 AGS, España, 634, CCE, 26 de septiembre de 1601, examinando los informes de Zúñiga.
24 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Zúñiga, 28 de febrero de 1601.
25 Dictamen de una Junta de Estado, 16 de agosto de 1601.
26 Isabel a Lerma. 20 de enero de 1602.
27 Archivo Histórico Español, Tomo III., Vol. I, CCE, 18 de febrero de 1602.
28 AGS, Estado, 2224, Minuta de Felipe III a Zúñiga referida a otra carta de 28 de febrero de 1601.
29 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Zúñiga, 11 de junio de 1602.
30 Ibid.
31 AGS, Estado, 620, Alberto a Felipe III, 18 de julio de 1602.
32 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Spinola, julio de 1602.
33 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Zúñiga, 9 de julio de 1602.
34 Tras el regreso a España, sus críticas a Lerma motivaron su internamiento en el castillo de Santorcaz
desde 1609 hasta 1615, cuando abandonó todos sus títulos y entró en religión.
35 AGS, Estado, 622, Alberto a Felipe III, 29 de septiembre de 1603.
36 Ibid.
37 AGS, Estado, 622, Consulta del Consejo de Estado, 2 de noviembre de 1603.
38 AGS, Estado, 622, Spinola a Felipe III, 7 de octubre de 1603.
39 Ibid.
40 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Alberto, 30 de noviembre de 1603.
LA PRIMERA CAMPAÑA:
LA ESCLUSA Y OSTENDE

Confirmada su autoridad para capitanear el asedio de Ostende, Spinola tenía que


estudiar la forma de llevar a cabo la empresa. Con su formación de banquero
comprendió que la prioridad era garantizar los medios materiales, de modo que
las tropas recibieron rápidamente pagas, alimentos, municiones y todo lo que
había escaseado en los meses anteriores. La moral de los sitiadores creció a
medida que mejoraba la situación y la construcción de trincheras y
fortificaciones adelantó rápidamente con la presencia continua de Spinola, que
fue herido levemente. Esto motivó la alegría del archiduque, que veía cómo «con
la asistencia de dinero que provee el dicho Marqués y la gente de las galeras…
hay buenas esperanzas»41 de que el asedio, al fin, tomase un derrotero favorable
subrayando de tal modo los méritos del general que, en el fondo, era un
reconocimiento de su propia incompetencia:
De gran importancia fuera servirse V. M. de mandar dar satisfacción en España al Marqués Spinola
del gasto que se hace en el sitio de Ostende… me escribe que se va trabajando y llegando a la villa
con mucha esperanza de salir con la empresa.42
(…)
Hay mejores esperanzas que nunca de salir en breve con la empresa.43

Las peticiones de que se pagase a Spinola lo que se le debía cayeron en saco


roto en Valladolid. Meses después Alberto insistía y el propio general tuvo que
pedir al rey que se prolongara la asignación por dos meses. La situación de la
hacienda real era tan desesperada que el comentario de Lerma al margen de la
petición de Spinola se valora por sí mismo: «S. M. ha visto estas cartas y manda
se vean en su Consejo de Estado, si bien de aquí no se puede ayudar más que con
suplicar a Dios encamine las cosas como más convenga a su servicio y aguardar
lo que viniera de allá».
Cierto era que la situación de la hacienda era muy mala, pero las operaciones
militares «de prestigio» con que Felipe III soñaba eran otros tantos peldaños en
el camino hacia la bancarrota: África del Norte, Irlanda, el Imperio… eran
intentos del rey de asentar su reputación. Pero, ¿cómo compaginar semejante
ambición con la desastrosa situación económica? Los retrasos en las remesas a
los Países Bajos eran caldo de cultivo para nuevos motines y Alberto insistía en
el desorden de las tropas y su miedo por las necesidades sufridas ante Ostende,
por lo que si no les daba alguna satisfacción en sus pagas «es de creer que la
quieran tomar por sus propias manos como los discursos que cada día van
moviendo son de ello bastantes indicios». Fue preciso llegar a un acuerdo con
los amotinados que habían canjeado la plaza de Grave (conquistada el año
anterior por los holandeses) por Hoogstraten. Al mismo tiempo un motín de
soldados valones causó la pérdida del fuerte de Ysendijk, poniendo en peligro La
Esclusa y obligando a un despliegue de tropas que reveló la escasez de las
fuerzas de que se podía disponer, habida cuenta de las inmovilizadas en el cerco
de Ostende. Al archiduque no le quedó más solución que pactar con los
amotinados, provocando la tardía ira de Felipe III y del Consejo de Estado, que,
frente a los hechos consumados, no tuvieron más remedio que aceptarlos. Hasta
el mismo Zúñiga se quejaba de «la miseria del país» y de la dificultad para
obtener cualquier suma en Amberes al haber desaparecido los banqueros
genoveses a los que habría que animar para que regresaran.
En estas circunstancias el Consejo de Estado, que disponía de la información
que Rodrigo Niño trajo de Bruselas, seguía estudiando la conveniencia de
nombrar un lugarteniente del archiduque. Pese a que varios consejeros
consideraban que las recientes promociones44 hacían ocioso tal nombramiento,
el rey pidió una lista de personas «para que se pueda[n] encargar del ejército».
¿Cómo proceder ante un asedio que llevaba meses encallado y para cuyo éxito
la geografía no prestaba ayuda? Spinola formuló por escrito45 la táctica que
pensaba seguir: ante todo había que resolver la facilidad con la que las barcas
holandesas accedían a Ostende desde la boca del canal, llevando municiones,
pertrechos y avituallamiento. Para ello comenzó a construir un dique que cerrara
este acceso; a marea alta, para servir de protección a los que trabajaran en el
dique, se colocó una primera sección con idea de llenarla de tierra y que sirviera
de primer eslabón. Aunque la continuación se vio dificultada por el estado de la
mar, en apenas dos meses fueron colocadas la segunda y la tercera secciones y
Spinola calculaba que con dos más se podría impedir la entrada de barcas al
puerto. Para evitar verse bloqueados, los sitiados pensaron revivir un antiguo
proyecto y abrir un segundo canal, por lo que Spinola pensó montar un puente
sobre uno de los canales (o cegarlo) y fortificarse en la playa hasta la orilla del
mar, frente a las contraescarpas de la ciudad vieja.
Las disposiciones para el asedio de Ostende alarmaron tan profundamente al
enemigo que se vio en la disyuntiva de aumentar los socorros o realizar una
importante maniobra de diversión. Ante las dificultades de la primera opción,
Mauricio optó por la segunda, decidiendo con gran secreto asediar La Esclusa,
cuyo bien abrigado puerto ofrecía a las armas españolas una base firme para
obstaculizar la navegación rebelde. En abril desembarcó cerca de La Esclusa una
fuerza de unos 4.000 hombres, que llevó a cabo una serie de ataques en otras
zonas como maniobras de distracción y, a mediados de mayo, se produjo el
ataque directo a la plaza (que estaba mal aprovisionada de alimentos), sin que
tuvieran éxito ni un primer intento de socorro a cargo de Giustiniani ni un
segundo que hizo Fernando Girón.
Pese al secreto con que se había querido rodear la operación, Spinola —
informado por los espías— pudo urgir al archiduque para que reforzase la
ciudad, pero, lamentablemente, el dubitativo Alberto tardó en reaccionar y lo
hizo de forma débil, limitándose a destacar 300 hombres, y cuando quiso hacer
llegar munición y aprovisionamientos a La Esclusa, ya era tarde: Luis de
Velasco, al mando de la caballería, trató de forzar la entrada, pero fue rechazado
por las tropas holandesas que cercaban la plaza.
En España llovieron las críticas sobre la cabeza del archiduque, acusándole de
no haber socorrido personalmente la plaza y haber delegado en Luis de Velasco.
Alberto se defendió alegando que sus generales habían optado por forzar a todo
precio el sitio de Ostende, que solo el Condestable se había manifestado por la
defensa de La Esclusa y que Spinola no quería seriamente defenderla.46 El
archiduque, que señaló en cierta ocasión que es frecuente que los culpables de un
fracaso intenten cargar su culpa sobre otros, responsabilizó de la derrota a
Velasco, que con más de 6.000 hombres no había sido capaz de defender su
posición. La infanta Isabel escribió que «en buen punto nos hubiera puesto Don
Luis de Velasco con sus temas y su retirada, que ha sido milagro no perderse
todo, no solo lo de Ostende, pero todo el ejército y esta provincia»47 y —pese a
sus sentimientos por quien «es hijo de criados y criado en casa»— recordó que a
su esposo se le había reprochado como «tema suyo el no encargarle nada» [a
Velasco] por lo que finalmente y a disgusto le había designado para esta misión.
El fiasco provocó en Valladolid una campaña contra el archiduque (movida por
el propio Velasco, que contaba con buenos apoyos), que llegó a tal punto que la
infanta se quejó con vehemencia:
Estoy sentidísima de que se crean informaciones tales y de personas que se ve claro la pasión con que
han hablado contra mi primo y con procurar meter cizaña entre nosotros que hayan hecho tomar tal
resolución [quitar el mando a Alberto], que cuando mi primo viniera en ello yo no lo consintiera por
ninguna vía porque estimo más la reputación y fama de mi primo que todo el contento del mundo…
tanto más me duele que pueda parecer a nadie que otro hará esto mejor que él y que él no hace lo que
debe.48

Ante la amenaza que suponía la continuación del asedio de Ostende, los


amotinados y los holandeses trataron de aprovechar el compás de espera para
atacar Tirlemont en abril, pero la falta de preparación hizo fracasar el intento.
Ello les permitió, sin embargo, marchar hacia Bruselas, incendiando y arrasando
todo a su paso por el Hainault y Brabante y atacando por sorpresa Maastricht,
pero la rápida reacción de la guarnición de la plaza logró que los holandeses
optaran por la retirada.
Los mandos españoles se reunieron para estudiar un nuevo socorro a La
Esclusa, pero la opinión unánime fue la imposibilidad de derrotar a un enemigo
bien atrincherado y de hacer entrar tropas españolas en la plaza. Aunque Alberto
encargó a Spinola que acudiera al socorro con 6.000 hombres, el genovés
consideraba que tal misión era una pérdida de tiempo y un esfuerzo inútil, pues
los holandeses llevaban dos meses y medio cercando la ciudad y se habían
fortificado de tal forma que resultaba imposible tener éxito, por lo que afirmó
que el socorro no podía «tener esperanza de hacer ningún efecto» y había que
dar la ciudad por perdida.
Tras la derrota de Las Dunas y el prolongado asedio de Ostende Alberto no
podía ceder y reconocer su impericia, por lo que ordenó a Spinola que
emprendiese el socorro. El general se sintió obligado a obedecer pero trató de
salvar su responsabilidad49 ante Felipe III, a quien en definitiva debía su
situación. Spinola no solo lamentaba la pérdida de La Esclusa y de sus galeras,
sino también que «S. A. haya querido obligarme a que vaya al dicho socorro, por
cuanto es negocio desesperado y en que se va a poner en contingencia la
reputación». No se engañaba al pensar que mal podría con tan exiguo
contingente derrotar a unas tropas que habían dispuesto de tanto tiempo para
preparar su defensa y claramente afirmaba que «yo no estoy obligado a más de
lo que es factible ni puedo hacer milagros». El encargo le parecía tanto más
lamentable cuanto que en Ostende «ya se está dentro de la muralla que se ha
acometido y ganadas otras medias lunas que el enemigo había hecho dentro de la
villa y estamos cerca de su retirada grande. Ahora, por estos 6.000 infantes que
se han sacado de allá, todo se ha parado».
Así pues, a regañadientes, obedeció y se encaminó a La Esclusa. Como era
preciso cruzar una ría ordenó al tercio de vanguardia que lo hiciera a nado y se
apostase en la otra orilla. El asustado oficial al mando se negó a cumplir la orden
y la indignación empujó a Spinola a tomar una pica y, con el agua al pecho,
comenzó a cruzar la ría, seguido inmediatamente por la tropa. Gracias a esta
audaz maniobra se arrebató a los holandeses el fuerte Santa Catalina y se entró
en la isla, pero Mauricio reaccionó con vigor y a pesar de los esfuerzos
españoles todo resultó inútil. El 20 de agosto La Esclusa se rindió al enemigo.
Spinola, no sin dejar de poner de relieve las lecciones que se debían sacar de esta
nueva derrota, pudo regresar al sitio de Ostende, cuyo abandono le seguía
escociendo:
Cosa cierta es que siempre que el enemigo tuviere tiempo y lugar de fortificarse nos será muy
dificultoso e imposible hacer efecto alguno… en lo de Ostende se ha hecho poco estos días por falta
de gente… ha sido de grandísimo daño perder este tiempo.50

La pérdida de La Esclusa forzó la situación y Rodrigo Niño, que había vuelto a


Valladolid a principios de año como portavoz de los archiduques, para solicitar
un aumento en las remesas, recibió unas instrucciones en las que Felipe exhibía
cierto cinismo.
El mismo amor que tengo a mis hermanos me trae desvelado viendo a mi tío metido por su persona en
tantos peligros, aventurándola en todas las ocasiones de peligro que se ofrece sin acordarse de que
juntamente aventura su persona, la de mi hermana y aquellos Estados llevado de su valor y a ratos de
no tener quien lo haga. Y no cumpliría con todas mis obligaciones si no previniese tan manifiesto
peligro y daño… El remedio que esto tiene es encomendar el gobierno y asistencia del ejército a un
varón de gran autoridad y experiencia de la guerra… dándole el título de capitán general.51
La pérdida de la ciudad y las galeras tuvo otras consecuencias: al no haber sido
pagados a tiempo, los amotinados causaban nuevos desórdenes y hasta la
caballería amenazó con sumarse a ellos mientras las tropas holandesas
continuaban recibiendo generosas ayudas de sus aliados franceses, ingleses y
alemanes. Envalentonados por el éxito, Mauricio y Oldenbarnevelt podían ahora
elegir entre asediar otra plaza o marchar con todas sus fuerzas en socorro de
Ostende. Fue el temor a lo segundo lo que empujó a algunos mandos españoles a
aconsejar que se levantase el asedio y se hiciera frente al enemigo. El
archiduque, sumido en la más profunda indecisión y sin saber qué hacer, optó
por agarrarse al clavo ardiendo que representaba Spinola y tras ordenarle que se
hiciese cargo de todos los asuntos militares se retiró a Gante.
El genovés puso en acción todos sus recursos, logrando que los prestamistas le
facilitaran importantes cantidades con las que adquirió munición y víveres, dio
dos pagas a la caballería y convenció a la infantería para que se conformase
temporalmente con un tercio de lo que se le debía. Gracias a todo ello pronto
estuvo en condiciones, no solo de mantener el asedio de Ostende aunque los
holandeses trataran de levantarlo, sino de aumentar la presión sobre la plaza.
Pero los retrasos en las consignaciones seguían haciendo pesar la amenaza de
nuevos motines y a esta preocupación constante se añadieron las críticas de los
jefes militares que en Flandes desconfiaban de Spinola por su origen italiano y
por su nula preparación militar, por lo que servir a sus órdenes les parecía una
afrenta a su honor. En un escrito enviado a Lerma se aseguraba que, con las
provisiones de que disponía Spinola, «lo mismo se podría hacer con un buen
soldado español o italiano siendo de cualidad, cantidad y experiencia, debajo de
cuya mano irían todos, lo cual no hiciera debajo del Spinola ningún Maestre de
campo que fuera de poco valor y honra. Y tras esto, ¿qué puede saber un
mercader genovés que no ha salido de su casa del manejo de la guerra?».52
El condestable de Castilla53 aprovechó su paso por Bruselas camino de
Londres, donde iba a negociar la paz, para unirse al coro y arremeter contra todo
y contra todos, pues para él «Flandes no es nada sin La Esclusa y Spinola es la
causa de todo»:
Toda ruina de esto [de Flandes] han sido los intereses y maldad de los consejeros y sus pasiones y tres
o cuatro vasallos de S.A. Merecerían ser colgados, porque más ruin gente y más estragada no la debe
haber. Ellos son el daño de todo… Ostende se defiende y va aquello a lo que parece a la larga… El
fundamento que ha habido para porfiar allí es el deseo del Marqués Spinola de acabar aquello aunque
se pierda todo, y de sus amigos y obligados y pluguiera a Dios que nunca se le hubiera encargado de
ello… Ciento y veinte piezas de artillería se perdieron en La Esclusa y las galeras, que se pudieron
sacar a tiempo y se avisó al que las gobernaba y no quiso diciendo que siempre podría salvarlas.54

En España el mismo Lerma recordaba que se había entregado el mando a


Spinola «sin ser soldado, por su propia riqueza» y aconsejaba abandonar
Flandes, pues con el dinero que allí se gastaba se podría hacer frente a todos los
enemigos de la monarquía. Según el valido, el rey debería invocar la pérdida de
La Esclusa para ejecutar lo que había decidido con motivo de la primera misión
de Rodrigo Niño de Lasso, es decir nombrar un capitán general encargado de las
operaciones militares y pasar por encima de la cabeza del archiduque, que debía
abandonar la dirección del ejército.55
Con la pérdida de La Esclusa y los complacientes oídos que la corte prestaba a
las críticas de Luis de Velasco, Lerma tanteó al archiduque sobre la posibilidad
de que aceptara tal nombramiento. La reacción de Alberto, desconfiando del rey
y consciente de la fragilidad del terreno que pisaba en esos momentos, fue
defensiva y sumamente moderada:
Aunque no se me pide parecer en esto, no puedo dejar de decir que tuviera por mejor y más servicio
de S. M. no proveer por ahora el cargo; pero habiéndose de proveer estará muy bien que en Don
Agustín [Mexía] que, además de merecer muy bien cualquier merced que S. M. le hiciera, holgaré yo
mucho con todo el bien que le viniere.56

Pese a que la buena disposición del archiduque le permitía avanzar en sus


propósitos, el rey no se decidió a nombrar un capitán general y se limitó a volver
a su idea inicial de nombrar a Mexía maestre de campo general, como segundo
de Alberto.
Las duras críticas que se formulaban en Valladolid por la pérdida de La
Esclusa y las protecciones que allí tenía Velasco indignaban al archiduque, que
se quejaba a Lerma de estas tergiversaciones y le enviaba una relación de cómo
y por qué se había perdido la plaza:
No dejará de ser muy a propósito la persona del Marqués Spinola por acá y así lo sería que V. S.
procure que no se nos vaya tan pronto como algunos quieren decir que trata de hacerlo. Y porque
entiendo que de lo de La Inclusa se habla muy diferentemente de lo que pasó en algunas cosas y con
demasiada pasión he querido pedir a V. S. dé resguardo a lo que de esto le llegare y enviarle esa
relación de lo que ha pasado y que es puntual. Por ella verá V.S. quien puede ser culpado y quien
no.57

Sin dejarse distraer por todas estas intrigas, Spinola se concentró en atacar
Ostende por el oeste y suroeste; paralizando la construcción del dique que
Bucquoy trataba de construir en el este. En junio consiguió abrir una brecha en
la muralla sur y apoderarse del segundo recinto, pero para su sorpresa encontró
que los sitiados habían construido un tercero que, provocando una batalla de
muralla a muralla, constituía un nuevo obstáculo que hizo crecer el pesimismo y
ponía de nuevo en peligro la expugnación. Sin embargo los sitiados, visto que
los esfuerzos de Mauricio por socorrerles no tenían éxito, acabaron por rendirse
el 22 de septiembre, tras 39 meses de asedio, recibiendo unas condiciones
dignas: se permitió la salida en orden de los más de 4.000 defensores y el
gobernador de la plaza fue invitado a un banquete con los generales victoriosos.
El botín de guerra fue cuantioso y el triunfo dio lugar a un alud de escritos
encomiásticos que comparaban la victoria a una nueva guerra de Troya.
Señor: a los 20 de este, los de la villa de Ostende salieron a parlamentar y luego, el mismo día, se
concertó que rindiesen hoy la villa y así lo han hecho, y la gente de V. M. ha entrado dentro y V. M.
queda señor de ella.58

Así dio cuenta Spinola al rey del triunfo de sus armas. Felipe III respondió
asegurándole que el servicio hecho había sido «muy particular y así lo será la
memoria que tendré de vuestra persona y casa para haceros la honra y merced
que por esto y vuestro mucho celo de mi servicio merecéis».59 ¿Hasta dónde
llegarían esa honra y esa merced? Una Junta de Estado60 estudió la propuesta
del archiduque de que se concediera a Spinola el título de maestre de campo
general, pero la Junta opinaba que el cargo debía ser para Agustín Mexía, por lo
que Idiáquez consideró suficiente merced el Toisón de Oro y los Ducados de San
Severina (en Nápoles) y de Caravel (en el Milanesado); aunque el conde de
Miranda se adhirió a la concesión de los dos títulos no lo hizo a la propuesta del
Toisón.
De todos modos la Junta tenía clavada la espina de La Esclusa y quería esperar
a conocer los argumentos del archiduque, pues «de su mano había escrito que en
esto había culpados y que no hacía demostración de ellos porque veía que eran
en la corte acogidos y favorecidos algunos, aludiendo a Don Luis de Velasco».
Inmediatamente después de la toma de Ostende, en un extraordinario cambio de
opinión, Alberto envió a Lerma una nueva propuesta en la que presentaba a
Spinola, en detrimento de Mexía, como su candidato para el cargo de maestre de
campo general:
Aunque me acuerdo muy bien de lo que V. S. me escribió los otros días acerca de la provisión del
cargo de Maestre de Campo General de este ejército y lo que le respondí sobre ello, aprobando la
persona de Don Agustín Mexía en que V.S. me decía estaba resuelto de S.M. de proveerle, me ha
parecido apuntarle ahora que, viendo el estado de las cosas de por acá, parece por muchas
consideraciones muy necesario que este cargo provea en el Marqués Spinola, que aunque pudiera
desear que fuera más experimentado soldado de lo que realmente es, tiene tales partes que, con poca
ayuda, hará bien lo que fuere menester.61

Semejante propuesta era tanto una hábil finta para evitar que el jefe supremo
del ejército fuera únicamente el missus dominicus de Felipe III, con lo que su
lealtad iría al rey y no a los archiduques, como un intento desesperado de poder
disponer de unos fondos que solo Spinola podía garantizarle cuando las
provisiones recibidas de España se habían gastado sin resultado apreciable. Y la
infanta apoyaba claramente al genovés ante Lerma:
Antes parece que Nuestro Señor ha enviado a este hombre aquí para remedio de tantos
inconvenientes… está generalmente bien quisto con todas las naciones y con los del país mucho. Los
soldados hacen más por él que nadie… es grandísimo trabajador y diligente y no rehúsa ningún
trabajo ni peligro de persona y teniendo todas estas partes se le puede bien suplir lo que le falta de
práctica y experiencia… lo aprenderá bien presto.62

La Junta se reunió de nuevo el día de Nochebuena para estudiar la situación de


Flandes, que el condestable de Castilla aconsejaba recuperar de una u otra forma.
La oportunidad de premiar a quien había resuelto el asedio de Ostende parecía
ocasión propicia para intentar minar la posición de los archiduques. El conde de
Olivares se había ofrecido para viajar a Bruselas e intentar convencerles de que
abdicasen a cambio de alguna compensación (se mencionó el virreinato de
Sicilia), pero Idiáquez no quería pensar en tales extremos, pues, si se conseguía
reorganizar el ejército y las finanzas en los Países Bajos, ni siquiera habría que
plantearles tal cosa. Había que tener presente que Alberto había aceptado
renunciar al control de la hacienda y estaba dispuesto a recibir al maestre de
campo general que designara el rey (cargo para el que proponía a Mexía), por lo
que era preciso tener en consideración esta actitud. Miranda, sin embargo, apoyó
la opinión de Olivares creyendo que los archiduques no pondrían
inconvenientes, puesto que le parecía evidente que la salvación de los Países
Bajos exigía la renuncia de Alberto. Este era el resultado al que el rey deseaba
llegar como se ve claramente por su apostilla a la consulta:
Con el conde de Olivares hable el conde de Villalonga como parece a la Junta y porque entretanto que,
por este o por otro medio se toma resolución con mi tío, no se pierda tiempo. Publíquese a Don
Agustín Mexía el oficio de maese de campo general… y después se verá lo que de esto se hubiere de
tratar en Consejo de Estado y con ministros de hacienda pláticos de los de Flandes.

La propuesta del archiduque ofreciendo su renuncia voluntaria al manejo de la


hacienda a cambio de que se aceptase su propuesta de nombrar a Spinola como
maestre de campo general produjo asombro en la corte. Dado que en el Consejo
de Estado no parecía existir oposición a que se le concedieran títulos y honores,
pero era contrario a la atribución del cargo solicitado, en Bruselas se trató de
forzar una decisión y, de acuerdo con Alberto, Spinola manifestó su deseo de
viajar a España.
41 AGS, Estado, 622, Alberto a Felipe III, 10 de diciembre de 1603.
42 AGS, Estado, 623, Alberto a Felipe III, 5 de enero de 1604.
43 Ibid., 21 de enero de 1604.
44 Luis de Velasco como general de la caballería, Frederik van de Bergh para la artillería y Giorgio Basta
como teniente de Mansfelt (en espera de sucederle como maestre de campo general). Agustín Mexía quedó
así postergado, aunque en septiembre fue nombrado maestre de campo general. Fue gobernador de Cambrai
y de Amberes y miembro del Consejo de Estado.
45 AGS, Estado, 625, Spinola a Felipe III, 22 de febrero de 1604.
46 AGS, Estado, 634, Alberto a Rodrigo Niño y Lasso, 26 de agosto de 1604.
47 Isabel a Lerma, 22 de mayo de 1604.
48 Ibid., 20 de junio de 1604.
49 AGS, Estado, 623, Spinola a Felipe III, 1 de agosto de 1604.
50 Ibid., 23 de agosto de 1604.
51 AGS, Estado, 634, Instrucciones de Felipe III a Don Rodrigo Niño y Lasso, mayo de 1604.
52 Recogido por Rodríguez Villa, op. cit. P. 86.
53 Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, duque de Frías, consejero de Estado y de Guerra y
presidente del Consejo de Italia. En febrero de 1603 rechazó el mando del ejército de Flandes, pero quizá
sus críticas no fueran ajenas al deseo de ostentar los cargos que tenía Spinola.
54 AGS, Estado, 634, El Condestable a Lerma, 13 de septiembre 1604.
55 AGS, Estado, 634, Consulta de una Junta de Estado, 16 de septiembre de 1604.
56 BN, Mss. I 131, fº. 354, Alberto a Lerma, 23 de agosto de 1604.
57 BN, Mss. I 131, fº. 367, Alberto a Lerma, 23 de septiembre de 1604.
58 AGS, Estado, 623, Spinola a Felipe III, 22 de septiembre de 1604.
59 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Spinola, 22 de octubre de 1604.
60 AGS, Estado, 634, Consulta de una Junta de Estado (Juan Idiáquez y el Conde de Miranda), 27 de
octubre de 1604.
61 BN, Mss. I 131, fº. 370, Alberto a Lerma, 5 de octubre de 1604. Con la misma fecha la infanta escribía
también a Lerma abundando en ese sentido.
62 Isabel a Lerma, 5 de octubre de 1604.
LA CAMPAÑA DE FRISIA

Por primera vez Spinola quería ir a España para entrevistarse con el rey, ya que
la expugnación de Ostende le ofrecía motivo para ir a Valladolid y no solo
recoger los laureles a los que se había hecho acreedor, sino también poder
perfilar la próxima campaña y tratar de asegurarse de que dispondría de medios
económicos que le permitieran continuar su labor. Temerosos de perder a su
victorioso general y, pese a sus reticencias, Isabel y Alberto tuvieron que
concederle licencia para emprender un viaje que se inició en noviembre. A su
paso por París, Spinola tuvo ocasión de cambiar impresiones con Baltasar de
Zúñiga (que ahora desempeñaba esa embajada) y de ser recibido por Enrique IV,
que alabó la toma de Ostende calificándola de empresa que él no hubiera osado
emprender.
El cronista Cabrera de Córdoba subrayó la magnificencia con que Spinola se
instaló en la corte y que traslucía su aspiración a ser recompensado con los más
altos honores, pero comentando que aunque se tenía su pretensión por cosa de
poco fundamento «no le faltará a S. M. otra cosa en que hacerle merced y
remunerar sus servicios». Tras una primera entrevista con Lerma fue recibido
por Felipe III, al que, tras las habituales promesas de sacrificar la vida en su
servicio, entregó las cartas de los archiduques de las que era portador. La infanta,
alabando a quien los había sacado de tan grave atolladero, insistía en la
necesidad de que Spinola regresara a los Países Bajos para continuar la guerra y
pedía que se le concediera el título de general.
Las ideas que traía Spinola suponían un cambio radical en el curso de las
hostilidades, al proponer un nuevo enfoque que significaba pasar de la guerra
defensiva a la ofensiva, llevar el ejército al territorio enemigo, donde encontraría
su sustento y, mediante el establecimiento de impuestos en esa zona, obligar a
los holandeses a cargar con el peso de la guerra. El plan radicaba en la formación
de un ejército de 30.000 infantes y 4.000 jinetes divididos en dos cuerpos. El
primero (15.000 infantes y 1.500 caballos) sitiaría La Esclusa mientras el resto
cruzaría el Rin para entrar en Frisia (región no protegida por el mar), tomando
por la espalda a los holandeses. Spinola puso tal pasión en sus ideas que el
Consejo de Estado aprobó el plan;63 pero todo estuvo a punto de irse al traste
por la resistencia a conceder el mando supremo a quien —pese a todo— se
seguía considerando solo como un banquero italiano desprovisto de formación
militar, razón por la que se pretendió limitar su mando al del ejército que sitiara
La Esclusa.
En estas condiciones se entrevistó a principios de febrero de 1605 con Pedro
Franqueza, alegando que la propuesta que se le hacía tenía dos aspectos que no
estaba dispuesto a aceptar. Si la corte reconocía que lo que anhelaba era «ganar
honra y reputación en cosas grandes», pretender ahora, tras Ostende, limitarle a
la recuperación de La Esclusa era algo que quedaba muy lejos de sus propósitos
al ir a Flandes. Además puesto que ya había tenido bajo su mando todo el
ejército de los Países Bajos, no podía admitir que se le confiase solo una parte y
que el mando general fuese a otras manos, lo que, aparte del desprestigio que
significaba para él, no era sino plantar las semillas de futuros fracasos. Parece
evidente que en estos momentos Spinola se consideraba no solo un general sino
sobre todo «el general del rey» por antonomasia y, con cierta desmesura, no se
privó de criticar la falta de autoridad del archiduque, afirmando que ni le
obedecía nadie ni se observaban sus órdenes y que mientras se mantuviera tal
situación resultaba imposible obtener ningún resultado, y tanto menos si había
dos ejércitos con dos cabezas, porque «cada una de ellas, pues no se tiene
respeto ni obediencia a S. A., procuraría deshacer el ejército que no estuviese a
su cargo». Empecinado en sus pretensiones y dispuesto a no ceder «mientras no
se le hiciese mayor merced», solicitó licencia para volverse a su casa en Génova.
Los argumentos de Franqueza para hacerle cambiar de opinión resultaron
inútiles, pues no eran sino palabras vanas: argumentar que el rey le confiaba un
gran ejército y las personas de los archiduques y que el ejército de la campaña de
Frisia no formaba parte del de los Países Bajos, puesto que estaría fuera del
territorio, era argucia que mal podría convencer a nadie. Spinola no cayó en esa
trampa y mantuvo su decisión de abandonar Flandes, lo que Franqueza no quiso
admitir, pidiéndole que recapacitara antes de tomar tal decisión. Tampoco tuvo
éxito Lerma más tarde, pese a intentar achacarle la pérdida de las galeras de La
Esclusa amparándose en quienes le culpabilizaban de ello al haber sido
nombrado su comandante por el genovés.
La posibilidad de que, en demérito de quienes habían probado su valor en
tantas ocasiones, se concediera el mando supremo a quien no era soldado era
algo que muchos no querían aceptar y la avalancha de críticas iba haciendo
mella en Felipe III, que en un primer momento quiso nombrar maestre de campo
general a Agustín Mexía, sin duda el mejor general español en los Países Bajos y
que había sido castellano de Amberes y lugarteniente de Alberto. Al final, el
decepcionado Mexía recibió orden de regresar a España y como compensación
fue nombrado consejero de guerra y visitador general de las fronteras y costas de
España.
La intransigencia de Spinola le permitió salirse con la suya y, tras reunirse con
Idiáquez, sus pretensiones fueron aceptadas. Y en mayo el rey firmó su
nombramiento como «maestre de campo general del ejército y ejércitos que se
juntaren en Flandes para dentro y fuera de ellos… porque conviene a mi servicio
que haya persona que campee con el ejército y le gobierne, descargando de este
cuidado al Serenísimo Archiduque Alberto… y se consiga con ello el servicio de
Dios y mío y el sosiego y quietud de mis hermanos…».64 Y no solo fue eso,
sino que, además de recibir el ducado de Santa Severina, fue nombrado
superintendente general de la Hacienda y el rey le otorgó el Toisón de Oro
(aunque no la grandeza), mercedes que produjeron una nueva oleada de envidia.
Resuelto el problema de los cargos, había llegado el momento de estudiar a
fondo las propuestas para la campaña de Frisia. Alentado por el éxito obtenido
hasta ese momento, Spinola amplió sus peticiones. Quería que, para obstaculizar
el comercio holandés, se añadiese una fuerza naval a los dos ejércitos. Aceptadas
sus peticiones regresó a los Países Bajos, entrevistándose de nuevo en París con
Enrique IV, que, siempre atento a proteger los intereses de sus aliados
holandeses, trató de sonsacarle sus planes. Spinola confesó su proyecto de
construir puentes sobre el Rin y hacer pasar sus soldados a Frisia. El francés,
soldado experimentado, consideró imposible la maniobra al carecer España de
cabezas de puente en las riberas; pero cuando comprobó que el plan había sido
realizado tal como Spinola se lo había expuesto, parece que exclamó: «¡Otros
engañan con mentiras y este italiano me ha engañado con la verdad!».
Spinola había logrado que sus peticiones militares y económicas fueran
aprobadas en Valladolid. Además había recibido nombramientos, títulos
nobiliarios e incluso el Toisón. Pero los resentimientos seguían ardiendo en la
corte y, ya que la toma de Ostende había enfriado las críticas que le negaban
valía militar, se intentó desprestigiarle poniendo en duda su honradez en los
aspectos económicos. Habida cuenta de la situación (no estaba lejos la primera
bancarrota del reinado), parecía que una acusación de malversación era la
oportunidad para influir en el rey. El cargo de superintendente general de la
hacienda obligaba a su titular a un uso muy preciso de los fondos destinados al
ejército y resultaba fácil sembrar la insidia dejando caer la sospecha de que el
dinero acababa en fines distintos de aquellos para los que estaba destinado. Tal
debió ser la presión que el rey, aun manifestándole su confianza y las dudas
sobre las alegaciones, pidió a Spinola con una seca llamada al orden y de forma
un tanto abrupta que cumpliese las órdenes impartidas.
El fin que se tuvo de encomendaros la superintendencia y distribución de la hacienda para la paga del
ejército que me sirve en esos estados fue para que se gastara todo en beneficio del ejército conforme a
las órdenes que para esto están dadas. Y así he sentido mucho haber llegado a mí la noticia de que la
dicha hacienda se distribuye en mucha parte en otros efectos contra mis órdenes… con apercibimiento
de que lo que hubiéredes pagado o pagáderes contra ellas, en poca ni en mucha cantidad, se os hará
cargo de ello y se pondrá por vuestra cuenta sin hacérseos buenas las partidas que pagáderes fuera de
las órdenes que tenéis.65

No parece, sin embargo, que esta advertencia tuviera más consecuencias, pues
en la documentación disponible no hay nuevas referencias a este asunto y, meses
después, sería el Consejo de Estado el que endosara plenamente las acciones del
genovés.
Ya en Bruselas, Spinola recibió de manos de los archiduques el Toisón que le
había sido conferido y, con ánimo renovado, puso manos a la obra para llevar a
cabo una campaña de signo ofensivo tras tantos lustros de simple defensa del
territorio belga. Consciente de que el cambio de actitud debía ocultarse al
enemigo, ordenó una serie de maniobras para engañar a Mauricio sobre sus
verdaderas intenciones, desplazando las tropas entre distintas ciudades como si
fuera a poner sitio a alguna de ellas. No siendo ajeno a la utilidad de los espías y
supuesto que también los holandeses los tenían en la zona católica, recurrió
incluso a la estratagema de visitar personalmente posibles objetivos (atrayendo
así la atención sobre sus propios movimientos) y pedir opinión al Consejo de
Guerra belga sobre cuál de ellos sería más conveniente para la campaña.
El Estatúder holandés se vio así forzado a aprovisionar las plazas que parecían
más expuestas y a mantenerse en espera de que se decantase la situación para
saber dónde acudir. Intentando obtener alguna ventaja, planeó una operación con
una escuadra de barcas por el Escalda, para intentar apoderarse de Amberes, lo
que le habría procurado un rico botín y un puerto que, junto con el de La
Esclusa, pondría en peligro cualquier intento de hacer llegar tropas españolas por
mar a los Países Bajos. Pero, antes de que pudiera llevar a cabo su plan, Spinola
acudió a Amberes, a cuyo alrededor dispuso sus tropas, que reforzó en cuanto
fue informado del movimiento holandés, al que atacó durante el desembarco.
Con ello dejó a salvo Amberes, que protegió con tropas bajo el mando de
Frederick van den Bergh como precaución ante otro posible intento.
Resuelto este incidente, y ya con las manos libres para iniciar sus
movimientos, su ejército atravesó el Rin en Kasesuert gracias al trabajo de los
pontoneros. En la orilla inicial construyó un pequeño fuerte y una vez pasado el
río procedió tranquilamente a fortificar su posición mientras Mauricio parecía
dar por seguro que todo ello no era más que otra maniobra de distracción como
las de las últimas semanas, grave error que permitió que las tropas españolas
lograran así una apreciable ventaja.
Los oficiales de Spinola no estaban tampoco mejor informados de los
verdaderos planes de su general, ya que no fue sino en ese momento cuando les
informó de su idea y del primer objetivo: ocupar la plaza de Linghen, lo que
permitiría el acceso a la región de Frisia y poner en jaque a las provincias
rebeldes. Como se trataba de un lugar donde el arte militar de Mauricio se había
aliado con la naturaleza, su toma parecía sumamente difícil, pero Spinola sabía
que, debido precisamente a esas ventajas, la plaza disponía de escasas
provisiones y contaba con que el elemento de sorpresa jugaría en su favor, por lo
que no hizo caso de las reservas de aquellos oficiales que estimaban que era
empresa demasiado dificultosa.
El ejército español avanzó en perfecto orden y disciplina por el ducado de
Cleves y por Westfalia evitando cualquier desmán que pusiera en su contra a la
población local. A ello se había comprometido a través de gestiones diplomáticas
de enviados del archiduque. Esta actitud era sumamente importante, pues los
habitantes, sometidos al paso sucesivo de ejércitos de uno y otro bando, sufrían
continuos robos, violaciones, incendios y todo tipo de tropelías, por lo que el
miedo y el odio que albergaban era inmenso. Este avance sin producir daños,
respetando vidas y haciendas y sin atacar las plazas fortificadas que encontraba,
le procuró la simpatía de los naturales, por lo que pudo actuar con comodidad
hasta llegar en agosto a la provincia de Overijsel (contigua a Frisia), cuya
primera plaza, Oldenzeel, escasamente defendida, se rindió en agosto tan pronto
las tropas españolas iniciaron sus ataques.
Con Oldenzeel en sus manos como base para continuar las operaciones
resultaba fácil cubrir la escasa distancia que le separaba de Linghen. Gracias al
apresamiento de uno de los habitantes, Spinola supo que si bien la plaza tenía
pocos defensores y escasas provisiones, esperaba refuerzos de modo inminente,
por lo que procedió a ocupar todos los pasos circundantes para evitar su llegada
y estableció un cerco total. Como había ocurrido en Ostende, contaba con la
presencia de los ingenieros italianos Pompeyo Targone y Pompeyo Giustiniano
que con sus técnicas66 facilitaron en tal manera las operaciones que pronto fue
posible alcanzar y tratar de minar uno de los revellines. Pero, incluso antes de
que esto se llevara a cabo, la plaza se rindió el 28 de agosto.
Tras ello las tropas españolas ocuparon Deventer, haciendo inútil el tardío
socorro que intentó Mauricio, y se puso sitio a Watchtendonck. De nuevo los
generales españoles manifestaron sus dudas sobre la conveniencia de este último
asedio, dadas las fortificaciones de la ciudad y lo tardío de la temporada, pero
Spinola decidió otra vez en contra de sus oficiales y tras duros combates los
sitiados se rindieron, conscientes de que Mauricio no iba a prestarles ayuda.
Bucquoy se distinguió en este asalto y tras él recibió la orden, que también
cumplió satisfactoriamente, de apoderarse del castillo de Krakau.
Aunque no sirviera para empañar el resultado de la campaña, en septiembre se
produjo un fallido intento de apoderarse de una plaza de la importancia de
Bergen-op-Zoom. Un primer asalto —a marea baja— permitió ocupar dos de las
defensas exteriores del puerto, pero la pleamar del día siguiente obligó a
renunciar al intento de ocupar la plaza. Un mes después, parecía que un nuevo
intento iba a tener éxito, pero de nuevo la marea no dejó más opción que el
abandono definitivo de la operación.
El rápido y favorable inicio de la campaña impulsó al Consejo de Estado a
pedir al rey que se asegurase el envío de 500.000 ducados mensuales y se
aumentase hasta 4.000 el número de soldados españoles, obligando al enemigo a
mantener su ejército en pie de guerra en su propio territorio, con lo que no podría
disfrutar del ahorro que en años anteriores le permitía licenciar una parte de las
tropas. Para el Consejo, «S. M. debe tenerse por muy servido por el marqués y
que se le asista convenientemente».67 ¡Qué lejos quedan estas palabras de las
insidias desatadas meses antes contra las cualidades militares o la honradez de
Spinola! La satisfacción del rey fue grande y, aconsejando al general que
mantuviese a su tropa «en casa del enemigo… para aliviar a los países
obedientes y desvelar y gastar al enemigo» le anunciaba el envío de aquellos
fondos de que tan necesitado estaba Flandes: 200.000 escudos para completar el
subsidio del año y la promesa para el siguiente de 300.000 escudos mensuales.68
Parecía que todo estaba resuelto en esta campaña, pero, al relajarse la tensión,
Mauricio atacó de improviso por la noche la zona en que se había replegado la
caballería española de Trivulzio, ocupó el castillo de Bruch y trató de atacar el
cercano cuartel español de infantería. Desbordada la tropa de Trivulzio por el
empuje holandés, la suerte favoreció a Spinola, que justamente se aproximaba
acompañado de Luis de Velasco para inspeccionar la posición de la caballería.
La lucha fue enconada, Mauricio resultó herido y Frederik-Henry de Nassau
estuvo a punto de caer prisionero. Al final el triunfo se inclinó por las banderas
de España, cerrándose por fin la campaña de 1605.
No se escapaba a un financiero como Spinola (ni tampoco al archiduque) que
la obtención de fondos para el año siguiente era decisiva para aprovechar las
ventajas obtenidas durante la campaña y Alberto le encomendó que fuera a
España para que pudiera «dar cuenta distinta a V. M. del estado de estas cosas y
de lo que se pretende hacer el año que viene».69 La idea distaba de agradar a
Lerma, que trató en vano de que el rey impidiera este viaje, pues, tras los éxitos
obtenidos, sabía que resultaría muy difícil negarse a las peticiones que sin duda
serían presentadas
Tras el resultado satisfactorio de la campaña de 1605 correspondía ahora
estudiar qué acciones sería posible llevar a cabo en 1606. Fiel a sus ideas,
Spinola deseaba distribuir su ejército en dos cuerpos, uno de los cuales cruzaría
el río Ijsel para continuar la guerra en la zona del Rin, mientras que el otro debía
vadear el río Waal para aproximarse a Holanda. Este plan parecía la
consecuencia más lógica de la campaña del año anterior, pero las previsiones
militares chocaban como de costumbre con un obstáculo mayor: el dinero para
transformarlas en realidad. Según los cálculos era necesario disponer de 300.000
escudos mensuales, pero pese a la promesa del rey parecía prácticamente
imposible lograrlos. Desaprovechar el impulso de la campaña anterior hubiera
sido tirar por la borda tantos esfuerzos y significaría una marcha atrás que no
cabía admitir, por lo que, pese a las objeciones suscitadas por Lerma, Spinola
emprendió su viaje a Madrid a comienzos de año.
Allí fue recibido con todos los honores y Felipe III le honró con el
nombramiento de miembro de los consejos de Estado y de Guerra. El general
expuso sus planes para la campaña venidera, pero como era de esperar todas sus
propuestas iban a caer en el vacío de las cajas de la hacienda real, escasez para la
que el retraso de la Flota de Indias suponía una rémora adicional. Las
discusiones entre el Consejo de Estado y el de Hacienda no hacían sino retrasar
la toma de decisiones que cada vez se hacía más urgente. Al final, tuvo que ser
Spinola quien, ofreciendo su fortuna personal como garantía, obtuviera un
crédito de 800.000 escudos tras lo que emprendió el regreso a los Países Bajos,
pasando primero por Génova para atender a su familia y a sus negocios, pero
apenas había partido de allí cayó enfermo, lo que hizo correr por las provincias
rebeldes el rumor —y también la esperanza— de su fallecimiento.
63 AGS, Estado, 634, CCE, 24 de diciembre de 1604.
64 AGS, Estado, 2225, Orden para ser obedecido el marqués Ambrosio Spinola, 13 de mayo de 1605.
65 AGS, Estado, 2225, Felipe III a Spinola, 2 de julio de 1605.
66 Targone instaló sobre el foso un puente de tablas, apoyadas en terreno firme en un extremo y en
toneles en el otro. Giustiniano, por su parte, tejió una hilera de gaviones que permitía el avance hasta el
centro del foso.
67 AGS, Estado, 624, CCE, 17 de octubre de 1605.
68 AGS, Estado, 2225, Felipe III a Spinola, 19 de noviembre de 1605.
69 AGS, Estado, 624, Alberto a Felipe III, 22 de diciembre de 1605.
LA INSTRUCCIÓN SECRETA
Y LA CAMPAÑA DE 1606

Aunque los fondos que traía eran muy importantes, Spinola llevaba consigo unos
documentos que podrían significar un cambio radical en los Países Bajos. Felipe
III le había entregado una Instrucción secreta70 (acompañada de explícitos
poderes) cuya lectura bastaría para desvirtuar la imagen del monarca como un
hombre ocupado en asistir a ceremonias religiosas o pasar su vida dedicado a la
caza. El documento, que es un ejemplo de duplicidad y maquiavelismo y la
prueba más flagrante de sus intenciones respecto de los archiduques y su ansia
por recuperar los Países Bajos, puede analizarse en varios aspectos según los
momentos y situaciones en los que el rey pensaba que se podrían desarrollar los
acontecimientos:

1. Exigencia de secreto: Felipe III era bien consciente de las consecuencias


que tendría que la instrucción llegara a ser conocida por los archiduques o por
sus súbditos. El secreto era, por tanto, fundamental, pues si se descubrían sus
intenciones «se aventuraría a perder todo si antes de llegar el caso se tuviera
sospecha de esta prevención, pues los mal intencionados y enemigos de mi
grandeza se aprovecharían de ello para poner en desconfianza a mis hermanos y
para otros fines ajenos de mi sinceridad y sanas entrañas». De nuevo se pone de
relieve la desconfianza hacia los ministros de los archiduques y por ello exige al
genovés que no revele a nadie la instrucción ni los poderes que la acompañaban.
Incluso en el caso de que debiera abandonar los Países Bajos: «Pondréis en mis
manos esta instrucción y los despachos que está dicho, originalmente, como los
recibiereis, sin quedaros con copia de ellos». Se diría que la conciencia de Felipe
III no estaba totalmente tranquila acerca de su proceder.

2. Condiciones de la cesión: como cabía pensar que Spinola no estuviese


familiarizado con el detalle de los documentos que en 1598 habían conformado
la cesión de los Países Bajos, el rey resumía sus condiciones y las consecuencias
del fallecimiento de Alberto o de la infanta y de la falta de sucesión y le
mostraba su confianza para que, en cualquiera de las circunstancias, «me
aseguréis, guardéis y defendáis aquellos Estados para mi corona de España,
como Señor natural y propietario que soy de ellos, como está capitulado,
ayudándoos si fuera menester de mi ejército y armas».

3. Caso de premoriencia del archiduque: en tal supuesto los Países Bajos


volverían a la corona de España e insistía en que «no le queda a mi hermana
ninguna cosa en aquellos Estados», por lo que Spinola debía adoptar las
disposiciones necesarias sobre la infanta («conforme al amor que yo la tengo…
para que esté con la autoridad, decencia y respeto que se le debe»), hasta que el
rey enviara la persona encargada de acompañarle en su regreso a España. Si las
cualidades políticas respectivas de la infanta y de Felipe III bien pueden
prestarse a comparación, el argumento con que el rey le negaba la gobernación y
la obligaba a abandonar los Países Bajos parece un monumento de cinismo:
«Para tenerla cerca de mí no quiero encargarla tan gran trabajo y carga como le
sería el gobierno de esos Estados». ¡Pío y religioso monarca!
Remachando el clavo, y resuelta así la situación de la infanta, tan pronto
falleciera Alberto, Spinola debía «apoderarse del gobierno de esos Estados en mi
nombre en virtud del poder que para ello se os envía», para lo que le concedía el
título de gobernador y capitán general, dando por seguro que los belgas
aceptarían esto de buen grado, pues si durante el tiempo de los archiduques les
había dedicado tanto dinero y tantos soldados «lo mismo sacarán que haré por
ellos habiendo sido Dios servido de volverlos a unir a esta corona».

4. Caso de premoriencia de la infanta: en este caso las instrucciones a Spinola


eran mucho más detalladas y estaban impregnadas de un maquiavelismo total.
Sus expresiones ponen de manifiesto el resquemor que Felipe III alimentaba
contra Alberto desde aquel día de 1595 en que su padre le humilló sentando al
archiduque a su derecha en el lugar pretendido por el heredero de la corona: «Si
Dios fuere servido que… quede viudo el Archiduque… conforme a los capítulos
aquí insertos de las escrituras matrimoniales queda Gobernador por mí de
aquellos Estados y como tal me ha de hacer juramento y pleito homenaje de
fidelidad». El juramento lo debía prestar ante Spinola, para lo que «donde quiera
que os halle esta nueva [el fallecimiento de la Infanta] dejando bien prevenido,
como en tal ocasión es necesario, lo que toca al ejército y presidios, acudiréis
donde se halle el Archiduque y haréis este oficio con él y me enviareis la
escritura auténtica del juramento de fidelidad y pleito homenaje que hubiere
hecho en vuestras manos».
«Si por ventura el Archiduque, mal aconsejado de ministros suyos mal
intencionados o de vecinos enemigos de su bien y de mi grandeza, pusiere
dificultad o duda… o quisiere tomar tiempo para escribirme… procurareis
persuadirle lo que tanto le conviene». Pero, ¿qué ocurriría si Alberto se negaba a
prestar juramento o tratara de aplazarlo? La respuesta no deja lugar a la menor
duda sobre los sentimientos del rey: «En ese caso lo pondréis en el castillo de
Amberes con segura guarda, haciéndolo con la decencia y buen trato que se debe
a su persona, y si llegárades a este rompimiento no ha de quedar él en el
gobierno aunque después se quisiese reconocer». Y para evitar cualquier
movimiento a favor de Alberto, Spinola recibía también poder para recibir en su
nombre la debida pleitesía de los Estados, ciudades y ejército y ordenar que «en
los ejércitos y castillos se levanten pendones reales por mí, por Rey y señor
propietario de aquellos Estados y me proclamen por tal públicamente».
Felipe III parecía dispuesto a no conceder ni un minuto de respiro al viudo
archiduque: «Convendrá acudir a él con gran prontitud, antes de darle tiempo a
entrar en nuevos pensamientos, ni que los vecinos lo tengan de encaminarle mal
con ofrecimientos enderezados a su perdición… y como punto de gran
consideración os lo encargo mucho». Todo le parecía ocasión para tratar de
alejar a los archiduques de los Países Bajos y, en su apostilla a una consulta del
Consejo de Estado relativa a la misión del duque de Feria ante Rodolfo II para la
designación del Rey de Romanos, escribía: «Plugiera a Dios se pudiera
encaminar que el Imperio cayera en el Archiduque Alberto porque, si así fuera,
yo ayudara a ello con mucho cuidado porque las causas que concurren de
conveniencia son muy grandes».71

5. Refuerzo militar y apoyo en la nobleza: se diría que todas estas precauciones


no parecían suficientes al rey y temía que Alberto pudiera contar con una
fidelidad de los belgas superior a la que esperaba le prestaran a él como señor
natural. Por ello aconsejó a Spinola que «miréis mucho cómo os juntáis con él,
pues antes de que vos uséis de vuestras comisiones, podría hacer tiro de
prenderos o hacer otra violencia en vuestra persona… convendrá que sin mostrar
ningún cuidado le tengáis muy grande de tener bien proveídas las plazas que
están en poder de los españoles… también procurareis tener gratas las cabezas
de la casa de Cröy y algunos otros señores principales del país».

6. Relaciones con las provincias rebeldes: contra las ideas de Alberto, Felipe
III siempre había pretendido alcanzar una tregua larga para restablecer su
maltrecha hacienda, reforzar su ejército y, tras ello, acometer con mayor ímpetu
la guerra y conseguir lo que su padre no había podido lograr. Además del deseo
de explotar los resultados de la campaña anterior, ordenaba a Spinola que se
comenzara por «una buena y larga tregua» lo más amplia posible, pues si fuera
breve «podría ser para lo de acá más dañosa que provechosa». Así recomendaba
«apretarlos gallardamente pasando adelante los progresos de Frisia». ¿Y si los
holandeses proponían la paz? Simplemente se les debían ofrecer buenas
esperanzas, discutir sobre el lugar de la negociación y, en definitiva, dar tiempo
al tiempo.
Es fácil imaginar el sigilo con que Spinola ocultó una instrucción que le
colocaba en una posición realmente incómoda: al rey le debía sus honores y
cargos, pero le había correspondido ampliamente con su crédito ante los
negociantes y prestamistas. A los archiduques también debía fidelidad como
responsable de la guerra y de la hacienda y paulatinamente iría aproximándose a
sus ideas. De las críticas iniciales que formuló sobre Alberto y su escasa valía
militar y política fue evolucionando hasta llegar a ser su valedor, y aunque en
ciertos momentos, como ocurrió en 1616, pretendiera desempeñar un papel que
no le correspondía, a partir de la reanudación de la guerra fue el más firme apoyo
de la infanta en Bruselas y en Madrid.
Dejando a un lado el problema político y de conciencia que significaba ser
depositario de la instrucción, se hacía necesario tomar de nuevo las armas y
enfrentarse con el enemigo. Pese a los 800.000 escudos traídos de Madrid,
Spinola se encontró con la desagradable sorpresa de que ya se habían gastado y
el archiduque intentaba negociar, con elevado interés, otros 600.000. Solo
teniendo que prestarse a ser nuevamente fiador si el rey no pagaba al
vencimiento del préstamo obtuvo de Francisco Serra la suma de dos millones y
cuarto de escudos.
En estas condiciones se inició la campaña de 1606, en la que trataba de
realizar una doble maniobra: Bucquoy, con numerosa infantería, recibió el
encargo de cruzar el Waal mientras Spinola, apoyado en la caballería, se
encaminó a cruzar el Rin y el Lippe, sufriendo un mal tiempo que supuso
enormes dificultades; las tropas de Spinola acamparon en malas condiciones
entre Zutphen y Deventer, junto al río Ijsel, frente a frente con las de Mauricio,
quien, desde la otra orilla, pretendía impedir el avance. Ante la dificultad,
Spinola envió a Enrique Borgia hacia Lochen (que tomó rápidamente) y al conde
de Solre en busca infructuosa de un vado y mientras se llevaban a cabo estas
acciones, el genovés simuló asediar Zutphen y Deventer para obligar a Mauricio
a desplazar sus tropas y dejar libre el terreno a Solre. Fallidas las maniobras
encomendadas a Bucquoy y a Solre, el general modificó sus planes y puso sitio a
Grol, «plaza muy fuerte con nueve medias lunas fuera alrededor de ella» y bien
protegida por los ríos Berchel y Sling, aunque pese a su buena situación el
asedio duró pocos días y la plaza se rindió el 5 de agosto.
Tras ello se decidió el asedio de Rheinberg, lugar importante en la orilla
izquierda del Rin y cuya posesión permitía controlar el tráfico fluvial. La plaza,
que protegía las posiciones holandesas en Frisia, había sido fortificada por
Mauricio aprovechando los meses invernales de inacción militar y se
consideraba tan bien defendida por unos 4.000 hombres que se la había
calificado de «nueva Ostende». Spinola llamó en su apoyo a las tropas de
Bucquoy, pero antes de que pudiese establecer debidamente el cerco, Mauricio
consiguió hacer llegar socorros a la plaza y agrupó las guarniciones que tenía en
lugares cercanos para acudir en auxilio. La defensa fue tan encarnizada que
Spinola, deseoso de lograr un éxito rápido, se adelantó en exceso y estuvo a
punto de ser apresado.
Los combates se sucedían a favor de las tropas españolas, que consiguieron
apoderarse de un primer recinto, pero Mauricio —con un ejército reforzado de
12.000 infantes y 3.000 jinetes— lanzó un ataque sobre la zona donde acampaba
la caballería española mandada por Velasco. Advertido del peligro, Spinola
acudió en su socorro y el holandés se vio obligado a retirarse, lo que permitió
continuar el asedio de la fortaleza, cuyos defensores, conscientes de que no
recibirían ayuda, terminaron por rendirse tras un mes de encarnizada lucha.
Ocupada la plaza, Spinola procedió a reparar los daños de las fortificaciones y
dejarla bien provista, tras lo que levantó el campo; pero, al no haberse recibido el
dinero acordado en el asiento con Serra, tuvo que enfrentarse a un motín de los
soldados indignados por no haber recibido sus salarios.
Los amotinados se pusieron bajo protección de las Provincias Unidas y
acamparon en las cercanías de Breda, lo que permitió a Mauricio intentar
recuperar el terreno perdido atacando Lochen, que tomó con toda facilidad, y
sitiando Grol. La situación era muy complicada para Spinola, carente de dinero y
de víveres y con unas tropas cuya moral era muy escasa (no había dejado de
llover en todo el verano). La pérdida de Grol podía suponer también la de
Rheinberg, lo que echaría por tierra toda la campaña, así que se arriesgó a pasar
el Rin con sus escasos efectivos, acudiendo en socorro de Grol. A la vista de las
armas españolas y de forma incomprensible las tropas holandesas abandonaron
el campo, con lo que se logró un éxito que, unido al de Rheinberg, produjo gran
satisfacción en España.
Pese a los problemas, Spinola —antes de acudir en socorro de Grol— había
manifestado su optimismo: «Con estas plazas que se van tomando no nos puede
faltar el año que viene tomar pie de la otra parte y entonces V. M. sin trabajo ni
dificultad hará la guerra en Holanda».72 Pero ello no podía hacer olvidar la
difícil situación económica y reiteraba las dificultades en que se debatía («yo soy
hombre particular y no puedo tener fuerzas para mantener un ejército») y ante
las que no parecía caber otra solución que recurrir a su crédito ya usado hasta la
trama: «Mientras he podido valerme de mi crédito, sabe V. M. la voluntad y
afición con que lo he hecho, pero ya no me puedo aprovechar de él».73 Así al
peligro de los ejércitos holandeses se unía el espectro de una posible negativa de
los prestamistas (sabedores que la Flota no llegaría a tiempo) a continuar
volcando fondos en lo que parecía el tonel de las Danaides.
Pese a que el Consejo de Estado reconociera la justicia de las reclamaciones, el
dinero seguía sin fluir y Lerma no quería enfrentarse en Madrid cara a cara con
el genovés, cuya presencia aumentaría la presión. Por ello convenció al rey de
que ordenase a Spinola que «no hagáis ausencia de ese ejército y de los Países
sin licencia mía expresa, que así conviene a mi servicio… demás que las cosas
secretas que se os encargaron no sufren ni admiten una hora de ausencia, pues en
una suele acontecer lo que no sucede en años y para todo es necesaria ahí vuestra
presencia».74 El resultado de la campaña habría permitido cierta tranquilidad,
pero el fallo de los asentistas y el silencio de la corte produjeron lo inevitable:
cerca de 3.000 soldados se amotinaron sembrando el pánico por todos lados y,
tan solo invocando hasta el extremo su buen crédito, Spinola logró 400.000
escudos a un elevado interés con los que pagar a los amotinados, a los que acto
seguido expulsó del ejército dándoles veinticuatro horas para abandonar los
Países Bajos bajo pena de muerte.
En contraste con estas dificultades parecía abrirse una ventana a la esperanza
cuando los holandeses hicieron un contacto indirecto en busca de paz. Ni los
archiduques ni Spinola podían, ni querían, rechazarlo, pues los primeros
ansiaban sacar a los Países Bajos de esa eterna guerra y el general creía
sinceramente que era la oportunidad para lograr la tregua indicada en la
instrucción secreta del rey. La persona que hizo el contacto fue Walrave de
Wittenhorst, que tenía buenas relaciones en las Provincias Unidas y a quien a
principios de año los archiduques habían encomendado la exploración del ánimo
holandés sobre una posible tregua. La apertura parecía confirmarse por las
declaraciones de Oldenbarnevelt en el sentido de estar dispuestos a una tregua de
cuatro o cinco años. Spinola hizo patente el deseo del rey de alcanzar una tregua
y tuvo la impresión de que los holandeses estaban dispuestos a discutirla sin
condiciones, lo que le parecía adecuado si aceptasen abandonar el comercio con
las Indias a cambio de que el rey se lo concediera con España. Aunque mostrara
ciertas dudas («yo no sé qué decir, solo que es buena cosa que hablen», pero «si
el enemigo viene en la tregua, se hará») discutió el asunto con el archiduque,
quien no estaba seguro de si podría emprender la negociación sin permiso de
Felipe III, pues tenía «ciertos poderes, aunque viejos».
Para Spinola, tras las dificultades económicas sufridas desde su llegada y la
tensión permanente a la que había tenido que someter su nombre y su crédito, la
tregua aparecía como un mal menor que le permitiría insistir ante rey, con la
esperanza de que «los gastos tan largos y grandes se acabarían y quedarían sus
reinos si fuesen libres de acudir a una tan trabajosa y costosa guerra de gente y
dinero».75
La primera impresión positiva no tardó en verse empañada por los
acontecimientos. La guerra en Italia y los problemas que supondría para España
hacía alentar en los holandeses la esperanza de que el nuevo frente obligase a
ceder a Felipe III. Spinola se mostraba más pesimista76 que semanas antes («veo
ahora más dificultad de lo que mostraba al principio por haberse resfriado los
holandeses»), y sabedor de la situación de la hacienda (que presagiaba la
inminente bancarrota) era muy escéptico sobre las promesas que se le pudieran
hacer. Aunque las previsiones de asientos para los próximos tres años le parecían
«muy buenas», tan solo si se resolviese el problema italiano y se enviasen
hombres y dineros a Flandes se podrían tener esperanzas, «pero faltando las
provisiones no sé lo que será». Por ello aconsejaba en definitiva que
«habiéndose de hacer concierto, le está mejor la tregua que ninguna otra cosa».
El alto coste de la guerra y la mala situación económica preocupaban
seriamente en la corte y en una junta compuesta por Idiáquez, Miranda y
Franqueza se estudiaron las posibilidades de reducir esta pesada carga. El
primero insistió en el error que había supuesto que, con los archiduques como
soberanos, no fuese necesario enviar tales sumas de dinero que, en 1605 y 1606,
habían sido más elevadas que en cualquier momento anterior, y por ello se
mostraba partidario de volver al viejo concepto de la guerra defensiva. En su
apostilla el rey aprobó la idea de enviar a Bruselas al marqués de Ayamonte para
anunciar a los archiduques su propósito de reducir las provisiones y reformar el
ejército y, de paso, quería aprovechar una vez más la situación para que «si
hallase ocasión propusiese a mi tío lo que se ha pensado otras veces de apartarle
de aquellos Estados con una tan buena recompensa que le estuviese mejor de lo
que tiene y podría ser que, desengañado de que las provisiones no han de ser
como en lo pasado, conociese que sería lo que le convendría más».77
Los holandeses tensaban al máximo la cuerda. Pareciendo «que no querían
entrar en esta plática» subían el listón a través de un nuevo intermediario: su
pretensión ahora era «quedar libremente dueños de lo que poseen para siempre y
Sus Altezas con lo que poseen y con todo esto se apartarán en todo y por todo de
la navegación de las Indias». Incluso no dudaron en recurrir al chantaje
afirmando sus grandes esperanzas de hacer conquistas en las Indias (que
obligarían a España a elevados gastos que podrían evitarse si se aceptaban sus
propuestas), y si la negociación no salía adelante «ellos se concertarán con el
Rey de Francia… y después no habrá jamás medio de plática de concierto si no
es que se venga a acabar por fuerza de armas de una o de otra parte».78
En enero de 1607 Alberto había enviado a La Haya dos emisarios (Gevaert y
Wittenhorst), que fracasaron en sus reuniones con Mauricio y con los Estados
Generales que reclamaban para sus territorios una libertad similar a la que tenían
los archiduques en los suyos, se negaban a renunciar a las navegación a las
Indias y amenazaban con concertarse de nuevo con Enrique IV. A la vista de esta
situación Spinola planteó la disyuntiva de disponer de 300.000 escudos
mensuales para continuar la guerra o dejar a los rebeldes las provincias que
poseían, ya que, de no tener una respuesta rápida de Felipe III, el archiduque
negociaría por su cuenta, «puesto que tiene derecho… y actuando así
salvaguardaría la dignidad de Vuestra Majestad que, ante el hecho consumado,
no tendrá más que dar su aprobación que, si se rehúsa, hará temer graves
inconvenientes».79
En estas circunstancias Spinola dio su parecer «de mala gana», aunque
«hubiera deseado no verme metido en esto». Y ese parecer era muy claro: si
Felipe garantizaba por algún tiempo y con puntualidad el envío de 300.000
escudos mensuales cabía la esperanza de obtener mejores resultados en la guerra.
Pero si no era así aconsejaba salir de tan larga y costosa guerra aceptando que los
rebeldes guardaran sus conquistas para que «queden los demás Estados quietos y
en paz» y pedía al rey una respuesta clara pues, si no, Alberto podría aceptar las
condiciones sin intervención del monarca, quien no tendría más camino que
aprobar lo hecho so pena de tener que enfrentarse con serios problemas.
El margen de maniobra era tan escaso como era amplio el deseo de los
archiduques de alcanzar, si no la paz, al menos la tregua, por lo que en marzo
firmaron un documento que constituye el primer paso hacia la Tregua de los
Doce Años. En él aceptaban «tratar con los Estados Generales de las Provincias
Bajas Unidas en calidad y como teniéndolas por Países, Provincias y Estados
libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada, sea por vía de paz
perpetua, de tregua o de suspensión de armas, por doce, quince o veinte años, a
elección de los dichos Estados, todo ello bajo razonables condiciones».80 Cada
uno quedaría con lo que tenía y poseía, salvo pequeños retoques, la negociación
se haría entre delegados de las provincias rebeldes y de las fieles, y se
establecería una suspensión de la actividad militar durante ocho meses.
Quedaba abierto el camino hacia la paz aunque Spinola no dejara de advertir al
rey del grave peligro de que «sucediese la desgracia de un motín general» que
arruinaría el frágil edificio por lo que le suplicaba se enviasen las provisiones
necesarias pues «sería la mayor lástima del mundo que después de haber gastado
tantos millones y tanta gente en esta guerra, en un tiempo en que estaba por
acabarse y por la poca suma que sería menester en un año se haya de perder
todo».81 Remachando su petición, insistió en que «todo será echado a perder si
no se provee lo necesario y con la brevedad que requiere la gran necesidad»,
porque de los 300.000 escudos que se le habían enviado no quedaría nada a fin
de mes y, como su crédito estaba más que agotado, «si la gente se amotina, como
sucederá sin duda no proveyendo, se perderá cuanto hay».82
70 AGS, Estado, 2226, Instrucción al marqués Spinola para el negocio secreto de Flandes, 16 de abril de
1606.
71 AGS, Estado, 2223, CCE, 29 de abril de 1606.
72 AGS, Estado, 624, Spinola a Felipe III, 24 de agosto de 1606.
73 AGS, Estado, 624, Spinola a Felipe III, 3 de septiembre de 1606.
74 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Spinola, 8 de noviembre de 1606.
75 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 22 de diciembre de 1606.
76 Ibid., 3 de febrero de 1607.
77 AGS, Estado, 654, CCE, 11 de diciembre de 1606.
78 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 15 de febrero de 1607.
79 Ibid., 13 de febrero de 1607.
80 AGS, Estado, 2289, Hecho en Bruselas con la firma y sello de los Archiduques, 13 de marzo de 1607.
81 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 18 de marzo de 1607.
82 AGS, Estado, 2289, Spinola a Lerma, 12 de abril de 1607.
¿PUEDE SER «LIBRES
Y PROPIETARIOS»?

A principios de 1607 el comisario general de los franciscanos, el padre Neyen,


viajó a Holanda siendo portador de un documento en que los archiduques
renunciaban a todo derecho sobre «las denominadas Provincias Unidas» y le
autorizaba a tratar con los Estados Generales. Esto, sin embargo, no satisfizo ni a
Mauricio ni a Oldenbarnevelt, que presentaron una contrapropuesta. A la vista de
las informaciones que recibía de los Países Bajos, el Consejo de Estado insistió
en que la pretensión de Alberto de considerar a las Provincias Unidas como
estados independientes causaba un perjuicio a la Monarquía Hispánica (todo ello
sin olvidar la posible reversión del territorio a la corona), a no ser que los
rebeldes se avinieran a reconocer anualmente su dependencia de la monarquía o
se concediese libertad de conciencia a los católicos.
Las nuevas propuestas del archiduque enfrentaron a Mauricio y
Oldenbarnevelt, aunque una de ellas coincidía con las del segundo, lo que
permitió un principio de acuerdo para un alto el fuego de ocho meses y que
debía ser ratificado por el rey en los tres primeros meses de ese período.
Convencido el rey de que apenas tenía margen para continuar la guerra, el 18 de
abril se redactó el documento de ratificación, pero la decisión fue mal acogida,
no solo en aquellos círculos de la corte que estimaban que se habían incumplido
las condiciones reales para la negociación, sino también en las mismas
provincias (donde llovieron las críticas a Oldenbarnevelt) y en Inglaterra
(quejosa por no haber sido consultada). Enrique IV, que no desaprovechaba
ninguna ocasión para intervenir, envió a La Haya una delegación presidida por
Pierre Jeannin, para hacer también patente su protesta porque sus aliados
holandeses (que, no hay que olvidarlo, también eran sus deudores) hubieran
entrado en una negociación sin tener presentes los intereses franceses. Con esta
maniobra trataba de anular a Oldenbarnevelt y situar a Mauricio como dirigente
único, aunque afortunadamente no logró su propósito.
Tras el fracaso de las primeras propuestas del padre Neyen, se logró un terreno
de encuentro con una contrapropuesta de Oldenbarnevelt y el 28 de marzo se
admitió provisionalmente un alto el fuego de ocho meses, que debía ser
ratificado por el rey en los tres primeros meses del mismo. Dada la escuálida
situación de su hacienda, Felipe III se vio obligado a aceptar lo hecho y, tras
nuevas negociaciones, se redactó la declaración de alto el fuego. En esta versión
final se había conseguido la renuncia holandesa al tráfico con las Indias, pero
ello era a cambio de la exigencia de ser tratados como «libres», y a ello accedió
el rey para dar término a las negociaciones.
El acuerdo produjo gran embarazo en España, pues, aunque el rey había
autorizado las negociaciones, no se habían respetado las condiciones fijadas y
hasta Lerma, apartándose de su línea habitual de defensa de los archiduques, lo
consideró perjudicial para los intereses de España. Complicando aún más la
situación, apenas una semana después de la firma, una flota holandesa destruyó
otra española en las aguas de Gibraltar. La indignación fue de tal magnitud que
fue necesario aplazar la noticia del alto el fuego, poniéndose así en peligro su
ratificación (que al fin se hizo el 18 de abril).
Abril de 1607. Parecía que, al fin, se daban las condiciones que permitieran
lograr un período de paz en los Países Bajos y Spinola escribía con optimismo
que «gracias a Dios queda concluida la suspensión de armas por ocho meses».
83 Además de plantear las necesidades económicas inmediatas, que ascendían a
200.000 escudos mensuales (porque sin ese respaldo «se desconcertaría todo»),
era la ocasión para dar cuenta al rey de la nueva situación.84 Tras el fracaso de
las gestiones de Wittenhorst se recurrió de nuevo al padre Neyen y se logró
concertar una suspensión de armas por un periodo de ocho meses, durante el que
se reunirían los diputados de ambas partes para acordar una tregua larga o
incluso la paz. Para ello los holandeses exigían que los negociadores belgas
recibieran poder suficiente del rey antes de septiembre (mes fijado para el
encuentro), aunque la suspensión no incluía las acciones en el mar pues los
holandeses aseguraban que en tan corto espacio de tiempo no era posible avisar a
los barcos que navegaban lejos de su costa y, en todo caso, insistían en exigir un
claro poder real. En cuanto al comercio, el archiduque no prometió nada hasta
comprobar si el rey lo autorizaba con España a cambio de que abandonasen el de
las Indias.
La pertinaz inacción de la corte hacía cada día más acuciante la necesidad de
disponer de instrucciones que evitaran nuevos encontronazos entre Madrid y
Bruselas con motivo de los contactos con los rebeldes, y a mediados de año
Alberto decidió enviar a la corte al padre Neyen para tratar de forzar una
decisión lo que —inevitablemente— provocó la ira de Diego de Ibarra, aunque
el buen hacer del religioso consiguió suavizar la situación.
Estas eran las circunstancias en las que Spinola pidió instrucciones claras,
pues, aunque «puede dar algún disgusto» haber aceptado considerar como libres
a los rebeldes, estimaba que «es mejor siempre en todas cosas escoger del mal el
menos» y el tiempo pasado en Flandes le había convencido de que tras tantos
años de guerra, tantos soldados muertos o heridos y tanto dinero gastado, todo
acababa por resumirse en ganar una plaza un año para perderla al siguiente. Por
su parte Alberto aseguraba85 que la suspensión de armas obedecía al deseo de
aliviar los enormes gastos de la guerra que había dejado exhaustos los Países
Bajos.
No se le ocultaba a Spinola el mal efecto que tendría en la corte que la
suspensión no se extendiera al mar, por lo que justificó la decisión adoptada en
la intransigencia holandesa, que exigía previamente el poder real para avisar a
sus buques «y no parece que se quieran juntar hasta que venga la dicha
procura».86 Tratando de lograr una solución se enviaron a Madrid dos proyectos
de poder: el primero era de carácter general y serviría para negociar la paz; el
segundo —y era sin duda el tema más delicado— para reconocer a los
holandeses como «libres». El plan era comenzar presentando el primer poder y,
si como se temía, no resultase suficiente para los holandeses se recurriría al
segundo, lo que en opinión de Spinola era «negocio que es fuerza pasar por
ello». De acuerdo con el archiduque, la delegación belga estaría encabezada por
Richardot (presidente del Consejo) y compuesta por personas de confianza, y
contaba con que todo acabaría por resumirse en dos puntos principales: el
comercio con las Indias y el mantenimiento de las tropas españolas en los Países
Bajos (para lo que esperaba reforzar Ostende y otras plazas siempre que se
recibieran fondos que evitaran nuevos motines).
La situación económica constituía una preocupación constante, ya que el
retraso de Madrid en cumplir el acuerdo concluido con el financiero Serra «no
conviene al servicio de V. M. y a mí me echa a perder».87 Los intereses
continuaban corriendo mientras el rey no pagara lo debido y Spinola se
enfrentaba a la grave situación de ver inmovilizado su crédito hasta el punto de
que «habiendo yo obligado toda mi hacienda para su real servicio» estaba
abocado a una ruina que no solo le amenazaba a él, sino también a los parientes
que le habían ayudado en la operación. Aunque sus quejas pudieran parecer
extremadas es forzoso reconocer que no le faltaba razón:
Ahora diré solo (y lo puedo decir) que en materia de hacienda nadie, después de que el mundo es
mundo, ha hecho lo que yo, de poner cuanto tengo y sacar lo de los parientes y amigos para V. M. sin
interés de un solo maravedí y en cuantas historias antiguas y modernas hay no se verá que jamás
ninguno por su Señor haya hecho otro tanto.

Frente a las alegaciones cortesanas de que la hacienda estaba agotada, el


genovés urgía para que se realizara una nueva operación que permitiera liquidar
la que le ataba a Serra y afirmaba patéticamente que «yo no puedo estar así»,
llegando a asegurar que para pagar a sus acreedores tomaba la decisión de
vender todos sus bienes en Génova sin reservarse «ni un solo maravedí». Solo
así podría salvar su buen nombre, y aunque sus hijos quedaran sin nada, al
menos podrían guardar «el nombre de hijos de padre honrado». La realidad es
que esta solución no serviría para gran cosa, pues apenas bastaría para pagar la
cuarta parte de la deuda y arruinaría a toda su familia. «El mundo conocerá que
no merecen tal recompensa mis servicios, pero con todo esto mande V. M. lo que
fuere servido».
Los problemas de Spinola parecían importar bien poco en la corte y, como
sucedía siempre con lo que se hacía en los Países Bajos, todo eran críticas y
críticas acerca de la negociación y sobre la salvedad de que la suspensión de
armas no incluyera la guerra en el mar. El Consejo de Estado —donde ni Alberto
ni Spinola contaban con muchos amigos— estimó que había que anular lo hecho
y, con la pretensión de arrebatar a Spinola el control de las provisiones y hasta
impedirle librar fondos con su simple firma, se decidió enviar a Flandes a Diego
de Ibarra, miembro del Consejo de Guerra y uno de los más significados
halcones opuestos a la política de pacificación.
La lucha por justificar su posición (y la del archiduque) se hacía cada vez más
áspera y el general se sintió obligado a defender de nuevo88 el curso de las
negociaciones y de las concesiones que, por el momento, estaban en el aire
pendientes de la decisión de Felipe III.
Sobre la acusación de no haber incluido el mar en la suspensión (lo que para
los críticos aumentaba el daño al estar suspendida la guerra en tierra) Spinola
argumentó que eso no significaba gran cosa, ya que se limitaba a no ocupar
plazas holandesas o entrar en su territorio, cosas que —tal era la triste realidad—
caían por su propio peso pues la falta de fondos impedía otro camino, y de hecho
la suspensión no se daba en tierra al referirse solo a sitiar plazas o invadir
provincias. Pero —salvado esto— las tropas estaban en campaña y se podía
hacer la guerra como antes. Y en cuanto a la tregua en el mar, aunque bien lo
hubiera deseado, intentar lograrla habría hecho fracasar la negociación, pues
«muy poco bastaba para que aquellos que en las Islas no desean esta plática
tuviesen ocasión de poder romperla».
La discusión sobre la tregua en el mar parecía puro bizantinismo, ya que en un
plazo de pocos meses se sabría si habría una tregua o se alcanzaría la paz, pero
en cualquier caso la tregua o la paz tendría que ser «en todas partes», extremo en
el que tanto el lado archiducal como el holandés estaban de acuerdo. Resultaba
claro que «no hay más que el riesgo que se ha corrido [en] 41 años de guerra se
corra a lo peor aún cuatro meses, que no ha habido forma de excusarlo», y si este
punto era muy importante para el rey «al enemigo conviene más por tener con
esto el tráfico de España».
No se cejaba en los esfuerzos y al fin, gracias en buena parte a las gestiones
del Padre Neyen en La Haya, los holandeses aceptaron una tregua por mar que
empezaría seis semanas después del acuerdo por el rey, con lo que se conseguiría
que no enviaran navíos contra los intereses de Felipe III, pero a condición que el
poder real fuera conforme al modelo que se le había hecho llegar.
El argumento de que el rey se veía obligado a seguir gastando mucho dinero
aun existiendo la suspensión parecía evidente, pues «no se puede el primer día
gozar del beneficio de la paz, que tampoco está hecha, pero se encamina para
hacerla» y Spinola subrayaba que su petición de provisiones era menor que las
de otros tiempos, pues resultaba menos costoso mantener a la gente en los
presidios que en pie de guerra y parte de esas provisiones serviría para licenciar
tropas. Además la suspensión tenía sus ventajas. Si Mauricio hubiera tratado de
apoderarse de Amberes u otra plaza importante, habría sido imposible impedirlo,
pues las tropas vivían «sobre el país» y si se las desplazaba de donde se
encontraban no habría con qué darles de comer y se habría asistido con
impotencia a la acción del enemigo.
Sobre la reacción de los holandeses, el general estimaba que era necesario
hablar con ellos, pues era un pueblo «engañado con tan falsas razones y
opiniones tan lejos de la verdad» por sus gobernantes, que había que hacerles
conocer las propuestas españolas: «No sé si sabe V. M. las respuestas tan
impertinentes que daban los de las Islas a cualquiera que empezaba a abrir boca
para hablar de ello, y después la pena que ponían a quien hablaba de tal plática».
Remachaba esta idea afirmando que la negativa holandesa a aceptar la
suspensión en el mar obedecía a su temor de que, cuando la gente empezase a
disfrutar de los beneficios del comercio con España, resultaría muy difícil
empujarles otra vez a la guerra si las negociaciones no resultaban, y era por ello
por lo que se negaban a hablar de la suspensión en el mar hasta obtener la
calificación de «libres», lo que, aunque era mucho conceder tras cuarenta y un
años de guerra, parecía que estaba bien hacerlo.
En resumen: «V. M. se sirva mandar considerar que no está bien perder esta
ocasión que Dios sabe cuándo después volverá otra vez», y ni porque los
diputados por parte española fueran o no belgas, ni porque la tregua por mar
fuera tres meses antes o después, merecía la pena romper el concierto tan
penosamente alcanzado.
Una vez salvado —en principio— este obstáculo, surgieron dos nuevos y
serios problemas: por una parte, el conde de Fuentes, gobernador general del
Milanesado, que había recibido orden de aprestar un contingente de españoles y
napolitanos para enviarlos a los Países Bajos cuando se le indicase, decidió
enviar los napolitanos sin esperar instrucciones; por otro lado se anunciaba la
llegada a Bruselas de Diego de Ibarra. La conjunción de estos dos hechos
levantaría inevitablemente suspicacias en Holanda, dejando en pésimo lugar a
Spinola, que pidió al rey tanto la anulación del envío de tropas desde Milán
como de la misión de Ibarra, pues «habiendo reducido este negocio al término
que V. M. ve no es justo que me envíe otro, que tal pago no lo merecen mis
servicios».89 Spinola no podía mostrarse más contrario a la misión de Ibarra y
así lo manifestó:
Suplico a V. M. considere, con este pueblo de Holanda sospechoso que no tienen otra impresión sino
que los queremos engañar, el efecto que hará en este tiempo hacer venir aquí más gente por una parte
y a Don Diego de Ibarra por otra… así se sirva despachar al Conde de Fuentes para que revoque la
gente que hubiere partido y a Don Diego de Ibarra para que se vuelva.90

Sin embargo resultó imposible impedir la llegada de Ibarra a Bruselas el 21 de


junio, lo que provocó airadas quejas del archiduque,91 pues era evidente que no
se privaría de subrayar todas las críticas de la corte y, sobre todo, el disgusto de
Felipe III por haber cedido en la consideración de «libres». Ibarra tenía muy
firmes sus ideas desde el comienzo de su misión y parecía estar convencido de
que no se había informado totalmente al rey del derrotero de la negociación y de
que el interés de Spinola era acabar la guerra para resolver sus problemas
económicos.
Las noticias que recibía Alberto le confortaban en su propósito de seguir
adelante con los contactos que auspiciaban una negociación más firme, y pidió a
los holandeses el pasaporte necesario para que Neyen viajara a La Haya y
presentara las ratificaciones. Nueva cólera de Ibarra,92 que veía cómo sus
pretensiones de propugnar una política bélica se perdían en los complicados
meandros de los contactos entre holandeses y belgas. Insistiendo en su idea de
que la suspensión de armas era contraria a los intereses de la corona, llegaba a
acusar entre líneas de debilidad al rey por «haber venido en todo lo que por acá
se les concedió tan de golpe y sin razón ni necesidad enviando los poderes que
se le pidieron». Haciendo gala, como de costumbre, de una altísima opinión de sí
mismo, le parecía inadmisible aceptar que fueran solo belgas los que participaran
en la negociación y recomendó al rey que meditara cuidadosamente los
inconvenientes que, a su modo de ver, se derivarían de ello.
Spinola mostró a Ibarra su extrañeza por que Felipe III se manifestara
disconforme con la manera en que se había negociado el reconocimiento a los
holandeses, sin contrapartida, como «libres y señores», de lo que tenían pues
nada se había hecho sin el conocimiento y la aprobación real y consideraba que
la cláusula de libres no era «perniciosa». Con la arrogancia que le era propia,
Ibarra se negó a discutir de lo pasado afirmando que lo que había que hacer era
cumplir las instrucciones que traía. A ello el genovés replicó que, a falta de
confirmación por el rey de considerar a los holandeses como libres y de los que
nada se pretendía, no cabía esperar ni suspensión ni tregua ni paz, pues en esto
eran inflexibles y habían llegado a expulsar a quien se lo propuso.
A Ibarra parecía no caberle en la cabeza que los holandeses se negaran a hablar
de tregua o acuerdo si no les daba enteramente lo que pretendían; para él solo
cabía plantear semejantes exigencias a alguien que estuviese totalmente perdido
o imposibilitado y, aunque el rey deseaba la paz, no podía aceptar tal pérdida de
reputación. Spinola argumentó que la situación de la hacienda real impedía
continuar la guerra, a lo que Ibarra replicó con la posible llegada de las tropas
napolitanas, ya desaconsejada por Bruselas, pues los holandeses verían en ello
un intento de engañarlos y toda la negociación se vendría abajo.
El belicoso Ibarra no aceptó este argumento estimando que más valía contar
con esas tropas para continuar la guerra o para obligar a los holandeses a retirar
su exigencia de libertad y forzarles a negociar la tregua. Incluso si el rey enviara
los poderes como se le había planteado, verían que solo le interesaba la
suspensión y no tenía intención de desarmarse sino de mantener las guarniciones
de los presidios. Para indignación de Ibarra, Spinola se mantuvo en sus trece
sobre la necesidad de lo que se había negociado («aunque sea en aquella forma
tan desreputada») y comprobó que había convencido al archiduque de la
imposibilidad de continuar la guerra ante la falta de fondos.
Por su lado Alberto intentó rebatir las críticas93 argumentando que había
actuado «con orden expresa de V. M. de lo que se debe acordar muy bien», por
lo que no comprendía la reprobación del rey. Considerar que había actuado
contra los deseos reales era algo que constituiría un menoscabo de su reputación
que no podía aceptar cuando había ido tan lejos en la negociación «con orden de
V. M.». Por ello pidió que se subsanase la situación enviándole cuanto antes
debidamente ratificados los poderes enviados «para que mi reputación quede
salva», y aseguraba que, una vez que por su parte cumpliera aquello a que se
había obligado, aceptaría sin reservas las instrucciones que recibiera y se
romperían las negociaciones para siempre. Al entrevistarse con Ibarra apoyó en
todo momento a Spinola, solo se comprometió a que, caso necesario, haría
puntualmente lo que el Rey le mandare para proseguir la guerra, y no perdió la
ocasión de reafirmar que no se había excedido en absoluto de las órdenes
recibidas. El enviado insistió en la voluntad del rey y en la obligación de los
archiduques (como primeros beneficiarios de una tregua) de obligar a los
holandeses a aceptar las condiciones porque si Felipe III aceptara la tregua o la
paz y que fuera de los holandeses lo que tenían y quedaran como libres sin que
se pretendiese nada a cambio sería imposible hacerlo con reputación y
guardando el decoro real. El archiduque evitó dar una respuesta clara alegando
que hasta tanto no se tuviese respuesta del rey, a los poderes enviados no se
podía hacer nada y que si aprobaba lo hecho hasta entonces no cabría hacer más,
pero que si persistía en lo que figuraba en los documentos que traía Ibarra se
haría lo que mandase.
Ibarra amplió sus entrevistas reuniéndose con Juan de Mancisidor (secretario
de Estado y de Guerra) y el presidente Richardot, así como con algunos belgas y
con militares y ministros que había en Bruselas (Velasco, Borja y Niño y Lasso
entre otros), tras lo que llegó a la conclusión de que había un ambiente en contra
de cómo se había negociado, por lo que esperaba que, a la vista de la
determinación del rey, viesen que era su interés no romper con las provincias e
incluso cuando se llegara a romper comprendieran que «es de mucho menos
inconveniente proseguir la guerra».
La tregua en el mar continuaba ocupando a Spinola, que informó94 que
quedaba concertada para el 24 de junio en el Mar del Norte y en el Canal de La
Mancha y al oeste de esa zona (Mediterráneo y costa francesa hasta Berbería)
sería efectiva seis semanas después que se presentase confirmación del primer
concierto. Quedaban excluidas las Indias Portuguesas, por la dificultad de avisar
a los navíos, así como los barcos de guerra (en este caso alegaban los holandeses
que no podían hacer todavía tanta demostración de paz y que la tregua tampoco
comprendía las tropas en tierra). Y acerca de la dificultad de la consideración de
los holandeses como «libres» aseguraba que «V. M. no ponga en duda que al
mismo punto que se hable de esto estará rota la plática…consentido este punto
se acabará todo como V. M. ha mandado. No consintiéndolo queda roto todo».95
Aunque el rey firmó la ratificación del alto el fuego el 30 de junio, lo hizo en
dos versiones diferentes: en la primera lo ratificaba enteramente, pero de un
modo ambiguo; en la segunda —todavía más ambigua— aprobaba y ratificaba
todo lo contenido en la suspensión en la medida en que pudiera afectarle (lo que
podría excluir la consideración de «libres»). Además, y ello resultaría
inadmisible para los holandeses, ambas versiones estaban firmadas con la
fórmula «Yo, el rey», que implicaba el mantenimiento de la soberanía sobre las
Provincias Unidas y la consideración de los rebeldes como súbditos.
Todavía a fines de junio Ibarra continuaba afirmando que Alberto y Spinola
daban por destrozada su reputación si el rey no sancionaba lo que habían hecho,
pero persistía en su intransigencia frente a los holandeses y en el empeño en
continuar la guerra para la que se debía abandonar la idea de un gran ejército
dedicado a asediar plazas y en cambio disponer de uno más pequeño con el que
oponerse al enemigo. Tan agrio fue el enfrentamiento que Spinola decidió enviar
a Madrid a su pariente Aurelio Spinola, y escribió96 resumiendo la situación:
Aurelio era portador de los documentos de negociación de cuando se quiso llegar
a concertar una tregua larga (quedando cada uno con lo que tenía y sin tratar del
punto de «libres») y que explicaban cómo los holandeses rompieron entonces las
negociaciones. También llevaba otro documento en el que, para que no quedase
tan claro, se había intentado suavizar la calificación de «libres», pero también en
esa ocasión rompieron los holandeses si no se aceptaba lo que después se había
hecho. Se negoció una primera vez la suspensión general en todas partes del mar,
pero ni esto tuvo éxito ni se logró que la suspensión de armas fuese más amplia,
por lo que afirmaba que «lo que no quisieron hacer las Islas entonces no lo harán
ahora».
Y por si todo ello no pareciera suficiente, informó sobre el nuevo rechazo
holandés a las ratificaciones que el audiencier Verreycken había llevado a
Holanda: «Pésame de la dureza de estos hombres, pero como algunas veces he
escrito mala cosa es tratar con quien tiene poca gana de concluir lo que se
trata».97 Cierto era que aunque el rey hubiera enviado la ratificación en los
términos propuestos desde Bruselas tampoco lo habrían aceptado, pues exigían
que Felipe III usara las mismas palabras que Alberto en lo que tocaba al punto
de «libres y sobre los que no se pretendía nada», de modo que toda la
negociación quedó en espera de la resolución del rey, que, si al fin optaba por la
guerra, tendría que facilitar las provisiones necesarias para no perder los
resultados de la campaña de Frisia, porque «perdido aquel pie, Dios sabe cuándo
se podrá tornar a cobrar».
La inquina de Ibarra se centraba en el archiduque y en Spinola, de los que
afirmaba que «las dos personas que tienen esto en el estado en que está son
interesadísimas». Según él, Alberto actuaba en función del rencor que sentía por
habérsele privado del mando de las armas y del control de la hacienda y solo
quería disfrutar de paz, quietud y abundancia «en lugar de la pobreza que pasa»,
lo que no habría sido tampoco de extrañar, pues desde su llegada a Bruselas
Alberto no había visto más que pobreza y sufrimiento. Pero no era esta la única
acusación de Ibarra, sino que añadía98 que «había oído decir» que la paz le
interesaba tanto porque pensaba que podía facilitarle su deseo de ser elegido rey
de romanos («y en eso tiene puesta la mira y hechas algunas negociaciones»),
aspiración que aunque podría satisfacer al rey, puesto que le alejaría de los
Países Bajos, desechaba con desprecio estando seguro de que la hostilidad de sus
hermanos (también aspirantes al título) le cerraría el camino. Semejantes
elucubraciones no dejaban de ser puras suposiciones interesadas y producto de
informaciones que había recibido de segunda o tercera mano, como lo prueba al
reconocer que «en todo esto hablo a ciegas, aunque lo he sabido de personaje
que suele tener buenas inteligencias».
En cuanto a Spinola, Ibarra aseguraba que su objetivo principal era verse libre
de la carga de la guerra, pues si se lograba la paz resultaba evidente que vería
muy aumentada su riqueza. Le acusaba también de carecer de suficiente
experiencia militar, pensaba que el genovés temía que se produjera algún serio
contratiempo con el que perdería el prestigio que había conseguido «a costa de
dos ejércitos que se han deshecho» y por ello pretendía retirarse a gozar
tranquilamente de las generosas mercedes que le habían sido concedidas (es de
suponer que, en opinión de Ibarra, con exceso).
Pese a todo, aunque el rey no concedió entera satisfacción a las pretensiones
de Bruselas, dio por terminada la misión de Ibarra, que, «al no haber logrado
impedir las ignominiosas concesiones del Archiduque», anunció su regreso a
Madrid en términos airados, sin tener la mínima cortesía de que fuera el propio
Alberto quien lo comunicara. Quedaban así las espadas en alto mientras Felipe
III decidiera si optaba por la paz o por la guerra.
83 AGS, Estado, 2289, Spinola a Lerma, 18 de abril de 1607.
84 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, misma fecha.
85 AGS, Estado, 2289, Alberto a Felipe III, misma fecha.
86 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 19 de abril de 1607.
87 Ibid., 18 de abril de 1607.
88 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 19 de mayo de 1607. Hay dos cartas con la misma fecha, una
de ellas cifrada.
89 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 5 de junio de 1607.
90 Ibid., 13 junio 1607.
91 AGS, Estado, 2289, Alberto a Felipe III, 26 de junio de 1607.
92 AGS, Estado, 2289, Ibarra a Felipe III, 20 de julio de 1607.
93 AGS, Estado, 2289, Alberto a Felipe III, 26 de junio de 1607.
94 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 13 de junio de 1607.
95 Ibid, 26 de junio de 1607.
96 Ibid., 12 de julio de 1607.
97 Ibid., 31 de julio de 1607.
98 Ibid., 4 de agosto de 1607.
EL CAMINO HACIA LA TREGUA

Coincidiendo con estos acontecimientos se produjo la llegada a Bruselas del


nuevo embajador que reemplazaba a Baltasar de Zúñiga, encargado ahora de la
compleja embajada en París. El enviado era Don Felipe Folch de Cardona,
marqués de Guadalest, que a diferencia de su predecesor desempeñó una misión
de muy escaso relieve, pues desde el primer momento se encontró fuera del
juego político y se veía perdido y desamparado entre las furias desatadas de
Ibarra (que permaneció en Bruselas hasta septiembre pese a la orden de regresar
a España) y los complejos contactos entre Bruselas y La Haya. Nadie parecía
ocuparse de él ni hacer el menor caso de las instrucciones que pudiera tener;
carente de información por quienes debían haber confiado en él, se encontraba
aislado hasta el punto de reconocer humildemente: «Después que supe la real
voluntad de S. M. he deseado sumamente que se concluyese la tregua larga, así
por el gusto de V. M. como por lo que debe convenir a la cristiandad. Acá se ha
tratado esto con tanto recato que para poder escribir algo ha sido forzoso saberlo
por vía de las islas».99
Los avatares de los contactos entre norte y sur permiten seguir el desarrollo de
los acontecimientos: tras cierta resistencia inicial, los diputados holandeses
aceptaron continuar la tregua y que esta comenzase en el mar mes y medio
después de que se presentara la ratificación real (es decir a principios de
septiembre), confirmándose así la suspensión de armas. Pero de ahí en adelante
surgían las dificultades, pues, para continuar las conversaciones, exigían que la
ratificación del rey fuera en francés o en latín conforme al texto que habían
presentado y que se había enviado a Madrid. Ni el archiduque ni Spinola
ignoraban los peligros que la posible ratificación corría en Madrid y el segundo
salió al paso de las maniobras que trataban de boicotear las negociaciones: «He
entendido que ahí hay algunos que entienden que haciendo V. M. esta
ratificación que piden, si por ventura no se efectuase el concierto grande, quedan
ni más ni menos las Islas declaradas por libres, que es cosa tan lejos de la verdad
que ni ellos mismos jamás han pretendido».100
Tratando de aplacar los temores del rey, aseguraba que si enviaba nuevos
poderes y la ratificación tal como era pedida por los holandeses, esta última solo
se les entregaría si se conseguía alcanzar el «concierto grande». Mientras tanto, y
como prueba de buena voluntad, Verreycken se limitaría a mostrarla y prometer
que se la entregarían al llegar el gran acuerdo. Un nuevo viaje del Audiencier
sirvió para asegurar101 que los holandeses estaban de acuerdo en que los
documentos y papeles de ambas partes fuesen considerados nulos si no se
llegaba al concierto grande, con lo que no cabía afirmar —como se venía
haciendo en Madrid— que sería imposible dar marcha atrás en la consideración
de «libres». El plan era pues mostrar simplemente el documento a los holandeses
y seguir negociando y prorrogando la tregua, pero en ningún caso se les
entregaría antes de llegar a un acuerdo satisfactorio.
Felipe III aceptó por fin en agosto que se concediese «el punto de libres» a
condición de que los holandeses aceptaran consentir el libre ejercicio público de
la religión católica, y tal consideración se les mantendría durante todo el tiempo
que se respetara ese ejercicio. Pero para poder llegar a un acuerdo sobre este
punto era necesario que fuera discutido por los delegados de ambas partes dentro
del marco de la negociación de un acuerdo general, y la reunión para ello solo
podría producirse cuando se recibiese la ratificación firmada por el rey. Mientras
esto no se produjese, los holandeses querían que el tema de la religión no se
mencionara hasta el último momento, por tratarse de un tema tan delicado que
podría producir una reacción negativa tan fuerte que haría fracasar toda
posibilidad de acuerdo general.
Para allanar el camino Spinola propuso actuar siguiendo estos pasos:102
recibir la ratificación tal como la pedían los holandeses y mostrársela
únicamente, «para que estén satisfechos de la voluntad de V. M.», con lo que así
se podría continuar la negociación. Conseguido este resultado se plantearía el
aspecto del ejercicio público de la religión católica, tal como deseaba el rey, y si
durante las negociaciones se chocara con dificultades se procuraría ir
prorrogando la tregua, quedando en todo caso la ratificación en manos
españolas. Todo esto debería ir encadenándose en el tiempo, por lo que si el rey
no enviaba la ratificación se correría un riesgo cierto. Conforme a las noticias
que llegaban a Bruselas, la presión en las Provincias Unidas para romper la
negociación era cada vez más fuerte y «no habrá después otro camino que la
fuerza de las armas». Aprovechando su exposición, Spinola sugirió que parecía
apresurada la idea de abrir el comercio a los holandeses y concederles desde
aquel momento autorización para enviar seis navíos de mercaderías a Lisboa y
otros tantos a cada uno de los puertos de España. Por su parte, el archiduque
consideraba que tal concesión era una carta que se debía guardar para momento
más oportuno y, según fuese evolucionando la situación, él iría concediendo los
permisos convenientes informando de ello a su primo.
Lo delicado de la situación hizo que en octubre, recibidas ya las ratificaciones,
el archiduque no se hubiera aún decidido a plantear a los holandeses el punto
relativo al ejercicio de la religión; le parecía que el momento adecuado era la
reunión de los delegados de ambas partes y, si se planteaban dificultades, se
continuaría negociando la prórroga de la tregua. Spinola advertía, por su parte,
que «se correría el riesgo que se les antojase alguna extravagancia como sería
decir que antes de la Junta quieren concertar que no se trate de ello y con esto
romper la plática de todo punto».103 Por fin en noviembre se abrió el camino
hacia un encuentro en La Haya, y aunque por los «rebeldes» se afirmó que no
aceptarían nada que fuera contra su libertad, la respuesta fue que en una
negociación era lícito que cada parte presentara sus pretensiones que podrían ser
rechazadas o aceptadas pero tras ser discutidas.
Cuando se les negó la entrega de la ratificación «se alborotaron muchísimo»,
asegurando que ello era apartarse totalmente del concierto que se buscaba y que
les parecía una treta para engañarlos, ya que se establecía en ella que carecería
de valor si no se llegaba al acuerdo final. Aunque el alboroto estuvo a punto de
poner fin a la negociación, como ambas partes eran conscientes de que nada
tendría valor si no se lograba llegar a buen fin —como había estipulado el rey
claramente— al archiduque le pareció prudente considerar que no estaba fuera
de razón acceder a la petición holandesa y evitar la ruptura en ese momento, por
lo que Spinola pudo informar de que:
Procuróse que se obligasen las Islas a restituir la ratificación; respondieron que bastaba que fuese nula
y que S. M. misma hubiese puesto la condición sin obligarles a que ellos mismos confesasen no ser
libres, como el mundo entendería que lo confiesan si ellos mismos se obligasen a restituir la
ratificación, que se entiende sería por este punto. Y en fin se tuvo por acertado el entregársela.104

En estas circunstancias era necesario que Felipe III enviase un nuevo poder,
pues era de prever que el anterior (que los holandeses no debían de llegar a
conocer siquiera) sería rechazado por los Estados Generales, puesto que como
exigían que en el poder se les denominase como «libres», permitirles ver el que
se había recibido sin esta fórmula sería brindarles una nueva ocasión para
romper las conversaciones.
Finalmente los Estados Generales escribieron al archiduque el 23 de
diciembre, dando así paso a la negociación formal y aceptando la reunión en La
Haya de sus delegados y los diputados que designara Alberto. Avanzando con
cautela, incluían la propuesta de prorrogar por tierra y por mar por un mes o seis
semanas el cese de armas que vencía el 4 de enero. Alberto acogió la propuesta
con alivio y, manifestando su satisfacción, nombró a los delegados que a
mediados de enero viajarían a Amberes en espera de pasaportes para ir a La
Haya. Sin embargo hubo aún otro enfrentamiento, pues los holandeses solo
querían recibir a belgas como interlocutores, aunque aceptaran «uno o dos
extranjeros», pero a condición de que no tuviesen un alto cargo en el ejército.
Tras un tira y afloja Alberto logró hacer aceptar la lista de sus representantes:
Spinola, Richardot, Juan de Mancisidor, Verrycken y el padre Neyen. Spinola
trató de rehuir esta nueva misión que la confianza del archiduque quería
imponerle, pues le parecía que ponía en riesgo su reputación tomando parte «en
cosa tan incierta» y, aunque intentó convencerle para que le liberase de esta
obligación, ante su insistencia no tuvo otro remedio que aceptar.
Comparado con las negociaciones de paz parecía relativamente menor: se
habían producido nuevos motines que la escasez crónica de fondos impedía
evitar y esto podía tener graves consecuencias sobre el proceso negociador que
tímidamente se esbozaba. Tanta fue la insistencia de Spinola que el Consejo de
Estado sometió al rey una consulta con su parecer sobre lo que cabía hacer. Para
el Consejo, la posibilidad más radical consistía en pagar lo debido a los
amotinados y a continuación separarlos del ejército, ejecutar a los cabecillas y
expulsar al resto de los Países Bajos. Solución más suave sería licenciar a todos
los amotinados y expulsarlos de todas las posesiones de la corona bajo pena de
muerte. Ante el temor de que pudieran pasarse al enemigo, el Consejo se inclinó
por la segunda opción, pero los meses pasaban sin que se resolviese la situación
y, en septiembre, el general tuvo que insistir suplicando al rey que ordenase el
envío de fondos con los que pagar a los amotinados, pues si se produjese un
nuevo motín («como se corre cada día el riesgo») no habría forma de resolverlo.
No fue hasta diciembre cuando se publicó el bando en que se les concedía un
plazo de veinticuatro horas para que abandonasen todos los países y estados de
Flandes, «so pena de la vida», condición que se extendería a todos los reinos de
la corona.
Enero de 1608: los diputados católicos obtuvieron al fin el salvoconducto para
reunirse en La Haya con sus oponentes y, como lo cortés no quita lo valiente,
fueron recibidos con cortesía por los políticos y con esperanza por la población.
La posibilidad de una negociación en firme atrajo a representantes de Francia,
Inglaterra, Dinamarca, Palatinado, Brandemburgo y Hesse, amigos y aliados de
los holandeses. Las primeras reuniones se limitaron a un tanteo en el que los
holandeses pidieron como requisito previo para empezar a negociar que se les
entregase el poder de Felipe III. Pese a la resistencia belga, hubo de aceptar la
petición y, accediendo a otra exigencia, el archiduque otorgó un nuevo poder a
sus diputados para acordarlo en todo punto con el último enviado por Felipe III.
Las reiteradas peticiones holandesas de que ambas partes presentaran
propuestas concretas colocaron a Spinola y sus compañeros ante un serio
problema, pues, como carecían de instrucciones, una negativa podría hacer
peligrar toda la negociación. Por ello Richardot aconsejó al archiduque que se
aceptase la propuesta holandesa de dejar a un lado por el momento el problema
del comercio, pero lo que ignoraban los delegados católicos era que, pocos días
antes, el Consejo de Estado había insistido ante el rey en su obligación de
mantener la exigencia en el tema de la religión:
La instrucción que el Señor Archiduque dio al Marqués Spinola y a los demás comienza bien pues se
pone en primer lugar lo de la religión, aunque no con la fuerza que Vuestra Majestad ha mandado…
solo por este aspecto ha venido Vuestra Majestad en cederles la soberanidad… y así será bien escribir
a Su Alteza y al Marqués que, aunque Vuestra Majestad cree tendrán en la memoria lo que sobre este
punto ha ordenado,… ha querido acordarles que por ningún caso se debe venir en cosa que sea
contraria a este fin.105

Chocaban así las estrategias de Madrid y de Bruselas y, cuando Spinola aceptó


intercambiar propuestas con los holandeses, estos presentaron una lista de
veintiocho puntos que dejaban en el aire las siete propuestas españolas (breves y
difícilmente comprensibles), con lo que la negociación volvía a quedar estancada
cundiendo el desánimo tanto entre los delegados católicos como entre los
observadores. Pese a todo se continuó hablando para intentar evitar un colapso
total.
Sobre la tregua solo se logró su prórroga hasta finales de marzo, sin que
tuvieran éxito los esfuerzos por ampliarla y hacer cesar los actos hostiles.
El comercio con España y con las Indias dio lugar a una maniobra dilatoria al
pedir los delegados holandeses que no se les obligase a tratar este asunto con los
Estados Generales tan tempranamente, pues para ellos se trataba de un punto de
gran importancia y, aunque celebrasen la apertura con los puertos de España, no
admitían que se les impidiese comerciar con aquellos lugares que consideraban
que no estaban sometidos al rey de España. A ello se replicó que tomasen el
tiempo que desearan, pero que era forzoso tratar el asunto.
Mientras tanto, en Madrid arreciaban las críticas contra la política pacifista de
Lerma, cuya situación (que obviamente afectaba también al rey) parecía cada
vez más precaria y el Consejo de Estado se opuso a aceptar las propuestas
relativas a la religión y al comercio, considerando que si los holandeses lograban
establecerse en las Indias empeoraría la situación bélica, por lo que recomendó
buscar un armisticio de tres o cuatro años como medio de prolongar las
negociaciones y hacer comprender a Alberto y a Spinola que se prefería la
guerra a ceder a las presiones de los rebeldes.106
Al ser rechazadas las ideas holandesas, sus delegados propusieron tres
posibilidades:

1. No ir a los sitios del rey, pero si a los otros.


2. Establecer una tregua desde el cabo de Buena Esperanza hacia el este y
durante ella negociar la navegación hacia esa parte del mundo.
3. Finalmente sugerían copiar el sistema de la paz con Inglaterra de 1604, de
forma que quienes fueran a las Indias lo harían cargando con el riesgo, pero
esto suscitó las protestas de la Compañía de las Indias, que alegaba que los
Estados Generales les habían prometido ese comercio durante catorce años y
tenían allí muchas mercaderías.

Al no resultar satisfactoria una nueva propuesta holandesa sobre el comercio


con las Indias, Richardot estimó que si acababa la tregua sin acuerdo sobre ese
tema el rey quedaba libre para reanudar la guerra. Spinola, por su parte,
aconsejó107 negociar una reducción de los nueve años de tregua propuestos por
los holandeses y establecer que si, terminada la tregua, no se hubiese alcanzado
acuerdo sobre este aspecto, no por ello se entendería rota la paz, sino que la
misma continuase en las Indias, pero Felipe III podría suprimir el permiso para
el tráfico con España (que Spinola consideraba para los holandeses de mayor
interés que el de las Indias)
Como era lógico, el punto de la consideración como «libres» suscitó un amplio
debate. Aunque Spinola afirmaba que «no repararíamos a su tiempo en otorgar
este punto a su satisfacción, que habiéndolo prometido V. M. podían estar ciertos
que se les cumpliría», los holandeses querían que se les asegurase este punto, sin
que contra su libertad (como decían) se propusiese ni acordase ningún otro, ni en
lo tocante a la religión ni al gobierno, y parecían estar dispuestos a romper la
negociación si no se les daba esta garantía.
Para los holandeses, pretender discutir de religión era ya ir contra su libertad y
se amparaban en el apoyo que podían prestarles no solo los príncipes
protestantes, sino especialmente Enrique IV. Parecía que este aspecto estaba
encaminado al fracaso y que toda la población de las provincias lo había
asumido ya que «ni aun de los católicos ha habido hasta ahora uno solo que nos
haya hecho decir [que] procuremos nada por ellos, y los diputados de las Islas
tienen orden de romper por este punto y deshacer la comunicación persistiendo
nosotros en él», por lo que los delegados archiducales prefirieron reservar este
tema para el final de la negociación.
¿Cuál podía ser el camino a seguir en estas circunstancias? Algunas provincias
(encabezadas por Zelanda) eran totalmente opuestas a la paz y recurrieron al
ardid de pedir que se les presentaran todos los puntos de la negociación. Al
obligar así a plantear el punto de la religión, pedirían discutirlo en primer lugar
y, ante la previsible insistencia católica, tendrían ocasión de romper la
negociación. Los delegados católicos trataron de evitar esta trampa prefiriendo
negociar los puntos uno a uno y mantener la libertad de proponer lo que
considerasen conveniente. De esta forma la decisión por paz o guerra quedaba en
un inestable equilibrio que podía romperse en cualquier momento por lo que
Spinola urgió al rey:
Si V. M. está resuelto de no hacer la paz de otra manera, no hay que decir más. Solo suplicar a V. M.,
pues no hay esperanza de poderlo alcanzar, se sirva de mandar hacer luego provisiones para la guerra
porque después no llegarán al tiempo que son menester.
Incluso el partido de la paz en las Provincias estaba de acuerdo con los
contrarios a ella:
El pueblo de aquí, en general, parece muy deseoso de la paz, pero él no puede nada. Los que
gobiernan, parte son deseosos de ella y parte no… y así no ponga V. M. duda que si viniese alguna
ocasión, que gozarán de ella los que desean romper y que tendrán autoridad de poderlo hacer.

Los observadores de terceros que asistían a la negociación estaban empeñados


en conocer el derrotero que podía tomar la política del archiduque, y Spinola les
comunicó que este «se contentaba de ir prorrogando la tregua como está,
ajustando algunos puntos de hostilidad y comercio». Pero la respuesta no les
satisfizo y aseguraron que «en ninguna manera» cabía pensar en esto, pues los
holandeses no aceptarían una tregua sin que se estableciera claramente el punto
de «libres». Como de costumbre, Enrique IV no perdía ocasión de atizar el fuego
y Jeannin regresó de París con la noticia de que su rey continuaría apoyando a
las provincias, pese a los esfuerzos que para impedirlo había hecho don Pedro de
Toledo. Ante el peligro de una nueva guerra Jeannin unió sus esfuerzos a los de
los enviados ingleses y alemanes, proponiendo una tregua larga durante la que
España reconocería la soberanía y permitiría el libre comercio y amenazando a
los holandeses con dejarles solos frente a la Monarquía Hispánica.108 En todo
caso, la actitud del francés planteaba dudas entre los negociadores católicos:
Spinola, al informar que las negociaciones habían quedado rotas, indicaba que
«el presidente Jeannin dice que propondrá la tregua, pero con el punto de libres.
Hémosle respondido que en este punto no podemos venir en ninguna
manera»,109 lo que no acababa de coincidir con la opinión de Mancisidor: «Lo
poco que se puede esperar de los oficios del Rey de Francia, pues dice Jeannin
que su amo no quiere tregua por años, sino que aquellas provincias queden
libres».110
Obligados los holandeses de esta manera, volvieron a la mesa de negociación a
sabiendas de que la proposición no sería aceptada en Madrid y tratando así de
negociar directamente con Alberto, al que consideraban un interlocutor más
débil y al que trataban de colocar en el dilema de desobedecer al rey o
recomenzar la guerra. La oferta del archiduque (tregua de siete años, con la
consideración de «libres» durante la misma y no discusión del tema del
comercio) fue rechazada, quedando interrumpidas las negociaciones. Ante la
firmeza de la posición católica, los embajadores aconsejaron romper las
negociaciones, pues cuanto más se tardara en comprobar el desacuerdo mayor
sería el disgusto e inconveniente. Parecía que finalmente el equilibrio se había
roto y, tras un debate en los Estados Generales sobre la prórroga, Spinola tenía
que sincerarse:
No hay esperanza alguna de poderse efectuar, pues todas las Provincias y todos los particulares de
ellas se han declarado en todo y por todo contrarios con tal obstinación que los de Zelanda dijeron que
si hubiese uno que aprobase esta suerte de tregua lo tendrían por traidor a sus Estados, y el Conde
Mauricio dijo que lo mismo era hacer esta tregua como venir a obediencia de S. M. y V. A. 111

Incluso tras entrevistarse con Mauricio (para quien «la querella general no
debía impedir la amistad particular») la situación parecía desesperada, como lo
demuestra la forma en que transcribió al archiduque las palabras del Estatúder:
Yo quiero hablar libremente la paz. Creo que el Rey no la quiere pues pone condiciones en ella que
debe bien saber que nosotros jamás las otorgaremos. La tregua tengo por cierto que la querrá, pero
nosotros bien debéis pensar que no estamos a tiempo de rendirnos… Bien se sabe que cuando unos
vasallos vienen a hacer estas treguas con sus príncipes tras ello sigue luego la obediencia, y que así es
lo mismo hacer tregua que rendirse.

Cerrado el camino «no hay más que pensar en paz ni en tregua llana y que V.
A. vaya disponiendo las cosas para la guerra». Y aunque pretendiesen
permanecer en La Haya hasta recibir respuesta del rey no quedaba sino esperar a
que los holandeses les señalasen el camino de vuelta a Bruselas. Pero Felipe III
no parecía estar dispuesto a dar su brazo a torcer y, lamentando la insolencia de
los rebeldes y la mala intención del rey de Francia, pretendía prologar la
negociación para que se alargara la tregua sin mostrarse dispuesto a alterar ni un
ápice su resolución sobre la religión y el comercio con las Indias. Por ello
instruyó al archiduque para que «si se pudiese diestramente convertir [la tregua]
en suspensión de armas sería lo más a propósito porque, aunque en sustancia es
todo uno, suena mejor… no se ha de conceder más que libre comercio en las
partes donde antiguamente se solía haber, sin tratar de Indias, porque estas han
de quedar excluidas… y se ha de estar firme en la resolución de los dos puntos
de religión y de navegación de Indias».112 Además, a través del secretario
Prada, trasmitió instrucciones para que los diputados católicos tuvieran bien
presentes sus deseos.113
En el punto de la religión el rey no dejaba lugar a dudas:
Su determinada voluntad, última e inconmutable resolución es que si los de las Provincias Unidas
vinieren en que en todas y en cada una de ellas haya el ejercicio público y libre de nuestra santa fe
católica, apostólica y romana para todos los que en ella quisieren vivir y morir, en precio de esto…
vendrá en cederles la soberanidad que de las dichas Provincias le pertenece… para que los naturales y
moradores de ellas gocen de ella y sean libres por todo el tiempo que durare el dicho ejercicio público
y libre… y no por un solo día ni una hora más… pueden estar seguras debajo de la palabra real de
S.M. que de su parte se cumplirá inviolablemente lo que les prometiera.

En cuanto a la navegación de las Indias, se había discutido la posibilidad de


conceder un plazo de seis u ocho años para permitir a los holandeses recuperar
los bienes que tuvieran allí, fijándose como condición el cierre del acceso a los
mercados de España e Italia si transcurrido ese plazo persistían en continuar el
comercio con las Indias. Pero Felipe III fue tajante en la negativa, manifestando
que no estaba dispuesto a conceder la navegación «ni por una sola hora», ya que
para recuperar esos bienes no necesitaban ni tanto tiempo ni enviar navíos, «pues
se podrá dar tal orden de traerlas que puedan justamente contentarse».
99 AGS, Estado, 2289, Guadalest a Felipe III, 14 de agosto de 1607.
100 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, misma fecha.
101 Ibíd., 21 de agosto de 1607.
102 Ibid., 8 de septiembre de 1607.
103 Ibid., 11 de octubre de 1607.
104 Ibid., 12 de diciembre de 1607.
105 AGS, Estado, 2025, CCE, 28 de febrero de 1608.
106 BN, Mss. 11124, copia de una CCE, 26 de marzo de 1698.
107 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 30 de marzo de 1608.
108 AGS, Estado, 2290, Papel que los embaxadores de príncipes que están en La Haya dieron a los
Estados de Holanda sobre la tregua.
109 AGS, Estado, Francia, 1461, Spinola a Alberto, 26 de agosto de 1608.
110 AGS, Estado, 2025, Mancisidor al secretario Andrés de Prada, 13 de septiembre de 1608.
111 AGS, Estado, 2290, Spinola a Alberto, 15 de septiembre de 1608.
112 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Alberto, 15 de julio de 1608.
113 AGS, Estado, 2295, Instrucción (firmada por el Secretario Andrés de Prada), 31 de octubre de 1608.
AL FIN LA TREGUA

La distancia entre Madrid y Bruselas y la exasperante lentitud de la burocracia


de la corte eran tremendas rémoras, por la tardanza que suponía tener que
esperar cada vez una respuesta del rey cuando la negociación era una realidad
que se alteraba casi día a día. Las negociaciones de La Haya llevaron a la
desagradable consecuencia de que el rey se mostrara extremadamente disgustado
por la actuación de los delegados católicos:
He visto lo que el Marqués Spinola y el Presidente Richardot escribieron a V. A. [sobre] el coloquio
que pasó entre él y el presidente Jeannin y lo que V. A. les respondió y ordenó, y háme causado mucha
novedad que, habiéndome V.A. avisado de lo que antes había pasado y en el estado en que quedaban
las cosas en La Haya y ordenado a nuestros diputados que entretuviesen la negociación hasta que yo
respondiese, no esperase mi respuesta.114

Cruzándose con las instrucciones de Prada y esta regañina del rey, Spinola
había enviado un extenso memorial115 en que recapitulaba la situación tal como
estaba planteada acabado el verano. Tras la ruptura provocada el 25 de agosto
por los holandeses, los embajadores extranjeros propusieron una tregua cuyas
condiciones se trasmitieron al rey y al archiduque, y Jeannin propuso a
Richardot que se hiciese una tregua y que en el punto de «libres» se usaran las
mismas palabras que en la primera suspensión de armas por ocho meses, pues
ello no implicaría renuncia del rey a sus derechos y tales palabras tendrían solo
la misma duración que la tregua. Y si el rey sentía escrúpulos podría poner las
mismas condiciones que en la primera ratificación pues confiaba en que los
holandeses admitirían esta segunda como lo hicieron con la primera.
A reserva de la aprobación del rey, Alberto ofreció que la tregua se hiciera por
siete años, manteniendo los términos de la primera en cuanto a la consideración
de libres y quedando la navegación en el estado en que se encontraba en esos
momentos. Pero como ni quería ni podía aceptar la petición de los embajadores
de que hablara únicamente en nombre de Felipe III, estos consideraron inútil
prolongar las negociaciones confirmando el documento holandés en que se
señalaba a los delegados católicos que, si no se les otorgaba el punto de libres,
debían abandonar La Haya el 1 de octubre, lo que así se vieron obligados a hacer
regresando a Bruselas.
Con el deseo de prolongar la tregua, el archiduque —creyendo de buena fe
responder a los deseos del rey— amplió su oferta a través de Jeannin,
proponiendo ampliarla a veinte y hasta veinticuatro años, esperando que este
plazo y el comercio permitieran alcanzar lo que no se había logrado por las
armas. Para ello envió a Felipe III tres textos diferentes (según debiera figurar él
solo, o junto al rey o se quisiere modificar el texto) entablándose una lucha
contra el tiempo y contra las reducidas ofertas reales (inferiores a las
concesiones hechas por Alberto), pero esto no solo motivó una «llamada al
orden» de Felipe III, sino que el mismo Consejo de Estado propuso que se le
reprendiera116 y que el propio Lerma afirmase que era imposible un acuerdo
más desgraciado que la tregua de siete años negociada a espaldas del rey y en
infracción de las estipulaciones del Acta de Donación.
Spinola, consciente de que Felipe III no estaba inclinado a la tregua y que solo
cabía impedir la navegación manu militari, se preguntaba si la tregua no
resultaba más conveniente «pues la experiencia ha mostrado que por vía de la
guerra no se les quita, no hay que reparar en lo de hacer tregua pues, a lo peor
que sea, en lo de aquí V. M. se excusa de tantos gastos como en la guerra son
menester, y lo de las Indias queda en el mismo estado que ahora», y una vez más
argumentaba que la ganancia que el comercio con España reportaría a los
holandeses les haría ir perdiendo interés por el de las Indias.
En cuanto al tema de la religión, norte y guía del empecinamiento filipino,
Spinola mostraba su escepticismo, estimando que la tregua podría beneficiar a
los católicos, ya que si se mantenía el estado de guerra se verían probablemente
sometidos a gravámenes extraordinarios y serían tratados con más rigor por las
sospechas que podrían recaer sobre ellos. Además «cuarenta años de guerra han
mostrado que por esta vía no solamente no se ha mejorado lo de la religión, pero
empeorado cada día».
El problema de la fórmula de la ratificación fue el caballo de batalla utilizado
por unos y por otros para dar tiempo al tiempo o para amenazar con la ruptura.
Había tres posibilidades para redactar este documento: usar exactamente las
mismas palabras ya utilizadas en la suspensión de armas de ocho meses, hacer
esto mismo pero añadiendo el nombre del rey, y, finalmente, modificar el texto.
Había que hilar muy fino y por ello Spinola aseguraba:
Su Alteza se resuelve en ello haciendo cuenta de que mientras no hay palabras de renunciación ni
tampoco dice expresamente que los tiene por libres siempre, siendo palabras dichas en una tregua, se
ha de entender que tengan su efecto [por] cuanto dura la dicha tregua… que así lo entienden en
Francia y lo entenderá todo el mundo… y aunque [Alberto] hable en nombre de V. M. no por eso
perjudica a V. M. pues no tiene poder para ello, que el que tiene no nombrando en el concierto el
punto de la religión ni diciendo que se haya acordado nada en él, queda de todo punto nulo.

Este era el tema central sobre el que giraba todo el entramado diplomático que
se trataba de anudar en La Haya, y en el que no solo chocaban los intereses de
España y los Países Bajos frente a los de las Provincias Unidas, sino que a su
alrededor se entrelazaban los de los países protestantes y de una Francia
(teóricamente) católica. Poniendo a Felipe III ante su responsabilidad, el genovés
escribía:
La ratificación que V. M. habrá de hacer, que es la que obliga a V. M., estará en su arbitrio de hacerla
como quisiere. Si V. M. se contentara de esta forma, con ratificarla está acabado todo. Si no, podrá
hacerla ratificar limitando las condiciones como hizo en la suspensión de armas de ocho meses. Si la
admiten las Islas, como la admitieron otra vez también, tiene su efecto el concierto sin que V. M.
reciba perjuicio ninguno. Si por ventura las Islas no quieren admitir la ratificación con las condiciones
que V. M. le pusiere no habrá otro daño solo de cómo se rompería ahora la guerra, romperla entonces.

Tal era la cruda situación y el empecinamiento de Felipe III obligaba a pedir


que «V. M. se sirva de mandar proveer lo necesario para la guerra… porque
todas estas pláticas de tregua son muy dudosas». Spinola no podía por menos de
intentar buscar una paz honorable, por lo que no dudaba en decir al rey lo que
pensaba: «Y es que me parece que V. M. mande que en cualquiera de estas
propuestas concluya S. A. la tregua». Si en definitiva se optaba por la guerra,
eran necesarios 300.000 escudos mensuales, pues el general continuaba siendo
claro partidario de la guerra ofensiva que tan buen resultado había dado durante
la campaña de Frisia. Pretender que la defensiva era menos gravosa le parecía un
error: los rebeldes disponían de la facilidad de desplazarse por los canales con
una rapidez a la que no podían aspirar las tropas españolas, y como ejemplo
afirmaba que si Mauricio asediaba Rheinberg (lo que podía hacer fácilmente
llevando su ejército por el agua) se apoderaría no solo de la plaza, sino a
continuación también de todo Gueldres, mientras que los españoles tendrían que
ir a pie permitiendo con ello a los holandeses asediar Amberes (que con
seguridad tomarían antes de que se pudiese socorrerla). Los partidarios de la
guerra defensiva estimaban que lo mejor era aprovisionar bien todas las plazas y,
sin tratar de socorrerlas, dejar que el ejército enemigo gastase tropas y dinero en
conquistar una o dos al año, lo que no sería demasiado grave, y se podrían
recuperar más tarde. Para Spinola esto era desconocer por completo la situación
en los Países Bajos, ya que no dudaba de que si el enemigo veía tanta debilidad
no perdería el tiempo en ocupar plazas pequeñas, sino que atacaría directamente
Amberes o Brujas, pues las ciudades de los Países Bajos estaban rodeadas de
terreno firme, lo que facilitaba el asedio (mientras que las holandesas estaban
rodeadas de agua y su asedio era mucho más difícil).
Spinola defendía su modo de entender la guerra y avisaba del peligro en los
propios Países Bajos:
Esta forma de guerra de ir defendiendo las villas con la gente que hubiere en ellas sin salir con ejército
en campaña a hacerlo, quisiese Dios que aunque las de Holanda y Zelanda son puestas en medio del
agua… se resolviese el enemigo de hacer la guerra de esta forma… Aseguro a V. M. que si el país
obediente ve que no hay otra apariencia de acabar la guerra y que V. M. se pone aquí a la defensiva y
que empiece a perder plazas y reputación, se levantará. Y no crea V. M. que la gente que está aquí sea
bastante para contra el enemigo y el país obediente.

Y como además se había estado durante dos años sin guerra, si ahora se
decidía empezarla de nuevo era preciso disponer de elevadas provisiones para
disponer de artillería y municionar las plazas, de forma que a los 300.000
escudos mensuales que ya había pedido añadía otra ayuda extraordinaria de
400.000 y el envío urgente del mayor número posible de soldados españoles que
formaran las tropas de refresco. Todo ello era necesario antes de que llegara la
primavera, pues era de temer que Mauricio, con tropas descansadas y suficiente
dinero, podría comenzar sus ataques en 1609, apenas pasados los últimos fríos.
En palabras de Spinola «salir antes o después importa tanto como sería que él
venga a hacer la guerra en nuestra casa o irla a hacer en la suya».
Todos los esfuerzos estaban encaminados a convencer al rey de que admitiese
una tregua conforme al acuerdo de alto el fuego por ocho meses que se había
alcanzado en la primavera de 1607117 y que en su momento había sido
ratificado tanto por los archiduques como por el propio Felipe III (aunque lo
hubiera retrasado hasta septiembre). El problema que se había planteado al rey
no era tanto el cese de las hostilidades en el mar, sino, principalmente, que los
archiduques se habían mostrado dispuestos a «tratar con los Estados Generales
de las Provincias Unidas en calidad y como considerándolos por países,
provincias y estados libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada»118,
requisito irrenunciable para los holandeses que provocó la indignación en la
corte y motivó el retraso en la ratificación. Y, aunque el rey terminara aceptando
el tratamiento de «libres», añadió la salvaguardia de que si el tratado principal
sobre la paz o la tregua larga no llegaba a concluirse, su ratificación quedaría sin
valor como si nunca se hubiese hecho.
Tras meses de resistencia por parte de los Estados Generales, la negociación se
inició a principios de 1608, pero en todo momento chocaban las posiciones de
los negociadores, enfrentados por el libre ejercicio de la religión y por la libertad
de comercio con aquellas partes de las Indias no sometidas a la Monarquía
Hispánica. Según avanzaba el año, cada vez estaba más claro que ni los
holandeses estaban dispuestos a ceder en el tema de la religión (que para ellos
era asunto que tocaba a su exclusiva soberanía), ni Felipe III aceptaba ceder en
el comercio con las Indias (que era tanto como perder el monopolio de la
navegación a esas partes del mundo). Con ello se iba poniendo en peligro la
ratificación de 1607 y se regresaba a la declaración de abril de ese año, que, en
opinión de muchos, era tanto como reconocer la independencia de las Provincias
Unidas. Pero lo cierto es que Madrid y Bruselas se veían ante el problema de que
no cabría más que la guerra defensiva, lo que no era precisamente algo que
pudiera reforzar su posición negociadora. La situación aparecía con tintes tan
negros que incluso el propio Consejo de Estado había tenido que admitir, ante la
falta de fondos, que no cabía sino «escoger de los males el menos y ello cortar
un miembro para salvar todo el cuerpo»,119 con lo que no le cabía más opción
que no dar por cerrada la negociación.
Octubre de 1608: llegados al punto muerto en las negociaciones los delegados
católicos habían regresado a Bruselas, no sin que Alberto y Spinola cejaran en
sus intentos de convencer a Felipe III de la importancia de mantener la
negociación para llegar a un acuerdo. Por no romper los contactos, y en espera
de lo que dispusiera el rey, Alberto había propuesto utilizar la segunda de las
fórmulas presentadas (limitar las condiciones como en la tregua de ocho meses),
pero cabiendo siempre la posibilidad de que la ratificación por Felipe III se
hiciera tal y como se había redactado en la primera ocasión. El cálculo que se
hacía era que si los holandeses ya lo habían aceptado una primera vez, era
razonable pesar que lo harían de nuevo cuando se estaba más cerca de obtener un
resultado. Fuera de esto no había otro camino para Spinola sino reanudar la
guerra, bien de modo inmediato o pocos meses después, y defendía haber
mantenido el contacto con Jeannin porque si «el enemigo propone una cosa que
parece nos puede estar bien, creo será menor mal oírla y tratarla que no
admitirla, pues si se viene a lo que está bien, aunque sea por medio de enemigo,
poco importa».120
En un nuevo intento de convencer al rey, en ese mes los archiduques
despacharon a Madrid a Mateo de Urquina (oficial mayor de la Secretaría de
Estado y de Guerra) siendo portador de las tres redacciones posibles:

1. Que Sus Altezas tratan con los Estados en calidad y como teniéndolos por
estados libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada y, en fin,
prometen que Vuestra Majestad hará semejante declaración,
2. Los Archiduques tanto en su nombre como en nombre del Rey consienten y
se contentan en tratar con los dichos Estados en calidad y teniéndolos por
estados libres y sobre los cuales Su Majestad y Sus Altezas no pretenden
nada y, en fin, prometen la ratificación,
3. Que Sus Altezas, tanto en su nombre como en el del Rey, tienen y
reconocen estos estados libres sobre los cuales Su Majestad y Sus Altezas no
pretenden nada y, en fin, prometen la ratificación de Su Majestad.121

Spinola por su parte también solicitó la autorización del rey:


La primera [redacción] es puntualmente como la suspensión de armas de ocho meses en que se dice
que SS.AA. tratan en calidad y como teniendo los estados por libres, sobre los cuales SS.AA. no
pretenden nada y, en fin, prometen que V. M. hará semejante declaración. La segunda, lo mismo pero
añadiendo el nombre de V. M. Y la tercera, mudando alguna palabra.

Con la esperanza de alcanzar alguna forma de paz, aunque fuera solo temporal,
era preciso seguir insistiendo en que aunque el archiduque llegara a un acuerdo
en nombre del rey, como carecía de poder adecuado, el resultado no obligaría al
monarca. El general argumentaba que intentar mantener en pie la tregua no
obedecía simplemente al concierto que se había alcanzado, sino que sobre todo
se buscaba disponer de tiempo para ir allanando las dificultades que todavía
obstaculizaban el camino. Como los holandeses no querían oír hablar del punto
de la religión, había que hacer jugar la idea de que mientras no se hiciese firme
la tregua tampoco podía tener ningún efecto el punto de «libres». Con estos
argumentos se cerraba el círculo de cautelas con el que Alberto y Spinola
intentaban calmar las impaciencias y las reticencias de Madrid: al no tener
Alberto el poder adecuado y no poderse tratar el tema de la religión, la
«libertad» de las provincias era una figura que permanecía en el campo de lo
posible, pero no de lo real. Sin embargo el esfuerzo resultó inútil y Urquina
regresó a Bruselas sin haber logrado su propósito, por lo que el archiduque que
(a través de los mediadores) había propuesto la segunda fórmula pensó enviar a
Madrid a su confesor, Fray Iñigo de Brizuela, para tratar de convencer al rey de
que «podía venir en esta forma de tregua sin que de ello se siguiesen los
inconvenientes que a S. M. se le habían representado y por los cuales en ninguna
manera quería venir en dicha tregua».
¿Qué ventajas podía entonces tener una ratificación condicional? La
diferencia, que con retorcimiento maquiavélico ponía de relieve Spinola, era que
si los de las Islas venían en la tregua ello era bajo la condición de que la
ratificación fuese incondicional, «y en eso consiste la diferente inteligencia de
las partes… ellos harán la tregua con el fin de que V. M. la ratifique llanamente y
nosotros la haremos con intención de ratificación condicional. La disputa vendrá
después, al tiempo de presentar la ratificación».122 Pero esto era sin contar con
la presión que los holandeses, cansados de tergiversaciones y esperas, decidieron
hacer pesar sobre el archiduque, haciéndole llegar un auténtico ultimátum:
Juran y prometen por esta que en todo caso y antes de que se pase adelante a la conclusión de la paz
con los diputados del Rey de España y Archiduques se ha de especificar y declarar llana y lisamente la
cualidad de las Provincias Unidas como tierras libres en las cuales ni el Rey de España ni los
Archiduques pretenden cosa alguna. Y esto en la forma mejor que ser pudiere, sin que contra la
libertad de ellas se proponga ni acuerde ningún punto tanto en materia de religión como en el de
gobierno de la República de ellas y, en caso de que el Rey de España o los Archiduques se proteste
algo contrario a esto, se romperá y deshará luego la dicha comunicación… y se proseguirá la
guerra.123

Fue poco antes de recibir este escrito cuando el archiduque decidió jugar la
que, dada la presión creciente, casi podría ser su última carta: enviar a Madrid a
Fray Iñigo.124 Este viaje era un intento desesperado de evitar la ruptura de las
negociaciones y modificar la visión del rey, haciendo hincapié en que ni existía
la supuesta cesión de soberanía ni reconocimiento de la independencia de las
Provincias Unidas. El confesor contaba también con un argumento de peso y
fácilmente comprobable: la hacienda real era incapaz de suministrar los fondos
necesarios para emprender la guerra ofensiva que los halcones de la corte
pretendían. Así intentó convencer al rey125 de que la insistencia en una tregua
pura y simple era un camino cierto hacia la guerra y, vistos los escasos fondos
que ofrecía para continuarla, la misma no podría ser ni siquiera defensiva. Y en
cuanto al reconocimiento de la soberanía que había hecho el archiduque le
recordaba que ello había sido para evitar la ruptura. Brizuela sostuvo que no se
les reconocía como «pueblo libre», sino como «pueblo considerado libre», lo
que limitaba tal reconocimiento a la duración de la tregua y estaba sometido a la
aprobación real, por lo que —una vez expirada la tregua— Felipe III podría
retomar la guerra sin haber cedido en sus derechos soberanos y pudiéndolo hacer
así valer antes los aliados de los rebeldes. También argumentó que los
archiduques habían sido autorizados a reconocer la soberanía «en un tratado de
paz y no en una tregua», por lo que firmar una tregua sin haber resuelto el punto
del libre ejercicio de la religión haría preciso que un nuevo poder del rey
estableciera esta obligación, con lo que tal poder resultaría caduco si no se
solucionaba este aspecto.
Fray Iñigo contó con el apoyo de Lerma y el Consejo de Estado, tras reunirse
en enero cuatro veces en poco más de una semana, tuvo que admitir a
regañadientes que ante la imposibilidad de hacer frente a la guerra en las debidas
condiciones, solo cabía aceptar una tregua. A ello se unieron las intervenciones
del presidente y del contador del Consejo de Hacienda, que presentaron un
balance de los gastos ocasionados en Flandes desde 1598 y un presupuesto para
el futuro, lo que obligó a que los miembros del Consejo de Estado propusieran al
rey (dejando en una especie de limbo el problema de la navegación a las Indias)
la concesión de la soberanía, aunque solo fuera durante la vigencia de la tregua,
y que, si se lograba la concesión de la libertad religiosa a los católicos, podría
transformarse en una paz verdadera.
La hábil gestión del confesor ante el rey y los consejos de Estado y de Guerra
logró que se aceptaran las propuestas que Alberto y Spinola venían formulando y
se admitiera la suspensión de armas.
Aunque la negociación en los Países Bajos se vio facilitada por la habilidad
desplegada por el confesor en Madrid, ya antes de su regreso en febrero se había
continuado el contacto con los embajadores de Francia y de Inglaterra y los
Estados Generales habían aceptado la fórmula de la segunda redacción de la
cláusula de libertad y el principio mismo de la tregua. Los delegados católicos se
instalaron en Amberes en un esfuerzo negociador final. Una vez recibidas las
autorizaciones que traía el padre confesor y restablecidos los contactos, Spinola
pudo informar que «las palabras tocantes a lo de libres se han concertado
conforme a la última resolución que V. M. mandó tomar en el despacho que trajo
el confesor. Los demás puntos se han ido tratando con los embajadores de
Francia y de Inglaterra y se han hecho algunos papeles sobre ellos, pero no se
han acabado de concertar de todo punto… se está tan cerca que parece se puede
creer que en muy breve se concluirá esta plática».126
Y, en efecto, la plática estaba próxima a la conclusión y durante marzo y abril
se fue redactando rápidamente el tratado, llegándose el 9 de abril a su firma con
vigencia para un período de doce años. Para J. Israel, la tregua fue «una mezcla
tal de ventajas e inconvenientes que resulta extremadamente difícil hacer un
balance mesurado en términos de pérdidas y ganancias».127
Cuatro días después el tratado fue ratificado por los archiduques y por los
Estados Generales, dando lugar a las grandes celebraciones por una paz
alcanzada tras tantos lustros de guerra. Parecía que, al fin, los Países Bajos iban
a poder empezar a respirar y a curar sus heridas. El 15 de abril Spinola podía
escribir que «gracias a Dios, que a los 9 de este se acabó de concertar la tregua
por doce años… Espero que V. M. quedará muy satisfecho y servido de lo que se
ha hecho en esta negociación».128 Y en mayo le cupo a Brizuela el honor de ser
el portador del tratado a Madrid, donde el rey lo ratificó —a regañadientes— el
7 de junio.
114 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Alberto, 9 de octubre de 1608.
115 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 7 de octubre de 1608.
116 AGS, Estado, 2138, CCE, 15 de octubre de 1608.
117 BN, Mss. 11.187, «Cesación de armas para ocho meses», 24 de abril de 1607.
118 Ibid., fº. 178.
119 AGS, Estado, 2138, CCE, 13 de mayo de 1607.
120 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 25 de octubre de 1608.
121 BN, Mss. 11.187, «Relación de las tres formas de palabras que han platicado los embaxadores que se
huviessen de poner en la tregua acerca del punto de libres». Traducción de Alicia Esteban E. Pedralbes n.º
29, 2009.
122 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 28 de octubre de 1608.
123 AGS, Estado, 2290, Juramento holandés, 22 de diciembre de 1608.
124 Archives Générales du Royaume (AGR), Papiers de l’État et de l’Audience, 1191, Apuntamiento
para mayor instrucción del padre confesor para inducir a Su Majestad a la conclusión de la tregua con los
holandeses. Sin fecha, pero presumiblemente de fines de noviembre pues Brizuela partió de Bruselas el 3 de
diciembre.
125 AGS, Estado, 626, Lo que ha representado a Su Majestad el padre maestro Fray Iñigo de Brizuela,
confesor del Señor Archiduque Alberto, sin fecha.
126 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 26 de marzo de 1609.
127 J. Israel, La República Holandesa y el mundo hispánico, p. 49.
128 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 15 de abril de 1609.
SEGUNDA PARTE:
UNA PAZ SOBRE EL FILO
DE LAS ESPADAS
LA PRIMERA CRISIS ALEMANA:
CLEVES-JULIERS

La firma de la tregua permitía esperar un periodo de paz que restañara las


heridas de tan larga guerra y reviviera la maltratada economía. Pero de forma
imprevista surgieron nuevos problemas en el imperio, que podían arrastrar a los
Países Bajos a una nueva guerra y a ellos se unió una peligrosa «comedia de
enredo» provocada por la huida a Bruselas de los príncipes de Condé.
Desde finales del siglo XVI se había instalado en los Ducados de Cleves, Juliers
y Berg (y principalmente en Dusseldorf) una emigración holandesa calvinista.
Los dominios ducales ocupaban seis feudos situados en el Rin inferior y el Rhur
(los Ducados de Cleves, Juliers y Berg, los condados de La Mark y Ravensberg
y el señorío de Ravenstein) y su situación, en las fronteras de Francia y del
imperio y lindando con los Países Bajos, las Provincias Unidas calvinistas, el
obispado de Munster y el electorado de Colonia tenía enorme interés estratégico
para controlar el tráfico fluvial por el Rin. El soberano de entonces, el duque
Guillermo, parecía inclinarse al catolicismo, pero jugaba a todos los paños
casando a sus tres hijas con príncipes protestantes al mismo tiempo que lograba
para su hijo el nombramiento para el obispado de Munster. En 1584 su único
hijo sobreviviente, Juan Guillermo, casó con una católica y accedió al gobierno a
causa de los problemas mentales de su padre, mostrándose favorable a España (a
cuyas tropas permitía el tránsito en momentos de dificultad) y reprimiendo el
calvinismo. Pero pocos años después se hizo también patente su locura y su
fallecimiento sin descendencia (marzo de 1609) supuso un enfrentamiento tanto
dentro del imperio como también entre Francia y las Provincias Unidas de un
lado, y la Casa de Austria de otro.
La crisis que este fallecimiento abrió en el imperio era el reflejo de las
tensiones confesionales crecientes que se planteaban en su seno, hasta tal punto
que se ha llegado a considerarla como el inicio de la Guerra de los Treinta Años.
El archiduque Alberto comprendió desde el primer momento la gravedad que
el problema de esta sucesión revestía para España y para el imperio y urgió a
Lerma:
Procuremos proceder de manera que, sin perder de nuestro derecho, se asiente aquello amigablemente
lo mejor que se pueda. Plegue a Dios que se acierte así, que mucho podría en ello el Emperador que,
como está tan ocupado con las cosas de Bohemia y de Austria, no sé si se aplicará a esto con la
particularidad que podría y sería menester.129

El carácter irresoluto del emperador le llevó a una falta de decisión que


forzosamente tenía que crear una peligrosa situación de vacío en el momento en
que las diferencias religiosas se unían a los problemas territoriales. Intentando
evitar los problemas que se plantearían, Rodolfo II, pese a la oposición calvinista
reunida en Juliers y de la viuda de Juan Guillermo (que alegó antiguos
privilegios imperiales en apoyo de su propia candidatura) confió los Ducados a
un Consejo controlado por católicos. La Cámara Áulica imperial ya había
negado validez a los privilegios que invocaban los aspirantes si no había
consentimiento previo de los electores, de modo que la herencia recaía en el
emperador, cuya decisión de proceder al secuestro de los Ducados podía suponer
una larga ocupación imperial que ni Francia ni las Provincias estaban dispuestas
a aceptar, pues significaba una dependencia directa de los territorios de la Casa
de Austria.
En pleno enfrentamiento con su hermano Matías, Rodolfo II intentó aplazar
cualquier decisión que pusiese en cuestión su autoridad en un territorio que
formaba parte del Círculo de Westfalia. Su indeciso y atrabiliario carácter no era
capaz de resolver el problema que significaba un bocado tan apetitoso, así que
pronto se formó una larga lista de pretendientes: Juan Segismundo (elector
margrave de Brandemburgo), Felipe Luis de Baviera (conde palatino de
Neoburgo), Christian (elector de Sajonia), Federico (conde palatino del Rin), el
duque de Deux-Ponts, Carlos de Austria (margrave de Burgau) y Carlos
Gonzaga (duque de Nevers).
Dada su inclinación por la causa protestante, Enrique IV vio la ocasión de
atacar el poderío de la Casa de Austria y se puso del lado de los dos principales
candidatos asegurando que defendería sus derechos con las armas y
proclamándose defensor de los pequeños estados de Alemania. Para completar
esta maniobra, y de acuerdo con Oldenbarnevelt, firmó el Tratado de Dortmund
(10 de junio de 1609), por el que ambos pretendientes (Brandemburgo y
Neoburgo) aceptaban un condominio provisional y acordaban la ocupación de
los Ducados. Las Provincias Unidas tenían que reducir su ejército si Francia no
les otorgaba una generosa subvención y la habilidad de Oldenbarnevelt logró que
Enrique IV se comprometiese a pagar 600.000 guilders al año mientras durase la
tregua, ayuda que financiaría cuatro regimientos franceses (compromiso
utilizado años más tarde en el proceso contra el gran pensionario).
Evidentemente el bearnés no actuaba por altruismo o por añoranza de la
«religión pretendidamente reformada», sino que su idea era buscar una alianza
matrimonial con quien resultase heredero de los Ducados y colocarlos en la
órbita de la influencia de su país. Para ello pidió al archiduque Alberto libertad
de paso de sus tropas a través de Luxemburgo (aunque estaba dispuesto a pasar
«a las bravas» si se le negaba), pretendiendo hacer recaer la responsabilidad de
una posible ruptura sobre Alberto que situó sus escasas tropas cerca del río
Mosa. Los Países Bajos se enfrentaban a la posibilidad de una nueva guerra de
alcance imprevisible, en la que la Francia católica se aliaba con los protestantes
alemanes y provocaba una gran tensión entre hugonotes (felices por la decisión)
y católicos (que no comprendían la alianza con herejes). Enrique IV parecía ser
de nuevo rey de una Navarra calvinista y olvidar que el juramento de su
coronación le obligaba a expulsar a los «herejes» de Francia (lo que no le había
impedido autorizar en París un templo de la Religión Reformada) y mantenía su
apoyo a los protestantes holandeses y a los moriscos en España.
Ni Rodolfo II ni Felipe III podían admitir los intentos de tensar más un
avispero que el emperador pretendía solucionar a su modo, por lo que, amparado
en el derecho feudal y en sus prerrogativas, ordenó ocupar la ciudadela de Juliers
colocando los territorios en litigio bajo secuestro, hasta que la Cámara Áulica se
pronunciara sobre el derecho de los pretendientes. El envío como comisario de
su sobrino el archiduque Leopoldo,130 que ocupó Juliers expulsando a los
«príncipes posesores», provocó la reconciliación del Brandemburgo y el
Neoburgo en su intento de recuperar los Ducados. Por su lado, la viuda de Juan
Guillermo, Antoinette de Lorena, pidió ayuda a Felipe III y al arzobispo-elector
de Colonia, con lo que la posibilidad de la entrada en escena de España se
transformaba en un casus belli internacional. Considerando que el apoyo de
Felipe III a uno u otro de los candidatos no significaría un rompimiento de la
tregua, puesto que los holandeses adoptaban una postura similar, y como las
tropas no habían sido licenciadas todavía, Spinola intentó saber131 si el rey
estaba dispuesto a intervenir en el problema de Cleves-Juliers, que podía tener
una repercusión directa sobre los Países Bajos.
La ocupación de Juliers por Leopoldo y la constitución de la Liga Católica
sirvió para aumentar el apoyo a los protestantes de Enrique IV, que recibió al
comandante de las tropas de los príncipes (Christian de Anhalt), quien obtuvo un
compromiso escrito por el que el francés se obligaba a que si los «príncipes
posesores» y la Unión se comprometían a recuperar Juliers él aportaría un
ejército equivalente al que hubieran puesto en acción y propuso además lanzar
un ataque franco-holandés sobre el río Mosa simultáneo a la ocupación de
Juliers. Para cumplir sus promesas (o sus amenazas), Enrique disponía en
Chalons-sur-Marne de 32.000 infantes, 5.000 jinetes y un impresionante tren de
artillería, concentraba un segundo ejército en el Dauphiné (14.000 soldados bajo
el mando de Lesdiguières) y contaba con un tercero (10.000 hombres a las
órdenes del duque de La Force) acampado en Navarra, cerca de los Pirineos.
Enrique esperaba alcanzar éxito gracias a los esfuerzos de su amigo y ministro
Sully132 y que permitían a Francia considerarse una gran potencia militar. Tal
política resultaba de la puesta en práctica de lo que se llamó el «Grand Dessein»
con el que se pusieron las bases de la oposición a la primacía de la Casa de
Austria, que luego continuarían Richelieu y Mazarino.
Por el momento en realidad se limitó a enviar a la frontera unas tropas de
caballería y a reiterar su apoyo a los príncipes protestantes, con quienes la Unión
Evangélica selló una alianza militar (30 de enero). El enviado francés ante la
Unión, Jean de Thuméry, consiguió que las tropas de esta entraran rápidamente
en campaña contra Leopoldo y, apenas unos días después, Enrique IV firmó con
la Unión un tratado de alianza ofensiva y defensiva que preveía la intervención
militar francesa para el mes de mayo. El embajador Pecquius informó al
archiduque de los rumores de que las tropas francesas iban a reunirse en la
Champagne y de que se decía que hasta el propio rey iría allí. Lo que no parecía
estar aún decidido era si las tropas cruzarían por la Lorena o por Luxemburgo,
opción sumamente peligrosa, pues supondría invadir el territorio soberano de los
archiduques, donde se habían refugiado los Condé (problema que se examina en
el capítulo siguiente), lo que significaría la ruptura con ellos y con Felipe III. Ni
siquiera el Nuncio Ubaldini consiguió calmar el ardor bélico-erótico de Enrique
IV, que (aun sabedor de que su decisión implicaría enfrentarse con las dos ramas
de la Casa de Austria y que la católica Francia se ponía del lado de los
protestantes) se negó a aceptar cualquier solución, afirmando que las diferencias
solo podían ser resueltas por la espada.
Tratando de evitar lo peor y visto que Francia rompía sus promesas al prestar
ayuda al Brandemburgo, Felipe III autorizó a Alberto a que las tropas españolas
se apoderaran de Juliers y de todas las otras ciudades que reconocieran la
autoridad del emperador, en cuanto las francesas avanzaran hacia Cleves:
«Ordenará Vuestra Alteza que, al paso que el socorro de Francia caminare a
Cleves, vaya nuestro ejército a Juliers y se defiendan y mantengan aquella plaza
y las demás que están a la obediencia del Emperador por lo que importa que se
conserven».133 Y si Leopoldo entraba en Juliers al amparo del ejército español
se le reconocería el mando de la plaza y los españoles deberían obedecerle como
al propio Alberto.134 La autorización de Felipe III a Alberto para prestar apoyo
a Leopoldo estaba condicionada a que Francia y las Provincias Unidas se aliaran
en el cerco de Juliers. El archiduque procedió a reforzar las guarniciones
fronterizas de los Países Bajos y envió un emisario a Praga para buscar un
acuerdo que permitiera a todos resolver la situación sin pérdida de prestigio.
Aunque el archiduque prefería una solución negociada, pues no podría
permitirse un conflicto en sus fronteras que irremisiblemente le llevaría de nuevo
al centro de la guerra, tuvo que acatar la orden de actuar. Pero se limitó a
reforzar las guarniciones fronterizas y a enviar un emisario a Praga en busca de
una solución negociada, aunque, temiendo que pudieran reproducirse motines en
sus tropas, se mantuvo en contacto con Mauricio permitiéndole avanzar por el
Rin desde Schenkenhausen y cruzar el río por Rheinberg, mientras
Oldenbarnevelt trataba de evitar la ruptura con España de modo que la presencia
holandesa fue una simple demostración de fuerza. Afortunadamente, poco
después Spinola pudo informar135 de que holandeses y franceses habían
evacuado el territorio y que allí reinaba la paz.
¿Deseaba Enrique IV verdaderamente una guerra? Tras los años de
tranquilidad que habían seguido la Paz de Vervins y que habían permitido
pacificar Francia e incrementar el tesoro de modo muy importante cabría esperar
que hubiera deseado simplemente desempeñar un papel de amigable
componedor, como había ocurrido en las negociaciones de la tregua. Pero en el
destino se había cruzado Charlotte de Montmorency y la obsesión del Vieux
Galant por recuperarla por cualquier medio, incluso las armas, dio alas a los
nobles protestantes (Rohan, La Force, Lesdiguières) que esperaban recuperar el
mando de los ejércitos. Jacques Bongars, residente francés cerca de los príncipes
alemanes, se inclinaba también por la acción («il ne faut point de Léopold dans
Juliers. C’est un furet dans la garenne!») y Du Plessis-Mornay llegó a afirmar
que «la guerra de Cleves lleva sobre su grupa la guerra de España». También
Sully ansiaba anexionar los Ducados a Francia, apoderarse de Luxemburgo y,
tras una expedición «de castigo» contra los archiduques, repartirse los Países
Bajos con las Provincias Unidas, pese a que Enrique había asegurado al nuncio
que atravesaría los estados de los archiduques sin hacer ninguna parada en ellos
y que «il ne ferait dommage d’une seule poule». Sin embargo, no todos tenían
tanta ansia de guerra: un alarmado Villeroy llegó a decir que si el archiduque no
cedía ante la testarudez de Enrique, «nous sommes tous perdus» y Sillery
aconsejó a Alberto que no realizase ningún acto de hostilidad contra las tropas
francesas, para evitar el desencadenamiento de la guerra.
La formación de la Liga Católica como respuesta a la Unión Evangélica había
irritado profundamente a Enrique IV, pero sin empujarle a actuar hasta que la
huida de los príncipes de Condé a Bruselas le decidió al enfrentamiento directo
con España. Todos los cálculos políticos y militares se estrellaron contra la
irresponsabilidad total de la princesa de Condé que, desde Bruselas, prendió la
mecha al escribir una tierna carta al rey («mon coeur, mon chevalier»). Tras
semejante declaración amorosa a Enrique únicamente le cabía asegurar que solo
envainaría su espada cuando recuperara a su Dulcinea y estableciera en los
Ducados a los herederos protestantes. Así las noticias que recibía el archiduque
Alberto de los embajadores en París (Pecquius y Cárdenas) y Londres (de
Groote) eran igual de amenazadoras. Tras entrevistarse con Villeroy, Pecquius
escribió alarmado: «Si dicha Princesa permanece donde está nos encontramos en
vísperas de una ruptura que podrá incendiar las cuatro esquinas de la
Cristiandad». Los fantasmas eróticos del sexagenario monarca parecían
imponerse a la más elemental prudencia política y amenazaban con un conflicto
que sería una «guerra mundial» a la escala de principios del siglo XVII y un triste
presagio de lo que ocurrió en Europa apenas una década más tarde.
Consciente de que para lanzarse a esta alocada empresa necesitaba contar con
aliados Enrique buscó el apoyo de Inglaterra, pero se encontró con la rotunda
negativa de Jacobo I que, si bien había aceptado la propuesta de un futuro
compromiso matrimonial del príncipe de Gales con Henriette de Francia (una
niña de pocos meses), no estaba dispuesto a romper la reciente paz con España
ni sus finanzas le permitían embarcarse en una aventura en el continente.
Bastante caros habían sido los subsidios a las Provincias Unidas como para
enfrentarse con el Parlamento solicitando fondos para esta guerra. Las
Provincias Unidas tampoco parecían dispuestas a romper la tregua y correr el
riesgo de ver a Francia instalada en su frontera y aplicaban el dicho Gallia amica
sed non vicina, idea básica de su política durante el siglo XVII. También
fracasaron los intentos de Enrique IV de aliarse con la Confederación Suiza, los
señores grisones, el duque de Lorena, los reyes de Suecia y de Dinamarca, la
República de Venecia o el gran duque de Toscana. Únicamente encontró un
apoyo a regañadientes en la Unión Evangélica y otro, más entusiasta, en Carlos
Manuel de Saboya, siempre oscilante entre España y Francia, con el que firmó el
Tratado de Brusolo (25 abril 1610) con la promesa de casar a su hijo Víctor
Amadeo con la princesa Isabel de Borbón (que a la postre contraería matrimonio
con Felipe IV) y de ayudarle a ocupar el Milanesado (lo que permitiría a Francia
«distraer» a las tropas españolas en Italia).
En estas condiciones recibió de nuevo a Anhalt para estudiar la forma de
intervenir y fomentó el enfrentamiento de Saboya y Venecia contra el
Milanesado, obligando a Oldenbarnevelt a alinearse con la política francesa,
pese a su desacuerdo. Para el advocaat la tregua era el primer paso hacia la paz,
aunque comprendía la incapacidad de los Estados Generales de jugar la carta de
la independencia respecto a Francia, pero gracias a sus esfuerzos consiguió que
los fondos aprobados se destinaran únicamente a la ocupación de Juliers, sin que
ello supusiera romper la tregua, coincidiendo así con el deseo de Jacobo I de no
romper la paz con España.
El 14 de mayo el puñal de Ravaillac, al segar la vida de Enrique IV, echó por
tierra unos planes que habrían incendiado una Europa que comenzó a debatirse
en graves dudas tratando de calcular qué ocurriría ahora. ¿Cuál sería la posición
de Francia con una regente italiana, viuda e inexperta y un rey de nueve años?
¿Qué posición adoptaría un Consejo en el que figuraban Sully, Jeannin, Villeroy,
Sillery, viejos servidores de Enrique IV?136 ¿Estaba Francia en condiciones de
continuar la aventura? París tuvo la inteligencia de comprender que no contaba
con medios para esa política exterior temeraria, ni para permitirse el lujo de ser
arrogante.137 La mejor opción era buscar una calma interior que evitara que las
ambiciones de los grandes nobles echaran a perder lo conseguido con tanto
esfuerzo desde la coronación de Enrique IV. Y para ello era preciso deshacer el
entramado militar de los últimos meses y al mismo tiempo salvar el prestigio, ya
que el honor impedía abandonar pura y simplemente la aventura.
En Holanda el magnicidio se recibió con sentimientos encontrados, ya que si
la muerte del rey conjuraba el peligro (económicamente ruinoso) de una invasión
francesa de los Ducados, podía hacer que el archiduque, libre de la presión
francesa, optara por romper la tregua (lo que sería igualmente ruinoso). Las
lágrimas (sinceras) de Mauricio fueron equilibradas con la habilidad de
Oldenbarnevelt, que ordenó un día de plegarias por el difunto (quizá porque su
muerte evitaba no pocos problemas a las provincias) aunque preocupado porque
Alberto atacara, al mismo tiempo le tranquilizaba la casi imposibilidad de que
Francia atacara los Países Bajos y arrastrara las Provincias Unidas a una nueva
guerra con España.
El castillo de naipes de Carlos Manuel de Saboya se vino abajo con la decisión
de la regente de abandonar la campaña de Italia, denunciar el Tratado de Brusolo
y advertirle que debía reconciliarse con Felipe III. Todo ello era un desastre para
él, pero aún le esperaban peores noticias cuando conoció las negociaciones
hispano-francesas para el doble matrimonio, con lo que perdía la esperanza de
entroncar con la casa real francesa, y el compromiso de Felipe III de no
concertar ninguna alianza matrimonial con Saboya si Francia se comprometía a
actuar de la misma manera.138
El archiduque, que trataba a todo precio de evitar la guerra, concedió el
solicitado derecho de paso por Luxemburgo dos días después del asesinato,
dando a Francia la oportunidad de salvar su prestigio por lo que el ejército
previsto para la ocupación de los Ducados se limitó a una operación simbólica
en Juliers. Como reacción al movimiento de las tropas francesas, Mauricio de
Nassau concentró en julio un numeroso ejército (14.000 infantes y 8.000 jinetes)
cerca de Juliers, pero Oldenbarnevelt quería simplemente hacer una
demostración de fuerza y no pretendía romper la Tregua. En julio Leopoldo
abandonó Juliers, dejando una guarnición, pero la llegada de las tropas de los
«posesores», a las que se unieron las francesas y las holandesas, hacía imposible
que se mantuviera la situación. Al fin parte de las tropas, mandadas por La
Châtre y Rohan, se unió a las de Mauricio de Nassau y de la Unión Evangélica,
consiguiendo la rendición de Juliers y su ciudadela (3 de septiembre) sin lucha,
puesto que se había producido la retirada de la mayor parte de las tropas
imperiales.
Cierto es que los franceses habían tardado tanto en llegar que su presencia
resultó casi testimonial y los holandeses dejaron un pequeño destacamento cuya
finalidad principal era obstaculizar las líneas de comunicación españolas, y en
octubre, las tropas de la Liga y de la Unión aceptaron la retirada mutua, uno de
cuyos principales resultados fue la pérdida de prestigio para Rodolfo II y la
renovación en el imperio de la «guerra de los hermanos».
Las «conquistas» fueron entregadas al Brandemburgo y al Neoburgo, que
acordaron (en marzo siguiente) permitir el libre culto católico; poco después
holandeses y franceses evacuaban los territorios, con lo que la amenaza quedaba
conjurada139 y se despejaban los temores de Alberto:
El campo de los Estados se ha levantado de junto a Juliers y marchaba de vuelta de adonde había
venido, con que parece nos podemos acabar de asegurar de las sombras y sospechas que hasta ahora
nos habían tenido suspensos.140 (…). Y así retiramos nosotros también la gente que teníamos
mejorada hacia aquella parte y despedimos la que se había levantado de nuevo.141

El acuerdo al que se llegó al fin establecía un condominio conforme al cual los


dos «príncipes posesores» quedaban autorizados a mantener tropas en la ciudad,
pero los cambios de religión de unos y de otros dieron pronto al traste con el
frágil equilibrio: Ernesto de Brandemburgo (que actuaba como vice-regente de
Juan Segismundo) se había convertido al calvinismo en 1610 y fomentó la
Reforma, siendo seguido en esta senda en 1613 por Juan Segismundo, mientras
que Felipe Luis de Neoburgo se proclamaba como católico (con lo que
conseguía el apoyo de España y los archiduques).
Con ello se abría el camino para un nuevo conflicto que estalló en 1614,
cuando el Brandemburgo expulsó de Juliers la guarnición católica del Neoburgo,
provocando la segunda crisis de los Ducados.
129 BN, Ms. Y 119, fº. 333, Alberto a Lerma, 3 de abril de 1609.
130 A los veintitrés años, y sin haber recibido las órdenes, Leopoldo fue nombrado obispo de Estrasburgo
y de Passau, conforme a la política de la Casa de Austria para contrarrestar la influencia de Baviera en la
Iglesia imperial.
131 AGS, Estado, 626, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
132 Poco después Sully redactó sus Œconomies Royales, donde daba forma al «Grand Dessein».
133 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Alberto, 29 de julio de 1610.
134 Ibid., 31 de julio de 1610.
135 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 13 de octubre de 1610.
136 Además, el Consejo había sido ampliado en marzo por el rey con toda una serie de personajes que
hacían prácticamente inviable su buen funcionamiento y podía contrarrestar cualquier veleidad de María
hacia España.
137 J. C. Petitfils, Louis XIII, p. 140.
138 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Cárdenas, 15 de agosto de 1610.
139 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 13 de octubre de 1610.
140 Real Academia de la Historia, Col. Salazar y Castro, A 63, fº. 297, Alberto a Lerma, 23 de
septiembre de 1610.
141 Ibid., fº. 299, Alberto a Lerma, 9 de octubre de 1610.
UN PELIGROSO ENREDO

Puesto que la tregua estaba ya firmada, Spinola consideró cumplida su misión e


innecesaria su presencia en Bruselas. Solicitó permiso al rey y a los archiduques
para, tras ir a España a besar las manos del rey, encaminarse a Génova con el fin
de poner orden en sus negocios, tan afectados por sus grandes gastos en los
Países Bajos. Pero se encontró con una doble negativa: los archiduques
dependían cada vez de su presencia y el rey temía que la reversión de los Países
Bajos a su corona, carentes de sucesión los archiduques, provocara dificultades
para cuya solución contaba con Spinola. Pese a todo el rey le concedió
únicamente permiso para presentarse en Madrid pues quería que regresara a
Bruselas cuanto antes, pues el fallecimiento sin sucesión del duque de Cleves
representaba un avispero por los enfrentamientos de los aspirantes a la sucesión
y por el apoyo de Enrique IV a los protestantes. Aunque ello le contrariara,
Spinola no tuvo más remedio que aceptar la situación:
Beso los pies de V. M. por la merced que ha servido mandarme hacer en concederme licencia para que
pueda ir a componer las cosas de mi casa y hacienda cuando a S. A. le pareciere, y así habiéndome
mandado S.A. que no me parta hasta que se ajusten algunas cosas me entretendré aquí.142

Un acontecimiento imprevisible vino a complicarlo todo: huyendo de las


apetencias sexuales de Enrique IV, el 29 de noviembre de 1609 el príncipe Henri
de Condé cruzó la frontera llevando consigo a su joven y bella esposa, Charlotte
de Montmorency. Al día siguiente el marqués de Rochefort se presentó ante los
archiduques en Mariemont para anunciarles que, siguiéndole los talones,
llegaban los fugitivos que solicitaban acogimiento y protección. Condé
manifestó su decisión de no volver a Francia mientras viviese Enrique y de vivir
y morir al servicio de Felipe III y de la Casa de Austria.143 Los archiduques se
enfrentaban así con una grave crisis con Francia cuando esperaban que la tregua
les permitiera vivir en paz, procurar tranquilidad a sus martirizados súbditos y
restablecer la economía de los Países Bajos.
Según cuenta Tallemant de Réaux en sus Historiettes, la joven Charlotte
(apenas quince años), hija del condestable de Montmorency, era una de las
ninfas que ensayaban un ballet en palacio. Enrique IV (que ya frisaba los
sesenta) accedió a la sala donde evolucionaban las damas, encontrándose de
bruces con Charlotte, que, inocentemente, blandió su jabalina contra el pecho
real. Este simple gesto despertó la rijosa pasión de Enrique, que decidió añadirla
a su ya extensísima lista de amantes. Pero antes tuvo que convencer a su amigo
Bassompierre144 para que renunciara a su previsto matrimonio con Charlotte y
aceptara el proyecto de casarla con Henri de Condé, protestante, príncipe de
sangre, un tanto jorobado, tartamudo y más interesado por el juego y los efebos
que por las damas.
Con este enlace el rey esperaba alcanzar su propósito, pero los
acontecimientos se desarrollaron de forma muy distinta, pues Condé se sintió
herido en su honor por el cortejo del rey (que no solo utilizó disfraces sino que
hasta llegó a lavarse y perfumarse, cosa extraordinaria en quien, según una de
sus amantes la duquesa de Verneuil, «puait comme une charogne»). Charlotte,
dicho sea de paso, no se mostró demasiado esquiva. Intentos del rey de obligar a
los recién casados a establecerse en la corte, enfrentamientos entre Enrique y
Condé, todo se probó para doblegar la voluntad del marido. Al fin Enrique
intentó convencerle de aceptar un divorcio, al que Condé pareció avenirse a
condición de que, conforme al derecho canónico, Charlotte quedase bajo su
guardia durante el proceso. Esto provocó la cólera en Enrique IV, que quiso
batirse en duelo con Condé, lo que le impedía su condición real. La tensión llegó
a tal extremo que no había más solución que poner tierra por medio y refugiarse
en los Países Bajos.
El rey, desesperado por esta huida y buscando la forma de hacer regresar a los
fugitivos, se confió a su ministro y amigo Sully, a quien la situación no le había
cogido de improviso, que aconsejó no hacer nada; de este modo los archiduques
pensarían que los Condé tenían la aprobación del rey o que era un tema sin
importancia y en ambos casos intentarían deshacerse de tan incómoda presencia,
pero si veían que Enrique daba gran importancia a la fuga aprovecharían la
ocasión para actuar contra Francia. Cegado por su pasión, el rey no aceptó esta
propuesta y, con el apoyo de Jeannin, optó por «la manière forte», enviando
inmediatamente a Bruselas al capitán de sus guardias (Praslin) con una carta
«pour ma soeur et bonne nièce, l’Infante d’Espagne, Archiduchesse», rogándole
que hiciese regresar a los fugitivos.
El archiduque Alberto (que no quería entregar a la pareja) respondió que,
aunque el príncipe de Condé había obtenido salvoconducto para llevar a su
esposa a Bruselas, enterado por Pecquius145 del disgusto del rey había limitado
su estancia en los Países Bajos a tan solo cuarenta y ocho horas, pese a que
Spinola aconsejaba que se le permitiese continuar en Bruselas. Condé se vio
pues obligado a marchar a Colonia, mientras su esposa quedaba alojada en el
Hôtel de Nassau.146 Los archiduques se encontraron en una posición muy
delicada pues tras la firma de la tregua había comenzado la desmilitarización de
los Países Bajos, por lo que la amenaza de Francia era un serio peligro. Enrique
IV encargó a su embajador en Madrid (Vaucelas), que hiciera patente a Felipe III
que todo intento de proteger al fugitivo sería considerado un grave acto de
hostilidad, pero el rey decidió proteger a los fugitivos «no porque el Rey de
Francia me haya ofendido, sino para permitir vengar su honor al Príncipe».147
Enrique IV no estaba dispuesto a aceptar la situación y sus enfrentamientos
con el nuevo embajador de España, Iñigo de Cárdenas, fueron memorables.
Enrique IV afirmaba que España retenía a la princesa como si estuviera presa y
la escena —tal como la narró Cárdenas en sus despachos— fue de tono
escasamente diplomático y es una escena casi surrealista de esta «comedia de
enredo»:
—Sus Altezas hacen con la Princesa de Condé lo que hicieran con otra y más de lo que han hecho con
nadie de su calidad.
—No os canséis ni se cansen en España, que la Princesa de Condé no es súbdita de Flandes y es
súbdita de Francia.
—Es súbdita de su marido, que la dejó allí.
—¡No es súbdita de Flandes, es súbdita de Francia!
—¡Es súbdita de su marido!
—¿Quiere vuestro Rey ser señor de todo el mundo? ¡Pues yo tengo la mi espada en la cinta tan
larga como otra!
—Mi Rey no quiere ser dueño del mundo, ni lo ha menester, porque le hizo Dios señor de lo mejor
que hay en él. Yo no me meto con la espada de Vuestra Majestad. La de mi Rey sé que es espada de
mar y tierra y de tamaño que en Europa y en las demás partes del mundo sustentará lo que tiene y
mantendrá su reputación, y quien la provocare lo sentirá.
Y Cárdenas subraya que el rey «dio una gran mangada» y añadió: «¡Decid
cuanto quisiereis!».
—Yo no digo, sino respondo.
—¡No me han hecho un acto de amistad!
—Meta Vuestra Majestad la mano en su pecho y mírelo bien que hallará alguno y sabe bien Vuestra
Majestad cuán poco de esto se le debe a España.148

Enrique trató también de amedrentar a Pecquius y hasta, para no dejar nada al


albur, el pobre Guadaleste, al regresar a España poco después acabada su
embajada en Bruselas, fue también objeto de una bronca amonestación a su paso
por París. Pero la reprobación por esta pasión senil había traspasado las fronteras
y el inglés Jacobo I no se mordió la lengua ante el embajador francés: «Ce n’est
pas amour, mais vilenie de vouloir débaucher la femme d’autrui». Y en Francia
el partido dévot se escandalizaba de que su rey pudiera enzarzar el país en una
especie de «guerra de Troya» en Flandes por culpa de Charlotte y en otra guerra
de religión en Alemania al lado de príncipes herejes por la sucesión del ducado
de Cleves.
La desesperación ante el fracaso llevó a Enrique a nuevas maniobras y envió
como mensajero a un pariente del padre de Charlotte (Bouteville), que ni
siquiera fue recibido por los archiduques. Pese a haber obligado a Condé a
marchar a Colonia, tantas presiones provocaron que un irritado Alberto cambiase
de opinión, por lo que autorizó a Spinola, Guadaleste y Añover a que le
concedieran pasaporte (en su nombre y no en el de Alberto), con lo que Henri
regresó a Bruselas, donde entró cabalgando entre los dos primeros.. El pasaporte
se había concedido en unas condiciones un tanto particulares, como informaba
Spinola.
Después S. A. tuvo por bien que el Marqués de Guadaleste, el Conde de Añover y yo le escribiésemos
al Príncipe como de nuestro, sin hacer mención ninguna de S. A., que queriendo venir y estar aquí
secretamente hasta saber la voluntad de V. M., que lo podía hacer. Y así vino con pasaporte que le di
yo de orden de S.A., pero sin nombrar a S.A. en nada.149

La situación quedaba clara, aunque, como era de temer, produjo una


displicente reacción por parte de Charlotte, que veía con malos ojos el regreso de
su marido. Esto servía para que Enrique IV continuara haciendo todo lo posible
para recuperar a su Dulcinea. Tras el fracaso de la misión de Bouteville, envió a
Bruselas al marqués de Coeuvres para exigir, a cambio del perdón real, el
regreso incondicional de Condé a la corte y, si este no aceptaba, pedía a los
archiduques que le obligaran a abandonar los Países Bajos acusándole de crimen
de lesa majestad. Condé, temeroso de las consecuencias de su insumisión,
planteó un serio problema diplomático al exigir garantías e incluso la entrega de
una «plaza de seguridad».
Spinola pidió a Felipe III confirmación de si estaba dispuesto a proteger a
Condé (y a cuánto ascendería la ayuda), puesto que el príncipe había
manifestado que «mientras este Rey viviere, no ha de entrar en Francia»,150 al
tiempo que prestaba toda la atención posible al fugitivo esperando conseguir un
aliado si se reavivaba la guerra con Francia, pero los rumores de que —una vez
partido Condé a Milán— los franceses planeaban un rapto151 le alarmaron
seriamente, pues ello podía ser un verdadero anticipo de una guerra, sobre todo
teniendo en cuenta la posibilidad de que el duque de Saboya traicionase una vez
más a España y se alineara con Enrique IV (que había prometido la mano de su
hija Chrétienne para el heredero del ducado).
No parece inverosímil que por parte española se especulase con la posibilidad
de utilizar a Condé como pretendiente al trono de Francia, por lo que Spinola le
trataba con todo desvelo, para tenerlo de parte de la Monarquía Hispánica si la
situación se envenenaba al punto de llegar a la ruptura de hostilidades. Era una
forma de cumplir las instrucciones de Felipe III, que pretendía proteger a Condé,
no porque el rey de Francia hubiera ofendido al de España, sino para permitir al
príncipe que vengara su honor.
Tras no tener éxito en sus peticiones iniciales, Coeuvres preparó un plan para
raptar a la princesa, en el que más que probablemente ella era consentidora. La
idea de este rapto provocó en Enrique tal estado de euforia que no tuvo la
precaución de ocultarlo y se refería a él con tanta alegría que acabó por herir el
ya fatigado orgullo de la reina María de Médicis, que no perdió tiempo en poner
al tanto a Cárdenas. Este envió a uña de caballo un mensajero a Spinola, que
inmediatamente informó a Condé para excitar así su odio contra Enrique. El
Hôtel de Nassau, donde seguía residiendo Charlotte, fue protegido por numerosa
gente armada y Condé desveló en los mentideros de Bruselas el plan de
Coeuvres, que así quedaba desactivado.
Haciendo gala de su estricto sentido moral, la infanta Isabel no solo hizo
patente su reprobación por el descabellado proyecto de Coeuvres, sino también
por la presumible complicidad de Charlotte, cuya correspondencia secreta con
Enrique IV (gracias a la celestinesca intromisión de madame de Berny, esposa
del embajador francés) constituía un verdadero escándalo. A la vista de la
delicada situación se decidió el traslado de la princesa al Palacio de los
Archiduques, bajo cuya guarda quedaría. Todavía el enviado francés tuvo la
osadía de protestar alegando que se infligían malos tratos a la hija de un
condestable, que se ofendía su honor y que el rumor del plan de rapto era una
invención de Condé para justificar su huida...
Tras este fracaso y la presencia en Bruselas de Condé, que se negaba a acatar
las órdenes del rey, no quedaba más salida que el regreso de Coeuvres a París. La
cólera de Enrique IV no reconocía límites y no solo aseguró que había ofrecido
50.000 hombres al condestable para que fuera a Bruselas a recuperar a su hija,
sino que estaba dispuesto a ponerse al frente de ese ejército. Para complicar aún
más la situación la irresponsable Charlotte, que enviaba inflamadas cartas al rey,
acompañada por testigos, presentó a los archiduques una petición en la que
afirmaba que «étant de la qualité qu’elle est et d’une vie toute innocente, elle ne
peut être retenue où elle est à présent contre son gré sans lui faire trop d’injure et
à ceux auxquels elle appartient, à qui elle aura recours, et partout ailleurs où elle
pourra trouver quelque allègement à son mal».152 Semejante petición daba alas
al desvarío bélico y erótico de Enrique, por lo que Pecquius aconsejó al
archiduque poner en defensa las fronteras, aunque la escasez de tropas solo
permitió enviar un contingente junto al Mosa, llevar a cabo algunas reparaciones
en las fortalezas y procurar reunir otras tropas en Philippeville.
La infanta Isabel, siempre inteligente, se preocupaba por la Princesa y por la
actitud de Enrique IV.
Que quiere romper porque no le dan esta mujer, la cual está bien ganada por él, o perdida por mejor
decir, que me hace grandísima lástima porque es la más bonita del mundo… pero malos consejos que
tiene y ha tenido la tienen tan ciega y los presentes y cartas por otro cabo, que yo tengo por sin duda
su perdición… que no faltan harto alcahuetes y la principal es la mujer del Embajador de su Rey… y
cuando yo me acuerdo de la figura del galán no es posible dejar de reírme por más guerra que nos
quiere hacer.153
El nuevo embajador de España en Bruselas, el conde de Añover, informó de la
fallida misión de Coeuvres,154 así como de la aceptación por Condé de la orden
de abandonar los Países Bajos, aunque, conforme a las instrucciones de Felipe
III, no se le había informado de cuál sería su nuevo refugio. Este secreto era para
evitar que los franceses conocieran el lugar si los correos eran interceptados. Y
en cuanto a la princesa, como Añover procuraba disuadirla de la idea del
divorcio con la que se la presionaba continuamente, pedía que los archiduques le
apoyaran en ello, petición que no era estrictamente necesaria, pues Alberto
(apoyado por Spinola) ya había asegurado que no abandonaría a Charlotte a
menos que lo pidiera su marido.
Felipe III, que por una vez dio la razón al archiduque, tratando de evitar que
Francia dispusiera de un casus belli aconsejó que Condé se instalase en Milán
garantizándole una pensión y prometiéndole no tratar con Enrique las
condiciones de su regreso a Francia sin mantenerle informado. El Consejo de
Estado155 propuso que el gobernador de Milán, el conde de Fuentes, sin dejar
de preparar por si acaso la defensa del Estado, recibiese con los debidos honores
a Condé (al que calificaba de «la segunda persona en Francia después del
delfín»). Con ello el rey esperaba que, cuando Enrique IV supiera estas
precauciones, se daría cuenta de la inutilidad de atacar y perdería la esperanza de
lograr su deseo. Así Condé, bien recomendado por Spinola, partió de Bruselas el
22 de febrero para, dando un rodeo por Alemania, llegar un mes después a
Milán, donde fue recibido con toda pompa por Fuentes, que contaba con
utilizarle como un nuevo condestable de Borbón y unir a todos los opositores al
rey de Francia.
Al peligro de una invasión francesa en los Países Bajos se sumó el
fallecimiento sin sucesión del duque de Cleves, que despertó los apetitos de los
posibles sucesores y la amenaza de un ejército francés (acampado en Châlons-
sur-Marne, en la frontera de Luxemburgo) para el que se pedía libre paso al
archiduque y al obispo príncipe de Lieja. Ante el aparente propósito de Enrique
IV de tomar por la fuerza Luxemburgo y dar principio a la guerra, Alberto trató
de evitar lo peor y se inclinaba por autorizar el libre paso, pero Spinola
argumentó que, siendo claro el propósito francés, conceder el paso por
Luxemburgo era dejarle el camino libre para unirse con las fuerzas protestantes
alemanas y holandesas, y que más valía, en su caso, hacer frente y dar la batalla.
El puñal de Ravaillac puso fin a la tensión al asesinar a Enrique IV el 14 de
mayo en la Rue de la Ferronerie. Inmediatamente se dispararon las cábalas en
busca de posibles cómplices del asesino, pues su débil estado mental permitía
pensar que no había actuado solo. Las sospechas recayeron rápidamente sobre
los jesuitas (las teorías jesuíticas sobre el magnicidio estaban muy recientes y en
la mente de todos), la despechada amante Henriette d’Entragues (duquesa de
Verneuil), el duque de Epernon y, sobre todo, España o los archiduques.
Las sospechas sobre la implicación de los archiduques provenían de que, al
parecer, un año antes en medios cercanos a Alberto se habría planeado un
complot contra Enrique IV, ya que, como avisaba Pecquius, en París se
consideraba lógico que el archiduque temiera que los preparativos militares no
fueran solo dirigidos a recuperar el último amor del monarca. El archiduque
respondió a su embajador que los intentos de obligarle a fuerza de bravatas a
romper su compromiso iban contra la razón, el honor y la reputación y no podía
a actuar contra su palabra. Las acusaciones de implicación en el asesinato se
fundaban en su rigorismo católico, su carácter influido por su formación
jesuítica, que podía hacerle sensible a las teorías tiranicidas, y el hecho de haber
acogido en Bruselas a religiosos franceses partidarios del magnicidio.156
Condé recibió en Milán por un mensajero de María de Médicis la noticia del
asesinato, junto con la invitación de regresar a Francia. Antes de hacerlo viajó a
Bruselas para agradecer a los archiduques la protección que le habían dispensado
y tuvo ocasión de ver (de lejos) a su esposa. Y fue «de lejos» porque, como
confesó a la archiduquesa, «preferiría morir antes que desobedecerla [a Isabel],
pero le suplicaba que no le hablase de su esposa» pues tenía fundadas dudas de
que Charlotte no habría sido totalmente ajena al descabellado proyecto de rapto
urdido por Coeuvres.
Felipe III se vio sorprendido por la noticia que le trasmitió Cárdenas y, en el
Consejo de Estado, Idiáquez (siempre contrario al francés) estimó que «es bien
que Vuestras Majestades hagan demostración conveniente por la muerte del Rey
de Francia, no por lo que él mereció sino por la Reina que siempre ha mostrado
desear estrechar el deudo y la amistad» y Lerma opinó que «si el Rey de Francia
muerto hubiera de ver el luto que Vuestra Majestad se ponía por él se moderara
en su voto, pero siendo la Reina la que ha de ver esta demostración le parece que
se debe hacer mayor». Siguiendo este consejo el rey decretó luto para la familia
real y los grandes y envió al condestable de Castilla, vestido de riguroso luto, a
visitar al embajador francés, pero, según el embajador inglés, mostró
«demasiada emoción para un hombre prudente». En Madrid la alegría fue grande
y «el clero daba gracias a Dios en los púlpitos y los cortesanos hablaban de ello
como de una milagrosa bendición enviada al Rey y a España».157
No estaba esto muy lejos de la opinión de Cárdenas: «Háse tenido por caso
prodigioso y encaminado del cielo la nueva del Rey de Francia, habiendo
sucedido en tiempo que en todas partes se apercibían las armas. Plegue a Dios
sea causa de mucha paz en la cristiandad».158 El embajador rechazó ante la
reina viuda cualquier sospecha de implicación por parte española y aunque no
existe ningún documento serio que permita sostener que España estuviera
mezclada en el asesinato,159 era lógico que los franceses buscaran culpables
donde más fácilmente se podía señalar. Y como el sentimiento popular no dudó
en achacar a España la culpabilidad del magnicidio, temiendo que el pueblo
quisiera tomarse la justicia por su mano, la sede de la embajada tuvo que ser
protegida por tropas enviadas por la regente ante el peligro cierto de que fuera
asaltada e incluso el embajador pudiera resultar asesinado.
Tras hacer memoria de las numerosas gestiones y amenazas que había hecho
Enrique IV para conseguir el regreso a París de Charlotte, Spinola escribía:
Y estando las cosas en este estado murió el Rey y viendo S. A. que todavía pasaba adelante esta
instancia, pareciéndole que con la muerte del Rey cesaban los inconvenientes que antes había se
resolvió de enviar las cartas del Condestable al Príncipe con otra suya para que condescendiese con la
voluntad de su mujer y de su suegro. Yo he escrito, de orden de S. A., al Príncipe una carta en que
trato solamente de que se pusiese de acuerdo con la Princesa… pero me parece que esto no podrá
hacer efecto por causa de que los franceses no quieren que haya esta reconciliación mientras el
Príncipe estuviera fuera de aquel reino.160

Pero finalmente «a los ocho de este se volvió a Francia el Príncipe de Condé


sin haber querido ver ni hablar con la Princesa».161
La archiduquesa también manifestó su preocupación ante el asesinato que «fue
terrible, pero Nuestro Señor siempre vuelve por su causa y bien se ha visto
ahora» y se refería a la esperanza de que Charlotte dejara de ser para ellos un
permanente dolor de cabeza: «Yo espero que con la venida de su marido, que
será mañana, no tendré muchos días que aguardar, sino que se podrá ir con Dios,
que ella lo desea con gran extremo y no pienso que será tan regalada, por mucho
que lo esté, como lo ha sido aquí. Su marido ha ganado mucho conmigo en no
quererla ver».162
142 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 16 de enero de 1610.
143 AGS, K, 1608, Consulta del Consejo de Estado, 20 de enero de 1610.
144 François de Bassompierre fue enviado como embajador a Madrid en 1621, para tratar el problema de
La Valtelina, vista la ineficacia de du Farguis, embajador titular.
145 Pierre Pecquius, Canciller de Brabante, era el Embajador en París de los Archiduques.
146 Este palacio era propiedad de Eléonore de Borbón, hermana de Condé, casada con Felipe Guillermo
de Nassau (1554-1618), primogénito de Guillermo de Orange, que había sido capturado por el Duque de
Alba en 1568 y enviado a España donde se convirtió al catolicismo y fue educado bajo la supervisión de
Felipe II. En 1595 regresó a los Países Bajos acompañando al Archiduque Alberto. Aunque los Estados
Generales le enviaron una cortés misión a su llegada, no se le permitió acceder a las Provincias Unidas
hasta 1608 para resolver la sucesión de su padre y tratar de reconciliarse con su medio hermano Mauricio.
147 AGS, Estado, 2227, Cartas de Felipe III al Archiduque y a Spinola, 27 enero 1610
148 E. Belenguer, Del oro al oropel. II. El hundimiento de la hegemonía hispánica, pp. 81-85, recogiendo
el despacho de Cárdenas.
149 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 29 de diciembre de 1609.
150 Ibid., 26 enero 1610.
151 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 22 de febrero de 1610.
152 J. C. Petitfils, L’assassinat d’Henri IV, p. 9,0 citando la Histoire des Princes de Condé, del duque de
Aumale. Traducción: «Teniendo en cuenta su alta nobleza, y que su vida ha sido totalmente inocente, no
cabe retenerla donde se encuentra contra su voluntad sin que esto signifique un insulto tanto a ella misma
como a los miembros de la familia a la que pertenece y recurrirá, y podría encontrar algo de alivio a sus
males en cualquier otro lugar».
153 CODOIN, Tomo 43, Isabel a Felipe III, 22 de abril de 1610.
154 AGS, Estado, 2292, Añover a Felipe III, 20 de febrero de 1610. Felipe III había comunicado en enero
a Alberto que Rodrigo Niño, conde de Añover, reemplazaría a Guadaleste como embajador (AGS, Estado,
2227, 27 de enero de 1610).
155 Consulta del Consejo de Estado, 13 de febrero de 1610.
156 Petitfils, op. cit., menciona entre estos exiliados a Jean Boucher (que recibió una canonjía en
Tournai), Bernard de Percin (implicado en anteriores atentados frustrados contra Enrique IV y que fue más
tarde predicador en la corte archiducal) y Jean Crucius (predicador en la Iglesia de la Magdalena de
Bruselas).
157 Record Office, State Papers, Spain, Cottington a Lord Salisbury, 30 de mayo de 1610.
158 Recogido por E. Belenguer, op. cit. p. 19.
159 Alain Hugon, Au service du Roi Catholique. Honorables ambassadeurs et «divins espions».-
Représentation diplomatique et service secret dans les relations hispano-françaises de 1598 à 1615. Es de
subrayar que en diferentes archivos (Simancas, Viena, La Haya, Turín o Londres) los documentos
correspondientes a los meses de mayo y junio de ese año brillan por su ausencia.
160 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
161 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 26 de julio de 1610.
162 La infanta Isabel a Lerma, 19 de junio de 1610.
LA REFORMA DEL EJÉRCITO

El choque entre la política pacifista del duque de Lerma, los deseos del rey de
«ganar reputación» con empresas exteriores y la siempre inestable hacienda real,
tenían forzosamente que repercutir sobre la estructura y la importancia de los
ejércitos disponibles en los territorios de la Monarquía Hispánica si se pretendía
compatibilizar seguir siendo «la» potencia europea con la voluntad casi
mesiánica de ser la punta de lanza de la Contrarreforma con unos medios que,
pese a las remesas americanas, resultaban cada vez más escasos. Las bases de la
Pax Hispanica se habían sentado con la tardía ratificación en 1601 de la Paz de
Vervins con Francia y la firma en 1604 del Tratado de Hampton Court con la
nueva Inglaterra de Estuardo. La Tregua de los Doce Años justificaba para
muchos que se procediera a una reducción importante del peso del
mantenimiento de las tropas de Flandes, pues la idea de que la cesión habría sido
un alivio para la hacienda real no fue sino un espejismo contra el que se había
estrellado la realidad. Pese a todo no cabía perder de vista que en los Países
Bajos la situación era una simple tregua, que podía suponer en cualquier
momento la reanudación de las hostilidades (para lo que no faltarían motivos,
como por ejemplo las apetencias holandesas de comercio en las Indias) y
también que el imperio era un pozo sin fondo de equilibrio inestable, donde la
rama española de la Casa de Austria se sentía obligada a invertir hombres y
fondos.
Con motivo de su estancia en España en 1609, el conde de Añover163 recibió
letras de cambio por valor de 600.000 ducados y las instrucciones relativas a las
reformas que el rey deseaba introducir en los Países Bajos y en las que se
establecía un ejército de 13.000 infantes (tres tercios españoles con un total de
6.000 hombres, 2.000 borgoñones, 1.500 anglo-irlandeses, 2.000 italianos y
1.000 valones) y tan solo 700 soldados de caballería y que debía distribuirse en
las plazas fuertes de Cambrai, Amberes, Gante y Maastricht. Otras instrucciones
se referían a la reforma de los «entretenimientos», la reducción de las
retribuciones de los servidores archiducales y la exigencia de que los
gobernadores y las guarniciones de las plazas fuertes fuesen siempre españoles,
lo que a juicio del rey no iba en contra de los privilegios nacionales belgas y era
sencillamente la aplicación de lo previsto en el Acta de Cesión.164
Tras la firma de la tregua y el cese de las hostilidades se inició el proceso de
reducción de efectivos del ejército, aplicando una política de reforma de las
«plazas muertas» y del elevado número de «entretenidos» y comenzando a
disminuir parcialmente el excesivo número de oficiales. Como señala Bernardo
J. García,165 se buscó situar en otros destinos a buena parte de los reformados
para evitar que afluyeran a la corte, pues había momentos en que parecían una
plaga y, para librarse de tanto pedigüeño, el rey prescribió al archiduque que no
concediera permiso de regreso a España de soldados españoles ni irlandeses.166
Así, con la consiguiente alarma de Spinola y del archiduque, se inició un
proceso de desmovilización de las tropas a las que (no cabía olvidarlo) se
adeudaban unos cinco millones y medio de escudos. De acuerdo con
Velasco,167 el incansable Fray Iñigo de Brizuela presentó en Madrid un
proyecto de reducción que se consideraba adecuado a la duración de la tregua, de
forma que aunque el ejército quedase constituido por una fuerza menor (que se
podría reconstituir rápidamente en caso de necesidad) cabría licenciar a los
amotinados y a la infantería alemana y sustituir los italianos y valones por
españoles. La propuesta no satisfizo al Consejo de Estado,168 que pretendía
reducir el ejército a 13.000 infantes y 1.700 jinetes, es decir menos aún de lo que
la desmovilización dejaba sobre el terreno.
El pacifismo y la debilidad de la hacienda irían reduciendo estas cifras en los
años siguientes, e incluso se llegó a proponer al Consejo de Estado la posible
supresión total del ejército, con lo que los Países Bajos quedarían defendidos
solamente por unas pocas guarniciones en los castillos y las tropas acantonadas
en los presidios.169 Afortunadamente el Consejo rechazó indignado tal
propuesta, que significaba la probable pérdida de Flandes. La paz, la verdadera
paz, estaba aún muy lejos y cualquier incidente podría reavivar el fuego que
seguía latente bajo las cenizas de la tregua. Y, en tal caso, ¿cómo poner
rápidamente en orden de batalla un ejército suficiente? Los consejeros pidieron
incluso el envío de 6.000 españoles para sustituir a las tropas que se quería
licenciar y paulatinamente se enviaron contingentes de bisoños españoles y se
procuró dotar al ejército debidamente de mandos españoles. Pero el eterno
problema del dinero se puso una vez más de manifiesto cuando el rey pidió a
Spinola170 que adelantase los 400.000 ducados de las provisiones que se debían
enviar, prometiendo hacerse cargo de las garantías exigidas para este préstamo.
Con el peligro de la invasión francesa prácticamente conjurado, Spinola
solicitó permiso para viajar a España e Italia,171 ya que los enormes gastos que
había hecho desde su llegada tenían su hacienda en grave peligro, amén de lo
que psicológicamente suponía la larga separación de su esposa y sus hijos. En
todo caso trató de conocer las intenciones del rey, a quien informó que las tropas
no habían sido aún licenciadas porque, antes de hacerlo, era necesario saber a
ciencia cierta si Felipe III pretendía intervenir en la sucesión de los ducados de
Cleves-Juliers, problema donde tanto España como las Provincias Unidas
podrían inclinarse por uno u otro de los pretendientes, sin que ello pudiera llegar
a romper la tregua.172 Tras obtener la licencia viajó en marzo de 1611 a Génova
y un año después a Madrid, donde recibió el honor de la grandeza.
En 1612 se abrió una nueva perspectiva cuando las Provincias Unidas hicieron
llegar en secreto a Mancisidor, secretario de Estado y de Guerra, una propuesta
en la que se mostraban dispuestas a negociar una paz perpetua y reconocer el
protectorado de la corona. Pero la propuesta debía mantenerse en un riguroso
secreto, ya que los halcones de uno y otro lado tratarían por todos los medios de
hacerla fracasar. Spinola viajó a Madrid para entrevistarse con Idiáquez, cuya
postura podía ser decisiva para aceptar o rechazar el movimiento de apertura de
los holandeses. El gran comendador de León se mostró favorable a la idea y
sugirió que, puesto que había que enviar un embajador extraordinario a París y a
Bruselas con motivo del doble matrimonio acordado entre las dos coronas, podía
recurrirse a Rodrigo Calderón, recién nombrado embajador en Venecia. Entraba
así en terreno internacional un personaje que desde las alturas de la «privanza
del privado» terminó en el patíbulo poco después de la llegada de Felipe IV al
trono, dando tal ejemplo de resignación y de valor que le valió la simpatía
universal.
Aprovechando la caída en desgracia y juicio en 1607 de Franqueza y Ramírez
de Parada, hechuras de Lerma, Calderón fue arrestado y acusado, entre otros
delitos, de haber aceptado regalos, vendido secretos de Estado y comerciado con
cargos civiles y eclesiásticos. Lerma logró sin embargo que el rey le declarara
inocente, pero ordenando que cayera sobre él un silencio perpetuo que impidiera
cualquier investigación sobre su conducta.173 Pese a ello y a que pronto fue
objeto de nuevas críticas y ataques encabezados por el almirante de Aragón
(quizá inspirados también por la reina), Calderón logró el apoyo del valido y en
1609 el almirante fue arrestado y acusado de traición. Pero la presión no cedió y
tanto el duque como sus hechuras cada vez eran criticados más acerbamente por
su insaciable ansia de dinero y de poder. En noviembre de 1611 Calderón obtuvo
licencia del rey para retirarse de su servicio en palacio y entregó a Lerma los
papeles de todos los asuntos de que se había ocupado. Significativamente esto —
que normalmente habría equivalido a una muerte civil y política— no supuso la
desgracia de Calderón, que, aunque apartado de la corte, fue cubierto de
mercedes y recibió el título de conde de la Oliva de Plasencia.
Fue en esa situación un tanto ambigua cuando Idiáquez pensó en Calderón
para la misión de saludar al rey de Francia y a la regente, anunciar a los
archiduques el doble matrimonio y (de paso) ofrecer ideas sobre la posible
reforma del ejército de los Países Bajos. También debía visitar a Jacobo I, que
indignado por las nuevas de la alianza hispano-francesa, se había negado a
recibir al nuevo embajador (Pedro de Zúñiga, marqués de Flores Dávila) y
anunció el matrimonio de su hija Ana con el protestante elector palatino,
Federico V, planteando con ello serios problemas dentro del imperio y
constituyendo un grave obstáculo al Camino Español.
Una Junta de Estado compuesta por Idiáquez, Spinola y Calderón174 estudió
las instrucciones que se podrían dar al último si los holandeses confirmaban su
ofrecimiento. El rey ordenó que Idiáquez y Spinola se ocuparan de ella y estos
consideraron que el momento parecía adecuado siempre que las condiciones
fuesen aceptables. Esto añadía peso a la necesidad de que Spinola regresara a
Flandes y, si no encontraba allí quien le ayudara en esta misión, sería preciso
enviarle alguien de España, recayendo la elección sobre Calderón al que «Su
Majestad fue servido de nombrar… para que vaya a Flandes a dar cuenta de los
casamientos y se le han dado los despachos que para esto y lo de la paz (en caso
de que los de las Islas continúen esta plática) son menester».175 Sin embargo la
posición de las Provincias Unidas parecía haberse modificado, pues la muerte
del emperador Rodolfo y las noticias del doble matrimonio les habían impulsado
a acumular tropas en la frontera alemana, bien para dar ánimos a los
protestantes, bien para entrar en el territorio de Munster y ocupar Rheinberg,
ciudad estratégica para la navegación y el comercio y que había sido cedida a
Mauricio de Nassau por un «príncipe hereje» que pretendía ser su soberano.
En una nueva Junta,176 compuesta esta vez solo por Idiáquez y Spinola, el
segundo puso de relieve que cuando en 1607 se le confiaron las negociaciones
para una posible tregua ello se hizo manteniendo al margen a Guadaleste y a
todos los demás ministros, por lo que estimaba que un asunto tan delicado debía
mantenerse en las menos manos posibles, y si más tarde pareciese conveniente
divulgar algo, ello debería hacerse con el acuerdo del archiduque, del propio
Spinola y de Calderón. En todo caso convendría avisar al embajador de que la
misión principal de Calderón era informar a los archiduques del doble
matrimonio acordado con Francia.
También se estimó que Calderón podía ser la persona adecuada para presentar
al nuevo emperador Matías el pésame real por el fallecimiento de Rodolfo II,
misión sobre la que el rey expresó sus dudas, pues ello podría herir la
susceptibilidad de los archiduques y evitaría que Calderón tuviera que informar
de sus instrucciones a Añover y a Guadaleste.177 Asunto mucho más delicado
era decidir si se debían entregar de nuevo a Spinola 178 las instrucciones
secretas de 1606 que Fernando Girón había traído anteriormente de vuelta a
España; la opinión era decididamente favorable, pues el contenido de las mismas
justificaba el regreso de Spinola a los Países Bajos, pero como en las
instrucciones no había ningún escrito para la infanta, parecía preciso que el rey
la escribiera para que, a la muerte del archiduque, sirviera de credencial al
genovés.
Los viajeros partieron a fines de abril, siendo recibidos en Fontainebleau por
Luis XIII y la regente María de Médicis y Calderón viajó a continuación a París
con la misión más secreta (que culminó con éxito) de recuperar los documentos
dejados por Antonio Pérez a su fallecimiento en noviembre anterior. Tras ello
Spinola y Calderón, acompañados por Bucquoy y Velasco, se entrevistaron en
Colonia con Baltasar de Zúñiga, embajador en el imperio. Después Calderón
viajó a Bruselas para cumplir su misión ante los archiduques y comunicarles que
era portador de letras por importe de 400.000 escudos, que, conforme al deseo
real, debían depositarse en el castillo de Amberes y formar con ellos una reserva
para casos urgentes por si las remesas no llegaban a su debido tiempo. Spinola,
sin embargo, se opuso asegurando que más valía que ese dinero estuviese en
manos del Pagador y logró convencer a Calderón.
En cuanto al viaje a Alemania, aunque Alberto apoyó la idea de que Calderón
presentase las condolencias por el fallecimiento de Rodolfo y las felicitaciones a
Matías por su elección al imperio el propio Calderón le comunicó el deseo del
rey de que fuese Spinola quien acudiese a Praga a felicitar al nuevo emperador.
Así el general trató con Matías y sus consejeros el problema planteado por las
aspiraciones de los príncipes de Brandemburgo y de Neoburgo sobre la sucesión
de Cleves y también sobre las intenciones de los turcos (que habían llegado a un
acuerdo con los holandeses) de apoderarse de Transilvania, lo que pondría a
Hungría y Austria en peligro de ser perdidas para la Casa de Austria. A su
regreso a Bruselas, Spinola informó179 del deseo del emperador de conocer la
decisión de los archiduques Alberto y Maximiliano respecto de la elección del
rey de romanos, pues tenía la impresión de que ambos veían con buenos ojos la
candidatura del archiduque Fernando. A este respecto, ya el año anterior Alberto
había manifestado al rey su rechazo a ser candidato a esta dignidad tanto por su
estado de salud como por su mala situación económica. La reacción de Felipe III
trasluce un cierto cinismo al responder que le habría alegrado que aceptase un
título del que era digno y para el que contaba con su simpatía,180 cuando la
verdad es que nada le habría satisfecho más que deshacerse de este modo con los
archiduques y recuperar los Países Bajos.
Mientras tanto Calderón permaneció en Bruselas esperando una posible
reanudación de las negociaciones con los holandeses, aunque acabó por confesar
que la única posibilidad de que se restablecieran los contactos era su marcha de
los Países Bajos sin abordar el tema. También debía someter propuestas sobre la
reforma del ejército por lo que, aunque contaba con autorización para regresar a
Madrid, no lo hizo hasta 1613. Para este tema tuvo discusiones no solo con el
archiduque y con Spinola, sino también con los principales ministros y jefes
militares de Flandes, como Velasco, Añover o Mancisidor, y preparar las
propuestas181 que presentó a Idiáquez. En su opinión parecía conveniente
reagrupar unidades, suprimir efectivos, modificar los ascensos en tiempos de
paz, así como la concesión de entretenimientos y ventajas conforme a las
ordenanzas dictadas en 1611, reducir los contingentes flamencos, aumentar la
contribución de las provincias fieles a su defensa y, sobre todo, ajustar el gasto a
las disponibilidades. Y a su vuelta a la corte fue recibido por el rey con tales
muestras de amistad y deferencia que sus críticos quedaron preguntándose la
razón de semejante acogida, a la que se añadió poco después la concesión del
título de marqués de Siete Iglesias y se le permitió seguir tratando asuntos
políticos, aunque lo hizo con mucha más discreción que en tiempos anteriores.
Como era de esperar, la divergencia principal entre Madrid y Bruselas era el
importe de los fondos necesarios: en los Países Bajos Spinola, Mancisidor y la
Contaduría habían calculado que cada mes eran necesarios algo más de 125.000
escudos, pero como las provisiones se limitaban a 80.000, el déficit anual era
superior al medio millón. Tras duras negociaciones se consiguió que las tropas
renunciasen a un tercio de las pagas atrasadas y Calderón propuso eliminar uno
de los dos tercios italianos, uno de los tres valones, reducir el anglo-irlandés y
mantener el borgoñón y los tres españoles (que debían ser reforzados). Otro
aspecto de las propuestas se refería a los sueldos, entretenimientos y ventajas,
para los que se proponía abonar dos tercios de paga y utilizar el otro tercio en
vestido y munición. Además ofreció sugerencias para el pago de los entretenidos
(incluso los que figuraban en la Casa de los Archiduques) y, sin que se creasen
nuevas ventajas, propuso enviar seis u ocho mil escudos al mes para estas
necesidades, pero esto fue acogido con reservas, pues había entretenimientos que
beneficiaban a quienes no eran españoles y se estimó conveniente mantenerlo de
modo vitalicio para los más importantes y abonar solo un tercio a los de inferior
categoría.
En cuanto al estado de las fortificaciones, Calderón subrayó la necesidad de
reparar las de Gante, Amberes y Cambrai (donde se había planteado un serio
problema de competencias con el arzobispo) y dejar un tanto de lado el famoso
Hospital Militar de Malinas, procurando establecer en las plazas defendidas por
tropas españolas pequeños hospitales con una docena de camas y asistencia
sanitaria propia, copiando el sistema existente en Gante y que se financiaba solo
con las aportaciones de los propios soldados.
Las propuestas fueron bien recibidas por el rey y por el Consejo de Estado lo
que permitió a Calderón recuperar parcialmente su prestigio y su posición en la
corte en los momentos en que Lerma, su protector, alcanzaba la cúspide de su
influencia con el famoso decreto de delegación de firma de 23 de octubre, que le
colocaba prácticamente al nivel del soberano en la decisión de los asuntos de la
monarquía y que se llegó a comparar con la abdicación de Carlos V. Tras varias
reuniones, el Consejo182 aceptó la propuesta de Agustín Mexía (quien no era
ciertamente un partidario de Spinola) de que el general rindiese cuentas al
embajador de todos sus actos relativos al ejército y la hacienda, como se hacía en
tiempos de Zúñiga, pues la autoridad del rey se vería disminuida si el embajador
estaba subordinado al general. La apostilla del rey no hace sin embargo mención
a esto y refleja su acuerdo con la mayoría del Consejo en cuanto a la
composición del ejército, reforma de entretenimientos, concesión del mando de
las tropas españolas, previo su acuerdo, solo a soldados cualificados, y hace
hincapié en los alojamientos y mantenimiento de las tropas y reconstrucción de
fortificaciones y hospitales.
Como es fácil imaginar, las propuestas de ahorro fueron acogidas con
satisfacción, ya que a una reducción de los gastos del ejército (y por tanto de las
remesas) unían un aumento de la aportación de las provincias leales para su
propia defensa. Pero a comienzos de 1614 el Consejo recibió un memorial del
contador de los Países Bajos subrayando las deficiencias del ejército y, por ende,
de su peso en la política del territorio, al faltarle un máximo comandante que
fuese el auténtico defensor de la monarquía. El memorial produjo un gran
revuelo en el Consejo, donde los halcones arremetieron contra el archiduque y
Spinola expresando sus dudas sobre la conveniencia de una reforma que pondría
en peligro los Países Bajos frente a una Francia que era una amenaza permanente
y a unas Provincias Unidas que no solo forzaban el paso en sus relaciones
exteriores y mantenían su potente ejército, sino que habían incrementado
notablemente su comercio con las Indias (Orientales y Occidentales). La
reclamación de quienes exigían un ejército fuerte en los Países Bajos venía de
antiguo (ya Granvela afirmaba a Felipe II183 que «ningún remedio tenemos más
vivo para contra franceses que hallarnos con buenas fuerzas en Flandes») y el
propio Consejo de Estado recordó a Felipe III que «se ve en las historias cuán
superior quedó España a Francia desde el día que pudo hacerse diversión por
Flandes y por todos se ha entendido siempre que la conservación de esta
Monarquía consiste en la posesión de aquellos Estados».184
Felipe III se comprometió a aumentar el número de tropas españolas y enviar
con puntualidad las provisiones que, incluso, trataría de mejorar185 pero el
Consejo no se recató en criticar una vez más al archiduque. Para el duque del
Infantado la lamentable situación de los Países Bajos hacía temer una revuelta a
la muerte del archiduque y ello pondría en peligro a los pocos españoles que
estaban allí. Mexía subrayó el mal estado de las fortificaciones y el escaso
número de españoles para conjurar los peligros, por lo que la infanta podría estar
en peligro y sería aconsejable hacerla regresar a España, pues a la muerte de
Alberto habría que enviar a Bruselas alguien cuya autoridad asegurase el
servicio del rey y la dignidad de la infanta, reemplazando a Guadaleste por
alguien más capacitado. Y el cardenal de Toledo opinó que el archiduque solo se
preocupaba «de su quietud» y no del futuro y dependía en demasía de Spinola,
que en definitiva «era un extranjero», curiosa reacción que parecía olvidar la
fidelidad con que tantos extranjeros habían venido sirviendo a la Casa de Austria
desde hacía un siglo.
163 Rodrigo Niño y Lasso, mayordomo del archiduque, recientemente nombrado conde de Añover, había
viajado a España para ocuparse de asuntos familiares.
164 AGS, Estado, 2227, Instrucciones e Instrucciones secretas a Añover, 7 de julio de 1609.
165 Bernardo J. García, La Pax Hispanica, p. 149.
166 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Alberto, 13 de enero de 1610.
167 Pese a los enfrentamientos de los archiduques y de Spinola con Velasco, este seguía ostentando el
cargo de general de la caballería en el que había sucedido al almirante de Aragón. Ello le escocía tan
profundamente que se quejó de que, tras treinta años de servicio, había quedado subordinado a Spinola por
lo que ahora, viejo y cargado de hijos, solicitaba el puesto de gobernador general de Milán. Aunque Alberto
encargó a Calderón en noviembre de 1612 que apoyase sus peticiones, años después seguía en Flandes
siendo recompensado por el rey con el título de marqués de Belveder (AGR, SEG, Felipe III a Alberto, 25
de enero de 1616).
168 AGS, Flandes, 2025, CCE, 2 de junio de 1609.
169 Ibid., CCE, 16 de junio de 1609.
170 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Spinola, 7 de abril de 1610.
171 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 3 de mayo de 1610.
172 AGS, Estado 226, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
173 BN, Ms. 1492, 7 de junio de 1607.
174 AGS, Estado, 2026, C. J. E., 20 de febrero de 1612.
175 AGS, Estado, 2294, Informe sobre las negociaciones para una paz definitiva con los holandeses, sin
fecha, pero evidentemente de fines de febrero de 1612.
176 AGS, Estado, 627, C. J. E., 25 de febrero de 1612.
177 Pese a que en enero de 1610 Felipe III había prescrito el regreso de Guadaleste a España encargando
a Añover de la embajada, todavía en octubre de 1613 se encontraba en Bruselas, como lo prueba la
autorización del rey para su matrimonio con Anne, hija del príncipe de Ligne (AGS, Estado, 2288, Felipe
III al Príncipe de Ligne, 19 de octubre de 1619).
178 Spinola recibió la grandeza el 7 de abril.
179 AGS, Estado, 2294, Spinola a Felipe III, 23 de octubre de 1612.
180 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Alberto, 1 de abril de 1613.
181 B. J. García, op, cit. p. 153 y ss.
182 AGS, Estado, 2027, CCE, 14 y 16 de febrero de 1613.
183 Citado por G. Parker, «El ejército de Flandes y el Camino Español. 1567-1659», p. 166.
184 AGS, Estado, 634, CCE, 16 de enero de 1614.
185 AGS, Flandes, 2027, Apostilla de Felipe III a la CCE, 16 de enero de 1614.
BÉLGICA JURA FIDELIDAD A FELIPE III

No dudo que mi padre… sabía la importancia que era… el conservar en esta Corona los Estados de
Flandes y que por el estado de la hacienda y otras dificultades se debió de reducir a hacer la donación
de ellos a mi hermana… no desconfiando de algunos medios para volverlos a juntar con los de acá. Y
yo también estoy inclinado a conservarlos.186

Esta apostilla de Felipe III revela claramente lo que durante un cuarto de siglo
fue la columna vertebral de su política respecto a los Países Bajos y a sus
parientes, a los que desde el principio trató de desalojar de allí. Las divergencias
acerca de la política exterior en relación con las Provincias Unidas, Francia o
Inglaterra, las maniobras para quitar a Alberto el mando militar o el control de
los fondos, los intentos de enviar a los archiduques a otros lugares, las
instrucciones para caso del fallecimiento del archiduque (1601, 1606, 1613)…
todo suponía un intento permanente de conseguir como fuera la reversión de los
Países Bajos a su corona.
La salud de Alberto (preocupación y ocupación constante de Felipe III) había
empeorado debido a la gota que sufría y ello permitió al rey plantear de nuevo a
Spinola lo que se denominaba «el negocio secreto». Este «negocio» era su deseo
de que los Estados de los Países Bajos le prestasen juramento de fidelidad
todavía en vida de Alberto, pues si este fallecía, carente la pareja archiducal de
sucesión, los Países Bajos revertirían a la corona, pero temía que se pudieran
producir reticencias para aceptarlo. Por eso había confiado a Spinola las famosas
instrucciones secretas de 1606 y desde entonces no había dejado de espiar la
salud de su primo y cavilar sobre el mejor camino para asegurarse esta reversión.
Si después de los largos días del Archiduque mi hermano llegara el caso de enviudar la Infanta mi
hermana, podréis darla cuenta de los despachos que tenéis y suplicarla se quiera encargar del gobierno
de esos Estados, y en caso de que lo acepte os encargareis vos de las armas, a ejemplo de lo que se
hizo en tiempo de Madama Margarita y del Príncipe de Parma, su hijo. Y si mi hermana rehusare la
carga del gobierno de los Estados tomareis a vuestra cuenta lo uno y lo otro usando del despacho que
tenéis. Y hasta que llegue la ocasión guardareis sumo secreto como se os ha ordenado.187
Tras regresar a Bruselas en octubre de 1612, terminada su misión en
Alemania, Spinola exploró la postura de Alberto sobre la próxima elección de
rey de romanos (para la que era favorable al archiduque Fernando de Estiria) y
trató también de saber por quién se inclinaba Felipe III. El rey estaba dispuesto a
apoyar esta candidatura y procurar que Fernando se hiciera con los reinos
hereditarios de Bohemia y Hungría y el título de rey de romanos, pero a
condición de recibir Tirol y Alsacia (territorios lindantes con Borgoña), de los
que dispondrían Alberto y Maximiliano mientras vivieran, pero que a su
fallecimiento quedarían unidos a los Estados de Flandes y, por tanto, a plazo a la
corona de la Monarquía Hispánica.188
Una Junta de Estado formada por Idiáquez y Calderón estimaba «en cuanto al
juramento que los vasallos de aquellos Estados debían hacer a V. M. para
después de los días de S. A. dice [Spinola] que no hay duda ninguna sino que
convendría muchísimo que lo hiciesen porque, una vez hecho, es cierto que con
mucha más facilidad entraría V. M. a tomar posesión a su tiempo», pero
recomendaba que Spinola explorase el ánimo de Alberto apuntándole algo
«como de suyo» y sin que dejara traslucir al archiduque que el rey estaba al tanto
de semejante gestión.189
Aunque Spinola compartía las aprensiones del rey asegurando que guardaría
secreto el despacho hasta que llegara la ocasión y se mostró partidario de que los
belgas hiciesen «juramento a S. M. para después de los días de S. A., porque de
una vez entraría S. M. más fácilmente a tomar posesión a su tiempo»,190
resultaba evidente que estaba obligado a sondear con mucho cuidado la opinión
del archiduque sobre este complicado asunto. El momento era muy delicado
teniendo en cuenta, sobre todo, la extrema susceptibilidad de Alberto pues Felipe
III, so pretexto de «ahorrarle el trabajo de firmar las órdenes de pago», había
decidido que fuera el genovés, en tanto que superintendente de la Hacienda,
quien tuviera a su cargo la guarda y disposición de los fondos enviados desde
España.191 A. Esteban192 subraya que esta decisión significó poner en sus
manos un mecanismo con el que podría ir a favor o en contra de los intereses
reales, pero que cuando aceptó garantizar la reversión de los Países Bajos
«Spinola había dejado de ser irremediablemente un ministro de Alberto para
convertirse en un ministro del rey». Quizá sería más apropiado considerar que
Spinola no había dejado de ser «el general del rey» desde su llegada a Flandes y
el encargo del archiduque de dirigir el asedio de Ostende; su obediencia a las
prescripciones que le fue marcando Felipe III y, sobre todo, su aceptación
incondicional de las instrucciones secretas de 1606, así como la orientación de
sus campañas llevan más bien a pensar que durante todos esos años fue menos el
ministro del archiduque que el del rey. Fue tras el fallecimiento de Alberto
cuando se transformó en el defensor de la archiduquesa y en su verdadero
ministro.
El Consejo de Estado, siempre pendiente de la situación de los Países Bajos,
estimó193 que, al fallecimiento del archiduque, sería preciso enviar persona
cuya autoridad asegurara el servicio del rey y la dignidad de la infanta,
proponiendo para ello reemplazar al escasamente útil Guadalest por alguien más
capacitado. Por su parte Spinola, que había considerado que el juramento era una
formalidad indispensable,194 esperaba el regreso a Bruselas del archiduque para
plantearle la conveniencia del juramento de fidelidad, pero como si la sugerencia
fuera idea propia y no del rey. Como la frágil salud del archiduque parecía haber
mejorado y recibió favorablemente la idea el general proyectó hacer intervenir
también al padre confesor.195 Pero el dubitativo Alberto seguía sin ofrecer una
respuesta definitiva y ello causaba inquietud en Madrid hasta el punto de que
Idiáquez subrayó la conveniencia de presionar sin perder un minuto.196
Fray Iñigo insistió por dos veces con el archiduque y Spinola estaba dispuesto
a intervenir también, pero Alberto se adelantó al fin manifestando que aprobaba
la idea pero que, queriendo conocer la postura de una de las provincias, había
recibido como respuesta que el deseo de la misma era que el rey aceptase enviar
a Bélgica uno de sus hijos menores para que fuera criado y educado por los
archiduques con vistas a la sucesión en los Estados, pero que, en todo caso, la
provincia se mostraba dispuesta a prestar juramento cuando el rey así se le
ordenase. Alberto también trató de saber a través de Spinola cuáles eran las ideas
de Felipe III respecto de la reversión, así como, en su caso, sobre el posible
envío a Bruselas de uno de los infantes. En opinión del general era necesario
seguir adelante con la prestación del juramento, y Alberto aceptó la propuesta,
pero con la condición de que se entablaran negociaciones con las otras
provincias para estar seguros de su posición:
Había empezado [Alberto] a hacer diligencias con una de las provincias y tenido respuesta que los de
ella hubiesen deseado que se pudiese encaminar a que Vuestra Majestad enviase aquí un hijo segundo
suyo para que en su compañía y en la de la Señora Infanta se criase y después sucediese por heredero
en estos Estados. Que no obstante esto jurarían a V. M. siempre que Su Alteza lo mandase. Sobre esto
me preguntó si jamás había entendido cosa alguna de la intención de Vuestra Majestad acerca de que
estos Estados se hubiesen de volver a la Corona de España o dar un hijo segundo.197

Con esta especie de «finta lateral» Alberto colocó el problema de la sucesión


en un plano diferente, sin que quedara claro si se trataba simplemente de un
movimiento de defensa propia, de un intento de hacer abortar el juramento de
fidelidad o si, sencillamente, quería repetir con un infante la formación que había
recibido de Felipe II. Esta dilación en sus proyectos no podía satisfacer las
impaciencias de Felipe III, que, arguyendo que no se podía perder ni una hora
pues la salud del archiduque parecía cada vez más débil, encomendó a Spinola
que siguiese este asunto hasta que quedase totalmente resuelto aprovechando la
buena disposición que mostraba Alberto.198 Poco después una Junta de Estado,
compuesta como de costumbre por Idiáquez y Calderón, insistía en que el
juramento era el mejor medio de recuperar los Países Bajos y que no se
planteaba la posibilidad de enviar a Bruselas a ningún hijo del rey. Después de su
visita a los Países Bajos y sus propuestas de reformas militares, Calderón se
permitió criticar de nuevo a los archiduques, afirmando que todo iría mucho
mejor si hubieran dedicado a mantener el ejército todo el dinero que habían
empleado en mantener su rango y que Flandes podría caer a su fallecimiento en
peores manos que las de los archiduques.199
Haciendo caso de estas opiniones, el rey decidió que continuasen los esfuerzos
para conseguir que se prestase el juramento y dio la callada por respuesta a la
posibilidad de enviar a Bruselas a uno de sus hijos. En consecuencia dio
instrucciones a Spinola para que los gobernadores de las provincias recibieran
las pensiones suprimidas a consecuencia de las recientes reformas y, para evitar
quejas de los demás funcionarios, autorizó a que se les concedieran
gratificaciones con cargo a fondos secretos, pero todos venían obligados a
guardar estas mercedes en secreto so pena de retirárselas. Además el archiduque
debía ser informado de ello para evitar que se enterara por otro camino y lo
interpretase como un atentado a su reputación.200
Al fin parecía que el archiduque se había decidido a aceptar que sus súbditos
prestasen el juramento de fidelidad a Felipe III y que se esforzaba por convencer
de ello a las provincias, lo que causo gran satisfacción al rey. Pero al mismo
tiempo —y practicando como de costumbre un doble juego respecto a sus
parientes— instruyó a Spinola para que ayudase al padre confesor a alcanzar
pronto el fin deseado; y si Alberto se interesaba de nuevo por el posible envío a
Bruselas de uno de los hijos del rey para recoger en su momento la herencia de
los archiduques, le asegurara que no le había trasmitido tal petición juzgando
inapropiado poner condiciones a lo que era una formalidad «justa y
necesaria».201
El general era bien consciente de la delicadeza del tema y se esforzaba tanto en
cuidar la susceptibilidad de Alberto como en calmar las impaciencias del rey. Al
primero le agradecía la buena voluntad que estaba demostrando, pero sin dejar
de señalar al rey la necesidad de actuar con suavidad y utilizar los buenos oficios
de Brizuela y, para tranquilizarle, le informaba de que el archiduque no había
vuelto a referirse al posible envío a Bélgica de un infante.
La impaciencia en Madrid crecía con el paso de los meses y la misma Junta de
Estado anterior insistió en la necesidad de presionar al archiduque, Spinola y el
confesor para que no se produjeran retrasos, aunque se dejaba a opinión del
genovés la posibilidad de elegir el que estimara el mejor momento y
manteniendo el secreto de toda la operación para evitar la mala impresión que
podría causar en las tropas y que podría significar un retraso en la prestación del
juramento.202
Mientras se desarrollaban todos estos movimientos Spinola se veía obligado a
hacer frente a la crisis de Cleves-Juliers, que le obligaba a moverse entre
Bruselas y su campamento en Wesel, lo que hizo que las gestiones sobre el
juramento quedasen postergadas en espera de mejores condiciones y tuvo que
dejar su continuación en manos del padre confesor, aunque no dejara de vigilar
muy de cerca el resultado que pudiera obtener. A ello se añadió en enero de 1615
la infausta noticia del fallecimiento en Génova de su esposa, Donna Giovanna
Baciandonna, nuevo y terrible golpe tras la trágica muerte en combate de su
hermano en la batalla de La Esclusa, que le llevó a retirarse temporalmente a una
abadía para calmar su dolor.
Pero su dolor no impedía que los acontecimientos siguieran su curso y la
perspectiva del juramento levantaba no pocas suspicacias en las provincias fieles
que pretendían una reunión de los Estados Generales, lo que estaba muy lejos de
coincidir con las intenciones del rey o del archiduque. Por ello Alberto decidió
presidir una comisión formada por Pecquius (como canciller de Brabante), de
Robiano (como tesorero General), Mancisidor (secretario de Estado y de
Guerra), el padre confesor y el propio Spinola, que, con esta ocasión, recibió
nuevos apremios del rey. Esta comisión consideró203 que los Estados de
Brabante debían pedir al rey que concediese plenos poderes al archiduque para
recibir el juramento en su nombre204 y que facilitase 100.000 ducados para
distribuirlos entre aquellos que se considerase necesario.
El enorme retraso que era habitual en las comunicaciones hizo que la respuesta
del rey se retrasara varios meses205 y en sus instrucciones a Spinola se indicaba
que los archiduques debían tratar individualmente con cada provincia y evitar la
reunión de los Estados Generales, pues si se celebraba tal reunión se corría el
riesgo de que entraran en tratos con las Provincias Unidas o con Francia. Y en
cuanto a los 100.000 escudos solicitados se ponían a su disposición, pero
recomendando que preferiblemente a este gasto se recurriera a la concesión de
títulos y señorías, pues aún escocían en la memoria de la corte los 20.000
ducados que hubo que gastar en el momento de la cesión por Felipe II para
conseguir la adhesión del Artois y del Hainaut al Acta de Renuncia. Meses
después se seguían arrastrando las interminables gestiones, pues se temía que la
prestación del juramento pusiera en dificultades la solución de la crisis de
Cleves-Juliers. Pero a comienzos de 1616 las perspectivas parecían favorables
por lo que todos, incluido el propio archiduque,206 decidieron volver a tomar las
negociaciones aunque para algunas provincias un juramento anticipado resultase
una novedad que podría provocar dificultades, por lo que para evitar este peligro
el rey envió el poder autorizando a Alberto para recibir el juramento de fidelidad
de las provincias en previsión de su vuelta a la corona de España.207
A todo esto, el embajador Guadalest, siempre retrasado en sus informaciones,
señalaba su preocupación208 porque se pudiese pedir en Bélgica el envío de un
infante, pues consideraba que ello podía suponer una separación de los Países
Bajos y de España y, aunque, por una vez parecía haber logrado mantenerse al
tanto de lo que se había ido hablando, al no tener nada mejor que hacer se
quejaba de que Spinola había pretendido dirigir solo las negociaciones. Esta
postergación había herido gravemente su honor y se sentía dolido por la casi nula
atención que se le prestaba y por la irrelevancia y falta de reconocimiento que se
concedía a su función. Y ni siquiera invocando su cargo de embajador del rey
consiguió ser él quien viajara a las distintas ciudades y provincias para las
ceremonias del juramento, teniéndose que limitar a participar en las reuniones de
Binche poco menos que como un invitado de segunda categoría.
Las gestiones parecían haberse encarrilado por buen camino y el duque de
Aerschot tuvo éxito al proponer el juramento a los Estados del Hainaut. Ahora
las dificultades venían del lado de Brabante y Spinola le pidió que, en tanto que
noble de esa provincia, tratara de obtener el acuerdo y aunque el duque aceptó la
misión lo hizo a cambio de que se solicitase el Toisón de Oro en su favor. Poco a
poco se iban consiguiendo las aceptaciones de las provincias y, a petición de
Alberto, Spinola se trasladó a Binche, donde aprovechando el mal estado de
salud del archiduque, se dedicó a festejar a los diputados de las provincias que se
reunían allí. Casi todos los diputados presentes prestaron el juramento de
fidelidad, pero a finales de mayo todavía faltaban algunos: Flandes, Lille y
Brabante solicitaron un plazo suplementario de veinte días con las excusas
menos apropiadas a la situación (mantenimiento de la infanta al frente del
gobierno tras la muerte del archiduque, envío de un infante, impuestos…). En
cuanto a la Borgoña, habida cuenta de la distancia, se decidió que el juramento
fuese prestado ante el gobernador del territorio.
Inesperadamente el Consejo de Estado dio un giro a la orientación que había
ido fijando la Junta que había dirigido la operación, al estimar que reclamar el
juramento de las provincias era tan poco hábil como inútil y lamentaba que se
hubiese optado por ese camino, pues el Acta de Cesión de 1598 ya tenía una
reserva formal que «no debió de tener noticia de ella quien advirtió se hiciese
esta diligencia»209 y la reserva que figuraba en el Acta de Renuncia de Felipe
III estaba suficientemente clara y si se hubiese considerado imprescindible el
juramento habría sido preferible enviar un grande a Bruselas. Apoyando sus
argumentos citaba las advertencias del conde de Bucquoy (capitán general de la
Artillería) recién llegado de Flandes y que estimaba que con esta exigencia se
cometía una de las peores faltas posibles, ya que las provincias leales podrían
considerarlo como una señal de desconfianza.
La autoridad con que Spinola rodeaba sus actos era el anticipo de cómo iban a
ir surgiéndole enemigos: ya no era solo Guadalest quien protestaba ante Madrid,
y con las quejas del nuevo veedor general, Francisco Andía de Irarrazábal, se
abrió un nuevo frente de disputas en la corte. Llegado a fines de 1615, el veedor
se quejó de que desde 1613 Alberto hubiese puesto la administración de las
finanzas militares en manos del genovés, que las manejaba a su capricho para
asegurar su poder y le acusó de haber actuado de forma tan inadecuada que
parecía haber puesto en duda los derechos sucesorios del rey. Por ello pidió
autorización para controlar los gastos secretos y consignarlos en un registro
especial y además insistió en la puesta en acción de una Junta de Hacienda,210
para lo que se encontró con la oposición inicial del archiduque y con el apoyo
del Consejo de Estado. Brizuela (quizá instigado por Spinola) advirtió al rey que
la función paralela del general como superintendente y cabeza de la Junta sería
un atentado a la autoridad del archiduque y, en un intento de suavizar la
situación, el rey pidió a Alberto que fuese el ordenador de los pagos (o, al
menos, de los reservados). Sin embargo se encontró con una total negativa que
permitió que Spinola siguiera manejando todos los fondos y tratara de imponerse
al veedor, a quien pretendió obligar a ir a despachar a su residencia.
Hasta el mismo archiduque se alarmó por el enfrentamiento y envió de nuevo
a Madrid a Fray Iñigo de Brizuela para que informase sobre la gravedad de la
situación y tratara de que el veedor fuese trasladado a España pues su actitud
constituía un desafío a la autoridad de Alberto, que no le había expulsado de los
Países Bajos por respeto al rey. Al final, como siempre se rompe el pote de barro
que choca con el de hierro, el veedor fue acusado de falsificación de las listas de
la Veeduría y encarcelado en el castillo de Amberes a finales de año. En esta
ocasión Felipe III no aceptó las pretensiones de Spinola y el Consejo de Estado,
aun reprobando «la forma» de actuación del veedor, aceptaba «el fondo», por lo
que a su vuelta a España fue repuesto en su cargo, le fueron agradecidos sus
servicios e incluso (ante la indignación de Alberto) aunque no regresó a Bélgica
continuó cobrando su salario.
El éxito en la delicada operación del juramento y las muestras de respeto que
recibió de los delegados durante las reuniones en Binche pareció subírsele a la
cabeza a Spinola, que, pasando por encima de las prerrogativas archiducales y
cometiendo un tremendo error de protocolo, se permitió someter directamente al
rey una importante lista de honores y mercedes. Esta actitud desagradó
profundamente al Consejo de Estado,211 que vio con malos ojos semejante
proceder que mermaba la autoridad de Alberto e Isabel y del embajador en un
momento en que los triunfos de las armas holandesas ponían en peligro los
Países Bajos y que consideró su deber señalarlo a la atención del rey. Spinola
parecía considerarse el eje y el motor no solo del ejército, sino también de la
diplomacia y la política y pretendía ser la «fuente de honores», como si mandar
las tropas y controlar los fondos le autorizase a creerse por encima de los demás.
Spinola parecía haber perdido de vista su verdadero papel y considerarse como
el «deus ex machina» de la política en los Países Bajos.
El fallecimiento del marqués de Guadalest en septiembre abrió el camino al
nombramiento de un embajador de personalidad más acusada que el difunto y
que pudiera servir de contrapeso a las crecientes ínfulas de Spinola. Pero el
capítulo se cerró con un pequeño incidente: en primavera de 1617 el rey envió a
Bruselas a García de Pareja como embajador extraordinario para agradecer a las
provincias la prestación del juramento de fidelidad, pero se encontró con una
negativa a recibirle por parte de los archiduques y no fue hasta casi dos meses
después cuando, por orden del rey, se vieron obligados a hacerlo. Para que Pareja
pudiera cumplir su misión, los diputados de los diferentes Estados se reunieron
en Bruselas y, siguiendo los deseos de los archiduques, el embajador se dirigió
en primer lugar a las provincias en general y al día siguiente a Brabante de modo
individual.
Sin embargo todavía transcurrió un cierto tiempo hasta que se produjo
efectivamente el reemplazo de Guadalest y hay que señalar que la elección no
sirvió ni mucho menos para mejorar el ambiente, ya que recayó sobre Alonso de
la Cueva y Benavides, marqués de Bedmar, que no llegó a la capital de los
Países Bajos hasta 1619. Bedmar había ocupado la siempre complicada
embajada en Venecia, nada menos que desde 1607, pero tuvo que salir de allí en
las peores condiciones en 1618, tras los gravísimos incidentes registrados
cuando, con Oñate y Villafranca, fue acusado de haber fomentado la
«conjuración de Venecia». Hombre arrogante, imbuido de su importancia, tuvo
grandes dificultades en su misión, hasta el punto de que, fallecido el archiduque,
la infanta tuvo que acabar por relegarle al castillo de Tervuren hasta que
consiguió que fuese enviado a Roma y dejara en Bruselas tanta paz como
tranquilidad llevaba.
186 AGS, Estado, 634, C. Junta de Flandes, 16 de agosto de 1601.
187 AGS, Estado, 2035, Felipe III a Spinola, 14 de septiembre de 1613.
188 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Spinola, 1 de abril de 1613.
189 AGS, Estado, 2027, Consulta de una Junta de Estado, 20 de diciembre 1613.
190 AGS, Estado, 2027, Spinola a Felipe III, 14 de noviembre 1613.
191 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Hurtuño de Huarte (Pagador general), 31 de marzo de 1613.
192 A. Esteban Estrígana, Guerra y finanzas en los Países Bajos católicos, p. 162.
193 AGS, Estado, 628, CCE, 16 de enero de 1614.
194 AGS, Estado, 2027, CCE debatiendo una carta anterior (14 de noviembre de 1614) de Spinola.
195 AGS, Estado, 2028, Spinola a Felipe III, 1 de febrero de 1614.
196 AGS, Estado, 2028, C. de una Junta de Estado, 10 de marzo de 1614.
197 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de abril de 1614.
198 AGS, Estado, 2229, Felipe III a Spinola, 8 de mayo de 1614.
199 AGS, Estado, 2028, C. de una Junta de Estado, 17 de mayo de 1614.
200 AGS, Estado, 2229, Felipe III a Spinola, 3 de junio de 1614.
201 AGS, Estado, 2229, Felipe III a Spinola, 16 de junio de 1614.
202 AGS, Estado, 2028, C de Junta de Estado, 28 de agosto de 1614.
203 AGS, Estado, 2297, Spinola a Felipe III, 17 de enero de 1615.
204 Paralelamente concedió otro poder a Spinola con el mismo fin como se ve por su carta
agradeciéndolo al Rey (AGS, Estado, 2297, 30 de marzo de 1615).
205 AGS, Estado, 2230, Felipe III a Spinola, previsiblemente de principios de mayo de 1615.
206 AGR, Secretaría de Estado y de Guerra, Alberto a Felipe III, 18 de enero de 1616.
207 AGS, Estado, 2230, Poder dado por Felipe III al Archiduque Alberto, 24 de febrero de 1615.
208 AGS, Estado, 651, Guadalest a Felipe III, 1 de mayo de 1616.
209 AGS, Estado, 2030, CCE, 21 de mayo de 1616.
210 AGR, SEG, Rº. 178, Felipe III a Alberto restableciendo esa Junta.
211 AGS, Estado, CCE, 12 de julio de 1616.
DE NUEVO CLEVES-JULIERS

La situación de los Ducados en Alemania, tan próximos a los Países Bajos,


seguía siendo motivo de grave preocupación puesto que el acuerdo entre los
«posesores» (el Tratado de Dortmund de 1610) era de difícil puesta en práctica y
los había enfrentado pese a los esfuerzos de Enrique IV y Oldenbarnevelt en
servir de mediadores. La «posesión» de ambos candidatos se había basado en
razones militares y no en derechos reconocidos y a ello se unía la falta de
reconocimiento exterior de las administraciones que se establecieron. La
mediación estaba condenada al fracaso, pues como, por razones religiosas, el
pensionista apoyaba al protestante Juan Segismundo de Brandemburgo, ello
empujó a Felipe Luis de Baviera a aproximarse a la Liga y al archiduque Alberto
y a manifestarse inclinado a convertirse al catolicismo. Pero antes de decidir tal
conversión solicitó la protección del archiduque que, sin comprometerse, se
limitó a ofrecer sus buenos oficios y esgrimió la posible conversión para
intimidar al rival y evitar una ruptura definitiva.212 A diferencia, pues, de la
anterior crisis en que los pretendientes se oponían al embargo imperial de los
territorios, esta vez eran motivos confesionales los que dibujaban el cuadro del
nuevo conflicto.
Al posible cambio de religión de Felipe Luis había que sumar su pretensión de
que el emperador le adjudicase toda la herencia por lo que Oldenbarnevelt
(espoleado por Jacobo I) negoció una alianza (Tratado de La Haya, 17 de mayo)
con la Unión encabezada por el elector palatino Federico V.213 El acuerdo fue
un espejismo que daba una falsa impresión de seguridad y, debido a la dispersión
geográfica de sus miembros y a sus escasas reuniones, no fue ratificado hasta
meses después cuando ya se había producido lo que se trataba de evitar —la
intervención de la Casa de Austria— sin que la Unión reaccionara, sobre todo
porque los príncipes no parecían entusiasmados con una expedición militar de
resultados dudosos en las fronteras de Alemania.
En el Consejo de Estado se desencadenó la presión de los miembros del
«partido de la guerra», como Pedro de Toledo y Agustín Mexía, siempre
contrarios a la cesión de los Países Bajos, las paces con Francia y con Inglaterra
y para los que la tregua era un baldón en la reputación de la Monarquía
Hispánica. Toledo propugnaba proteger los Países Bajos a toda costa («por todos
se ha entendido siempre que la conservación de esta monarquía consiste en la
posesión de aquellos estados»)214 y culpaba a Alberto de la pérdida del
«imperium» de España, asegurando que la Tregua era el origen de todos los
males. Para él era preciso conservar Juliers para estar preparados a una nueva
guerra llegado el momento,215 pues si los holandeses se apoderaban de Juliers
ello sería una amenaza mortal para los Países Bajos. Su opinión era compartida
por Mexía, que, ante la posibilidad de un enfrentamiento con las Provincias,
afirmó que «tendría por mejor romper las treguas a trueque de no perderla».216.
Las discusiones en el Consejo y los argumentos de Zúñiga desde Alemania
revelan el clima en que se desarrolló en España esta segunda crisis. Zúñiga atizó
el incendio asegurando que la presencia holandesa en Juliers ponía cada día en
mayor riesgo los intereses de España.217 La presión de estos personajes llevó a
los otros consejeros al convencimiento de que, considerada la tregua como un
error, era preciso enfrentarse de nuevo con las tropas holandesas cuya amenaza
sobre Juliers era, según Toledo, «una obra del cielo» y ponerse en campaña en el
ducado que «es lo mismo que defender el país de Flandes».
Para Lerma los objetivos estaban claros: mantener la paz con Francia, la
neutralidad de Inglaterra y proteger los intereses en los Países Bajos;218 pero la
posibilidad de que las Provincias Unidas enviaran tropas a Juliers obligó a un
refuerzo notable del ejército de Flandes y a cruzar los dedos ante la situación de
la regente María de Médicis que debía convocar los Estados Generales y las
ambiciones de la nobleza que podían arruinar el acercamiento a España. En un
primer momento Felipe III pensó que bastaría con los fondos enviados (entre
enero y julio remitió 400.000 ducados) y con negociar, pero terminó ordenando
el reforzamiento solicitado.219
El margrave Ernst, que actuaba en nombre del Brandemburgo, no solo se
convirtió en 1610 al calvinismo, sino que lo promovió activamente entre sus
soldados, lo que tenía que chocar con las pretensiones sobre Juliers de los
príncipes luteranos. Por otro lado, Wolfgang Wilhelm, hijo del Neoburgo y
gobernador en su nombre, mantenía conversaciones con el archiduque Leopoldo
desde 1609 y, con el apoyo de Zúñiga —cuya posición como embajador ante el
imperio era muy importante— se convirtió al catolicismo consiguiendo el
control total de Neoburgo a la muerte de su padre en 1614.
Consecuencia de estos avatares era la imposibilidad de un mínimo
entendimiento entre ambas administraciones y Wolfgang Wilhelm estaba
convencido de que los brandemburgueses pretendían dar un golpe con ayuda
holandesa. No le faltaba razón pues en mayo de 1614 un grupo de 300 soldados
de las Provincias Unidas reforzó la guarnición de Juliers y expulsó a los
soldados del otro bando. Wolfgang reaccionó expulsando de Dusseldorf a los
administradores brandemburgueses y formó una tropa de 900 hombres. Si bien
era cierto que el gobernador brandemburgués estaba preparando una acción,
también era cierto que Oldenbarnevelt trataba de evitar un enfrentamiento y el
envío de soldados a Juliers se había hecho precisamente para evitarlo. Siguiendo
esa política, las Provincias Unidas enviaron en julio otros 2.000 hombres para
rebajar las ínfulas de Wolfgang Wilhelm, que se había lanzado a reclutar casi
4.000 soldados para los que no contaba con medios por lo que Holanda puso en
juego su peso económico y le obligó a ceder ante sus deseos. El juego era
extremadamente peligroso y tenía que alarmar a España, pues semejante
concentración de tropas en una zona tan reducida no cabía interpretarse sino
como un desafío a su influencia en el bajo Rin, por lo que había que hacer frente
al mismo y obligar a los holandeses a respetar los términos de la tregua.
Spinola no fue ajeno a los debates en Madrid y, en respuesta a la petición para
que informara de la situación, escribió:
Los holandeses, de consentimiento del Marqués de Brandemburgo, se han apoderado de Juliers.
Podría ser con intento de quedarse con aquella plaza. Dúdase si será conveniente formar ejército
contra holandeses aunque de esto se siga romperse la tregua que corre. A tres puntos se reduce esta
inteligencia: primero, de la reputación de V. M.; segundo, si contra la justicia de las treguas se puede
romper por esta causa; tercero, si la conveniencia de recobrar esta plaza prepondera a la de las
treguas.220

Y para él la respuesta estaba clara: la reputación del rey exigía observar la


tregua y no se podía romperla a causa de Juliers.
La actitud holandesa obligó a Alberto a buscar apoyo en Londres y en París
mientras Spinola insistía repetidamente ante Felipe III para llevar a cabo una
acción militar y hacer frente a la situación «con la mayor prisa que se pudiere y
así dar menos lugar de prevenirse los holandeses» y no dejaba de avisar que los
intentos de hacer intervenir a Francia e Inglaterra para que los holandeses
abandonaran Juliers solo tendrían efecto «cuando V. M. se haya servido de
mandar que se provea lo que se ha pedido y se tomen las plazas que se
pudieran… suplico a V. M. que no se pierda el tiempo en mandar que cuanto
antes se acuda aquí con lo que se ha pedido».221 Por desgracia las gestiones del
archiduque fueron baldías y, si bien Inglaterra prometió cooperar para buscar una
solución, Francia se limitó a encargar a sus representantes que «transmitieran»
las quejas de Alberto a los Estados Generales. Este movimiento diplomático
producía poco o ningún resultado y encarecía la necesidad de prepararse
adecuadamente, pues en opinión de Spinola «se puede esperar poco remedio por
aquella parte» y era consciente de que no cabía esperar gran cosa de la posible
reunión en Wesel ya que «difícil cosa será que los holandeses quieran restituir lo
que han tomado».222 Al final el único resultado fue la invitación holandesa a los
dos enemigos a enviar a Wesel unos delegados que, junto con el elector de
Colonia, tomasen una decisión.
La conferencia tuvo lugar del 10 al 23 de junio y en ella participaron Ottavio
Visconti y Pecquius como mediadores en nombre del archiduque. En las
instrucciones de Oldenbarnevelt para la conferencia se condicionaba la
evacuación de Juliers al acuerdo de los dos «posesores» (al menos en lo relativo
a la composición de la guarnición, pues no podía arriesgarse a discutir la
soberanía sobre los Ducados) y ofrecía la garantía de los Estados Generales
como guardianes de la plaza juntamente con los reyes de Francia y de Inglaterra.
Además exigía el desarme unilateral del hijo del Brandemburgo y la destrucción
de las fortificaciones que había hecho en Dusseldorf. Estaba claro que estas
condiciones no serían aceptadas por Felipe Luis, que, a diferencia de
Oldenbarnevelt, conocía la decisión española de reforzar sus tropas. Los Estados
Generales preguntaron a Alberto por sus intenciones a lo que este respondió que
no estaba en su ánimo romper la tregua aunque el movimiento militar holandés
era un desafío a su influencia sobre la zona y tanto Alberto como Spinola
consideraban necesaria una demostración de fuerza que obligara a los holandeses
a respetar la tregua.
Parece lógico que Alberto estuviera convencido de que, a pesar de todas estas
fintas diplomáticas, los holandeses estaban dispuestos a mantenerse en Juliers y
ante este peligro consideró que la única solución era la ocupación de plazas en
los territorios en disputa como freno a las apetencias de las Provincias Unidas.
Así pidió al rey el envío de los socorros que venía reclamando Spinola,223 y en
su esfuerzo para convencerle de que era imprescindible actuar con las armas,
envió a Visconti a Madrid para insistir en el fracaso de los intentos de mediación
ingleses y franceses y en la necesidad imperiosa de reforzar el ejército para
impedir que el ejército holandés se apoderase además de Colonia y los Estados
vecinos.224
Y como había que buscar una justificación para la intervención de las tropas de
Spinola, el fallido viaje a Bruselas de Felipe Luis (que buscaba apoyo contra las
pretensiones de Juan Segismundo) sirvió para este fin. El jefe de las tropas
holandesas que guarnecían Juliers no le permitió entrar en la plaza, pues temía
que su presencia provocase un enfrentamiento entre las tropas de ambos
«posesores» allí acantonadas. Complicación suplementaria: el hijo de Juan
Segismundo (stadholder de Dusseldorf en nombre de su padre) temiendo ser
apresado se refugió en Cleves, y esto permitió a Felipe Luis apoderarse de la
ciudad y asistir allí a una misa, lo que equivalía a la total ruptura del
«condominio». La alarma cundió en las Provincias Unidas que ante el posible
peligro reforzaron su guarnición en Juliers aunque asegurando a los dos
«posesores» que esta acción era en su beneficio. La decisión constituía un error
de apreciación o mala información de Oldenbarnevelt (que parecía ignorar el
refuerzo decidido en Madrid) y provocó la ira del brandemburgués sin que los
otros implicados en la crisis reaccionaron: en Francia —con el optimismo creado
por la política matrimonial— se pensaba improbable un ataque español, y Jacobo
I (a quien alarmaba la posibilidad de un regreso de los Ducados al catolicismo)
desaprobó la conducta de Felipe Luis.
Puesto que Lerma se encontraba enredado en los problemas del norte de Italia,
el archiduque y Spinola decidieron utilizar el ejército de Flandes y movilizar una
potente tropa. Y cuando se comprendió la verdadera motivación de
Oldenbarnevelt ya era tarde para dar marcha atrás, pues sería interpretado como
una pérdida de prestigio. De esta manera el 22 de agosto Spinola reunió a sus
soldados cerca de Maastricht, cruzó la frontera del ducado de Juliers, y dos días
después ocupó Aquisgrán (restableciendo el catolicismo) y, dejando de lado la
ciudadela de Juliers, se apoderó de 55 ciudades y fortalezas en una rápida
campaña. El 1 de septiembre apareció ante Wesel, que capituló al cabo de una
semana antes de que los Estados Generales y Mauricio pudieran acudir en su
socorro.
De todos modos, antes de salir en campaña, Spinola había tomado la
precaución de dejar bien clara la posición española:
Para quitar sombras y sospechas y excusar los inconvenientes que estas pudieran causar, S. A. hizo
declarar a los Reyes de Francia y de Inglaterra que no enviaba el ejército por pretensiones que tuviese
de tomar ninguna tierra para V. M. ni para sí, sino por excusar el daño que los holandeses hacían con
la toma de Juliers y que siempre que ellos saliesen de aquella plaza al mismo punto mandaría salir la
gente de V. M. de todas las que hubiese ocupado en estos países de Cleves y Juliers. Lo mismo se ha
declarado a las villas que se han ido tomando y en la de Wesel está capitulado por escrito.

Esperando alcanzar un acuerdo con Mauricio, Spinola se limitó a situar


pequeñas guarniciones en las plazas tomadas para que los holandeses no se
apoderaran de ellas, teniendo buen cuidado de no hacer cambios en la forma de
gobierno, «porque no parezca que V. M. quiere tomar jurisdicción en villas del
Imperio».225 Mauricio reaccionó de inmediato tomando Juliers y otras plazas en
Cleves y Mark, y Spinola replicó haciendo lo mismo con aquellas que no habían
sido tomadas por el enemigo. La posesión de Wesel tenía gran repercusión
religiosa (era un centro calvinista de primera importancia) y económica (permitía
controlar la navegación por el Rin y situar a las tropas españolas en posición
amenazante en la frontera de las Provincias) por lo que el hecho impresionó
profundamente a los Estados Generales y a todos los actores de la crisis. Los
consejos del embajador inglés para que se evitase cualquier provocación contra
el archiduque fueron respaldados por Oldenbarnevelt, pero su política parecía
haber fracasado e incluso fue acusado de aceptar sobornos (acusación que se
repitió años más tarde durante el proceso que condujo a su ejecución). A todo
esto, en Bruselas estaba reunidos los embajadores de Inglaterra y Francia con el
archiduque y los representantes de las Provincias Unidas negociando la salida de
Wesel de las tropas españolas y las de Mauricio de Juliers y tratando de acordar
la división de los Estados, objeto de tantos quebraderos de cabeza, entre los dos
«posesores». Pero esta componenda fue mal recibida tanto por Spinola, a quien
tan fácil abandono de Wesel le parecía una grave equivocación, como por
Guadaleste, que acusaba a Alberto de estar desperdiciando el resultado de una
magnífica campaña y de ceder con demasiada facilidad.
Tanto Spinola como Mauricio eran conscientes de la gravedad que significaría
una ruptura de la tregua que llevaría a una nueva guerra y, aunque las
instrucciones de ambos eran evitar tal situación, Mauricio consideraba
beneficiosa la ruptura mientras Spinola soñaba con una victoria en el campo de
batalla. Limitados por sus instrucciones y por la propia realidad, no había más
solución que reunirse y tratar de resolver la crisis. La negociación relativa a la
devolución de plazas planteó muchos problemas, pues Spinola deseaba que en el
acuerdo se incluyese una cláusula que obligara claramente a que bajo ningún
concepto se pudieran ocupar más plazas, pero los holandeses buscaban una
redacción poco clara y que no satisfacía al general español, por lo que se negó a
ceder y, disuelta la reunión de Xanten, quedó en suspenso el posible acuerdo del
que Spinola era partidario («soy de parecer que el concierto se haga»), pues en
caso contrario habría que volver a la guerra «y será una guerra muy larga». Por
fin se alcanzó un acuerdo226 de retirada de ambas tropas y de devolución de los
Ducados a Neoburgo y Brandemburgo, quienes debían llegar a un acuerdo. Pese
a todo, se mantenía la desconfianza por parte española, como lo prueba la orden
del archiduque227 de no restituir las conquistas salvo si «los holandeses
entregaban Juliers y restablecían el statu quo» y, si ello no era así, había que
prolongar las negociaciones y ganar tiempo.
Al fin el 12 de noviembre se firmó el Tratado de Xanten, conforme al que el
Neoburgo residiría en Dusseldorf y el Brandemburgo en Cleves, controlando
cada uno la mitad de la herencia y ejerciendo conjuntamente los poderes ducales.
Además se evacuarían las plazas ocupadas en los Ducados y los holandeses
entregarían Juliers. Como era lógico esperar, la ratificación de esta componenda
no era fácil, pues los acuerdos «crujían» en todos los aspectos (territorial,
religioso e internacional) y los embajadores francés e inglés debieron actuar otra
vez más como amigables componedores.
Pese a que la política pacifista del archiduque había sido duramente criticada
por Guadaleste, cierto es que había evitado un serio conflicto bélico al conseguir
la evacuación de las plazas ocupadas (era imposible para España mantenerse en
Wesel ni en ninguna otra) y la entrega de Juliers por los holandeses. Alberto
pidió al rey que aprobase el acuerdo228 y la misma infanta Isabel apoyó ante su
hermano el restablecimiento de la paz, pues solo aspiraba «a dejar[le] los
Estados completamente pacificados» y sugería que los partidarios de la guerra
viesen antes si la hacienda real podía permitirse continuar la guerra.
Había un serio obstáculo: el rey había prohibido a Guadaleste y a Mancisidor
que se transigiese con los holandeses o se entregara Wesel sin su consentimiento
previo y ambos trasladaron la orden al general «con lo cual ha parado todo». Al
conocerse la decisión se produjo la ruptura y Mauricio no se comprometió a no
ocupar otras plazas en Cleves o en Juliers. Para mayor inquietud de Alberto, se
acusó a la parte española de mantener objetivos ambiciosos y se excitó contra
ella a la opinión pública.229 Spinola, por su parte, se mostraba orgulloso de los
resultados obtenidos: victoria de las tropas del rey, retirada holandesa, ocupación
de Aquisgrán, destrucción de las fortificaciones de Mulheim y solución de las
pretensiones del Neoburgo. Y todo ello sin que se hubiese roto la tregua... pero,
pese a las órdenes a Guadaleste y a Mancisidor, puesto que el archiduque había
garantizado a Inglaterra y Francia que no aspiraba a ganancias territoriales y
vista la obstrucción de las Provincias Unidas para garantizar que ni ellas ni
España ocuparían otros territorios, era preciso llegar a un acuerdo y evitar una
guerra «larga y sangrienta» en la que los holandeses contarían con el apoyo de
Londres, París y los protestantes alemanes.230 Finalmente Felipe III aceptó dar
su aprobación, aunque con reservas, al Tratado de Xanten.231
Parecía que al fin se había solucionado el problema y Luis Felipe quiso acudir
a Madrid para agradecer a Felipe III la ayuda (y que pedía se mantuviese si sus
súbditos, mayoritariamente luteranos, se rebelasen contra él) y pedirle que
convenciese al emperador de la necesidad de adoptar una decisión definitiva.
Siguiendo la opinión de Spinola, el Consejo de Estado recomendó responderle
más o menos vagamente como en el pasado y encomendar a Zúñiga la gestión
ante el emperador.232 Pero surgía una nueva complicación: aunque el emperador
le había reconocido el derecho de primogenitura, Luis Felipe corría el riesgo de
ser expulsado de su feudo por sus propios hermanos y por la Unión Protestante,
pues en el testamento paterno se prohibía al heredero del ducado cambiar de
religión bajo pena de perder sus derechos. En tal coyuntura Alberto no podía
socorrerle y solo se veía abierto el camino a través de las gestiones que Zúñiga
pudiera hacer ante el emperador.233
La intransigencia de unos y otros hacía imposible encontrar soluciones e
incluso las propuestas de Jacobo a principios de 1615, partiendo del texto de
Xanten, eran inaceptables para Alberto y para Felipe III (que no había sido
signatario del tratado). La caída en desgracia de Somerset y su sustitución por
Buckingham no auguraba una fácil solución al problema que desde hacía años
enfrentaba a buena parte de Europa.234 Y como las negociaciones se
interrumpieron en otoño por la negativa holandesa a comprometerse a no hacer
nuevas ocupaciones (en noviembre corrió el rumor de que sus tropas se dirigían
hacia Colonia) y dada la inacción del embajador francés en La Haya (que no se
molestó en hacer nuevas gestiones arguyendo que resultaban inútiles), el
archiduque y Spinola se vieron obligados a mantener las tropas en pie de guerra
y a realizar levas.
Las Provincias Unidas mostraron su arrogancia al hacer entrar sus tropas en
una zona neutral (el condado de Ravensberg) y aunque el archiduque no quiso
reaccionar temiendo romper la tregua y que los habitantes («heréticos») se
pusiesen a favor de los holandeses si intentaba un movimiento,235 Felipe III,
ante la violación de la neutralidad, ordenó a Spinola ocupar las plazas fuertes del
condado de La Marck si no se resolvía el problema de Juliers.
Harto del problema de los Ducados, Felipe III trató de que el archiduque
buscara el medio de liberar los Países Bajos de esta hipoteca. A título de
precaución y para prever cualquier movimiento, Spinola recibió, como se ha
dicho, la orden de ocupar las plazas fuertes del condado de La Mark si el
problema de Juliers no se solucionaba.236 El rey coincidía con Alberto en que
no se debía romper la tregua por un motivo fútil, pero como debía mantener su
reputación prescribió fortificar Wesel y solicitar la asistencia del emperador y de
los príncipes alemanes, indicando que su conducta estaría en función de la
posición holandesa. Alberto, que no quería invadir territorios y dejando claro
que su honor debía quedar a salvo, logró que el rey aceptara que si bien no se
debía romper la tregua por motivos fútiles ello no impedía fortificar Wesel y
solicitar la ayuda del emperador. Aunque quería salvar el honor del ejército, era
preciso hacer todos los esfuerzos posibles para resolver el problema, por lo que
recurrió a la mediación de Francia (que demostró muy escaso interés en ayudar)
y de Inglaterra —gracias al embajador Diego Sarmiento de Acuña—237 cuyo
rey, Jacobo I, pidió a los holandeses que evacuaran las plazas que ocupaban en
Juliers, pero demostrada mala voluntad holandesa Alberto se vio forzado a
mantenerse en las plazas que estaban en su poder, evitando una retirada que
permitiría su ocupación por los adversarios.
En esos momentos corrió el rumor de que Juan Segismundo tenía la intención
de vender sus derechos sucesorios a Mauricio de Nassau y los holandeses lo que
provocó tal alarma en Madrid que Felipe III ordenó impedirlo por todos los
medios disponibles238 y se decidió a aprobar el Tratado de Xanten, siempre que,
como requisito previo para la entrega de Wesel, los holandeses evacuaran sus
conquistas en los dos Ducados.239 Como una vez más los holandeses
demostraron no tener la más mínima voluntad de llegar a un acuerdo, el
archiduque insistió240 en conservar las posiciones adquiridas y mantener en
Alemania las tropas que no eran necesarias en esos momentos en los Países
Bajos. Era muy pesimista respecto a la posible venta, dadas las estrechas
relaciones del Brandemburgo con las Provincias Unidas, que podrían así
pretender apropiarse de la totalidad, pero hubo una esperanza cuando Luis Felipe
pareció a su vez dispuesto a vender (mediante compensación monetaria
suficiente...) sus derechos al rey.241 Meses después se desvaneció el rumor de la
venta y el archiduque estimó innecesario mantener los contactos con Luis Felipe.
El problema radicaba en que el tratado seguía siendo inaceptable para la parte
española y como Cleves y La Mark (adjudicados a Juan Segismundo) eran
mayoritariamente católicos, y por tanto partidarios de Luis Felipe, esos
territorios estarían siempre amenazados por una intervención española, pues los
Estados Generales habían aceptado el compromiso (garantizado por Inglaterra y
Francia) de no entrar en guerra. Estaba claro que en estas condiciones era
imposible hacer frente a las amenazas del emperador de establecer un nuevo
secuestro y, faltos del apoyo de sus antiguos aliados, los holandeses «no serían
sino espectadores impotentes y todos los esfuerzos de los últimos seis años
habrían sido en vano».242
En definitiva la intervención española sirvió para reforzar su posición
estratégica en la zona y ofrecía un resultado satisfactorio, pues a Wesel y
Rheinberg se unían tres pasos que permitían cruzar el Rin y se restablecía la
comunicación (cortada por los holandeses en 1610) con las guarniciones al este
del Ijsel. En cambio para las Provincias Unidas, y pese a reforzar su guarnición
en Juliers (que en todo caso quedaba aislada) y a construir una nueva
fortificación (el famoso «Pfaffenmütze»), el resultado era menos favorable al
estar ahora sus tropas flanqueadas por las españolas. La nueva crisis terminaba
prácticamente en un «empate técnico» que se prolongó en una paz armada (o en
una guerra fría) que, aunque pendiente de un hilo, permitía salvar la tregua y
hacer que ambas partes evitaran nuevos enfrentamientos hasta su expiración.
El éxito militar pareció habérsele subido a Spinola a la cabeza, ya que enviaba
sus peticiones directamente a Madrid sin contar con el archiduque. Como se ha
señalado al tratar del juramento de fidelidad, semejante actitud fue severamente
criticada en el Consejo de Estado, que manifestó su preocupación por la actitud
desenvuelta del general y recordó que el camino procedente para presentar las
peticiones era el respeto del archiduque y semejante actitud suponía una mengua
de su autoridad precisamente en momentos en que las provincias fieles se
encontraban en peligro por las victorias holandesas.243
212 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de abril de 1614.
213 Federico V (1596-1632) era sobrino de Mauricio de Nassau. En 1610 (y hasta 1623) ostentó la
condición de elector palatino y en 1613 contrajo matrimonio con Elisabeth, hija única de Jacobo I. En 1619
fue elegido rey de Bohemia, pero abandonado por sus aliados protestantes fue derrotado en la batalla de la
Montaña Blanca (su breve reinado le hizo ser conocido como «El rey del invierno»). En 1622 tuvo que
refugiarse en Holanda y al año siguiente un edicto imperial le privó del Palatinado. El resto de su vida lo
pasó en el exilio tratando inútilmente de recuperar el Palatinado.
214 AGS, Estado, 2027, CCE, 16 de enero de 1614.
215 AGS, Estado, 2028, CCE, 27 de mayo de 1614.
216 Ibid., 11 junio 1614.
217 AGS, K, 1615, CCE, 30 de junio de1614.
218 P. Williams, Felipe III y la Pax Hispanica, p. 286.
219 AGS, Estado, 2027, CCE, 29 de julio de 1614.
220 AGS, Estado, 2296, junio de 1614.
221 AGS, Estado, 2229, Spinola a Felipe III, 9 y 24 de mayo, 1 de junio 1614.
222 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 15 de junio de 1614.
223 AGR, SEG, Rº. 177, Alberto a Felipe III, 15 de junio de1614.
224 Prueba de la alarma del archiduque son sus cartas de 9 de julio al rey, a Uceda, Calderón y a los
miembros del Consejo de Estado (Lerma, Infantado, el cardenal de Toledo, Velada, La Laguna, Idiáquez,
Mejía) así como sus detalladas instrucciones a Visconti (AGR, SEG, Rº. 177, 11 de julio de 1614).
225 AGS, Estado, 628, Spinola a Felipe III, 19 de septiembre de 1614.
226 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de diciembre de 1614.
227 AGR, SEG, Rº. 177, Mancisidor a Spinola, 15 de noviembre de 1614.
228 AGS, Estado, 2296, Alberto a Felipe III, 15 de diciembre de 1614.
229 AGR, SEG, Rº. 177, Alberto a Juan de Ciriza, 20 de diciembre de 1614.
230 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de diciembre de 1614.
231 AGR, SEG, Rº. 178, Felipe III a Alberto, 6 de enero de 1615.
232 AGS, Estado, CCE, 13 de enero de 1615.
233 AGR, SEG, Rº. 178, Alberto a Felipe III, 21 de julio de 1615.
234 Incluso cuando Oldenbarnevelt fue ejecutado en 1619 todavía no se había resuelto el problema de la
evacuación conjunta de Wesel y de Juliers.
235 AGR, SEG, Rº. 179, Alberto a Felipe III, 15 de enero de 1616.
236 AGR, SEG, Rº. 179, Felipe III a Alberto, 11 de abril y 2 de mayo de 1616.
237 El título de conde de Gondomar le fue concedido a su regreso a España en 1617.
238 AGR, SEG, Rº. 180, Felipe III a Alberto, 9 de julio de 1616.
239 AGR, SEG, Rº. 178, Felipe III a Alberto, 16 de septiembre de 1616.
240 AGR, SEG, Rº. 180, Alberto a Felipe III, 13 de agosto de 1616.
241 AGR, SEG, Rº. 180, Alberto a Felipe III, 13 de agosto de 1616.
242 J. den Tex, Oldenbarnevelt, p. 477.
243 AGS, Estado, 2030, C.C.E, 12 de julio de 1616.
¿RENOVAR LA TREGUA?

Los años iban transcurriendo y cada vez se hacía más urgente plantearse el
problema de qué actitud cabía adoptar al aproximarse la finalización de la tregua
con las Provincias Unidas. Dada por terminada la política pacifista del duque de
Lerma con su caída en agosto y con el triunfo del bando de los halcones
reputacionistas en el Consejo de Estado, había que enfrentarse con la inminencia
de la expiración de la tregua en momentos en que la penosa situación de la
hacienda hacía cada vez más difícil compatibilizar el apoyo al emperador en la
Guerra de los Treinta Años y la renovación de un esfuerzo bélico en los Países
Bajos. Además tanto Bruselas como Madrid estaban obligados a tener en cuenta
el enfrentamiento entre los partidarios de Mauricio de Nassau y de
Oldenbarnevelt y cómo aprovechar esta disensión en el campo enemigo. La
detención de Oldenbarnevelt en 1618 por orden de Mauricio y su posterior
ejecución había sido un auténtico golpe de Estado que hacía prácticamente
inviables las posibilidades de renovar la tregua. Amparándose en las disputas
teológicas entre arminianos y gomaristas, el primero había ido sustituyendo los
fieles del gran pensionista por los suyos y la tensión creciente dentro de las
Provincias Unidas eran nuevos elementos que Spinola tildaba de «cosa que
puede dar cuidado».244 En realidad tanto en España como en las Provincias
Unidas el sentimiento imperante era que la tregua no había resultado rentable
para ninguna de las dos partes. En las primeras había sido claramente positiva
para Ámsterdam, pero no para las provincias del interior, y en España había sido
la periferia la que había crecido en perjuicio del centro y de Portugal.
Felipe III estimó que convenía no desperdiciar la ocasión y así ordenó que se
entablaran negociaciones secretas con Mauricio, para que, a cambio de la
promesa de concederle la soberanía sobre alguna de las provincias, se lograra
enfrentar al estatúder con los Estados Generales. De todos modos el rey todavía
tenía profundas dudas sobre cuál sería el mejor camino a seguir y con quién
convendría aliarse: ¿con Mauricio o acaso sería mejor hacerlo con sus
enemigos? Pero no era su única duda: también era preciso decidir si era
preferible la paz a la renovación de la guerra, que en el fondo había sido su idea
desde muchos años atrás. Todas estas alternativas se reflejaban en los debates del
Consejo de Estado, donde, en plena división de opiniones, Spinola se
manifestaba partidario de buscar la paz para acabar con tantos años de guerra y
de ruina. Pero para el archiduque y Spinola, el margen de decisión era mínimo,
ya que dependían por completo de que el rey se inclinara por una u otra opción,
de modo que, en previsión de que decidiera reanudar la guerra, solicitaron que
las tropas de Italia (libres de peligro directo tras la Paz de Asti) acudieran a
reforzar el ejército de los Países Bajos.
La humillación que para muchos había supuesto la tregua estaba muy presente
en las discusiones en el Consejo de Estado. Y no era solo la concesión de la
soberanía lo que alentaba las críticas, sino también los daños económicos que la
ambigüedad de las cláusulas comerciales había supuesto para los intereses
comerciales tanto para España como para los Países Bajos.
Zúñiga, que distaba mucho de compartir las ideas pacifistas de Lerma, no se
recataba al afirmar que tan solo por la fuerza de las armas sería posible reducir
las Provincias Unidas a la antigua obediencia, ya que las mismas estaban en el
apogeo de su grandeza mientras que España se encontraba en pleno desorden.
Tras el correctivo que para él significaron las críticas de la corte cuando,
ignorando la autoridad superior del archiduque, Spinola formuló peticiones de
mercedes tras el juramento de fidelidad, el general fue más humilde al solicitar
para sí y su casa las que consideraba que le eran debidas tras tantos años de
guerra y tanto dinero gastado de su fortuna. Y, aunque agradeciera el subsidio de
20.000 ducados concedido por el rey, no dejó de insistir en que tras haberle
servido durante dieciséis años y haber soportado extraordinarios gastos con
motivo de campañas y de embajadas, ni él ni sus hijos habían recibido ni un real
que no fuera de su sueldo, por lo que «puedo asegurar a V. M. que, en materia de
hacienda, mi casa está arruinada».245
La dificultad de la situación preocupaba seriamente al Consejo de Estado, que
en una extensa consulta246 recogía la petición del duque del Infantado que
subrayaba la necesidad de, a la muerte del archiduque, enviar a Bruselas un
embajador que asistiese a la infanta en los asuntos del gobierno civil, pues los
del gobierno militar podrían ser encargados a otra persona, así como la
importancia de reforzar el dispositivo militar. Los otros miembros del Consejo,
Mexía y Fray Luis de Aliaga, manifestaron también su inquietud por la posible
actitud de los belgas al producirse el fallecimiento y por la necesidad de evitar
que los refuerzos pudieran ser considerados como un ejército de ocupación.
Zúñiga, regresado a Madrid tras su larga misión en el imperio, estimaba que «el
caso de la muerte del Señor Archiduque es muy bien previsible», calculaba que
la infanta viuda gozaría de mayor autoridad que Alberto en razón del gran amor
de los belgas de que disfrutaba.
Y aunque el rey ratificó las opiniones anteriores, el Consejo seguía echando en
falta la presencia en Bruselas de un embajador que sirviese de contrapeso a la
influencia de Spinola y fuese el canal directo de comunicación de los deseos del
rey a los archiduques. Por ello insistió poco más tarde247 en la necesidad de
nombrar embajador y aprovechaba para criticar los nombramientos hechos por
Alberto para la administración de la hacienda y la designación de dos secretarios
para reemplazar al fallecido Mancisidor, secretario de Estado y de Guerra,
nombramiento que era competencia del rey y no del archiduque. Al fin el
designado para ocupar la embajada fue el marqués de Bedmar, cuyas
instrucciones le fueron dadas poco después.248
Todo parecía conjurarse para dificultar los intentos por buscar la paz y en
Bruselas se produjo una sublevación que amenazaba con dar al traste con todos
los esfuerzos. El origen fue la obligación de alojar en la ciudad a las compañías
de la guardia, que podría ser sustituida por un pago de 30.000 florines (que se
conseguiría aumentando los impuestos sobre la cerveza, el vino, el pan y la
carne). Pero como estos impuestos se habían establecido con el voto en contra de
los representantes de las guildas, el cobro se consideró ilegal. Ante el boicot de
la guildas y la negativa del archiduque a retirar estos aumentos, las primeras
ampliaron su boicot a otros impuestos desembocando la situación en una
auténtica revuelta. Tras semanas de enfrentamiento y cuando las guildas querían
comunicar al archiduque que aceptaban los impuestos era ya tarde para
solucionar el problema: Spinola había recibido orden de entrar con sus tropas en
la ciudad y acampar en ella. Los habitantes de la capital habían creído que estas
tropas (8.000 infantes y 1.500 jinetes) estaban destinadas a Juliers o al
Palatinado, por lo que su entrada en Bruselas causó profundo temor y acabó por
disolver la protesta. Ahora procedía «castigar a los autores y reorganizar el
gobierno de la ciudad»249 aunque los habitantes estaban indignados por lo que
se les había hecho, y «si ahora que tenemos el mazo en la mano no se toma
alguna medida para castigarlos y subyugarlos podría ser que cuando se quiera
remediar sea demasiado tarde».250
Pese a las presiones para mantenerlas en la ciudad, Alberto ordenó su salida.
Estos acontecimientos provocaron la tardía indignación del marqués de Bedmar,
que había llegado a Bruselas en noviembre y que; llevado de su antipatía hacia
los belgas, escribiría más tarde:
No había en el mundo gente más capaz de abusar de tal misericordia que los bruselenses y por ello
había que vigilarlos más que a los otros, y tratarlos como herejes, habiendo quedado patente que de
vez en cuando había que cortarles las alas para quitarles las ganas de reincidir.251

La dura personalidad de Bedmar, destinado a Bruselas tras su accidentada


salida de Venecia acusado de fomentar la célebre conspiración, no se modificó
durante los años que permaneció en los Países Bajos. Miembro del famoso
triunvirato de halcones en Italia, junto con Villafranca y Osuna, despreció desde
el primer momento a los belgas que, con toda razón, le pagaron en la misma
moneda. Años más tarde la infanta tuvo que relegarle a Tervuren e impedirle el
acceso a todo documento o participación en la política y esta pesadilla solo cesó
con el traslado de Bedmar a Roma.
La primavera de 1619 fue escenario de los intentos para obtener la mediación
de Francia en la renovación de la tregua. Luis XIII envió a La Haya un
embajador extraordinario con la misión de entablar contactos con Mauricio y los
Estados Generales y ambos, tras unas dudas iniciales, parecieron mostrarse
favorables a la idea. Ante esta apertura, Alberto trató de convencer a Felipe III
argumentando que —tal como le había manifestado el embajador francés en
Bruselas— si por parte española se iba en la misma dirección el rey francés
propondría su mediación,252 y además aseguraba que apoyaría los intereses de
la Casa de Austria en la sucesión en el imperio.253 La postura francesa fue
confirmada poco después asegurando que Francia no tenía ninguna pretensión a
la sucesión imperial y que apoyaría la candidatura de Fernando.
Prueba de la importancia que se concedía a la situación y con rapidez casi
desconocida en la parsimoniosa administración española, el Consejo de Estado
reaccionó254 proponiendo que se formase en Bruselas una Junta (presidida por
el archiduque y compuesta por Spinola, Añover, Brizuela, Villela y Pecquius)
que examinase —en secreto— los posibles caminos para mejorar la situación
que había fijado la tregua, y en especial lo referente al comercio con las Indias.
El rey, también con una premura desacostumbrada, motivada quizá por su
inminente viaje a Portugal, aceptó íntegramente esta propuesta, que transmitió a
Alberto pocos días después.255
El análisis que llevó a cabo esta Junta256 se resume en las propuestas que
fueron transmitidas por Spinola y por el archiduque:257

1. Procurar mejorar la situación de los católicos holandeses.


2. Incluir las Indias, Occidentales y Orientales, en el nuevo tratado, buscando
prohibir la navegación holandesa hacia las primeras y, respecto a las
segundas, debiéndose precisar el alcance del tratado para evitar todo acto de
hostilidad entre los mercantes holandeses y los navíos reales y dar fin a los
problemas relativos a la propiedad de Ternate, el resto de las islas Molucas y
el comercio de especias proveniente de esa zona. Como la administración de
las Filipinas (de las que dependían las Molucas y el comercio con China y
Japón) competía a Castilla y al Consejo de Indias, y el resto de la zona
dependía de la corona portuguesa y del Consejo de Portugal, era preciso
obtener el dictamen de ambos consejos para valorar los perjuicios causados
por la tregua y poder fijar claramente las condiciones para un comercio libre
y evitar nuevos incidentes,
3. Conseguir la apertura del Escalda y permitir la libre entrada y salida del
puerto de Amberes como ocurriera anteriormente, y resolver el problema de
los límites así como de los apresamientos y represalias que los holandeses
utilizaban de modo abusivo en perjuicio de los súbditos belgas.

El archiduque, que no desesperaba de alcanzar la paz o una renovación de la


tregua y al enviar al rey el resultado de los debates de la Junta insistía en que
habiendo ofrecido Luis XIII sus buenos oficios para la prórroga era conveniente
escuchar sus propuestas y, además, teniendo en cuenta su intervención en las
antiguas negociaciones, tratar de involucrar al rey de Inglaterra como parte del
nuevo tratado. El embajador francés en Bruselas comunicó a Spinola que su rey
había reiterado sus gestiones con el Palatino en un nuevo intento de disuadirle de
aceptar la corona de Bohemia, había insistido ante Jacobo I y los príncipes de la
Unión Evangélica para que también le presionasen y desearía que Alberto
convenciese al emperador de la conveniencia de facilitar un arreglo en
Bohemia.258
Como no convenía fiarlo todo a la incierta voluntad de los negociadores
holandeses y al éxito de la mediación francesa, para algunos era necesario prever
la peor de las posibilidades. Un buen ejemplo de ello es el informe de Luis de
Velasco.259 Preocupado por la muerte del emperador y los preparativos
militares de Francia, Inglaterra, Holanda y Alemania, consideraba urgente
reforzar el ejército en los Países Bajos («la plaza de armas de donde se puede ir
más fácilmente donde se quiera») para poder realizar una guerra tanto ofensiva
como defensiva. Como los soldados españoles no llegaban a 2.500 y no eran
veteranos, Velasco propugnaba el envío de otros tantos veteranos de las tropas
del duque de Osuna en Italia y de tropas portuguesas. Estos refuerzos permitirían
enfrentarse en pie de igualdad con los holandeses que, en la situación actual,
podrían impedir acudir en socorro del emperador. Además Velasco se mostraba
preocupado por la mala salud del archiduque y su posible fallecimiento, lo que
permitiría a los holandeses, más fuertes que nunca, apoderarse de los Países
Bajos pues contaban con espías en las plazas fuertes belgas que carecían de
suficiente guarnición.
En el Consejo de Estado reunido el día de Navidad de 1619, al examinar los
dictámenes de los consejos de Castilla y de Indias sobre la conveniencia o no de
prolongar la tregua, Zúñiga puso de relieve su pesimismo sobre la situación: la
alianza de Alemania, Holanda, Inglaterra y Venecia (que se había puesto de
acuerdo con el Turco) era más de lo que España podía hacer frente. Y las
noticias de Oñate, anunciando el peligro que corría Viena ante los rebeldes
húngaros, fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso. Tres días después el
Consejo se reunió para discutir el posible envío por Alberto de un ejército al
Palatinado para auxiliar al emperador, empujar al duque de Baviera a prestarle
ayuda y presionar a las Provincias Unidas y llevarlas a aceptar una nueva tregua
en mejores condiciones para España y los Países Bajos.
Al año siguiente, los miembros de la Junta bruselense seguían analizando las
posibilidades de alcanzar una solución y propusieron una prórroga de la tregua,
ya que las nuevas hostilidades exigirían nada menos que 3.840.000 escudos al
año, cantidad muy lejana de las posibilidades de la hacienda real. Pero esta
propuesta no excluía ni intentar obtener algunas mejoras en materia de religión y
de navegación ni ponerse en orden de batalla para presionar y llevar a los
holandeses a la razón si llegaba el momento de negociar. La Junta se mostró
conforme con la recomendación del Consejo de Portugal de mantener la
situación de guerra en las Indias Orientales desde el Cabo de Buena Esperanza
hasta las Molucas, pues era ilusorio pensar que las Provincias Unidas retirarían
voluntariamente los barcos que tenían en esas zonas, y era seguro que,
aprovechando la nueva tregua, acapararían el comercio. Por el contrario, las
Indias Occidentales deberían quedar incluidas en la tregua desde el Estrecho de
Magallanes hasta el extremo norte del Mar del Sur y las Filipinas.260
Uno de los más prestigiosos militares y mejores conocedores de la historia de
la guerra en los Países Bajos, Carlos Coloma, había sido nombrado gobernador
de la ciudad de Cambrai en 1617. Años después, como miembro del Consejo de
Estado, expresó su opinión en un extenso alegato en el que, haciendo un amplio
repaso de la situación, manifestaba sin tapujos su clara opinión:
Mostrar con efecto a estos pertinaces vasallos que no se desea paz ni buena inteligencia con ellos… no
hay más camino que una buena paz o una buena guerra. Una buena paz llamo al hacerla de suerte que
no quede asidero ni ocasión de volver a la guerra… Llamo una buena guerra al tener en estos Estados
las fuerzas necesarias para domar estas Provincias rebeldes, a pesar de los que las asisten, que no hay
necesidad de nombrarlos siendo tan conocidos como son.261

Tras analizar las condiciones necesarias para conseguir esa «buena paz»
llegaba a una conclusión:
Si se hacen las treguas, renunciando los holandeses su mal fundada libertad, retirándose de trato y
comercio con las Indias y abriéndoles a nuestros bajeles el río Escalda, serán buenas. Si a falta de lo
primero se sale con las dos segundas condiciones, serán tolerables. Si con la última sola, en alguna
manera disculpables a los que gustan sobradamente de paz. Más si se otorgan con las condiciones que
las pasadas no solo serán indignas de la grandeza de V. M. sino muy ofensivas a la conservación de
los demás Reinos y Provincias.

Y «para que en caso de rompimiento se pueda dar a la guerra nombre de buena


y provechosa» no veía más solución que un enorme esfuerzo económico y
militar, gastando en dos años lo que se habría de gastar en cuatro y poniendo tres
ejércitos en campaña. Y aunque era consciente de que «para juntar el dinero
necesario para tan gran ejército se han de ofrecer mayores dificultades de lo que
yo sabría imaginar… echo también de ver que es imposible comprar barata la
total seguridad y firmeza de la Monarquía de V. M., ni esperar mejor ocasión que
la que ahora nos ofrece Dios con las disensiones que traen entre sí los holandeses
por causa de la religión, que sin este remedio es fuerza que cada día esté sujeta a
mayores peligros».
En las condiciones en que se encontraban los Países Bajos, por convicción y
por necesidad, el archiduque no tenía otra opción que apoyar las propuestas de
sus consejeros y, teniendo en cuenta la situación del tesoro, el temor a nuevos
motines y el costo de lanzarse a una nueva guerra rogaba al rey que aceptase
negociar para prorrogar la tregua en cuanto se ofreciese la ocasión.262
En Madrid se reunió una Junta, formada tan solo por Fray Luis de Aliaga y
Baltasar de Zúñiga, que propuso el refuerzo del ejército de Flandes, las plazas
fuertes y la armada (que debía componerse de 20 galeones) y el envío inmediato
de 240.000 escudos. No era únicamente el problema del ejército lo que
apremiaba a esta Junta: estaba en el aire la precaria salud del archiduque y, en
caso de fallecimiento, qué actitud adoptar acerca de las instrucciones secretas
dadas a Spinola en 1613. Fray Luis y Zúñiga estimaban que la infanta no
aceptaría ser menos que María de Hungría (que reunió el poder civil y el
militar), pero había que dar instrucciones a Bedmar para que tratara de conseguir
recuperar los papeles secretos y, con el mayor secreto, convenciera a Spinola de
aceptar ser el lugarteniente de Isabel —como era la voluntad del rey— pues sería
imposible organizar el gobierno de las armas si se separaba del civil.263
Bedmar aprovechó el desplazamiento del ejército a Alemania para acompañar
a Spinola hasta Coblenza y ser testigo del paso del Rin, lo que le permitió llevar
a cabo su misión lejos de la corte archiducal, y pudo informar264 que, cuando
comunicó a Spinola que la infanta ostentaría el mando militar y la autoridad civil
a la muerte del archiduque, el general no pareció sentirse afectado por la noticia,
aunque al embajador le pareció que su deseo era recibir las órdenes directamente
de la infanta, como las recibía de Alberto, y que se sentiría orgulloso de ostentar
el título de capitán general de los Países Bajos.
La angustia del archiduque265 era creciente según pasaban los meses: la
tregua estaba a punto de expirar en momentos en que España estaba
empantanada en Bohemia, el Palatinado y La Valtelina, y esta situación sería
aprovechada por todos para impedir la prórroga de la tregua. Para él, al volver a
las hostilidades contra los holandeses, el rey se vería obligado a concentrarse en
el problema de los Países Bajos y abandonar todo lo demás y en estas
condiciones era inútil creer posible mejorar las condiciones del tratado, siendo la
única solución una prórroga en las condiciones existentes y por el menos tiempo
posible.
Finalmente el Consejo de Estado se inclinó «inexorablemente»266 hacia «la
buena guerra» y de este modo, meses más tarde, las instrucciones reales al
archiduque vendrían a limitar la prórroga corta a que los holandeses aceptaran
dar libertad de culto a los católicos, renunciasen al comercio con las Indias y
abriesen el Escalda.267 Puro «pintar como querer», ya que era inimaginable que
las Provincias Unidas estuvieran dispuestas a aceptar semejantes limitaciones a
su adquirida soberanía.
Felipe III continuaba en su idea de reemprender la guerra contra lo que
consideraba unos súbditos rebeldes y herejes y, en esta situación, Alberto tuvo
que recordarle que el rompimiento obligaba a hacer pasar las provisiones de
150.000 a 300.000 escudos, es decir un aumento mucho mayor que el anunciado
en febrero por el rey y además era necesario enviar fondos para el ejército en
Alemania. Estas advertencias caminaban paralelas a los contactos y
negociaciones con Mauricio pues el archiduque creía que un soberano podía, sin
perder reputación, invitar a unos vasallos a volver a cumplir sus deberes y
además había que aprovechar las disensiones entre gomaristas y arminianos. Era
el momento de continuar la negociación, solicitar la mediación de Luis XIII y
mostrar a los holandeses las ventajas de volver al servicio del rey de España. Y si
los holandeses se mostraran favorables a estas ideas se debería concluir un
armisticio hasta que los problemas del Palatinado quedasen resueltos.268
Felipe III recomendó 269 que, antes de romper, se tratara de negociar pero tan
solo una suspensión de armas. El archiduque solicitó la mediación del rey
francés (que antes de comprometerse pidió saber claramente lo que quería Felipe
III) al tiempo que madame de T’Serclaes negociaba en La Haya con Mauricio,
en un intento desesperado por lograr mejores condiciones y, a continuación,
Pecquius era enviado también a la capital en una misión ante los Estados
Generales que fracasó estrepitosamente ante la intransigencia holandesa que
únicamente admitía una prórroga sobre la misma base del tratado anterior.
La última esperanza que podía albergar el archiduque era la tristísima situación
de la Hacienda Real, puesto que las pretensiones de Felipe III tenían
forzosamente que chocar con la inmovilidad de las condiciones que pretendían
los holandeses. Alberto era consciente de que sus peticiones de aumento de las
provisiones no iban a encontrar eco en Madrid. Reiterando sus informes
anteriores, el Consejo de Hacienda insistió el 17 de julio en sus informes de que
ni había un real disponible, ni modo en que la corona pudiera hacer frente a sus
obligaciones con los asentistas, ni siquiera fórmula mágica para conseguir
nuevos asientos para la guerra que se perfilaba.
De forma simbólica, el mismo día del fallecimiento de Felipe III, Alberto
informó del fracaso de todas las gestiones y advirtiendo que cuando su escrito
llegase a manos del rey la tregua habría expirado,270 por lo que se había visto
obligado a ordenar a Spinola que negociara inmediatamente una suspensión de
armas en el Palatinado y que regresara a Flandes con el mayor número de
soldados posible. Su bien fundado temor era que, antes del regreso del genovés y
de la llegada de las provisiones prometidas, los Países Bajos se encontrarían en
una terrible situación. Tanto el archiduque como Gonzalo de Córdoba
consideraban un error pretender mantener simultáneamente una guerra en el
Palatinado y otra contra las Provincias Unidas, y Spinola envió a Carlos Coloma
a Madrid para que presentara la solicitud de que todos los esfuerzos se
concentraran en la guerra en los Países Bajos repartiendo el esfuerzo entre todos
los reinos de la monarquía.
Pero, al fin, Felipe III ordenó —a las puertas de la muerte— que la tregua no
fuera renovada y que las Provincias Unidas fueran consideradas «el enemigo».
Se abría la puerta a otros veintisiete años de guerra y desolación.
244 AGS, Estado, 2304, Spinola a Felipe III, 16 de noviembre de 1617.
245 AGS, Estado, 2304, Spinola a Felipe III, 16 de noviembre de 1617.
246 AGS, Estado, CCE, 7 de abril de 1618.
247 AGS, Estado, 2032, CCE, 5 de mayo de 1618.
248 AGS, Estado, 2232, Instrucciones de Felipe III al Marqués de Bedmar, 1 de julio de 1618.
249 AGS, Estado, 2307, Spinola a Felipe III, 28 de septiembre de 1619.
250 AGS, Estado, 2307, Pedro de Sarigo (secretario de la embajada) a Felipe III, 27 de septiembre de
1619.
251 AGS, Estado, 2308, Bedmar a Felipe III, 18 de mayo de 1619.
252 AGR, SEG, Rº. 182, Alberto a Felipe III, 5 de abril de 1619.
253 AGR, SEG, Rº. 283, Alberto a Felipe III, 2 de mayo de 1619.
254 AGS, Estado, 634, CCE, 18 de abril de 1619.
255 AGR, SEG, Rº. 182, Felipe III a Alberto, 23 de abril de 1619.
256 AGR, SEG, Rº. 182, Consulta de una Junta, 25 de mayo de 1619.
257 AGS, Estado, 2306, Spinola a Felipe III, 28 de mayo de 1619 y AGS, Estado, 634, Alberto a Felipe
III, 30 de mayo de 1619.
258 AGR, Audiencia, Rº. 1465, Spinola a Felipe III, septiembre de 1619.
259 AGS, Estado, 634, Velasco a Felipe III, 4 de julio de 1619.
260 AGR, SEG, Rº. 184, Consulta de una Junta, 5 de abril de 1620.
261 AGS, Estado, 2304, Opinión de Don Carlos Coloma sobre la guerra, 8 de junio de 1620.
262 AGR, SEG, Rº. 184, Alberto a Felipe III, 14 de abril de 1620.
263 AGS, Estado, 2034, Consulta de una Junta de Estado, 25 de abril de 1620.
264 AGS, Estado, 2309, Bedmar a Felipe III, 2 de septiembre de 1620.
265 AGR, SEG, Rº. 184, Alberto a Felipe III, 28 de diciembre de 1620.
266 John Elliott, Olivares, p. 78.
267 AGR, SEG, Rº. 185, Felipe III a Alberto, 4 de febrero de 1621.
268 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 2 de marzo de 1621 (dos cartas).
269 AGR, SEG, Rº. 185, Felipe III a Alberto, 29 de marzo de 1621.
270 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 31 de marzo de 1621.
LA TERCERA CRISIS ALEMANA:
EL PALATINADO

En previsión del fallecimiento del emperador Matías, el rey aseguró al


archiduque que no faltaría a sus obligaciones hacia la familia y, en prueba de
ello, ordenó que los 300.000 escudos que habían sido enviados a Flandes se
pusieran a disposición del conde de Oñate, a quien se le enviaría otra cantidad
igual para formar un ejército que sirviera de apoyo a la Casa conforme a los
acuerdos del tratado que había alcanzado Oñate con el archiduque Fernando.
La muerte del emperador el 20 de marzo de 1619 atizó el fuego que ardía en el
imperio desde que se produjera el año anterior la Defenestración de Praga, dando
ocasión a los partidarios de la religión católica y del protestantismo de
enfrentarse en sus intentos de conseguir la corona imperial para el archiduque
Fernando o para el elector palatino Federico V. Alberto reaccionó invitando al
elector de Maguncia a convocar el colegio electoral, lo que se consiguió para
finales de julio. En estas condiciones, Felipe III animó a Alberto a aceptar («por
el bien de la Casa de Austria y de las cristiandad») ser nombrado emperador si
los electores no votaban en favor de Fernando, maniobra con la que —una vez
más— el rey trataba de recuperar los Países bajos para su corona. Para tratar de
conseguir que los electores cumplieran su misión aconsejó al archiduque que
enviase a Alemania un representante provisto de instrucciones claras para que
pudiese actuar según las circunstancias, y para ello nadie le parecía mejor que el
propio Spinola.271
Los miembros del Consejo de Estado estaban preocupados por temas interiores
más inmediatos, pues a los graves problemas exteriores que en 1618 habían
supuesto el inicio de la Guerra de los Treinta Años y la Conjuración de Venecia,
se habían añadido el problema de la salida del poder de Lerma, refugiado en su
reciente capelo cardenalicio, los movimientos conspiratorios de su hijo, el duque
de Uceda (que sustituyó al padre en el favor real) y de Fray Luis de Aliaga y el
arresto y juicio de Rodrigo Calderón, sombra y hechura de Lerma. Además,
desde 1617 Baltasar de Zúñiga, de vuelta a Madrid tras sus largos años como
embajador en el imperio, iba contra la corriente, tratando de convencer al
Consejo de la necesidad de intervenir en la Europa Central, pues si se permitía la
pérdida de Bohemia los electores podrían hacer perder la votación imperial a la
Casa de Austria en beneficio de otra dinastía. Zúñiga era así el motor del apoyo a
la rama austríaca de la Casa e iba empujando a España hacia la vorágine de la
Guerra de los Treinta Años.
Pese a los esfuerzos de Federico para impedirlo, los electores se reunieron a
fin de agosto de 1619 en Fráncfort, donde, incluso con apoyo de algunos colegas
protestantes, decidieron elegir como emperador al candidato católico, pero sin
saber que ya Bohemia había ofrecido su corona a Federico. El Palatino no se
conformó con la decisión de Fráncfort y rápidamente comenzó a mover los hilos
de la rebelión en Bohemia, Hungría y Moravia. La reacción del emperador electo
no se hizo esperar. Tras anunciar la proscripción y puesta fuera de la ley de
Federico, encomendó el cumplimiento de esta orden al archiduque Alberto (cuya
misión, apoyada por Felipe III, era penetrar en los territorios patrimoniales del
Palatino) y a los duques de Baviera y de Sajonia. La aceptación por Federico de
la corona bohemia se consideró una auténtica afrenta a la Casa de Austria, que
no había más remedio que vengar. En diciembre el archiduque insistió cerca de
Felipe III en la necesidad de enviar a Alemania los 30.000 infantes y 5.000
jinetes pedidos por Fernando y ampliar los subsidios mensuales a 300.000
escudos, las tropas y el dinero que Oñate debía señalar al emperador, que
servirían para invadir el Palatinado y los Estados que se manifestaran contra él.
Sin embargo, un mes más tarde Alberto ya rebajaba el ejército a 21.000 infantes
y 4.000 jinetes, fijando la provisión anual en 1,6 millones de ducados.
Al informar al rey de los preparativos que estaba llevando a cabo, el
archiduque planteó un asunto que durante meses iba a ser objeto de
interminables discusiones: puesto que el ejército de invasión actuaría bajo el
mando de Spinola, ¿con qué título debería actuar en Alemania? Al archiduque le
parecía evidente que debía ser el rey quien le concediera el de capitán general
«por el tiempo que estuviere con él»,272 aunque, al terminar la campaña,
volviese a servir en los Países Bajos con el título menos prestigioso de maestre
de campo general. Argumentaba para ello los contactos que debía mantener con
los príncipes del imperio y la presencia en las tropas imperiales del belga conde
de Bucquoy, que ostentaba la categoría de capitán general, por lo que no parecía
lógico que el genovés sirviese con un grado inferior y un sueldo inferior.
El duque del Infantado se opuso en el Consejo de Estado argumentando que,
puesto que el archiduque era el ejecutor de la sentencia imperial y las tropas
entrarían en Alemania en su nombre, era él quien debía conceder a Spinola el
título que le pareciera oportuno. Así, si se fracasaba sería culpa de un capitán
general del archiduque y no del rey de España, con lo que la vergüenza recaería
sobre Alberto. Además Infantado argumentó que «si una vez da el Rey el título
de Capitán General a Spinola, aun con limitación para esta jornada, luego no se
le podrá quitar».273 Siguiendo estos argumentos se comunicó a Alberto que «no
se reparará en dar al Marqués de Spinola la patente de Capitán General, siempre
que aquel ejército no entre en nombre de S. M. sino del Emperador, enviándole
S. A. como comisario del Emperador para este efecto». Con esto se trataba de
satisfacer a Spinola, pero desligando el nombramiento de la responsabilidad de
la corona de España, y pretextando que como los alemanes detestaban a los
españoles, más valía poner al frente del ejército a un extranjero. Esta actitud de
Infantado revela que, pese a la tradicional política de la Casa de Austria de
emplear personas que no eran originarias de territorios de la corona y a los
muchos años de servicio a Felipe III y a los archiduques, Spinola seguía siendo
«un extranjero».
Constituyó una cierta sorpresa que el residente inglés en Bruselas transmitiera
a Spinola la preocupación de su rey ante la prevista ocupación de los territorios
patrimoniales de Federico V. En sus intentos de sacar a Inglaterra de la posición
un tanto marginal en la política europea, Jacobo I seguía una sinuosa política
matrimonial para sus hijos, buscando enlaces a ambos lados de la división
religiosa, pues, además de negociar un matrimonio católico de su heredero con
una de las infantas españolas, había casado a su hija Elisabeth en 1613 con el
protestante Federico V, de modo que la decisión imperial ponía en peligro el
futuro de su hija y sus nietos.
En estas ambiguas condiciones, y sin saber a ciencia cierta cuál era su cargo
exacto, Spinola comenzó a preparar la invasión del Palatinado, contando con el
prometido envío de tropas de Portugal, así como de 10.000 veteranos de las
tropas del duque de Osuna, y dejando bajo las órdenes de Luis de Velasco un
ejército suficiente en Flandes. Los preparativos levantaron los recelos de los
holandeses, que, tanto por proteger sus fronteras como por ayudar a Federico V,
pusieron a Enrique de Nassau al frente de un mediano ejército de 10.000 infantes
y 2.000 jinetes. Spinola emprendió la marcha en agosto, dolido tanto por la
racanería al regatearle el título solicitado como por su mala situación económica,
y no dejó de hacer notar su malestar al secretario del rey, pidiéndole que uniera
sus gestiones a las que renovaba el archiduque:
Siento lo que vuestra merced puede juzgar el salir sin llevar el título de Capitán General del ejército,
como es justo. Y siendo cosa tan puesta en razón el llevarlo y conveniente al servicio de S. M. vuelve
S. A. a representárselo y a suplicarle se sirva de mandar que se me envíe cuanto antes. Y yo le suplico
a vuestra merced lo procure por su parte y que sea con el sueldo y una ayuda de costa, pues que en
ocasión semejante y hallándose mi casa en el estado que está, prometo a vuestra merced que no dejo
de hallarme en harto aprieto.274

El Consejo de Estado volvió a discutir si cabía acceder a la petición y elaboró


una fórmula barroca que pretendía salvar la situación al sugerir que se utilizara
el siguiente encabezamiento en los despachos que el rey enviara a Spinola:
«Marqués Ambrosio Spinola, primo, de mi Consejo de Estado y mi Maestre de
Campo General del ejército de Flandes, Capitán General del que ha entrado en
Alemania».
Spinola se adentró en territorio alemán en dirección a Maguncia situando
tropas en las dos orillas del Rin, aunque su avance se veía estorbado por las
plazas obedientes al Palatino, que contaba con el apoyo de un fuerte ejército
protestante en el que figuraban muchos oficiales holandeses. En el ejército
español se encontraban los mejores capitanes de que podía disponer Spinola:
Berlaymont (con sus tropas de Luxemburgo y Borgoña), Campo Lataro (con el
tercio de napolitanos), Henri van den Bergh (procedente de Bruselas). Solo
faltaba esperar la llegada de los soldados de Osuna bajo el mando de Gonzalo de
Córdoba. Rápidamente se construyó un puente sobre el Rin, que permitió cruzar
a las tropas y hacer frente al ejército protestante que había pasado el río más al
norte, en un movimiento que parecía permitir a los españoles considerarse en
mejor posición. Pero los holandeses no descuidaron estos movimientos y, en
cuanto Spinola inició su despliegue, el Nassau reunió sus tropas cerca de Wessel
e inició a su vez la construcción de un puente. Sin descuidar las disposiciones
militares, Spinola encontraba aún ocasión para insistir ante el nuevo hombre
fuerte en Madrid en su deseo de obtener el ansiado título:
S. A. ha vuelto a escribir en lo tocante a darme S. M. el título de Capitán General y por cuánto importa
al buen gobierno de lo que traigo al cargo. Y así suplico a V. E. que, si al recibo de esta aún no hubiere
tomado S. M. resolución, se sirva procurarlo con las veras que confío de la voluntad con que V. E. me
hace merced en todas ocasiones.275

El embajador Bedmar acompañó a Spinola en esta fase de las operaciones y,


cuando regresó a Mariemont para reunirse con los archiduques, al informar al
rey de la situación ante el previsible fallecimiento de Alberto y el cumplimiento
de las órdenes sobre este acontecimiento, se sumó a las peticiones para la
concesión del título de capitán general que se venía regateando a Spinola:
En conformidad de lo que V. M. me mandó en una carta de 9 de mayo dije al Marqués Spinola la
substancia de ella: que faltando el Señor Archiduque haya de gobernar la Señora Infanta las armas
juntamente con estos Estados, a que respondió el Marqués muy como convenía, conformándose con la
real voluntad de V. M. sin dar muestras de alteración ni sentimiento y, teniendo consideración a sus
partes y servicios y al lugar que tiene en el de V. M. parece conveniente hacerle toda la honra y
merced que fuere posible. Y a lo que he podido entender querría el Señor Marqués recibir las órdenes
de la Señora Infanta inmediatamente (como las ha recibido hasta ahora del Señor Archiduque) y que si
fuese posible tuviese el título de Capitán General… Y, aunque el Marqués. Por su modestia, no pide
expresamente el título de Capitán General, creo que holgaría de ello.276

Al mismo tiempo el archiduque volvió a solicitar la capitanía general para el


genovés, tratando de convencer a Felipe III de que parecía evidente que, puesto
que el ejército que había entrado en Alemania era el suyo, pagado por él y bajo
sus banderas, «lo mismo viene a ser hacerlo ahora con el título de Maestre de
Campo General que con el Capitán General… y así vuelvo a suplicar a V. M. con
todas veras tenga por bien de dar al Marqués Spinola el dicho título».277
Tantas y tan repetidas habían sido las peticiones que, pese a las discusiones
bizantinas sobre si debía ser otorgado por Felipe III, por Alberto o por el
emperador, Felipe III decidió resolver la cuestión y ser él quien lo concediera
como rey de España: «He acordado de elegiros, nombraros y diputaros por mi
Capitán General de dicho ejército, por el tiempo que durare esta ocasión hasta
que volváis a Flandes o fuere mi voluntad».278
La continuación de la campaña fue una sucesión de buenos resultados para las
tropas de Spinola, que consiguió hacer frente a los intentos de los aliados
protestantes pese a encontrarse frecuentemente en inferioridad numérica, por lo
que tuvo que pedir el envío de refuerzos desde los Países Bajos. En septiembre
los holandeses enviaron tropas de ayuda a los protestantes alemanes, colocando a
Spinola en grave dificultad y obligándole a pedir se le enviase como refuerzo
parte de la tropa que había quedado en los Países Bajos. El intento de Spinola de
cortar el avance holandés no tuvo éxito y los holandeses se establecieron entre
Colonia (cuyo elector pidió ayuda a Alberto) y Bonn, amenazando el tráfico por
el Rin, lo que, en caso de entrar en batalla, podría comprometer la pervivencia de
la tregua. Mientras los holandeses se fortificaban en los alrededores de Colonia,
surgió una nueva complicación al mostrarse Jacobo I dispuesto a socorrer al
Palatino, con la excusa de que no se movía por sentimientos de hostilidad contra
la Casa de Austria, sino por razones familiares y religiosas.
Como resultado de las operaciones, las tropas españolas consiguieron
apoderarse del Palatinado Inferior y de parte del Superior, de forma que con ello
«se da la mano a estos Estados sin que haya otra cosa que cuatro horas de
camino que pasan por el país de Tréveris, que es amigo».279 El éxito de los
meses de operaciones militares puede resumirse en la ocupación de más de
treinta plazas y haberse disipado por el momento el otro peligro que amenazaba
a los Países Bajos: la expiración de la tregua se acercaba implacablemente, sin
que en Bruselas se tuviese la certidumbre de qué camino habría que seguir en ese
momento. Por ello Alberto reclamó el regreso de Spinola, que, completando sus
éxitos militares, desarrolló una intensa acción diplomática subrayando a la
Unión Evangélica que su única misión, lejos de pretender conquistas
territoriales, había estado encaminada a ejecutar la sentencia del emperador
contra Federico V. Finalmente este se vio abandonado por sus partidarios y en
abril, por el Tratado de Maguncia, Spinola declaró una tregua de tres meses y,
tras dejar un ejército a las órdenes de Córdoba para asegurar el territorio, pudo
volver a Bruselas.
El 8 de noviembre las tropas imperiales unidas a las de la Liga Católica
triunfaron en la Montaña Blanca, en los alrededores de Praga, dando con ello fin
a la aventura de Federico V, que se veía obligado a iniciar su huida a las
Provincias Unidas y recibía el poco lustroso título de «rey de un invierno». Con
ello se echaban por tierra las negras previsiones de Zúñiga, que, apenas un año
antes, preveía el fin de la Monarquía Hispánica. La Casa de Austria y la religión
católica habían triunfado en Europa Central.
Pero no todo era honor y gloria. Los gastos de la campaña angustiaban al
genovés, por lo que, al agradecer al rey la merced del nombramiento como
capitán general, no había desperdiciado la ocasión para recordar su mala
situación económica:
Pero, Señor, permítame V. M. que le vuelva a suplicar se sirva de mandar se tome resolución en lo de
la ayuda de costa pues los gastos son grandes y cada día se me van creciendo. Y hallándose mi casa
por lo que ha hecho en servicio de V. M. tan alcanzada de hacienda con razón debo esperar recibir esta
merced de la grandeza de V. M.280

De poco consuelo, fuera del que en ello pudiera encontrar su vanidad,


resultaría el que los archiduques, tras el éxito de la campaña, le concedieran la
merced de nombrarle su mayordomo mayor, título cuya aceptación —sin duda
deseando evitar críticas en Madrid— sometió a la previa autorización del rey:
Y aunque tratándose de servir a la Señora Infanta, hermana de V. M., y al Señor Archiduque parece
que como todo es servicio de V. M. lo hubiera podido aceptar, no me ha parecido hacerlo sin primero
dar a V. M. cuenta y aguardar la orden y licencia de V. M. para conforme a ella acertar mejor a servir a
V. M.281
271 AGR, SEG, Rº. 182, Felipe III a Alberto, 17 de junio de 1619.
272 AGS, Estado, 2034, Alberto a Felipe III, 16 de junio de 1620.
273 AGS, Estado, 634, CCE, junio de 1620.
274 AGS, Estado, 2309, Spinola al secretario Ciriza, 20 de agosto de 1620.
275 AGS, Estado, 2309, Spinola a Uceda, 31 de agosto de 1620.
276 AGS, Estado, 2309, Bedmar a Felipe III, 2 de septiembre de 1620.
277 AGS, Estado, 2309, Alberto a Felipe III, misma fecha.
278 AGS, Estado, 2232, «Título de Capitán General del ejército que se juntó en Flandes para entrar en
Alemania en la persona del Marqués Spinola», 4 de septiembre de 1620.
279 AGS, Estado, 2309, Alberto a Felipe III, 23 de noviembre de 1620.
280 AGS, Estado, 2309, Spinola a Felipe III, 12 de noviembre de 1620.
281 AGS, Estado, 2035, Spinola a Felipe III, 22 de diciembre de 1620.
TERCERA PARTE:
EL GENERAL DE LA INFANTA
DE NUEVO LA GUERRA

1621 fue un año desventurado para los Países Bajos, que bien a su pesar se
vieron empujados de nuevo a una guerra para la que no parecía posible encontrar
solución: en marzo, la salud de Felipe III, que había ido decayendo desde su
viaje a Portugal dos años antes, acabó por deteriorase de tal manera que el 31 de
ese mes se produjo su fallecimiento. Al mes siguiente, con el nuevo rey, el
experimentado Baltasar de Zúñiga, secundado por su sobrino Olivares, sucedió
al Duque de Uceda al frente de los negocios del Estado, mientras la Tregua de
los Doce Años expiraba el día 9 sin que, pese a sus esfuerzos, el archiduque
hubiera logrado doblegar la terca voluntad de Felipe III, que, apenas unos días
antes de morir, había firmado la orden para reemprender la guerra, confirmada
pocos días después por el joven Felipe IV: la guerra debía continuar. Y en julio,
el día 13, extenuado por tantos largos años de guerra y de lucha contra la gota, el
archiduque Alberto también falleció. De acuerdo con los términos de la cesión,
los Países Bajos revertían a la corona de España y la infanta Isabel Clara
Eugenia dejaba de ser su soberana y, en un supremo esfuerzo de devoción a la
Casa de Austria, aceptaba permanecer como gobernadora general encargada del
poder político y del esfuerzo militar.
Como los Estados Generales de Holanda y Mauricio habían aceptado la
mediación de Francia para tratar de la prolongación de la tregua, el archiduque
—favorable a esta posibilidad— pidió al rey que mantuviera el secreto más
estricto sobre estos contactos. Aunque el embajador francés en Bruselas propuso
una alianza que permitiera a Luis XIII aplastar a los hugonotes y a Felipe III
reducir a los holandeses, Alberto no creía en semejante acuerdo, y prefería
prolongar la tregua hasta que la evolución de los problemas en el imperio y en el
Palatinado permitieran ver más claro y evitar enfrentarse simultáneamente a
tantos conflictos.282 Al concederle poder para negociar con Mauricio, el rey
estableció claramente283 que una nueva tregua, aunque fuera de corta duración,
solo resultaría aceptable a condición de que los holandeses autorizaran el libre
ejercicio del catolicismo, renunciaran al comercio con las Indias y abrieran el
Escalda, extremos todos ellos que, estaba bien claro, resultarían totalmente
inaceptables para las Provincias Unidas
A principios de año Carlos Coloma había viajado a Madrid, pues, terminada la
campaña del Palatinado y puesto que Felipe III persistía en su voluntad de
relanzar la guerra, Spinola consideró necesario el viaje para intentar obtener los
medios para satisfacer su pretensión bélica. Pese a los deseos del rey, las
circunstancias eran tan complejas que no faltaban partidarios de prolongar la
tregua con la esperanza de que la hacienda pudiera recuperarse. Aprovechando el
informe que Coloma había sometido el año anterior al Consejo de Estado,
pareció el momento apropiado para actualizarlo.
El veterano militar insistió en que, al impedir el gran peligro que suponía la
unión de los ejércitos holandés y bohemio, la operación en el Palatinado había
sido de gran beneficio para los Países Bajos, porque «ellos nos tocan más de
cerca que los [asuntos] del Emperador», aunque las Provincias Unidas
«divididas en parcialidades y no sobradas de dinero ni de amigos, no han abierto
las bocas para pedir continuación de las treguas ni aún por vías indirectas, que
les sería bien fácil», postura desmesurada pues «llega su soberbia a perecerles
que las habemos de pedir nosotros», ya que las ideas holandesas parecían
fundarse en el «sobrado deseo de quietud o por la estrecheza de dineros» de
España, por lo que se mantenían en sus trece hasta ver por qué camino optaba
España. Partidario ya el año anterior de una «buena guerra», Coloma insistía en
humillar el orgullo de los rebeldes para llevarles a razón y para ello era
«necesario poner las cosas de suerte que se pueda comenzar la guerra cuando se
quisiere». Remachando la idea de la reputación, tan cara para los hombres de la
época, se preguntaba: «¿Quién habrá tan ignorante que le parezca pueda haber
continuación de treguas no resolviéndose a comparar una falsa apariencia de paz
con los daños de una verdadera deshonra y total ruina de esta monarquía?».
Pasando revista a los argumentos esgrimidos para firmar la Tregua de los Doce
Años, trató de demostrar que las esperanzas no se habían visto confirmadas por
los hechos a lo largo de ese periodo: la tregua no había permitido mejorar la
situación de la hacienda real, ni los holandeses habían admitido la práctica del
catolicismo. Y ni siquiera el enfrentamiento entre arminianos y gomaristas o la
lucha por el poder entre Mauricio y Oldenbarnevelt habían resultado
beneficiosos, pues el odio entre holandeses era menor que el que sentían contra
España. Finalmente la esperanza de que la paz dulcificara las mentalidades y que
los beneficios obtenidos del comercio les hicieran ser más flexibles para
negociar también quedaba en el reino de los buenos deseos frustrados. En
resumen:
Si en doce años de paz han osado y podido los holandeses emprender tantas cosas y tenido caudal para
sustentar en su tierra un ejército poco menor que el nuestro y desempeñarle de más de cuatro millones
de oro, que doblan del tiempo de la guerra, se deja fácilmente considerar lo que harán si les damos
más tiempo y lo que les aumentará la opinión de libres en no negarles por segunda vez este título…
pide particular ponderación el ver que tengamos y nos condenemos a tener siempre, si las treguas se
continúan, todos los males de la paz y todos los peligros y descomodidades de las guerra.

Y si el rey estaba decidido a no renovar la tregua, era llegado el momento de


pensar «el modo y forma en que puede hacerse la guerra». Para ello propugnaba
un modo muy distinto al seguido hasta entonces y, en lugar de «ganar tierras», lo
que convenía era «meterles la guerra» en su territorio. En cuanto a las armas,
serían precisos tres ejércitos: dos de 12.000 infantes y 2.000 caballos y un
tercero en el condado de Flandes (con la mitad de esos efectivos) y para
mantenerlos reclamaba una provisión mensual de 250.000 ducados (el doble de
lo que se disponía en esos momentos). Para hacer frente al poderío naval
holandés aconsejaba utilizar los 20 barcos de Ostende como corsarios, así como
controlar el mar en Galicia y Gibraltar con dos flotas que impidieran el paso de
los barcos enemigos (a los que había que impedir el comercio en todos los
puertos de la monarquía), lograr que el Papado, Toscana, Génova y Saboya lo
hicieran también (al menos temporalmente) y pedir al emperador que los
declarara rebeldes y enemigos del imperio para cerrarles sus puertos y el
comercio. Lanzado ya por la pendiente que conducía de nuevo a la guerra, el
archiduque precisó sus necesidades: aumento de las provisiones mensuales, que
debían pasar de 130.000 a 300.000 escudos, además del dinero que Coloma
reclamaba para el ejército del Palatinado.284
La muerte de Felipe III dio margen al archiduque para hacer todavía otro
intento de evitar lo peor —aunque para ello tendría que contrarrestar el
belicismo de Zúñiga y las ansias de poder de Olivares— argumentando la falta
de fondos, la insuficiencia de las tropas, la fortaleza de las Provincias Unidas y
la amenaza de su posible alianza con los protestantes alemanes. Aunque a
mediados de año ninguno de los contendientes se había decidido a dar el primer
paso y la situación permanecía en suspenso, Alberto estaba sumamente
preocupado por la reducción de las provisiones que empezaba a producir
movimientos de mal humor en unas tropas que llevaban dos meses sin recibir sus
sueldos. Todos los argumentos para evitar una nueva y terrible guerra se
estrellaron contra la prepotencia de la corte, hasta que su fallecimiento cortó de
raíz el debate dejando a la infanta impotente ante la decisión de los ministros que
habían tomado el poder en Madrid.
Tras la muerte de su padre, Felipe IV, recordando los poderes extraordinarios
conferidos a Spinola por las antiguas instrucciones secretas, le ordenó que
procediera a la apertura de las mismas, pero como la situación era muy diferente
de la de aquellos años pareció cambiar de idea al ordenarle:
Y porque con el tiempo que ha pasado las cosas se hallan en muy diferente estado y mi tío, como
sabéis, acude con la buena voluntad de siempre a lo que es mayor servicio mío, he querido encargaros
(como lo hago) que en recibiendo esta rompáis el dicho despacho o lo enviéis a manos de Juan de
Ciriza, mi secretario (que esto será lo mejor y lo más seguro) en la primera ocasión, pues no es bien
que parezca en ningún tiempo este papel.285

Días después del fallecimiento del archiduque, Bedmar hizo patente286 su


preocupación por el vacío que se podía crear y recomendó que aunque la infanta
tuviese los más amplios poderes (para no darle ocasión de abandonar un
gobierno por el que no sentía ninguna apetencia) se limitase su autoridad para
que en los Países Bajos se tuviera conciencia de que la misma emanaba del rey.
También aconsejó el nombramiento de un ministro y de un secretario (como
ocurría antes de la cesión de las provincias) y sobre si debía nombrarse un
embajador (parecería extraño que el rey lo tuviera en sus propios estados)
Bedmar se inclinaba por la afirmativa, tanto por realzar la figura de la infanta
como por poner a su lado un personaje de importancia que la aconsejara y
controlara los asuntos de Estado, pues el mayordomo mayor (Spinola) estaría
ausente de Bruselas en momentos de guerra y también, como ya se había visto,
en tiempos de tregua. Y aunque el 17 de diciembre de 1621 Spinola fue honrado
con el título de marqués de los Balbases, lo que permitía esperar que sus
argumentos se tuvieran en cuenta, todos sus consejos sobre lo que parecía
necesario hacer en el Palatinado y en los Países Bajos no consiguieron doblegar
el ánimo de Felipe IV. La caja de Pandora había sido abierta y nada ni nadie
parecía poder cerrarla de nuevo.
Con Spinola de regreso a Bruselas, a los esfuerzos por reorganizar el ejército
se unió la dificultad en que se encontraba el archiduque Leopoldo (hermano de
Fernando II) para conservar Alsacia si Mansfeld procuraba invadirla. Ni en los
Países Bajos, ni en Juliers ni en el Palatinado había suficientes tropas, por lo que
hubo que recurrir a las levas que pudieran hacerse en Borgoña y a pedir ayuda al
duque de Lorena. Tal como se temía, Mansfeld atacó Alsacia en enero y aunque
ocupó Hagenau Leopoldo consiguió obligarle dos meses después a replegarse al
Palatinado.
No solo era la escasez de tropas lo que angustiaba a Spinola. Los tercios
españoles e italianos contaban con escasos soldados, por lo que se reclamaba el
envío de parte de las tropas que había en Italia y de los italianos que estaban en
España, además de las que habían sido enviadas en apoyo del emperador. Pero,
sobre todo, lo que auguraba un difícil futuro era el problema de la falta de fondos
para mantener el ejército en condiciones para hacer frente a tantas tareas que se
le exigían. En febrero, Felipe IV287 reconocía el retraso en el envío de las
provisiones y remitía casi 2,2 millones de escudos prometiendo el envío pronto
del resto hasta alcanzar los 300.000 escudos mensuales solicitados. Las quejas
de la infanta y las promesas del rey fueron, como de costumbre, constantes a lo
largo de todo el año: en abril, los banqueros de los Países Bajos se negaron a
pagar pretextando no haber recibido órdenes de sus corresponsales, dejando sin
salario al ejército: «Está la gente atrasada de sus pagas y tan necesitada que cada
hora temo algún gran desorden de motín u otros inconvenientes, lo cual me tiene
con gran cuidado y pena porque anteveo el peligro y trabajo a que esto se
reducirá. Y el remedio será tarde».288 Si a esto se une al aumento continuo de
las tropas de Mansfeld y Alberstat y la dificultad de conseguir una nueva tregua
es fácil imaginar la angustia que debía embargar a Isabel y a Spinola, sin
posibilidad de atender a las necesidades de los soldados, repartidos en dos
cuerpos en los Países Bajos y dos en Alemania, donde el ejército del Palatinado
se veía obligado a vivir a costa de los habitantes. Como siempre, faltaba «el
nervio de la guerra y la grasa de la paz» y, meses después, Spinola, al comenzar
las operaciones podía escribir:
Yo salgo en campaña con tan poca provisión como escribo a S. M. quien, si no manda proveer lo que
se le tiene pedido, no veo qué forma se puede tener por suplir tanto como falta.289
La desbandada en las tropas en Alemania obligó a Spinola a ir a Wessel para
reorganizarlas y situarse en los Ducados de Cleves y Juliers, desde donde podía
enfrentarse con Mauricio. El holandés cometió un error, pues, al tratar de
proteger otras plazas, dejó mal guarnecida la bien fortificada Juliers, lo que
aprovechó Spinola para enviar a Henri de Bergh a asediarla, logrando rendirla a
comienzos de febrero. Todo el ducado de Juliers estaba ahora en poder español,
salvo un castillo para cuya toma Spinola envió unas tropas,290 pero como el
ejército se veía mermado por continuas deserciones, Spinola tuvo que recurrir a
reclutar soldados alemanes, ingleses y escoceses y ello desagradó al Consejo de
Estado, que temía que la herejía pudiese infiltrarse en las tropas. Lógicamente el
genovés alegó que preferiría disponer de soldados españoles, italianos, valones o
borgoñones (es decir procedentes de los territorios de la monarquía), pero que
como no podía contar con ellos no cabía más expediente que reclutar allá donde
le era posible.
Parecía que el emperador se inclinaba hacia la suspensión de armas, lo que
aprovechó la infanta para pedir a los electores de Maguncia, Colonia y Tréveris
así como al duque de Baviera, que enviaran diputados a Bruselas para asistir al
tratado de suspensión. Pero se trató de un espejismo, ya que poco después la
infanta confiaba a su sobrino291 su convicción de que la guerra duraría todo el
año, pues el Palatino no quería ni una buena paz ni una buena guerra y rechazaba
el armisticio. En consecuencia, Córdoba (que en junio fue ascendido a maestre
de campo general) recibió orden de pasar el Rin para reunirse con Tilly, al que
ayudó en un enfrentamiento con el Palatino consiguiendo un notable triunfo y un
rico botín. Por su parte, de Bergh marchó contra el duque de Brusnwick, pero
este se desvió hacia el Palatinado con su ejército intacto tras evacuar los puestos
que había ocupado y que dejó en manos de los holandeses, quienes aprovecharon
el alejamiento de Bergh e invadieron Brabante, saqueándolo hasta cerca de
Bruselas.
¡Qué fáciles se ven las cosas desde lejos o cuando no se quieren ver! La
reacción de Felipe IV (o de Olivares) ante estos saqueos da la impresión de que
en Madrid no se tenía (o no se quería tener) conciencia exacta de la penosa
situación en que la infanta y Spinola se encontraban en los Países Bajos:
Que se debe sentir este atrevimiento y pensar que han de hacer otros de mayor daño. Y para todo será
bien, como también parece que lo hubiera sido, no dejar tan descubierto aquel país y el camino de
asegurarle es entrar en el del enemigo. Y así encargo mucho a V. A. mande que se salga en campaña
cuanto antes, dándose en esto la prisa posible pues, estando el tiempo tan adelante, no se permite otra
cosa.292

Jacobo I seguía intentando salvar a su yerno Federico y a finales de mayo


llegaron a Bruselas los embajadores de Inglaterra y de Alemania para tratar de la
tregua en el Palatinado. Sus interlocutores belgas (Pecquius y Boisschot) se
encontraron con el problema de que el emperador había retirado la condición de
elector al Palatino para concedérsela al duque de Baviera, lo que era una nueva y
grave complicación para cualquier intento de solución. En septiembre la infanta
tenía que reconocer293 que la suspensión de armas no avanzaba y se temía que
Mansfeld pudiera entrar en el Hainaut. Tan «no avanzaba», que un mes después
Jacobo I manifestaba su protesta por el sitio y la ocupación de Heidelberg y
Felipe IV se sintió obligado a pedir al emperador y al Baviera que dieran orden a
Tilly de asediar Frankenthal y Manheim y encargó a Coloma (embajador en
Londres) que informara al rey inglés de estas gestiones y de su deseo de apoyarle
en los intentos de pacificar el Palatinado.294 Confirmando tan buenos deseos
también pidió a la infanta que diera a Tilly y a todos los jefes militares las
mismas órdenes que había rogado al emperador y que se tratarse de llegar a una
buena suspensión de armas de acuerdo con Jacobo I.
Las acciones militares se extendían por todos lados y, mientras Federico V se
refugiaba en Sedán al amparo del duque de Bouillon, Mansfeld y Alberstat
asolaban la Lorena amenazando invadir los territorios españoles de Borgoña y
Luxemburgo, lo que se trató de impedir enviando hacia allí a las tropas de
Córdoba y Tilly. Y mientras la infanta continuaba negociando con el embajador
inglés en búsqueda de un armisticio en el Palatinado, de forma inesperada
Mansfeld envió un emisario a Bruselas para negociar también con ella, aunque
mientras se desarrollaban estas conversaciones se recibió la noticia de que
Mansfeld se había pasado con armas y bagajes a sueldo de Francia.
A mediados de junio el ejército de Spinola entró en los territorios del príncipe
de Darmstadt y tuvo una escaramuza cerca de la ciudad que causó importantes
pérdidas al enemigo. Córdoba atravesó el Rin, Tilly se aproximó a Sterquemberg
y Leopoldo se dirigió hacia Oppenheim para reunirse con Córdoba295 y, en
julio, Spinola lanzó un ataque que permitió que Luis de Velasco se apoderara del
baluarte de Steenbergen.
La siguiente operación que quería llevar a cabo Spinola era ocupar en territorio
de las Provincias Unidas la importante plaza de Bergen-op-Zoom, para lo que
contaba con un infiltrado que debía franquearle las puertas de la ciudad. En
espera de ello, perdió unos días preciosos sin realizar las habituales medidas de
cerco y esperando no tener que ejecutarlas, ya que los terrenos esponjosos y
empapados hacían muy difícil construir fortificaciones o cavar trincheras. Pero
en uno de los primeros choques murió ese agente y ya no tuvo más remedio que
iniciar el asedio conforme a la práctica habitual y con tropas muy escasas, que
no era posible reforzar con las de Henri de Bergh (Juliers y las ciudades del Rin
quedarían indefensas), ni con las de Córdoba (que el rey había enviado a Alsacia
sin prevenir a Spinola). Además los defensores lograron mantener libre el acceso
al mar y no se consiguió siquiera acercarse a los principales bastiones
(defendidos por ingleses y franceses sumados a las tropas holandesas).
Dos ejércitos —uno holandés, capitaneado por Mauricio, y otro alemán, bajo
las órdenes de Mansfeld y Alberstat— acudieron en socorro de la ciudad, sin que
las tropas de Henri de Bergh consiguieran impedir su avance. En esta situación
las tropas de Mansfeld y de Alberstat se lanzaron sobre el Hainaut con la
intención de unirse al ejército holandés de Mauricio. Pero Córdoba se cruzó en
su camino en las cercanías de Fleurus, entablándose el 29 de agosto una gran
batalla en la que el ejército español consiguió destruir casi toda la caballería y la
infantería enemigas.296
La infantería española era el elemento principal de las tropas católicas, pero la
artillería y la caballería no parecían estar en condiciones de enfrentarse con la
magnífica caballería protestante, que contaba 5.000 jinetes a cargo de
Brunswick, a los que se unían los 5.000 coraceros de Streiff y 8.000 infantes
mandados por Mansfeld. El cañoneo de la artillería protestante comenzó la
batalla disparando sobre las tropas de Córdoba y a continuación la totalidad del
ejército atacó, hundiendo las líneas católicas, con lo que parecía que la batalla
estaba perdida. Pero la firmeza de los tercios y el avance irregular de la
infantería protestante permitieron que las tropas se reorganizaran, frenando la
desesperada carga final de la caballería de Brunswick, que resultó herido y se
retiró en desorden. Tras varias horas de lucha, Mansfeld ordenó la retirada en un
intento de replegarse hacia Lieja y refugiarse en Breda. Las agotadas tropas
españolas no pudieron perseguirlas hasta el día siguiente, cuando la caballería
protestante escapó abandonando a la infantería, que fue totalmente aniquilada y
los escasos restos del ejército de Brunswick y Mansfeld lograron alcanzar Breda
mientras las tropas de Tilly invadían el Palatinado.
Un nuevo peligro se cernió sobre los Países Bajos cuando, pocos días después,
Mauricio penetró en Brabante hasta Hoogstraten con 30.000 hombres, con el
propósito de atacar a Spinola en el asedio de Bergen-op-Zoom o, quizá, de
apoderarse de Amberes, por lo que hubo que enviar a De Bergh a su encuentro
para cortarle el camino. Spinola, de acuerdo con sus jefes, levantó el sitio el 3 de
octubre, retirándose a Putte (entre Amberes y Bergen-op-Zoom) logrando pasar
sin sufrir pérdidas entre los dos ejércitos enemigos, aunque en la retirada hubo
que abandonar Steenbergen. Por una vez, los miembros del Consejo de Estado
(entre los que figuraban halcones tan conspicuos como Pedro de Toledo, Agustín
Mexía o Diego de Ibarra) manifestaron su acuerdo con la decisión de esta
retirada,297 aunque también hubo quien afirmó que la guerra en los Países Bajos
había sido la ruina de la monarquía.
Fracasado su intento de apoderarse de La Esclusa, las tropas holandesas se
retiraron, mientras que, en octubre, las católicas estaban a la expectativa cerca de
Juliers y Córdoba asediaba Frankenthal. La situación se agravaba por la decisión
de Jacobo I de declararse abiertamente en favor de su yerno Federico V. La
infanta sugirió una nueva suspensión de armas en el Palatinado afirmando que
había que hacer comprender al emperador que, si no se alcanzaba, sería difícil
enviarle nuevos socorros. La llegada de Mansfeld y del inglés Vere a
Frankenthal obligó a levantar el sitio, pues Córdoba no podía esperar refuerzos.
Spinola estaba inmovilizado frente a los holandeses, De Bergh se encontraba
ante Juliers y las tropas de Iñigo de Borja298 no podían hacer nada. La situación
era tan mala que, como reconocía la infanta, ni siquiera había soldados
suficientes para acompañar los envíos de dinero al ejército.299
Los problemas de la guerra y del gobierno unidos a la edad iban minando
claramente la salud de la infanta y obligaban a Felipe IV a prever su
fallecimiento, por lo que procedió a unos nombramientos300 para asegurar el
mantenimiento de España en los Países Bajos. Sin desvelar todavía el nombre
del sucesor en el cargo de gobernador general, el rey decidió separar la
administración militar, que quedó en manos exclusivas de Spinola, y la civil, que
sería asegurada por una junta formada por Spinola, Bedmar, el arzobispo de
Cambrai, el príncipe de Ligne y el conde de Salazar. Y caso de que uno de ellos
falleciera, sería sustituido por otra persona cuyo nombre figuraba en unas
instrucciones secretas.301
282 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 10 de enero de 1621.
283 AGR, SEG, Rº. 185, Felipe III a Alberto, 4 de febrero de 1621.
284 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 2 de marzo de 1621.
285 AGS, Estado, 2233, Felipe IV a Spinola, 22 de abril de 1621.
286 AGS, Estado, 2035, Bedmar a Felipe IV, 25 de julio de 1621.
287 AGR, SEG, Rº. 187, Felipe IV a Isabel, 4 de febrero de 1622.
288 AGR, SEG, Rº. 187, Isabel a Felipe IV, 7 de abril de 1622.
289 AGS, Estado, 2312, Spinola al secretario Ciriza, 6 de julio de 1622.
290 AGS, Estado, 2311, Spinola a Felipe IV, 25 de febrero de 1622.
291 AGR, SEG, Rº. 187, Isabel a Felipe IV, 1 de mayo de 1622.
292 AGR, SEG, Rº. 187, Felipe IV a Isabel, 13 de junio de 1622.
293 AGR, SEG, Rº. 188, Isabel a Felipe IV, 9 de septiembre de 1622.
294 AGR, SEG, Rº. 188, Felipe IV a Isabel, 24 de octubre de 1622.
295 Biblioteca Nacional, Madrid, Mss., 22 de junio de 1622, Informe sobre las operaciones en el
Palatinado.
296 AGR, SEG, Rº. 188, Isabel a Felipe IV, 9 de septiembre de 1622.
297 AGS, Estado, 2036, CCE, 27 de octubre de 1622.
298 Borja fue ascendido a general de la Artillería en junio y falleció en noviembre.
299 AGR, SEG, Rº. 186, Isabel a Felipe IV, 4 de noviembre de 1621.
300 AGS, Estado, 2233, nombramientos hechos por Felipe IV para el caso de fallecimiento de la infanta,
31 de octubre de 1621.
301 Los sustitutos eran, respectivamente, Iñigo de Borja, Juan de Villela, el abate de Saint-Vaast, el conde
de Hoogstraten y Carlos Coloma.
BREDA: DEL ÉXITO A LA CRISIS

Tras el triunfo de las armas españolas en Fleurus, Spinola añadió nuevos éxitos
a la campaña, logrando apoderarse de Gooch y del fuerte Mauricio en territorio
de las Provincias Unidas, y del fuerte de Papenmutz en Alemania. El Consejo de
Estado contemplaba satisfecho esta situación:
Habiéndose alargado de sus límites los holandeses y ganado reputación de nuestra parte, pero no ellos
palmo de tierra de V. M. Y si V. M. ha gastado mucho este año y perdido gente, también lo han hecho
ellos. Y el año pasado se tomó a Juliers de manera que después que expiró la Tregua las armas de V.
M. han ganado mucho y no han perdido nada.302

Ello no ocultaba la difícil situación en Alemania, entre otras cosas por el


otorgamiento de la investidura como elector del duque de Baviera. Cuando se
tuvo confirmación de que Fernando II así lo había decidido, la preocupación de
Spinola creció aún más, porque ello le hacía «temer una guerra general si Dios
con su misericordia no lo remedia y así conviene luego prevenirnos».303 El
mecanismo puesto en marcha años antes en Praga parecía imparable y solo
auguraba más dolor y muerte.
La situación del ejército en 1623 era cada vez más precaria: los motines, bajas
y deserciones le iban dejando por debajo de los mínimos necesarios, hasta el
punto que con cuatro de los tercios españoles apenas se podría conformar medio
tercio304 y la falta de fondos hacía temer que «antes de que este ejército pueda
salir en campaña, por falta de medios podrán hacer progresos de consideración
los enemigos; otro, que sacándolo en campaña y no habiendo, como no hay,
medios bastantes para la paga de la gente podría suceder un gran desorden que
causarse mayores males…»,305 por lo que Spinola subrayaba «la necesidad que
tiene el ejército y la imposibilidad de salir en campaña por falta de medios y las
apariencias grandes de los enemigos».
Bedmar puso de relieve «la mala correspondencia» de Luis XIII y Richelieu,
manifestando que había que reaccionar ante su ayuda con hombres y dinero a
Mansfeld y a los rebeldes, «no solo por recompensa para la reputación sino por
necesidad de la defensa con justísima causa». El fracaso de las esperanzas de un
acuerdo entre Madrid y Londres podía fácilmente reactivar la alianza anglo-
holandesa en unos momentos de especial dificultad: Richelieu, que había sido
admitido en el Consejo Real, negociaba el «matrimonio francés» (de
HenrietteMarie con Carlos, príncipe de Gales) tras el fallido «matrimonio
español» y, aún más grave, Francia firmaba el Tratado de Compiegne con las
Provincias Unidas, asegurándolas tres años de subvenciones si mantenían la
guerra en los Países Bajos. Por si fuera poco, a estas amenazas vino a sumarse la
elección como nuevo sumo pontífice de Maffeo Barberini (Urbano VIII),
siempre enemigo de España y cuya decisión de abandonar las posiciones
militares que el Papado mantenía como elemento de pacificación en La Valtelina
abría la puerta a la intervención de Francia en el norte de Italia.
Spinola se veía forzado a compaginar las operaciones en tierra con la atención
a la armada de Flandes, con la que se trataba de obstaculizar el comercio que tan
provechoso había resultado a los rebeldes durante la tregua. Desde 1622 se
venían buscando los medios de ahogar ese comercio y, de acuerdo con Bruselas,
en enero de 1624 se decidió proceder al cierre de varios ríos (Escalda, Mosa, Rin
y Lippe) y además se intentó convencer al Neoburgo para que cerrara el Weser y
a Tilly para que impidiera la navegación por el Elba. A estas maniobras se unió
el bloqueo de las costas de las Provincias Unidas a cargo de la escuadra de
Ostende. Una expedición de chalupas españolas atacó en mayo la costa de
Holanda y Zelanda, consiguiendo apoderarse o destruir numerosas barcas
holandesas en la primera acción en que las pequeñas naves españolas habían
llegado hasta aquellas playas provocando la consiguiente alarma. La satisfacción
por las actividades de esta armada era grande, como lo subraya una
comunicación dirigida a las Cortes de Castilla en 1623: «Con la armada de
galeones que se sustenta en Flandes se han tomado a holandeses, desde que se
rompió la guerra, muchos navíos de mercantes y echado a fondo otros y peleado
con los suyos de guerra con gran reputación». Recompensa a estos esfuerzos fue
la concesión a Spinola en 1624 del título de capitán general de esa armada
aunque, de hecho, no le fue entregado sino mucho más tarde.306 La reacción
holandesa, aplicando un contrabloqueo a título de represalia, provocó serios
problemas en los Países Bajos y años más tarde (1629), accediendo a las
peticiones de la infanta, se abandonó el bloqueo de los ríos.
La esperanza de Spinola de que una posible alianza hispano-inglesa pudiera
obligar a las Provincias Unidas a mostrarse más inclinadas a un acuerdo se
desvaneció al saber307 que, según informaba el embajador en Londres, el
marqués de la Hinojosa, Jacobo I, llevado del descontento que le producía la
situación del Palatinado, tenía la intención de declarar la guerra. Felipe IV
ordenó la formación de una armada de 50 navíos que servirían para combatir
tanto a las Provincias como a Inglaterra, cuyo objetivo común parecía ser el
puerto de Mardick. A este peligro se añadía la resistencia de Fernando II a
implicarse en una nueva guerra con los holandeses y el temor y las quejas en
Alemania, donde, vistos los puestos que tropas españolas ocupaban sobre el río
Weser, se temía que el aumento de la potencia de la Monarquía Hispánica se
hiciera en detrimento de sus libertades.
La infanta recibió instrucciones308 para que tantease la posibilidad de llegar a
alguna forma de acomodo con los holandeses, pues si esto se lograba, permitiría
enfrentarse con Francia en La Valtelina y complementaría los esfuerzos de
Olivares para obtener el apoyo del emperador y de los príncipes del imperio.
Pero la oposición del duque de Baviera y las dudas de Fernando II ante la
amenaza inminente de la entrada de Dinamarca en la guerra dieron al traste con
estas aspiraciones. Elliott califica la pretensión de esta alianza de «larga y
agotadora búsqueda de un tesoro inalcanzable», que parecía ser para Olivares
«más un fin en sí misma que un medio de alcanzar un fin».309 Todos estos
propósitos se vinieron abajo cuando el marqués de Montesclaros propugnó en el
Consejo de Estado310 el enfrentamiento directo con Francia atacándola por el
norte (en la frontera de los Países Bajos) y por el sur (en la Provenza), y otros
consejeros (Hinojosa y Monterrey) le apoyaron, propugnando que se abandonara
la idea de asediar Breda y utilizar, en cambio, las tropas de Spinola para el
ataque a Francia.
En Bruselas se seguían haciendo planes para la campaña, tratando de decidir
cuál sería el mejor camino para enfrentarse con las Provincias Unidas; para
tantear el terreno y aprovechando las terribles heladas, Hendrik van den Bergh
(que llegó cerca de Utrecht), Lucas Cayro (en Frisia) y Salazar llevaron a cabo
algunas incursiones y escaramuzas. Tras los debates se fijó como objetivo la
ciudad de Breda, importante centro comercial, de notable valor estratégico, y
hacia allí salió Spinola en campaña el 21 de julio. Al tenerse noticia de que la
plaza estaba defendida por 7.000 soldados y que parecía disponer de víveres
suficientes para soportar un largo asedio, se celebró un consejo de guerra en el
que la mayoría de los capitanes se inclinaron por abandonar la idea. Esta
propuesta fue sometida al juicio de la infanta, que sugirió que se tratara de
penetrar en la zona de Weluve y que Van den Bergh intentara ocupar Grave, pero
como estas intenciones no pasaron de ser un proyecto y la situación envalentonó
a los holandeses, finalmente la infanta dejó la decisión en manos de Spinola.
Tras las vacilaciones para decidirse por el asedio y las operaciones de
«distracción» que llevó a cabo Spinola, el general propuso de nuevo el asalto a
Breda, encontrándose otra vez con la oposición de sus oficiales, dudosos del
buen éxito de la empresa y que alegaban que no solo tendrían que enfrentarse
con las fortificaciones de la ciudad y con la ayuda que ciertamente prestaría
Mauricio, sino que además había que contar con el terreno encharcado y con el
siempre inseguro clima. Pese a esas reticencias, Spinola ordenó el 28 de agosto
ocupar los dos flancos de Breda que le parecieron más adecuados para entablar
el asedio y comenzar los trabajos de fortificación de sus líneas, ante la escéptica
pasividad de Mauricio, que ni se molestó en hostigar a las tropas españolas.
Uno de los mitos más persistentes sobre la historia de la guerra en Flandes es
la atribución a Felipe IV de la frase: «¡Marqués, tomad Breda!». No es posible
dar credibilidad a esta leyenda, pues, cuando se recibió en la corte la noticia de
que había comenzado el asedio, la sorpresa y la incredulidad fueron mayúsculas.
En el Consejo de Estado311 se manifestaron todas las reservas posibles,
similares a las manifestadas cuando el archiduque Alberto decidió el asedio de
Ostende. Como entonces, la empresa se juzgó temeraria y hasta hubo quien
propuso que se levantase el cerco si se podía hacer sin mengua de la reputación.
Únicamente Pedro de Toledo y Diego de Ibarra, reconocidos halcones, se
manifestaron a favor de un esfuerzo bélico total, mientras Fernando Girón y el
cardenal Zapata encabezaron el grupo de consejeros que creía que se estaban
perdiendo la guerra y los Países Bajos. Elliott312 considera que la autorización
subsiguiente para enviar a Flandes la totalidad de las remesas parece sugerir que
el conde-duque estaba a favor de las ideas de Spinola, pero por otro lado hay que
considerar que Felipe IV, en sus anotaciones marginales a las consultas, se
mostró muy reservado sobre el éxito de la empresa, al mostrar su escepticismo y
su nula voluntad de aumentar las provisiones que podrían exigir este asedio:
Escríbase a mi tía las dificultades que se representan en el sitio de Breda… y que advierta que si bien
las provisiones de este año a razón de 300.000 escudos serán ciertas, en ninguna manera se ha de
crecer nada y conforme a esto se gobierne en las levas que hiciere de nuevo…313
En lo que toca al sitio de Breda ya se ha respondido en otra consulta, procurándose ahora que en
ninguna manera se aventure plaza de las nuestras con la esperanza de ganar Breda y que las
provisiones se cumplirán puntualmente.314

El cerco se iba afianzando en la misma medida en que Mauricio comenzaba a


preguntarse si no había actuado con demasiada ligereza permitiendo la
construcción de tantos medios para doblegar una ciudad que, por sus defensores
y sus aprovisionamientos, le había parecido inexpugnable hasta entonces. Y
como la operación se había transformado en una auténtica atracción política y
militar,315 aprovechó que la caballería española se había alejado para escoltar al
príncipe de Polonia para hacer avanzar a sus tropas hasta las cercanías de Breda.
Spinola se le adelantó ocupando un amplio terreno pantanoso y cortando así el
avance del holandés, que evitó el enfrentamiento y, para intentar desviar el
movimiento español, pretendió asaltar el castillo de Amberes, sin lograrlo.
Mauricio intentó de nuevo levantar el cerco y alejar a las tropas españolas
contando ahora con la llegada a las cercanías de Breda de las tropas de Mansfeld
y su reunión con la caballería francesa que mandaba Alberstat, pero tras fracasar
otra vez en su empeño, se retiró definitivamente, abandonando Breda a su suerte.
Aunque Justino de Nassau, hermano natural de Mauricio, defendía Breda con
denuedo, la retirada de las tropas de socorro, los escasos movimientos
posteriores para distraer a los sitiadores y la paulatina disminución de los víveres
iban mermando la capacidad de resistencia de los sitiados. Al fin, tras nueve
meses de cerco, la ciudad se rindió el 5 de junio de 1625, logrando lo que
Stradling ha calificado como «el más prestigioso de los triunfos de la época de
los triunfos».
Spinola recibió las llaves de manos de Justino y concedió a los sitiados unas
condiciones de rendición tan sumamente generosas que generaron indignación
en las tropas españolas, que, con toda justicia, Coloma calificó de empobrecidas
y desnudas. Pocos días después, la infanta Isabel acudió a Breda a saludar y
confortar a estos pobres soldados y a celebrar la toma de la ciudad. El propio
Mauricio le escribió para tratar de la posibilidad de buscar la paz, solicitando que
se le enviara al duque de Neoburgo «para tratar de los dichos medios acerca de
reducirse».
Parecía llegado el momento de que Madrid agradeciera los esfuerzos: el
Consejo de Estado316 propuso que se diesen muy particulares gracias a Spinola,
a Salazar y a Coloma y que se dejara reposar al ejército sin emprender ninguna
otra acción hasta que se repusiera de las penalidades pasadas. El propio Olivares,
siempre receloso de Spinola, se unió también a las felicitaciones y propuso el
envío de 50.000 o 100.000 ducados «para vestir a la gente del sitio, con una carta
de mano propia muy amorosa que se lea y publique en todo el ejército, y que a
Spinola se le honre de modo extraordinario». Honrándole de modo
extraordinario, Felipe IV confirió al general un nuevo honor al concederle el
título de comendador mayor de Castilla. Pero si bien se trataba de un título
importante, encerraba una frustración, pues no suponía ningún beneficio
económico ya que se había otorgado años antes al duque de Lerma y gravado
con una hipoteca hasta 12 años después de su muerte, con lo que el genovés vio
frustrada toda posibilidad de recomponer su hacienda, al menos parcialmente,
con los beneficios anejos al título. Apiadada de la mala situación de su general,
la infanta quiso interceder por él al señalar a su sobrino que «en materia de honra
es toda la que V. M. puede hacer en tal género. En comodidad de hacienda no la
viene a recibir solo (diré así) después de su muerte y él ahora se halla con
muchas deudas y tan atrasado en hacienda que no se puede sustentar».317 Y el
mismo Spinola, tan empobrecido como sus soldados, aunque agradeciera esta
nueva merced no pudo por menos de recordar al rey su precaria situación:
Con el reconocimiento que debo de la merced que V. M. (Dios le guarde) me ha hecho de la
Encomienda Mayor de Castilla… Asegurando a V. M. que si estuviere en estado de poderme sustentar
y con menos deudas de las que tengo no hablaría palabra en cosa de hacienda, pero el haber
consumido tanto de la mía en el espacio que ha sirvo a V. M. y a su Real Corona y el faltarme de todo
punto los medios de poder vivir, me obligan a representar a V. M. que estado empeñada la
Encomienda… por doce años y teniendo yo tantos, no vendré en mi vida a gozar de nada, sino mis
herederos… y no permitiendo esto mi necesidad suplico a V. M. se sirva que desde luego pueda gozar
de la merced que V. M. ha sido servido hacerme, pues no pueden faltar medios para ello.318

1625 fue, sin duda, el «año milagroso»: el 1 de mayo, don Fadrique de Toledo
había derrotado a los holandeses recuperando Bahía y, por tanto, Brasil. También
ese mes, don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, socorrió Génova
levantado el asedio de Francia. En junio, Spinola había tomado Breda. En
septiembre, en Puerto Rico, fue rechazado el ataque de la flota holandesa. En
noviembre, en Cádiz, don Fernando Girón rechazó el ataque inglés. Y, para
completar el año de triunfos, a principios de noviembre los barcos españoles de
Dunquerque derrotaron totalmente a la flota holandesa.
Olivares podía escribir entonces «Dios es español», pero el asedio de Breda
había agotado todos los fondos de que era posible disponer y obligaría a olvidar
la guerra ofensiva en tierra y limitarla a la defensiva, salvo en el mar, donde se
intentaba hacer frente a la fuerte potencia naval holandesa (y también inglesa).
Ya no resultaba posible volver a pensar en largos y costosos asedios y, como
subraya Kamen, a largo plazo Breda «no fue el punto de partida hacia la victoria,
sino el comienzo del declive de España como la principal potencia en el norte de
Europa».319
302 AGS, Estado, 2037, CCE, 17 de febrero de 1623.
303 AGS, Estado, 2313, Spinola a Felipe IV, 7 de marzo de 1623.
304 AGS, Estado, 2313, Bedmar a Felipe IV, 21 de enero de 1623.
305 AGS, Estado, 2313, Isabel a Felipe IV, 2 de junio de 1623.
306 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 16 de febrero de 1624.
307 AGR, SEG, Rº. 190, Felipe IV a Isabel, 16 de abril de 1624.
308 AGR, SEG, Rº. 191, Felipe IV a Isabel, 11 de octubre de 1624.
309 Elliott, Olivares, op. cit., p. 166.
310 AGS, Estado, 2516, CCE, 30 de abril de 1625.
311 AGS, Estado, 2038, CCE, 14 de septiembre de 1624.
312 Elliott, Olivares, op. cit., p. 262.
313 AGS, Estado, CCE, 18 de septiembre de 1624.
314 AGS, Estado, 7 de octubre de 1624.
315 Visitantes y curiosos, entre ellos el príncipe Ladislao de Polonia y el duque de Baviera, acudían a
Breda a presenciar los trabajos del asedio.
316 AGS, Estado, 2039, CCE, 29 de junio de 1625.
317 AGS, Estado, 2315, Isabel a Felipe IV, 6 de agosto de 1625.
318 AGS, Estado, 2315, Spinola a Felipe IV, agosto de 1625.
319 H. Kamen, «La política exterior», en La crisis de la hegemonía española, p. 533
LA GUERRA DEFENSIVA

Tras la toma de Breda, Montesclaros insistió en su idea del enfrentamiento


directo con Francia, pero Olivares prefería utilizar la vía de la negociación, para
evitar una alianza franco-inglesa a la que, además, podrían unirse los
protestantes alemanes o nórdicos, lo que constituía una amenaza a la que la frágil
hacienda real encontraría infinitas dificultades para hacer frente. De forma
inesperada la posición del conde-duque fue apoyada por Mexía, que consideró
un error declarar la guerra a Francia. Todo ello acabaría por llevar a considerar la
necesidad de modificar el enfoque que se había seguido tradicionalmente: la
guerra en tierra debía ser únicamente defensiva y había que olvidar los largos y
costosos asedios de los que Breda había sido máximo ejemplo. En consecuencia
se enviaron nuevas órdenes320 a la infanta para que (esperando que los reveses
en Bahía y Breda hubieran bajado la altanería holandesa) procurara otra vez
servirse de sus tradicionales mediadores en busca de la paz o una tregua larga
con las Provincias Unidas. Pero ello debía llevarse a cabo con la condición de
que fuera la propia Isabel quien apareciera como el origen del intento de
mediación y de esta forma evitar que los holandeses tuvieran la impresión de que
era la monarquía la que buscaba esta solución. Felipe IV seguía insistiendo en
que se agotaran todos los esfuerzos para llegar a un acuerdo con las Provincias
Unidas, pero sin que ello supusiera que estaba dispuesto a aceptar una reedición
de la Tregua de los Doce Años:
Lo de la paz con la Holanda será bien procurarla por los medios que se pudiere, pues la intención de
acá no ha sido nunca de cerrar la puerta a esta proposición sino en cuanto a hacer una tregua como la
pasada. Pero si en los medios que propone Rubens hubiese la apariencia de facilidad que él dice y
quisieren conceder a S. M. superioridad y reconocimiento y otras preeminencias nominales y
aparentes, podría dar obertura a la propuesta para ir caminando a la conclusión y ajustamiento de los
demás individuos.321

La infanta y Spinola estaban obligados a respetar las órdenes sobre la nueva


forma de continuar la guerra en los Países Bajos, pues el rey recordaba sus
instrucciones anteriores, en las que concedía la prioridad a la guerra en el mar y
limitaba a la defensiva la guerra en tierra. A comienzos de año se intentaba
reforzar la flota por todos los medios, y aunque Spinola subrayaba322 que se
hacían todos los esfuerzos para tener en todo momento en el mar el mayor
número posible de barcos de guerra, no podía por menos que recordar que desde
el fin del asedio de Breda habían sido las provincias de los Países Bajos los que
habían estado pagando las tropas que habían tomado parte en el mismo y lo
harían hasta fin de abril, pero que la falta de provisiones era terrible y los
banqueros se habían negado a pagar el año anterior nada menos que 1.600.000
escudos. Queja que tanto la infanta como su general recordaban una vez tras
otra, sin que sus angustiadas peticiones recibieran solución (¿podían acaso
recibirla?). Y cuando, a mediados de abril, se supo que los holandeses planeaban
enviar 36 navíos de guerra para bloquear los puertos de Mardyck y Dunquerque
y que había peligro de que los ingleses se unieran a esta amenaza, Isabel
aconsejó que se abandonara el proyecto de enviar a Mardyck una veintena de
buques de la flota española, que, en cambio, podían ser desviados a perturbar los
caladeros habituales de los pesqueros holandeses y, tras ello, refugiarse en
Ostende.
Spinola advirtió de la situación del ejército, aunque cumpliendo las órdenes
recibidas de que «en adelante se hiciese la guerra en estos Estados a los rebeldes
defensiva por tierra y el principal esfuerzo contra ellos fuese por la mar, se ha
ido y se va procurando inquietarlos y ofenderlos por la mar. Llevase la mira a no
sacar ejército en campaña si no obligare a ello el enemigo, quien ha muchos días
se apareja para campear».323
Por tajantes que fueran las órdenes y aunque los barcos de la armada de
Flandes siguieran haciendo presas, lo adelantado de la estación veraniega
planteaba serias dificultades para seguir las órdenes del rey: los galeones de
Dunquerque no podían salir porque las noches eran cortas y claras. Frente a ese
puerto, así como en Mardyck y la costa de Gravelinas, patrullaban muchos
navíos holandeses y en esas condiciones Spinola urgía el envío de los barcos que
se estaban construyendo en Vizcaya.324 Pese a todo, meses más tarde,325 los
galeones de la flota y los barcos de particulares habían apresado en menos de un
mes 17 navíos ingleses y holandeses, incluido un patache holandés con 12 piezas
de artillería, y se habían dispersado dos flotas de pesca, con lo que el enemigo
retiró todos los barcos que patrullaban ante los puertos de Flandes, colocándolos
para vigilar los barcos españoles y proteger sus pesqueros. Sin embargo todavía
había muchos problemas y Spinola tuvo que ir a Dunquerque para poner orden
en la administración de la flota (totalmente desorganizada), pagar a los
marineros y preparar la salida de un apreciable número de barcos; pese a todo
hubo que esperar hasta finales de año para hacer zarpar de Dunquerque 10
galeones (otros cinco estaban en preparación) que se enfrentaran a los
numerosos holandeses que seguían patrullando frente a la costa flamenca.
Pese a las noticias de Italia, donde los enfrentamientos con Francia parecían
haber quedado resueltos al menos temporalmente, el general alertaba del peligro
que suponía haberse sumado Dinamarca a la Guerra de los Treinta Años, lo que
hacía aconsejable no comprometer tropas en ningún asedio. El alto precio
humano y económico del asedio y la toma de Breda tuvieron una fatal influencia
sobre la hacienda real y ello —pese a la reducción de tropas y de provisiones—
abrió un camino inevitable hacia la primera suspensión de pagos del reinado de
Felipe IV, decretada el 1 de enero de 1627.
Desde principios de 1626 Bruselas seguía muy atentamente las conversaciones
para buscar una alianza entre el rey, el emperador, el duque de Baviera y los
príncipes católicos alemanes para atacar a Dinamarca; si fuese posible algún
acuerdo con esta, a la infanta se le abriría la posibilidad de utilizar las tropas
imperiales contra Inglaterra y se podría pedir que los aliados cortaran su
comercio con las Provincias Unidas. Pero si no se lograban estos objetivos, era
evidente que no había suficientes tropas para enfrentarse a la vez con holandeses
e ingleses, tal como propugnaba Olivares al soñar con una doble operación
contra Inglaterra y contra Irlanda. Y si el acomodo con Dinamarca no resultaba
posible (como temía Isabel) había que presionar al emperador y los demás
alemanes a lanzarse contra ella con todas las fuerzas disponibles.
Fuera ofensiva o defensiva la guerra, era imposible pensar en nuevas
operaciones sin disponer de las provisiones necesarias: en enero las que se
habían recibido estaban ya agotadas, e incluso se había tomado a crédito sobre
las futuras, pues, como de costumbre, los banqueros de Amberes, alegando no
haber recibido órdenes de sus corresponsales, se habían negado a pagar nada
menos que 1,6 millones de escudos de las del año 25. Aunque el rey anunciara el
envío de 1,8 millones de ducados, su situación era tan mala que avisaba a la
infanta326 que las letras no serían pagaderas hasta abril, lo que ponía a esta en la
situación de tener que buscar el dinero necesario vendiendo partes del dominio
real o por cualquier otro medio que pudiera permitirle allegar fondos. Además la
remesa anunciada apenas cubría el déficit de 1.6 millones por lo que Isabel —
para mayor alarma de Felipe IV, Olivares y del presidente del Consejo de
Hacienda— reclamaba 3,6 millones, que, sumados al déficit de 1625, hacían un
total (inalcanzable para las menguadas finanzas de Madrid) de 5,2 millones de
ducados. Hasta aquí había llegado la pobreza en España y en los Países Bajos…
Y aun así la situación siguió empeorando y el cuadro pintado por la infanta327
en vísperas de la campaña era fiel y simple reflejo de la tragedia que se vivía:
Quedan las cosas aquí tan necesitadas y a peligro de gran desorden y mal, como he avisado a V. M. Y
esto se ha ido estrechando de manera que ya no se halla ya un maravedí entre los hombres de
negocios, prestado ni de otra manera para sustento de este ejército y armada… de suerte que ya se ha
llegado al punto de que podrá suceder la ruina total de lo de aquí si Dios no lo salva por su
misericordia y si V. M. no envía pronto remedio sin ninguna dilación, que yo, por mi descargo, no
puedo dejar de representarlo con esta claridad a V. M.

La respuesta de Felipe IV328 da la impresión de pretender ignorar la


verdadera situación. Para el rey la ruina de sus finanzas había sido causada por la
guerra contra las provincias, aunque esa guerra había permitido alejar los
enemigos de la península y, precisamente durante la tregua, había estallado la
guerra en Italia, tan cara como la de Flandes pero más peligrosa por afectar al
centro de la monarquía. Llegado era el momento de plantear el proyecto de la
Unión de Armas: Castilla era la que hasta entonces había soportado el coste de la
guerra defensiva y ofensiva y esto no podía continuar si los demás Estados no
contribuían a la defensa común; allí donde hubiera una guerra se debería levantar
un ejército de 20.000 hombres pagado proporcionalmente por cada una de las
posesiones, lo que, sumado a la ayuda económica de las demás, allegaría
recursos suficientes para la guerra defensiva en tierra, mientras que la ofensiva
en el mar correría a cargo de la corona.
La infanta alegó329 que hacía todos los esfuerzos para que los Países Bajos
contribuyeran en la medida posible a los gastos de la guerra y subrayó que se
habían hecho cargo de los gastos del ejército sitiador de Breda. Pero tras ello la
totalidad de los pagos tenían que hacerse con cargo a las provisiones, y era iluso
esperar que los Países Bajos aceptaran pagar la totalidad de los gastos de la
guerra, sobre todo teniendo en cuenta que la supresión de las licentas y del
comercio con Holanda les había infligido un grave daño económico. A finales de
año, Isabel seguía expresando sus dudas: las ayudas concedidas por los Estados
de Flandes eran por seis meses y, como máximo por un año, por lo que parecía
difícil obtener mayores compromisos y, aunque prometiera esforzarse, seguía
siendo escéptica en cuanto al resultado.330
Ante la inminencia de la campaña y las posiciones que iba tomando el ejército
holandés cerca de Schenkenschans la falta de fondos inspiraba a Spinola «harto
cuidado de que pueda suceder alguna desgracia de todo punto irremediable por
haber mucho tiempo que no se ha dado dinero a la gente de guerra ni haber al
presente para poderle dar, y es cierto que, si V. M. no manda proveer dinero, que
está lo de acá con evidente peligro de perderse».331 Y, cuando a fines del verano
llegaron letras de cambio casi por un millón de ducados, los banqueros de
Amberes se negaron una vez más a pagar las mensualidades de octubre,
noviembre y diciembre.
Los temores de Spinola se vieron justificados cuando las tropas de Ernesto de
Nassau se apoderaron de Oldenzeel en tan solo diez días y procedieron a
desmantelar las fortificaciones. Esto no parecía un verdadero comienzo de las
hostilidades, sino una finta para atraer a las tropas españolas hacia el Rin y
aprovechar este movimiento para atacar en Flandes. Spinola332 envió allí la
mayor parte de sus tropas, pero mantuvo bajo su mando directo todos los
hombres posibles, que repartió por las zonas más expuestas de los Países Bajos
y, especialmente, para acudir en ayuda de Grol, donde un fuerte ejército
mandado por Ernesto había comenzado en julio el asedio plantando su artillería,
mientras otras tropas holandesas tomaban posiciones para impedir que Van den
Bergh acudiera en socorro de los sitiados. Siguiendo las maniobras, parte del
ejército holandés permaneció en septiembre junto al Rin y el resto se dirigió
hacia Hulst (donde sufrió fuertes pérdidas), para luego retirarse a Bergen-op-
Zoom; desde allí una parte se replegó a sus guarniciones y otra volvió al Rin,
para reforzar las tropas que permanecían allí bajo el mando de Frederik-
Hendrick, a las que Van den Bergh atacó con éxito con la caballería holandesa.
El valor de la plaza de Grol era grande, pues, además de sus importantes
fortificaciones, contaba con una situación geográfica que permitía controlar el
comercio con Alemania, por lo que había sido objeto de continuas apetencias de
ambas partes.333 Rápidamente los holandeses terminaron la línea de
circunvalación, comenzando un intenso cañoneo al que se sumó la habilidad de
los zapadores ingleses, que destruyeron la esclusa que había al norte de la
muralla, provocando la bajada del nivel del agua del foso defensivo y, tras duros
enfrentamientos, pudieron comenzar a colocar minas bajo los muros de defensa
de la ciudad.
Los esfuerzos de Van den Bergh por acudir en socorro se vieron dificultados
por la falta de suministros, con lo que su llegada se retrasó demasiado,
impidiéndole levantar el asedio. Además de ese retraso se produjo otro grave
problema en sus tropas: al tratar de cortar las líneas de aprovisionamiento
holandesas (hacia Zutphen y Deventer) hubo un grave enfrentamiento entre
soldados españoles e italianos, en su afán por ostentar la vanguardia en el ataque
(lo que tradicionalmente y por orden real correspondía a los primeros). La
consecuencia de estos problemas acumulados fue que, cuando al fin Van den
Bergh pudo atacar, se vio obligado a replegarse y, poco después, los asaltantes
consiguieron abrir una brecha en la muralla exterior y aunque fueron rechazados
tres veces, la situación era ya tan insostenible que, al cabo de un mes de lucha, la
guarnición de Grol no tuvo más remedio que rendirse.
El fracaso en el socorro de Grol fue buena ocasión para que los adversarios de
Spinola insistieran en sus críticas, pese a que, durante un cuarto de siglo, hubiera
demostrado suficientemente con hechos que su condición original de banquero
no le había impedido ser un gran estratega. Como no había ido personalmente a
socorrer la plaza, por razones que explicó al rey, tuvo que hacer frente a una
campaña de descrédito que se extendió también a sus oficiales. En defensa de lo
hecho tuvo que explicar que Van den Bergh había encontrado al enemigo tan
bien fortificado que, de acuerdo con los cabos de sus tropas, «juzgó que no se
debía acometer» y después «en ocasión de querer ir a procurar romper un
convoy de víveres del enemigo hubo pleito sobre la vanguardia».334 Los
miembros del Consejo de Estado (encabezados por Mexía), tras discutir335 el
fallido socorro y la pérdida de la plaza, culparon a Spinola de la derrota
afirmando que si se hubiera ocupado personalmente de dirigir la expedición de
socorro no se habría planteado el conflicto entre españoles e italianos. El rey, que
veía en el suceso una pérdida de reputación, ordenó que se pidieran
explicaciones a la infanta sobre los hechos y anotó la consulta con una dureza
inusitada:
Que se escriba a la Infanta cómo no fue Spinola en persona al socorro de Grol. Cómo el Conde
Enrique no lo ha hecho. Y cómo ha consentido que competencias particulares y tan resueltas por mí
hayan impedido una facción tan importante y necesaria.

La respuesta de Spinola puso lo ocurrido bajo su verdadera luz, o al menos,


bajo la luz con que se contemplaba desde Bruselas:
Después del año 1606 la tomé yo en nueve días. Después el enemigo se puso en ella y no teniendo yo
la mitad de infantería ni la mitad de caballería que él tenía, ni un solo real en todo el campo, hice
retirar al enemigo y la socorrí. Pero estas cosas no suceden siempre… muchas veces se escriben y se
dicen cosas que, llegado a apurar, se hallan muy diferentes.336

Defendiendo a Van den Bergh, Spinola argumentó que, al haber encontrado tan
fortificado el asedio pareció «a todos los cabos» que no se debía emprender un
ataque que tenía escasas posibilidades de éxito y, en cuanto al enfrentamiento
entre italianos y españoles por encabezar la vanguardia del ataque al convoy
holandés, hizo recaer la responsabilidad en el italiano marqués de Campolataro,
que se enfrentó con Van den Bergh (que transigió por no añadir más dificultades
a la mala situación) y que, a juicio de Spinola, debía ser castigado pero solo una
vez que se retirase del campo de batalla para no añadir un nuevo motivo de
desmoralización a las tropas.
Y, finalmente, ¿por qué no había participado personalmente en el socorro? Su
respuesta no fue solo exculpatoria, sino que trasluce su malhumor ante las
críticas de los «estrategas de salón» que le achacaban desde Madrid el fracaso de
la operación y, además de explicar cuanto había hecho para procurar dinero y
bastimentos, escribía con un cierto punto de impertinencia:
V. M. me permita que diga que quien gobierna las armas puede hacer las facciones de guerra por su
persona propia o por otra que le pareciere mientras sea a propósito para el efecto que se pretende, que
nadie negará que lo sea el Conde Enrique. Así con licencia de V. M. no entraré en dar satisfacción de
esto.

De nuevo el Consejo de Estado337 examinó el informe de Spinola, la carta en


la que la infanta justificaba plenamente la actuación del general y también la
petición de este de que se le autorizara a ir a Madrid e informar de viva voz al
rey del terrible estado en que se encontraban los Países Bajos. Aunque la
mayoría de los consejeros se mostraron partidarios de que se le concediera una
licencia de cuatro meses, el marqués de Montesclaros y el conde de Chinchón,
conscientes de los problemas que esto plantearía a la hacienda real (¿cuánto
dinero se debía a Spinola?), se opusieron alegando que su presencia en Flandes
era necesaria y porque «viniendo, podía con su presencia avivar y despertar
pretensiones suyas, que hoy están entretenidas con su asistencia, pero que,
llegado aquí, dificultosamente se le ha de poder enviar contento, siendo una de
las imposibilidades el tenerle V. M. dado todo cuanto se le puede dar».
Finalmente el rey le concedió un permiso de tres meses que comenzaría a contar
a partir del 1 de diciembre.
Toda esta oposición al viaje a Madrid obedecía fundamentalmente a las quejas
reiteradas por la infanta y por Spinola a lo largo del año sobre la falta de
provisiones para la guerra y que ahora alcanzaba proporciones catastróficas.
Felipe IV era consciente de que las remesas que enviaba (tarde, mal o nunca)
eran absolutamente insuficientes para mantener el esfuerzo bélico y desde
principios de año338 había encargado al Consejo de Estado un análisis general
de la situación política y militar y la elaboración de propuestas. Pero, dada la
pésima situación de la hacienda, el rey llegaba a la conclusión de que lo mejor
era concluir la paz con las Provincias Unidas y con Inglaterra, para lo que envió
a la infanta la autorización para explorar estas posibilidades y designar a
aquellos a los que podría encomendarse la tarea, aunque subrayando que las
negociaciones con Inglaterra debían llevarse a cabo con la mayor prudencia, para
que nadie supiera que esta decisión venía de él.
Tanto la infanta como Spinola insistieron una vez tras otra a lo largo del año en
sus peticiones de fondos subrayando hasta la extenuación la pésima situación en
que se encontraban los Países Bajos. Desde marzo, Spinola informaba de que,
debiéndose a los financieros 773.000 escudos, todo el crédito estaba perdido y
no había forma de conseguir un maravedí, por lo que las tropas no recibían su
soldada y era imposible mantener el ejército hasta mayo.339 Al no haber nada
que esperar de los banqueros, la situación era la peor desde el principio de la
guerra y, a falta de recibir los fondos pedidos, era cierto que ocurriría una gran
desgracia.
Spinola había sido colmado de honores y títulos a lo largo de los años, pero
ahora lo que faltaba en Madrid y en Bruselas era el dinero y la terrible guerra de
Flandes era, como dijo Fernando Girón, «la mayor y la más sangrienta e
inacabable de cuantas guerras ha habido en el mundo». Y si la falta de fondos
había sido un problema recurrente y angustioso durante tantos los años, en este
1627 parecía haberse alcanzado el límite más extremo y que el crédito de la
monarquía (y también de Spinola) había tocado fondo: «Llegaron las letras del
millón y medio que V. M. ha enviado para provisión de este ejército, pero que
vienen a plazos tan largos que no son de ningún alivio pues ninguno quiere
anticipar el dinero sobre ellas»,340 colocando a los Países Bajos en una
situación peligrosísima. En un llamamiento dramático, Spinola trató de colocar
al rey y a Olivares frente a sus responsabilidades:
Parece que [el enemigo] ha mandado rehinchir sus regimientos para principio de abril, de que se
puede colegir que querrá salir pronto en campaña. Aquí, con no haber mandado proveer V. M. lo que
se debe del año pasado no se ha podido dar satisfacción a los hombres de negocios de los 773.000
escudos que se les debe… con lo cual se ha perdido totalmente el crédito sin que haya quien ser
resuelva a anticipar un maravedí tan solo… y habiendo mucho tiempo desde que se dio el último
pagamento a la gente y faltando, como falta, el crédito dejo considerar a V. M. cómo se ha de sustentar
el ejército de aquí hasta mediado de mayo… Y si V. M. no se sirve mandar proveer alguna suma para
entretenerse hasta el dicho tiempo de mitad de mayo, no veo remedio a lo de acá. Y si el enemigo sale,
no habrá más remedio que estar a la discreción de lo que quisiere hacer y de los soldados de V. M. que
morirán de hambre en los presidios.341

No había dinero para nada y se vivía tan angustiosamente que incluso para
«pagar al correo en su viaje» había sido preciso acudir a «unos y otros» y,
rodando por esa pendiente, «ya no se sabe acá dónde volver la cabeza ni qué
poder hacer».342 Apenas días más tarde, Spinola volvía a insistir: «Que S. A. ha
despachado tres correos a S. M. y ahora va este de nuevo a representar a S. M.
que los hombres de negocios no quieren negociar y así se halla lo de acá en
términos más apretados que persona se acuerde después que la guerra está en
pie… Y si V. M. no se sirve mandar que se provean luego los 400.000 escudos
que se le han suplicado… sucederá una desgracia grandísima».343
Los Países Bajos estaban a punto de perderse y, en España, la crítica situación
de la hacienda no permitía albergar la menor esperanza de solución. La infanta
había empeñado sus joyas, otros lo habían hecho con su plata, y todos buscaban
cualquier solución para allegar fondos para la guerra, pero «crédito bien puede
V. M. creer que no le hay».344 Se había llegado al límite y, como escribiera
Gondomar en 1619, parecía que «todo se va a fondo». Todo menos, quizá, el
orgullo, la defensa de la reputación y un deje de amargura considerando las
obligaciones que el rey parecía seguir teniendo hacia su pariente alemán, cuya
ayuda siempre regateaba a Madrid y a Bruselas:
Si el enemigo saliere en campaña se hará acá lo mismo, aunque con harto cuidado por la dificultad
que habrá de sustentar al ejército en campaña por el poco dinero que hay. Si el enemigo no sale,
tampoco se hará acá, estando a la defensiva como V. M. tiene mandado y como es forzoso también,
que no hay dinero para empeñarse en sitio, que es la guerra que se hace acá, pero bien se asistirá al
Emperador y la Liga Católica con la gente que pidiere contra el Rey de Dinamarca.345

En la corte no parecía suficiente con que los fondos para el ejército de Flandes
se recortaran y se retrasaran. El dinero faltaba y como había que apurar y
controlar hasta el último ducado, se pidieron explicaciones a Spinola sobre por
qué, cuando la guerra había cambiado de perspectiva y en tierra era solo
defensiva, seguía pidiendo como mínimo la misma suma que antes para
mantener el esfuerzo militar. Con sus cuentas escudriñadas con el mayor detalle
tratando de encontrar un error o, lo que sería peor, una malversación, Spinola se
vio obligado a defenderse:
Por lo que V. M. dice que se ha equivocado la cuenta, pidiendo lo mismo para la guerra defensiva que
ofensiva habiendo contradicción en esto (pues en la defensiva se ha de bajar el gasto del tren de
artillería que tanto importa) se me ofrece responder que, aunque se haga por parte de V. M. guerra
defensiva, no se puede excusar la campaña pues siempre que el enemigo saliere es fuerza que salga
también el ejército de V. M. a hacerle oposición con el tren de artillería necesario para campear, como
se ve sucede ahora… por la ventaja que el enemigo tiene en las riberas… fuerza es tener dos gruesos
ejércitos prontos… Lo que se excusa en la guerra defensiva es el sitio de plazas y el gasto que se hace
en ellas y en las trincheras, pero lo que se excusa de gasto en esto… es bien menester para el sustento
de la armada… V. M. crea que es cierto que son menester los mismos 300.000 escudos al mes para la
guerra defensiva por tierra y ofensiva por mar.346

Todo era pedir y todo era no recibir. Lo único que llegaba a Bruselas eran
órdenes de imposible cumplimiento o quejas en cuanto al manejo de los fondos o
de las tropas. Incluso a mediados de año el rey no parecía haber quedado
satisfecho con la reformas de Spinola de los regimientos alemanes y de las levas
hechas, por lo que el general tenía que insistir347 ante Felipe IV en el peligro
que habría supuesto carecer de suficientes soldados para enfrentarse con el
considerable ejército de las Provincias Unidas, que había demostrado su
fortaleza.
320 AGR, SEG, Rº. 193, Felipe IV a Isabel, 11 de julio de 1625.
321 AGR, SEG, Rº. 191, Felipe IV a Isabel, 22 de enero de 1626.
322 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 16 de febrero de 1626.
323 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 3 de julio de 1626.
324 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 13 de julio de 1626.
325 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 11 de octubre de 1626.
326 AGR, SEG, Rº. 194, Felipe IV a Isabel, 12 de febrero de 1626.
327 AGR, SEG, Rº. 195, Isabel a Felipe IV, 12 de julio de 1626.
328 AGR, SEG, Rº. 195, Felipe IV a Isabel, 9 de agosto de 1626.
329 AGR, SEG, Rº. 195, Isabel a Felipe IV, 27 de agosto de 1626.
330 AGR, SEG, Rº. 196, Isabel a Felipe IV, 22 de diciembre de 1626.
331 AGE, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 25 de julio de 1626.
332 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 29 de agosto de 1626.
333 En 1595 Mauricio no había logrado apoderarse de la plaza, pero lo hizo dos años más tarde. Spinola
la recuperó para los Países Bajos en 1606.
334 AGS, Estado, 2041, Spinola a Felipe IV, 23 de agosto de 1627.
335 AGS, Estado, 2041, CCE, 5 de septiembre de 1627.
336 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 20 de octubre de 1627.
337 AGS, Estado, 2041, CCE, 6 de noviembre de 1627.
338 AGR, SEG, Rº. 196, Felipe IV a Isabel, 7 de enero de 1627.
339 AGS, Estado, 2318, Spinola a Felipe IV, 7 de marzo de 1627.
340 Ibid., 1 de marzo de 1627.
341 Ibid., 7 de marzo de 1627.
342 Ibid., 12 de marzo de 1627.
343 Ibid., 20 de marzo de 1627.
344 Ibid., 17 de abril de 1627.
345 Ibid., 23 de mayo de 1627.
346 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 22 de julio de 1627.
347 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 23 de agosto de 1627.
CUARTA PARTE
CAMINO DEL FIN
PRIMER ACTO: MADRID

La situación en los Países Bajos había llegado a tales extremos que la última
esperanza para desencallarla parecía ser el viaje de Spinola a Madrid para
intentar arrancar a Felipe IV y al conde-duque los medios necesarios para dar fin
a la guerra, negociando una tregua larga que permitiera rehacerse a aquellos
Estados, o bien facilitando los fondos necesarios para triunfar por la fuerza de las
armas. Con este propósito, Spinola, acompañado por el marqués de Leganés,
partió de Bruselas el 3 de enero de 1628, camino de lo que habría de ser no solo
su prueba más difícil, sino también el fin de sus ilusiones.
Como debía atravesar Francia, recibió el encargo de explorar con Luis XIII y
Richelieu la posibilidad de alcanzar algún acuerdo que permitiera respirar a una
España que, acuciada por los problemas económicos y por las numerosas
guerras, buscaba un momento de reposo. Cumpliendo esta misión, Spinola llegó
a La Rochelle, bastión de la Religión Reformada, y cuyo asedio dirigían
personalmente el rey y el cardenal. Buscando esa alianza, España había decidido
meses antes enviar una flota a la costa francesa para contrarrestar aquella con la
que Inglaterra pretendía ayudar a los hugonotes, y Felipe IV ordenó que la flota
de los Países Bajos bajara a las costas españolas para asegurar su defensa.
Aunque la pretensión de Olivares de aunar las dos potencias católicas en su
enfrentamiento con la protestante Inglaterra chocó con la oposición del Consejo
de Estado, el valido logró convencer de su idea al rey, que así lo afirmó en la
apostilla a la consulta: «No hay asunto de Estado por el que no haya que
arriesgarse si la Religión corre el más mínimo peligro… Mis fuerzas y flotas
estarán bien perdidas si con ello pueden evitar por un día la profanación de las
iglesias de Rhe».348
Precedido de su gran prestigio como expugnador de plazas fuertes, Spinola fue
recibido con las mayores atenciones y se solicitó su opinión sobre el
planteamiento del asedio y sobre la construcción del dique con el que se
pretendía aislar la plaza. El genovés fue favorable en sus juicios, aunque criticara
la extrema cercanía de la circunvalación a las defensas de la ciudad (lo que
permitía a los defensores efectuar sus salidas y volver a refugiarse rápidamente
tras sus murallas) y aconsejara tratar de evitar la llegada de socorros por mar,
opinión que procedía de sus experiencias en Ostende, La Esclusa y Breda.
Sin embargo sus gestiones sobre la situación en el norte de Italia y la sucesión
del ducado de Mantua no tuvieron éxito. Aunque Luis XIII deseaba solucionar el
problema de La Rochelle antes de ocuparse de los conflictos italianos, parecía
evidente que no estaba inclinado a regatear su apoyo al duque de Nevers y,
además, la ayuda de Buckingham a los protestantes rocheleses era otro elemento
perturbador en el complicado tablero de ajedrez político en momentos en que
tanto España, como Francia, Inglaterra o el imperio movían sus piezas con la
vista puesta en cualquier alianza que pudiera lesionar sus intereses y todos
aplicaban el principio de que «los amigos de mis enemigos son mis enemigos».
De todos modos la crisis italiana estallaría a comienzos del año siguiente y sería
el marco final de la vida de Spinola.
La recepción que recibió Spinola en Madrid fue extremadamente cordial y su
éxito parecía augurar un buen fin para su misión. Pero la realidad se mostró bien
diferente y, como puede verse por los documentos que permiten seguir las
discusiones paso a paso, no solo los debates con Olivares fueron agriándose, sino
que la creciente hostilidad terminó por extenderse al monarca. Las reiteración de
las quejas sobre el fallido socorro de Grol casi se superpusieron a la situación de
los Países Bajos en la audiencia que a principios de marzo le concedió Felipe IV,
quien remitió las peticiones de Spinola al Consejo de Estado para que le
propusiera las opciones que pudieran parecer procedentes.349 Prevaliéndose de
su condición de miembro más antiguo del Consejo de Estado, Spinola abrió los
debates dando cuenta350 de la situación en Flandes y los medios que
consideraba necesarios para resolverla: si no se optaba por negociar una nueva
tregua había que ser conscientes de que el ejército resultaba insuficiente para
cubrir los presidios de los Países Bajos y del Palatinado y para hacer la guerra y,
si el emperador no se decidía a ayudar sería necesario efectuar levas para las que
no había dinero.351 Esta era en los términos más simples la descripción de la
calamitosa situación.
En su opinión cabían dos posibilidades: la primera, prestar oídos a las señales
que pudiesen venir de las Provincias Unidas y aprovecharlas para negociar una
tregua de larga duración (Spinola pensaba nada menos que en treinta años). Y si
no se optaba por esta opción, el único otro camino (y al que era contrario) sería
facilitar las provisiones necesarias para continuar una guerra que, en tales
circunstancias, tendría que ser ofensiva ya que:
Cuando V. M. provea todo lo necesario, si es defensiva no se gana nada; y si ofensiva y que las cosas
corran bien lo que se podrá hacer en un verano será tomar una plaza, que son tales que [en] cada una
será menester gastar todo este tiempo en ella y vendrá a servir solo para reputación, pero no para el fin
de la guerra.

La ventaja de buscar la negociación parecía evidente a Spinola, pues los


holandeses habían dejado de insistir en que toda negociación incluyera el famoso
punto de considerarlos «libres», tal como España había tenido que admitir en
1609 y se venía exigiendo ante cualquier nuevo intento de negociar. Y «puesto
que la experiencia de sesenta años ha mostrado la imposibilidad que hay de
acabarla [la guerra] por fuerza» en Bruselas se consideraba necesario optar por la
diplomacia y olvidar la milicia, teniendo en cuenta, además, que el retraso
continuo en el pago de las tropas era anuncio de posibles motines que darían al
traste con los Países Bajos. Optar por la negociación permitiría a España reducir
los elevados gastos, restablecer el comercio de todas partes, dar descanso a los
vasallos, mejorar la situación de la hacienda y salir de los continuos problemas
con los prestamistas.
Si surgieran nuevas guerras con otros estados, el haber optado por ese camino
permitiría al rey recurrir de nuevo a los banqueros, a diferencia de la situación
actual, en la que «ahora se atreven muchos [enemigos], confiados en el
embarazo que V. M. tiene en esta guerra y en la falta de su real hacienda». No se
podía ignorar el peligro latente de que Francia o Inglaterra se aliaran entre sí o
con las Provincias Unidas, por lo que los problemas de la hacienda se agravarían
más si no se solucionaba antes el problema holandés alcanzando una tregua.
Spinola propuso que Felipe IV confirmara a la infanta la decisión de buscar
una tregua larga de treinta años, sugiriendo que en la autorización se aceptara
que si los holandeses no cedían en el punto de la religión esto no obstaculizara el
acuerdo, pues más tarde, se trataría de lograr mejoras para los católicos. La
negociación debería incluir también la apertura del Escalda —cuyo cierre había
dañado tanto el comercio de Amberes—, la obligación de respetar estrictamente
«en la India y en las demás partes» lo que se acordara y, finalmente, y no era esta
la menor cláusula y que confirmaba las ideas de la Infanta,352 garantizar que si
España no haría alianzas contra las Provincias Unidas estas debían
comprometerse a no sumarse a «quien fuera a hacer guerra contra los Reinos y
Estados de V. M.».
Olivares manifestó en su respuesta353 claras discrepancias con Spinola,
intentando hacer recaer sobre él una acusación de intransigencia apenas velada:
si el general fuera capaz de avenirse a una propuesta del Consejo de Estado, él se
plegaría a la mayoría. Pero «como el Marqués no quiso de ninguna manera
ajustarse a esto» (lo que era de prever, pues todos los consejeros eran obedientes
a las ideas de Olivares), la Junta «votó que nos volviésemos a juntar a solas el
Marqués y yo». Para el valido esto era perder el tiempo y propuso someter al rey
dos nuevos documentos, suyo y de Spinola, acusándole de no querer «ajustar de
ninguna manera la materia». Entre protestas de buena voluntad, arguyó que si la
presencia de Spinola en Madrid se había juzgado conveniente para el servicio del
rey, ello tenía que entenderse si se lograba un acuerdo, pues si no «sería de gran
daño el faltar el Marqués de donde es tan necesario y quedar las cosas de acá en
peor estado que nunca». Además pretender disponer en Flandes de 90.000
soldados y casi cuatro millones de escudos «si no es querer imposibilitar, como
yo lo entiendo de la buena intención del Marqués, lo que yo sé es que es
imposibilitarlo totalmente».
La interminable discusión estaba lanzada. Spinola sometió otro
documento,354 poniendo en tela de juicio las ideas de Olivares y su pretensión
de que parte de los gastos del ejército fueran sufragados por los propios Países
Bajos. Que estos consintieran en pagar los 800.000 escudos que había tratado de
negociar el marqués de Leganés «es de todo punto imposible» y trató de
demostrar que los alambicados cálculos del ministro eran impracticables, pues
«no hay forma de poder conseguir esto». Además rechazó las cifras presentadas
para reducir los cuatro millones solicitados so pena de dejar a los tercios «mucho
más deslucidos de lo que están ahora», y tras explicar la imposibilidad de
desplazar las tropas que hubiera en un lugar para proteger otro contando con
menos dinero presentaba su conclusión:
Si yo pudiese hallar la forma de sustentar aquella máquina con poco, bien conozco que podría tener
satisfacción de hacer un grandísimo servicio a S. M. y dar gusto al Señor Conde-Duque. Pero decirlo
y después, llegada la ocasión, no efectuarlo sería grandísimo desacierto… es cierto será menester
gastar harto más de lo que el Señor Conde-Duque dice.
Si en esos momentos había alguien de quien Spinola pudiera esperar apoyo,
era la infanta Isabel. Lejos estaban los años en que fue solo «el general del rey»
y, desde la viudedad de la infanta, su cercanía y su apoyo en la tarea imposible
de ganar la guerra había ido creando unos lazos de confianza que algunos en la
corte parecían no comprender. Por esto hay que subrayar el valor de la carta de la
infanta a Olivares apoyando a su general en esos momentos de graves
dificultades en su misión en Madrid: «Solo dice que la mala condición del
Marqués se le podrá bien agradecer pues se ve nace de lo que desea se acierte al
servicio del Rey. Y si todos los que le tratan hablasen claro como él creo que no
hubiere tenido tantas disputas».355
Si los argumentos de Spinola eran fruto de su conocimiento de las necesidades
de la inacabable guerra, también cabe recordar las dificultades del conde-duque
para intentar mantener a flote una hacienda que hacía aguas por todos lados y
cuyos esfuerzos se estrellaban contra el muro que suponía el Consejo de
Hacienda, más preocupado por la falta de fondos que por quimeras de política
exterior. La situación era tan desesperada que pocos meses después la
bancarrota, agravada por el durísimo golpe de la pérdida de la Flota de la Plata
en la Bahía de Matanzas, dejó exánime la hacienda real. Y no era mucho mejor
la salud económica de Francia, empantanada frente a La Rochelle y con ínfulas
intervencionistas en el norte de Italia. No es de extrañar, pues, que en tan
miserable postura, tanto Olivares como Richelieu hubieran recurrido en algún
momento a todos los medios imaginables para buscar fondos, llegando incluso a
prestar crédito a la palabrería de supuestos alquimistas que se pretendían capaces
de trasmutar el plomo en oro.
Olivares no podía ceder y respondió presentando356 sus conocidos
argumentos en un nuevo intento de imponer su criterio, pues continuar
discutiendo lo que ya se había resuelto o lo que ya se había financiado era «echar
virotes al aire». Esperaba demostrar que la falta de acuerdo no era culpa suya,
pues eran testigos de su voluntad los muchos días y muchas noches dedicados al
debate, las muchas horas con Spinola y los muchos papeles con los que deseaba
«sumamente disponer las cosas de manera que el trabajo que el Marqués se ha
tomado en esta jornada y el cuidado en que nos tiene verle fuera de allí se
satisficiese». Trataba así de culpar a Spinola, que debería aceptar el acuerdo que
se le proponía y dar solución a los problemas del rey y de la hacienda.
Las diferencias entre ambos iban creciendo: «La máxima del Marqués es que
se haga la guerra como se ha de hacer, y que él holgara infinito que no se haga
paz ni tregua si no fuere con entera satisfacción de esta Corona y con las
condiciones que se han propuesto. Nuestra proposición y máxima es la misma».
Pero pese a estas palabras inmediatamente surgía la crítica: «Juzga el Marqués
que no se le asiste como conviene. Juzgo yo que se le asiste sobradamente», lo
que refleja la incompatibilidad entre las dos visiones sobre la guerra y el futuro
de los Países Bajos. Aunque alegara que «no asiento que tengo razón, pero sí
creo firmemente que la tengo innegable» y pretendiera estar abierto a aceptar la
decisión de un tercero, rechazaba las peticiones sobre la cantidad de tropas
necesarias y el importe de las provisiones para mantener el esfuerzo bélico.
Olivares no podía (o no quería) admitir las divergencias sobre estos dos
puntos, y seguía argumentando que si cediera cargaría al rey con «el más
excesivo gasto que jamás se ha propuesto». Esta idea justificaba sus
elucubraciones sobre las tropas necesarias, su empleo en campo abierto o en
guarnición de plazas, y el dinero que ello debería costar y que tras muchos
argumentos limitaba a 1.900.000 escudos, cifra bien lejana de las peticiones, y
que si Spinola aceptara «haría gran servicio al rey». Pero no era solo con
cálculos, más o menos voluntaristas, con lo que trataba de «arrinconar» a
Spinola, sino que —además— se permitía opinar sobre «la forma de campear y
sitiar el Marqués». Pretender darle lecciones sobre la forma de hacer la guerra
era prueba de la arrogancia de Olivares, que olvidaba su nula formación militar.
Las peticiones de Spinola le parecían inaceptables, pues «querer el Marqués
situar los accidentes en su favor y no quererlos hacer buenos en el mío es aquello
en que me parece que el Marqués más expresamente se aparta de la razón», y no
querer plegarse a sus criterios, «no es solo facilitar ni abrir la puerta a medios,
sino poner una soga a la garganta y un nudo en ella imposible de atravesar».
Las dos posturas estaban totalmente enfrentadas: el conde-duque no aceptaba
negociar una tregua larga y pretendía que las tropas se contentaran con tan solo
media paga mientras Spinola rechazaba continuar con la guerra defensiva y
pagar tan escasamente a sus soldados. En estas condiciones el general se negó a
regresar a los Países Bajos mientras no se le aseguraran las provisiones pedidas
y, para que no cupiera duda, había afirmado que «si yo pudiera hallar forma de
sustentar aquella máquina con poco, bien conozco que podría tener satisfacción
de hacer un grandísimo servicio a S. M. y dar gusto al Señor Conde-Duque, pero
decirlo y después, llegada la ocasión, no efectuarlo sería grandísimo desacierto».
Tantas discusiones inútiles, tantos obstáculos y tantos intentos de hacerle pasar
por el culpable de la falta de acuerdo terminaron minando su salud, que recibió
un golpe más cuando, sin pensar en su historial ni en su situación presente, el rey
le ordenó bruscamente que regresara a los Países Bajos. Aprovechando la
situación urgieron el regreso tanto el embajador del emperador como el Consejo
de Estado,357 en el que Agustín Mexía (apoyado por el resto del Consejo), tras
recordar las prolongadas discusiones, recomendó que «puesto que [Spinola] no
tiene otro medio ni otro remedio, es fuerza que se contente con ello». En su
apostilla a la consulta, Felipe IV mostró su impaciencia: había «resuelto (por
ventura contra lo que debo, puedo y entiendo que es necesario) que se le asista
con tres millones en cada un año» y ofrecía a Spinola dos caminos para obtener
el dinero (dos millones de la hacienda y otro a cargo de un asiento provisional, o
bien negociando el mismo marqués con los hombres de negocios). Dando por
terminada la discusión ordenaba, al secretario Villela que «con esto le diréis que
me importa la honra y reputación que obre este año gallardamente y parta luego
sin ninguna dilación como se le ordenó precisa e indispensablemente», aunque
tratando de suavizar la orden recomendaba a Villela que le hiciese patente que
los regateos en las provisiones no eran por desconfianza, sino por imposibilidad,
y convocó al Consejo de Estado para que le aconsejase sobre qué nuevas
mercedes podría conceder a Spinola. Los miembros del Consejo,358 recordando
cuantas se le habían otorgado a lo largo de más de un cuarto de siglo, no
encontraron qué otras pruebas de aprecio podría dar el rey, salvo manifestárselo
de palabra, pero esto no debía ser obstáculo para que se le reiterase la orden de
regresar a Bruselas.
La enconada discusión seguía adelante sin que ninguna de las partes pareciera
dispuesta a ceder: Spinola insistía en el importe de provisiones que consideraba
necesarias y no aceptaba la orden de regresar a Bruselas, mientras que el rey,
Olivares y el Consejo de Estado se mantenían firmes en su rechazo a las
pretensiones del genovés, quien, el 13 de junio, presentó un nuevo escrito. Tras
invocar sus muchos años de servicio a la monarquía y el gasto de los 100.000
escudos de renta que tenía cuando comenzó, afirmaba que no había tratado en
Madrid «cosa mía particular» sino que lo que había hecho era subrayar los daños
que acarrearía su regreso a Flandes sin haber logrado satisfacción. Y, desde el
punto de vista militar, pedía se hiciese patente al rey que —para la presente
campaña— no cabía sino mantenerse a la defensiva, sin pensar en asediar
ninguna plaza y limitándose a hacer «correrías», todo lo cual «no lo debería
hacer en persona», por lo que proponía que fuese Tilly (ilustre general imperial)
quien se ocupara de ello mientras él permanecía durante el verano en la corte
«para procurar ajustar estas cosas de Flandes». Si se le obligara a regresar, las
consecuencias serían funestas:
Habiendo S. A. y los del País puesto sus últimas esperanzas de ajustar lo de allá en este viaje y mi
negociación viéndome volver no solo sin ajustamiento pero peor que antes, la pena en que entrará S.
A. y el desconsuelo general de todos aquellos países que les parecerá que no haya más forma de
medio, opinión que puede causar perjuicio tan grande al servicio de S. M.

El rey remitió el escrito al Consejo de Estado, en el que sus miembros se


manifestaron sobre la dificultad que planteaban las reiteradas exigencias de
Spinola. Resumiendo los debates en el Consejo, quedarían delineadas las
siguientes posiciones:

1. Obligación de regresar a Flandes: en este sentido se manifestaron Agustín


Mexía («tiene obligación de ir con él [el ejército] a cualquier parte» pues no
conseguiría más de lo ofrecido), el padre confesor («la dificultad que pone
en su partida no parece se debe atribuir a dureza ni desobediencia… pero
debe bajar la cabeza y obedecer») y Feria.
2. Posibilidad de encargar a Tilly el gobierno del ejército: Mexía,
Montesclaros («perderá V. M. todos los demás criados y soldados que tiene
en Flandes»), Monterrey, Feria, el padre confesor y Juan de Villela se
manifestaron en contra. Fernando Girón propuso una solución de
compromiso sugiriendo que el ejército se encomendase a Coloma, el conde
Henri de Bergh o Tilly, y el manejo de la hacienda a alguna otra persona. Y
Flores-Dávila propuso estudiar quién debería gobernar las armas el año
siguiente.
3. Limitar la campaña a hacer «correrías»: pareció una solución aceptable a
Monterrey, Lemos y Villela, pero Gelves fue contrario al considerar que
serían de escasa utilidad y no servirían para mantener la reputación.
4. Autorizar a Spinola a permanecer en la corte: en este sentido se decantaron
Fernando Girón (que consideraba lógica la negativa a regresar a Flandes sin
tener todo resuelto), Lemos (que permaneciera en Madrid el tiempo
necesario para llegar a un acuerdo) y Gelves.

Ante la diversidad de las respuestas, el rey se mostraba cada vez más


impaciente en su deseo de terminar esta discusión, en la que él mismo, su valido,
Spinola y el Consejo de Estado iban enredándose en un interminable diálogo de
sordos. Irritado por un espectáculo que era la comidilla de los representantes
extranjeros («no hay ministro de Príncipe aquí que no esté atento al suceso y que
no esté a ver en qué para») exigió al Consejo propuestas sobre qué hacer «si el
Marqués no se ajusta a servir sus cargos». Como las arcas reales estaban vacías,
según el propio rey no disponían más que de cuatro millones y medio de renta,
no era posible dar a Spinola «más hacienda que la que tengo de renta» y convocó
una vez más al Consejo de Estado, acusando al general de que realmente no
había querido aceptar lo que se le había propuesto y se empecinaba en
permanecer en Madrid. Para Felipe IV, «estarse aquí el Marqués y ver que
aquellas armas no obran ni se encomiendan a nadie, es destruirlo todo de un
golpe». Así pues, el Consejo celebró una sesión para la que el rey había prescrito
el mayor «recato y secreto» y sus miembros trataron presentar unas propuestas
que permitieran mantener la autoridad real e informar a la infanta Isabel de las
decisiones que adoptara el rey. Las opiniones de los consejeros359 revelan
divergencias sobre la crítica a Spinola y acuerdo en la conveniencia de contar
con la conformidad de la infanta.
Para Mexía era obvio que quien tantas mercedes había recibido estaba
obligado a obedecer y, si no lo hacía, ello significaría que pretendía apartarse del
servicio del rey, por lo que habría que proveer a los cargos que ostentaba en
Flandes bien en propiedad (sugería en tal caso a Gonzalo de Córdoba) bien de
modo interino (Coloma y De Bergh). Montesclaros le apoyó, considerando
inadmisible que Spinola hubiera discutido más como un hombre de negocios que
como un soldado, y si se empeñaba en no regresar a Bruselas sus oficios debían
ser declarados vacantes, debía retirarse a Los Balbases «haciendo cuenta que al
Marqués le ha muerto su porfía» y sus cargos ser cubiertos por Coloma y De
Bergh. Monterrey criticó también la resistencia a la orden del rey, pues su
reemplazo al frente de las tropas ocasionaría «un daño irremediable», pero —
considerando la necesidad de entrar en campaña con el apoyo del emperador—
se mostraba igualmente de acuerdo en poner a Coloma y De Bergh al frente de
las tropas, postura que también aceptaron Villela y Feria. Por su parte Girón
consideró que su obligación era excusarse por su actitud «y ofrecer de servir con
una pica», pero no se le debía enviar a su casa, porque «en ello el servicio de V.
M. no ganaría nada y daría ocasión a muchos discursos».
Una mayoría de los consejeros (Monterrey, Lemos, Gelves, el padre confesor,
Villela y Flores-Dávila) se manifestó expresamente por la necesidad de informar
a la infanta sobre la naturaleza de los debates, la terquedad de Spinola y hacerle
comprender las decisiones que el rey pudiera adoptar acerca del reemplazo de
este como jefe supremo de las tropas. Era necesario que Isabel comprendiera que
la imposibilidad de alcanzar un acuerdo acerca de las provisiones había sido
culpa del general y que su reiterada negativa a regresar a Flandes había obligado
a Felipe IV a poner a otros al frente del ejército, aun sabiendo las dificultades
que ello entrañaría. Era preciso confortar a la infanta ante la pérdida de quien era
su mayor apoyo, pero la intransigencia demostrada por Spinola podía poner en
riesgo cierto de que se perdiese todo.
Aunque Felipe IV, por la lentitud de los correos y lo tardío del año para iniciar
la campaña, mostró cierta resistencia al retraso que supondría tener que informar
a su tía antes de decidir, tuvo que aceptarlo, pero dejó claro que «queda el
Marqués ajustando estas cosas y que Don Carlos Coloma y el Conde Enrique
obren en la conformidad que mi tía lo tenía ordenado, que he entendido que el
Conde Enrique podría obrar algo de su parte si se le asistiese como conviene». Y
en el escrito dirigido a la infanta le comunicó lo siguiente:
Al Marqués de los Balbases le he mandado detener aquí para que acabe de ajustar las cosas a que V.
A. le envió. Y se irá tratando de ellas con toda prisa sin alzar la mano hasta que se compongan de
manera que por algunos años quede asentado y proveído lo de allí en forma que se pueda hacer la
guerra muy vivamente a los rebeldes como tengo resuelto.360

Días después, insistiendo en el anterior escrito, el rey ordenaba a la infanta que


reemplazara a Spinola por Coloma y Henri de Bergh.361
Mientras en agosto Luis XIII y Richelieu daban fin al asedio de La Rochelle y
comenzaban los preparativos para ayudar al duque de Nevers en Italia, por parte
española se intentaba acelerar los contactos con Inglaterra, para evitar que esta
pudiera llegar a un acuerdo con Francia y dejar a la monarquía con frentes
abiertos por todos lados y sin aliados o neutrales. El asesinato de Buckingham el
mes siguiente suspendió los contactos de Rubens con Gerbier, añadiendo una
nueva dificultad a la situación, aunque un mes después Francis Cottington
escribió a Coloma para trasmitirle la disposición favorable de Carlos I y, poco
después, le comunicó362 la buena recepción que Porter había tenido en Madrid,
lo que permitía augurar un resultado favorable para la paz. Además trataba de
tranquilizarle sobre el supuesto acuerdo con Francia. El viaje de Cottington a
Madrid se esperaba como el momento que permitiría alcanzar el acuerdo y salvar
a España de un cerco diplomático y militar de difícil solución. Y al mismo
tiempo que Felipe IV proponía que las negociaciones con Inglaterra se
desarrollasen en Bruselas o en un puerto de los Países Bajos,363 los franceses,
resuelta la toma de La Rochelle, iniciaban el movimiento hacia los Grisones y
hacia el Piamonte, con lo que se reabría de nuevo el frente italiano.
Había que seguir buscando solución al problema de los Países Bajos para
comprobar si todavía había posibilidades de alcanzar una tregua. Por orden de
Felipe IV se celebró una Junta de Estado364 que propuso conceder a la infanta
unos plenos poderes que serían preparados por Spinola y Montesclaros y
revisados por Gelves y Villela, y al estar Spinola en Madrid, sugería que para
aconsejar y asistir a Isabel se enviase a Bruselas una persona dotada de
capacidad para entenderse con los belgas. Consultado sobre esta idea, Spinola
aseguró que la infanta no necesitaba intermediarios, pues sería capaz de asegurar
por sí misma el cumplimiento de las órdenes y que lo más conveniente era
iniciar las negociaciones discretamente (para evitar que Inglaterra, Francia o
Dinamarca pudieran obstaculizarlas), utilizando para ello los servicios de
Kesseler,365 y si los holandeses recibían favorablemente esta apertura, se podría
enviar más tarde una delegación encabezada por Coloma.
La tensión provocada por tantas discusiones terminó por minar la salud de
Spinola quizá con más fuerza que las campañas en los Países Bajos, hasta el
punto de temerse por su vida. Pero ello no le impidió seguir intentando conseguir
aquellos objetivos por los cuales había ido a Madrid a principios de año. Tras los
primeros momentos de lógica alarma, la infanta escribió a Olivares creyendo que
el general se había recuperado y por tanto, y para el mejor servicio del rey, era de
primordial importancia que volviera a Flandes «y bien despachado». Pero en el
Consejo de Estado, Girón (apoyado por los otros consejeros) afirmó que «si la
Infanta supiera el trabajoso estado en que se halla la salud de Spinola, creo que
suplicaría a V. M. que no mandara salir de aquí al Marqués hasta que estuviera
para ello». Pero la inquina de Olivares triunfaría de esta sugestión y la apostilla
de Felipe IV, que merece ser transcrita íntegramente, fue como una guillotina
para Spinola:
Estos oficios no se pueden servir por sus tenientes, ni aventurar aquellos Estados, siendo así que todos
los médicos dicen que es enfermedad larga la que tiene el Marqués, pero que no tira a la vida. Y que
ninguna cosa le curará tan aprisa como las aguas de Aspa [Spa] y así se le diga al Marqués que
disponga su viaje porque la falta que hace es tal que nadie la puede suplir, y que diciéndome esto
mismo mi tía no puedo, sin faltar a mi conciencia, dejarle de decir que me va la conservación de
aquellos Estados en que vuelva, y que con su persona se hará todo cuanto le fuere de satisfacción. Y
siendo así que si en el más apartado de España se hallara un aplaza en el estado en que se hallan todos
aquellos sin el Marqués, yo no cumpliera si no fuera en persona a su remedio aunque estuviera
muriéndome, considere el Marqués cuánto debo instarle en su vuelta, sintiendo mucho no poderle
tener en todas partes.366
348 AGS, Estado, 1435, CCE, 2 de julio de 1627.
349 AGS, Estado, 2319, Decreto de Felipe IV, 2 de marzo de 1628.
350 AGS, Estado, 2042, Parecer del Señor Marqués de los Balbases, marzo de 1628.
351 AGR, SEG, Rº. 198, Felipe IV a Isabel, 3 de marzo de 1628.
352 AGR, SEG, Rº. 196, Isabel a Felipe IV, 17 de abril y 23 de mayo de 1627.
353 AGS, Estado, 2321, CCE, 3 de abril de 1628.
354 AGS, Estado, 2321, Papel que hizo el marqués de los Balbases sobre lo que es menester para las
provisiones de Flandes respondiendo a los del conde-duque de Sanlúcar.
355 AGS, Estado, 2320, Isabel a Olivares, 5 de mayo de 1628.
356 AGS, Estado, 2321, Respuesta a los puntos del papel segundo del Marqués de los Balbases y AGS,
Estado, 2321. Primer papel del tanteo para la gente y provisiones de Flandes.
357 AGS, Estado, 2041, CCE, 3 de junio de 1628.
358 Ibid., 6 de junio de 1628.
359 AGS, Estado, 2042, CCE, 17 de junio de 1628.
360 AGS, Estado, 2041, Felipe IV a Isabel, 28 de junio de 1628.
361 AGR, SEG, Rº. 199, Felipe IV a Isabel, 6 de julio de 1628.
362 AGR, SEG, Rº. 208, Cottington a Coloma, 30 de octubre de 1628.
363 AGR, SEG, Rº. 199, Felipe IV a Isabel, 18 de noviembre de 1628.
364 AGS, Estado, 2042, Consulta de una Junta de Estado, 28 de septiembre de 1628.
365 Kesseler, miembro del Consejo de finanzas de Bruselas, fue en estos años un negociador habitual por
parte de la infanta Isabel.
366 AGS, Estado, 2042, CCE, 13 de diciembre de 1628.
SEGUNDO ACTO:
LA GUERRA DE SUCESIÓN DE MANTUA

«El quitarle Mantua a quien la heredaba


comenzó la guerra que nunca se acaba».

FRANCISCO DE QUEVEDO

El 27 de diciembre de 1627 falleció Vincenzo II Gonzaga, que había nombrado a


Carlos Gonzaga, duque de Nevers, como su sucesor en el ducado de Mantua y el
marquesado del Monferrato (feudos imperiales donde radicaban las fortalezas de
Mantua y Casal). Apenas un mes después, el potencial heredero fue a tomar
posesión de sus nuevos estados, acompañado por una escasa tropa mercenaria
(que se limitó a refugiarse en Casal) y recurrió a Francia y a los pequeños
príncipes italianos que se sentían amenazados por la Casa de Austria; pero en
Francia se enfrentaron las posturas del «partido devoto» (partidario del
entendimiento con España con lo que Francia perdería sus posiciones en La
Valtelina y difícilmente podría intervenir en Alemania) y del Cardenal Richelieu
(que propugnaba una intervención «breve» en Italia paralela a la lucha contra los
hugonotes de La Rochelle).
El duque de Saboya, Carlos Manuel I (viudo de la infanta española Catalina
Micaela) reclamó el Monferrato para su nieta Margarita (sobrina del difunto), y
tratando como de costumbre de sacar partido de cualquier situación se alió con
Madrid, que le exigió el cierre del paso de los Alpes para impedir el apoyo
francés a Nevers. Como en Alemania, el emperador Fernando II (influido por su
esposa, Leonor Gonzaga, hermana de Vincenzo II) se mostró dubitativo y no
autorizó una acción militar de Gonzalo de Córdoba (gobernador general de
Milán) en el Monferrato. Felipe IV ordenó367 al embajador en Viena, el
marqués de Aytona, que insistiera en el peligro que suponía la presencia de
Nevers —y por tanto de Francia— en Italia, pero la irresolución del emperador
perduró hasta marzo, mes en que autorizó la expedición militar.
Para Olivares, que creía improbable la intervención de una Francia
obsesionada con La Rochelle, la alianza con Saboya no solo permitiría reabrir el
Camino Español, evitando así el largo y caro paso por La Valtelina, sino que
también reduciría la dependencia logística del emperador368 (pozo sin fondo de
tropas y dinero de la monarquía), al que quizá quería obligar a intervenir
seriamente en la guerra en Flandes. Obtener el apoyo jurídico, diplomático y
militar de Fernando II para una campaña en el norte de Italia le permitiría hacer
frente a las críticas del Consejo de Estado, decepcionado por una alianza con el
imperio que resultaba escasamente ventajosa. Y quizá quepa también pensar369
que el valido quisiera demostrar su «ingenio y capacidad ejecutiva» con un
triunfo que le afianzaría frente a las presiones de Spinola para obtener mayores
medios para Flandes.
Y si Olivares dudaba de los propósitos franceses,370 que podrían provocar una
guerra que durara treinta años,371 el rey se angustiaba por la posibilidad de
tratar con «herejes» franceses para frenar a Luis XIII. Ante la posibilidad de un
apoyo militar a Nevers, Felipe IV amenazó con invadir Francia y pactó el reparto
del Monferrato con Carlos Manuel e incluso pensó en conceder subsidios a los
hugonotes Rohan y Soubise (lo que hizo más tarde cuando una Junta de
teólogos372 le aseguró que tenía obligación formal de servirse de ellos para una
maniobra de diversión). Pese a todo, no se calmaba la conciencia del rey, que
pensaba que a los ojos de Dios la empresa merecía fracasar y, posiblemente, no
acababa de estar de acuerdo con la intervención en Mantua. Intentando
convencerle, el valido le aseguraba que, aun admitiendo un riesgo para la
política global de la monarquía y la legitimidad de los derechos de Nevers, no
intervenir pondría en peligro la supremacía española en el norte de Italia y
produciría daños irreparables en la reputación. Además no solo Dios le
recompensaría concediéndole la absoluta superioridad sobre los demás príncipes
y potencias, sino que un golpe de mano reforzaría esa supremacía y, contando
con que la debilidad de Francia le impediría ir más allá de las meras protestas
verbales, las relaciones entre Francia y Saboya se verían afectadas de modo
importante.
Aprovechando el acuerdo entre Madrid y Turín, Córdoba estaba en
condiciones de ocupar el Monferrato sin oposición y cercar su principal objetivo,
Casal, una de las fortificaciones más importantes del norte de Italia y cuyo
control permitiría negociar el reconocimiento de Nevers desde una posición
ventajosa y conceder alguna compensación territorial a Saboya. Córdoba solicitó
a fines de 1627 permiso para llevar a cabo este plan y, con rapidez inusitada,
recibió autorización de Madrid, que confiaba en que el emperador terminaría
dando su conformidad al plan. Pero Córdoba actuó con exasperante lentitud y se
tomó hasta fin de marzo373 para tener listas las tropas para penetrar en el
Monferrato y marchar hacia Casal, donde llegó ya en mayo, cuando la plaza
estaba preparada para soportar un largo asedio. Mientras esto ocurría, aunque el
emperador decidió en marzo no conceder la investidura, ordenar el secuestro de
los territorios en disputa y autorizar las acciones hechas en su nombre por las
tropas españolas y saboyanas, Aytona no había logrado convencerle de que
rompiera con los holandeses o se uniera a una paz general en las condiciones que
deseaba Felipe IV, que pidió a la infanta que presionase a Fernando con todos los
argumentos posibles para convencerle de su obligación de defender las
provincias de los Países Bajos en cumplimiento de las obligaciones que
implicaba el Círculo de Borgoña.
Resulta paradójico que mientras Fernando, Felipe y Luis, con problemas
militares en otros lados, preferían evitar un conflicto en Italia y un acuerdo que
hiciera más confusa la escena europea, eran los pequeños actores italianos los
que se negaban a aceptar un compromiso. En España, el Consejo de Estado era
inicialmente favorable a Nevers (considerando que era quien tenía mayores
títulos legales), Olivares dudaba sobre la conveniencia de una intervención
armada y Spinola era claramente contrario a la implicación de España en esta
guerra y posiblemente había convencido a la mayoría de los consejeros de anular
las órdenes a Córdoba. Pero, como de costumbre, la decisión se fue retrasando
en espera de recibir noticias de Milán, que, cuando llegaron, parecían anunciar
poco menos que un paseo militar. El genovés se sentía muy preocupado porque
en sus entrevistas con Luis XIII y Richelieu en La Rochelle había comprendido
que Francia estaba dispuesta a procurar minar la supremacía española en el norte
de Italia, y si España se inclinaba por la guerra allí no dudaba de que esto sería
en perjuicio de los Países Bajos. Las interminables discusiones de Spinola con
Felipe IV y Olivares fueron buena prueba de que el genovés había hecho el
mejor análisis de la situación.
El precipitado matrimonio del duque de Rethel (hijo de Nevers) con la
princesa Margarita (sobrina de Vincenzo II) el día de Nochebuena de 1627, sin
haber solicitado la preceptiva autorización del emperador, modificó la
consideración del problema y, el Consejo, empujado por Olivares, se inclinó por
la intervención:
Y concluyendo mi voto digo que nada importa más a Vuestra Majestad que el Monferrato si no es el
obrar con justificación. Que el mortificar al Duque de Nevers y al de Rethel es justificadísimo. Que si
de esta mortificación resultase quererse componer Nevers con hacer algún trueque con V. M., sería
justo y sano hacerlo.374

Stradling375 califica la postura de Olivares «no de simple apuesta a la ruleta


política, sino de demostración de oportunismo maquiavélico» y para Elliott376
la intervención en la guerra de Mantua fue el error más grave de la política
exterior de Olivares, al catalizar todos los viejos temores europeos de una
posible agresión española, permitir la entrada de Francia en Italia para defender
a su candidato, destruir el plan español de mantener la candidatura de Nevers y,
al fin, hacer inevitable el enfrentamiento armado con Francia. Pero no hay que
subestimar tampoco el peligro que para España podía representar una alianza
entre Nevers y Luis XIII, a la que probablemente se sumaría el imprevisible
Carlos Manuel, cuyo fuerte nunca fue el respeto a la palabra dada.
Tras su triunfo en La Rochelle, Luis XIII tenía las manos libres para socorrer a
Nevers, pero Richelieu no quería (todavía) un enfrentamiento directo con
España, consciente de que el ejército francés estaba muy lejos de ser un
adversario de talla suficiente para los tercios españoles. Por eso, en su «Avis au
Roi»377 proponía equilibrar el propósito de ampliar a largo plazo el territorio
francés con la obtención de «ventanas» al exterior, con una prudente reserva en
cuanto a los tiempos en que ello podría ser realidad y planteaba la oposición a
una posible monarquía universal española:
Maintenant que la Rochelle est prise, si le Roi veut se rendre le plus puissant du monde, il faut avoir
un dessein perpétuel d’arrêter le cour du progrès de l’Espagne, et au lieu que cette nation a pour but
d’augmenter sa domination et étendre ses limites, la France ne doit penser qu’â se fortifier en elle-
même et s’ouvrir des portes pour entrer dans tous les États de ses voisins et les garantir des
oppressions d’Espagne quand les occasions se présenteront… il faut quitter toute idée de repos,
d’épargne et de règlement du dedans du royaume… Autant qu’on pourra d’allumer une guerre
ouverte avec l’Espagne, et ce n’est qu’avec beaucoup de temps, grande discrétion, une douce et
couverte conduite, qu’on s’avancerait, si possible, vers Strasbourg pour acquérir une entrée en
Allemagne, Genève pour la mettre en état d’être un des dehors de la France, Neuchâtel qu’on
achèterait au duc de Longueville pour se rendre redoutable aux suisses, être sûr qu’ils sépareront
toujours l’Allemagne de l’Italie, la Franche-Comté et la Navarre comme contiguës à la France et
nous appartenant.378

Ahora ya se podía dar el paso siguiente y de calificar la actitud española como


«acto de bandidaje» pasar a la acción militar directa, para la que contaba además
con el beneplácito de un Papa (Urbano VIII) para quien todo lo que debilitase a
la Monarquía Hispánica en Italia y fomentase la alianza contra ella de los
pequeños feudos italianos y Francia significaba una mayor seguridad para los
Estados Pontificios, atenazados al norte y sur por tan incómodo vecino. Luis
XIII y Richelieu podían ahora cruzar los Alpes con un ejército de 35.000
hombres, que, tras algunos éxitos menores, se retiró tranquilamente, pues la
intención era conseguir puntos de apoyo estratégicos para cortar el Camino
Español. Para ello era necesario disponer de una cabeza de puente sobre el Po,
hacerse con Mantua para obstaculizar a las tropas españolas del Milanesado y
apoderarse de Casal para controlar al duque de Saboya.
«La malicia, la duplicidad, la irresolución y la constancia en la
infidelidad»379 del Saboya se hizo patente cuando, violando su acuerdo con
España, permitió la entrada de las tropas francesas en su territorio, sin hacer más
que una resistencia de fachada: el 6 de marzo de 1629 tropas francesas
«derrotaron» a un puñado de soldados españoles que había avanzado hasta el
fronterizo Paso de Susa. Carlos Manuel (que se había mantenido
cuidadosamente al margen de la escaramuza, retirando incluso a sus tropas) se
apresuró a romper su alianza con España y una semana después firmó el Tratado
de Susa que concedía a los franceses libre paso por sus dominios hacia
Monferrato y le prometía parte del Marquesado a cambio de permitir una
guarnición francesa en Casal. Esta traición obligó a Córdoba a aceptar un
armisticio y levantar el asedio de Casal, donde se instaló una fuerte guarnición
francesa bajo el mando del mariscal Toiras. Enfrentado a la traición del Saboya,
a tropas más frescas y más numerosas que las suyas y sin recibir instrucciones,
Córdoba se vio obligado a ratificar el Tratado de Susa y se retiró de Casal
culpando de su deshonra al valido, que no le había facilitado los medios
prometidos. Así se cumplió el propósito principal de Richelieu, que era obligar a
los españoles a abandonar Casal, y utilizó la «batalla» del Paso de Susa como
una gran maniobra propagandística para glorificar a Luis XIII. Como subraya
Elliott, por una ironía del destino al tiempo que se producían estos hechos
Olivares aseguraba a Córdoba que, si Francia atacaba en Saboya y se lograba el
armisticio con las Provincias Unidas, Luis XIII se vería en serias dificultades
ante un ataque español desde Flandes…
Ante el peligro, Felipe IV pidió a la infanta380 que formase en Borgoña un
regimiento de 6.000 hombres (aunque haciendo correr el rumor de que eran
10.000) para reforzar las tropas de Córdoba; pero satisfacer tal orden era tan
imposible como de costumbre. Todavía meses más tarde381 insistía el rey en su
idea de enviar tropas, nueva misión imposible, pues no había ni soldados ni
dinero para levas y lo único que parecía posible (y ello con graves dificultades)
era enviar a Italia el Regimiento del Príncipe de Barbançon. Olivares parecía
vivir las dos guerras en un mundo virtual, donde todo debía acomodarse a sus
planes, pero la dura realidad era muy distinta.
El triunfo de Richelieu fue el primer revés importante de la política exterior de
Olivares, cuya influencia parecía disminuir cerca de un rey que no daba muestras
de apreciar la política de la razón de Estado propugnada por su ministro. El
fracaso ante Casal arrastró tras de sí una serie de desastres que se sumaron
implacablemente: tres años de guerra y el norte de Italia asolado fueron
posiblemente una de las claves de la Guerra de los Treinta Años, pues el
estancamiento en Italia precipitó los acontecimientos en otros lugares de Europa.
La guerra pasaba su terrible factura: la entrada en la escena bélica de Gustavo
Adolfo arruinó las ventajas obtenidas por el imperio y la monarquía amenazando
la estabilidad de Alemania; las Provincias Unidas lanzaron una ofensiva que
puso en peligro buena parte de los Países Bajos y la Compañía de las Indias
Occidentales se apoderó de Pernambuco. La situación ha sido expresivamente
retratada por Stradling: «Durante este periodo, el patio principal del Alcázar
debió de parecerse en más de una ocasión a esas escenas bélicas de las obras de
Shakespeare en las que no dejan de llegar polvorientos mensajeros con malas
noticias».382
Olvidando los Países Bajos, Italia y Casal se convirtieron para Olivares en la
obsesión a la que estaba dispuesto a sacrificar hombres, dinero, pertrechos…
Todo parecía poco para la empresa, pese a la sangría de los otros conflictos con
los que se enfrentaba España. Entretanto Spinola seguía tratando de conseguir lo
que consideraba necesario para los Países Bajos y, contra la opinión de Olivares,
había logrado convencer al Consejo de Estado para que apoyase la paz incluso
aceptando las condiciones que propusieran las Provincias Unidas. El rey se
encontraba con una guerra en Italia —que tendría inevitables consecuencias
posteriores con Francia— y con otra en Flandes —en condiciones cada vez más
desfavorables— y todo ello sin poder contar con una ayuda firme del emperador
y con la pérdida de la Flota de la Plata en aguas cubanas. En estas condiciones
no parecía difícil predecir cuál sería el resultado final.
Spinola no solo había alentado al rey en su idea de acudir en persona a la
campaña de Italia, sino que se ofreció a acompañarle. Parece que el joven Felipe
IV debía de tener cierto sentimiento de inferioridad frente a su cuñado Luis XIII,
que había sido capaz de ponerse al frente de las tropas que asediaban el bastión
hugonote y que había dado suficientes pruebas de su capacidad para ejercer el
mando militar sobre el terreno. Por ello, cuando el valido le sometió por escrito
una serie de preguntas, respondió como «un adolescente malhumorado, inseguro
e inexperto hasta límites casi patéticos», manifestando unas intenciones que eran
puro deseo, pero cuya puesta en práctica parecía imposible:
Que no quede francés ninguno en Italia y que estas cosas de Mantua y Monferrato se pongan en
manos del Emperador para que las resuelva… mi ánimo en este particular es vengarme de Francia…
La guerra de Flandes es de mucha pérdida y poca ganancia y así en todo caso me quisiera acomodar
con los holandeses… Es cierto que no se gana fama si no es con hacer alguna facción grande en
persona. Esta será de mucha reputación y no muy dificultosa según dicen… una vez yo en Italia…
haré del mundo con la ayuda de Dios lo que quisiere. Pensadlo y procurad facilitarlo por todos los
caminos porque a mi parecer que no puedo ganar honra sin salir de España y si os pareciere
comunicarlo a Spinola, lo podéis hacer.383

Mientras ocurrían estos acontecimientos, la situación en Bruselas era cada vez


más trágica: faltaba el impulso de Spinola, faltaba dinero, faltaban soldados,
faltaban provisiones, se carecía hasta de lo más necesario. La agotada infanta y
el anciano Carlos Coloma luchaban con denuedo para mantener enhiestas las
banderas de la monarquía y tratar de aflojar el nudo corredizo franco-holandés
que atenazaba a los Países Bajos, pero todo pendía de los finos y frágiles hilos de
una diplomacia que contaba con demasiados actores. A comienzos de 1629,
Coloma avisaba que los holandeses ponían en pie de guerra un poderoso ejército
al que resultaba imposible hacer frente sin dinero y sin un mando adecuado:
Si S. M. piensa que tiene aquí cabezas, no las tiene, porque yo no soy más que un estafermo sobre
quien cargar las culpas ajenas. Si el Marqués no viene o, a falta suya, otra persona con suprema y
plena autoridad, caerá sin duda esto y perderá el Rey las mejores y más fieles provincias que tiene.

Parecía que esto era la excusa que buscaban Felipe IV y Olivares para forzar el
regreso a Bruselas de Spinola. Pero este insistía explicando que mientras los
hombres de negocios no recibieran dinero era inútil esperar que consintieran
nuevos adelantos y al déficit de 1628 (800.000 escudos) había que sumar la falta
de provisiones para los tres primeros meses de 1629. Para él lo único que había
evitado la oleada de motines era «la esperanza de que haya de llevar con qué
poderse remediar de lo que han padecido hasta ahora», pero «viendo con mi
llegada el desengaño, se puede tener por cierto [que] sucedería lo que no ha
sucedido hasta ahora». Nadie parecía recordar la frase del mariscal imperial
Collalto: «Para hacer la guerra se necesitan tres cosas: primero, dinero; segundo,
dinero; y, tercero, dinero»… Spinola había guerreado en los Países Bajos, las
Provincias Unidas y Alemania durante un cuarto de siglo. Había luchado junto al
archiduque. Había sido el valedor y el apoyo de la infanta viuda. Había servido a
dos reyes. Había triunfado en Ostende y en Breda. Y había fracasado en La
Esclusa y en Grol. Demasiados años. Demasiados recuerdos. Demasiados
compañeros muertos en combate o a consecuencia del mismo… Pero se resistía
a dejar caer todo y por eso, en un último esfuerzo, escribió al secretario Villela
para que informara al rey de que, ayudado por la infanta, había seguido
buscando cómo conseguir fondos y quizá podría lograrlo mediante una persona
de Amberes, por lo que pedía paciencia hasta saber el resultado de estas
gestiones. Y si además llegasen a fructificar en una suspensión de armas los
contactos que por encargo de la infanta estaba realizando Kesseler con los
holandeses ello podría permitir alcanzar una tregua larga; pero si esto no fuera
posible el rey podría entonces adoptar la resolución de lo que decidiera que
convenía hacer para continuar la guerra: «Pues que S. M. ha visto la manera y el
celo con que le he servido tantos años, me puede dar crédito en esto: que no sería
de su real servicio hacerme volver ahora con solo haber propuesto muchas cosas
sin llenar el asiento de ninguna».384
El rey (aunque sin duda era Olivares quien moralmente empuñaba la pluma)
decidió dar por terminada la discusión y el 21 de marzo escribió de su puño y
letra el siguiente decreto que envió a la Junta de Estado:
Flandes está para perderse. Las provisiones que el Marqués de los Balbases pidió el año pasado para
este están hechas. Las provincias han mostrado empezar a ayudar aquello. Cuantos temperamentos
puedo yo alargar en materia de paces o tregua allí están dados ya al Marqués. Y siendo así que aquel
ejército está sin cabeza y que yo no puedo hacer más de lo que tengo hecho, ni cabe más en poder,
como lo veis y oís al Consejo de Hacienda tantas veces… Mi poder no alcanza más hacienda ni
temperamento de paz, y así juzgo que el Marqués debe ir de aquí en todo caso a primero de abril por
Italia. El Consejo vea si se le ofrece algo en esto porque no quiero tomar última resolución en ello sin
oírle consultar con toda claridad y distinción lo que se deba ejecutar, porque ha[ce] un año que
andamos en esto y no sé lo que parecerá en el mundo donde se sabe todo.

Sin embargo, pocos días después y ante la gravedad de la situación en Italia,


Felipe IV cambió de opinión y tras decidir que Spinola no regresara a los Países
Bajos, se lo comunicó a la infanta, pues, ante la guerra con la que Francia le
desafiaba en el norte de la península, había resuelto «encargar lo de la guerra
contra Francia durante la ausencia del Marqués de los Balbases a Don Carlos
Coloma. También encargará V. A. al Conde Enrique de Bergh todo lo que toca a
la guerra con los holandeses durante asimismo la ausencia del dicho Marqués de
los Balbases».385
El destino había decidido: Ambrosio Spinola no volvería nunca a Bruselas, ni
llevaría de nuevo con orgullo las banderas de la monarquía por los campos de
batalla de Flandes, de las Provincias Unidas y de Alemania. Se abría la puerta
hacia Italia, su «natura», que le había visto partir casi un tercio de siglo antes
hacia la guerra del norte, y que no sería su «ventura» sino su «sepultura».
367 AGR, SEG, Rº. 198, Felipe IV a Isabel, 12 de febrero de 1628.
368 AGS, Estado, 1435, Parecer del Conde-Duque, 5 de diciembre de 1627.
369 R. Stradling, Felipe IV y el gobierno de España, p. 121.
370 La misión de Bautru a Madrid como portador de los propósitos pacíficos de Luis XIII no fue más que
una añagaza para ganar tiempo.
371 Archivo Secreto Vaticano, Spagna, 69, Nuncio, 5 de enero de 1628, citado por Elliott, Richelieu and
Olivares, p. 96.
372 Real Academia de la Historia, Parecer de una Junta de teólogos, 25 de enero de 1629.
373 AGR, SEG, Rº. 198, Felipe IV a Isabel, 23 de abril de 1628.
374 British Library, Egerton, Ms. 2053, Voto del Conde-Duque, 12 enero 1628, citado por Elliott.
375 R. A. Stradling, op. cit., p. 122.
376 J. H. Elliott, Imperial Spain, p. 334.
377 «Avis donné au Roi après la prise de La Rochelle pour le bien de ses affaires», 13 de enero de 1629.
378 Traducción: «Ahora, una vez que ya se ha tomado La Rochelle, si el Rey quiere ser el más poderoso
del mundo hay que tener un designio perpetuo de parar el curso del progreso de España y, frente a que esa
nación tenga como fin aumentar su dominio y ampliar sus límites, Francia no debe pensar más que en
fortificarse en su territorio y abrir puertas para poder entrar en todos los Estados de sus vecinos y ofrecerles
garantías contra la opresión de España siempre que se presente la ocasión para ello... hay que abandonar
cualquier idea de tranquilidad, de ahorro y de orden dentro del reino...hasta tanto no se pueda provocar una
guerra abierta con España, habrá que actuar con tiempo, gran discreción y una conducta suave y oculta,
avanzando, si fuera posible hacia Estrasburgo, para procurar una puerta de entrada en Alemania; hacia
Ginebra, para situarla como una de las salidas de Francia; hacia Neuchatel, que habría que comprar al duque
de Longueville para atemorizar a los suizos y asegurarse que se separarán siempre de Alemania; hacia
Italia, el Franco Condado y Navarra como zonas contiguas a Francia y que nos pertenecen».
379 J. C. Petitfils, Louis XIII, vol. II, p. 10.
380 AGR, SEG, Rº. 190, Felipe IV a Isabel, 17 de noviembre de 1628.
381 AGR, SEG, Rº. 200, Felipe IV a Isabel, 25 de marzo de 1629.
382 Stradling, op. cit., p. 123.
383 Preguntas del conde-duque de Olivares y respuestas del rey, 17 de junio de 1629, «Memoriales y
cartas del Conde-Duque de Olivares», Tomo II, p. 244.
384 AGS, Estado, 2041, Spinola a Villela, 7 de marzo de 1629.
385 AGS, Estado, 2043, Felipe IV a Isabel, 5 de abril de 1629.
TERCER ACTO: ITALIA

Decidido por el rey que el nuevo encargo para Spinola sería la guerra de Italia, el
19 de julio de 1629 firmó su nombramiento como gobernador de Milán y jefe de
los ejércitos en el estado, concediéndole amplísimos poderes para actuar. Ya no
había marcha atrás posible y el general llegó a Génova, su ciudad natal, a
mediados de septiembre, para continuar hacia Milán. En sus manos estaba ahora
continuar la guerra o conseguir la paz y a ello se unía el encargo de restablecer
los antiguos acuerdos con los señores Grisones y con los Esguízaros, que habían
permitido el tránsito de las tropas desde sus bases italianas hacia los frentes del
norte.
Visto con la perspectiva del tiempo, resulta trágico ver cómo, poco tiempo
después, Felipe IV trataba de enmendar su decisión y se daba cuenta de la
importancia que tenía la presencia de Spinola en los Países Bajos y del error de
Olivares al imponer la guerra en Italia sobre Flandes: apenas dos meses después
de haber firmado el anterior nombramiento, el rey daba marcha atrás y con un
estilo patético le instaba a ir a Flandes dejando la guerra de Italia en manos del
conde de Monterrey:
Las cosas de Flandes me tienen con muy particular cuidado… Aunque en Italia no se haya conseguido
la paz y que la guerra esté rota sería temperamento conveniente que vos pasádades a Flandes… se
ofrecen tantas dificultades e inconvenientes en este punto [la guerra en los Países Bajos] por faltarnos
un sujeto tal que lo pueda abrazar todo como vos… si os resolviéredes de pasar a Flandes, como os lo
encargo, por ser esto lo que se tiene por más conveniente… Si os pareciere mayor servicio mío pasar a
Flandes.386

La gravedad de la situación con la que se enfrentó a su llegada no distaba


mucho de la que había sufrido en los Países Bajos. El ejército de la Monarquía
Hispánica se encontraba en condiciones lamentables, los intentos realizados para
apoderarse de la fortaleza de Casal habían sido vanos y Mantua seguía siendo
una espina en la retaguardia. A ello se unía la llegada de las tropas imperiales
bajo el mando de Ramboldo Collalto, uno de los principales mariscales del
emperador, para apuntalar la autoridad imperial en Mantua, pero cuyos desmanes
provocaban más problemas que aportaban soluciones, el peligro de una nueva
intervención de Francia cuyas ambiciones en el norte de Italia eran más que una
amenaza y la siempre más que dudosa posición del duque de Saboya, tan pronto
inclinado a España como a Francia.
En uso de los poderes concedidos y partidario de la paz (puesto que ello
permitiría auxiliar a los Países Bajos), Spinola buscó inicialmente una
negociación con el duque de Nevers, tratando de que rompiera su alianza con
Francia y reconociera la soberanía del emperador Fernando II sobre Mantua y
Monferrato. El genovés intentó convencerle ofreciéndole servir de intermediario
para lograr la investidura imperial, a condición de que aceptase alojar parte de
las tropas de Collalto en Mantua y de las suyas en Monferrato. El esfuerzo fue
inútil y el francés rechazó rotundamente las propuestas pretextando la necesidad
de tratarlas con Francia y Venecia. A Spinola no le cupo más solución que tomar
posiciones en el Monferrato y aceptar la entrada en Mantua de las tropas de
Collalto, que, como si no hubiera suficiente con sus desmanes, sembraron la
peste ocasionando numerosos fallecimientos. Para evitar que Luis XIII pudiera
acudir en socorro de Nevers, Felipe IV proyectó invadir el territorio francés
desde Cataluña y el emperador ordenó a Wallenstein que atacase en la Lorena.
La acción de las tropas imperiales en Italia planteaba un delicado dilema: si bien
su presencia era necesaria, sobre todo en Mantua, sus desmanes eran un continuo
obstáculo para lograr una solución pacífica, pero si además lograran imponerse
en el conflicto, los pequeños estados italianos verían al emperador como el
pacificador mientras que España sería considerada como la causante de la
guerra.
No fue el menor de los problemas el planteado por la actitud serpentina del
duque de Saboya. Nunca era posible saber cuál sería su siguiente paso: alianza
con Francia, alianza con España, apoyo a Spinola o enfrentamiento con él… El
ducado, enclavado entre una Francia que, acabada la guerra con los hugonotes y
empujada por Richelieu, aspiraba a hacer frente a la supremacía española, un
Milanesado en manos españolas y una República de Génova aliada tradicional
de la Monarquía Hispánica, jugaba sus cartas vendiéndose en cada momento al
mejor postor. Considerando su acuerdo con Francia como un simple armisticio,
había persistido en su habitual tendencia a traicionar y mezclar todos los hilos de
la política, enviando, tras la «batalla» del Paso de Susa, al abate Scaglia como
mensajero para tratar de alcanzar alguna forma de acuerdo con Collalto, pero la
negativa del emperador a negociar con Francia hacia presumir que nada ni nadie
podría evitar la confrontación. Además, tras el fin de las guerras de religión con
la Paz de Alès, Francia se encontraba en condiciones de poner en práctica los
consejos de Richelieu en su «Avis au Roi». Fue en ese momento cuando Carlos
Manuel se negó a facilitar la ayuda prometida el año anterior al contingente que
había iniciado su avance desde Susa, decisión que le costó la inquina de Luis
XIII, que prometió darle una lección. Por su parte, Spinola, temeroso de
encontrarse con unas tropas mermadas y con dificultades para recibir fondos (lo
que habría sido una repetición de sus tristes experiencias en los Países Bajos),
redujo en lo posible la ayuda que continuamente solicitaba Carlos Manuel y puso
como condición para aumentarla que le cediera algunas plazas en el Piamonte,
como garantía de que mantendría su postura favorable a la Casa de Austria y
contraria a Francia.
Negándose a aceptar estas peticiones y para presentar sus quejas en Madrid, el
Saboya envió como embajador a Scaglia, quien presentó a Olivares un cuadro
negro de la actitud de Spinola. Según el emisario, el genovés estaba lleno de
odio hacia Carlos Manuel y sus peticiones habían sembrado el miedo en los
príncipes italianos, que, viendo que las tropas españolas no solo habían ocupado
parte del Monferrato, sino que se pretendía ahora obtener plazas en el Piamonte,
temían que fuera el primer paso para la ocupación por España de todos esos
pequeños estados. No necesitaba gran cosa el valido para tratar de oponerse a
cualquier propósito de Spinola y no tardó en dar crédito a las insidias del abate,
que argüía que aunque el genovés pretendía que Saboya debía quedar libre de
franceses, no daba ninguna seguridad sobre ello y lo dejaba a la buena voluntad
de Francia, al tiempo que trataba de aliarse con los príncipes de Italia y
Alemania contra Carlos Manuel si este accedía a dar paso libre y
aprovisionamientos a las tropas francesas si entraban en su territorio. La
habilidad de Scaglia fue grande,387 pues logró convencer al valido, que no solo
ordenó a Spinola que tratara al Saboya con más cuidado, aunque pudiera hacerle
reproches por sus acciones anteriores, sino que le limitó los poderes que se le
habían concedido para firmar la paz y consiguió que más tarde el Consejo de
Estado (incluyendo el voto de Olivares) propusiese:
Al Marqués de los Balbases se le dirá que la plenipotencia absoluta que se le abre, no use de ella por
haber parecido de más reputación remitir al Emperador en su mano la paz, pero que la plenipotencia
limitada, siempre que se le ofrecieren aquellos partidos, use de ella, los tome y asiente concurriendo la
parte del Emperador… [y en el voto de Olivares] El Marqués se ha excedido mucho en haber
publicado que V. M. le había quitado la plenipotencia pudiéndolo excusar y echarse a sí la culpa de no
querer aceptar estas condiciones… Al Marqués se le debe apretar mucho que, si no tomare Casal,
procure no perder una hora de tiempo en recoger a los franceses de los montes y en recobrar cuanto se
pueda de lo que ocupan al Duque de Saboya.

Entretanto, Richelieu, al mando del ejército que debía entrar en Italia y que, al
igual que Spinola, estaba autorizado para negociar la paz o continuar la guerra,
llegó a Lyon a comienzos de 1630 en preparación de la expedición a Saboya.
Fue en esa ciudad donde el 29 de enero se encontró por primera vez con un
italiano con el que se produciría un inmediato efecto de mutua fascinación y que
jugaría poco después un papel relevante ante las murallas de Casal: Giulio
Mazarino. Este personaje acompañaba al legado pontificio, Cardenal Barberini,
en calidad de secretario del nuncio en Milán (Sachetti), que no se había
desplazado y que venía con la misión de procurar un arreglo pacífico. Como las
tropas de Francia necesitarían un mes para llegar hasta Casal, la primera
propuesta era la de procurar una suspensión de armas y una reunión del mariscal
de Créqui con Spinola y Collalto.
El legado papal presentó varias propuestas: restitución de las plazas tomadas
del Piamonte, retirada de Francia a su territorio, restitución a Nevers de Mantua
y Monferrato, concesión de la investidura por el emperador y además trataba de
que Richelieu llegase a un acuerdo con el Saboya, idea que el cardenal rechazó
tan tajantemente como las gestiones de un Carlos Manuel que había intentado
disuadirle de atacar asegurándole que se había alcanzado una suspensión de
armas. Richelieu hizo caso omiso de todas las gestiones y pidió a Carlos Manuel
que respetase los acuerdos y tuviese preparadas las municiones y los
avituallamientos necesarios a las tropas francesas. Entre la espada y la pared, el
Saboya envió por un lado a su hijo Amadeo a negociar con Richelieu y, por otro,
sendos emisarios para parlamentar con Spinola y con Collalto, con el propósito
de convencerles de impedir la entrada de los franceses en su ducado. Como
todos desconfiaban de tan avieso personaje, Spinola no quiso embarcarse en una
operación que le parecía sumamente dudosa, y el cardenal despidió al príncipe
con cajas destempladas, diciéndole que cuando sus tropas llegaran a Turín sería
el momento para discutir lo que procediese negociar.
Pero Richelieu era consciente de que el aprovisionamiento que había pedido al
Saboya era imprescindible para poder continuar su avance, y se vio obligado a
continuar manteniendo la ficción de la negociación amistosa con Carlos Manuel,
a quien pidió que aprovisionase la fortaleza de Casal mientras él hacía una
maniobra de diversión y atacaba alguna plaza del Milanesado. Y aunque tanto
uno como otro prometieron cumplir este compromiso, el cardenal interrumpió su
avance tan pronto como calculó que las provisiones estarían ya en Casal, sin
percatarse de que Carlos Manuel, desconfiando igualmente, no se había
molestado en cumplir su parte. Tras este fiasco, Richelieu insistió en exigir la
ayuda prometida y, ante las excusas saboyanas de que ello era imposible, decidió
atacar directamente. El resultado fue una nueva voltereta del Saboya que, tras
retirarse a Turín para proteger su capital, se pasó con armas y bagajes al lado de
España y del imperio, pidiendo que sus tropas entrasen en el Piamonte y
apoyando la toma de Casal y de Mantua. La reacción francesa fue avanzar por
Rívoli hasta la capital, pero todos los generales desaconsejaban a Richelieu un
ataque frontal y, tras una nueva gestión fallida del secretario de Estado para la
guerra (Servien), el ejército francés tomó posiciones ante la ciudadela. Esa fue la
estratagema en la que cayó Carlos Manuel, que hizo venir apresuradamente las
fuerzas que tenía en Pinerolo, lo que permitió a Richelieu enviar las suyas a toda
prisa hasta la fortaleza, que tras un solo día de asedio cayó en manos francesas,
entrando el Cardenal en ella a fin de marzo de 1630. Al haber tomado Francia
esta importante fortaleza prácticamente sin esfuerzo, y ante las peticiones de
Carlos Manuel a España y el imperio, Spinola se sintió forzado a enviarle un
primer socorro mientras él se encaminaba a Alejandría —donde estaba el resto
de las tropas— con el propósito de acudir personalmente, pero muy despacio, en
ayuda del duque. Esta nueva vuelta del Saboya equivalía para Francia a otra
traición y demostraba que la lección que acababa de recibir había caído en saco
roto, por lo que había que darle nuevos motivos de angustia.
A todo esto Luis XIII, acompañado por la corte y sus innumerables intrigas, se
dirigía también hacia Italia acuciado por las presiones del partido «devoto», que
pretendía parar la guerra y lograr la desgracia del cardenal. Para defenderse, este
envió al rey el 13 de abril un escrito de gran trascendencia, insistiendo en la
importancia de guardar Pinerolo como llave del norte que le permitiría ser «el
amo y el árbitro de Italia». Pero esto significaba abandonar «toute pensé de
répos, d’épargne et de réglement du dedans du royaume», pues en ese caso la
confrontación con España sería inevitable. Pero si se optaba por la paz habría
que «abandonner les pensées d’Italie pour l’avenir… et se contenter de la gloire
présente que le Roi aura d’avoir maintenu par forcé Monsieur de Mantoue en ses
états contre la puissance de l’Empire, d’Espagne et de Savoie jointes
ensemble».388 Luis XIII siguió los consejos del ministro y, en una rápida
campaña de pocas semanas, se apoderó de un importante número de plazas
saboyanas, pero sin dejar de mantener contactos con Spinola y Collalto.
Ante la gravedad del momento y para estudiar las peticiones del Duque de
Saboya se reunió en el Piamonte un consejo de guerra compuesto por Spinola y
Collalto acompañados por el marqués de Santa Cruz (procedente de Génova) y
el joven duque de Lerma.389 El saboyano pretendía que se abandonasen las
operaciones en Mantua y en Casal y se concediera toda la prioridad a la
recuperación de Susa y de Pinerolo y a la expulsión de las tropas francesas de su
territorio. A cambio de esto prometía dejar libre el teatro de operaciones en el
Piamonte, e incluso invadir el Delfinado con sus tropas para impedir cualquier
ayuda a las de Richelieu, expedición esta que fue rechazada por los generales por
juzgarla demasiado arriesgada (aunque cabe pensar que, más bien, desconfiaban
profundamente de las promesas del duque). En cuanto a la recuperación de Susa
y Pinerolo, Spinola se enfrentó con sus compañeros, pues, conociendo la
naturaleza del Saboya, temía desgastar sus fuerzas en una empresa que podría
volverse en su contra cuando, recuperadas las plazas, Carlos Manuel decidiese
volver a ponerlas en manos francesas. Tras los debates se decidió que Collalto
emplease la mayoría de sus tropas en el enfrentamiento con los franceses y el
resto atacara Casal, a cuyos alrededores fue enviado Felipe Spinola, que tomó
Pontestura, San Giorgio y Rosillano, con lo que Casal quedaba rodeado.
La decisión de los generales fue el nuevo motivo de resquemor del duque de
Saboya, que no solo se veía privado de unas tropas que pretendía poner a su
servicio, sino que temía que si los españoles lograban tomar Casal estarían
menos interesados en defenderle de los franceses. Estas ideas eran justamente las
contrarias de las de Spinola, temeroso de que si se ayudaba al saboyano a
recuperar Casal, una vez logrado este objetivo era imposible prever de qué lado
inclinaría sus alianzas. En estos momentos se produjo una ruptura entre Spinola
y Collalto, que, influido por Carlos Manuel, afirmó que si Spinola solo atendía a
los intereses de Felipe IV, él se ocuparía solo de los del emperador y por tanto se
interesaría únicamente por Mantua.
El verano de 1630 fue un momento muy difícil tanto para Spinola como para
su principal adversario, el cardenal. El general solicitó refuerzos de tropas y
fondos para enfrentarse en las debidas condiciones con las tropas francesas, pero
bajo el control de Olivares el Consejo de Estado dio una negativa tajante a estas
peticiones: «Los medios para ello vienen a ser hoy casi imposibles así por la
falta de efectos como por la estrecheza de los hombres de negocios».390
Por su lado, Richelieu se encontró en esos momentos en una posición muy
difícil: Luis XIII estuvo a punto de fallecer a fines de septiembre con el peligro
de que la corona recayera en el inestable Gaston de Orléans y el odio de María
de Médicis y el partido devoto consiguiera destruir todo aquello por lo que venía
luchando desde su acceso al Consejo seis años antes. Pese a todo, en una nueva
reunión con Mazarino, el 3 de agosto, el cardenal pareció dispuesto a aceptar
varios puntos y, aunque pretendía guardar Pinerolo, al final pareció aceptar
mantenerla en poder de Francia tan solo durante dos años. Mazarino estuvo en
desacuerdo, pues desconfiaba del cardenal en un futuro en el que Mantua y Casal
no hubieran sido ocupadas por él, y así propuso que los imperiales conservasen
las plazas tomadas a los Grisones y los franceses las de Saboya, hasta que se
lograse un rápido acuerdo en quince días y todos devolvieran lo conquistado.
Para indignación de Carlos Manuel, Spinola propuso que la restitución se
hiciera, no en quince días, sino en dos meses, lo que motivó que el duque le
acusara de ocultas connivencias con Richelieu.
Añadiendo otra complicación a las que ya existían, el 26 de julio falleció
Carlos Manuel, abriéndose así nuevos interrogantes sobre qué postura adoptaría
ahora el duque entrante, Víctor Amadeo I. Paralelamente, Mazarino había
continuado su misión de buenos oficios en una nueva reunión con Richelieu el 2
de agosto, y aunque no había logrado hacer avanzar un tratado de paz, le aseguró
que tenía casi por cierto que Saboya se pondría del lado de Francia. Pero el
cardenal consideró que se trataba de una negociación inútil, pues había enviado
un ejército para socorrer Casal y los imperiales habían saqueado Mantua.
En ese final del verano de 1630 nadie se acordaba ya de los intereses del
duque de Nevers y casi tampoco de los cambios de posición del difunto Carlos
Manuel. Todos parecían estar hartos de una guerra que no conducía a ninguna
parte, que suponía un precio muy alto en vidas y en dinero y todos trataban de
salir del atolladero. Pero el primero que reconociera que deseaba la paz perdería
la consideración y eso fue lo que permitió a Mazarino que sus ideas siguiesen
adelante. Por iniciativa del emperador se reunió en Ratisbona la Dieta, en un
intento de resolver todos los problemas que afectaban al imperio y, entre ellos, la
guerra en Italia, que quedó allí prácticamente resuelta. Pero en el Piamonte,
Spinola no quiso aceptar que sus esfuerzos resultasen vanos: Collalto había
tomado Mantua, pero él no había logrado apoderarse de Casal y si se alcanzaba
la paz el triunfador sería Toiras y él sería el perdedor.
La pésima situación en los Países Bajos y la crisis financiera deberían haber
empujado a España a buscar la paz, pero ello sería reconocer un error y causar
una grave pérdida a la reputación de Felipe IV. Había que encontrar un
«responsable» del desaguisado y ese iba a ser Spinola, cuya culpa principal sería
haberse opuesto a la guerra. La retirada de sus plenos poderes y su profunda
depresión y dolor le pusieron a las puertas de la muerte. Todavía había en la
guerra hombres de sentimientos caballerescos y acudieron a visitar al enfermo el
defensor de Casal, Toiras, y el negociador incansable, Mazarino, y fue en
presencia de este cuando expresó la terrible queja: «Me han quitado la honra».
Había tenido que reconocer ante sus enemigos que el rey le había quitado la
plenipotencia que tenía y esto había destruido su reputación, aquel valor que era
el primero para los hombres de esa época y sin el cual un soldado no era nada…
A ello se unió un profundo sentimiento de vergüenza y desaliento cuando tuvo
noticias de lo ocurrido en la batalla en el puente de Cariñán, donde los soldados
españoles huyeron del campo de batalla: el hijo de Spinola era uno de los
capitanes de esta tropa y cuando el general preguntó por la suerte que hubiera
corrido tuvo que sufrir el deshonor de saber que su hijo no estaba muerto, ni
herido, ni prisionero. Simplemente había huido como otros muchos. Esto era ya
más de lo que el honor de los Spinola podía sufrir. Ostende, Frisia, el Palatinado,
Breda. Todo quedaba anulado por esta cobardía. Llamado a toda prisa, el
marqués de Santa Cruz recibió de manos de Spinola la autoridad que le quedaba,
pidiéndole que no aceptara la tregua por considerarla contraria al servicio del
rey, un rey que tan cicateramente le había tratado. A continuación el genovés se
retiró a Castelnuovo Scrivia.
El 26 de septiembre falleció el general y el financiero que había dado tantas
jornadas de gloria a las armas de la Monarquía Hispánica y que había sostenido
con su crédito la presencia de España en los Países Bajos.
Pero la guerra aún no había terminado y durante septiembre y octubre
Mazarino aprovechó el margen que le permitía Richelieu para ir buscando una
tregua en Casal. Tras muchas idas y venidas, propuso que Toiras abandonase
inmediatamente a los españoles la ciudad de Casal y se retirase a la ciudadela,
así como que las operaciones se suspendieran hasta el 15 de octubre, para tratar
de lograr una negociación. Si pasado ese plazo no se conseguía la paz, las tropas
francesas tendrían hasta el 1 de noviembre para liberar la fortaleza y si lo
lograban recuperarían además la ciudad, pero si no lo conseguían, esta y la
fortaleza pasarían a manos españolas. En todo caso los imperiales quedarían
excluidos de esta combinazione, cuyo peligro era que, en caso de fracaso, la
única puerta abierta que quedara sería la guerra.
Todas las conversaciones fracasaron y el 15 de octubre las tropas francesas
acantonadas en Saluzzo (al sur de Casal) se pusieron en marcha hacia la
fortaleza. Mazarino presentó un nuevo proyecto de armisticio al mariscal
Schomberg, pero este —aunque no lo rechazó de plano— se negó a interrumpir
el avance sin que los acuerdos de Ratisbona le sirvieran tampoco para ello y solo
admitía que los españoles entregaran Casal al duque de Mantua. El italiano
consiguió, en cambio, que el nuevo duque de Saboya, a cambio de la devolución
de sus bienes, se mantuviera al margen de los acontecimientos y a continuación
se reunió con el nuevo gobernador español, el marqués de Santa Cruz, para
convencerle de que, bien por la tregua del 4 de septiembre, bien por los acuerdos
de Ratisbona, tendría que abandonar Casal, por lo que parecía inútil librar una
batalla perdida de antemano y le presentó el proyecto que había sometido a
Schomberg como si este lo hubiera aprobado. Y complicando aún más la
situación, Collalto (muy enfermo, y que se preparaba para regresar a Viena)
había enviado sus tropas hacia Casal bajo el mando de Gallas y se declaró
satisfecho «si Santa Cruz también lo estaba».
El 26 de octubre Mazarino acudió de nuevo ante Santa Cruz apoyándose en lo
que había «aceptado» Collalto, y el general español se mostró dispuesto a firmar
si también lo hacían los franceses, cuyo ejército tomaba posiciones, viendo con
alarma las fuertes líneas de asedio establecidas por Spinola. Todo hacía presagiar
una sangrienta batalla y Schomberg se dijo dispuesto al armisticio propuesto a
condición de que fueran los españoles quienes lo pidieran. El choque estaba a
punto de iniciarse cuando, entre las líneas enemigas que casi se tocaban, surgió
un jinete a galope tendido que gritaba: «Pace, pace!» y agitaba algo en su mano.
La tensión era tal que el caballero fue objeto de varios disparos, pero logró salir
indemne y llegar hasta Schomberg, comunicándole que garantizaba el
asentimiento de sus adversarios. El general francés pidió reunirse con Santa Cruz
y Gallas en terreno neutral y finalmente todos aceptaron el proyecto de
Mazarino. El hábil negociador italiano había conseguido su primer gran triunfo y
entraba en la historia con todos los honores.
La guerra que para España nunca debió tener lugar vivió su epílogo el 6 de
abril de 1631 con el Tratado de Cherasco, por el que el duque de Mantua
recuperó sus estados y permitió la entrada de la influencia francesa en el norte de
Italia. El duque de Saboya, aunque obtuvo una parte del Monferrato, cedió a
Francia Pinerolo y las fortalezas de los Alpes del Dauphiné (abriendo la puerta a
Francia para intervenir libremente en el Piamonte) y entrando en la órbita
francesa mediante un acuerdo secreto. Y Francia trató de conseguir una
confederación en la península y unir a su tradicional aliado (Venecia) a los
príncipes de Mantua, Saboya, Toscana, Parma y Módena. Hasta el papa Urbano
VIII, siempre enemigo de la Monarquía Hispánica, estaba tentado de unirse a
esta liga.
386 AGS, Estado, 2236, Felipe IV a Spinola, 27 de noviembre de 1629.
387 No fue este el único éxito de Scaglia con Olivares, pues aceptó ponerse a su servicio (pero sin
abandonar el de Carlos Manuel) y llevó a cabo varias misiones diplomáticas en Inglaterra y en los Países
Bajos, hasta que, reclamado por el nuevo duque de Saboya, Amadeo, para que regresase a Turín en 1632, se
negó a hacerlo invocando su temor a represalias por parte de Richelieu.
388 Traducción: «Cualquier idea de reposo, de ahorro y de orden en Francia». (…) «abandonar para el
futuro toda idea sobre Italia… y contentarse con la gloria presente que el rey tendrá por haber mantenido
dentro de sus estados al señor de Mantua en contra del poderío del emperador, de España y de Saboya
juntos».
389 Francisco de Sandoval y Rojas, II duque de Lerma, nieto del valido de Felipe III, falleció en campaña
(1635) en Flandes.
390 AGS, Estado, 2648, CCE, 18 de junio de 1630.
Anejo documental

INSTRUCCIÓN AL MARQUÉS DE SPINOLA PARA EL NEGOCIO SECRETO


DE FLANDES391 (EXTRACTO)

Tras recordar a Spinola el vínculo de fidelidad que le debe como miembro del
Consejo de Estado y reiterar las condiciones de la cesión de los Países Bajos y la
situación en que quedarían tras la muerte de uno u otro de los archiduques, el rey
le ordena para el caso de viudedad de la infanta lo siguiente:
Me aseguréis y defendáis aquellos Estados para mi Corona de España, como señor natural y
propietario que soy de ellos, ayudándoos si fuere menester de mi ejército y armas que tenéis a vuestro
cargo y de todos los demás medios que para esto puedan ayudar, convengan y sean a propósito en la
manera que se sigue.
Si falleciera el Archiduque antes que mi hermana, dispondréis y ordenaréis lo que tocare a su
autoridad y servicio, conforme a quien Dios la hizo y al amor que yo la tengo, para que en tanto que
envío quien la acompañe a España, esté con la autoridad, decencia y respeto que se le debe, porque
para tenerla cerca de mí no quiero encargarla de tan gran trabajo y carga como le sería el gobierno
de esos Estados.
Al mismo punto que falleciere el Archiduque os apoderareis del gobierno de esos Estados en mi
nombre, en virtud del poder que para ello se os envía, y los gobernareis en la paz y en la guerra como
lo han acostumbrado mis Gobernadores y Capitanes Generales...
El otro caso es, si Dios fuese servido que falleciendo la Infanta, mi hermana, quede viudo el
Archiduque. Y en este caso, conforme a los capítulos aquí insertos de las escrituras matrimoniales,
queda Gobernador por mí de aquellos Estados y como tal me ha de hacer juramento y pleito
homenaje de fidelidad. Y así os envío cartas para él en vuestra credencia en que le digo lo haga en
vuestras manos, y poder para vos para que en mi nombre lo recibáis del Archiduque con la
solemnidad y en la forma que se acostumbra. Y así donde quiera que os halle esta nueva, dejando
bien prevenido como en tal ocasión es necesario lo que toca al ejército y presidios, acudiréis donde se
hallare el Archiduque y haréis este oficio con él y me enviareis la escritura auténtica del juramento de
fidelidad y pleito homenaje que hubiere hecho en vuestras manos...
Si por ventura el Archiduque, mal aconsejado de ministros suyos mal intencionados o de vecinos
enemigos de su bien y de mi grandeza, pusiere dificultad o duda en hacer el juramento y pleito
homenaje que tiene obligación, o quisiere tomar tiempo para escribirme sobre ello tomando ese color
para dar tiempo al tiempo y ver entre tanto cómo se ponen las cosas, procurareis persuadirle lo que
tanto le conviene, como es hacer el juramento y pleito homenaje, cumpliendo con lo que con él se
capituló y asentó y con las obligaciones de tantas maneras, pues aunque mi padre hizo la
capitulación fui yo el que la cumplí contra el parecer por ventura de los que yo, con justa razón,
pudiera creer. Y si todo esto no bastare con él, de quien no se ha de creer de quien Dios le hizo, ni de
tantas obligaciones y leyes divinas y humanas como rompería, le daréis mi carta en que le digo la
orden que tenéis mía de aseguraros de su persona, y en ese caso le pondréis en el castillo de Amberes
con segura guarda, haciéndolo con la decencia y buen trato que se debe a su persona. Y si llegáredes
a este rompimiento no ha de quedar en él el gobierno aunque después se quisiese reconocer...
Para todo convendrá que en teniendo aviso cierto del fallecimiento de cualquiera de mis hermanos
ordenéis que en los ejércitos y en los castillos se levanten pendones reales por mí, por Rey y señor
propietario de aquellos Estados, y me proclamen por tal públicamente...
Mirad que si el Archiduque fuera el viudo convendrá acudir a él con gran prontitud, antes de darle
tiempo a entrar en nuevos pensamientos, ni que los vecinos lo tengan de encaminarle mal con
ofrecimientos vanos enderezados a su perdición, aunque con color disfrazado...
No quiero dejar de advertiros que, si sucediera el caso de quedar viudo el Archiduque, miréis
mucho cómo os juntáis con él, pues antes de que vos uséis de vuestras comisiones podría hacer tiro de
prenderos o hacer otra violencia en vuestra persona. Y así entrad a tratar de esto tan prevenido y
gallardo que él ni nadie os pueda hacer tiro ni perder el respeto y demás de la seguridad de vuestra
persona, que yo tanto estimo conviene así para el bien del negocio.
Para todo esto convendrá que, sin mostrar ningún cuidado, le tengáis muy grande de tener bien
proveídas las plazas que están en poder de españoles, pues son las más importantes, y hasta aquí han
estado tan mal proveídas como vos sabéis. También procuraréis de tener gratos las cabezas de la casa
de Croy y algunos otros señores principales del país...
Esta instrucción y los despachos que se os entregarán con ella habéis de guardar a tan buen
recaudo como obliga la materia, y holgaré que vos me aviséis dónde y cómo los habéis de guardar
para que yo lo tenga entendido...
Yo, el Rey
Don Pedro Franqueza

PODER DADO POR S. M. AL MARQUÉS AMBROSIO SPINOLA


PARA GOBERNAR LOS ESTADOS DE FLANDES392

Por cuanto en la cesión que el Rey mi señor, mi padre, que santa gloria haya, hizo con mi
consentimiento de los Países Bajos de Flandes y de los Condados de Borgoña y del Charolais en la
Serenísima Infanta Doña Isabel, mi hermana, hay un capítulo del tenor siguiente: Item, con
condición, sin la cual no se hiciera que, si lo que Dios no quiera, no hubiera hijos o hijas de este
matrimonio o fueren muertos al tiempo de la muerte de uno de los contrayentes, la donación y
concesión sea nula y lo que quede desde ahora para en el dicho caso en el cual si la Infanta nuestra
hija fuere la que quedare viuda, se le habrá de acudir con la legítima paterna y dote materna que le
pertenece, fuera de lo que demás de esto Nos o el Príncipe nuestro hijo, por el amor que le tenemos,
en tal caso haríamos con ella. Y si el dicho Archiduque, nuestro sobrino, fuere el viudo ha de quedar y
quede por Gobernador de los dichos Estados Bajos en nombre del propietario, a quien en el dicho
caso se le devolvieren.
Y, porque conforme al dicho capítulo, si la dicha Infanta Doña Isabel, mi hermana, falleciere
primero que el dicho Archiduque Alberto, mi tío, sin dejar hijos, él ha de quedar por gobernador
General de los dichos Países Bajos y Condados de Borgoña y Charolais en mi nombre, y como tal ha
de hacer el juramento de fidelidad y pleito homenaje que han hecho los que sirvieron al Rey, mi señor,
mi padre, en aquel cargo. En este caso envío poder al Marqués Ambrosio Spinola, Caballero del
Toisón de Oro, de los mis Consejos de Estado y de Guerra y mi Maestre de campo general de los
ejércitos que me sirven en aquellos Países, que le reciba de él.
Y para en el otro caso de que Nuestro Señor sea servido que fallezca primero el dicho Archiduque
mi tío sin dejar hijos, en el cual de la misma manera vuelvo a suceder en los dichos Estados y
Condados, me parece justo descargar a mi hermana del trabajo que les causaría haberlos de
gobernar en tiempos de tanta aflicción, y así encargo y mando al dicho Marqués Ambrosio Spinola
que, en este caso, tome a su cargo el gobierno general de ellos y reciba de todos el juramento de
fidelidad que me deben como fieles y leales súbditos míos y los gobierne conforme a sus leyes,
constituciones y loables costumbres, juntamente con el ejército, entretanto que yo mando otra cosa,
sirviendo y respetando a mi hermana como lo haría a mi propia persona entretanto que yo doy orden
en su vuelta a estos Reinos. Y para más obligar a los naturales de dichos Países y Condados, los
confirmará y jurará en mi nombre los privilegios y loables costumbres que hasta aquí se les han
guardado en cuanto diere lugar la conservación y aumento de nuestra santa fe católica apostólica
romana y del estado, guardando la instrucción que se le ha dado, que para todo lo susodicho y cada
cosa y parte de ella y lo a ello anexo y dependiente doy al dicho Marqués Ambrosio Spinola todo mi
poder pleno, cumplido y bastante con todas las fuerzas, vínculos y firmezas que de derecho en tal
caso se requieren y son necesarias, para cuyo efecto mandé despachar la presente, firmada de mi
mano, sellada con mi sello y refrendada del secretario infrascripto. Dada...

Esta instrucción fue confirmada por un despacho del rey de 11 de septiembre


de 1613 (AGS, Estado, 2035)
He visto lo que me escribisteis en cifra en una carta de vuestra mano de 28 de junio sobre que se os
avise cómo habéis de la cédula secreta que se os envió. Y si después de los largos días del
Archiduque, mi hermano, llegare el caso de enviudar la Infanta, mi hermana, podréis la dar cuenta de
los despachos que tenéis y suplicarla que se quiera encargar del gobierno de esos Estados. Y en caso
de que lo acepte os encargareis vos de las armas, a ejemplo de lo que se hizo en tiempo de Madama
Margarita y del Príncipe de Parma, su hijo. Y si mi hermana rehusare la carga del gobierno de los
Estados tomareis a vuestra cuenta lo uno y lo otro usando del despacho que tenéis. Y hasta que llegue
a ocasión guardareis sumo secreto, como se os ha ordenado.

El Consejo de Estado se refiere a la respuesta de Spinola en una consulta de 20


de diciembre de 1613 (AGS, Estado, 2027)
Señor. El Marqués Ambrosio Spinola, en carta para V. M. de 14 del pasado, escribe que ha recibido la
de V. M. en que se le avisó la forma en que ha de usar de la cédula y despacho secreto que se le envió,
lo cual obedecía, como se le manda, guardando sumo secreto en ello hasta que llegue la ocasión. Y en
cuanto al juramento que los vasallos de aquellos Estados debían hacer a V. M. para después de los
días de Su Alteza, dice que no hay duda ninguna sino que convendría muchísimo que lo hiciesen
porque, una vez hecho, es cierto que con mucha más facilidad entraría V. M. a tomar la posesión a su
tiempo, pero que para encaminar esto ahora lo primero ha der ser ver cómo lo toma Su Ateza y así,
en volviendo de Mariemont, buscaría el Marqués ocasión para apuntarle algo como de suyo, si que
por ningún caso entienda que es con sabiduría de V. M. y, conforme a lo que descubriere del ánimo de
Su Alteza, dará cuenta de lo que se le ofreciere

RELACIÓN SUMARIA DEL ESTADO DE LA GUERRA DE ITALIA,


ENVIADA AL DUQUE DE FERIA CUANDO FUE NOMBRADO GOBERNADOR
DE MILÁN EN 15 DE ABRIL DE 1631393

Notorio es lo que el Duque de Nevers ha faltado al respeto tan debido al Emperador y al Rey nuestro
Señor, pues luego que sucedió la muerte del Duque de Mantua, Vicencio, se apoderó de los estados de
Mantua y Monferrato, concluyendo asimismo el matrimonio del Duque de Rethel, su hijo, con la
Princesa María de Mantua, sobrina de Su Majestad, sin darle noticia de ello ni tampoco al Duque de
Saboya, su abuelo, siendo así que el derecho de Nevers a aquellos estados no es tan llano como él
pretende y hay otros pretensores que todos han acudido a pedir lo que dicen que les toca: que son la
Emperatriz, la Duquesa de Lorena, el Duque de Saboya, el de Guastalla y Don Jacinto, hijo del
Duque Fernando de Mantua.
Con esta ocasión, deseando Su Majestad componer estas cosas y mantener la paz de Italia
conservando en ella la autoridad imperial, se hizo entre el Duque de Saboya y Don Gonzalo de
Córdoba un concierto que el Príncipe propuso para ocupar con las armas el Monferrato en nombre
del Emperador y retenerle en su poder mientras declaraba, como directo Señor de aquellos feudos, a
quién había de tocar de justicia. Y en conformidad de ello fueron haciendo ambos los efectos que se
sabe con las armas, habiéndose puesto Don Gonzalo sobre Casal y el Duque ocupado por la parte de
Turín los lugares que conforme a dicho acuerdo habían de tocarle.
El suceso del sitio de la plaza de Casal no se pudo encaminar por las asistencias y socorros que el
Duque de Nevers tuvo de Francia, de Venecianos y de otras partes y y por haber venido últimamente
un tan grueso ejército de franceses en su socorro y, con él, el Rey Cristianísimo, lo cual obligó a Don
Gonzalo a levantar el sitio y a aprobar los capítulos de acuerdo que se hicieron en Susa entre el
Cardenal de Richelieu y el Príncipe de Piamonte. Y sobre ellos hizo Su Majestad la declaración que
se entregará con esta para la forma de la ejecución. Y si bien de esta parte se fue procurando la
composición de aquellas cosas, no se ha podido conseguir todo por culpa de Francia.
El Marqués de los Balbases fue a gobernar el Estado de Milán y llevó órdenes muy particulares de
Su Majestad tanto para la paz como para la guerra. Y luego que llegó a aquel Estado empezó a tratar
de la paz y no pudo encaminarla por pedir franceses condiciones muy fuera de camino. Estando el
Emperador informado de esto y de lo que iban haciendo franceses, habiendo ocupado Susa, envió a
Italia el número de alemanes que se sabe, a cargo del Conde de Collalto, con que se había podido
formar un ejército. Y, a este mismo tiempo, se fue reforzando el ejército francés y ocupando diferentes
plazas en el Piamonte y Saboya, habiendo intentado de prender la persona del Duque muerto y tomar
a Turín.
Y viendo el Marqués de los Balbases y el Conde de Collalto que franceses no se querían ajustar a
lo que era razón y conveniente para la quietud de Italia, sino que iban ocupando al Duque de Saboya
sus Estados, se pusieron con sus ejércitos sobre Mantua y Casal, quedando el ejército del Duque de
Saboya reforzado con la gente que tiene Su Majestad en el Piamonte para impedir a franceses
socorrer Casal. El ejército imperial consiguió su intento de tomar a Mantua, y el Marqués de los
Balbases fue continuando lo de Casal, hasta que por las instancias que se han hecho por parte de
Francia y sus coligados, firmó forzosamente el Marqués de Santa Cruz, gobernando el Estado de
Milán y las armas por la enfermedad del Marqués de los Balbases, los capítulos de suspensión de
ellas hasta los 15 de octubre, porque ya cuando se los entregaron de parte del Duque de Saboya y del
Conde de Collalto no pudo hacer otra cosa. Ahora ha venido aviso de la muerte del Marqués.
Añade que, Su Santidad, aunque no ha declarado su intención se sabe que su ánimo ha sido ayudar
al Duque de Nevers sin atender a las instancias de Su Majestad para que interponga su autoridad en
pro de la quietud de Italia y bien de la Cristiandad.
391 AGS, Estado, Lº. 2226, 16 de abril de 1606.
392 AGS, Estado, 2226, sin fecha, pero dado en 1606 al mismo tiempo que las Instrucciones anteriores.
393 AGS, Estado, 3444, 18 de octubre de 1630.
Dramatis personæ

Aliaga, Fray Luis de (1565-1623). Dominico. Fue provincial de Tierra Santa y


visitador de Portugal (1608). Designado confesor de Felipe III (1609), accedió
al Consejo de Estado y fue nombrado inquisidor general (1618). Enemigo de
Lerma, contribuyó de modo fundamental a la desgracia del valido. A la muerte
del rey fue alejado de las responsabilidades políticas por Baltasar de Zúñiga.
Almirante de Aragón. Véase Hurtado de Mendoza, Francisco.
Añover, conde de. Véase Niño y Lasso, Rodrigo.
Austria, Alberto de, cardenal-archiduque, virrey de Portugal, gobernador
general, Soberano de los Países Bajos (1559-1621). Hijo del emperador
Maximiliano II y de la infanta María de Austria. Fue educado en la corte de
Felipe II y orientado hacia la carrera eclesiástica. Acompañó a Felipe II a
Portugal en 1580 y quedó como virrey hasta su regreso a Madrid (1593)
llamado por el rey. A la muerte de su hermano Ernesto (1595), fue nombrado
gobernador general de los Países Bajos. Tras abandonar su condición
eclesiástica, contrajo matrimonio (1598) con la infanta Isabel Clara Eugenia,
recibiendo la soberanía de los Países Bajos. Tratando de lograr la paz con las
Provincias Unidas, Inglaterra y Francia, chocó continuamente con los
propósitos de Felipe III, que intentó siempre minar su autoridad y recuperar
los Países Bajos. Ante el apoyo del rey a su hermano Matías, tuvo que
abandonar cualquier pretensión de alcanzar la corona del imperio. La Tregua
de los Doce Años (1609) permitió intentar sanar las heridas de tantos años de
guerra y fomentar la economía y el arte, pero a su expiración se vio obligado a
continuar la guerra.
Austria, Felipe II de (1527-1598). A la muerte de Carlos V heredó un inmenso
imperio que cubría todo el mundo conocido. En 1561 fijó la capitalidad de
España en Madrid. Continuó la guerra con Francia, logrando la victoria de San
Quintín (1557), que propició la Paz de Cateau-Cambresis (1558), aunque la
guerra continuó hasta la Paz de Vervins (1598), que significó el fin de su
política imperial en Europa. Su hermanastro Juan de Austria logró la resonante
victoria de Lepanto (1571) sobre los turcos. El ejército del duque de Alba
derrotó (1580) al pretendiente portugués (el Prior de Crato), siendo jurado
como rey (1581) por las Cortes de Tomar. Ante la agresiva política de Isabel I
envió (1588) una armada contra Inglaterra, pero las tormentas la deshicieron,
constituyendo el mayor fracaso de su política militar. De su primer matrimonio
con María de Portugal tuvo al príncipe don Carlos, cuya trágica muerte dio
lugar a todo tipo de falsas acusaciones. De su tercer matrimonio, con Isabel de
Valois, nacieron las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, y del
cuarto matrimonio, con Ana de Austria, su sucesor Felipe III.
Austria, Felipe III de (1578-1621). Durante la primera etapa de su reinado
delegó la dirección de la política en el marqués de Denia (pronto duque de
Lerma), promotor de la Pax Hispanica y del traslado de la corte a Valladolid.
Fue considerado un rey que se limitó a dejar la política en manos de su valido,
ratificó la paz de Vervins, logró la paz con Inglaterra (1604) y aceptó la Tregua
de los Doce Años en 1609, año en el que decretó la expulsión de los moriscos.
Tras el asesinato de Enrique IV, la paz con Francia se alcanzó en 1615
mediante el doble matrimonio del príncipe Felipe con la princesa Isabel de
Borbón, y de la infanta Ana con el rey Luis XIII. No aceptó nunca la cesión de
la soberanía de los Países Bajos a los archiduques y trató siempre de minar su
autoridad y de recuperar el territorio. El fin de su reinado estuvo marcado por
el comienzo de la Guerra de los Treinta Años y la decisión de reanudar la
guerra contra las Provincias Unidas.
Austria, Felipe IV de (1605-1665). Durante la primera etapa de su reinado
descargó el peso del gobierno en su valido, el conde-duque de Olivares, que
impulsó una activa política exterior que trataba de mantener la hegemonía
española. Olivares fue objeto de numerosas críticas y acabó por solicitar y
obtener su alejamiento en 1643. Tras ello fue reemplazado por don Luis de
Haro, que trató de buscar la paz con Francia, lo que se consiguió con la Paz de
los Pirineos (1659). Felipe IV ha sido duramente criticado por su vida frívola y
sus numerosas amantes, pero ello no debe hacer olvidar que fue mucho más
trabajador de lo que se piensa habitualmente y que fue hombre de gran cultura.
Casado en primeras nupcias (1615) con Isabel de Borbón (fallecida en 1644)
en el marco de la política de aproximación a Francia. Su segundo matrimonio
fue con su sobrina María Ana de Austria, que quedó como regente a la muerte
del rey. Desgraciadamente los hijos de Felipe IV fallecieron, quedando como
único heredero de la corona el lamentable Carlos II. El rey tuvo numerosos
hijos naturales, pero solo reconoció a uno de ellos, Juan José de Austria, que
fue un mediano militar y un hábil político durante la minoría de su
hermanastro Carlos II.
Austria, Isabel Clara Eugenia de (1566-1633). Infanta de España,
archiduquesa de Austria, soberana y, luego, gobernadora general de los Países
Bajos. Hija de Felipe II e Isabel de Valois. Fue el gran apoyo y la confidente
de su padre, especialmente en los últimos años del rey. Fracasaron los
proyectos para que sucediera en las coronas de Francia o de Inglaterra.
Frustrados sus proyectados matrimonios con el emperador Rodolfo II y con el
archiduque Ernesto de Austria, casó con el archiduque Alberto en 1598,
recibiendo ambos en soberanía los Países Bajos, hasta que, al no haber tenido
sucesión, a la muerte de Alberto revirtieron a la corona de España. Por sentido
del deber Isabel aceptó quedar en Bruselas como gobernadora general,
haciendo frente hasta su muerte a la guerra con las provincias rebeldes.
Aytona, marqués de. Véase Moncada, Gastón de.
Balbases, marqués de los. Véase Spinola, Ambrosio.
Bedmar, marqués de. Véase Cueva y Benavides, Alonso de la.
Béthune, Maximiliano de, duque de Sully (1559-1641). De ilustre familia
calvinista, fue el mejor consejero de Enrique IV. Como superintendente de
finanzas diseño el impuesto llamado «Paulette» que permitió la venalidad de
los cargos públicos. Negoció con Inglaterra el Tratado de Hampton Court
(1603) contra España. Tras el asesinato de Enrique IV participó en el Consejo
de Regencia, pero dimitió por sus enfrentamientos con María de Médicis.
Próximo a Richelieu, sirvió de intermediario entre católicos y hugonotes en las
guerras de religión de Luis XIII. Mariscal de Francia (1634).
Borbón, Enrique IV de (1553-1610). Rey de Navarra por nacimiento; educado
en la Religión Reformada, contrajo matrimonio con la princesa Margarita de
Valois, produciéndose tras la boda la matanza de la San Bartolomé (1572).
Combatió a Felipe II a la cabeza de la Liga Protestante. En 1589 sucedió a
Enrique III (último rey de la Casa de Valois). Tras abjurar una vez más (1594)
del calvinismo, firmó la Paz de Vervins (1598) y promulgó el Edicto de
Nantes, estableciendo la tolerancia religiosa. En 1600 contrajo nuevo
matrimonio con María de Médicis. Inspirador del «Grand Dessein» con el que
trataba de oponerse a la supremacía europea de la Casa de Austria. Fue
asesinado por Ravaillac en 1610, cuando preparaba un ejército para invadir los
Países Bajos con el fin de conseguir a Charlotte de Montmorency y evitar la
ocupación española del ducado de Cleves-Juliers.
Borbón, Luis XIII de (1601-1643). Hijo de Enrique IV y María de Médicis.
Declarado rey en 1610 y mayor en 1614. La regente, apoyada por el «Parti
Devot», buscó la alianza con España, dejándose influir en exceso por su
favorito Concini (asesinado en 1617) y la mujer de este, Leonora Galligai.
María negoció el «doble matrimonio» con España (1615) por el que Luis XIII
casó con Ana de Austria, y el futuro Felipe IV con Isabel de Borbón. La
relación con Ana de Austria fue tormentosa y ni siquiera el nacimiento de dos
hijos logró suavizar la enorme distancia que siempre hubo entre ambos. Pese a
sus discutidas tendencias homosexuales, Luis XIII fue un profundo cristiano y
consagró Francia a la Virgen (1638) para obtener la paz. En 1624 el cardenal
de Richelieu (protegido por María) entró en el Consejo, transformándose
pronto en el ministro principal. Entre el partido proespañol (de su madre) y el
de la grandeur (del cardenal), eligió este último, enfrentándose con España en
numerosas guerras. La muerte de Richelieu (diciembre 1642) antecedió en
pocos meses a la suya, que tuvo lugar días antes de la victoria francesa en
Rocroi.
Brizuela, Fray Iñigo de (1557-1629). Religioso de la Orden de Santo Domingo.
Confesor y consejero de los archiduques, viajó repetidamente a España para
defender sus posiciones. Fue consejero de Estado y presidente del Consejo de
Flandes. Nombrado obispo de Segovia (1622), renunció (1624) por
divergencias con el cabildo sobre la creencia en la Inmaculada Concepción.
Presidente de la Real Junta del Almirantazgo (1625-1628). En 1628 dimitió de
todos sus cargos en la Administración.
Bucquoy, conde de. Véase Longueval, Charles Bonnaventure.
Calderón, Rodrigo, marqués de Siete Iglesias y conde de la Oliva (1576-
1621). En su juventud fue una de las «hechuras» de mayor confianza del
duque de Lerma, consiguiendo en 1606 quedar al margen de la condena de los
otros hombres del valido. Al ser uno de los personajes más odiados por la
reina Margarita, a la muerte de esta fue acusado de envenenarla, sin que se le
pudiera probar ninguna participación en el fallecimiento. Pese a haber sido
alejado de la corte, fue enviado a Bruselas en 1614 con la misión de estudiar la
reforma del ejército tras la Tregua de los Doce Años, misión que le valió
nuevas amistades a su regreso a Madrid. Tras ser paulatinamente alejado del
entorno de Lerma, a la muerte de Felipe III fue detenido por decisión de
Olivares, demostrando gran entereza al ser ejecutado.
Cárdenas Zapata, Iñigo de (?-1617). Embajador en Venecia (1603-1608) y en
Francia (1609-1612 y 1614-1615), donde desarrolló una gran labor y tuvo que
enfrentarse frecuentemente de modo áspero con Enrique IV (ya irritado por la
altanería de Pedro de Toledo), especialmente con motivo de las crisis
provocadas por la huida a Bruselas de los príncipes de Condé y por la sucesión
de los Ducados de Cleves-Juliers. Su residencia tuvo que ser protegida tras el
asesinato del rey, temiéndose que fuese atacada por la multitud. En 1615
regresó a Madrid, siendo nombrado mayordomo del rey.
Cecil, sir Robert, I conde de Salisbury, vizconde Cranbourne (¿1563?-1612).
Hijo de William Cecil (barón de Burghley, ministro principal de Isabel I).
Acompañó a lord Derby a Holanda para negociar la paz con España (1588),
pero trató de evitar la paz entre España y Francia (1598). A la muerte de
Walsingham (1590) fue nombrado secretario de Estado y desde 1600 entabló
contactos con Jacobo VI de Escocia. Fue el artífice de que sucediera a Isabel I
en la corona de Inglaterra y mantuvo su cargo con el nuevo rey. En 1604
participó en las negociaciones de paz con España, de la que recibió una
pensión (también la recibía de Francia) durante varios años. Fue nombrado
además lord Treasurer (1608) y en 1611 se manifestó en contra del «Spanish
Match».
Cerda, Sancho de la, marqués de La Laguna de Cameros (1550-1626). Tras
ser enviado como embajador extraordinario a Bruselas (1603), quedó como
ordinario hasta 1606. Aunque fue bien recibido por los archiduques, su misión
apenas revistió interés y el archiduque acabó pidiendo a Lerma su destitución.
Al regreso a la corte fue nombrado mayordomo mayor de la Reina. También
fue consejero de Estado y de Guerra.
Cleves-Juliers, Juan Guillermo, duque de (1562?-1609). Tras haber sido
nombrado obispo de Munster, y tras la inesperada muerte de su hermano
mayor, heredó los Ducados. Durante toda su vida fue tratado por manifestar
síntomas de locura. Su muerte desencadenó la primera de las crisis por la
sucesión en sus títulos y territorios.
Coloma, Carlos, I marqués de Espinar (1565-1637). Tras ser virrey de
Mallorca (1611-1617) sirvió en Flandes como gobernador de Cambrai y luego
como maestre de campo general en el Palatinado (1620). Embajador en
Londres en 1622 (mientras Gondomar se encontraba en España) y de nuevo en
1630. Regresó a Flandes en 1631 como maestre de campo general y otra vez
gobernador de Cambrai, donde fue sucedido al año siguiente por el marqués de
Fuentes. Gobernador del Milanesado (1635) y miembro del Consejo de Estado
(1636). Es autor de unos Comentarios a las guerras de Flandes.
Condé, príncipe de (Enrique II de Borbón, duque de Enghien) (1588-1646).
Primer príncipe de sangre, par y gran maestre de Francia. Fue educado en la
cercanía del rey de Navarra Enrique de Borbón. Tras casar por decisión real
con Charlotte de Montmorency (1609), huyó a Bruselas para evitar la
persecución amorosa de Enrique IV, provocando una crisis al intentar el rey
invadir los Países Bajos. Refugiado en Milán, regresó a Francia después del
asesinato del rey y, aunque se enfrentó con María de Médicis, la regente tuvo
que admitirle (1615) en el Consejo de Regencia, pero poco después le hizo
aprisionar en la Bastilla, de la que fue liberado por Luis XIII, que le concedió
su confianza.
Cueva y Benavides, Alonso de la, I marqués de Bedmar, cardenal (1574-
1655). Siendo embajador en Venecia (desde 1607) actuó en estrecho contacto
con el duque de Osuna (virrey de Sicilia y Nápoles) y el marqués de
Villafranca (gobernador general del Milanesado), propugnando una política de
«reputación» contraria al pacifismo lermiano. Acusado de fomentar una
«conjura» contra Venecia (1618), su casa fue asaltada y tuvo que escapar
disfrazado. En 1619 fue nombrado embajador en Bruselas, donde acabó por
hacerse odioso a los belgas, por lo que la archiduquesa Isabel tuvo que
apartarle por completo de los asuntos políticos y finalmente (1632) fue
obligado a trasladarse a Roma. En 1622 fue nombrado cardenal y en 1648
obispo de Málaga.
Enríquez de Acevedo, Pedro, conde de Fuentes (1560-1610). Capitán general
de la Caballería de Milán (1585), Enviado especial en Saboya, capitán general
en Portugal (1589). Sirvió en Flandes (1594) a las órdenes del archiduque
Ernesto, tras cuya muerte tomó el mando del ejército ocupando Dourlens y
Cambrai. En 1598 fue nombrado por Felipe II capitán general de España,
consejero de Estado y de Guerra y grande de España. Fue uno de los
principales defensores de las tesis del «reputacionismo». Como gobernador
general del Milanesado (1600-1610) aisló a Venecia; protegió las vías de
comunicación con el Tirol, y desbarató los intentos franceses de penetrar en
Italia y las apetencias de Carlos Manuel de Saboya de apoderarse del
Milanesado.
Espinar, marqués de. Véase Coloma y Saa, Carlos.
Estuardo, Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra (1566-1625). Rey de
Escocia tras la abdicación forzada de su madre, María «Queen of Scots», y de
Inglaterra e Irlanda (1603) a la muerte de Isabel I. Reinó sobre una Escocia
separada de la Iglesia católica, siendo educado en un estricto presbiterianismo,
al que odiaba tanto como al «papismo». Al heredar la corona de Inglaterra
mantuvo las orientaciones religiosas anglicanas de Isabel I. Firmó el Tratado
de Londres (1604) que sellaba la paz con España, pero influido en exceso por
sus ministros Carr y Buckingham, su dubitativa política exterior fue negativa
en líneas generales, aunque en el plano cultural y económico la suya resultara
una época de esplendor. Sus intentos de implantar una monarquía absoluta
desembocaron en continuos enfrentamientos con el Parlamento. El plan de
casar a su hijo Carlos con la infanta María de Austria se saldó con un fracaso
jaleado por la facción opuesta a cualquier entendimiento con España.
Estuardo, Carlos I (1600-1649). Desde el comienzo de su reinado, su
impopularidad y sus enfrentamientos con el Parlamento fueron en aumento
debido a su matrimonio con una princesa católica y por mantener como
favorito al duque de Buckingham. Tras los fracasos de la guerra con España
(1625) y de la expedición a La Rochelle (1627-28) disolvió el Parlamento,
actuando como un rey absoluto. La rebelión escocesa y la derrota de los
ejércitos del rey le obligaron a recurrir de nuevo al Parlamento, que acaba por
presentar la «Grand Remonstrance» (1641) que desembocó en la guerra civil y
el juicio y ejecución del rey.
Federico V de Wittelsbach-Simmern, elector palatino (1596-1632). Hijo de
Federico IV, sucedió a su padre (1610) como príncipe
elector del Palatinado del Rin. Casó (1613) con Isabel (hija de Jacobo I
Estuardo), con la que tuvo numerosa descendencia. En 1619 Bohemia se
rebeló contra Fernando II y ofreció la corona a Federico por su condición de
protestante. Su aceptación y coronación en Praga están en el
desencadenamiento de la Guerra de los Treinta Años. Sin apoyo ni de la Unión
Protestante ni de otros enemigos del catolicismo, fue derrotado (1620) en la
Montaña Blanca, cerca de Praga. Tras apenas año y medio de «reinado» (por
lo que se le conoció como «el rey de un invierno») inició un exilio en La Haya
que duraría hasta su muerte. Maximiliano de Baviera al sur y Spinola al norte
invadieron el Palatinado, del que Federico fue formalmente desposeído (1623).
La ocupación española fue un motivo de permanente irritación en las
relaciones de España e Inglaterra, pues Jacobo I intentó siempre recuperar el
territorio para su hija y sus nietos.
Feria, duque de. Véase Suárez de Figueroa, Gómez.
Fernández de Córdoba y Cardona, Gonzalo (1585-1635). Hijo del duque se
Sesto (antiguo embajador en Roma y famoso bibliógrafo). Sirvió en los Países
Bajos y en la Guerra del Palatinado a las órdenes de Ambrosio Spinola.
Obtuvo un resonante triunfo en la batalla de Fleurus (1622) contra las tropas
alemanas de Mansfelt y Brunswick y mantuvo la presencia española en el
Palatinado (Heidelberg, 1622) al regresar Spinola a Bruselas. Gobernador
general del Milanesado (1625-1629) su carrera militar terminó de triste manera
por su fracaso ante Casal (Guerra de Sucesión de Mantua), por lo que fue
destituido y procesado en España, salvándole únicamente la intervención del
propio rey.
Flores Dávila, conde de. Véase Zúñiga, Pedro de.
Franqueza, Pedro, conde de (1547-1614). Fue la principal hechura del duque
de Lerma y gracias a eso ocupó numerosos cargos: secretario para los asuntos
de Italia, conservador del patrimonio de Italia y de Aragón, y ostentó las
secretarías de los Consejos de Estado, de Aragón, de Castilla, y de la
Inquisición, así como de las Juntas de Hacienda de España y de Portugal,
puestos que utilizó para enriquecerse de manera desvergonzada. Participó en la
«Junta de Desempeño General» (1603-1606) que pretendía equilibrar en tres
años la hacienda real. En todo momento se sirvió de sus cargos para
enriquecerse y, tras una auditoría ordenada por el rey, fue detenido (1606) y
encarcelado, por lo que el duque de Lerma le abandonó por completo.
Condenado por fraude, cohecho y falsificación, fue condenado a prisión
perpetua.
Frías, duque de. Véase Fernández de Velasco y Tovar, Juan.
Folch de Cardona y Borja, Felipe, IV marqués de Guadalest (?-1616).
Embajador en Bruselas (1606), su misión careció de interés al ser mantenido
por Spinola fuera de las negociaciones de la Tregua de los Doce Años, sobre
las que tuvo que recibir información a través del propio archiduque. Quedó
viudo durante su misión y casó en segundas nupcias (1613) con Ana de Ligne,
hija de Lamoral de Ligne. Falleció en Bruselas.
Fuentes, conde de. Véase Enríquez de Acevedo, Pedro.
Gómez de Sandoval y Rojas, Francisco, marqués de Denia, duque de
Lerma, cardenal de San Sixto (1553-1625). En 1592 fue nombrado
gentilhombre de cámara del príncipe, pero Felipe II le relegó a Valencia
temiendo su excesiva influencia sobre el sucesor. Vuelto a la corte tras el
fallecimiento del rey, acumuló poder e influencia tanto directamente como a
través de sus «hechuras» (principalmente Rodrigo Calderón, marqués de Siete
Iglesias, y Pedro Franqueza, conde de Villalonga). A la muerte de Felipe II
obtuvo los cargos de caballerizo mayor, sumiller de corps y el ducado de
Lerma, y más tarde fue nombrado capitán general de la Caballería de España.
Convenció a Felipe III en 1601 de desplazar a Valladolid la corte, aunque
regresó a Madrid en 1606. Buscó siempre una política de apaciguamiento que
condujo a la llamada «Pax Hispanica». A partir de 1610 comenzó a perder
influencia ante la presión de los sectores más belicistas siendo al fin sustituido
por su propio hijo, el duque de Uceda, tras lo que se retiró a sus posesiones.
Para evitar la persecución que le amenazaba logró ser nombrado cardenal en
1618.
Guadalest, marqués de. Véase Folch de Cardona y Borja, Felipe.
Guzmán y Pimentel, Gaspar de, conde-duque de Olivares (1587-1645). Hijo
del virrey de Sicilia y embajador en Roma. Desde su puesto como
gentilhombre de cámara del futuro Felipe IV, se transformó en el confidente y
valido indispensable con el acceso del nuevo rey, especialmente tras la muerte
de Baltasar de Zúñiga. Dotado de gran inteligencia y de enorme capacidad de
trabajo, trató de devolver a España el esplendor del siglo XVI. Gran protector
de las artes y de las letras y hombre dedicado a nombrar en la Administración
a hombres que no procedían de la nobleza, sus intentos de modernizar el
Estado, el ejército, la hacienda y procurar unificar España le granjearon
enemigos en todos los estamentos, especialmente entre los grandes. La
reanudación de la guerra en los Países Bajos, la equivocada decisión de
implicar a España en la Guerra de Sucesión de Mantua, el apoyo al emperador,
las rebeliones de Portugal y Cataluña, así como otras revueltas interiores en
Aragón y Andalucía, y su fallido proyecto de la Unión de Armas acabaron por
provocar su caída al aceptar el rey (1643) una de sus renovadas peticiones para
abandonar sus cargos. Retirado a Loeches y luego a Toro, su estado psíquico
se fue agravando hasta fallecer casi demente. Lamentablemente gran parte de
los documentos de Estado que llevó a su destierro se han perdido en incendios
posteriores.
Gondomar, conde de. Véase Sarmiento y Acuña, Diego.
Habsburgo, Fernando II de, emperador (1578-1637). Archiduque de Austria,
duque de Estiria, Carintia y Carniola (1590), rey de Bohemia (1617), rey de
Hungría (1618-1625), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a la
muerte de su hermano Matías (1619). La Defenestración de Praga (1618) abrió
el camino a la Guerra de los Treinta Años. La rebelión de Federico V, elector
palatino, arrastró la ocupación del Palatinado y la derrota de Federico V y los
protestantes checos en la batalla de la Montaña Blanca (1620). Con ello logró
imponerse a Bohemia y Hungría y contuvo la invasión danesa entre 1625 y
1629, año en que por el Edicto de Restitución proclamó la supremacía del
catolicismo. El triunfo sueco en Lutzen (1632), las disensiones en el bando
católico y la intervención francesa en la guerra pusieron Alemania en peligro.
Ante el peligro para el imperio había recurrido a los servicios de Wallenstein,
hábil general pero de conducta tan dudosa que el emperador ordenó su
asesinato (1634). Colaboró en la victoria alcanzada en Nordlingen (1634) por
el cardenal Infante y logró la Paz de Praga con Francia al año siguiente,
dejando abandonada a la rama española de la Casa, aunque la Guerra de los
Treinta Años continuó bajo su sucesor hasta 1648.
Habsburgo, Fernando III de, emperador (1608-1657). Rey de Hungría y de
Bohemia. Debió hacer frente a la continuación de la Guerra de los Treinta
Años y a los ataques turcos, con los que firmó un tratado de paz en 1640. En
1644 Transilvania atacó al imperio con ayuda de las tropas suecas, firmándose
la paz en Linz el año siguiente. En 1648 la Conferencia de Westfalia alcanzó la
paz por los tratados de Munster (con Francia y abandonando España en su
guerra con aquella) y Onsnabrück (con Suecia).
Habsburgo, Matías I de, emperador (1557-1619) Hermano del emperador
Rodolfo II, con el que estuvo duramente enfrentado y al que sucedió en 1612.
Gobernador de Austria (1593). Negoció (1606) la paz con el rebelde Esteban
Bocksai, que pretendía la independencia de Hungría y Transilvania (que retuvo
Bocksai), logrando que la corona húngara se mantuviera para Rodolfo. Al final
de su reinado se produjo la Defenestración de Praga (1618), que encendió la
Guerra de los Treinta Años.
Habsburgo, Rodolfo II de, emperador (1552-1612). Educado en la corte de
Felipe II, la desgraciada tragedia y muerte de don Carlos fue probablemente el
origen de su aversión al matrimonio, para evitar tener que enfrentarse con un
problema similar. Previsto como futuro esposo de la infanta Isabel, fue
aplazando la decisión hasta que Felipe II abandonó la idea. Fue rey de Hungría
(1572-1608), de Bohemia (1575-1611) y emperador del Sacro Imperio (1576-
1612). De personalidad compleja y difícil, bebedor inveterado, dedicó buena
parte de su vida a las ciencias ocultas, la alquimia y la astrología. Su
permanente negativa a evocar el problema de su sucesión provocó durante
años un difícil conflicto con sus hermanos, especialmente con Matías
(candidato apoyado tras muchas dudas por Felipe III).
Hurtado de Mendoza, Francisco, almirante de Aragón (1545-1623).
Hermano del duque del Infantado. Luchó en la guerra contra los moriscos
(1568) y a continuación en Flandes (1595). Embajador de Felipe II en Polonia
y en el imperio. En 1596 regresó a los Países Bajos a las órdenes del
archiduque Alberto, siendo hecho prisionero en la batalla de Las Dunas (1602)
y liberado tras dos años de cautividad. Vuelto a España, sus críticas al
gobierno de Lerma acarrearon su desgracia y prisión en Santorcaz acusado de
alta traición (1609-1612), tras lo que renunció a sus títulos y cargos y entró en
religión.
Ibarra, Diego de (?-1626) Fue enviado de Felipe II ante la Liga Católica (1591-
1593). Miembro de los Consejos de Estado y de Guerra. Enviado a Bruselas
(1607) con motivo de las negociaciones con las Provincias Unidas, pero sus
posturas radicales no triunfaron y regresó a España airado y desprestigiado.
Uno de los «halcones» más duros del partido belicista.
Idiáquez, Juan de, gran comendador de León, duque de Villarreal (1540-
1614). Embajador en Génova (1573) y en Venecia (1578). De forma
inesperada para todo el mundo reemplazó (1579) a Antonio Pérez como
secretario de Estado, formando parte de la Junta de Noche. Consejero de
Estado y presidente del Consejo de Órdenes (1599), fue uno de los principales
inspiradores de la política exterior durante la última etapa del reinado de
Felipe II y la primera de Felipe III.
Jeannin, Pierre (1540-1622). Conocido como «El Presidente». Consejero de
Estado (1572) y primer presidente del Parlamento de Borgoña (1582). Como
embajador en Holanda, intervino de modo fundamental en la negociación de la
Tregua de los Doce Años. Fue consejero de Enrique III, Enrique IV y Luis
XIII y superintendente de Finanzas.
Laguna de Cameros, marqués de. Véase Cerda, Sancho de la.
Lerma, duque de. Véase Gómez de Sandoval y Rojas, Francisco.
Longeval, Charles Bonnaventure, conde de Bucquoy (1571-1621). Sirvió
desde muy joven en el ejército español, en el que llegó a los más altos cargos.
Participó en la batalla de las Dunas (1600) y en la toma de Ostende. En la
campaña de Frisia ostentó el cargo de general de la Artillería. Enviado por los
archiduques para dar el pésame a María de Médicis tras el asesinato de
Enrique IV (1610). Representante del archiduque en la Dieta Imperial en 1614,
año en que aceptó el nombramiento del emperador como jefe de las tropas
imperiales. Tomó parte en la batalla de Montaña Blanca (1620) y murió al año
siguiente en acción de guerra.
Mancisidor, Juan de (?-1618). Inició su actividad como colaborador de
Idiáquez y en 1595 fue designado para acompañar al archiduque Alberto a los
Países Bajos. Desde esa fecha hasta su fallecimiento desempeñó el cargo de
secretario de Estado y de Guerra, lo que implicaba ser el secretario de Alberto
(cargo que compartió con Antonio Suárez de Argüelles) y actuar como
ministro en el consejo privado de los archiduques y también como ministro
ante Felipe III (igual que sucedió con Ambrosio Spinola). Tuvo una función
importante en la diplomacia de Alberto, participando, entre otras, en la
negociación de la Tregua de los Doce Años y en la prestación de juramento de
fidelidad de los Países Bajos a Felipe III.
Médicis, María de (1573-1642). Hija del gran duque de Toscana. Segunda
esposa de Enrique IV, al que persiguió con sus celos. Regente en 1610,
abandonó el poder a su favorito Concini y buscó el acercamiento con España.
Arruinado el tesoro constituido por Sully, convocó los Estados Generales
(1614) en un vano intento de calmar el país. Tras el asesinato de Concini
(1617), Luis XIII la exilió a Blois, dando lugar a las «guerras de la madre y el
hijo», que acabaron con su reconciliación (1620) gracias a Richelieu. Ante el
poder creciente del cardenal, la reina trató de destituirle, pero el rey apoyó a su
ministro en la «Journée des Dupes» (1630), provocando el exilio de María en
Bruselas, La Haya y Colonia, donde murió sin volver a encontrarse con su
hijo.
Mexía, Agustín (1555-1629). Durante el reinado de Felipe II participó en la
batalla de Lepanto, la expedición de Túnez (1573), la campaña de Portugal
(1580), la guerra en los Países Bajos bajo el gobierno de Alejandro Farnesio,
la Armada (1588) y la invasión de Aragón (1591). Castellano de Amberes.
Aunque Felipe III le nombró maestre de campo general en Flandes (1604), fue
privado del cargo al ser concedido finalmente a Spinola, siendo autorizado a
regresar a España donde fue nombrado miembro del Consejo de Estado
(1611). Se mostró siempre contrario a la paz con Francia, a la Tregua de los
Doce Años y a la Paz de Asti.
Mirabel, marqués de. Véase Zúñiga y Dávila, Antonio.
Nassau, Justino de (1559-1631). Hijo adulterino de Guillermo de Nassau «el
Taciturno», que le reconoció como uno más de sus hijos matrimoniales, con
los que se educó. En ¿1585? alcanzó el grado de teniente almirante de la Flota
Holandesa y tres años después participó en los combates con la Armada
Española que intentaba la invasión de Inglaterra. Fue nombrado gobernador de
Breda en 1601 y se mantuvo en este cargo hasta la toma de la ciudad (1625)
por las tropas de Spinola tras un largo asedio.
Nassau, Mauricio de (1576-1625). Hijo de Guillermo de Nassau, «el
Taciturno», y Ana de Sajonia. Tras el asesinato de su padre (1584) tomó el
mando de las tropas que combatían contra España, reorganizando el ejército.
En 1600 derrotó al archiduque Alberto en la batalla de Las Dunas, tomando
también La Esclusa y Grave. Enfrentado continuamente con Oldenbarnevelt,
intervino en las negociaciones de 1608 que terminaron con la firma de la
Tregua de los Doce Años. Más tarde heredó el título de príncipe de Orange y
en 1619 logró el encarcelamiento y ejecución de Oldenbarnevelt, su
permanente enemigo. Al reanudarse las hostilidades al fin de la tregua, tuvo
menos éxito que en la etapa anterior. Falleció (1625) camino de Breda,
defendida por su hermano Justino y asediada por Spinola.
Nassau, Frederik-Hendrik de (1583-1647). Estatúder de las Provincias Unidas
(1625-1647). Hijo póstumo de Guillermo «el Taciturno». Heredó el cargo de
estatúder a la muerte de su hermano Mauricio. Tuvo una intervención activa en
la Guerra de los Treinta Años y consiguió derrotar a las tropas españolas en
Bolduque (1629), Maastricht (1632) y Breda (1637). Más flexible que su
hermano respecto de los arminianos, consiguió calmar los problemas
religiosos. Favoreció de modo importante la política de expansión colonial. La
paz de Westfalia (1648) permitió alcanzar la consagración jurídica de la
independencia de las Provincias Unidas.
Niño y Lasso, Rodrigo, II conde de Añover (c. 1560-1620). Participó en la
expedición de la Armada ,siendo hecho prisionero por los ingleses y retenido
durante tres años. Sirvió en Flandes (1602) y, tras regresar a España como
gentilhombre de boca de Felipe III y miembro del Consejo de Guerra, volvió
de nuevo a los Países Bajos (1609), donde fue sumiller de corps de los
archiduques y una de las personas de su mayor confianza. Falleció en el asedio
de Mariemont.
Oldenbarnevelt, Johan van (1547-1619). Fue uno de los principales líderes de
la resistencia frente a la dominación española de los Países Bajos. Pensionario
(consejero) de Rotterdam (1576), al ser asesinado Guillermo de Orange (1584)
apoyó a su hijo Mauricio de Nassau. Nombrado gran pensionario de Holanda
(1586), consolidó la hegemonía de esta provincia sobre las demás y actuó
como representante de la Unión de Utrecht, siendo uno de sus principales
éxitos el establecimiento de una triple alianza (1596) con Francia e Inglaterra
contra la hegemonía española. Dirigió las conversaciones que dieron lugar a la
Tregua de los Doce Años, que de hecho era el reconocimiento por Felipe III de
la independencia de las Provincias Unidas, aun manteniendo su pertenencia
nominal a la Monarquía Hispánica. La tregua le enfrentó con Mauricio,
desembocando en la lucha entre arminianos (calvinistas estrictos) y gomaristas
(apoyados por Mauricio), siendo detenido por sus adversarios (1618). Tras ser
juzgado fue decapitado en 1619.
Olivares, conde-duque de. Véase Guzmán, Gaspar de.
Oñate, conde de. Véase Vélez de Guevara y Tassis, Iñigo.
Osuna, duque de. Véase Téllez Girón, Pedro.
Pecquius, Pierre (1562-1625). Enviado por los archiduques como embajador a
París (1608), trabajó como mediador en la negociación de la Tregua de los
Doce Años. A su regreso a los Países Bajos figuró en el Gran Consejo de
Malinas (1611), siendo posteriormente nombrado vicecanciller (1614) y
canciller del ducado de Brabante en 1616, año en que entró en el Consejo de
Estado y el Consejo Privado archiducales. En 1620 participó en las
negociaciones entre Fernando II y los rebeldes bohemios. Su intento de
negociar en La Haya una renovación de la tregua (1621) se vio empañado por
la hostilidad de las masas y por el rotundo rechazo a la propuesta formulada a
los Estados Generales (la libre administración de sus asuntos internos a
cambio del reconocimiento nominal de la soberanía del rey de España), tras lo
cual perdió su influencia en Bruselas.
Richardot, Jean, llamado Grusset, jefe-presidente del Consejo Privado (1540-
1609). Fue protegido por el cardenal Granvela. Miembro del Gran Consejo de
Malinas (1568). En 1577 se adhirió a la causa de Guillermo de Orange y de los
Estados Generales. Con ocasión de los disturbios producidos durante el
gobierno del duque de Alba fue sometido a prisión. Nombrado miembro del
Conseil Privé (1578) por el emperador Matías. Posteriormente se puso a
disposición incondicional de Alejandro Farnesio, en una prueba de excesivo
oportunismo, siendo nombrado presidente del Consejo de Artois (1582-1586).
Miembro del Conseil Privé (1582) y del Consejo de Estado (1583). Farnesio
trató de promoverle en 1592 a la presidencia del Conseil Privé, que al fin
ostentó entre 1597 y 1609, puesto desde el que tuvo una importante
participación en la política exterior, siendo negociador en la Paz de Vervins, el
Tratado de Londres y la Tregua de los Doce Años. En su última misión (1609)
trató de reducir la hostilidad de Enrique IV hacia los archiduques y falleció en
Arras en el regreso a Bruselas.
Richelieu, cardenal de, Armand-Jean du Plessis, duque de R. (1585–1642).
Obligado por su familia a abrazar la carrera eclesiástica para no perder las
rentas del Obispado de Luçon, realizó estudios religiosos, y fue consagrado
obispo en 1606. En 1614 participó en los Estados Generales, y en 1616 fue
nombrado secretario de Estado para el Interior y para la Guerra. Tras el
asesinato de Concini, siguió a la reina en su exilio, reconciliándola con Luis
XIII. Nombrado cardenal (1622), entró en el Consejo (1624), donde
rápidamente se impuso y se transformó en el principal ministro, enfrentándose
a las revueltas protestantes en el sur y el oeste y a la de la nobleza. Su
enemistad creciente con la reina madre culminó con su triunfo en la «Journée
des Dupes». Protector de las artes y las letras (creó la Academia en 1635), su
preocupación principal fue afirmar la primacía de Francia y debilitar a la Casa
de Austria, pero los gastos de estas guerras produjeron revueltas
implacablemente reprimidas. Fuera de Europa plantó las bases de un imperio
colonial.
Saboya, Carlos Manuel, duque de (1562-1630). Duque de Saboya desde 1580.
Contrajo matrimonio con la hija de Felipe II, la infanta Catalina Micaela
(1567-1597). Adversario de Enrique IV, invadió el marquesado de Saluces
(1588), teniendo que ceder parte de sus territorios a Francia por la Paz de Lyon
(1601). En 1610 se alió con Francia contra España y casó a su hijo Víctor
Amadeo con Chrétienne de Francia (hermana de Luis XIII). Durante la Guerra
de Sucesión de Mantua (1628-1631) se alió sucesivamente con España y con
Francia, declarándose luego neutral.
Salazar, conde de. Véase Velasco, Luis de.
Sarmiento y Acuña, Diego, I conde de Gondomar (1567-1626). Defendió las
costas gallegas contra los ingleses, especialmente durante el ataque contra La
Coruña (1589). Corregidor de Valladolid (1601). Como embajador en Londres
(1612-1618 y de nuevo 1619-1622) gozó de gran amistad e influencia con
Jacobo I y con el príncipe de Gales, logrando, entre otras cosas, la condena y
ejecución (1618) de Ralegh, aunque fracasó en su empeño de lograr el famoso
«Spanish Match» entre la infanta María y el príncipe de Gales. Embajador
extraordinario en Viena (1615). Fue un gran bibliófilo.
Sieteiglesias, marqués de. Véase Calderón, Rodrigo.
Spinola, Ambrosio, I marqués de los Balbases, duque de Sexto y de Venafro,
caballero del Toisón de Oro, grande de España (1559-1630). En 1602 se
trasladó desde Génova a los Países Bajos con el ejército que pagaba con su
propia fortuna, iniciando al año siguiente el sitio de Ostende (que tomó en
1604), manteniendo la guerra contra las Provincias Unidas hasta la Tregua de
los Doce Años, lo que le colocó al borde de la ruina. En 1611 intervino en la
ocupación de los ducados de Clèves y Jülich y en 1620 conquistó parte del
Palatinado. Al reanudarse la guerra con Holanda (1621) consiguió triunfar en
la toma de Breda (1625), tras un largo asedio de un año. En 1628 viajó a
Madrid para apoyar las ideas de la infanta Isabel Clara Eugenia, siendo
destinado a su pesar al frente de Italia, donde falleció de pena tras el asalto de
Casal al serle retirados sus plenos poderes y tener noticia de que uno de sus
hijos no había sabido cumplir su deber de soldado.
Spinola, Federico (1571-1603). Hermano de Ambrosio Spinola. Desde muy
joven luchó en Flandes a las órdenes de Alejandro Farnesio, sin aceptar los
cargos que le fueron ofrecidos. Propuso a Felipe III (1598) la creación de una
escuadra de galeras con base en La Esclusa para luchar con los navíos
holandeses y para preparar una invasión de Inglaterra. Más tarde (1602)
consiguió que esta escuadra fuera reforzada con nuevas galeras, aunque
algunas se perdieron en enfrentamiento con los holandeses en el camino hacia
Flandes. Su acción en la batalla de Las Dunas (1600) no logró evitar la derrota
del archiduque Alberto, pero minimizó la derrota. En 1603 murió al
enfrentarse con la Armada Holandesa.
Suárez de Figueroa, Gómez, III duque de Feria, II marqués de Villalba,
grande de España (1587-1634). Embajador extraordinario en el imperio
(1605-1606) y en Francia (1610) con motivo del asesinato de Enrique IV.
Virrey de Valencia (1615-1618). Gobernador general de Milán (1618-1625).
Virrey de Cataluña (1629-1630). En la campaña de 1633 protagonizó el
«socorro de las tres ciudades del Rin» (Rheinfelden, Constanza y Brisach),
recogido en tres de los cuadros del Salón de Reinos del Palacio del Buen
Retiro.
Suárez de Figueroa y Córdoba, Lorenzo, II duque de Feria (1559-1607).
Nació en Malinas. Embajador de obediencia en la Santa Sede (1590-1592).
Embajador extraordinario en Francia (1592) y enviado ante los Estados
Generales de Francia (hasta 1594). Virrey de Cataluña (1596-1602). Enviado
por Felipe III al imperio (1600) para promover la elección de un príncipe de la
Casa de Austria como rey de romanos. Virrey de Sicilia (1602-1605).
Sully, duque de. Véase Béthune, Maximilien de.
Tellez Girón, Pedro, III duque de Osuna, caballero del Toisón de Oro (1574-
1624). Consejero de Estado. Comenzó sirviendo como simple soldado en los
Países Bajos (1602-1612). Tomó parte, entre otros, en los asedios de Grave,
Ostende y Grol y estuvo embarcado en las galeras de Federico Spinola cuando
esta escuadra fue destrozada por los holandeses. Como uno de los
representantes más ilustres de la corriente belicista, se mostró opuesto a las
negociaciones con los rebeldes, por lo que abandonó los Países Bajos.
Nombrado virrey de Sicilia (1610) y consciente de la importancia de la guerra
por mar, organizó una fuerte escuadra de galeras, igual que hizo
posteriormente como virrey de Nápoles (1616), cargo desde el que procuró el
dominio del Adriático, enfrentándose con Venecia pese a las órdenes en
contrario de Madrid. Se le acusó de haber fomentado la Conjura de Venecia,
pero al fin fueron los propios napolitanos quienes le acusaron de pretender
independizarse de España, por lo que fue destituido (1620) y a su regreso a
España fue detenido (por su oposición a Zúñiga y Olivares), falleciendo en
prisión.
Toledo y Osorio, Pedro de, marqués de Villafranca (1556-1627). Almirante
en Nápoles. Embajador extraordinario en París (1608-1609) para negociar el
doble matrimonio; su duro carácter le hacía poco apto para esta misión y se
enfrentó continuamente con Enrique IV, que pretendía unir a esa negociación
la cesión de los Países Bajos. Gobernador de Milán (1615-1618) sucediendo al
incapaz Hinojosa, negoció la Paz de Pavía (1617). Su misión en los Países
Bajos le enfrentó con el archiduque, ya que era uno de los principales halcones
partidarios de la guerra. Nombrado consejero de Estado (1611) se mostró
partidario del enfrentamiento armado con motivo de la segunda crisis de
Cleves-Juliers.
Tudor, Isabel I de Inglaterra (1533-1603). Declarada ilegítima por un acta del
Parlamento, tras la ejecución de Ana Bolena pudo regresar a la corte gracias a
Catherine Parr. Acusada de tener parte en la rebelión de Sir Thomas Wyatt, fue
encarcelada en la Torre de Londres y luego desterrada. Accedió al trono a la
muerte de su hermana María Tudor, siendo coronada en 1559. Excomulgada
(1570) por Pío V. Ordenó la ejecución de su prima María Estuardo (1587). En
1588 fracasó la expedición de la Armada de Felipe II, trasformando Inglaterra
en una potencia en Europa. Los marinos ingleses (Drake, Hawkins, Raleigh)
dieron a Isabel un dominio de los mares y ampliaron su imperio en América y
tuvo grandes ministros (los Cecil, Walsingham, sir Nicholas Bacon) y
favoritos que produjeron escándalos (Leicester y Essex). Fue también la época
de oro de la literatura con autores como Shakespeare, Spenser, Marlowe o
Bacon. Poco antes de fallecer dio su conformidad para que Jacobo VI Estuardo
(el hijo de María) la sucediera en la corona.
Van der Bergh, Henry, conde de Van der Bergh (1573-1638). Prestó servicio
en el ejército español de los Países Bajos durante muchos años y participó en
la guerra en Juliers, Breda, Grol o Bolduque. General de la Caballería, sucedió
en el mando a Spinola cuando este viajó a Madrid (1629). Sin embargo pronto
comenzó a conspirar con los holandeses y demostrar una sospechosa pasividad
que llevó a la pérdida de Bolduque, por lo que fue relevado del mando. A
punto de ser arrestado por estar implicado en la Revuelta de la Nobleza (1632),
huyó a las Provincias Unidas y con las tropas de estas logró tomar las plazas
de Venlo, Roermond y Maastricht.
Velasco y Mendoza, Luis de, II conde de Salazar, I marqués de Belvedere,
caballero del Toisón de Oro (1559-1626). Fue nombrado por Felipe II capitán
general de la Artillería de Flandes (1597), ostentando más tarde el cargo de
capitán general de la Caballería también en Flandes (1602). Acusado de
incumplir su deber con motivo de la pérdida de La Esclusa (1602), más tarde
estuvo implicado con el espía Sueyro en una extraña conspiración para
apoderarse de esa plaza (1610). Miembro de los consejos de Estado y de
Guerra
Vélez de Guevara y Tassis, Iñigo, V conde de Oñate, «Oñate, el Viejo»
(1572-1644). Heredó en 1618 de su madre, Mariana de Tassis y Acuña, los
títulos de esa casa (el condado de Villamediana y el oficio de correo mayor del
reino) y ostentó el condado de Oñate por matrimonio. Sirvió en los Países
Bajos a las órdenes de Alejandro Farnesio, siendo hecho prisionero.
Embajador en Turín (1603-1613) y en el imperio (1617-1624 y 1633-1637),
donde negoció un acuerdo (1617) por el que Felipe III, renunciando a sus
derechos sucesorios sobre Bohemia y Hungría, recibiría Alsacia a cambio de
su apoyo a Fernando de Estiria. También fue embajador ante la Santa Sede
(1626-1628). Hay que evitar confundirle con su hijo, VIII conde de Oñate,
«Oñate el Joven», del mismo nombre y que desempeñó similares misiones
diplomáticas.
Verreycken, Louis (1552-1620). Secretario del Consejo de Estado belga y
audiencier (secretario de Estado) del Consejo Privado. Tesorero de la Orden
del Toisón de Oro. Participó activamente en las negociaciones diplomáticas
del archiduque Alberto, especialmente en las de la Paz de Vervins y la Tregua
de los Doce Años. En 1600 desempeñó una misión en Londres. Su influencia
creció enormemente tras la muerte de Richardot.
Villafranca, marqués de. Véase Toledo, Pedro de.
Villalonga, conde de. Véase Franqueza, Pedro.
Villamediana, conde de. Véase Tassis, Juan de.
Zúñiga y Dávila, Antonio de, III marqués de Mirabel (?-1650). Miembro de
los consejos de Estado (1633) y de Guerra. Embajador en Francia (1620-1629
con carácter ordinario y hasta 1632 como extraordinario). Durante su
embajada recibió inicialmente órdenes para apoyar a los hugonotes. El Tratado
de Monzón (1627) parecía poder facilitar su gestión al abandonar la política de
enfrentamiento con Francia, pero de nuevo se vio en dificultad con motivo de
la Guerra de Sucesión de Mantua. En 1629 desempeñó una misión de apoyo a
la infanta Isabel Clara Eugenia en Bruselas. También tuvo que enfrentarse con
el problema planteado por la huida a Bruselas de María de Médicis (1631) y
Gaston de Orléans (1632).
Zúñiga y Fonseca, Baltasar de, gran comendador de León (1561-1622).
Participó en la empresa de la Armada y sirvió en la embajada en Roma a las
órdenes de su pariente el conde de Olivares. Embajador en Bruselas (1599-
1603), en París (1603-1606) y en Praga ante los emperadores Rodolfo II y
Matías (1608-1617). A su regreso a España sustituyó al duque de Uceda como
ayo del príncipe de Asturias (1617). Fue nombrado consejero de Estado y
propugnó una decidida «diplomacia por las armas». Su actitud fue
fundamental en la asistencia al emperador (1619), el envío de tropas que
participaron en la batalla de la Montaña Blanca (1620) y en la reanudación de
la guerra en Flandes (1621). A la muerte de Felipe III, por orden de Felipe IV
recibió las llaves y documentos que detentaba Uceda y dirigió el gobierno
junto con su sobrino Olivares en los primeros años del nuevo reinado.
Presidente del Consejo de Italia (1622).
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