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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

Ficha de exposición

Tema: Fenomenología del Espíritu de G.W.F. Hegel.


Estructura de la exposición:
1. Hegel antes de la Fenomenología.
2. Proceso de escritura y los cambios del título de la obra.
3. Sentido de la obra.
4. Repaso sumario de la obra por medio del Índice.

Desarrollo
1. Hegel antes de la Fenomenología
Hegel (27/08/1770, Stuttgart). Estudió en Universidad de Tubinga (1788-1793), amistad con Schelling y
Holderiin.
Los acontecimientos de la Revolución francesa suscitaron en él un gran entusiasmo y ejercieron sobre su
pensamiento un influjo duradero
Cuando Napoleón entró en Jena (el 13 de octubre de 1806), Hegel escribió una carta: ' He visto al Emperador
—este alma del mundo— cabalgar por la ciudad en visita de reconocimiento-, suscita verdaderamente un sentimiento
maravilloso la vista de tal individuo, que, abstraído en su pensamiento, montado a caballo, abraza el mundo y lo domi-
na" (Werke, XIX, p. 68).
Este entusiasmo no disminuyó cuando Hegel prestó su adhesión al Estado prusiano y reconoció en él la en-
carnación de la razón absoluta. En efecto, más tarde comparaba la revolución con "una magnífica salida del sol, una
sublime conmoción, una exaltación del espíritu que han hecho estremecer al mundo de emoción, como si sólo en aquel
momento la reconciliación de lo divino y del mundo se hubiera efectuado" (Werke, IX, p. 441).
En 1798-99 Hegel compuso algunos escritos, que quedaron inéditos, de naturaleza teológica, y en 1800 el
primer esbozo breve de su sistema, que también permaneció inédito. Al morir su padre, que le dejó un pequeño capital,
se dirigió a Jena, donde se dio a conocer públicamente con la Diferencia de los sistemas de filosofía de Fichte y de
Schelling (1801). Durante este tiempo, componía y dejaba inéditos otros escritos políticos. En 1801 publicó la diserta-
ción De orbitis planetarum, y en 1802-03 colaboró con Schelling en la "Revista crítica de Filosofía".
En 1805 llegó a ser profesor en Jena y redactor jefe de un diario bávaro, que se inspiraba en la política de
Napoleón. En 1808 fue nombrado director del Gimnasio de Nuremberg, cargo que desempeñó hasta 1816. Este año
fue nombrado profesor de filosofía en Heidelberg; y en 1818 fue llamado a la Universidad de Berlín. Empezó entonces
el periodo de su mayor éxito. Se convirtió en el filósofo oficial del Estado prusiano y en dictador de la cultura alema-
na. En su disertación inaugural en Berlín proclamó Hegel que había "afinidad electiva" entre su sistema y el Estado
prusiano; y por su parte éste aceptó la alianza, y no dudó en intervenir enérgicamente, por invitación del mismo Hegel,
para proteger contra cualquier crítica la filosofía que había adoptado y a su autor.

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OBRAS
Las obras de su juventud: interés preferentemente religioso-político. Este interés se transforma, en las grandes obras de su madu-
rez, en un interés histórico-político.
Las obras juveniles (compuestas entre 1793 y 1800) quedaron inéditas, y son casi todas de naturaleza teológica: Religión del pue-
blo y cristianismo; Vida de Jesús; La posibilidad de la religión cristiana; Él espíritu del cristianismo y su destino.
La primera obra filosófica publicada: la Diferencia de los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling (1801), en la cual Hegel se
pronuncia a favor del idealismo de Schelling que, en cuanto es subjetivo y objetivo a un mismo tiempo, le parece el verdadero y
absoluto idealismo.
La primera gran obra de Hegel es la Fenomenología del espíritu (1807), en cuyo prólogo (1806) declaraba su separación de la
doctrina de Schelling.
En Nuremberg publicó la Ciencia de la lógica, cuyas dos partes aparecieron en 1812 y 1816, respectivamente.
En Heidelberg apareció, en 1817, la Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, que es la más completa formulación
del sistema de Hegel. En las dos sucesivas ediciones de 1827 y 1830, Hegel aumentó mucho el volumen de su obra; a la cual los
discípulos que cuidaron de la primera edición completa de sus obras (1832-1845) añadieron largas anotaciones, sacadas de los
apuntes o de las lecciones del filósofo.
Después de su muerte los discípulos recogieron, ordenaron y publicaron sus cursos en Berlín: La filosofía de la historia, La filoso-
fía del arte-, La filosofía de la religión y La historia de la filosofía.

2. Proceso de escritura y los cambios del título de la obra.


Redacción: probablemente, empezó en el verano de 1805, cuando ya había concebido el sistema y sintió la necesidad
de escribir una introducción. Lo terminó en octubre de 1806, y ya no como introducción, sino como la primera parte
del sistema.
Lo terminó exactamente la medianoche antes de la batalla de Jena, que tuvo lugar el 14 de octubre de 1806
(carta a Schelling).
l3 de octubre: Hegel, huido de su casa, que había tenido que dejar expuesta al saqueo de los soldados france-
ses y refugiado en la del comisario Hellfeld, estaba escribiéndole a su amigo Niethammer, en Bamberg: le contaba las
tribulaciones de esos días (die Stunde der Angst, el momento del miedo, los llamaba), mencionaba las hogueras de los
batallones franceses acampados en la plaza del mercado, bajo su ventana, le pedía dinero, expresaba su angustia por el
destino de los capítulos manuscritos que ya había enviado al editor por un servicio de correo sometido a los avatares
de la guerra, y. sobre todo, le hacía el célebre relato de cómo había visto a Napoleón, o más exactamente, al «empera-
dor, esa alma del mundo» cabalgando hacia las afueras de la ciudad para reconocer el terreno.
El Prólogo -que no se presentó como prólogo a la Fenomenología propiamente dicha sino al Sistema de la
Ciencia, y haciendo más bien de puente entre aquella y éste lo escribiría más adelante, ya entre diciembre y enero.
Desde la primavera de 1806, la patrona de la casa donde Hegel se alojaba, Christine Burckahrdt, esperaba un
hijo de Hegel, que nacería en febrero de 1807, dos semanas después de entregada la Fenomenología a la imprenta.
Parece seguro que esta expectativa de paternidad ilegítima y no deseada generó en él una angustia que le acompañó
durante la redacción de gran parte de la Fenomenología del espíritu.
En todo caso, cuando Hegel está escribiendo la Fenomenología es un hombre económicamente arruinado, sin
perspectivas de trabajo, un autor desconocido -o vagamente conocido como robusto apologeta de Schelling- en una
universidad que se disuelve, en una Europa en guerra, y con una situación personal más que complicada.

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El libro se creó y escribió sobre la marcha. Lo que iba a ser una introducción al sistema se convirtió en la
primera parte del sistema, lo que iba a ser una exposición desde la conciencia hasta la razón se convirtió en la recolec-
ción de toda la historia universal del espíritu, y de la trabazón de la conciencia filosófica individual con ella hasta el
saber absoluto. En cierto modo, un sistema por sí mismo.
Lo que iba a ser una introducción al sistema se convirtió en su primera parte. De hecho, la portada de la edi-
ción original -la única en vida de Hegel- llevaba el título correspondiente:
Sistema de la ciencia.
Primera parte,
la Fenomenología del espíritu
A la portada y un índice les seguía el prólogo -que era, por tanto, un prólogo a todo el sistema-, y tras el pró-
logo, antes de la introducción, aparece interpuesta una página con el título que debería corresponder al libro como tal.
El problema es que en algunos ejemplares de esa edición original esa página reza: «Ciencia de la experien-
cia de la conciencia» (A), en otros, «Ciencia de la fenomenología del espíritu» (B), y en otros, se hallan las dos
páginas, una detrás de otra.
En los años 60 del siglo pasado, apareció un ejemplar que contenía indicaciones para el encuadernador; entre
otras cosas relativas a la corrección de erratas, estaba la instrucción cortar la página con el título (A) y pegar en su
lugar otra con el título (B).
Hegel propuso primero el título (A), al que se refiere además en la introducción: «Ciencia de la experiencia
de la conciencia», y luego, con el libro ya imprimiéndose y algunos ejemplares encuadernados o en encuadernación,
pensó en el título (B) y dio instrucciones para que el título fuera «Ciencia de la Fenomenología del espíritu».
Pero su título, a la altura de 1807, está claro: Ciencia de la Fenomenología del espíritu. Y. al final, ni siquiera
Ciencia. En las correcciones al prólogo que Hegel emprendió poco antes de morir, con vistas a una segunda edición,
eliminó las alusiones al libro como «primera parte del sistema», y dispuso que el libro se llamase ya, simplemente,
Fenomenología del espíritu. En 1831, había dejado, para su autor, de ser la primera parte del sistema, como la cual
había nacido.
Ambigüedad en el sentido de la Fenomenología:
si es ciencia de la experiencia de la conciencia, y por tanto, una exposición casi narrativa del camino de la
conciencia hasta llegar al saber, o
sí es ya el saber mismo como espíritu que se sabe a sí, y entonces ya como sistema (quedando por aclarar qué
se debe entender por espíritu).
Apunte al final de su vida hizo con vistas a una segunda edición de la obra, anotó distanciadamente: «pecu-
liar trabajo temprano, no reelaborar, -está referido al tiempo de cuando se escribió -en el prólogo: lo abstracto absolu-
to- es lo que entonces dominaba»
La palabra más propia del título, «fenomenología», no se le impuso a Hegel hasta muy avanzada la obra, y es
casi seguro que Hegel no la tenía en mente cuando empezó a escribir la introducción de lo que se proponía como una
exposición de la experiencia de la conciencia con toda la serie de sus configuraciones. No aparece más que tres veces
en todo el cuerpo del texto: dos de ellas en el «Prólogo» -que es, más bien, como se sabe, un postfacio externo a él- y
una en el último capítulo, el del «Saber absoluto». Es decir, en realidad, sólo una vez, y al final.
Además, Hegel realizó una torsión sobre la estructura original de la obra, al superponer en el índice, y ya en
imprenta, las letras A, B, C sobre la división numérica de los ocho capítulos; con ello, reestructuraba todo el libro en
tres partes principales: Conciencia o A, con los tres primeros capítulos sobre la sensación, la percepción y el entendi-

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miento, Autoconciencia o B (el capítulo IV) y una C sin nombre que engloba AA (el capítulo V, la Razón), BB (el
capítulo VI el Espíritu), CC (el capítulo VII, la Religión), y DD (el capítulo VIII, Saber absoluto).
Por último, el cambio de plano que supone el paso de la Razón al Espíritu, o de la marcha de la conciencia a
la revisión de las figuras históricas del espíritu en un sentido ya universal, también parece presentarse como una frac-
tura que desarticula el conjunto y que modifica el mecanismo funcional de todo el argumento explicado por el propio
Hegel en la Introducción: el juego entre la conciencia que va avanzando, por un camino de duda y desesperación, mer-
ced a la experiencia de su negatividad, y la presencia del filósofo, o del «nosotros» que, desde la parte trasera del dis-
curso, mira detenidamente la penosa marcha de la conciencia, o la acompaña como un coro trágico.
Duque. Análisis de los títulos.
«Ciencia de la experiencia de la conciencia»: La famosa escisión kantiana entre receptividad y espontaneidad
(entre sensibilidad, por un lado, y entendimiento y razón, por otro) es admitida por Hegel como punto de partida del
«venir a sí» de la conciencia, no como una división estática e irrebasable.
Al pronto la conciencia natural, cotidiana, cree que el objeto al que ella tiende es algo con consistencia propia e
independiente de ella (digamos: que el objeto es «de verdad», interior a sí mismo, exista o no conciencia de él).
En cambio, ella, la conciencia, está absolutamente volcada en el objeto que por su parte la afecta: así, tiene expe-
riencia de él y se figura que ella es «para» el objeto, für es. La conciencia, diríamos, es «intencional». Es obvio que
en este caso la conciencia no tiene (y menos, hace) experiencia de sí misma, de algo. Y quien se hace cargo a sabien-
das de un contenido es justamente la conciencia que, así, sale a la luz. No hay una experiencia inconsciente. Ahora
bien, estar cierto de algo no es ya «tener» una experiencia, sino hacerla, ponerse uno mismo a prueba en ella. Esta
«acción» brilla en el sufijo de Erfahrung; en efecto: —ung da contenido concreto a algo, literalmente «en el acto».
Ahora ya sabemos qué «quiere decir» al menos el primer título. Un título que constituye de suyo una invitación y un
desafío al lector consciente. ¡Pues esa «Ciencia», si quiere serlo de verdad, involucra al lector! No se puede leer la
Fenomenología como si fuera un libro más. La «Ciencia de la experiencia de la conciencia» se prueba a sí misma en la
experiencia que de ella hace la conciencia del lector. Ahora bien, ¿«dice» lo mismo ese título que el de «Fenomenolo-
gía del Espíritu»?
Sin forzar el lenguaje, cabría afirmar que el primero quiere decir lo mismo que el segundo, pero no lo «dice» por
completo. ¡Y a la inversa! Los dos son necesarios, de modo que sólo en su conjunto dicen de verdad lo mismo. No es
una trivialidad ni una vacua tautología decir que la «Ciencia de la experiencia de la conciencia» está siendo la «Feno-
menología del Espíritu», mientras que ésta ha pasado a ser lo primero. La «fenomenología» suministra por así decir el
correlato objetivo (el orden lógico de «aparición») de la experiencia que hace la conciencia, en un orden inverso al de
los grados de ésta: se comienza por «ser sin más», o sea, por la presunta «verdad» en la que la conciencia sensible está
engolfada, para ir «interiorizando» (recordando) esa supuesta «exterioridad» e «independencia». Lo que así va emer-
giendo es el Espíritu tal como aparece a la conciencia (y como le parece a ésta), a la vez que la conciencia se va com-
penetrando más con él (aunque ella aún no lo sepa, la conciencia es desde el inicio el «Espíritu, apareciendo»), hasta
que la progresiva fusión de experiencia y «aparición» llega a la perfecta conjunción de conciencia y de Espíritu, en el
Saber absoluto. Cada uno de los grados o «nudos» de este proceso constituye una figura de la conciencia, en un doble
sentido, subjetivo y objetivo: son figuras que la conciencia contempla como lo que en cada caso es «en sí» (an sich): la
verdad «inmediata» a la que ella tiende, y figuras en las que la conciencia misma se va disponiendo como lo que ella
misma es de verdad, aunque al pronto no se tenga «conciencia» de ello.
El «protagonista» de la primera parte (los capítulos I—IV) es la conciencia. Una conciencia, además, doble. Re-
cuérdese al respecto la famosa paradoja platónica del «ignorante». Si éste lo fuera absolutamente, nunca llegaría a
saber nada (ni siquiera sabría que no sabe, al contrario de Sócrates). Necesita pues tener al menos «conciencia» de su
ignorancia. Sólo que esa «conciencia» implica ya, aunque sea a manera de oscuro «presentimiento» y hasta de «fe»,
que el Saber esté latiendo en la conciencia, que sea «atractivo» y «atrayente», a manera de criterio de medida: la igno-
rancia es siempre relativa a ese Saber presupuesto.
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3. Sentido de la obra

La Fenomenología es la historia novelada de la conciencia que a través de rodeos, contrastes, escisiones y, por tanto,
de la desdicha y el dolor, sale de su individualidad, alcanza la universalidad y se reconoce como razón que es realidad
y realidad que es razón. Por lo cual, todo el ciclo de la fenomenología se puede ver resumido en una de sus figuras
particulares que por algo ha venido a ser la más popular: la de la conciencia infeliz. La conciencia infeliz es aquella
que no sabe que es toda la realidad, por lo que se encuentra dividida en diferencias, oposiciones o conflictos que la
devoran internamente y de los que sólo se libra al llegar a la conciencia de ser todo, es decir, a la autoconciencia y a la
justificación absoluta de la propia totalidad interna.
La fenomenología tiene, pues, una finalidad propedéutica y pedagógica.
El punto de partida de la fenomenología es la certeza sensible. Esta aparece a primera vista como la más rica
y la más segura; en realidad, es la más pobre. Ella no nos da certeza más que de una cosa singular, esta cosa, pero la
cosa puede ser un árbol, una casa, etc., de la cual estamos ciertos, no en cuanto árbol o casa, sino en cuanto este árbol
o esta casa, es decir, en cuanto presentes en este momento, aquí y ahora, delante de nosotros. Esto implica que la cer-
teza sensible no sea certeza de la cosa particular, sino del esto, al cual la particularidad de la cosa es indiferente y que,
por consiguiente, es un universal (un genérico esto). Ahora bien, el esto no depende de la cosa, sino del yo que la con-
sidera. Por esto en el fondo la certeza sensible no es más que la certeza de un yo también él universal, ya que tampoco
es más que este o aquel yo, un yo en general. Si de la certeza sensible se pasa a la percepción, se tiene el mismo rever-
tir al yo universal: un objeto no puede ser percibido como uno, en la multiplicidad de sus cualidades (por ejemplo,
blanco, cúbico, sabroso), si el yo no toma sobre sí la unidad afirmada, o sea, si no reconoce que la unidad del objeto es
establecida por él mismo. Si por último se pasa de la percepción al entendimiento, éste reconoce en el objeto sólo una
fuerza que actúa según una determinada ley.
Por esto se ve llevado a ver en el objeto mismo un simple fenómeno, al que se contrapone la verdadera esen-
cia del objeto, que es ultrasensible. Puesto que el fenómeno está solamente en la conciencia y lo que está más allá del
fenómeno, o es una nada o es algo para la conciencia, la conciencia en este momento ha resuelto todo el objeto en sí
misma, y se ha convertido en conciencia de sí, autoconciencia. Los erados de la conciencia —certeza sensible, percep-
ción, entendimiento— se han disuelto en la autoconciencia. Pero, a su vez, la autoconciencia, en cuanto se considera
como un objeto, como una cosa distinta de sí, se divide en autoconciencias diversas e independientes; y de aquí nace la
historia de la autoconciencia del mundo humano.
La primera figura que entonces se presenta es la de señorío y esclavitud, propia del mundo antiguo. Las au-
toconciencias diversas deben afrontar la lucha, porque solamente así pueden alcanzar la plena conciencia de su ser. La
lucha supone un riesgo de vida y muerte; pero no se resuelve con la muerte de las autoconciencias contendientes, sino
con la subordinación de unas a otras en la relación siervo-señor. En esta relación la autoconciencia vencedora se pone
como libertad de iniciativa frente al siervo, que está ligado al trabajo y a la materia. Esto sucede hasta que el siervo
alcance él mismo la conciencia de su propia dignidad e independencia; entonces el señor cae, y la responsabilidad de
la historia queda confiada solamente a la conciencia servil.
El estoicismo y el escepticismo representan los ulteriores movimientos de liberación de la autoconciencia.
Pero en el estoicismo, la conciencia que quiere librarse del vínculo de la naturaleza despreciándolo, alcanza sólo una
libertad abstracta, ya que aquel vínculo permanece en cuanto la realidad de la naturaleza no es negada. El escepticismo
niega esta realidad y por esto pone toda la realidad en la conciencia misma. Pero esta conciencia es todavía la concien-
cia singular, que está en oposición con otras conciencias individuales, negando lo que ellas afirman y afirmando lo que
ellas niegan. Con ello la autoconciencia (que es en sí una) está en oposición consigo misma; y por este contraste da
lugar a una nueva figura, que es la de la conciencia infeliz.

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La conciencia infeliz interpreta el contraste como la presencia simultánea de dos conciencias: una intransmu-
table, que es la divina; la otra transmutable, que es la humana. Esta es la situación propia de la conciencia religiosa
medieval. La cual, más que pensamiento, es devoción, esto es, subordinación o dependencia de la conciencia indivi-
dual a la conciencia divina, de la cual la primera declara recibirlo todo como un don gratuito. Esta conciencia devota
culmina en el ascetismo, en virtud del cual la conciencia reconoce la infelicidad y miseria de la carne y tiende a librar-
se de ella unificándose con lo intransmutable (esto es, Dios). Pero en virtud de esta unificación, la conciencia reconoce
que ella misma es la conciencia absoluta; la cual no existe ya por sí en el mas allá, en Dios, sino en sí misma. Y con
este reconocimiento empieza el ciclo del sujeto absoluto. Como sujeto absoluto la autoconciencia se ha convertido en
razón, y ha asumido en sí toda la realidad. Mientras que en los momentos anteriores la realidad del mundo se le apare-
cía como algo diferente y opuesto (como la negación de sí), ahora, en cambio, puede soportarla: porque sabe que nin-
guna realidad es nada diverso de ella.
"La razón, dice Hegel (Fen., I, p. 211), es la certeza de ser toda realidad." Pero esta certeza, para convertirse
en verdad, debe justificarse ¡y el primer intento de justificarse es "un inquieto buscar" que se vuelve en un principio
hacia el mundo de la naturaleza. Esta es la fase del naturalismo del Renacimiento y del empirismo. Aquí la conciencia
cree, desde luego, buscar la esencia de las cosas; pero en realidad no se busca más que a sí misma; y aquella creencia
se origina de no haber hecho aún de la razón objeto de su propia investigación. Queda determinada así la observación
de la naturaleza, que partiendo de la simple descripción, se va profundizando con la investigación de la ley y con el
experimento; y que se transfiere después al dominio del mundo orgánico, para pasar, finalmente, al mismo de la con-
ciencia con la psicología. Hegel examina largamente a este propósito dos pretendidas ciencias que estaban de moda en
sus tiempos: la fisiognòmica de J. K. Lavater (1741-1801), que tenía la pretensión de determinar el carácter del indivi-
duo a través de su fisonomía, y la frenología de F. J. Gali, (1758-1828), que pretendía conocer el carácter por la forma
y las protuberancias del cráneo. En todas estas investigaciones, la razón, aun buscando aparentemente otra cosa, en
realidad se busca a sí misma: intenta reconocerse en la realidad objetiva que tiene delante. Los vagabundeos de la ra-
zón tienen, por tanto, un término, cuando alcanza este reconocimiento; y lo alcanza en la fase de la eticidad.
Hegel entiende por eticidad la razón que se hace consciente de sí en cuanto se ha realizado en las institucio-
nes histórico-políticas de un pueblo y sobre todo en el Estado. La eticidad es distinta de la moralidad, que contrapone
el deber ser (ley o imperativo racional) al ser, esto es, a la realidad, y que tiene la pretensión de reducir lo real a lo
ideal. La eticidad es la moralidad (esto es, la razón), que se ha realizado en formas históricas y concretas y que, por
tanto, es sustancial y plenamente, razón real o realidad racional. No obstante, antes de alcanzar la eticidad, la autocon-
ciencia errabunda sufre otras desviaciones. Desengañada de la ciencia y de la investigación naturalista se lanza, como
el Fausto de Goethe, a la vida y va en busca del placer. "Las sombras de la ciencia, de las leyes, de los principios, que
están entre ella y su realización, desaparecen como una niebla inerte que no puede sostener la autoconciencia con la
certeza de su realidad. La autoconciencia coge la vida como se coge un fruto maduro" (Fen., V, B, a). Pero en la bús-
queda del placer la autoconciencia encuentra un destino extraño que la trastorna inexorablemente. Busca entonces
hacerse suyo este destino sintiéndolo como una ley del corazón (y Hegel alude aquí a los románticos). Pero la ley del
corazón tropieza con la ley de todos, que se le presenta como una potencia superior y enemiga. Por esto procura vencer
esta potencia con la virtud; y constituye así una tercera figura. Pero el contraste entre la virtud, que es el bien abstrac-
tamente entrevisto por el individuo, y el curso del mundo, que es el bien realizado y concreto, no puede terminar más
que con la derrota de la virtud misma.
"El curso del mundo obtiene la victoria sobre lo que, en contraposición con él, constituye la virtud...; pero no triunfa so-
bre algo real..., triunfa sobre el pomposo discurrir sobre el bien supremo de la humanidad y la opresión de esta, sobre el
pomposo discurrir sobre el sacrificio por el bien y sobre el abuso de las aptitudes... El individuo que da a entender que
obra por tan nobles motivos y tiene en sus labios frases tan excelentes, vale frente a sí como una excelente esencia, pero
es, en cambio, una hinchazón que agranda la propia cabeza y la de los demás la hincha de aire" (Ib., V, B, c).

Y así el curso del mundo siempre tiene razón-, y el esfuerzo de la persona moral, en que Kant ponía el límite
más alto de la dignidad humana, aparece a Hegel como falto de sentido. No le queda a la autoconciencia más que li-

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brarse definitivamente de la individualidad, por la cual, en estas figuras, está todavía lastrada y oprimida. El primer
paso es el de la acción, por la cual la individualidad da lugar a una obra, que, sin embargo, inmediatamente se le con-
trapone como externa y entra en el círculo de las relaciones recíprocas entre las diversas individualidades. La obra o el
objetivo del individuo no depende, en cuanto a su consecución, del individuo mismo; y entonces éste se encierra en la
conciencia de su propia honradez, que le garantiza el haber querido aquel objetivo. Una vez más al individuo se le
escapa aquí la realidad, la presencialidad misma de su ser. Y esta realidad y presencialidad no puede conseguirla más
que en aquella eticidad en que la razón legisladora y examinadora de las leyes (que todavía pretendería oponerse a la
realidad de estas leyes) encuentra su corrección y su cumplimiento.
"El inteligente y esencial hacer el bien, dice Hegel (Fen., V, C, c), es, en su más rica e importante figura, el inteligente y
universal obrar del Estado —obrar en cuya comparación el obrar del individuo como tal, se convierte en algo tan mez-
quino que no vale casi la pena de mencionarlo siquiera. Aquel obrar es de tal potencia que si el obrar individual quisiera
contraponérsele y quisiera afirmarse únicamente por sí como culpa o engañar por amor de otro a lo universal, por lo que
se refiere al derecho y a la parte que tiene en él, este obrar individual sería del todo inútil e irresistiblemente destruido."

Las leyes éticas más indudables: "decir la verdad", "amar al prójimo", no tienen significado si no se reconoce
el modo justo de realizarlas. Pero este modo justo no puede determinarlo el individuo; está ya determinado en la mis-
ma sustancia de la vida social, en la costumbre, en las instituciones y en el Estado. Solamente con el reconocerse y
ponerse en el Estado, la autoconciencia renuncia, con la individualidad, a toda escisión interna, a toda infelicidad, y
alcanza la paz y la seguridad de sí misma.
Con ello las novelescas vicisitudes de la conciencia se acaban; el ciclo de la fenomenología queda ago-
tado. Hegel añadió, además a su obra otras tres secciones (el espíritu, la religión, el saber absoluto). El fin propedéuti-
co de la obra queda en este punto conseguido: las figuraciones de la autoconciencia, contrastada e infeliz en la indivi-
dualidad, quedan agotadas. Está pronta, desde este momento, a considerarse a sí misma no en las figuras errabundas,
sino en sus determinaciones inmutables y necesarias, en sus categorías.

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4. Repaso sumario de la obra por medio del Índice.

Prólogo
Ciencia de la experiencia de la conciencia
Introducción
A. Conciencia
[del objeto como cosa sensible que se opone al sujeto]

I. La certeza sensible o el "esto" y la "suposición"


1. El objeto de esta certeza
2. El sujeto de esta certeza
3. La experiencia de esta certeza

II. La percepción, o la cosa y la "ilusión"


1. El concepto simple de la cosa
2. La percepción contradictoria de la cosa
3. El movimiento hacia la universalidad incondicionada y hacía el reino del entendimiento.

III. Fuerza y entendimiento, fenómeno y mundo suprasensible


1. La fuerza y el juego de las fuerzas
2. Lo interior
ᾳ) El mundo suprasensible; β) La ley, como diferencia y homonimia; γ) La ley de la Pura diferencia, el mundo invertido.
3. La infinitud
B. Autoconciencia
[la atención del sujeto se vuelve hacia sí mismo como hacia un ser finito]

IV. La verdad de la certeza de sí mismo


1. La autoconciencia en sí
2. La vida
3. El yo y la apetencia
A. Independencia y sujeción de la autoconciencia; señorío y servidumbre
1. La autoconciencia duplicada
2. La lucha de las autoconciencias contrapuestas
3. Señor y siervo
ᾳ) El señorío; β) El temor; γ) La formación cultural

B. Libertad de la autoconciencia; estoicismo, escepticismo y la conciencia desventurada


Introducción. La fase de conciencia a que aquí se llega: el pensamiento
1. El estoicismo
2. El escepticismo
3. La conciencia desventurada. Subjetivismo piadoso
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ᾳ) La conciencia mudable; β) La figura de lo inmutable; γ) La aglutinación de lo real y la autoconciencia.

C. AA. Razón
[la razón es la síntesis de la objetividad y la subjetividad]

V. Certeza y verdad de la razón


A. Razón observante
a. Observación ello la naturaleza
b. La observación de la autoconciencia en su pureza y en sus relaciones con la realidad externa; leyes lógicas y leyes psicológi-
cas
1. Las leyes del pensamiento
2. Leyes psicológicas
3. La ley de la individualidad
c. Observación de la relación entre la autoconciencia y su realidad inmediata; fisiognómica y frenología
1. La significación fisonómica de los órganos
2. La multivocidad de esta significación
3. La frenología
ᾳ) El cráneo, aprehendido como realidad externa del espíritu, β) Relación entre la forma del cráneo y la individualidad, γ) Las
dotes y la realidad
Conclusión. La identidad de coseidad y razón

B. La realización de la autoconciencia racional por sí misma


1. La dirección inmediata del movimiento de la conciencia de sí; el reino de la ética
2. El movimiento inverso contenido en esta dirección; la esencia de la moralidad
a. El placer y la necesidad
1. El placer
2. La necesidad
3. La contradicción en la autoconciencia
b. La ley del corazón y el desvarío de la infatuación
1. La ley del corazón y la ley de la realidad
2. La Introducción del corazón en la realidad
3. La rebelión de la individualidad, o el desvarío de la infatuación
c. La virtud y el curso del mundo
1. La vinculación de la autoconciencia con lo universal
2. El curso del mundo, como la realidad ello lo universal en la individualidad
3. La individualidad, como la realidad de lo universal

C. La individualidad que es para sí real (reell) en y para sí misma


a. El reino animal del espíritu y el engaño, o la cosa misma
1. El concepto de la individualidad, como individualidad real
2. La cosa misma y la individualidad
3. El mutuo engaño y la sustancia espiritual
b. La razón legisladora
c. La razón que examina leyes
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BB. El espíritu
VI. El espíritu
A. El espíritu verdadero, la eticidad
a. El mundo ético, la ley humana y la ley divina, el hombre y la mujer
1. Pueblo y familia. La ley del día y el derecho de las sombras
ᾳ) La ley humana, β) La ley divina; γ) La justificación del singular
2. El movimiento, en ambas leyes
ᾳ) Gobierno, guerra, la potencia negativa; β) La relación ética entre hombre y mujer como hermano y hermana; γ) El tránsito de
ambos lados, la ley divina y la humana, de uno a otro
3. El mundo ético, como infinitud a totalidad
b. La acción ética, el saber humano y el divino, la culpa y el destino
1. Contradicción de esencia e individualidad
2. Oposiciones de la conducta ética
3. Disolución de la esencia ética
c. Estado de derecho
1. La validez de la persona
2. La contingencia de la persona
3. La persona abstracta, el señor del mundo
B. El espíritu extrañado de sí mismo; la cultura
i. El mundo del espíritu extrañado de sí
a. La cultura y su reino de la realidad
1. La cultura, como extrañamiento del ser natural
ᾳ) Lo bueno y lo malo, el poder del Estado la riqueza, β) El juicio de la autoconciencia: la conciencia noble y la conciencia vil;
γ) El servicio y el consejo
2. El lenguaje, como la realidad del extrañamiento y de la cultura
ᾳ) El halago; β) El lenguaje del desgarramiento; γ) La vanidad de la cultura
b. La fe y la pura intelección
1. El pensamiento de la fe
2. El objeto de la fe
3. La racionalidad de la pura intelección
ii. La Ilustración
a. La lucha de la Ilustración contra la superstición
1. La actitud relativa de la pura intelección con respecto a la fe
ᾳ) La difusión de la pura intelección; β) La contraposición de la penetración intelectiva a la fe; γ) La intelección, como mala
comprensión de sí misma
2. La doctrina de la Ilustración
ᾳ) La inversión de la fe por la Ilustración; β) Los principios positivos de la Ilustración 328; γ) La utilidad, como concepto fun-
damental de la Ilustración.
3. El derecho de la Ilustración
ᾳ) El automovimiento del pensamiento; β) La crítica de las posiciones de la fe; γ) La fe vacía de contenido
b. La verdad de la Ilustración
1. El puro pensamiento y la pura materia
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2. El mundo de la utilidad
3. La certeza de sí
iii. La libertad absoluta y el terror
1. La libertad absoluta
2. El terror
3. El despertar de la subjetividad libre
C. El espíritu cierto de sí mismo. La moralidad
a. La concepción moral del mundo
1. La postulada armonía a entre el deber y la realidad
2. El legislador divino y la conciencia moral de sí imperfecta
3. El mundo moral, como representación
b. La deformación
1. Las contradicciones en la concepción moral del mundo
2. La disolución de la moralidad en su contrario
3. La verdad de la autoconciencia moral
c. La buena conciencia, el alma bella, el mal y su perdón
1. La buena conciencia, como libertad del sí dentro de sí mismo
ᾳ) La buena conciencia, como la realidad del deber; β) El reconocimiento de la convicción. Γ) La absoluta libertad de la con-
vicción
2. La universalidad de la buena conciencia
ᾳ) La indeterminabilidad de la convicción; β) El lenguaje de la convicción, γ) El alma bella
3. El mal, y su perdón
ᾳ) La pugna entre la escrupulosidad y la hipocresía; β) El juicio moral; γ) Perdón y reconciliación

CC. La religión
VII. La religión
A. Religión natural
a. La esencia luminosa
b. La planta y el animal
c. El artesano
B. La religión-arte
a. La obra de arte abstracta
1. La imagen de los dioses
2. El himno
3. El culto
b. La obra de arte viviente
c. La obra de arte espiritual
1. La epopeya
ᾳ) Su mundo ético; b) Los hombres y los dioses; c) Los dioses entre sí.
2. La tragedia

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ᾳ) Las individualidades del coro, de los héroes y de las potencias divinas; β) El doble sentido de la conciencia de la
individualidad; γ) El declinar de la individualidad.
3. La comedia
ᾳ) La esencia del ser allí natural; β) La no esencialidad de la individualidad abstracta de lo divino; γ) El sí mismo
singular cierto de sí como esencia absoluta.
C. La religión revelada
1. Las premisas del concepto de la religión revelada.
2. El contenido simple de la religión absoluta: la realidad de la encarnación humana de Dios
ᾳ) El ser allí inmediato de la autoconciencia divina β) La consumación del concepto de la esencia suprema en la
identidad de la abstracción y de la inmediatez por el sí mismo singular; γ) El saber especulativo, como la representa-
ción de la comunidad en la religión absoluta.
3. Desarrollo del concepto de la religión absoluta
ᾳ) El espíritu dentro de sí mismo, la Trinidad; β) El espíritu, en su enajenación, el reino del Hijo; γ) El espíritu en su
plenitud, el reino del espíritu.

DD. El saber absoluto


VIII. El saber absoluto
1. El contenido simple del sí mismo que se demuestra como el ser
2. La ciencia, como el concebirse del sí mismo
3. El espíritu concebido, en su retorno a la inmediatez que es allí

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«Nosotros»: el hilo conductor de la Fenomenología.
El Saber (que es el modo en el que la conciencia ve al Espíritu) está ya absolutamente al inicio del movimiento de la
conciencia. Pero para ella, para la conciencia incipiente absorta en el ser «exterior», ese Saber absoluto está solamente en sí, de
una manera virtual. En cambio, eso «en sí» es ya para nosotros, esto es, para la conciencia filosófica, formada. Es ésta la que ayu-
da y sostiene a la conciencia ingenua, la que anticipa al lector el desarrollo total y evita las discontinuidades y (literalmente) sobre-
saltos en que la conciencia «normal» se pierde.
En una palabra: el famoso «en sí» kantiano, al parecer incognoscible, coincide con la historia del saber, que el autor (y
nosotros, los lectores, con él) ya posee. El pasado queda depositado en y como el pensamiento, y ayuda a iluminar el presente, es
decir a que el lector de la Fenomenología «tome conciencia» de que el tiempo en que aparentemente le ha «tocado» vivir constitu-
ye en realidad su propia sustancia, que ha de ser a su vez reconocida en y como la existencia de un sujeto libre y autoconsciente.

El largo camino de la conciencia hacia «Sí mismo».


La Fenomenología es una suerte de «novela de formación» (Bildungsroman).
Como ya hemos apuntado, hay un narrador (el «Nosotros»), que no se limita a presentar sin más las distintas figuras de la
conciencia.
La sustancia en sujeto: no por limitarse a contemplar «desde fuera» la génesis de esa vida sustancial, sino por haberla hecho
suya mediante una reconstrucción racional.
Introducción: crítica de las posiciones «críticas» y, en general, del agnosticismo respecto a la capacidad de la conciencia pa-
ra acceder al Absoluto.

Primera parte: CONCIENCIA (DE LO OTRO DE SÍ), AUTOCONCIENCIA, RAZÓN.


El examen de la CONCIENCIA (todavía externa a sí misma):

I) La certeza sensible; o sea, el Esto y el Opinar (Meynen)


II) La percepción; o sea, la cosa y la ilusión (Tauschung)
III) Fuerza y entendimiento, fenómeno (o aparición: Erscheinung) y mundo suprasensible.
De la escisión inicial entre la certeza de la conciencia de que la verdad está en el «ser», y no en ella, ésta se va «educando»
(guiada secretamente por el Preceptor Absoluto, encarnado para el lector por el Narrador—«Nosotros»), hasta comprender que la
escisión entre el mundo de las leyes (la pura teoría) y el mundo fenoménico (la experiencia) no es tal; esos extremos contrapuestos
no son sino respectos invertidos, reflejos de lo Mismo. Y esa mismidad o pliegue es la conciencia de sí. La certeza se identifica
así con la verdad (que ahora es su verdad), pero en un plano puramente abstracto y formal.
El cuarto capítulo, AUTOCONCIENCIA.

IV) La verdad de la certeza de sí mismo.


El camino es ahora inverso: no va de una certeza vacía a una verdad plena que llena a la conciencia, por así decir, desde
fuera, sino que de la verdad ahora reconocida como «sustancia» de la conciencia ha de emerger esta última como «llena» de certe-
za, o sea plenamente segura de que ella es la verdad interna de todo lo ente. Esta autoconciencia que se sabe a sí misma como
verdad de lo «otro de sí misma» es ya razón, y razón universal. Por ello, el quinto capítulo está consagrado al reconocimiento de la
razón en el mundo (y a la apropiación de éste como su mundo). Pero, de este modo, la conciencia no está ya examinando en ella
misma su objeto y la experiencia que de él tiene, sino que está examinándose a ella misma en el mundo. Sale de sí; y sólo enton-
ces, paradójicamente (para el sentido común, claro está) comienza a «entrar en razón», o sea a recordar e interiorizar su carácter
espiritual. Cabría denominar a esto:

V) Certeza y verdad de la razón.

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Obsérvese que aquí están de nuevo invertidos los términos, como si la conciencia comenzara de nuevo: sólo que, ahora, esta
conciencia racional está cierta de que ella es lo sustancial de ese mundo supuestamente externo. Ha de taladrar pues la superficial
costra de éste para reconocerse a sí misma. Este reconocimiento se cumple en tres niveles:
A) Razón observadora - Primero, observa («repitiendo» -ya no ingenuamente- el camino del cap. I) una naturaleza
que ella sabe ya como manifestación ad extra de leyes racionales (cf. 9: 139s; 150s);
luego se observa a sí misma en las leyes que ella misma se ha dado (lógica) y en su realidad efectiva externa
(psicología) (cf. 9: 167s; 180s),
y en fin observa la referencia de sí como autoconciencia a su propia realidad efectiva (fisiognómica y frenología)
(cf. 9: 171; 185).
Así implantada en su mundo (un mundo que ya es para ella, sin consistencia propia), pasa a:
B) La realización de la autoconciencia racional por sí misma - Puesto que ella cree (en repetición «racional» del
cap. II: La cosa y la ilusión) que la «cosa» verdadera del mundo es ella misma, y todo lo demás sus propiedades, intenta por lo
pronto poner el mundo entero a disposición de su placer (cf. 9: 198s; 214s), olvidadiza de que ella tiene su poder sólo por haber
interiorizado las leyes de ese mundo y haberse sujeto a ellas. El resultado obvio es el choque de ese placer contra la dura necesidad
del mundo, que no se sujeta a su capricho. Intenta pues el camino contrario: en lugar de perderse fáusticamente en el mundo, in-
tenta reformarlo en nombre de las leyes que ella siente (pathos) en su corazón (cf. 9: 202s; 217); es el momento del «rebelde». La
conclusión es, para esta fatua autoconciencia cordial, tan catastrófica como la anterior: ese mundo que ella pretendía reformar
según los impulsos de su corazón es su propio mundo: el combate está ahora en el interior, y la autoconciencia, que ha acabado
por reconocer así la «locura de la infatuación», se hace «virtuosa» y pretende adaptar a su virtud el «curso del mundo» (cf. 9:
208s; 224s): una vacua y abstracta contraposición entre los dos lados de ella misma. Sin embargo, el reconocimiento de esta doble
abstracción de los extremos exige ya hacer la prueba de la razón como este individuo concreto, no como una razón formal cuyo
contenido es la propia naturaleza a la que se pretendía dominar (el placer), el mundo que se quería reformar (interiorizado en ver-
dad como pathos cordial) o un «curso» del mundo que no es sino la abstracción exteriorizada de la propia razón, alienada de sí.
El resultado de todo ello es la aparición de un nuevo proceso para nosotros:
C) La individualidad que se es real (reell) en y para sí.- Su primera figura es: El reino animal del espíritu y el en-
gaño, o sea: la Cosa (Sache) misma (cf. 9: 216s; 23 ls). En esta figura se «recuerda», en una nueva vuelta en espiral, la «vida» de
la autoconciencia (comienzo del cap. IV) y a la vez se anticipa, a un nivel todavía formal, lo que será el mundo concreto de la
eticidad (comienzo del cap. VI). La encamación individual de la razón ha de hacerse en todo caso según la «disposición natural»
del agente, incapaz de salir de su «reino animal»; pero, en todo obrar, la obra va más allá, por su carácter abierto y universal, de su
realización particular. La objetividad que ésta encarna no es pues simplemente material, sino espiritual (no para quienes la hicie-
ran, ni para el «reino» en el que estaban inscritos, sino para «nosotros», sus intérpretes). El objeto deja de ser una cosa (Ding) para
convertirse en la Cosa (Sache): el tema abierto a la opinión y goce de todos, que incorpora en su interior el trabajo producido. De
modo que la individualidad productora (como el Esclavo del cap. IV) se encuentra con que su obra es pública, Cosa de todos. A
esa «opinión pública» ha de plegarse pues la «razón obrera»: en un doble y lineal movimiento antitético de la razón: la «razón
legisladora» (cf. 9: 228s; 246s) y la «razón examinadora de las leyes» (cf. 9: 232s; 250s). Ambas figuras se revelarán -por oscilar
entre los dos extremos: la universalidad y la singularidad— igualmente inanes. Las «leyes» de la primera (un sarcasmo contra la
«ley moral» kantiana) no dicen sino banalidades, del estilo: bonumestfaciendum et malumestvitandum, mientras que el examen de
la segunda (igualmente un sarcasmo contra el filósofo kantiano, que libremente se da la ley a sí mismo y debe escrutar constante-
mente ésta desde su razón) lleva a la arbitrariedad del «entendido», al que han de plegarse las opiniones de los demás. Y es que la
ley no puede ni cernirse sobre un mundo a ella indiferente, como un vacuo vapor universal y evidente, ni ser examinada por un
individuo «racional» (¿desde dónde llevaría a cabo tal examen?), sino que está ya en todo caso encarnada en las tradiciones histó-
ricas de un pueblo (aunque al pronto éste no reconozca en ellas su propia tradición, sino que vea a la ley como algo sagrado y
válido para siempre: tal el derecho de los dioses, la «ley no escrita» de la Antígona de Sófocles; cf. 9: 236; 254). Pero con esa
encamación concreta, histórica, se rebasa desde luego la esfera de una razón que pretendía asimilarse, desde fuera y estáticamente,
un mundo primero desentrañado en su legalidad y luego interiormente «trabajado».
Esta «traducción» de lo teórico en práctico (una encamación del paso del «ser» al «deber ser» que Kant y Fichte daban,
sin poder explicar la disponibilidad del mundo para la acción libre humana) supone el reconocimiento de la razón como Espíri-
tu. El enfoque predominantemente gnoseológico («crítico», si queremos) cede ahora el paso a la presentación de las «figuras» de
la conciencia, no simplemente en el mundo (como en el capítulo V), sino del mundo. Cabe apreciar aquí pues un tercer momento:

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VI) El Espíritu.
Sólo a partir de ahora comienzan a coincidir en sus rasgos esenciales la experiencia de esta conciencia ya sabedora de su
espiritualidad con el devenir histórico. Así, la conciencia se encuentra al pronto inmersa en una vida comunitaria (la eticidad), que
es la «verdad» del Espíritu, a la que cada conciencia se atiene, por constituir su sustancia (una sustancia ética, ya no natural). Es
fácil reconocer aquí a la antigua Grecia, con inolvidables páginas sobre Antígona y Edipo que presentan la tragedia de la escisión
de la conciencia entre dos «masas» o extremos de esa sustancialidad aparentemente íntegra: la ley de la sangre, de la familia, y la
ley del día, o sea: del Estado (cf. 9: 245s; 267s). La interiorización o reconocimiento de esa íntima ruptura por parte de la concien-
cia, que ahora toma a su cargo esa contraposición, lleva a la fragmentación del bello mundo griego en un pulular de conciencias,
solamente igualadas de un modo abstracto, formal, por su reconocimiento jurídico como personas (cf. «El estado de derecho»; 9:
260; 283), y mantenidas en precaria unidad de un modo tan real como violento: a través de la voluntad del «Señor del Mundo» (9:
263; 285), que domina sobre todos los individuos singulares: el Imperator. La conciencia -y nosotros, con ella- hace así la dura
experiencia del Imperio Romano, culminante en el «mundo de la cultura (Bildung, ya no Formirung)»: el mundo moderno, en el
cual se oponen como potencias (mutación, a través del cristianismo, de la ley del día y la ley de la sangre) el poder del Estado y la
acumulación de riquezas, por un lado, y la clausura de la pura conciencia, por otro, la cual siente que su verdad está en «otro mun-
do»: una nueva vuelta de tuerca de la «conciencia desgraciada», ahora decididamente esquizoide: por un lado se hunde en una
vaporosa religiosidad, y por el otro se engolfa en la acumulación capitalista. El Espíritu está aquí «enajenado con respecto a sí
mismo» (9: 266s; 289s).
El saber interior, puramente sentimental, es la fe, opuesta de este modo -como en un juicio infinito, disyunto- no tanto a la
cultura cuanto al pensamiento de ésta: la «pura intelección» ilustrada (cf. 9: 286s; 31 ls). El escenario histórico de esta lucha es la
Ilustración. Y el violento ensayo de realizar esa «intelección» (en verdad, una escondida «fe en el mundo» contra la abierta y apa-
rente «fe en trasmundos»), fundiéndola con la cultura (esto es: con el poder estatal y la riqueza de la burguesía), es la Revolución
Francesa, que desemboca -al contrario de lo pretendido, pero necesariamente- en el Terror (cf. 9:316; 343s). Al contrario de lo
pretendido, porque la «intelección» (la razón ilustrada) prueba en su hacer que, en lugar de saber lo que es el mundo, está sustitu-
yendo a éste por un nuevo y más temible trasmundo; lo está sustituyendo por ella misma como Raison, o sea como lo que «debe
ser» el mundo (según ella se piensa) y no como lo que éste es. Y al revés, la «fe» fomentada por l’mfáme (el poder y el clero) y
sostenida por la canaille (el pueblo llano) corresponde a la dura realidad fáctica con la que habría que contar de verdad, en lugar de
condenarla desde fuera. Y también desemboca necesariamente esta inversión de contraposiciones en el Terror porque aunque esa
«fe en la razón» (una indirecta alusión crítica a la «fe racional» kantiana) sale a la luz ciertamente como libertad, y libertad absolu-
ta, se trata de algo absolutamente formal: es la pura «virtud», que se estrella contra la dispersión fáctica del mundo y su terca de-
sigualdad. La ciega destrucción que el desencadenado «deber ser» ocasiona en el efectivo «ser» del mundo no lleva sin embargo ni
a una aniquilación plena ni a una restauración del Anden Régime, sino a una nueva «organización de las masas espirituales, en las
cuales se distribuye la multitud de las conciencias individuales» (9: 321; 348), por el lado exterior (son las tendencias que, como
resultado de la experiencia revolucionaria, cristalizarán en partidos políticos) y, por el lado interior, a un recogimiento de la con-
ciencia, que sabe ya de la coincidencia de su ser y su obrar: es el mundo propiamente alemán («prusiano», diríamos) de la morali-
dad, ejemplificado en la filosofía de Fichte.
También aquí, en la moralidad (cf. 9: 323s; 35 ls), habrá de hacer la conciencia la dura experiencia de la inversión de su
propósito: ella, la conciencia, pretende ser absolutamente libre, autónoma y separada del mundo. Pero cuanto más se distancia de
éste para no caer en la mecánica necesidad natural, tanto más se hace autónomo el propio mundo, hasta que se configura de nuevo
una escisión absoluta: el «mundo» moral, interno, y el físico, externo, son dos esferas disyuntas e indiferentes entre sí (cf. 331;
358). Justamente aquello que sólo «debe ser» no llegará nunca a «ser», y viceversa: tal es el dilema entre libertad y necesidad en el
que se estancó el criticismo, y que la conciencia intenta salvar acudiendo a una cosmovisión, una Weltanschauung moral (cf. 9:
332s; 360) expuesta en la doctrina de los «postulados de la razón»: la inmortalidad del alma (o su correlato histórico: el progreso
indefinido del género humano) y la existencia de Dios como garante último de la correspondencia y paulatina convergencia de los
dos mundos enfrentados. Sólo que justamente esos postulados niegan la presunta libertad absoluta, la autonomía y autodetermina-
ción de la conciencia moral: ésta aprende pues a ser hipócrita y caer en el disimulo,desplazando en su casuística ad calendas grae-
cas (cf. 9: 336; 364) la realización en el mundo del bien que su conciencia le dicta. Es evidente que contra esta absoluta alienación
hipócrita ha de levantarse el lado «interno» de la conciencia, que recoge así su «saber» (Wissen) del bien no como algo externo y
hasta extramundano, sino como su propio pasado, o sea como el pensamiento de su violenta procedencia revolucionaria. Así, la

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autoconciencia (Selbstbewusstseyn) se sabe a sí misma como verdadera «conciencia moral» (Gewissen: literalmente, un saber de
sí como de su propio pasado).
Se desemboca así en la última figura del Espíritu en su encamación mundana, histórica, que a la vez es ya plenamente sabi-
da, esto es, filosófica: «La conciencia moral, el alma bella, el mal y su perdón» (cf. 9 :340s; 368s). En este apartado (uno de los
más profundos y densos que jamás haya escrito Hegel), la conciencia llena la vacuidad del «deber ser» con todo el rico contenido
de su propio pasado, que ahora siente ella por vez primera como propio. Es el momento de exaltación «romántica» de la inmediata
certeza que el alma tiene de su identificación con el Ser divino. Sólo que esa certeza se agota en el puro sentimiento. La conciencia
moral sabe que, en cuanto se mezcle con el mundo, la pureza de sus ideales se verá contaminada: de ahí su refugio en su propia
clausura, en el diálogo interno del alma con Dios. Es el «alma bella» (un remedo sarcástico y malévolo de la nobleza de alma
schilleriana; 9: 354s; 382s), carente de realidad, que hace la experiencia de la contradicción entre su puro e inmaculado «sí mis-
mo» y la necesidad de realizarse en el mundo (si no quiere recaer en el vacuo «deber ser», que en cuanto Gewissen había ya supe-
rado y asumido). Presa de esa contradicción, el alma bella «se ve desgarrada hasta la locura y se consume en una nostálgica tu-
berculosis.» (9: 360; 390). La única solución posible a este desgarramiento es aceptar la finitud del mundo: el escenario del mal y,
en lugar de caer en él, aceptar que la superación de éste no puede venir dada por la mera conciencia moral (que excluye de sí al
«pecador», es decir: a todo el que necesariamente ha de comprometerse con el mundo y sus crímenes), sino por el reconocimiento
mutuo de los pecados en nombre de un «Yo» superior, dual (es decir: que es Sí-mismo sólo en cuanto que tiene en su alienación,
en su encamación, la completa certeza de sí como Espíritu). Pero con esta manifestación de Dios hecho Hombre, el Espíritu vuelve
por entero a la inmediatez de una figura que, internamente, dirigía todo el proceso histórico.
Estamos ante una «Historia» más alta: una verdadera Historia Sagrada, cuyo desarrollo está expuesto en la figura consciente
de la Religión. En ella, el curso de la Fenomenología experimenta un «vuelco» completo, como si se empezara de nuevo, pero
ahora desde un «contenido absoluto» que le está presente a la conciencia. En realidad debiera considerarse a este punto de infle-
xión como una «segunda parte» de la Fenomenología, contrapuesta a un primer bloque (como si dijéramos: antes hemos asistido a
un verdadero itinerarium mentís ad Deum; ahora se trata de considerar las «figuras» en las que «Dios» -en lenguaje figurado; téc-
nicamente: la «autoconciencia absoluta»- se presenta a la conciencia, hasta coincidir con ella en la figura teándrica del Cristo). En
términos representativos: el «ascenso» del hombre (y a su través, del mundo por él conscientemente sabido) a lo divino se toma
ahora en «descenso» de lo divino al mundo (y a su través, al hombre que acaba por saberlo como su mundo). Pero, para evitar
hacer de nuestro esquema clasificatorio algo excesivamente complejo consideraremos didácticamente ese «descenso» como un
cuarto momento:

VII) La religión.
Hasta este momento, el proceso había sido en su conjunto ascendente en su linealidad (a pesar de que, en cada figura, la
conciencia volviera en espiral sobre sus pasos y se levantara así a un nivel superior, que englobaba y volvía a «visitar» los momen-
tos recorridos): conciencia, autoconciencia, razón y espíritu trazan un curso de descubrimiento de Sí a través de la asunción del
objeto como mi objeto, del «yo» como «otro yo», del «nosotros» como razón que se hace cargo del mundo, y de la encamación
histórica de esa razón hasta comprenderse a sí misma como Espíritu del Mundo. Pero ahora, en la experiencia de la Religión, el
proceso se invierte: la pura autoconciencia del Espíritu, que quiere estar «cabe nosotros», hace acto de presencia para la concien-
cia. Ya no es ésta la que, a fuerza de exteriorizarse en sus objetos, se recoge dialécticamente en figuras más altas (movimiento
dual, reflexivo, de exteriorización o alienación —Entdusserung- y de interiorización o recuerdo -Erinnerung-), aprendiendo así a
reconocerse como Espíritu, sino que es éste el que, desde su absoluteidad, se dona (se da en apariencia graciosamente) al mundo.
Sale así a la luz lo insinuado en la Introducción de la obra: que el Absoluto está y quiere estar cabe nosotros, comprometido con el
mundo. Sólo de este modo la conjunción de todos los esfuerzos de la conciencia ascendente (hasta el mutuo «perdón de los peca-
dos») y de la penetración en el mundo histórico de la autoconciencia divina, descendente, constituirá por fin el Saber Absoluto.

La religión de la naturaleza: Oriente.


Aquí, en la religión, la conciencia espiritual, ya históricamente formada (el «Nosotros»), ha de recoger en sí ese «descenso»
del Espíritu, visto primero extrínsecamente por la conciencia religiosa natural (que es «sensible» a lo suprasensible, por así decir)
como la fuerza que anima a la Naturaleza (es la religión natural-, cf. 9 :369s; 401s), y luego conocido como una progresiva depu-
ración de todo lo natural y como interiorización en el espíritu subjetivo: un desarrollo que recorre a la inversa todo lo ya experi-
mentado por la conciencia (en los capítulos I-VI). Así, la religión natural presenta al pronto la «verdad» de aquello en lo que se
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engolfaba la certeza sensible: una pura «esencia luminosa» (9: 370; 402), enfrentada a la negra opacidad (o sea: se tiene la sensa-
ción de que hay un puro «ser» difusivo de sí, generador y expansivo: el «bien», frente a la «nada» de las tinieblas destructoras: el
«mal»; tal la religión zoroástrica de la luz y las tinieblas); luego aprende la conciencia religiosa a distinguir la «cosa» verdadera de
sus propiedades (como en la figura de la percepción): es la religión panteísta hindú, la religión de las plantas y los animales (9
:372s; 404s); y por fin, destaca de sí la conciencia su propio quehacer (pero todavía rígido, geométrico, como en el nivel del en-
tendimiento) y lo separa de la naturaleza en la religión egipcia (cf. 9: 373s; 405s), regida por la figura del «maestro de obras»
(Werkmeister), como si fuera un «demiurgo» que obedece las órdenes de un Señor al cual todavía no conoce distintamente." El
Espíritu se produce ya a sí mismo como objeto; pero esta su elaboración de sí es: «un trabajar instintivo, tal como las abejas cons-
truyen sus celdillas.» (9: 373; 405). Pero es evidente que cuando el «demiurgo» egipcio reflexione sobre su trabajo, sobre eso que
él mismo está haciendo (en lugar de considerarse un «mandado»), tomara conciencia de que él está ensamblando lo interno (la
oscuridad del pensamiento) con lo externo1181 (la claridad de la representación: la estatua como figura humana, ya no la abstracta
y rígida pirámide, que guarda ciertamente un «alma», pero extraña y ajena a la obra). Adviértase que, de este modo, se ha inverti-
do e «interiorizado» por completo el punto de partida de la religión natural (la luz interior como el «bien»: el fuego purificador de
las tinieblas exteriores, del «mal»). La verdad de la obra ya no es siquiera la relación «interno / externo», sino la «exteriorización»
(Aeusserung; cf. 9:375; 407). Tenemos entonces en el «acto» y en la «obra» (un aristotélico diría: energeiai) una perfecta corres-
pondencia reflexiva entre algo externo (una cosa mundana) que va hacia sí mismo y allí se recoge, y algo interno (un pensamiento)
que se manifiesta externamente. La cosa se hace «carne» y el pensamiento «lenguaje». Con toda concisión: «El Espíritu es artis-
ta.» (ibid.). Y la figura correspondiente es la religión-arte (Kunst—Religión): el bello mundo de los griegos.

El arte como religión: Grecia.


Ahora se hace patente algo sorprendente para los esquemas habituales del pensamiento, pero que había venido ya insinuán-
dose: en el Hegel fenomenológico, la religión engloba al arte o, más bien, éste es el cuerpo, el objeto en el que se encama el conte-
nido absoluto de la conciencia; ese objeto es ya un «símbolo» (literalmente: lo que va de consuno, conjuntamente) y no un mero
«signo»; en el símbolo artístico, el espíritu (finito) honra y venera al Espíritu infinito, en el cual él se reconoce a él mismo como sí
mismo, siempre que entendamos por ese «sí mismo» (Selbst) algo mucho más alto y concreto que el abstracto y teorético «yo». Y
más: el camino del arte es un camino dialéctico de autodestrucción; a través de la experiencia artística (en este elevado sentido del
término), la conciencia acaba por reconocer que lo que ella veneraba en la obra de arte no era su materialidad corpórea, sino el
Espíritu que en ella inmora y que, a través de la «destrucción» de lo natural, hablará como Dios hecho hombre a los demás hom-
bres, sabedores de que lo divino constituye su verdad.
En esta «Religión-Arte» (no meramente: religión del arte, como si éste tuviera entidad de por sí, separado) presenta Hegel
un extraordinario desarrollo (no cronológico) de la espiritualidad griega, vista ahora desde el lado «divino». Sus tres figuras repi-
ten a un nivel superior (antropomórfico, ya no cosmológico, fitozoomórfico o geométrico) los estadios de la religión natural: la
obra de arte abstracta, viviente y espiritual. La primera, encarnada en el templo griego y la imagen del dios, es denominada abs-
tracta justamente por esta extremosa escisión entre la figura singular (la estatua antropomórfica del dios) y la universalidad de su
entorno (la arquitectura: el templo como morada, estilización racional a su vez de la rígida formalización intelectual «egipcia» del
mundo «hindú» de las plantas). La mediación entre ambos extremos, recíprocamente exteriores, viene dada por una interioridad
«manifiesta», declarada (gedussert) que, satisfaciendo a uno de los lados, sigue resultándole indiferente al otro. El lenguaje en
efecto: ese verbum interius que se exterioriza como verbum prolatum, proferido, queda fijado bien por parte de un individuo (el
aeda) en la figura aislada de un dios (los Himnos), o bien se difunde (en una confusa e indiferente universalidad) como una articu-
lación que interioriza el mundo de las plantas (el susurro de las hojas de los árboles, el vino báquico) o de los animales: es el
Oráculo, cuyas verdades generales están dirigidas ya a un pueblo, del cual es aquél precisamente su Espíritu, mas todavía delirante
y ebrio. Ahora estos dos bloques (formando cada uno una relación esencial «interno / externo»: la estatua y el himno, la morada y
el oráculo) encuentran su verdadera reunión y término medio en el culto: primero secreto (los cultos mistéricos, con ritos sacrifi-
ciales en los que se simboliza la primacía de lo espiritual sobre lo natural) y luego público (la Fiesta, en la que se exalta la unión
entre la raza de los inmortales y el pueblo de los mortales a través del trabajo de éstos).
Esa doble unión del centro y el entorno a través del culto es ya obra del pueblo, de la polis: una obra de arte viviente. El es-
quema va del estadio «natural» (el «juicio» de la noche -negación universal abstracta— por la que vagan las destructoras bacantes
-un «singular» igualmente abstracto y negativo-) al plenamente reflexivo en un silogismo B -A -E «particular-universal-singular»:
los Juegos, en donde las distintas póleis se sienten mancomunadas como una sola «nación libre» -la Hélade en general-, desembo-
cando en la contemplación estética de un singular concreto (el cuerpo del atleta: una «estatua» móvil y autoconsciente), en el que
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reluce ya la idea del «ser humano» en general. En esa contemplación apasionada se despoja el pueblo en efecto de su idiosincrasia
y se hace «consciente de la universalidad de su existencia humana». (9: 388; 421). Ahora bien, esa conciencia -todavía prendida en
lo corporal—se eleva por vez primera a autoconciencia a través del claro lenguaje del rapsoda (Píndaro, p.e.). No son ya los pue-
blos los unidos en los Juegos por un sentimiento común de «nación», sino los espíritus de esos pueblos los fundidos «en un solo
panteón, cuyo elemento y morada es el lenguaje.» (ibid.)
Así, la última figura de esta «religión de la belleza» es la obra de arte espiritual: el momento del máximo adelgazamiento de
lo natural, ya plenamente «domesticado»; este «soporte» del Espíritu es el aire o los trazos convencionales de la escritura. Su rasgo
general (no claramente puesto de relieve por Hegel) sería la isegoría, el derecho que cada individuo tiene de hablar en la asamblea.
Por eso dicha obra de arte espiritual (la poesía, en sentido amplio) sólo puede florecer en la democracia. Pero será también la de-
mocracia la que acabe por destruir a la «religión-arte» y con ella a la Hélade, mediante un paulatino proceso de «secularización»,
gracias al cual cada ciudadano acaba por descubrir que lo dicho de los dioses (el símbolo diseminado del espíritu de su pueblo) es
algo humano, demasiado humano. Con esto, queda destruido el pueblo mismo como «animal espiritual»: nace la subjetividad libre
y autoconsciente, el individuo. Los momentos de esta figura son: la epopeya (en la que se fija la relación y distancia insalvable
entre dioses y hombres), la tragedia (en la que se desgarra la sustancia ética, ya que los elementos universales -divinos- son a la
vez individuales autoconscientes —los héroes, que a través del sufrimiento se saben y son sabidos por el pueblo espectador como
individuos), y la comedia en fin, en la cual queda invertido el punto de partida de la religión griega: los hombres no dependen de la
universalidad elemental (los dioses), sino al contrario: «la autoconciencia realmente efectiva se presenta como el destino de los
dioses.» (9:397; 431). Un destino que conduce al ocaso del Panteón griego, irónicamente desmenuzado en la grisalla de la religión
romana, donde todo lo útil (o lo nocivo) para el hombre resulta divinizado. En la comedia (y especialmente en la degradación
romana de la comedia ática) se da un individualismo tan radical como fatuo, pues el «sí-mismo» singular que se sabe ya como
esencia absoluta -disolvente de los viejos dioses—, no es otra cosa que la negación de toda diferencia, desgarramiento y dolor: ya
no hay ni dioses internos (sentidos: pathos) ni naturaleza externa (ahora, todo se es recíprocamente exterior y, por tanto, todo se es
interior: «nadas rellenas» de su propio viento, atomismo vacuo). El actor coincide con su personaje, y ambos con el espectador,
que ve representarse en la comedia la futilidad de su propia vida y se queda tan a gusto de ello. De ahí esta: «perfecta falta de
miedo y carencia de esencia de todo lo ajeno (y todo es aquí tan recíprocamente ajeno como indiferente, F.D.), y un estar a gusto
(Wohlseyn) y un dejarse estar a gusto por parte de la conciencia como, fuera de esta comedia, no se va ya a encontrar.» (9: 399;
433).

La religión, manifiesta: el Cristianismo.


Por fortuna, esa vacua disolución corresponde al lado formal, al lado consciente de la autoconsciencia. El ciudadano tiene
su existencia en la mera formalidad de la «persona» del derecho abstracto. Pero justamente por ello es ahora cuando, por vez pri-
mera, el contenido de la conciencia queda absolutamente libre, interiorizado primero como pensamiento y luego sentido por la
propia conciencia como verdad perdida (es la figura ya conocida de la conciencia desgraciada: el reverso de la conciencia cómica)
a través de la pérdida de la dignidad y valía de sí mismo (cf. 9: 401; 435). Los tiempos están ya maduros para la religión revelada
(die offenbare Religión). Atiéndase en primer lugar a un punto importante: esta religión no llega a los hombres como fruto de una
revelación, recogida luego en sagradas escrituras. Sin ir más lejos, también los judíos y los musulmanes tienen estos documentos
sagrados, en buena medida coincidentes con los cristianos. Para evitar equívocos, habría quizá que traducir: «la religión, revelada
(o puesta de manifiesto)». En el Cristianismo (según lo entiende Hegel), la religión se revela a sí misma; o dicho de otro modo: en
ella y sólo en ella el Espíritu sabe de sí mismo en la autoconciencia libre del creyente. En términos representativos: Dios se revela
(se conoce y exterioriza) a sí mismo en el hombre. Y la revelación o automanifestación más alta y más dolorosa -tal como se la
representa la conciencia desgraciada— es justamente que Dios no está ya en el mundo que la certeza de sí de la autoconciencia
consiste en el saber de la pérdida de toda esencialidad; que lo que ella sabe es justamente la pérdida de este saberse (echa en falta
la falta de sustancia y de mismidad de cuanto le sale al encuentro). Ésta es la experiencia más terrible y dolorosa de todas, nacida
en el seno de una comunidad que afirma ignorar el terror y el dolor. Tal «es el dolor que se enuncia como la dura palabra de que
Dios ha muerto.» (ibid.). Es demasiado tarde (siempre fue demasiado tarde, incluso y sobre todo cuando vivía Jesús de Nazareth)
para captar sensiblemente, para intuir al Cristo como Hijo de Dios vivo. Eso es algo que sólo se sabe tras su muerte. Ser cristiano
es aceptar haber llegado, ya de siempre, demasiado tarde para intuir al Dios vivo (recuérdese a Hólderlin, al inicio de la estrofa 7a
de Pan y vino: «¡Pero, amigo, llegamos demasiado tarde!»). El Cristianismo «vive» de la muerte de Dios. Y no es en absoluto
casual que su «fundador» intelectual, Pablo de Tarso, no hubiera visto jamás vivo a Jesús.

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Entremos ahora, con Hegel, por la puerta de la religión manifiesta. Premisa necesaria es la proposición (correspondiente al
mundo romano del derecho abstracto) de que la persona (el sí mismo) es la esencia absoluta, o sea que el sujeto es ya la sustancia
ética (en lugar de estar hundido en ella, como en la eticidad griega). Ahora, la proposición inversa: que la sustancia es sujeto (o
dicho representativamente: que Dios se hace hombre), confirmará actu la propuesta de sentido de la entera Fenomenología, seña-
lada en el Prólogo: «Según mi intelección (Einsicht), que ha de justificarse por la exposición del sistema mismo, todo depende de
aprehender y expresar lo verdadero no como sustancia, sino precisamente también como sujeto.» (9: 18; 15). Y efectivamente nos
advierte ahora Hegel que esa conversión ya no es solamente en sí o para nosotros, sino que «es llevada a cabo para y parla auto-
conciencia misma.» (9:400; 434). De este modo, el Espíritu será al mismo tiempo conciencia de sí (entendiendo este «sí mis-
mo» como su sustancia objetual) y «autoconciencia simple, que permanece dentro de sí» (9: 401; 434). Éste es el contenido
absoluto de la religión: que el Espíritu se sepa a sí mismo como autoconciencia en la conciencia. ¡Pero esta conciencia -la
del creyente- es una conciencia desgraciada, empeñada como está en buscar un «referente» para ese Espíritu! Y en efecto,
lo hubo. Pero ya está muerto, de siempre y para siempre. Por eso se consume en el dolor de la pérdida y en la esperanza de
otra Venida. Incapaz de vivir en el presente y de captar en él la rosa en la cruz, la religión tiene una forma finita (la repre-
sentación) que es inadecuada a ese contenido infinito, absoluto. Ella ve como un misterio (por caso, los «misterios» del
Rosario) lo que para «nosotros» (para la conciencia filosófica, que asume dentro sí, purificándola, a la conciencia religiosa
«normal»), no solamente es algo racional, sino que es la razón misma hecha Espíritu o el Espíritu que da razón de sí.
La inadecuación entre forma y contenido (propia de la conciencia religiosa) es plásticamente analizada así por Hegel: así
como Jesús («el hombre divino singular») tiene un «padre que es en sí», y sólo una madre realmente efectiva», así también «el
hombre divino universal, la Comunidad, tiene por padre su propio hacer y saber, mientras que por madre tiene al amor eterno, que
ella se limita a sentir, sin intuirlo en su conciencia como objeto realmente efectivo, inmediato.» (9: 421; 456). De ahí no sabe salir
la conciencia religiosa cristiana. La figura más alta de la conciencia finita es también la más desesperada y llena de dolor: ora et
labora. Pero su orar (muestra de su amor hacia algo sentido y presentido) no sólo no se adecúa a su laborar (conciencia de dominio
técnico y político del mundo), sino que está absolutamente contrapuesto en un juicio infinito negativo, expresado en paradojas
para ella irresolubles («no se puede servir a dos señores», «muero porque no muero», «huir del mundo en el mundo», etc.). Por el
lado «natural» y singular, la conciencia religiosa tiene su modelo en un hombre concreto; pero ya muerto. De modo que se deshace
en su contradictorio anhelo de unirse a él. Se consume en una pretensión irrealizable: imitar a Jesús, hacer como si el presen-
te no existiera, vivir en el pasado (un pasado obviamente soñado; el verdadero «pasado» está en las Escrituras: narrativa-
mente, en la Biblia; conceptualmente, en la obra de Hegel). Por el lado «espiritual» y universal, se representa la reconciliación
de su conciencia con la autoconciencia absoluta en un futuro que está incluso allende su propia muerte natural (el Valle de Josafat,
si queremos: el fin de «este mundo»). Un futuro siempre desplazado ad calendas christianas, porque él no es sino el desplaza-
miento abstracto del presente (cf. 9: 420s; 456).
Y sin embargo, no hay para Hegel nada que esperar de un futuro abstracto (una apocalíptica y apocatástica Segunda Veni-
da) ni nada que añorar de un pasado igualmente abstracto. Lo único absolutamente concreto es el presente, una vez concebido: Hic
Rhodus, hic saltus. La reconciliación está ya en el culto: allí es donde, en el acto, se funden conciencia y autoconciencia, a la vez
que se destruye lo natural (la ingestión sacrificial del pan y del vino). Pero para la conciencia religiosa eso pasa en un instante,
preso por tanto del ahora: no es el presente.

¿Dónde está entonces el presente? No en el culto, sino en la comprensión de su significado (que engloba y asume a todos
los significados fenomenológicamente experimentados); no en el tiempo, sino en la concepción del tiempo, de todo el tiempo
pasado.... al presente. Como diría Spinoza: necridereneclugere ñeque detestan, sed intelligere. Hegel estaría de acuerdo con esa
sentencia. Sólo añadiría algo, decisivo: «no reír, ni llorar, ni detestar, sino inteligir, o sea: concebir por qué reímos, lloramos y
detestamos». Saber eso, nada más y nada menos, es ya el Saber absoluto. Llegamos así al último momento de nuestra división:

VIII) El Saber absoluto.


Este título ha suscitado y sigue suscitando numerosos malentendidos, sobre todo de dos tipos. Hay quienes creen que «sa-
ber» significa «conocer» (y hasta «tener noticia» de algo) y que «absoluto» quiere decir: «todo» (desde mesas, sillas y batallas
hasta mitos y filosofemas); leyendo el índice y hojeando algún manual, sienten que pueden dispensarse de las 434 densas páginas
de la edición académica y leer sólo el final (poco más de 11 páginas), como en las malas novelas policíacas. Naturalmente, quien
así procede está ya predispuesto a no creer en tan descomunal «hazaña» (Saber absoluto = conocerlo todo), ni aun tratándose de
Hegel; además, ¿no es «evidente» que han pasado desde entonces 200 años y que ese «sabelotodo» no podía saber lo que pasaría

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después de él? La predisposición se torna al punto en irritación al notar que, de los 21 párrafos de que consta el capítulo, los diez
primeros no parecen otra cosa que un resumen -exasperantemente condensado- de los capítulos anteriores, mientras que los once
párrafos restantes son poco menos que ininteligibles. Hay también pacientes lectores que, con el prejuicio de que todo progreso
tiene su meta y culminación, «entienden» que cuanto hasta ahora han leído eran meras aproximaciones a la verdad (pues parece
claro que un «filósofo» —¡y además idealista!— ha de pensar que la filosofía es más que la religión, ésta más que la política, que
a su vez es más que el derecho, éste más que la física, y así hasta llegar a la humilde y denostada sensación, a pique de no ser na-
da). Para estos amantes de la «novela río» y la línea ascendente, la lectura del capítulo VIII provoca desilusión, más que irritación.
¡La filosofía tendría que decimos algo nuevo, inaudito, aunque sólo fuera como compensación después de tan ardua lectura!
Con respecto al primer malentendido, habría que decir abruptamente que (en) el Saber absoluto no (se) conoce absoluta-
mente nada. Si por conocimiento se entiende «información» (por ejemplo, sobre las distintas figuras de la experiencia de la con-
ciencia), lo último que «conocemos» (y eso, haciendo un esfuerzo de integración) es que el final del capítulo VI (el perdón mutuo
de los pecados) coincide exactamente con el final del VII (a saber: que el Espíritu divino está ya reconciliado con el espíritu de la
comunidad religiosa). ¡En el capítulo VIII no se dice nada «nuevo» ni de Dios, ni del Hombre ni del Mundo! ¡Ya está dicho todo
lo que había que decir! Y lo que había que decir es justamente que el conocer (tener conciencia de algo distinto al ser consciente,
cognoscente) ha ido quedando superado (y a la vez conservado) en el saber, esto es: en la acción de reconocimiento de la mismi-
dad de la conciencia y su objeto, y ello no sólo en el conocimiento sino también y sobre todo en la acción (pues, de acuerdo al
viejo adagio aristotélico: scireestagere, intelligere es pati, «saber es hacer; inteligir, padecer o ser pasivo»). Y con respecto a eso
que suele llamarse «saber de todo» (algo así como «cultura general» o más finamente: «cosmovisión»), hay que decir que la Fe-
nomenología en particular y la filosofía en general no sabe de nada (para eso están en cambio las ciencias, la técnica y la política):
no tiene un «objeto» exclusivo, junto al de las demás disciplinas (y menos, un objeto superior, como si el filósofo supiera más que
el físico nuclear o el teólogo, por caso). La filosofía (y muy en especial, la comprendida en la Era Crítica) se pregunta por lo que
significa «conocer», «saber» y «obrar», y analiza los casos paradigmáticos en que ello se da. No conocimiento directo, sino refle-
xión es lo menos que cabe pedir de la filosofía; y lo más -de seguir a Hegel-, especulación, esto es: comprensión positiva y unitaria
de la interna destrucción dialéctica de todo conocimiento que se cree válido por separado, como si fuera justamente algo absoluto.
Nadie ha tenido ni tendrá jamás un conocimiento absoluto: pero no porque sea imposible saber de todo (y más, se dice, con lo
adelantadas que van las ciencias), sino porque cada presunto conocimiento, al enlazarse con otros, pierde justamente su pretensión
de independencia. Quien trata los conocimientos como si fueran ladrillos que se van amontonando tendrá a lo sumo una memoria
mecánica; ni tan siquiera podrá gloriarse de tener «entendimiento» (entender es juzgar, discriminar). El científico (y menos, el
«sabio» hegeliano) no es un «diccionario», sino alguien que sabe habérselas libre y conscientemente con su mundo.
Y con esto hemos aclarado ya en buena medida el segundo malentendido. Lo que la Fenomenología expone del capítulo I al
VII es ya filosofía, no una suma de opiniones, un corpus científico, una historia de la cultura, una mitología o un compendio de la
religión cristiana. ¡No es ése su objeto, aunque hayamos aprendido de paso un montón de cosas! Su verdadero «objeto» es la rela-
ción entre certeza y verdad, tal como se da en la conciencia. Y su enfoque es el de una lógica latente, operativa, que primero des-
enmascara eso que Kant tenía por incognoscible: el «en sí» de las cosas, como algo que es «para nosotros» en cuanto espectadores
de la experiencia de la conciencia, la cual pasa de un estadio de «inmediatez» (en el que le «parece» que ella tiene su verdad en
algo extraño) a otro de «reflexión» (de modo que, «de hecho», descubre que ese presunto objeto ajeno es «para ella»): así que la
entera experiencia se ha desarrollado «dentro de» la conciencia (o mejor, de una determinada «figura»): el interior (in sich) del que
no sabe salir la conciencia del caso; somos «nosotros» los que apreciamos cómo, en una nueva figura, ese in sich vuelve a aparecer
para la conciencia, contradictoriamente, como algo ansich, inmediato y ajeno (contradictoriamente, porque esa «cosa en sí» es
para la conciencia, se le aparece: por tanto, está referida a ella y ya no es algo ni inmediato ni ajeno). Cada una de esas «figuras»
engloba a la precedente y es la base «potencial» o virtual (éste es el otro significado de ansich, aparte de mentar: «lo que es de
suyo») de la posterior, como «nosotros» sabemos. Además, las figuras están agrupadas verticalmente, por así decir, en bloques o
momentos (conciencia, autoconciencia, razón, espíritu) según el grado de «extrañeza» del objeto respecto a la conciencia que de él
se tiene. Son esos momentos los que «nos» hacen contemplar el proceso de transformación de la «sustancia» o esencia en «suje-
to»: de lo «en sí y para nosotros» en «en sí y para sí», con la importante matización de que ese proceso es inverso al de la expe-
riencia de la conciencia vulgar: ésta cree en todo caso que conocer es pasar de la convicción o certeza de algo a la verdad de éste:
o sea, «conocer» es pasar de algo subjetivo a algo objetivo; «saber», en cambio, es considerar algo sustancial, objetivo como algo
«propio», subjetivo, sin que por ello lo «sabido» pierda su «sustancia». Conocer es «llenar» de contenido una forma aparentemen-
te ya preparada (como las categorías kantianas, que precisan de intuición). Saber es contemplar cómo, intrínsecamente, un conte-
nido se despliega de hecho y sin resto en y como una serie formal, hasta que el contenido absoluto (alcanzado ya en la religión
revelada) coincide uno intuitu con la forma absoluta, conceptual: la sustancia es precisamente y en el mismo sentido sujeto. Sa-

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piente y sabido son por fin, entonces, lo mismo. Pero esa mismidad no es ya, obviamente, nada conocido (conocer es siempre
tomar nota de algo externo al cognoscente). No es ni Hombre, ni Mundo, ni Dios. ¿Qué es, entonces? Ya deberíamos suponerlo: es
el espacio lógico, el universo del discurso comprehendido y sabido, el pensamiento que se piensa: la forma de todo contenido
teorético y práctico, histórico y religioso; pero todavía, al final de la Fenomenología, ese pensamiento de sí se presenta a la con-
ciencia como su propia intuición, es decir: como algo inmediato y virtual, implícito; algo que será desplegado en la Ciencia de la
lógica.
De eso trata el capítulo final de la obra de 1807. «Eso» es el Saber absoluto. Para empezar, la conciencia, que ha llegado ya
al estadio de la conciencia filosófica, del «nosotros», considera retrospectivamente el camino recorrido y lo capta en unidad: la
«cosa sabida» ya no es sólo para la conciencia del caso y (en sus articulaciones y «saltos cuánticos») para nosotros, sino que es
también y en el mismo respecto «en y para sí».
El capítulo VIII presenta tres partes bien diferenciadas:
a) una densa recapitulación (párs. 1-10) del camino recorrido, hasta la plena identificación del Espíritu (en cuanto contenido
absoluto: religión) consigo mismo en cuanto acción (Handlung)propia de la Comunidad, con una extraordinaria y concisa defini-
ción del Espíritu como Saber: «Por este movimiento del obrar (Handelns) ha emergido el Espíritu -el cual es por vez primera en
cuanto que está ahí, en cuanto que eleva su estar ahí al pensamiento y, mediante ello, a la contraposición absoluta, y en cuanto que
a partir de ésta retoma justamente a través de ella y dentro de ella— como pura universalidad del Saber, el cual es autoconciencia:
ha emergido como autoconciencia que es simple unidad del Saber.»
b) Una mutación de la filosofía en Ciencia (párs. 11-17); en efecto, «filosofía» es ansia, tensión (philía) hacia el Saber (sop-
hía), visto por tanto como algo distinto a la conciencia, a la que plenifíca y da sentido. Pero la comprensión conceptual de aquello
que la Comunidad religiosa se limita a sentir y vivir hace que salga a la luz el hecho (debería poderse decir: el acto) de que el con-
tenido (la verdad) deja de ser simplemente igual a la forma del saber (la certeza) para alcanzar la «figura» del Sí mismo, o sea para
saber su contenido en esa forma, que es ya un saber (y por ende, un saberse). Se cumple así lo previsto en la Introducción: la equi-
paración de aparición (Erscheinung) «fenómeno» y esencia (cf. 9: 62; 60). No ahora, sino en el acto, al presente: «El espíritu que
[se le] aparece en este elemento a la conciencia o, lo que aquí es igual, que es producido por ella, es la Ciencia.» (9: 428; 467). El
Saber absoluto es la aparición (y sólo eso) de la Ciencia.
Y aquí sale a la luz la gran paradoja hegeliana, que tanto esfuerzo interpretativo ha costado. Por un lado, y siguiendo el ro-
busto «realismo» al que hicimos alusión al inicio del estudio del filósofo (ver supra: «V I.1. El tiempo del filosofar»), «la Ciencia
no aparece en el tiempo y en la realidad efectiva antes de que el Espíritu haya llegado a esta conciencia sobre sí.» (ibid.). Así pues,
y contra toda especulación «metafísica», Hegel afirma que es en «nuestro» tiempo -tras la triple experiencia vivida de la Reforma,
la Revolución francesa y la Monarquía constitucional (gracias a Napoleón), y la experiencia pensada de la Fenomenología- cuando
se da para nosotros por vez primera la Ciencia. Hegel «traduce» la Era de la Crítica en la Era de la Ciencia. Es el momento de la
Lógica. Pero por otro lado ésta, que ha sido «pro-ducida» por la experiencia de la conciencia, por la comprehensión del propio
tiempo, se «nos» da en el tiempo: ¡pero no «está» en el tiempo! La Lógica no es eterna (en el sentido de «intemporal»), pero sí es
a-temporal, se arranca al tiempo en que ella sale por vez primera a la luz y se eleva sobre él, juzgándolo.
¿Qué es entonces el tiempo?: «El tiempo es el concepto mismo que está ahí y se le representa a la conciencia como intui-
ción vacía; por eso aparece necesariamente el Espíritu en el tiempo, y aparece en el tiempo hasta que aquél no capte su propio
concepto puro, es decir, hasta que no borre (tilgt) el tiempo.» (9: 429; 468). Montañas de malentendidos se han ido acumulando
sobre este «borrar» o «cancelar», como si Hegel estuviera anunciando -tan apocalíptica como ingenuamente- el fin del mundo, de
la historia, y de todo lo imaginable. Y sin embargo, el texto tiene toda la precisión que cabría desear. El Espíritu capta su propio
concepto puro a través de las experiencias de la conciencia (¿dónde, si no? El Espíritu no es un «espíritu» o un fantasma que se
cierne sobre el mundo y los hombres, separado de éstos, sino lo «pro-ducido» a través de su respectivo devenir y obrar). Y a esta
captación la llamamos «filosofía». Pero la filosofía es la captación del propio tiempo, pensado (¿qué otra cosa podría captar?), o
sea la apropiación personal de todo el pasado (lógicamente ordenado) al presente. Por ende, ese «hasta que» (solange... ais) es, en
el día fenomenológico del presente, un «siempre que». Siempre que... filosofemos (o más exactamente: siempre que hagamos
«lógica» -no simplemente siempre que leamos la Lógica-). Naturalmente que el tiempo seguirá dándose, como siguen dándose
transformadas por la lectura de la Fenomenología las «figuras» de la conciencia del hombre, que no ha dejado de existir (de cono-
cer, vivir, desear, amar y odiar) por haber hecho esa lectura. A cada instante se da el o lo Absoluto. Pero no se da en el tiempo (el
«instante» hegeliano no es un «ahora» vulgar), sino que el Absoluto hace tiempo. Y a su vez, ese «borrado» o «raspado» del pa-
limpsesto del Espíritu implica una continua reescritura del pasado, según va éste creciendo. Por eso no hay una sola «Lógica» de
Hegel, sino muchas (ya conocemos, por ejemplo, los esbozos de Jena), según va comprendiendo Hegel su propio tiempo, aquello
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que éste aporta; según se va interiorizando o «recordando» (sicfierinnem) algo que parece externo. El pensar lógico es una tarea
asignada por Mnemosyne -la diosa de la memoria- al pensamiento, y no el remanso intemporal de éste. Siempre ha sido así: la
lógica, cualquier lógica, no es un sistema estático de pensamientos válidos para todo tiempo, lugar y modo de ser hombre. El pen-
sar no ha necesitado esperar a Hegel para ser la comprensión del propio tiempo. Pero nosotros sí hemos necesitado de este pensa-
dor para desterrar todas las telarañas mentales sobre «trasmundos» o, al contrario, para dejar de sufrir la propia época como un
destino ignoto y estar a merced de los acontecimientos. Así entendida, bien puede decirse que la Fenomenología es un saber de
«salvación». Quedamos redimidos de una norma abstracta de cómo «deben ser» las cosas (ahora revelada como humana, demasia-
do humana) y a la vez de sentimos condicionados por un mundo que no entendemos, a pesar de ser el nuestro.
c) Los últimos cuatro párrafos (18—21) del «Saber absoluto» presentan en fin, de un modo apretado y casi hermético, pri-
mero la relación entre la Fenomenología y una Lógica que, de haber sido escrita, no coincidiría exactamente con la Ciencia de la
lógica de Nuremberg. Y luego, en los párs. 20 y 21, se esquematizan las líneas de la futura filosofía real (de la Naturaleza y de la
Historia).
Para empezar, un caveat: el Saber absoluto no es sin más el inicio de la Lógica (el Ser), aunque esté latente en él (de lo con-
trario, sería imposible progresar). Aquí se da un «salto», como se daba en las demás figuras de la conciencia (al fin, la última no
deja de ser una «figura» de la conciencia), que debe ser «salvado» por un añadido nuestro, por la reflexión del «nosotros». En
efecto: «En el Saber ha cerrado pues el espíritu el movimiento de su configurar, en la medida en que el mismo [el configurar] está
afectado con la diferencia no sobrepasada de la conciencia.» (9: 431 471). Por el contra rio, en la Lógica el movimiento es absolu-
tamente intrínseco (nuestra reflexión, que al principio nos ayuda a seguir el despliegue, se desvelará como pura apariencia) y aca-
bará por reconocerse (en la lógica de la reflexión, como veremos) como el movimiento de la Cosa misma, en la que forma y con-
tenido se copertenecen. Por lo demás, Hegel adelanta ahora algo que sólo a grandes rasgos se cumplirá, a saber, que: «a cada mo-
mento abstracto de la Ciencia corresponde una figura del Espíritu que aparece.» (9: 432; 472). De hecho, tal correspondencia exac-
ta y puntual no se dará: los tres momentos de la Ciencia de la Lógica (Ser, Esencia, y Concepto) podrían corresponder a lo sumo a
los tres primeros momentos fenomenológicos (conciencia, autoconciencia y razón); y eso, sin entrar en detalles respecto a la com-
paración entre «figura» fenomenológica y «determinidad» (Bestimmtheit) lógica. De hecho, ya en la Propedéutica de Nuremberg
(o sea, ¡sólo un año después de la aparición de la Fenomenología!) «amputó» Hegel los capítulos dedicados al Espíritu y la Reli-
gión. La gran obra de 1807 quedará así como un gigantesco monumento sin correlato, aislado en el «desierto» de una conciencia a
pesar de todo «trascendental», apriorística y en definitiva «kantiana», propia «de entonces»: casi como un «Coloso de Memnón».
En el párrafo 20 establece Hegel una interesante comparación (que debe empero considerarse como un hápax, como una
idea aislada que no volverá a ser mentada, y menos desarrollada) entre Fenomenología y Filosofía de la Naturaleza. Ambas cien-
cias filosóficas (y por ende, imperfectas) proceden de la única Ciencia, operativamente oculta en ellas: la Lógica. Ambas suponen
un retroceso del Espíritu a su diferencia: «interna» (la conciencia, como separada de su objeto y verdad, y por tanto distinta de sí
misma), y «externa» (la naturaleza, como «desecho» o Abfall de la Idea que ella, sin embargo, sigue siendo en sí o ansich). Por lo
demás, preguntarse por la «necesidad» de este regreso al inicio por parte del Espíritu sería un sinsentido, al igual que lo sería en-
tender «libertad» como un arbitrario «porque sí» cuando Hegel dice: «este expedirse [del Espíritu] a sí [soltándose] de la forma de
su Sí mismo es la suprema libertad y seguridad de su saber de sí.» (9: 432; 472). El gran descubrimiento de la lógica dialéctica
hegeliana es, como sabemos por el exhaustivo examen que hemos hecho de los esbozos jenenses, que todo «Sí mismo» incluye
dentro de sí, para serlo de verdad, lo «otro de sí». Ser Espíritu consiste justamente en exteriorizarse, alienando su mera virtualidad
abstracta, su «ser en sí» (Ansichseyn), para recogerse de ésa su cadencia y, dominándola y enseñoreándose de su «alma» (concien-
cia) y de su «cuerpo» (naturaleza), ser para sí cabe lo otro de sí, al que cuida y de lo cual se cuida. ¡Esa es precisamente la noción
hegeliana de «libertad», que incluye y asume por tanto la «necesidad» de sujetarse a aquello que, en verdad, está sujeto al Espíri-
tu!Hegel no habría llegado seguramente a esa idea (aunque ya esté implícitamente en Platón) sin la experiencia del sacrificio de
Cristo en la Cruz, como insinúa este texto, de profundo sabor religioso: «El saber no tiene noticia (kennt) solamente de sí (como si
se tratara entonces de algo separado y distinto, F.D.), sino también de lo negativo de su sí mismo (seinerselbst), o sea de su [pro-
pio] límite. Saber (ya no un mero kennen, F.D.) su límite significa saber sacrificarse.» (9: 433; 472). ¡Pero éste es un sacrificio
absoluto La vía crucis es pues un camino de reconocimiento de sí hacia sí mismo! Ya no es la physis (como en Aristóteles y, en
general, en el mundo griego) la que está en camino hacia sí misma,sino el Espíritu. Y éste es el único movimiento circular -
antitético y dialéctico-, consistente en «llegar a ser» (Werden) lo que ya de siempre, esencialmente, era el Espíritu, o sea: «devenir
/ convertirse en Espíritu» (Werden zum Geiste) (ibid).
El primer respecto de este Werden es entonces un «devenir», o sea un venir de... la Naturaleza (puesta como la presuposi-
ción del Espíritu). Un «monstruo» en contradicción consigo mismo, pues la Naturaleza es un: «líbre acontecer contingente» (9:

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433; 472). Su «libertad» es puramente pasiva: una libertas ex... spiritu, un «estar dejada» que es un «dejarse ir» sin trabas ni leyes
propias (las leyes que «descubrimos» en la naturaleza no son de la naturaleza: son «nuestro» saber acerca de nuestro estadio socio-
técnico en la naturaleza). Por eso, de suyo considerada, esa «libertad» es puro arbitrio, algo azaroso y contingente (justamente lo
contrario de la libertad del Espíritu, que sabe sujetarse a su propia norma). Una libre contingencia o una libertad contingente es
desde luego algo impensable. Pero no lo es un «acontecer» (Geschehen), un «dar cuenta de» lo «libre» como «contingente» y
viceversa: dar cuenta de un «doblez» que, en ese contarlo, deja de ser tal... hasta cierto punto. Y ya el primer «dar cuenta» de los
acontecimientos de la naturaleza (que aquí no se merece la mayúscula) deja ver una escisión en ésta que es recuerdo de su proce-
dencia lógica, por ella olvidada, y a la vez promesa del Espíritu; pues éste intuye en esa su propia génesis su meta y su inicio,
como en un espejo. Intuye: «su puro sí mismo como el tiempo fuera de él», y del mismo modo su ser como espacio» (ibid.). Espa-
cio y tiempo son ocasiones para el recuerdo, para la anamnesis del Espíritu como recogimiento íntegro de la identidad en sí (lógi-
camente, el ser; naturalmente, el espacio) y de la diferencia, gracias a la cual puede llegar a ser para sí (lógicamente, el devenir;
naturalmente,el tiempo).
Cuando se tiene conciencia de esa identidad propia en y por la diferencia, el «devenir» se toma en «llegar a ser»; se produce
una «conversión»: y el «acontecer» (Geschehen) de la naturaleza es comprendido entonces como Historia (Geschichte), el otro
respecto del Werden: el devenir «sapiente, mediador de sí mismo — el Espíritu exteriorizado en el tiempo» (ibid.). Este no es ya el
tiempo como intuición vacía: cada época engloba y asume a las anteriores, siendo así siempre evolutivamente más rica y compleja.
Pero, al igual que le sucedía a la conciencia, cada época olvida esa lenta y majestuosa «sucesión de espíritus» y «galería de imáge-
nes», que sólo en nuestro recuerdo-interiorización (Er-lnnerung) se conserva, entendiendo así el despliegue del Espíritu hacia sí
mismo, en el cual sabe de sí como absoluta libertad. Y la época de la formación (Bildung) del espíritu individual, subjetivo, que
identifica ahora su verdad y objeto con la esencia pura del Espíritu, está llegando ahora a su fin. Prueba de ello es la entera Feno-
menología. Hegel creía pues que su época (¡no la Historia en general!) estaba a punto de culminar, para dejar paso a «un nuevo
mundo» (ibid.). La meta de la época hasta 1806 transcurrida 16 (una época que encierra en sí a las anteriores) era: «la revelación
de la profundidad» (die OffenbarungderTiefe) ¡ y ésta, la profundidad que ahora ha emergido por vez primera, es: «el Concepto
absoluto» (ibid.). Él era aquel Absoluto oculto a nuestras espalda, que estaba y quería estar cabe nosotros. Pero ahora, (por el lado
interno) tras la Revelación cristiana, consolidada en la Reforma y (por el lado externo) la Revolución, consolidada en las monar-
quías constitucionales auspiciadas por Napoleón, la historia (representada como un conjunto de acontecimientos cuya «existencia
aparece bajo la forma de contingencia») y la Historia (esto es, la experiencia, no sólo vivida sino escrita, de esos sucesos: la orga-
nización de los mismos como «Ciencia del saber que aparece») coinciden en la «Historia concebida» (9: 434; 473).
Estas postreras palabras de la Fenomenología no dejan de producir un sobresalto: hasta este momento, parecía que Hegel
estaba hablando del Sistema que habría de seguir a este kathartikón de la Ciencia y de las ciencias filosóficas. Así, había colocado
a la Lógica en el centro, y de ella habrían de irradiar por el lado externo la Filosofía de la Naturaleza y, por el de la interiorización
o retorno de esa «alienación», la Filosofía del Espíritu. ¡Pero ahora da toda la impresión de que esta última -el colofón del Siste-
maya está escrita, y de que no es otra que la mismísima Fenomenología, a saber: la Ciencia del saber que aparece! Como la liebre
doble del cuento de Grimm, que ganaba todas las carreras porque, situándose una al inicio, la otra estaba esperando ya en la meta,
así también la Fenomenología parece presentarse al inicio como «Primera Parte del Sistema» y al final como cierre del mismo. De
modo que al cabo nos encontramos con la misma paradoja y la misma pregunta por la que empezamos: ¿es la «Ciencia de la expe-
riencia de la conciencia» lo mismo que la «Ciencia del saber que aparece»? Y este último título, a su vez, ¿dice lo mismo que
«Fenomenología del Espíritu»? Cualquier respuesta que se ofrezca tiene sus dificultades. Quizá la más plausible consista en res-
ponder -aunque con cierta cautela- afirmativamente a las dos preguntas y defender en cambio que la «Ciencia del saber que apare-
ce» no es la filosofía de la «Historia concebida», la cual habrá de probarse y de «construirse», no en el «territorio» de la concien-
cia (como la Fenomenología), sino en el vasto campo colectivo y sangriento de la Historia Universal (en coincidencia con el final
del Curso de 1805/06), aun con la previsión y la promesa (gracias a Mnemosyne, al recuerdo) de que esta última disciplina (una
Filosofía del Espíritu entendida como Filosofía de la Historia) deberá venir a decir al fin «lo Mismo» (desde el respecto del mundo
histórico, no ya desde la conciencia) que la Fenomenología (pues la conciencia del tiempo ha de coincidir con el tiempo de la
conciencia, asumiéndose de este modo ambos «tiempos», así como habrían de fundirse el Saber que aparece en la conciencia con
el Saber ganado en la historia fundada en la naturaleza y fundamentada en la lógica). En apoyo de esta conjetura podemos aducir
las últimas palabras de esta controvertida obra. Hegel dice que «ambas conjuntamente» (o sea la historia existente, entregada apa-
rentemente a lo contigente, y esa «Ciencia del saber que aparece», que habrá de compenetrarse con aquella historia «externa» y
fecundarla desde dentro) constituyen la «historia concebida», y que ambas: «forman (bilden) el recuerdo y el calvario del Espíritu
absoluto, la realidad efectiva, la verdad y la certeza de su trono, sin el cual el Espíritu absoluto sería lo solitario carente de vida;
solamente:

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del cáliz de este reino de espíritus
espumea para él su propia infinitud.»
Así termina, notoriamente, la Fenomenología. Pero aquí no termina en cambio nuestro examen de la obra publicada en
1807, porque no menos notorio es que Hegel escribió después de la redacción del libro un Prólogo, al que debemos asomarnos
siquiera sea brevemente.

Un Prólogo que es un Epílogo.


El famoso y extenso «Prólogo» de la Fenomenología no es un prólogo a la Fenomenología, sino al entero Sistema. Por en-
de, está en estrecha conexión con los párrafos finales del capítulo VIII, a los que, por así decir, continúa.
La primera sorpresa que nos depara es que éste es un prólogo escrito por lo pronto con la destructora intención de que no se
escriban más prólogos de obras filosóficas.
En efecto, un prólogo sirve para adelantar de una manera narrativa y empírica lo que viene a continuación. Se tiene así la
impresión de que, con unas cuantas palabras «abstractas» (nada hay más abstracto para Hegel que presentar resultados sin su desa-
rrollo), ya se ha ganado una visión de conjunto. O bien sirve para que el autor se explaye sobre sus intenciones, cosa que en filoso-
fía a nadie debe interesar. La Cosa de que ésta trata, la Cosa del pensar, no está al final (y menos, adelantada narrativamente al
inicio), en su resultado, sino en su desarrollo. Cortados de éste, inicio y final son algo «inmediato», algo a lo sumo intuido, pero
carente de vida: «el resultado desnudo es el cadáver que la tendencia ha dejado tras de sí.» (9: 11; 8). Naturalmente que toda for-
mación (Bildung) se inicia «desde la inmediatez de la vida sustancial» (9: 11; 9), ¡pero para elevarse enseguida sobre ella! Primero
hay que adquirir conocimientos generales, a través del estudio de las llamadas «ciencias particulares», que se quedan empero al ras
del entendimiento, es decir: presentan leyes necesarias y universales que sirven de sólido fundamento. Sólo que estos fundamentos
son tan sólidos como rígidos; se olvida a su vez el desarrollo por el cual se ha llegado a ellos, y el entendimiento cae en contradic-
ciones. La filosofía comienza con la reflexión sobre esas contradicciones y culmina en el pensar especulativo, por la cual son
«asumidas» e integradas las contraposiciones de las ciencias en una sola unidad, perfectamente articulada. De acuerdo con ello:
«La verdadera figura en la que existe (existirt)la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella.» (ibid.).
Pero, en fin, hasta un Hegel olvida el anterior varapalo contra los autores que adelantan sus intenciones, y avanza en segui-
da cuál es su propósito: «Colaborar para que la filosofía se acerque a la forma de la Ciencia, a la meta en la que pueda abandonar
su nombre de amor al saber para ser saber realmente efectivo: eso es lo que yo me he propuesto.» (ibid.). Sólo que antes de saber
qué sea eso de la «Ciencia», es preciso —para eso están también y sobre todo los prólogos- destruir las pretensiones de los adver-
sarios. Y éstos, aun púdicamente velados, tienen apellidos poderosos: son ante todo Schelling, Jacobi y Schleiermacher, los cuales
pretenden que lo verdadero sólo existe como «eso que ora se llama intuición, ora saber inmediato del Absoluto, religión, el ser -no
[lo que existe] en el centro del amor divino, sino el ser mismo de ese centro-.» (9: 12; 10). El ojo sagaz de Hegel advierte que
todas esas grandes palabras no esconden sino fines edificantes: quieren ser una preparación para la religión (o un sustituto de ésta,
pero tan emotivo y sentimental como ella), en vista de la sequedad que la sociedad y la ciencia modernas han introducido en la
vida humana. ¡La entera época se muere de sed por lo divino, y ahí están los nuevos filósofos-visionarios, dispuestos a calmar esa
sed con sus «revelaciones»! Pero Hegel pone en seguida en guardia contra quienes propalan un «goce indeterminado» de una no
menos «indeterminada divinidad»; a quien así procede: «le será fácil engolfarse en sus ensoñaciones y hallar los medios para va-
nagloriarse con ello. Pero la filosofía tiene que guardarse de querer ser edificante.» (9: 13s; 11). En esta admonición, estrictamente
filosófica, resuena sin embargo la sobria sabiduría teológica de San Pablo.
De manera que Hegel se vuelve ante todo a ese mundo del presente del que tantos quieren escapar y escudriña en cambio,
en el dolor universal postrevolucionario y de las guerras napoleónicas, los signos que anuncian una nueva época: «nuestro tiempo
es un tiempo de parto y de transición a un nuevo período.» (9: 14; 12). Hay que tomar aquí «período» en su sentido literal, griego:
como camino que ha dado ya una vuelta completa sobre sí. Por eso lo llama Hegel: «el todo que, de la sucesión así como de su
extensión, retorna a sí mismo.» (9: 15; 13). Por eso su manifestación inmediata es la del «concepto simple» (homenaje implícito a
Fichte y su Doctrina de la Ciencia). Nada se pierde en el nuevo espíritu de la época; pero ahora es necesario atender al modo en
que las viejas formaciones culturales, ahora convertidas en momentos de este nuevo Todo, se configuran y desarrollan de nuevo.
¡Por eso puede hablarse de otro «período» de la Historia, y no de «otra» historia! Y bien, este período ha de ser democrático, tanto
en política como en las ciencias particulares, sin las cuales no habría filosofía ni, afartiori, Ciencia. De ahí la alabanza de Hegel al
entendimiento, tan denostado por ese sentimentalismo ambiente que en el fondo encubre una actitud aristocrática, propia de un

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círculo de «elegidos» que sueñan con tener «un patrimonio esotérico» (ibid.). En cambio: «La forma, propia del entendimiento,
que tiene la Ciencia es el camino ofrecido a todos y hecho igual para todos, el camino que va hacia ella; y el llegar por el entendi-
miento al saber racional es la justa exigencia de la conciencia que accede a la Ciencia; pues el entendimiento es el pensar, el Yo
puro en general.» (9: 16; 13). Así podemos entender el odio que siente Hegel por los «estetas», y la razón de que desterrara a la
belleza de toda consideración lógica. En la contemplación de la belleza, uno se atiene a la intuición inmediata, temiendo que el
entendimiento, con sus leyes generales, destruya la inmediatez de esa forma bella (que a su vez encapsula e incomunica a su frui-
dor): «La belleza, carente de fuerza, odia al entendimiento, porque él exige de ella algo de lo que ella es incapaz. Pero la vida del
Espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se preserva, pura, de la desolación, sino la que soporta la muerte y en ella se
conserva.» (9: 27; 24)-.El entendimiento lleva literalmente la muerte sobre lo inmediato y sensible, puesto que sólo él tiene el
poder de «separar» lo confuso y mezclado, distinguiendo en ello pensamientos «que son determinaciones notorias (bekannte), fijas
y quietas.» Tal es «el poder monstruoso de lo negativo, la energía del pensar, del puro Yo.» (9: 27; 23). Hegel llama «monstruoso»
al poder del entendimiento porque es capaz de escindir lo aparentemente concreto, convirtiendo así lo real en irreal. Pero sólo por
esa escisión, que vista desde lo «concreto» significa su muerte, comienza éste a moverse, a vincularse con otras determinaciones
separadas: en suma, a «entenderse» (nunca mejor dicho) como formando parte de un Todo, el cual es la verdadera vida; una vida
superior a la «natural», encapsulada en cosas sueltas. Comienza la vida del Espíritu.
Sin embargo, también del entendimiento y su fuerza negativa puede abusarse, convirtiéndolo en un instrumento omniexpli-
cativo que se aplica sobre un material exterior. Este uso del entendimiento como una «herramienta» se aprecia tanto en el forma-
lismo de la romántica «filosofía de la naturaleza» como en la matemática. Aquélla utiliza un esquema binario y antitético que
aplica alegremente por medio de meras analogías a todas las regiones del ser, conectadas á la diable. Si tal formalismo: «enseña
por caso que el entendimiento es la electricidad o el animal el nitrógeno o es también igual al Sur o al Norte, y así, o que es su
representante,... bien puede caer la inexperiencia en un pasmo admirativo y venerar en ello una profunda genialidad a la vista de
tamaña fuerza, capaz de juntar cosas en apariencia tan dispares, y ante la violencia que por esta vinculación sufre lo sensible quie-
to, dando a aquélla la apariencia de concepto; el asunto principal, consistente en expresar el concepto o el significado de la repre-
sentación sensible, sigue sin ser tocado.» (9:37; 34). Claramente se aprecia aquí -contra las críticas al uso- hasta qué punto es He-
gel defensor de lo empírico contra la mera abstracción, cuyo error consiste justamente en dejar «quieto» a lo sensible, como si éste
no estuviera de suyo animado por fuerzas antitéticas que ha de recoger el entendimiento y elevar a contradicción. Ese formalismo
acaba por disolver en su seno todo lo diferenciado y determinado, incluso por lo que toca a sus propias leyes, llegando a la «pro-
funda genialidad» de establecer que todo descansa en un Absoluto idéntico a sí e indiferente a toda diferencia (el ataque a Sche-
lling y su «punto de Indiferencia» es aquí palmario): «A = A ». Y esta «monotonía y abstracta universalidad» es lo que se intenta
establecer como el Absoluto: «Contraponer este único saber, según el cual en el Absoluto todo da igual, al conocimiento distintivo
y pleno o que busca y exige plenitud, o hacer pasar su Absoluto por la noche en la que, como suele decirse, todas las vacas son
negras, es la ingenuidad del vacío en el conocimiento.» (9: 17; 15).
El otro rival de la verdadera filosofía, la matemática, es a la vez más peligroso y más honesto. Más peligroso, porque sus
indudables éxitos en la teoría y en su aplicación a casos prácticos, así como el rigor y exactitud de sus demostraciones, pueden
hacer que se considere a la filosofía como un estorbo inútil (y más, cuando se toma como filosofía al monótono formalismo de la
Naturphilosophie), o bien pueden llevar a una «matematización» de la filosofía. Más honesto, en cambio, porque procede a cara
descubierta, sin pretender hacerse pasar por filosofía y limitándose a la magnitud y lo cuantitativo, cuya evidencia descansa exclu-
sivamente en la igualdad, no en la interna contraposición y en la identidad de las diferencias. Al respecto, Hegel formula dos acu-
saciones contra la matemática (ya de algún modo presentes en el De orbitisplanetarum). Primero, el rigor de la demostración es
exterior a la cosa misma considerada, y descansa exclusivamente en el movimiento del sujeto calculador y constructor. Hegel
reconoce que en el conocimiento matemático: «el medio, construcción y prueba contiene desde luego proposiciones verdaderas;
pero también hay que decir que el contenido es falso.» (9: 32; 29). Y lo es porque para demostrar algo (p.e. el teorema de Pitágo-
ras) se «desmonta» el objeto (p.e. el triángulo) y se hace que sus elementos formen parte de otras figuras, adosadas ad hoc; sólo al
final se reconstruye el objeto, desmantelando el andamiaje anterior, ahora inservible.La necesidad de la operación es pasada por
alto; basta con que el resultado «funcione» y sirva de base segura para otros cálculos.
La segunda crítica es más bien un caveat contra las pretensiones de expansión de la matemática a ámbitos más elevados y
complejos. El conocimiento matemático se jacta de ser exacto y evidente, cosa que Hegel concede con gusto... para erigir en se-
guida un «muro de contención». Esa evidencia, dice: «se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en lo defectuoso de su
materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía ha de desdeñar.- Su fin o concepto es la magnitud. Ésta es justamente la rela-
ción inesencial, carente de concepto.» Y: «La materia acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro regocijante de verdades es
el espacio y lo uno.» (9: 33; 30). Así «enjaulada» la fiera matemática, bien puede dejársela que siga tranquilamente con sus tareas,
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útiles en su limitación. Hegel opinaría pues que el filósofo podría decirle al matemático entrometido lo que Apeles al zapatero
empeñado en instruir al pintor sobre el mejor modo de pintar una sandalia: Ne sutor ultra crepidam.
Y bien, ésta es por así decir la parsdestruens del Prólogo. ¿Qué tiene en cambio que decirnos éste de la verdadera filosofía
que aspira a presentarse como Ciencia? Ya conocemos la famosa frase, consigna y estandarte de toda la filosofía hegeliana:
aprehender y expresar lo verdadero no como sustancia sino precisamente en el mismo sentido y respecto (eben so sehr) como
sujeto (cf. 9: 18; 15). Ahora bien, ¿qué es lo verdadero: «Lo verdadero es el Todo (Das Wahreist das Ganze). Pero el Todo es
solamente la esencia que se consuma (sichvollendende) por su desarrollo. Acerca del Absoluto hay que decir que él es esencial-
mente resultado, que sólo al final es él lo que él es en verdad; y en esto justamente estriba su naturaleza: en ser realmente efectivo,
sujeto, o sea en llegar a ser sí mismo.» (9: 19; 16).Ahora bien, nada sería más erróneo que creer, por ello, que es necesario esperar
entonces al «final», o sea a que el Todo (Dios, el Mundo, el Bien, la Sociedad sin Clases, etc.) se realice de una buena vez.1267
Recuérdese: el Absoluto está ya y quiere estar «cabe nosotros». Ahora hace falta que esta presencia latente (la parousía) se mani-
fieste (epifanía). Y esta epifanía no es sólo algo que venga de las «cosas», ni tampoco una mera construcción nuestra, como en la
matemática: es nuestra experiencia de la verdad de las cosas. Como dice certeramente Heidegger comentando el cuarto párrafo de
la «Introducción»: «El paso a la parousía del Absoluto no nos lo concede el Absoluto mientras dormimos.» Si ese «estar en la
presencia» parece tan difícil es porque «es preciso, dentro de la parousía y por tanto desde ella, sacar a la luz (hervor... bringen)
nuestra referencia a ella y ponerla ante ella.» En cada experiencia, en cada pensamiento de verdad se da ya el Absoluto: enterrar al
hermano difunto es un acto de piedad accesible a cualquiera; pero burlar por ello las leyes de la pólis e ir conscientemente a la
muerte en nombre de esa piedad, negándose a cualquier componenda, es una acción trágica que adquiere un valor absoluto. O con
menos dramatismo: demostrar que un cociente diferencial se expresa aritméticamente como 0/0 es algo que está en las ingeniosas
manos de Euler; pero hacer ver que esa ultima ratio supone un salto de lo cuantitativo a lo cualitativo es ya un pensamiento espe-
culativo, no matemático, por el que esa insignificante fracción se despoja de su figura finita para alcanzar un estatuto infinito.
También en el cálculo «brilla» el Absoluto. Éste no se halla en ninguna parte distinguida, y está empero en todas: su consideración
altera nuestro modo de pensar y el mundo vivido y pensado: «A quien mira racionalmente el mundo también el mundo lo mira (o
se le enfrenta, ED.) racionalmente, ambas cosas en recíproca determinación.» La verdad no estriba ni en el aspecto (gr.: eidos, lat.:
adspectum; al.: Aussehen) que nos dan a ver las cosas desde ellas mismas -como pensaba el griego-, ni en el respecto o rectitudo
de la mirada que va hacia ellas y se las representa, como piensa el moderno: la verdad se da en la perfecta copertenencia de aspec-
to y respecto en un único movimiento dialéctico. Tal es la experiencia.
Y esa experiencia de verdad y de la Verdad se expresa (pero no se dice; veremos por qué) en la proposición especulativa,
cuya exposición constituye el núcleo cordial del Prólogo. ¿Qué es eso de «proposición» o frase «especulativa»? Ante todo, no es
un juicio -aunque éste constituya su armazón lógica, abstracta, sino una frase con sentido y contenido: una frase en la que se quiere
decir absoluta y definitivamente algo de algo. Por caso, la muy cristiana (y filosófica) frase: «El Lógos es la Vida». Veamos su
forma lógica. Al pronto, el sujeto está volcado en el predicado: éste es la expresión de su esencia. Llamamos subsunción a esta
acción de englobar un concepto de menor intensión o comprensión bajo otro mayor. Esto es lo que nos dice la «lógica» tradicio-
nal. Pero, ¿realmente tiene aquí menor comprensión «Lógos» que «Vida»? ¿Acaso podemos decir también: «El elefante es la vi-
da»? A lo sumo, diríamos que «tiene» vida, no que lo sea. Esa Vida, entonces, en cuanto «esencia» del Lógos, no es ya vida en
general, sino una vida concreta, determinada y «recortada» por el sujeto (a esto lo llama Hegel: «negación determinada»: 9: 42;
40). ¿Qué tipo de vida? Obviamente, la que corresponde absolutamente al sujeto, al Lógos. De modo que el predicado «sale» de su
lugar y se vuelca en el sujeto (llamamos a ese «vuelco» de una determinación en busca de su fundamento o determinidad: inhe-
sión).
El sujeto, a su vez, no se limita a recibir al predicado como si nada le fuera en ello, al modo de una base inmóvil sobre la
que corren y se afanan, como «accidentes» suyos, las determinaciones que se predican de él. Al contrario, el sujeto mismo refle-
xiona, reniega de su presunto sentido exclusivo y se disemina por y en su contenido (ésta es la verdad de la famosa proposición:
omnímoda determinado escexistentia), para buscar su verdad en él. Entonces: «el sujeto ha pasado al predicado» (9: 43; 41). Pero
no como al inicio (en la mera lógica de subsunción), sino que ahora su verdad está íntegramente en aquello que él no es, y que se
le contrapone. Ahora bien, este «vuelco» o Umschlag, ¿es de la «cosa» misma, o algo que ponemos «nosotros» para entenderla? Si
se tratara de lo primero, estaríamos ante una concepción pseudoempirista: las cosas se mueven, reniegan de sí y van a buscar a
otras como su verdad, mientras que nosotros, inmóviles tanquam tabula rasa, nos limitamos a anotar los resultados. Y si fuera
cierto lo segundo, se trataría entonces de una construcción «matemática».La verdad es que lo único que hay de verdad aquí es el
movimiento de «vuelco» (Umschlag) y «contravuelco» (Gegenschlag), porque de verdad no hay dos mundos: el subjetivo y el
«externo», objetivo. Comprender que el predicado (la «sustancia» de la proposición) retorna al sujeto (que tampoco se estaba por

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su parte quieto, a la expectativa, sino que ya se había volcado en su predicado) no es algo que le pase ni a la cosa ni al cognoscen-
te, sino algo que le ocurre a la estructura: «comprensión-de-la-cosa».
De este modo queda destruido el contenido puramente (o sea: abstractamente) empírico de la proposición, porque el propio
pensar raciocinante (el entendimiento) ha traducido ya ese contenido en una forma lógica (lógica de subsunción por un lado, de
inhesión por otro). ¡Pero también la forma lógica (la traducción de la proposición en juicio) ha quedado destruida, cayendo así por
tierra la habitual contraposición entre sujeto y objeto! En efecto, el examen de la proposición ha puesto de relieve el conflicto o
contragolpe (Gegenstoss; 9: 43; 41 ) entre la forma lógica de la proposición: la diferencia, y la unidad del concepto propuesto, el
cual afirma la identidad, a saber: que el Lógos es la Vida. De este conflicto sólo se sale reconociendo lo que la proposición dice
palmariamente: no que el concepto propuesto sea -como tendemos abstractamente a pensar— el «Lógos vivo» (como si «vivo»
fuera un accidente de la quieta sustancia «Lógos»), o al revés: el concepto «Vida lógica»; sino lisa y llanamente que: «El Lógos es
la Vida» (esta concreta proposición no es aducida por lo demás en el Prólogo): «Dado que el concepto-dice Hegel- es el propio sí-
mismo del objeto, [un sí mismo] que se expone como su devenir, no es él un sujeto en reposo que, inmóvil, portase los accidentes,
sino el concepto que se mueve a sí mismo y que recoge sus determinaciones dentro de sí.» (9: 42; 40). Esto es por otra parte lo que
quería decir la proposición especulativa: «la sustancia es sujeto». No que ambos términos sean idénticos y que el juicio correspon-
diente sea una tautología; tampoco que sean diferentes (juicio negativo infinito), sino que la verdad de ¡a sustancia consiste en
llegar a ser, y a ser concebida (fiirsich), como lo que ella, implícitamente (ansich) ya es: sujeto. Sí-mismo.
Sin embargo, ya en el Prólogo mismo adelanta Hegel objeciones críticas a la proposición especulativa, como temiendo los
malentendidos que iban a producirse. Ante el conflicto entre la forma de la proposición y el concepto que en ella se propone, lo
«normal» es quedarse con uno de los contendientes: la «lógica» del pensar raciocinante (propio del entendimiento, empeñado en
que si la proposición no dice lo que su forma lógica expresa es porque está mal formulada) o la intuición interior (tal como él pien-
sa que hace Schelling), que abandona esa forma como una cáscara inadecuada y se queda con un contenido tan «sentido» como
incomunicable: «En cuanto proposición (o frase: Satz), lo especulativo no es más que una retención interior y el retomo no exis-
tente (nichtdaseyende) de la esencia a sí. Por eso nos vemos remitidos a menudo por las exposiciones filosóficas a este intuir in-
terno, ahorrándose de este modo la exposición del movimiento dialéctico de la proposición, que es lo que nosotros exigimos.- La
proposición debe expresar lo que es lo verdadero, pero esencialmente lo verdadero es sujeto; como tal, éste es sólo el movimiento
dialéctico, este curso que se engendra a sí mismo, que se lleva a sí mismo hacia delante y que retorna a sí.» (9: 45; 43). Adviértase
empero el apuro de Hegel, patente en ese «debe expresar». Aunque se exponga el entero movimiento, éste se enunciará también en
proposiciones (¿en qué, si no?; el lenguaje no da más de sí). De modo que el Todo (lo único verdadero) tendrá que ser al fin intui-
do, y no expresado. Si esto es así, entonces ¡no sólo el Prólogo advierte contra la escritura en general de prólogos; la entera filoso-
fía hegeliana advierte contra la escritura y lectura en general de exposiciones filosóficas! O más bien: advierte contra la tentación
de tomar al pie de la letra lo que allí se dice, en lugar de pensar el movimiento entre las frases, o literalmente: en lugar de inteligir
(«leer entre líneas»). Este sería, en verdad, el «secreto» y el «misterio» de Hegel: que todo (Alies) se puede decir no a pesar, sino
gracias a que el Todo (das Ganze) no se puede decir: Absolutumineffabile.
Si esta interpretación es plausible: ¿qué más se puede decir? Bien, se puede y debe decir que todo lo decible sólo lo es
cuando es remitido a «algo» (el Todo) que consiste en la negación determinada, dialéctica, de toda pretensión de decir definitiva-
mente la verdad. Ésa es la verdad. Y a decir esa verdad «socrática», a probar que el Saber absoluto sólo sabe (pero eso lo sabe muy
bien) que es imposible saber en absoluto nada determinado, se encamina Hegel mientras huye presuroso de Jena ante el avance
irresistible del «Alma del mundo a caballo», de aquel «gran hombre» que iba a destruir con el hierro y el fuego un mundo decrépi-
to, coadyuvando así al parto de ese nuevo y flamante período del que el pensamiento hegeliano sería la «salida del sol» (Aufgang):
«un rayo que de golpe saca a la luz la figura del mundo nuevo.» (9: 15; 12). Esa «maravillosa esperanza» (por decirlo con Platón)
pasará pronto, por desdicha. Pero la luz de ese rayo sigue animando las páginas de la Fenomenología: una obra rechazada por
Hegel que nunca será rechazada ni olvidada por «nosotros», los lectores de Hegel. Una y otra vez seguiremos intentando ser por
un instante «inmortales» en la experiencia del Saber olvidando en lo posible las egoístas exigencias de nuestra singularidad, si es
que queremos ponernos a la altura de las palabras finales del Prólogo al Sistema de la Ciencia:
«el individuo, según lo implica ya la naturaleza de la Ciencia, tiene que olvidarse tanto más de sí y, ciertamente, llegar a ser
y a hacer lo que él pueda, pero del mismo modo ha de exigirse tanto menos de él cuanto que él mismo no puede espetar mucho de
sí, ni exigirlo para sí.» (9: 49; 48).

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La certeza sensible engloba ya en su figura interior todos los niveles subsiguientes, pero de una forma extremamente abstracta y pobre. En reali-
dad, ella dice la «verdad», pero no es capaz de sacar las consecuencias que de ello se derivan (y que altera tanto a la conciencia como a lo cono-
cido; lo mismo ocurrirá en todo el pruceso: la característica original del pensar hegeliano consiste justamente en su insistencia en esta doble
alteración producida por el conocimiento, el cual encama ya -sin saberlo- una praxis). La certeza «opina» que hay un «esto» («esto concreto», el
to6 ( Ti aristotélico) para ella, que a su vez cree ser ella misma: «esta» conciencia concreta. Pero el lenguaje que ella emplea es más alto que la
opinión que la conciencia sensible tiene de ella misma, y del «esto» que contempla arrobada. Lejos de ser «esto» lo más concteto, es lo más
abstracto y universal que hay («esto» vale para designar cualquier cosa»), pero sólo por vía negativa («esto» no es «eso» ni «aquello» ni lo de
más allá, sino esto... ¡esto, qué!). Al verse así asediada -como cuando pedimos a alguien que nos «concrete» lo que quiere decir cuando nos pide:
«mira esto»-, la conciencia se ve precisada a añadir: esto de «aquí», esto que hay «ahora», lo cual implica ya una primera calificación (ésa es la
verdad «lingüística» contenida en la intuición «espacio-tiempo» de Kant). Pero la dialéctica se repite entonces, implacable: «aquí» no es allí, ni
allá, etc.; y «ahora» deja de serlo en cuanto digo: «ahora», para hundirse en el pasado, o para sufrir la irrisión de su puntualidad al ser visto en el
futuro (que también es, entonces, un «ahora» distinto). «Aquí» y «ahora» son localizaciones de la cosa... en referencia al «Yo», que en efecto
está más verdaderamente «aquí» y «ahora» que las cosas así mentadas.- Sólo que el recurso al «Yo» (un recurso en virtud del cual podía hacer
Kant de la intuición pura una forma subjetiva de la sensibilidad) no parece facilitar las cosas: cualquiera es «Yo»: un término universal negativo
(«Yo» soy lo que no son ninguno de los demás, que, a su vez, afirman lo propio). Sin embargo, de esta derrota de la certeza sensible y de la
presunta verdad del «ser sin más» surge para nosotros una primera verdad, la del lenguaje, el «decir» mismo. Obsérvese la irrupción del «noso-
tros» en este pasaje fundamental: «Como algo en general fein allgemeines; lit.: «un universal», F.D.) enunciamos (sprechen... aus; lit.: «habla-
mos desde», F.D.) nosotros también lo sensible; lo que nosotros decimos es: esto, o sea el esto universal; o bien: es, o sea el ser en general. Al
respecto, nosotros no nos representamos desde luego el esto universal o el ser en general, sino que enunciamos lo universal; o sea: nosotros no
hablamos (sprechen) en absoluto tal como nosotros opinamos [que lo hacemos] en esta certeza sensible. Pero el lenguaje (Sprache) es, como
nosotros vemos, algo más verdadero (que lo en él opinado, F.D.).» (Pha 9: 65; 65; últ. subrayado, mío).- Así obligados por esta verdad, compara-
tivamente más alta que la de la certeza sensible, nos alzamos a una nueva figura de conciencia, en la que ésta pretende fijarse no en algo en gene-
ral, localizado sólo intuitivamente en relación a un «Yo» igualmente general y vacuo, sino en la «cosa» percibida con sus propias determinacio-
nes, independientemente (?) de que sea o no sentida aquí y ahora por mí. La «ilusión» comprobada en el siguiente capítulo es justamente ésta:
que yo creo -contradictoriamente- que la cosa que yo percibo aquí y ahora ha sido «la misma» antes de esa percepción y seguirá siéndolo aun
cuando yo no la perciba ya.

De nuevo nos encontramos con dificultades de traducción al intentar comprender lo que quiere decir Hegel: «percepción» vierte el alemán:
Wahmehmwng (literalmente: «acción de tomar algo por verdadero»). De ahí la alusión -ya en el título- a la «ilusión». Esta consiste en creer que
en la percepción tengo algo que es inmediatamente «verdadero», olvidando mi acción de «tomarlo por verdadero» (o sea: de percibirlo). Hablan-
do de la «cosa» (como distinta de sus propiedades, aparentemente accidentales, mientras que la cosa sigue siendo ella, en sí), dice en efecto
Hegel: «la aprehendo (nchme... au[, o lit.: «la tomo, al ir a ella, F.D.) como ella en verdad es, y en vez de saber un [algo] inmediato, percibo
(nehme ich tvohr, o lit.: «lo tomo como verdadero», F.D.). Pha 70; 70-- Es decir, olvido que el principio unificador de los muchos «aquí» y
«ahora» (a través de los cuales pasa, supuestamente incólume, la «cosa») es la conciencia misma perceptora (y aquí sí va bien el ténnino caste-
llano y latino: percepúo significa «acción de captar a través»). Soy «yo», en general, quien sostiene a la «cosa» en general (sea lo que sea lo que
percibo, yo digo - o sea, cualquiera puede decir- que se trata de una cosa). Pero esta doble elevación a la universalidad no deja intactos a los
extremos. Para nosotros, el uno se convierte en «entendimiento» (que fija en efecto «paquetes» de sensaciones al darles un nombre común, un
sustantivo) y el otro, la cosa, en «fuerza» (pues el entendimiento «juzga» que si ha podido realizar tal fijación, ésta no es arbitraria, sino debida a
la «fuerza» que ligaba a las propiedades entre sí, y a todas ellas con la cosa). En términos kantianos, podríamos decir que de la sensación (cuya
verdad es la categoría general de cantidad) hemos pasado a la percepción (su verdad: la cualidad), y de ésta a la relación entre fuerza y entendi-
miento (o justamente: a las categorías de relación). O también, que hemos pasado del empirismo ingenuo, lockeano, al sistema del mundo new-
toniano: fuerzas expresadas por las leyes del entendimiento.

En este capítulo se da ya un punto de inflexión respecto a la exposición «crítica» de la Crítica kantiana, hasta ahora seguida y, de consuno, una
acerada crítica al mundo de la ciencia físico-matemática. Kant había accedido a la autoconciencia por un regrcssus transccndentalis de las cate-
gorías a su foco; pero como él mismo reconocía, esa «unidad sintética de la apercepción», siendo ya una conciencia de sí (y no de algo «ajeno» a
ella, como hasta ese momento), era sin embargo algo vacío y formal: un puro «Yo pienso» como vehículo logia) de toda proposición. Lo cual
implicaba que todas las leyes emanadas en definitiva de esa conciencia deberían ser puramente subjetivas (ésa es la crux que él intentó salvar
mediante las distintas versiones de la «deducción trascendental») y sin embargo valer al mismo tiempo como objetivas, según probaban los
éxitos de la física-matemática, que la filosofía trascendental intentaba fundamentar lógicamente. Esa coincidencia no dejaba de ser un hecho (a
pesar de todas las protestas de Kant), ya que el lado externo quedaba «suelto», a su aire, como un «juicio determinante» que se limitase a agrupar
«casos» bajo una ley «dada». Por eso, cuando tuvo que pasar a una metafísica de la naturaleza, Kant se vio obligado a admitir que, para ello,
había que tomar algo de la experiencia, a saber: el concepto de «materia» como lo extenso e impenetrable. Y luego, a renglón seguido, explicaba
ese concepto dinámicamente en función de fuerzas enfrentadas: la atracción (que explicaría en efecto la extensión) y la repulsión (que explicaría
la impenetrabilidad y, por ende, la ¡existencia! misma de la cosa). Cf. la Dymrnik de los Mciaphysischc Anfangsgriindc. Pero bien se ve que la
atracción no es sino una corroboración general de la relación entre cosa (sustancia) y sus propiedades (los accidentes; o sea: otras cosas, tomadas
aquí como propiedades de la primera) y la repulsión una universalización de la «creencia» del entendimiento de que una cosa sigue siendo ella
misma (en si) porque no se deja arrastrar por entero al «área de expansión» (o sea, a la ex-tensión) de las demás; o dicho de otro modo: que no es

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un mero efecto producido por una causa. El propio Kant, como sabemos, «entendió» al mundo fenoménico como una pura relación entre sustan-
cias «fuertes», que eran causa de cambios en las propiedades de otras sustancias, en una incesante interacción... de fuerzas fundamentales
(Grundkrafte) inaccesibles y sólo conocidas indirectamente por los cambios de estado, o sea por los fenómenos. Sólo que entonces la famosa
«ana en sf» incognoscible no sería sino el juego de fuerzas (lo interno), manifiesto fenoménicamente (lo extemo).- Ahora bien (y aquí interviene
decididamente Hegel) ese juego literalmente «suprasensible», lejos de ser algo inefable e incognoscible, es lo único que el entendimiento conoce
de verdad: a saber, es el entendimiento mismo in actu exercito, o sea: desplegado como un «quieto reino de leyes» (las leyes, p-e. de la mecánica
newtoniana) que, siendo al parecer estáticas, inmutables, rigen el tormentoso devenir de «aquí ahajo», que «copiaría» en su movimiento esa
mayestática legalidad suprasensible. Pero, ¿cómo puede copiar lo inmutable algo móvil? Aquí hay un último resto «griego» (el ser de verdad,
frente al engañoso devenir) que ha quedado desterrado para siempre por el propio Newton y por Leibniz, con el cálculo infinitesimal. También
las leyes (y las fórmulas matemáticas que las expresan) se mueven: expresan pendientes, derivadas, diferenciales... de los fenómenos mismos, los
cuales, por su parte, «ascienden» así a su verdad. De manera que no hay dos mundos enfrentados (como tampoco lo habrá luego, cuando el fich-
teano «deber ser» práctico tenga que habérselas con un «ser» natural al pronto indiferente a la ley moral), sino uno solo, especularmente presente
como la «inversión» de la ley en fenómeno y del fenómeno en ley (tal se expone en el famoso pasaje del «mundo invertido», en el que por demás
se burla donosamente Hegel de las especulaciones filosófiai-naturales de los románticos; cf. 9: 96s¡ 97s). Esta «vive» de las distinciones y varia-
ciones de los fenómenos (eso es lo que expresa, nada más). Aquél, el fenómeno, «verifica» en su mutabilidad la igualdad legal. De manera que
no hay algo suprasensible (idéntico sólo a sí) frente a algo sensible (siempre distinto de sí), sino justamente una dialéctica unidad-en-la-
diferencia, y viceversa. Esta es la verdad que «quería decimos» la escisión -y sin embargo aiincidencia- de «fuerza» y «entendimiento». Una
verdad in/¡nita, puesto que la intemo sólo lo es en lo extemo, y a la inversa, de manera que esa verdad -muy spinozistamente- no necesita ya de
otra cosa para ser, y para ser concebida. Lo que esa verdad nos dice es que la conciencia legisladora del entendimiento no es sino la reflexión de
ella misma en otro (el mundo), o sea: en algo distinto de ella. Pero como, a su vez, el mundo fenoménico no es sino la reflexión de él mismo
(como juego de fuerzas) en otro (en la conciencia entendedora), no hay más que una sola reflexión: la conciencia de sí, que sabe de ella misma en
sus propias manifestaciones. Una autoconciencia que ya no es meramente Sujeto, sino Sujeto-Objeto, o mejor: la infinita reflexión de ambos.-
Debemos guardamos pues de ver en esa «autoconciencia» una suerte de expansión delirante del «Yo». Este es ciertamente la existencia de la
autoconciencia (en cuanto, literalmente, reflejo de ésta); pero la esencia de la autoconciencia es más bien la «Simple infinitud, el concepto (Be-
griff: aquí en el sentido literal: la captación y a la vez el tener conjuntamente el todo, FD.) absoluto [que] debe ser llamado la esencia simple de
la vida, el alma del mundo, la sangre universal.» (9: 99; 101). Pronto veremos, en consecuencia, enfrentarse a la autoconciencia contra otra auto-
conciencia por la posesión absoluta de "esa «sangre» vital - Pero, en todo caso, lo que ha caído para nosotros (pues el encendimiento «científico»
seguirá «descubriendo» leyes del universo que son en verdad la «invención» deI científico mismo, su encontrarse a sí mismo en ellas) es ese
telón que separaba lo intemu y lo extemo, lo inteligible y lo sensible, cantado míticamente como el «velo de Maya», y que ahora traspasamos
audazmente con Hegel, al darnos cuenta de que el «gran teatro del mundo» no es sino el juego de interacción de «conciencia» y «mundo». A
menudo se citan '¡Tréspéctó, y con razón, las célebres palabras de ese paso subjetivo: «Se muestra que detrás del llamado telón que debía tapar lo
interno no hay nada que ver, a menos que nosotros mismos pasemos ahí detrás, tanto para ver como para que haya ahí detrás algo que pueda ser
visto.» (9: 102, 104). Pero se olvida lo que Hegel dice inmediatamente después (de lo contrario, parecería que «nosotros» hemos escamoteado
tanto lo interno como lo externo, en vez de cargar con ambas cosas). Y es que eso que «se muestra» (a saber: que el supuesto telón -«nosotros»
mismos- no es sino una membrana osmótica, la transición y transacción de los dos «mundos») tiene armo resultado el asumir y hacerse cargo
(aufheben) de todo lo anterior. Por eso nos dice Hegel (pues el resultado es inaccesible para la figura de la conciencia como relación «fuerza <->
entendimiento»): «Pero resulta (ergjbt sich) a la vez que no era posible haber pasado directamente allí (contra los apresurados románticos, que se
arlocaban de un salto en el Alma del Mundo, F.D.) sin todas esas circunstancias; pues este saber, que es la verdad de la representación del fenó-
meno y de su interior (el juego de fuerzas y al mismo tiempo la ley del entendimiento, F.D.), no es a su vez sino el resultado de un movimiento
circunstanciado.» (ibid.). Estancarse en el resultado y olvidar gl movimiento es lo que hacían justamente los Naturphilosophen románticos, pres-
tos a embriagarse con esa sangre que es la Vida del Mundo, identificada sin más con su pnrpia vida.

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