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Ignacio Benavides
SPINOLA,
CAPITÁN GENERAL
DE LOS TERCIOS
De Ostende a Casal
Prefacio
Enfrentado con la grave situación militar y pese a la escasa atención que había
concedido a las peticiones de Federico Spinola, Alberto no tuvo más remedio
que reconocer la importancia de la ayuda que le prestaban sus galeras y Felipe
III convocó al almirante para completar la información facilitada por Rodrigo
Niño. Pese a que la intervención de Federico no había conseguido evitar la
derrota en Las Dunas, era evidente que sus galeras revestían una importancia de
primera magnitud, por lo que el rey y el Consejo de Estado las consideraron
elemento primordial para la nueva empresa de Inglaterra y Federico volvió a la
corte renovando sus ofertas anteriores. El rey y el Consejo de Estado
comprendieron la importancia de esta fuerza naval y, siguiendo los consejos de
Zúñiga,18 se aceptó la propuesta de creación de una nueva escuadra de mayor
potencia reviviendo así el proyecto de utilizar los Países Bajos como rampa de
lanzamiento para la invasión de Inglaterra. La situación parecía favorable, pues
en Londres preocupaba el deterioro de la salud de su soberana y la población —y
la mayor parte de los políticos— ignoraba que el poderoso secretario Robert
Cecil trabajaba ya bajo cuerda para que el rey de Escocia —Jacobo VI—
ocupara el trono inglés (pretensión que en 1587 había costado la cabeza a su
madre, Mary Queen of Scots).
Para el rey, la escuadra de Flandes permitía perseguir el doble objetivo de
hacer frente a la amenaza de las naves holandesas que campaban a sus anchas
frente a las costas flamencas y, sobre todo, de transformar en realidad el proyecto
de lanzar una nueva empresa de Inglaterra para la que las galeras servirían de
cabeza de puente con el propósito de «ganar uno, dos o más puertos en aquel
reino y fortificarlos, defenderlos y hacer pie en ellos para desde allí proseguir y
hacer la guerra y toda la ofensa y daño a la reina y a todos los herejes y
enemigos que en aquel reino son… y recibir debajo de la protección y amparo de
Su Majestad a los fieles y católicos cristianos».19
La decisión fue aumentar las tropas fijadas antes en 4.000 infantes y 1.000
jinetes que, si fuera necesario, se elevarían hasta 10.000 infantes y 2.000 jinetes.
Federico aceptó las condiciones comprometiéndose a hacer las levas necesarias y
desembarcar las tropas en Inglaterra, todo ello por su cuenta, a cambio de la
promesa de ser reembolsado de sus adelantos en las condiciones que determinara
el Consejo de Hacienda. Como Federico era ya acreedor de una elevada suma y
seguía mostrando gran desinterés, el propio Consejo propuso al rey que se le
concediera un hábito y encomienda y el título de capitán general de las galeras a
su cargo.20 En esta ocasión el Consejo demostró una cierta tacañería al sugerir
que ese título sería efectivo solamente «durante el tiempo que [las galeras]
residieran en Flandes», mezquindad que constituye un precedente de las
discusiones en las que años después, con ocasión de la guerra del Palatinado, se
examinó la petición de Ambrosio de que se le concediese el título de capitán
general.
Dado que la situación de la hacienda no permitía dispendios, y pese a la
concesión del título de capitán general, el genovés partió sin solución para lo que
se le adeudaba y zarpó del Puerto de Santa María con sus nuevas galeras,
teniendo que enfrentarse con barcos ingleses al costear Portugal. De nuevo fue
llamado a Valladolid y, tras entrevistarse con el rey y con Lerma, se trasladó a
Santander, desde donde llegó en octubre al Canal de La Mancha; al doblar la
península de Bretaña se enfrentó con barcos ingleses y holandeses que,
alarmados por la nueva fuerza naval, trataban de cortarle el camino y destruirla
antes de que pudiera alcanzar sus bases. Al encuentro se añadió una terrible
tormenta que dispersó la escuadra de Spinola, que, pese a las pérdidas y a los
combates, logró alcanzar Dunquerque y refugiarse más tarde en La Esclusa.
La situación se complicaba cada vez más, angustiando a los archiduques
apenas un año después de su entronización como soberanos; la propia infanta
Isabel reconocía que se encontraban en «el mayor aprieto desde que hemos
venido»,21 palabras que viniendo de mujer tan animosa y que tantas cosas había
visto en los años en que sirviera a su padre de secretaria y confidente, equivalía a
admitir que era una encrucijada crítica para el mantenimiento de los Países Bajos
en la obediencia de los archiduques y en la observancia de la religión.
Las tornas se volvían en tierra contra las tropas de los archiduques: Mauricio
de Nassau ocupó en agosto Rheinberg (cuyo valor estratégico permitía el control
de la navegación fluvial) y puso sitio a ‘s-Hertogenbosch (el Bolduque
español)22 aunque, tras dos meses infructuosos, ante la llegada del socorro
español renunció al asedio para no dejar inmovilizadas a sus tropas, pero ello no
le impidió saquear la zona del Luxemburgo. Aunque estas operaciones no
deberían haber supuesto un problema insoluble, Alberto tomó a consecuencia de
las mismas una decisión arriesgada, que se transformaría en el elemento
principal de las siguientes campañas: el asedio de Ostende. La ciudad, dotada de
un puerto importante y bien defendido, se hallaba en manos holandesas y era una
daga clavada en el corazón de los Países Bajos, pues desde allí no solo se podía
hostigar a los barcos españoles, sino que además constituía una puerta abierta
para recibir las tropas y bastimentos que permitieran atacar los territorios
obedientes.
Para el archiduque no cabían términos medios y solo contemplaba la situación
como un dilema entre llevar a cabo una guerra con el apoyo total del rey o
conseguir la paz (puesto que en su opinión una tregua no serviría más que para
perpetuar el estado de guerra). Pero esta forma de entender la situación era mal
vista por el Consejo,23 donde se le acusaba de pretender procurar la marcha de
los extranjeros (los españoles) de los Países Bajos, quedarse con los recursos
económicos necesarios para mantenerse allí y llegar a un acomodo con Inglaterra
y Francia. Para el Consejo todo demostraba que la presencia de los archiduques
en Flandes no había supuesto ni utilidad ni ahorro y, salvo que abdicasen y se
nombrara gobernador general al conde de Fuentes, había que prever para el
futuro que, a falta de un general de la caballería, se nombrara a alguien que
desempeñara el cargo de mayordomo de la infanta.
La decisión tomada por Alberto fue considerada como un tremendo error cuyo
buen término era más que dudoso y cuyas consecuencias parecían muy difíciles
de predecir. Resultaba demasiado arriesgado pretender tomar una plaza bien
amurallada, protegida por tropas holandesas e inglesas mandadas por Vere, que
podían recibir socorros sin dificultad por el canal que la unía con el mar, y la
ocupación por las tropas españolas parecía casi imposible. Asediar una plaza que
podía ser socorrida por mar tan fácilmente tenía como corolario inevitable dejar
desguarnecido el resto del territorio de los Países Bajos, que quedaría a merced
de un ataque de los ejércitos de Mauricio. Alberto parecía ignorar que ni siquiera
un soldado de tanta valía como el duque de Parma se había decidido a emprender
tal asedio vista la dificultad de impedir la llegada de socorros a la ciudad; y
tampoco parecía considerar la necesidad, para tener una cierta garantía de éxito,
de disponer de una fuerza superior a la que podía poner en orden de batalla. Para
muchos no cabía duda de la temeridad de la decisión de Alberto, y de ahí a
considerar que se trataba de un intento desesperado de contrarrestar las críticas
tras el fracaso de Las Dunas no había más que un paso. Y en las Provincias
Unidas existía un sentimiento de escepticismo acerca de la posibilidad de un
asedio esperando que los repetidos motines (en Maastricht, Bergas y otros
lugares) imposibilitaran la decisión.
En la corte la operación se vio con tal recelo que, para reparar lo que se
consideraba una equivocación mayúscula, se pensó en enviar a Juan Fernández
de Velasco, condestable de Castilla y duque de Frías, para que se hiciera cargo
de la guerra en Flandes y así poder «hacer pasar» a los archiduques a Borgoña
(con la consiguiente pérdida de su reciente soberanía). Pero una vez adoptada la
decisión del asedio, por parte católica se llevó a cabo una operación de
intoxicación para hacer creer que los objetivos podrían ser Vlissingen o
Gertruidemberg.
Nada menos que en febrero de este año, Felipe III ya se había apresurado a
prever la situación de la infanta «para el caso de que enviudare»24 y enviaba
instrucciones sobre esta eventualidad al embajador. Conscientes los archiduques
de la fragilidad de su crédito en la corte y de los muchos adversarios que por
interés personal o por congraciarse con el rey, se iban aglutinando allí,
consideraron necesario enviar un mensajero que expusiera «a boca» los peligros
de la situación. El enviado para esta misión, que se extendió desde septiembre de
1601 a abril de 1602, fue Rodrigo Niño y Lasso, quien presentó una memoria en
la que se aconsejaba buscar una suspensión de armas. Aunque la propuesta fue
detenidamente examinada por Felipe III y por el Consejo de Estado, el rey no
estaba dispuesto a aceptar las ideas de sus parientes. Consciente de su autoridad
y vistos los escasos resultados que para la reputación y la hacienda había dado la
cesión de los Países Bajos, aprovechó para insistir en su propósito de arrebatar el
mando del ejército a Alberto: puesto que la hacienda real financiaba la casi
totalidad de las tropas, consideraba su derecho disponer sobre ello: «Mírese si el
esfuerzo que se ha de hacer para reducirlos [a los rebeldes] a lo menos a la
suspensión de armas se haría más adecuadamente por otra mano que la del
Archiduque y con menos costo».25 Tal era, pues, el sentimiento imperante en la
corte y en él se mezclaban la renuencia real a aceptar la cesión de los Países
Bajos y la desconfianza de los ministros acerca de las cualidades militares del
archiduque.
Pese a todas las críticas Alberto puso sitio a Ostende en septiembre, iniciando
un problema que era previsible que costaría muchas vidas, ríos de dinero y
posiblemente pérdida de reputación. Mientras su artillería batía los muros y los
soldados intentaban cegar los fosos para poder atacar de cerca, Bucquoy trató de
construir un dique al este de la plaza para emplazar su artillería e impedir la
entrada de barcas holandesas por el canal principal, pero sus esfuerzos se vieron
dificultados por el cañoneo holandés y las crecidas del mar. Pocos meses
después, uno de los principales soldados que servían en Flandes, Agustín Mexía,
se mostraba tan pesimista sobre las posibilidades de éxito que estimaba más
razonable —por si al final hubiera que decidir levantar el sitio— no acometer la
construcción de fortificaciones de asedio y dejar la situación tal como estaba al
presente, y si más adelante se dieran mejores condiciones se podría volver a
sitiar la plaza. Por su parte, el embajador Baltasar de Zúñiga, muy crítico sobre
la situación del ejército, por las renuencias belgas y la escasez de soldados
españoles, también era escéptico sobre el resultado y, como muchos mandos,
pensaba que lo más conveniente era una retirada paulatina. Incluso los propios
belgas pedían el abandono del sitio, temiendo que, desprovista de tropas la
mayor parte del territorio, los Países Bajos pudieran ser presa fácil de las tropas
holandesas. Para añadir mayor complicación, a finales de año y ante el asalto
que se anunciaba, Vere se manifestó dispuesto a parlamentar enviando a dos de
sus oficiales al campamento español y recibiendo en Ostende a dos españoles,
pero apenas habían comenzado las conversaciones los holandeses lograron hacer
entrar en el puerto tres naves con refuerzos y el comandante inglés rompió la
negociación.
Tal era el escenario que encontró Ambrosio Spinola en los Países Bajos tras
haber partido de Italia en mayo con los 8.000 soldados que había reclutado ante
la negativa del conde de Fuentes de proporcionarle soldados españoles. El estado
de salud de los recién llegados era preocupante y lo peor era que el de las tropas
que ya estaban en los Países Bajos no era mucho mejor. El estado sanitario de las
tropas no era el único problema, sino que, para colmo de males, a la escasez de
soldados españoles e italianos (cuya presencia se venía reclamando inútilmente)
vinieron a sumarse los motines por falta de pago que harían clamar a la infanta
que «ya no hay vergüenza en el mundo».26 Por desgracia ni los esfuerzos de
Alberto ni las cartas de la infanta a Lerma encontraban eco en la corte y el
Consejo de Estado se sometía de nuevo a los deseos de Felipe III de eliminar a
Alberto, insistiendo en la conveniencia de enviar «un español principal y soldado
que no solo descargue al Archiduque de la ocupación y el trabajo de la guerra y,
si falleciera, asistiera y sirviera a la Serenísima Infanta… pero conviene además
de ser persona principal y soldado sea a satisfacción de Su Alteza».27
Además del intento de cambiar el mando de las tropas, al rey le parecía que la
ocasión era propicia para impulsar la candidatura de la infanta a la corona de
Inglaterra. La edad y los achaques de Isabel I y la falta de sucesor directo
permitían a Felipe III revivir la pretensión de su padre. Con esta maniobra
esperaba lograr el doble objetivo de recuperar los Países Bajos y atender las
peticiones de los católicos ingleses que le reclamaban insistentemente que
apoyase un candidato que les asegurase la libertad religiosa tras los duros años
pasados bajo una reina excomulgada por el Papa. Estos cálculos le impulsaron a
actuar, no ya simplemente a espaldas de sus parientes, sino incluso en su contra
como lo prueban las instrucciones a Zúñiga:
Me he resuelto de nombrar a mi hermana y que, por todos los medios decentes y confidentes, se
procure que suceda en aquella corona así por haberme propuesto los católicos su persona como por ser
la más conveniente elección para el fin que se pretende… por las grandes partes y virtudes que
concurren en mi hermana y añadirse a ello el derecho que tiene a la sucesión de aquella corona, de lo
cual he dado cuenta a Su Santidad.28
En las discusiones del Consejo de Estado resuenan dos temas recurrentes que
reflejan las preocupaciones del rey: en primer lugar el deseo de retirar el mando
militar a Alberto, convencida la corte de que sus dotes militares estaban muy
lejos de garantizar el éxito, y en segundo lugar la vigilancia permanente de la
salud del archiduque. No era un secreto que Alberto sufría de la gota, pero
cuando se piensa que, pese a todas las noticias que durante años le dieron poco
menos que por muerto, vivió hasta 1621, no parece exagerado pensar que en el
rey pesaba más su ambición de recuperar los Países Bajos que el cariño —o la
simple caridad— que debería haber sentido por sus parientes. A lo largo de los
años el rey se refirió repetidamente al fallecimiento de Alberto como si fuera su
obsesión, y que fue inútil, ya que, ironía del destino, fue él quien le precedió en
la tumba.
¿Qué es lo que pudo mover a Ambrosio Spinola a decidirse por acudir a
Flandes con tropas alistadas por él en Italia? Su hermano Federico continuaba
con el proyecto de invasión de Inglaterra, que implicaba apoderarse de dos
puertos en la isla y enviar hasta allí tropas y aprovisionamientos para disponer de
una cabeza de puente fija, evitando así los problemas planteados en anteriores
proyectos. Pero como de costumbre la falta de fondos era el principal obstáculo
para todo intento. Fue esa carencia lo que impulsó principalmente a Ambrosio a
financiar la empresa, pero con la condición de ostentar el mando de las fuerzas
terrestres y de esta forma el banquero comenzó su transformación en soldado,
aunque también es posible que así pretendiera escapar de la aplastante influencia
de la familia Doria en Génova.
La misión de los Spinola en Flandes se veía de modo muy diferente por Felipe
y por Alberto. Para el rey el objetivo principal de la fuerza naval de Federico y
de la infantería de Ambrosio era la invasión de Inglaterra (con la posibilidad
añadida de que Isabel y Alberto accedieran a aquella corona y también recuperar
los Países Bajos). Por el contrario, para el archiduque, al no haber enviado el
conde de Fuentes desde Milán las tropas de ayuda como se le había ordenado, no
cabía más esperanza que servirse de los Spinola como instrumento para hacer
frente al enemigo holandés y, una vez alcanzada una suspensión de armas o una
tregua larga, negociar con las Provincias Unidas e intentar reafirmar su
soberanía. Las ideas de Alberto distaban por tanto mucho de los propósitos del
rey que ordenaba en secreto al embajador que las galeras y los infantes, más las
tropas valonas y alemanas que había que reclutar, se destinaran a la misión con
la que soñaba.29 El archiduque recibió órdenes tajantes que le dejaban sin
margen de maniobra para que destinase a tal uso la fuerza militar de los dos
hermanos y facilitara las levas.30 Sin embargo, cuando Ambrosio se presentó
ante él comunicándole que sus instrucciones eran que sus soldados no fueran
utilizados hasta que llegaran las galeras y se formara la fuerza expedicionaria, el
archiduque consiguió convencerle de que la gravedad de la situación impediría
tanto la defensa frente a los ataques del enemigo como la continuación del sitio
de Ostende. Por no hablar del sueño de Inglaterra.
Como informaba Zúñiga, el archiduque no estaba inclinado a concluir una
tregua y no tenía más remedio que intentar justificar el quebrantamiento de las
instrucciones reales invocando que «hallándose el enemigo en campaña con tan
poderoso ejército… ha sido más que necesario y forzoso valernos de dicha gente
para incorporarla luego que llegó a estos Estados con la demás del ejército que
se ha podido juntar en Brabante para oponerse al enemigo».31 Contrariados sus
deseos, el rey tuvo que renunciar al plan de invasión y ordenar a Ambrosio que
«asistáis al Archiduque mi tío dónde y cómo os lo ordenare»32 y asegurar a
Zúñiga que lo había hecho «por el amor que tengo a mis hermanos y lo mucho
que deseo su conservación y autoridad».33 De esta forma Spinola acabó
cediendo a los ruegos del archiduque y se reunió en Diest con las tropas que se
encontraban en Brabante bajo el mando del almirante de Aragón (ya liberado de
su prisión en La Haya) aunque mantuvo su propio mando sobre las tropas que
había traído de Italia.
La campaña de Mauricio había colocado a los Países Bajos en situación muy
delicada, ante la que el almirante se limitó a tímidos movimientos de tropas y a
atrincherarse en Tirlemont, en espera de acontecimientos mientras Mauricio
aprovechaba para asediar Grave, que, tras un frustrado intento por levantar el
sitio, en septiembre, seguía en manos holandesas y el almirante se encaminó al
país de Lieja donde la caballería amotinada se pasó al enemigo. Ante estas
nuevas pruebas de incapacidad militar, el archiduque se vio obligado a retirarle
el mando y el rey le ordenó que regresara a España.34
Por fin llegaron los restos de la flota que Federico traía desde España y de la
que, tras el enfrentamiento con barcos ingleses y holandeses, se habían perdido
dos galeras por una violenta tempestad. Tres naufragaron en los bajíos de la
costa y una pudo refugiarse en Calais (donde los franceses liberaron a la chusma
y despojaron a los soldados). Aunque Zúñiga alegó que las circunstancias
impedían prestarle ayuda, Federico intentó recomponer su flota tratando de
armar hasta doce galeras con las que estaba dispuesto a hacerse inmediatamente
a la mar. La situación coincidía con las órdenes del rey enviadas a fines de año
para dar nuevo ímpetu al proyecto de invasión de Inglaterra. La merma sufrida
por las tropas que acompañaran a Spinola desde Italia obligaba a reforzarlas y se
ordenó al archiduque que colaborase en la organización de levas para llegar a
20.000 infantes y 2.000 jinetes, a los que debía facilitar un tren completo de
artillería así como las municiones y los bagajes necesarios para la operación,
pero dolido por no haber sido informado antes de tales planes, no solo
obstaculizó la realización de las levas, sino que escribió al rey criticando el
proyecto, lo que motivó una seca llamada al orden del monarca conminándole a
la ejecución inmediata de lo prescrito.
En estas condiciones no es de extrañar que la campaña de 1603 comenzase
bajo muy malos auspicios. En Hoogstraten no solo persistía un grave motín, sino
que los amotinados (cuyos desmanes anteriores les hacían temer un serio
castigo) se pasaron al campo rebelde, permitiendo a Mauricio asediar Bolduque
que fue salvado gracias a una rápida intervención del archiduque.
Desgraciadamente sus relaciones con Federico distaban de ser cordiales y
aunque Alberto aseguraba que le concedía toda la ayuda posible, el almirante
genovés presentaba continuas exigencias al archiduque y pretendía no depender
de nadie.
Aunque la información tardó semanas en llegar a la corte y aunque se
produjera el reajuste imprescindible, una desgraciada batalla naval en 1603
cambió la situación. Federico venía utilizando sus galeras para hostigar a los
holandeses y, aprovechando la llegada de los soldados de su hermano, consiguió
que el archiduque le permitiera unirlos a sus tripulaciones en La Esclusa e
intentar un golpe de mano. El 25 de mayo se hizo a la mar con ocho galeras y
1.500 hombres, enfrentándose frente al puerto a cinco barcos de guerra
holandeses paralizados por falta de viento. Tras dos horas de combate se levantó
un fuerte viento que permitió maniobrar a los holandeses con tal suerte que sus
disparos hicieron blanco en la galera de Federico, que falleció como
consecuencia de las heridas recibidas. La noticia de la muerte de su hermano le
llegó a Ambrosio en Pavía, donde se encontraba reclutando nuevas levas, y le
provocó tal crisis que estuvo a punto de abandonar sus proyectos de servicio al
rey de España.
La repetición de los motines había obligado en julio a tratar de recuperar el
castillo de Hoogstraten, en el que se habían hecho fuertes los amotinados; tras
enfrentarse con ellos y con las tropas holandesas que acudieron en su auxilio, fue
forzoso retirarse dando a estas últimas la oportunidad de atacar de nuevo un
Bolduque carente de medios para repeler el asalto. Fracasado un primer intento
de socorro de la plaza a cargo de Frederik van den Bergh, Spinola y Bucquoy
fueron quienes acudieron en su auxilio con los escasos soldados que fue posible
reunir. Lograron liberar la plaza en noviembre.
Alberto abrigaba todavía esperanzas de progresar en el cerco de Ostende,
aunque, pese a los meses transcurridos, la situación estaba empantanada y el
desánimo comenzaba a cundir entre los sitiadores. Pero como tras la derrota de
Las Dunas no podía permitirse levantar el asedio (lo que justificaría las críticas
cada vez más duras) no había otra solución que tentar con el mando al recién
llegado Spinola, ofreciéndole todos los fondos enviados desde España para este
fin. Tras ciertas vacilaciones, el genovés aplazó su proyectado viaje a la corte y
aceptó la propuesta. La paralización del asedio obligaba así a Alberto a
establecer un contrato con Spinola, entregándole la dirección de las operaciones,
y a suplicar al rey el envío de los fondos necesarios para continuar la empresa.35
Mediante asientos entre Alberto y los banqueros de Amberes (Vincenzo
Centurioni y Francisco Serra), estos recibieron orden de pagar a Spinola 720.000
escudos para el año. Según los cálculos del genovés, serían necesarios 120.000
ducados al mes, pero como el archiduque había gastado ya por adelantado las
provisiones hasta enero siguiente, Spinola aceptó tomar a su cargo los gastos
contra una asignación de 60.000 ducados mensuales sobre las provisiones
españolas, lo que permitía un respiro a Alberto en sus maltrechas finanzas, pero
pidiendo la inmediata remisión de letras de cambio para hacer frente a la
continuación del asedio.
El mismo día de la firma del acuerdo con Spinola, el archiduque escribió al rey
para intentar obtener su conformidad:
A no hallarse medio para su continuación me obligarán a tratar de levantar el sitio… así [Spinola] se
ha encargado de la continuación de aquella empresa, proveyendo y anticipando el dinero necesario
para el gasto de las obras, municiones y sustento de la gente, con que se le den consignaciones de lo
que en todo se gastare para los meses del año que viene desde el de febrero en adelante… quedándole
las personas que han asistido en él, de quien valerse y ayudarse, espero de su valor mucho cuidado y
diligencia que saldrá con la empresa…36
Sin dejarse distraer por todas estas intrigas, Spinola se concentró en atacar
Ostende por el oeste y suroeste; paralizando la construcción del dique que
Bucquoy trataba de construir en el este. En junio consiguió abrir una brecha en
la muralla sur y apoderarse del segundo recinto, pero para su sorpresa encontró
que los sitiados habían construido un tercero que, provocando una batalla de
muralla a muralla, constituía un nuevo obstáculo que hizo crecer el pesimismo y
ponía de nuevo en peligro la expugnación. Sin embargo los sitiados, visto que
los esfuerzos de Mauricio por socorrerles no tenían éxito, acabaron por rendirse
el 22 de septiembre, tras 39 meses de asedio, recibiendo unas condiciones
dignas: se permitió la salida en orden de los más de 4.000 defensores y el
gobernador de la plaza fue invitado a un banquete con los generales victoriosos.
El botín de guerra fue cuantioso y el triunfo dio lugar a un alud de escritos
encomiásticos que comparaban la victoria a una nueva guerra de Troya.
Señor: a los 20 de este, los de la villa de Ostende salieron a parlamentar y luego, el mismo día, se
concertó que rindiesen hoy la villa y así lo han hecho, y la gente de V. M. ha entrado dentro y V. M.
queda señor de ella.58
Así dio cuenta Spinola al rey del triunfo de sus armas. Felipe III respondió
asegurándole que el servicio hecho había sido «muy particular y así lo será la
memoria que tendré de vuestra persona y casa para haceros la honra y merced
que por esto y vuestro mucho celo de mi servicio merecéis».59 ¿Hasta dónde
llegarían esa honra y esa merced? Una Junta de Estado60 estudió la propuesta
del archiduque de que se concediera a Spinola el título de maestre de campo
general, pero la Junta opinaba que el cargo debía ser para Agustín Mexía, por lo
que Idiáquez consideró suficiente merced el Toisón de Oro y los Ducados de San
Severina (en Nápoles) y de Caravel (en el Milanesado); aunque el conde de
Miranda se adhirió a la concesión de los dos títulos no lo hizo a la propuesta del
Toisón.
De todos modos la Junta tenía clavada la espina de La Esclusa y quería esperar
a conocer los argumentos del archiduque, pues «de su mano había escrito que en
esto había culpados y que no hacía demostración de ellos porque veía que eran
en la corte acogidos y favorecidos algunos, aludiendo a Don Luis de Velasco».
Inmediatamente después de la toma de Ostende, en un extraordinario cambio de
opinión, Alberto envió a Lerma una nueva propuesta en la que presentaba a
Spinola, en detrimento de Mexía, como su candidato para el cargo de maestre de
campo general:
Aunque me acuerdo muy bien de lo que V. S. me escribió los otros días acerca de la provisión del
cargo de Maestre de Campo General de este ejército y lo que le respondí sobre ello, aprobando la
persona de Don Agustín Mexía en que V.S. me decía estaba resuelto de S.M. de proveerle, me ha
parecido apuntarle ahora que, viendo el estado de las cosas de por acá, parece por muchas
consideraciones muy necesario que este cargo provea en el Marqués Spinola, que aunque pudiera
desear que fuera más experimentado soldado de lo que realmente es, tiene tales partes que, con poca
ayuda, hará bien lo que fuere menester.61
Semejante propuesta era tanto una hábil finta para evitar que el jefe supremo
del ejército fuera únicamente el missus dominicus de Felipe III, con lo que su
lealtad iría al rey y no a los archiduques, como un intento desesperado de poder
disponer de unos fondos que solo Spinola podía garantizarle cuando las
provisiones recibidas de España se habían gastado sin resultado apreciable. Y la
infanta apoyaba claramente al genovés ante Lerma:
Antes parece que Nuestro Señor ha enviado a este hombre aquí para remedio de tantos
inconvenientes… está generalmente bien quisto con todas las naciones y con los del país mucho. Los
soldados hacen más por él que nadie… es grandísimo trabajador y diligente y no rehúsa ningún
trabajo ni peligro de persona y teniendo todas estas partes se le puede bien suplir lo que le falta de
práctica y experiencia… lo aprenderá bien presto.62
Por primera vez Spinola quería ir a España para entrevistarse con el rey, ya que
la expugnación de Ostende le ofrecía motivo para ir a Valladolid y no solo
recoger los laureles a los que se había hecho acreedor, sino también poder
perfilar la próxima campaña y tratar de asegurarse de que dispondría de medios
económicos que le permitieran continuar su labor. Temerosos de perder a su
victorioso general y, pese a sus reticencias, Isabel y Alberto tuvieron que
concederle licencia para emprender un viaje que se inició en noviembre. A su
paso por París, Spinola tuvo ocasión de cambiar impresiones con Baltasar de
Zúñiga (que ahora desempeñaba esa embajada) y de ser recibido por Enrique IV,
que alabó la toma de Ostende calificándola de empresa que él no hubiera osado
emprender.
El cronista Cabrera de Córdoba subrayó la magnificencia con que Spinola se
instaló en la corte y que traslucía su aspiración a ser recompensado con los más
altos honores, pero comentando que aunque se tenía su pretensión por cosa de
poco fundamento «no le faltará a S. M. otra cosa en que hacerle merced y
remunerar sus servicios». Tras una primera entrevista con Lerma fue recibido
por Felipe III, al que, tras las habituales promesas de sacrificar la vida en su
servicio, entregó las cartas de los archiduques de las que era portador. La infanta,
alabando a quien los había sacado de tan grave atolladero, insistía en la
necesidad de que Spinola regresara a los Países Bajos para continuar la guerra y
pedía que se le concediera el título de general.
Las ideas que traía Spinola suponían un cambio radical en el curso de las
hostilidades, al proponer un nuevo enfoque que significaba pasar de la guerra
defensiva a la ofensiva, llevar el ejército al territorio enemigo, donde encontraría
su sustento y, mediante el establecimiento de impuestos en esa zona, obligar a
los holandeses a cargar con el peso de la guerra. El plan radicaba en la formación
de un ejército de 30.000 infantes y 4.000 jinetes divididos en dos cuerpos. El
primero (15.000 infantes y 1.500 caballos) sitiaría La Esclusa mientras el resto
cruzaría el Rin para entrar en Frisia (región no protegida por el mar), tomando
por la espalda a los holandeses. Spinola puso tal pasión en sus ideas que el
Consejo de Estado aprobó el plan;63 pero todo estuvo a punto de irse al traste
por la resistencia a conceder el mando supremo a quien —pese a todo— se
seguía considerando solo como un banquero italiano desprovisto de formación
militar, razón por la que se pretendió limitar su mando al del ejército que sitiara
La Esclusa.
En estas condiciones se entrevistó a principios de febrero de 1605 con Pedro
Franqueza, alegando que la propuesta que se le hacía tenía dos aspectos que no
estaba dispuesto a aceptar. Si la corte reconocía que lo que anhelaba era «ganar
honra y reputación en cosas grandes», pretender ahora, tras Ostende, limitarle a
la recuperación de La Esclusa era algo que quedaba muy lejos de sus propósitos
al ir a Flandes. Además puesto que ya había tenido bajo su mando todo el
ejército de los Países Bajos, no podía admitir que se le confiase solo una parte y
que el mando general fuese a otras manos, lo que, aparte del desprestigio que
significaba para él, no era sino plantar las semillas de futuros fracasos. Parece
evidente que en estos momentos Spinola se consideraba no solo un general sino
sobre todo «el general del rey» por antonomasia y, con cierta desmesura, no se
privó de criticar la falta de autoridad del archiduque, afirmando que ni le
obedecía nadie ni se observaban sus órdenes y que mientras se mantuviera tal
situación resultaba imposible obtener ningún resultado, y tanto menos si había
dos ejércitos con dos cabezas, porque «cada una de ellas, pues no se tiene
respeto ni obediencia a S. A., procuraría deshacer el ejército que no estuviese a
su cargo». Empecinado en sus pretensiones y dispuesto a no ceder «mientras no
se le hiciese mayor merced», solicitó licencia para volverse a su casa en Génova.
Los argumentos de Franqueza para hacerle cambiar de opinión resultaron
inútiles, pues no eran sino palabras vanas: argumentar que el rey le confiaba un
gran ejército y las personas de los archiduques y que el ejército de la campaña de
Frisia no formaba parte del de los Países Bajos, puesto que estaría fuera del
territorio, era argucia que mal podría convencer a nadie. Spinola no cayó en esa
trampa y mantuvo su decisión de abandonar Flandes, lo que Franqueza no quiso
admitir, pidiéndole que recapacitara antes de tomar tal decisión. Tampoco tuvo
éxito Lerma más tarde, pese a intentar achacarle la pérdida de las galeras de La
Esclusa amparándose en quienes le culpabilizaban de ello al haber sido
nombrado su comandante por el genovés.
La posibilidad de que, en demérito de quienes habían probado su valor en
tantas ocasiones, se concediera el mando supremo a quien no era soldado era
algo que muchos no querían aceptar y la avalancha de críticas iba haciendo
mella en Felipe III, que en un primer momento quiso nombrar maestre de campo
general a Agustín Mexía, sin duda el mejor general español en los Países Bajos y
que había sido castellano de Amberes y lugarteniente de Alberto. Al final, el
decepcionado Mexía recibió orden de regresar a España y como compensación
fue nombrado consejero de guerra y visitador general de las fronteras y costas de
España.
La intransigencia de Spinola le permitió salirse con la suya y, tras reunirse con
Idiáquez, sus pretensiones fueron aceptadas. Y en mayo el rey firmó su
nombramiento como «maestre de campo general del ejército y ejércitos que se
juntaren en Flandes para dentro y fuera de ellos… porque conviene a mi servicio
que haya persona que campee con el ejército y le gobierne, descargando de este
cuidado al Serenísimo Archiduque Alberto… y se consiga con ello el servicio de
Dios y mío y el sosiego y quietud de mis hermanos…».64 Y no solo fue eso,
sino que, además de recibir el ducado de Santa Severina, fue nombrado
superintendente general de la Hacienda y el rey le otorgó el Toisón de Oro
(aunque no la grandeza), mercedes que produjeron una nueva oleada de envidia.
Resuelto el problema de los cargos, había llegado el momento de estudiar a
fondo las propuestas para la campaña de Frisia. Alentado por el éxito obtenido
hasta ese momento, Spinola amplió sus peticiones. Quería que, para obstaculizar
el comercio holandés, se añadiese una fuerza naval a los dos ejércitos. Aceptadas
sus peticiones regresó a los Países Bajos, entrevistándose de nuevo en París con
Enrique IV, que, siempre atento a proteger los intereses de sus aliados
holandeses, trató de sonsacarle sus planes. Spinola confesó su proyecto de
construir puentes sobre el Rin y hacer pasar sus soldados a Frisia. El francés,
soldado experimentado, consideró imposible la maniobra al carecer España de
cabezas de puente en las riberas; pero cuando comprobó que el plan había sido
realizado tal como Spinola se lo había expuesto, parece que exclamó: «¡Otros
engañan con mentiras y este italiano me ha engañado con la verdad!».
Spinola había logrado que sus peticiones militares y económicas fueran
aprobadas en Valladolid. Además había recibido nombramientos, títulos
nobiliarios e incluso el Toisón. Pero los resentimientos seguían ardiendo en la
corte y, ya que la toma de Ostende había enfriado las críticas que le negaban
valía militar, se intentó desprestigiarle poniendo en duda su honradez en los
aspectos económicos. Habida cuenta de la situación (no estaba lejos la primera
bancarrota del reinado), parecía que una acusación de malversación era la
oportunidad para influir en el rey. El cargo de superintendente general de la
hacienda obligaba a su titular a un uso muy preciso de los fondos destinados al
ejército y resultaba fácil sembrar la insidia dejando caer la sospecha de que el
dinero acababa en fines distintos de aquellos para los que estaba destinado. Tal
debió ser la presión que el rey, aun manifestándole su confianza y las dudas
sobre las alegaciones, pidió a Spinola con una seca llamada al orden y de forma
un tanto abrupta que cumpliese las órdenes impartidas.
El fin que se tuvo de encomendaros la superintendencia y distribución de la hacienda para la paga del
ejército que me sirve en esos estados fue para que se gastara todo en beneficio del ejército conforme a
las órdenes que para esto están dadas. Y así he sentido mucho haber llegado a mí la noticia de que la
dicha hacienda se distribuye en mucha parte en otros efectos contra mis órdenes… con apercibimiento
de que lo que hubiéredes pagado o pagáderes contra ellas, en poca ni en mucha cantidad, se os hará
cargo de ello y se pondrá por vuestra cuenta sin hacérseos buenas las partidas que pagáderes fuera de
las órdenes que tenéis.65
No parece, sin embargo, que esta advertencia tuviera más consecuencias, pues
en la documentación disponible no hay nuevas referencias a este asunto y, meses
después, sería el Consejo de Estado el que endosara plenamente las acciones del
genovés.
Ya en Bruselas, Spinola recibió de manos de los archiduques el Toisón que le
había sido conferido y, con ánimo renovado, puso manos a la obra para llevar a
cabo una campaña de signo ofensivo tras tantos lustros de simple defensa del
territorio belga. Consciente de que el cambio de actitud debía ocultarse al
enemigo, ordenó una serie de maniobras para engañar a Mauricio sobre sus
verdaderas intenciones, desplazando las tropas entre distintas ciudades como si
fuera a poner sitio a alguna de ellas. No siendo ajeno a la utilidad de los espías y
supuesto que también los holandeses los tenían en la zona católica, recurrió
incluso a la estratagema de visitar personalmente posibles objetivos (atrayendo
así la atención sobre sus propios movimientos) y pedir opinión al Consejo de
Guerra belga sobre cuál de ellos sería más conveniente para la campaña.
El Estatúder holandés se vio así forzado a aprovisionar las plazas que parecían
más expuestas y a mantenerse en espera de que se decantase la situación para
saber dónde acudir. Intentando obtener alguna ventaja, planeó una operación con
una escuadra de barcas por el Escalda, para intentar apoderarse de Amberes, lo
que le habría procurado un rico botín y un puerto que, junto con el de La
Esclusa, pondría en peligro cualquier intento de hacer llegar tropas españolas por
mar a los Países Bajos. Pero, antes de que pudiera llevar a cabo su plan, Spinola
acudió a Amberes, a cuyo alrededor dispuso sus tropas, que reforzó en cuanto
fue informado del movimiento holandés, al que atacó durante el desembarco.
Con ello dejó a salvo Amberes, que protegió con tropas bajo el mando de
Frederick van den Bergh como precaución ante otro posible intento.
Resuelto este incidente, y ya con las manos libres para iniciar sus
movimientos, su ejército atravesó el Rin en Kasesuert gracias al trabajo de los
pontoneros. En la orilla inicial construyó un pequeño fuerte y una vez pasado el
río procedió tranquilamente a fortificar su posición mientras Mauricio parecía
dar por seguro que todo ello no era más que otra maniobra de distracción como
las de las últimas semanas, grave error que permitió que las tropas españolas
lograran así una apreciable ventaja.
Los oficiales de Spinola no estaban tampoco mejor informados de los
verdaderos planes de su general, ya que no fue sino en ese momento cuando les
informó de su idea y del primer objetivo: ocupar la plaza de Linghen, lo que
permitiría el acceso a la región de Frisia y poner en jaque a las provincias
rebeldes. Como se trataba de un lugar donde el arte militar de Mauricio se había
aliado con la naturaleza, su toma parecía sumamente difícil, pero Spinola sabía
que, debido precisamente a esas ventajas, la plaza disponía de escasas
provisiones y contaba con que el elemento de sorpresa jugaría en su favor, por lo
que no hizo caso de las reservas de aquellos oficiales que estimaban que era
empresa demasiado dificultosa.
El ejército español avanzó en perfecto orden y disciplina por el ducado de
Cleves y por Westfalia evitando cualquier desmán que pusiera en su contra a la
población local. A ello se había comprometido a través de gestiones diplomáticas
de enviados del archiduque. Esta actitud era sumamente importante, pues los
habitantes, sometidos al paso sucesivo de ejércitos de uno y otro bando, sufrían
continuos robos, violaciones, incendios y todo tipo de tropelías, por lo que el
miedo y el odio que albergaban era inmenso. Este avance sin producir daños,
respetando vidas y haciendas y sin atacar las plazas fortificadas que encontraba,
le procuró la simpatía de los naturales, por lo que pudo actuar con comodidad
hasta llegar en agosto a la provincia de Overijsel (contigua a Frisia), cuya
primera plaza, Oldenzeel, escasamente defendida, se rindió en agosto tan pronto
las tropas españolas iniciaron sus ataques.
Con Oldenzeel en sus manos como base para continuar las operaciones
resultaba fácil cubrir la escasa distancia que le separaba de Linghen. Gracias al
apresamiento de uno de los habitantes, Spinola supo que si bien la plaza tenía
pocos defensores y escasas provisiones, esperaba refuerzos de modo inminente,
por lo que procedió a ocupar todos los pasos circundantes para evitar su llegada
y estableció un cerco total. Como había ocurrido en Ostende, contaba con la
presencia de los ingenieros italianos Pompeyo Targone y Pompeyo Giustiniano
que con sus técnicas66 facilitaron en tal manera las operaciones que pronto fue
posible alcanzar y tratar de minar uno de los revellines. Pero, incluso antes de
que esto se llevara a cabo, la plaza se rindió el 28 de agosto.
Tras ello las tropas españolas ocuparon Deventer, haciendo inútil el tardío
socorro que intentó Mauricio, y se puso sitio a Watchtendonck. De nuevo los
generales españoles manifestaron sus dudas sobre la conveniencia de este último
asedio, dadas las fortificaciones de la ciudad y lo tardío de la temporada, pero
Spinola decidió otra vez en contra de sus oficiales y tras duros combates los
sitiados se rindieron, conscientes de que Mauricio no iba a prestarles ayuda.
Bucquoy se distinguió en este asalto y tras él recibió la orden, que también
cumplió satisfactoriamente, de apoderarse del castillo de Krakau.
Aunque no sirviera para empañar el resultado de la campaña, en septiembre se
produjo un fallido intento de apoderarse de una plaza de la importancia de
Bergen-op-Zoom. Un primer asalto —a marea baja— permitió ocupar dos de las
defensas exteriores del puerto, pero la pleamar del día siguiente obligó a
renunciar al intento de ocupar la plaza. Un mes después, parecía que un nuevo
intento iba a tener éxito, pero de nuevo la marea no dejó más opción que el
abandono definitivo de la operación.
El rápido y favorable inicio de la campaña impulsó al Consejo de Estado a
pedir al rey que se asegurase el envío de 500.000 ducados mensuales y se
aumentase hasta 4.000 el número de soldados españoles, obligando al enemigo a
mantener su ejército en pie de guerra en su propio territorio, con lo que no podría
disfrutar del ahorro que en años anteriores le permitía licenciar una parte de las
tropas. Para el Consejo, «S. M. debe tenerse por muy servido por el marqués y
que se le asista convenientemente».67 ¡Qué lejos quedan estas palabras de las
insidias desatadas meses antes contra las cualidades militares o la honradez de
Spinola! La satisfacción del rey fue grande y, aconsejando al general que
mantuviese a su tropa «en casa del enemigo… para aliviar a los países
obedientes y desvelar y gastar al enemigo» le anunciaba el envío de aquellos
fondos de que tan necesitado estaba Flandes: 200.000 escudos para completar el
subsidio del año y la promesa para el siguiente de 300.000 escudos mensuales.68
Parecía que todo estaba resuelto en esta campaña, pero, al relajarse la tensión,
Mauricio atacó de improviso por la noche la zona en que se había replegado la
caballería española de Trivulzio, ocupó el castillo de Bruch y trató de atacar el
cercano cuartel español de infantería. Desbordada la tropa de Trivulzio por el
empuje holandés, la suerte favoreció a Spinola, que justamente se aproximaba
acompañado de Luis de Velasco para inspeccionar la posición de la caballería.
La lucha fue enconada, Mauricio resultó herido y Frederik-Henry de Nassau
estuvo a punto de caer prisionero. Al final el triunfo se inclinó por las banderas
de España, cerrándose por fin la campaña de 1605.
No se escapaba a un financiero como Spinola (ni tampoco al archiduque) que
la obtención de fondos para el año siguiente era decisiva para aprovechar las
ventajas obtenidas durante la campaña y Alberto le encomendó que fuera a
España para que pudiera «dar cuenta distinta a V. M. del estado de estas cosas y
de lo que se pretende hacer el año que viene».69 La idea distaba de agradar a
Lerma, que trató en vano de que el rey impidiera este viaje, pues, tras los éxitos
obtenidos, sabía que resultaría muy difícil negarse a las peticiones que sin duda
serían presentadas
Tras el resultado satisfactorio de la campaña de 1605 correspondía ahora
estudiar qué acciones sería posible llevar a cabo en 1606. Fiel a sus ideas,
Spinola deseaba distribuir su ejército en dos cuerpos, uno de los cuales cruzaría
el río Ijsel para continuar la guerra en la zona del Rin, mientras que el otro debía
vadear el río Waal para aproximarse a Holanda. Este plan parecía la
consecuencia más lógica de la campaña del año anterior, pero las previsiones
militares chocaban como de costumbre con un obstáculo mayor: el dinero para
transformarlas en realidad. Según los cálculos era necesario disponer de 300.000
escudos mensuales, pero pese a la promesa del rey parecía prácticamente
imposible lograrlos. Desaprovechar el impulso de la campaña anterior hubiera
sido tirar por la borda tantos esfuerzos y significaría una marcha atrás que no
cabía admitir, por lo que, pese a las objeciones suscitadas por Lerma, Spinola
emprendió su viaje a Madrid a comienzos de año.
Allí fue recibido con todos los honores y Felipe III le honró con el
nombramiento de miembro de los consejos de Estado y de Guerra. El general
expuso sus planes para la campaña venidera, pero como era de esperar todas sus
propuestas iban a caer en el vacío de las cajas de la hacienda real, escasez para la
que el retraso de la Flota de Indias suponía una rémora adicional. Las
discusiones entre el Consejo de Estado y el de Hacienda no hacían sino retrasar
la toma de decisiones que cada vez se hacía más urgente. Al final, tuvo que ser
Spinola quien, ofreciendo su fortuna personal como garantía, obtuviera un
crédito de 800.000 escudos tras lo que emprendió el regreso a los Países Bajos,
pasando primero por Génova para atender a su familia y a sus negocios, pero
apenas había partido de allí cayó enfermo, lo que hizo correr por las provincias
rebeldes el rumor —y también la esperanza— de su fallecimiento.
63 AGS, Estado, 634, CCE, 24 de diciembre de 1604.
64 AGS, Estado, 2225, Orden para ser obedecido el marqués Ambrosio Spinola, 13 de mayo de 1605.
65 AGS, Estado, 2225, Felipe III a Spinola, 2 de julio de 1605.
66 Targone instaló sobre el foso un puente de tablas, apoyadas en terreno firme en un extremo y en
toneles en el otro. Giustiniano, por su parte, tejió una hilera de gaviones que permitía el avance hasta el
centro del foso.
67 AGS, Estado, 624, CCE, 17 de octubre de 1605.
68 AGS, Estado, 2225, Felipe III a Spinola, 19 de noviembre de 1605.
69 AGS, Estado, 624, Alberto a Felipe III, 22 de diciembre de 1605.
LA INSTRUCCIÓN SECRETA
Y LA CAMPAÑA DE 1606
Aunque los fondos que traía eran muy importantes, Spinola llevaba consigo unos
documentos que podrían significar un cambio radical en los Países Bajos. Felipe
III le había entregado una Instrucción secreta70 (acompañada de explícitos
poderes) cuya lectura bastaría para desvirtuar la imagen del monarca como un
hombre ocupado en asistir a ceremonias religiosas o pasar su vida dedicado a la
caza. El documento, que es un ejemplo de duplicidad y maquiavelismo y la
prueba más flagrante de sus intenciones respecto de los archiduques y su ansia
por recuperar los Países Bajos, puede analizarse en varios aspectos según los
momentos y situaciones en los que el rey pensaba que se podrían desarrollar los
acontecimientos:
6. Relaciones con las provincias rebeldes: contra las ideas de Alberto, Felipe
III siempre había pretendido alcanzar una tregua larga para restablecer su
maltrecha hacienda, reforzar su ejército y, tras ello, acometer con mayor ímpetu
la guerra y conseguir lo que su padre no había podido lograr. Además del deseo
de explotar los resultados de la campaña anterior, ordenaba a Spinola que se
comenzara por «una buena y larga tregua» lo más amplia posible, pues si fuera
breve «podría ser para lo de acá más dañosa que provechosa». Así recomendaba
«apretarlos gallardamente pasando adelante los progresos de Frisia». ¿Y si los
holandeses proponían la paz? Simplemente se les debían ofrecer buenas
esperanzas, discutir sobre el lugar de la negociación y, en definitiva, dar tiempo
al tiempo.
Es fácil imaginar el sigilo con que Spinola ocultó una instrucción que le
colocaba en una posición realmente incómoda: al rey le debía sus honores y
cargos, pero le había correspondido ampliamente con su crédito ante los
negociantes y prestamistas. A los archiduques también debía fidelidad como
responsable de la guerra y de la hacienda y paulatinamente iría aproximándose a
sus ideas. De las críticas iniciales que formuló sobre Alberto y su escasa valía
militar y política fue evolucionando hasta llegar a ser su valedor, y aunque en
ciertos momentos, como ocurrió en 1616, pretendiera desempeñar un papel que
no le correspondía, a partir de la reanudación de la guerra fue el más firme apoyo
de la infanta en Bruselas y en Madrid.
Dejando a un lado el problema político y de conciencia que significaba ser
depositario de la instrucción, se hacía necesario tomar de nuevo las armas y
enfrentarse con el enemigo. Pese a los 800.000 escudos traídos de Madrid,
Spinola se encontró con la desagradable sorpresa de que ya se habían gastado y
el archiduque intentaba negociar, con elevado interés, otros 600.000. Solo
teniendo que prestarse a ser nuevamente fiador si el rey no pagaba al
vencimiento del préstamo obtuvo de Francisco Serra la suma de dos millones y
cuarto de escudos.
En estas condiciones se inició la campaña de 1606, en la que trataba de
realizar una doble maniobra: Bucquoy, con numerosa infantería, recibió el
encargo de cruzar el Waal mientras Spinola, apoyado en la caballería, se
encaminó a cruzar el Rin y el Lippe, sufriendo un mal tiempo que supuso
enormes dificultades; las tropas de Spinola acamparon en malas condiciones
entre Zutphen y Deventer, junto al río Ijsel, frente a frente con las de Mauricio,
quien, desde la otra orilla, pretendía impedir el avance. Ante la dificultad,
Spinola envió a Enrique Borgia hacia Lochen (que tomó rápidamente) y al conde
de Solre en busca infructuosa de un vado y mientras se llevaban a cabo estas
acciones, el genovés simuló asediar Zutphen y Deventer para obligar a Mauricio
a desplazar sus tropas y dejar libre el terreno a Solre. Fallidas las maniobras
encomendadas a Bucquoy y a Solre, el general modificó sus planes y puso sitio a
Grol, «plaza muy fuerte con nueve medias lunas fuera alrededor de ella» y bien
protegida por los ríos Berchel y Sling, aunque pese a su buena situación el
asedio duró pocos días y la plaza se rindió el 5 de agosto.
Tras ello se decidió el asedio de Rheinberg, lugar importante en la orilla
izquierda del Rin y cuya posesión permitía controlar el tráfico fluvial. La plaza,
que protegía las posiciones holandesas en Frisia, había sido fortificada por
Mauricio aprovechando los meses invernales de inacción militar y se
consideraba tan bien defendida por unos 4.000 hombres que se la había
calificado de «nueva Ostende». Spinola llamó en su apoyo a las tropas de
Bucquoy, pero antes de que pudiese establecer debidamente el cerco, Mauricio
consiguió hacer llegar socorros a la plaza y agrupó las guarniciones que tenía en
lugares cercanos para acudir en auxilio. La defensa fue tan encarnizada que
Spinola, deseoso de lograr un éxito rápido, se adelantó en exceso y estuvo a
punto de ser apresado.
Los combates se sucedían a favor de las tropas españolas, que consiguieron
apoderarse de un primer recinto, pero Mauricio —con un ejército reforzado de
12.000 infantes y 3.000 jinetes— lanzó un ataque sobre la zona donde acampaba
la caballería española mandada por Velasco. Advertido del peligro, Spinola
acudió en su socorro y el holandés se vio obligado a retirarse, lo que permitió
continuar el asedio de la fortaleza, cuyos defensores, conscientes de que no
recibirían ayuda, terminaron por rendirse tras un mes de encarnizada lucha.
Ocupada la plaza, Spinola procedió a reparar los daños de las fortificaciones y
dejarla bien provista, tras lo que levantó el campo; pero, al no haberse recibido el
dinero acordado en el asiento con Serra, tuvo que enfrentarse a un motín de los
soldados indignados por no haber recibido sus salarios.
Los amotinados se pusieron bajo protección de las Provincias Unidas y
acamparon en las cercanías de Breda, lo que permitió a Mauricio intentar
recuperar el terreno perdido atacando Lochen, que tomó con toda facilidad, y
sitiando Grol. La situación era muy complicada para Spinola, carente de dinero y
de víveres y con unas tropas cuya moral era muy escasa (no había dejado de
llover en todo el verano). La pérdida de Grol podía suponer también la de
Rheinberg, lo que echaría por tierra toda la campaña, así que se arriesgó a pasar
el Rin con sus escasos efectivos, acudiendo en socorro de Grol. A la vista de las
armas españolas y de forma incomprensible las tropas holandesas abandonaron
el campo, con lo que se logró un éxito que, unido al de Rheinberg, produjo gran
satisfacción en España.
Pese a los problemas, Spinola —antes de acudir en socorro de Grol— había
manifestado su optimismo: «Con estas plazas que se van tomando no nos puede
faltar el año que viene tomar pie de la otra parte y entonces V. M. sin trabajo ni
dificultad hará la guerra en Holanda».72 Pero ello no podía hacer olvidar la
difícil situación económica y reiteraba las dificultades en que se debatía («yo soy
hombre particular y no puedo tener fuerzas para mantener un ejército») y ante
las que no parecía caber otra solución que recurrir a su crédito ya usado hasta la
trama: «Mientras he podido valerme de mi crédito, sabe V. M. la voluntad y
afición con que lo he hecho, pero ya no me puedo aprovechar de él».73 Así al
peligro de los ejércitos holandeses se unía el espectro de una posible negativa de
los prestamistas (sabedores que la Flota no llegaría a tiempo) a continuar
volcando fondos en lo que parecía el tonel de las Danaides.
Pese a que el Consejo de Estado reconociera la justicia de las reclamaciones, el
dinero seguía sin fluir y Lerma no quería enfrentarse en Madrid cara a cara con
el genovés, cuya presencia aumentaría la presión. Por ello convenció al rey de
que ordenase a Spinola que «no hagáis ausencia de ese ejército y de los Países
sin licencia mía expresa, que así conviene a mi servicio… demás que las cosas
secretas que se os encargaron no sufren ni admiten una hora de ausencia, pues en
una suele acontecer lo que no sucede en años y para todo es necesaria ahí vuestra
presencia».74 El resultado de la campaña habría permitido cierta tranquilidad,
pero el fallo de los asentistas y el silencio de la corte produjeron lo inevitable:
cerca de 3.000 soldados se amotinaron sembrando el pánico por todos lados y,
tan solo invocando hasta el extremo su buen crédito, Spinola logró 400.000
escudos a un elevado interés con los que pagar a los amotinados, a los que acto
seguido expulsó del ejército dándoles veinticuatro horas para abandonar los
Países Bajos bajo pena de muerte.
En contraste con estas dificultades parecía abrirse una ventana a la esperanza
cuando los holandeses hicieron un contacto indirecto en busca de paz. Ni los
archiduques ni Spinola podían, ni querían, rechazarlo, pues los primeros
ansiaban sacar a los Países Bajos de esa eterna guerra y el general creía
sinceramente que era la oportunidad para lograr la tregua indicada en la
instrucción secreta del rey. La persona que hizo el contacto fue Walrave de
Wittenhorst, que tenía buenas relaciones en las Provincias Unidas y a quien a
principios de año los archiduques habían encomendado la exploración del ánimo
holandés sobre una posible tregua. La apertura parecía confirmarse por las
declaraciones de Oldenbarnevelt en el sentido de estar dispuestos a una tregua de
cuatro o cinco años. Spinola hizo patente el deseo del rey de alcanzar una tregua
y tuvo la impresión de que los holandeses estaban dispuestos a discutirla sin
condiciones, lo que le parecía adecuado si aceptasen abandonar el comercio con
las Indias a cambio de que el rey se lo concediera con España. Aunque mostrara
ciertas dudas («yo no sé qué decir, solo que es buena cosa que hablen», pero «si
el enemigo viene en la tregua, se hará») discutió el asunto con el archiduque,
quien no estaba seguro de si podría emprender la negociación sin permiso de
Felipe III, pues tenía «ciertos poderes, aunque viejos».
Para Spinola, tras las dificultades económicas sufridas desde su llegada y la
tensión permanente a la que había tenido que someter su nombre y su crédito, la
tregua aparecía como un mal menor que le permitiría insistir ante rey, con la
esperanza de que «los gastos tan largos y grandes se acabarían y quedarían sus
reinos si fuesen libres de acudir a una tan trabajosa y costosa guerra de gente y
dinero».75
La primera impresión positiva no tardó en verse empañada por los
acontecimientos. La guerra en Italia y los problemas que supondría para España
hacía alentar en los holandeses la esperanza de que el nuevo frente obligase a
ceder a Felipe III. Spinola se mostraba más pesimista76 que semanas antes («veo
ahora más dificultad de lo que mostraba al principio por haberse resfriado los
holandeses»), y sabedor de la situación de la hacienda (que presagiaba la
inminente bancarrota) era muy escéptico sobre las promesas que se le pudieran
hacer. Aunque las previsiones de asientos para los próximos tres años le parecían
«muy buenas», tan solo si se resolviese el problema italiano y se enviasen
hombres y dineros a Flandes se podrían tener esperanzas, «pero faltando las
provisiones no sé lo que será». Por ello aconsejaba en definitiva que
«habiéndose de hacer concierto, le está mejor la tregua que ninguna otra cosa».
El alto coste de la guerra y la mala situación económica preocupaban
seriamente en la corte y en una junta compuesta por Idiáquez, Miranda y
Franqueza se estudiaron las posibilidades de reducir esta pesada carga. El
primero insistió en el error que había supuesto que, con los archiduques como
soberanos, no fuese necesario enviar tales sumas de dinero que, en 1605 y 1606,
habían sido más elevadas que en cualquier momento anterior, y por ello se
mostraba partidario de volver al viejo concepto de la guerra defensiva. En su
apostilla el rey aprobó la idea de enviar a Bruselas al marqués de Ayamonte para
anunciar a los archiduques su propósito de reducir las provisiones y reformar el
ejército y, de paso, quería aprovechar una vez más la situación para que «si
hallase ocasión propusiese a mi tío lo que se ha pensado otras veces de apartarle
de aquellos Estados con una tan buena recompensa que le estuviese mejor de lo
que tiene y podría ser que, desengañado de que las provisiones no han de ser
como en lo pasado, conociese que sería lo que le convendría más».77
Los holandeses tensaban al máximo la cuerda. Pareciendo «que no querían
entrar en esta plática» subían el listón a través de un nuevo intermediario: su
pretensión ahora era «quedar libremente dueños de lo que poseen para siempre y
Sus Altezas con lo que poseen y con todo esto se apartarán en todo y por todo de
la navegación de las Indias». Incluso no dudaron en recurrir al chantaje
afirmando sus grandes esperanzas de hacer conquistas en las Indias (que
obligarían a España a elevados gastos que podrían evitarse si se aceptaban sus
propuestas), y si la negociación no salía adelante «ellos se concertarán con el
Rey de Francia… y después no habrá jamás medio de plática de concierto si no
es que se venga a acabar por fuerza de armas de una o de otra parte».78
En enero de 1607 Alberto había enviado a La Haya dos emisarios (Gevaert y
Wittenhorst), que fracasaron en sus reuniones con Mauricio y con los Estados
Generales que reclamaban para sus territorios una libertad similar a la que tenían
los archiduques en los suyos, se negaban a renunciar a las navegación a las
Indias y amenazaban con concertarse de nuevo con Enrique IV. A la vista de esta
situación Spinola planteó la disyuntiva de disponer de 300.000 escudos
mensuales para continuar la guerra o dejar a los rebeldes las provincias que
poseían, ya que, de no tener una respuesta rápida de Felipe III, el archiduque
negociaría por su cuenta, «puesto que tiene derecho… y actuando así
salvaguardaría la dignidad de Vuestra Majestad que, ante el hecho consumado,
no tendrá más que dar su aprobación que, si se rehúsa, hará temer graves
inconvenientes».79
En estas circunstancias Spinola dio su parecer «de mala gana», aunque
«hubiera deseado no verme metido en esto». Y ese parecer era muy claro: si
Felipe garantizaba por algún tiempo y con puntualidad el envío de 300.000
escudos mensuales cabía la esperanza de obtener mejores resultados en la guerra.
Pero si no era así aconsejaba salir de tan larga y costosa guerra aceptando que los
rebeldes guardaran sus conquistas para que «queden los demás Estados quietos y
en paz» y pedía al rey una respuesta clara pues, si no, Alberto podría aceptar las
condiciones sin intervención del monarca, quien no tendría más camino que
aprobar lo hecho so pena de tener que enfrentarse con serios problemas.
El margen de maniobra era tan escaso como era amplio el deseo de los
archiduques de alcanzar, si no la paz, al menos la tregua, por lo que en marzo
firmaron un documento que constituye el primer paso hacia la Tregua de los
Doce Años. En él aceptaban «tratar con los Estados Generales de las Provincias
Bajas Unidas en calidad y como teniéndolas por Países, Provincias y Estados
libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada, sea por vía de paz
perpetua, de tregua o de suspensión de armas, por doce, quince o veinte años, a
elección de los dichos Estados, todo ello bajo razonables condiciones».80 Cada
uno quedaría con lo que tenía y poseía, salvo pequeños retoques, la negociación
se haría entre delegados de las provincias rebeldes y de las fieles, y se
establecería una suspensión de la actividad militar durante ocho meses.
Quedaba abierto el camino hacia la paz aunque Spinola no dejara de advertir al
rey del grave peligro de que «sucediese la desgracia de un motín general» que
arruinaría el frágil edificio por lo que le suplicaba se enviasen las provisiones
necesarias pues «sería la mayor lástima del mundo que después de haber gastado
tantos millones y tanta gente en esta guerra, en un tiempo en que estaba por
acabarse y por la poca suma que sería menester en un año se haya de perder
todo».81 Remachando su petición, insistió en que «todo será echado a perder si
no se provee lo necesario y con la brevedad que requiere la gran necesidad»,
porque de los 300.000 escudos que se le habían enviado no quedaría nada a fin
de mes y, como su crédito estaba más que agotado, «si la gente se amotina, como
sucederá sin duda no proveyendo, se perderá cuanto hay».82
70 AGS, Estado, 2226, Instrucción al marqués Spinola para el negocio secreto de Flandes, 16 de abril de
1606.
71 AGS, Estado, 2223, CCE, 29 de abril de 1606.
72 AGS, Estado, 624, Spinola a Felipe III, 24 de agosto de 1606.
73 AGS, Estado, 624, Spinola a Felipe III, 3 de septiembre de 1606.
74 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Spinola, 8 de noviembre de 1606.
75 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 22 de diciembre de 1606.
76 Ibid., 3 de febrero de 1607.
77 AGS, Estado, 654, CCE, 11 de diciembre de 1606.
78 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 15 de febrero de 1607.
79 Ibid., 13 de febrero de 1607.
80 AGS, Estado, 2289, Hecho en Bruselas con la firma y sello de los Archiduques, 13 de marzo de 1607.
81 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 18 de marzo de 1607.
82 AGS, Estado, 2289, Spinola a Lerma, 12 de abril de 1607.
¿PUEDE SER «LIBRES
Y PROPIETARIOS»?
En estas circunstancias era necesario que Felipe III enviase un nuevo poder,
pues era de prever que el anterior (que los holandeses no debían de llegar a
conocer siquiera) sería rechazado por los Estados Generales, puesto que como
exigían que en el poder se les denominase como «libres», permitirles ver el que
se había recibido sin esta fórmula sería brindarles una nueva ocasión para
romper las conversaciones.
Finalmente los Estados Generales escribieron al archiduque el 23 de
diciembre, dando así paso a la negociación formal y aceptando la reunión en La
Haya de sus delegados y los diputados que designara Alberto. Avanzando con
cautela, incluían la propuesta de prorrogar por tierra y por mar por un mes o seis
semanas el cese de armas que vencía el 4 de enero. Alberto acogió la propuesta
con alivio y, manifestando su satisfacción, nombró a los delegados que a
mediados de enero viajarían a Amberes en espera de pasaportes para ir a La
Haya. Sin embargo hubo aún otro enfrentamiento, pues los holandeses solo
querían recibir a belgas como interlocutores, aunque aceptaran «uno o dos
extranjeros», pero a condición de que no tuviesen un alto cargo en el ejército.
Tras un tira y afloja Alberto logró hacer aceptar la lista de sus representantes:
Spinola, Richardot, Juan de Mancisidor, Verrycken y el padre Neyen. Spinola
trató de rehuir esta nueva misión que la confianza del archiduque quería
imponerle, pues le parecía que ponía en riesgo su reputación tomando parte «en
cosa tan incierta» y, aunque intentó convencerle para que le liberase de esta
obligación, ante su insistencia no tuvo otro remedio que aceptar.
Comparado con las negociaciones de paz parecía relativamente menor: se
habían producido nuevos motines que la escasez crónica de fondos impedía
evitar y esto podía tener graves consecuencias sobre el proceso negociador que
tímidamente se esbozaba. Tanta fue la insistencia de Spinola que el Consejo de
Estado sometió al rey una consulta con su parecer sobre lo que cabía hacer. Para
el Consejo, la posibilidad más radical consistía en pagar lo debido a los
amotinados y a continuación separarlos del ejército, ejecutar a los cabecillas y
expulsar al resto de los Países Bajos. Solución más suave sería licenciar a todos
los amotinados y expulsarlos de todas las posesiones de la corona bajo pena de
muerte. Ante el temor de que pudieran pasarse al enemigo, el Consejo se inclinó
por la segunda opción, pero los meses pasaban sin que se resolviese la situación
y, en septiembre, el general tuvo que insistir suplicando al rey que ordenase el
envío de fondos con los que pagar a los amotinados, pues si se produjese un
nuevo motín («como se corre cada día el riesgo») no habría forma de resolverlo.
No fue hasta diciembre cuando se publicó el bando en que se les concedía un
plazo de veinticuatro horas para que abandonasen todos los países y estados de
Flandes, «so pena de la vida», condición que se extendería a todos los reinos de
la corona.
Enero de 1608: los diputados católicos obtuvieron al fin el salvoconducto para
reunirse en La Haya con sus oponentes y, como lo cortés no quita lo valiente,
fueron recibidos con cortesía por los políticos y con esperanza por la población.
La posibilidad de una negociación en firme atrajo a representantes de Francia,
Inglaterra, Dinamarca, Palatinado, Brandemburgo y Hesse, amigos y aliados de
los holandeses. Las primeras reuniones se limitaron a un tanteo en el que los
holandeses pidieron como requisito previo para empezar a negociar que se les
entregase el poder de Felipe III. Pese a la resistencia belga, hubo de aceptar la
petición y, accediendo a otra exigencia, el archiduque otorgó un nuevo poder a
sus diputados para acordarlo en todo punto con el último enviado por Felipe III.
Las reiteradas peticiones holandesas de que ambas partes presentaran
propuestas concretas colocaron a Spinola y sus compañeros ante un serio
problema, pues, como carecían de instrucciones, una negativa podría hacer
peligrar toda la negociación. Por ello Richardot aconsejó al archiduque que se
aceptase la propuesta holandesa de dejar a un lado por el momento el problema
del comercio, pero lo que ignoraban los delegados católicos era que, pocos días
antes, el Consejo de Estado había insistido ante el rey en su obligación de
mantener la exigencia en el tema de la religión:
La instrucción que el Señor Archiduque dio al Marqués Spinola y a los demás comienza bien pues se
pone en primer lugar lo de la religión, aunque no con la fuerza que Vuestra Majestad ha mandado…
solo por este aspecto ha venido Vuestra Majestad en cederles la soberanidad… y así será bien escribir
a Su Alteza y al Marqués que, aunque Vuestra Majestad cree tendrán en la memoria lo que sobre este
punto ha ordenado,… ha querido acordarles que por ningún caso se debe venir en cosa que sea
contraria a este fin.105
Incluso tras entrevistarse con Mauricio (para quien «la querella general no
debía impedir la amistad particular») la situación parecía desesperada, como lo
demuestra la forma en que transcribió al archiduque las palabras del Estatúder:
Yo quiero hablar libremente la paz. Creo que el Rey no la quiere pues pone condiciones en ella que
debe bien saber que nosotros jamás las otorgaremos. La tregua tengo por cierto que la querrá, pero
nosotros bien debéis pensar que no estamos a tiempo de rendirnos… Bien se sabe que cuando unos
vasallos vienen a hacer estas treguas con sus príncipes tras ello sigue luego la obediencia, y que así es
lo mismo hacer tregua que rendirse.
Cerrado el camino «no hay más que pensar en paz ni en tregua llana y que V.
A. vaya disponiendo las cosas para la guerra». Y aunque pretendiesen
permanecer en La Haya hasta recibir respuesta del rey no quedaba sino esperar a
que los holandeses les señalasen el camino de vuelta a Bruselas. Pero Felipe III
no parecía estar dispuesto a dar su brazo a torcer y, lamentando la insolencia de
los rebeldes y la mala intención del rey de Francia, pretendía prologar la
negociación para que se alargara la tregua sin mostrarse dispuesto a alterar ni un
ápice su resolución sobre la religión y el comercio con las Indias. Por ello
instruyó al archiduque para que «si se pudiese diestramente convertir [la tregua]
en suspensión de armas sería lo más a propósito porque, aunque en sustancia es
todo uno, suena mejor… no se ha de conceder más que libre comercio en las
partes donde antiguamente se solía haber, sin tratar de Indias, porque estas han
de quedar excluidas… y se ha de estar firme en la resolución de los dos puntos
de religión y de navegación de Indias».112 Además, a través del secretario
Prada, trasmitió instrucciones para que los diputados católicos tuvieran bien
presentes sus deseos.113
En el punto de la religión el rey no dejaba lugar a dudas:
Su determinada voluntad, última e inconmutable resolución es que si los de las Provincias Unidas
vinieren en que en todas y en cada una de ellas haya el ejercicio público y libre de nuestra santa fe
católica, apostólica y romana para todos los que en ella quisieren vivir y morir, en precio de esto…
vendrá en cederles la soberanidad que de las dichas Provincias le pertenece… para que los naturales y
moradores de ellas gocen de ella y sean libres por todo el tiempo que durare el dicho ejercicio público
y libre… y no por un solo día ni una hora más… pueden estar seguras debajo de la palabra real de
S.M. que de su parte se cumplirá inviolablemente lo que les prometiera.
Cruzándose con las instrucciones de Prada y esta regañina del rey, Spinola
había enviado un extenso memorial115 en que recapitulaba la situación tal como
estaba planteada acabado el verano. Tras la ruptura provocada el 25 de agosto
por los holandeses, los embajadores extranjeros propusieron una tregua cuyas
condiciones se trasmitieron al rey y al archiduque, y Jeannin propuso a
Richardot que se hiciese una tregua y que en el punto de «libres» se usaran las
mismas palabras que en la primera suspensión de armas por ocho meses, pues
ello no implicaría renuncia del rey a sus derechos y tales palabras tendrían solo
la misma duración que la tregua. Y si el rey sentía escrúpulos podría poner las
mismas condiciones que en la primera ratificación pues confiaba en que los
holandeses admitirían esta segunda como lo hicieron con la primera.
A reserva de la aprobación del rey, Alberto ofreció que la tregua se hiciera por
siete años, manteniendo los términos de la primera en cuanto a la consideración
de libres y quedando la navegación en el estado en que se encontraba en esos
momentos. Pero como ni quería ni podía aceptar la petición de los embajadores
de que hablara únicamente en nombre de Felipe III, estos consideraron inútil
prolongar las negociaciones confirmando el documento holandés en que se
señalaba a los delegados católicos que, si no se les otorgaba el punto de libres,
debían abandonar La Haya el 1 de octubre, lo que así se vieron obligados a hacer
regresando a Bruselas.
Con el deseo de prolongar la tregua, el archiduque —creyendo de buena fe
responder a los deseos del rey— amplió su oferta a través de Jeannin,
proponiendo ampliarla a veinte y hasta veinticuatro años, esperando que este
plazo y el comercio permitieran alcanzar lo que no se había logrado por las
armas. Para ello envió a Felipe III tres textos diferentes (según debiera figurar él
solo, o junto al rey o se quisiere modificar el texto) entablándose una lucha
contra el tiempo y contra las reducidas ofertas reales (inferiores a las
concesiones hechas por Alberto), pero esto no solo motivó una «llamada al
orden» de Felipe III, sino que el mismo Consejo de Estado propuso que se le
reprendiera116 y que el propio Lerma afirmase que era imposible un acuerdo
más desgraciado que la tregua de siete años negociada a espaldas del rey y en
infracción de las estipulaciones del Acta de Donación.
Spinola, consciente de que Felipe III no estaba inclinado a la tregua y que solo
cabía impedir la navegación manu militari, se preguntaba si la tregua no
resultaba más conveniente «pues la experiencia ha mostrado que por vía de la
guerra no se les quita, no hay que reparar en lo de hacer tregua pues, a lo peor
que sea, en lo de aquí V. M. se excusa de tantos gastos como en la guerra son
menester, y lo de las Indias queda en el mismo estado que ahora», y una vez más
argumentaba que la ganancia que el comercio con España reportaría a los
holandeses les haría ir perdiendo interés por el de las Indias.
En cuanto al tema de la religión, norte y guía del empecinamiento filipino,
Spinola mostraba su escepticismo, estimando que la tregua podría beneficiar a
los católicos, ya que si se mantenía el estado de guerra se verían probablemente
sometidos a gravámenes extraordinarios y serían tratados con más rigor por las
sospechas que podrían recaer sobre ellos. Además «cuarenta años de guerra han
mostrado que por esta vía no solamente no se ha mejorado lo de la religión, pero
empeorado cada día».
El problema de la fórmula de la ratificación fue el caballo de batalla utilizado
por unos y por otros para dar tiempo al tiempo o para amenazar con la ruptura.
Había tres posibilidades para redactar este documento: usar exactamente las
mismas palabras ya utilizadas en la suspensión de armas de ocho meses, hacer
esto mismo pero añadiendo el nombre del rey, y, finalmente, modificar el texto.
Había que hilar muy fino y por ello Spinola aseguraba:
Su Alteza se resuelve en ello haciendo cuenta de que mientras no hay palabras de renunciación ni
tampoco dice expresamente que los tiene por libres siempre, siendo palabras dichas en una tregua, se
ha de entender que tengan su efecto [por] cuanto dura la dicha tregua… que así lo entienden en
Francia y lo entenderá todo el mundo… y aunque [Alberto] hable en nombre de V. M. no por eso
perjudica a V. M. pues no tiene poder para ello, que el que tiene no nombrando en el concierto el
punto de la religión ni diciendo que se haya acordado nada en él, queda de todo punto nulo.
Este era el tema central sobre el que giraba todo el entramado diplomático que
se trataba de anudar en La Haya, y en el que no solo chocaban los intereses de
España y los Países Bajos frente a los de las Provincias Unidas, sino que a su
alrededor se entrelazaban los de los países protestantes y de una Francia
(teóricamente) católica. Poniendo a Felipe III ante su responsabilidad, el genovés
escribía:
La ratificación que V. M. habrá de hacer, que es la que obliga a V. M., estará en su arbitrio de hacerla
como quisiere. Si V. M. se contentara de esta forma, con ratificarla está acabado todo. Si no, podrá
hacerla ratificar limitando las condiciones como hizo en la suspensión de armas de ocho meses. Si la
admiten las Islas, como la admitieron otra vez también, tiene su efecto el concierto sin que V. M.
reciba perjuicio ninguno. Si por ventura las Islas no quieren admitir la ratificación con las condiciones
que V. M. le pusiere no habrá otro daño solo de cómo se rompería ahora la guerra, romperla entonces.
Y como además se había estado durante dos años sin guerra, si ahora se
decidía empezarla de nuevo era preciso disponer de elevadas provisiones para
disponer de artillería y municionar las plazas, de forma que a los 300.000
escudos mensuales que ya había pedido añadía otra ayuda extraordinaria de
400.000 y el envío urgente del mayor número posible de soldados españoles que
formaran las tropas de refresco. Todo ello era necesario antes de que llegara la
primavera, pues era de temer que Mauricio, con tropas descansadas y suficiente
dinero, podría comenzar sus ataques en 1609, apenas pasados los últimos fríos.
En palabras de Spinola «salir antes o después importa tanto como sería que él
venga a hacer la guerra en nuestra casa o irla a hacer en la suya».
Todos los esfuerzos estaban encaminados a convencer al rey de que admitiese
una tregua conforme al acuerdo de alto el fuego por ocho meses que se había
alcanzado en la primavera de 1607117 y que en su momento había sido
ratificado tanto por los archiduques como por el propio Felipe III (aunque lo
hubiera retrasado hasta septiembre). El problema que se había planteado al rey
no era tanto el cese de las hostilidades en el mar, sino, principalmente, que los
archiduques se habían mostrado dispuestos a «tratar con los Estados Generales
de las Provincias Unidas en calidad y como considerándolos por países,
provincias y estados libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada»118,
requisito irrenunciable para los holandeses que provocó la indignación en la
corte y motivó el retraso en la ratificación. Y, aunque el rey terminara aceptando
el tratamiento de «libres», añadió la salvaguardia de que si el tratado principal
sobre la paz o la tregua larga no llegaba a concluirse, su ratificación quedaría sin
valor como si nunca se hubiese hecho.
Tras meses de resistencia por parte de los Estados Generales, la negociación se
inició a principios de 1608, pero en todo momento chocaban las posiciones de
los negociadores, enfrentados por el libre ejercicio de la religión y por la libertad
de comercio con aquellas partes de las Indias no sometidas a la Monarquía
Hispánica. Según avanzaba el año, cada vez estaba más claro que ni los
holandeses estaban dispuestos a ceder en el tema de la religión (que para ellos
era asunto que tocaba a su exclusiva soberanía), ni Felipe III aceptaba ceder en
el comercio con las Indias (que era tanto como perder el monopolio de la
navegación a esas partes del mundo). Con ello se iba poniendo en peligro la
ratificación de 1607 y se regresaba a la declaración de abril de ese año, que, en
opinión de muchos, era tanto como reconocer la independencia de las Provincias
Unidas. Pero lo cierto es que Madrid y Bruselas se veían ante el problema de que
no cabría más que la guerra defensiva, lo que no era precisamente algo que
pudiera reforzar su posición negociadora. La situación aparecía con tintes tan
negros que incluso el propio Consejo de Estado había tenido que admitir, ante la
falta de fondos, que no cabía sino «escoger de los males el menos y ello cortar
un miembro para salvar todo el cuerpo»,119 con lo que no le cabía más opción
que no dar por cerrada la negociación.
Octubre de 1608: llegados al punto muerto en las negociaciones los delegados
católicos habían regresado a Bruselas, no sin que Alberto y Spinola cejaran en
sus intentos de convencer a Felipe III de la importancia de mantener la
negociación para llegar a un acuerdo. Por no romper los contactos, y en espera
de lo que dispusiera el rey, Alberto había propuesto utilizar la segunda de las
fórmulas presentadas (limitar las condiciones como en la tregua de ocho meses),
pero cabiendo siempre la posibilidad de que la ratificación por Felipe III se
hiciera tal y como se había redactado en la primera ocasión. El cálculo que se
hacía era que si los holandeses ya lo habían aceptado una primera vez, era
razonable pesar que lo harían de nuevo cuando se estaba más cerca de obtener un
resultado. Fuera de esto no había otro camino para Spinola sino reanudar la
guerra, bien de modo inmediato o pocos meses después, y defendía haber
mantenido el contacto con Jeannin porque si «el enemigo propone una cosa que
parece nos puede estar bien, creo será menor mal oírla y tratarla que no
admitirla, pues si se viene a lo que está bien, aunque sea por medio de enemigo,
poco importa».120
En un nuevo intento de convencer al rey, en ese mes los archiduques
despacharon a Madrid a Mateo de Urquina (oficial mayor de la Secretaría de
Estado y de Guerra) siendo portador de las tres redacciones posibles:
1. Que Sus Altezas tratan con los Estados en calidad y como teniéndolos por
estados libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada y, en fin,
prometen que Vuestra Majestad hará semejante declaración,
2. Los Archiduques tanto en su nombre como en nombre del Rey consienten y
se contentan en tratar con los dichos Estados en calidad y teniéndolos por
estados libres y sobre los cuales Su Majestad y Sus Altezas no pretenden
nada y, en fin, prometen la ratificación,
3. Que Sus Altezas, tanto en su nombre como en el del Rey, tienen y
reconocen estos estados libres sobre los cuales Su Majestad y Sus Altezas no
pretenden nada y, en fin, prometen la ratificación de Su Majestad.121
Con la esperanza de alcanzar alguna forma de paz, aunque fuera solo temporal,
era preciso seguir insistiendo en que aunque el archiduque llegara a un acuerdo
en nombre del rey, como carecía de poder adecuado, el resultado no obligaría al
monarca. El general argumentaba que intentar mantener en pie la tregua no
obedecía simplemente al concierto que se había alcanzado, sino que sobre todo
se buscaba disponer de tiempo para ir allanando las dificultades que todavía
obstaculizaban el camino. Como los holandeses no querían oír hablar del punto
de la religión, había que hacer jugar la idea de que mientras no se hiciese firme
la tregua tampoco podía tener ningún efecto el punto de «libres». Con estos
argumentos se cerraba el círculo de cautelas con el que Alberto y Spinola
intentaban calmar las impaciencias y las reticencias de Madrid: al no tener
Alberto el poder adecuado y no poderse tratar el tema de la religión, la
«libertad» de las provincias era una figura que permanecía en el campo de lo
posible, pero no de lo real. Sin embargo el esfuerzo resultó inútil y Urquina
regresó a Bruselas sin haber logrado su propósito, por lo que el archiduque que
(a través de los mediadores) había propuesto la segunda fórmula pensó enviar a
Madrid a su confesor, Fray Iñigo de Brizuela, para tratar de convencer al rey de
que «podía venir en esta forma de tregua sin que de ello se siguiesen los
inconvenientes que a S. M. se le habían representado y por los cuales en ninguna
manera quería venir en dicha tregua».
¿Qué ventajas podía entonces tener una ratificación condicional? La
diferencia, que con retorcimiento maquiavélico ponía de relieve Spinola, era que
si los de las Islas venían en la tregua ello era bajo la condición de que la
ratificación fuese incondicional, «y en eso consiste la diferente inteligencia de
las partes… ellos harán la tregua con el fin de que V. M. la ratifique llanamente y
nosotros la haremos con intención de ratificación condicional. La disputa vendrá
después, al tiempo de presentar la ratificación».122 Pero esto era sin contar con
la presión que los holandeses, cansados de tergiversaciones y esperas, decidieron
hacer pesar sobre el archiduque, haciéndole llegar un auténtico ultimátum:
Juran y prometen por esta que en todo caso y antes de que se pase adelante a la conclusión de la paz
con los diputados del Rey de España y Archiduques se ha de especificar y declarar llana y lisamente la
cualidad de las Provincias Unidas como tierras libres en las cuales ni el Rey de España ni los
Archiduques pretenden cosa alguna. Y esto en la forma mejor que ser pudiere, sin que contra la
libertad de ellas se proponga ni acuerde ningún punto tanto en materia de religión como en el de
gobierno de la República de ellas y, en caso de que el Rey de España o los Archiduques se proteste
algo contrario a esto, se romperá y deshará luego la dicha comunicación… y se proseguirá la
guerra.123
Fue poco antes de recibir este escrito cuando el archiduque decidió jugar la
que, dada la presión creciente, casi podría ser su última carta: enviar a Madrid a
Fray Iñigo.124 Este viaje era un intento desesperado de evitar la ruptura de las
negociaciones y modificar la visión del rey, haciendo hincapié en que ni existía
la supuesta cesión de soberanía ni reconocimiento de la independencia de las
Provincias Unidas. El confesor contaba también con un argumento de peso y
fácilmente comprobable: la hacienda real era incapaz de suministrar los fondos
necesarios para emprender la guerra ofensiva que los halcones de la corte
pretendían. Así intentó convencer al rey125 de que la insistencia en una tregua
pura y simple era un camino cierto hacia la guerra y, vistos los escasos fondos
que ofrecía para continuarla, la misma no podría ser ni siquiera defensiva. Y en
cuanto al reconocimiento de la soberanía que había hecho el archiduque le
recordaba que ello había sido para evitar la ruptura. Brizuela sostuvo que no se
les reconocía como «pueblo libre», sino como «pueblo considerado libre», lo
que limitaba tal reconocimiento a la duración de la tregua y estaba sometido a la
aprobación real, por lo que —una vez expirada la tregua— Felipe III podría
retomar la guerra sin haber cedido en sus derechos soberanos y pudiéndolo hacer
así valer antes los aliados de los rebeldes. También argumentó que los
archiduques habían sido autorizados a reconocer la soberanía «en un tratado de
paz y no en una tregua», por lo que firmar una tregua sin haber resuelto el punto
del libre ejercicio de la religión haría preciso que un nuevo poder del rey
estableciera esta obligación, con lo que tal poder resultaría caduco si no se
solucionaba este aspecto.
Fray Iñigo contó con el apoyo de Lerma y el Consejo de Estado, tras reunirse
en enero cuatro veces en poco más de una semana, tuvo que admitir a
regañadientes que ante la imposibilidad de hacer frente a la guerra en las debidas
condiciones, solo cabía aceptar una tregua. A ello se unieron las intervenciones
del presidente y del contador del Consejo de Hacienda, que presentaron un
balance de los gastos ocasionados en Flandes desde 1598 y un presupuesto para
el futuro, lo que obligó a que los miembros del Consejo de Estado propusieran al
rey (dejando en una especie de limbo el problema de la navegación a las Indias)
la concesión de la soberanía, aunque solo fuera durante la vigencia de la tregua,
y que, si se lograba la concesión de la libertad religiosa a los católicos, podría
transformarse en una paz verdadera.
La hábil gestión del confesor ante el rey y los consejos de Estado y de Guerra
logró que se aceptaran las propuestas que Alberto y Spinola venían formulando y
se admitiera la suspensión de armas.
Aunque la negociación en los Países Bajos se vio facilitada por la habilidad
desplegada por el confesor en Madrid, ya antes de su regreso en febrero se había
continuado el contacto con los embajadores de Francia y de Inglaterra y los
Estados Generales habían aceptado la fórmula de la segunda redacción de la
cláusula de libertad y el principio mismo de la tregua. Los delegados católicos se
instalaron en Amberes en un esfuerzo negociador final. Una vez recibidas las
autorizaciones que traía el padre confesor y restablecidos los contactos, Spinola
pudo informar que «las palabras tocantes a lo de libres se han concertado
conforme a la última resolución que V. M. mandó tomar en el despacho que trajo
el confesor. Los demás puntos se han ido tratando con los embajadores de
Francia y de Inglaterra y se han hecho algunos papeles sobre ellos, pero no se
han acabado de concertar de todo punto… se está tan cerca que parece se puede
creer que en muy breve se concluirá esta plática».126
Y, en efecto, la plática estaba próxima a la conclusión y durante marzo y abril
se fue redactando rápidamente el tratado, llegándose el 9 de abril a su firma con
vigencia para un período de doce años. Para J. Israel, la tregua fue «una mezcla
tal de ventajas e inconvenientes que resulta extremadamente difícil hacer un
balance mesurado en términos de pérdidas y ganancias».127
Cuatro días después el tratado fue ratificado por los archiduques y por los
Estados Generales, dando lugar a las grandes celebraciones por una paz
alcanzada tras tantos lustros de guerra. Parecía que, al fin, los Países Bajos iban
a poder empezar a respirar y a curar sus heridas. El 15 de abril Spinola podía
escribir que «gracias a Dios, que a los 9 de este se acabó de concertar la tregua
por doce años… Espero que V. M. quedará muy satisfecho y servido de lo que se
ha hecho en esta negociación».128 Y en mayo le cupo a Brizuela el honor de ser
el portador del tratado a Madrid, donde el rey lo ratificó —a regañadientes— el
7 de junio.
114 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Alberto, 9 de octubre de 1608.
115 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 7 de octubre de 1608.
116 AGS, Estado, 2138, CCE, 15 de octubre de 1608.
117 BN, Mss. 11.187, «Cesación de armas para ocho meses», 24 de abril de 1607.
118 Ibid., fº. 178.
119 AGS, Estado, 2138, CCE, 13 de mayo de 1607.
120 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 25 de octubre de 1608.
121 BN, Mss. 11.187, «Relación de las tres formas de palabras que han platicado los embaxadores que se
huviessen de poner en la tregua acerca del punto de libres». Traducción de Alicia Esteban E. Pedralbes n.º
29, 2009.
122 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 28 de octubre de 1608.
123 AGS, Estado, 2290, Juramento holandés, 22 de diciembre de 1608.
124 Archives Générales du Royaume (AGR), Papiers de l’État et de l’Audience, 1191, Apuntamiento
para mayor instrucción del padre confesor para inducir a Su Majestad a la conclusión de la tregua con los
holandeses. Sin fecha, pero presumiblemente de fines de noviembre pues Brizuela partió de Bruselas el 3 de
diciembre.
125 AGS, Estado, 626, Lo que ha representado a Su Majestad el padre maestro Fray Iñigo de Brizuela,
confesor del Señor Archiduque Alberto, sin fecha.
126 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 26 de marzo de 1609.
127 J. Israel, La República Holandesa y el mundo hispánico, p. 49.
128 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 15 de abril de 1609.
SEGUNDA PARTE:
UNA PAZ SOBRE EL FILO
DE LAS ESPADAS
LA PRIMERA CRISIS ALEMANA:
CLEVES-JULIERS
El choque entre la política pacifista del duque de Lerma, los deseos del rey de
«ganar reputación» con empresas exteriores y la siempre inestable hacienda real,
tenían forzosamente que repercutir sobre la estructura y la importancia de los
ejércitos disponibles en los territorios de la Monarquía Hispánica si se pretendía
compatibilizar seguir siendo «la» potencia europea con la voluntad casi
mesiánica de ser la punta de lanza de la Contrarreforma con unos medios que,
pese a las remesas americanas, resultaban cada vez más escasos. Las bases de la
Pax Hispanica se habían sentado con la tardía ratificación en 1601 de la Paz de
Vervins con Francia y la firma en 1604 del Tratado de Hampton Court con la
nueva Inglaterra de Estuardo. La Tregua de los Doce Años justificaba para
muchos que se procediera a una reducción importante del peso del
mantenimiento de las tropas de Flandes, pues la idea de que la cesión habría sido
un alivio para la hacienda real no fue sino un espejismo contra el que se había
estrellado la realidad. Pese a todo no cabía perder de vista que en los Países
Bajos la situación era una simple tregua, que podía suponer en cualquier
momento la reanudación de las hostilidades (para lo que no faltarían motivos,
como por ejemplo las apetencias holandesas de comercio en las Indias) y
también que el imperio era un pozo sin fondo de equilibrio inestable, donde la
rama española de la Casa de Austria se sentía obligada a invertir hombres y
fondos.
Con motivo de su estancia en España en 1609, el conde de Añover163 recibió
letras de cambio por valor de 600.000 ducados y las instrucciones relativas a las
reformas que el rey deseaba introducir en los Países Bajos y en las que se
establecía un ejército de 13.000 infantes (tres tercios españoles con un total de
6.000 hombres, 2.000 borgoñones, 1.500 anglo-irlandeses, 2.000 italianos y
1.000 valones) y tan solo 700 soldados de caballería y que debía distribuirse en
las plazas fuertes de Cambrai, Amberes, Gante y Maastricht. Otras instrucciones
se referían a la reforma de los «entretenimientos», la reducción de las
retribuciones de los servidores archiducales y la exigencia de que los
gobernadores y las guarniciones de las plazas fuertes fuesen siempre españoles,
lo que a juicio del rey no iba en contra de los privilegios nacionales belgas y era
sencillamente la aplicación de lo previsto en el Acta de Cesión.164
Tras la firma de la tregua y el cese de las hostilidades se inició el proceso de
reducción de efectivos del ejército, aplicando una política de reforma de las
«plazas muertas» y del elevado número de «entretenidos» y comenzando a
disminuir parcialmente el excesivo número de oficiales. Como señala Bernardo
J. García,165 se buscó situar en otros destinos a buena parte de los reformados
para evitar que afluyeran a la corte, pues había momentos en que parecían una
plaga y, para librarse de tanto pedigüeño, el rey prescribió al archiduque que no
concediera permiso de regreso a España de soldados españoles ni irlandeses.166
Así, con la consiguiente alarma de Spinola y del archiduque, se inició un
proceso de desmovilización de las tropas a las que (no cabía olvidarlo) se
adeudaban unos cinco millones y medio de escudos. De acuerdo con
Velasco,167 el incansable Fray Iñigo de Brizuela presentó en Madrid un
proyecto de reducción que se consideraba adecuado a la duración de la tregua, de
forma que aunque el ejército quedase constituido por una fuerza menor (que se
podría reconstituir rápidamente en caso de necesidad) cabría licenciar a los
amotinados y a la infantería alemana y sustituir los italianos y valones por
españoles. La propuesta no satisfizo al Consejo de Estado,168 que pretendía
reducir el ejército a 13.000 infantes y 1.700 jinetes, es decir menos aún de lo que
la desmovilización dejaba sobre el terreno.
El pacifismo y la debilidad de la hacienda irían reduciendo estas cifras en los
años siguientes, e incluso se llegó a proponer al Consejo de Estado la posible
supresión total del ejército, con lo que los Países Bajos quedarían defendidos
solamente por unas pocas guarniciones en los castillos y las tropas acantonadas
en los presidios.169 Afortunadamente el Consejo rechazó indignado tal
propuesta, que significaba la probable pérdida de Flandes. La paz, la verdadera
paz, estaba aún muy lejos y cualquier incidente podría reavivar el fuego que
seguía latente bajo las cenizas de la tregua. Y, en tal caso, ¿cómo poner
rápidamente en orden de batalla un ejército suficiente? Los consejeros pidieron
incluso el envío de 6.000 españoles para sustituir a las tropas que se quería
licenciar y paulatinamente se enviaron contingentes de bisoños españoles y se
procuró dotar al ejército debidamente de mandos españoles. Pero el eterno
problema del dinero se puso una vez más de manifiesto cuando el rey pidió a
Spinola170 que adelantase los 400.000 ducados de las provisiones que se debían
enviar, prometiendo hacerse cargo de las garantías exigidas para este préstamo.
Con el peligro de la invasión francesa prácticamente conjurado, Spinola
solicitó permiso para viajar a España e Italia,171 ya que los enormes gastos que
había hecho desde su llegada tenían su hacienda en grave peligro, amén de lo
que psicológicamente suponía la larga separación de su esposa y sus hijos. En
todo caso trató de conocer las intenciones del rey, a quien informó que las tropas
no habían sido aún licenciadas porque, antes de hacerlo, era necesario saber a
ciencia cierta si Felipe III pretendía intervenir en la sucesión de los ducados de
Cleves-Juliers, problema donde tanto España como las Provincias Unidas
podrían inclinarse por uno u otro de los pretendientes, sin que ello pudiera llegar
a romper la tregua.172 Tras obtener la licencia viajó en marzo de 1611 a Génova
y un año después a Madrid, donde recibió el honor de la grandeza.
En 1612 se abrió una nueva perspectiva cuando las Provincias Unidas hicieron
llegar en secreto a Mancisidor, secretario de Estado y de Guerra, una propuesta
en la que se mostraban dispuestas a negociar una paz perpetua y reconocer el
protectorado de la corona. Pero la propuesta debía mantenerse en un riguroso
secreto, ya que los halcones de uno y otro lado tratarían por todos los medios de
hacerla fracasar. Spinola viajó a Madrid para entrevistarse con Idiáquez, cuya
postura podía ser decisiva para aceptar o rechazar el movimiento de apertura de
los holandeses. El gran comendador de León se mostró favorable a la idea y
sugirió que, puesto que había que enviar un embajador extraordinario a París y a
Bruselas con motivo del doble matrimonio acordado entre las dos coronas, podía
recurrirse a Rodrigo Calderón, recién nombrado embajador en Venecia. Entraba
así en terreno internacional un personaje que desde las alturas de la «privanza
del privado» terminó en el patíbulo poco después de la llegada de Felipe IV al
trono, dando tal ejemplo de resignación y de valor que le valió la simpatía
universal.
Aprovechando la caída en desgracia y juicio en 1607 de Franqueza y Ramírez
de Parada, hechuras de Lerma, Calderón fue arrestado y acusado, entre otros
delitos, de haber aceptado regalos, vendido secretos de Estado y comerciado con
cargos civiles y eclesiásticos. Lerma logró sin embargo que el rey le declarara
inocente, pero ordenando que cayera sobre él un silencio perpetuo que impidiera
cualquier investigación sobre su conducta.173 Pese a ello y a que pronto fue
objeto de nuevas críticas y ataques encabezados por el almirante de Aragón
(quizá inspirados también por la reina), Calderón logró el apoyo del valido y en
1609 el almirante fue arrestado y acusado de traición. Pero la presión no cedió y
tanto el duque como sus hechuras cada vez eran criticados más acerbamente por
su insaciable ansia de dinero y de poder. En noviembre de 1611 Calderón obtuvo
licencia del rey para retirarse de su servicio en palacio y entregó a Lerma los
papeles de todos los asuntos de que se había ocupado. Significativamente esto —
que normalmente habría equivalido a una muerte civil y política— no supuso la
desgracia de Calderón, que, aunque apartado de la corte, fue cubierto de
mercedes y recibió el título de conde de la Oliva de Plasencia.
Fue en esa situación un tanto ambigua cuando Idiáquez pensó en Calderón
para la misión de saludar al rey de Francia y a la regente, anunciar a los
archiduques el doble matrimonio y (de paso) ofrecer ideas sobre la posible
reforma del ejército de los Países Bajos. También debía visitar a Jacobo I, que
indignado por las nuevas de la alianza hispano-francesa, se había negado a
recibir al nuevo embajador (Pedro de Zúñiga, marqués de Flores Dávila) y
anunció el matrimonio de su hija Ana con el protestante elector palatino,
Federico V, planteando con ello serios problemas dentro del imperio y
constituyendo un grave obstáculo al Camino Español.
Una Junta de Estado compuesta por Idiáquez, Spinola y Calderón174 estudió
las instrucciones que se podrían dar al último si los holandeses confirmaban su
ofrecimiento. El rey ordenó que Idiáquez y Spinola se ocuparan de ella y estos
consideraron que el momento parecía adecuado siempre que las condiciones
fuesen aceptables. Esto añadía peso a la necesidad de que Spinola regresara a
Flandes y, si no encontraba allí quien le ayudara en esta misión, sería preciso
enviarle alguien de España, recayendo la elección sobre Calderón al que «Su
Majestad fue servido de nombrar… para que vaya a Flandes a dar cuenta de los
casamientos y se le han dado los despachos que para esto y lo de la paz (en caso
de que los de las Islas continúen esta plática) son menester».175 Sin embargo la
posición de las Provincias Unidas parecía haberse modificado, pues la muerte
del emperador Rodolfo y las noticias del doble matrimonio les habían impulsado
a acumular tropas en la frontera alemana, bien para dar ánimos a los
protestantes, bien para entrar en el territorio de Munster y ocupar Rheinberg,
ciudad estratégica para la navegación y el comercio y que había sido cedida a
Mauricio de Nassau por un «príncipe hereje» que pretendía ser su soberano.
En una nueva Junta,176 compuesta esta vez solo por Idiáquez y Spinola, el
segundo puso de relieve que cuando en 1607 se le confiaron las negociaciones
para una posible tregua ello se hizo manteniendo al margen a Guadaleste y a
todos los demás ministros, por lo que estimaba que un asunto tan delicado debía
mantenerse en las menos manos posibles, y si más tarde pareciese conveniente
divulgar algo, ello debería hacerse con el acuerdo del archiduque, del propio
Spinola y de Calderón. En todo caso convendría avisar al embajador de que la
misión principal de Calderón era informar a los archiduques del doble
matrimonio acordado con Francia.
También se estimó que Calderón podía ser la persona adecuada para presentar
al nuevo emperador Matías el pésame real por el fallecimiento de Rodolfo II,
misión sobre la que el rey expresó sus dudas, pues ello podría herir la
susceptibilidad de los archiduques y evitaría que Calderón tuviera que informar
de sus instrucciones a Añover y a Guadaleste.177 Asunto mucho más delicado
era decidir si se debían entregar de nuevo a Spinola 178 las instrucciones
secretas de 1606 que Fernando Girón había traído anteriormente de vuelta a
España; la opinión era decididamente favorable, pues el contenido de las mismas
justificaba el regreso de Spinola a los Países Bajos, pero como en las
instrucciones no había ningún escrito para la infanta, parecía preciso que el rey
la escribiera para que, a la muerte del archiduque, sirviera de credencial al
genovés.
Los viajeros partieron a fines de abril, siendo recibidos en Fontainebleau por
Luis XIII y la regente María de Médicis y Calderón viajó a continuación a París
con la misión más secreta (que culminó con éxito) de recuperar los documentos
dejados por Antonio Pérez a su fallecimiento en noviembre anterior. Tras ello
Spinola y Calderón, acompañados por Bucquoy y Velasco, se entrevistaron en
Colonia con Baltasar de Zúñiga, embajador en el imperio. Después Calderón
viajó a Bruselas para cumplir su misión ante los archiduques y comunicarles que
era portador de letras por importe de 400.000 escudos, que, conforme al deseo
real, debían depositarse en el castillo de Amberes y formar con ellos una reserva
para casos urgentes por si las remesas no llegaban a su debido tiempo. Spinola,
sin embargo, se opuso asegurando que más valía que ese dinero estuviese en
manos del Pagador y logró convencer a Calderón.
En cuanto al viaje a Alemania, aunque Alberto apoyó la idea de que Calderón
presentase las condolencias por el fallecimiento de Rodolfo y las felicitaciones a
Matías por su elección al imperio el propio Calderón le comunicó el deseo del
rey de que fuese Spinola quien acudiese a Praga a felicitar al nuevo emperador.
Así el general trató con Matías y sus consejeros el problema planteado por las
aspiraciones de los príncipes de Brandemburgo y de Neoburgo sobre la sucesión
de Cleves y también sobre las intenciones de los turcos (que habían llegado a un
acuerdo con los holandeses) de apoderarse de Transilvania, lo que pondría a
Hungría y Austria en peligro de ser perdidas para la Casa de Austria. A su
regreso a Bruselas, Spinola informó179 del deseo del emperador de conocer la
decisión de los archiduques Alberto y Maximiliano respecto de la elección del
rey de romanos, pues tenía la impresión de que ambos veían con buenos ojos la
candidatura del archiduque Fernando. A este respecto, ya el año anterior Alberto
había manifestado al rey su rechazo a ser candidato a esta dignidad tanto por su
estado de salud como por su mala situación económica. La reacción de Felipe III
trasluce un cierto cinismo al responder que le habría alegrado que aceptase un
título del que era digno y para el que contaba con su simpatía,180 cuando la
verdad es que nada le habría satisfecho más que deshacerse de este modo con los
archiduques y recuperar los Países Bajos.
Mientras tanto Calderón permaneció en Bruselas esperando una posible
reanudación de las negociaciones con los holandeses, aunque acabó por confesar
que la única posibilidad de que se restablecieran los contactos era su marcha de
los Países Bajos sin abordar el tema. También debía someter propuestas sobre la
reforma del ejército por lo que, aunque contaba con autorización para regresar a
Madrid, no lo hizo hasta 1613. Para este tema tuvo discusiones no solo con el
archiduque y con Spinola, sino también con los principales ministros y jefes
militares de Flandes, como Velasco, Añover o Mancisidor, y preparar las
propuestas181 que presentó a Idiáquez. En su opinión parecía conveniente
reagrupar unidades, suprimir efectivos, modificar los ascensos en tiempos de
paz, así como la concesión de entretenimientos y ventajas conforme a las
ordenanzas dictadas en 1611, reducir los contingentes flamencos, aumentar la
contribución de las provincias fieles a su defensa y, sobre todo, ajustar el gasto a
las disponibilidades. Y a su vuelta a la corte fue recibido por el rey con tales
muestras de amistad y deferencia que sus críticos quedaron preguntándose la
razón de semejante acogida, a la que se añadió poco después la concesión del
título de marqués de Siete Iglesias y se le permitió seguir tratando asuntos
políticos, aunque lo hizo con mucha más discreción que en tiempos anteriores.
Como era de esperar, la divergencia principal entre Madrid y Bruselas era el
importe de los fondos necesarios: en los Países Bajos Spinola, Mancisidor y la
Contaduría habían calculado que cada mes eran necesarios algo más de 125.000
escudos, pero como las provisiones se limitaban a 80.000, el déficit anual era
superior al medio millón. Tras duras negociaciones se consiguió que las tropas
renunciasen a un tercio de las pagas atrasadas y Calderón propuso eliminar uno
de los dos tercios italianos, uno de los tres valones, reducir el anglo-irlandés y
mantener el borgoñón y los tres españoles (que debían ser reforzados). Otro
aspecto de las propuestas se refería a los sueldos, entretenimientos y ventajas,
para los que se proponía abonar dos tercios de paga y utilizar el otro tercio en
vestido y munición. Además ofreció sugerencias para el pago de los entretenidos
(incluso los que figuraban en la Casa de los Archiduques) y, sin que se creasen
nuevas ventajas, propuso enviar seis u ocho mil escudos al mes para estas
necesidades, pero esto fue acogido con reservas, pues había entretenimientos que
beneficiaban a quienes no eran españoles y se estimó conveniente mantenerlo de
modo vitalicio para los más importantes y abonar solo un tercio a los de inferior
categoría.
En cuanto al estado de las fortificaciones, Calderón subrayó la necesidad de
reparar las de Gante, Amberes y Cambrai (donde se había planteado un serio
problema de competencias con el arzobispo) y dejar un tanto de lado el famoso
Hospital Militar de Malinas, procurando establecer en las plazas defendidas por
tropas españolas pequeños hospitales con una docena de camas y asistencia
sanitaria propia, copiando el sistema existente en Gante y que se financiaba solo
con las aportaciones de los propios soldados.
Las propuestas fueron bien recibidas por el rey y por el Consejo de Estado lo
que permitió a Calderón recuperar parcialmente su prestigio y su posición en la
corte en los momentos en que Lerma, su protector, alcanzaba la cúspide de su
influencia con el famoso decreto de delegación de firma de 23 de octubre, que le
colocaba prácticamente al nivel del soberano en la decisión de los asuntos de la
monarquía y que se llegó a comparar con la abdicación de Carlos V. Tras varias
reuniones, el Consejo182 aceptó la propuesta de Agustín Mexía (quien no era
ciertamente un partidario de Spinola) de que el general rindiese cuentas al
embajador de todos sus actos relativos al ejército y la hacienda, como se hacía en
tiempos de Zúñiga, pues la autoridad del rey se vería disminuida si el embajador
estaba subordinado al general. La apostilla del rey no hace sin embargo mención
a esto y refleja su acuerdo con la mayoría del Consejo en cuanto a la
composición del ejército, reforma de entretenimientos, concesión del mando de
las tropas españolas, previo su acuerdo, solo a soldados cualificados, y hace
hincapié en los alojamientos y mantenimiento de las tropas y reconstrucción de
fortificaciones y hospitales.
Como es fácil imaginar, las propuestas de ahorro fueron acogidas con
satisfacción, ya que a una reducción de los gastos del ejército (y por tanto de las
remesas) unían un aumento de la aportación de las provincias leales para su
propia defensa. Pero a comienzos de 1614 el Consejo recibió un memorial del
contador de los Países Bajos subrayando las deficiencias del ejército y, por ende,
de su peso en la política del territorio, al faltarle un máximo comandante que
fuese el auténtico defensor de la monarquía. El memorial produjo un gran
revuelo en el Consejo, donde los halcones arremetieron contra el archiduque y
Spinola expresando sus dudas sobre la conveniencia de una reforma que pondría
en peligro los Países Bajos frente a una Francia que era una amenaza permanente
y a unas Provincias Unidas que no solo forzaban el paso en sus relaciones
exteriores y mantenían su potente ejército, sino que habían incrementado
notablemente su comercio con las Indias (Orientales y Occidentales). La
reclamación de quienes exigían un ejército fuerte en los Países Bajos venía de
antiguo (ya Granvela afirmaba a Felipe II183 que «ningún remedio tenemos más
vivo para contra franceses que hallarnos con buenas fuerzas en Flandes») y el
propio Consejo de Estado recordó a Felipe III que «se ve en las historias cuán
superior quedó España a Francia desde el día que pudo hacerse diversión por
Flandes y por todos se ha entendido siempre que la conservación de esta
Monarquía consiste en la posesión de aquellos Estados».184
Felipe III se comprometió a aumentar el número de tropas españolas y enviar
con puntualidad las provisiones que, incluso, trataría de mejorar185 pero el
Consejo no se recató en criticar una vez más al archiduque. Para el duque del
Infantado la lamentable situación de los Países Bajos hacía temer una revuelta a
la muerte del archiduque y ello pondría en peligro a los pocos españoles que
estaban allí. Mexía subrayó el mal estado de las fortificaciones y el escaso
número de españoles para conjurar los peligros, por lo que la infanta podría estar
en peligro y sería aconsejable hacerla regresar a España, pues a la muerte de
Alberto habría que enviar a Bruselas alguien cuya autoridad asegurase el
servicio del rey y la dignidad de la infanta, reemplazando a Guadaleste por
alguien más capacitado. Y el cardenal de Toledo opinó que el archiduque solo se
preocupaba «de su quietud» y no del futuro y dependía en demasía de Spinola,
que en definitiva «era un extranjero», curiosa reacción que parecía olvidar la
fidelidad con que tantos extranjeros habían venido sirviendo a la Casa de Austria
desde hacía un siglo.
163 Rodrigo Niño y Lasso, mayordomo del archiduque, recientemente nombrado conde de Añover, había
viajado a España para ocuparse de asuntos familiares.
164 AGS, Estado, 2227, Instrucciones e Instrucciones secretas a Añover, 7 de julio de 1609.
165 Bernardo J. García, La Pax Hispanica, p. 149.
166 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Alberto, 13 de enero de 1610.
167 Pese a los enfrentamientos de los archiduques y de Spinola con Velasco, este seguía ostentando el
cargo de general de la caballería en el que había sucedido al almirante de Aragón. Ello le escocía tan
profundamente que se quejó de que, tras treinta años de servicio, había quedado subordinado a Spinola por
lo que ahora, viejo y cargado de hijos, solicitaba el puesto de gobernador general de Milán. Aunque Alberto
encargó a Calderón en noviembre de 1612 que apoyase sus peticiones, años después seguía en Flandes
siendo recompensado por el rey con el título de marqués de Belveder (AGR, SEG, Felipe III a Alberto, 25
de enero de 1616).
168 AGS, Flandes, 2025, CCE, 2 de junio de 1609.
169 Ibid., CCE, 16 de junio de 1609.
170 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Spinola, 7 de abril de 1610.
171 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 3 de mayo de 1610.
172 AGS, Estado 226, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
173 BN, Ms. 1492, 7 de junio de 1607.
174 AGS, Estado, 2026, C. J. E., 20 de febrero de 1612.
175 AGS, Estado, 2294, Informe sobre las negociaciones para una paz definitiva con los holandeses, sin
fecha, pero evidentemente de fines de febrero de 1612.
176 AGS, Estado, 627, C. J. E., 25 de febrero de 1612.
177 Pese a que en enero de 1610 Felipe III había prescrito el regreso de Guadaleste a España encargando
a Añover de la embajada, todavía en octubre de 1613 se encontraba en Bruselas, como lo prueba la
autorización del rey para su matrimonio con Anne, hija del príncipe de Ligne (AGS, Estado, 2288, Felipe
III al Príncipe de Ligne, 19 de octubre de 1619).
178 Spinola recibió la grandeza el 7 de abril.
179 AGS, Estado, 2294, Spinola a Felipe III, 23 de octubre de 1612.
180 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Alberto, 1 de abril de 1613.
181 B. J. García, op, cit. p. 153 y ss.
182 AGS, Estado, 2027, CCE, 14 y 16 de febrero de 1613.
183 Citado por G. Parker, «El ejército de Flandes y el Camino Español. 1567-1659», p. 166.
184 AGS, Estado, 634, CCE, 16 de enero de 1614.
185 AGS, Flandes, 2027, Apostilla de Felipe III a la CCE, 16 de enero de 1614.
BÉLGICA JURA FIDELIDAD A FELIPE III
No dudo que mi padre… sabía la importancia que era… el conservar en esta Corona los Estados de
Flandes y que por el estado de la hacienda y otras dificultades se debió de reducir a hacer la donación
de ellos a mi hermana… no desconfiando de algunos medios para volverlos a juntar con los de acá. Y
yo también estoy inclinado a conservarlos.186
Esta apostilla de Felipe III revela claramente lo que durante un cuarto de siglo
fue la columna vertebral de su política respecto a los Países Bajos y a sus
parientes, a los que desde el principio trató de desalojar de allí. Las divergencias
acerca de la política exterior en relación con las Provincias Unidas, Francia o
Inglaterra, las maniobras para quitar a Alberto el mando militar o el control de
los fondos, los intentos de enviar a los archiduques a otros lugares, las
instrucciones para caso del fallecimiento del archiduque (1601, 1606, 1613)…
todo suponía un intento permanente de conseguir como fuera la reversión de los
Países Bajos a su corona.
La salud de Alberto (preocupación y ocupación constante de Felipe III) había
empeorado debido a la gota que sufría y ello permitió al rey plantear de nuevo a
Spinola lo que se denominaba «el negocio secreto». Este «negocio» era su deseo
de que los Estados de los Países Bajos le prestasen juramento de fidelidad
todavía en vida de Alberto, pues si este fallecía, carente la pareja archiducal de
sucesión, los Países Bajos revertirían a la corona, pero temía que se pudieran
producir reticencias para aceptarlo. Por eso había confiado a Spinola las famosas
instrucciones secretas de 1606 y desde entonces no había dejado de espiar la
salud de su primo y cavilar sobre el mejor camino para asegurarse esta reversión.
Si después de los largos días del Archiduque mi hermano llegara el caso de enviudar la Infanta mi
hermana, podréis darla cuenta de los despachos que tenéis y suplicarla se quiera encargar del gobierno
de esos Estados, y en caso de que lo acepte os encargareis vos de las armas, a ejemplo de lo que se
hizo en tiempo de Madama Margarita y del Príncipe de Parma, su hijo. Y si mi hermana rehusare la
carga del gobierno de los Estados tomareis a vuestra cuenta lo uno y lo otro usando del despacho que
tenéis. Y hasta que llegue la ocasión guardareis sumo secreto como se os ha ordenado.187
Tras regresar a Bruselas en octubre de 1612, terminada su misión en
Alemania, Spinola exploró la postura de Alberto sobre la próxima elección de
rey de romanos (para la que era favorable al archiduque Fernando de Estiria) y
trató también de saber por quién se inclinaba Felipe III. El rey estaba dispuesto a
apoyar esta candidatura y procurar que Fernando se hiciera con los reinos
hereditarios de Bohemia y Hungría y el título de rey de romanos, pero a
condición de recibir Tirol y Alsacia (territorios lindantes con Borgoña), de los
que dispondrían Alberto y Maximiliano mientras vivieran, pero que a su
fallecimiento quedarían unidos a los Estados de Flandes y, por tanto, a plazo a la
corona de la Monarquía Hispánica.188
Una Junta de Estado formada por Idiáquez y Calderón estimaba «en cuanto al
juramento que los vasallos de aquellos Estados debían hacer a V. M. para
después de los días de S. A. dice [Spinola] que no hay duda ninguna sino que
convendría muchísimo que lo hiciesen porque, una vez hecho, es cierto que con
mucha más facilidad entraría V. M. a tomar posesión a su tiempo», pero
recomendaba que Spinola explorase el ánimo de Alberto apuntándole algo
«como de suyo» y sin que dejara traslucir al archiduque que el rey estaba al tanto
de semejante gestión.189
Aunque Spinola compartía las aprensiones del rey asegurando que guardaría
secreto el despacho hasta que llegara la ocasión y se mostró partidario de que los
belgas hiciesen «juramento a S. M. para después de los días de S. A., porque de
una vez entraría S. M. más fácilmente a tomar posesión a su tiempo»,190
resultaba evidente que estaba obligado a sondear con mucho cuidado la opinión
del archiduque sobre este complicado asunto. El momento era muy delicado
teniendo en cuenta, sobre todo, la extrema susceptibilidad de Alberto pues Felipe
III, so pretexto de «ahorrarle el trabajo de firmar las órdenes de pago», había
decidido que fuera el genovés, en tanto que superintendente de la Hacienda,
quien tuviera a su cargo la guarda y disposición de los fondos enviados desde
España.191 A. Esteban192 subraya que esta decisión significó poner en sus
manos un mecanismo con el que podría ir a favor o en contra de los intereses
reales, pero que cuando aceptó garantizar la reversión de los Países Bajos
«Spinola había dejado de ser irremediablemente un ministro de Alberto para
convertirse en un ministro del rey». Quizá sería más apropiado considerar que
Spinola no había dejado de ser «el general del rey» desde su llegada a Flandes y
el encargo del archiduque de dirigir el asedio de Ostende; su obediencia a las
prescripciones que le fue marcando Felipe III y, sobre todo, su aceptación
incondicional de las instrucciones secretas de 1606, así como la orientación de
sus campañas llevan más bien a pensar que durante todos esos años fue menos el
ministro del archiduque que el del rey. Fue tras el fallecimiento de Alberto
cuando se transformó en el defensor de la archiduquesa y en su verdadero
ministro.
El Consejo de Estado, siempre pendiente de la situación de los Países Bajos,
estimó193 que, al fallecimiento del archiduque, sería preciso enviar persona
cuya autoridad asegurara el servicio del rey y la dignidad de la infanta,
proponiendo para ello reemplazar al escasamente útil Guadalest por alguien más
capacitado. Por su parte Spinola, que había considerado que el juramento era una
formalidad indispensable,194 esperaba el regreso a Bruselas del archiduque para
plantearle la conveniencia del juramento de fidelidad, pero como si la sugerencia
fuera idea propia y no del rey. Como la frágil salud del archiduque parecía haber
mejorado y recibió favorablemente la idea el general proyectó hacer intervenir
también al padre confesor.195 Pero el dubitativo Alberto seguía sin ofrecer una
respuesta definitiva y ello causaba inquietud en Madrid hasta el punto de que
Idiáquez subrayó la conveniencia de presionar sin perder un minuto.196
Fray Iñigo insistió por dos veces con el archiduque y Spinola estaba dispuesto
a intervenir también, pero Alberto se adelantó al fin manifestando que aprobaba
la idea pero que, queriendo conocer la postura de una de las provincias, había
recibido como respuesta que el deseo de la misma era que el rey aceptase enviar
a Bélgica uno de sus hijos menores para que fuera criado y educado por los
archiduques con vistas a la sucesión en los Estados, pero que, en todo caso, la
provincia se mostraba dispuesta a prestar juramento cuando el rey así se le
ordenase. Alberto también trató de saber a través de Spinola cuáles eran las ideas
de Felipe III respecto de la reversión, así como, en su caso, sobre el posible
envío a Bruselas de uno de los infantes. En opinión del general era necesario
seguir adelante con la prestación del juramento, y Alberto aceptó la propuesta,
pero con la condición de que se entablaran negociaciones con las otras
provincias para estar seguros de su posición:
Había empezado [Alberto] a hacer diligencias con una de las provincias y tenido respuesta que los de
ella hubiesen deseado que se pudiese encaminar a que Vuestra Majestad enviase aquí un hijo segundo
suyo para que en su compañía y en la de la Señora Infanta se criase y después sucediese por heredero
en estos Estados. Que no obstante esto jurarían a V. M. siempre que Su Alteza lo mandase. Sobre esto
me preguntó si jamás había entendido cosa alguna de la intención de Vuestra Majestad acerca de que
estos Estados se hubiesen de volver a la Corona de España o dar un hijo segundo.197
Los años iban transcurriendo y cada vez se hacía más urgente plantearse el
problema de qué actitud cabía adoptar al aproximarse la finalización de la tregua
con las Provincias Unidas. Dada por terminada la política pacifista del duque de
Lerma con su caída en agosto y con el triunfo del bando de los halcones
reputacionistas en el Consejo de Estado, había que enfrentarse con la inminencia
de la expiración de la tregua en momentos en que la penosa situación de la
hacienda hacía cada vez más difícil compatibilizar el apoyo al emperador en la
Guerra de los Treinta Años y la renovación de un esfuerzo bélico en los Países
Bajos. Además tanto Bruselas como Madrid estaban obligados a tener en cuenta
el enfrentamiento entre los partidarios de Mauricio de Nassau y de
Oldenbarnevelt y cómo aprovechar esta disensión en el campo enemigo. La
detención de Oldenbarnevelt en 1618 por orden de Mauricio y su posterior
ejecución había sido un auténtico golpe de Estado que hacía prácticamente
inviables las posibilidades de renovar la tregua. Amparándose en las disputas
teológicas entre arminianos y gomaristas, el primero había ido sustituyendo los
fieles del gran pensionista por los suyos y la tensión creciente dentro de las
Provincias Unidas eran nuevos elementos que Spinola tildaba de «cosa que
puede dar cuidado».244 En realidad tanto en España como en las Provincias
Unidas el sentimiento imperante era que la tregua no había resultado rentable
para ninguna de las dos partes. En las primeras había sido claramente positiva
para Ámsterdam, pero no para las provincias del interior, y en España había sido
la periferia la que había crecido en perjuicio del centro y de Portugal.
Felipe III estimó que convenía no desperdiciar la ocasión y así ordenó que se
entablaran negociaciones secretas con Mauricio, para que, a cambio de la
promesa de concederle la soberanía sobre alguna de las provincias, se lograra
enfrentar al estatúder con los Estados Generales. De todos modos el rey todavía
tenía profundas dudas sobre cuál sería el mejor camino a seguir y con quién
convendría aliarse: ¿con Mauricio o acaso sería mejor hacerlo con sus
enemigos? Pero no era su única duda: también era preciso decidir si era
preferible la paz a la renovación de la guerra, que en el fondo había sido su idea
desde muchos años atrás. Todas estas alternativas se reflejaban en los debates del
Consejo de Estado, donde, en plena división de opiniones, Spinola se
manifestaba partidario de buscar la paz para acabar con tantos años de guerra y
de ruina. Pero para el archiduque y Spinola, el margen de decisión era mínimo,
ya que dependían por completo de que el rey se inclinara por una u otra opción,
de modo que, en previsión de que decidiera reanudar la guerra, solicitaron que
las tropas de Italia (libres de peligro directo tras la Paz de Asti) acudieran a
reforzar el ejército de los Países Bajos.
La humillación que para muchos había supuesto la tregua estaba muy presente
en las discusiones en el Consejo de Estado. Y no era solo la concesión de la
soberanía lo que alentaba las críticas, sino también los daños económicos que la
ambigüedad de las cláusulas comerciales había supuesto para los intereses
comerciales tanto para España como para los Países Bajos.
Zúñiga, que distaba mucho de compartir las ideas pacifistas de Lerma, no se
recataba al afirmar que tan solo por la fuerza de las armas sería posible reducir
las Provincias Unidas a la antigua obediencia, ya que las mismas estaban en el
apogeo de su grandeza mientras que España se encontraba en pleno desorden.
Tras el correctivo que para él significaron las críticas de la corte cuando,
ignorando la autoridad superior del archiduque, Spinola formuló peticiones de
mercedes tras el juramento de fidelidad, el general fue más humilde al solicitar
para sí y su casa las que consideraba que le eran debidas tras tantos años de
guerra y tanto dinero gastado de su fortuna. Y, aunque agradeciera el subsidio de
20.000 ducados concedido por el rey, no dejó de insistir en que tras haberle
servido durante dieciséis años y haber soportado extraordinarios gastos con
motivo de campañas y de embajadas, ni él ni sus hijos habían recibido ni un real
que no fuera de su sueldo, por lo que «puedo asegurar a V. M. que, en materia de
hacienda, mi casa está arruinada».245
La dificultad de la situación preocupaba seriamente al Consejo de Estado, que
en una extensa consulta246 recogía la petición del duque del Infantado que
subrayaba la necesidad de, a la muerte del archiduque, enviar a Bruselas un
embajador que asistiese a la infanta en los asuntos del gobierno civil, pues los
del gobierno militar podrían ser encargados a otra persona, así como la
importancia de reforzar el dispositivo militar. Los otros miembros del Consejo,
Mexía y Fray Luis de Aliaga, manifestaron también su inquietud por la posible
actitud de los belgas al producirse el fallecimiento y por la necesidad de evitar
que los refuerzos pudieran ser considerados como un ejército de ocupación.
Zúñiga, regresado a Madrid tras su larga misión en el imperio, estimaba que «el
caso de la muerte del Señor Archiduque es muy bien previsible», calculaba que
la infanta viuda gozaría de mayor autoridad que Alberto en razón del gran amor
de los belgas de que disfrutaba.
Y aunque el rey ratificó las opiniones anteriores, el Consejo seguía echando en
falta la presencia en Bruselas de un embajador que sirviese de contrapeso a la
influencia de Spinola y fuese el canal directo de comunicación de los deseos del
rey a los archiduques. Por ello insistió poco más tarde247 en la necesidad de
nombrar embajador y aprovechaba para criticar los nombramientos hechos por
Alberto para la administración de la hacienda y la designación de dos secretarios
para reemplazar al fallecido Mancisidor, secretario de Estado y de Guerra,
nombramiento que era competencia del rey y no del archiduque. Al fin el
designado para ocupar la embajada fue el marqués de Bedmar, cuyas
instrucciones le fueron dadas poco después.248
Todo parecía conjurarse para dificultar los intentos por buscar la paz y en
Bruselas se produjo una sublevación que amenazaba con dar al traste con todos
los esfuerzos. El origen fue la obligación de alojar en la ciudad a las compañías
de la guardia, que podría ser sustituida por un pago de 30.000 florines (que se
conseguiría aumentando los impuestos sobre la cerveza, el vino, el pan y la
carne). Pero como estos impuestos se habían establecido con el voto en contra de
los representantes de las guildas, el cobro se consideró ilegal. Ante el boicot de
la guildas y la negativa del archiduque a retirar estos aumentos, las primeras
ampliaron su boicot a otros impuestos desembocando la situación en una
auténtica revuelta. Tras semanas de enfrentamiento y cuando las guildas querían
comunicar al archiduque que aceptaban los impuestos era ya tarde para
solucionar el problema: Spinola había recibido orden de entrar con sus tropas en
la ciudad y acampar en ella. Los habitantes de la capital habían creído que estas
tropas (8.000 infantes y 1.500 jinetes) estaban destinadas a Juliers o al
Palatinado, por lo que su entrada en Bruselas causó profundo temor y acabó por
disolver la protesta. Ahora procedía «castigar a los autores y reorganizar el
gobierno de la ciudad»249 aunque los habitantes estaban indignados por lo que
se les había hecho, y «si ahora que tenemos el mazo en la mano no se toma
alguna medida para castigarlos y subyugarlos podría ser que cuando se quiera
remediar sea demasiado tarde».250
Pese a las presiones para mantenerlas en la ciudad, Alberto ordenó su salida.
Estos acontecimientos provocaron la tardía indignación del marqués de Bedmar,
que había llegado a Bruselas en noviembre y que; llevado de su antipatía hacia
los belgas, escribiría más tarde:
No había en el mundo gente más capaz de abusar de tal misericordia que los bruselenses y por ello
había que vigilarlos más que a los otros, y tratarlos como herejes, habiendo quedado patente que de
vez en cuando había que cortarles las alas para quitarles las ganas de reincidir.251
Tras analizar las condiciones necesarias para conseguir esa «buena paz»
llegaba a una conclusión:
Si se hacen las treguas, renunciando los holandeses su mal fundada libertad, retirándose de trato y
comercio con las Indias y abriéndoles a nuestros bajeles el río Escalda, serán buenas. Si a falta de lo
primero se sale con las dos segundas condiciones, serán tolerables. Si con la última sola, en alguna
manera disculpables a los que gustan sobradamente de paz. Más si se otorgan con las condiciones que
las pasadas no solo serán indignas de la grandeza de V. M. sino muy ofensivas a la conservación de
los demás Reinos y Provincias.
1621 fue un año desventurado para los Países Bajos, que bien a su pesar se
vieron empujados de nuevo a una guerra para la que no parecía posible encontrar
solución: en marzo, la salud de Felipe III, que había ido decayendo desde su
viaje a Portugal dos años antes, acabó por deteriorase de tal manera que el 31 de
ese mes se produjo su fallecimiento. Al mes siguiente, con el nuevo rey, el
experimentado Baltasar de Zúñiga, secundado por su sobrino Olivares, sucedió
al Duque de Uceda al frente de los negocios del Estado, mientras la Tregua de
los Doce Años expiraba el día 9 sin que, pese a sus esfuerzos, el archiduque
hubiera logrado doblegar la terca voluntad de Felipe III, que, apenas unos días
antes de morir, había firmado la orden para reemprender la guerra, confirmada
pocos días después por el joven Felipe IV: la guerra debía continuar. Y en julio,
el día 13, extenuado por tantos largos años de guerra y de lucha contra la gota, el
archiduque Alberto también falleció. De acuerdo con los términos de la cesión,
los Países Bajos revertían a la corona de España y la infanta Isabel Clara
Eugenia dejaba de ser su soberana y, en un supremo esfuerzo de devoción a la
Casa de Austria, aceptaba permanecer como gobernadora general encargada del
poder político y del esfuerzo militar.
Como los Estados Generales de Holanda y Mauricio habían aceptado la
mediación de Francia para tratar de la prolongación de la tregua, el archiduque
—favorable a esta posibilidad— pidió al rey que mantuviera el secreto más
estricto sobre estos contactos. Aunque el embajador francés en Bruselas propuso
una alianza que permitiera a Luis XIII aplastar a los hugonotes y a Felipe III
reducir a los holandeses, Alberto no creía en semejante acuerdo, y prefería
prolongar la tregua hasta que la evolución de los problemas en el imperio y en el
Palatinado permitieran ver más claro y evitar enfrentarse simultáneamente a
tantos conflictos.282 Al concederle poder para negociar con Mauricio, el rey
estableció claramente283 que una nueva tregua, aunque fuera de corta duración,
solo resultaría aceptable a condición de que los holandeses autorizaran el libre
ejercicio del catolicismo, renunciaran al comercio con las Indias y abrieran el
Escalda, extremos todos ellos que, estaba bien claro, resultarían totalmente
inaceptables para las Provincias Unidas
A principios de año Carlos Coloma había viajado a Madrid, pues, terminada la
campaña del Palatinado y puesto que Felipe III persistía en su voluntad de
relanzar la guerra, Spinola consideró necesario el viaje para intentar obtener los
medios para satisfacer su pretensión bélica. Pese a los deseos del rey, las
circunstancias eran tan complejas que no faltaban partidarios de prolongar la
tregua con la esperanza de que la hacienda pudiera recuperarse. Aprovechando el
informe que Coloma había sometido el año anterior al Consejo de Estado,
pareció el momento apropiado para actualizarlo.
El veterano militar insistió en que, al impedir el gran peligro que suponía la
unión de los ejércitos holandés y bohemio, la operación en el Palatinado había
sido de gran beneficio para los Países Bajos, porque «ellos nos tocan más de
cerca que los [asuntos] del Emperador», aunque las Provincias Unidas
«divididas en parcialidades y no sobradas de dinero ni de amigos, no han abierto
las bocas para pedir continuación de las treguas ni aún por vías indirectas, que
les sería bien fácil», postura desmesurada pues «llega su soberbia a perecerles
que las habemos de pedir nosotros», ya que las ideas holandesas parecían
fundarse en el «sobrado deseo de quietud o por la estrecheza de dineros» de
España, por lo que se mantenían en sus trece hasta ver por qué camino optaba
España. Partidario ya el año anterior de una «buena guerra», Coloma insistía en
humillar el orgullo de los rebeldes para llevarles a razón y para ello era
«necesario poner las cosas de suerte que se pueda comenzar la guerra cuando se
quisiere». Remachando la idea de la reputación, tan cara para los hombres de la
época, se preguntaba: «¿Quién habrá tan ignorante que le parezca pueda haber
continuación de treguas no resolviéndose a comparar una falsa apariencia de paz
con los daños de una verdadera deshonra y total ruina de esta monarquía?».
Pasando revista a los argumentos esgrimidos para firmar la Tregua de los Doce
Años, trató de demostrar que las esperanzas no se habían visto confirmadas por
los hechos a lo largo de ese periodo: la tregua no había permitido mejorar la
situación de la hacienda real, ni los holandeses habían admitido la práctica del
catolicismo. Y ni siquiera el enfrentamiento entre arminianos y gomaristas o la
lucha por el poder entre Mauricio y Oldenbarnevelt habían resultado
beneficiosos, pues el odio entre holandeses era menor que el que sentían contra
España. Finalmente la esperanza de que la paz dulcificara las mentalidades y que
los beneficios obtenidos del comercio les hicieran ser más flexibles para
negociar también quedaba en el reino de los buenos deseos frustrados. En
resumen:
Si en doce años de paz han osado y podido los holandeses emprender tantas cosas y tenido caudal para
sustentar en su tierra un ejército poco menor que el nuestro y desempeñarle de más de cuatro millones
de oro, que doblan del tiempo de la guerra, se deja fácilmente considerar lo que harán si les damos
más tiempo y lo que les aumentará la opinión de libres en no negarles por segunda vez este título…
pide particular ponderación el ver que tengamos y nos condenemos a tener siempre, si las treguas se
continúan, todos los males de la paz y todos los peligros y descomodidades de las guerra.
Tras el triunfo de las armas españolas en Fleurus, Spinola añadió nuevos éxitos
a la campaña, logrando apoderarse de Gooch y del fuerte Mauricio en territorio
de las Provincias Unidas, y del fuerte de Papenmutz en Alemania. El Consejo de
Estado contemplaba satisfecho esta situación:
Habiéndose alargado de sus límites los holandeses y ganado reputación de nuestra parte, pero no ellos
palmo de tierra de V. M. Y si V. M. ha gastado mucho este año y perdido gente, también lo han hecho
ellos. Y el año pasado se tomó a Juliers de manera que después que expiró la Tregua las armas de V.
M. han ganado mucho y no han perdido nada.302
1625 fue, sin duda, el «año milagroso»: el 1 de mayo, don Fadrique de Toledo
había derrotado a los holandeses recuperando Bahía y, por tanto, Brasil. También
ese mes, don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, socorrió Génova
levantado el asedio de Francia. En junio, Spinola había tomado Breda. En
septiembre, en Puerto Rico, fue rechazado el ataque de la flota holandesa. En
noviembre, en Cádiz, don Fernando Girón rechazó el ataque inglés. Y, para
completar el año de triunfos, a principios de noviembre los barcos españoles de
Dunquerque derrotaron totalmente a la flota holandesa.
Olivares podía escribir entonces «Dios es español», pero el asedio de Breda
había agotado todos los fondos de que era posible disponer y obligaría a olvidar
la guerra ofensiva en tierra y limitarla a la defensiva, salvo en el mar, donde se
intentaba hacer frente a la fuerte potencia naval holandesa (y también inglesa).
Ya no resultaba posible volver a pensar en largos y costosos asedios y, como
subraya Kamen, a largo plazo Breda «no fue el punto de partida hacia la victoria,
sino el comienzo del declive de España como la principal potencia en el norte de
Europa».319
302 AGS, Estado, 2037, CCE, 17 de febrero de 1623.
303 AGS, Estado, 2313, Spinola a Felipe IV, 7 de marzo de 1623.
304 AGS, Estado, 2313, Bedmar a Felipe IV, 21 de enero de 1623.
305 AGS, Estado, 2313, Isabel a Felipe IV, 2 de junio de 1623.
306 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 16 de febrero de 1624.
307 AGR, SEG, Rº. 190, Felipe IV a Isabel, 16 de abril de 1624.
308 AGR, SEG, Rº. 191, Felipe IV a Isabel, 11 de octubre de 1624.
309 Elliott, Olivares, op. cit., p. 166.
310 AGS, Estado, 2516, CCE, 30 de abril de 1625.
311 AGS, Estado, 2038, CCE, 14 de septiembre de 1624.
312 Elliott, Olivares, op. cit., p. 262.
313 AGS, Estado, CCE, 18 de septiembre de 1624.
314 AGS, Estado, 7 de octubre de 1624.
315 Visitantes y curiosos, entre ellos el príncipe Ladislao de Polonia y el duque de Baviera, acudían a
Breda a presenciar los trabajos del asedio.
316 AGS, Estado, 2039, CCE, 29 de junio de 1625.
317 AGS, Estado, 2315, Isabel a Felipe IV, 6 de agosto de 1625.
318 AGS, Estado, 2315, Spinola a Felipe IV, agosto de 1625.
319 H. Kamen, «La política exterior», en La crisis de la hegemonía española, p. 533
LA GUERRA DEFENSIVA
Defendiendo a Van den Bergh, Spinola argumentó que, al haber encontrado tan
fortificado el asedio pareció «a todos los cabos» que no se debía emprender un
ataque que tenía escasas posibilidades de éxito y, en cuanto al enfrentamiento
entre italianos y españoles por encabezar la vanguardia del ataque al convoy
holandés, hizo recaer la responsabilidad en el italiano marqués de Campolataro,
que se enfrentó con Van den Bergh (que transigió por no añadir más dificultades
a la mala situación) y que, a juicio de Spinola, debía ser castigado pero solo una
vez que se retirase del campo de batalla para no añadir un nuevo motivo de
desmoralización a las tropas.
Y, finalmente, ¿por qué no había participado personalmente en el socorro? Su
respuesta no fue solo exculpatoria, sino que trasluce su malhumor ante las
críticas de los «estrategas de salón» que le achacaban desde Madrid el fracaso de
la operación y, además de explicar cuanto había hecho para procurar dinero y
bastimentos, escribía con un cierto punto de impertinencia:
V. M. me permita que diga que quien gobierna las armas puede hacer las facciones de guerra por su
persona propia o por otra que le pareciere mientras sea a propósito para el efecto que se pretende, que
nadie negará que lo sea el Conde Enrique. Así con licencia de V. M. no entraré en dar satisfacción de
esto.
No había dinero para nada y se vivía tan angustiosamente que incluso para
«pagar al correo en su viaje» había sido preciso acudir a «unos y otros» y,
rodando por esa pendiente, «ya no se sabe acá dónde volver la cabeza ni qué
poder hacer».342 Apenas días más tarde, Spinola volvía a insistir: «Que S. A. ha
despachado tres correos a S. M. y ahora va este de nuevo a representar a S. M.
que los hombres de negocios no quieren negociar y así se halla lo de acá en
términos más apretados que persona se acuerde después que la guerra está en
pie… Y si V. M. no se sirve mandar que se provean luego los 400.000 escudos
que se le han suplicado… sucederá una desgracia grandísima».343
Los Países Bajos estaban a punto de perderse y, en España, la crítica situación
de la hacienda no permitía albergar la menor esperanza de solución. La infanta
había empeñado sus joyas, otros lo habían hecho con su plata, y todos buscaban
cualquier solución para allegar fondos para la guerra, pero «crédito bien puede
V. M. creer que no le hay».344 Se había llegado al límite y, como escribiera
Gondomar en 1619, parecía que «todo se va a fondo». Todo menos, quizá, el
orgullo, la defensa de la reputación y un deje de amargura considerando las
obligaciones que el rey parecía seguir teniendo hacia su pariente alemán, cuya
ayuda siempre regateaba a Madrid y a Bruselas:
Si el enemigo saliere en campaña se hará acá lo mismo, aunque con harto cuidado por la dificultad
que habrá de sustentar al ejército en campaña por el poco dinero que hay. Si el enemigo no sale,
tampoco se hará acá, estando a la defensiva como V. M. tiene mandado y como es forzoso también,
que no hay dinero para empeñarse en sitio, que es la guerra que se hace acá, pero bien se asistirá al
Emperador y la Liga Católica con la gente que pidiere contra el Rey de Dinamarca.345
En la corte no parecía suficiente con que los fondos para el ejército de Flandes
se recortaran y se retrasaran. El dinero faltaba y como había que apurar y
controlar hasta el último ducado, se pidieron explicaciones a Spinola sobre por
qué, cuando la guerra había cambiado de perspectiva y en tierra era solo
defensiva, seguía pidiendo como mínimo la misma suma que antes para
mantener el esfuerzo militar. Con sus cuentas escudriñadas con el mayor detalle
tratando de encontrar un error o, lo que sería peor, una malversación, Spinola se
vio obligado a defenderse:
Por lo que V. M. dice que se ha equivocado la cuenta, pidiendo lo mismo para la guerra defensiva que
ofensiva habiendo contradicción en esto (pues en la defensiva se ha de bajar el gasto del tren de
artillería que tanto importa) se me ofrece responder que, aunque se haga por parte de V. M. guerra
defensiva, no se puede excusar la campaña pues siempre que el enemigo saliere es fuerza que salga
también el ejército de V. M. a hacerle oposición con el tren de artillería necesario para campear, como
se ve sucede ahora… por la ventaja que el enemigo tiene en las riberas… fuerza es tener dos gruesos
ejércitos prontos… Lo que se excusa en la guerra defensiva es el sitio de plazas y el gasto que se hace
en ellas y en las trincheras, pero lo que se excusa de gasto en esto… es bien menester para el sustento
de la armada… V. M. crea que es cierto que son menester los mismos 300.000 escudos al mes para la
guerra defensiva por tierra y ofensiva por mar.346
Todo era pedir y todo era no recibir. Lo único que llegaba a Bruselas eran
órdenes de imposible cumplimiento o quejas en cuanto al manejo de los fondos o
de las tropas. Incluso a mediados de año el rey no parecía haber quedado
satisfecho con la reformas de Spinola de los regimientos alemanes y de las levas
hechas, por lo que el general tenía que insistir347 ante Felipe IV en el peligro
que habría supuesto carecer de suficientes soldados para enfrentarse con el
considerable ejército de las Provincias Unidas, que había demostrado su
fortaleza.
320 AGR, SEG, Rº. 193, Felipe IV a Isabel, 11 de julio de 1625.
321 AGR, SEG, Rº. 191, Felipe IV a Isabel, 22 de enero de 1626.
322 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 16 de febrero de 1626.
323 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 3 de julio de 1626.
324 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 13 de julio de 1626.
325 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 11 de octubre de 1626.
326 AGR, SEG, Rº. 194, Felipe IV a Isabel, 12 de febrero de 1626.
327 AGR, SEG, Rº. 195, Isabel a Felipe IV, 12 de julio de 1626.
328 AGR, SEG, Rº. 195, Felipe IV a Isabel, 9 de agosto de 1626.
329 AGR, SEG, Rº. 195, Isabel a Felipe IV, 27 de agosto de 1626.
330 AGR, SEG, Rº. 196, Isabel a Felipe IV, 22 de diciembre de 1626.
331 AGE, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 25 de julio de 1626.
332 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 29 de agosto de 1626.
333 En 1595 Mauricio no había logrado apoderarse de la plaza, pero lo hizo dos años más tarde. Spinola
la recuperó para los Países Bajos en 1606.
334 AGS, Estado, 2041, Spinola a Felipe IV, 23 de agosto de 1627.
335 AGS, Estado, 2041, CCE, 5 de septiembre de 1627.
336 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 20 de octubre de 1627.
337 AGS, Estado, 2041, CCE, 6 de noviembre de 1627.
338 AGR, SEG, Rº. 196, Felipe IV a Isabel, 7 de enero de 1627.
339 AGS, Estado, 2318, Spinola a Felipe IV, 7 de marzo de 1627.
340 Ibid., 1 de marzo de 1627.
341 Ibid., 7 de marzo de 1627.
342 Ibid., 12 de marzo de 1627.
343 Ibid., 20 de marzo de 1627.
344 Ibid., 17 de abril de 1627.
345 Ibid., 23 de mayo de 1627.
346 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 22 de julio de 1627.
347 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 23 de agosto de 1627.
CUARTA PARTE
CAMINO DEL FIN
PRIMER ACTO: MADRID
La situación en los Países Bajos había llegado a tales extremos que la última
esperanza para desencallarla parecía ser el viaje de Spinola a Madrid para
intentar arrancar a Felipe IV y al conde-duque los medios necesarios para dar fin
a la guerra, negociando una tregua larga que permitiera rehacerse a aquellos
Estados, o bien facilitando los fondos necesarios para triunfar por la fuerza de las
armas. Con este propósito, Spinola, acompañado por el marqués de Leganés,
partió de Bruselas el 3 de enero de 1628, camino de lo que habría de ser no solo
su prueba más difícil, sino también el fin de sus ilusiones.
Como debía atravesar Francia, recibió el encargo de explorar con Luis XIII y
Richelieu la posibilidad de alcanzar algún acuerdo que permitiera respirar a una
España que, acuciada por los problemas económicos y por las numerosas
guerras, buscaba un momento de reposo. Cumpliendo esta misión, Spinola llegó
a La Rochelle, bastión de la Religión Reformada, y cuyo asedio dirigían
personalmente el rey y el cardenal. Buscando esa alianza, España había decidido
meses antes enviar una flota a la costa francesa para contrarrestar aquella con la
que Inglaterra pretendía ayudar a los hugonotes, y Felipe IV ordenó que la flota
de los Países Bajos bajara a las costas españolas para asegurar su defensa.
Aunque la pretensión de Olivares de aunar las dos potencias católicas en su
enfrentamiento con la protestante Inglaterra chocó con la oposición del Consejo
de Estado, el valido logró convencer de su idea al rey, que así lo afirmó en la
apostilla a la consulta: «No hay asunto de Estado por el que no haya que
arriesgarse si la Religión corre el más mínimo peligro… Mis fuerzas y flotas
estarán bien perdidas si con ello pueden evitar por un día la profanación de las
iglesias de Rhe».348
Precedido de su gran prestigio como expugnador de plazas fuertes, Spinola fue
recibido con las mayores atenciones y se solicitó su opinión sobre el
planteamiento del asedio y sobre la construcción del dique con el que se
pretendía aislar la plaza. El genovés fue favorable en sus juicios, aunque criticara
la extrema cercanía de la circunvalación a las defensas de la ciudad (lo que
permitía a los defensores efectuar sus salidas y volver a refugiarse rápidamente
tras sus murallas) y aconsejara tratar de evitar la llegada de socorros por mar,
opinión que procedía de sus experiencias en Ostende, La Esclusa y Breda.
Sin embargo sus gestiones sobre la situación en el norte de Italia y la sucesión
del ducado de Mantua no tuvieron éxito. Aunque Luis XIII deseaba solucionar el
problema de La Rochelle antes de ocuparse de los conflictos italianos, parecía
evidente que no estaba inclinado a regatear su apoyo al duque de Nevers y,
además, la ayuda de Buckingham a los protestantes rocheleses era otro elemento
perturbador en el complicado tablero de ajedrez político en momentos en que
tanto España, como Francia, Inglaterra o el imperio movían sus piezas con la
vista puesta en cualquier alianza que pudiera lesionar sus intereses y todos
aplicaban el principio de que «los amigos de mis enemigos son mis enemigos».
De todos modos la crisis italiana estallaría a comienzos del año siguiente y sería
el marco final de la vida de Spinola.
La recepción que recibió Spinola en Madrid fue extremadamente cordial y su
éxito parecía augurar un buen fin para su misión. Pero la realidad se mostró bien
diferente y, como puede verse por los documentos que permiten seguir las
discusiones paso a paso, no solo los debates con Olivares fueron agriándose, sino
que la creciente hostilidad terminó por extenderse al monarca. Las reiteración de
las quejas sobre el fallido socorro de Grol casi se superpusieron a la situación de
los Países Bajos en la audiencia que a principios de marzo le concedió Felipe IV,
quien remitió las peticiones de Spinola al Consejo de Estado para que le
propusiera las opciones que pudieran parecer procedentes.349 Prevaliéndose de
su condición de miembro más antiguo del Consejo de Estado, Spinola abrió los
debates dando cuenta350 de la situación en Flandes y los medios que
consideraba necesarios para resolverla: si no se optaba por negociar una nueva
tregua había que ser conscientes de que el ejército resultaba insuficiente para
cubrir los presidios de los Países Bajos y del Palatinado y para hacer la guerra y,
si el emperador no se decidía a ayudar sería necesario efectuar levas para las que
no había dinero.351 Esta era en los términos más simples la descripción de la
calamitosa situación.
En su opinión cabían dos posibilidades: la primera, prestar oídos a las señales
que pudiesen venir de las Provincias Unidas y aprovecharlas para negociar una
tregua de larga duración (Spinola pensaba nada menos que en treinta años). Y si
no se optaba por esta opción, el único otro camino (y al que era contrario) sería
facilitar las provisiones necesarias para continuar una guerra que, en tales
circunstancias, tendría que ser ofensiva ya que:
Cuando V. M. provea todo lo necesario, si es defensiva no se gana nada; y si ofensiva y que las cosas
corran bien lo que se podrá hacer en un verano será tomar una plaza, que son tales que [en] cada una
será menester gastar todo este tiempo en ella y vendrá a servir solo para reputación, pero no para el fin
de la guerra.
FRANCISCO DE QUEVEDO
Parecía que esto era la excusa que buscaban Felipe IV y Olivares para forzar el
regreso a Bruselas de Spinola. Pero este insistía explicando que mientras los
hombres de negocios no recibieran dinero era inútil esperar que consintieran
nuevos adelantos y al déficit de 1628 (800.000 escudos) había que sumar la falta
de provisiones para los tres primeros meses de 1629. Para él lo único que había
evitado la oleada de motines era «la esperanza de que haya de llevar con qué
poderse remediar de lo que han padecido hasta ahora», pero «viendo con mi
llegada el desengaño, se puede tener por cierto [que] sucedería lo que no ha
sucedido hasta ahora». Nadie parecía recordar la frase del mariscal imperial
Collalto: «Para hacer la guerra se necesitan tres cosas: primero, dinero; segundo,
dinero; y, tercero, dinero»… Spinola había guerreado en los Países Bajos, las
Provincias Unidas y Alemania durante un cuarto de siglo. Había luchado junto al
archiduque. Había sido el valedor y el apoyo de la infanta viuda. Había servido a
dos reyes. Había triunfado en Ostende y en Breda. Y había fracasado en La
Esclusa y en Grol. Demasiados años. Demasiados recuerdos. Demasiados
compañeros muertos en combate o a consecuencia del mismo… Pero se resistía
a dejar caer todo y por eso, en un último esfuerzo, escribió al secretario Villela
para que informara al rey de que, ayudado por la infanta, había seguido
buscando cómo conseguir fondos y quizá podría lograrlo mediante una persona
de Amberes, por lo que pedía paciencia hasta saber el resultado de estas
gestiones. Y si además llegasen a fructificar en una suspensión de armas los
contactos que por encargo de la infanta estaba realizando Kesseler con los
holandeses ello podría permitir alcanzar una tregua larga; pero si esto no fuera
posible el rey podría entonces adoptar la resolución de lo que decidiera que
convenía hacer para continuar la guerra: «Pues que S. M. ha visto la manera y el
celo con que le he servido tantos años, me puede dar crédito en esto: que no sería
de su real servicio hacerme volver ahora con solo haber propuesto muchas cosas
sin llenar el asiento de ninguna».384
El rey (aunque sin duda era Olivares quien moralmente empuñaba la pluma)
decidió dar por terminada la discusión y el 21 de marzo escribió de su puño y
letra el siguiente decreto que envió a la Junta de Estado:
Flandes está para perderse. Las provisiones que el Marqués de los Balbases pidió el año pasado para
este están hechas. Las provincias han mostrado empezar a ayudar aquello. Cuantos temperamentos
puedo yo alargar en materia de paces o tregua allí están dados ya al Marqués. Y siendo así que aquel
ejército está sin cabeza y que yo no puedo hacer más de lo que tengo hecho, ni cabe más en poder,
como lo veis y oís al Consejo de Hacienda tantas veces… Mi poder no alcanza más hacienda ni
temperamento de paz, y así juzgo que el Marqués debe ir de aquí en todo caso a primero de abril por
Italia. El Consejo vea si se le ofrece algo en esto porque no quiero tomar última resolución en ello sin
oírle consultar con toda claridad y distinción lo que se deba ejecutar, porque ha[ce] un año que
andamos en esto y no sé lo que parecerá en el mundo donde se sabe todo.
Decidido por el rey que el nuevo encargo para Spinola sería la guerra de Italia, el
19 de julio de 1629 firmó su nombramiento como gobernador de Milán y jefe de
los ejércitos en el estado, concediéndole amplísimos poderes para actuar. Ya no
había marcha atrás posible y el general llegó a Génova, su ciudad natal, a
mediados de septiembre, para continuar hacia Milán. En sus manos estaba ahora
continuar la guerra o conseguir la paz y a ello se unía el encargo de restablecer
los antiguos acuerdos con los señores Grisones y con los Esguízaros, que habían
permitido el tránsito de las tropas desde sus bases italianas hacia los frentes del
norte.
Visto con la perspectiva del tiempo, resulta trágico ver cómo, poco tiempo
después, Felipe IV trataba de enmendar su decisión y se daba cuenta de la
importancia que tenía la presencia de Spinola en los Países Bajos y del error de
Olivares al imponer la guerra en Italia sobre Flandes: apenas dos meses después
de haber firmado el anterior nombramiento, el rey daba marcha atrás y con un
estilo patético le instaba a ir a Flandes dejando la guerra de Italia en manos del
conde de Monterrey:
Las cosas de Flandes me tienen con muy particular cuidado… Aunque en Italia no se haya conseguido
la paz y que la guerra esté rota sería temperamento conveniente que vos pasádades a Flandes… se
ofrecen tantas dificultades e inconvenientes en este punto [la guerra en los Países Bajos] por faltarnos
un sujeto tal que lo pueda abrazar todo como vos… si os resolviéredes de pasar a Flandes, como os lo
encargo, por ser esto lo que se tiene por más conveniente… Si os pareciere mayor servicio mío pasar a
Flandes.386
Entretanto, Richelieu, al mando del ejército que debía entrar en Italia y que, al
igual que Spinola, estaba autorizado para negociar la paz o continuar la guerra,
llegó a Lyon a comienzos de 1630 en preparación de la expedición a Saboya.
Fue en esa ciudad donde el 29 de enero se encontró por primera vez con un
italiano con el que se produciría un inmediato efecto de mutua fascinación y que
jugaría poco después un papel relevante ante las murallas de Casal: Giulio
Mazarino. Este personaje acompañaba al legado pontificio, Cardenal Barberini,
en calidad de secretario del nuncio en Milán (Sachetti), que no se había
desplazado y que venía con la misión de procurar un arreglo pacífico. Como las
tropas de Francia necesitarían un mes para llegar hasta Casal, la primera
propuesta era la de procurar una suspensión de armas y una reunión del mariscal
de Créqui con Spinola y Collalto.
El legado papal presentó varias propuestas: restitución de las plazas tomadas
del Piamonte, retirada de Francia a su territorio, restitución a Nevers de Mantua
y Monferrato, concesión de la investidura por el emperador y además trataba de
que Richelieu llegase a un acuerdo con el Saboya, idea que el cardenal rechazó
tan tajantemente como las gestiones de un Carlos Manuel que había intentado
disuadirle de atacar asegurándole que se había alcanzado una suspensión de
armas. Richelieu hizo caso omiso de todas las gestiones y pidió a Carlos Manuel
que respetase los acuerdos y tuviese preparadas las municiones y los
avituallamientos necesarios a las tropas francesas. Entre la espada y la pared, el
Saboya envió por un lado a su hijo Amadeo a negociar con Richelieu y, por otro,
sendos emisarios para parlamentar con Spinola y con Collalto, con el propósito
de convencerles de impedir la entrada de los franceses en su ducado. Como
todos desconfiaban de tan avieso personaje, Spinola no quiso embarcarse en una
operación que le parecía sumamente dudosa, y el cardenal despidió al príncipe
con cajas destempladas, diciéndole que cuando sus tropas llegaran a Turín sería
el momento para discutir lo que procediese negociar.
Pero Richelieu era consciente de que el aprovisionamiento que había pedido al
Saboya era imprescindible para poder continuar su avance, y se vio obligado a
continuar manteniendo la ficción de la negociación amistosa con Carlos Manuel,
a quien pidió que aprovisionase la fortaleza de Casal mientras él hacía una
maniobra de diversión y atacaba alguna plaza del Milanesado. Y aunque tanto
uno como otro prometieron cumplir este compromiso, el cardenal interrumpió su
avance tan pronto como calculó que las provisiones estarían ya en Casal, sin
percatarse de que Carlos Manuel, desconfiando igualmente, no se había
molestado en cumplir su parte. Tras este fiasco, Richelieu insistió en exigir la
ayuda prometida y, ante las excusas saboyanas de que ello era imposible, decidió
atacar directamente. El resultado fue una nueva voltereta del Saboya que, tras
retirarse a Turín para proteger su capital, se pasó con armas y bagajes al lado de
España y del imperio, pidiendo que sus tropas entrasen en el Piamonte y
apoyando la toma de Casal y de Mantua. La reacción francesa fue avanzar por
Rívoli hasta la capital, pero todos los generales desaconsejaban a Richelieu un
ataque frontal y, tras una nueva gestión fallida del secretario de Estado para la
guerra (Servien), el ejército francés tomó posiciones ante la ciudadela. Esa fue la
estratagema en la que cayó Carlos Manuel, que hizo venir apresuradamente las
fuerzas que tenía en Pinerolo, lo que permitió a Richelieu enviar las suyas a toda
prisa hasta la fortaleza, que tras un solo día de asedio cayó en manos francesas,
entrando el Cardenal en ella a fin de marzo de 1630. Al haber tomado Francia
esta importante fortaleza prácticamente sin esfuerzo, y ante las peticiones de
Carlos Manuel a España y el imperio, Spinola se sintió forzado a enviarle un
primer socorro mientras él se encaminaba a Alejandría —donde estaba el resto
de las tropas— con el propósito de acudir personalmente, pero muy despacio, en
ayuda del duque. Esta nueva vuelta del Saboya equivalía para Francia a otra
traición y demostraba que la lección que acababa de recibir había caído en saco
roto, por lo que había que darle nuevos motivos de angustia.
A todo esto Luis XIII, acompañado por la corte y sus innumerables intrigas, se
dirigía también hacia Italia acuciado por las presiones del partido «devoto», que
pretendía parar la guerra y lograr la desgracia del cardenal. Para defenderse, este
envió al rey el 13 de abril un escrito de gran trascendencia, insistiendo en la
importancia de guardar Pinerolo como llave del norte que le permitiría ser «el
amo y el árbitro de Italia». Pero esto significaba abandonar «toute pensé de
répos, d’épargne et de réglement du dedans du royaume», pues en ese caso la
confrontación con España sería inevitable. Pero si se optaba por la paz habría
que «abandonner les pensées d’Italie pour l’avenir… et se contenter de la gloire
présente que le Roi aura d’avoir maintenu par forcé Monsieur de Mantoue en ses
états contre la puissance de l’Empire, d’Espagne et de Savoie jointes
ensemble».388 Luis XIII siguió los consejos del ministro y, en una rápida
campaña de pocas semanas, se apoderó de un importante número de plazas
saboyanas, pero sin dejar de mantener contactos con Spinola y Collalto.
Ante la gravedad del momento y para estudiar las peticiones del Duque de
Saboya se reunió en el Piamonte un consejo de guerra compuesto por Spinola y
Collalto acompañados por el marqués de Santa Cruz (procedente de Génova) y
el joven duque de Lerma.389 El saboyano pretendía que se abandonasen las
operaciones en Mantua y en Casal y se concediera toda la prioridad a la
recuperación de Susa y de Pinerolo y a la expulsión de las tropas francesas de su
territorio. A cambio de esto prometía dejar libre el teatro de operaciones en el
Piamonte, e incluso invadir el Delfinado con sus tropas para impedir cualquier
ayuda a las de Richelieu, expedición esta que fue rechazada por los generales por
juzgarla demasiado arriesgada (aunque cabe pensar que, más bien, desconfiaban
profundamente de las promesas del duque). En cuanto a la recuperación de Susa
y Pinerolo, Spinola se enfrentó con sus compañeros, pues, conociendo la
naturaleza del Saboya, temía desgastar sus fuerzas en una empresa que podría
volverse en su contra cuando, recuperadas las plazas, Carlos Manuel decidiese
volver a ponerlas en manos francesas. Tras los debates se decidió que Collalto
emplease la mayoría de sus tropas en el enfrentamiento con los franceses y el
resto atacara Casal, a cuyos alrededores fue enviado Felipe Spinola, que tomó
Pontestura, San Giorgio y Rosillano, con lo que Casal quedaba rodeado.
La decisión de los generales fue el nuevo motivo de resquemor del duque de
Saboya, que no solo se veía privado de unas tropas que pretendía poner a su
servicio, sino que temía que si los españoles lograban tomar Casal estarían
menos interesados en defenderle de los franceses. Estas ideas eran justamente las
contrarias de las de Spinola, temeroso de que si se ayudaba al saboyano a
recuperar Casal, una vez logrado este objetivo era imposible prever de qué lado
inclinaría sus alianzas. En estos momentos se produjo una ruptura entre Spinola
y Collalto, que, influido por Carlos Manuel, afirmó que si Spinola solo atendía a
los intereses de Felipe IV, él se ocuparía solo de los del emperador y por tanto se
interesaría únicamente por Mantua.
El verano de 1630 fue un momento muy difícil tanto para Spinola como para
su principal adversario, el cardenal. El general solicitó refuerzos de tropas y
fondos para enfrentarse en las debidas condiciones con las tropas francesas, pero
bajo el control de Olivares el Consejo de Estado dio una negativa tajante a estas
peticiones: «Los medios para ello vienen a ser hoy casi imposibles así por la
falta de efectos como por la estrecheza de los hombres de negocios».390
Por su lado, Richelieu se encontró en esos momentos en una posición muy
difícil: Luis XIII estuvo a punto de fallecer a fines de septiembre con el peligro
de que la corona recayera en el inestable Gaston de Orléans y el odio de María
de Médicis y el partido devoto consiguiera destruir todo aquello por lo que venía
luchando desde su acceso al Consejo seis años antes. Pese a todo, en una nueva
reunión con Mazarino, el 3 de agosto, el cardenal pareció dispuesto a aceptar
varios puntos y, aunque pretendía guardar Pinerolo, al final pareció aceptar
mantenerla en poder de Francia tan solo durante dos años. Mazarino estuvo en
desacuerdo, pues desconfiaba del cardenal en un futuro en el que Mantua y Casal
no hubieran sido ocupadas por él, y así propuso que los imperiales conservasen
las plazas tomadas a los Grisones y los franceses las de Saboya, hasta que se
lograse un rápido acuerdo en quince días y todos devolvieran lo conquistado.
Para indignación de Carlos Manuel, Spinola propuso que la restitución se
hiciera, no en quince días, sino en dos meses, lo que motivó que el duque le
acusara de ocultas connivencias con Richelieu.
Añadiendo otra complicación a las que ya existían, el 26 de julio falleció
Carlos Manuel, abriéndose así nuevos interrogantes sobre qué postura adoptaría
ahora el duque entrante, Víctor Amadeo I. Paralelamente, Mazarino había
continuado su misión de buenos oficios en una nueva reunión con Richelieu el 2
de agosto, y aunque no había logrado hacer avanzar un tratado de paz, le aseguró
que tenía casi por cierto que Saboya se pondría del lado de Francia. Pero el
cardenal consideró que se trataba de una negociación inútil, pues había enviado
un ejército para socorrer Casal y los imperiales habían saqueado Mantua.
En ese final del verano de 1630 nadie se acordaba ya de los intereses del
duque de Nevers y casi tampoco de los cambios de posición del difunto Carlos
Manuel. Todos parecían estar hartos de una guerra que no conducía a ninguna
parte, que suponía un precio muy alto en vidas y en dinero y todos trataban de
salir del atolladero. Pero el primero que reconociera que deseaba la paz perdería
la consideración y eso fue lo que permitió a Mazarino que sus ideas siguiesen
adelante. Por iniciativa del emperador se reunió en Ratisbona la Dieta, en un
intento de resolver todos los problemas que afectaban al imperio y, entre ellos, la
guerra en Italia, que quedó allí prácticamente resuelta. Pero en el Piamonte,
Spinola no quiso aceptar que sus esfuerzos resultasen vanos: Collalto había
tomado Mantua, pero él no había logrado apoderarse de Casal y si se alcanzaba
la paz el triunfador sería Toiras y él sería el perdedor.
La pésima situación en los Países Bajos y la crisis financiera deberían haber
empujado a España a buscar la paz, pero ello sería reconocer un error y causar
una grave pérdida a la reputación de Felipe IV. Había que encontrar un
«responsable» del desaguisado y ese iba a ser Spinola, cuya culpa principal sería
haberse opuesto a la guerra. La retirada de sus plenos poderes y su profunda
depresión y dolor le pusieron a las puertas de la muerte. Todavía había en la
guerra hombres de sentimientos caballerescos y acudieron a visitar al enfermo el
defensor de Casal, Toiras, y el negociador incansable, Mazarino, y fue en
presencia de este cuando expresó la terrible queja: «Me han quitado la honra».
Había tenido que reconocer ante sus enemigos que el rey le había quitado la
plenipotencia que tenía y esto había destruido su reputación, aquel valor que era
el primero para los hombres de esa época y sin el cual un soldado no era nada…
A ello se unió un profundo sentimiento de vergüenza y desaliento cuando tuvo
noticias de lo ocurrido en la batalla en el puente de Cariñán, donde los soldados
españoles huyeron del campo de batalla: el hijo de Spinola era uno de los
capitanes de esta tropa y cuando el general preguntó por la suerte que hubiera
corrido tuvo que sufrir el deshonor de saber que su hijo no estaba muerto, ni
herido, ni prisionero. Simplemente había huido como otros muchos. Esto era ya
más de lo que el honor de los Spinola podía sufrir. Ostende, Frisia, el Palatinado,
Breda. Todo quedaba anulado por esta cobardía. Llamado a toda prisa, el
marqués de Santa Cruz recibió de manos de Spinola la autoridad que le quedaba,
pidiéndole que no aceptara la tregua por considerarla contraria al servicio del
rey, un rey que tan cicateramente le había tratado. A continuación el genovés se
retiró a Castelnuovo Scrivia.
El 26 de septiembre falleció el general y el financiero que había dado tantas
jornadas de gloria a las armas de la Monarquía Hispánica y que había sostenido
con su crédito la presencia de España en los Países Bajos.
Pero la guerra aún no había terminado y durante septiembre y octubre
Mazarino aprovechó el margen que le permitía Richelieu para ir buscando una
tregua en Casal. Tras muchas idas y venidas, propuso que Toiras abandonase
inmediatamente a los españoles la ciudad de Casal y se retirase a la ciudadela,
así como que las operaciones se suspendieran hasta el 15 de octubre, para tratar
de lograr una negociación. Si pasado ese plazo no se conseguía la paz, las tropas
francesas tendrían hasta el 1 de noviembre para liberar la fortaleza y si lo
lograban recuperarían además la ciudad, pero si no lo conseguían, esta y la
fortaleza pasarían a manos españolas. En todo caso los imperiales quedarían
excluidos de esta combinazione, cuyo peligro era que, en caso de fracaso, la
única puerta abierta que quedara sería la guerra.
Todas las conversaciones fracasaron y el 15 de octubre las tropas francesas
acantonadas en Saluzzo (al sur de Casal) se pusieron en marcha hacia la
fortaleza. Mazarino presentó un nuevo proyecto de armisticio al mariscal
Schomberg, pero este —aunque no lo rechazó de plano— se negó a interrumpir
el avance sin que los acuerdos de Ratisbona le sirvieran tampoco para ello y solo
admitía que los españoles entregaran Casal al duque de Mantua. El italiano
consiguió, en cambio, que el nuevo duque de Saboya, a cambio de la devolución
de sus bienes, se mantuviera al margen de los acontecimientos y a continuación
se reunió con el nuevo gobernador español, el marqués de Santa Cruz, para
convencerle de que, bien por la tregua del 4 de septiembre, bien por los acuerdos
de Ratisbona, tendría que abandonar Casal, por lo que parecía inútil librar una
batalla perdida de antemano y le presentó el proyecto que había sometido a
Schomberg como si este lo hubiera aprobado. Y complicando aún más la
situación, Collalto (muy enfermo, y que se preparaba para regresar a Viena)
había enviado sus tropas hacia Casal bajo el mando de Gallas y se declaró
satisfecho «si Santa Cruz también lo estaba».
El 26 de octubre Mazarino acudió de nuevo ante Santa Cruz apoyándose en lo
que había «aceptado» Collalto, y el general español se mostró dispuesto a firmar
si también lo hacían los franceses, cuyo ejército tomaba posiciones, viendo con
alarma las fuertes líneas de asedio establecidas por Spinola. Todo hacía presagiar
una sangrienta batalla y Schomberg se dijo dispuesto al armisticio propuesto a
condición de que fueran los españoles quienes lo pidieran. El choque estaba a
punto de iniciarse cuando, entre las líneas enemigas que casi se tocaban, surgió
un jinete a galope tendido que gritaba: «Pace, pace!» y agitaba algo en su mano.
La tensión era tal que el caballero fue objeto de varios disparos, pero logró salir
indemne y llegar hasta Schomberg, comunicándole que garantizaba el
asentimiento de sus adversarios. El general francés pidió reunirse con Santa Cruz
y Gallas en terreno neutral y finalmente todos aceptaron el proyecto de
Mazarino. El hábil negociador italiano había conseguido su primer gran triunfo y
entraba en la historia con todos los honores.
La guerra que para España nunca debió tener lugar vivió su epílogo el 6 de
abril de 1631 con el Tratado de Cherasco, por el que el duque de Mantua
recuperó sus estados y permitió la entrada de la influencia francesa en el norte de
Italia. El duque de Saboya, aunque obtuvo una parte del Monferrato, cedió a
Francia Pinerolo y las fortalezas de los Alpes del Dauphiné (abriendo la puerta a
Francia para intervenir libremente en el Piamonte) y entrando en la órbita
francesa mediante un acuerdo secreto. Y Francia trató de conseguir una
confederación en la península y unir a su tradicional aliado (Venecia) a los
príncipes de Mantua, Saboya, Toscana, Parma y Módena. Hasta el papa Urbano
VIII, siempre enemigo de la Monarquía Hispánica, estaba tentado de unirse a
esta liga.
386 AGS, Estado, 2236, Felipe IV a Spinola, 27 de noviembre de 1629.
387 No fue este el único éxito de Scaglia con Olivares, pues aceptó ponerse a su servicio (pero sin
abandonar el de Carlos Manuel) y llevó a cabo varias misiones diplomáticas en Inglaterra y en los Países
Bajos, hasta que, reclamado por el nuevo duque de Saboya, Amadeo, para que regresase a Turín en 1632, se
negó a hacerlo invocando su temor a represalias por parte de Richelieu.
388 Traducción: «Cualquier idea de reposo, de ahorro y de orden en Francia». (…) «abandonar para el
futuro toda idea sobre Italia… y contentarse con la gloria presente que el rey tendrá por haber mantenido
dentro de sus estados al señor de Mantua en contra del poderío del emperador, de España y de Saboya
juntos».
389 Francisco de Sandoval y Rojas, II duque de Lerma, nieto del valido de Felipe III, falleció en campaña
(1635) en Flandes.
390 AGS, Estado, 2648, CCE, 18 de junio de 1630.
Anejo documental
Tras recordar a Spinola el vínculo de fidelidad que le debe como miembro del
Consejo de Estado y reiterar las condiciones de la cesión de los Países Bajos y la
situación en que quedarían tras la muerte de uno u otro de los archiduques, el rey
le ordena para el caso de viudedad de la infanta lo siguiente:
Me aseguréis y defendáis aquellos Estados para mi Corona de España, como señor natural y
propietario que soy de ellos, ayudándoos si fuere menester de mi ejército y armas que tenéis a vuestro
cargo y de todos los demás medios que para esto puedan ayudar, convengan y sean a propósito en la
manera que se sigue.
Si falleciera el Archiduque antes que mi hermana, dispondréis y ordenaréis lo que tocare a su
autoridad y servicio, conforme a quien Dios la hizo y al amor que yo la tengo, para que en tanto que
envío quien la acompañe a España, esté con la autoridad, decencia y respeto que se le debe, porque
para tenerla cerca de mí no quiero encargarla de tan gran trabajo y carga como le sería el gobierno
de esos Estados.
Al mismo punto que falleciere el Archiduque os apoderareis del gobierno de esos Estados en mi
nombre, en virtud del poder que para ello se os envía, y los gobernareis en la paz y en la guerra como
lo han acostumbrado mis Gobernadores y Capitanes Generales...
El otro caso es, si Dios fuese servido que falleciendo la Infanta, mi hermana, quede viudo el
Archiduque. Y en este caso, conforme a los capítulos aquí insertos de las escrituras matrimoniales,
queda Gobernador por mí de aquellos Estados y como tal me ha de hacer juramento y pleito
homenaje de fidelidad. Y así os envío cartas para él en vuestra credencia en que le digo lo haga en
vuestras manos, y poder para vos para que en mi nombre lo recibáis del Archiduque con la
solemnidad y en la forma que se acostumbra. Y así donde quiera que os halle esta nueva, dejando
bien prevenido como en tal ocasión es necesario lo que toca al ejército y presidios, acudiréis donde se
hallare el Archiduque y haréis este oficio con él y me enviareis la escritura auténtica del juramento de
fidelidad y pleito homenaje que hubiere hecho en vuestras manos...
Si por ventura el Archiduque, mal aconsejado de ministros suyos mal intencionados o de vecinos
enemigos de su bien y de mi grandeza, pusiere dificultad o duda en hacer el juramento y pleito
homenaje que tiene obligación, o quisiere tomar tiempo para escribirme sobre ello tomando ese color
para dar tiempo al tiempo y ver entre tanto cómo se ponen las cosas, procurareis persuadirle lo que
tanto le conviene, como es hacer el juramento y pleito homenaje, cumpliendo con lo que con él se
capituló y asentó y con las obligaciones de tantas maneras, pues aunque mi padre hizo la
capitulación fui yo el que la cumplí contra el parecer por ventura de los que yo, con justa razón,
pudiera creer. Y si todo esto no bastare con él, de quien no se ha de creer de quien Dios le hizo, ni de
tantas obligaciones y leyes divinas y humanas como rompería, le daréis mi carta en que le digo la
orden que tenéis mía de aseguraros de su persona, y en ese caso le pondréis en el castillo de Amberes
con segura guarda, haciéndolo con la decencia y buen trato que se debe a su persona. Y si llegáredes
a este rompimiento no ha de quedar en él el gobierno aunque después se quisiese reconocer...
Para todo convendrá que en teniendo aviso cierto del fallecimiento de cualquiera de mis hermanos
ordenéis que en los ejércitos y en los castillos se levanten pendones reales por mí, por Rey y señor
propietario de aquellos Estados, y me proclamen por tal públicamente...
Mirad que si el Archiduque fuera el viudo convendrá acudir a él con gran prontitud, antes de darle
tiempo a entrar en nuevos pensamientos, ni que los vecinos lo tengan de encaminarle mal con
ofrecimientos vanos enderezados a su perdición, aunque con color disfrazado...
No quiero dejar de advertiros que, si sucediera el caso de quedar viudo el Archiduque, miréis
mucho cómo os juntáis con él, pues antes de que vos uséis de vuestras comisiones podría hacer tiro de
prenderos o hacer otra violencia en vuestra persona. Y así entrad a tratar de esto tan prevenido y
gallardo que él ni nadie os pueda hacer tiro ni perder el respeto y demás de la seguridad de vuestra
persona, que yo tanto estimo conviene así para el bien del negocio.
Para todo esto convendrá que, sin mostrar ningún cuidado, le tengáis muy grande de tener bien
proveídas las plazas que están en poder de españoles, pues son las más importantes, y hasta aquí han
estado tan mal proveídas como vos sabéis. También procuraréis de tener gratos las cabezas de la casa
de Croy y algunos otros señores principales del país...
Esta instrucción y los despachos que se os entregarán con ella habéis de guardar a tan buen
recaudo como obliga la materia, y holgaré que vos me aviséis dónde y cómo los habéis de guardar
para que yo lo tenga entendido...
Yo, el Rey
Don Pedro Franqueza
Por cuanto en la cesión que el Rey mi señor, mi padre, que santa gloria haya, hizo con mi
consentimiento de los Países Bajos de Flandes y de los Condados de Borgoña y del Charolais en la
Serenísima Infanta Doña Isabel, mi hermana, hay un capítulo del tenor siguiente: Item, con
condición, sin la cual no se hiciera que, si lo que Dios no quiera, no hubiera hijos o hijas de este
matrimonio o fueren muertos al tiempo de la muerte de uno de los contrayentes, la donación y
concesión sea nula y lo que quede desde ahora para en el dicho caso en el cual si la Infanta nuestra
hija fuere la que quedare viuda, se le habrá de acudir con la legítima paterna y dote materna que le
pertenece, fuera de lo que demás de esto Nos o el Príncipe nuestro hijo, por el amor que le tenemos,
en tal caso haríamos con ella. Y si el dicho Archiduque, nuestro sobrino, fuere el viudo ha de quedar y
quede por Gobernador de los dichos Estados Bajos en nombre del propietario, a quien en el dicho
caso se le devolvieren.
Y, porque conforme al dicho capítulo, si la dicha Infanta Doña Isabel, mi hermana, falleciere
primero que el dicho Archiduque Alberto, mi tío, sin dejar hijos, él ha de quedar por gobernador
General de los dichos Países Bajos y Condados de Borgoña y Charolais en mi nombre, y como tal ha
de hacer el juramento de fidelidad y pleito homenaje que han hecho los que sirvieron al Rey, mi señor,
mi padre, en aquel cargo. En este caso envío poder al Marqués Ambrosio Spinola, Caballero del
Toisón de Oro, de los mis Consejos de Estado y de Guerra y mi Maestre de campo general de los
ejércitos que me sirven en aquellos Países, que le reciba de él.
Y para en el otro caso de que Nuestro Señor sea servido que fallezca primero el dicho Archiduque
mi tío sin dejar hijos, en el cual de la misma manera vuelvo a suceder en los dichos Estados y
Condados, me parece justo descargar a mi hermana del trabajo que les causaría haberlos de
gobernar en tiempos de tanta aflicción, y así encargo y mando al dicho Marqués Ambrosio Spinola
que, en este caso, tome a su cargo el gobierno general de ellos y reciba de todos el juramento de
fidelidad que me deben como fieles y leales súbditos míos y los gobierne conforme a sus leyes,
constituciones y loables costumbres, juntamente con el ejército, entretanto que yo mando otra cosa,
sirviendo y respetando a mi hermana como lo haría a mi propia persona entretanto que yo doy orden
en su vuelta a estos Reinos. Y para más obligar a los naturales de dichos Países y Condados, los
confirmará y jurará en mi nombre los privilegios y loables costumbres que hasta aquí se les han
guardado en cuanto diere lugar la conservación y aumento de nuestra santa fe católica apostólica
romana y del estado, guardando la instrucción que se le ha dado, que para todo lo susodicho y cada
cosa y parte de ella y lo a ello anexo y dependiente doy al dicho Marqués Ambrosio Spinola todo mi
poder pleno, cumplido y bastante con todas las fuerzas, vínculos y firmezas que de derecho en tal
caso se requieren y son necesarias, para cuyo efecto mandé despachar la presente, firmada de mi
mano, sellada con mi sello y refrendada del secretario infrascripto. Dada...
Notorio es lo que el Duque de Nevers ha faltado al respeto tan debido al Emperador y al Rey nuestro
Señor, pues luego que sucedió la muerte del Duque de Mantua, Vicencio, se apoderó de los estados de
Mantua y Monferrato, concluyendo asimismo el matrimonio del Duque de Rethel, su hijo, con la
Princesa María de Mantua, sobrina de Su Majestad, sin darle noticia de ello ni tampoco al Duque de
Saboya, su abuelo, siendo así que el derecho de Nevers a aquellos estados no es tan llano como él
pretende y hay otros pretensores que todos han acudido a pedir lo que dicen que les toca: que son la
Emperatriz, la Duquesa de Lorena, el Duque de Saboya, el de Guastalla y Don Jacinto, hijo del
Duque Fernando de Mantua.
Con esta ocasión, deseando Su Majestad componer estas cosas y mantener la paz de Italia
conservando en ella la autoridad imperial, se hizo entre el Duque de Saboya y Don Gonzalo de
Córdoba un concierto que el Príncipe propuso para ocupar con las armas el Monferrato en nombre
del Emperador y retenerle en su poder mientras declaraba, como directo Señor de aquellos feudos, a
quién había de tocar de justicia. Y en conformidad de ello fueron haciendo ambos los efectos que se
sabe con las armas, habiéndose puesto Don Gonzalo sobre Casal y el Duque ocupado por la parte de
Turín los lugares que conforme a dicho acuerdo habían de tocarle.
El suceso del sitio de la plaza de Casal no se pudo encaminar por las asistencias y socorros que el
Duque de Nevers tuvo de Francia, de Venecianos y de otras partes y y por haber venido últimamente
un tan grueso ejército de franceses en su socorro y, con él, el Rey Cristianísimo, lo cual obligó a Don
Gonzalo a levantar el sitio y a aprobar los capítulos de acuerdo que se hicieron en Susa entre el
Cardenal de Richelieu y el Príncipe de Piamonte. Y sobre ellos hizo Su Majestad la declaración que
se entregará con esta para la forma de la ejecución. Y si bien de esta parte se fue procurando la
composición de aquellas cosas, no se ha podido conseguir todo por culpa de Francia.
El Marqués de los Balbases fue a gobernar el Estado de Milán y llevó órdenes muy particulares de
Su Majestad tanto para la paz como para la guerra. Y luego que llegó a aquel Estado empezó a tratar
de la paz y no pudo encaminarla por pedir franceses condiciones muy fuera de camino. Estando el
Emperador informado de esto y de lo que iban haciendo franceses, habiendo ocupado Susa, envió a
Italia el número de alemanes que se sabe, a cargo del Conde de Collalto, con que se había podido
formar un ejército. Y, a este mismo tiempo, se fue reforzando el ejército francés y ocupando diferentes
plazas en el Piamonte y Saboya, habiendo intentado de prender la persona del Duque muerto y tomar
a Turín.
Y viendo el Marqués de los Balbases y el Conde de Collalto que franceses no se querían ajustar a
lo que era razón y conveniente para la quietud de Italia, sino que iban ocupando al Duque de Saboya
sus Estados, se pusieron con sus ejércitos sobre Mantua y Casal, quedando el ejército del Duque de
Saboya reforzado con la gente que tiene Su Majestad en el Piamonte para impedir a franceses
socorrer Casal. El ejército imperial consiguió su intento de tomar a Mantua, y el Marqués de los
Balbases fue continuando lo de Casal, hasta que por las instancias que se han hecho por parte de
Francia y sus coligados, firmó forzosamente el Marqués de Santa Cruz, gobernando el Estado de
Milán y las armas por la enfermedad del Marqués de los Balbases, los capítulos de suspensión de
ellas hasta los 15 de octubre, porque ya cuando se los entregaron de parte del Duque de Saboya y del
Conde de Collalto no pudo hacer otra cosa. Ahora ha venido aviso de la muerte del Marqués.
Añade que, Su Santidad, aunque no ha declarado su intención se sabe que su ánimo ha sido ayudar
al Duque de Nevers sin atender a las instancias de Su Majestad para que interponga su autoridad en
pro de la quietud de Italia y bien de la Cristiandad.
391 AGS, Estado, Lº. 2226, 16 de abril de 1606.
392 AGS, Estado, 2226, sin fecha, pero dado en 1606 al mismo tiempo que las Instrucciones anteriores.
393 AGS, Estado, 3444, 18 de octubre de 1630.
Dramatis personæ