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Karl Kohut (ed.

Literatura
mexicana hoy
Del 68 al ocaso
de la revolución

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1995
Kohut (ed.)

Literatura mexicana hoy


aDuoetPúaama ©Y70í5@{^©[ESúa
Editado por Karl Kohut y Hans Joachim Konig

Publikationen des Zentralinstituts für Lateinamerika-Studien


der Katholischen Universitát Eichstátt
Serie A: KongreíBakten, 9

Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos


de la Universidad Católica de Eichstátt
Serie A: Actas, 9

Publicagóes do Centro de Estudos Latino-Americanos


da Universidade Católica de Eichstátt
Série A: Actas, 9

Akten des Symposiums «Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la


revolución« vom 23.-26. Oktober 1989.

Actas del Simposio «Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la


revolución« del 23 al 26 de octubre de 1989.

Actas do Simposio «Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la


revolución« do 23 até 26 de outubro de 1989.
Karl Kohut (ed.)

Literatura mexicana hoy


Del 68 al ocaso de la revolución

Frankfurt • Madrid

1995
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Gedruckt mit Unterstützung der


Katholischen Universitát Eichstátt

Die Deutsche Bibliothek - CIP-Einheitstitel

Literatura mexicana hoy : del 68 al ocaso de la revolución ; [Actas del


Symposio "Literatura Mexicana Hoy, del 68 al Ocaso de la Revolución" del 23
al 26 de octubre de 1989] / Karl Kohut (ed.) - 2. Aufl. - Frankfurt am Main :
Vervuert; Madrid : Iberoamericana, 1995
(Americana Eystettensia : Ser. A., Actas ; 9)
ISBN 3-89354-909-9 (Vervuert)
ISBN 84-88906-16-1 (Iberoamericana)
NE: Kohut, Karl [Hrsg.]; Symposium Literatura Mexicana Hoy. <1 1989, Eichstatt>;
Americana Eystettensia / A

© Vervuert Verlag, Frankfurt am Main, 1991, 1995


© Iberoamericana Madrid 1995
Apartado Postal 40154
E-28080 Madrid
Reservados todos los derechos
Impreso en Alemania
INDICE

Agradecimientos 7

Introducción 9

I Tendencias: temas y estilos

Carlos Monsiváis: De algunas características de la literatura


mexicana contemporánea 23
Hugo Hiriart: Capitulaciones y heterodoxias. Consideraciones
sobre el hecho mexicano 37

II Problemas de la novela

Sara Sefchovich: Una sola línea: la narrativa mexicana 47


Ignacio Trejo Fuentes: La novela mexicana de los setentas y los
ochentas 55
Vittoria Borsó: El nuevo problema del realismo en la novela
“postlatelolco” 66

III El 68 en retrospectiva

Héctor Manjarrez: ¿De qué estamos hablando cuando hablamos


de 68 y revolución (y literatura)? 85
René Avilés Fabila: México 68. Veinte años después de El gran
solitario de Palacio 93
Francisco Prieto: Constructivistas e iconoclastas en la generación
del 68 107

IV Escritura femenina

Margo Glantz: Las hijas de la Malinche 121


Erna PfeifFer: El placer de la escritura. Indagando sobre el proceso
de creación en algunas escritoras mexicanas contemporáneas 130
Susana Reisz de Rivaróla: Cuando las mujeres cantan tango... 141
V Experiencias de la escritura

Arturo Azuela: Mi experiencia literaria 159


María Luisa Puga: El solapado realismo en la novela mexicana 167

Alberto Ruy Sánchez: La prosa de intensidades 176


Ignacio Solares: Madero en la historiografía de la revolución
180
mexicana

VI Sobre autores y obras: Azuela, Fuentes,


del Paso, Poniatowska

George R. McMurray: Estrategias narrativas en las novelas de


Arturo Azuela 193
Ingeborg Nickel: Caos en el tiempo y en la historia: Carlos Fuentes
en busca de la simultaneidad perdida 203
Robín Fiddian: Palinuro de México: entre la protesta y el mito 214

Michael Róssner: Fernando del Paso: realismo loco o lo real ma¬


ravilloso europeo 223
Juan Bruce-Novoa: Hasta no verte Jesús mío: novela documental 230

VII La literatura mexicana en el contexto


latinoamericano

Nelson Osorio T.: Ficción de oralidad y cultura de la periferia en


la narrativa mexicana e hispanoamericana actual 243
Gustav Siebenmann: La recepción de los poetas mexicanos
contemporáneos comparada con la de los hispanoamericanos
en general 253
Agradecimientos

El presente volumen reúne las actas del simposio que bajo el mismo título se
celebró en la Universidad Católica de Eichstatt, los días 23 al 26 de octubre
de 1989. El encuentro de autores mexicanos con críticos de diferentes países
fue hecho posible por el apoyo generoso del Consejo Alemán de Investigación
Científica (Deutsche Forschungsgemeinschaft). Por lo menos tan difícil como
conseguir los fondos necesarios fue la aproximación a la escena literaria me¬
xicana, imprescindible para la organización del evento. Fue Francisco Prieto,
autor, crítico y profesor de la Universidad Iberoamericana quien fue mi guía
en el mundo de las letras mexicanas y puso a mi disposición su vasto red de
contactos. Si este volumen no responde en todo a las expectativas, la culpa es
ciertamente mía, no suya. El rector de la Universidad Iberoamericana, Carlos
Escandón, apoyó el proyecto en todas las fases con lo que contribuyó en gran
manera al éxito final. Del mismo modo, pude contar con el apoyo del Director
general del Instituto Goethe en la Ciudad de México, Tilmann Waldraff, quien
ayudó a organizar un segundo encuentro que tuvo lugar a medio año del evento
de Eichstatt, el 10 de abril en el recinto de la Universidad Iberoamericana.
Aprecié la hospitalidad generosa de varios autores y críticos antes y después
del simposio, con muchos de ellos tuve largas charlas que para mí significaron
— aparte del ambiente amistoso — algo como una iniciación a las letras me¬
xicanas, de modo que confieso que el simposio significó para mí un gran paso
hacia una comprensión más honda e intima de la literatura mexicana. Margo
Glantz nos hizo el honor de dar la conferencia inaugural sobre “Las hijas de la
Malinche”, que en el presente volumen por razones de orden temático abre la
parte dedicada a la “escritura femenina”. A pesar de que Sara Sevchovich no
pudo participar en el simposio por causas de salud, me envió muy amablemente
su manuscrito. La labor necesaria e ingrata a la vez de preparar los textos para
la imprenta se compartieron Mercedes Figueras que redactó los textos e Iris
Wánke y Jutta Ostermeier que los escribieron en la computadora. A todos
ellos — todas ellas — mi más sincero agradecimiento.

Eichstatt, en mayo de 1991 Karl Kohut


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in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/literaturamexica0000unse_f9u9
Introducción

Karl Kohut

De la “inabarcabilidad del corpus literario hispanoamericano” habló reciente¬


mente Ana María Barrenechea, fórmula un tanto desconcertante, a primera
vista, y que explicó con las palabras de que “la literatura en Hispanoamérica
ha alcanzado tal desarrollo en calidad y en número que resulta difícilmente
abar cable en los ejes diacrónico y sincrónico” (401). Si esto es cierto para
la literatura hispanoamericana en general, lo es más específicamente para la
producción literaria de los últimos veinte años que ha crecido a un ritmo ver¬
tiginoso, a pesar de las dificultades de orden político y económico, y para la
cual todavía no se ha establecido este acuerdo tácito en cuanto al corpus que
todo conocedor tendría que haber leído, con la excepción de unos pocos auto¬
res. La nueva literatura hispanoamericana ofrece un rico surtido de tendencias,
temáticas y estilos, pero no hay — por lo menos hasta ahora — una tendencia
que marcara el paso. Tal vez sea por eso que la crítica universitaria tarda en
ocuparse de esta literatura.
El presente volumen forma parte de un proyecto a largo plazo de abarcar la
nueva literatura latinoamericana, que se inició, hace cuatro años, con la organi¬
zación del simposio Literatura argentina hoy. De la dictadura a la democracia,
cuyas actas se publicaron en 1989. El proyecto nació del sentimiento de la
falta de orientación — o, para formularlo de modo positivo — del empeño de
buscar criterios que permitirían estructurar y evaluar las obras aparecidas en
los últimos veinte años. Puesto que se trata de una investigación que sigue
la producción de muy cerca y hasta la acompaña in statu nascendi, son las
preguntas y no las respuestas, las dudas y no las certidumbres las que carac¬
terizan el estado presente del proyecto, por lo que prefiero exponer las ideas
básicas haciendo uso de una serie de antítesis que las expresan mejor que una
argumentación estrictamente lógica.
Las dudas empiezan con el término mismo de “literatura latinoamericana”.
Para toda una generación, su existencia era un hecho tan evidente que na¬
die hubiera imaginado questionarlo. Fue bajo este lema que Borges, García
Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar y muchos otros más deslumbraron y
sedujeron tanto a los críticos profesionales como al público en el mundo entero.
Sin embargo, en los últimos años aumentan en número las voces que niegan
la existencia de una literatura latinoamericana, afirmando que las literaturas
nacionales del continente americano serían tan diferentes las unas de las otras
que el intento de resumirlas bajo un denominador común no correspondería a
ninguna realidad. De modo que la primera antítesis es la de

literatura nacional vs. literatura latinoamericana


El boom fue, en varios sentidos, el momento internacional de la literatura la¬
tinoamericana, en el cual la literatura del continente apareció al mundo como
10

perteneciente a una sola cultura. Los mismos autores subrayaron decidida¬


mente esta impresión, hablando de la “nueva novela hispanoamericana como
lo hizo Carlos Fuentes en un libro que ejerció gran influencia en estos años, y
no de la “novela mexicana”, “novela argentina” etc. Desde luego, todos sabían
que Vargas Llosa era peruano, García Márquez colombiano, Fuentes mexicano,
Cortázar argentino; pero todos tendían a dar, a lo sumo, importancia secun¬
daria a este hecho, dando prioridad a los elementos que los unían. Y es cierto
que los autores mismos se acostumbraron a considerarse a sí mismos como
miembros de una pequeña sociedad intelectual flotante por encima de las par¬
ticularidades nacionales de sus países, y que reflejaba de algún modo la unidad
política del continente, idea nunca completamente olvidada desde las Guerras
de Independencia.

Un factor importante en este proceso fue la apertura de los jóvenes autores


al mundo. Estudiaron fuera de sus países y permanecieron largos años en
el extranjero, con preferencia en París. En los años sesenta, esta migración
cultural y libre se mezclaba con otra, política y forzada, y a veces era muy difícil,
si no imposible, decidir si se trataba de una ausencia voluntaria o impuesta. Fue
la década infame en la que la gran mayoría de los países latinoamericanos estaba
dominada por dictaduras militares. En París y otras ciudades del mundo se
encontraban los autores e intelectuales de los diferentes países latinoamericanos
y descubrieron como Cortázar “su verdadera condición de latinoamericano”1.

A esta toma de conciencia de los autores latinoamericanos correspondía,


por causas diferentes pero con el mismo efecto, la recepción de sus obras por el
público mundial, que las veía como pertenecientes a una sola cultura, a lo que
contribuía mucho, sin lugar a dudas, la identidad del lenguaje. El argumento se
ve reforzado por el hecho de que la literatura brasileña quedaba marginalizada
en este proceso.

A pesar de todo esto, el factor nacional nunca fue completamente olvidado,


en los países latinoamericanos mucho menos que fuera de ellos. Gradualmente
también la crítica internacional redescubrió que la “latinoamericanidad” cons¬
tituía tan sólo una capa de esta literatura, y que, a pesar de todo, todos los
autores se insertaban — muchos de ellos conscientemente — también en la
tradición particular de sus países. Seymour Mentón habla del “continuo anhelo
que tienen los literatos hispanoamericanos de descubrir y afirmar las bases de
una cultura nacional en un mundo donde todavía no han llegado a desempeñar
un papel primordial” (85). Jean Franco resume acertadamente la problemática
en su libro La cultura moderna en América Latina:

Carta a Fernández Retamar (1967), en Cortázar 1969, 269. La Carta desencadenó la


dolorosa polémica entre Arguedas y Cortázar sobre la literatura regional y nacional (ligada
al “terruño”) vs. una concepción supranacional de la literatura. La respuesta de Arguedas
fue publicada en la revista Amaru e incluida más tarde en su libro El zorro de arriba y el
zorro de abajo, la respuesta de Cortázar a Arguedas apareció en Casa de las Américas 1969
No. 57, 136-138.
11

Durante siglo y medio las repúblicas latinoamericanas han seguido


diferentes caminos. México ha vivido una revolución social, Para¬
guay no ha conocido sino una cadena de dictaduras, la población
de Argentina evidentemente se ha transformado debido a la inmi¬
gración europea. Estos factores han repercutido indudablemente
en la cultura y especialmente en la literatura que, fuera de cier¬
tos rasgos comunes a toda América Latina, tiene características
específicamente argentinas, mexicanas o paraguayas2.

De otro lado, son muchos los que siguen manteniendo la unidad de la literatura
hispanoamericana, y hasta incluyen la literatura de España. Una opción inter¬
media fue propuesta por el proyecto de una “Historia social de las literaturas
latinoamericanas” del malogrado profesor berlinés de origen argentino, Alejan¬
dro Losada. Uno de los continuadores de este proyecto, José Morales Saravia,
reconoce que los hechos sociales y literarios del continente llevan forzosamente
al concepto de la pluralidad de sociedades y literaturas latinoamericanas, en
vez de una sola sociedad y literatura. Hasta este punto, la argumentación es
análoga a la de Jean Franco. Sin embargo, José Morales Saravia prefiere el
término de región al de la nación, con el que denomina “formaciones sociales
que presentan características particulares comunes en sus momentos formativos
o constitutivos” (152). Son cinco estas unidades:

—El Cono Sur, incluyendo el Río de la Plata y Chile;


—El Pacífico andino, Bolivia, Ecuador y Perú, sobre todo;
—El Caribe y Centro América;
—México;
—Brasil (152s).

El hecho básico me parece ser el reconocimiento de sociedades y literaturas


diferentes. La noción de región ofrece una solución elegante a un problema
difícil de la historiografía literaria nacional: el de los países pequeños. Sobre
todo en el Caribe sería poco adecuado reconocer a la literatura de cada isla-
nación el estatuto de literatura nacional. Sin embargo, el término de región
conlleva desventajas serias. Sería fácil insistir en las diferencias entre Bolivia
y Perú, o de Cuba y el resto del Caribe, sin hablar de Paraguay, Colombia
y Venezuela que no tienen lugar propio en el esquema propuesto. De modo
general, esta aproximación teórica da una prioridad excesiva a la analogía de
la base económica, y descuida otro hecho fundamental: la escena literaria en
la cual se insertan autores y obras en la cual son discutidos. Es sobre todo la
existencia innegable de estas escenas literarias nacionales la que me motiva a
utilizar la noción de literatura nacional, ensanchándola a literatura regional en
algunos casos contados.
Esta opción por la literatura nacional se basa además en ciertos hechos y
procesos observados recientemente. Muy afortunadamente, ha terminado el

2 Más recientemente, Jean Franco ha retomado la problemática en su ensayo “Cultura y


crisis”.
12

período de las dictaduras en el continente, con lo que terminó también la época


de los exilios, con unas pocas excepciones. La vuelta de los exilados a sus
países respectivos ha reforzado el elemento nacional, como muestra el ejemplo
de los autores argentinos o chilenos, ocupados prioritariamente en discutir el
período reciente de sus países respectivos, en buscar las causas que llevaron a
la dictudura, en analizar los mecanismos de la opresión y la actuación de la
resistencia. Otros factores de índole muy diferente obran en la misma dirección.
La crisis económica dificulta el intercambio de libros y revistas, de modo que
la comunicación incluso en el mundo de las letras — más internacional por
principio — se ve reducida a una escala sorprendentemente baja. Son muy
pocos los autores jóvenes discutidos más allá de las fronteras de sus países.
La coincidencia de los diferentes factores mencionados ha resultado en una
verdadera nacionalización de las literaturas latinoamericanas.
Serán muchos los que lamentarán esta evolución que interpretarán como
un paso hacia atrás, sobre todo en vista de la creciente internacionalización
del mundo, proceso más avanzado en la Europa occidental. Pero hablar de
literaturas nacionales no conlleva necesariamente la negación de otras unida¬
des, más pequeñas o más grandes según los casos. Cada autor, cada obra se
inserta en diferentes series según distintos criterios. La combinacón de crite¬
rios geográficos, históricos, políticos y culturales lleva, en el caso de América
Latina, en línea ascendente, del pueblo al continente, pasando por la región
(en el sentido de provincia), la metrópoli, la nación, y la región (en el sentido
geográfico que sobrepasa el concepto de país). Criterios literarios llevarán a
distinguir géneros, estilos, tendencias y escuelas. De ningún modo, los diferen¬
tes criterios se excluyen mutuamente. De este modo, la antítesis “literatura
nacional vs. literatura latinoamericana” significa, en último término, dualidad
en la unidad, puesto que cada literatura nacional del continente es, al mismo
tiempo, latinoamericana. Me parece muy oportuno citar en este contexto el
“equilibrio entre el nacionalismo y el cosmopolitismo” que John Brushwood ha
observado en la novela mexicana reciente (109).
La discusión de la antítesis “literatura nacional vs. literatura latinoameri¬
cana” estaba y está estrechamente ligada al concepto del “boom”. En realidad,
parece imposible hablar de la literatura reciente del continente sin usar este
término. Sin embargo, todos están de acuerdo de que el “boom” ya pertenece
al pasado, pero todos los intentos de bautizar la literatura siguiente y de tra¬
zar la línea separatoria muy rápidamente se evidenciaron como insatisfactorios.
Por eso, la segunda antítesis,

“boom” vs. ?
se caracteriza por la particularidad de que uno de los términos es una incógnita.
El problema ya empieza con el mismo término del “boom”, más publicitario
que literario. Existe una tendencia a reducir el término a la obra de Cortázar,
García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes, escrita hasta más o menos los años
setenta. Es evidente la problemática de esta reducción, ya que quedan ex¬
cluidas las obras posteriores de los mismos autores, sin hablar de los muchos
13

que publicaron en esos mismos años. La problemática aumenta si pasamos a


la literatura posterior. El intento de denominar esta literatura en oposición al
“boom”, llamándola “posboom”, ya está casi olvidado, afortunadamente, pues¬
to que se trataba de una fórmula vacía sin contenido concreto. Otros lanzaron
las denominaciones de “literatura del fin de siglo” o “del milenio”, que por lo
menos sitúan esta literatura en el espacio temporal. Pero tales denominaciones
conllevan un dejo de decadencia ligado a la noción de “fin de siécle” del siglo
pasado. Es cierto que se asoma en muchas obras de los últimos años una ten¬
dencia apocalíptica, en otras palabras, un adiós a la utopía del hombre nuevo
en una nueva sociedad, tan cara a los intelectuales latinoamericanos, utopía que
retomó, de modo curioso, el sueño secular del mundo nuevo, nacido en el mo¬
mento mismo de su descubrimiento. Pero junto a esta tendencia apocalíptica
hay otras. De importancia particular me parece ser el intento de algunos auto¬
res de buscar un nuevo comienzo, en un doloroso proceso de analizar y liquidar
los errores y las ilusiones del pasado. Y esto son tan sólo dos tendencias entre
muchas otras.
No cabe duda de que el “boom” fue un factor decisivo en la emancipación
de las letras latinoamericanas. Pero el éxito de unos pocos autores ofuscó la
obra no menos meritoria de muchos otros; ofuscó, sobre todo, la obra de la
generación siguiente. El proyecto “literatura latinoamericana hoy” se dedica
decididamente a esta nueva literatura, incluyendo los autores de la generación
anterior ofuscada por el “boom”, en un empeño de valoración crítica de su
obra.
Al fin y al cabo, no hay que lamentar demasiado la falta de un denominador
común para la literatura latinoamericana reciente, puesto que el único campo
donde se resentirá será el publicitario. Creo que esta falta es más bien un
hecho positivo que hace resaltar la gran riqueza de esta literatura que merece
una lectura según sus propios criterios, sin la comparación constante con las
obras del “boom”. Sin embargo, no puedo terminar esta argumentación sin
retomar una comparación particularmente significativa — a pesar de ser, como
creo, equivocada — porque nos llevará a otro punto crítico de la literatura
actual. Entre los primeros a oponer el “posboom” al “boom” fue el crítico
paraguayo-estadounidense Juan Manuel Marcos quien quiso distinguir los dos
fenómenos por su relación con la política. Con eso llego a la antítesis de

literatura vs. política


Marcos insertó los dos fenómenos en una antítesis general que caracterizaría
la literatura latinoamericana, oponiendo los “cervantistas” progresistas a los
“minotauros” reaccionarios:

Los cervantistas como José Hernández, José Martí, José María


Arguedas y Augusto Roa Bastos ejercen la creación literaria como
una artesanía colectiva, e imaginan el texto como una forma de
pulverizar ideológicamente los valores consagrados. Los minotau¬
ros como Domingo Faustino Sarmiento, Jorge Luis Borges, Carlos
14

Fuentes y Mario Vargas Llosa practican la escritura como un arte


prestigioso y conciben el texto como un laberinto narcisista, de¬
stinado en última instancia a perpetuar las instituciones estableci¬
das (67).

El argumento seduce pero no convence. El brillo de la escritura de las obras del


“boom” ocultó el hecho de que eran profundamente politizadas en un sentido
revolucionario. Fueron los autores del “boom” quienes más soñaron el sueño
del hombre nuevo en la nueva sociedad, por lo menos tanto como duraron los
años del “boom”, es decir más o menos hasta principios de los setenta, y son
los autores de la generación posterior quienes enfáticamente se oponen a la
politización de la literatura.
La problemática tuvo gran importancia en las discusiones del simposio sobre
la literatura mexicana, aspecto que se nota todavía en algunos textos del pre¬
sente volumen. Muchos autores criticaron el subtítulo que les pareció indicar
una politización extrema de la literatura. Pero posiblemente se ve mejor desde
la distancia en qué grado los acontecimientos del 68 han marcado la literatura
. El escritor argentino Mempo Giardinelli, buen conocedor de la literatura me¬
xicana actual desde sus años de exilio en México a finales de los 70 y principios
de los 80, describe el impacto del 68 con las palabras:

El trauma de la represión al movimiento estudiantil de 1968 ha ca¬


lado muy hondo y ha dejado efectos todavía demasiado visibles. Y
aquí estamos en presencia del otro aspecto sobre el que me pro¬
pongo llamar la atención, y es que la concentración temática que
me parece que se ha dado en la narrativa mexicana de los últimos,
digamos, veinte años, puede terminar por convertirse en un tópico.
Me refiero a lo que genéricamente puede llamarse “el 68”. Y es
que en estos últimos veinte años, leyendo la narrativa mexicana pu¬
blicada, de autores más o menos reconocidos, uno encuentra con
mucha facilidad ese tema como dominante, como sello de la época,
ya casi como una marca ético-estética. De hecho, esto lo convierte
en un tópico, casi un lugar común, una de las formas visibles del
contemporáneo naturalismo mexicano (23).

John Brushwood, tal vez el mejor conocedor de la novela mexicana de nuestro


siglo, considera el 1967 como año clave, que para él marca una verdadera cesura
en la evolución literaria del país. Serían dos los factores decisivos, literario el
uno, político el otro:

Resumiendo, podemos afirmar — refiriéndonos a los escritores que


publicaron novelas antes y después de 1967 — que dos de las carac¬
terísticas del período 1967-1982 son muy evidentes: metaficción y
Tlatelolco (58).

Ya antes había notado que la metaficción — “es decir, la observación, por


parte del autor, de su propio acto creativo” — se había producido de modo
15

espectacular a partir de 1967 (17). Hasta este punto, el argumento no tiene


nada de original, puesto que la oposición de una literatura politizada y otra más
concentrada en el hecho literario ya había sido notado en México mismo, como
lo atestigua el libro de Margo Glantz sobre Onda y escritura, aparecido en 1971.
Pero Brushwood da un paso decisivo más, relacionando también la “escritura”,
fenómeno en apariencia puramente literario, con la situación política del país
escribiendo:

La metaficción, o sea, la narración que se refiera a la narración, es la


característica preponderante en la novela mexicana de la década de
los setenta. Estas novelas indagan en las posibilidades de la ficción
y, por lo tanto, subrayan el proceso al igual que el resultado. Tal
énfasis se observa en varios sectores de la sociedad. Los planes son
más importantes que las realizaciones, los métodos más urgentes
que los logros. Obviamente, esta tendencia tiene su aspecto alie-
nador, egocéntrico. Por otro lado, conviene señalar que el enfoque
sobre el acto de narrar, destaca el aspecto creativo de la tarea litera¬
ria. Cuando esto ocurre en una sociedad que, desafortunadamente,
reprime la inclinación creativa del ser humano, se provoca una aper¬
tura o posiblemente una ruptura en la experiencia convencional. En
este sentido, la metaficción se aprecia como otra faceta del cambio
social que se expresa más visiblemente en las manifestaciones del 68.
Ambas facetas del cambio — metaficción y manifestación — reve¬
lan rasgos específicamente mexicanos, por supuesto, pero, además,
participan de un movimiento más amplio en la sociedad occidental
(105).

De este modo, las dos características salientes de la literatura mexicana de estos


años se referirían a la situación de la sociedad mexicana. Parece pues bien fun¬
dado considerar el 68 como una fecha clave tanto para la historia de la sociedad
como de las letras mexicanas. Pero ¿puede extenderse el argumento también
a la segunda parte del subtítulo, “el ocaso de la revolución”? La fórmula es
ambigua, y lo es conscientemente. En un primer nivel de significación, la “re¬
volución” es la Revolución Mexicana, y el “ocaso de la revolución” por lo tanto
la crisis de la Revolución Mexicana hecha manifiesta en los eventos del 68. En
un segundo nivel, la “revolución” subentendida es la del 68, y el “ocaso de la
revolución” la crisis de las ideas del 68 que se manifiestan muy claramente en la
literatura de los años 80. En última instancia, los dos niveles coinciden en uno
solo, ya que el 68 es, en México, un momento particularmente agudo de la crisis
latente de la Revolución Mexicana, que muy rápidamente entra en crisis por su
parte. En el momento de elegir este subtítulo, todavía no era previsible que la
fórmula del “ocaso de la revolución” adquiriría una significación totalmente di¬
ferente y a escala mundial. Fue Héctor Manjarrez quien reflexionó lúcidamente
sobre este hecho, manteniendo que la llamada revolución del 68 en realidad no
lo era, y que la verdadera revolución estaba pasando a finales de los años 80 y
principios de los 90. No me desplace esta interpretación de la fórmula, puesto
16

que la enriquece en un nuevo nivel de significación con lo que abre un nuevo


campo de discusión sobre la literatura mexicana.
Pero estas reflexiones todavía no invalidan el argumento fundamental, según
el cual la fórmula “del 68 al ocaso de la revolución” sería la expresión de una
extrema politización de la literatura. Los autores rechazaron rotundamente la
supremacía de la política sobre la literatura, rechazaron sobre todo el enveje¬
cido concepto del compromiso político. El hecho mismo de las protestas me
parece significativo porque indica un cambio en las relaciones entre literatura
y política. Nos encontramos pues ante una situación paradójica: por un lado,
es innegable el impacto del 68 sobre la literatura de los años siguientes; por
el otro, los autores niegan apasionadamente el impacto de la política sobre su
obra. La paradoja me parece significativa para la nueva literatura latinoameri¬
cana en general. Mempo Giardinelli respondió en una entrevista a la pregunta
de si la literatura de su generación sería una despedida de la política:

Me resulta atractiva la pregunta, puesto que contiene toda una


hipótesis, pero creo que no. Es cierto que tenemos otra relación con
la tragedia latinoamericana, con nuestra violencia, nuestros dicta¬
dores, con la muerte. Si la literatura política ha sido el realismo
social, y ha significado la utilización de la literatura con un objetivo
político e ideológico, estaría de acuerdo en que algunos de nosotros
y yo en particular estamos tratando de despolitizarla. Piglia opina
— y creo que con razón — que escribimos “contra” la política. A
mí me parece verdad: quizá al contrario que otras generaciones, no¬
sotros quisiéramos que no se nos metiera lo político (...) Y sucede
algo que me parece desdichadamente inevitable — y elijo cuidado¬
samente las palabras — desdichadamente inevitable que la política
se filtre contra mi voluntad en lo que escribo. Trato de darlo de
la manera más sobria, sutil y lejana posible, pero está. Será por
eso que el género negro ha tenido una influencia tan grande en mi
generación. ¿Qué puedo hacer? Soy argentino, soy latinoameri¬
cano, viví trágicamente la década de los 70 y vivo la crisis de los 80.
No puedo despedirme de lo político; desdichadamente es inevitable.
Pero pobre de mí si llego a pretender utilizar a la literatura. A la
literatura no se la utiliza; se la crea, se la ama, se la vive, se la
siente (Kohut 1990, 56).

Esta reflexión muy personal me parece describir muy atinadamente el dilema de


la nueva literatura latinoamericana en cuanto a su relación con la política, pre¬
cisamente porque responde a una situación paradójica en términos paradójicos.
Pero en medio de tantas incertidumbres se asoma la firme voluntad de defender
y mantener la autonomía de la literatura. Tal vez sea ésta la mejor respuesta
a las discusiones del simposio que se reflejan en estas, actas.
En última instancia, estas discusiones en torno a la problemática de lite¬
ratura y política son ociosas porque la enfocan en un marco que pronto se
manifiesta como demasiado estrecho. Y la lectura de la literatura mexicana de
17

estos años nos induce a sobrepasar la antítesis de literatura vs. política por
otra, más amplia, y que sería la de

literatura vs. historia


La política conlleva la noción de actualidad. Pero la literatura, si no puede
escapar a la actualidad, siempre trata de transcenderla hacia un horizonte más
amplio. Este empeño marca visiblemente la literatura mexicana de los últimos
años, con lo que no forma excepción en el contexto latinoamericano sino que
entra más bien en la regla. Ha renacido la novela histórica en muchas formas.
Motivado tal vez por el próximo Quinto Centenario, el tema de la Conquista
aparece en muchas obras recientes. Otras retoman personajes y episodios de
las Guerras de Independencia. Por debajo de estos intentos se percibe una
renovada búsqueda de las raíces, en el anhelo de encontrar una respuesta a la
siempre viva pregunta por la identidad nacional y latinoamericana.
Posiblemente este renacimiento de la novela histórica no es una moda pa¬
sajera sino el signo de un cambio profundo. El escritor colombiano Germán
Espinosa observó recientemente que “hay un deseo de que el arte se produzca
por, para y en el presente”, a lo que contrapuso su convicción de que “el arte
narrativo existe en función de pasado” (68). Fue Jean-Paul Sartre quien había
lanzado el lema del “escribir para su época”, corolario lógico de su teoría de
la literatura comprometida, cuya formulación clásica sigue siendo su ensayo
“Qu’est-ce que la littérature?” de 1947/1948. Escribir para su época fue
la convicción que compartieron los autores latinoamericanos en los años del
“boom”, y que se manifestó en innumerables ensayos, conferencias, entrevistas
y polémicas. El rechazo de la politización de la literatura discutido arriba me
parece surgir precisamente del anhelo de desatar la literatura de las cadenas de
la actualidad y reconquistar la libertad de los espacios históricos.
Sin embargo, hay autores que no se contentan con rechazar la política sino
que pretenden escribir en un espacio indefinido fuera de toda historia. También
esta tendencia se manifestó en los debates del simposio. Es cierto que hay
indicios de un nacimiento de una estética, tanto en México como en otros
países del continente, de un arte enfocado exclusivamente en el arte mismo, lo
que puede interpretarse como una versión moderna del arte por el arte. Pero
nadie puede escapar de la historia. La estética del arte por el arte no se sitúa
fuera de la historia, sino que define su relación con ella de modo particular.
Las ponencias y las discusiones del simposio reflejaron la situación actual
de la literatura mexicana en el contexto latinoamericano, y lo hicieron precisa¬
mente por su carácter controvertido. Sin embargo, fueron los autores presentes
mismos los que cuestionaron la representatividad del simposio, lo que me in¬
duce a terminar con unas explicaciones sobre la concepción subyacente a la
serie de simposios dedicados a las literaturas latinoamericanas hoy, y lo hago
sirviéndome de una última antítesis, la de
18

autores vs. críticos


Han cambiado mucho las relaciones entre autores y críticos. La crítica ya no se
reduce a la lectura y evaluación de las obras, sino que pregunta cada vez más
por el autor, sus intenciones y su interpretación de su propia obra. Un indicio
significativo es el auge de las entrevistas que, sobre todo en el mundo universi¬
tario, muchas veces sirven como una primera interpretación de una nueva obra,
antes de que el crítico se atreva a opinar por su propia cuenta. Los autores dan
conferencias en universidades de todo el mundo, dan cursos como profesores
invitados, participan en mesas redondas, simposios y congresos. No cabe duda
de que esta evolución lleva consigo el peligro de que el personaje del autor ofus¬
que la obra. Pero son mucho mayores las ventajas que ofrece esta evolución. El
hecho más importante me parece ser el entablamento de un diálogo entre auto¬
res y críticos. El autor se ha convertido de mero objeto de la crítica en objeto y
sujeto en el proceso crítico. He aquí el punto decisivo. Los simposios dedicados
a las literaturas latinoamericanas hoy pretenden sencillamente suministrar un
foro para este diálogo. La distancia espacial y el confinamiento en una pe¬
queña ciudad universitaria crean una situación excepcional que contribuye en
gran manera a intensificar los debates.
Queda el problema de la representatividad de los autores presentes. En
rigor, es cierto que éstos tan sólo se representan a sí mismos, como se ha
formulado en los días del simposio, y no a la literatura mexicana como insinúa
el título. Es cierto que la selección constituye un punto crítico de la concepción.
Sería difícil, si no imposible, dar una cifra por lo menos aproximadamente
exacta de los autores mexicanos. De todos modos, excederá en mucho los
once autores y críticos mexicanos presentes. ¿Cómo pretender que sean éstos
representativos de la literatura mexicana hoy? Cada selección es subjetiva, sin
hablar de las casualidades y dificultades que impiden la venida de uno que otro
autor que debería formar parte de la selección.
Otra dificultad tiene su raiz en el enfoque sobre la literatura reciente. No
cabe duda de que Paz, Fuentes y otros más constituyen una parte importante
para muchos, la parte más importante — de la literatura mexicana hoy.
Pero si de ningún modo se pretende negar la importancia transcendente de
estos autores, lo que resalta claramente de los textos reunidos en estas actas,
el objetivo del simposio fue precisamente — como dije al principio — dirigir
la atención sobre autores y obras que todavía no han sido abordados por la
crítica literaria en la medida que lo merecen.
Es cierto que cada autor que participó en el simposio de Eichstátt se repre¬
sentó en rigor tan sólo a sí mismo. Pero confío en que el conjunto de los autores
y críticos reunidos pudo alcanzar una significación que va más allá del mero
número de los participantes, constituyendo una instantánea de la situación
actual de las letras mexicanas que, a pesar de las insuficiencias y lagunas ob¬
vias, reduce la inabarcabilidad de la nueva literatura latinoamericana, abriendo
nuevos caminos para su comprensión.
19

Obras citadas

Arguedas, José María. 1975. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos


Aires: Editorial Losada.

Barrenechea, Ana María. 1987. Introducción (al número monográfico sobre


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Cortázar, Julio. 1969. Ultimo round. México: Siglo XXI editores, 2 vols.

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—. 1987. Cultura y crisis. En: Nueva Revista de Filoloqía Hispánica. 35:


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En: Insula. Nos. 512-513: 22-25.

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Estudio preliminar, compilación y notas de M. G. México: siglo veintinuo.

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ximación y documentación de la obra de Mempo Giardinelli. Frankfurt:
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Editorial Katún.

Mentón, Seymour. 1991. Narrativa Mexicana (Desde “Los de abajo” hasta


“Noticias del Imperio”). Tlaxcala: Universidad Autónoma — Puebla:
Universidad Autónoma.

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ria Latinoamericana. 15: 141-182.
20

Sartre, Jean-Paul. 1948a. Ecrire pour son époque. En: Les Temps Modernes.
3: 2113-2121 (la publicación 1946).

—. 1948b. Qu’est-ce que la littérature? En: Situations, II. París: Gallimard


(la publicación 1947/1948).
I

Tendencias:
temas y estilos
De algunas características
de la literatura mexicana contemporánea

Carlos Monsiváis

Después del 68
Gracias a los sucesos del 68, diversos sectores en México (en particular los de la
clase media universitaria) conocen en forma detallada el sentido del autorita¬
rismo gobernante, la impunidad concedida a sus dirigentes, la impotencia que
le aguarda a quien desee ejercer sus derechos ciudadanos y la manipulación ex¬
trema de la información. Este conocimiento no es fácil de asimilar críticamente,
y suele conducir al oportunismo, la apatía, o, en el caso de una minoría belicosa,
al ultraizquierdismo de los años setentas que se filtra en centros universitarios,
desemboca muy parcialmente en la guerrilla, y conduce inexorablemente a la
frustración que es también ignorancia de los modos operativos de la realidad.
Ya mucho antes del 68 se extiende en México un proceso más cultural que
político. El régimen de la Revolución Mexicana sólo admite, en asuntos de la
democracia, una mínima libertad de expresión, pero, estimulados por la ne¬
cesidad de alternativas, decenas de miles intentan la ruptura mental con las
(numerosas) tradiciones cerradas del Estado y la sociedad. Se demanda la
incorporación plena a la cultura mundial, el fin de las imposiciones del chovi¬
nismo, la obtención de sensaciones ligadas a la vanguardia, la desaparición de
la censura que es la prueba no muy secreta de la alianza del Estado y la iglesia
católica... En este proceso intervienen diversos factores. Entre ellos:

— El auge relativo pero sostenido de las clases medias, con su creencia ad¬
junta: la movilidad cultural, acompañante o substituto posible de la mo¬
vilidad social (“Los conocimientos también impulsan en la vida”). De
aquí surge un público lo bastante amplio como para sostener los matices
de la industria cultural.
— El crecimiento de los centros de enseñanza media y superior, que responde
a necesidades de la diversificación nacional, y al culto casi místico al Pro¬
greso.
— La enseñanza (muy esquemática) del marxismo en muchos centros de
enseñanza media y superior, y la absorción de nociones y divulgacio¬
nes del freudismo y el postfreudismo. Es muy dogmática la divulgación
marxista, pero durante una etapa provee a los estudiantes de visiones
unificadas del mundo.
— La reproducción masiva de las obras de arte, que alcanza a Latinoamérica
a principios de los años sesenta con una oferta que parece superior a la
demanda visible. Los supermercados se inundan con reproducciones de
obras maestras de la pintura, la música y la literatura, mientras se redu¬
cen las distancias — antes insalvables — entre la alta cultura y la cultura
popular. En un plazo breve, el comercio consolida y diversifica el impulso
24

estatal: se venden por cientos de miles discos de música clásica; ayudados


por la publicidad, Picasso o Miró alcanzan los escenarios de la pobreza;
son ya accesibles libros y revistas antes sólo reservados a la minoría.
— Al extenderse, las metas de la modernidad (el Progreso, la urgencia de
sentirse “contemporáneo”) les resultan convincentes a los sectores popu¬
lares. Los tradicionalistas resultan especie en extinción, localizada por
lo general en medios rurales y en círculos de la extrema derecha (o de la
extrema izquierda). Y sentirse “moderno” se vuelve la gran coartada, el
gesto de sobrevivencia psicológica.

El 68 no es, ni podría ser, un hecho de magnas consecuencias literarias, pero


sí facilita la gran síntesis cultural. Ya mucho se sabía, pero faltaba el público
extenso, los lectores que liquidan la impresión de provincianismo y el círculo
vicioso del “Me lees — te leo”. Y, muy especialmente, el 68 es decisivo en la
nueva disponibilidad anímica de lectores y espectadores, que van prescindiendo
o prescinden del todo de las reacciones de la moral tradicional y ya no juzgan
libros, películas, puestas en escena, cuadros, como “riesgos parala conciencia”.

La novela como vanguardia social


Al 68 lo antecede el impulso narrativo que es, entre otras cosas, homenaje a
la pluralidad. Hay quienes desean librarse de los tributos temáticos al me¬
dio y producir libros “independizados de la experiencia nacional”. A otros
ya no les aterra la acusación de localismo. Entre 1947 y 1967 publican no¬
velas importantes o significativas José Revueltas, Agustín Yáñez, Juan Rulfo,
Juan José Arreóla, Rosario Castellanos, Ricardo Garibay, Carlos Fuentes, Jorge
Ibargüengoitia, Elena Poniatowska, Sergio Galindo, Sergio Pitol, José Emilio
Pacheco, Jorge López Páez, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Vicente
Leñero, Juan Vicente Meló, Gustavo Sáinz, José Agustín. Y libros como Los
días terrenales, Al filo del agua, Pedro Páramo, Confabularlo, La Feria, Balún
Canán, La casa que arde de noche, La muerte de Arternio Cruz, Los relámpagos
de agosto, Hasta no verte Jesús mío, La justicia de enero, Tiempo cercado,
Morirás lejos, El solitario Atlántico, La noche, Farabeuf, Los albañiles, La
obediencia nocturna, Gazapo y De perfil informan de los cambios y de la abun¬
dancia de tendencias, estilos y predilecciones.
Al proscribirse de hecho las formas creativas de la vida comunitaria (enten¬
dida como creación y privilegio común), sólo hay unos cuantos recursos para
hacerse, por vía de la cultura, de las claves de la vida moderna: el cine (el
acceso masivo), la música (el registro más inmediato o más extendido de la
sensibilidad contemporánea), y la literatura, el territorio clásico. Y por esto,
en América Latina la importancia de los escritores suele ser mayor a la obser¬
vable en otros países. Los libros culminantes se consideran, con la seriedad y
la cursilería del caso, “retratos de la familia y la nación” y cumplen también
funciones reservadas a la sociología, la psicología social, la historia. Cada es¬
critor significativo hace su aporte. Yáñez, Revueltas y Rulfo, por ejemplo, le
dan curso a la idea de la novela como la expresión del temperamento trágico,
25

el resumen profético que se encauza por “el paisaje natural” de la desdicha,


del sufrimiento como hazaña de la sobrevivencia. Ellos, además, son escrito¬
res de transición, porque en la época de su formación literaria aún se cree en
la mitología de las literaturas nacionales como creaciones de la singularidad.
Por eso, Rulfo, Yáñez o Revueltas son muy conscientes del ars combinatoria
de sus fuentes estilísticas y (de algún modo) ideológicas: la literatura europea
y norteamericana y la narrativa de la Revolución Mexicana, Mariano Azuela
y James Joyce, Martín Luis Guzmán y William Faulkner, José Guadalupe de
Anda y C. F. Ramuz.
Carlos Fuentes ambiciona captar el todo de México, no el país sino el acervo
mitológico, el repertorio de tensiones culturales. Sus novelas La región más
transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962), son proyectos de
murales riverianos que encapsulan a las clases sociales en el desarrollo de un
personaje o un grupo de personajes, y ofrecen viñetas como autobiografías de
región y de nación. A Fuentes le importa la mezcla incesante del habla culta y
la germanía, del lirismo arrasador y el vocabulario de la tierra de nadie, de la
niña bien y del chofer de taxi, del Citizen Kane del oportunismo revolucionario
(Artemio Cruz) y del ubicuo Ixca Cienfuegos (La región más transparente) que
preside desde el origen de los tiempos. Y en la perspectiva opuesta, Jorge
Ibargüengoitia, en Los relámpagos de agosto (1965), quiere situar los mitos del
heroísmo a la luz de la picaresca. Síntesis del desencanto ante “la revolución
que se hizo gobierno”, parodia de los hechos revolucionarios y de la literatura
que engendraron, choteo magnificado por la destreza literaria, Los relámpagos
de agosto anuncia ya a la novela más contemporánea, donde es imprescindible
la desmitificación del pasado, en medio de la abolición de las categorías del
realismo y la desconfianza ante los milagros seriados del “realismo mágico”.

“Y en el campo sólo se han quedado los deudos de


Pedro Páramo”

Lo urbano, medida de todas las cosas. En las novelas posteriores al 68, la


ciudad de México es, en sí misma, un personaje inescapable, el escenario de
reacciones tan espontáneas como fatales, en la oposición entre el desarrollo (la
promesa del porvenir liberador) y el atraso (la amenaza de un pasado que se
eterniza).
A la transformación contribuyen los efectos del Boom literario que, a su
modo, impulsa la integración cultural latinoamericana, promovida por el im¬
pacto de la Revolución Cubana. Al margen de cómo se juzgue la publicidad
que rodea a cinco o seis autores (“club exclusivo”), declarados lo más represen¬
tativo del continente, la promoción del Boom permite difundir desde España,
la variedad de la literatura latinoamericana. Hasta ese momento cada escri¬
tor se relacionaba con su tradición nacional y con la literatura universal, tal
y como se concentra en el corpus de unos cuantos países (Estados Unidos,
Francia, Inglaterra, Alemania, sobre todo), y desconocía casi por fuerza lo pro¬
ducido en América Latina, que se dejaba representar por unos cuantos autores,
26

por lo común inaccesibles. Pero el Boom vigoriza el conocimiento obvio (desde


Machado de Assis y Rubén Darío la gran literatura trasciende con mucho las li¬
mitaciones del medio), y no obstante su perfil publicitario, contribuye en forma
extraordinaria a la creación de lectores. No se inventan las virtudes de Cien
años de soledad, Pedro Páramo, El llano en llamas, Rayuela, Las ciudad y los
perros, Conversación en la catedral, El Aleph, Ficciones, El astillero, Junta-
cadáveres, El coronel no tiene quien le escriba, La invención de Morel, Tres
tristes tigres, Boquitas pintadas, La traición de Rita Hayworth, pero se rompe el
cerco del prejuicio, antes de que caiga en desuso “la teoría de la dependencia”.
La certeza cunde: en materia de literatura no hay subdesarrollo. Y el nivel
altísimo de las obras también califica el avance de sus apasionados lectores.

“Tenemos que ir vestidos de murales mexicanos.


Más vale asimilar eso de una vez”

Hasta 1968, la modernidad cultural se ha concentrado en la defensa de la crítica


como elemento de corrección del autoritarismo, en la oposición — mundana,
antisolemne, informada, irónica — al México tradicional, y en un nacionalismo
de la desesperanza, al margen de los símbolos y la declamación patriótica. Pero
si es justa la demolición de las supervivencias tribales, también lo es el enfren¬
tamiento a las cargas totémicas viejas y nuevas, a saber: el acaparamiento de la
nación por el gobierno, el control televisivo del tiempo libre, los abismos de la
desigualdad, la cuantía del analfabetismo absoluto y del funcional, la penuria o
la burocratización de la infraestructura cultural, la inexistencia de una prensa
que alcance en el país algo más que a minorías. A esto se añade la necesidad
de ampliar territorios temáticos (que bien pueden ser universos lingüísticos), e
incluir la representación literaria de esa mayoría marginada, ocultada, despre¬
ciada y sólo imaginada a través del ridículo. La novela realista (de peones que
se insurreccionan y parias arraigados en el universo concentracionario de su
vecindad) es el antecedente de esta configuración de lo habitualmente invisible,
inaudible, innombrable. Y esta representación de “lo prohibido” ya no responde
a la división en clases sociales, sino a concepciones más variadas, lo que permite
en pocos años la transformación del repertorio, gracias al añadido de nuevos
actores: las mujeres que ya no son símbolos (ni víctimas complacientes ni de-
voradoras), los creyentes en formas “heterodoxas”, los jóvenes despojados de
cualquier porvenir, los homosexuales, los narcos o “marginados” que desafían
e interiorizan sin quererlo el racismo que los aflige.
Ante este gran salto social y cultural, los narradores se ven precisados a cam¬
bios formales que van de la experimentación a la reimplantación de métodos
tradicionales. Cunde el distanciamiento frente al tema, la idea que se resume en
la frase: la “producción del texto”. Si “la novela realista presentaba los acon¬
tecimientos con la intención de que pareciesen naturales” (Jean Franco), la
narrativa contemporánea declara abolidas la fidelidad monógama a las tenden¬
cias y la lealtad a sentimientos de “desarraigo” (cosmopolitismo) y de “culpa”
(realismo social). Se declara anacrónico el oficio de “amanuense de la realidad”.
27

Cito algunos de los muchos cambios perceptibles:

— Se elimina la distancia entre el narrador y los objetos de su atención.


“Martín Luis Guzmán — señala Jean Franco — presenta a los persona¬
jes como perteneciendo a su mundo del que el intelectual queda separado
(por ser, en última instancia, superior). A su vez, en Rulfo nunca hay un
narrador civilizado que observa a un pueblo bárbaro. Al contrario, como
se ve claramente en Pedro Páramo, cura y pueblo, hombres y mujeres, ter¬
rateniente y peón, están en la misma situación porque el desajuste entre
palabra y acción resulta, no de una decisión personal o de una coyuntura
existencial, sino de la ruptura de un orden”.
— La problematización psicológica es con frecuencia el espacio de la acción
y la acción misma. Si en la novela realista latinoamericana la tensión
argumental ocurre entre la realidad (lo natural) y las intenciones de los
protagonistas (lo cultural), en gran parte de la nueva narrativa, freudiana
o postfreudiana por gusto y por contagio, los personajes, producto de una
sociedad estable, sitúan en primer término a su interioridad. Aparente¬
mente nada sucede. En el texto, los personajes extreman y afirman sus
contradicciones, descubren en su yo una cultura y una sociedad concen¬
tradas y en evolución, revalúan — de manera heroica y antiheroica — a
lo cotidiano, y acatan la gran conquista del cine contemporáneo: revelar
los niveles de riesgo y la aventura sofocados tras las calmadas fachadas
del orden y el respeto.
— Se reestablece el interés por la novela histórica, antes considerada variante
del costumbrismo. A la novela histórica la rehabilitan diversas conviccio¬
nes: la ambición de restaurar la psicología y la vida cotidiana de héroes
y antihéroes (“Eran tan humanos como nosotros antes de entrar al libro
de texto”); el interés de medirse con el mito de la Historia, central en la
vida latinoamericana; el reto que significa la reconstrucción de época; la
pretensión de oponer la versión de la literatura a las sacralizaciones del
Estado, etcétera. A esto se añade el uso obligado de situaciones límite de
la Historia para probar la condición de los personajes. (Esto, en la narra¬
tiva específica del 68). Y muchos escritores acuden a la novela histórica
o utilizan la historia como el decorado divertido, atroz, inexorable: Fer¬
nando del Paso, Ignacio Solares, Héctor Aguilar Camín, Sergio Pitol,
Angeles Mastretta. Inesperadamente, Noticias del imperio de Fernando
del Paso, se convierte en best-seller, tanto por su calidad específica como
por el interés generalizado en la evocación histórica, sin que esto signifi¬
que la desacralización de los prohombres, meta fuera de los alcances de
la novela histórica.
— En la búsqueda de la recuperación literaria, una estrategia preferida es
la corrosión del lenguaje — cárcel del Establishment, la oratoria forense,
patriótica, cívica, religiosa. Se descubre que el lenguaje público es, en lo
fundamental, kiisch, y se intenta su reproducción paródica.
— La eliminación del mito de las Escuelas Narrativas (con sus exigencias
de respeto a la intención del género), coincide con el debilitamiento de
28

la censura. Al liberarse la expresión en cine y teatro (en literatura, la


censura ha sido social más que gubernamental) se fortalece el cambio
en la narrativa. Desaparece el tabú de las malas palabras, irrumpen las
descripciones sexuales sin eufemismos, ya ningún revolucionario gritará
con puntos suspensivos: “¡Viva Villa, hijos de la...!’ Nuevo acuerdo:
lo verdaderamente obsceno es la censura, y los circunloquios agotaron
su utilidad. Y luego, al cabo de unos años, parte de lo que fue triunfo
sobre la censura, se vuelve pintoresquismo, y se extingue el mito del poder
tremendo de “las malas palabras”, mientras poemas y relatos trascienden,
ya sin pretenderlo, las convenciones sociales.

El escritor que se mira escribiendo,


el escritor que se mira viviendo.
La obra de Carlos Fuentes, intensa, variada, de gran violencia escénica, con
frecuentes incursiones en el muralismo histórico, define la ambición de una
literatura continental, épica a su manera. En Cambio de piel, Terra nostra,
Gringo Viejo, Agua quemada y Cristóbal Nonato, Fuentes da su versión de la
nación como paisaje estético, de la narrativa como síntesis de la utopía nacional.
Con él se implanta la novela urbana, que halla su primera razón de ser en la
oposición al determinismo tan implacable en el cuento y la novela rurales.
Desligados ya de cualquier “compromiso cívico”, distanciados tajantemente
por el 68 de la mitología de la Revolución Mexicana, los escritores que surgen
desde los sesentas despliegan en personajes, estructuras narrativas y atmósferas
la nueva sensibilidad que es, ante todo, posibilidad de elección en materia de
comportamiento, conductos que parecen suceder en mundos al margen de la
política y la economía, sin vínculos con la “esencia” de México o cualquier
otra formación metafísica. No estamos ya ante Escritores Nacionales como
Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, José Lezama Lima o,
inclusive, Julio Cortázar. Así Juan García Ponce, Sergio Pitol, Salvador Eli-
zondo, José de la Colina, Inés Arredondo, Juan Vicente Meló, Vicente Leñero,
Elena Poniatowska, Fernando del Paso y, en generaciones siguientes, Hugo Hi-
riart, Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora, Federico Campbell, Alberto Ruy
Sánchez, José Joaquín Blanco, Luis Zapata, Agustín Ramos, Jaime del Palacio,
Francisco Prieto, Ignacio Solares, carecen por entero, en su función de narra¬
dores, de “deberes compulsivos”. En sus libros todo se encuentra: obsesiones
eróticas (la mística de Bataille o de Klossovski); ritmos prosísticos que son
métodos para reproducir el movimiento de la realidad; juego de espejos con
el lenguaje; versiones crispadas del deterioro personal y social; búsqueda de la
marginalidad como escudo protector ante la absorción en el conformismo que
es la nada, rechazos abiertos y aceptaciones involuntarias de la tradición.
29

Híjole, y entonces le dije, que pasó y ya luego no dijo nada,


nomás palabras
En apenas veinte años, casi se extinguen las prohibiciones recordables. Ya se
verá si esto es más asunto de la sociología o de historia literaria que de la
literatura misma, pero lo obtenido no es minimizable. Las modas sustituyen
a la opresión de las reglas, y el espacio de la literatura es mayor, social y
técnicamente hablando. Así por ejemplo, la recreación testimonial que inician
Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas y Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis, se
masifica, primero bajo la consigna de “darle voz a los que no la tienen”, y luego,
son los propios interesados, ya sin intermediarios, en una corriente narrativa
que mezcla ficción y crónica.
Una corriente extraordinaria: la presencia de la voz doble o triplemente
marginada de las mujeres. Al margen de su intención y con frecuencia de su
rechazo explícito, la literatura escrita por mujeres suele ser feminista por las
exigencias morales y políticas de sus autoras. Poemas, cuentos y novelas pue¬
den o no incluir alegatos y denuncias, pero lo característico es la sucesión de
“expropiaciones” o apropiaciones de los que han prohibido el Buen Gusto, la
Decencia, la Sensibilidad Femenina, el Ocultamiento Prudente de los Deseos
Sexuales. A las primeras escritoras reconocidas (Elena Garro, Margarita Mi-
chelena, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Josefina Vicens, Rosario Caste¬
llanos, Inés Arredondo, Julieta Campos, Elena Poniatowska, Margo Glantz) las
distingue la exigencia de profesionalismo. Así, Elena Garro en cuentos, novelas
y obras de teatro, construye un mundo intenso con puntos de encuentro con el
universo rulfiano. Rosario Castellanos, en su poesía, en especial la de la etapa
final, somete a la prueba del trato irónico a la nueva sensibilidad femenina,
cuyo punto de partida es el reconocimiento y el entierro de la autocompasión.
En Hasta no verte Jesús mío, Elena Poniatowska registra la voz de una mujer
“anónima”, Jesusa Palancares, que vivió a fondo y sin defensas la lucha armada,
la primera industrialización, el crecimiento urbano, el desencanto progresivo.
Su vida es el trabajo, el escepticismo, el amor desdeñado, el rencor abstracto,
la cólera que ni siquiera deja lugar al pesimismo. Ha sufrido sin tregua, por
eso usa el habla para distanciarse irónicamente del sufrimiento y el rencor. Y
Poniatowska aprovecha tal lucidez para deslindarse del pintoresquismo.
En la generación posterior se acentúa más el tono realista y la naturalidad de
la visión feminista. María Luisa Puga, Laura Esquivel, Silvia Molina, Carmen
Boullosa, escriben desde su experiencia vital y desechando los chantajes de la
sensibilidad exacerbada. El libro más difundido de estos años es Arráncame la
vida (1985) de Angeles Mastreta, novela con paisaje histórico (el caciquismo
en Puebla), relato de amor apasionado, último desprendimiento picaresco de
la narrativa de la Revolución Mexicana. Desenfadada, abiertamente sexual, la
protagonista Catalina Ascencio observa el paso del machismo revolucionario
desde el humor y la lujuria.
30

El rock: la notoria simpatía por el diablo

A diferencia de la generación anterior, formada en la literatura y el cine, en


toda América Latina nuevos autores quieren darle a su narrativa las calidades
rapsódicas de Bob Dylan en Blowin in the Wind o Lay, Lay, Lay, el acento
crispado y semibíblico de los Stones en Sympathy for the Devil o Street Fight-
ing Man; la poesía anterior o posterior a su tiempo de los Beatles en Abbey
Road, Revolver o Sargeant Pepper, el tono de pesadilla literaria que el relajo va
convirtiendo en sueño. En esta cultura, cada ídolo es un Super-Yo generacional
y, automáticamente, un estilo-de-vida. Y los personajes de cuentos y novelas
desean encarnar las cualidades atribuidas a los semidioses del rock, y viven
para la frase incisiva, el desplante, el sexo experimentado como alucinación, la
alucinación inducida que perfecciona el orgasmo o es su equivalente, el desafío
de la droga, la incomprensión del tedioso mundo de los adultos.

Algunos de estos libros (y sus fuentes, The Catcher in the Rye de Salinger,
por ejemplo), son leídos como manuales de comportamiento. Decenas de miles
de jóvenes asaltan el cielo del tradicionalismo con actitudes a la vez imitivativas
y originales, colonizadas y nacionalistas. Y gracias a estos libros, retornan
numerosos procedimientos de la picaresca. No puede ser de otro modo, si la
cultura del rock necesita demoler o esquivar prohibiciones y regaños moralistas.
La picaresca es un método de conocimiento, y el picaro (el antihéroe en la
sociedad corrupta, el alivianado entre la inercia de clases medias), le da a su
burla las dimensiones de un saqueo. Esto es De perfil o el relato “¿Cuál es la
onda?” de José Agustín, y esto también se percibe en escritores más jóvenes
como Juan Villoro.

A medida que se intensifica la sociedad de masas, mucho de lo considerado


banal, sórdido, “significante”, se reexamina o se califica de nuevo. En los
setentas, el derrumbe de las dictaduras culturales legaliza las actitudes libres:
ya no hay que escribir de un modo “prestigioso”, todo se vale si los resultados
interesan al lector. A esta libertad que es reconocimiento de las necesidades
del público nuevo, se añade la fiebre mercadotécnica. Se anula el desdén hacia
el best-seller, y a los escritores — lo confiesen o no — les importa el público
que crece, en el universo de los analfabetos funcionales.

El público se amplía por razones muy encontradas, entre ellos la pasión


masiva por “lo esotérico”, y la necesidad de fórmulas que “ayuden a progresar
en la vida y las recetas para la “vida espiritual”. Por cientos de miles se venden
libros sobre los secretos de las pirámides, los signos astrológicos, los misterios
del universo al alcance de mentes limpias, las relaciones entre el budismo zen
y los cultos prehispánicos. Y hay un mercado inmenso para quienes desean
ascender en la escala de los ejecutivos, ganar amigos, atraer programando el don
de gentes, persuadir al cliente desde la primera mirada, adquirir la confianza
interna que «identifica a su poseedor con el Exito. Y es extraordinaria la
clientela para los libros de las reflexiones piadosas, las oraciones más eficaces,
el estado de ánimo que induce al éxtasis místico.. .Nada de esto tiene que ver
31

con la literatura propiamente dicha, pero sí con la creencia popular en los


poderes del libro.

“Me gusta cuando callas, porque estás como quieres”

El culto a la sociedad de masas es una moda y, como tal, se extinguirá entre


oportunismos, imitaciones, declamaciones populistas, reducción de letras de
boleros o tratados filosóficos, poesía prefabricada, nuevas ideas mecánicas del
pueblo. O tremendismos sexuales y policiacos. Pero hay algo irreversible: desa¬
parecen numerosas contenciones sociales. Y, además, el imperio de la televisión
(consolidada en América Latina a mediados de los sesentas), obliga a reconsi¬
derar los esquemas de la supremacía cultural de los burgueses. La televisión
afecta a todas las clases por igual, aunque obviamente difieran las consecuen¬
cias y las posibilidades de consumo. Y algo se aclara: la televisión, el nuevo
lenguaje social que sustituye a la literatura, es el enlace común y la fuente
primordial de aprovisionamiento temático e iconográfico. Y allí se trasladan
las nociones de “lo prohibido” ya ausentes en la narrativa y la poesía.
Véase la literatura con tema homosexual. Todavía en 1968 la moral tradi¬
cional ni siquiera admitía menciones del tema tabú por antonomasia. Sólo se
toleraban plaquettes muy discretas, alusiones con técnicas grand-guignol y ser¬
mones previos y posteriores al suicidio del desdichado o la infeliz. A fines de los
setentas son otras las condiciones culturales, y a las lecciones secularizadoras de
la sociedad de masas (“Mind your own business”), se añade la divulgación se-
xológica y el debilitamiento de la moral tradicional. Los lectores no se llaman
a escándalo por la abundancia de episodios “contranatura”, o descripciones
explícitas de la sexualidad “diferente”. Entre las primeras señales del cambio
— de la recepción pública de la sensibilidad marginal — se encuentra el éxito
de libros como De dónde son los cantantes, del cubano Severo Sarduy, que
parodia el ámbito estrictamente musicalizado, de los travestís habaneros. Y en
1978, el subgénero se afirma en México con El vampiro de la colonia Roma de
Luis Zapata, las “confesiones” de Adonis García, un male hustler, un chichifo,
un joven dedicado a la prostitución masculina. También aquí la picaresca es
el género ideal, los personajes que buscan sacarle a la sociedad que les negó
cualquier priviliegio. El picaro, el Guzmán de Alfarache en el submundo gay,
hace de su cuerpo el método de conocimiento de las debilidades y excentricida¬
des ajenas, usa de sus habilidades sexuales para transitar en todos los medios
imaginables y sobrevivir.
En los años ochentas, se produce con relativa abundancia la narrativa con
temática gay. El escándalo moral y el morbo se gastan rápido, y a esta litera¬
tura la “normaliza” en gran parte el éxito mundial de autores como Jean Genet,
William Burroughs, Gore Vidal, Pier Paolo Pasolini. Habituado al nuevo dic-
tum (“Lo real es lo normal. Lo normal es lo real”), el lector va asimilando
la “crudeza” del lenguaje y de las situaciones, tal y como los presentan José
Joaquín Blanco, Jorge Arturo Ojeda, José Rafael Calva, Rosa María Roffiel,
Raúl Rodríguez Cetina, y otros más. Y la literatura con tema gay va del ex-
32

ceso al romanticismo desatado, de la sucesión de actos sexuales a la reflexión


en contra de las represiones.

¿Y cómo pudo suicidarse de 32 balazos?


Otro género, antes menospreciado, se divulga extraordinariamente. Antes de
los años setenta, imposible siquiera en América Latina masificar la literatura
policial, que se piensa propia del mundo anglosajón. ¿Quién puede creer
en la eficacia y en la decisión de justicia de nuestra policía? , es la pregunta
frecuente. No es América Latina el sitio para detectives a la Hércule Poirot
(Agatha Christie), Lord Peter Wimsey (Dorothy L. Sayers), Philo Vanee (S. S.
Van Diñe), Ñero Wolfe (Rex Stout) o Perry Masón (Erle Stanley Gardner). Son
penosos los intentos de imitar las tramas refinadas, las soluciones bizarras al
misterio del cuarto cerrado, las burlas y los homenajes a la lógica estricta. De
una larga etapa, sólo se rescatan dos novelas: Ensayo de un crimen de Rodolfo
Usigli, y El complot mongol de Rafael Bernal. Usigli, proponiédoselo o no, crea
un ihriller excelente, con semejanzas sorprendentes con el orbe de las novelas
de Patricia Highsmith. “El no era un hombre como todos — reflexiona Roberto
de la Cruz, el antihéroe de Ensayo de un crimen —, él tenía un destino, él sería
un gran criminal o un gran santo”. Y en El complot mongol, Bernal imagina
al antihéroe solo y acorralado, el ex-mercenario que vive para el hastío de la
venganza. En ambas novelas, las atmósferas trascienden las limitaciones de la
trama.
El descrédito del realismo socialista no deja dudas y en Cuba ante la ne¬
cesidad de un “arte comprometido”, se opta por incorporar los métodos de la
literatura militante a la novela policial. El camino ya fue trazado por Dashiell
Hammett (comunista) y Raymond Chandler (anticomunista): en la sociedad
corrupta nada es lo que parece, los policías son los cómplices del crimen, los
abogados respetables manejan el narcotráfico, los jueces son los seres debilita¬
dos por el amor a la buena vida, los cadáveres en callejones son las señas de
identidad del capitalismo, los hombres inflexibles y solitarios, que no desdeñan
el whiskey y el lenguaje brutal, representan la justicia del pueblo. Y en Cuba
prolifera una literatura (por lo común pésima) que se translada a los demás
países de América Latina, y en México provoca la repetición de esquemas, la
caída de detectives privados y empresarios asesinados y asesinables, las tramas
plagadas de deudas con la novela de escenarios californianos.

El nuevo naturalismo y la crónica


Todavía por unas décadas los sectores académicos y la cultura oficial resisten a
“los bárbaros”, y proponen que se considere “exótico” lo ya convencional. Pero
ante la creciente democratización de temas y enfoques las barreras del “buen
gusto” caen, y afloran dos géneros básicos: la literatura del arrabal, del ba¬
rrio, de la colonia popular, cuya expresión más lograda es la obra de Armando
Ramírez (Chin Chin el Teporocho, o Pu o Violación en Polanco), y la crónica, el
campo de acción de Elena Poniatowska, Ricardo Garibay, José Joaquín Blanco.
33

Garibay logra en Acapulco y Las glorias del Gran Púas, algunos de los grandes
momentos de la prosa mexicana de estos años. En Las glorias del Gran Púas,
Garibay examina sin mitificación alguna la vida del boxeador Rubén Olivares,
el Púas, un hombre que sólo toma en serio el “desmadre”, y únicamente acepta
el exceso, siempre rodeado de amigos en pos de la borrachera, y el cigarrillo
de marihuana, enamorado de la obscenidad, matriz regenerativa. El Púas con¬
vierte su experiencia límite de macho, borracho, drogadicto, en un perpetuo
fluir de lenguaje, que todo lo desordena y a nada le concede importancia. Si
en el teatro y en sus primeras películas, Cantinflas hablaba para no decir, el
Púas habla para no jerarquizar.
No obstante sus logros considerables, el nuevo naturalismo es visto con cierto
menosprecio por la ciudad letrada. No se le perdonan la expresión directa, las
manifestaciones de rencor social, la abundancia de “escenas costumbristas”. Sin
embargo, no se trata de la resurrección del miserabilismo, ni hay autocompasión
alguna. En parte melodrama de la visceralidad, en parte expresión sincera
y jubilosa de la picaresca que es técnica de sobrevivencia, las novelas de la
barriada y el nuevo subgénero que aborda a los chavos banda, los gangs de la
violencia y la solidaridad, representan la ampliación del sentido literario.
Y la crónica registra el caos y la energía de las nuevas sociedades. Ricardo
Garibay en Acapulco y De lujo y hambre, Elena Poniatowska en La noche de
Tlatelolco, Fuerte es el silencio y Nada, nadie, José Joaquín Blanco en Función
de media noche y una veintena más de cronistas de excelente nivel ratifican el
desvanecimiento de las fronteras entre los géneros narrativos y la validez estética
de cierta literatura in a hurry.

La poesía: sentirse desollado en todas partes


Mientras crea pertenecer a “Occidente”, en su versión católica y decente, o
incluso liberal y decente, al poeta se le dificulta aludir de modo directo a sus
obsesiones. Al trizarse las “definiciones inamovibles” y las “normas inescapa-
bles”, a la poesía la alcanza la plena secularización, la sexualidad se despoja
de sus “galas místicas” y en la descripción de lo cotidiano ya no intervienen los
códigos represivos del “buen gusto”. Esto no aumenta o disminuye las calidades
poéticas, pero sí reduce considerablemente los alcances de la censura interna y
externa. Como sea, es a otro lector— más libre socialmente o menos habituado
al subterfugio — a quien se envían las nuevas visiones, de la franca descripción
de sueños de designio fornicatorio a la expresión fluida del deseo femenino o,
inclusive, a la consignación natural del deseo homosexual (sin pagar ya los altos
costos sociales de Cernuda, Porfirio Barba Jacob o Salvador Novo).
Los viajes que ilustran: se transita de la poesía rimada al verso libre, se
pierde el público vasto y reverente, se adquieren lectores fieles un tanto al
azar, se legaliza la coexistencia entre lo muy retórico y lo muy sentimental,
y el coloquialismo desplaza gradualmente a la intensidad lírica (un cambio
de tono que es modificación de perspectiva: los poetas creen dirigirse más
democráticamente a sus lectores). Y si los grandes fenómenos — la institu-
cionalidad de la Revolución Mexicana, la Revolución Cubana, el 68, la divul-
34

gación del marxismo, el desencanto ante los dogmatismos, el desvanecimiento


de los “misterios sexuales”, la explosión demográfica — no tienen repercusiones
mecánicas, la poesía, de un modo u otro, resiente y contiene el sentido esencial
de las transformaciones.
El siglo literario se inicia con el pasmo unánime ante los poetas, “torres de
Dios, pararrayos celestes”, legisladores no reconocidos de la humanidad, atra¬
viesa por las vanguardias y su deseo de convertir en agresión física o “piedras
en medio de la fiesta” a los actos poéticos; se deja influir por la premisa: “A
todos a condición de que todos sean unos cuantos” (Xavier Villaurrutia), que
es la defensa de los derechos de la minoría en un medio antiintelectual; deja de
lado, queriéndolo o no, la obsesión de recobrar el público de los poetas moder¬
nistas; consigue — a través de aliados tan sospechosos como las letras de rock,
o gracias al mero incremento de la vida cultural — a nuevos lectores que, como
siempre, le exigen a la poesía que clarifique, ordene o invente estados de ánimo.
Y de pronto, sin un centro avasallador, todo se mezcla: la “exquisitez”, la
“barbarie”, el dandismo del arrabal, el machismo estereofónico, el hermetismo
con o sin claves correspondientes, el cuerpo como protagonista y el cuerpo
como ausencia significativa, la retórica del hablar llano, los desbordamientos y
contenciones programáticas, el retorno al soneto y la manía del poemínimo.
Es notable la tradición específica de la poesía mexicana. En el siglo XX,
por ejemplo, se dispone de las obras de Salvador Díaz Mirón, Alfredo R. Pla-
cencia, Francisco González León, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer, José
Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Salvador Novo, Jorge Cuesta,
Renato Leduc, Efraín Huerta, Octavio Paz, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz
Ñuño, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Eduardo Lizalde, José Carlos Be¬
cerra, José Emilio Pacheco. Si un tipo de poesía no admite descendencia (la
estetización del tradicionalismo: Placencia, González León, López Velarde), y
si la obra de los Contemporáneos ya es más cultura clásica que resonancia di¬
recta, son en cambio obras plenamente vigentes, en el sentido de creación de
un público específico y construcción de alternativas, las de Octavio Paz, Jaime
Sabines, Efraín Huerta y José Emilio Pacheco.
Paz es sin duda la figura más admirada y controvertida de estos años. Poeta,
ensayista, analista político, tratadista literario, Paz representa el esplendor del
afán clásico, la apertura a la cultura oriental, el registro de la vanguardia y
la mirada critica hacia la modernidad, el debate de frente y de espaldas a
la historia. En lo básico, la línea creativa de Paz acata e integra sus ideales
juveniles, su idea de las modificaciones vitales que la poesía trae consigo. El
se afilia a la “tradición de la ruptura” (riesgo, rechazo de lo establecido), y
translada su utopía a la literatura: “La poesía es conocimiento, salvación,
poder, abandono. Operación capaz de cambiar el mundo, la actividad poética
es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación
interior”.
En la ciudad letrada, a Efraín Huerta y a Jaime Sabines se les considera
como emblemas del vitalismo, y esto suele argumentarse para explicar su a-
rraigo en lectores que por lo común no leen poesía. Sin embargo, y no obstante
35

sus diferencias de tono (la intimidad de Huerta es condenatoria, lo opuesto a


la sencillez de Sabines), ambos poetas tienen en común el refinamiento, la ex¬
trema delicadeza en los campos de batalla de la ciudad moderna, la maestría
con que expresan las actitudes límite. Huerta representa la obsesión lírica, el
compromiso militante, la profecía del apocalipsis en la megalópolis, la ciudad
como el rito propiciatorio y el sarcasmo memorable. Y Sabines es la espon¬
taneidad arduamente trabajada, el desdén ante el “buen gusto”, la confesión
sentimental trabajada como provocación política:

¡A la chingada las lágrimas! dije


y me puse a llorar
como se ponen a parir.

La poesía de Sabines resulta liberadora en un medio literario gobernado en


zonas importantes por la reticencia y los ejercicios de estilo. Sin miedo, él
exhibe los afectos desde su raíz familiar o su clima prostibulario, convierte la
intimidad en proeza diaria, y conjunta, con genio, la ternura, la blasfemia, el
amor familiar que es la egolatría legítima, la celebración de las puteis, el elogio
rencoroso de la soledad, el sentimiento amoroso como la fuente original de las
imágenes.
En ellos, y en las múltiples propuestas de la obra de José Emilio Pacheco, los
jóvenes encuentran paradigmas y caminos cerrados. Y ante la desaparición de la
vanguardia y de las escuelas poéticas, las voces originales tardan en establecerse,
porque ya la reputación no depende de las provocaciones o de la elaboración
formal (las primeras desaparecen, la segunda es hoy mucho más frecuente). Y
todo o nada se vale como lo demuestra este poema de Ricardo Castillo (nacido
en 1951):

Las nalgas
La mujer también tiene el trasero dividido en dos.
Pero es indudable que las nalgas de una mujer
son incomparablemente mejores que las de un hombre,
tienen más vida, más alegría, son pura imaginación;
son más importantes que el sol y dios juntos,
son un artículo de primera necesidad que no afecta la inflación,
un pastel de cumpleaños en tu cumpleaños,
una bendición de la naturaleza,
el origen de la poesía y del escándalo.
Con el tumbao que tienen los guayos al redactar.
36

Epígrafe a modo de epílogo


La respuesta posmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que
el pasado no puede destruirse — su destrucción equivale al silencio — lo que
hay que hacer es volver a visitarlo, con ironía, sin ingenuidad. Pienso que la
actitud posmoderna es como la del que ama a una mujer muy culta y sabe
que no puede decirle: “Te amo desesperadamente”, porque sabe que ella sabe
(y que ella sabe que él sabe) que esa frase ya la ha escrito Corín Tellado.
Podrá decir: “Como diría Corín Tellado, te amo desesperadamente”. En ese
momento, habiendo dicho con claridad que ya no se puede hablar de manera
inocente, habrá logrado decirle que la ama en una época en que la inocencia se
ha perdido. (Umberto Eco)
Capitulaciones y heterodoxias.
Consideraciones sobre el hecho mexicano

Hugo Hiriart

1. Afirma Aristóteles que no hay pensamiento sin imagen. El punto es discu¬


tible: parece centrar la acción de pensar en lo que está haciendo el pensador
de Rodin y no, por ejemplo, en un hombre que está hablando, argumentando
(es decir, pensando al hablar). De todas maneras es cierto que el pensamiento
aspira a lo visual, que la visualización ayuda al pensamiento (no es lo mismo
un silogismo oído que uno visto, nos gusta, a veces, hacer esquemas, diagramas
cuando explicamos algo).
2. A veces pensamos con imágenes y nuestro pensamiento tiende a quedarse
en la imagen. El ocaso de la revolución, por ejemplo, es una imagen. Pero se
nos olvida con frecuencia. Magritte tiene un cuadro en el que se ve una pipa
y debajo de ella el misterioso letrero “esto no es una pipa”. Y uno inmediata¬
mente se pregunta ¿cómo que no es una pipa? Entonces ¿qué es? ¿Un cañón
de juguete? ¿Una especie de planta? No, no, nada de eso. Y por supuesto que
no es una pipa. Es más, es extraño que uno haya llegado a pensar que esto
era una pipa. No, no es. ¿Por qué? Porque, a ver, si esto es una pipa, fuma
con ella. Aah, no se puede ¿verdad? Entonces no es una pipa, es el dibujo,
la representación de una pipa. Pero se nos olvida, tomamos sin sentirlo la
representación por la cosa representada. Así las revoluciones no tienen ocaso,
porque no son días. Y, sin embargo, sí lo tienen, de algún modo, como el dibujo
de Magritte, de algún modo es una pipa. Esto es así porque, como decía el
mismo Aristóteles la mente es, en cierta manera, todas las cosas.
3. Las imágenes, como las palabras en la metáfora de Shakespeare, son las
monedas de los tontos. Pero también son una ayuda inapreciable para saber
qué pensamos de las cosas. No es fácil, de ninguna manera, ni en ningún caso,
desmontar, analizar nuestro pensamiento espontáneo sobre las cosas. Y no sólo
por razones conceptuales, intelectuales. Todos los que hemos estado sometidos
a terapia psicoanalítica (en cualquiera de sus variantes) conocemos la enorme
dificultad de llegar a saber lo que de verdad, íntima y auténticamente, opina¬
mos de cualquier cosa. El velo del autoengaño, la fantasía infantil, los libretos
aprendidos de memoria, los miedos diversos, hasta la cortesía opera vigorosa¬
mente, negándonos el acceso a nuestra recóndita verdad, sentida, vivida, que
está ahí sin elaboración, espontánea, libre.
4. Lo que voy a hacer es un trabajo sobre esta imaginería del 68 y el ocaso
de la revolución. Es una indagación sobre lo común, para captarlo, depurarlo
y estar en situación de someterlo a crítica. Voy a empezar con una escena de
teatro, no una escena de una obra, sino contando una cosa que pasó en un
teatro, durante un ensayo en el que uno de los actores hizo lo que en México
llamamos una escenita.
5. Acabo de estrenar, el 12 de octubre, un montaje con alumnos de un taller
38

de teatro (la mayoría de los cuales nunca se habían subido a un escenario) que es
en parte una adapatación a teatro del poema de Hans Magnus Enzensberger, El
hundimiento del Tilanic. En este poema el naufragio se utiliza como metáfora
para hablar de esa cosa tan espectacular que es el brusco cambio histórico,
la brusca mengua, o de plano desaparición de los ideales políticos de varias
generaciones. El fenómeno ha recibido distintos nombres, — el desencanto
de la izquierda, la evaporación del marxismo, — Ludolfo Paramio habla del
diluvio, etc. Los nombres no importan, la cosa está ahí, a la vista: la brújula de
nuestras utopías con sorprendente energía, salida de quién sabe dónde, cambió
de norte, y la gran serpiente histórica empezó, ante nuestros ojos asombrados,
a mudar de piel.
6. En el montaje de que hablaba, que llamé La noche del naufragio, hubo
naturalmente discusiones y problemas. Por ejemplo, por la actitud de un
compañero argentino que, cuando expliqué que en el momento mismo de irse
a pique el barco debía cantarse la Internacional mientras una muchacha hacía
tremolar una bandera roja, dijo - lacónicamente - que él abandonaba el trabajo.
Estaba muy contrariado. El ensayo se interrumpió. Se hizo un pesado silencio
expectante. Los treinta alumnos estaban congelados, viendo la escena:

— ¿Qué te pasa? - le pregunté.


— No quiero ser cómplice de esto - gritó.
— ¿De qué?
— De esta basura. Yo no creo que la revolución haya muerto. Está viva,
está viva. Lo digo en mi nombre y en el de más de doscientos camaradas,
de mis amigos torturados y muertos en Argentina durante la guerra sucia.

Como se ve, el actor argentino era propenso al melodrama; su emoción, sin


embargo, era genuina.

— Mira — le dije —, no estamos sustentando ninguna tesis, sino abriendo


un espacio a la discusión, a la reflexión. ¿Sabes? Para eso es el teatro,
para ver en escena lo que nos preocupa y nos interesa.
— No, es una traición - siguió diciendo.

No pude menos que observar que nuestra discusión producía gran interés entre
los actores y que, de una manera o de otra, empezaban a tomar partido. El
momento era delicado: como director del taller no podía permitir que el ensayo
degenerara hasta una tumultuosa asamblea política. Pero, hijo como soy del
68, tampoco quena ser ni autoritario ni represivo. Entonces se me ocurrió una
cosa.

¿Por qué no incluimos esta escena en la obra? - propuse.


¿Cuál escena? - preguntó el actor argentino.
Esta, ésta que acabamos de protagonizar: cuando se va a cantar la Inter¬
nacional y a tremolar la bandera roja, tú te levantas y dices que te vas de
la obra y dices por qué. Y los otros te contestan y dicen lo que quieran
decir. Luego sigue la obra.
39

7. Y así hicimos durante varios ensayos, hasta que el actor argentino no pudo
arreglarse con su conciencia y se retiró definitivamente del montaje (entonces
tuvimos que quitar la escena). Pero el episodio mostró que el tema del naufragio
estaba vivo, es decir, que todos, sabiéndolo o no, teníamos algo que decir sobre
él y que lo que podríamos decir nos picaba la emotividad y nos hacía fácilmente
expansivos, coléricos, discutidores. Como en los juegos de realidad de que
habló Bruce-Novoa a propósito de Elenita Poniatowska, el tema cobraba doble
realidad dentro de la obra, el Naufragio estaba a punto de naufragar. Y cómo
no iba a ser así si se trata de un asunto que engloba oscuramente a nuestra
generación, una generación significada por dos sílabas sobadas y resobadas,
mangoneadas, traídas y llevadas, pero inevitables, las dos sílabas que hacen la
palabra crisis.
8. Este es, creo, el tema de este encuentro: cómo se ha dado en las bellas
letras esta crisis. Y por crisis entiendo - no una cosa vaga, sino simple y
clara: que los procedimientos mentales y las acciones que durante mucho tiempo
probaron ser eficaces, reveladores, sugerentes, dejaron casi de pronto de serlo y
dejaron en su lugar un vacío de pensamiento y acción, una especie de pasmo,
de succión, de nada. Este acto de magia, esta prestidigitación histórica que
hizo desaparecer lo que antes estuvo vigente produce dos actitudes diferentes
y contrapuestas: algunos, digamos la mayoría, se alegran de la desaparición
y alegan que los ideales son siempre peligrosos, y recuerdan el horror de las
guerras ideológicas que ha padecido este violento siglo y las degeneraciones
grotescas en que, en la práctica, se cayó al intentar realizar los ideales. Otros
piensan o estiman que se ha perdido algo muy valioso con el derrumbe de
los ideales, a que un mundo sin horizonte utópico es pequeño, lamentable,
incompleto, casi asfixiante: ¿vamos a quedar como estamos, en esta deplorable
grisura? ¿Que el hombre no es perfectible? ¿Por dónde va a salir el sol de
nuevos ideales? ¿Ya no hay nada que hacer? Etcétera.
9. Estos dos grupos (que encarnan actitudes contrarias) son, como veremos,
la versión actual de un enfrentamiento, de una rivalidad siempre presente en la
vida literaria mexicana.
10. Están también los moderados y razonables, que casi siempre tienen la
razón, nadie les hace caso. La palabra misma, moderado, es ñoña y falta de
encanto, y no hay en ellos drama ni melodrama, sólo, tal vez, algo de verdad,
porque la verdad es la verdad aunque no sea asombrosa ni llamativa.
11. Recuerdo que a media discusión con el puntilloso, cuanto arcaizante,
actor argentino me vino a la cabeza, quién sabe por qué, el nombre de Douglas
Bravo (Douglas Bravo fue un guerrillero venezolano muy famoso a fines de los
cincuentas, principios de los sesentas). Y pensé “estos muchachos (la mayoría
de los que tomaban parte en el taller son jóvenes) no saben quién fue ni qué
quería Douglas Bravo”. Son de otra generación, y las cosas han cambiado
mucho. La verdad es que yo mismo no sé qué fue de él. Así se estructuraba
el lugar común (ojalá que de verdad lo sea y vaya aclarando): las cosas han
cambiado, ya no hay gente dispuesta a morirse por esas ideas, es más, ya no
importa que haya habido gente así, la nueva generación no los conoce (¿quién
40

hubiera pronosticado esto en 1962, por ejemplo?) y si los conoce, los repudia
(para nosotros eran héroes gigantescos, como los soldados republicanos de la
Guerra Civil Española), la generación emergente es muy distinta de la nuestra,
ellos no tienen algo que nosotros teníamos (nunca lo conocieron y, por lo tanto,
no lo extrañan), nosotros teníamos algo y lo perdimos (puede, entonces, en
nuestro caso, hablarse de una crisis). De esta manera el tema marca úna
separación de generaciones. Hay, pues, que hablar de generaciones.
12. La reflexión sobre las generaciones llegó hasta nosotros bajo el patroci¬
nio (como se dice en la tele) de Don José Ortega y Gasset. (Recientemente el
historiador Don Luis González y González exhumó el método aplicándolo a la
historia mexicana).
13. Cuando hablamos de generaciones hacemos uso de uno de los juguetes
más instructivos con que cuenta la mente humana: el que permite jugar el
juego de las clasificaciones. El arte de clasificar nos sirve para orientarnos en
el mundo: ¿Qué es? ¿Dónde lo ponemos o lo buscamos? ¿A qué se parece?
Hay que recordar que sin clasificar no entenderíamos lo que se llama nada, pero
también que el enemigo jurado de la clasificación es la arbitrariedad. Así, por
ejemplo, Ortega, y con él González y González, dice que las generaciones se dan
cada 15 años. ¿Por qué? Porque es la distancia entre el maestro y el alumno.
Pero la tradición dice que las generaciones se dan cada 30 años, es decir, la
distancia entre el padre y el hijo (esto es lo que dice el Magníficat cuando habla
de todas las generaciones). En realidad las cosas están así para la generación
anterior, los nacidos entre 1940 - 1969, que va alcanzando la madurez. No
quiero detenerme aquí, vamos a volver después sobre esto. Lo que quiero es
contrastar este estado de cosas con el que se enfrentó la generación anterior, es
decir, los abuelos, cuando llegó a la madurez.

(1940 - 1969) institucionalismo versus antiimperialismo


cosmopolitismo neorrealismo
exquisitos revolucionarios
nocturnos diurnos
Paz Revueltas
Arreóla Huerta
Elizondo Rulfo Fuentes
Pacheco Surrealistas Monsiváis
antiestalinismo Revolución Cubana

Para cuando la generación anterior, los bisabuelos, llegó a la madurez, las cosas
eran, a su vez, muy diferentes.

(1910-1939) contrarrevolución versus revolución


vanguardismos criollismos
nocturno diurno
Reyes, Torri, Vasconcelos,
Novo, Cuesta, Martín Luis Guzmán,
41

Gorostiza, los muralistas,


Soriano, Tamayo Chávez,
Magdaleno, el
Indio Fernández

La generación anterior, los tatarabuelos, vive en conflicto entre modernistas


versus realistas: Tablada frente a Gamboa, Ñervo versus Delgado o Portillo.
¿Qué hacemos? Además, en el continuo de las vidas humanas ¿cómo aislamos
una generación? ¿Cómo se aglutina una generación? ¿Cómo se aglutina una
generación y se distingue de otra? Arbitrariedad de arbitrariedades, todo es
arbitrariedad. Sin embargo, la presencia y aglutinamiento de generaciones es
un fenómeno real, real e inquietante. Parece un poco cosa de magia y otro poco
cosa de locos, pero es y está ahí. Vamos a ver.
14. Debo estas ideas a mi amigo Francisco Guzmán Burgos que ha estudiado
estas magias clasificatorias con obsesiva y brillante minuciosidad. Guzmán
Burgos rechaza los 15 años orteguianos en favor de los 30 tradicionales. Lo
que aglutina a una generación, dice, es que sus integrantes responden a los
mismos condicionantes históricos, a las mismas inquietudes. Su estudio abarca
las generaciones mexicanas desde el descubrimiento de América hasta el año
2000 (los clasificadores son ambiciosos, Bossuet y los cronologistas arrancaban
de plano desde Adán y Eva), pero, en gracia a la brevedad me limitaré a las
últimas décadas.
15. Arranquemos del presente. Vamos a ir de lo nuevo a lo antiguo, es decir,
para atrás en el tiempo. Empecemos con los 30 años que van de 1970 a 2000.
En estos años interactúan estas tres generaciones: los muy jóvenes, menores
de 20 años, nacidos de 1970 para acá, que todavía no dan color (algunos están
todavía en el limbo metafísico de lo posible). Los nacidos entre 1940-1969 que
somos casi todos los mexicanos que estamos aquí; esta es la generación que
está llegando a su prime, como se dice en inglés, o a su akmé, como decían
los griegos. Más atrás está la generación de nuestros ancestros inmediatos, los
nacidos entre 1910-1939, ahí están Paz y Revueltas, Arreóla y Huerta, Rulfo,
Fuentes y Elizondo, y los más jóvenes, pero de otra generación, como Monsiváis
y Pacheco y algunos otros. Más arriba están los bisabuelos, los nacidos entre
1880-1909; si con la generación anterior nosotros tenemos familiaridad mayor o
menor, aquéllos empiezan ya a diluirse en la leyenda, son Reyes y Vasconcelos,
Martín Luis Guzmán y Salvador Novo, los muralistas y el Indio Fernández, y
también Luis Cardoza y Aragón y Rufino Tamayo que, por fortuna, todavía
viven.
16. De estos últimos ancestros quedan pocos, los matusalémicos, por eso
puede decirse que en un momento dado, este día, por ejemplo, de 1989 tres
generaciones conviven, se articulan. Son contemporáneas tres generaciones
(llamémoslas abuelos, padres e hijos), son contemporáneas, pero no coetáneas,
sólo son coetáneos los miembros de cada generación (que se define por indivi¬
duos que han vivido en el mismo tiempo y espacio).
42

17. Ahora bien, cada generación está escindida y vive una rivalidad in¬
terna, esa es su, por decirlo así, dialéctica. Generación quiere decir, también,
contienda.
La generación que despunta, los jóvenes, los hijos, los nacidos entre 1970 y
1999, nace cuando las cosas se presentan así:

(1970-1999) reconversión industrial versus populismo


nocturno diurno
metacreacionistas hiperrealistas
Salinas Cuauhtémoc

17 bis. Nuestra generación (1940 - 1969) empezó compartiendo la disyuntiva de


la generación anterior. Uno de nuestros hechos históricos esenciales es el triunfo
y la defensa de la Revolución Cubana. Y a nosotros, que creíamos en eso nos
tocó que el príncipe se convirtiera en sapo, que el encanto terminara, somos
propiamente la generación desencantada, así se podría llamar y caracterizar. Lo
somos por la Revolución Cubana y la Guerra del Vietnam pero, principalmente
por el 68. El 68 significó la emergencia como protagonista de una generación que
apenas está naciendo y que irrumpe y desplaza a la generación madura y a los
abuelos. Por eso fue tan raro e intrigante, porque era una alteración profunda
de la lógica habitual de la marcha histórica, de la sucesión de generaciones.
Era un traslape. 68 fue la cresta de la ola: vino después la desesperación de
las guerrillas y luego el desencanto general.
17 bis bis. La generación que sigue hereda el desencanto, pero no lo ha
padecido (nunca estuvo ilusionada) y no puede, por tanto reconocerlo. La ge¬
neración de los abuelos, cosa rara históricamente, quedó atrás, su tiempo le
fue arrebatado y marchó en la retaguardia de las cosas. A nosotros, al parecer
nos sucedió lo que a esos muchachos que son muy brillantes en la prepa, en la
adolescencia, tan activos y brillantes que agotan en esa edad y condición todas
sus posibilidades y luego no llegan a nada: es una generación de adolescentes
perpetuos, de estudiantes perpetuos, de limbo juvenil desencantado. La alter¬
nativa actual tiene para nosotros poca sustancia, dice poco y, sobre todo, tiene
poco sabor. ¿Cómo comparar esto con el fuerte sabor de los deslumbrantes
días del 68 y de antes cuando en un mundo perfectamente maniqueo lo bueno
y lo malo, la luz y la sombra se escindían nítidamente?
18. Las generaciones de los hombres, dice Homero, se suceden como las
hojas de los árboles. El acomodo de las imágenes y los juicios en nuestro
sistema de orientación es claro, podríamos decir que es obvio. La cosa rara del
68, decimos espontáneamente, lo que la hace tan singular e intrigante, es la
intromisión de una generación joven en el rol de una madura y hasta de una
provecta. El galancete (como se decía antes en la jerga teatral), el galancete
avanza en el escenario con ademanes de primer actor; su voz es todavía trémula
y vacilante, pero su empaque, su seguridad son de protagonista. El aprendiz
domina por un momento la escena y se hace oficial y maestro. Así da principio
la crisis que hemos reseñado.
43

19. Y, sin embargo, es posible que estemos totalmente equivocados. Pro¬


bablemente estas generaciones no se caracterizan por esto, ni es esto lo que ha
sucedido. (Siempre es saludable usar la duda cartesiana como método). Como
en el cuadro de Magritte, podemos juzgar que es una pipa lo que en verdad
no es una pipa, sino nuestra representación de una pipa. Porque el destino
ineludible de una generación es gemir esclava de sus representaciones o, mejor
dicho, confiar ingenuamente en la infalibilidad de sus representaciones, de sus
expectativas y modos de interpretación. Pero no hay ningún fundamento para
esta confianza. Nuestra generación puede ver con entera claridad cuánto se
equivocaron en sus juicios y expectativas las generaciones de nuestros abuelos
y nuestros tatarabuelos. ¿Por qué no vamos a estar equivocados nosotros? ¿Por
qué nuestro diagnóstico inmediato no va a ser enteramente lunático?
20. El presente, se dice, no puede entenderse desde el presente. No sabemos
dónde queda lo importante, estamos ciegos a las consecuencias. Un hombre,
decía Balzac, no puede nunca saber cuáles han sido los hechos y las decisiones
verdaderamente cruciales, verdaderamente importantes de su vida.
Una de las tareas de la literatura es dejar el testimonio de esta bruma, de
esta confusa inseguridad (que muy a menudo se presenta como certeza). Y en
este sentido, desde el fondo de nuestro calabozo conceptual podemos formular
algunas preguntas. Por ejemplo: ¿Cómo va a abrirse paso la parte diurna de
la literatura? ¿Qué visión de una vida completa y justa nos va a proponer?
¿Podrán postularse de nuevo ideales y utopías dignos de ser alcanzados? De
no ser así: ¿cómo es un mundo sin horizonte utópico? ¿Qué sucede cuando
las únicas banderas son delirios y excesos individuales o un modesto y pardo
irla pasando? John Maynard Keynes decía que nuestra época iba a pasar a
la historia como la época de la estúpida sobrevaloración de lo que es y puede
hacer el dinero. Puede ser. Podría también suceder que lleguen a pasar tales
cosas que se piense que nuestra época fue excepcionalmente apacible y feliz
(como sucede con el fin de siglo, la llamada Bella Epoca, abominada, execrada
hasta el cansancio por los modernistas, época injusta y bestial que ahora les
parece a muchos una especie de paraíso).
No sabemos. Tal vez lo único que puede hacerse es cubrirnos la cabeza con
los brazos y agacharnos hasta que pase la ira de Dios. Malos tiempos, tiempos
inciertos y grises, podría decirse. ¿Malos de veras? A lo mejor siempre ha sido
así y nos tocaron, según dice Borges, como a todos los hombres malos tiempos
en qué vivir.
'
II

Problemas de la novela
Una sola línea: la narrativa mexicana

Sara Sefchovich

A lo largo de su historia, la novela mexicana siempre se preocupó por relatar


al país y a su gente. Como escribió Rosario Castellanos, “la novela nunca ha
sido un pasatiempo ocioso o alarde de imaginación sino un instrumento para
captar nuestra realidad y conferirle sentido y perdurabilidad. Lo estético, lo
filosófico, lo sicológico y lo narrativo han estado al servicio del conocimiento
de la historia y de la sociedad”. A la narrativa le ha interesado entretener
pero también educar. Su afán ha sido totalizador en un doble sentido: por una
parte, mostrar a la historia y a la sociedad y por otra, asumir una posición,
un compromiso, intentar convencer a los lectores. La novela mexicana ha sido
pues, en su tendencias principales y en sus ejemplos más notables, un retrato
crítico y una conciencia crítica.
La literatura mexicana del siglo XIX estuvo tenida por las luchas ideológicas
y políticas entre liberales y conservadores cuyas diferencias tenían que ver con
la forma como se debería construir la República y sus instituciones y con cuál
debía ser su estructuración económica y social, sus clases dominantes, su cultura
(si española o francesa) y hasta su herencia (si hispana o indígena). Esto se
observa durante todo el primer siglo independiente mexicano: Lizardi es liberal
en su prosa y Carpió conservador en sus poemas, Payno y Altamirano son
liberales mientras que Carrillo y Ancona y Roa Bárcena son conservadores.
Entre la independencia y la reforma, el país vive una época de inestabilidad,
de “anarquía”, de levantamientos políticos y latifundios económicos. Algunos
desean defender viejos privilegios y otros quieren adquirirlos. El triunfo de los
mestizos va acompañado del deseo de modernización y progreso entendidos a
la europea, es decir, del capitalismo, de poner a trabajar la tierra y construir
ferrocarriles y fábricas. Y la literatura da cuenta de ello. Desde los iturbidistas
a los juaristas hay una sola constante: la ruptura con la colonia española en
todos los ámbitos, incluyendo por supuesto a la literatura que transforma los
gastados modelos formales de los siglos anteriores. “Los plebeyos tomaron por
asalto el mundo de las letras como protagonistas y como actores” afirma José
Emilio Pacheco sobre esta época, y lo hicieron en la prosa, en el periodismo y
en la novela. Véase la crítica que hace Lizardi a las instituciones coloniales —
iglesia, tribunales, ejército, universidad — y a las costumbres del rentismo en
lugar del trabajo, o el romanticismo crítico de Guillermo Prieto que convierte
al pueblo en agente de la historia patria con un estilo lleno de chispa y sátira
que habla de las bondades del liberalismo y contra los malos gobernantes, o
los afanes de tantos escritores por dar cuenta de las costumbres de la época en
medio de historiéis de amor, o los relatos de bandidos que tanto proliferaban.
En la segunda mitad del siglo, ya en tiempos de la Reforma, cuando el país
se viste de oscuro y de levita y debe combatir una intervención extranjera, la
novela se hace más sobria y nacionalista aunque no pierde sus mismos afanes
48

y aparecen los grandes proyectos políticos y culturales, así como insistencia


en usar asuntos mexicanos para la literatura buscando la inspiración en la
historia y en el pueblo y abandonando todo lo extranjero y europeo para
entendernos con el indio, con el chinaco” como escribió Cuéllar. Hay en los
escritores proselitismo, moralismo, deseo de retratar pero también de mejorar.
La figura clave del proyecto cultural es Altamirano quien tiene una profunda
conciencia de lo nacional — que en ese momento requería de la conciliación de
las diferentes tendencias — y también una profunda conciencia de lo literario,
es decir, de la forma. Visto a la distancia de un siglo, el romanticismo parecería
una contradicción al unir la esperanza de reforma social y de invención de una
patria con las heroínas llorosas y desmayadas, pero no es así. Porque sólo
el héroe idealizado podía luchar por el amor y por la patria, porque sólo él
buscaba mejorar la condición del hombre. Y además, para que hubiera lectores,
había que darles lo que les gustaba que eran las lágrimas. En el siglo en que
nació la nación en México también nació la novela y ella pasó — desde la
Independencia a la anarquía y desde la intervención extranjera a la Reforma
— del costumbrismo y la picaresca al romanticismo y el realismo. Y su afán
fue siempre el mismo de quienes construyeron el país y sus instituciones, o sea
el de educar, moralizar, cambiar, impulsar, construir. Este se convertiría en el
modelo de la literatura mexicana por siempre.
Entre 1880 y 1900 surge una Hispanoamérica nueva en varios sentidos. El
crecimiento del capital monopólico y los avances en la industria y el transporte
convirtieron a la economía mundial en una donde los países metropolitanos
requerían materias primas y las compraban a los países periféricos mientras
estos adquirían sus productos terminados. Los cambios hacia la modernización
alteraron el tono y las ideas estéticas. En México la pacificación del país dio
lugar al porfiriato, que fue un gobierno fuerte como los “científicos” positivi¬
stas creían que era el mejor y el único capaz de lograr el progreso y el orden, el
capitalismo y la modernización tan deseados. Durante treinta años los extran¬
jeros invirtieron en México en ferrocarriles y minería, en bancos y comercio,
mientras los nacionales hacían crecer haciendas enormes y poco productivas y
gastaban su dinero en Europa, modelo para ellos de la civilización y la cultura,
particularmente Francia. La literatura tomó dos caminos principales: por un
lado el modernismo sobre todo en poesía y por otro el realismo en la novela. El
primero de ellos fue el camino de la renovación, el segundo el de la conservación,
que fueron los dos polos entre los cuales se movió la contradicción de la época.
El modernismo fue un movimiento de verdadera vanguardia y modernidad, que
revivificó la forma y el lenguaje y que se negó a continuar con las propuestas
nacionalistas y colectivistas de la literatura anterior. Poesía de un mundo refi¬
nado, culto, sólo posible en un país cuyas clases altas podían serlo, fue también
como afirma Sergio González, una rebeldía que se fomentó desde el antro, la
cantina y el prostíbulo oponiéndose a la moral pública del porfiriato, a los ce¬
rrojos del catecismo y a las admoniciones del hogar y la familia. Sus autores
fueron las clases medias, que tenían acceso a la cultura pero no a la riqueza. El
segundo camino, el que tomó la novela, fue el de los aristócratas, quienes veían
49

las desigualdades sociales pero les buscaban soluciones paternalistas dentro de


la estabilidad e inmovilidad de ese mundo que querían y pensaban eterno, aun¬
que corregible y hablan de ello en una prosa realista, sin excesos, marcada por
sus lecturas de los maestros españoles y franceses. Se trata de dos tipos de
estética que responden a una misma visión del mundo: la que no quiere que
cambie el orden que lo sustenta aunque se opone a ciertos aspectos de él. Son
dos tendencias de una misma ideología y las dos renuevan a la literatura: los
poetas modernistas la forma y el lenguaje y los novelistas realistas el modelo
costumbrista y moralizador, al que cambian por los trazos de grandes líneas
de lo social. Si en la época anterior se quería construir una nación y cohesio¬
narla, durante el porfiriato se trató de mostrar ante el mundo que ya éramos
civilizados. Pero siempre la novela fue el retrato crítico de la sociedad.
En 1910 empezó la Revolución mexicana. La economía y las ideas se unían
una vez más: a los problemas que causaba el mercado mundial con la baja
del precio de la plata y la crisis financiera que duró hasta 1915, se aunaba
la inconformidad de ciertos sectores de las clases dominantes que querían una
vida política más dinámica y con mayores posibilidades de participación así
como la acción de campesinos y trabajadores hartos de la explotación y mi¬
seria. La Revolución mexicana se incubó con el libro de Madero La sucesión
presidencial en 1910 y con las novelas Tomochic de Heriberto Frías y Perico de
Arcadio Zentella. También con las ideas de los hermanos Flores Magón y con
los libros de Orozco, Cabrera y Molina Enríquez. La ruptura la emprendieron
pensadores como Caso, Vasconcelos y Reyes, políticos como Gómez Morín y
Lombardo Toledano, novelistas como Azuela y poetas como López Verlarde
y grupos culturales como el Ateneo de la Juventud, los Estridentistas y los
Contemporáneos, todos los cuales fueron sentando las bases para demoler las
normas de la sociedad porfiriana y para que pudiera irrumpir un nuevo modo
cultural y político.
La llamada Novela de la revolución, está formada por memorias y relatos,
historias del antes y después de los acontecimientos, de los hechos armados
mismos y de las luchas por el poder. Está compuesta por objetos literarios de los
más diversos, en un vasto mundo de posibilidades narrativas, cuyo único punto
de unión es el tema y la actitud: la de relatar de manera rápida, sin demasiado
culto por la forma y sin creer que se hubieran cumplido los fines para los cuales
se derramaba tanta sangre. Es una novelística que muestra a una sociedad en
movimiento con todas sus contradicciones, que combina autobiografía, historia
y literatura para dar cuenta de las dimensiones de ese proceso. Como tiene
gran aliento social y en ella el pueblo es siempre el protagonista, sin quererlo ni
proponérselo, terminó por ser una novelística revolucionaria precisamente por lo
que menos lo parecería: por su forma y por su contenido. Y si bien estudiosos
como Rafael Solana o Xorge del Campo han documentado más de dos mil
de estos escritores, en realidad algunos nombres y algunas tendencias son los
fundamentales: Mariano Azuela el de la novela social, Martín Luis Guzmán el
de la novela política, José Rubén Romero que documenta la vida antes de la
irrupción del movimiento armado, Gregorio López y Fuentes y Rafael F. Muñoz
50

relatores de los hechos armados, Urquizo, Campobello y Vasconcelos con sus


memorias. Hay novelas de la lucha por la tierra y en favor del indio, como las
de Mauricio Magdaleno y de la lucha proletaria como las de José Mancisidor,
de las guerras cristeras — última etapa de la Revolución como las de José
Guadalupe de Anda y Jorge Gram y por fin las de los años treinta, cuando
se fue pacificando el país al tiempo que se emprendían las grandes reformas y
la reorganización del poder y los sucesos ya se miran con cierta perspectiva.
Termina entonces la Revolución mexicana.
En los años cuarenta México entró en una etapa distinta en la que el Estado
se preocupó por conciliar los diferentes intereses sociales en la unidad nacional
y se colocó como árbitro para promover la industrialización — al amparo de las
ventajas que significó para México la segunda guerra mundial — y de nuevo,
la modernización capitalista. En cuanto a la novela, después del cataclismo
vino el repliegue, la reformulación de las preguntas, la vacilación, pero no por
eso el vacío que afirma José Luis Martínez. Hubo novela y fue importante.
Ella se movió entre la decepción por los resultados de la Revolución y la in¬
certidumbre por el futuro. Siguiendo la tradición mexicana de un siglo, los
escritores querían retrarar pero también interpretar, explicarse al país y a sus
gentes. Podemos abrir la década con una obra de título simbólico que mira la
nueva realidad post-revolucionaria: La estrella vacía de Luis Spota del 50, que
ya da fe de una época completamente diferente. Entre los dos extremos, son
varios años y varias novelas de Yáñez, Rojas González, Revueltas y Traven. Si
con Cárdenas y Calles hubo experimentación en la novela porque también hubo
una búsqueda política, con Avila Camacho y Alemán la novela permanece tran¬
quila, los señoritos han triunfado en la realidad y en la literatura, atrás quedan
los indígenas, los pueblos, las luchas, los ideales. La obra de Revueltas y la
de Paz representan los extremos de esta transición: el novelista ve la traición
a la Revolución y la documenta con dolor mientras que el poeta da cuenta
precisamente del triunfo de los catrines y lo convierte en estética y palabra.
Los años cincuenta son los que se conocen como el desarrollo estabilizador,
una época en la que se consiguió crecimiento económico aunado a estabilidad
social y política. Fueron esos años en que los empresarios estuvieron satisfechos
y también la sociedad civil. Hubo un sólo lenguaje y el país pensó como su
gobierno. Llegaba al fin la modernización tan deseada, el desarrollo, la indu¬
strialización, la infraestructura, el turismo y las clases medias que consumían
en las ciudades y se cosmopolitizaban liberándose del peso del folklore y de los
mitos de la Revolución. Las ideas y las palabras fueron triunfalistas, optimi¬
stas y desnacionalizadas, el muralismo y los sonidos autóctonos dejan de ser
la estética dominante porque ya no decían nada a nadie pues como dijo Luis
Spota, “la Revolución se bajó del caballo y se subió al Cadillac”. Se trataba
de ser moderno y universal, de usar nuevos lenguajes, “cambiar de piel” como
afirma la afortunada frase de Fuentes. La influencia norteamericana fue defini¬
tiva como señal de dinamismo. Carlos Fuentes decretó el fin de la novela de la
revolución y José Luis Cuevas el fin del muralismo. Carlos Monsiváis enseñó
una nueva manera de concebir a la cultura y Fernando Benítez de promoverla.
51

Ellos dieron la tónica del pensamiento y así nacieron revistas, suplementos cul¬
turales, editoriales, galerías, cines, teatros. Fue la época del milagro donde lo
mexicano ya no agitaba banderas tricolores sino universalidad y obsesiva mo¬
dernización. La novela de la época tomó tres vertientes: la iniciada por Arreóla
de un mundo intensamente personal, de juego con la palabra y de preocupación
por el hecho mismo de crear, la de Rulfo que continuaba la tendencia que desde
el siglo XIX motivó a la narrativa mexicana que era la de retratar al pueblo,
a la vida fuera de la capital, con su sentido del tiempo, sus símbolos y sus
mitos y sin que sus preocupaciones pasaran por la modernidad, y la de Fuen¬
tes, ya obra urbana, que trataba al país con una concepción modernizada y
cosmopolita de afanes totalizadores y voluntad de convertirse en paradigma y
en síntesis de lo mexicano y lo universal y dando importancia al trabajo con
el lenguaje. Con estos autores, se produjo un salto, una ruptura en la prosa
mexicana y cada una de esas vertientes tuvo sus seguidores. Hacia mediados
de la década de los sesenta los tres caminos de la narrativa mexicana daban fe
de las contradicciones del proceso de modernización, pues al retratar un mismo
país, mostraban sus distintas caras: la de los ricos y sofisticados de la capital
y la del campo reseco y miserable o de los pueblos perdidos. ¿Es el mismo país
y son los mismos mexicanos los que viven la modernidad de los suburbios de
la ciudad de México y los que viven en el interior? ¿Es el mismo país triunfal
y optimista el que relata Luis Spota que el triste y pobre que relata Elena
Poniatowska? ¿Son los mismos mexicanos los que aparecen en las novelas de
indígenas de Castellanos que los de esas clases medias angustiadas de García
Ponce o los de esa provincia pesada y moralista de Galindo? La narrativa da
cuenta de lo histórico y de lo mágico, de lo mestizo y lo indígena, de lo rico
y lo pobre, de lo moderno y lo atávico. Los llamados “novelistas de la onda”
muestran la norteamericanización, urbanización y clasemediatización que su¬
cede en las ciudades, pero que se convierte en deseo y símbolo para todos. Sólo
la poesía dudó, fue crítica y política y nada complaciente con el proceso de
modernización. Montes de Oca, Lizalde, el grupo de La Espiga Amotinada
no creyeron en la ilusión del desarrollo. Es interesante observar que si en los
años cuarenta los poetas creyeron en la modernidad mientras los novelistas se
arrastraban en la tristeza y la desilusión, en los cincuenta y sesenta sucedió lo
contrario y fueron los narradores quienes creyeron y los poetas los que no. Se
compone así una línea que va de la poesía de Paz a la narrativa de Fuentes
y de la narrativa de Revueltas a la poesía de Lizalde como dos formas de ver
a un mismo país, dos conciencias estéticas y críticas, dos modos de vivir la
modernización y sus contradicciones.
A mediados de los años sesenta y durante los setenta, la narrativa mexicana
entró en una etapa única en su historia: el abandono del realismo y la entrada
— motivada por la modernidad en que se creía que ya vivía el país y por los mo¬
delos culturales del momento que iban desde el marxismo hasta el lacanianismo
y el estructuralismo y desde el nuevo cine y la nueva novela hasta el teatro de
vanguardia — a lo que se llama metaficcion o la creación literaria centrada en si
misma y en el acto de escribir. Fue esta una época de experimentación técnica
52

que dio lugar a un camino cerrado, hermético, que por un lado se oponía al
triunfalismo oficial, a la entrada de los medios de comunicación y a la sociedad
de masas en general con la cultura pasiva que fomentaban, pero que por otra
parte y desde otra perspectiva significó una cultura también de signo colonial,
que pretendía estar fuera de la historia. Elizondo, Fernández, Campos, son los
nombres más significativos de esta tendencia cuyo último representante ha sido
en la provincia mexicana — después de París, después de la capital de México
— Jesús Gardea.
Para fines de los años sesenta las distorsiones en el modelo de desarrollo
llevaron al país a un cuello de botella: no se producía lo que aquí se necesitaba
y en cambio sí muchos objetos de consumo para un mercado que no podía cre¬
cer debido a la aguda concentración del ingreso. Esto aunado a la dependencia
tecnológica y financiera y a la inquietud de vastos sectores de la población a
quienes no llegaban los beneficios del famoso “milagro” económico o las posi¬
bilidades de participación política, produjo una serie de movimientos sociales
importantes. Maestros, médicos, ferrocarrileros y en 1968 los estudiantes e
intelectuales salieron a la calle a protestar y fueron reprimidos.
El hecho de que el movimiento de los estudiantes estuviera compuesto pre¬
cisamente por gentes de las clases medias que estudiaban en las universidades
así como por intelectuales que tenían acceso a los medios de comunicación y a
las publicaciones, hizo que su importancia en términos ideológicos fuera mayor
que en términos sociales. Muchas novelas han aparecido en México que refie¬
ren de manera directa o como alusión e incluso como telón de fondo los sucesos
del sesenta y ocho así como sus consecuencias: Agustín, Ramos, Poniatowska,
Avilés Fabila, González de Alba, de la Torre, Campos, Sainz, Aguilar Mora,
Campbell, Arana, Martín del Campo, Mendoza, Spota, Azuela, del Paso, son
algunos de los autores. Se podría hacer un estudio estilístico y temático de
ellas y de su amplia diversidad — ya lo han intentado varios críticos — a fin
de responder al tema que se plantea en este Congreso. Sin embargo, lo que me
parece importante destacar es que el sesenta y ocho produjo un movimiento
intelectual en el que se volvió al interés por México, por estudiarlo y conocerlo,
el mismo que aún pervive y tiñe a las ciencias sociales y a la historia y también
por supuesto a la literatura. Pero en este punto es importante señalar — y así
adquiere sentido la larga revisión de la historia de la narrativa mexicana que
aquí se emprendió y que podría parecer fuera de tema — que en términos lite¬
rarios, el sesenta y ocho sirvió para abandonar la metaficción y continuar con
la tradición mexicana de hacer retratos críticos de la sociedad, de intentar la
representatividad histórica en la literatura y de asumir un compromiso social.
Si desde el punto de vista de la literatura podría decirse — como dijo Gide y
como se puede afirmar de la novela de la Revolución — que el sesenta y ocho
produjo mejores intenciones que novelas — con notables excepciones —, en
términos de una sociología de la literatura lo que encontramos es la repetición
de un fenómeno nacional: las clases medias que escriben sobre su país, con un
enorme dolor, con las ilusiones perdidas. La llamada novela del sesenta y ocho
es fenómeno que ocurre una vez más en la literatura mexicana, un conjunto
53

de objetos literarios diversos cuya única unidad es la mención a una utopía


que murió en sangre. Su diferencia con la novelística mexicana anterior está
dada por el signo de la época: si en Lizardi aparecían atrás los rentistas que
detenían el progreso, en Payno los bandidos que inundaban los caminos para
ayudar a los muchísimos pobres que había en el país y en Guzmán la lucha
por el poder entre caudillos, siempre y en cada caso con la moral de su mo¬
mento histórico, en el sesenta y ocho aparece una clase media que absorbió
lo que le correspondía: el individualismo, la preocupación por el cuerpo y la
liberación sexual, la rabia contra el poder y la extremada politización así como
la esperanza de que cambiar era posible. Las novelas reúnen elementos de la
historia con minúscula y la Historia con mayúscula, del individuo y la sociedad,
tal como en su momento lo hicieron las novelas de Altamirano, de Azuela y
de Revueltas. El sesenta y ocho no es una ruptura, al contrario, es la vuelta
a la tradición más arraigada de las letras mexicanas, que pareció perderse en
los años de la metaficción, y que es la del retrato crítico de la sociedad, más
preocupado por lo que tiene para decir que por la forma de decirlo, aunque en
sus mejores representantes suceda, también como ya pasó antes, que el esfuerzo
formal da lugar a verdaderas obras de arte.
Así pues, el título de este Congreso es desafortunado y muestra una escasa
comprensión del fenómeno histórico mexicano, pues en realidad fue primero el
ocaso de la Revolución y después el sesenta y ocho. Pensar que fue a la inversa
es creerle al discurso oficial y no a la narrativa. Y en segundo lugar, creo que lo
importante del sesenta y ocho es que debe ser visto no como ruptura sino como
parte y continuidad de lo que ha sido la línea principal de la novela mexicana
durante dos siglos, es decir, una novelística que es retrato crítico y realista de
la sociedad. Como hace un siglo y medio en época de Payno, como hace cien
años en tiempos de Altamirano y como hace sesenta años cuando la novela de la
Revolución, en la llamada novela del sesenta y ocho lo que existe como unidad
es el tema y en lo demás ella es, como la narrativa mexicana de dos siglos, una
en la que están presentes las preocupaciones sociales en mayor medida que las
formales. Si se entiende esto, se podrá mirar a la narrativa mexicana actual
desde una perspectiva más justa, en términos de lo que ella puede ser en México
y no con esquemas culturales de afuera.
La novelística mexicana actual aprendió del sesenta y ocho cierta forma de
mirar lo social y heredó de los años cincuenta y sesenta un modo de escribir.
Los límites en que se mueve están marcados por su relación con el poder,
por la moral del día, por su afán de vivir la vida cotidiana y por supuesto
inevitablemente por la crisis. Ella ha emprendido de vuelta el camino que va
de lo personal a lo social, que significa ahora una revisión de las concepciones
de la familia, de la mujer, de la ciudad, hasta de la historia. Hay desilusión
frente a todas las instituciones, observación cuidadosa del entorno social y un
alto grado de politización. Una vez más la novela busca sencillez en el relato y
quiere contar una historia, lo cual no es, como se ha querido creer, una respuesta
a la literatura hermética sino más bien al mundo difícil en que se vive. Las
novelas son una reiterada acusación a lo retórico de nuestro desarrollo, a lo
54

tramposo de nuestro progreso. Y todas tienen un elemento que las impregna


y que es, como corresponde a su época, el código cultural de los medios de
comunicación. En efecto, el lenguaje de éstos, su modo de pensar, desear y
plantear los problemas, su mirada sobre los seres humanos aparecen ahora en
la literatura mexicana.
Desesperanza de los marginados, desesperación de las clases medias, escep¬
ticismo, violencia y miedo, separación entre la ciudad y el campo y entre las
clases sociales. Este es el país que tenemos en los años ochenta — el que he¬
mos tenido durante muchos años — y del que da cuenta — y ha dado durante
muchos años — la novela. País de ilusiones no conseguidas y donde ni la fa¬
milia ni las instituciones ni la televisión ni el trabajo ni el ocio nos dan lo que
esperábamos. Sobre todo país de la fragmentación y sin lugar para las espe¬
ranzas, en el que todo parece desarticulado y hostil. La novela actual no hace
alardes, no moraliza y ni siquiera hace propuestas porque si hay un aprendizaje
en la víspera del siglo veintiuno es que ninguna sería válida ni posible. Los tex¬
tos de hoy dan fe de la inestabilidad, demuestran que el orden ha sido falso, que
se acabaron los sueños y las fantasías y que la televisión y el discurso oficial
mienten. Y por supuesto que todos lo sabemos pero seguimos viviendo así.
Las novelas ofrecen un testimonio, se abren a dudas, a búsquedas sin partido
ni dogma, defienden la solidaridad, evitan la pedagogía, se comprometen desde
una posición profundamente popular. Esta es la tendencia de la narrativa me¬
xicana actual, pero lo que hay que tener presente es que ésta ha sido siempre
la forma de ser de la literatura mexicana.
La novela mexicana de los setentas
y los ochentas

Ignacio Trejo Fuentes

I. Antecedentes

La novela mexicana (e hispanoamericana) aparece a principios del siglo XIX


gracias a José Joaquín Fernández de Lizardi: El Periquillo sarniento. Es, en
realidad, un cuadro de costumbres de las postrimerías de la época virreinal,
con tendencia más moralizante que picaresca y con ostensibles limitaciones en
su composición.
La novelística nacional que se produjo en aquel siglo tendió necesariamente
a guiarse por patrones creativos extranjeros, y remarco necesariamente porque,
no teniendo una tradición en el género, nuestros autores debieron nutrirse de
modelos estéticos provenientes de ámbitos donde aquella tradición era algo
concreto, especialmente de países europeos, como Francia, Inglaterra y España.
Pero con ser eso una consecuencia natural de una novelística en gestación,
que estaba apenas en el punto de arranque, repercutió sustancialmente en la
caracterización de la mayoría de las obras publicadas en ese periodo.
Si revisamos las novelas decimonónicas — no tan abundantes, por cierto —
encontramos una y otra vez fórmulas previamente usadas por escritores extran¬
jeros, de manera que su factura parecía una copia o una traslación a veces, las
más, rudimentaria o cuando menos ingenua de aquellas, porque no sólo se tras¬
minó la esencia técnica de los ejemplos, sino actitudes imitativas de mayor peso
y trascendencia, como la asimilación de posturas ideológicas que nada tenían
que ver con la circunstancia nacional y sin embargo se plasmaban en forma
reiterada en la literatura, o con la ubicación de los entramados anecdóticos en
escenarios asimismo ajenos a México. Y esto, aunque es explicable puesto que
nuestros novelistas tenían casi siempre una formación académica en el exterior,
acusa la escasa calidad de los trabajos narrativos de aquellos tiempos.
Justo Sierra O’Reilly, por ejemplo, era un seguidor cercano de los pasos de
Dumas, Eugéne Sue y Walter Scott; Vicente Riva Palacio traslada el estilo de
Walter Scott y Fenimore Cooper; Pedro Castera hace lo propio con las novelas
románticas españolas; Emilio Rabasa se apropia mucho de las características
de Galdós; Angel de Campo “Micros” lo hace con Dickens y Daudet; y Federico
Gamboa calca a los naturalistas franceses, especialmente a Zola.
Debe decirse que pese a los esfuerzos de Ignacio Manuel Altamirano, quien
desde sus tribunas periodísticas y de sus novelas pugnó por dar cabida al nacio¬
nalismo en nuestra literatura, porque se le diera a la realidad nacional su ver¬
dadera dimensión, pocos escritores siguieron su prédica, y aun así, cuando
intentaron refractar en sus libros los pliegues de nuestra identidad, lo hicieron
bajo las mismas viejas pautas provenientes de otros países. El mismo Altami¬
rano, y luego Manuel Payno, Luis G. Inclán, José Tomás de Cuéllar, Rafael
56

Delgado y Heriberto Frías, fueron quienes mayor empeño pusieron para dar a
la novela mexicana algún matiz propio, un cierto sello personal; pero, por lo
demás, se siguió insistiendo en enquistarse en preceptos narrativos ajenos, en
moldes de otras latitudes.
Por otra parte, la novelística nacional parece haber recibido la consigna
de manifestarse mediante una suerte de bloques temáticos homogéneos y casi
siempre prolongados. Al hacer un recuento de, digamos, las cinco últimas
décadas del siglo pasado y la primera de éste, el principal foco de interés era el
espacio rural, campirano, que generó lo que conocemos por literatura indigenis¬
ta. Muchas de nuestras novelas se nutren de ello y sobreviene la consecuencia
obvia: el hartazgo por lo reiterativo, conducido además por fórmulas anqui¬
losadas consistentes en visiones turísticas, cuadros de costumbres, escenas de
los ambientes que habrían de trasladarse a los libros. Gran parte de la litera¬
tura indigenista es de una pobreza estética evidente. Además, quienes no se
dejaron embelesar por los encantos de los indígenas, se regodearon en el cos¬
mopolitismo, de manera que nos encontrábamos en medio de esos dos polos
limitantes, el localismo fervoroso y el acendrado sentido de lo extranjerizante.
Las dos vertientes temáticas anteriores sufrieron sin embargo una sacudida
espectacular con el advenimiento de la Revolución mexicana. Las prolongadas
y cruentas luchas que se dieron en todo el territorio nacional por sacudirse los
lastres de un sistema caduco sostenido en esencia por el porfiriato para instau¬
rar un nuevo modelo político y social, generaron una veta temática riquísima
que nuestros escritores no podían dejar de explotar. Y así fue: desde Frías y
Azuela se disparó lo que habría de conocerse como “literatura de la revolución”:
decenas de autores se entregaron a rastrear todos los ángulos del fenómeno re¬
volucionario, de explorarlos, mostrarlos, enjuiciarlos. Los lectores de novela
mexicana hallaron de este modo un respiro en el agotamiento provocado por
los gastados y repetidos asuntos indigenistas y/o cosmopolitas. La novela de la
revolución fue así un aire nuevo y fresco, una inyección de vigor para escritores
y lectores. No obstante, ese ciclo cayó en los mismos rumbos de sus antecesores:
la fatiga, la extenuación, el hartazgo. Sí, la literatura nutrida de la revolución,
que al principio fue renovadora y fértil, se convirtió en una fuente donde todo
mundo se veía en la necesidad de abrevar, y el resultado fue su propia especie
de mortaja donde privó el hilo de lo repetitivo.
Que la novela de este ciclo adquirió tanta magnitud, tanto poder de pe¬
netración entre creadores y público, se comprueba en el hecho de que su ex¬
pansión hizo que otro tipo de literatura que se hacía en forma paralela pasara
inadvertida. Por ejemplo las curiosas novelas cortas escritas por gente como
Martínez Sotomayor, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Jaime Torres Bodet
y mas tarde Leopoldo Zamora Plowes fueron apabulladas por el resplandor de
la novela de la revolución y cayeron en el limbo del olvido, siendo como eran
anuncios de lo que vendría a ser, años después, un impulso revitalizador de
nuestra literatura, porque en ellas estaba el germen, en muchos sentidos, de
lo que puede entenderse ya como una literatura mexicana con características
personales.
57

Y el ciclo habría de repetirse. La novela de la revolución se extenuó: pa¬


reció si no agotarse — cansar a los lectores, quienes de seguro debieron
preguntarse si nuestros escritores permanecerían anclados en los mismos asun¬
tos y bajo similares procedimientos técnicos. Una respuesta inicial fue ofrecida
por Augustín Yáñez con su novela Al filo del agua, que, según se concuerda
ahora, establece la línea divisoria entre la vieja novelística y la novela mexi¬
cana moderna. Porque Yáñez, aunque deliberadamente recurrió a temas muy
manejados, sobre todo la revolución (sus prolegómenos), supo dar a su obra
un tratamiento técnico novedoso, inusitado en esos tiempos, donde la forma es
tan importante como el fondo y se propone la ruptura con el provincianismo
narrativo y se opta por nuevas experiencias. Se dice que Yáñez no hizo sino
asimilar esquemas provenientes de la literatura norteamericana (Al filo del agua
parece seguir un esquema similar a Manhalian Transfer, de John Dos Passos):
pero la imputación carece de importancia si consideramos los efectos que esa
aventura habría de provocar para ser retomados por escritores posteriores.
De Yáñez, y posteriormente de José Revueltas, los novelistas nacionales
aprendieron que era ya tiempo de sacudirse el espíritu aldeano, el provincia¬
nismo estético, y volviendo la mirada a otras, nuevas latitudes, convinieron
en que era posible y sobre todo urgente y necesario revitalizar la literatura
mexicana, hacerla entrar a la modernidad. Debe reconocerse que, de nuevo,
estos autores exploraron en otras dimensiones, en otros rumbos literarios para
extraer de ellos lo mejor y, revistiéndolos, modificándolos, adecuarlos a sus
necesidades expresivas. De ese modo, la literatura norteamericana, entonces
pujante y brillantísima, fue el epicentro ilustrativo, la guía a seguir. Podría
acusarse a autores como Juan Rulfo o Carlos Fuentes o Sergio Fernández de
copiar otra vez modelos extranjeros, pero la acusación es débil porque estos
autores se propusieron asimilar enseñanzas técnicas y no, como ocurría con la
novela de principios de siglo, de otra naturaleza. Se trató de hacer propias las
experiencias ajenas preñadas de modernidad, de un nuevo aliento, pero con la
condición inquebrantable de ponerlas al servicio de una nueva fase de nuestra
novelística. El cosmopolitismo bien entendido y mejor explotado de Fuentes lo
llevó a escribir un verdadero hito de la novela nacional, La región más transpa¬
rente. Esta es una obra que integra los recursos narrativos más novedosos de
su tiempo a la vez que indaga con singular acierto en la identidad de México y
lo mexicano. Esa misma búsqueda llevó antes a Juan Rulfo a explorar viejos
asuntos mexicanos mediante procedimientos novedosos, de manera que Pedro
Páramo, que al principio pareció no ser bien entendida, puede mirarse como la
catapulta hacia la modernidad de la que habrían de nutrirse otros novelistas.
Y siguiendo estos ejemplos ya locales, esa suerte de trasfusión, los nuevos
novelistas entendieron las posibilidades que tenían de pugnar por una narrativa
indiscutiblemente propia. Ya podía mirarse hacia el exterior pero también
era factible hallar modelos a seguir con plena confianza dentro de nuestras
fronteras. Es así que la década de los cincuentas debe considerarse como el
momento exacto de ruptura con lo caduco y del feliz escarceo con lo moderno.
Por ejemplo, adviertiendo cómo narradores de la generación inmediata-
58

mente anterior escribían obras de indudable mérito, otros novelistas se dieron a


la búsqueda de nuevas formas y estilos. Salvador Elizondo, Fernando del Paso,
Vicente Leñero, José Emilio Pacheco, por citar sólo algunos, hicieron suyas
ciertas técnicas antes exploradas por los llamados “nuevos novelistas france¬
ses y dieron a luz libros tan experimentales en su momento y en nuestro medio
como Farabeuf, José Trigo, Los albañiles o Morirás lejos que — discúlpese el
arrebato chovinista — nada piden a los que serían modelos originales (Robbe-
Grillet, Natalie Sarraute, Claude Simón...) e incluso llegan a superarlos con
amplitud.
Entre tanto, autores como Sergio Pitol, Juan Vicente Meló, Juan García
Ponce, Inés Arredondo, Jorge Ibargüengoitia y algunos más, se encargan de
entendérselas con una literatura que ni es “extranjerizante ni es experimental
en el sentido de los anteriormente mencionados, y que arroja una narrativa de
exploración en otros órdenes, como lo intimista, lo existencial y hasta lo lúdico,
con resultados estéticos e ideológicos notables y alentadores.
Tan alentadores — como para ellos habían sido sus predecesores — fueron
para escritores de nuevas generaciones. Tal es el caso de quienes integraron lo
que dio en llamarse “literatura de la Onda”, acaso la concreación de la tarea
infatigable de dar a nuestras letras una definición particular emprendida por
los escritores de los años cincuenta. Y de los límites bosquejados hasta aquí
puede apreciarse, creo, con mayor precisión el asunto que mueve este trabajo:
la novela de las décadas de los setenta y los ochenta y las posibilidades que
deben advertirse de la narrativa por venir.

II. Dos décadas


Se afirma con insistencia que la literatura latinoamericana es una de las más vi¬
gorosas y brillantes de cuantas existen en la actualidad. Ese conse so ule opinión
se sustenta en los ejemplos inequívocos de varios de los autores de lo que pode¬
mos llamar ahora y sin remilgos vieja guardia (Borges, Lezama Lima, Carpen-
tier, Onetti, Cortázar, Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, García Márquez,
Guimaráes Rosa, Sábato etcétera), han dejado para benéfico y a veces magi¬
stral usufructo de generaciones posteriores. Si rastreamos en cada rincón de
América Latina encontraremos muestras precisas de esa magnífica trasfusión
artística.
Y en ese ámbito México mantiene una jerarquía de primer orden. Lo que
pudiera parecer de entrada del todo pretensioso o soberbio tiene, no obstante,
soportes muy firmes. ¿O no dicen gran cosa — a los lectores de muchas lati¬
tudes — los nombres de Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Fernando
del Paso.. .por citar sólo algunos? Estos son autores que gradéis a sus dotes
escritúrales de innegable calidad se han abierto las puertas del conocimiento y
reconocimiento en sectores cada día más amplios. Pero ¿qué hay alrededor, o
detrás o después de esas figuras, de sus obras? ¿Qué ocurre con la literatura
mexicana de las promociones más recientes? Por supuesto, el desvelamiento
de esas interrogantes escapa a los propósitos de estas ponencia; sin embargo es
59

factible esbozar algunas señas de identidad de esa literatura.


La narrativa mexicana (incluyendo aquí el cuento y la novela) de los años
setentas y ochentas tendió por lo general a guiarse en tres líneas principales,
propuestas o marcadas de una u otra forma por escritores de, digámoslo así
tendencias precedentes.
Por un lado, aparece la vertiente por donde van escritores con una evidente
inclinación a registrar en sus obras una carga de conflictos sociales. Puede afir¬
marse que se trata de artistas conscientes de un deber ético, ideológico o como
quiera llamársele, que transmiten a sus trabajos creativos, y que encuentran
en maestros como José Revueltas (tal vez el paradigma en su especie) y Rubén
Salazar Mallén los patrones fundamentales de su conducta estético-ideológica.
Por otro, surge una corriente de novelistas comprometidos en forma visceral,
renovada cada día, indeclinable, con la experimentación formal y lingüística,
que sin dejar de atender las manifestaciones que en ese sentido se han producido
en el mundo, encuentran en casa modelos a seguir, como serían los libros de
Sergio Fernández, Fernando del Paso, Salvador Elizondo o José Emilio Pacheco.
Por último, se manifiesta el que sin duda es el segmento más recurrido, el
más común entre los autores del periodo anotado: es el que se conoce como
“literatura de la Onda” y que fue sostenido por Gustavo Sainz, José Augustín y
Parménides García Saldaña en la década de los sesentas. Se trataba de romper
viejos corsés formales, idiomáticos, temáticos, estilísticos que imperaban hasta
entonces en nuestro medio y que, al concretarse 1a. ruptura, abrió un mundo
de posibilidades insospechadas, sobre todo porque rescató la participación de
la juventud como protagonista axial de la literatura (y por supuesto todo lo
que eso implica en una sociedad donde la mayor parte de los noventa millones
de habitantes es menor de veinte años). Eso influyó de manera determinante
para que la “literatura de la Onda” tuviera un número apreciable de lectores
y, principalmente, de émulos en la práctica.
Para volver al primer punto de los tres enlistados cabe enfatizar que la carga
de índole social o política en el contenido de las obras ha sido un elemento rele¬
vante a través de la historia de la literatura nacional; sin embargo, es evidente
que después de Revueltas ese empeño adquirió un nivel prioritario y sobre todo
se enfrentó desde perspectivas estéticas distintas. Es decir, no se trata ya del
lloriqueo horroroso y casi siempre estéril; no es cuestión de acudir al panfleto,
al pasquín dolorido disfrazado de obra literaria para oponerse a determinados
desajustes de naturaleza social; se trata, en cambio, de vigorizar las ideas por
medio del arte, de plasmar conceptos ideológicos mediante ejercicios que son,
antes que nada, literarios. La consigna, entre las nuevas camadas de escritores
que se guían por esa tendencia, parece ser anteponer el arte a los conceptos
ideológicos, o que al menos marchen de la mano, con similares pretensiones de
valor artístico.
Es obvio que entre las generaciones del periodo que nos ocupa se refleja
una serie de cambios y sucesos de orden político y social de primera magnitud
que de alguna manera debieron afectarlas, influirlas y hastas determinarlas.
Los escritores que publican sus primeros libros en los años setentas y ochentas
60

eran, por ejemplo, casi imberbes cuando ocurrieron los aciagos hechos de 1968,
y de algún modo percibieron con mayor claridad los acontecimientos del 10 de
julio de 1971 y, esencialmente, pudieron atestiguar la lucha clandestina de la
guerrilla rural y urbana, los pretendidos cambios políticos como una incipiente
y trucada apertura democrática, una falsa reforma electoral y los sacudimientos
económicos que el país ha padecido en por lo menos los tres últimos sexenios.
De esos hechos primero y de las confrontaciones cotidianas que ese dan entre
los distintos sectores de la sociedad, estos autores extraen los elementos que
configuran en sus novelas.
En 1968, año en el que habrían de efectuarse los Juegos Olímpicos en
México, grupos estudiantiles efectuaron severas protestas públicas contra las
autoridades del país, y pronto al movimiento estudiantil se sumaron otros sec¬
tores. Manifestaciones multitudinarias de inusitada frecuencia, pusieron en
entredicho al gobierno, que lejos de entablar un diálogo con aquéllos, optó por
la represión más sangrienta que haya ocurrido en México. Así, en octubre del
68 el ejército y la policía desencadenaron una masacre contra la multitud de
jóvenes manifestantes. El hecho sacudió la vida intestina del país y tuvo reper¬
cusiones internacionales. Ese sacudimiento trastocó mucho del orden social y
político de México, y ahora se considera que la matanza inició una nueva faceta
en el rumbo de la nación.
El suceso sacudió a la ciudadanía y no podía dejar de hacerlo con los escri¬
tores. De ese modo, hasta ahora, se calcula más de medio centenar de novelas
(los cuentos son aparte) que abordan el asunto desde diferentes ángulos. Sin
embargo, es significativo que la mayoría de los autores que asedian el tema
son los que publicaron sus primeros trabajos en las décadas de los setenta y
los ochenta, es decir son escritores que en aquellos días eran todavía niños o
adolescentes. Priva, en esas obras sobre el 68, un ímpetu desbordado de protes¬
ta, de reclamo por la actitud irracional del gobierno que supone muchas otras
irracionalidades, y se entiende que el acto represivo arrojó un resultado tal vez
nunca previsto por las autoridades: lejos de intimidar las conciencias, de ma¬
niatar las actitudes de protesta, el hecho suscitó antipatías profundas y a veces
rencorosas contra el gobierno, provocó una innegable conscientización política
y abrió nuevas vías a la disidencia ideológica que, en la novela, proliferó, como
se dijo, en forma espectacular. Casi no hay novelas mexicanas de los setentas
y los ochentas que no presenten cierto nivel de registro de los acontecimientos
del 68: así sea sólo tangencialmente, se realza el asunto, como en un intento
por instaurarlo en la memoria, para que no se olvide y sirva de acicate en otras
luchas.
Aunque por todos los medios se trató de ocultar su existencia, la verdad
es que en México, principalmente en los años setenta, se dio una desaforada
guerrilla en los ámbitos rural y urbano. Núcleos de opositores al gobierno se
entregaron a una lucha clandestina cuyos efectos, sin embargo, se hacían sentir
en la vida nacional. Asaltos, secuestros de funcionarios y hombres de negocios,
incursiones suicidas, etcétera, hicieron ver a las autoridades que aquello no era
un juego, y éstas emprendieron una feroz persecución de la guerrilla que reper-
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cutió en crímenes sangrientos, y fundamentalmente en el encarcelamiento de


decenas de guerrilleros. No obstante, en la memoria del país aquellas activida¬
des guerrilleras parecen no haber existido. Pero varios escritores se encargaron
de retomar los asuntos en sus novelas, así sea circunstancialmente. Uno de
ellos es tal vez quien mayor atención haya prestado al asunto, acaso y sin acaso
porque él mismo formó parte de la guerilla: Salvador Castañeda, que en sus
dos novelas da cuenta de las actividades clandestinas y de sus consecuencias.
Sus obras son ¿Por qué no dijiste todo? y La patria celestial.
Otro asunto de índole social que inquietó en forma especial a novelistas del
periodo en cuestión es el de la homosexualidad. Salvo por un par de ejemplos
recordables, publicados por lo demás en forma casi clandestina, en edición de
autor (me refiero a libros de Barbachano Ponce y de Ceballos Maldonado), el
tema homosexual había sido proscrito en nuestras letras. Y es que en un país
de arraigado cariz moral, de una religiosidad a toda prueba, lleno de mordazas,
escribir sobre éste y otros tópicos era, incluso al inicio de los setentas, tortuoso
e inimaginable, siendo que las circunstancias de los homosexuales adquieren,
como en todas partes, niveles de envergadura social insoslayables. En el caso de
México los homosexuales son vistos como apestados, se les considera una lacra
humana y social y se actúa en consecuencia contra ellos, denigrándolos, vitu¬
perándolos, escarneciéndolos. Pero en los años que nos interesa describir aquí
se alzaron por vez primera y de manera visceral, las voces de varios escritores
que llevaron aquel asunto al terreno artístico con afanes testimoniales primero
y luego con intenciones críticas que presuponen el acceso a medidas correctivas
o, mejor, reivindicativas. Jorge Arturo Ojeda, Luis Zapata, José Rafael Calva,
José Joaquín Blanco, Raúl Rodríguez Cetina, entre varios más escribieron no¬
velas nutridas de aquel tema y con excelentes resultados artísticos.
Pero hay muchísimas más inquietudes de esa naturaleza que se reflejan en
las novelas de los setentas y los ochentas. Una de ellas, sobresaliente, enfoca
los problemas que la desmesura de la ciudad de México presenta en todos los
renglones. Tratándose de la urbe más poblada del mundo, encierra las con¬
tradicciones y desniveles más acentuados en todos los aspectos imaginables. Y
lo que inquieta sobremanera es el hacinamiento, la miseria de la mayoría de
sus pobladores, la carencia de vivienda y empleos, la violencia cotidiana, la
delincuencia desatada que la convierten en una verdadera jungla donde todo
es posible. Muchísimos novelistas sitúan sus argumentos en esa ciudad y en¬
focan cada una de sus dificultades con intenciones críticas, de denuncia, con
pretensiones correctivas.
La crisis económica que agobia a México desde hace varios lustros es otra
de las preocupaciones de nuestros novelistas más recientes. Es increíble la
recurrencia de aquel asunto en sus libros, porque el fenómeno afecta directa y
despiadadamente a la mayoría de los sectores y en consecuencia se agudizan las
contradiciones sociales, los desajustes que, partiendo de un punto sustancial¬
mente económico, desembocan en fricciones humanísticas, existenciales...
En lo referente a la segunda de las tres tendencias señaladas por las que
transitan los novelistas del periodo que analizamos, debe señalarse que la vo-
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racidad experimental de muchos de ellos se dio sobre todo en la segunda mitad


de la década de los setenta. Se trató de sacudirse las fórmulas anquilosadas y
ortodoxas para contar historias, de hallar nuevas vertientes, rumbos distintos a
la expresión literaria. Estos escritores tenían muy de cerca las obras primeras
de Elizondo, Fernández, del Paso o Pacheco, y encontraron en esos antecedentes
el motivo propiciatorio para desbordar aquellos afanes experimentales. Algunos
ejemplos son Lapsus, de Héctor Manjarrez, Cadáver lleno de mundo y Si muero
lejos de ti, de Jorge Aguilar Mora y El aguacero, de Luis R. Moya, ante las cua¬
les el lector padeció sin duda desconcierto y estupefacción, porque más que con
despliegue imaginativo en cuanto al tema, se encontraba con trastocamientos
radicales de las formas ortodoxas de estructura, con giros verbales atrevidos y
con el aplastamiento de la anécdota propiamente dicha. Acaso por ese abiga¬
rrado mundo experimental, varias de esas novelas pasaron desapercibidas entre
el público no especializado y no tuvieron tanto relieve como otras tendencias.
Estos libros, de uno u otro modo, contienen historias múltiples, no son narra¬
ciones conducidas conforme a las convenciones genéricas, hay en ellos mucho
de divertimento, de exploración, de alucine; se va sin transición aparente de lo
real a lo onírico, se desmembran los convencionalismos formales y se apuesta en
favor del experimento arquitectónico, de manera que muchas veces los lectores
no saben ante qué tipo de material están, si los autores les toman el pelo o han
perdido la razón. Las novelas en cuestión contienen al mismo tiempo viñetas,
cuadros, cuentos y anticuentos, retratos, pinceladas, deslices a veces surreali¬
stas, pero en todo caso son libros concebidos y ejecutados por vías alternas cien
por ciento experimentales. Humberto Rivas, Emilio González, Walter Samuel
Medina, etcétera, han publicado libros que son novelas y pueden no serlo. Así
de caprichosamente experimentales son.
Y como se apuntó, esta especie tuvo cierto auge en los setentas y posterior¬
mente se recurrió a ella sólo esporádicamente, tal vez porque la encontraban
limitada y/o limitante de acuerdo a sus propios propósitos.
El tercer nivel predominante entre los novelistas de las generaciones que re¬
visamos es, como se anotó, el de los herederos de la “literatura de la Onda”, y
se trata, sin ninguna duda, del más socorrido, del más amplio y quizás del más
duradero. Si se recuerda, los iniciadores de “la Onda” (Sainz, Agustín, García,
Saldaña) rompieron en forma radical con la ortodoxia imperante en la narrativa
mexicana, trasgredieron los modelos tradicionales de narrar, de contar histo¬
rias, de novelar; mostraron desparpajo ante el lenguaje, ante las estructuras,
e integraron en sus obras elementos antes inexistentes en nuestro medio; pero
sobre todo se propusieron captar en su narrativa a los jóvenes, quienes antes
aparecían en la literatura mexicana como piezas decorativas, como comparsas,
nunca como protagonistas principales. Y el seguimiento de los jóvenes en sus
ambientes citadinos, en sus conflictos, en sus juegos, en sus inconformidades,
en sus apetencias, dio como resultado obras que, en su momento, llegaron a
ser consideradas cualquier cosa menos literatura: la abundancia de referen¬
cias cinematográficas, musicales, el registro del habla juvenil tan peculiar en la
época de los sesenta en la ciudad de México, parecía desconcertante; aun así,
63

los lectores jóvenes encontraron en esos libros su propio y auténtico mundo, de


manera que “la Onda” se convirtió para ellos en un descubrimiento formidable
que siguieron inclaudicables.
Pero tal vez la mayor lección de los novelistas de “la Onda” fue aprovechada
por quienes empezaron a escribir luego de leerlos. Hubo así una camada vasta
y plural de narradores que se dieron a seguir las pautas señaladas por aquéllos,
se percataron que era posible escribir de otro modo, más acorde con sus pro¬
pias necesidades expresivas, a veces desfachatado, juguetón, pero no por eso
menor en términos estéticos. La influencia de la “literatura de la Onda” en las
generaciones posteriores a su propio auge fue notable, y se podría afirmar que
se inauguró una especie de “literatura postondera”. Aquí, enumerar ejemplos
sería abrumador, porque cada lector podría mencionar sin problemas una vein¬
tena de ellos, cuando menos. Pero pensemos en Federico Arana, Juan Villoro,
en Carlos Chimal, en Javier Córdoba, en Salvador Mendiola, en Humberto
Guzmán, etcétera, y leyéndolos encontraremos vestigios vivos y marcados de
“la Onda”. Es necesario destacar que la permanencia de esa vertiente se da
en la actualidad sólo a nivel de construcción narrativa, porque las propuestas,
los sistemas de pensamiento, las ideas, han ido modificándose conforme pasa el
tiempo. De ese modo, en nuestro país es posible hallar escritores con residuos
de “la Onda” pero involucrados en asuntos de otra envergadura, en los que tie¬
nen que ver todos los ángulos de la realidad y de lo imaginario, de lo concreto
y lo posible.
Cuando afirmo, en las páginas anteriores, que la novela mexicana producida
en las décadas de los setenta y los ochenta se guía por tres conductos o tenden¬
cias básicas, desprendidas de las enseñanzas de los narradores de generaciones
precedentes, pienso en la generalidad, en el rasgo distintivo, aunque es obvio
que, en medio de aquel esquema, se han producido novelas que nada o muy
poco tienen que ver con aquellos tres caminos, que apuestan en otros sentidos,
buscan otras direcciones. Sin embargo, se trata de casos aislados, son rara
avis del medio, y no pueden, por eso, seguir ninguna clasificación o tendencia.
Hay por ejemplo, novelas desconcertantes, como las de Carlos Ruiz Mejía, que
parecen escritas por un demente y tienden a la imbricación de lo fantástico, lo
sobrenatural y lo surreal. O las de Alberto Ruy Sánchez, cuyos argumentos,
si los hay, transcurren en regiones lejanísimas a la nuestra y han sido escritas
bajo sistemas propios del escritor sin que se advierta en ellos ningún tipo claro
de influencia de las corrientes que imperan en nuestra literatura. La tetralogía
escrita por Manuel Capetillo tiene posibles vínculos con cualquier cosa, menos
con hechos reales. Ignacio Solares indaga en lo fantástico y lo hace de la mejor
manera. Hugo Hiriart escribe una espléndida novela de caballería. Y las de
Jaime Turrent.
Lo señalado al último significa que, aun cuando existen tres vertientes de¬
terminantes, definitorias de la novela mexicana, hay tentativas por deshacerse
del peligroso encasillamiento, por quitarse otra vez el corsé, por dejar de lado
patrones previamente establecidos y difíciles de eludir. Y cada día son más los
narradores que intentan despachar las voces ajenas para encontrar las propias
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y hacerlas oír. Creo entonces que ésa es la seña definitoria más importante
de nuestra novelística: la renovación permanente, la búsqueda infatigable, el
denodado esfuerzo por reanimar los modos de contar, lo que hay que contar, el
para qué contarlo.
Esas tentativas por sacudirse los esquemas, los corsés, tienen muchas vías,
y por eso y porque están en plena expansión, es aún difícil precisarlas. Pero
observo que la novelística nacional parece poco dispuesta a seguir los viejos
rumbos y en cambio parece disponerse a buscar otros nuevos y esperanzadores.
Uno de esos síntomas se percibe en la inquietud cada día más marcada de
los novelistas por abandonar la ciudad de México como centro temático pre¬
ponderante. Porque en las tres últimas décadas, la capital del país se apoderó
de la atención de nuestros escritores, ejerció sobre ellos un embrujo superior,
de manera que otras geografías, otras circunstancias, parecieron descuidarse
y hasta olvidarse. Ahora, es evidente una marcha en sentido opuesto, parece
que los narradores han coincidido en la necesidad de atisbar otros horizontes,
de ir con su literatura a otra parte. Dejando atrás el provincianismo artístico,
dueños ya de un afinado sentido escritural, vuelven a la provincia, dejan la urbe.
Autores como Jesús Gardea, Severino Salazar, Gerardo Cornejo, Luis Arturo
Ramos, Ricardo Elizondo, Daniel Sada, Emilio Valdés, Alejandro Hernández,
e incluso otros antes tan fieles a la ciudad, como Joaquín-Armando Chacón,
Eugenio Aguirre u Octavio Reyes, han vuelto la mirada a la vida del interior
del país, y enseñan a sus lectores toda la amplísima gama de posibilidades que
ese ámbito ofrece.
Otros autores, por su parte, al dejar la ciudad, enfocan su atención a regio¬
nes distantes, como el caso ya anotado de Ruy Sánchez. Como él, Héctor Man-
jarrez, María Luisa Puga, Alvaro Uribe, Roberto Vallarino, Raúl Hernández
Viveros, Marco Antonio Campos, Francisco Prieto, Daniel Leyva, etcétera, sa¬
len de México en busca de nuevos asuntos, pero debe aclararse de inmediato
que no se trata de caer en el viejo estilo de turistear, sino de descubrir en aque¬
llas experiencias posibilidades inéditas para su propia literatura y su visión del
mundo y, naturalmente, de la escena literaria a la que pertenecen.
En los últimos años, el país ha sufrido una serie de alteraciones y sacu¬
dimientos en muchos órdenes. Por ejemplo, se ha evidenciado una fragorosa
lucha política provocada por el descontento de la ciudadanía ante el sistema de
gobierno actual y que arrastra desde hace cincuenta años, por lo menos, y que
redunda en una conscientización política cuyos efectos se empiezan a manife¬
star en las contiendas electorales. Las desigualdades sociales, por otra parte,
se han recrudecido en los años recientes, y eso instaura nuevas formas de vida,
y nuevas reacciones ante esas formas de vida. De esos hechos y otros no menos
virulentos, aunque de otra naturaleza (como los terremotos que devastaron la
ciudad de México en 1985, y cuyos efectos y consecuencias aún no se perci¬
ben con absoluta claridad), los novelistas tendrán, forzosamente, que extraer
materiales riquísimos para seguir nutriendo sus obréis.
Para concluir este atisbo diría que en las décadas de los setenta y los ochenta,
la novelística nacional alcanzó niveles espectaculares cualitativa y cuantitativa-
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mente, y aunque los libros más importantes del periodo fueron escritos por auto¬
res que tenían ya un prestigio consolidado (Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco,
Vicente Leñero, Sergio Pitol, Gustavo Sainz, Fernando del Paso...), junto a
ellos se manifestó un número destacado de narradores que publicaron libros
importantes, en sí, pero sobre todo prometedores, anunciadores del riquísimo
futuro que espera a nuestra novelística, futuro que se sustenta en el ya anotado
sentido de la renovación permanente en lo conceptual y en lo artístico. La
novela mexicana está en un momento de transición que es importante seguir
de cerca porque preludia, qué duda cabe, la culminación de un periodo y la
apertura hacia tantos otros como pueda ser posible. Señalar específicamente
cuáles serán las nuevas tendencias, las vías inéditas, sería imposible, porque los
mismos autores están todavía tratando de definirlas, pero en ese aliento tienen
el respaldo, el acicate de brillantes generaciones anteriores y, lo que es de mayor
importancia, el reto de dejarlas atrás en términos artísticos para instaurar los
suyos propios, acaso más valiosos.
El nuevo problema del realismo
en la novela “postlatelolco”

Vittoria Borsó

A manera de introducción
Hablando frente a 11 escritoras y escritores mexicanos y compartiendo el tema
del realismo con María Luisa Puga que iba a hablar antes de mí en su papel
de escritora, me pareció menester recordar los distintos papeles de escritor y
crítico y empecé mi conferencia con las siguientes palabras:
Me hice la pregunta real si puedo contar a Ustedes algo sobre el realismo
de su literatura. Pero sabía que Ustedes nunca iban a creer en la realidad
de mi pregunta porque saben que es buena retórica empezar con una captaiio
benevolentiae. Entonces me quedo sola con la realidad de mis dudas sobre el
realismo. Ya estamos en medias res. Real y realismo son cosas diferentes. El
objeto de mis dudas puede ser real, es decir auténtico, mi discurso participa
en un contexto retórico, al que nunca se le puede atribuir la calificación de
autenticidad. El discurso no es las cosas y lo real no es realista. En el primer
caso se trata del nivel de las cosas; el segundo es la manera de hablar de las
cosas. El realismo en literatura es un discurso de como están metidas las cosas
en los textos literarios. Es sobre el discurso y no sobre las cosas donde se ubican
mis siguientes reflexiones.

I. El realismo de la “Novela de la Onda”


Si por un lado el término de novela postlatelolco tiene una referencia histórica
obvia, a saber el movimiento estudiantil del 1968, por otro el prefijo “post” su¬
giere que estoy presuponiendo un cambio y una superación de estilos y de temas
frente a la novela anterior a la fecha del 68, una fecha llamada “parteaguas” de
la historia mexicana.
No hay duda de que, como todos los conceptos históricos, también los de
generación y de cambio son problemáticos. No es mi intención plantear un cues-
tionamiento del 68 para explicar fenómenos literarios. Se observa, sin embargo,
que después de los eventos del 2 de octubre de 1968, los escritores llamados “de
la Onda”1, escritores jóvenes que se impusieron a la escena literaria de México
a partir de 1965, no permanecen los mismos. Los sucesos se reflejan en las
novelas, no solamente en el nivel temático2 sino también como un cierto estado

Véase el prefacio a la antología de Margo Glantz (1971) a la que se deben caracterización


y nombre de la llamada “generación de la Onda” que se sitúa de 1965 a 1972. Para una
panorámica de los escritores “de la Onda en adelante” véase Teiclunann (1988). Monsiváis
ve en la Onda el síntoma de una nueva medialidad ([1972-74)1986) y analiza críticamente el
aspecto social que, por otro lado, Poniatowska considera bajo una luz exclusivamente positiva
(1985); Margo Glantz vuelve a tratar algunos textos en su “Repeticiones” (1979).
2Por ej.: El gran solitario de palacio de Relié Avilés Fabila (1972) y Muertes de Aurora
de Gerardo de la Torre (1980), ambos autores falsamente asociados a la Onda; La vida no
67

de conciencia colectiva* * 3 cuyo signo es la maduración del sujeto de las novelas, de


aquel “yo adolescente” de que habla Margo Glantz en su prefacio a la antología
de 19714. Este sujeto, vuelto adulto después de 1968, pasa por ej. del dominio
de percepciones acústicas — como en las primeras novelas de los tres “clásicos”
de la Onda, a saber José Agustín, Parménides García Saldaba, Gustavo Sainz
efc- ^ la forma más agresiva y fúlica de percepción visual5.
Doy por sentado que las novelas de la Onda representan la producción más
actual y abiertamente provocadora a mediados de los años 606. Aceptando
la opinión de un cambio7, planteo la siguiente hipótesis: en la posición de las
novelas de la Onda hacia la realidad, una posición llamada realista que estoy
generalizando como común denominador de los textos8, algo importante que
impacta también la narrativa posterior, actúa en el discurso narrativo con y
después de los eventos de Tlatelolco9. Antes de analizar el aspecto de una po-

vale nada de Agustín Ramos (1982); Manifestación de silencios de Arturo Azuela (1972).
Para la manera compleja de regresar al tema de Tlatelolco en Palinuro de México (1977) de
Femando del Paso véase la ponencia de Robín Fiddian en este volumen.
3Brushwood 1984, 87. Novelas de evaluación crítica del movimiento estudiantil asociado
a la Onda son, por ej., Lapsus (1971) y Pasaban en silencio nuestros dioses (1987) de Héctor
Manjarrez.
4Por ej. el Terencio de la segunda novela de Gustavo Sainz Obsesivos dias circulares de
1969, novela a la que regresaremos más tarde.
5 La ambivalencia oblicua y la fuerza alusiva de la mirada han sido excelentemente re¬
presentadas por el propio Sainz en la novela arriba mencionanda (véase sobre este aspecto
también Glantz, 1971, 29).
6 Sería falso reducir la novelística importante de este período a la Onda. No solamente
hay escritores que, aunque personalmente comprometidos con Agustín y con el movimiento
estudiantil, no pertenecen al movimiento literario estricto, como por ej. René Avilés Fabila,
sino también es la época de grandes novelas, estilísticamente distintas de las de la Onda; entre
otras: Farabeuf de Salvador Elizondo (1965), Infierno de todos de Sergio Pitol (1965) José
Trigo de Femando del Paso (1966), Morirás lejos (1967) de José Emilio Pacheco, Cambio
de piel de Carlos Fuentes (1967) El garabato de Vicente Leñero (1967), El hipogeo secreto de
Salvador Elizondo (1968), La cabaña de Juan García Ponce (1969) etc. Mi decisión de enfocar
la Onda procede del hecho que este movimiento literario busca programáticamente mía nueva
relación hacia la realidad y, por lo tanto, se enfrenta con el problema del “realismo”.
7Véase por ej. Glantz 1971, 29; Teiclunann 1987, 15; Brushwood, por ej. 1984, 105;
Poniatowska 1985, 202 y 204 (“el 68 fue — al menos así lo demuestran los resultados —,
un cambio en la forma por ejemplo, de hacer historia. Por primera vez hay una versión
exhaustiva del pasado de México”, 204).
8Glantz habla explícitamente de un “nuevo realismo” (1971, 7 y 22), al que regresamos
más tarde. Poniatowska cita la siguiente opinión del crítico y escritor José Joaquín Blanco:
“José Agustín ayuda a los narradores mexicanos y no sólo a los menores de edad que él, a
descubrir el país urbano, el sexo de los sesenta y setenta, las calles y el país actual en que
se vive, en lugar de tanto realismo y/o esteticismo como se estilaba, pensando en un país
anterior a los cincuenta, y muchas veces hasta anterior al siglo XX” (1985, 177). Monsiváis
ve en la búsqueda de actualidad en las novelas de la onda una númesis contra el realismo
pequeñoburgués: “el desdén ante la cultura pequeñoburguesa se da mediante el uso de la
técnica que constituye, normativamente, a esa clase menospreciada; la mimesis como puerta
privilegiada al sentimiento de actualidad” (1986, 237). Para Juan Villoro “el lenguaje de
Agustín depende, más que de una voluntad de estilo, de la realidad que documenta” (1986,
32). Teiclunann habla de “una fuerte carga social en las novelas de José Agustín” (1987, 16).
9Giardinelli habla de un “sello de la época (los últimos veinte años de la narrativa me¬
xicana), ya casi como una marca éticoestética” y sigue: “(...) esto lo convierte en un
68

sible tranformación dentro de la Onda, veamos en primer lugar en qué consiste


su “realismo”.
Como propone Margo Glantz en el prefacio a su antología de 1971, se trata
de un realismo “nuevo”, el realismo de un lenguaje que no representa una
invención en absoluto, (sino) es más bien el advenimiento de un nuevo tipo de
realismo en el que el lenguaje popular de la ciudad de México, ese lenguaje
soez del albur ...ingresa en la literatura directamente (1971, 22s). Es un
realismo como reproducción directa del habla adolescente que organiza el dis¬
curso según el ritmo rock. En su ensayo sobre la Onda, Elena Poniatowska
interpreta este tipo de discurso como una reivindicación de lo marginal por
medio del lenguaje10, a saber como un acto genuino de liberación por vía de la
creación de nuevas palabras, del “spenglish”* 11 en un ambiente hippiteca 2.
La revalorización de la cultura hippy que representa lo marginalizado en la so¬
ciedad norteamericana, se considera como un acto mexicano de rebelión contra
la burgesía “fresa”13 agringada.
¿Es éste un acto de expresión realista? La acepción del concepto de rea¬
lismo se puede situar en diferentes niveles de la estructura narrativa. Veamos
lo que quiere decir “realismo” para las novelas de la Onda. Es, sin duda, la
búsqueda programática de insertarse en lo cotidiano14, lo verificable, lo docu¬
mental contra los mitos mágicorrealistas y simbólicorrealistas del código lite¬
rario consagrado15, por ej. del “boom”. Es la reivindicación de lo actual16 y

tópico, casi un lugar común, una de las formas visibles del contemporáneo naturalismo me¬
xicano” (1989, 23).
10Acerca de la Onda como contracultura véase el ensayo de Monsiváis (1986, 230).
11Véase también Glantz 1971, 18.
12Quiere decir hippy y azteca. Véase Monsiváis en mío de cuyos ensayos este término
aparece con ortografía castellana: “jipiteca".
13E1 paradigma contrario al “fresa” es el de lo “aliviano”.
14 Según Villoro “la recuperación de lo cotidiano” ya es mi rasgo dominante en Pacheco
ensayista, traductor, cuentista, novelista, periodista o guionista de cine (1986, 23). Sin
embargo la intención de efecto de lo actual en el lenguaje de la Onda es distinto.
15 La veneración de José Agustín (así como Gerardo de la Torre y Salvador Elizondo) para
Revueltas y su realismo radical (véase el artículo de la Torre en Excélsior, [México, D.F.], 5
de junio de 1973) es un síntoma de la búsqueda de modelos desensolemnizados (Poniatowska,
1985, 177), contra los “clásicos” y contra lo “bien escrito”. Glantz: “La preocupación de
'escribir bien’ tan propia de Martín Luis Guzmán o Salvador Novo tiene ahora una oposición:
la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios” (1971, 30).
16E1 impacto de la revalorización de lo actual, al que se refiere Monsiváis, es ideológicamente
importante pues representa una cierta ruptura con la obsesión de “lo mexicano” — especial¬
mente en los escritores canónicos como Paz (El laberinto de la soledad y su actualización por
Carlos Fuentes). Monsiváis lo subraya: “El concepto ‘México’ fue para los jipitecas cárcel
y castración. ¿De qué se quiso abstener la Onda? No de mía versión desde México de la
cultura occidental, sino de residuos chovinistas o Rutas de los Héroes o herencias y alegorías
de clase media. Para eliminar un legado sentimental y demagógico, la Onda necesitó traducir
— con el retraso y las deformaciones obligatorias — otros proyectos, otras soluciones” (236).
La desnacionalización y la “contemporaneidad” de la Onda han provocado la deconstrucción
de la hegemonía cultural asociada con el discurso de identidad y su proyección cultural.
“Tal hegemonía se surte, en términos generales, de la visión gubernamental de la Revolución
Mexicana y se concreta en el impulso nacionalista” (Monsiváis 1986, 235)). Véase también
Glantz 1979, 117.
69

del presente contra la idea de un tiempo circular; es la búsqueda de un estilo


coloquial después de un realismo de la novela de la revolución que se sospecha
estar basado en las reglas retóricas tradicionales del siglo XIX. En el caso de la
Onda el realismo parece no implicar la observación de un discurso ideológico
realista, sino la irrupción inmediata de la vida en la literatura, en el libro. Esta
acepción del concepto de realismo presupone una inversión de la relación entre
lenguaje y realidad con respecto al realismo tradicional. En vez de dominar la
realidad, reflejándola “objetivamente”, estos textos son la tentativa de poner en
escena una situación epistemológica contraria: el ser humano como dominado
por el lenguaje y el libro como abandonado al poder de la vida. Sin embargo,
se trata de una situación paradojal — lo subrayo de antemano y regreso sobre
este aspecto — pues el abandono del libro a la vida pasa por el trabajo del
discurso17. Si la idea de realismo presupone un cierto orden de las cosas —
un epistema realista dentro de una estructura versosímil de espacio, tiempo,
personaje y acción —, el realismo que buscan los autores del posboom es, al
contrario, el caso inverosímil e inesperado de la experiencia directa del caos en
el coloso metropolitano de México D.F.
¿Qué quiere decir la palabra realismo aplicada a una literatura en un mo¬
mento en que es saber común que no existe realidad sino por medio de su
interpretación en el lenguaje y como sistema de signos o como traducción en el
medio de la literatura?

II. El problema del realismo en las “Novelas de la Onda”


A partir del ensayo de Barthes sobre ‘Teffet de réel” (1968) se toma conciencia
de que el “realismo” tradicional18 es un discurso, una manera de imaginar el
orden de las cosas: mimesis, representación, ya no se puede considerar como
el reflejo inocente de la realidad, sino como efecto retórico que oculta una
ideología, o sea una visión del mundo, un acto lingüístico, detrás del que hay
caos. Entre las palabras y las cosas existe el discurso. El modelo de Jakob-
son ([1921)1979) sobre el realismo en el arte prefigura la posterior diagnosis de
Barthes en tanto que, enfocando el aspecto de la recepción, llama “obras reali¬
stas” las obras en las que el lector encuentra una correspondencia a las reglas
retóricas y a la ideología del género. Sin embargo, a partir de la teoría del mon¬
taje de Eisenstein e inspirándose en el “realismo experimental” del cine de los
años treinta, Jakobson incluye también el aspecto de la producción y propone
un segundo tipo de realismo que, al contrario, rompe con las reglas, construy¬
endo nuevos modelos de percepción19. Una contradicción aparente resulta de

17En Repeticiones, Glantz subraya la doble cara del lenguaje de la Onda: por un lado
transcripciones fonéticas, sucesiones silábicas, alteraciones y por el otro rupturas de los siste¬
mas semánticos, dislocaciones de sentido que había manejado la vanguardia (Joyce): “Lo que
hacen que el lenguaje parezca muy realista, muy inmediato, pero también que tenga mucha
relación con lo poético” (1979, 127s).
18Bartlies se refiere a Madame Bovary de Gustave Flaubert; una obra cumbre del realismo
francés.
19Es sabido que “nuevo”, en la estética de los formalistas rusos, quiere decir la ruptura
70

este principio: las obras que menos observan el código del discurso realista,
serían las más realistas por el hecho mismo de no trasmitir la ideología, sino
provocar la fenomenología de lo real.
Es bajo esta acepción que se puede hablar de ‘ nuevo realismo para no¬
velas que, propiamente por no observar las reglas del realismo tradicional
del siglo XIX, reflejan una cierta fenomenología de situaciones perceptivas y
existenciales20.
Creo que se puede hablar de una fenomenología de lo real en las novelas
de mediados de los años sesenta: Por ej. la carencia de héroes en el sujeto
adolescente de los textos de la Onda es el reflejo de una esencia de vida perci¬
bida como marginalizada. El personaje es anónimo; carece de atributos y de
descripciones, actúa con rapidez y sobre todo participa en un circuito de con¬
versación infinita, un diálogo interrumpido que encubre la acción” (Glantz,
1971, 22), en sí misma secundaria y banal. Este héroe joven y anónimo es una
acusación contra el modelo burgués del héroe; se inscribe en la tradición de
aventuras picarescas, con la diferencia que la encarnación de lo subversivo, en
estas noveléis, no está colocada en sujetos individuales, como son los picaros,
sino en una generación, la generación joven que hizo historia a mediados de los
años 60. Es así que, a diferencia del papel simbólico que el joven siempre había
jugado en la literatura21, el joven asume aquí una presencia histórica22.
En lo siguiente me refiero a De Perfil (1966) de José Agustín, visto en
sus rasgos más sobresalientes de una “fenomenología” de lo real. En esta no¬
vela el discurso es la cita evidente de discursos ajenos: discursos sicoanalíticos,
burgueses o hippy. Son citas que estilizan la palabra ajena23, confundiendo
diferentes registros culturales24 para afirmar el derecho de libertad y de un
lenguaje auténtico y libre25, mientras que reflejan la determinación del sujeto

de las normas automatizadas de la percepción (véase especialmente la teoría de Sklovskij y


Tynianov en Todorov, Teoría de la literatura de ¡os formalistas rusos.
20Los textos tratan de funcionar como una “fotografía del oído” (Glantz, 1979, 119) y, en
conformación con la presencia de los medios masivos en la cultura, lo oído predomina como
intertexto sobre lo leído (Monsiváis, 1986, 230).
21 El joven es símbolo de momentos de transición y de situación límite, querido ya por los
románticos; sin embargo, el de la Onda no está heroificado; contrariamente a los simbolistas,
que la droga individualiza, el joven de la Onda encuentra en la droga una identificación
colectiva de clase (Glantz, 1971, 27).
22Según Glantz los adolescentes son una “raza humana” a nivel universal (1971, 13). Po-
niatowska subraya que el movimiento estudiantil fue un nuevo trato humano y “el inicio de
una identidad democrática” (1985, 203).
23Me refiero a la teoría del dialogismo de Bajtín, por ej. en Esthétique de la créaiion
verbale o en Todorov, Mikhail Bakhtine. Le principe dialogique.
24Véase, por ej. en De Perfil, la insistencia de la alusión al deseo del más allá ubicado
en la piedra del jardín, mezclada con la banalidad de la circunstancia (ir a la piedra para
esconder el humo de los cigarros frente a los padres). Así empieza la novela: “Detrás de
la gran piedra y del pasto, está el mundo en que habito. Siempre vengo a esta parte del
jardín por algo que no puedo explicar claramente, aunque lo comprendo”. El intertexto del
poema clave del romántico italiano Giacomo Leopardi, L’infinito, es evidente: “Sempre caro
mi fu questo colle e questa siepe que dall’estremo orizzonte il sguardo esclude. Ma sedendo
e mirando interminati spazi...
25Lo “nuevo” — y tal vez lo posmodemo — del dialogismo de la Onda consiste en el hecho
71

burgués por discursos ajenos frente a la que surge del deseo de rebelión del
joven. El discurso refleja la presencia de los medios en la fenomenología de lo
real en el hecho de ser estructurado según impulsos “acústicos” con ritmo rock
y corresponde así a la estrategia de mensaje social, tomando como referencia
la percepción y el punto de vista26 del mundo joven, éste mismo ofrecido como
alternativa histórica a la alienación de la burguesía agringada. Así, las novelas
de la Onda son al mismo tiempo la mimesis de una situación psicológica y
modelos de un cambio. El modelo de vida alternativa es esencialmente repre¬
sentado por la libertad lingüística del sujeto a quien el narrador presta su voz
varias son las novelas en primera persona. Realismo sería en este caso no
efecto del plot sino del discurso mismo y de los juegos lingüísticos del narrador
en primera persona. El plot no existe sino como elemento discursivo: Las peri¬
pecias de los jóvenes así como de los padres son trozos de discursos, signos de
representaciones culturales que constituyen la realidad.
Si, por un lado, los textos critican la dominación de la vida por los discur¬
sos27, por otro lado, la discursividad, la coloquialidad23 y lo instantáneo del
discurso provocan la irrupción directa de energía vital en el libro29. El realismo
de este tipo no es por lo tanto el ajuste del lenguaje a un discurso realista, sino
el efecto paradojal de un lenguaje trabajado para volverlo tendencialmente al
estado de materia prima y de desorden puro; un espejo en el que se refleja la
vida a mediados de los años sesenta30. Se trata entonces de una discursividad
que casi transforma el lenguaje en un diafragma emitiendo sonidos, reflejando
así la fenomenología de los ritmos nuevos y del habla real. Margo Glantz habla

de que el referente de los juegos del lenguaje no es una visión polifónica del mundo (como
lo sería esencialmente en el dialogismo tradicional según Bajtín), sino el lenguaje mismo.
Monsiváis habla por ej. de la búsqueda de “un lenguaje a partir del lenguaje” (citado en
Poniatowska, 1985, 191).
26 Con el término “punto de vista” se entiende el lugar de observación del narrador. Esta
categoría que procede de la teoría de J. Lotman (relación entre el Sujeto estilístico o ideológico
y los elementos de la estructura narrativa) ha sido largamente comentada por Paola Pugliatti
([1985]1989) integrando críticamente los conceptos de “situación narrativa” de Stanzel así
como de “modo” y “voz” de G. Genette. Véase también la discusión de la teoría de Genette
en S. Reisz de Rivarola, 1983.
27 Se trata de mi realismo entendido como un espejo de la naturaleza mitopoética de los
discursos culturales; es mi aspecto que se encuentra, por. ej. en Vargas Llosa.
28 Glantz: “Son estas novelas especialmente dialogadas. Los personajes hablan para dejar
blancos en mía página e imitar la vida, donde el relato se diluye en aras de innumerables
conversaciones” (1971, 22).
29 Glantz habla de un “realismo enclavado en la sensación auditiva" (1971, 25) y de una
experiencia entregada al lector “en el nivel de la sensación inmediata”, lo que diferencia el
realismo de la Onda del “realismo simbólico” de Fuentes (estilo Balzaciano) que “recurre
al albur para explicar una experiencia, en tanto que la ilustra; (...) la Onda (al contrario)
intenta confundirse con ella” (1971, 21).
30 Según Monsiváis cuyo análisis no se Umita a la crítica de la colonización (norteamericana)
de la “contracultura” de la Onda, sino que enfoca también el impacto de los medios de
comunicación de masas sobre ella, la Uteratura de la Onda refleja la importancia de una
“¡ndustriaUzación de las fascinaciones” (1986, 244s) en una época en la que la realidad, como
“cúmulo de circunstancias y productos (teatrales, musicales, radiofónicos, fílmicos) que son
’lo más real’ ” (1989, 20), se puede únicamente entender como el resultado de una actividad
mitopoética de los medios. Glantz habla por ej. de la “cinetización de la mente” (1979, 127).
72

de una “forma de hacer sociología de una época estampándola, deslindándola


según los ritmos que se bailen o se oigan: es como oír un mundo al tiempo que
a través de lo auditivo se pasa a visualizarlo” (1972, 24).
Volvemos a poner la pregunta sobre el tipo de realismo en los textos de
la Onda. En estos textos el realismo, lejos de observar la retórica tradicional
o experimentar con las reglas del género, significa propiamente la creencia de
escamotear la retórica misma del género, librándose de la prisión del lenguaje,
trabajándolo para regresar al sonido puro, al material acústico de la vida en
los barrios lumpen de México D.F. Se puede considerar el intento realista de
la Onda como la búsqueda radical de una alternativa, sin embargo no como
innovación dentro de los marcos de la retórica31, sino rompiendo aun con la
sacralización del discurso literario mismo.
Cabe preguntar en qué medida los escritores de la onda logran escamotear
el discurso literario. La discursividad de las novelas es sí una “estampa” de la
sociología de una época y de sus ritmos de la calle; sin embargo, la dialogización
del discurso es un acto de liberación lúdico del escritor no lumpen, sino intelec¬
tual que, al lado del lenguaje “proletario” coloca sobre el mismo plano juegos
y alusiones tanto diacrónica como sincrónicamente eruditas32, moviéndose li¬
bremente en todas las esferas de la cultura. Sin duda existe la experiencia
directa y la fenomenología de una vida esencialmente determinada por medio
del canal acústico con la consecuente diagnosis social; al mismo tiempo, el juego
del narrador adolescente tiene esencialmente sentido dentro del marco episte¬
mológico del realismo tradicional que rechaza. Consecuentemente, también el
tipo de novelas arriba comentado tiene un “eífet de réel” que, en este caso,
no se sitúa en el nivel de la historia, sino en el del discurso y construye un
narrador aparentemente vaciado de su poder omnisciente, que pone en escena
su fascinación hacia el lenguaje33.
En los textos posteriores de los escritores de la onda - diría postlatelolco
- , se advierte que modelos alternativos de vida se vuelven material para un
gesto paradójico generalizado que responde a una exigencia de autocrítica e
introspección, mientras que, otras veces, el discurso llega a una crítica social
abierta — como en el caso de las últimas novelas de Agustín a partir de Se
está haciendo tarde (final en laguna) de 197334. En estos textos, la irrupción
de lo real y de la vida en el libro no está realizado como reflejo auténtico de
experiencia real, sino que participa, al contrario, en la general circulación de
citas que se vuelven labor crítica. El último bastión de la creencia de poder

31 Dentro de la que todavía se inserta por ej. la introducción del lenguaje obrero en las
noveláis del naturalismo, por ej. en L’assommoir de Zola.
32Véase también la variedad de alusiones intertextuales analizadas por M. Glantz Í1979
124). V
A esta ambivalencia se añade otra: la retorica de lo contemporáneo contra el establis-
liment reafirma otro tipo de establislunent, identificando lo contemporáneo con lo nortea¬
mericano. Acerca del festival de Avandaro en el año 1971, Monsiváis subraya, por ej., la
asimilación de los jipitecas al proceso colonial que “ha ido de la admiración por la cultura
francesa o inglesa a la admiración multitudinaria por Norteamérica’’ (1986, 23).
34 Véase también Teiclunann 1987, 15s y Brusliwood 1984, 48.
73

representar un discurso alternativo al establishment — creencia que siempre


acompaña esquicios realistas — cae bajo la decepción de Ttlatelolco.
Consecuentemente, en las novelas de los años setenta en adelante ya se
pierde la obsesión de escuchar exclusivamente el “ruido de actualidad” de
México D.F., y la perspectiva se ensancha programáticamente hacia la historia35
o hacia Latinoamérica, o regresa a veces al campo. Parece que la decepción del
modelo liberador de una generación histórica juvenil, se acompaña con un acto
de liberación de la creencia de que la autenticidad de la solución está vinculada
a un sitio, a un lugar ideológico, aunque sea el voluble lugar de la juventud. A
pesar de mantener raíces sólidas en el D.F., la novela se libera de un punto de
origen y de un “centro” auténtico. Veamos ahora brevemente un texto-límite
que muestra bien el pasaje a estos tipos de fenómenos discursivos.

III. Agustín y el impacto crítico en “Cuál es la onda”36


Todo es parodia en este cuento. Dos citas están al puro comienzo: Una prove¬
niente de “Tres tristes tigres” de Guillermo Cabrera Infante y la otra de una
canción de The Doors:

‘Show me the way to the next whisky bar. And don’t ask why.
Show me the way to the next whisky bar. I tell you we must
die’. Bertolt Brecht y Kurt Weill según the Doors (273).

Casi en forma de acorde inicial, el cuento no se manifiesta como representación


social ni siquiera como espejo de la disipación de los límites entre espectáculo
y vida cotidiana37, sino como cita de una cita de una poética social literaria:
el modelo brechtiano. Si por un lado parodia es la radicalización del juego
con discursos que hemos observado en De Perfil, por el otro es un pasaje del
acto lúdico de la “estilización”38 al distanciamiento crítico39; un distancia-
miento que concierne ante todo a los modelos de liberación que la utopía de
35Pienso, por ej. en las novelas de Silvia Molina, de María Luisa Puga, de Arturo Azuela
etc. Que la novela, después del 68, no tiene una esfera temática y espacio-temporal privi¬
legiada, sino que se destaca por su pluralidad, es opinión común. Véase al propósito, entre
otros, Giardinelli, 1989, 24.
36Incluido en Inventando que sueño (1968). El texto de mi análisis proviene de la antología
de Seymour Mentón (1978).
37Con respecto al impacto que tuvo Cabrera Infante sobre la literatura latinoamericana al
final de los míos sesenta por haber evidenciado la función cultural de medios industrializados,
véase Monsiváis 1989, 17s. El “neobarroquismo” de Cabrera Infante produjo un cambio
en la conciencia de lo “auténticamente popular”, hasta entonces identificado con lo rural.
Con Cabrera Infante “lo auténtico puede surgir también de la relación entre vida urbana e
industria cultural” (1989, 18).
38Categoría de Bajtín (1971).
39Glantz observa por ej. que, remitendo el cuento de Agustín a la obra de Cabrera Infante,
“establece de entrada que la maneja como una variación. Entonces nos encontramos frente a
una variación -variaciones- de otra variación” (1979, 116). Lo mismo vale para Parménides
García Saldada. Entre Pasto verde (1968) y Mediodía, Glantz advierte “un cambio, no en
la utilización del lenguaje ondero, surgido en parte como variación de las letras de cier¬
tos cantantes totalmente ’in’ durante los sesenta, ni en la antisolemnidad que siempre ha
estado presente en estos autores, sino en la parodia de la parodia (subrayado mío); en la
74

la Onda había construido, a saber liberación de la norma estética del realismo


simbólico o mágicorrealista así como de la ideología burguesa. En “Cuál es la
onda”, todos los elementos del llamado “nuevo realismo” se vuelven material.
Tanto el momento del “más allá” implicado en la situación de transición juvenil
cuanto el posible entusiasmo revolucionario de una cultura hippy participan en
el juego de discursos que son todos del mismo valor: los deseos “fresas” de la
pareja protagonista Oliveira y Raquelle así como sus reacciones estereotipadas
de rebelión. Es una actitud desmitificadora que recuerda el “ready made” de
los dadaistas, un “ready made” acústico-discursivo menos inocente, constituido
por los diálogos del protagonista Oliveira, baterista, “muy estúpido como nunca
debe esperarse en un baterista” (247). Rayuela, la gran novela en la que, en
1963, Cortázar plantea un cuestionamiento lúdico-metafísico con que se identi¬
fica el “intelectual latinoamericano” a mediados de los años 60, está igualmente
puesto sobre la mesa de operación paradójica. El juego de discursos incluye in¬
diferentemente todos los registros: lumpen e intelectuales, eruditos y non-sense
y encubre el plot, ya reducido, signo de decepción con respecto a historia y
esperanzas de cambios40. Observemos más de cerca algunos constituyentes for¬
males del cuento: personaje, acción, punto de vista, tiempo, espacio, discurso
narrativo.
El plot parodia algunos elementos de Rayuela. Por ej. el personaje: al con¬
trario del personaje anónimo de De Perfil, en este cuento el personaje tiene un
nombre literariamente ilustre: Oliveira. A diferencia del Oliveira de Rayuela,
narrador y personaje con toque trágico dentro de la ambivalencia del suicidio
final como salida del juego entre cielo y tierra, entre la cárcel del lenguaje y la
liberación por medio de la escritura, entre metafísica y cuerpo, entre el mundo
de aquí y el mundo de allá, el Oliveira de Agustín, el hijo, como lo denuncia el
personaje mismo, no tiene ninguna intensidad:

‘Requeya, Reyuela, Rayuela, hijo de Cortázar; además de ser el amo


con la batería, sé tocar guitarra rickenbaker, piano, bajo eléctrico,
órgano, moog synthesizer, manejo el gua, vibrador, assorted per-
cussions, distortion booster et fuzztone; sé pedir ecolejano para mis
platillos en el feedback y medio le hago al clavecín digo, me encan¬
taría tocar bien el clavecín y ser el amo con la viola eléctrica y con
el melotrón; y además compongo mi vida, mi boda, mi bodorria;
te voy a componer sentidas canciones que causarán sensación’. Ay
qué suave, dijo ella, yo nunca había inspirado nada (301/302).

La búsqueda elemento tan básico en Rayuela — queda motivo central


también en el cuento de Agustín. Sin embargo tiene mero valor de cita, sin
dramatización y sin motivación dentro de la lógica de la acción o del contexto
espacio-temporal: la pareja Oliveira-Raquelle sí sigue el ejemplo de la Onda y

comproebación desencantada de un universo que se vive críticamente, pero sin demasiada


distancia..." (1979, 118).
40También en Cortázar se advierte, después de Rayuela (1963), una relación más
parodística hacia la escritura, especialmente en Libro de Manuel (1973).
75

viaja (Glantz, 23), sin embargo sólo para moverse en “radiotaxi” de un hotel
a otro, sin meta, ni siquiera la meta de un encuentro sentimental, deseo pro¬
pulsor del Oliveira cortazariano41, o del amor sensual, tema y estrategia del
discurso de liberación. Las “aventuras” de la pareja sí son picarescas, pero no
para revolucionar, sino para volverse, como todo el plot, estructura non-sense
y ausencia total de valores, incluso la ausencia del valor de la escritura, tan
importante en Rayuela. La presencia de los medios se escucha en la manera de
hablar y de actuar de los personajes. Sin embargo, los medios que, en los textos
programáticos de la onda quieren ser un indicio realista del modelo “hippiteca”
mexicano, son desmitificados. El único sentido se encuentra en el hecho de
participar en el juego lingüístico del discurso narrativo: juego tal vez sí de libe¬
ración, pero seguramente no de reivindicación. Mientras que “reivindicación”
presupone una verdad situada en lo periférico, el libre juego no sitúa valores
en ningún sitio, ni en la realidad de los jóvenes, ni en la escritura entendida
como utopía. Los textos regresan al discurso como punto de referencia y no
como imagen acústica de la presencia directa de la vida en el libro. Consecuen¬
temente, el narrador intelectual no se oculta detrás de un yo inocente, sino al
contrario, interviene comentando su propio manejo del lenguaje:

Oliveira guardó silencio y Raquelle tomó asiento en la cama. (Nótese


la ausencia del habitual e incorrecto: se sentó).
La nuestra Raquelle repentinamente tranquilizada (306).

Mientras en De Perfil el narrador autobiográfico joven juega un papel evaluativo


importante, colocando la verdad del mensaje en su “punto de vista” así como en
su modelo individual y alternativo — el joven juega allá el papel de referente—,
el punto de vista de este cuento no está situado ni en el mundo ni en el na¬
rrador que interviene en tercera persona como lo hemos visto en el ejemplo
antecedente.
En el realismo tradicional, la tercera persona es el centro garante del “effet
de réel” y el signo de objetividad y neutralidad de la visión que el yo adole¬
scente de la onda quiere propiamente atacar. El regreso a la tercera persona
en este cuento es una desmitificación del mito de la alternativa del yo joven.
El albur y el juego de palabras, quedan un elemento importante del placer
de hablar; sin embargo un placer sin objetivos utópicos. En efecto, para que
tampoco la parodia se vuelva único punto de vista o modelo de evaluación de
las cosas, existen también escenas realistas percibidas como directas, por ej. la
experiencia con el radiotaxi (296 s), el policía (302) y el empleado del hotel
“Luna de Miel” (303). En fin, momentos de realismo casi documental por un
lado y momentos inverosímiles como lo demás de las acciones extravagantes de
la pareja, por el otro, se intercambian.

41 El cuento pone paródicamente en relación la pareja con el tema de la transcendencia,


tema clave de Rayuela: “Pero Olivinho seguía preocupado porque ella no respondió a sus
trascendentales preguntas; es decir, se hizo guaje, se salió por la tangente, eludió el momento
de la verdad, parafraseando a Jaime Torres” (298).
76

Pongamos una última vez la cuestión del realismo. En la base de nuestras


observaciones salta a la vista que, en este cuento que llamo de transición, en
vez de realismo, podría ser más acertado el concepto de “simulación que el
filósofo francés Baudrillard ha desarrollado como diagnosis de una sociedad
“posmoderna”, a saber vacía de entidades referenciales fuera de fenómenos
de simulación, en la que el medio domina42. Sin embargo, aunque la idea
de simulación sea sin duda en cierta medida acertada, el efecto lúdico de la
manipulación de discursos es una dimensión que no cabe dentro del cinismo
del concepto filosófico-social de Baudrillard43. No hay cinismo en el cuento,
sino una entrega al juego del lenguaje y a los intertextos culturales. Aunque
no sea un juego dominado por el sujeto, tampoco el sujeto está dominado
por el medio como en la teoría de Baudrillard. Es más bien un espacio de
libertad desilusionada sin presuponer modelos para salir del castillo en el que el
sujeto está encerrado desde que maneja los códigos culturales. Ahí se encuentra
también la diferencia fundamental con respecto a los primeros textos de la
onda, para los que todavía se ofrece una interpretación realista en la medida en
que las novelas tratan de representar un sujeto libre que, por medio del juego
lingüístico, finalmente es capaz de salir de la cárcel cultural. La subversión
picaresca impacta el nivel del discurso mismo: lo que bajo una perspectiva de
crítica ideológica, asumida tal vez al comienzo de la onda, parece una cárcel de
discursos ajenos, dentro de la perspectiva lúdica del discurso se convierte en un
juguete. Raquelle y Oliveira juegan con todo: no solamente son subversivos,
sino tienen deseos “fresos” y aceptan al fin el destino burgués del casamiento.
En comparación con el tipo de novela de la onda comentado antes, se observa
una erosión del posible realismo en favor de la descomposición de los espejismos
discursivos con intento realista. Es la descomposición de la última tentativa
de mimesis seria, la mimesis de una realidad hecha de discursos y de una vida
forjada por los medios.

IV. “Tepito” de Ramírez:


Realismo como autocrítica del sistema cultural
Una novela relativamente reciente de Armando Ramírez, Tepito, de 1983, nos
permite tal vez precisar estas ideas enfocando otros temas que la Onda ha inau¬
gurado: el personaje “ciudad”. En las novelas de la Onda el papel de la ciudad
es distinto de las novelas de Carlos Fuentes que se considera el “iniciador” del
tema de la ciudad a partir del boom y en las que la ciudad permanece espacio
para ambientar personajes y acción. En la Onda, no solamente la ciudad, sino
su corazón que late vertiginosa y ruidosamente, el barrio de Tepito, se vuelve
personaje44. Muy temprano, el narrador de la novela Tepito cita los motivos

42Véase, por ej., Simulacres el simulalion, 1981.


El concepto de simulación tiene sentido solamente si se sigue tomando en cuenta el
modelo del realismo, a saber como negación de una realidad reflejada por el lenguaje.
44 Además, es opinión común que la Onda, con respecto al tema de la ciudad, provoca un
cambio. Brushwood subraya por ej. que: “En estas narrativas, la ciudad no es la gran urbe
que promete el triunfo ni el monstruo que devora a la gente (como en Fuentes, siguiendo
77

típicos: el barrio, el lenguaje y los medios que constituyen la “realidad” de los


Tepitinos45.
Los personajes, con nombre de mitos modernos, por ej. “El Kid”, un boxea¬
dor nacido en Tepito, están declarados como mitos por el narrador mismo46. El
barrio es el lugar donde se cruzan los discursos — es un diafragma hablante. El
cuestionamiento de la historia a través de la literatura — un cuestionamiento
reinforzado después de los eventos del 68 — se vuelve material de la larga
plática que es la novela misma. Todos los discursos intervienen47 en el largo
monólogo sobre Tepito. También textos contemporáneos, como las crónicas que
Poniatowska inauguró programáticamente con La noche de Tlaielolco (1969)
aparecen: La novela empieza en efecto como un documento demográfico sobre
la identidad del barrio de Tepito (ll)48.
Sobre el nivel del discurso se observa que, a lo largo de la novela, faltan
signos de prosodia, lo que confunde diálogos con comentarios, discursos indi¬
rectos libres y monólogos interiores. Citas se mezclan con descripciones, por ej.
de la conciencia del héroe, llamado el Kid (17), un personaje que en el babel
de los discursos no se puede ubicar: aunque sea un personaje “lumpen”, su
habla es tanto inocente como erudita49. Un efecto especial resulta además de
la confusión entre héroe y narrador que lleva a la imposibilidad de reconocer
quién habla. Además, esto no parece importante: El signo distintivo de una
primera persona con respecto a una voz en tercera persona se pierde dentro del
largo monólogo descriptivo del narrador, y dentro de la crónica a varias voces

las huellas de Yáñez), sino un mundo compuesto de barrios o colonias con características
de ‘mi tierra”’ (1985, 26). Se tendría que analizar el papel de la ciudad en novelas de los
Contemporáneos, como por ej. en El joven (1933) de Salvador Novo, en cuya visión de la
ciudad se advierten paralelos con la Onda (Ramírez nos remite, en efecto, a Salvador Novo,
“contemporáneo de todo tiempo” (14)).
45Por ej.: “De la Gloria cayó Tepito para santo y seña del arrabal, del peladito, del albur,
de la telenovelera realidad, mi cuais” (13).
46 “Barrio satanizado, santificado, leyendizado, percudizado, lenguaguisado. Aportador de
mitos urbanos. De leyendas sin gloria. Quebrantadores de la ley para inscribirse en la leyenda
hamponil” (14).
47Por ej. se parodia el discurso histórico: “En el origen de su nombre está cabalísticamente
su significado. Salvador Novo, como gran contemporáneo de todo tiempo, lo dice: ‘TEPITO’
quiere decir en náhuatl 'cosa pequeña’ o 'poca cosa’; TEPITOYOTL es pequeñez. En la
historia de la ciudad de México, es la pequeñez de un barrio indígena fuera de la 'traza’ en
que vivían los españoles en los primeros tiempos del Virreinato". “Lugar hecho de residuos,
lugar despreciado y nostalgizado... "(14s). Si la Onda había vuelto la mirada a la contempo¬
raneidad acabando con la preocupación en definir lo mexicano por el México viejo (Monsiváis
en Glantz 1979, 117), Ramírez, desde lo contemporáneo, mira con humorismo desmitificador
hacia los “grandes textos” de la identidad criolla desde las Crónicas o la obra de Sahagún
(17) hasta los escritores del siglo XX.
48 Son ¡ntertextos que aluden al tema de la búsqueda de identidad, un tema frecuente de
1968 en adelante; aquí, sin embargo, siempre con función de cita.
49Véase, por ej., su autodescripción: “Y es que todo se lo debo a mi mánager y a la
virgencita de Guadalupe, porque ella es la milagrosa y mi mánager es como si fuera mi padre,
señor periodista. Mi cuerpo es como un alfabeto donde las palabras se van conformando de
acuerdo con los golpes que da la vida (subrayado mío) (•..). El descontón y la cabeceada a
tiempo son mis armas favoritas porque si usted no lo sabe, yo hoy aquí, al mero mero, subo
al ring... (18s).
78

sin diferencia de tonalidad. El cambio de él y yo, que en el realismo funciona


como “effet de réel”, a saber como signo de pluralidad de perspectivas, no está
acompañado por ninguna variación en el punto de vista de quien habla, que
mantiene el mismo tono entre monótono y dramático en cada posición grama¬
tical. Frente a la novela que buscaba la representación de sujetos jóvenes cuyos
deseos funcionaban como la corriente eléctrica para salir de conciencias pareci¬
das a máquinas repetitivas de discursos, esta novela llega a una radicalización
del automatismo discursivo y repetitivo: todo el espacio de la novela — el es¬
pacio de Tepito y de sus habitantes está “ocupado” por el habla generalizada
de las citas.
En la novela de Ramírez el caos de los discursos queda la experiencia de
lectura dominante. Partiendo de un discurso que para introducir al personaje
principal, “El Kid”, recuerda la crónica y las telenoticias, a lo largo de la
narración, el documento verbal se vuelve un fluir ininterrumpido de un habla;
es un habla parecida a la grabación de una máquina ubicua en la que, acaso,
pedazos de cuerpos o de figuras de acciones suben a veces a la superficie. Es
la representación de la pluralidad de los códigos como esencia del desorden
babélico del barrio. Es en fin un poder cultural50 que acaba matando a sus
personajes — como Suavecito (120) — cuya muerte representa una culminación
dramática dentro de la continuidad del tono documental de la narración.
El habla alucinada y un discurso aluvional no llegan a ninguna construcción
de orden, ni siquiera al orden posible de un nuevo realismo nacido del rechazo
del género tradicional51. Desde el planteamiento de esta novela hacia la rea¬
lidad, no solamente no se puede pensar en la diferencia entre facticidad y
ficcionalidad52, sino la discursividad de la cultura va más allá, genera facti¬
cidad, hechos, acontecimientos violentos, como la muerte de Suavecito, como
las varias existencias lumpen, frutos de mitos vividos, el mito del box, de la
vogue (117), el mito de salir del propio origen o de ocultarlo (116s). Con
la mimesis inverosímil de una máquina hablante, Ramírez logra denunciar el
sistema mismo, la pluralidad de los intertextos culturales53. Aún con la con¬
ciencia de que todo es discurso, los primeros textos de la Onda eran realistas
en la medida que creían en discursos verdaderos, los del cuerpo, de la juventud

50Lo entiendo en el sentido de Foucault (véase, por ej. el estudio de Héctor Ceballos
Garibay, 1988). Ramírez se refiere explícitamente a Foucault, por ej. en el capítulo intitulado
“El infierno benigno” (115).
51 Todo tiene “puntos suspensivos” (título del último capítulo). Ya al comienzo el narrador,
con un juego de palabras, rehúsa tomar posición acerca de la función realista del libro: “Yo
les voy a platicar de aca, de a las de aca, donde si las da hasta acá, entonces arremeda. La
única diferencia entre el Arte y la Realidad es que la Realidad arremeda y el Arte hace gestos
como gestas estas arremedadas” (13).
Lo que es posible en novelas “realistas” en donde, tradicionalmente, el discurso apoya los
signos de facticidad del plot, o también en las primeras novelas de la Onda, donde el discurso
es “fotografía” del oído real y mantiene así mismo signos de facticidad.
53 Tepito deconstruye la acción mitopoética de la cultura y el peligro de confusión inocente
entre mitos (por ej. de mía propuesta alternativa de los jóvenes) y la cruda realidad política;
confusión que, según Paz, fue en parte responsable del fracaso de Tlatelolco (Prefacio a La
noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska (en El ogro filantrópico).
79

y del lumpen. La novela de Ramírez, al contrario, no busca imágenes alterna¬


tivas, sino deja hablar el caos cultural, justamente por la falta de interés hacia
cualquier discurso realista.
Quiero insistir en la hipótesis que el germen de la autocrítica de la cultura,
aspecto dominante de los textos de los años ochenta, existe ya en las nove¬
las de los autores de la Onda después de 196854. Obsesivos dias circulares
de Gustavo Sainz (1969) es un ejemplo evidente de la tendencia observada en
Tepito y, según mi opinión inaugurada por textos como el cuento de Agustín
comentado antes. La segunda novela de Sainz abre el paradigma de la novela
postlatelolco entendida como autocrítica de la posición del escritor. La orga¬
nización de Obsesivos días circulares no obedece a ningún orden realista o de
verosimilitud ni en el nivel de la historia55, ni en el discurso que, a causa de
la ausencia de puntuación, parece también un largo monólogo del narrador.
Sin embargo, esta novela tiene un referente directo: la escritura. La literatura,
no la realidad, es el punto de partida, así como el escritor y la relación entre
escritura y vida son las estructuras básicas del plot y del discurso. Que el mo¬
tor de los desvíos mentales del personaje principal, Terencio, son el lenguaje
y la cultura en sentido lato es evidente no solamente en el nivel del plot56,
sobre todo en el espejismo de Terencio como escritor, sino dentro del discurso
que, mezclando cualquier tipo de género57 radicaliza el montaje hasta la deriva
final, en la que el desvío mental del personaje coincide con el del narrador.
La novela termina en efecto con la repetición de la frase “De generación en
generación las generaciones se degeneran con mayor degeneración” durante 12
páginas, mientras que la grafía se agiganta página tras página hasta que la
letra “g” ocupa enteramente la última página. El narrador se entrega final¬
mente al mimetismo de su demencia y cuestiona así el acto mismo de escribir.
Es un cuestionamiento que, por lo tanto, constituye la estructura general de
la novela58. Por un lado el psicoanálisis es un tema que la personalidad de

54Es por lo tanto una tesis de Glantz ya en 1971: “la persistencia que muestran ciertos
escritores, su intención de autocrítica evidente (...) revelan la existencia de mía narrativa
mexicana verdaderamente nueva” (7), idea a la que la escritora regresa en 1979 acerca de
Obsesivos dias circulares de Sainz (121).
55No solamente es difícil reconstruir la acción por via de “flashbacks” y de la ambivalencia
discursiva, sino la opacidad de la historia participa en la estructura misma: el voyerismo de
la primera parte, en la que Terencio tiene que fotografiar en secreto a las estudiantes de la
escuela para el propietario Papá la Oca y la confusión de Terencio en la segunda y tercera
parte hasta a la deriva final en el avión en ruta a Acapulco.
56 Ulysses de James Joyce es la obra maestra a partir de la cual Terencio busca una orga¬
nización del caos que le rodea. En vez de encontrar un orden, se le escapa progresivamente
el control sobre el lenguaje. Sin embargo la literatura permanece su “principio de realidad”.
Por miedo de que se acerque su fin al descender del avión sobre Acapulco, Terencio quiere
organizar su muerte en conformidad con los finales de novelas leídas (322).
57Pues “cultura” está entendida en un sentido plurah'stico, la fascinación así como la vio¬
lencia del mundo visto por la literatura se refieren a varios sistemas culturales, como por ej.
el cine — además de la fotografía —: Terencio imagina una película sobre su propia vida,
para escapar al miedo de acercarse a su fin (313s). También en la estructura de la obra se
han advertido paralelos con películas de Godard (Decker 1986, 355s), un director importante
para la Onda.
58Según Glantz la culminación de la autocrítica en la última frase de Obsesivos días cir-
80

Terencio y su mirada voyerística ponen en evidencia; por otro lado el miedo


de esta personalidad neurótica (el complejo de persecución con el miedo de la
traición próxima) incumbe e irrumpe sobre el plano del discurso y se trasmite
al lector, para el que la desintegración del narrador mismo y del lenguaje se
vuelve verosímil.

V. Palabras de conclusión
He tomado las novelas de la Onda como síntoma de una postura del discurso
literario frente a la realidad y como momento en el que los eventos de Tlate-
lolco han dejado huellas importantes. La decepción de Tlatelolco devuelve a
los escritores de la Onda de un “nuevo” realismo comprometido y de la creen¬
cia inocente de un discurso alternativo a la literatura del establishment. En
algunas novelas, como los textos comentados más arriba, el “nuevo” realismo
implica un germen de autocrítica que, después de Tlatelolco, se desarrolla ha¬
sta distanciarse de las premisas de reflejar una realidad nueva. Remontando a
Tlatelolco, se evidencia con claridad el hecho de que, si por un lado la “retórica
del realismo nuevo” está destinada a desaparecer temprano09, por el otro la
falta de respeto por cualquiera proyección cultural60 ha llevado a una desa-
cralización del papel de la escritura61. Este aspecto es, a mi juicio, el más
importante: No solamente por el hecho de que del juego paródico sin límites
procedió una libertad de discurso que ha provocado el pluralismo y la multipli¬
cidad de temas, estilos así como variedades individuales62, sino también porque
con la libertad radical del juego paródico, la relación entre escritura y realidad
se ha liberado de la interposición63 del discurso realista. Con la distanciación

ciliares es una consecuencia implícita del automatismo con el que la Onda intenta reflejar
sonidos producidos por máquinas electrónicas — “música que (...) reitera ese ’strip tease’
mental que nos lleva hasta el sexo desnudo y epidérmico, donde el joven se oye vivir, pero
desde lejos” (355). De esta cercanía y distancia al mismo tiempo nace esa postura que lleva al
final de Obsesivos días circulares pasando, a opinión de Glantz, por experiencias de escritura
como la de El grafógrafo de Salvador Elizondo: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente
me veo escribir que escribo... ” (1979, 121)
59Es el juicio de varios escritores y críticos que ven en el hecho de que las novelas reflejen
un mundo pasajero y voluble la causa del destino transitorio de la Onda.
60Esta sería, según Monsiváis, la diferencia entre los movimientos de izquierda y los es¬
critores de la Onda: a diferencia de estos últimos “la izquierda tradicional en México ha
negado los excesos o la deformación de la Revolución Mexicana, pero respeta (devotamente)
su proyección cultural” (1986, 235s).
61 Monsiváis lo resume en su artículo sobre “Literatura latinoamericana e industria cultu¬
ral”: ya en los setenta, no opera el tono dictatorial de la ‘alta cultura’. Y los resultados de
este derrumbe son de toda índole: ya no hay que escribir de un modo ‘prestigioso’; ya no hay
requisitos estilísticos de consideración (1989, 20).
62 Véase María Luisa Puga en Teichmann (1987, 31); véase también Giardinelli (1989).
63Según mí parecer, la novela mexicana postlatelolco ha logrado definitivamente conspirar
contra el realismo tradicional, como lo quiso señalar Macedonio Fernández: “Todo realismo
en arte parece nacido de la causalidad de que en el mundo hay materias espejeantes; entonces,
a los dependientes de tienda se les ocurrió la Literatura, es decir confeccionar copias. Y lo
que se llama Arte, se introduce a las casas presionando a todos para que pongan su visión en
espejos, no en cosas (...) La obra de arte-espejo se dice realista e intercepta nuestra mirada
a la realidad interponiendo una copia" (subrayado mío); citado por Ruflinelli (1980, 125)
81

de una “mimesis seria” — aunque fuera una mimesis proyectada sobre el nivel
del discurso, como la mimesis de “lo actual” en los primeros textos de la Onda
los escritores pueden ahora regresar a mirar las cosas, sencillamente, como
lo ha postulado María Luisa Puga en la introducción a su propia escritura.

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III

El 68 en retrospectiva
¿De qué estamos hablando cuando hablamos
de 68 y revolución (y literatura)?

Héctor Manjarrez

para Celia Hernández

UNO
¿Qué es lo que provoca el nombre de este congreso? Ante todo — no por
ello supongo que sobre todo — yo opino que se nos provoca a interrogarnos
sobre conceptos que han disfrutado de una apabullante importancia durante
los últimos veinte años. Conceptos como El 68 y La Revolución.
Empecemos con El 68. En ese año tres ciudades, muy distintas entre sí,
experimentaron una llamarada de protesta, de protesta de los jóvenes, que
tanto los actores del poder cuanto los actores de la protesta — los protagonistas,
pues — experimentaron como Revolucionaria. Me refiero a Praga, a París y a
México, en orden cronológico. Estos tres movimientos acabaron mal; y luego
se hicieron parte de la cultura — memoria y deseo — de sus respectivos países,
e incluso de las culturas de otras naciones.
En Praga, los jóvenes apoyaban a la facción reformista del Partido Comunis¬
ta. Las tropas soviéticas arrasaron el experimento del “socialismo con rostro
humano”. Hasta el día de hoy — agosto de 1989 — , Checoslovaquia sigue
estando dirigida por la casta de aquellos que podemos llamar los Burócratas
del Sueño, los “Tiranos en nombre del Bien”, los déspotas ineptos y banalmente
malos (diría Hannah Arendt) y sin mayor ilustración.
En París, en mayo del 68, los estudiantes se quedaron esperando y esperando
a la clase obrera (que es la noción de “pueblo” que primero les venía a la mente).
En México, el gobierno (que es el Estado que es el Partido) hizo una ma¬
tanza de inocentes, mató a gente que no tenía más que “deseos confusos”,
bañó en sangre un movimiento estudiantil que gozaba de la simpatía pasiva de
muchísimos habitantes de la ciudad de México, pero de nada más.
Paradoja más, provocación menos...: hoy en día la “generación del 68”, en
México, es presumiblemente la generación de mayor peso en política, en arte y
tal vez en ciencia.
Antes de hablar de México, sin embargo, hay que hablar de otras cosas.
Lo primero que viene a la mente son los conceptos de Juventud y Revolución,
muy sesentaiocheros; y el de Ilusión y Desengaño, porque creo que también eso
quiere decir Del 68 al ocaso de la revolución.
1968 se concibe y se experimenta nada menos que como un Año Revolucio¬
nario, pero me parece que es más atinado ver ese año como una primavera, un
verano y un otoño en que se produjeron manifiestos y manifestaciones en favor
86

de reformas, reformas a la “democracia socialista”, la democracia burguesa


y la “democracia mexicana”.
En París, el lenguaje era revolucionario, debido a la tradición leninista de
ciertos grupos de izquierda, pero también debido al legado surrealista y situa-
cionista. La praxis, sin embargo, no era revolucionaria: no existía un modelo
económico y social alternativo, no existía un amplio grupo de cuadros capaces
de tomar el poder y conservarlo; y no había una clase vengadora de agravios
mucho tiempo sufridos.
En Praga, el lenguaje insistía en que de ninguna manera se trataba de
“acabar con el comunismo”, sin sólo de mejorarle el aspecto. El grupo que
quería afianzarse en el poder — el grupo de Dubcek — era un grupo comunista:
no eran capitalistas, ni anarquistas, ni renegados, ni socialtraidores, ni ninguna
de las otras cosas horribles con que el socialismo real ha motejado a quienes se
han permitido dudar de que gozan de la “fase superior” de la humanidad.
En México tan sólo una diminuta porción del lenguaje era revolucionario
(a la usanza guevarista). El movimiento estudiantil deseaba democracia, pero
como exigir elecciones limpias se le antojaba a la vez banal e imposible
mezcla de maximalismo y fatalismo —, sólo demandaba la excarcelación de
una docena de presos políticos, libertad de prensa efectiva y la derogación y
remoción de algunos reglamentos y jefes políticos.
Ni en Praga ni en París ni en México, pues, hubo ni un progama concreto
y radical de reformas, ni un grupo decidido a ganar y conservar el poder, ni
levantamientos y algaradas populares, fuera de los combates que llevaban a cabo
los estudiantes cuando las fuerzas del orden los agredían. En otras palabras, al
68 se le evoca como un Año Revolucionario no porque lo haya sido, o hubiera
podido serlo (tal vez en Checoslovaquia, cuyo gobierno no tenía más legitimidad
que la “ideológica”), sino porque la Juventud creía que lo que hacía y exigía
era Revolución ario y quienes estaban en el poder coincidían plenamente con
ellos; para los gobernantes, la menor reforma podía ocasionar que la gente, en
particular la juventud, creyera que eran posibles más reformas.
Tres Estados lucharon en 1968 contra la ampliación de las libertades de los
ciudadanos, representados por los jóvenes, esos “ingratos” beneficiarios de la
educación superior. Esos Estados dejaron muy, muy claro que por Democracia
y Patria no podía entenderse más que lo que ellos definían como tal.
La indignación y la alegría de los jóvenes se percibían como revolucionarias
lo mismo en una capital importante del capitalismo que en una capital im¬
portante de las Américas que en una capital importante del comunismo. Los
estudiantes, desde luego, no contaban con la menor base social. Su base y su
proyecto eran la imaginación, el deseo - l’imaginaiion au pouvoir era la utópica
consigna en París y en otras ciudades —; sin duda la imaginación y el deseo
eran positivamente revolucionarios para los gobernantes. ¡Hay que recordar al
gobierno checo imputándole todo a las opiniones e informaciones de The Voice
of America, a Díaz Ordaz maldiciendo a Herbert Marcuse, a Malraux haciendo
diatribas nacionalistas y a la prensa francesa renegando de los Judíos Alema¬
nes! El odio a la juventud y la xenofobia convencieron a los gobiernos de que
87

enfrentaban no a sus propios hijos, sino a la Revolución.


¿Qué hacer con la idea del “ocaso de la Revolución”?
Soy consciente de que Europa occidental, en este momento, no concibe ni le
interesa, y además se ha convencido de que desprecia, la idea de Revolución. Si
por Revolución se entiende la lógica y la práctica del jacobinismo, del leninismo,
del estalinismo, del polpotismo, del maoísmo y del castrismo — en una palabra,
del vanguardismo —, entonces los europeos occidentals tienen toda la razón.
Ahora bien, si por Revolución entendemos cambios profundos y necesarios
en una sociedad, creo que Checoslovaquia y México tienen todo el derecho
del mundo a contemplar con gran interés la palabra Revolución, o cualquier
otra y otras que equivalgan a mucha mayor justicia y más libertad. Lo que
actualmente sucede en Polonia — y en Hungría, Lituania, Estonia y Latvia —
¿no constituye una reforma más radical, necesaria y creativa que cuanto exigían
los checoslovacos en 1968? (En cuanto a los derechos humanos; no sabemos si
en cuanto a los derechos sociales). La lucha actual en México por la creación
de verdaderos partidos y organizaciones y el logro de elecciones libres y limpias
¿no es mucho más radical, necesaria, creativa y popular que los Seis Puntos del
Movimiento Estudiantil del 68?
Ni en Polonia, ni en Hungría, ni el el Báltico, ni en México hoy — ni
en Checoslovaquia mañana — son o serán los estudiantes quienes determinen
cuáles son las luchas que se precisan para empezar a lograr las reformas im¬
prescindibles en la sociedad, las que han sido aplazadas demasiado tiempo (por
lo menos veinte años). De ahí que la palabra Revolución sea una palabra sin
mucha importancia operativa en esos países; y que lo mismo suceda con ideas
como Vanguardia, como Juventud Heroica. . .y como Ilusión y Desengaño.
Como decían los jóvenes parisinos de la “Revolución de Mayo”: La lucha
continúa. Y continuará mucho tiempo, porque reformar al comunismo y al
priísmo no es precisamente algo que se consiga de la noche a la mañana.
¿De qué hablamos cuando hablamos, pues, del “ocaso de la Revolución”?
¿No hablamos, acaso, de la agonía de una idea profundamente europea, de
una idea taumatúrgica? ¿No hablamos de la idea del científico-poeta, del inte¬
lectual, del letrado, del cura rebelde, del “ser superior” que sabe desentrañar
los mecanismos de la sociedad y proferir profecías y guiar a su pueblo hacia el
orden justiciero y el progreso? ¿No hablamos acaso de esa religión de la Cien¬
cia que tanto entusiasmó al siglo XIX y que en el XX acompaña sus aspectos
bienhechores con el desprecio por los hombres y la destrucción de la natura¬
leza? ¿No hablamos de la Revolución como metafísica y del intelectual como
demiurgo de este platonismo “científico”?
La verdad es que las revoluciones suceden, lo queramos o no. Y por otra
parte, por mucho que las deseemos, cuando las deseamos, no por ello las revo¬
luciones tienen lugar.
No pocos discursos europeos, posmodernistas, transvanguardistas precisa¬
mente, fincan su efecto de verdad sobre la verosimilitud. En el terreno de lo
verosímil, del vraisemblable, de lo que semblantea como verdadero, es un he¬
cho que la Revolución no es ni creíble ni muy anhelable en Europa Occidental,
88

Canadá, Australia, Japón y Estados Unidos, que son los países precisamente
donde en estos años se ha producido la conjugación de mayor eficacia económica
y mayor libertad política. Pero en todo el resto del mundo las cosas son muy
diferentes. Las sociedades son más pobres, económicamente, y también mucho
más heterogéneas, más ricas culturalmente. Europa poco a poco se acerca a
una mayor y mayor homogeneidad; sin dejar de entender cuán profunda e im¬
portante es esta reconciliación entre Estados que hace apenas cuatro décadas
cumplían muchos siglos de detestarse y entrematarse, conviene decir que la des¬
aparición de las heterogeneidades es también, por otra parte, la desaparición
de las libertades imaginativas que lo heterogéneo procrea en los hombres.
El resto del mundo — la Mayoría del mundo — es tremendamente he-
teróclito: extraño, raro, caótico, incomprensible e inaceptable para los euro¬
peos. El resto del mundo es heterogéneo no sólo respecto de Europa y de su
antítesis, el Islam — sino respecto de sí mismo y dentro de sí mismo. Los países
de América Latina son profundamente diversos, entre sí y dentro de sí, aunque
es cierto que tienen la fortuna de expresarse en dos lenguas muy emparentadas,
el portugués y el español. En México hay decenas de idiomas indígenas, por
otra parte, que se hablan todos los días.
La Revolución — con ése y otro nombre — está a la orden del día en todo
el mundo, excepto tal vez en Europa Occidental, la parte del mundo que nos
dio los conceptos de Revolución, Ciencia y Razón. Hablar del “ocaso de la
Revolución” es ser europeo, es ser europeísta; es, una vez más, suponer que
sólo lo europeo es universal: que Lo Europeo es Lo Universal.
Pero ¿qué tal si por “ocaso de la Revolución” no se aludiera a una actualidad
europea y occidental?
¿Qué tal si, por ejemplo, se refiriera a la Revolución Cubana?
¿Y qué tal — ya que a fin de cuentas este congreso se quiere ocupar de la
literatura de México en estos veintiún años — si se refiriera a la Revolución
Mexicana?
En 1968, la Revolución Cubana aún parecía empeñada en la consecución
tanto de la justicia como de la libertad. El apoyo de Fidel a la invasión de
Checoslovaquia podía suponerse — con un poco de fe, esperanza y caridad —
táctico; los siete años de poder del mismo Fidel aún no angustiaban demasiado;
la prevalencia del sexismo, el burocratismo, el simplismo, el dogmatismo y el
influyentismo era sólo una prueba más de cuán necesarias e ingentes son siempre
las tareas de la Revolución. Hoy en día, 1989, el mismo Fidel va para treinta
años de poder, jura que siempre fue marxista-leninista (como el indio que finge
darse cuenta de que “siempre” fue cristiano, sólo que Fidel no finge), ha puesto
a su hermano Raúl (el Cacique Chico) en el papel de heredero del poder, fue
el primero o el único en felicitar al gobierno chino por la matanza de Tian An
Men.. .y Cuba no significa por ahora, en América Latina, una esperanza.
En 1968, la Revolución Mexicana parecía el más muerto y pestilente y
macabro y “atrasado” de los cadáveres. Hoy en día, el programa mínimo y a la
vez radical de todo proyecto popular (aquel que “beneficie a la mayoría de la
gente”) exige el acatamiento de la Constitución, es decir, de esa Declaración de
89

los Derechos de los Mexicanos — sobre sí mismos y su nación — que se redactó


en el famoso año de 1917, famoso que fue en todo el mundo por diversas razones:
se daba entonces el “ocaso del antiguo orden” en varias plazas.
México es un país lleno de recuerdos populares, de leyendas, de historias,
de ironías, de chistes y chismes, de argíiendes y burlas y dadas. México es
un país con corazón indio en el que las ideas entran con mucha lentitud, sean
ajenas o propias, y luego arraigan hondamente. México, hoy, es un país con una
fortísima conciencia de sus pasados y una gran sensibilidad y angustia sobre su
presente. Desde las diversas culturas indígenas hasta el 68, desde las guerras
del XIX hasta los combates del XX, y sabiendo cada vez más de esos siglos
XVI, XVII y XVIII que quisimos imaginar como un paréntesis, y ^on la gente
cada vez más apasionada por la vida molecular de sus lugares de arraigo y sus
sitios de trabajo.
México piensa en sí mismo. Es un país viejo y xenófilo. México es un país
que no se entiende a sí mismo como norteamericano, como centroamericano
o como caribeño, sino como una civilización, que además ahora piensa en su
futuro, en cómo cambiar.

DOS
(Yo nunca conocí a mi abuelo paterno, Froylán C. Manjarrez, pues murió in¬
cluso antes de la Expropiación Petrolera, ni nunca, hasta la fecha, me he preo¬
cupado por su historia, aunque es interesante.
Mi abuelo Froylán murió de cáncer cuando dirigía el periódico El Nacional,
que era el órgano de propaganda y agitación y también-sociedad-civil de ese
fenómeno abigarrado ideologizado y determinante que fue el cardenismo. Antes
de eso, hasta donde yo sé, mi abuelo hizo cuanto pudo para congraciarse con
el general y presidente y jefe máximo Plutarco Elias Calles, pues antes de esto
vivió en el destierro — La Habana, París, Barcelona -— como consecuencia de
involucrarse, como gobernador de Puebla, en la fallida rebelión de Adolfo de la
Huerta.
Yo personalmente sostendría que mi abuelo paterno fue Revolucionario,
puesto que Lázaro Cárdenas le dio su contenido palpable a la Revolución Me¬
xicana, Plutarco E. Calles fue el Jefe Máximo de la Revolución, el levantamiento
político-militar del 24 se sigue llamando entre algunas gentes Revolución De-
lahuertista y — para dejarla de ese tamaño — mi abuelo Froylán en el año de
1917 falsificó su acta de nacimiento con el objeto de demostrar que ya contaba
veintiún años y así quedar en la historia como uno de los autores radicales de
la Constitución y el Más Joven de los constituyentes.
Mi abuela se quejaba de que cuando ella era la esposa del gobernador de
Puebla, los campesinos se sentaban en los hermosos y antiguos y caros sillones
franceses de la residencia.)
90

TRES
Hablemos de escribir, hablemos de literatura, lo que nos convoca aquí.
Cuando yo empecé a escribir como escritor como persona que se concibe
a sí misma ante todo como escritor, antes de cualquier otra cosa fue en el
año de 1963.
Yo estaba aquí, en Europa, entonces. La vanguardia lucía extremadamente
firme y lozana; era una joven irresistible. Norman Mailer escribía sus primeros
y excitantes artículos en Estados Unidos; en Francia bullían, conspiraban y
declamaban Ionesco, Beckett, Arrabal y los nouveaux romanciers con el
Siempre Revolucionario Sartre proyectado por la linterna mágica en el telón de
fondo —; en Alemania deslumbraba Grass (que en realidad no era vanguardista)
e intrigaban y escandalizaban Weiss y otros; en América Latina, Paz y Cortázar
y Borges (que quizá sí fue vanguardista, sin saberlo) parecían borrar de un
plumazo las viejas vertientes y reanudar los lazos con los escritores audaces de
los primeros veintitantos años del siglo.
Los surrealistas, los futuristas rusos, los dadaístas, el expresionismo alemán,
los modernistas latinoamericanos, más Huidobro y Vallejo, eran aún mitos vi¬
vos. Verdaderas leyendas.
Había que romper con las formas. Había que crear nuevos escritores y
nuevos lectores, nuevos artistas y nuevos seres humanos.
Aparte de uno o dos o tal vez tres cuentos, cuando yo empecé a escribir,
nunca escribí un relato sin pensar antes cuán extraño debía de ser en la forma.
Las historias de la gente, que son por regla general tan extrañas, no me interesa¬
ban sobremanera. Lo que me interesaba (y a los escritores, pintores, escultores,
cineastas y músicos que eran mis amigos) era crear formas raras en las cuales
vaciaría posteriormente el contenido.
¿Por qué mi primera idea de mí mismo como escritor es la idea de un creador
de formas extrañas y difíciles?
Echenle la culpa a James Joyce. (Y a Proust y Kafka y Malraux y Musil y
Svevo y Woolf y Witkiewicz y Faulkner, ninguno de los cuales, por lo demás,
se vio a sí mismo como “vanguardista”).
En esa época, cualquier persona que quisiera imaginarse como artista tenía
que hacer algo totalmente novedoso, extraño, en lo formal. Así eran las cosas;
la forma era el fondo.
Entonces, como ahora, aquello que me parecía más extraordinario y dis¬
putable de James Joyce era ese maravilloso ojo suyo sobre los seres humanos,
sus formas de hablar, de moverse, de pensar. Tal vez yo pensaba que ese tipo
de ojo sólo podía obtenerse, o recuperarse, a través de técnicas insólitas.
Sin embargo, no creo que lo haya pensado. En rigor de verdad, para los
años sesenta la vanguardia ya no pensaba mucho; en realidad — aparte de
la verborrea logocida del Situacionismo y el objetivismo de los abogados de la
Nueva Novela — ya no pensaba casi nada, se topaba con fascinantes obviedades
que aparecían como revelaciones.
En cierta forma, la Vanguardia era tan sólo la hija — la hija mimada —
91

de corrientes que en su momento sí se habían percibido como revolucionarias:


el modernismo latinoamericano, el expresionismo, el suprematismo, los futuris¬
mos, el dadaísmo, el vorticismo, el surrealismo, etcétera (incluidos desde luego
el bolchevismo maiakovskiano, el Linkskurve, Brecht, Broch, Céline, Genet, la
Autobiografía de Dalí, las obras de Artaud y Michaux y Vallejo y Huidobro y
tantos otros). La vanguardia ya no hacía descubrimientos escandalosos.
En las Américas y en Europa, la vanguardia artística de los años sesenta
era.. .un triunfal lugar común; ya se abanicaba en la hamaca de la inercia; si
era una joven lozana e irresistible, también era una vieja prematura.
El lugar común: se había derrotado el insidioso empuje del ayer, — el ayer
casi casi despreciable por definición —, del siglo pagado, ¡qu^ en su insaciable
progresismo imperialista pretendía seguir normando nuestro gusto!
Pero nuestro gusto era nuevo. ¡Incorruptible! ¡Condescendiente con el pa¬
sado! ¡Enamorado de sí mismo y de su siglo XX estaba destinado a cambiarlo
casi todo, y con el arte. El siglo XX pensaba que era progresista, desde luego,
y revolucionario, sin lugar a dudas, pero ciertamente no imperialista; además
de que estaba convencido de que su progresismo estaba libre de las taras del
Progresismo de Antes. ..
¿Cuándo fue que se acabó la vanguardia? ¿Tal vez siete años después, en
1970?
Que lo diriman esos hijos taimados de la vanguardia que son los posmoder¬
nistas, esos vengadores irónicos.
Me encantaría — para propósitos anecdóticos — decir que puedo fechar el
momento en que la idea de vanguardia dejó de ser importante. Pero no tengo
la más remota idea de cuándo empecé a malquistarme con la idea de pregonar
y practicar la vanguardia en las artes, ni tampoco de cuándo tomé en serio y
luego cuándo volví a mirar con perplejidad las ideas de vanguardia en la vasta
área de la política.
Sí estoy seguro, en cambio, de que fueron procesos largos. No es lo mismo
afirmar en Londres y en 1971: “Esto se acabó” que preguntarse en México y en
1979: “¿Todavía no se acaba esto? ¿Qué vendrá?”. (En México, el prestigio o,
mejor dicho, la dignidad de los años sesenta todavía no termina de acabarse.)
Sólo puedo decir que en algún dado momento dejé de “pensar vanguardis-
tamente” desde la gran mayoría de los nichos de mi psije.
Esto no me ha hecho pensar en nada en particular. Que no he sacado
conclusiones, lo admito; y que estoy esperando a ver en qué cosas y con qué
formas empiezo a pensar durante los años que vienen. Hasta donde sé juzgar,
creo que lo mismo les sucede a muchos de mis coetáneos.
Los del 68 tenemos esa ventaja: que a pesar de que veinte años nos con¬
denan, como dice la canción, en 1989 apenas si empezamos a entrar seriamente
en la cuarentena, es decir en la edad en que los escritores, los pintores y hasta
los músicos, tan precoces, apenas si empezamos a crear una obra.
Tengo la impresión de que desde el año de 1968 hasta hace poco los escritores
englobados en las fechas que abarca Del G8 al ocaso de la Revolución nos
hemos dedicado cada quien a escribir su versión — utópica, práctica, modesta,
92

orgullosa — de lo que “debe ser” la literatura mexicana. (Sin por ello querer
crear escuela, ojo.)
Luego de unos veinte años de que cada uno de nosotros hizo esto —- escritores
que hoy tienen de setentaitantos a veintitantos años, algunos que amaron a la
vanguardia y otros que la resistieron — me parece percibir en muchos escritores
de México un sentimiento de fuerza y de libertad.
Es como si desde 1948, con el “salto cualitativo” del 68, nos hubiéramos
dedicado a escribir todo lo que faltaba por escribir a fin de que la literatura
mexicana ya pudiera abarcar toda la vida de un lector interesado.
Esa obra ya está concluida, ese andamiaje ya se puso y ya se retiró. Cada
quien puede hacer tan sólo lo que quiera de ahora en adelante. De hecho hace
ya tiempo que sucede. Los escritores jóvenes son ahora tan raros — diría Darío
— como lo fueron los vanguardistas en sus mejores momentos; sólo que sin
argumentos ideológicos.

.. .Yo no sé para quién hablo.


De repente, en este momento, he sentido que ya hablaba solo.
¿A quién estaba hablándole, y de qué estaba hablándole?
En algún momento he hablado para el culto público europeo aquí
reunido.

En otro momento me dirigí a los escritores mexicanos, presentes o ausentes en


esta ocasión, y también muy cultos.

De pronto sentí que hablaba solo.


Cuando uno vive en México, uno experimenta y piensa muchas cosas
y habla de ellas, pero tarda años en llegar a algo que se parezca a
una conclusión.
México 68. Veinte años después de
“El gran solitario de Palacio”

Rene Aviles Fabila

En 1968 la Revolución Mexicana había muerto. Sin embargo, como todavía su¬
cede hoy, en 1989, era invocada y el gobierno afirmaba respresentaria. El país
vivía de los grandes mitos acumulados por los sucesivos regímenes “revolucio¬
narios”. El artículo tercero constitucional, ia Reforma Agraria (por completo
sacralizada y convertida en una secretaría de Estado), el papel rector del go¬
bierno en la economía, el antiimperialismo no siempre de papel, etcétera, caían
como una tormenta sobre la población y las palabras de un puñado de críticos,
frecuentemente de izquierda, apenas si eran escuchadas. La arrogancia del po¬
der mexicano parecía tenei un sólido fundamento. De tal suerte que las llama¬
das de atención ocurridas en 1958 jamás fueron consideradas. Ferrocarrileros,
electricistas, maestros, telegrafistas, universitarios, trataban de recuperar las
plazas perdidas y darle nueva vida al sindicalismo, por completo en manos de
líderes corruptos y al servicio del Estado (Cf.México, un pueblo en la historia,
coordinación de Enrique Semo, volumen 6). Nada parecía romper la tranqui¬
lidad “revolucionaria”, la unidad bajo los maravillosos principios de 1910-17.
La Constitución, la democracia, la libertad, el pluralismo, no eran sino me¬
ras palabras dentro de un discurso gastado, intolerante y saturado de lugares
comunes.
1968 es para muchas partes del mundo un año difícil, en el que las inquietu¬
des aparecen básicamente entre los jóvenes. En París los estudiantes se lanzan
a un movimiento que tiene profundas implicaciones políticas y que apela a la
imaginación y al amor. Tampoco los muchachos estadounidenses permanecen
tranquilos; atrás han quedado la guerra fría y el anticomunismo ramplón del
senador McCarthy; se preocupan por la intensificación de la guerra en Vietnam
y la música y las drogas aparecen como una contracultura capaz de acabar con
la enajenación. Y mientras el Black Power, dirigido por Carmichael, Cleaver y
Hamilton, entre otros, con Angela Davis perseguida, lanza consignas violentas,
los hippies depositan en sus extravagancias, en el rock y en los ecos de Ginsberg,
Kerouac y Ferlinguetti las posibilidades de hallar la libertad. Cuba resiste el
bloqueo de Estados Unidos y prueba que el socialismo puede ser edificado a
unos cuantos kilómetros de su territorio. La rebeldía social, la antisolemnidad
y los deseos de transformaciones radicales se han acumulado y se manifiestan
desde diversas actitudes y luchas. Algunos filósofos suponen que los estudian¬
tes, ya no el proletariado, pueden ser los detonadores de una magna revolución
y proporcionan a estos un basamento teórico.
México lleva años de aparente tranquilidad, en efecto. Los gobiernos de la
Revolución desarrollan al país con lentitud exasperante y muchas contradic¬
ciones. Por último, son incapaces de evitar las desigualdades y las injusticias
94

sociales. El precio pagado es elevado: la nación persiste en su condición se-


micolonial y en consecuencia dependiente y atrasado. La corrupción florece
y la democracia es una palabra hueca dentro de un sistema político virtual¬
mente unipartidista. El PRI “arrasa” en cada proceso electoral y la represión
jamás desaparece; en todo caso - tiene altas y bajas, según lo demanden las
necesidades de la política-oficial. En momentos retoma la saña de los viejos
tiempos revolucionarios, como en el crimen de la familia Jaramillo, acribillada
por miembros del Ejército. A todo ello, hay que añadir el presidencialismo
que se nutre de una poderosa tradición antidemocrática y de una persistente
secuela de tiranos, dictadores y hombres fuertes, y el cuadro queda completo.
La burguesía mexicana, como la francesa, tomó el poder y lo hizo de ma¬
nera violenta, luego de una costosa revolución, de soportar tremendas presiones
norteamericanas que van desde la siniestra intervención del embajador Henry
Lañe Wilson en el asesinato del presidente Madero, hasta las obligaciones que
Estados Unidos le impone a México para reconocerlo diplomáticamente, pa¬
sando por la invasión de Veracruz (1914) y la Expedición Punitiva del general
Pershing (1917).
De la Revolución Mexicana surge una burguesía ligada a los intereses popu¬
lares, nacionalista y antiimperialista, tal como explica don Jesús Silva Herzog,
cuya máxima expresión (y el punto más lejano a donde pudo llegar) es el go¬
bierno de Lázaro Cárdenas. Después gradualmente México retrocede, pierde
sus aspectos más positivos y aun retrocede en su magnífica política exterior.
Hoy ya poco o nada queda de aquel movimiento de 1910-1917. El actual go¬
bierno de Carlos Salinas de Gortari ha sido el encargado histórico de sepultar
el cadáver. Lo más extraño de esta situación es que ahora la oposición de
izquierda, que por largo tiempo consideró muerta a la Revolución, reclama
como suyos sus principios y la añora a pesar de que en un tiempo la persiguió,
especialmente los comunistas.
La estabilidad económica y política, un verdadero lujo en América Latina, se
dan en México a pesar de muchos problemas. Sólo que a cambio de ellas, fueron
por muchos años eliminadas las minorías políticas. En ocasiones la izquierda,
frecuentemente representada por el Partido Comunista Mexicano (fundado en
1919), actúa aquí y allá, tratando de combatir a un sistema cada vez más
rígido y autoritario, de estimular al sindicalismo independiente, de desenajenar
a la clase trabajadora, pero siempre careció de arraigo y sus integrantes no
fueron capaces de convencerla, víctimas de sus rencillas personales y del manejo
arbitrario que hizo en una época difícil (los años de ascenso del fascismo y
luego de guerra) el PCUS. No tuvo peso dentro de campesinos y obreros y
apenas fue una influencia frágil entre los intelectuales, creadores y estudiantes
universitarios.
Sin embargo, poco a poco el país despierta. Muchos desean romper el mo¬
nopolio del poder que detenta el binomio PRI-gobierno, modificar el rumbo
positivamente. Algunos intelectuales, los más lúcidos en el aspecto político,
se convierten en críticos del sistema. Habrá que mencionar a José Revueltas,
quienjugara un destacado papel en 1968. Hay inconformidad y descontento, lo
95

que no existe es manera de manifestarlo. El Estado permanece alerta y aplasta


cuanta cabeza protesta. Han pasado por las cáraceles los dirigentes sindicales
Vallejo y Campa, el pintor Siqueiros. Cualquier movimiento es eliminado y los
líderes acosados. Como de costumbre, tenemos un doble juego: por un lado, la
política internacional progresista que permite un amplio apoyo a la República
Española y luego a la Revolución Cubana, las críticas más oportunas y di¬
rectas para el fascismo salen de la boca de don Isidro Fabela, representante de
México en la Liga de las Naciones ... Por el otro, una política interna represiva,
asfixiante, corrupta y antidemocrática.

En este contexto, la izquierda y en general los sectores progresistas fueron


constantemente asediados por el Estado mexicano. A menudo sus dirigentes
estaban en las prisiones y sus instalaciones y publicaciones eran destruidas por
la policía. Definitivamente al gobierno le ha costado trabajo tolerar las voces de
la oposición, a no ser las de sectores conservadores o las surgidas de organismos
como los creados por Vicente Lombardo Toledano, que invariablemente tenía
puntos de contacto con la burocracia política, sin dejar de utilizar una termino¬
logía socializante y en momentos marxista-leninista. Partidos como el Popular
Socialista han servido para dar una imagen de pluripartidismo de utilería, la
que en estos momentos está en proceso de extinción.

Tradicionalmente, y como resultado de complejos problemas nacionales e in¬


ternacionales, la izquierda mexicana ha estado fragmentada y dividida. Todas
sus partes se empeñan en mantener el santo grial de la pureza revolucionaria
a costa de atacar y calumniar a las otras. Así, la izquierda atomizada era
víctima fácil de los embates del Estado. En ocasiones - y en el presente no
se registra ningún cambio - las acusaciones e insultos que salían de las fuerzas
democráticas para denigrar a las restantes, eran más virulentas que las pro¬
feridas contra el enemigo común: el Estado. Es decir, la izquierda partidista
padece una grave inmadurez y su desarrollo ha marchado lenta, muy lenta¬
mente, apenas ofreciéndole a la sociedad civil un vago proyecto de nación sin
rigidez y autoritarismo.

Los movimientos populares aparecían en forma aislada y sin cohesión. De


tal suerte que el gobierno podía liquidarlos con sencillez, presionando, encarce¬
lando o corrompiendo. Cuando una lucha cobraba fuerza, el gobierno recurría
a la violencia. De este modo fue sofocado el movimiento ferrocarrilero, como lo
fue el de los electricistas. La Reforma Agraria carecía de resultados positivos,
el campesino seguía siendo un sector marginado y pauperizado, centro de la
retórica y la demagogia oficial de acentos pueblerinos y metáforas obvias que
tanto apasionan a los políticos mexicanos. Los artículos constitucionales 27 y
123, por citar algunos muy importantes, eran letra muerta. En lo educativo el
clero católico jugaba (y juega, no en vano las visitas papales a México se re¬
piten) un papel importante; las escuelas confesionales nunca han respetado la
legislación en materia educativa y religiosa, menos los planes de la Secretaría
de Educación Pública; el libro de texto gratuito ha sido arrojado sin mira¬
mientos a los almacenes de viejo. Los trabajadores no ven los beneficios del
96

progreso nacional y sí, a cambio, resienten el peso de un desarrollo imperfecto


que gradualmente se convirtió en crisis económica.
En los años previos al 68, aparecieron diversas manifestaciones de descon¬
tento. Los médicos, los campesinos de algunas regiones del país, principalmente
en Morelos y Guerrero, sin dejar al margen un hecho fundamental de la histo¬
ria reciente latinoamericana: cuando el gobierno estadounidense propició la
invasión a Cuba, en 1961, los estudiantes universitarios y del Instituto Po¬
litécnico Nacional, en unión con una maltrecha izquierda, se lanzan a las calles
a manifestar su adhesión y solidaridad con una revolución naciente, que de¬
spertaba muchas simpatías en el continente. En uno de los mítines de apoyo a
Cuba, efectuado en la Plaza de la Constitución, frente a Palacio Nacional, que
no fue reprimido, el ex presidente Lázaro Cárdenas fue el orador principal. Al
día siguiente había malestar dentro del gobierno y en las filéis de la iniciativa
privada. Adolfo López Mateos, mandatario que había manifestado una calurosa
cordialidad a la Revolución Cubana, basada en la experiencia mexicana de no
intervención y autodeterminación de los pueblos, comenzó a destruir de nueva
cuenta a la izquierda. México no rompió nunca sus relaciones diplomáticas con
la Cuba de Fidel Castro, pero a cambio toleró que el aeropuerto de la Ciu¬
dad de México, único paso americano a esa isla, quedara en manos de policías
nacionales e internacionales que fichaban sin miramientos a cualquier viajero
que iba o venía de Cuba.
La Universidad Nacional Autónoma de México tiene un largo y brillante
historial. En 1929 conquistó su autonomía merced a un movimiento de enver¬
gadura nacional y se convirtió en un centro importante en el que la libertad
de cátedra y la democracia fueron ganando terreno y permitiendo el desarrollo
de sectores progresistas. En vista de la cerrazón que ocurría a su alrededor se
transformó en un lugar privilegiado: pese a sus vicios y defectos, allí es posible
criticar al sistema sin sufrir represalias. Entonces fue el refugio de muchos inte¬
lectuales democráticos y el punto en el que las discusiones políticas y culturales
estimulaban a sus alumnos y profesores. Algo extraño en América Latina. Me¬
dio continente en donde las universidades críticas han sido muy castigadas por
dictaduras y gobiernos militares. La UNAM es una notable excepción. Sin em¬
bargo, en su seno se libran batallas ideológicas porque allí mismo está presente
el poder gubernamental. No podemos dejar de lado un hecho incuestionable:
de ella salen los cuadros que renuevan al Estado; no sólo los mandos medios,
también los presidentes de la República. Desde Miguel Alemán hasta Carlos
Salinas de Gortari, los políticos más destacados han pasado por las aulas de
la UNAM. Así las cosas, no era factible creer que el gobierno permanecería in¬
activo tolerando que los grupos democráticos conquistaran la llamada Máxima
Casa de Estudios. Siempre ha tratado de mantenerla dentro de su esfera de
acción. Del choque de estas dos fuerzas han resultado avances y retrocesos,
pero ha quedado garantizada la libertad de cátedra y la existencia de planes de
estudio que en otras universidades no tienen cabida. Gracias a este tipo de uni¬
versitarios progresistas hay un combate permanente contra el autoritarismo, la
ausencia de democracia, los sistemas caducos de enseñanza, la verticalidad en
97

la toma de decisiones, etcétera. La UNAM políticamente se desanimó después


del 68, pero veinte años después recuperó parte de su potencial al ser creado
el Consejo Estudiantil Universitario que enfrentó el autoritarismo del rector
Jorge Carpizo y que terminó siendo un apoyo importante para la candidatura
del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas.
La UNAM que llegó al fatídico año de 1968 conocía problemas de gran talla:
sobrepoblación, planes educacionales obsoletos, ausencia de participación del
conglomerado escolar en el diseño y rediseño de las carreras, profesores que
repetían las mismas palabras gastadas años tras año, los cargos administrativos
universitarios eran ocupados por políticos que utilizaban a la institución para
prestigiarse y saltar a los empleos gubernamentales. En suma, la educación
superior del país, pese a los esfuerzos de muchos intelectuales, estaba en crisis.
Como si esto fuera poco, los acontecimientos internacionales repercutían en
la delicada estructura universitaria y los medios masivos de comunicación esta¬
ban virtualmente cerrados y en manos conservadoras. Es decir, el descontento
no podía manifestarse más que en los recintos escolares o en las calles.
Este era el panorama, a grandes trazos, en que apareció una chispa. Un pe¬
queño incidente entre estudiantes de una escuela preparatoria particular logró
encender pronto el movimiento popular de mayores dimensiones que haya visto
México en los últimos años y que pudo probar que la Revolución había muer¬
to; quedan, ciertamente, sus mitos, pero pronto serían derrumbados. En unas
cuantas semanas la bola de nieve comenzó a adquirir un gran tamaño. Los estu¬
diantes de la Normal, del Politécnico, de universidades de provincia, incluso de
escuelas privadas se sumaban al movimiento. Las peticiones y demandas de¬
jaron de tener solamente características educativas para exigir reivindicaciones
de orden político. Es evidente que el movimiento fue visto con simpatía por mi¬
les y miles de alumnos que fueron a la huelga y pese a la tremenda campaña de
desprestigio del Estado utilizando a los medios de comunicación, buena parte
del pueblo lo apoyó. (Recuerdo perfectamente la noche de Tlatelolco: mi es¬
posa y yo tratábamos de escapar de las balas de policías y soldados, una familia
modesta que vivía en las cercanías del edificio Chihuahua, donde se concentró
el fuego, nos ofreció refugio y nos ocultó por horas hasta que fue posible salir
del cerco.)
Durante varios meses las manifestaciones y los mítines de cientos de miles de
personas (algunos fueron calculados en medio millón de almas), se apoderaron
de la ciudad y de la misma Plaza de la Constitución, el Zócalo, lugar destinado
a los actos de culto cívico que realiza principalmente el gobierno. De estas
acciones existen cronologías detalladas que dan una idea de la magnitud del
movimiento y de la eficacia de la organización de los jóvenes. En poco tiempo
obtuvieron tácticas magníficas para recolectar dinero o difundir sus ideas y
consignas.
A todo esto, a la simple aspiración de libertad y democracia, el Estado
respondió con brutalidad, persiguiendo, golpeando, matando. El diálogo que
exigían los estudiantes no tenía ninguna respuesta seria de parte del gobierno.
El presidente Díaz Ordaz, católico y de clara filiación reaccionaria, se sintió
98

herido en su amor propio, especialmente porque el movimiento se producía


justo en el año en que la ciudad de México iba a ser el escenario de los Juegos
Olímpicos. ¿Cómo era posible que los jóvenes cometieran la osadía de retar al
régimen en tan importante fecha?
Y así como los estudiantes en paro aumentaban y aparecía el respaldo po¬
pular, el gobierno comenzó a acelerar el proceso represivo. Primero fueron
los granaderos y los policías quienes a golpes de macana y gases lacrimógenos
rompían mítines y manifestaciones, detenían a los brigadistas que repartían vo¬
lantes o boteaban solicitando ayuda económica. Luego, en vista de los pobres
resultados obtenidos, apareció el ejército armado hasta los dientes, con tanques
y bazukas, como aquella utilizada para derribar la puerta de la Escuela Nacional
Preparatoria. Parecía que iba a combatir a un poderoso enemigo proveniente
del extranjero. Los agentes secretos y los cuerpos paramilitares merodeaban en
los puntos neurálgicos. Vivíamos bajo la sensación de una guerra civil.
Los Juegos Olímpicos se aproximaban y la ciudad, centro de las principa¬
les actividades políticas, culturales y deportivas del país, la más poblada de
las que existen, tenía cientos de periodistas que parecían interesarse más por
los acontecimientos políticos que la sacudían que por los atletas. El gobierno,
tradicionalmente orgulloso de su estabilidad en torno a los gastados y despres¬
tigiados principios de la Revolución de 1910, sintió que no podía llegar en tal
estado a la inauguración de la justa deportiva internacional. Por ello, calcu¬
lando los riesgos de manera fría, haciendo un balance de la situación por la que
pasaba y previendo el futuro, se atrevió a dar un paso cuya brutalidad todavía
perdura en las mentes de milliones de mexicanos como un trauma imborrable.
Los anales de la represión tuvieron material suficiente para llenar páginas y
páginas. El día señalado, 2 de octubre, hace veintún años. El Estado mexicano
se llenó de sangre e ignominia. Demostró, además, hasta dónde puede llegar
para mantener incólume el poder.
La responsabilidad de aquel asesinato colectivo fue asumida por el propio
mandatario Díaz Ordaz. Y es posible creerlo en un país de presidencialismo
desaforado, en donde el peso del poder Ejecutivo sofoca a los dos restantes,
el Legislativo y el Judicial, en el cual el presidente acumula tanta fuerza en
sus manos como antaño un monarca absoluto, no importa que le dure sólo
seis años. México oscila alrededor de la figura presidencial, ella señala los
rumbos, su palabra es correcta, jamás es criticada, los aciertos le pertenecen
y los errores son de sus colaboradores. Hoy mismo, este presidencialismo que
gran parte del pueblo mexicano repudió en las urnas durante el pasado proceso
electoral, ha sido revitalizado por Carlos Salinas de Gortari y de nuevo la nación
es conducida férreamente por una persona.
Debemos aceptar, no obstante, que todos los miembros del gobierno tuvie¬
ron parte en la responsabilidad del crimen. Sartre responsabilizó a la totalidad
del Estado francés cuando un estudiante falleció ahogado durante el movimiento
de mayo, ¿por qué no hacer lo mismo en México? ¿Cómo no pensar, digamos,
en Alfonso Corona del Rosal, entonces jefe del Departamento del Distrito Fe¬
deral o en Luis Echeverría, secretario de Gobernación, el nervio político del
99

país? Por otro lado, y sin pecar de severos, también otros funcionarios no sólo
avalaron la matanza y el encarcelamiento de cientos de mexicanos inocentes en
prisiones civiles y militares, sino que también - algunos como el gran novelis¬
ta Agustín Yánez, secretario de Educación Pública - apoyaron el atroz acto
con discursos y declaraciones. Dicho en otros términos, la responsabilidad del
crimen recae sobre todo un sistema y no únicamente en dos o tres personas.
El sistema siguió en pie. Jamás se tambaleó. No corría ningún peligro a
causa del movimiento estudiantil, salvo el de mejorar en algunos aspectos. Al
día siguiente de la masacre había cientos de hogares enlutados, llanto y mucho
temor. Pero el país estaba “tranquilo”, según partes militares, y Díaz Ordaz
se echaba a cuestas, en la Cámara de Diputados, esa incalificable responsabili¬
dad histórica en medio de la ovación atronadora de funcionarios y periodistas
serviles. Los Juegos Olímpicos tuvieron efecto y muchos records deportivos
fueron batidos ante el entusiasmo de una multitud despreocupada que parecía
no recordar que días atrás soldados y policías acribillaron a cientos de jóvenes
para enseguida apilar sus cadáveres y meterlos en un incinerador del Campo
Militar Número 1. El gobierno estaba al nivel de cualquier feroz dictadura lati¬
noamericana, cuya barbarie es proverbial. No obstante, hubo transformaciones
en México. La represión ha disminuido y sólo aparece en casos aislados. El
Estado ha tenido que modificar su conducta buscando, desde luego, su conser¬
vación, su perdurabilidad. Por tal razón, los presidentes que sucedieron a Díaz
Ordaz cambiaron. Uno, lanzó una política doméstica de apertura democrática
que, aunque se vio empañada por los sangrientos sucesos del jueves de Corpus
de 1971, fue más tolerante con la oposición. Otro, López Portillo, tuvo que
hacer una reforma política y dar los pasos necesarios para que la oposición de
izquierda estuviera representada dentro de la Cámara de Diputados. Como
sea, el Estado, por la presión de amplios grupos progresistas, ha tenido que ir
abriendo las puertas de acceso - a cuentagotas - del poder.
Si hoy en México tenemos mayor libertad y democracia se debe, entre otras
cosas, a esas grandes marchas de protesta que organizaron los estudiantes. La
libertad y la democracia nunca aparecen como un obsequio, son el producto
de las luchas de corte popular. Esos muchachos y los trabajadores urbanos y
campesinos que los apoyaron hicieron factible que ahora exista una prensa con
mayor independencia y que los escritores de izquierda manifiesten sin muchas
reservas sus posturas ideológicas.
En los últimos años ha venido avanzando el sindicalismo libre e indepen¬
diente. Primero fueron, como era natural, los sindicatos universitarios, luego
algunos de los obreros. En sus demandas están los ecos de las consignas del 68.
En efecto, el movimiento estudiantil no fue algo perfectamente organizado, con
una vanguardia de trabajadores o un partido al frente. Hubo que improvisar.
Eran estudiantes a veces sin ninguna experiencia política, sólo con deseos de
mejorar el estado de la nación. La mayoría de ellos provenía de estratos medios
y se politizaron bajo los severos golpes del gobierno. Mostraron que era posible
el que un sistema longevo, moralmente ruinoso, pero capaz de renovarse en lo
esencial, se tambaleara y no supiera hallar una solución adecuada al conflicto.
100

Los criminales nunca fueron juzgados. A veintiún años de su actuación


descansan o se dedican a sus negocios particulares o siguen en activo o han
tenido la muerte piadosa que a los muchachos les negaron el 2 de octubre.
Ninguno, al parecer, sufre cargos de conciencia. Nadie hace luz respecto a
los trágicos sucesos de Tlatelolco y su secuela de venganzas y castigos. De
vez en cuando, a causa de alguna pugna, alguno deja ver ciertos elementos
mínimos sobre la represión; luego el telón vuelve a caer pesadamente. La familia
“revolucionaria” se protege entre sí por más diferencias que tenga. El poder
los une. Pese a todo, cada octubre las bardas de terrenos baldíos y los flancos
de los autobuses urbanos se llenan misteriosamente de lemas en recuerdo de
Tlatelolco y el 2 de octubre siempre hay manifestaciones antigubernamentales.
Para que el asesinato no vuelva a repetirse hay que alimentar a la memoria.
Pero si nunca hubo un tribunal de hombres justos para juzgar a los asesinos,
la literatura se ha encargado de ello. La llamada literatura del 68, los libros
que de una u otra manera reflejan a este movimiento estudiantil-popular, como
lo denominara Valentín Campa, ha sido la responsable de la magna tarea. Aún
no ha sido debidamente jerarquizada y analizada por sus méritos literarios y
políticos. Todavía no aparece el crítico que se encargue de ese trabajo con rigor
y objetividad. Quizá porque en México no existe la crítica literaria en tanto
cuerpo (salvo en casos aislados de escritores que se convierten en juez y parte y
en el de personas que la ejercen con clara parcialidad). Quizá también porque
los acontecimientos aún sangran. No importa que esta literatura testimonial o
periodística no esté adecuadamente valuada, el público-lector la ha aceptado y
esto es lo importante.
Es probable que no contemos todavía con la gran obra sobre el 68 y es
probable que nunca la tengamos; no obstante, hay un puñado de libros que a
veces, sin preocuparse mucho de la estética (cómo hacerlo cuando la indignación
y la rabia llenan el espíritu y lo que se desea es gritar cómo y por qué razones
fue la matanza), reconstruyen a su manera y con sus recursos el año de 1968.
En todo caso, parafraseando alguna idea de Borges, podríamos pensar que la
literatura del 68 es una sola y su autor es anónimo. Lo que importa en este
caso es que la memoria del pueblo (y tal vez de otros) no se pierda y todos
sepamos que las luchas por la libertad tienen un precio frecuentemente alto.
He tenido la oportunidad de participar en varias mesas redondas sobre el
tema de la literatura del 68 y nadie se ha puesto de acuerdo sobre el valor
formal de los libros que la integran (cuento, novela, poesía, ensayo), de lo que
no se duda es de su efectividad en tanto testimonio de acontecimientos que no
deben duplicarse. Asimismo he estado en más de media docena de concursos
literarios juveniles en calidad de jurado. Predomina en ellos el material que está
relacionado con el movimiento estudiantil. Todo esto significa que las heridas
no se han cerrado y que nuevos narradores y poetas se preocupan por el tema
o por hacer referencia a la matanza de Tlatelolco. A los primeros nombres,
Luis González de Alba (Los días y los años), Elena Poniatowska (La noche
de Tlatelolco), Carlos Monsiváis (Días de guardar), Carlos Fuentes (Tiempo
mexicano), Octavio Paz (Posdata), el mío (El gran solitario de Palacio), te-
101

nemos que añadir nuevos: Gerardo de la Torre (Muertes de aurora), Federico


Campbell (Pretexta), Arturo Azuela (Manifestación de silencios), Fernando del
Paso (Palinuro de México), Alfredo Juan Alvarez (La hora de Babel), Vilma
Fuentes (Ayer es nunca jamás), etcétera. Significa que los escritores quieren
dejar constancia de su inconformidad por aquella matanza. Es probable que
sigan apareciendo obras sobre el 68. No están de más, enriquecerán nuestra
experiencia tanto literaria como política e histórica.
Poco después de 1968, influenciado por el panorama antes descrito, tomé
la decisión de abandonar México. Obtuve una beca y me fui a París, en donde
permanecí tres años. Allí escribí El gran solitario de Palacio. El sitio de su
primera edición fue Buenos Aires. La fecha: septiembre de 1971. La novela
quedó dentro de una serie, Narrativa Latinoamericana, de Compañía Gene¬
ral Fabril Editora. Mis compañeros de colección eran, entre otros, Ilaroldo
Conti, argentino, Carlos Droguett, chileno, Antonio Di Benedetto, argentino,
y Clara Silva, uruguaya. La historia de este libro es curiosa. Lo escribí casi
por completo en París sobre unas notas que llevaba de México, los apuntes de
la matanza de Tlatelolco que presencié y que serían el centro de la novela. Lo
redacté sin interrupción, furiosamente. Uno de los capítulos, el que narra la
muerte de unos estudiantes a manos de soldados, a bayoneta, recuerdo haberlo
hecho durante un viaje nocturno en tren de París a Madrid. Al cabo de seis
o siete meses estaba terminado. La idea original era enviarlo a la Ciudad de
México, pero recibí en ese momento una oferta de Buenos Aires; además de la
publicación me invitaban a esa ciudad para presentarlo. Sin titubeos acepté.
Era un sitio que amaba y deseaba conocer. Después, algunos lectores imagi¬
narían que El solitario apareció en Argentina debido a la censura mexicana,
una inexactitud. Habrá que aceptar que en México existe una amplia libertad
de expresión, en buena medida basada en la escasa capacidad lectora de la
sociedad en su conjunto.
El gran solitario de Palacio, cuyo título proviene de una desafortunada frase
del presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien en plena tormenta política se calificó
como un solitario en Palacio Nacional (yo me limité, entonces, a ponerle un
adjetivo), es, como escribió un reportero de Excélsior ese año de publicación,

muy pasional, obliga a tomar partido, a aceptarla o rechazarla


totalmente.. .está cargada de odios y amores extremosos, por otra
parte, característicos del autor. . .

Yo concebí el libro como un amplio mural. No se trataba solamente de hacer una


crónica novelada del 68 ni un testimonio, mi intención era repasar los cincuenta
o sesenta años de Revolución y ver en qué había terminado: en una lamentable
parodia. Y algo más: equiparar todos los gobiernos “revolucionarios” con las
tiranías latinoamericanas. Crear a un dictador eterno al que cada seis años
lo transformaban dándole nueva apariencia y un programa distinto. Antes
de escribir la novela releí con atención la escasa bibliografía sobre dictadores:
Tirano Banderas, 1927, de Ramón del Valle Inc.lán y El señor presidente, 1946,
de Miguel Angel Asturias. Luego de 1973 aparecerían Yo el supremo de Augusto
102

Roa Bastos, El recurso del método de Alejo Carpentier y El otoño del patriarca
de Gabriel García Márquez.
El gran solitario de Palacio lleva a la fecha doce ediciones y toda clase
de comentarios, desde quienes la han elogiado sin reservas hasta los que la
han desechado por completo. La mejor fortuna la ha tenido con los lectores y
con comentaristas extranjeros. A mí, en lo personal, me emociona recordar que
cuando llegó a México procedente de Argentina, según encuestas realizadas por
la revista ¡Siempre!, se mantuvo en primer lugar de ventas por varias semanas.
Nunca he podido repetir la hazaña, ni los tirajes del Solitario con otros libros
míos que considero superiores.
La novela ha sufrido algunas modificaciones. Cuando la escribí en París
era yo un expulsado del Partido Comunista Mexicano, injustamente acusado
de maoísta y hasta de trotsquista, militaba - quizás como resultado — en un
fragmento de la Cuarta Internacional, comandado por Michael Pablo. Con
esto, y notando el papel mínimo y torpe de los comunistas en el movimiento
estudiantil, me animé a escribir un par de capítulos ironizando al PC. Más
adelante, cuando apareció la edición mexicana definitiva, yo había vuelto a
tal organismo, bajo la presión moral del poeta español trasterrado Juan Re-
jano; Gerardo de la Torre me acompañaba en el regreso. Esta edición estaba
corregida, los capítulos de marras eliminados y por tal la consideré definitiva.
En rigor, nada aportaban al libro, ni siquiera políticamente y podían, en todo
caso, ser utilizados para lastimar a un partido que por años fue perseguido
y golpeado; tuvo grandes errores y magníficos aciertos, antes de desaparecer
víctima de su propia burocracia alrededor de 1981. La cuarta de forros llevaba
una frase de Borges hecha mía:

No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado


asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades. ..

La acompañaban, para estimular al lector, opiniones del argentino Bernardo


Verbitsky, del peruano José B. Adolph, del norteamericano-mexicano Evelio
Echeverría, del italiano Giuseppe Bellini y del mexicano Francisco Zendejas. La
novela estaba publicada por una editorial hoy desaparecida, igual que Fabril, y
a mi juicio, pese a la horrenda portada, era impecable y con papel de excelente
calidad. Las ediciones que corresponden a Premiá, dos o tres, ya no he podido
leerlas. La única novedad podría radicar en la portada: el esqueleto de un
gorila con botas, atrás la silueta de la cabeza de un granadero, obra de un joven
diseñador, Arturo Rodríguez. Extraigo unas líneas de la cuarta de forros:

Nunca, en la obra de René Avilés Fabila, el humorismo y la ironía


habían sido tan amargos como en esta novela. La sonrisa se con¬
vierte en mueca de horror ante la violencia, los asesinatos y las tor¬
turas de un grupo que a toda costa desea perpetuarse en el poder y
que es capaz, llegado el momento, de las más terribles atrocidades.

Desconozco al autor, pero sustancialmente estoy de acuerdo. Tampoco he leído


más que por encima las tesis que la analizan o le dedican todo su espacio. No
103

me interesa más pese a que es mi único libro que me ha proporcionado algo de


dinero, viajes, la posibildad de intervenir en mesas redondas sobre el tema de
la literatura del 68 y grandes satisfacciones. Si ha sido un libro que contribuyó
al cambio en México, lo ignoro y dudo mucho que haya forma, pui ¡o. carencia
de especialistas, de tener una idea al respecto con la totalidad de los trabajos
literarios sobre el 68, mismos que no están inventariados y estudiados, y que
van desde el testimonio periodístico y la novela hasta el cuento y la poesía,
pasando por el teatro.
Si he de hablar sobre mi trabajo literario, debo añadir que está claramente
separado: de un lado, los textos fantásticos, con frecuencia humorísticos, siem¬
pre breves, de Hacia el fin del mundo, La desaparición de Hollywood, que re¬
cibió un premio de la Casa de las Américas, Fantasías en carrusel, Los oficios
perdidos, Lejos del Edén, traducido al ruso, y Cuentos y descuentos, prodi¬
giosamente ilustrado por José Luis Cuevas; del otro, aparecen libros realistas
como Los Juegos y El gran solitario de Palacio; por último, está mi literatura
amorosa, para el crítico norteamericano John S. Brushwood la mejor (La no¬
vela mexicana, 1967-1982), y que incluye libros como La lluvia no mata a las
flores, Tantadel, La canción de Odetie y Todo el amor.
Dentro de una bibliografía que abarca unos diecisiete títulos, la fortuna
ha sido para El gran solitario de Palacio, aunque ninguno de sus hermanos
se ha quedado varado en la primera edición, no me cabe la menor duda, de¬
bido a su éxito polémico. De ella han escrito, cito a un grupo nada más,
Elena Urrutia, Juan Carlos Ghiano, Domingo Miliani, Humberto Musachio,
Francisco Zendejas, Gerardo de la Torre, José Joaquín Blanco, María Elvira
Bermúdez, Manuel Blanco y Jesús Luis Benítez. Los mejores trabajos han sido
del magnífico narrador argentino Mempo Giardinelli, de Sharon E. Ugalde de
Texas State University, de Martha Paley de Francescato de la University of Il¬
linois, Norma Klahn de Columbia University, Evelio Echeverría de la Colorado
State University y una tesis de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM.
Su título ha corrido asimismo con buena suerte: políticos mexicanos lo han
utilizado para referirse a la soledad del presidente de México, quien a causa
del inmenso poder con que está investido prescinde de las opiniones de los que
lo rodean, cortesanos sin voz o que la utilizan para asentir. Lo más gracioso
fue cuando un importante cronista deportivo de la revista Proceso, Francisco
Ponce, utilizó la figura del mandatario inmortal que sexenalmente es renovado
para criticar un suceso futbolístico. Y la vez que un joven aspirante a crítico
literario, en una mesa redonda sobre la literatura del 68, clamó afirmando que
Cien años de soledad era mejor novela que El gran solitario de Palacio, con lo
que estuve totalmente de acuerdo y añadí unos cien títulos de obras superiores
a la mía.
Entre los más duros críticos que mi Solitario ha tenido se encuentran Ra¬
fael Solana y Rubén Salazar Mallén. El primero escribió molesto porque con¬
sideraba que en la novela existían imprecisiones y hasta exageraciones. En
México no ha habido quemas de libros como en Alemania o en Chile, dijo. El
segundo señaló que la indignación y la rabia me habían quitado la perspectiva
104

estética. Ambos tenían razón. Pero debo añadir que las quemas de libros eran
alegóricas dentro de la obra, más para afirmar su carácter satírico que para
dar un confiable testimonio. La literatura acepta cualquier clase de fantasía,
como el anexo de la novela, el momento en que imagino el futuro mexicano, con
métodos sofisticados de represión y tortura. El epílogo, debo añadir, Carajo,
qué soledad”, es la metáfora de la tragedia del individuo ante el Leviatán, ante
el monstruoso Estado que, cuando le viene en gana, lo devora con facilidad. Y
en el segundo caso se trataba de un riesgo que correr. Para mí resultaba más
importante la crítica, el que el lector, en un país desinformado encontrara ele¬
mentos políticos de cierta claridad. Es mi J’accuse. Creo que sobre los aspectos
sociales de la novela es lo que más me preguntan críticos y periodistas, a los
lectores parece no molestarles este compromiso, al contrario, como he podido
notar durante las presentaciones de la obra. Confieso que al redactarla pensaba
en la demolición del sistema que había permitido la matanza de Tlatelolco y
el que muchos de mis amigos y compañeros hubieran sufrido cárcel, entre ellos
alguien entrañable para mí, José Revueltas, quien me ayudara a dar los pasos
iniciales, los de militancia en especial. La realidad es otra: el Estado mexicano
se ha fortalecido al engullir, sin una grave indigestión, la literatura del 68. Y
no dejemos de lado que también aparecen libros favorables de muchas maneras
al gobierno, como Juegos de invierno del citado Rafael Solana (en donde por
cierto estoy mencionado, junto con María Luisa Mendoza y José Revueltas) y
La plaza de Luis Spota.
En más de un aspecto el 68 es un parteaguas. Nada fue igual después de ese
año trágico. Sin embargo, los mejores libros de este país nada tienen que ver
con el movimiento estudiantil: o son anteriores o bien lo omiten. Esto podría
llevarnos al inútil debate sobre literatura y compromiso político, inútil ahora
que las ideologías tradicionales de izquierda se desmoronan ante nuestros ojos.
No hace mucho tiempo, en la Universidad Iberoamericana, convocados por el
escritor Francisco Prieto, Gerardo de la Torre y yo tuvimos una larga reunión
con la profesora alemana Regina Richter. La intención era, en tal caso, hablar
de Muertes de Aurora y de El gran solitario de Palacio para una tesis doctoral.
La plática fue rica, estimulada por las preguntas incisivas de la maestra Richter.
El tema central era (y nunca quedó suficientemente discutido) el valor para el
Estado mexicano y para la nación de la literatura del 68. Esto es, la eficacia
de la obra literaria en el terreno político.
Nunca he creído que la literatura sea capaz de cambiar a la sociedad, pero
jamás he dudado de que se trata de una poderosa arma que prepara para
efectuar esas transformaciones que hacen los grandes políticos revolucionarios.
Quizás la revolución de Lenin no hubiera podido llevarse a cabo sin la presencia
benefactora de los libros de un escritor francamente subversivo: Dostoyevsky.
Pero en general los grandes cambios sobrevienen por razones más concretas y
menos abstractas: la miseria, las desigualdades, las humillaciones, las injusticias
sociales. En todo caso, la literatura del 68, como antes señalé, enjuició en el
campo moral al sistema que produjo la masacre. No obstante, a más de veinte
años de aquellos sucesos espantables, el mito ya no es la Revolución Mexicana,
105

la que ha sido por completo derrumbada y arrumbada durante los últimos años
del gobierno de Miguel de la Madrid y en el primer año del de Carlos Salinas
de Gortari, el mito es, por desgracia, el 68, al que le conferimos cualidades
mágicas al esgrimir la consigna Tlatelolco no se olvidará.
El sistema político mexicano es de una asombrosa flexibilidad. Hoy, con la
excepción de unos cuantos, la inmensa mayoría de los que llevaron a cabo la
hazaña son parte cabal del mismo estado de cosas que desearon eliminar. No
cabe duda. La generación de Woodstock, menos dramática y no por ello menos
importante, a distancia es vista con nostalgia; fue un momento de desenaje¬
nación, de una intensa búsqueda de la libertad, sólo que ahora aquellos hippies
y comuneros, los infatigables caminantes y consumidores de drogas y rock, usan
corbata y traje, son amables y bonachones padres de familia y trabajan en la
burocracia o en la bolsa. El establishment tiene una impresionante capacidad
de asimilación, es su fortaleza, y la utiliza para garantizar su sobrevivencia.
La del Estado mexicano no es la excepción y pese a todo no es suicida. Ha
consentido algunas de las demandas juveniles y una vez con el control de la
vida política, asumió el poder como tradicionalmente lo ha hecho, con todo el
autoritarismo posible y a veces hasta con un derroche de autoritarismo, como la
ha probado durante las pasadas elecciones presidenciales y más recientemente
con el proceso electoral de Michoac.án, en donde el neocardenismo sufrió un
robo escandaloso, castigo a la osadía que tuvo un pequeño grupo de priístas
al abandonar la casa materna y fortalecer a la oposición de izquierda a nivel
nacional.
No deja de ser sorprendente el que la historia, como repetidamente han
dicho los escritores, sea circular: la Revolución Mexicana es repudiada en 1968,
rechazados sus principios y sus resultados y hoy toda la oposición de izquierda,
incluidos los comunistas y socialistas y los trotsquistas, vuelven a esgrimirla
como punto de partida, cuando concluye el siglo XX, en tanto que los herederos
de ese movimiento de 1910 se esmeran por enterrarla en medio de una política
económica por completo ajena.
Concluyamos. Tal vez la literatura del 68 no adoleció de intensos momentos
estéticos, pero a cambio nos dio la pasión de quienes protestaron por la sinrazón
y la brutalidad. De lo que no existen dudas es del valor político que nos trajo
dicha literatura, aún en sus peores obras. Es probable que los escritores que
trabajamos con materiales derivados de esa etapa de la historia mexicana, al
contrario de los surrealistas, no nos hayamos propuesto transformar al mundo,
no obstante se consiguió dejar una honda huella que de alguna manera impulsó
cambios.
El movimiento estudiantil de 68 ha cumplido recientemente veintiún años,
como de costumbre, el Zócalo se llenó de personas que lo recordaron y al mismo
tiempo protestaron por la nueva irregular situación política y económica de la
nación. El gran solitario de Palacio, a su vez, cumplió dieciocho años. Esta¬
mos ante un México distinto, pero no mejor que el que quisieron los jóvenes.
Si hace veinte años el gobierno no requería del fraude electoral para asegurar
el control de la República, hoy es su arma favorita. El presidencialismo que
106

parecía debilitado y en extinción (al menos eso supusieron un distinguido grupo


de politólogos mexicanos de izquierda en su simposio sobre el tema México y la
oposición celebrado en la Universidad de Berkeley y en el que yo participé hace
tan sólo tres años) ha sido ferozmente revitalizado. Y los medios de comuni¬
cación como nunca, han sido puestos, con honrosas excepciones, al servicio de
ese presidencialismo oneroso y contra el que millones de mexicanos se manifesta¬
ron en las urnas el pasado julio de 1988. La demagogia y la simulación tampoco
han sufrido merma. La represión sigue viva de muchas maneras. Según datos
de la Unión de Periodistas Democráticos, por cierto bajo la dirección de un ex
dirigente del 68, en el pacífico período de Miguel de la Madrid fueron asesinados
poco más de treinta periodistas, incluido el célebre Manuel Buendía y antes de
que este nuevo período presidencial cumpla un año, ya han muerto dos, uno de
ellos director de un diario en Durango. La modernidad esgrimida se ha con¬
vertido en el punto final de los viejos postulados revolucionarios. Como hace
veinte años hay demasiado peso estatal y poca presencia real de la sociedad
civil. A la oposición le cuesta grandes esfuerzos modificar el rumbo negativo
del país. Los medios de comunicación apenas le conceden espacio y el sistema,
basado en la corrupción y en el control de grandes sindicatos de trabajadores,
sofoca a todos aquellos que desean un México más equilibrado y justo.
México hoy, como hace veintiún años, enfrenta dos tipos de soledad dia¬
metralmente opuestas: la del solitario de Palacio y la del simple ciudadano.
No existe coexistencia ni al parecer punto intermedio. Las pasadas eleccio¬
nes presidenciales, sin tomar en cuenta sus resultados, probaron largamente
el malestar social y la necesidad de cambios positivos de la nación, pero asi¬
mismo mostraron que el sistema político mexicano no está dispuesto, como
hace veintiún años, a concederlos. La pugna, pues, sigue en pie. Las metáforas
de la novela, como consecuencia, a mi juicio, siguen siendo válidas. Los mitos
podrán ser nuevos, pero tenemos una terca realidad que muestra fatiga y anhela
transformaciones.
El 68 creyó sepultar los mitos de la vieja Revolución; hoy ya no estamos
tan seguros de que ese sea el camino. De lo único que existe certeza es que
por primera vez en mucho tiempo el Estado tiene que escuchar las voces de la
sociedad civil.
Constructivistas e iconoclastas
en la generación del 68*

Francisco Prieto

La vida cultural se puebla nuevamente de individuos apasionados,


sobreemotivos, románticos, honorables, transgresivos, insoborna¬
bles, iconoclastas, — perseverantes, que transitan del nihilismo al
dogma (Krauze 1983, 157).

Esto ha escrito el historiador Enrique Krauze en un estudio donde analiza el


siglo XX mexicano aplicando el método histórico de las generaciones de José
Ortega y Gasset. En ese estudio, Krauze dedica una parte a la generación del
68 que caracteriza de ese modo.
Enrique Krauze separa a las generaciones por décadas. Me parece más
adecuada la visión de Ortega que establece períodos de quince años que com¬
prenden las cinco edades de la vida del hombre: niñez, juventud, iniciación,
predominio y vejez (Ortega y Gasset 1965, 67). Como el siglo XX mexicano
está marcado por la Revolución, considero parteaguas el año de 1933, es de¬
cir, cuando el general Lázaro Cárdenas realiza su campaña electoral. Retoma
la Revolución con Cárdenas los planteamientos agraristas en un trasfondo de
inspiración socialista inscrita ya, empero, en la ruta de la modernidad. En
el año de 1933, por otra parte, Mariano Azuela, el eximio novelista del movi¬
miento revolucionario, ha cumplido los sesenta años, en otras palabras, pasa
del predominio a la vejez mientras que Daniel Cosío Villegas — maestro de los
jóvenes historiadores mexicanos y ligado a obras tan importantes para com¬
prender el México actual como han sido el Fondo de Cultura Económica y el
Colegio de México — se encuentra en pleno período de iniciación y Octavio
Paz, con sus diecinueve años, Rulfo con sus quince a cuestas, se encuentran en
plena juventud el uno e iniciándola el otro. Entonces, si en 1933 Carlos Fuentes
es un niño de cinco años, aún no ha nacido ninguno de los componentes de la
llamada generación de 1968. Los de mayor edad de ésta, Fernando del Paso
—1935—, Carlos Monsiváis —1936—, Arturo Azuela —1938— y José Emilio
Pacheco —1939—, se encuentran, pues, en la línea divisoria con la generación
que protagonizan, entre otros, Rosario Castellanos —1925—, Carlos Fuentes y
Jorge Ibargüengoitia—1928—, Vicente Leñero y Elena Poniatowska—1933.
Pues bien, los miembros de la generación del ’68 tendrían en común el
haber sido todos unos niños o estar a punto de nacer al concluir la segunda

* Empleo el término “generación del ’68” porque así se conoce, comúnmente, el grupo de
autores que, actualmente, en 1989, suelen contar entre 40 y 49 años, en otras palabras, se
encuentran iniciando su etapa de predominio en la vida literaria. En otras palabras, 1968
no tiene aquí ninguna implicación política. De beclio, y a la vuelta de los años, parece
que el movimiento estudiantil de entonces no deja mayor huella ni en la literatura ni en la
sensibilidad de la ¡inmensa mayoría de los integrantes de la generación.
108

guerra mundial y haber llegado al uso de la razón durante los gobiernos de


Avila Camacho, de Miguel Alemán o de Adolfo Ruiz Cortines, a saber, cuando
el modelo norteamericano de desarrollo se instala, de modo contundente, en
México. Hay sin embargo, una barrera tecnológica y es que, en efecto, mientras
del Paso, por ejemplo, cuenta con dieciocho años cuando se inicia, propiamente,
la televisión en el país, Héctor Aguilar Camín -1946- o Carlos Montemayor
-1947- tienen, apenas, ocho o siete años. Esto último no les quita, claro está,
algunos años, pocos, es verdad, de haber estado sometidos al cine, a la radio y
a ciertos juegos infantiles que fueron, paulatinamente, desapareciendo...
Ahora, yo he intitulado esta conferencia “constructivistas e iconoclastas en
la generación del ’68”, con lo que me hago, en alguna medida, cómplice de las
adjetivaciones de Krauze.
Y secuaz, además, por partida doble ya que creo poder afirmar, sin temor
de equivocarme, que mi obra puede, en una medida importante, responder a
los calificativos del historiador.
Empero, los constructivistas saltan a la vista y no sólo esos que con alguna
justicia pudiera un estudioso de la literatura hacer pertenecer a la generación
anterior. Me explico:
Cuando Enrique Krauze califica a los miembros de la generación del ’68
como apasionados, sobreemotivos, románticos, honorables (en el sentido, se¬
guramente, de que procuran mantener una distancia con los poderes públicos
y privados), transgresivos, iconoclastas y perseverantes, es muy posible que
tenga en mente a tres autores, verdaderos escritores precoces, y que son para
muchos el paradigma de la generación, me refiero a José Agustín, Gustavo
Sáinz y Parménides García Saldaña. Estos tres escritores tienen en común las
siguientes características:

1. Sus novelas son urbanas y suelen ubicarse en la ciudad de México.


2. Sus personajes pertenecen a las clases medias.
3. El rock and roll y las drogas son una presencia constante en sus libros.
4. Emplean un lenguaje desenfadado y antisolemne; mexicanizan palabras
del idioma inglés; sobreabundan en expresiones soeces, albures y lepera¬
das.
5. Muestran distancia e irreverencia con el pasado inmediato del país.
6. La novelística norteamericana contemporánea tiene un peso decisivo so¬
bre ellos, especialmente vía J. D. Salinger, aunque también les pesa el
canadiense Jack Kerouac.
7. De la generación inmediata anterior, experimentan una pronunciada incli¬
nación por la obra y la persona de Vicente Leñero. Asimismo, sienten una
distancia infranqueable con el academicismo de un Sergio Fernández, la
impronta erótico-metafísica y el germanismo subyacente de Juan García
Ponce, la novelística de contexto indígena y, por tanto, de primacía del
signo mágico de Rosario Castellanos y las pretensiones de obra total a la
manera de Carlos Fuentes en La región más transparente, Terra nosira o
Cristóbal Nonato.
109

Ahora bien, si eliminamos estas últimas simpatías y diferencias, añadimos otras


ciudades, especialmente europeas como escenarios en algunos casos, si en vez
de mexicanización de palabras inglesas hablásemos del empleo de palabras y
hasta frases y párrafos en francés, alemán o alguna otra lengua occidental y
sustituyésemos la influencia de la novela norteamericana por un afán o volun¬
tad de gran exigencia al lector al modo en que lo plantea Max Horkheimer en
Arte y Cultura de masas, es decir, entendiendo que una obra de arte auténtica
en esta época debe renunciar a la ilusión de lograr una comunicación real entre
los hombres, monumento de una vida solitaria y desesperada que no encuentra
puente alguno hacia otras conciencias y, a veces, ni siquiera hacia la del artista
(1373, 122), entonces el espíritu que anima a la descripción de Krauze se apli¬
caría también a Jorge Aguilar Mora, a Héctor Manjarrez (antes de Pasaban en
silencio nuestros dioses), a Gustavo Sáinz en Obsesivos días circulares y Paseo
en trapecio, Humberto Guzmán y Joaquín Armando Chacón. (Es interesante
y sugerente comprobar cómo Sáinz se acerca tanto en dos de sus obras a esta
constelación de autores, como Manjarrez a Agustín, Sáinz y García Saldaña en
su novela más reciente Pasaban en silencio nuestros dioses, lo que nos lleva, con
justicia, a plantear la pregunta: ¿existe un nervio o espíritu generacional que
tiene como denominadores comunes el desenfado y la antisolemnidad; la distan¬
cia e irreverencia respecto del pasado inmediato del país; el rebasamiento del
llamado realismo mágico; la presencia constante de esos elementos que configu¬
ran la vida en las ciudades de la sociedad industrial avanzada? Porque a todos
los escritores mencionados, habría que añadir el nombre de quien es, junto con
Eugenio Aguirre, el escritor más prolífico de nuestra generación, me refiero a
René Aviles Fabila, autor, por una parte, de historias de amor, pero también
de cuentos fantásticos a la manera de Arreóla y de historias de corte político
y de tesis en un lenguaje puro y clásico; sin complicaciones estructurales, pero
dentro del mismo espíritu anárquico, irreverente y cosmopolita.
En un principio habría que admitir tal nervio o espíritu generacional al
que me siento ligado en más de un aspecto y separado, desde la raíz, por la
densidad moral que pesa sobre muchos de mis personajes o los narradores de mis
historias. Pero esto es un asunto al que volveré más adelante. Me importa ahora
destacar que es imposible dar un sí rotundo a la pregunta formulada, porque
asoma a mi mente otra vertiente igualmente poderosa en la generación del ’68
y es la que he llamado constructivista, que posee una honda preocupación de
reconstrucción histórica. En efecto:
¿No se ha reparado, acaso, en que abundan en esta generación historiadores
vueltos novelistas — tal es el caso de Héctor Aguilar Camín —, narradores
que componen libros de historia — José Joaquín Blanco escribe Se llamaba
Vasconcelos — y, sobre todo, novelistas empeñados en rescatar en muy diversas
modalidades la historia moderna de México?
Aquí los ejemplos abundan. Fernando del Paso no sólo es el autor de Noti¬
cias del Imperio, que lo consagra no sólo como un virtuoso del arte narrativo,
sino que muestra sus dotes excepcionales de investigador de la historia, sino
que es, asimismo, el reconstructor de la historia del ferrocarril, de la revolución
110

mexicana y de las migraciones campesinas a la ciudad de México en una no¬


vela de inspiración joyceana, José Trigo. Arturo Azuela, quien en su primera
novela, El tamaño del infierno pasara revista al siglo XX mexicano a través de
diversas generaciones de una familia, en La casa de las mil vírgenes organiza
la historia de un barrio de la ciudad de México, la colonia Santa María la Ri¬
bera, y en la empresa historiza la vida social de la ciudad. En Un redoble muy
largo, Manuel Echeverría, a través de tres generaciones de cirqueros, por un
lado las de los empresarios del circo, por el otro, las de los actores, reconstruye,
desde una perspectiva de clase, la vida cotidiana del país. José María Pérez
Gay, en su primera y única novela, La difícil costumbre de estar lejos, ve la
historia moderna de México desde los ojos y la mente de un burócrata callista,
jacobino y ecléctico, autoexiliado como empleado de embajada mexicana en
Europa que acaba por padecer, a su pesar, el mal de muchos intelectuales del
país por completo ajenos a los hombres de los sectores populares, tanto rurales
como urbanos, a saber, la problemática de una identidad inestable. Además,
es imposible, en este renglón, no mencionar la acuciosísima labor periodística
de reconstrucción histórica que desde hace más de una década ha venido rea¬
lizando en sus Inventarios el excelente poeta y narrador José Emilio Pacheco.
¿Cómo olvidar aquí a Carlos Monsiváis con sus crónicas sobre aspectos muy
diversos de la ciudad de México, su antología sobre la crónica periodística, su
magnífica historia de la cultura mexicana que recoge la Historia General de
México, obra auspiciada y editada por el Colegio de México? Cabe mencionar,
también, el notable trabajo de reconstrucción histórica en el teatro llevado a
cabo por el dramaturgo, novelista, guionista de cine y traductor Juan Tovar
quien ha escrito dramas expresionistas — y documentales — sobre Zapata y
José Vasconcelos sin olvidar su farsa escéncia sobre Antonio López de Santa
Ana, Manga de clavo. En fin, y sobre esta vertiente de reconstrucción del
pasado, debo mencionar una novela sobresaliente publicada el verano pasado,
Madero, el otro, de Ignacio Solares, un escritor de difícil agrupamiento en nues¬
tra literatura, pariente espiritual de Hawthorne, de Gustav Meyrink, de Julien
Green... Madero, el otro reconstruye la vida del primer presidente de la revo¬
lución mexicana desde la intimidad de éste, aquel homeópata y espiritualista
desconocido para la inmensa mayoría de los mexicanos.
No puedo, en este momento de mi exposición, pasar por alto una obra
asaz singular: Arráncame la vida, de Angeles Mastretta. He aquí otra novela
que procura la reconstrucción histórica, pero ahora desde la perspectiva de
una mujer que fuera esposa de un general de la revolución, ex-gobernador del
Estado de Puebla y hermano del presidente, éste creyente y de derechas puesto
en el poder para sucederle por el general Cárdenas. La novela de Mastretta,
empero, es sólo aparencialmente histórica ya que la voz de Catalina Asencio
es más la de la autora o la de una joven de la condición de la autora; no es
concebible ese tono irreverente y desenfadado en una señora poblana de los
años cuarentas. La novela, de hecho, se emparenta con la picaresca urbana
de Sáinz y de Agustín aunque con una preocupación historicista ajena a esos
autores.
111

Por último, cómo dejar de lado los intentos narrativos de esclarecimiento


y crítica del movimiento estudiantil del ’68 llevados a cabo por Rene Avilés
Fabilaen El gran solitario de palacio, Luis González de Alba con Los días y los
años, Gonzalo Martré, Los símbolos transparentes, y el poeta Marco Antonio
Campos con Que la carne es hierba.
Creo, por tanto, que es posible proponer la existencia de dos vertientes en
la narrativa mexicana correspondiente a la generación del ’68. Ahora bien,
¿pueden establecerse correspondencias? ¿Es que, acaso, la violencia, el desen¬
canto, el cinismo, la vehemencia, el nihilismo, en fin, no tienen que ver con esa
desolación y ese caos que invitan a poner orden, a hacer por consiguiente, una
revisión histórica?.
Pero esas dos vertientes no constituyen la totalidad de cuanto se escribe en
el México de hoy. Aparecen también en nuestro escenario novelístico algunos
autores altamente significativos y que no pueden incluirse en los agrupamientos
que he realizado. Así, por ejemplo, María Luisa Puga y Luis Arturo Ramos, a
quienes me siento literariamente ligado en aquello de seguir, sabiéndolo ellos o
no, la máxima de Gide de que no puede hacerse buena literatura con buenos
sentimientos.
Descendientes, los hayan leído o no, del marxista José Revueltas -1914- y
del católico Rafael Bernal -1915-, Puga y Ramos revitalizan un realismo crítico
que con una latencia poética en Puga y una búsqueda estructural lograda en
Ramos, dando ambos primacía a la acción, como novelistas de raza que son, da
por resultado noveláis descarnadas que afirman, empero, la vida a pesar de y
sobre sus miasmas y ello merced a la vitalidad de su escritura. Esa capacidad
de ver sin retoques inútiles, con ecos de Sartre — en el caso de Ramos —, de
Beauvoir — en el caso de Puga —, esa “impiedad” que nos remite al mejor arte
literario y pictórico español, no ha sido usual en las letras mexicanas. De ahí,
probablemente, el escaso éxito editorial que tuvieran en su tiempo Revueltas
y Bernal — nulo —, que las obras de Ramos se vendan con tanta dificultad y
que Puga tenga un público para agotar, prácticamente, una sola edición. (Ra¬
mos, por cierto, no ha sido insensible al llamado de la reconstrucción histórica
y en su espléndida novela Intramuros toma a un conjunto de personajes del
exilio español que no eran famosos, llegaron a Veracruz en plena guerra civil
en su tierra y se quedaron en el puerto). Novelistas ambos de la condición
humana, reflejan el México de nuestros días, que late en sus obras, pero sus
temas son el desarraigo, las relaciones interpersonales, la búsqueda del amor,
la experiencia poética del fracaso, la identidad inestable, el deseo, la esperanza
y la desesperanza... De algún modo, Puga y Ramos tenderían un puente entre
iconoclastas y constructivistas.
En el caso de Ramos, deseo llamar la atención sobre su última novela,
Este era un gato, obra que se desarrolla en una ciudad de provincia, Veracruz,
donde presentizamos cómo las ciudades de provincia van, paulatinamente, in¬
tegrándose a los valores y disvalores de la sociedad industrial avanzada; y vivi¬
mos en la novela de Ramos cómo un grupo de muchachos normales de las clases
medias se van volviendo, sin darse cuenta nunca, en un conglomerado fascista
112

que tan sólo si las circunstancias lo propiciasen darían rienda a los más bajos
instintos. Novela que, por cierto, conlleva un hondo parentesco espiritual con
aquella de Robert Musil Die Verwirrungen des Zoglings Tórless.
Pero la novela mexicana actual ha logrado, a juicio mío, algo muy impor¬
tante para nuestra literatura y que aún no valora la inmensa mayoría de nues¬
tros críticos, pues muchos de ellos ni siquiera lo perciben o lo quieren percibir.
Me refiero al sentimiento de autonomía del escritor para hacer lo que se le pegue
la gana sin otra finalidad que ésa, fundamental, de expresarse. Esta libertad de
escritura que encarnan y animan, por ejemplo, Hugo Hiriart, Ignacio Solares
y Alberto Ruy Sánchez significa, ni más ni menos, la conciencia de moverse
en un país que ha resuelto hace ya un buen tiempo sus problemas esenciales
de identidad. Entonces no siente ya el escritor la culpa por no hablar de los
pobres, de las contradicciones sociales, de la corrupción en política y los abusos
del poder económico; no se siente compelido a fabricar una mitología, hacer
novela insertada en eso que llaman lo real maravilloso, ni a darle, a fuerzas, voz
a los indios. Y todo esto imprime ciertas características a la novela mexicana
que la aleja, por una parte, de la que se hace en el cono sur del continente —
países de inmigrantes —, como la del resto, donde los problemas de integración
son ingentes.
Ahora bien, como soy un buen lector de Hiriart, de Solares y de Ruy, in¬
tentaré un diálogo con ellos a partir de mi propio trabajo.
Hiriart y Solares responden, en principio, a ser, según la terminología de
Boíl, católicos escritores para oponerlo a escritores católicos. Son, por tanto,
de la raza de Boíl, de Greene, de Mauriac.. .Participamos, pues, de una misma
familia. De Hugo Hiriart, me comentaba un amigo común a propósito de que
en algunos de sus libros la solapa lo presenta como que estudió Filosofía y prac¬
tica el periodismo, que ese texto debía invertirse, es decir, que Hiriart había
estudiado el Periodismo y practicaba la filosofía. Y si cuento esto es porque
he ahí una nota también ausente, habitualmente, en nuestras letras. Hugo
Hiriart, novelista pero, sobre todo, autor dramático, tiene una raigambre fi¬
losófica, concretamente fincada en la ética, que le confiere una densidad a su
trabajo bastante infrecuente a lo largo de nuestra literatura. Pero Hiriart po¬
see el sentido del humor que es resultado de la sabiduría, y la sabiduría en
un escritor suele provenir del establecimiento de un diálogo constante entre
las propias inclinaciones y la observación responsable del entorno; de esa dis¬
ciplina propia de los grandes autores que es buscar poner al otro en mí como
existente en sí. Un poeta, pues, que se ha obligado a la Filosofía. Y Hugo
Hiriart es, como consecuencia, un delicioso demoledor de lugares comunes, un
provocador al modo de los surrealistas cuyas obras, por otra parte, envuelven
al lector (al espectador) en una atmósfera poética que se desea luego parasitar.
Así, en Ginecomaquia, el profundo sentido de rebeldía frente a esas mujeres
enclaustradas en el manicomio del mundo, se da la mano con el sentimiento
más profundo aún de que la opresión de la mujer es también la del hombre,
que el grito del corazón va, finalmente, dirigido a Dios o ensordece en la Nada,
que la verdadera rebelión es metafísica; en Intimidad, presenciamos y vivimos
113

la cotidianeidad de dos parejas, de modo que cuando todo conduce al fracaso


irremisible de la vida conyugal, la homosexualidad rompe la rutina y parece
abrir un horizonte de dicha que sucumbe, asimismo, a la cotidianeidad a partir
de lo cual se redescubre lo cotidiano para que cada quién vuelva con cada cuál.
Obra ésta donde la inteligencia va devorando los lugares comunes de la época
en torno a la supuesta liberación. Camille Claudel es una experiencia poética
sobre la locura que parece fincarse en la contingencia del ser humano y la in¬
finitud de su pretensión. Estos teméis, radicalmente humanos, de ahora y de
siempre, aparecen fincados en nuestro tiempo y en cualquier lugar de nuestro
mundo, esta aldea global que aún no advierten tantos escritores de la América
Latina. Las obras de Hiriart me provocan el dulcísimo consuelo de sentirme
menos solo.
Ignacio Solares es un autor personalísimo que tiene un mundo. Los que
gustamos de ese mundo volvemos a él, esperamos, ansiosos, su siguiente libro.
Ignacio Solares, que entronca con los constructivistas con su Madero, el otro, —
también puede asociársele con un movimiento iniciado en México por Vicente
Leñero y que consiste en hacer novela de la realidad, dicho de otro modo, que
el relato debe estructurarse sobre hechos de la vida real, personajes de la vida
real y el autor debe desaparecer del texto. Esta línea, que conecta con los
constructivistas, la ha seguido Solares en Delirium Tremens, su novela sobre
alcohólicos que entronca, sin embargo, con el resto de su obra cuyo núcleo es
la nostalgia de Dios y la ausencia del padre. (Dentro de esa línea novelística,
por cierto, se ha movido también Silvia Molina en sus obras La mañana debe
seguir gris y Ascensión Tun pero, sobre todo, en La Familia vino del norte).
No obstante, se separa Solares, tanto de Leñero como de Molina, en el aliento
lírico que da vida a su obra.
Literatura la de Solares que requiere de un lector verdadero, por lo que
entiendo alguien con un mundo propio o, simplemente, alguien en busca de sí
mismo. Dicho de otro modo, alguien con vida interna y, creo, contra nada cons¬
pira tanto el mundo de nuestros días sino contra la mismísima posibilidad del
cultivo de la soledad. Y si esto fuera, como advierto, un mal de nuestro tiempo,
en un país como México, que accede a los medios modernos de comunicación
y a la modernidad cuando más de la mitad de la población era analfabeta,
el asunto alcanza proporciones mayores que afectan el entendimiento de ese
tipo de textos, tan necesarios si es que aspiramos a una vida más humana. Y
entiendo por vida humana la que no pertenece a la esfera de los usos sociales,
cuando se hace la vida desde sí mismo pero, también, una vida basada en la
primacía del diálogo y, por ello mismo, de la tolerancia.
Alberto Ruy Sánchez, en fin, con sus dos novelas, Los demonios de la lengua
y Los nombres del aire, suscribe la que él llama prosa de intensidades y que
describe así:

...para hacerse comunicables, las intensidades tienen que tomarse


a sí mismas como objeto de expresión. Así forman la imagen de
un círculo, o de un movimiento circular incesante, como las olas del
114

mar. Es decir, que la intensidad, para comunicarse, se tiene que


volver imagen: como la prosa poética, que avanza por medio de
imágenes y no por anécdotas que se encadenen y transcurran a lo
largo de una historia. De ahí deriva Klossowski otra característica
de la intensidad: ‘la intensidad no tiene un significado por sí sola,
que no sea el significado de ser pura intensidad’. Esto implica que
la prosa de intensidades, por ejemplo, requiere ser interpretada de
una manera radicalmente diferente a la prosa discursiva, ya que no
son significados o contenidos de lo que está hecha principalmente,
sino imágenes intensas, que son el producto de una fluctuación de
intensidades. Para Nietzsche, el lenguaje mismo no es sino un flujo
y reflujo de intensidades (Ruy Sánchez 1988, 65).

Pariente en su escritura de Italo Calvino y de Marguerita Yourcenar, no sabría


hallarle un alma gemela en la literatura mexicana. Y es que Alberto Ruy
Sánchez no es un hacedor de estampas a la manera de Juan Ramón Jiménez,
ni de novelas como las de Sergio Fernández que Brushwood retrata como el
empleo del recurso de un cuento que, sirviendo de trama, cede su lugar a un
elemento unificador diferente y más sutil (Brushwood 1973, 96). No, Ruy
Sánchez cuenta una historia en la que involucra al lector en la atmósfera y
los personajes, sólo que su prosa destaca e intensifica una cualidad en cada
momento o capítulo, así la fragilidad, el miedo, el deseo, el sentimiento del
entorno, el mal. ..Como las novelas de Solares, Ruy exige un lector atento y
dialogante preocupado por cuestiones más íntimas, hondas y decisivas para su
vida que los encabezados de los periódicos. Y debo destacar también que este
autor, nacido en 1951, sería tan sólo próximo a la generación del ’68; con él
viene una pléyade de jóvenes que ahora, apenas, empiezan a darse a conocer
y para quienes la literatura, aventuro una hipótesis, tiene un sentido lúdico
aunado a la necesidad de expresión. Para estos jóvenes el país deja de ser una
carga penosa y se inscriben en el presente de su cotidianeidad. Pienso en Juan
Villoro, Bernardo Ruiz, Gerardo María, Gerardo Amancio, Luis Chumacero,
Rosa Beltrán, José Rafael Calva, la generación, en fin, correspondiente al pos-
modernismo. Sara Sefchovich recoge una declaración de Luis Chumacero que
escandalizaría a todo un sector de la generación del ’68:

Leo, con extrema dificultad, poco. Unicamente releo con infinito


placer mis propios libros. No leo o leo apenas, de modo que no co¬
nozco la literatura latinoamericana ni siquiera la que se ha produ¬
cido en México. Y en mayor medida puedo hablar de mi ignorancia
respecto a la literatura universal. En ninguno de mis cuentos apa¬
rece una motivación social o política. Esa la dejo a los que en algún
momento quieran transformar la sociedad (Sefchovich 1987, 232).

No puedo pasar por alto en esta revisión de la generación del ’68 a dos escritores
constructivistas, Jesús Gardea y Carlos Montemayor que se inscriben en la
tradición de Faulkner y de Rulfo, si bien más en la estructura narrativa y los
115

aspectos formales, en general, que en la densidad y agilidad narrativa de sus


maestros. Gardea y Montemayor rescatan el campo y las minas del norte del
país respectivamente.

Y bien, en todo este universo ¿cómo inscribir mi propio trabajo literario?


No me considero, desde luego, un escritor constructivista si por esto se entien¬
de una especial preocupación por la historia del país, el tejido social, la vida
política.. .Por otra parte, no puedo considerarme como un autor inconoclasta;
en varias modalidades la presencia de Dios es un hecho en mis libros. Tengo,
sin embargo, una inclinación pronunciada por ciertos pesimistas que aman pro¬
fundamente la vida, y pienso en Pío Baroja — ateo —, en Graham Greene
y en Fran^ois Mauriac — católicos —, sin duda los novelistas que más amo,
cuya obra la conozco toda, a la que vuelvo constantemente. Frecuentarlos es
sentirme en casa y a mis anchas. En mi más temprana adolescencia, por otra
parte, leí con fervor y pasión más de las tres cuartas partes de la producción
de Shakespeare y sólo veo más de una vez las películas de Luis Buñuel. Cuan¬
do estoy cansado y fastidiado por la gente, abro al azar algún poemario de
Jacques Prévert, el Juan de Mairena, de Antonio Machado, o me reconforto
con los aforismos de Cioran. Apruebo y me ilumina la visión de la historia de
Camus. Con bastante frecuencia releo algún libro de la Biblia y reviso, al azar,
los pensamientos de Pascal. Como se vé provengo de una tensión de fe, escep¬
ticismo y anarquía iconoclasta. Seguramente por esto me llevó mucho tiempo
encontrar mi voz y no pude terminar mi primera novela, Caracoles, hasta los
treinta años.

Si cuento todas esas cosas es, seguramente, por mi amor al verismo o, pura
y simplemente, mi compromiso con la búsqueda de la verdad, de ahí que mis
novelas y mis piezas teatrales, responden siempre, y en gran medida, a una
problemática ética. Decir a quién leemos, no a quién admiramos, ora por su
persona o sus hallazgos formales, es un modo de descubrirse. Si cuando escribo
resiento el impacto de una frase lograda, de una imagen que me deslumbra,
procuro que responda a la verdad del personaje o a la mía si es que, acaso, me
sitúo como narrador. Sensible a la forma, ésta, para mí, debe traducir el fondo
de las cosas.

Entonces mis libros no pueden dejar de inscribirse en la sociedad en la que


me encuentro. Pero así como hay una sociedad, hay siempre en ella individuos
y la persona tiene sus derechos y exigencias legítimas, de donde proviene el
enfrentamiento con los usos sociales. A mí me importan las personas; las
personas inmersas en un mundo que no eligieron; ese hombre concreto que
vislumbra el Bien, la Verdad y la Belleza, que los busca a partir de entonces
porque ya los había encontrado y los pierde una y otra vez, sin poder resignarse
en la cotidianeidad que le han o se ha asignado. Y como creo que la novela
contemporánea debe involucrar al lector, el novelista no debe ser secuaz de aquel
si no es para seducirle y soltarle, de golpe, un zarpazo. Mi lado iconoclasta
clama en este momento: ¡Abajo los escritores que buscan la proyección del
lector! Mi lado cristiano, grita con Unamuno:
116

Mira, lector, aunque no te conozco, te quiero tanto que si pudiera


tenerte en mis manos te abriría el pecho y en el cogollo del corazón
te rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no
pudieras descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo
inacabable.

Mi lado cristiano y mi lado iconoclasta, finalmente, se encuentran. ¿Puede,


acaso, ser de otra manera? ¿Quién, después de un diálogo con el Evangelista,
podría aceptar el mundo en que vive? ¿Y no es, acaso, la paz interior de esa
lectura la que calma el desasosiego para volverlo acción y grito que buscan no
destruir al otro sino hacerle consciente de su radical inautenticidad? Pero el
novelista devuelve esa rabia contra sí demasiado consciente de la viga en su ojo
y la parcialidad de su visión. De esos encuentros y de esos desencuentros con
los otros, quienes me rodean, surge para mí la necesidad radical de escribir.
Tres escritores, confieso, me han producido esa alegría honda de saberme
comunicado en textos que han dedicado a trabajos míos. A propósito de mi
trabajo, Ignacio Solares ha escrito:

Uno de los rasgos que destaca en la obra novelística de Francisco


Prieto es el de las pulsaciones ambivalentes en las relaciones hu¬
manas: atracción y rechazo, encuentro y desencuentro, certeza e
incertidumbre que tarde o temprano desembocan en la materiali¬
zación de los sentimientos ocultos más temidos (Solares 1987).

Y Alberto Ruy Sánchez en un estudio sobre Ruedo de Incautos:

Como El Extranjero y como las novelas de Pavese, Ruedo de In¬


cautos tiene una ascendencia formal que se remonta a la novela
norteamericana, precisamente por la primacía de la acción: muda,
intensa y profunda. Y como en aquellas obras, en Ruedo de Incau¬
tos las características de las novelas norteamericanas se impregnan
de ciertos rasgos de la novela europea: sobre toda una discreta di¬
mensión reflexiva y una puerta abierta a la sensualidad. Novela
cosmopolita, novela de aquí y de cualquier parte, Ruedo de Incau¬
tos parece convocar bajo el signo del deseo a los hilos de horizontes
diversos que componen su tejido. Deseo en el sentido más amplio
del término: no sólo sexual sino también deseo radical y absoluto
del hombre que orienta sus acciones para alcanzar un señuelo móvil
que la existencia le ofrece como algo deseable. Pero también, deseo
del hombre que orienta todos los esfuerzos de su imaginación para
construir a su antojo la imagen de ese objeto deseable y la imagen
de él mismo acercándose a tomarlo (Ruy Sánchez 1988, 14ls).
117

Y Gerardo Amando, sobre mi novela La Inclinación:

Lo esencial no está hecho para durar. Los hombres nos distingui¬


mos por nuestra capacidad de engaño e ilusión, por el deseo y la
acción orientada, en suma, por nuestra tendencia compulsiva a com¬
prender. Los personajes de La Inclinación oscilan en el límite, se
inventan motivos para actuar y deseos para no estar solos; de al¬
guna manera, aceptan la imposibilidad de comprenderse y, por la
angustia derivada de esta condición, en vez de amarse se solidarizan
(Claudia se va con César porque él la necesita). Es difícil renunciar
al Otro, al deseo, a la compañía, al sentido. A final de cuentas,
hay que dudar para creer, y con ello ser, lo que sea, pero ser. No¬
vela auténtica, La Inclinación no es complaciente. Aunque, fatal
e inevitablemente, utiliza la misma materia que da forma al texto
del mundo, el lenguaje, no convierte su asunto en espectáculo. El
estilo de Prieto apela a la concisión, al desnudo; nada más distante
que el preciosismo. Ni la narración, ni el perfil de cada personaje,
ni las palabras que les sirven para comunicarse entre sí son ama¬
bles. Es apreciable la distancia lúcida que ejerce sobre su propia
obra; distancia que se afila a la indiferencia, pero no por ello a la
abulia. Así, quien busque el espectáculo, el idilio, un pretexto para
la reconciliación con cualquier percepción que le otorgue sentido, la
lectura de La Inclinación sólo documentará su malestar (Amando
1981).

Conclusiones:
Si se ha seguido este texto con atención, me parece claro que la novela me¬
xicana se inscribe, actualmente, en lo que puede (casi) llamarse ya la novela
universal. La carencia de un horizonte claro de valores auténticos y asumidos,
provoca en buena parte del mundo tendencias iconoclastas, anarquizantes, ni¬
hilistas; el saber que ya no hay una morada definitiva, impele a la necesidad
de poner en orden el pasado reciente para exorcizar el caos. Ambas tendencias
me parecen bastante expandidas. Las dos acaban por propiciar una tercera
que se identifica con los valores (o disvalores) del llamado posmodernismo. Las
literaturas nacionales, finalmente, me parece que constituyen un tópico que es
necesario empezar a abandonar. En esto los medios modernos de comunicación
y la interdependencia que impone el mundo moderno, aunados al flujo de in¬
migrantes que se da a lo largo y lo ancho del planeta, han jugado un papel
decisivo. En qué vaya a parar el mundo, es cosa que me rebasa y de la que no
pienso ocuparme. Considero, eso sí, que el escritor auténtico, el poeta, tiene
una misión, en México, como en Alemania, Australia, India o Senegal: animar
sus encuentros y desencuentros, sus dudas y sus sueños habida cuenta que je
est un aulre. Tout le reste est litlérature.
118

Bibliografía

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Blanco Móvil. Revista de las librerías Gandhi: Marzo.

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Ruy Sánchez, Alberto. 1988. La Intensidad Literaria. En: Al filo de las hojas.
México: Plaza y Valdés: 63-65

—. Ruedo de Incautos y la Novela de la Condición Humana. En: ibid.: 141s.

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Unamuno, Miguel de. (11905). 1968. Vida de Don Quijote y Sancho. Madrid:
Espasa-Calpe. 14a ed. (Col. Austral).
IV

Escritura femenina
.
Las hijas de la Malinche

Margo Glantz

Agradezco al Prof. Dr. Karl Kohut su gentil invitación para pronunciar la


conferencia inaugural de este Congreso sobre Literatura Mexicana, organizado
por la Universidad de Eichstátt que generosamente nos alberga. Decidí sin
embargo darle un sesgo diferente a mi texto: cubre el mismo período de tiempo
que la propuesta original: “Cuatro generaciones de escritores mexicanos, 1950-
1989”, pero cambia su enfoque y opta por examinar la producción narrativa
femenina en aumento vertiginoso a partir de ese período. Por su calidad, así
como por la cantidad, quizá uno de los fenómenos más significativos de esas
décadas, junto con la aparición de la literatura de los jóvenes, un poco antes
del 68. La intitularé “Las hijas de la Malinche, una genealogía literaria”.
En la compilación de textos intitulada México en la obra de Octavio Paz, el
poeta selecciona para su primer tomo El peregrino en su patria varios capítulos
de El laberinto de la soledad, los cuales están fechados y por tanto dotados de
historicidad, como se señala en el prólogo. Mantienen sin embargo su vigencia
según palabras textuales del propio Paz:

Todo se comunica en este libro, las reflexiones sobre la familia y la


figura del Padre se enlazan con naturalidad a los comentarios en
torno a la demografía, la crítica del centralismo contemporáneo nos
lleva a Tula y a Teotihuacán, el tradicionalismo guadalupano y el
prestigio de la imagen de la Madre en la sensibilidad popular se
iluminan cuando se piensa en las diosas precolombinas,.. .etc.

Es significativo que en sus páginas se siga leyendo que

Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse se abren. Su


inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”,
herida que jamás cicatriza.

De esa generalización, de ese anonimato, de esa “fatalidad anatómica” que con¬


figuran una ontología, parecen escapar dos personajes históricos: la Malinche
y Sor Juana Inés de la Cruz. La primera porque su participación real en la
Conquista de México la coloca en un lugar privilegiado de nuestra historia y la
convierte en un símbolo, el de la traidora, la enemiga de su pueblo, la culpa¬
ble de la derrota, junto con los tlaxcaltecas. Sor Juana es excepcional de otra
manera: en una sociedad colonial se convierte — a pesar de ser mujer — en la
escritora más singular y en la pensadora más lúcida de su época y, para colmo,
en el convento, lugar donde el único discurso permitido es el del misticismo que
definitivamente Sor Juana no practica. Aquí me referiré a dos de los tres gran¬
des mitos nacionales (femeninos) que han sido objeto de la atención cuidadosa
de Paz; la Virgen de Guadalupe, el tercero, es de otro orden que sobrepasa la
intención de este trabajo.
122

En uno de los capítulos de El laberinto de la Soledad los mexicanos adquieren


una personalidad ontológica especial, son los hijos de la Malinche. ¿Caben las
mexicanas dentro de esa denominación? ¿0 debemos simplemente echarle la
culpa de nuestra nacionalidad a los tlaxcaltecas como en su momento lo hizo
Elena Garro? Quizá valga la pena elucidarlo, trazar una genealogía, definir
una tradición, insertar a la mujer que escribe en un contexto, cosa que por otra
parte consciente o inconscientemente han tratado de hacer todas las escritoras
y, claro, también las mexicanas: En Mujer que sabe latín, Rosario Castellanos
plantea este problema, casi diría yo, angustioso, al resumir en su artículo sobre
Virginia Woolf, otra Madre, algunos de los recorridos que por la tradición
inglesa hace la autora de Un cuarto propio en busca de progenitoras (y Rosario
Castellanos de refilón):

Si Virginia Woolf las evoca no es por mera simpatía, no es para


comparar soledades, rechazos, burlas, escándalos; es, fundamental¬
mente, por sentido de la tradición y porque si le es preciso conocerse
y situarse en tanto que escritora tiene que medir a quienes le ante¬
cedieron,

y aunque es un hecho de que todos, tanto escritores como escritoras, quieren


pertenecer a una tradición para aceptarla o rechazarla, este problema es más
agudo en las mujeres, por razones obvias, y en México una de ellas es su reciente
inserción en la historia de la literatura.
Si bien varias de los proposiciones que Rosario Castellanos dejó planteadas
en la década de los 70 pueden parecemos ahora obsoletas y hasta ingenuas,
su preocupación sigue siendo válida y la prueba más definitiva es que en estos
últimos años varios de los libros publicados por mujeres son genealógicos. Ci¬
taré a manera de ejemplo algunos: La morada en el tiempo de Esther Seligson
(1981), Las genealogías de quien ésto escribe (1981), Las hojas muertas de
Bárbara Jacobs (1987), La familia vino del norte de Silvia Molina, 1987, La
flor de lis de Elena Poniatowska (1988), Mejor desaparece y Antes de Carmen
Boullosa (1988 y 1989, respectivamente), Como agua para chocolate de Laura
Esquivel (1989), y en muchos sentidos novelas de décadas anteriores como Balún
Canán de Rosario Castellanos (1957) y La semana de colores de Elena Garro
(1964) lo son también. La preocupación por el origen, por la identidad se ma¬
nifiesta en esa búsqueda de raíces familiares en donde la figura de la madre o
la del padre se aclaran, ya sean estos los progenitores biológicos o los antece¬
sores literarios. Y pareciera que a medida que la proporción de mujeres en la
literatura mexicana se acrecienta, la preocupación por la genealogía familiar
aumenta también. Y es evidente que en cualquier genealogía el tema de las
madres sea esencial, sobre todo si se trata de escritura femenina, manifestada
en la continuidad o la ruptura, la aceptación o el rechazo.
En una revisión histórica la madre literaria más obvia sería Sor Juana; esta
verificación se tiñe sin embargo de perplejidad: ¿cómo es posible - se alega -
que la máxima figura literaria del México colonial, of all people, sea una mujer?
La respuesta es plural y sucesivas se escalonan las hipótesis: desde Amado
123

Ñervo, pasando por Errnilo Abreu Gómez, Méndez Planearte, Ludwig Pfandl,
José Gaos, Sergio Fernández, Pascual Buxó, culminando con Octavio Paz se
produce una lógica fascinación y una extraña coincidencia se advierte en los
estudios: los autores se identifican intensa y plenamente con Sor Juana, a
tal punto que su presencia “recurrente, cíclica” (la llama Paz) logra, desde
ultratumbra y por obra y gracia de sus admiradores, representar — como en los
autos sacramentales — una alegoría, el personaje que simboliza (corporifica) en
su actuación el significado de la frase clásica explicada con elegancia y justeza
por Paz en El laberinto de la soledad, “Yo soy tu Padre”. Sor Juana es un
personaje fascinante y ajusto título (como otros de sus contemporáneos) forma
parte de una tradición literaria nacional, fundamentalmente masculina. Como
Madre-Padre Sor Juana adopta el género — indeterminado y perfecto — de
la androginia: le cuadra mucho mejor en su connotación alquímica que la no
comprobable de homosexualidad que suele imputársele, con la carga peyorativa
que la figura del lesbianismo suele conllevar. Convertida así en una especie de
Yo el Supremo literario, en Padre primordial, las mujeres se le acercan con
cautela y revisan el desafío tácito y hasta implícito en la polémica suscitada
acerca de su sexualidad. Así lo dice Rosario Castellanos en un breve ensayo
compilado postumamente en El uso de la palabra en 1982:

El enigma esencial que nos propone no es el de su genio (lo cual ya


bastaría para desvelar a muchos doctores) sino el de su femineidad.
Habla de ella en diferentes pasajes de su obra: Dice por ejemplo en
un romance:

Yo no entiendo de esas cosas;


Sólo sé que aquí me vine
Porque, si es que soy mujer,
Ninguno lo verifique.

Sor Juana ha sido estudiada también por varias mujeres. Paz lo subraya:

La bibliografía sobre su persona y su obra cubre tres siglos y se


extiende a varias lenguas. .. Las últimas en llegar fueron la mujeres.
Pero han reparado el retraso con entusiasmo.

Este retraso unido a la ambivalencia que el genio de Sor Juana produce hace
que en cierta medida Sor Juana no haya sido considerada como un antecedente
de la literatura femenina en nuestro país y que sólo en parte y tímidamente
pueda una escritora incluirla en su árbol genealógico. No hay texto femenino
con la precisa inserción genealógica de Muerte sin Fin de Gorostiza en Primer
Sueño de Sor Juana; y Sergio Fernández le ha dado a una de sus novelas el título
expreso de Segundo Sueño-, su linaje ha sido espacio primordial de ascendencia
masculina, de manera semejante a lo que en la tradición europea representó
la figura de Minerva, nacida, como todos sabemos de la cabeza de Zeus. Las
mujeres por malinchelo general escasamente saben latín y cuando lo saben —
de esta regla ni Sor Juana se escapa — son miradas con sospecha.
124

Abordar este tema a fondo sobrepasa por desgracia el ámbito de este tra¬
bajo; su importancia en cualquier intento por trazar la genealogía literaria de
la escritura femenina mexicana (en sentido positivo o negativo) no está a dis¬
cusión pero me conformo con mencionarlo y dejar para una ocasión posterior
un examen detenido de este problema. Me concentraré pues en la Malinche. Si,
según el pertinente ensayo de Octavio Paz, todos somos sus hijos, hasta las mu¬
jeres, ¿cómo pueden ellas compartir o discernir su porción de culpa? Además
de su doble condición de mujer histórica y mítica (que entenebrece también a
Sor Juana) la Malinche es el símbolo, la representación de la Chingada, la de
la perpetua herida, la rajada: por ello asumir al personaje es tener la espada
de Damocles sobre la cabeza. Quizá quien mejor se ha apoderado de ese mito
al grado de integrarlo a su vida cotidiana sea Elena Garro, como lo demues¬
tran su participación en los acontecimientos del 68, sus últimas novelas y la
comunicación escrita y verbal sostenida con sus amigos o sus declaraciones en
la prensa. En sus obras la figura de la Malinche — o el problema de la traición
que fundamenta la historia poscortesiana de México — es capital. Este tema
ha sido frecuentado en los últimos años por estudiosos de otros países: analiza
su significado histórico específico Georges Baudot, en Malinche l’Irreguliére, y
en Estados Unidos varias mujeres, entre ellas, Rachel Philips, Gabriela Mora y
sobre todo Jean Franco lo trabajan a partir casi siempre de la figura de Isabel
en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. La traición de Isabel, su fuga
y su amasiato con Francisco Rosas, el verdugo de Ixtepec durante la guerra
cristera, es la consumación vicaria de un incesto con el hermano y la única po¬
sibilidad de transgredir el orden patriarcal que la oprime; su historia se graba
en una piedra y forma parte de la memoria colectiva. De esa forma, piensa
Franco, la novela de Elena Garro señala un impasse: las mujeres no pueden
entrar a la historia sino a la leyenda, y la rebelión femenina aborta porque el
poder las seduce. A reserva de volver más adelante sobre este punto, quiero
señalar aquí que el poder no sólo se advierte en el relato mismo sino en las
raíces de la novela, los padres literarios de Elena Garro son en parte los no¬
velistas de la Revolución mexicana, Martín Luis Guzmán en especial por la
internalización de su discurso político convertido en narrativa; el Carpentier de
El remo de este mundo por la utilización del recurso mágico: una nube se lleva
a Felipe y a Julia, los amantes, oscurece al pueblo y detiene la temporalidad
para impedir que el tirano Rosas los persiga — y cuando se dibuja a Julia ella
es la única mujer sobre la que el poder no tiene influjo, como tampoco lo tiene
Pedro Páramo sobre Susana San Juan. Isabel y Julia son en realidad las dos
caras de la misma moneda: la imagen simbólica de la mujer para Elena Garro,
una imagen que se define con más precisión cuando utiliza el arquetipo de la
Malinche: La Malinche es la traidora, la infiel, insisto, los mexicanos la cono¬
cemos bien y de su infidelidad nace la desgracia definitiva, total, irreversible
de su pueblo. Más lejos va Elena Garro: su Malinche es de signo contrario,
mejor dicho, de otro color, tiene otra forma, su Malinche es de pelo rubio, con
los tobillos delgaditos, las piernas largas y esbeltas, los ojos amarillos como
las heroínas de varios de los cuentos de La semana de colores y hasta como la
125

propia Elena Garro en su adolescencia, cuando con delectación ella misma se


retrata. De la Malinche conserva la función no la figura ¿Por qué esta transmu¬
tación? Hija de españoles, educada por las criadas, su infancia es maravillosa
pero contradictoria. En “Nuestras vidas son los ríos” la niña Leli le dice a su
criado Ceferino

Yo también soy mexicano., .y Ceferino la miró con burla. — ¡Me¬


xicano!. . .Eres niña y tan güera. Tú eres española.

Y en “El robo de Tixtla” la niña Eva, hermana de Leli y tan rubia como ella
traiciona a su familia por quedar bien con su criada:

Yo era muy amiga de las criadas de mi casa. Me gustaban sus


trenzas negras, sus vestidos color violeta, sus joyas brillantes y las
cosas que sabían.

El tiempo de colores, el juego de los relojes, el lenguaje florido, la poesía del


texto condicionan los actos y modifican a las personas, y tal parece que ese
universo poético le viene a Garro de esa frecuentación. Su mundo está escindido:
uno es el de los criados, el mundo indio, colorido — de lógica extraña, enunciada
con toda naturalidad —, vinculado a la infancia, y otro el mundo europeo, de
cuerpos claros, esbeltos, un poco desvaídos, sin poesía. De su íntima relación
nace una conciencia dividida, una conciencia culpígena, la sensación de estar
del lado de los traidores, que en este caso son los otros, los invasores, los
españoles. La doble identificación, la doble pertenencia, la imposiblilidad de
decidirse sólo por un mundo provoca un malestar y una idea fija, persecutoria; la
pacificación se logra en la fantasía, la que hace convivir dos tiempos históricos,
las dos tramas, los dos amores, como En la culpa es de los tlaxcaltecas o algunos
cuentos de Bioy Casares. Por ello Garro es al mismo tiempo la perseguida y la
perseguidora, el personaje de Andamos huyendo Lola que nunca sabe porque
huye, y cuando se le pregunta responde “Es difícil explicar lo sucedido y además
no me gusta revelar mi secreto”. En Garro se funden la Malinche y el violador
y se concreta la dualidad en la que parecen escindirse Julia e Isabel. O quizá
la conciencia de la separación, la que liquida el mundo de la infancia, produce
la desilusión, marca la herida. En el cuento Antes de la guerra de Troya, del
que casi podríamos decir que es un capítulo de Los recuerdos del porvenir, las
dos hermanas, Eva y Leli juegan juntas:

El cielo era tangible. Nada escapaba de mi mano y yo formaba


parte de este mundo. Eva y yo éramos una.

En la infancia todo es posible, todo se entiende; los dos mundos se escinden


en el momento de la adolescencia y provocan el extrañamiento, el malestar
distorsionando lo que en la infancia era íntegro, total, primigenio para dividirlo
brutalmente. Julia e Isabel son Leli y Eva, pero éstas se llaman así cuando
niñas, aquéllas, ya mutiladas, están en lugares y en situaciones totalmente
126

opuestos, la única posibilidad de reunión es la muerte. Al paraíso se opone,


definitivo, el infierno, la pérdida del reino.
Algo semejante le sucede a Rosario Castellanos. En Balún Canán la niña
aprende a hablar y a vivir gracias a su nana india. El mundo de los padres es
hostil, hierático: divide a los hijos según sus sexos y determina que el varón es
superior a la mujer; los indios, por su parte representan un elemento secreto
y despreciable de la sociedad, pero sobre ellos recae el peso de la misma: ni
siquiera tienen el derecho de hablar el castellano y cuando se les habla en ese
idioma se utiliza una arcaica forma pronominal. Los indios y los blancos están
en sitios separados, remotos, altamente jerarquizados y a la vez en indisoluble
ligazón: los niños están a cargo de las nanas indias, esas mujeres entrañables,
en verdad maternales, mucho más que las madres verdaderas, las blancas, pero
por eso mismo sólo pertenecen a la infancia. La protagonista de la primera y
la tercera partes de la novela pierde a su nana, expulsada por la madre; un día
cree reencontrarla por la calle:

Dejo caer los brazos desalentada. Nunca, aunque yo la encuen¬


tre, podré reconocer a mi nana. Hace tiempo que nos separaron.
Además, todos los indios tienen la misma cara.

El fin de la pubertad es la toma de conciencia de una traición: el estar siempre


en deuda con alguien y sobre todo, no pertenecer nunca por entero a ninguna
de las partes en contienda, no se es indio por más que una nana india nos haya
criado, no se es totalmente de la clase dominante por ese mismo hecho, y sin
embargo se añora pertenecer a ese paraíso de la infancia, cuando la traición no
se ha hecho aun efectiva. Convivir con los indios, hacer trabajo social, escribir
novelas con tema indigenista e integrar la autobiografía a la ficción fue para
Rosario Castellanos una forma de recrear el Paraíso, una forma de desintegrar
el mito de la traición.
En Elena Poniatowska el camino es recorrido de manera diferente, quizá
de atras para adelante. Aunque se empiece con Litus Kikus, libro casi au¬
tobiográfico, primero se escriben los libros de los otros, esos libros donde se
pretende dar la voz a quienes no la tienen, La noche de Tlatelolco, Hasta no
verte Jesús mío y hasta Querido Diego te abraza Quieta. En La flor de lis Elena
usa su propia voz narrativa para dar cuenta de su propia vida. Podría decirse
que la situación de Poniatowska fue similar a la de Castellanos y a la de Garro:
su infancia transcurre armónica (en apariencia) en el seno de dos ámbitos di¬
vididos. En Elena las cosas se agudizan: su familia es francesa y aristócrata,
también mexicana, en su casa el idioma español es una lengua extranjera y
Elena la aprende como Rosario Castellanos aprende el maya, con su nana. En
este punto entroncan las tres escritoras: las tres se expresan en un lenguaje al
principio postizo, de ama de leche, de nodriza, y las tres utilizan en sus textos
ese idioma prestado, sin el cuál quizá nunca hubieran escrito. Pudiera ser que
en este punto coincidieran con la Malinche, en la versión que nos da Bernal Díaz
del Castillo, esa versión que parece apenas la historia natural del niño expósito,
la versión que refiere como una niña es regalada por su madre porque no es
127

varón. Tocar esta versión es caer de bruces en el melodrama y el melodrama


se redime con la traición: la Malinche es un mito, la representación abstracta,
alegórica — paradójica por su carnalidad — de la traición. En tanto que tal
su ejemplo cunde y de alguna forma, gracias a una labor — casi impalpable,
a medias advertida, a medias concientizada — sobre las tres escritoras men¬
cionadas se ha ido construyendo un mito. Elena Garro con mayor estridencia
formula el mito de la perseguida, el mito de la traidora, y se identifica, como
es lógico, con los tlaxcaltecas. Rosario denuncia a Dido, le devuelve con ello
su cotidianidad — o mejor su domesticidad — pero al mismo tiempo cae en
su trampa y acepta la mitificación, la misma que la llevaría a la Rotonda de
los Hombres Ilustres. Poniatowska es objeto asimismo de un mito, aquél con
el que nos ha familiarizado cierta tradición romántica, la de la princesa que
lucha por los oprimidos. Quizá en alguna medida las propias escritoras hayan
contribuido a fomentar este mito. Coincido asimismo con Jean Franco: a la
mujer le es difícil acceder a la historicidad, aunque también es cierto que hay
muchas formas de entrar en la historia. Como quiera que sea la mitificación
anula al sujeto y suprime su individualidad: Nadie ha sido más sensible a esa
desgracia que Frida Kahlo, convertida en una mártir, en una suerte de San
Sebastián del tercer Mundo, eso por el derecho, y por el revés, simple objeto
de consumo.
Como ya antes lo había mencionado, durante la última década se han publi¬
cado un número considerable de textos de mujeres. Muchos, como lo asentaba
más arriba, son textos genealógicos y, entre ellos, debe agregarse el mencionado
de Elena Poniatowska, La flor de lis. Cabe reiterar, acaso, que una de las cosas
más importantes desde 1968 es la aparición de esta nueva literatura de mujeres.
A los grandes nombres se añaden muchos nuevos, el oficio se vuelve cotidiano,
adquiere carta de ciudadanía y tal vez amerite una encuesta en gran escala,
que sería tanto más provechosa cuánto más fácilmente desembocara en datos
precisos, en un intento por aquilatar la nueva producción, en un ensayo por
aclararla, por integrarla en el lugar que le corresponde. Toda genealogía acusa
de inmediato — verdad de perogrullo - la preocupación por conocer el origen
y es por ello un intento de filiación individual. Descubrir diversas historias,
definir las diferencias individuales contrarresta el efecto de mitificación. Esther
Seligson cuenta en La morada del tiempo una historia personal y aunque nunca
la pierde de vista, se siente más atraída por una tradición milenaria, cósmica,
bíblica: su preocupación esencial. Bárbara Jacobs, hija de emigrantes libaneses,
llegados primero a los Estados Unidos, escribe un libro en donde predomina la
figura del padre. El niño es siempre un testigo privilegiado, en este caso oculto
tras un simulado narrador colectivo que se desdobla en un ‘‘nosotros de las
mujeres y en un “nosotros” de los varones de la casa y privilegia la visión de
quien en realidad narra en primera persona. Como es habitual, en la infancia
se contempla con curiosidad la actuación de los adultos y los simples viajes
en coche se vuelven iniciáticos, por ello se idilizan todas las etapas de la vida
de un mítico padre y se dibuja un mundo heroico, el de la guerra de España,
destruido por el exilio, la vejez, la separación, el derrumbe. Tournier lo define
128

con justeza: “El estado de gracia de la infancia debería durar el mayor tiempo
posible. El niño que alcanza su plenitud está destinado fatalmente a una de¬
crepitud llamada pubertad”. En esta definición convergen, es cierto, todas las
infancias, pero no todas las infancias son iguales: los vastos jardines y los en¬
cantamientos del pueblo mítico de Elena Garro contrastan con el hotel y la
casa donde transcurre la infancia de los personajes de Bárbara Jacobs. Entre
ellos o sus ellos - ellas narrativos no hay ningún intermediario, ninguna criada,
ningún idioma idealizado. En su casa se habla el inglés, y español es el segundo
idioma. No hay grandes espacios y la atmósfera es urbana: su urbanidad es di¬
stinta a la de Poniatowska, ceñida ésta a reglas estrictas de decoro, a jerarquías
aristocráticas. La familia vino del norte de Silvia Molina organiza una historia
de amor y una historia policiaca, pretende descifrar un secreto familiar en la
que se delinea a un abuelo héroe de la Revolución, hecho caduco, ya sin im¬
portancia histórica. Como agua para chocolate relata, entre recetas arcaicas de
cocina, previas al horno de microondas y a la licuadora, el camino de perfección
que emprende una niña tiranizada por su madre y rescatada por su cocinera
para acceder al camino heroico de la sexualidad. En su confección intervie¬
nen varios modelos sobrecocidos: el gran padre García Márquez, el gigantismo
de Botero, la sancochada humanidad de la más cotizada escritora latinoame¬
ricana, Isabel Allende, y el cuento de hadas, ingrediente fundamental de esta
cocina literaria y de alguna de las ya revisadas también. Nombro sin detenerme
en ellos porque no entran totalmente en el contexto de esta trama los libros
Arráncame la vida de Angeles Mastretta y La boca de la necesidad de Lucy
Fernández de Alba. Para finalizar este ya largo texto, tan lleno de mujeres,
me gustaría señalar dos novelas cortas de Carmen Boullosa, Mejor desaparece
y Antes. Boullosa representa una ruptura, tanto en el lenguaje como en la
concepción de la novela. En las dos obras el tema central es la muerte de la
madre y, también, la muerte de la niñez, la llegada de esa decrepitud llamada
pubertad. La exploración de las zonas devastadas de la infancia donde cual¬
quier experiencia se produce al margen del idioma lógico y en la coexistencia de
mundos imposibles de reproducir. En esta experiencia la concatenación lógica
de las palabras es inoperante: funcionan mejor las palabras-excrecencia, las pa¬
labras circunstanciales, por ejemplo: ¿por qué no antes?, ¿por qué no mejor?,
¿por qué no mejor desapareces? Y de eso se trata. Sin demasiada explicación
una de las hermanas de la protagonista, con nombre de flor, desaparece. La
angustia de los demás miembros de la familia se liquida en un acto burocrático,
en la simple anulación del acta de nacimiento, en la negación de un supuesto
suicidio. En la casa eso , quizá la muerte de la madre, se vuelve un objeto
viscoso, viciado, esencial. Antes, más coherente como texto, persigue visiones
extrañas, recorre ámbitos imprecisos, delimita espacios prohibidos y produce
actos violentos, inexplicables; por ellos se desliza una ligera sombra, la de Am¬
paro Dávila, quien publicó sus libros de cuentos a finales de la década de los
50. Pareciera como si en Boullosa, preocupada por encontrar una forma de
enunciar esas presencias inexplicables, no verbales que pugnan por encontrar
su expresión, el problema de sus antecesoras desapareciera. La lengua, adqui-
129

rida a trasmano en Castellanos, Garro, Poniatowska, debe ahora aniquilarse,


mejor desaparecer, para recrear un lenguaje otro, apenas balbuceado, pero
también entrevisto como una traición. En cierto modo, Malinche desaparece,
pero es sólo una ficción, las que empiezan a desaparecer son las criadas, esas
intermediarias de la infancia de otra historicidad que se nos antoja mítica, la
de Garro, Castellanos y Poniatowska, distinta de la de Jacobs y la de Boullosa,
pues no en balde han pasado varias décadas: la proliferación de nuevas formas,
de cambios radicales en nuestro país y en nuestra región más transparente. La
infancia reviste signos diferentes: las narradoras niñas están más solas, más
enfrentadas a lo desverbal, a lo ingobernable, a lo que se desdibuja y trata de
configurar otro diseño. Negar la genealogía, hacerla partir de una rama hasta
ahora balbuceante, de algo informe que se transforma y que aún no ha encon¬
trado un lenguaje narrativo definido, del cual, en cierta medida, me atrevo a
afirmar, los textos de Carmen Boullosa quizá sean un punto de partida.
El placer de la escritura.
Indagando sobre el proceso de creación
en algunas escritoras mexicanas contemporáneas

Erna Pfeiffer

En México, en los últimos decenios, la literatura escrita por mujeres ha ido


cobrando cada vez más envergadura; aunque en antologías e historias de la lite¬
ratura mexicana prevalezcan todavía los títulos de “escritores hombres” (Miller
1977, 11-17), ahí están los nombres de Elena Garro, Rosario Castellanos, Elena
Poniatowska y más recientemente Angeles Mastretta, por mencionar sólo a
aquéllas cuyas obras, gracias a traducciones más o menos divulgadas, ya han
alcanzado también al público lector de habla alemana1.
Tratar de ofrecer un repertorio exhaustivo de nombres, se asemejaría más
bien a una letanía de santos, que comprendería tanto a las figuras ya consagra¬
das por la crítica nacional y extranjera, como Nellie Campobello, Luisa Josefina
Hernández, Inés Arredondo, Julieta Campos, Margo Glantz, Esther Seligson
o María Luisa Puga, como a otras igualmente canonizables, o diciéndolo con
palabras de Galdós: “digna[s] de un huequecito en el martirologio”2 (aunque
lo desmientan los escritores aquí presentes, a veces, las prácticas editoriales se
parecen bastante a una vía doloroso).
Haciendo una especie de invocación simbólica, en esta categoría sería im¬
prescindible mencionar a Concha Urquiza, Josefina Vicens, Amparo Dávila,
María Luisa Mendoza, Aliñe Petterson, Bárbara Jacobs, Ulalume González de
León, Elsa Cross, Carmen Boullosa, Myriam Moscona, Gabriela Rábago, Gloria
Gervitz, y si se siguiera, la lista sería interminable —, autoras que, curio¬
samente, todavía no han sido debidamente reconocidas por los “papas” de la
literatura: unas porque todavía son demasiado jóvenes — no diré novicias —,
otras porque ya descansan en la gloria del Señor y no habrán menester de laure¬
les mundanos, hay quien es demasiado humilde para reclamar veneración incon¬
dicional, y por fin, aquellas que sí tienen madera de figuras de culto pero cuya
aureola quedó enturbiada por la sombra de herejías, sacrilegios, transgresión de
tabúes y una vida privada no siempre exenta de atrevimientos y pecados contra
el undécimo mandamiento de la “decencia”. Hay que sospechar, en suma, que
su excomunión del “santuario de los profetas de la civilización”3 se debe más
bien a razones extraliterarias.

De Elena Garro se tradujo Un hogar sólido y otras piezas en un acto y Los recuerdos
del porvenir, de Rosario Castellanos se tradujo Balún Canán; Elena Poniatowska tiene dos
títulos publicados en alemán: Hasta no verte Jesús mío y Fuerte es el silencio-, también ha
sido traducida al aleman la novela Arráncame la vida de Angeles Mastretta
2En Tristona, cap. 9.
3 Quisiera hacer constar que todo este discurso simbólico religioso no es de mi propia
cosedla, sino prestado por algunos proceres de la escena literaria mexicana de finales del
siglo pasado como Ignacio Altamirano, José María Vigil etc. (cf. Franco 1989, 93-95)
131

Para no dar pie a malentendidos, aclararé que en esta ocasión no voy a


ofrecer un panorama completo de lo que son las letras femeninas en el México
actual aunque sería tarea meritoria y muy urgente, pero que excedería el tiempo
del que disponemos. Más bien voy a concentrarme en un aspecto de la escri¬
tura femenina que, en mis conversaciones con diversas escritoras mexicanas
este verano, me ha llamado la atención, a saber, el proceso de creación en sí
mismo. Quiere decir esto que no nos vamos a referir a las obras literarias en
su estado final, ya perfectamente limado — están ahí para ser leídas — sino
al texto “en gestación” y los procesos que tienen lugar en la mente, en la vida
psíquica y hasta física de sus productoras. Como a veces prevalece la noción
de que ser escritor es un oficio que exige mucha “virilidad” (por no emplear
otras palabras), me interesaba saber, en primer lugar, si las mexicanas sentían
su incursión en el ámbito de la literatura como usurpación de territorio ajeno,
tradicionalmente masculino o si, por el contrario, concebían el acto de escri¬
bir como algo perfectamente compatible con su rol femenino, si no esencial e
intrínsecamente femenino.
Mis indagaciones se basan en las respuestas a un cuestionario que remití
a más de 40 escritoras mexicanas, así como en una serie de entrevistas que
les hice a algunas de ellas durante los meses de julio y agosto de este año.
Concretamente, de este voluminoso material he seleccionado a seis autoras de
las que tenía la información completa e interesante. En orden alfabético son:
Inés Arredondo, Carmen Boullosa, Julieta Campos, Elsa Cross, Margo Glantz
y Gabriela Rábago4.
Para no dispersarme, me concentraré en cuatro puntos (¿cardinales?) que
ilustrarán el proceso de creación:
1. las técnicas de trabajo
2. metáforas femeninas del acto de escribir
3. el momento de inspiración
4. el placer/dolor de la escritura.

1. Las técnicas de trabajo


Cuando se les pregunta sobre sus técnicas de trabajo, la mayoría de las autoras
coinciden en dos puntos: Io que cada obra requiere su propio proceso de escri¬
tura, y 2o que, en una primera fase, prefieren escribir a mano. Veamos algunas
afirmaciones de las propias autoras:

Cada obra me plantea una manera distinta de trabajar sobre el


papel, me obliga (o no) a libretas, a hacerlo a máquina, a como le

4 A continuación, se van a abreviar los nombres con sus iniciales, seguidas de las siglas c
(= cuestionario) o e (entrevista) para designar el lugar de donde fue tomada la cita. Aunque
las aquí escogidas son muy valiosas desde el punto de vista de calidad literaria, quisiera
hacer hincapié en la parcial extraliterariedad de mis criterios de selección. El hecho de que
otras hayan quedado fuera en esta ocasión se debe más bien a circunstancias exteriores como
la pérdida de documentos mandados por correo, el frecuente cambio de dirección de las
escritoras, viajes al extranjero o la simple no-coincidencia de horarios a la hora de fijar una
cita en el breve tiempo que quedó a nuestra disposición.
132

dé la gana. [...] cada obra me parece que trae su marca de creación


consigo. (CB/c)

Cada texto es distinto y único en su proceso de escritura. (EC/c)


Cada libro tiene su historia. (JC/c)

...esto depende de cada texto, de cada experiencia, porque no se


repite, a veces es un ritmo, p. ej., un ritmo interior que genera una
manera de decir y eso se va como creciendo, creciendo, creciendo,
hasta que se arma todo. (JC/e)

Teniendo en mente las metáforas empleadas por algunas escritoras para referirse
a sus obras como “hijos” (cf. infra), me dio la impresión de que esa insistencia
en la unicidad del texto, que se percibía como ente autónomo — con voluntad
y características propias — tenía que ver con una comparación inconsciente
de la escritura con el embarazo. Si sustituimos las palabras obra/texto/libro
por hijo y las expresiones trabajar o escritura por tratar/educar resp. ges¬
tación/crecimiento, las frases arriba mencionadas conservan un sentido per¬
fectamente inteligible, que recuerda opiniones frecuentes en boca de mujeres
como:

cada hijo/embarazo es distinto y me plantea una manera distinta


de enfrentarme a él.

Algo parecido vale para las asociaciones que se me ocurren cuando las autoras
hablan del acto de escribir a mano. Escuchemos a Inés Arredondo:

IA — A mí me gusta la sensualidad, no la sexualidad.

EP — Porque el escribir también es algo sensual...

IA Mhm. Tal vez sea por eso que yo no puedo escribir siquiera
a máquina, tiene que ser a mano.

EP — Es el placer de tener una pluma en la mano...

IA Sí, y de estarlo viendo, verdad, y tenerlo en las manos [...]


sí creo que es algo sensual escribir a mano. (IA/e)

Un psicoanalista diría quizás que la pluma, en este contexto, podría interpre¬


tarse como símbolo fálico, pero no me atrevería a llegar tan lejos, aunque la idea
en sí puede parecer plausible. Como vemos, ya los simples aspectos técnicos
de la escritura nos llevan a un terreno harto resbaladizo que no pisaría si no
hubiera tantos indicadores que apuntan hacia esas capas profundas del incons¬
ciente. Así, por ejemplo, abundan las comparaciones del acto de escribir con
vivencias eróticas o reproductivas percibidas desde una perspectiva obviamente
femenina.
133

2. Metáforas femeninas del acto de escribir


Aunque a veces se nota un atisbo de sensaciones eróticas en relación con la
escritura, sobre todo cuando se habla del “placer de la escritura/lectura” (vol¬
veremos sobre ello más adelante), son mucho más frecuentes las parábolas de
gravidez y alumbramiento que se asocian a las vivencias psíquicas y físicas
experimentadas durante o después de la producción de un texto literario.
Dentro de la primera categoría (metáforas eróticas) cabría, por ejemplo, lo
que dice Carmen Boullosa en el cuestionario sobre lo que sería, según ella, una
buena lectura:

Equivaldría a una lectura que [.. .] se entregara, se apasionara, se


desequilibrara Para mí una buena lectura [...] es una lectura
femenina. (CB/c)

Una interesante combinación entre ambos aspectos (el erótico y el materno)


constituye una respuesta de la misma autora:

Cuando ya un texto me atrapa, cuando ya es dueño mío (primero


me trabaja en la oscuridad, lentamente, casi sin que me dé yo cuenta
que ahí viene), nada nos separa, al texto y a mí (CB/c)

Es una imagen un poco ambigua: por una parte, podría referirse al texto como
amante imaginario que la seduce, la rinde, hasta fundirse con ella en un solo ser
inseparable, pero por otra parte no se ajustaría con ello la noción de lentitud
e imperceptibilidad, implícita en la descripción de Carmen. Si concibiera el
texto como amante, tendría que percatarse del acto de amor, pero no es así.
Más bien se trata de algo que se forja primero en la oscuridad (¿del vientre?)
hasta apoderarse completamente del organismo huésped.
Esta sensación de guardar el texto dentro de una misma — o dentro de
otra concavidad, un cajón, un escritorio — se da con frecuencia. Aunque aquí
no son tan imperantes las connotaciones de gestación, sí se describen procesos
de incubación con las siguientes variantes y distintos grados de aproximación
a una insinuación directa del embarazo y/o parto:

El texto se va gestando en la mente: al escribir lo tengo prácticamente


’hecho’. (GR/c)

Una vez concebido el cuento, trabajo en él lo más que puedo. [...]


Lo reviso varias veces y lo guardo. De su escondite sale para volver
a ser criticado... (IA/c)

Para mí, la escritura es un proceso natural, algo que me brota del


interior. (GR/c; el subrayado es mío en todas las citas)

Carmen Boullosa se muestra madre solícita que se cuida a sí misma para no


exponer a ningún peligro a lo que siente gestarse en su interior:
134

Ahora me protejo [...] para que la novela (o lo que escriba) se


conserve adentro de mí intacta antes de que yo termine de darle
forma. (CB/c)

En cambio, Julieta Campos ve la creación literaria más bien como una compen¬
sación de la reproducción física, creyendo por ende que es más alto el porcentaje
de mujeres escritoras que no tienen hijos propios:5

Creo que es decisiva la capacidad que tiene la mujer de engendrar


en su vientre hijos de carne y hueso: su necesidad de crear objetos
simbólicos, imaginarios, es menos apremiante. Sé que es siempre
engañoso generalizar, pero se me ocurre que son más las mujeres
creadoras que no han conocido la experiencia de la maternidad.
(JC/c)

Al fenómeno de la esterilidad literaria entendida al pie de la letra se refiere


Margo Glantz cuando dice:

Escribo a veces de un modo espontáneo, pero pasa durante períodos


determinados, tengo otros de gran angustia y esterilidad. Me parez¬
co a las ballenas, necesito muy largos períodos de gestación, pero
una vez logrados escribo como coneja. (MG/c)

Además, se observa un recorrido por todos los estadios de preñez: desde la


concepción, pasando por las épocas difíciles del “estado interesante” hasta “dar
a luz” el libro. La metáfora más impresionante del nacer de una obra literaria
la escuché de boca de Margo Glantz:

.. .me da la impresión de que tengo un cuerpo muy pequeño para


la cantidad de cosas que tengo que decir, que me va a explotar el
cuerpo, y me asusta mucho. Son momentos muy felices, pero muy
angustiosos también.. .(MG/e)

Y Carmen Boullosa, con motivo de una presentación de su última novela Antes,


llegó incluso a vivir una depresión post partum:

...lo otro era un asunto mío personal, de que de veras mi libro


ya no era mío y que ya él estaba en serio afuera de mí [...], lo
disfruté muchísimo cuando lo escribí, lo quise muchísimo, es mi hijo
mimado. Entonces, creo que en parte era [...] mi depresión post
partum... (CB/e)

Si las autoras se sienten “madres” del texto, podríamos quedarnos dentro de


la misma metáfora y preguntarnos, ¿quién sería entonces el padre? Nos esta-
mosacercando a la difícil cuestión de la fecundación, la inspiración, la “pater¬
nidad literaria”.

5Para quedamos en el plano de los hechos, hay que aclarar que con excepción de Gabriela
Rábago, todas las entrevistadas tienen hijos propios.
135

3. El momento de inspiración
Parece haber distintos grados de (in)certidumbre respecto al acto de fecun¬
dación literaria; para Inés Arredondo, todo está muy claro:

.. .el tono me lo dan los dioses y con el tono, que generalmente se


plasma en una oración, hago yo el cuento [. ..]. Es así de simple.
Como decía Valéry, el primer verso lo dan las musas, verdad, lo
difícil es estar con los demás a la altura del primero. (IA/e)

Como se puede ver, la imagen, aunque nazca de una vivencia auténtica, le


viene prestada de una autoridad masculina (Valéry). Parece un poco como si
la autora sintiera la necesidad de delegar la responsabilidad de sus cuentos en
un inspirador/creador divino. Ya no se pertenece:

.. .después de que recibo la señal, estoy obsesionada con el cuento,


y es una obsesión que no se me quita hasta que está bien terminado.
(Al/e)

Una sensación parecida, la de escuchar una voz ajena dictando el texto, la


encontramos en Julieta Campos y Gabriela Rábago:

...puede escribirse entonces como obedeciendo a un dictado, sin


necesidad de un plan previo. La estructura puede aparecer después
de un primer momento, después de esa ’aparición’ de algo que viene
de quién sabe donde. (JC/c)

Yo creo que no escojo nada, de repente me empieza a bullir en la


cabeza una historia, [...] es como si yo simplemente transcribiera,
trasladara algo, pero lo trabajo mucho por dentro y después lo
escribo, no tanto como si saliera de una grabadora, pero es algo
muy parecido. (GR/e; el subrayado es mío siempre)

Parece que ellas entienden su función más bien como la de un médium que
transcribe algo que está más allá de su propia voluntad, de su facultad de
percepción y entendimiento, incluso a veces de su propio inconsciente. Elsa
Cross, quien dice haber encontrado un nuevo estado de estabilidad psíquica a
través de la meditación, es la que más detalladamente describe ese proceso:

La meditación tiende a borrar un poco la pretensión del ego de que


él está haciendo esas cosas. [...] Se borra también esa sense of
doership, en inglés, el sentido de ser el hacedor de todo; tú lo estás
haciendo, es tu inspiración, tú eres el escritor. Después llega un
punto que no sabes quién lo está hac.iendo[...]. No es tampoco un
automatismo a la manera de los surrealistas, pero sí es entrar de
pronto en contacto con un estrato de conciencia que está más allá de
tu ego y más allá de tu capacidad ordinaria. Muchas de las cosas que
he escrito no me hubiera sentido nunca capaz de escribirlas [...],
136

porque están rebasando mi capacidad y mis esquemas ordinarios


[...]. Surgen de otro lado más profundo. Entonces uno no tiene
sino que respetar eso, que ni sabe muy bien qué es, ni lo entiende
muy bien, pero está ahí. Entonces, en la medida en que uno logra
hacer a un lado esa pretensión del ego, es más libre el flujo de una
inspiración, en ese sentido, el flujo de esa energía o de eso lo que
sea [...]. Ahora, a uno le queda la sensación de que no es sino muy
parcialmente el autor del libro (se ríe), de que hubo más cosas ahí
de fondo. (EC/e)

¿El misterio de una concepción milagrosa? Si nos dedicamos un poco a estudiar


las ideáis junguianas de Elsa sobre animus y anima y de otras que vienen de
Platón y de la filosofía hindú, veremos que “esa otra mitad que busca uno, está
dentro de uno mismo, no fuera.” (EC/e) Entonces, a través de la integración
de su parte masculina, lograría también resolver el problema de la paternidad
literaria, ya que por

dejar que saliera todo lo que tuviera que salir (EC/e), se da una
como partenogénesis, de autofecundación por entrar en contacto
con esos estratos más profundos del alma que no tienefn] sexo o
tienefn] ambos (JC/c).

En todo caso, la descripción extraordinaria que da Elsa Cross de su momento


de inspiración, me parece refutar todo modelo “masculino” de escritura,6 vis¬
ta tradicionalmente como autofirmación, como fortalecimiento del ego, como
medio de alcanzar la inmortalidad del propio nombre7 * * lo. A esa petulancia, ella
contrapone un modelo diametralmente opuesto, e incluso llega a burlarse de
sí misma cuando todavía estaba sometida a ese falso patrón de “literariedad”
basado en la “potencia del creador”:

Mientras yo tenía una pretensión muy viva de ser escritora, escribía


muy mal (se ríe). (EC/e)

6Incluso el de la “escritura automática” del surrealismo francés.


7Y vista también como un oficio que requiere ciertos conocimientos o habilidades para
manejar técnicas narrativas, recursos poéticos etc. Dice expresamente a este respecto Julieta
Campos (la escritora intelectual por excelencia, la que por ende sería la primera en que se
sospecharían semejantes actitudes “profesionales”):

JC — Yo creo que los conocimientos no sirven para nada [...]. La técnica es


lo menos importante, la técnica es lo que nada tiene que ver con la escritura.
EP — ¿Y qué es lo más importante entonces?
JC — La expresión, la necesidad de expresión, la expresividad.” (JC/e)
E insiste otra vez en la “escritura espontánea”:
Pero creo que cuando mío ya da con el tono, ya el libro se escribe solo, es nada
más cosa de todos los días sentarse y sale (se ríe). (JC/e)

En mi opinión, sería discutible si aquí se trata de mi ideologema más o menos consciente¬


mente empleado para hacer resaltar lo excepcional de la escritura; por otra parte, nunca he
escuchado de un escritor masculino un rechazo tan violento de un modelo “tecnológico” de la
literatura, que también sería pensable y de hecho, se ha dado más de una vez en la historia
literaria.
137

Padre divino, autofecundación, partenogénesis, todo es posible; también se da


la gestación espontánea o de padre desconocido:

.. .en Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, lo primero fue la


primera frase que me vino, y la primera frase como que empezó una
especie de cosas fluidas y de secuencia de palabras, que se escribió
solo ese libro prácticamente, pero partiendo de una primera frase.
(JC/e)

.. .no sé de dónde sale, para mí no tiene explicación.. .(CB/e)

Otras veces, incluso se recuerda el acto de fecundación como una vivencia muy
placentera. Hablando de su libro Bacantes, Elsa Cross cuenta:

Es un librito que me gusta. Tal vez porque siempre me acuerdo de


la forma en que surgió, fue un libro que surgió en un estado de una
libertad mental completa, se dio, se dio, se dio.. .(EC/e)

Eso nos acerca ya al último aspecto de nuestras observaciones sobre el acto de


creación en algunas escritoras mexicanas, un aspecto omnipresente en todas las
respuestas, a saber, el placer y/o dolor de la escritura.

4. El placer/dolor de la escritura
Una de las primeras cosas que me llamaron la atención al recibir las respuestas
a mi cuestionario, fue la franqueza con que las escritoras, independientemente
una de otra, y sin haber sido interrogadas al respecto, describieron las viven¬
cias placenteras y/o dolorosas que acompañan su acto de escribir. Parecía un
fenómeno tan fuertemente cargado de emociones positivas o negativas (o una
mezcla de ambas) que se imponía espontáneamente al abordar otros temas que
aparentemente nada tenían que ver con ello. Así p. ej., en la respuesta a la
pregunta B 10 (sobre la presunta composición del público lector), Margo Glantz
escribe:

Lo concibo como una necesidad angustiosa, a veces muy difícil de


realizar. La escritura es una de las labores más arduas de mi vida.
(MG/c)

La pregunta anterior, B 9: “¿Para qué clase de público escribe Vd.?”, la con¬


testa Carmen Boullosa de modo semejante, aunque bajo un signo contrario:

Escribo porque me es inevitable, porque es mi gran pasión, porque


es lo que más me importa en la vida. (CB/c)

Y en el punto B 16 (sobre las técnicas de trabajo), ella explica:

Escribir, escribir es mi gran placer, mi gran fortuna, el más grande


regalo que pude haber recibido de los dioses. (CB/c)
138

Por citar también un ejemplo que exprese una mezcla de los dos aspectos,
volvamos al mismo párrafo redactado por Carmen:

Es una delicia trabajar sobre el papel, es doloroso en cambio llegar


al papel. Parece que toda mi vida se pone en juego, me vuelvo una
especie de equilibrista a punto de irse todo el día al piso desde una
gran altura, a reventar las tripas en la arena del circo. Pero cuando
ya lo tengo en palabras [...], trabajar sobre el papel se me vuelve
delicioso, placentero, sabroso.. .(CB/c)

Todo esto lo escribe espontáneamente, bien entendido, bajo la rúbrica “técnicas


de trabajo” ... Como volvemos a encontrar aquí la imagen de las tripas reventa¬
das (recuérdense las afirmaciones de Margo Glantz al respecto), se me impone
de nuevo la asociación con el parto: primero la sensación de que va a estallar
el cuerpo — y, más exactamente definido: el vientre, las tripas — y luego el
“regalo inexplicable” que “se tiene en las manos” (CB/c), acompañado de una
gran felicidad.
Otro indicio que me lleva a seguir indagando en esa dirección, son las afir¬
maciones de Inés Arredondo tomadas de la entrevista, cuando ya intrigada por
la curiosidad, empecé a preguntar explícitamente a todas: el acto de escribir,
¿es algo placentero o más bien doloroso para Vd./ti? Contesta Inés:

Yo creo que no sufro, pero tampoco es un placer; lo que sería un


placer sería leerlo después de mucho tiempo, ¿no? (IA/e)

Con excepción de Margo Glantz, quien parece vivir el placer y el dolor si¬
multáneamente8, lo doloroso está en primer lugar; es algo que se percibe en
una primera fase para ser superado después:

Pudo ser doloroso al principio, [...] pero veo que se transforma más
en un placer. (EC/e)

CB — .. .mi estado del alma es horrible, no sabes qué desolación,


y es de una tristeza que no resisto, hay veces que llego en la ma¬
drugada a trabajar, y lo que hago es: llorar. Lloro, es mi trabajo,
estoy escribiendo (se ríe). [...]

EP — Entonces es una mezcla curiosa entre placer y algo doloroso...

CB — Muy doloroso; y ya cuando estoy corrigiendo, lo disfruto


mucho [...], estoy mil veces con un párrafo, es un oficio padrísimo,
me divierto, lo disfruto, ahí ya me la paso muy bien. Pero escribir
no es nada fácil. (CB/e)

En el caso de Gabriela Rábago, la linea divisoria pasaría por los distintos


géneros literarios:

8 Cf. una cita de la entrevista: “Son momentos muy felices, pero muy angustiosos también”
(MG/e).
139

.. .para mí, son momentos de gran disfrute. A veces se mezclan con


impresiones dolorosas, sobre todo cuando escribo poesía. Yo sólo
escribo poesía cuando estoy sufriendo mucho. (GR/e)

Y para Margo Glantz, el mismo placer se hace tan intenso, que lo llega a
experimentar como algo peligroso, alarmante, amenazador:

.. .hay épocas en que es muy placentera la escritura. Pero a veces


es tan placentera que me da miedo que me voy a morir. (MG/e)

¿Será atrevido comparar esa combinación de placer inefable y angustia mortal


con el punto culminante del acto sexual o con el trance del alumbramiento?
No sé. En la descripción de Carmen Boullosa, además de esto, creía ver tras¬
lucirse la simbiosis armónica entre madre y niño de pecho durante la lactancia,
idilio sugerido quizás por la mención de un período determinado de tiempo:

...me pasé cuatro meses en un estado de posesión, con un gran


placer, ahí no me estorbaba nada, porque yo nada veía (se ríe), era
un mundo maravilloso. (CB/e)

Esto me recordó lo que decía Julieta Campos sobre los motivos que la impul¬
saban a escribir. Explicaba ella que

hay algo en el mundo que es incompleto, uno siente que tiene que
añadirle algo [...] (JC/e)

y que los períodos “infértiles” en su vida de escritora eran aquéllos en los que

el hueco no lo sentía, [...] esa especie de vacío que uno percibe en


el mundo y que le hace escribir. (JC/e)

Una vez logrado llenar el vacío, se siente plena, muy satisfecha, y en un equili¬
brio profundo:

Yo creo que una vez que uno está escribiendo es muy placentero,
da una sensación de una gran integración, como que todo lo demás
desaparece y uno se siente como en acuerdo con el mundo, esto
es una sensación muy especial que sí da la escritura [...], entonces
uno se siente como tranquilo, contento, realizado, se estructura algo
dentro de uno, se articula, y se deja sentir esa como desarmonía
entre uno mismo y el mundo. Eso desaparece en el momento en
que se está escribiendo o inmediatamente después de escribir. Pero
vuelve a aparecer, de modo que constantemente hay que volvei a
escribir (se ríe). (JC/e)

Por fortuna, ya que si no, no disfrutaríamos nosotros del placer constante y


repetido de la lectura:
140

Es como una droga - añade Julieta Campos - pero una droga real¬
mente muy buena, porque no desintegra, sino al contrario... (JC/e).

Y tengo que terminar aquí, ya que también se está acabando mi tiempo, pero
espero haberles infectado un poco con ese virus benigno de la bibliofilia o manía
de leer, con ese estupefaciente sin efectos secundarios peligrosos, que sería el
placer y/o dolor de la lectura, fenómeno que representa nada más que la otra
cara de lo que acabamos de estudiar: el placer o el dolor de la escritura9.
P. S.: Quisiera agradecer a todas las escritoras que se han prestado a
tomar parte en esta encuesta la impresionante franqueza con que contestaron
mis preguntas, a veces banales, a veces impertinentes, preguntas que en todo
caso exigían mucho tiempo para ser contestadas, cosa que siempre hacían con
mucha paciencia y sensibilidad y por lo visto sin temor a franquearse, hasta en
detalles harto íntimos, con una persona extranjera y totalmente desconocida
anteriormente.

Bibliografía
Castellanos, Rosario. 1962. Die neun Wáchter. (Trad.: Fritz Vogelgsang).
Frankfurt/Main: Insel [2 1983. Frankfurt/Main: Suhrkamp].

Franco, Jean. 1989. Plotting Women Gender and Representation in México.


New York: Columbia University Press.

Garro, Elena. 1966. Ein festes Heim. 6 Einakter (Trad.: Konrad Schrógen-
dorfer). Wien: Universal Edition.

—. 1967. Erinnerungen an die Zukunft. (Trad.: Konrad Schrógendorfer).


Berlín: Henssel.

Mastretta, Angeles. 1988. Mexikanischer Tango. (Trad.: Monika López).


Frankfurt/Main: Suhrkamp.

Miller, Beth. 1977. A Random Survey ot the Ratio of Female Poets to Male in
Anthologies: Less-than-Tokenism as a Mexican Tradition. En: Yvette E.
Miller/Charles M. Tatum (eds.): Latin American Women Wriiers: Ye-
sterday and Today. Pittsburgh: Latin American Literary Review: 11-17.

Poniatowska, Elena. 1982. AUem zum Trotz .. .Das Leben der Jesusa (Trad.:
Karin Schmidt). Bornheim-Merten: Lamuv.

—. 1987. Siark ist das Schweigen. Mexikanische Reportagen (Trad.: Anna


Joñas und Gerhard Poppenberg). Frankfurt/Main: Suhrkamp.

Puga, María Luisa. 1987. Pánico o Peligro. México: Siglo XXI.

9Cf. lo que dice María Luisa Puga al respecto en su novela Pánico o peligro: “Escribiendo
el primer cuaderno me di cuenta de que me gusta. Me gusta escribir. Es una manera de
recuperar la vida que uno va gastando casi sin sentir. A mí qué me importa si está bien o
mal escrita. No es por escribirla, sino para sentirla. Para dártela. Y se me ocurre que si a
mí no me aburre escribirla, a ti no te va a aburrir leerla” (58).
Cuando las mujeres cantan tango...

Susana Reisz de Rivarola

¡Cómo quiere que la quieran esta mujer! — dijo.


Arráncame la vida

En esta frase, sostenida por la voz de un personaje masculino, el músico Carlos


Vives, se condensa el espíritu que anima a una novela escrita por una mujer y
protagonizada por una mujer que “quiere que la quieran” pero que solo excep¬
cionalmente es capaz de decirlo así, sin cuestionar lo dicho. El dijo con que el
relato autobiográfico de Catalina Ascencio acoge y delimita con nitidez el dis¬
curso ajeno podría leerse como apretada metáfora de un lenguaje y una visión
del mundo marcados por la desconfianza hacia los afectos y por el rechazo a
fijarlos con palabras demasiado directas o demasiado rotundas.
En su esfuerzo por autodescribirse y por contar su historia sin desbordes
emocionales, esta ’otra yo’ de Angeles Mastretta aliena su voz con acentos
burlones o la disuelve en otras voces diferentes por su origen pero que, sin
embargo, suenan siempre contaminadas de su desapego y de su despreocupado
tono conversacional.
El distanciamiento irónico frente a la palabra propia o ajena, la sobre¬
acentuación de la cita y el frecuente despliegue de una bivocalización paródica
son los medios de que se vale la narradora — y tras ella la autora para
deconstruir estereotipos emocionales e imaginativos, ideologías ignorantes de sí
mismas e ingenuos didactismos.
Un cliché alusivo a la condición femenina subyace en la frase del músico. Su
contenido básico — la definición de la diferencia sexual dentro de un esquema
ideológico binarista — admite diversas variantes:

— El mayor amor del hombre es el poder, el mayor poder de la mujer es el


amor.
— Los hombres aspiran al éxito, las mujeres al amor de un hombre.
— El hombre es más racional, la mujer es más emotiva.

El subtexto — en cualquiera de sus variantes autoritarias — se insinúa tras


la expresión benevolente de Vives sin que nadie lo tematice o lo ponga en
entredicho. No lo denuncia la narradora quien sólo refiere la frase de su amigo
a sí misma y la acepta en su limitada validez Claro que yo quena que me
quisieran” (129). Ni lo denuncia la autora a través de otras voces, por más que
el contexto en que su personaje pronuncia ese dictum permita inferir su posible
crítica. Ambas, autora y narradora, se limitan a recoger decires, a subrayarlos
como tales y a sugerir la presencia de irremediables fisuras entre el mundo de
la experiencia interna, el de las palabras y el de la actuación social.
142

En este comentario introductor — que tal vez dé la sensación de cierta


premura apologética — he manejado una serie de implícitos que conviene acla¬
rar de inmediato y examinar con algún detalle. En efecto, he acordado tácita
relevancia a los siguientes factores:

— Que la autora de la novela sea una mujer.


— Que su protagonista sea una mujer.
— Que la ficción novelesca asuma la forma de una autobiografía.
— He dado por sentado, además:
— Que existe cierta relación significativa entre la autora y su personaje, ba¬
sada, entre otras razones, en su identidad social y sexual.
— Que el humor y la ironía son medios muy eficaces de poner al descubierto
lugares comunes y de dignificar trivialidades, lo que supone, a su vez, una
anticipada toma de posición crítica en favor de la novela.

Comenzaré por la autora y sus imágenes en el proceso de lectura, dialogando


con un especialista en autobiografías:

Un autor no es una persona. Es una persona que escribe y que


publica [...] Para el lector, que no conoce a la persona real pero
cree en su existencia, el autor se define como la persona capaz de
producir ese discurso y, en consecuencia, uno se la imagina a partir
de lo que produce (Lejeune 1975, 23; mía la traducción).

Para mí, como seguramente para otros lectores y lectoras, Angeles Mastretta es,
además de la persona que escribió Arráncame la vida y recibió en 1985 el premio
Mazatlán, la mujer atractiva y acicalada que mira con algo de displicencia desde
una foto que adorna su libro y que ha sido frecuentemente reproducida por la
prensa alemana. ¡Qué difícil me resulta no mezclar esa imagen con los rasgos
que puedo imaginarle a Catalina Ascencio! Difícil y quizás ocioso pues sospecho
que la escritora, con un grado de conciencia que solo ella podría precisar, incita
a la confusión y a la identificación del público — sobre todo del femenino —
con ella y con su personaje. La intensidad con que han reaccionado algunas
lectoras y críticas literarias de Europa y de Hispanoamérica y, sobre todo, la
afectividad de sus juicios, dan algún apoyo a mi hipótesis.
Dado que toda invitación a identificarse con alguien real o imaginario puede
generar una amplia gama de respuestas (que van desde la total empatia has¬
ta el más violento rechazo), las evaluaciones resultantes cubren casi todo ese
espectro: desde una rendida admiración por la belleza y el ingenio de la autora
y de su personaje, hasta la acusación — predominantemente hispanoamericana
— de narcisismo, superficialidad, falta de compromiso moral y político e incluso
torpeza estilística (Cf. Sefchovich 1987, 227 ss. y Bradu 1987).
Una de las más adversas notas periodísticas aparecidas en la República
Federal de Alemania — escrita por un hombre en el no muy cosmopolita diario
Rhein-Neckar Zeitung (Scheller 1988) — alude, con cierto retintín machista, a la
discordancia entre el atractivo visual de la foto de Mastretta y la falta de interés
143

literario de la novela y sugiere, a la vez, tras las huellas de parte de la crítica


hispanoamericana, un parentesco poco honorífico con Isabel Allende. No faltan
quienes piensan que ambas explotan al máximo su “sex-appeal” como maniobra
publicitaria para incrementar sus ventas y que esto es, en última instancia, lo
único que les interesa. He aquí dos muestras de celo(¿s?) condenatorio(¿s?):

Ella quiere vender y para eso escoge un tema adecuado: el sexo y


el poder puestos al día, es decir, puestos en una mujer (Sefchovich
1987, 228).

Ya se ha visto el éxito editorial de las novelas de Isabel Allende en


Europa y en Estados Unidos, gracias a su visión tan “exótica” de
la historia chilena. Arráncame la vida tiene todas las oportunida¬
des de seguir este mismo camino...a no ser que reciba un mejor
galardón: la proposición de convertirla en telenovela, con o sin con¬
tenido (Bradu 1987, 62).

A mi juicio, la comparación entre Allende y Mastretta resulta muy natural,


pero no sólo por su común “sex-appeal” o por su supuesto o real espíritu em¬
presarial, sino por ser las únicas novelistas hispanoamericanas que han logrado
imponerse internacionalmente con un estilo análogo en algunos aspectos y en el
que, quienes no lo aprecian creen ver algo así como una receta de cocina: una
narración rectilínea, sin alardes experimentales en los planos del tiempo y de la
voz y argumentos marcados por la sutura de la historia hispanoamericana de
este siglo con historias privadas en las que las relaciones entre amor, poder y
violencia juegan un rol protagónico. La tercera novela de Isabel Allende, Eva
Luna contiene un par de “ingredientes” adicionales que vuelven aun más noto¬
rio el aire de familia. También ésta es una ficción de tipo autobiográfico y un
Bildungsroman protagonizado por una mujer, que ostenta múltiples elementos
de folletín, radio- y telenovela, letras de rancheras y boleros, estilizaciones y
parodias de literatura “femenina” — en el sentido rosa del término — y re¬
flexiones metaliterarias sobre la cultura de masas en nuestro continente y los
principios estéticos del arte trivial.
El título con que Mastretta anuncia el programa literario de su novela y
con el que proporciona una instrucción de lectura que ella misma ha procurado
volver aún más obvia en una entrevista concedida a la revista Nexos (Gomis
1985, 5ls), se ubica en la misma línea de la más reciente propuesta de Allende.
Al igual que la canción de Agustín Lara que canta Catalina en un rapto de
pasión por un apuesto director de orquesta, su novela — recalca la autora —
es un tango que se puede leer como bolero. Desde su punto de vista al tango
le correspondería la truculencia de la historia y al bolero el sentido del humor
que la atraviesa.
Mi impresión, por cierto no menos subjetiva que la suya, es que el humor
es un rasgo tan accidental en el bolero como en el tango y que surge, más bien,
como subproducto de una recepción desfasada, entre nostálgica y benevolente,
144

que encuentra “deliciosas” las cursilerías de esas letras o tiende a revalorizarlas


adjudicándoles a posteriori una intención irónica que no tenían.
La afinidad entre la novela de Angeles Mastretta y la canción de Agustín
Lara radica, según creo, en su común desparpajo para exhibir estereotipos
y en la tendencia a enfatizar los tópicos melodramáticos (por cierto que con
diferentes recursos y diferentes resultados en uno y otro caso).
La letra de este tango mejicano, en el que “durante las noches de frío cierzo
invernal” la mujer enamorada le pide a su hombre (o viceversa) que le arranque
el corazón a la par que le asegura que se llevará sus ojos, da la sensación de ser
una parodia — no sé si intencional — de los más llorones tangos argentinos por
la desmesura canibalesca — y carnavalesca — de los amantes, más apropiada
al teocalli que al arrabal bonaerense1:

En estas noches de frío,


de duro cierzo invernal,
llegan hasta el cuarto mío
las quejas del arrabal.

Arráncame la vida
con el último beso de amor,
arráncala,
toma mi corazón.

Arráncame la vida
y si acaso te hiere el dolor
ha de ser de no verme
por que al fin tus ojos
me los llevo yo.

La canción que tenía


te la voy a cantar,
la llevaba en el alma
y te la voy a dar.

La canción que tenía


te la voy a entregar,
la llevaba en el alma,
la llevaba escondida
y te la voy a dar.

El tango entonado por Mastretta también suena paródico pero en un regi¬


stro mejor controlado y menos proclive a excesos verbales. Este último rasgo
la distancia, asimismo, de Isabel Allende, quien en sus dos primeras novelas se
permite, para la descripción de escenas amorosas, un estilo de sesgo lírico, fron¬
doso y cargado de imágenes, mientras que en Eva Luna tiende a la proliferación
del pastiche y a la imitación bufonesca de la literatura trivial.

1 Mastretta incorpora fragmentariamente esta canción en la escena aludida del Cap. 16.
145

El tono de sencillez coloquial, la irreverencia, la falta de patetismo y la


distancia burlona con que la narradora de Arráncame la vida platica sobre
aventuras eróticas, corrupción política o crímenes, ha llamado la atención de
casi todos los críticos, para bien y para mal de la autora. Paradójicamente, el
espíritu humorístico y la parquedad emocional de semejante discurso han sido
capaces de generar algunos comentarios de gran virulencia y, en algún caso, muy
al borde del registro patético que la narradora siempre elude. Basten, como
ejemplo, estos indignados dictámenes de una reseña publicada en la revista
Vuelta (y citada ya más arriba):

La mayor tragedia de esta novela es la del lenguaje con que está


escrita.
En cuanto al propósito de escribir una versión de la historia me¬
xicana desde un punto de vista femenino, Arráncame la vida llega
desgraciadamente a confundir la historia con el rumor, como si ésta
fuera para las mujeres un inmenso chisme [...] Entiendo que pocas
veces la Historia Oficial coincida con la experiencia femenina, pero
de allí a derivar a esta retahila de falsas ingenuidades, hay más que
un trecho un abismo. (Bradu 1987, 62)

La “tragedia” a que alude la reseñante consiste, según ella, en la “inverosimi¬


litud” lingüística y la “falta de espesor realista” del relato, defectos que, en su
opinión, se derivan del hecho de que Catalina, al igual que los demás persona¬
jes, habla todo el tiempo “con puras frases hechas que buscan con demasiada
insistencia el chiste seguro” (ibid.).
Lo curioso — y hasta circular — de esta condena es que se apoya en la
premisa de que la novela no es exponente de un “nuevo realismo” ni de un
auténtico “realismo crítico” sino de uno muy viejo, que se manifestaría en el
“tratamiento retrógrada de las formas literarias” (ibid. 60)
Se le reprocha, pues, a Mastretta tanto el ser anticuadamente realista como
el no serlo, o bien el no encajar del todo en el esquema retrógrado en el que se la
cataloga de antemano. No deja de ser extraño que la comentarista no se haya
planteado la posibilidad de que ese hablar “con puras frases hechas” aporte
a la novela la dimensión crítica que ella reclama para un realismo adaptado
al gusto de los años ochenta. Esta es precisamente la hipótesis que intentaré
demostrar más adelante. Pero para ello se me hace necesario retomar la línea
de pensamiento que conectaba a Mastretta con Allende y a ambas con sus
lectoras por intermedio de sus personajes femeninos.
El hecho de que los comentarios más duros y más enfadados procedan de
lectoras del ámbito hispanoamericano — como es el caso Fabienne Bradu (ibid.)
o de Sara Sefchovich (1987, 228-230) — se explica, aparte de razones indivi¬
duales, porque son sobre todo ellas — somos nosotras — las más directamente
apeladas por el discurso de Catalina y por la visión “feminizada” del mundo
— o, en todo caso, no-neutral — que la autora transmite a través de él.
Una entusiasta — y a la vez menos afectada — lectora norteamericana se
pregunta, en un interesante ensayo critico: ¿Para quien esta hablando ella
146

[Mastretta]? ¿Para los Andrés Ascencios de México o para las Catalinas?”


(Gold 1988, 35; mía la traducción). Y, al mismo tiempo, sugiere que la respues¬
ta no puede ser simple, dada la duplicidad del mensaje, en el que conviven en
tensión dialéctica una actitud cómplice y otra rebelde, la aceptación y el rechazo
de las estructuras del poder sexual, social y político.
Esta problemática nos traslada ineludiblemente a la arena de la reflexión
feminista sobre la literatura. No es mi intención abordar aquí de lleno un tema
que resulta inabarcable en el presente contexto ni, mucho menos, proponer
alguna definición de “escritura femenina” con pretensión de universalidad. Sólo
quiero plantear un par de hipótesis que me parecen productivas y ver cómo se
aplican a dos escritoras hispanoamericanas tan exitosas como cuestionadas.
Una de ellas es que el deseo de ser leída — y aceptada — puede significar,
para la escritora, un conflicto mucho más radical que la “ansiedad de influencia”
de que habla Harold Bloom, ya que los modelos con los que ella se confronta
para afirmar su identidad artística no sólo le proponen normas estéticas sino,
sobre todo, imágenes prefijadas y poco maleables de lo que ella, como mujer,
es o debería ser (cf. Araújo 1984, 599).
Otra idea bastante extendida entre las teóricas feministas y cuya elabo¬
ración más sistemática procede de Luce Irigaray (1974) es que en sociedades
patriarcales la mujer no puede disponer de un lenguaje propio, excepto dentro
de círculos privados, y que, toda vez que desee trascenderlos, tendrá que imitar
el discurso público masculino.
Según Irigaray, el único modo de disturbar esa lógica es, en consecuencia,
sobrepasarla repitiéndola o imitándola. Este tipo de mimetismo, consciente
y programático, constituiría, como lo ha observado Toril Moi, una suerte de
duplicación o teatralización del mimetismo básico de todo discurso de mujer
que pretenda ser inteligible dentro de las reglas de juego patriarcales (cf. Moi
1985, 140).

Una tercera idea, que si bien no surge de la preocupación por determinar


modalidades femeninas de escritura, puede ayudar a esclarecer el problema, es
la convicción bajtiniana de que los diversos lenguajes que coexisten en una so¬
ciedad son otras tantas visiones del mundo que entablan un diálogo permanente
entre sí y que todo enunciado, literario o no, remite, cuando menos, a dos su¬
jetos (individuales o colectivos): el enunciador y el “representante acreditado”
del propio grupo social, quien participa activamente en el discurso interior y
exterior del primero (cf. Todorov 1981, 98 y 212).
Si se acepta esta última premisa, puede resultar interesante preguntarse cuál
es el “representante acreditado” de la voz narrativa escogida por una novelista
y, lo que es aún más interesante pero también más difícil de responder, cuál
es el “representante acreditado” con quien dialoga implícitamente la novelista
a través de las diferentes voces y lenguajes mimetizados en la novela o, para
mayor especificación, cual es, más alia o mas aca de los modelos literarios que
organizan su discurso, el lenguaje social y el sistema de valores con los que ella
se identifica.
147

En otra ocasión he intentado demostrar que las muchas reminiscencias de


García Márquez en las novelas de Isabel Allende no son copias mecánicas ni mo¬
destos actos de vasallaje, sino producto de una estrategia mimética que hace de
la repetición, de la variación mínima y de la cita abierta o enmascarada medios
muy eficaces para infiltrar por todos los resquicios el juego de las diferencias
y para afirmar la propia idiosincrasia con la misma tenacidad y discreción de
muchos de sus personajes femeninos2. Señalé asimismo que el lenguaje que ella
asume como propio es uno que de algún modo expresa — ya veces tematiza
— los condicionamientos culturales y las restricciones impuestas a su sexo pero
que, al mismo tiempo, está atravesado de contradicciones internas y de la inter¬
ferencia de los otros lenguajes sociales mimetizados por ella. Hay que admitir
que, como lo reconoce la propia Allende, todo esto no convierte a sus novelas
en literatura “femenina” ni tampoco feminista y que, de otro lado, una de las
claves de su enorme difusión y popularidad radica en que se pueden leer como
entretenidas crónicas políticas, relatos policíacos, sagas familiares o románticas
historias de amor y de aventuras, en total prescindencia del entramado de ecos
y de citas con guiño cómplice en que se funda su programa estético.
Pienso que algo similar ocurre con Arráncame la vida, cuyo inmediato y
masivo éxito se puede explicar también, entre otras razones, porque permite
dos tipos de lectura3 que, si bien plantean exigencias muy distintas, no se
excluyen mutuamente y hasta resultan complementarias, a condición de que el
lector pueda o quiera ubicarse en ambos registros.
Uno de ellos corresponde a una historia de amor a la vez truculenta y chis¬
tosa — con mucho de sainete y melodrama — que, por añadidura, aparece
aderezada con un sabroso “chismorreo” político en torno a personalidades del
reciente pasado mexicano. El otro registro, solo legible en forma intermitente
— y con un oído suplementario — incluye un cuestionamiento que exhibe au¬
dazmente sus propias contradicciones y que se centra en la rigidez de los roles
sexuales en una sociedad patriarcal y, particularmente, en los aspectos represi¬
vos del lenguaje como comportamiento social.
En un excelente artículo, destinado a estudiar el “desplazamiento” como
principio estructurante de la novela y como expresión de resistencia al orden
establecido, Danny Anderson llama la atención sobre las diversas estrategias
narrativas con las que Mastretta deconstruye los textos implícitos — o más bien
los libretos — en que se basa un sistema autoritario y restrictivo de patrones
de conducta sexual.
Una de ellas es la transformación del tópico del romance y del matrimo¬
nio convencionales — con los consabidos conflictos entre el deseo privado y lo

2 No me puedo detener aquí en fundamentar pormenorizadamente estas ¡deas, que fue¬


ron expuestas en una ponencia presentada en el IV Coloquio Internacional sobre Literatura
Iberoamericana de la revista Discurso literario, Houston, abril de 1988, con el título “¿Una
Scheherazada hispanoamericana? Sobre Isabel Allende y Eva Luna”.
3La autora es perfectamente consciente de ello cuando afirma: Hay dos lecturas posibles
en Arráncame la vida: se lee como una historia chistosa o se le busca el fondo a la relación
que existe entre Catalina Guzrnán y Andrés Ascencio, así como el medio que los rodeaba”
(apud Anderson 1988, 24).
148

públicamente permitido — en una novela de educación cuyo “final feliz” no es


el triunfo del amor sino el de la libertad individual a través de la viudez (An-
derson 1988, 18s). La misma resistencia al libreto de la “decencia” femenina se
expresaría en un registro lingüístico “desplazado”, que abunda en vulgaridades
y expresiones humorísticas y escandalosas (ibid.).

Una de sus más sagaces observaciones en relación con el lenguaje de la


narradora — esa “tragedia” de que habla F. Bradu —, contiene una implícita
réplica a los reproches de inverosimilitud e incongruencia. Bradu no puede
aceptar, por ejemplo, que una pudibunda poblana de los años treinta, que
llama eufemísticamente “Pepe Flores” a la menstruación, pueda exclamar, con
el entusiasmo de su reciente liberación sexual: “cogemos como dioses” (Bradu
1987, 62). Anderson acierta plenamente, en mi opinión, cuando señala que
la incredulidad que puede suscitar el hecho de que una mujer de la época y
posición de Catalina hable con tanta irreverencia y desfachatez sirve para poner
en evidencia, por contraste, las constricciones del orden social dominante.

En efecto, para encontrar inverosímil ese estilo verbal es imprescindible


juzgarlo en conformidad con aquellos modelos de comportamiento aceptables
y “decorosos” a los que la narradora se opone con su discurso. Si se toma en
cuenta este argumento, queda siquiera abierta la posibilidad de pensar que tal
vez Mastretta no cultive un realismo trasnochado y deficiente, como sostiene
Bradu (cf. supra, 6), ni “mimético” y acrítico, como pretende Sefchovich (1988,
229s) ... a menos que se le dé al término mimético el sentido programático y
subversivo que puede tener en Luce Irigaray, hipótesis a la que personalmente
me inclino.

Volvemos, así, a algunos de los interrogantes que, como lo señalé más arriba,
pueden tener relevancia para juzgar una novela escrita por una mujer, prota¬
gonizada por una mujer y que, según creo, toca con cierta intensidad (incluso
de signo negativo) a un público de lectoras hispanoamericanas.

¿Refleja la forma autobiográfica, evaluada como “escritura femenina”, una


incapacidad para crear mundos autónomos e independientes de la propia ex¬
periencia? ¿Para quién habla Catalina Ascencio? ¿Para quién habla Ángeles
Mastretta? ¿Cuál es el “representante acreditado” del propio grupo social que
modela el discurso de una y otra? ¿Cómo ha resuelto Mastretta el problema de
hacer oír su voz en una tradición literaria aún dominada por los patriarcas del
“boom”? ¿Hay en su escritura huellas del mimetismo teatralizado y sobrea¬
centuado que propugna Irigaray? Presento a continuación algunas posibles
respuestas.

Hablando del tema “literatura y mujer en América Latina” Cristina Peri


Rossi recuerda que uno de los defectos que suelen achacarse a las novelas es¬
critas por mujeres es su carácter predominantemente lineal, descriptivo y au¬
tobiográfico. A este reproche ella replica:
149

Cuando los críticos (y el terreno de la crítica ha sido un reducto mas¬


culino casi exclusivo, también) se refieren a ese carácter intimista
de la literatura femenina, demasiado dependiente de la experiencia
personal, olvidan que en muchos casos, no ha existido la posibili¬
dad de elegir: las emociones, los sentimientos han sido las únicas
fuentes de inspiración que han podido compartir con los hombres.
(Peri Rossi 1983, 503).

En Arráncame la vida el empleo de la forma autobiográfica y la presentación


de la historia mexicana de los años treinta como un intrascendente rumoreo de
comadres, no van aparejadas, sin embargo, con una tendencia confesional pro¬
picia a la exploración de conflictos interiores ni mucho menos a la verbalización
ingenua de afectos considerados “típicamente femeninos”. Las ingenuidades
del discurso de Catalina son siempre el producto de un cuidadoso trabajo de
impostación: del esfuerzo por reconstruir la voz y las vivencias de la joven en
proceso de crecimiento sin la interferencia de los juicios y evaluaciones de una
narradora ya madura.
Al uso muy diestro de una “focalización interna”4, centrada en la visión
primigenia del personaje en cierto momento de su vida — como se aprecia, por
ejemplo, en la descripción de su primer contacto sexual en el Cap. 1 o de su
maravillado descubrimiento de la música clásica en el Cap. 13 —, se le suma
una actitud de distanciamiento afectivo que marca por igual a la narradora y
al personaje que ella hace surgir desde el fondo de sus recuerdos. Su aparente
insensibilidad — o su dificultad defensiva para vivir y expresar sentimientos fu¬
ertes — se sintetizan en la frase lapidaria con que ella comenta su participación
en los funerales del hombre amado:

Yo estaba como viendo una película, no sentía (178).

Ese no-sentir o, más bien, la resistencia a manifestar sentimientos en concor¬


dancia con las expectativas sociales, se muestran, más frecuentemente, en la
ironización de ciertos comportamientos juzgados propios del “sexo débil”
como el llanto de la madre por la hija que se casa o los obligados celos de la
nuera hacia la suegra5 — así como en la tendencia a evocarse a sí misma como
una actriz que interpreta diversos roles sin identificarse del todo con ninguno

4 Sobre esta noción y sobre el valor del procedimiento en un relato autobiográfico (con
narrador “autodiegético”) cf. Genette 1972, y Reisz de Rivarola 1989, 227-249, esp. 236s
5Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a la situación. Las rnarnás

siempre lloran cuando se casan sus hijas.


- ¿Por qué lloras mamá?
- Porque presiento, hija.
Mi mamá se la pasaba presintiendo. (15)
A Andrés le gustaba pasar temporadas cortas en Zacatlán. Se iba a meter a la casa cantera
para que su mamá lo cuidara todo lo que no lo pudo cuidar y consentir de niño. Yo mejor
no iba para no estorbar el romance. Además a mí nunca me gustó Zacatlán, siempre estaba

lloviendo y me deprimía. (47)


150

de ellos y que, en algunos casos, llega a autoconvencerse del afecto fingido6.


Así, por ejemplo, en el pasaje en que se presenta donando alhajas, por orden
de su marido, para cooperar al pago de la deuda petrolera durante el gobierno
de Aguirre-Cárdenas:

Las niñas y yo subimos hasta la mesa con nuestras cajitas, las en¬
tregamos a la señora poniendo cara de heroínas. Para completar
el espectáculo, yo a la mera hora me conmoví de verdad y dejé
también las perlas que llevaba puestas (54).

La propensión a describir el mundo interior como “espectáculo” y los pensa¬


mientos y sentimientos como libretos fijados por condicionamientos culturales7,
aparece con particular nitidez en el pasaje en que la narradora se recuerda a
sí misma tomando un baño en su casa de Las Lomas y meditando sobre su
reciente enamoramiento, sus dudas y sus posibilidades de acción:

—¿Y ahora qué hago? — dije como si tuviera una confidente


bañándose conmigo. Puedo salir corriendo. Dejar al general con
todo y los hijos, la tina, las violetas, la cuenta de cheques que
nunca se vacía —. Me quiero ir con Carlos — dije enjabonándome
la cabeza —. Ahora mismo me voy. Lorenzo Garza ni qué Lorenzo
Garza, a ver crímenes y a oír mentadas otro día. Hoy me cambio
de casa, duermo en otra cama y hasta de nombre me cambio. ¿Y
si no me acepta? Sí me acepta. El preguntó ¿mañana? El dijo ya
es mañana. Pero no quiso que nos fuéramos al mar, me devolvió,
nunca tuvo en la cabeza quedarse conmigo. No me quiere. Le caigo
bien, lo divierto, pero no me quiere. ¿Si toco y no me abre? ¿Si
tiene una novia llegando de Inglaterra? A la chingada.
Salí de la tina, me envolví una toalla en la cabeza, caminé hasta el
espejo y le sonreí (145; mío el subrayado).

El procedimiento tiene repercusiones importantes en el plano de la técnica


narrativa, que a primera vista puede dar la impresión de antigualla pre-de-
cimonónica. En efecto, en lugar de tratar de reproducir el caotismo de una

6Semejante conducta aparece expresamente tematizada en un pasaje alusivo a su hijastra


predilecta, Lili, sobre la que la narradora proyecta algunos de sus propios rasgos:
Luego la orquesta tocó Sobre las olas y Andrés se la entregó a Emilito para que la abrazara
mientras oían “su canción”. No sé cuándo inventaron que ésa era su canción, aunque a Lilia
le daba lo mismo, se aferraba como la mejor actriz a los papeles que le iban tocando. (185)
7E1 escepticismo en torno a la autenticidad del discurso amoroso y la sospecha de que
tal vez represente uno de los libretos sociales más rígidamente codificados se sugieren en la
siguiente reflexión de Cati sobre su nuevo amante, el cineasta:
Quijano era un solemne. Intentaba describir lo que dio en llamar “lo nuestro” y hacía unos
discursos con los que parecía ensayar el guión de su próxima película. Hablaba de mi frescura,
de mi espontaneidad, de mi gracia. Oyéndolo me iba quedando dormida y descansaba de
todo hasta horas después (201).
151

conciencia en acción mediante la forma — ampliamente consagrada en la no¬


velística del siglo XX — del llamado “monólogo interior”, la narradora recurre
a una de las convenciones literarias más vetustas: a un soliloquio de tipo teatral
dicho e interpretado en la soledad del “escenario” del baño. El parentesco de
este estilo narrativo con antiguas prácticas dramáticas no puede ser producto
de un desliz casual: la intención de remarcarlo se muestra en el hecho de que
Catalina no cuenta lo que pensó o sintió, sino lo que se dijo, desdoblada en
hablante y oyente de sí misma, y lo que actuó para sí misma, desdoblada en
actriz y espectadora de su propia imagen ante el espejo.
Muy parecido al anterior es el pasaje en el que Cati evoca el momento en que
se levanta de la siesta a la que la ha forzado su marido y lo deja allí durmiendo
para correr en busca de su amante:

— Adiós — dije bajito y fingí que sacaba de mi cinto un puñal y


se lo enterraba de últimas, antes de irme (166).

También aquí resulta evidente que la narradora se ve a sí misma interpretando


el guión teatral — o telenovelesco — de una despedida que el marido no puede
oír y de un asesinato solo posible en sus fantasías. El recurso se repite casi
sin variantes en la verdadera escena de despedida, cuando Catalina refiere sus
pensamientos ante el cadáver de su marido en la única forma que sería apta
para la escena teatral o televisiva, el pseudodiálogo con el muerto:

— Adiós Andrés — le dije —. Van a venir por ti para llevarte a


Zacatlán. Te querías ir ahí a descansar, y Fito está empeñado en
darte gusto. Ahora sí lo que quieras, pídele lo que quieras. Anda
listo para lo que se te ofrezca. Qué feo estás. Me chocas con esa
cara. Siempre me has chocado con esa cara. Ve a ponérsela a otra,
yo tengo demasiados líos como para cargar con tu cara de reproche.
¿No querrás que me suicide de pena? (221; mío el subrayado).

Las transgresiones al canon del realismo y de la modernidad no se detienen


aquí. Como lo señala la indignada reseñante de la revista Vuelta, casi todos los
personajes de la novela se contaminan de la “retórica” de Catalina y hablan
con “frases hechas” que apuntan al “chiste seguro” (Bradu 1987, 62).
Lo que les ha faltado percibir a quienes, como Bradu, parecen desdeñar la
polifonía propia de todo enunciado irónico, es que esas frases hechas no son
medios primarios de expresión sino citas desenmascaradoras y que los efectos
chistosos son, más que un fin en sí mismos, el subproducto de una crítica sis¬
temática a la rigidez de los códigos de la conveniencia y el decoro lingüísticos.
En este punto las intenciones de la autora se hacen por momentos tan trans¬
parentes que no me sorprende que se pueda rechazarlas pero sí que se pueda
desoírlas. Una de las más evidentes señales de que estamos ante un lenguaje
que se autoanaliza casi compulsivamente son las múltiples referencias paródicas
a los estereotipos — ingenuos o cínicos, eufemísticos o brutales — con que cada
quien arma el discurso de sus convicciones reales o ficticias para influir en los
152

demás. En muchos casos, las parodias quedan enmarcadas por una expresa
tematización de los aspectos formulísticos y manipulativos del lenguaje, como
en el siguiente comentario de Andrés Ascencio sobre un slogan utilizado por el
General Basilio Suárez para combatir al líder de izquierda Cordera:

Imagínate que se le ha ocurrido llamar a las chingaderas de Cordera


“experimentos sociales basados en doctrinas exóticas”. No puedes
negar que es un hallazgo (107).

La parodización de un discurso en cuya veracidad no creen ni el hablante citado


ni quien lo cita pero que este último aprueba y asumiría como propio en público
por razones de conveniencia personal, es aquí una forma indirecta de autodesen-
mascaramiento cínico, que presupone la complicidad — en el cinismo — de su
interlocutora habitual (la esposa).
En el mundo evocado por Catalina los más dados a “echar discursos” son,
por supuesto, los hombres dedicados a la política. El menosprecio de la narra¬
dora por el hábito de zurcir clichés y de reemplazar la experiencia de la realidad
por etiquetas y valoraciones esclerosadas, se manifiesta con mayor intensidad
cuando el tema la moviliza. Sobre Fito Campos y su alabanza de las madres
comenta despectiva:

Echó un discurso sobre el inmenso regocijo de ser madre y cosas


por el estilo (202).

Catalina se complace en burlarse de esos textos en los que nadie cree o en los
que la mayoría cree creer por un automatismo “pavloviano” pero, a la vez,
no se fía del todo en el texto que ella podría articular sobre la base de su
experiencia. Cuando se le pide su opinión sobre semejantes discursos ella suele
contraatacar con el reverso del mismo estereotipo. Así, a la parodia de elogio
de la maternidad contrapone una auto-parodia de denuesto:

En lugar de responder que muy acertado y callarme la boca, tuve


la nefasta ocurrencia de disertar sobre las incomodidades, lastres
y obligaciones espeluznantes de la maternidad. Quedé como una
arpía [...] No me disculpé, ni alegué a mi favor ni me importó
parecerles una bruja. Había detestado alguna vez ser madre de mis
hijos y de los ajenos, y estaba en mi derecho a decirlo (202s).

Cuando Catalina trata de decir lo que siente o sintió alguna vez — o lo que
dijo haber sentido alguna vez — su oído alerta para detectar los libretos de la
feminidad y los contra-libretos de la resistencia al rol tradicional de la mujer,
sólo le deja como escapatoria el uso deliberado del lugar común y su enfatización
grotesca. Si el político discursea, ella “diserta”, si aquél exalta sublimidades
como “el inmenso regocijo de ser madre”, ella se divierte atronando con las
obligaciones espeluznantes de la maternidad”. Su propio discurso en torno a
los afectos el único que ella podría asumir como menos adulterador — queda
153

por lo común no dicho: tan solo sugerido en el exceso de las declamaciones de


uno y otro lado.
Puesto que la narradora cuenta su vida en el mismo tono provocativo y
desenfadado con que habla como personaje en el interior de los diálogos evo¬
cados por ella, puede conjeturarse que el receptor presupuesto en su discurso
narrativo — el narratario8 — es una entidad semejante a las mujeres y los
hombres que siempre la han rodeado y que son, casi sin excepciones, de su
misma clase social: poblanas ingenuas pero rescatables para el placer (como
Pepa), frustradas (como Mónica), arribistas (como Bibi o ella misma), beatas
ricas o clasemedieras (como las de la “Unión de Padres de Familia”), pseudo-
beatas de pasado turbio (como la Chofi), burguesas para quienes las sirvientas
son objetos imprescindibles pero descartables (como Marilú Izunza), caciques
políticos y “supermachos” que coleccionan mujeres con la misma facilidad con
que mandan matar a los adversarios (como Andrés Ascencio y sus compinches),
hombres ambiciosos y cobardes que son a la vez titiriteros y títeres en el juego
del poder y del amor (como Fito Campos), intelectuales y artistas más o menos
egocéntricos (como el músico Carlos Vives o el cineasta Quijano, quien habla
de sus sentimientos como quien piensa en un guión fílmico) ... La galería de
tipos es amplia pero bien delimitada.
Como observa con razón D. Anderson, el acceso de Cati a un lenguaje
irreverente más propio de hombres que de mujeres, no es indiscriminado y se
somete implícitamente a un código social: en discursos referidos los hombres
usan expresiones groseras tanto en público como en privado, mientras que Cati,
como personaje, sólo se las permite en conversaciones privadas con su marido
o su amante o bien con mujeres de su misma condición social (Anderson 1988,
21). Puesto que, al mismo tiempo, su lenguaje de narradora está libre de estas
restricciones, resulta verosímil pensar que dirige su relato a la galería de tipos
mencionada más arriba: hombres y mujeres de la clase media y media-alta
mexicana, probablemente más mujeres que hombres.
Si bien el perfil del narratario es un mecanismo promotor de identificaciones
y, por lo mismo, un puente hacia el lector concreto, los efectos de aceptación
o de rechazo del mensaje novelesco no sólo dependen de él, sino también de
aquella instancia que, siguiendo las tesis de Bajtin, he caracterizado como el
“representante acreditado” del propio grupo social y que, desde otras pers¬
pectivas epistemológicas, podría homologarse con el “superyó”, la “voz de la
conciencia” o el “sistema de valores” de un individuo.
El “representante acreditado” del lenguaje de la narradora del que de¬
penden no sólo los registros verbales aptos para cada situación sino, sobre todo,
su visión de la realidad y sus juicios de valores una entidad algo ambigua en la
que coexisten, en relación de lucha, rasgos de pensamiento patriarcal y tenden¬
cias emancipatorias, instrucciones de sometimiento y de complicidad con los
detentadores del poder económico, político y sexual, junto con llamadas a una
rebelión de corte predominantemente sexual e individualista.

8 Para esta noción, que forma parte del Corpus teórico básico de la narratología de estas

dos últimas décadas, véase Prince 1973.


154

Si quisiéramos darle a esa entidad concreción de persona, estaríamos con¬


denados a fracasar o a aceptar la imagen intolerable de un híbrido: la de un
hombre autoritario, que exige de su pareja discreción y docilidad y sólo admite
ciertos gestos inocuos de rebeldía como incentivos eróticos; la de una mujer a
hechura de tal hombre, que practica el juego del desacato para resultar más
atractiva y seducir; y, sobreimpuestas a ambas, la imagen — cada vez más fuerte
a medida que progresa el relato — de una mujer que rompe con el estereotipo
de la dulzura, pasividad y emotividad femeninas y que, de un modo u otro,
rechaza la identidad posicional de víctima aunque circunstancias históricas y
personales la empujen a asumir ese rol.
Es obvio que la mujer que se identifica con este lenguaje híbrido y atravesado
de contradicciones no puede funcionar como paradigma de rol femenino en una
sociedad sexista ni tampoco como ideal de mujer en una sociedad igualitaria.
Esto es muy claro para la autora, quien lo proclama con una ironía digna de
su personaje:

Y ella, Catalina, no es una mujer conscientemente feminista: es


bastante libre porque es rica (cf. Anderson 1988, 22s).

Pienso que el rechazo que provoca la novela en algunas lectoras de la extracción


social y la inteligencia de Catalina se debe a que su discurso no encaja ni en el rol
tradicional de la mujer latinoamericana ni en el de una sufrida luchadora pero,
sobre todo, a que el empleo del humorismo como principal arma subversiva,
transgrede a un mismo tiempo los solemnes libretos de la feminidad y del
feminismo.
Lo curioso es que ciertos reproches procedentes de un pensamiento presu¬
miblemente más radical que el de Mastretta, parecerían delatar la creencia en
la inmutabilidad del rol de oprimida, como creo que es el caso del siguiente:

[...] Arráncame la vida es una propuesta narcisista: la mujer es


siempre la más bella, la más inteligente, la más rica, la más po¬
derosa. Se divierte sin culpa, se libra de sus responsabilidades sin
remordimiento y nunca sufre de verdad, y por si fuera poco un final
feliz le augura el mejor de los futuros. Se trata de un personaje
que, vestido de mujer, realiza el sueño de todos los clasemedieros
de hoy: la riqueza, el poder y la libre sexualidad (Sefchovich 1987,
228s).

Es como si la autora de estas líneas sugiriera, a través de la acusación de


utopismo, que ser mujer implica e implicará siempre tener culpas y remordi¬
mientos, sufrir a fondo y permanecer al margen del poder ... a menos que se lo
conquiste al precio de más culpas y más sufrimientos.
Creo que la “propuesta narcisista” de Angeles Mastretta parte de una con¬
vicción bastante más optimista pero no por eso emparentada con la moral
ingenua del cuento de hadas o de la telenovela. Por cierto que es muy difícil
decir cuál es el lenguaje y la concomitante visión de mundo con que ella se
155

identifica. Tanto más difícil cuanto que la elección de la forma autobiográfica


supone, del lado del autor, la necesidad de someterse a la tiranía de la voz
y de la consciencia únicas y, del lado del lector, la sensación fuerte de que
esa elección es resultado de una gran afinidad — cuando no de una identidad
enmascarada — entre el autor y el narrador.
Tal vez bajo el impacto de esa sensación — que es como una ley del género
conjeturo que el lenguaje de Catalina Ascencio es parte importante del lenguaje
de la escritora pero que, por su carácter parcial y parcializado, no puede coinci¬
dir con él. El “representante acreditado” del lenguaje de Mastretta me parece
ser, también, un monstruo de muchas lenguas, cuyo único denominador común
es la facilidad para repetir (como en eco amplificado) o para denunciar (con
una ligera entonación paródica) los clichés propios de todo discurso y las con¬
tradicciones e imposturas de las ideologías dominantes.
Pienso que, a diferencia de Isabel Allende y de otras escritoras ‘ ventrílo¬
cuas” — en el sentido positivo de los postulados de Irigaray , el mimetismo
sobreacentuado de Mastretta no extiende su esfera de acción a los lenguajes
literarios consagrados por los “maestros” de la narrativa latinoamericana de las
últimas décadas. Su modo de afirmarse no es exhibir un parentesco engañoso
con modelos ilustres sino sencillamente ignorarlos u ofrecer alternativas incom¬
patibles con ellos.
El retorno a la linealidad y al reinado del personaje, la simplificación de
la polifonía novelesca en un único registro que impregna todas las voces, la
renuncia a las fantasías irrealistas con que la novela contemporánea ha buscado
producir un mayor efecto de realidad en la descripción de procesos internos y
como para subrayar esa renuncia — el empleo de recursos de aire trasnochado
como el soliloquio teatral, son otras tantas maneras de rechazar implícitamente
los procedimientos predilectos de una modernidad culta que alcanzó su apogeo
en los años sesenta y setenta y hoy ya da muestras de agotamiento.
El intento de erosionar o difuminar las fronteras entre un arte para élites y
otro para masas es susceptible de las más diversas y hasta opuestas interpre¬
taciones según el marco ideológico desde el cual se evalúe. Una de ellas, a la
que me inclino, es que el gesto 'populista’ de Mastretta —- que para algunos
es 'populachero’ — puede leerse como forma de resistencia — o mero estallido
de rebeldía anárquica — contra la sacralización de paradigmas prestigiosos y
el pontificado de la crítica. Puede leerse asimismo como parte de un programa
estético — y político — que aspira a un mestizaje total, sin respetos ni pudores.
Que ese programa implique el ingreso a una “postmodernidad” específicamente
latinoamericana, es una conjetura más controversial aun que las anteriores pero
para mí no menos atrayente.

Epílogo:
Cuando las mujeres cantan tango en el México de fines de los ochenta, las
quejas del arrabal pueden llegar hasta Eichstátt con una sinfonía de Mahler en
ritmo de bolero o de salsa. ..
156

Bibliografía

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V

Experiencias de la escritura
Mi experiencia literaria

Arturo Azuela

Para muchos de nosotros, el 68 es una de esas líneas fronterizas donde las


esperanzas, las utopías, las rebeldías y las disidencias tienen cabida plena;
también están los desencantos, los resentimientos, la rabia y la impotencia
más infinita. Yo estaba entonces en una peculiar línea fronteriza: la de los
treinta años, con un pié aquí y otro allá entre estudiantes y profesores, entre
las matemáticas y la historia de la ciencia, entre el periodismo y la política
universitaria. Leía entonces a Somerset Maugham, a James Baldwin, a Truman
Capote, a Norman Mailer, a Salinger y siempre estaban a mi lado Thomas
Mann, Marcel Proust y el gran Kafka.
Era, por ese entonces - en aquellos tiempos de los inicios de la píldora an¬
ticonceptiva - un lector desaforado. Sin orden ni concierto leía todo cuanto
caía en mis manos. Ahora, a más de veinte años, recuerdo con precisión tardes
enteras de regocijada lectura. Eso es: era un buscador del placer del texto, de
historias entretenidas, de personajes de carne y hueso y atmósferas cargadas
de intensidad. Por eso, entre otros, Faulkner y Juan Carlos Onetti me deslum¬
braron; Pedro Páramo era una lectura obligada y favorita, me parecía un texto
con vetéis infinitas.
Jamás hubiese imaginado que, sin darme cuenta, me estaba preparando para
escribir, en unos seis o siete años, mi primera novela. Por lo tanto, aquellas
experiencias literarias, aquellas lecturas y discusiones del que sólo se afanaba
en leer por leer, tuvieron un valor inapreciable. Inconscientemente me formé en
varios frentes de batalla; fui también de la retaguardia a la infantería y sorteé
los obstáculos más imprevistos. En el 68 era yo profesor de matemáticas y
de historia de la ciencia y, sobre todo, dedicaba muchas horas al periodismo,
específicamente a la divulgación científica. Qué lejos estaba de las teorías en
torno a la unidad y armonía de una novela o la trama e historia, el factor
tiempo, los personajes, los diálogos, los escenarios, las técnicas del arte nar¬
rativo. Poco me importaba si el arte es realista o idealista, si la novela es un
edificio destilado de los frutos de observación, si la vida imaginaria es más evi¬
dente que la realidad, si la verdad es más extraña que la ficción o si el arte es
todo descriminación y selección. Mi experiencia literaria, entonces, residía en
mis lecturas, en discusiones sobre tal o cual poeta o ensayista y en mis pinitos en
el periodismo. Ese fue mi taller literario; ahí, en la redacción, entre reporteros
y linotipistas, me imaginaba que podía dialogar con las teclas de la máquina,
aprendí la importancia de una frase breve, el juego de un gerundio y el peso
del adjetivo y del sustantivo. El periodismo fue mi gran laboratorio, el lugar
preciso para mis ensayos y errores y para la búsqueda de un tono personal, de
un diapasón donde salieron a la luz mis manifestaciones más propias.
Cuando recibimos las primeras noticias de París — de aquel mayo inolvi¬
dable — nadie imaginaba lo que nosotros viviríamos. Todavía — oh, ilusiones
160

vanas, oh, milagros mexicanos — estábamos metidos en los prolegómenos de


los Juegos Olímpicos y en aquello de ‘todo es posible en la paz’. Arreóla, Rulfo,
Yáñez y Revueltas eran nuestros más destacados narradores, les seguían Fuen¬
tes, Elizondo, Leñero, Ibargiiengoitia y Del Paso; no faltaba la presencia de
algunos aislados, pero no por ello menos importantes: entre ellos, Elena Garro
y Mauricio Magdaleno. La narrativa gozaba pues de cabal salud y su futuro
era promisorio. Además, una generación irreverente era reconocida de la noche
a la mañana: José Agustín, Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña, Rene
Aviles.
En materia política - en aquellos dominios donde la libertad es sustan¬
cial - la violencia, la represión, las persecuciones, al parecer eran una práctica
sistemática dirigida hacia los sectores progresistas, hacia aquellas izquierdas
divididas y contradivididas, de células y más células, de grupúsculos de la
más variada índole y manifiestos y proclamas que se quedaban en el vacío.
Atrás habían quedado las huelgas de los ferrocarrileros, de los profesores, de
los médicos y el asesinato de Jaramillo; en el campo, como siempre, la mano
de hierro actuaba con firmeza y en silencio. La ciudad de México llegaba a su
esplendor y el ocaso de la Revolución - de la Mexicana, la de 1910 - ya era un
tema superado.
En mis lecturas, ya en las obras de Carpentier o Lezama Lima, ya en las de
Marechal o de Borges, ya los de Asturias, Otero Silva, Arguedas o Cortázar,
buscaba las audaces sutilezas de la corrupción, las sorprendentes locuras de la
mente y del cuerpo; iba y venía por aquellos sitios de maldad, magníficamente
vestidos, alcobas atractivas — infames, lujuriosas — cubiertas por cortinas de
seda; pasaba tiempos deleitosos llenos de infamias ocultas, columnas carco¬
midas, hendiduras interiores, piedras maledicientes que se han soltado, toda
aquella ruina prodigiosa que no se ve desde fuera y que, en un momento dado,
puede socavar todo un edificio.
Así leía algunos libros favoritos: La vida breve de Juan Carlos Onetti, Los
errores de Revueltas, Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal y La historia
universal de la infamia del amigo Borges. Los días de guardar — los alu¬
cinantes, los festivos, los estupefactos — en los que más tarde profundizaría
magistralmente nuestro amigo Monsiváis, nos esperaban a partir de un 26 de
julio. De aquellos prolegómenos, vividos a punta de rencores, pasaríamos a ser
los dueños de las calles, de las explanadas, de las alamedas, pasaríamos a vivir
nuestro tiempo verdadero.
El 68 mexicano rompía todos los parámetros; nuestra ciudad atravesaría
por un tránsito de asombros inauditos; tendríamos a nuestro alcance la esencia
de la angustia y las visiones de un mundo distinto, de calles sitiadas por las
bayonetas o apoderadas de cientos de miles de manifestantes; una ciudad que
más tarde conocería las profundidades del silencio y las infinitas formas de
estupefacción. Las fanfarrias de las Olimpiadas — como si fueran toques de
queda o largos redobles — llegaron a los confines más lejanos acompañados
de la secuela de los acontecimientos de Tlatelolco. México era ya distinto; su
historia giraba hacia rumbos imprevistos.
161

Entre los magnicidios de la década — los Kennedy, Martin Luther King


— las vicisitudes de la guerra de Vietnam, entre las voces y los instrumentos
de los Beatles y los Rolling Stones y los ejemplos heroicos de la Revolución
Mexicana, entre la militarización de las regiones estelares y la llegada de los
primeros hombres a la Luna, la cúpula del poder político mexicano quedaba al
descubierto. Ya nadie se engañaba; la realidad hablaba por sí sola; era de tal
naturaleza, que la verdad parecía residir en lo excepcional, lo insólito como una
base indestructible, la indignación, el dolor, el resentimiento como el producto
de hechos contundentes, de una transparencia irrefutable. Varias generaciones
de mexicanos quedarían troqueladas por tales acontecimientos. Cuando volvi¬
mos a la simulación de la tranquilidad, los caminos de la democracia eran aún
más difíciles, más laberínticos, más imprecisos. Ahí estaba el triunfo aparente
de la soberbia, de la mediocridad, de la violencia institucionalizada. A pesar
de todo se había roto el rencor resignado; nunca olvidaríamos aquel tiempo
iracundo y vengativo; el silencio más significativo se había opuesto al amonto¬
namiento fétido de vecindades y calles estrechas, a los escombros entre lodos
y asfaltos; quizá el silencio se vinculaba a la primera gran oposición al der¬
rumbe citadino. Aquellas manifestaciones - muy especialmente la del Silencio
- eran la mejor respuesta a los ecos de tantos discursos monidos, a los plagios
de una mímica en decadencia. ¡Quién lo dijera! Lo hicimos todo y al parecer
no llegamos a nada; fuimos los dueños del mundo y todavía no nos podíamos
conocer a nosotros mismos. Entonces pudimos hacer, quiérase o no, nuestra
revolución, nuestras barricadas o los heroicos itinerarios de nuestras brigadas
en la periferia de la gran urbe.
Mis primeros intentos narrativos —quién sabe dónde quedaron arrumba¬
dos— tenían que ver con aquellos hechos del 68, con la descripción de agita¬
das asambleas, con las perspectivas de algunas marchas y las extraordinarias
concentraciones en el Zócalo. Fueron simples intentos sin mayor alcance. To¬
davía el narrador - escondido, agazapado, catacúmbico - no le ganaba la batalla
al periodista o al profesor de matemáticas. Por cierto que por aquellos años
realizaba otras lecturas significativas. Iba y venía por muchos textos de la histo¬
ria y de la ciencia. Al lado de los personajes de Guimaráes Rosa, de Rulfo, de
Arguedas, de Carpentier, de Borges, me acompañaban algunos matemáticos del
Renacimiento, mecanicistas de la Ilustración o evolucionistas decimonónicos.
Cientos de cuartillas dediqué a varios sabios de la época heroica de la ciencia.
No sólo me obsesionaba el método científico - los paradigmas, los axiomas, la
deducción, la inducción, la experimentación o los teoremas -, la experiencia
como madre de toda certidumbre; también me interesaban las vidas de los
grandes científicos, sus pasiones, sus caídas, sus paraísos perdidos o sus victorias
efímeras Primero en una columna semanal en El Gallo Ilustrado] después de
una página dominical - titulada Ciencia, Técnica y Desarrollo Social - me
sentía a mis anchas. Un día escribía sobre Kepler, Galileo, Leonardo da Vinci;
otro sobre Darwin, Laplace o Alberto Einstein. “Dios no juega a los dados
con el Universo”; “medí los cielos y ahora las sombras mido”; “la República
no necesita de sabios” y Lavoisier fue guillotinado; “se necesita valor para
162

desafiar las demandas del mundo y renunciar a la vida regalada en favor del
ascetismo intelectual del matemático puro”; “Y Dios dijo: que exista Newton y
se hizo la luz...” A las frases célebres se sumaban las anécdotas y a las reflexiones
más intrincadas las fechas precisas y los descubrimientos insólitos. Iba de las
especulaciones de Arthur Koestler — durante un tiempo Los sonámbulos era
un libro favorito — a los textos de John D. Bernal, de Bertrand Russell, Alfred
North Whitehead, Norbert Wiener y Arturo Rosenblueth. Las lecturas clásicas
eran sustanciales, desde los presocráticos a las concepciones medievales o de
la Armonía del Mundo de Kepler a la Revolución de las Esferas Celestes de
Copérnico o del Discurso del Método de Descartes a los Principios Matemáticos
de la Filosofía Natural de Newton.
En un caos aparente, abrumado por las clases - enseñaba en Puebla, en
el Politécnico, en la Iberoamericana, en la Facultad de Ingeniería y en la Fa¬
cultad de Filosofía de la UNAM, con los desafíos periodísticos al tener que
entregar por lo menos veinticinco cuartillas a la semana, ya con mis dos hijas y
algunas escapadas a universidades de Chile, Perú y Argentina, después del 68,
entre la impotencia y las incertidumbres, pude escribir entonces dos textos que
fueron para mí sustanciales; el primero se titula: Los Preámbulos de la Cien¬
cia Moderna y el segundo, La Concepción Mecánica del Universo. Dirigido o
asesorado por Pedro Bosch Gimpera, por Edmundo O'Gorman y Wenceslao
Roces, terminé aquella tesis con la que pude ya vincularme — después de los
exámenes de rigor — al profesorado de carrera de la Facultad de Filosofía. Lo
he pensado varias veces, algún día rescataré esos dos textos y los transformaré
quizá en un conjunto de relatos o en una novela ambiciosa sobre la ciencia
renacentista. Muy atrás quedaban dos etapas de mi vida — la del violinista
frustrado y la del ingeniero en ciernes —; pero al fin y al cabo, dos mundos que
también me habían enriquecido y que me ayudarían, tarde o temprano, en mi
obra narrativa.
En 1970 tomé una decisión fundamental que forma parte de mi patología
hasta el día de hoy; he seguido con rigor, con capacidad de sacrificio y defen¬
diendo mis puntos de vista muchas veces hasta las últimas consecuencias, la
carrera de funcionario universitario. Ya no sé ni cuántos puestos he ocupado;
y creo que por ahí se me ha ido una buena parte de la vida. Para dar un
ejemplo; quise ser director de mi Facultad y, sin perder la mira, con paciencia,
con seguridad, me tardé ni más ni menos que doce años en llegar a serlo.
Para 1971 ya estaba preparado para las lides literarias. Sin embargo, ahí
estaba la presencia de don Mariano — el novelista, el abuelo, el patriarca, el
médico, el hombre honesto a carta cabal. Este es un problema que se me ha ido
complicando con los años; varias personalidades de Mariano Azuela me acechan
por todos lados; primero está el que viví, en aquella casona enfrentada de las
calles del Alamo de Santa María la Ribera, hasta mis 16 años; después está el
escritor que leí con entusiasmo cuando era yo estudiante preparatoriano, novelas
que me devoré por orden cronológico en unas vacaciones de 1954, desde María
Luisa hasta La Maldición. Sin embargo, el peso de la personalidad de mi abuelo
no era tan imporante como las confrontaciones que tuve con mi padre. En fin,
163

esto es materia de otras confesiones y ahora me sería imposible profundizar


en tales problemas. Lo importante es que la figura de don Mariano se ha ido
desdoblando al paso del tiempo; porque además del escritor y del patriarca,
está el médico de enfermedades venéreas en un consultorio de la Beneficiencia
Pública en el barrio de Peralvillo; los temas de novelas tales como El desquite,
La Malhora y La luciérnaga salieron de estos andurriales; y luego está el médico
del pueblo que se transforma en médico de tropa y, allá por 1914, abandona a
su familia, va a la Revolución, escribe Los de abajo y, a partir de 1917, se refugia
en la Ciudad de México. También aparecen don Mariano el padre — rígido,
duro, con graves discusiones religiosas con alguno de sus hijos. Y aquel otro,
callado, ensimismado, al lado de José Clemente Orozco en el Colegio Nacional;
o el del Rancho La Providencia cerca de Santa María de los Lagos, escribiendo
sus últimas cuartillas en su vieja Underwood a la sombra de un mezquite. Y
luego aparece otra figura con algunos testigos que lo conocieron en situaciones
difíciles; y, para colmo de males, el que me han inventado.
Doy un salto cronológico: afortunadamente, cuando decidí escribir mi pri¬
mera novela, además del entusiasmo y los estímulos, tenía yo una buena dosis
de irresponsabilidad. Al fin y al cabo, qué se puede hacer con una figura de
tamaño y proporciones que viene desde el día de mi nacimiento. En largos ratos
hay que encogerse de hombros y seguir adelante. Por cierto que, a lo largo de
estos últimos años he llegado a tener un buen número de documentos inéditos
— cartas, comentarios, recados, reseñas, notas, que algún día me serán útiles y
formarán parte de un texto narrativo dedicado a Mariano Azuela. Volviendo a
los inicios de mi primera novela, creo que la empecé a escribir en un momento
preciso. Creo que mis experiencias literarias habían madurado y había llegado
el tiempo de correr todos los riesgos. Sabía que su aparición sería molesta no
sólo para algunos grupos de nuestra República de las Letras, sino también para
un amplio sector de mi propia familia. ¿Quién era yo, quién me creía como
para desafiar al gran escritor de la Revolución?
Desde mis primeros manuscritos veía las cosas a largo plazo y no me inti¬
midaban tantos caminos procelosos. Así pues, en silencio, le pedí disculpas a
don Mariano por mis actitudes irreverentes y, ante tirios y troyanos, como lo
he hecho hasta ahora, trabajo con disciplina férrea, celoso de tiempo y como
si cada día empezara de nuevo. ¿Cuántas anécdotas no podría contar de estos
últimos tiempos en torno a la figura de Mariano Azuela y mi propia persona?
Me han presentado como el eximio autor de Nueva Burguesía y Las tribula¬
ciones de una familia decente', me han atribuido textos que nunca he escrito y
me han achacado posiciones políticas por completo ajenas. Todavía hace un
par de meses, en la Sociedad Argentina de Escritores, en Buenos Aires, me
presentaron como el patriarca de la Novela de la Revolución y, por ende, de la
narrativa contemporánea mexicana. Por cierto que, hace poco tiempo, al salir
del Restaurante La Veiga en la Avenida Insurgentes de la Ciudad de México,
se me acercó una joven de buen ver y me pidió un autógrafo; me dijo que
había leído algunas de mis novelas; yo la miré sospechando que me confundiría
con don Mariano; sin embargo, cuando me dijo que había leído El tamaño del
164

infierno me tranquilicé; aunque después le pregunté por alguna otra de mis no¬
velas que hubiese leído y, muy segura, me contestó que le había gustado mucho
La muerte de Artemio Cruz. Como ustedes pueden ver, voy progresando.
Entre 1971 y 1974 trabajé con entusiasmo desmedido en los borradores de
mi primera novela. Los argumentos y los personajes habían nacido varios años
atrás, a raiz de una anécdota familiar. La vida de un viejo aventurero, un
discípulo de Caco, salteador de caminos, crápula, hijo de la mala vida, sin¬
vergüenza de siete suelas, mujeriego y luciferino, un tal Jesús que se había
desaparecido a fines del siglo pasado y se había ido a luchar a la Sierra Maes¬
tra con los mambises y, al lado del gran José Martí, era el eje de todas las
historias. De una generación a otra se multiplicaban los espejos y la leyenda
adquiría nuevos perfiles. Sin prestar atención a voces distantes o cercanas, a las
más variadas influencias, escribí mi primera novela. Iba de Lagos de Moreno
a Santa María la Ribera y de los avatares del aventurero Jesús en tierras del
Caribe a las angustias de un médico de tropa en el cañón de Juchipila. Los
tiempos se entrecruzaban y los personajes entraban y salían en la búsqueda
de fidelidad de escenarios históricos y de lenguajes muy bien definidos. A la
presencia de los escritores jalisciences, se añadían los de la Revolución y los
de las últimas promociones de novelistas urbanos. El tamaño del Infierno -
larga saga familiar, la que primero se llamó Los tecolores del Olivo, después
Fachadas bajo el Diluvio, más tarde Crónica de Fariseos y, antes de la decisión
final, Purgatorio de Perros, imagínense cómo se hubieran sentido muchos de
mis familiares — El Tamaño del Infierno es un conjunto de murales narrativos
que me permitieron experimentar con muchas técnicas y con muchos lenguajes.
Nunca olvidé aquellas palabras sabias de Virginia Woolf: “La vida no es un
conjunto de lámparas simétricamente dispuestas; la vida es un halo luminoso,
una envoltura semitransparente que nos rodea desde el comienzo de nuestra
conciencia hasta el fin. ¿No es tarea del novelista transmitir este espíritu va¬
riable, desconocido e ilimitado, cualquiera que sea la aberración o complejidad
que pueda exponer, con tan poca mezcla de lo extraño y de lo externo como sea
posible? ...”. El verdadero novelista — así lo creo, lo vivo, lo reafirmo día tras
día — no es un observador, sino un creador de vida imaginada. Incluso con¬
funde, en cierto modo, pierde su propia personalidad en el tema de su creación
y lleva su identificación tan lejos, que en realidad se convierte en creación de sí
mismo. Además, he tenido presentes aquellas palabras de Chekhov: “Un artis¬
ta observa, selecciona, adivina, combina. Esto ya presupone en sí preguntas ...
Negar que la creación artística entraña problemas e intenciones sería admitir
que un artista crea sin premeditación, sin plan, como hechizado..
Así pues, con el deseo más profundo de encontrar mis mejores y más sa¬
tisfactorios caminos de expresión, de comunicación, de recreación terminé mi
primera novela; se publicó en febrero de 1974. Poco a poco, a medida que han
aparecido otros temas — que el 68 va y viene como un tema obligado y sus¬
tancial — la historia de la ciencia y las matemáticas se ha ido desvaneciendo.
En el presente, aquellas dos profesiones, así como la ingeniería, la música, el
periodismo, la política, son temas literarios. No me engaño; sé perfectamente
165

que tantas miles de cuartillas escritas estos años son como un prolegómeno, que
lo mejor y más importante está por delante; que se deben redoblar esfuerzos
y que es sustancial la capacidad de renovación y autocrítica constante que nos
señale los mejores rumbos.
Para terminar, sólo quiero agregar unas cuantas palabras sobre Manifesta¬
ción de Silencios, mi tercera novela, publicada hace diez años, en 1979. Este
texto, desde su elaboración ha seguido caminos imprevisibles. No me propuse
rescatar escenarios y situaciones de los meses trágicos del 68. Mi intención
inicial fue la descripción de un trazo continuo de varios años, de antecedentes
y consecuencias, de causas y efectos. Me considero amigo cercano de los más
importantes líderes del 68; he compartido con ellos experiencias de muy diversa
índole. A Roberto Escudero, a Gilberto Guevara Niebla, a Raúl Alvarez entre
otros, los he tratado desde casi treinta años. Ellos conocieron algunos capítulos
de Manifestación de Silencios antes de su publicación. Novela de acción y re¬
concentración, de recapitulaciones y de personajes en crisis permanente, creo
que causó extrañeza cuando fue publicada. Novela también de clave, describe
mundos enfermos, torturados, de protagonistas al filo de la navaja. Aunque su
parte central es el 68 — las marchas, las asambleas, la Manifestación del Silen¬
cio, el 2 de Octubre en Tlatelolco, las persecuciones, los encarcelamientos —
busca un recorrido más amplio, la historia de varios grupos políticos mexica¬
nos, enraizados en los graves problemas producidos por los sectarismos, las
divisiones, las consignas. Los escritores José Luis González y Vicente Leñero
también conocieron la novela antes de su publicación y la consideraron como
jurados de un concurso organizado por ellos, al otorgarle un reconocimiento,
expresión vital de una generación que protagonizó el acontecer histórico me¬
xicano de varios lustros. Como algunas veces pasa, después de los primeros
fogonazos, la novela fue marginada, ninguneada por sectores críticos importan¬
tes. Sin embargo, poco a poco, a ido ganando terreno. También su recorrido
editorial ha sido extraño. Ha sido publicada en España, México y Argentina,
por seis editoriales; ha llegado también a lectores distantes; no sé qué han pen¬
sado polacos, portugueses o búlgaros. En Estados Unidos y la Gran Bretaña,
una magnífica edición de la Universidad de Notre Dame y de la Oxford Press
de Londres, ha recibido críticas sugerentes, inteligentes y sorpresivas. Actual¬
mente, mi amigo Fran^ois del Prat, profesor de Nanterre, prepara una edición
para Actes de Sud en Francia. Manifestación de Silencios va de los intramuros
a los grandes espacios, a las alamedas, a las explanadas; representa la vida de
un México en transición, en la búsqueda de nuevos límites, del rompimiento
de fronteras y de los más variados atavismos. El 68 mexicano es una obsesión
permanente; no sólo es la parte esencial de Manifestacion de Silencios, aparece
al final de El Tamaño del Infierno, y en varios capítulos de La casa de las Mil
Vírgenes y en El don de la palabra se habla o se describen situaciones de aquel
parteaguas de la historia mexicana. Hasta en El Matemático aparecen algunas
reflexiones y algunas imágenes. El 68 no es un tema acabado; todavía tiene
muchísimas posibilidades. Muchas son las consecuencias de este año trágico,
afortunadamente, en el campo de la narrativa, los testimonos son de altísimo
166

nivel y han enriquecido diversas fuentes de nuestra historiografía. Hoy en día,


México ha llegado a una encrucijada; el camino de la democracia es cada vez
más nuestro; está más cerca de nuestra vida, de nuestro propio tiempo.
Creo, como Joseph Conrad, en que la naturaleza del conocimiento, las su¬
gestiones y las alusiones que he usado en mi obra imaginativa han dependido
directamente de las condiciones de mi vida activa. Eso creo que están haciendo
los narradores mexicanos: la obligación de mantener una escrupulosa fidelidad
a la verdad de sus propias sensaciones; hacen asequibles cosas poco conocidas.
El narrador mexicano vuelve la mirada hacia atrás no sólo con nostalgia sino
con indignación, ve el pasado con los sobretintes del trabajo duro y las exigentes
llamadas del deber, de la esperanza, de las aspiraciones en un país en constante
convulsión, sin tregua, con un sistema político que se desmorona lentamente
y con un sin fin de posibilidades en el futuro inmediato, promisorio, lleno de
transformaciones y de incógnitas positivas por resolver.
El solapado realismo en la novela mexicana

María Luisa Puga

Pareciera que la literatura mexicana ha merodeado siempre la realidad sin


saber cómo abordarla. Como si la realidad fuera demasiado brutal y no se
dejara contener en un lenguaje organizado, mesurado, consciente. Y no es que
a la literatura mexicana le falte valor; no es que no quiera rozarse con la fealdad
o la violencia. De hecho, la novela mexicana contemporánea está más hecha de
esas texturas que de cualquier otras.
Dejó atrás el tono desenfadado y desafiante que en los años 60 la hiciera
romper con el tono engolado y prudente que entonces prevalecía; ya no denuncia
indignada la corrupción como lo hiciera a partir de 1968;
tampoco es ya herméticamente intimista ni se apasiona tanto por defender
identidades como lo hiciera la novela feminista o la homosexual a fines de los
7°.
Pareciera también que la novela contemporánea ha terminado ya su lucha
en contra de la burguesía. Se ha arrancado de la burguesía, de su mundo y
sus ambiciones; de su lenguaje sobre todo. Se diría que la dirección en la que
ahora mira ya no es esa clase social: sus contradicciones, sus justificaciones,
sus frustraciones e ilusiones.
La mirada de la novela quiere ahora ser más abierta, más global. Terri¬
torialmente también ha cambiado su enfoque: ni el extranjero ni la ciudad
de México, centro cultural impuesto del país, le interesan tanto como antes.
Esta nueva mirada narrativa busca su arraigo en otra cosa, menos local y más
profunda; menos consagrada y más propia.
Y aún así, no ha llegado todavía a la realidad, y por eso no ha llegado al
lector masivo. Pero sí, quiero hacer llegar a los participantes del congreso un
aspecto de esta “nueva mirada narrativa” leyéndoles un fragmento de lo que
será mi primera novela fuera de la Ciudad de México, pero en México.

Las Razones del Lago


A nosotros no nos gusta el lago. A los demás sí. Pero eso no quiere decir nada,
a nosotros no nos gusta porque no tiene por qué gustarnos. A nadie le importa.
Sin embargo aquí estamos; no se dan cuenta pero aquí estamos. Para siempre
estamos. Podrá llover, hacer frío, haber sequía o peleas entre la gente. Se
pueden morir o ir a la escuela o casarse o irse para el otro lado. Aquí estamos
viéndolo todo. Y a nadie le importa que veamos o no. A nadie le importa que
nos guste el lago o no.
Al contrario del pueblo, que es horrendo, el lago es deslumbrante a cualquier
hora. Dicen que sólo se ahogan hombres en él. Será por borrachos. Las que más
se le acercan son las mujeres que van a lavar ahí su ropa y a bañar a sus niños.
Como los hombres toman siempre en la calle, no falta quien se desencamine y
llegue al lago y se ahogue. Así de fácil.
168

No hay nada en este pueblo, salvo licor. Licor siempre hay, a cualquier hora
y en cualquier día. Y no son muchos los que lo venden, pero con esos tres o
cuatro basta y sobra.
Los fines de semana se acerca mucha gente de fuera. Se suben a una lancha
y se van al restorán de enfrente, el famoso. Pero también hay los que acampan
a la orilla del lago; los que se quedan en las cabañas que hay para alquilar;
los que invariablemente compran cerveza. Traen sus radios y gritan mucho.
No sabemos qué le hace el lago a la gente que la hace gritar mucho. Ver el
agua, a lo mejor. Porque por aquí la gente es callada, tristona, quieta. Van
a sus asuntos por las calles empedradas y pareciera que les cuesta un trabajo
enorme salirse de su casas. Se saludan unos a otros sin alegría. Se alejan
y es cuando nos damos cuenta de que viven dándose la espalda. Hay odio
entre ellos. Así serán todos los pueblos chicos de este país. Con su iglesiota
siempre más grande que cualquier otra construcción. Su plaza de cemento, fea.
Sus negocios pobres para pobres. Y los radios sonando permanentemente: el
micrófono de los anuncios, alguna casetera de alguien en alguna parte. Cuando
no hay boda o bautizo o quince años o entierro, porque entonces hay banda y
mucha tornadera, de invitados o no invitados. Pasado cierto número de tragos
todos se sienten el novio o la novia. O hasta el difunto. El homenajeado en
turno, pues.

Nuestra vida no es fácil, como podrá deducirse por el gran número de perros
muertos en todas partes, pero sobre todo en la carretera. Se diría que les gusta
apachurrarnos. A lo mejor entre los choferes es un deporte. Cuántos perros
se echan de aquí a Pátzcuaro o a Uruapan. Y nuestros cuerpos se quedan ahí
pudriéndose como carroña para los zopilotes. Somos muchos, por eso ni se nota
cuando desaparece alguno. Andamos en bola y procuramos no hacer ruido para
que no se fijen en nosotros. Niños o grandes se divierten dándonos de patadas,
arrojándonos piedras, lo que sea. Crecemos con esta gente, pero no nos ven. No
se acaban de dar cuenta de que también vivimos y, como ellos, sentimos dolor
y hambre. Pero lo importante es que no se dan cuenta de que lo vemos todo
de ellos. Por donde quiera andamos y lo sabemos de veras todo. ¿Que de qué
nos sirve si no vivimos mejor por eso? Por eso vivimos, no es poca cosa. Y en
cualquier caso, el sentido de la vida de un perro es distinto al de la vida de un
hombre y ni vale la pena hacer la comparación. Más bien hemos aprendido a
comparar entre las vidas de ellos. Y eso sin querer, porque a nosotros ni nos va
ni nos viene, es sólo que el estar aquí, siempre, el ser prácticamente invisibles,
nos ha permitido entender algunas cosas.

Con frecuencia nos preguntamos si así es en todas partes. ¿Así es la vida


de tremenda, de violenta en otros pueblos? Quisiéramos saber. ¿Cómo será la
vida sin un lago tan permanentemente enfrente y tan todo el tiempo bello que
llega a chocar porque parece burlarse de nosotros? De todos, hombres, mujeres
y perros. De la vida parecería que se burla; de las cosas que nos pasan.

Donde quiera que uno se ponga, lo verá siempre echando esos reflejos hirien¬
tes, mordaces. Como vigilándonos. Quieto ahí, siempre igual, es decir, siempre
169

sorprendente. Y llegan los turistas y dicen: ¡qué belleza! No saben de lo que


hablan. Pero es normal. Luego agarran su coche y se van.
Dicen que aquí en Michoacán hubo una gran cultura indígena. Va uno a
creer. Algo tendría que haber quedado, aunque no fuera más que un recuerdo
borroso. La verdad es que aquí la gente vive como en el olvido voluntario.
No quieren saber de nada. Las mujeres se meten debajo de sus rebozos y ahí
se están. Los hombres debajo de sus sombreros no quieren mirar a la cara
tampoco.
Es un pueblo triste éste; atorado. Se nota en varios momentos del día,
pero tal vez el peor sea el atardecer. Es cuando respiramos la insatisfacción; la
inquietud de grandes y chicos. Cuando el día ya transcurrió y todos hicieron lo
que tenían que hacer y disponen de un rato libre. Imaginamos que es cuando se
preguntan para qué todo. Para qué otra noche más; otro rito más. El pueblo
se llena de música, de radios y sinfonolas. No tiene ninguna alegría. Es más
bien una callada desesperación lo que se siente. Encerrada y tensa. La gente se
disfraza de costumbre. Miran menos que nunca. Es cuando más nos atosigan a
nosotros. Los niños, sobre todo, que no saben qué hacer con su energía, con sus
ansias. Las mujeres riegan sus plantas y es un poco estremecedora la dedicación
con que lo hacen. Casi con rabia les dan vida; esperan verlas florecer. Como si
no pudiendo hacerlo con la vida propia se consolaran con eso. No deja de ser
contrastante el aspecto vibrante y colorido de sus flores con el aire harapiento
y chamagoso de los niños.
Los hombres forman corrillos hoscos en las esquinas. Hablan con mo¬
nosílabos tensos, escupidos. Estamos bien conscientes de que basta cualquier
cosa para desatar su violencia. Siempre, en alguna parte del pueblo alguien se
está emborrachando. En el aire se forman unas como burbujas que los demas
miran con nostalgia atemorizada. A los borrachos los cerca un silencio denso
que todos rehuyen. Nosotros a veces nos quedamos por ahí junto, mirándolos
largamente. Somos más invisibles que nunca. Los oímos gimotear, los vemos
irse doblando hasta caer como costales en el suelo. Nos quedamos muy quietos
junto a ellos y puede que hasta los cuidemos, aunque nadie les hace nada. No
se acercan. ,
Esa es la hora más apesadumbrada, pero otra hora terrible es el mediodía.
Es cuando el lago se burla más y el sol lo ayuda. Sólo nosotros andamos por
la calle a esa hora.
Sabina es la mujer que vende el licor en el pueblo. No es la única persona
que lo hace, pero sí fue la primera. ..en fin, no ella sino su madre. Heredó
el negocio. Pero además, en la esquina de su tienda es en donde con más
frecuencia nos apostamos.
Porque Sabina es de las pocas personas que nos ve y a lo mejor hasta nos
aprecia, o cuando menos no nos patea. Su tienda es también la que abre más
temprano y cierra más tarde. La más solicitada por los turistas porque está
camino al muelle y es la que tiene refrigerador. Siempre, pero siempre siempre
está ahí Sabina.
170

Detrás del mostrador se ve una estancia en donde hay una estufa. Es toda
una casa, pero lo que se ve desde la calle es eso. Sabina se suele sentar al lado
de esa estufa, o si no, en una de las banquitas que tiene a la entrada de la
tienda. Quieta, atenta a lo que pasa delante de su tienda, callada. Todos la
saludan y ella saluda a todos, aunque no es de mucho platicar. Le gusta estar
así: sentada; sola. Pensando a lo mejor en su vida. Nos gusta y nos inspira
confianza por eso. Está en su tiempo tranquilamente. Ve y escucha todo y
habla o se mueve cuando tiene que hacerlo. A veces mira el lago. Se recarga en
el quicio de la puerta y se queda mirando largamente con los brazos cruzados.
Nosotros andamos por ahí oyéndola respirar.
Sabina no es triste ni alegre, o es ambas cosas en sus distintos momentos.
Como si fueran los momentos los que cambian, no ella. En eso también es
como nosotros. Estamos. Vamos viviendo lo que va pasando. No hay rencilla
con nadie más que cuando la hay. Pero ella no parece, como los demás, llevar
un rencor antiguo a cuestas, enredado en el rebozo, amamantándolo casi. Ella,
para empezar, no usa rebozo. Necesito las manos libres, explicó en alguna
ocasión. Demasiadas cosas que hacer tiene una mujer sola.
Pero nos tiene a nosotros. A lo mejor no lo sabe, pero nosotros la cuidamos.
No está sola como un perro; está sola con nosotros.
Tiene dos hermanos, uno con cinco hijos, el otro borracho. A su padre lo
conoció apenas. Dejó a la madre poco después de que nació el último hijo.
Sabina tendría ocho o nueve años. Ese hermanito fue para ella su entreteni¬
miento principal. Su juguete. Su hijo. Es el que ahora tiene cinco niños. Vive
pegadito a la tienda de Sabina. El otro, el borracho, que es el mayor, vive con
ella.
El mundo visto desde el lago es sorprendente. En una ocasión nos llevaron
a dos de nosotros en una lancha. Fueron unos turistas que estuvieron tomando
cerveza y platicando largo rato con Sabina. Una pareja de mediana edad que,
según dijeron, andaban buscando terreno para construirse una casa frente al
lago. Les encantaba, dijeron. Querían salirse ya del D. F. Planeaban venirse a
vivir para acá, dijeron, y dedicarse a escribir. Sabina los escuchaba atenta y sin
delatar la más mínima reacción. Nosotros estábamos echados por ahí, dizque
dormidos. Y un día, dijeron, escribiremos sobre usted. Ah, Dios, y ¿sobre mí
por que? Porque usted ha vivido aquí toda su vida ¿no? Podrá platicarnos qué
se siente al vivir junto al lago.
Los perros no nos reímos. O sea, nuestra risa no se oye, como en la gente,
y ni siquiera la mayoría de nosotros puede sonreír. Algunos sí lo hacen, pero
son pocos. Y más bien parece una mueca accidental que una sonrisa.
No se siente nada dijo Sabina riéndose —, qué se va a sentir.
— Bueno, pues nos contará sus recuerdos de infancia — dijo el hombre.
Uy, señor, puras cosas tristes. Yo no tengo nada qué contar, pero nadita.
Y en este pueblo nunca pasa nada.
Pero ahí estaban ellos tomando su cerveza y platicando de lo más a gusto. Así
fue como se enteraron de que frente a nosotros, del otro lado del lago, había
un restorán fino, dijo Sabina, en donde podían comer. Del muelle salía una
171

lancha que los llevaría. Se entusiasmaron. Sólo que yo, advirtió Sabina con
una sonrisa maliciosa, me llevaría unos perros.
— ¿Por qué? — se sorprendieron ambos.
— Porque los perros son los primeros que sienten si la lancha se va a hundir.
— Aquí, nosotros paramos las orejas sin movernos un milímetro. ¿Cómo estuvo
eso?
Ellos se rieron y se mostraron incrédulos y además, dijeron, no habían traído
perros.
— Eso es lo de menos. Aquí sobran. Llévense esos dos que están ahí. Son
buenos.
Nosotros inmóviles. Más dormidos que nunca.
— ¿Son suyos?
— Pues... la verdad es que aquí los perros no son de nadie. Andan por ahí
todo el tiempo. Pero estos están siempre aquí. Y mírenlos, tienen su pelo
bonito, son fuertes, están sanos. Se los digo en serio. Si se van a subir a
la lancha, mejor llévenselos.
— Pero ni nos van a hacer caso, si no nos conocen. Y seguro que en el restorán
no nos dejarán entrar con ellos.
— Y les presto dos mecates para que los amarren a la entrada. A ver, chíflenles.
Lo hizo él y nosotros nos levantamos moviendo la cola. La señora nos acarició
la cabeza titubeante. El dudó y luego dijo:
— Bueno, a ver las cuerdas.
A nosotros nos da lo mismo. Ahí vamos con ellos. Nos palmeaban el lomo todo
el tiempo. Nos tenían un poco de miedo.
En la lancha nos sentamos hasta adelante. Veíamos los cerros rodeando
el lago. Oíamos el agua. No nos quisimos echar. Estábamos descubriendo el
cielo; el cielo sin pueblo, sin polvo, sin líos. Nos hubiéramos querido quedar
ahí, en medio del agua, mirando lentamente todo. Allá atrás el pueblo se
iba volviendo una mancha colorida y armoniosa. Naturalmente que la iglesia
sobresalía glotona y petulante, pero hasta ella se suavizaba. El muelle parecía
de juguete, bonito. Los tejados de las casas eran parejos, como si debajo de ellos
reinara la felicidad. Los árboles, sobre todo, nos resultaron nuevos. Conocíamos
sus troncos, no sus copas, sus tonos verdes, sus distintas frondosidades. Era
todo como un sueño de alguno de nuestros borrachos. No podíamos creerlo. El
lago. Otra cosa completamente.
Pronto empezamos a ir de uno a otro lado de la lancha porque no queríamos
perder detalle, pero el que conducía ordenó que nos amarraran. Amarren a
esos perros, dijo, y la pareja sostuvo el mecate de cada uno de nosotros. De no
haberlo hecho a lo mejor nos hubiéramos arrojado al agua para quedarnos ahí.
Para no regresar nunca.
172

A la vuelta veíamos con angustia como el pueblo precisaba sus líneas hasta
adquirir su rostro de siempre. El cielo volvía a desaparecer. Los árboles se
quedaban arriba, inalcanzables, igual que los tejados. Caminamos, todavía
amarrados, hasta la tienda de Sabina. Ahí nos soltaron.
— Estuvo fantástico — dijeron los señores.
Nosotros nos echamos ante la puerta.

***

Es difícil hablar de una narrativa contemporánea cuando uno es parte de ella.


Quienes escribimos no tenemos más remedio que desentendemos de lo que están
haciendo los demás. Estamos, a fin de cuentas, escribiendo con lo mismo; desde
circunstancias muy semejantes, por más que cada cual tenga sus temas, su tono,
su manera de ver, de organizar lo que ve.
Sospecho que lo que les da a nuestras novelas un denominador común es
un sentimiento de insatisfacción; quizá sea de tremenda incomodidad. Esta
incomodidad no la provoca el trabajo producido, sino la realidad en torno. Esa
realidad que padecen por igual escritor y lector y que hay que hacer a un lado
con un esfuerzo de autocontrol si se quiere escribir y si se quiere leer. El gran
ruido de lo inmediato, la norma de la arbitrariedad, la ineficiencia y el caos. No
sólo la gran diferencia de clases. La abismal torpeza del sistema, que trata al
país como a su feudo y a la población como a un cuantioso número de vasallos,
al que de tanto en tanto hay que prestarle atención con fingida bonhomía.
La novela contemporánea nace al lado de los esfuerzos que el sistema hace
por popularizar la cultura, o nace gracias a esos esfuerzos. Aprovecha los espa¬
cios que se abren para ponerse al alcance de la gente. Pero la gente se mantiene
firme en su indiferencia; en su escepticismo. No mira siquiera esos libros que le
llegan al puesto de periódicos. No cree. Las novelas hacen su sólito recorrido,
que va del escritor al lector literario, que espera, a su vez, convertirse en escri¬
tor. Y así la novela no arraiga, no se nutre de la savia que toda novela necesita:
la lectura anónima. No obstante, la estructura de la novela contemporánea
recoge este estado de enajenación. Es una estructura ambigua que no quiere
verse encajonada en ningún género preciso. Una estructura que deja fluir una
narrativa tensa, indómita, suicida, lúcida, violenta, desgarrada, tremendamente
solitaria, pero sobre todo rabiosa.
No hay modelos. Hay sólo un gran deseo de aséstenle un golpe definitivo
a la realidad. La crisis ha cambiado la identidad del escritor mexicano. No
tiene éste tiempo ni deseos de mirar hacia el exterior; no parece interesarle
ya la imagen romántica del escritor marginado, delicado, condenado que pudo
haberle transmitido una cultura europea. Le interesa más bien su realidad;
quiere desentrañarla; quiere arrebatarle a la historia su verdadera verdad. Por
eso, más que historias individuales, encuentro en la narrativa contemporánea
un intento por recrear coexistencias de mundos que codo a codo se someten
a una misma realidad con idéntica incomodidad. Por eso, a veces las novelas
producen la sensación de estar hechas a base de esquinazos: una vuelta a la
calle, el cruce de una avenida, de una parada de metro a la siguiente y uno pasa
173

de un siglo a otro, de una convicción a otra, de una identidad a otra. Todos


encerrados en su inmediatez y contenidos en una sola realidad llamada México.
Diría ya que la novela mexicana contemporánea busca contar la historia de
la infamia de México, puesto que la de la infamia universal ya la contó Jorge
Luis Borges. Busca hablar de México de una manera que no sea la política, la
sociológica, la académica, la religiosa, la personal. Por eso es tan frecuente ver
que hace uso de un lenguaje nuevo: una mezcla del agobiante y manipulado
realismo de los otros lenguajes. Hace un collage con el que arma una historia
que es más una historieta, y juega a rearmar la realidad, no en busca de una
solución, sino para tratar de discernir su rostro verdadero.
Para hacer esto, se apoya primordialmente en la evolución de la novela
mexicana. Quizá por primera vez no parta de la literatura universal queriendo
conquistar el resquicio por dónde meterse, sino que se fija en lo que le ha pasado
al lenguaje en México de una generación a otra. De un momento sociopolítico
a otro.
Alejo Carpentier decía que las novelas latinoamericanas tenían que hacer
suyas las realidades latinoamericanas por sórdidas que éstas fueran, para cimen¬
tar un lenguaje propio. Para que el tratamiento literario de estas realidades
nazca de ellas y no suceda a la inversa, es decir, que la realidad se vea obligada
a encajar en un tratamiento ajeno.
Pues parecería que esta sugerencia comienza a ser asimilada por la narra¬
tiva contemporánea. Sobre todo por las mujeres, aunque quede mal que lo diga
yo, quienes tienen arranques verdaderamente osados que no son mera experi¬
mentación literaria, sino muestras de una vitalidad sorprendente. Luego que
dejaron atrás la crisis de identidad a la que las condujo el feminismo, luego
que dejaron de gimotear y comenzaron a darse cuenta de que no había marcha
atrás: luego que se sintieron solas, las narradoras comienzan a crear un tono
nuevo y a mostrar la riqueza de su visión, porque su energía no se ve distraída
tanto por la ambición de poder, por la competencia, por la violencia. Pro¬
bablemente tengan más espacios internos ¡ntocados de dónde nutrirse, pero,
además, el hecho de que estén estrenando espacios sociales, hace que su mirada
sobre los viciados modos del mundo sea más fresca; que el lenguaje con el que
cavilan sea más directo: que su determinación a decir sea más natural. No es
sólo el tema de la mujer lo que les interesa a las narradoras contemporáneas,
es, fundamentalmente, el deterioro en la calidad de vida, en las relaciones afec¬
tivas, en la manera de aspirar al cambio lo que las hace adquirir perspectivas
distintas de narración. Perspectivas subversivas y frescas.
Sin embargo, ellas también, como los escritores, comparten con el lector
la incomodidad de ser mexicano. Porque si bien la democracia se ha logrado
introducir en la escritura literaria; si ahí la búsqueda se produce de una manera
libre, crítica, innovadora, en la vida de los mexicanos no.
La imposibilidad de participación; la retórica gubernamental; la corrupción
son una bofetada constante a hombres y mujeres por igual. Como si a todos
nos estuviesen obligando a asistir a un ritual vacío que se llama “ser país”.
174

Por eso no es nada sorprendente que en México hayan proliferado de forma


tan palpable los talleres literarios. Cientos de talleres literarios que a la gente
le abren un espacio de lenguaje, escrito y oral que ni la escuela ni la sociedad
les ha dado nunca. Por eso, también, estos talleres se han ido alejando de
su propósito original: la creación literaria, para convertirse paulatinamente en
ejercitamientos de participación, en posibilidades de apropiación del lenguaje.
Los talleres son lugares en donde se habla, se escribe y se lee, como con un lente
crítico de la cotidianeidad. Lugares en donde los participantes, a través de la
narrativa latinoamericana, juzgan su realidad; la reformulan. De estos talleres
la gente se lleva a su casa, no un párrafo más o menos bien logrado, sino una
sensación de que con su lenguaje se puede tocar la realidad; de que la realidad
está hecha de su lenguaje; de que lo literario no es la capacidad de engolar
cultamente el tono, sino la posibilidad de decir y actuar con claridad. Se lleva
también la conciencia de que literatura somos nosotros; de que la incomodidad
en la que estamos inmersos puede ser un motor y no un destino.
Es la incomodidad la que ha comenzado a cimentar el puente que hacía
falta entre escritor y lector. El escritor podrá ser un dechado de exquisiteces; el
lector potencial, alguien completamente atrapado en la necesidad de sobrevivir.
Pero entre ambos sostienen la cotidianeidad brutal en que los dos extremos
viven. Sus identidades le dan a la realidad una textura inconfundible: caótica,
violenta, irónica.
La novela sabe ya que su denuncia es parte del gran ritual vacío. Los libros
más certeros en contra del sistema son al mismo tiempo las cartas fuertes
culturales que el sistema prodiga a la población en ejemplares económicos y
con tirajes masivos. Ese libro en el puesto de periódicos, al alcance del lector
más humilde, forma parte del paisaje retórico que ha engendrado la indiferencia
en la gente.
La exquisitez del escritor es un acto de la más terca fuerza de voluntad; la
indiferencia del lector también. Pueden llegar ambos a codearse en el metro,
cada cual envuelto en su mundo. Pueden incluso ser muy parecidos, pero no se
ven: la realidad los ve a ellos, juntos, participando de una misma incomodidad
diaria con idéntica mansedumbre, porque cada uno lleva a cabo su rebelión a
solas.
Por eso la novela ahora quiere contar las cosas casi como si fueran rea¬
les, pero inventándolas y permitiéndole al lector que se dé cuenta de que las
está inventando. No es que las caricaturice: las hace desentonar del realismo
retórico del sistema. Las saca del paisaje de nuestra incomodidad. Trabaja un
parecido artificial con la realidad, y de pronto, imprevistamente, le levanta esa
capa retórica que tiene y la toca. ¿Y qué sucede con eso? La identidad del
lector cambia imperceptiblemente. Lo hace ver a su vez desde sí mismo, direc¬
tamente aludido, aquello a lo que ya se había acostumbrado: su incomodidad;
su pasividad; su posibilidad. No es que la narrativa contemporánea incite a una
lectura cómplice. Incita, más bien a ver la realidad desde otro ángulo, con otro
lenguaje que no es el literario, pero que sí nace en la literatura. Esa literatura
de contigüedades que reproduce sensorialmente la contigüedad de mundos que
175

a diario nos atraviesa la conciencia: las desmesuradas diferencias contenidas en


un apabullante lenguaje dominante.
Se nos pregunta con frecuencia a los escritores mexicanos que quién es el
nuevo Fuentes, la nueva Castellanos. No los hay, de la misma manera en que
ya no hay una posibilidad de México que antes sí existía. Hay voces ahora,
voces diversas de hombres y mujeres que conforman un tono y una estructura
narrativa; hay una actitud ante la incomodidad, que es de todos. Voces que al
procurar hacerse oir contagian el deseo de hablar, de ver, de ser parte. Y hay
una literatura que se va haciendo testimonio de nuestra lucha por ser sociedad.
La prosa de intensidades

Alberto Ruy Sánchez Lacy

Comenzar con un agradecimiento es sin duda un acto que por sí solo se impone
casi siempre en occisiones similares pero que, en ésta, tiene un significado mayor:
por una parte, se nos ha invitado a viajar de un continente a otro brindándonos
la oportunidad de conocer la excepcionalmente bella ciudad de Eichstátt, se
nos ha recibido con gran generosidad y, como si fuera poco, se nos ha pedido
que hablemos de nosotros. Esto último, en mi caso, tratándose de un escritor
“joven” que de ninguna manera tiene la obra y el renombre de los escritores
que llaman principalmente la atención del público europeo, es un privilegio
que asumo con alegría y agradecimiento. Así que agradezco a Karl Kohut y a
sus colaboradores esta distinción y esta hospitalidad, y no menos a Francisco
Prieto, quien generosamente puso mi obra en la mirada de mis nuevos amigos
alemanes. Con más razón aún se trata de una distinción, puesto que Karl Kohut
fue explícito en su pedido: te invito para que hables de ti como escritor y de lo
que pueda ser significativo en tu obra, no para hacer una síntesis crítica de la
literatura mexicana. Ese mismo día decidimos que el título de esta conversación
sería “La prosa de intensidades”, siempre y cuando al hablar de ella hablara
de mis libros.
Cada día confirmo que el uso de la primera persona en público, en la cultura
mexicana, tiene niveles de prohibición muy acentuados. Se da el caso de auto¬
biografías memorables, como la José Vasconcelos, que se presentó como novela
y que incluso en algunas bibliotecas está clasificado como “novela de la Revc*-
lución mexicana” cuando se trata simplemente de una autobiografía. El “yo”
está mal visto: es signo de vanidad, de egoísmo, de pedantería. Es costumbre
nuestra escondernos en “la historia”, “la sociedad”, o en acontecimientos como
“el movimiento del 68” para hablar de uno mismo y de lo que uno hace. Como
por mi parte no me identifico con esas máscaras (sin duda cada generación hace
las suyas y al decir esto tal vez elaboro en parte “las máscaras que ya vienen”);
como para mi “el 68”, aunque sea históricamente importante, es personalmente
insignificante y no tiene absolutamente ninguna huella en mi obra, acepto más
que gustoso la invitación de Kohut — que en parte es un amable dasafío —
para hablar en primera persona de mi trabajo, de lo que he escrito.
He utilizado el término “prosa de intensidades” para nombrar una prosa
intermedia entre la poesía y la prosa propiamente dichas, muy parecida en su
composición al poema extenso, en la cual están escritos mis libros y sobre todo
Los nombres del aire.
Mucho antes de publicar mi libro, pero después de haber escrito sus primeras
versiones, me preocupó lo desvalorizado de ese género y las pocas herramientas
conceptuales que había para pensarlo, describirlo y juzgarlo. Me di cuenta de
que, ni en mi generación cronológica, ni en la generación anterior, la prosa
de intensidades era frecuentada y apreciada. Remontando en las generaciones
177

me pareció que incluso mucho antes comenzó la desvalorización de este género


en México. Creo que con la generación de Octavio Paz, Efraín Huerta, José
Revueltas, José Luis Martínez, etc. comenzó el desprestigio y el desprecio de
lo que Paz llamó en uno de sus ensayos primeros “las novelas nebulosas” (clara
alusión a Novela como nube, de Gilberto Owen, miembro de la generación
anterior a la de ellos). Aquella generación que surgió en los treintas alrededor
de la revista Taller impuso valores que son aún compartidos por escritores como
Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, e incluso por escritores de la generación
siguiente. Los nuevos valores de nuestra cultura literaria mexicana están aún
por imponerse, por surgir y ser considerados con nuevos ojos; y creo que en ese
futuro nuevo recuento la prosa de intensidades tendrá que estar presente.
Cerca de siete años he escrito sobre la prosa de intensidades en un esfuerzo
de crítica literaria que ha consistido principalmente en:
1. Definir un género literario intermedio: es decir, dar al público y a la
crítica también, las palabras necesarias para nombrar una realidad que, a mi
parecer, no tenía un nombre adecuado.
2. Revalorar ese tipo de escritura. Es decir, exigir derecho de existencia
para una literatura que no estaba en el gusto de la época, ni cabía en los
esquemas mentales existentes. Unos libros que son juzgados como novelas a
las que les falta algo” o “poemas en prosa demasiado narrativos”.
3. Investigar quiénes, en la literatura mexicana sobre todo pero también en
la de nuestra lengua, habían escrito así antes y, tal vez, se habían enfrentado a
problemas estéticos similares.
4. Difundir a algunos de esos escritores mal conocidos y mal apreciados
ahora, como a uno que tanto Gorostiza como Villaurrutia consideraron “ el
mejor prosista de la generación de Contemporáneos”: José Martínez Sotoma-
yor, uno de los escritores mexicanos de este siglo más injustamente olvidados y
de quien he logrado publicar, en dos volúmenes, sus cuentos y relatos completos.
5. Explorar los vínculos formales, las analogías y semejanzas de este género
intermedio con algunas de las formas de composición literaria tradicionales en
la literatura arábigo andaluza, antecedente en muchos sentidos de la literatura
de nuestra lengua como lo ha comprobado la investigadora Luce López Baralt
en sus libros Huellas del Islam en la literatura hispanoamericana, y San Juan
de la Cruz y el Islam.
En fin, un esfuerzo sin duda apasionado, muchas veces inútil pero otras
fructífero, por definir, revalorar, investigar, difundir y explorar la prosa de
intensidades. Esfuerzo perdido o enterrado en ocasiones más que publicado, en
periódicos y revistas, conferencias y prólogos, y en una sección de mi libro de
ensayos Al filo de las hojas.
Al retomar mis escritos sobre la prosa de intensidades para esta ocasión,
me doy cuenta de que:
a) Todos esos textos forman parte de una especie de batalla cultural que,
de manera parcial, ha sido ganada al ver el aprecio y el interés que las nuevas
generaciones (más jóvenes que yo por supuesto) dan a este género, a los libros
escritos así y a la problemática misma. Una batalla que al tener que ver con un
178

problema de valores — es decir con lo que un medio cultural, el mexicano en


este caso, considera valioso o no, válido o no — es una batalla que pierde parte
de sus sentido fuera de ese medio. Una batalla tal vez innecesaria en Eichstátt.
Algo que no sé a ciencia cierta si es importante discutir en Alemania pero
que sería innecesario y hasta incomprensible en Francia, por ejemplo, donde la
prosa de escritores como Gérard de Nerval no necesita revaloración alguna. Por
lo tanto es más sensato que remita a los interesados en esa “batalla mexicana”
a algunos de los textos de Al filo de las hojas y no despliegue ante ustedes toda
aquella artillería.
b) Por otra parte, me doy cuenta de que conforme más he insistido en
“La prosa de intensidades”, teoría, concepto, lema, historia o lo que quiera
considerársele, más he sembrado en la gente la impresión errónea de que Los
nombres del aire fue escrito siguiendo intencionalmente una teoría, un concepto
o una tradición. Cuando la verdad es lo opuesto — y todos los escritores aquí lo
saben —, porque uno escribe en un principio lo que puede, como puede, y sólo
hasta después, a veces, se pone a pensar en definir lo que ha hecho, clasificar
o buscar antecedentes de ello. Hablar de nuevo sobre la prosa de intensidades
es tal vez seguir sembrando ese equívoco. La prosa elaborada de Los nombres
del aire, su estructura trabajada, su cuidada manufactura son efectos de una
concepción creativa que se define por tratar de hacer lo mejor que uno puede
con un libro antes de entregarlo a la imprenta. Tan sólo eso: no un plan de
mecánica previa sino un proceso vital que se autoexige al avanzar.
c) Finalmente, a diferencia de otros congresos o coloquios en los que se me
ha invitado como crítico literario, éste es uno de los que me invitan como autor:
pequeña gran diferencia que exige que les hable más directamente de alguno
de mis libros.

De manera aún más personal e impresionista trataré de comentar el impulso


creativo con el que fue hecho Los nombres del aire a partir de una pregunta
que se me ha repetido a lo largo de textos y entrevistas sobre el libro. Si bien
la mayoría de los comentaristas han usado el término prosa de intensidades
para hablar de el, hay una inquietud constante que podría resumirse en la
pregunta llena de extrañamiento sobre “¿Cómo se me ocurrió escribir una hi¬
storia así? Tanto detractores como quienes han apreciado el libro coinciden en
el extrañamiento. Por eso me concentro ahora en él. Describo lo que veo como
razones de ese extrañamiento y esa es una manera de repertoriar la extrañeza
misma del libro:

1. Se trata, como ya dije, de un libro escrito como una composición musical


o como un poema extenso, es decir, como una prosa de intensidades. Pero el
extrañamiento tiene también otros argumentos:

2. Porque la novela no se sitúa en México sino en una ciudad imaginaria


con fuertes rasgos arábigo andaluces y con el nombre antiguo de una ciudad
fortificada del atlántico marroquí: Essaouira, llamada antes Mogador. El libro
habla de México de manera tan solo profunda: la lengua y la cultura que
explora es una de nuestras vertientes negadas. El libro afirma implícitamente
179

que los mexicanos somos muy árabes y no tan sólo españoles e indios, y eso a
muchos incomoda, extraña.
3. El libro explora una sensibilidad femenina, como universo fascinante y
misterioso que invita a ser conocido; y describe además el deseo y el amor entre
mujeres.
4. El libro habla de una ciudad, pero a diferencia de otras novelas que
describen la dimensión social de ella, ésta describe la dimensión imaginaria.
Parte de la certeza de que lo que uno imagina es una realidad tan importante
como otras y se entreteje en la imaginación de los otros con quienes convivimos
determinando nuestras actitudes y muchas veces nuestros actos.
5. La historia que se cuenta, más que una historia de amor es una historia
de deseo. Más aún, es un libro que sitúa al deseo, en su sentido más amplio,
como motor de la vida. El deseo de hacer, de moverse, de ser alguien o algo
específico, de acercarse, de poseer al otro. El deseo también como motor de
toda imaginación; o dicho de otro modo, la imaginación como una planta aérea
cuyas raíces están en nuestros cuerpos.
Suma de extrañamientos, mi libro es lo que con pasión y sin sentir ninguna
obligación de “escribir como mexicano” o escribir sobre los problemas de México
he podido ir haciendo a lo largo de los años. Mogador sigue viviendo en mí
y mucho de lo que me sucede a diario: un encuentro afortunado, unos ojos
que miran con deseo, un cuadro que me impresiona, una mano que se levanta
posesiva, una frase misteriosa o simplemente significativa, uno de los gestos del
amor, eso y muchas otras cosas cotidianas, pasan en mi delirio de novelista a
formar parte de personajes y situaciones de Mogador. La literatura se alimenta
de la vida pero de muy diferentes maneras. En la prosa de intensidades la vida
está en filigrana, delgada y contorneada artísticamente, pero es de plata maciza.
Quiero terminar agradeciendo de nuevo a Karl Kohut esta invitación para
conocerlos a ustedes un poco y para ser un poco conocido de ustedes. Creo
sinceramente que una de las cosas que dan sentido a la vida, por lo menos ese
es mi punto de vista, es el encuentro con los otros. La búsqueda del otro, de
lo radicalmente otro que sin embargo se revela identificable, comprensible en
parte, lo otro que es el sexo, la nación, la lengua, otro cuerpo simplemente, otra
ciudad, otro clima, otra vegetación, otro palpitar de otra sangre al mismo ritmo
de uno, es para mí reto y aventura cotidiana. Es, tal vez, una noción erótica
de la vida: entrar en el otro, es decir, tratar de comprender lo que no se nos
muestra de forma evidente, y esto último puede ser una de las definiciones de la
hermenéutica cotidiana, del sentido de la vida: descifrar lo que no se nos ofrece
naturalmente, como otra lengua, por ejemplo (como nuestra lengua y nuestra
literatura para ustedes). Gracias por esta invitación a iniciarnos (nosotros) o
a continuar (ustedes) en un conocimiento del otro. Gracias por esta invitación
al mutuo desciframiento.
Madero en la historiografía de la Revolución
mexicana

Ignacio Solares

Toda atención es un pararrayos. Por eso no es de extrañar que, una vez en el ter¬
reno — ¿elegido hasta dónde conscientemente? —, converjan hacia uno fuerzas
aparentemente inconciliables, insospechadas, hiperbóreas. Lo más atractivo —
y divertido por supuesto — del acto de escribir, es ese concilio de elementos
extraños — ¿llegados de dónde? — a partir de una simple idea, una apuesta
— Drácula y Frankenstein, nada menos, surgieron de una apuesta literaria —,
un proyecto difuso, una línea, una imagen, un sueño. ¿Pero cómo, por qué,
tenía que ocurrírseme a mí esto? es, me parece, una pregunta más estimulante
que la pretenciosa afirmación: cuanto escribo se me ocurre a mí y nada más
que a mí, como si de veras fuéramos dueños de procesos que, como el sueño,
como la digestión, como en general la salud y la vida misma, se dan mejor sin
la intervención de nuestra voluntad. Nuestra voluntad. La verdad es que, buen
aficionado a la filosofía hindú, dudo de los resultados de una férrea voluntad y
prefiero creer que existo porque algo o alguien me piensa, más que por que yo
pienso. Podría hasta extenderlo a la escritura, ya que por donde van a pasar
los hechos pasan antes las palabras, y decir: algo o alguien me piensa, luego
escribo, en lugar del pienso luego escribo lo que es, así de entrada, meternos de
cabeza en el terreno que quiero tocar: el del Presidente Franciso I. Madero en
la historiografía y en la literatura mexicanas.
Lo primero que me atrajo de Madero fue su absoluta fe en que era poseído
por un espíritu al practicar la escritura automática: el espíritu de su hermano
Raúl, muerto a los cuatro años al meter la punta de un carrizo en la lámpara
del comedor de la hacienda en donde vivían y rociar sus ropas con el queroseno
ardiente. ¿Por qué aquel nino? ¿Por la pena infinita que le causó su muerte?
Madero era un hombre profundo, enfermizamente sentimental (lloraba casi por
cualquier motivo), y cada vez que lo recordaba, decía, se le estrujaba el corazón.
¿Hasta esa injusticia de la muerte prematura de su hermano quería remediar y
que su vida no vivida se realizara en él?

Bastaba que tomaras la pluma — digo en mi libro sobre Madero —


y lo llamaras. Tu mano empezaba a desplazarse por si sola. Qué
maravillosa sensación. No ser tú; mejor dicho, no ser sólo tú, porque
en la escritura estaba también él. En cada palabra se manifestaba
y así, al ser tú y él quienes escribían, resultaba que tú eras más tú
que nunca. El y tú, así corno ahora hablamos tú y yo. Yo: tú: él.
Tu pluma operaba el milagro: restablecía un orden olvidado en el
que la muerte no existe.

Por eso cuando descubrí que Madero era un médium escribiente y cifraba buena
parte de sus decisiones las fundamentales por lo menos — a los dictados de
181

los espíritus, me pareció que había encontrado a un personaje fascinante que en¬
riquecía mi mundo literario y resumía buena parte de mis obsesiones. Madero,
literalmente, se puso en manos de la escritura, se dejó llevar hasta la muerte,
hasta casi ir contra sí mismo, por las letras redondas y apretadas, en ocasiones
casi ilegibles, que plasmaba temblorosamente en unas libretas de hojas rayadas
y tapas duras y azules. Libretas que, como era de temerse, guardó celosamente
la familia durante años. Pero no sólo la familia, a sus historiadores también
les pareció que sus prácticas espiritistas demeritaban la imagen del Apóstol de
la Democracia. Así, se le convirtió en un héroe de piedra, inamovible, y lo
que es peor, mutilado. Porque la verdad es que a Madero no lo entendemos ni
política ni humanamente, sin su fe y su entrega a esos dictados. Echemos un
rápido vistazo a tan curiosa posesión. A fines del siglo pasado, a los veintisiete
años, Madero regresó de Europa y se instaló en una hacienda de su familia en
el norte del país, donde puso en práctica con particular éxito sus estudios de
agricultura. Tenía unas doscientas hectáreas sembradas de algodón y fruta¬
les y construyó una presa que irrigaba la mayor parte de sus tierras; además,
proyectaba otros negocios diversos de enorme remuneración económica, como
una compañía jabonera, una fábrica de hielo, acciones, terrenos, cría de ga¬
nado, etcétera. Sus peones tenían fama de ser los mejor tratados y pagados de
la región. Con su novia, Sara Pérez, había formalizado su relación. Fumaba,
bebía y se jactaba de ser un muy buen bailarín. De pronto, todo ese mundo
se desquebrajó cuando Madero se descubrió médium escribiente. Unos años
antes, en París, había asistido a sesiones espiritistas y leyó con avidez las obras
de Alian Kardec, pero una noche se transformó de mero espectador en actor al
practicar la escritura automática y descifrar su mensaje oculto. Los placeres
de esta tierra palidecían, disminuidos, como disminuida y pálida sería la luz de
un lámpara al recibir, de lleno, la luz de sol.
Así, a partir de 1901 empezó a visitarlo el espíritu de su hermano Raúl y
la vida de Madero cambió radicalmente. Lo instruyó sobre las cuestiones del
más allá: al descubrir su miedo porque su madre, que estaba enferma, pudiera
morir, le dice:

No entiendo ese miedo tan absurdo a lo que ustedes llaman muerte,


que en realidad no es sino la vida, pues al abandonar el espíritu
su envoltura material viene a disfrutar de una verdadera vida, más
alguien como mamá, que ha tenido una existencia plena de buenas
acciones.

Y también lo instruyó sobre las cuestiones del más acá: dominar la materia,
privarlo aun de aquello que más gozaba. Esa fina capacidad de Madero para
paladear los buenos licores, de su olfato para distinguir un buen tabaco o un
buen perfume, y hasta de su tacto para palpar las buenas telas, la apago en
él. Logró que a la ropa la llamara, peyorativamente, la envoltura de la envol¬
tura; que abandonara el tabaco y que destruyera su cava de vinos. También
le recomendó — ¿o habría que decir ordenó?, porque en ocasiones el tono era
182

francamente recriminatorio —, que dedicara todos los días una hora por lo me¬
nos para examinar sus actos, sus pensamientos y sus deseos, cuidadosamente,
uno por uno; además de practicar con fervor creciente la oración y la medi¬
tación. En una carta de por aquellas fechas, Madero decía a un amigo que no
le alean aba el día para el perfeccionamiento interior por lo que dormía apenas
unas cuatro horas. Por otra parte, lo obligaba a una constante atención a los
trabajadores de su hacienda y los pobres que mantenía:

Las únicas riquezas que posees son tus buenas acciones, le J^e uud
ocasión el espíritu de Raúl. Si vas a Monterrey procura dejar a tus
pobres con lo necesario, pues es una crueldad que porque tu andas
paseándote y divirtiéndote vayan a sufrir algunos infelices todos los
horrores del hambre.

Y es que a esos pobres les abrió un albergue en su propia casa, en donde les
ofrecía cama y comida, los curaba si estaban enfermos y les regalaba dinero en
efectivo si se lo pedían. Hasta ese momento, a través de sus cartas y escritos,
Madero no da muestras de interesarse particularmente por la actuación política,
a la que veía hasta con desprecio. Se había vuelto vegetariano y tenía particular
rechazo por cualquier forma de violencia. Por eso es un golpe sorpresivo, para
él mismo, que en 1903 el espíritu que lo visita le cambie radicalmente el rumbo.
Todavía en septiembre de ese 1903 le decía:

desengáñate, este mundo es como una prisión a la que has venido a


purgar tus faltas por medio del dolor y del trabajo humilde,

proyecto que, parecía, coincidía con su intención de limitarse a su ámbito re¬


gional. Y de pronto, un mes después de ese comunicado, el espíritu le muestra
un nuevo camino, apaisado, vertiginoso:

Los espíritus superiores gozan sobre todo con sacar a algún pueblo
de la esclavitud, con ayudarlo a sacudirse el ignominioso yugo de la
tiranía.

Y unos días después:

Sobre ti pesa una responsabilidad enorme. Has visto el precipicio


hacia donde se dirige tu patria. Cobarde de ti si no la previenes...
Has sido elegido por tu Padre Celestial para cumplir una gran
misión en la tierra.

Y aun le dictaron una verdadera premonición: el desenlace de la Decena


Trágica, cuando Madero se entregó en manos de Victoriano Huerta, quien ter¬
minaría asesinándolo.
De los espíritus superiores siempre guarda recuerdo la historia y son enton¬
ces sus grandes hombres, sus héroes. Héroes que, sin remedio, han derramado
su sangre por la salvación de su patria.
183

El rumbo, decía, que se le dictaba hasta unos días antes, era el opuesto:
renuncia, recogimiento, oración, intenso trabajo pero apacible por sus humildes
pretensiones, sin más gloria que el perfeccionamiento interior y la de hacer
el bien en su reducida comunidad. El círculo se abrió de pronto en forma
desorbitada y lo abrumó. Por esas dudas, el espíritu de Raúl lo recriminará
en sus siguientes comunicados y lo alentará hablándole de “la estela luminosa
que dejan en su planeta los grandes hombres”. Y a pesar de que han sido
las más de las veces mártires “han aprendido a ver con desdén la muerte”. Y
hasta lo previene contra el odio y el rencor y lo obliga a reconocer que “fuera
de la caridad no hay salvación”. Hay también un párrafo que me impresiona
particularmente porque muestra en forma transparente la actitud de Madero
a partir de esos momentos y delinea ya a su sombra: Victoriano Huerta. “Los
hombres que como tú han tenido una misión así en el mundo han, finalmente,
compadecido a los fanáticos que los han martirizado y les han dado la muerte”.
Es el conocimiento de estos dictados — y hasta de sus gustos literarios; por
ejemplo, siempre eligió entre sus predilectos un cuento de Tolstoi en el que bajo
una tormenta de nieve, un hombre salva a otro cubriéndolo con su cuerpo y
muere a consecuencia de ello. En su comentario al cuento Madero escribió:

Si ese hombre que está muriendo en la nieve fuera un enemigo nues¬


tro ¿aun así deberíamos darle nuestro calor y nuestra vida?

Es el conocimiento de esos dictados, repito, el que nos permite entender algunas


frases posteriores de Madero, como la que le dice a sus amigos revolucionarios
en diciembre de 1910:

Apenas triunfe el movimiento armado, espero perder la vida, no


importa cómo, porque una revolución, para que sea fructífera, debe
ser bañada en sangre.

¿Qué le había quedado para entonces del pacifista, del vegetariano que anhe¬
laba reducirse a practicar el misticismo? Madero vivió siempre en esa eterna
contradicción entre el místico y el hombre de acción, entre el pacifista y el
político, el optimista que, sin embargo, “sabía” lo que iba a sucederle. Y por
ello es que resulta aún mas absurdo que otro de sus historiadores, Aguirre Bena-
vides, en su libro Madero el inmaculado, cuyo título es ya de lo más sugestivo,
afirme apenas en las primeras páginas: “Madero fue un hombre sin contradic¬
ciones, de una sola pieza”, lo que no sólo lo mutila, sino que lo priva de la
dimensión trágica que lo caracterizó, siempre apuntalada por su irremediable
ambivalencia. Todavía unos días antes de que se derrumbara su gobierno y él
mismo fuera sacrificado, parecía más preocupado por la traducción de un libro
de espiritismo de León Denis que por lo inminente que lo rodeaba. Y por esos
días también le envió una carta a un muy querido tío suyo — con el que pre¬
cisamente organizó sus primeras sesiones espiritistas en la que le recordaba,
asombrado, como en su vida todas las profecías que le habían enviado del más
allá se habían cumplido a pesar en ocasiones de su propia resistencia, muy espe¬
cialmente aquella de cuando era un adolescente en que la tabla ouija le dijo,
184

una noche, en el comedor de la hacienda donde vivían, ante varios familiares y


amigos, que sería Presidente de la República. “Por lo visto — dice Madero en
esta carta — ningún caso tiene rebelarse a golpes contra el destino”.
Ese es el Madero que no habían querido enfrentar la mayoría de sus fami¬
liares e historiadores. Por ejemplo, uno de los más reconocidos, Alfonso Ta-
racena, que por lo demás ofrece una riquísima información, dice en el prólogo
de su biografía sobre Madero que las imputaciones que con más insistencia
formulan contra él “los indocumentados contrarrevolucionarios vergonzantes
inspirándose en las censuras de los periodistas de la dictadura y del huertismo
que durante más de cincuenta años trataron de enlodar al Apóstol de la Demo¬
cracia”, son que decapitó a la Revolución con los Tratados de Ciudad Juárez,
que se echó en brazos del ejército y que fue espiritista. Y resulta que, en efecto,
Madero decapitó a la Revolución con los Tratados de Ciudad Juárez, que se
echó en brazos del ejército — en una ocasión le dijo a Victoriano Huerta: “Ge¬
neral, estoy en sus manos”, casi invitándolo a que culminara de una buena vez
la tragedia que le esperaba — y no hay ninguna duda de que fue espiritista
hasta el último momento de su vida. Y a pesar de ello, y en ocasiones gracias
a ello, la figura de Madero es de lo más rescatable para nuestra historia, y su
mensaje democrático y entrega absoluta tienen hoy una gran vigencia. Más que
cubrir con velos las estatuas de quienes nos antecedieron, habría que revivirlos
plenamente y mirarlos a la cara. En ese mismo prólogo de Taracena, se incluye
una carta de Vasconcelos en la que dice:

Taracena relata, en detalle, las circunstancias en que llegó Madero a


interesarse en el espiritismo. Es claro que ninguna cabeza educada
y sana puede tomar en serio las ingenuidades de un Alian Kardec,
las patrañas de los médiums; sin embargo, todo el que ha pade¬
cido curiosidad por los problemas fundamentales de la vida que no
son sociales y temporales, sino los que afectan a nuestro destino de
un modo profundo y eterno, ha tenido que investigar en todos los
credos y que estudiar incluso las supersticiones. Desde ese punto
de vista ha de mirarse la pasajera conexión del Presidente Mártir
con las sectas espiritistas. Ni creyó en ellas ni mantuvo esa relación
en los días de su madurez intelectual, mucho menos cuando tuvo a
su cargo la función ejecutiva de la nación. Las versiones que han
pretendido enseñarnos al gran caudillo moviendo mesitas para con¬
sultarle los altos problemas patrios, no pasaron nunca de ser obra
de caricaturas, ocurrencia de desocupados, o calumnia deliberada
de quienes no podían perdonarle su gestión política inmaculada y
sus antecedentes de hombre de cultura y de honor. Yo traté a Ma¬
dero con intimidad, durante los tres últimos años de su corta vida,
y precisamente hablábamos a menudo de los temas filosóficos y de
creencias, y jamás le oí tomar en serio, ni mencionar siquiera, el
credo espiritista.

Me parece muy logico que no hablara de cuestiones espiritistas con Vasconce-


185

los, después de ver como se expresaba de Alian Kardec — el autor predilecto


de Madero —, y lo mismo le debe de haber sucedido con otro de sus biógrafos,
Sánchez Azcona, su secretario particular por ese entonces, y que en una ocasión,
ante el propio Madero, se refirió peyorativamente a la “chifladura” del espiri¬
tismo. Por supuesto, en su biografía sobre él, Sánchez Azcona ni siquiera de
pasada menciona que Madero se dedicara a prácticas espiritistas. Cómo iba a
ser si se trataba de defenderlo, de protegerlo de la “negra avalancha del ocul¬
tismo”. La expresión es de Freud, según cuenta Jung en su libro Recuerdos
sueños y pensamientos: “En una ocasión — dice Jung — con el mismo fulgor
en la mirada con que trataba los temas sexuales, me dijo que la teoría de la
libido tenía como fin, ante todo, proteger a la ciencia de la negra avalancha del
ocultismo”.
Algo debería de decir el propio Freud sobre la manifiesta represión de esa
negra avalancha, tan grave como cualquier otra represión, fundamental en la
vida de un hombre tan importante para la historia de México como Madero,
y que ensambla, curiosamente, con otro aspecto no menos psicoanalítico: la
relación con su familia. Muy pocos historiadores lo mencionan, a no ser sus
detractores, y le faltó a Taracena colocarla entre las “imputaciones que con más
insistencia formulan los indocumentados contrarrevolucionarios vergonzantes”.
Por ejemplo, en el libro de Vasconcelos sobre el abuelo de Madero, don Evaristo,
dice:

Don Evaristo comprendió que había llegado el momento de librar su


última campaña en defensa de lajusticia y del bien. Le tocaba ahora
defender la obra de toda una vida dedicada al trabajo fecundo.
Podría perderlo todo, pero no el honor. Ni una sola palabra salió
jamás de sus labios condenando al nieto.

Habría que subrayar esta última frase: “Ni una sola palabra salió jamás de
sus labios condenando al nieto”. ¿Por qué extraña alquimia del autoengaño
pudo Vasconcelos afirmarlo? Porque debió conocer las cartas, los comentarios
públicos y hasta los desplegados periodísticos que el abuelo hizo en contra de
la campaña política del nieto. En una ocasión se refirió a Madero como a un
microbio que lucha contra un elefante, que en ese caso sería don Porfirio. Por
supuesto, don Evaristo no calculaba el poder mortífero de los microbios, pero
lo que nos importa aquí es el tono peyorativo del comentario. También, lo
consideraba incapaz de escribir un libro y por eso dudaba de que fuera el autor
de La sucesión presidencial: “Te diré la verdad le dice don Evaristo a su
nieto Francisco en una carta — no te considero capaz de escribir tal libro y
deseo saber quién te ayudó”. Y cuando por fin reconoció que era el autor, le
envió otra carta que culminaba así: “El resultado de todo esto es que, después
de ponerte en ridículo, expones el bienestar de tu padre .
Al saber que había sido electo candidato a la Presidencia de la República y
que había aceptado, le escribe: “Eres un atrevido e inconsciente”, y empieza,
al igual que sus demás parientes, a tildarlo de loco: “Cada vez que reflexiono
186

sobre tu conducta, temo que has perdido la razón”. Esto, además de enviar
cartas a los periódicos en las que decía:

Yo y todos mis hijos, incluso el padre de mi nieto Francisco, nos


hemos opuesto y nos opondremos siempre a la campaña política que
él ha emprendido.

De ahí que otro historiador de la revolución, José R. Castillo, aunque con mucho
menos prestigio que Vasconcelos, escribió:

En el primer periodo de la vida política de Francisco I. Madero,


ninguno absolutamente de los numerosos miembros de su familia
lo acompañaron. Los que años después, habrían de rodearlo hasta
maniatar su voluntad y desprestigiarlo, por entonces se apartaban
de él y lo miraban como a un apestado, apresurándose a condenar
su obra, a censurarla públicamente, a calificarla como un desatino
y a estrechar más y más sus relaciones de amistad con Limantour,
eminencia gris del porfiriato. Parece que el único que estaba a su
lado y aplaudía su entusiasmo era Gustavo Madero quien tanto
había de significarse al triunfo de la revolución. Pero don Ernesto,
don Alfonso, el mismo Francisco Madero padre y demás parientes
maldecían y excecraban los entusiasmos democráticos y los anhelos
antirreeleccionistas de Francisco Ignacio, a quien consideraban y
calificaban de ‘loco’.

En efecto, el padre mismo de Madero, que jugaría un papel tan determinante en


algunas de sus decisiones, le dijo a Federico Gamboa, entonces subsecretario de
Relaciones Exteriores, en un restorán y ante varios testigos: “Mi hijo Panchito
está loco”. Ese mismo padre a quien Madero le confió en buena medida los
arreglos de Ciudad Juárez, por medio de los cuales se decidió con Limantour
que en caso de que don Porfirio decidiera renunciar, se nombraría a De la Barra
embajador de México en Estados Unidos — como Presidente Interino, para
después convocar a elecciones. Ahí, en efecto, como dice Taracena, Madero
decapitó la Revolución. Ya para cuando entró a la ciudad de México en junio
de 1911, con toda la gloria del jefe máximo de una revolución triunfante, uno
era el hombre al que aclamaba el pueblo y otro el que gobernaba desde Palacio
Nacional. Ambivalencia que influyó determinantemente en su comportamiento
con Zapata: otro de los puntos oscuros en la trayectoria política del Apóstol de
la Democracia. Por una parte, los maderistas se niegan a reconocer que Madero
haya traicionado a Zapata y por la otra los zapatistas, como Womack, ofrecen
pruebas concluyentes de que si lo traiciono. Unos y otros nos los muestran
como personajes de alguna manera antagónicos. Yo pienso que a pesar de las
diferencias que hubo entre ellos y de que quizá, en efecto, Madero traicionó a
Zapata, en el fondo eran profundamente afines. Prueba de ello es que cuando
Madero estaba a punto de caer, Zapata le ofreció refugio por sus rumbos. Esto
apenas lo mencionan maderistas y zapatistas y me parece un dato determinante
187

para entenderlos a uno y a otro. Un enviado de Zapata, Timoteo Andrade, lo


visitó en Palacio Nacional el dieciocho de febrero de aquel trágico 1913, apenas
cuatro días antes de que Huerta lo mandara asesinar. Según contará Bonilla,
ministro de Fomento del gobierno de Madero, éste se emocionó profundamente
(hasta las lágrimas) cuando se habló de una reconciliación con Zapata, quien le
ofrecía dos mil hombres en el sur y cuanta ayuda pudiera necesitar. Después,
Madero sostuvo una reunión con los senadores, que iban a pedirle su renuncia,
y de la cual hay una versión taquigráfica, citada por el propio Taracena:

Contrasta la conducta de ustedes, señores senadores con la de Za¬


pata, que me ofrece dos mil hombres en el sur.

Y también Taracena dice:

El licenciado Federico González Garza, gobernador del Distrito oyó


hablar de un emisario enviado por Zapata al señor Madero para
invitarlo a luchar contra el enemigo común.

Sin embargo, pocos historiadores mencionan el pasaje y Womack dice:

Aunque circularon rumores de que Zapata y De la O habían decre¬


tado un armisticio provisional para ayudar a los leales, y aunque
algunos observadores creían inclusive que Zapata estaba ofreciendo
protección y refugio a Madero, evidentemente no se había hecho
tal trato y ni siquiera se había intentado realizarlo, pues en aque¬
llos días de angustia los jefes no se reunieron en junta, ni tomaron
decisiones.

Y Womack pone una nota al pie de página que dice: “Para esta leyenda,
véase por ejemplo, Bonilla...” ¿Por qué leyenda? En la reunión con Timo
teo Andrade estuvieron presentes Bonilla, entonces ministro de Fomento, el
mencionado Gonzáles Garza y García Pena, ministro de Guerra. Andrade
estaba seguro de que Zapata no le tenía rencor al Presidente Madero y lo ayu¬
daría” , dice Bonilla. ¿Es una de las afirmaciones por las que Womack tenía que
rechazar el pasaje? ¿Y la versión taquigráfica de la reunión con los senadores?
¿Mintió Madero al decir que Zapata le ofrecía dos mil hombres en el sur? ¿Y el
testimonio de González Garza? ¿A quién creerle y a quién no? Quizá, la ven¬
taja del novelista es que puede colocarse en un intervalo, como dice el poema
matafísico hindú Vijnana Bhairava:

En el momento en que se perciben dos cosas, tomando conciencia


del intervalo entre ellas, hay que ahincarse en ese intervalo. Si se
eliminan simultáneamente las dos cosas, entonces, en ese intervalo,
resplandece la Realidad,

proposición que tampoco le hubiera disgustado al propio Madero, también tan


amante de lo hindú. Porque, además, a cada paso va el lector común a toparse
188

con ese tipo de contradicciones en los textos históricos sobre el maderismo (con¬
tradicciones que resultan hasta divertidas a partir del intervalo). Por ejemplo,
se dice (Taracena, Sánchez Azcona, Urquizo. ..) que después del intento fru¬
strado de los primeros enviados de Huerta para aprehender a Madero en su
despacho de Palacio Nacional, éste salió a un balcón a arengar a grupos de
rurales reunidos en la calle de Acequia:

Soldados — les gritó Madero — acabo de sufrir un atentado del


que venturosamente salí ileso, pero el enemigo está aquí mismo en
el Palacio. El gobierno legítimo de la República está en peligro y
requiere la cooperación inmediata de los soldados leales y dignos.
Con la ayuda de ustedes hemos de triunfar. ¡Viva México!

La gritería de los rurales atronaba el espacio. Requirieron sus armas y gritaban:


“¡Viva Madero! ¡Viva el supremo gobierno!” Sin embargo, véase el contraste
con la versión que de tales hechos da Vasconcelos:

Apenas levantados los muertos, reunió Madero a los pocos que esta¬
ban con él y se asomó al balcón de Palacio intentando llamar al
pueblo en su auxilio. Afuera, las calles totalmente desiertas demo¬
straban el cuidado que había tenido Huerta de aislar a su prisionero.

Totalmente desiertas... ¿Qué hacer entonces? Escoger la versión que más con¬
venga a la novela, siempre desde ese intervalo en el que resplandece la realidad
y la imaginación. Y me pregunto si no será de veras lo imaginativo, a partir
de acumulada la suficiente información, lo que nos permitirá reconstruir la rea¬
lidad tal como fue.. .o como debió haber sido. El novelista cree siempre que
lo que importa es el halo que dejan los hechos, más que los hechos mismos.
Por eso a partir de ese Madero espiritista, contradictorio, sentimental, con una
entrega absoluta a la causa en la que creía, novelé en mi libro una reunión
que tuvo con el entonces Presidente Porfirio Díaz — cuando los dos eran can¬
didatos a la presidencia, uno por el partido antirreeleccionista y otro por el
reeleccionista y de la cual se sabe muy poco. Esa reunión cambió también
la vida de Madero. Por principio de cuentas, don Porfirio le debió de recordar
a su abuelo Evaristo: la apostura, la prepotencia y hasta el tono de burla con
que lo trató. Además, en relación con la publicación de su libro La sucesión
presidencial Madero había recibido dos años antes un comunicado del espíritu
de Benito Juárez, en el que se le vaticinaba:

El triunfo de usted va a ser brillantísimo y de consecuencias incal¬


culables. Su libro va a hacer furor por toda la República, como
una corriente eléctrica que va a impresionar a todos los espíritus,
les piovocara una poderosa sacudida que los sacara del letargo en
que están sumidos... Ya le hemos dicho que al general Porfirio Díaz
le va a causar una impresión tremenda, le va a infundir verdadero
pánico.
189

Madero debió de sentirse profundamente frustrado al encontrarse, por el con¬


trario, con un Porfirio Díaz que no hizo sino burlarse de él. A la reunión entró
el pacifista, el Apóstol de la Democracia y salió el caudillo de un inminente
movimiento armado. “Responde a la fuerza con la fuerza”, dijo al día siguiente
Madero, en el centro antirreeleccionista. La entrevista con Profirió Díaz le
sirvió, tal parece, para asumir su destino, un destino del que desde diez años
antes le habían advertido los espíritus. Y esto a pesar de que, me parece, Ma¬
dero no estaba hecho de la materia tan particular que requiere un hombre para
la lucha política — y en su caso la lucha armada misma — porque en esencia
era un místico. Más que para preparar la ponzoña que implica sin remedio el
juego político, su vocación lo acercaba a quienes preparan el antídoto a través
de la renuncia y de la humildad. Pero no tenía remedio, así que Madero asumió
los señalamientos que le llegaban a través de la escritura y dibujó sobre el papel
el mapa de la ruta que debía de seguir. Mapa sin el cual difícilmente podremos
entenderlo.
Por último quisiera referirme a que para mí mismo la escritura del libro
sobre Madero resultó, no sólo alentadora y gratificante, sino por momentos
de lo más extraña y rodeada de esa conciliación de fuerzas insospechadas de
que hablaba al principio. Por ejemplo, uno de los personajes que rodearon
a Madero que más me intrigaba era Roque Estrada, que lo acompañó a su
campaña política como candidato a la presidencia a principios de 1910. En una
ocasión le dijo a Madero la frase más dura y certera que por aquel entonces
pudo habérsele dirigido: “Las revoluciones, señor Madero, hay que iniciarlas
dentro de la familia de uno”.
Quizá por eso después no le dió a Roque Estrada ningún puesto de impor¬
tancia dentro de su gobierno, y, aunque se alejaron, mantuvieron una mutua
admiración y hasta afecto — curiosa relación de Madero con sus amigos, quizás
aún más curiosa que con sus enemigos — y cuando el gobierno maderista cayó,
Roque Estrada se levantó en armas en Zacatecas y fue hecho prisionero por
Huerta. En el libro que escribió sobre Madero, Roque Estrada dice que la
pérdida del apóstol fue “irreparable, dolorosísima”, no sólo en lo político, sino,
sobre todo, en lo personal: “Su luz nos iluminó a todos el camino individual”.
Del espiritismo de Madero, dice: “Me dijo poco de eso, pero supe que decía
la verdad”. Después me enteré, por medio del historiador Manuel Arellano,
quien también me permitió acceder a las libretas originales con los comunicados
espiritas de Madero, que Roque Estrada se había vuelto espiritista y que en
una ocasión, incluso, Madero se había materializado ante el, lo cual narraba
el propio Estrada en un libro viejísimo, inconseguible, publicado en Madrid en
1925, y del cual se editaron apenas unos quinientos ejemplares. Que Arellano
me dijera que ese libro era inconseguible lo apartaba casi absolutamente de mi
y de mi trabajo, ya que él me había prestado buena parte del material utilizado.
Pensé que el libro de Estrada resultaba fundamental para mi novela, pero me
había resignado ya a dejar ese hueco en sus páginas cuando una mañana un tío
de mi esposa que trabajaba conmigo entró a mi oficina a ofrecerme un curioso
libro que había comprado hacía años en la Lagunilla y que algo trataba de la
190

revolución y del espiritismo. Ya no me sorprendí al ver el título y la referencia de


la edición: Madrid, 1925, 500 ejemplares editados, Psicoinlimidad.es de Roque
Estrada. Nada más por esas maravillosas, deslumbrantes experiencias vale
la pena escribir, me parece, porque además esto de la literatura, tan llena de
sombras y fantasmas, tanto en la lectura como en la escritura es lo más parecido
a una sesión espiritista.
VI

Sobre autores y obras:


Azuela, Fuentes, del Paso, Poniatowska
Estrategias narrativas en las novelas de
Arturo Azuela*

George R. McMurray

La narrativa mexicana del post-boom, es decir, de las últimas dos décadas,


muestra que México dispone de un número respetable de buenos escritores
pero escasamente difundidos. A diferencia de Carlos Fuentes, cuyas obras se
traducen a varias lenguas casi simultáneamente a como aparecen en español,
y de escritores como Vicente Leñero, Gustavo Sáinz, José Agustín, Elena Po-
niatowska, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, y Fernando del Paso, que
son leídos por un creciente número de lectores mexicanos, la generación del
post-boom ha tenido menos éxito, tanto en México como en el extranjero. Las
razones para esta relativa falta de reconocimiento son, sin duda, varias, pero
se podría especular que durante los años setenta los escritores del post-boom
fueron eclipsados por los de la década anterior y, durante los años ochenta, la
crisis económica en México, al engendrar preocupaciones ajenas a la literatura,
ha reducido drásticamente la venta de libros.
Aunque cualquier lista de escritores mexicanos del post-boom sería necesa¬
riamente arbitraria, algunos nombres que este lector incluiría en ella son el de
Luis Arturo Ramos, José Emilio Pacheco, Eugenio Aguirre, María Luisa Puga,
Francisco Prieto, Frederico Patán, Ignacio Solares, Homero Aridjis, y Arturo
Azuela. Nacido en 1938, Azuela, por su edad, pertenece a la generación del
boom o de “la onda”, pero el año de la publicación de su primera novela (1973),
lo coloca en la época del post-boom. La obra de Arturo Azuela incluye seis
novelas, de las cuales una ha sido traducida al inglés. Sin embargo, al consul¬
tar la bibliografía internacional de la PMLA, uno encuentra, además de una
entrevista con nuestro autor, un total de tres artículos, y lo que es más, estos
enfocan solamente dos de las seis novelas. Los propósitos de esta ponencia son
dos: discutir algunas de las estrategias narrativas de Azuela y, al mismo tiempo,
presentar a este excelente escritor a los lectores que tal vez no lo conozcan.
El tamaño del infierno, primera novela de Azuela, retrata a cuatro genera¬
ciones de una familia, desde la última parte del siglo diecinueve hasta fines de
los años sesenta, después de la matanza de Tlatelolco. Uno de los personajes
principales de esta obra es el tío Jesús, quien, hacia fines del siglo pasado, mató
al hermano de su novia y huyo a Cuba. Durante unos setenta anos de ausencia,
este personaje se convierte en un ser mítico, pero su leyenda termina repentina¬
mente cuando, ya viejo y enfermo, regresa a su tierra a morir. El tema de Un
tal José Salomé, la segunda obra de Azuela, es la destrucción de un pueblo al
ser absorbido por una creciente metrópoli, probablemente la Ciudad de México.
La vida del protagonista, José Salomé, es el principal hilo unificador de esta
obra, cuya estructura se caracteriza por la yuxtaposición decuadros separados

*La realización de este estudio fue posible gracias al apoyo de Colorado State University.
194

tanto por el tiempo como por el espacio. El escenario de Manifestación de si¬


lencios, la única novela de Azuela que ha sido traducida al inglés, es la capital
mexicana, donde un grupo de intelectuales se encuentran marginados por la
corrupción y la injusticia de una sociedad cada vez más intolerable. José Au¬
gusto Banderas, tal vez el personaje más importante, se frustra hasta el punto
de matar a un hombre, y luego huye a Europa. Como Jesús, en El tamaño del
infierno, José Augusto vuelve a México después de muchos años pero no por
su propia voluntad, sino por extradición.
En La casa de las mil vírgenes, a medida que se cuenta la historia de una
colonia de la Ciudad de México, Santa María la Ribera, se evoca el pasado de
la epónima casa de las mil vírgenes, burdel que, al ser recordado por varios
personajes, se convierte en un lugar mítico. La protagonista de El don de la
palabra es una actriz que, al viajar a España, su tierra, recuerda su vida en
México, sus dos divorcios, a su hija enajenada, y el círculo de amistades que
la apoyaron a lo largo de su exitosa carrera. La novela dramatiza, entonces,
dos viajes al pasado, uno resucitado por la protagonista y el otro vivido por
ella en 1983, al año que vuelve a España. El matemático, la última novela de
Azuela, difiere de las otras en varios aspectos. El escenario no es México sino
Inglaterra, la víspera del Año Nuevo de 2000. Desde esta perspectiva futura,
el profesor de matemáticas Philip Cunningham recuerda no sólo su propia vida
sino también algunos de los acontecimientos más significativos del siglo veinte.
Lo más importante de esta obra, sin embargo, es la carrera profesional de Cun¬
ningham, quien, como matemático, busca un orden en el universo y se esfuerza
por comprender sus leyes y misterios. Así, en vez de basarse en la realidad
mexicana, con sus abrumadores problemas políticos y sociales, El matemático
desarrolla temas filosóficos y humanísticos.
Aunque todas las novelas de Azuela tienen elementos autobiográficos, la
primera y la última son probablemente las más reveladoras de la vida personal
del autor. El tamaño del infierno retrata a una familia semejante a la de
Azuela, y en una entrevista el autor ha admitido que cuatro de los personajes
de esta obra, inclusive su famoso abuelo Mariano Azuela, están tomados del
mundo real2. Los elementos autobiográficos de El matemático son más bien
de la vida profesional del autor. Así sospechamos que Philip Cunningham es
el doble ficcional de Arturo Azuela: los dos son matemáticos, académicos, y
estudiosos de la música y la historia de la ciencia.
Antes de examinar algunas estrategias narrativas de Azuela, quisiéramos
repasar tres términos del conocido crítico francés, Gérard Genette: l’histoire o
la historia; le récit o el texto; y la narraiion o la narración. Para este crítico
la historia consiste en la sucesión cronológica de los acontecimientos que cons¬
tituyen la trama; el texto es lo que el lector lee, o sea, el discurso escrito que
puede alterar la secuencia de los acontecimientos; y la narración se refiere al

2En su entrevista con José Anadón, Azuela afirma que los cuatro personajes de El tamaño
del infierno que están tomados enteramente de la vida real son: el tío Manuel (hijo mayor de
Mariano Azuela), el abuelo médico-escritor (Mariano Azuela), la abuela (viuda de Mariano
Azuela), y Luis Felipe (hijo soltero de Mariano Azuela) (Anadón, 74).
195

acto o proceso de la producción del texto por el narrador ficticio. Solamente el


texto es directamente accesible al lector.
El lector de Azuela descubrirá que todas sus novelas tienen un argumento
que se puede ordenar cronológicamente. Este hilo superficial de acontecimien¬
tos, que corresponde a l’hisloire de Genette, siempre revela una estructura
sintagmática, es decir, una estructura gobernada por principios temporales y
causales. Pero las obras de Azuela también exhiben estructuras paradigmáticas
— aquí recordamos el término récit o texto de Genette — que interrumpen el
curso cronológico o lineal del argumento, establecen relaciones entre episodios,
y así dan más sentido a la obra. Como ejemplos de lo dicho, recordamos al¬
gunos aspectos de Manifestación de silencios, cuya acción empieza en los años
sesenta, antes de la tragedia de Tlatelolco, y termina aproximadamente diez
años más tarde, al fin del sexenio del presidente Luis Echeverría. Sin embargo,
esta cronología relativamente sencilla de seguir es constantemente interrumpida
por abruptos cambios temporales y espaciales que crean contrastes y paralelos,
dando lugar a nuevas interpretaciones.
En la primera página de Manifestación de silencios se refiere a un asesinato
cometido por José Augusto Barreras, acontecimiento que se menciona repetidas
veces después y que, a mitad de la obra, se describe en todos sus sórdidos
detalles. La tragedia ocurre cuando José Augusto, ya separado de su querida
Laura, vuelve al departamento que los dos han compartido y, al encontrar a
otro hombre allí, lo mata de un tiro. En los capítulos siguientes se narran las
vidas personales y las carreras de José Augusto y Laura, la de Laura en México
y Sud América y la de José Augusto en los Estados Unidos y Europa. Hacia
el fin de la obra, José Augusto está a punto de alcanzar la felicidad con una
mujer peruana cuando es detenido en Edimburgo, Escocia y devuelto a México.
Subsiguientemente se dramatiza otro episodio crucial, esta vez en la vida de
Laura, quien se encuentra atrapada en un ascensor durante un apagón en la
Ciudad de México. Mientras espera que vuelva la corriente eléctrica, Laura
recuerda su matrimonio con un chileno, su divorcio, y a sus dos niños que en
este momento la esperan en su departamento. La yuxtaposición de estos dos
episodios dramáticos subraya las direcciones divergentes que han tomado las
vidas de los dos antiguos amantes pero, al mismo tiempo, demuestra además
los arbitrarios límites que les imponen los azares del destino.
Las anacronías o interrupciones temporales en los textos de Azuela casi
siempre toman la forma de analepsis (o anticipación) relativamente rara. La
analepsis suele contestar la pregunta “¿Qué pasó?” Sin embargo, la lectura
de algunas novelas de nuestro autor recuerda la obra detectivesca de García
Márquez, Crónica de una muerte anunciada, cuya primera oración anuncia el
asesinato de Santiago Nasar. Así en el texto del colombiano la pregunta “¿Qué
pasó?” ha sido reemplazada por la pregunta “¿Cómo pasó?”, y la obra entera
consiste en la respuesta analéptica de esta pregunta, respuesta que mantiene el
interés del lector hasta el climático fin. Una estrategia semejante se utiliza en
Manifestación de silencios. En esta novela el lector se informa en la primera
196

página del asesinato cometido por José Augusto pero no se entera de los detalles
hasta mucho más tarde.
Distintas son las analepsis de Un tal José Salomé y El matemático. La
acción de primer plano de Un tal José Salomé ocurre en dos días separados por
cuarenta años, el primero cuando el protagonista (José Salomé) tiene treinta
años y el segundo cuando tiene 70. Pero las numerosas analepsis, que forman
un montaje de voces y episodios del pasado, constituyen la mayor parte de la
obra y, debido a su contraste con la presente destrucción del pueblo El Rosedal
por la metrópoli, expresan la nostalgia de un mundo perdido, separado de sus
raíces. Sin embargo, como sugieren las últimas líneas de la obra, el alma de
El Rosedal perdura. En este lírico pasaje la vieja Josefina, quien representa
la conciencia del pueblo, toca con su bastón la corteza de un olmo que, según
la crítico Isis Quinteros, es una imagen telúrica del pasado mítico del pueblo
(1985, 212):

[Josefina] deja caer el palo de escoba y sin que nadie se dé cuenta


toda ella se va confundiendo con el tronco corpulento del árbol. La
ancha copa se cimbra, se remecen algunas hojas nervudas y muchas
de sus semillas son dispersadas por el viento. Todos los pensamien¬
tos de la vieja Josefina transitan cien caminos, se transforman en
savia y finalmente recorren los brazos alargados del olmo (222).

La mayor parte de El matemático consiste en una serie de analepsis que contras¬


tan con un presente reducido a unas pocas horas, durante las cuales Philip
Cunningham siente la necesidad de renovar su vida y vencer su soledad an¬
tes que empiece el nuevo milenio. Así, recuerda momentos claves de su vida
— y del siglo veinte — que explican su soledad y lo llevan al fin a reconci¬
liarse con Valeria, su querida. Este desenlace, que resulta lógicamente de la
estructura contrapuntística de la novela, podría leerse como una metáfora de
un rapprochement — crucial para el futuro del hombre — entre las ciencias y
las humanidades.
Unas de la pocas prolepsis en la obra de Azuela ocurre en Manifestación
de silencios cuando Domingo Buenaventura, un escritor ya anciano y muy
polémico a la manera de José Revueltas — describe su propio entierro, in¬
clusive los ataques de sus admiradores contra los oficiales del gobierno presentes
en la ceremonia. Al fin de este capítulo Buenaventura, quien ha prefigurado su
silencio” en un ambiente cargado de represión, pierde conciencia y muere.
Para orientar a sus lectores, Azuela suele “naturalizar” sus textos3, es decir,
hacer alusiones a elementos de la vida real que sugieren cuándo, dónde, o por
qué ciertos episodios ocurrieron. El tamaño del infierno, cuya trama, llena de
analepsis, abarca unos setenta años, seria una novela muy confusa si no hubiera
breves referencias, por ejemplo, a la guerra en Cuba entre España y los Estados

Para una explicación mas detallada de la naturalización de un texto, véase Rimmon-


Kenan 1983, 125. Este estudio ofrece una discusión muy útil sobre las estrategias narrativas
en la literatura moderna.
197

Unidos, la Revolución Mexicana, las Guerras Cristeras, la Segunda Guerra


Mundial, y la matanza de Tlatelolco. Además, mientras Jesús, el tío mítico de
los Azuela, está en Praga alrededor de 1939, ve en una librería la traducción de
una novela de su hermano (probablemente Los de abajo), lo que le despierta la
nostalgia por su tierra y, supuestamente, explica su primer regreso a México.
En La casa de las mil vírgenes los marcos de referencia temporales incluyen
los términos presidenciales de Calles y Cárdenas, la elección del presidente
Eisenhower, y la represión de estudiantes mexicanos por los halcones en junio
de 1971.
Arturo Azuela obviamente no está de acuerdo con los estructuralistas tales
como Alain Robbe-Grillet y Roland Barthes, quienes niegan la estabilidad del
ego y subordinan a sus personajes a la acción, considerándolos como elemen¬
tos estructurantes que sirven sólo para dar más énfasis a los acontecimientos.
Azuela piensa más bien como Henry James, que los personajes determinan los
acontecimientos y los acontecimientos iluminan el carácter del personaje. Este
postulado de James puede aplicarse a todas las obras de Azuela. En Un tal
José Salomé, por ejemplo, los personajes pierden su identidad de taladores y
campesinos cuando la metrópoli absorbe su caserío, y así son determinados por
los acontecimientos. Pero, al mismo tiempo, ellos evocan su pasado, y esta acti¬
vidad mental es el elemento creador de los episodios más líricos del argumento.
Del mismo modo se podría afirmar que Ana María, la protagonista de El don
de la palabra, determina su propio destino al dedicarse concienzudamente a su
carrera de actriz; su viaje a Europa, sin embargo, puede verse como un escape
de su soledad, condición causada por un esposo mujeriego y una hija rebelde.
Para caracterizar a sus personajes Azuela utiliza una variedad de estra¬
tegias, siendo la principal el retrato hecho por las acciones y las palabras
inclusive los monólogos interiores — de los mismos personajes. Pero algunas
de las creaciones de Azuela son redondeadas también mediante las opiniones
de otros personajes, método que elimina al autor omnisciente, con su acostum¬
brada objetividad, y realza el elemento dramático de los pasajes en cuestión.
Dos ejemplos de personajes presentados por esta estrategia son el tío Jesús en
El tamaño del infierno y José Augusto en Manifestación de silencios. Aunque
todos los parientes del tío Jesús expresan sus opiniones sobre la oveja negra
de la familia, es su sobrino Manuel, el hijo mayor de Mariano Azuela, el que
está más fascinado con la leyenda de Jesús. De joven, durante la época de
las Guerras Cristeras, Manuel perdió una pierna en un accidente de tren y, tal
vez por esta razón, nunca sintió el deseo de abandonar la finca en Lagunillas,
Jalisco, donde se quedó cuando el resto de la familia se trasladó a la capital.
Y cuando los sobrinos de Manuel, venían de vacaciones a la Providencia — así
se llama la finca — siempre quedaban embelesados por las historias que su tío
Manuel el de la pata de palo, les contaba acerca del tío legendario que había
huido a Cuba a fines del siglo pasado.
Como el tío Jesús, José Augusto, de Manifestación de silencios, también
adquiere proporciones míticas después de huir por haber matado a un hombre.
José Augusto, un periodista agresivo y audaz, está presentado como Jesús por
198

un narrador omnisciente, por sus acciones y palabras, y por sus monólogos


interiores, pero lo más interesante de su retrato es su colectiva “mitificación
plasmada por un grupo de intelectuales que se reúnen todos los sábados en
un bar, La Concordia, para hablar de política y de otros tópicos candentes.
Entre éstos está el asesinato cometido por José Augusto que, a pesar de los
diez años que transcurren antes de su detención, nunca deja de fascinar a sus
amigos y conocidos. Para Gabriel, uno de los narradores de la obra, el fugitivo
desaparecido parece encarnar los problemas de su generación:

A ratos (yo) sentía que... Banderas (José Augusto) era una especie
de nuestra suma de demencias o quizá sólo mis aventuras inventadas
o mis complejos soterrados (329).

Ahora quisiéramos volver al concepto de narración, término definido por Ge-


nette como el acto o proceso de la producción del texto por el narrador ficticio.
En la narración de sus obras, Arturo Azuela maneja una gran variedad de estra¬
tegias narrativas, de las cuales podemos analizar sólo algunas de las más desta¬
cadas. En todas sus novelas hay un narrador extradiegético-heterodiegético, o
sea, un narrador-focalizador exterior que habla con la voz de autoridad de un
autor omnisciente4. Pero esta estrategia tradicional es siempre suplementada
por otras más innovadoras que, por su variedad de enfoque, penetran más la
vida de los personajes e intensifican la participación del lector.
El primer capítulo de La casa de las mil vírgenes es narrado por un nar¬
rador extradiegético-heterodiegético, quien describe el escenario, presenta a
algunos de los personajes, e inicia la acción del argumento. Pero en el segundo
capítulo el viejo bolero, Aliba, recuerda la historia de la casa epónima, haci¬
endo así el papel de un narrador intradiegético; Aliba sirve para avanzar la
acción, describiendo la fundación de La Casa, recordando a sus varios dueños,
y lamentando su deterioro. Puesto que trabajó en La Casa hace muchos años,
cuando era muy joven, la ve desde una perspectiva muy lejana, lo cual hace
posible considerarlo como un narrador intradiegético-heterodiegético, es decir,
un narrador que está dentro de la historia pero que no participa en la acción.
Sin embargo, cuando al fin de la obra Aliba ayuda a un amigo durante la re¬
presión de estudiantes, su participación en la acción lo convierte en un narrador
intradiegético-homodiegétic.o.
Otro aspecto interesante de Aliba como narrador es que no solamente cuenta
la historia de La Casa y la colonia de Santa María de la Ribera, sino que también
le gusta hablar de la política de México desde la Revolución hasta los años

4 La tipología de narradores propuesta por Genette y Riminon-Kenan ha producido cuatro


términos básicos: “extradiegético-heterodiegético”, “extradiegético-liomodiegético”, “intrar
diegetico-lieterodiegetico , e “intradiegetico-homodiegetico”. Estos términos se refieren al
nivel narrativo en que se coloca el narrador y al grado de su participación en la historia. Un
narrador que está por encima de la historia que narra o es superior a ella es “extradiegético”.
Si el narrador es también un personaje en la primera historia contada por el narrador ex¬
tradiegético, entonces él es un narrador de segundo grado o intradiegético. Un narrador que
no participa en la historia es heterodiegético, mientras que un narrador que participa en la
historia es homodiegético. (Rimmon-Kenan, 94-96.)
199

setenta. Así sucede, por ejemplo, siempre que su interlocutor Sergio le hace
preguntas acerca de La Casa. En estos instantes Aliba se aparta del tema, y
se convierte en un discutido cronista de toda la sociedad mexicana. Pero si sus
digresiones divierten al lector, la falta de objetividad en sus diatribas hacen de
él un narrador indigno de confianza. Por ejemplo, en varias ocasiones se refiere
a los presidentes Calles y Cárdenas en términos que contradicen tanto a los
historiadores como las opiniones populares del pueblo.
En Manifestación de silencios el narrador intradiegético principal es Ga¬
briel, periodista que vuelve a México después de varios años en el extranjero.
Es también narrador homodiegético porque participa en la acción de la obra,
y constantemente interrumpe al narrador extradiegético para contar aconteci¬
mientos del pasado. En las últimas páginas Gabriel, desilusionado y amargado,
sale de México con un manuscrito que parece ser una duplicación de la novela
que leemos, estrategia que los críticos franceses llaman la mise en abyme, y cuyo
propósito, según André Gide, es hacer expresar el tema por el personaje. Así,
al duplicar la novela con su manuscrito y al llevárselo cuando sale de México,
Gabriel expresa, creemos, la protesta del mismo autor contra las condiciones
políticas en su país5.
El tamaño del infierno es un excelente ejemplo de texto polifónico que,
según Bajtin, resulta de la yuxtaposición de diferentes voces y la integración
de varios discursos lingüísticos y culturales en un texto literario. El tío Jesús,
por ejemplo, asume proporciones míticas porque su historia la cuentan nume¬
rosos personajes, algunos familiares de él y otros antiguos conocidos suyos de
Lagunilla. Los diferentes narradores incluyen el extradiegético-heterodiegético,
que habla con objetividad; el tío Manuel (Pata de Palo), quien, como narrador
intradiegético, o narrador de segundo grado, presenta un retrato subjetivo de
niños impresionables y fascinados por el tío desconocido.
La segunda parte de El tamaño del infierno es narrada por Justiniano, un
tecolote que vive en casa de la viuda de Mariano Azuela. Al hacer uso de
un pájaro como narrador intradiegético-heterodiegético, el autor parece tener
varios propósitos: el tecolote observa la conducta de los Azuela con impavidez
irónica, actitud que crea distancia entre el lector y los personajes; al resumir
lo que ha ocurrido en la casa, el tecolote hace de cronista de la familia; y
este perspicaz y a veces poético observador anticipa, en uno de sus momentos
líricos, la reaparición del tío mítico: “De repente, el fantasma de Jesús recobra
su aliento, sacude las paredes y las musarañas, brinca en el aguamanil y golpea
la cerradura y el aldabón, la mano tiesa, de bronce y de un sonido seco que
inunda el zaguán y llega a las raíces de la palma y de la bugambilia” (173).
Al principio de la segunda parte de El tamaño del infierno, Justiniano in¬
forma que aunque muchos de la familia ya no viven en la colonia Santa María
la Ribera, se mantienen en contacto por teléfono. Cuando llega la carta de
Jesús comunicando que quiere volver a casa de la abuela, ésta y Luis Felipe, su
hijo soltero, deciden decirle a Evangelina, la hija de la más viva imaginación,

5Para una discusión breve de la mise en abyme, véase Rinunon-Kenan, 93


200

que Jesús viene de Kimberly, Sud Africa, para que ella suponga que su tío se
ha hecho rico trabajando en oro. Como anticiparon la abuela y Luis Felipe,
Evangelina llama por teléfono a sus hermanos, pasándoles la fabulosa noticia
que el tío Jesús todavía vive, que se ha hecho millonario, y que vuelve a México.
Llenas de ironía, modismos mexicanos, y sutilezas psicológicas, estas conversa¬
ciones telefónicas, que también pulsan las diferentes reacciones suscitadas por
la reaparición del tío, constituyen uno de los episodios más divertidos de toda
la obra de Azuela.
Como vemos a menudo en las novelas de nuestro autor, el narrador y el
focalizador son dos entidades diferentes; el narrador es la voz que habla y el
focalizador uno de los personajes. El discurso indirecto libre es una estrategia,
utilizada en todas las obras de Azuela, que combina la voz del narrador, quien
habla en tercera persona, con los pensamientos preverbales del personaje, quien
representa el centro de conciencia, o sea, el focalizador. El discurso indirecto
libre, entonces, se parece al monólogo interior indirecto, y como éste, se emplea
para desarrollar personajes y estructurar argumentos. Esta estrategia también
sirve a menudo para acercar al lector al personaje, pero, si el narrador asume
una postura irónica, puede crear más distancia entre ellos. En El don de la
palabra, cuando Ana María demora en revelar los problemas de su hija, el
discurso indirecto libre se utiliza por una razón retórica — para realzar la
tensión dramática y prolongar el interés del lector.
En El don de la palabra y El matemático el discurso indirecto libre es una
estrategia especialmente útil porque en cada una de estas novelas se filtra una
gran parte del mundo ficticio por la psiquis de un solo protagonista. Para el
matemático Philip Cunningham, por ejemplo, el cine, la radio, y la televisión
norteamericanos de los años treinta, cuarenta y cincuenta representan una grata
y estable época en su vida. Pero estos años contrastan con el ambiente caótico
que caracteriza tanto el fin del siglo como la vida presente de Cunningham:

[Cunningham] podía perder algunos minutos en un resumen en


torno a sus recuerdos cinematográficos, ir de Charlie Chaplin a la
divina Garbo o de Marilyn Monroe al magistral Orson Wells; podía
perderse en aquel itinerario suyo del cine en blanco y negro, con sus
antecedentes mudos, ir y venir de los colores de la pantalla a las vo¬
ces de la radio y las infinitas posibilidades de la televisión; evocaría
aquellos viejos aparatos de radio donde escuchaba las grandes pe¬
leas de Joe Louis y Rocky Marciano [...] Pero ahora, ya muy cerca
del año 2000, la confusión se venía encima; se sumaban las informa¬
ciones de uno y otro continente; preguntaba por la diversidad de los
canales de televisión, las confrontaciones entre los ideólogos de la
libre empresa y las inversiones paraestatales; también se confundían
voces estridentes y melodías de orquestas clásicas acompañadas por
instrumentos electrónicos. Todo parecía perderse en la conspiración
del caos, en los trastornos de la mente y los sentimientos. (63s)
201

Conclusiones
Tanto por sus ingeniosos argumentos, que envuelven al lector en mundos reales
y poéticos, como por sus estrategias narrativas manejadas con suma habilidad,
las obras de Arturo Azuela descuellan entre las mejores creaciones mexicanas
de las dos últimas décadas. Por su dramático tratamiento de la vida del inte¬
lectual en la sociedad mexicana de los años sesenta y setenta, Manifestación de
silencios es tal vez la novela más lograda de Azuela. Creemos que El tamaño
del infierno, por sus ingeniosas estrategias y sus bien desarrollados personajes,
tanto ficticios como reales, ocupa también un lugar elevado en la producción
de nuestro autor. El matemático, el más existencialista de los textos azuelanos,
es interesante por su retrato de un intelectual — tal vez el mismo autor
enfrentándose con un mundo cada vez más incomprensible.
Aunque Azuela retrata la vida mexicana del siglo veinte, con sus violen¬
tos trastornos políticos y sociales, sus obras adquieren dimensiones universales
porque sus personajes revelan, en el proceso creativo, lo más íntimo de su ser
— y así las características que comparten con toda la humanidad — mientras
anhelan un pasado mítico que, evocado en términos líricos, contrasta, sin ser
paraíso, con el presente. Arturo Azuela es un escritor imaginativo que domina
su oficio y un intelectual enterado de las más complejas realidades de la vida
moderna. Su futuro como creador de ficción en un país conocido por su rica
tradición literaria nos parece sumamente prometedor.
202

Bibliografía

Anadón, José. 1983. Entrevista con Arturo Azuela. En:Hispamérica. 11, 33:
61-78.

Azuela, Arturo. 1973. El tamaño del infierno. México: J aqaín Mortiz.

—. 1975. Un tal José Salomé. México: Joaquín Mortiz. (1982. México:


Legasa. Versión revisada y definitiva. Sólo hemos podido consultar la
primera edición.)

—. 1979. Manifestación de silencios. México: Joaquín Mortiz

—. 1985. Shadows of silence. Traducción Elena C. Murray. Notre Dame,


Indiana: University of Notre Dame Press.

—. 1984. La casa de las mil vírgenes. México: Plaza ¿¿ Janés.

—. 1984. El don de la palabra. México: Plaza &¿ Janés.

—. 1988. El matemático. México: Plaza & Valdés.

Foxley, Carmen. 1986. Los condicionamientos de una novela: La casa de las


mil vírgenes, de Arturo Azuela. En Lenguas Modernas. 13: 141-62.

—. 1987. La casa de las mil vírgenes: Convocación y parodia. En: Revista


Chilena de Literatura. 29: 39-56.

Quinteros, Isis. 1985. El mundo que parecía ser nuestro en Un tal José
Salomé. En: Cuadernos Americanos. 259, 2: 205-18. También en:
Texto Crítico. 12, (1986) 34-35: 105-17. Hemos consultado el ensayo
publicado en Cuadernos Americanos.

Rimmon-Kenan, Shlomith. 1983. Narrative Fiction: Contemporary Poetics.


New York: Methuen.
Caos en el tiempo y en la historia:
Carlos Fuentes en busca de
la simultaneidad perdida

Ingeborg Nickel

Siete años después de los acontecimientos de la “Noche de Tlatelolco” Carlos


Fuentes publicó su novela Terra nostra (1975). El voluminoso texto no carece
de alusiones a esos días traumáticos, pero casi parecen ser ejemplos marginados
para ejemplificar el arquetipo en la revolución, aptos para demostrar los para¬
lelos con las experiencias de la revolución francesa y mexicana o rememorar los
diversos sublevamientos de comuneros1.
Tampoco sus obras teatrales de 1970, Todos los gatos son pardos y El tuerto
es rey, tienen como tema la masacre en la Plaza de las tres Culturas, aunque
no falte la polémica con el poder político. Sobre todo en Todos los gatos son
pardos hay indicios explícitos, ya sea el lema de Bertold Brecht en Galileo
Galilei: “¡Desventurado el país que no tiene héroes! No. Desventurado el
país que necesita tener héroes” o las palabras de un augur azteca: “Tlatelolco
será siempre el lugar del crimen” (1975a, 171).
Una antología de relatos, publicada en 1972 con el título alusivo de Cuerpos
y ofrendas, tampoco se refiere directamente a los acontentecimientos del 2 de
octubre de 1968, pero sí contiene bajo el título Nowhere veintidós capítulos de
la futura novela Terra Nostra. El tema básico de esta presentación es la visión
de diferentes utopías que los hombres imaginaron a lo largo de la historia. Una
intervención directa comprometida la encontramos exclusivamente en ensayos
y artículos del autor:2. No hay ningún texto literario que formule una reflexión
crítica y tan explícita como la de Julio Cortázar p. ej. en el relato Apocalipsis
en Solentiname acerca de los acontecimientos en Nicaragua.
En general los críticos — ya sea a favor o en contra leían las ficciones
literarias de Carlos Fuentes y no sólo Terra nostra como una explicación encic¬
lopédica de la mexicanidad con sus rasgos históricos, míticos, sociales, políticos,
antropológicos y culturales. Elogiaron o rechazaron el cosmopolitismo de modo
muy complejo, así como la obsesión del autor por explicar la cultura mexicana
creada por influencias tan diversas. Terra nostra coincidió en su intención
temática y en su técnica formal con el “boom”, desde la de Julio Cortázar en
Rayuela hasta García Márquez en El otoño del patriarca.
Pero incluso teniendo en cuenta que el autor en 1968 vivía en Londres y
París3 y que se s iente cosmopolita según su biografía, Terra Nostra resul¬
taba algo sorprendente dentro del actual contexto político e incluso literario
en México. Después de 1968, los intelectuales mexicanos volvieron los ojos a

1 Pensamos en los de Castilla en 1521, los de Paraguay en 1717-35 contra España y los de

Nueva Granada en 1812/13. , D ia7n rorree?


2Fuentes 1971, 147-193 véase la bibliografía de Richard M. Reeve 1970, 595 652.
3 Véase Anthropos. 1988: n°9¡, 30.
204

México, con una creciente preocupación por su realidad presente, su economía,


su política y las relaciones sociales. El propio presidente de la República,
Luis Echeverría Alvarez en el sexenio de 1970-76, inició una apertura, una au¬
tocrítica con el fin de “desarmar a la oposición e invitarle a reintegrarse” según
afirma Gabriel Zaid (1975). En efecto, se publicaron una cantidad de libros y
textos que ponían al descubierto defectos de toda índole alcanzando incluso a
la institución presidencial4. Y por muchos años quedaron vivos no sólo el re¬
cuerdo de los sangrientos sucesos sino también la nostalgia por la participación
y la solidaridad. Hubo muchos cambios en la política mexicana hasta la nacio¬
nalización bancaria: “Echeverría levantó el velo del temor arrojado por Díaz
Ordaz sobre el cuerpo de México. Muchos mexicanos se sintieron libres para
criticar, para expresarse, para organizarse sin miedo a la represión” (Fuentes
1971, 166). A pesar de la apertura democrática, en la literatura nos encon¬
tramos con una clausura novelesca como hace constar Sara Sefchovich en sus
investigaciones de sociología de la literatura mexicana (1987).
En 1971, México sufrió un segundo trauma a raíz de los sangrientos sucesos
precisamente en el día del Corpus. Echeverría no había alcanzado a destruir
a los temidos “halcones”, el grupo paramilitar heredado del gobierno anterior.
Una manifestación estudantil acabó con unos 30 muertos. En este momento
surge la búsqueda del silencio — con la palabra. En algunos autores desaparece
la necesidad de contar algo (Sefchovich, 207). Se hace importante la forma,
la técnica, el montaje, las autorreferencias, sin hacer alusión a otra realidad
narrativa que el yo por excelencia.
Pero las causas se basan — según Sara Sefchovich — en dos razones más:
por un lado, se trata de una oposición a la era de la obsesiva información y
comunicación, realizada a través de juegos con la palabra o de la literatura
sobre la literatura. Algo como un último intento en contra de las masas, de
la influencia norteamericana y europea con su afán de modernidad y progreso.
Por otro lado, parece ser la confesión y declaración de la imposibilidad histórica
de ser moderno en un sentido muy pragmático y del sentimiento de inferioridad
frente a la cultura en los países desarrollados. Los autores de la década de los
setenta se oponen a la cultura-de las masas y del consumo con un hermetismo
y unas preocupaciones que los alejan de los lectores aunque su oposición se
expresara en un afán lingüístico y formal, el del símbolo y de los signos tan en
boga en Europa.
En los años setenta Carlos Fuentes sigue escribiendo como antes, señala la
crítica. ¿Es él el representante de

este tipo de ficción [que] es posible precisamente en un mundo esta¬


ble, seguro de sí mismo, confiado en que va por el camino de la
modernidad y el desarrollo. [...] El México de la época — el del
milagro mexicano primero y el petróleo después — que parecía ir
derecho y sin trabas al cosmopolitismo. Una sociedad que tenía

4La crítica a la institución presidencial era una novedad. Daniel Casio Villegas p. ej. acusó
al presidente Echeverría en fonna muy directa con su libro El estilo personal de gobernar.
205

confianza en sí misma, una ciudad que crecía a lo largo y a lo alto,


un milagro que parecía real. Y entonces las novelas podían volverse
más complejas y preocuparse de asuntos como el desdoblamiento,
la instantánea, el juego con personajes, los puntos de vista del na¬
rrador, el manejo del tiempo, los niveles de la estructura (ibid.
209)?

¿En qué se basan las imágenes turbulentas de la revolución y del apocalipsis


en la novela Terra nostra de Carlos Fuentes? ¿Por qué tematiza obsesivamente
el caos en el tiempo y en la historia?
Según una ley no escrita de la filología, al comienzo y al final de una novela
de la cual no está ausente la problemática gnoseológica, pueden encontrarse te¬
mas centrales, articulados en imágenes lingüísticas concentradas. Si aplicamos
esta regla algo simplista a Terra nostra limitándola incluso en un principio a las
frases iniciales y finales de la novela, encontramos por un lado claras referencias
a la teoría darwinista de evolución de la raza humana así como a una frase de
Jacques Lacan: El inconsciente es el discurso del otro (Fuentes 1975a, 5).
Terra nostra se inicia con las siguientes frases:

Increíble el primer animal que soñó con otro animal. Monstruoso


el primer vertebrado que logró incorporarse sobre dos pies y así
esparció el terror entre las bestias normales que aún se arrastraban,
con alegre y natural cercanía, por el fango creador. Asombrosos el
primer telefonazo, el primer hervor, la primera canción y el primer
taparrabos (Fuentes 1975b, 13).

Estas frases iniciales proponen la evolución de lo inferior a lo superior, de lo


más simple a lo más complejo, y constituyen una reflexión articulada en claras
imágenes de progreso y modernización. La frase final, por el contrario, comienza
negando la indicación acústica del tiempo que habían dejado de emitir las
iglesias, signos arquitectónicos del pensamiento cristiano occidental, y termina
proponiendo en un símbolo universal el retorno de una constante temporal, de
un orden y de un mundo virgen:

No sonaron doce campanadas en las iglesias de París; pero dejo de


nevar, y al día siguiente brilló un frío sol” (ibid. 783).

La ciudad aparece en un estado de inocencia recuperada y de mutismo


muy concentrado, que contrasta con las lúgubres imágenes de su decadencia
en el capítulo inicial. El primer capítulo y el último se sincronizan en el
fulminante escenario final de un día de verano, el 14 de julio de 1999, y un
día de invierno complementario, el 31 de diciembre del mismo año. Entre uno
y otro se refleja un universo de destinos humanos, en el que las repeticiones,
los paralelismos y las posibilidades ficticias parecen tener mayor evidencia que
los hechos concretos e irrepetibles de la historia hispano-mexicana o europeo-
americana.
206

París permanece constante como coordenada espacial tanto al comienzo


como al final de la novela. Pero las estructuras mentales vinculadas con ese
espacio sufren una transformación decisiva. El centro del pensamiento car¬
tesiano, en el que domina la “ratio” de una historia cultural marcada por el
patriarcado y la trinidad, se transforma en el punto erótico-andrógino donde
culmina y al mismo tiempo finaliza y fracasa una historia de la evolución de
la humanidad, que sólo en una última pareja humana alcanza su realización
complementaria, tanto en lo mental y espiritual como en lo físico y sexual. La
“ratio” actúa en ese espacio siempre dentro de los límites de la finitud, mide
y sondea relaciones, incluye o excluye. En cambio, las oposiciones se resuelven
tan sólo en el intelecto, cuyo espacio encontramos cuando buscamos el absoluto
(Steger 1990, 6).
Las diversas menciones de fechas, horas del día, estaciones del año, las alu¬
siones al Génesis y al Apocalipsis — o sea al comienzo y al final de los tiempos —
las imágenes del parto, de la muerte y del río que fluye remiten a la problema-
tización de la cuarta dimensión, la del tiempo, y aluden, más allá, a una quinta
dimensión: la de la conciencia humana.
Para las reflexiones que siguen, me baso en las ideas de Norbert Elias en su
obra Sobre el tiempo, aparecida en 1974 y en la edición ampliada en 1984. Según
él, todavía no sabemos con qué objeto los seres humanos creemos necesario
comparar hechos ocurridos simultáneamente en distintos lugares, o procesos
que se dan sucesivamente en un mismo lugar y que en realidad no proponen
una comparación directa. A los efectos de tales comparaciones, nos valemos de
constructos estandartizados para medir la duración de dichos procesos como son
los relojes y calendarios, con unidades cada vez más diferenciadas. Para Elias,
el tiempo es un modo de percepción conjunta de hechos, cuya condición previa
es la experiencia humana. Pero el tiempo no es solamente el modo según el cual
los seres humanos establecemos relaciones sobre la base de la elaboración de los
datos de la percepción, y por lo tanto una peculiaridad de nuestra existencia
social. El tiempo es además algo real, que existe independientemente, una
particularidad no aprendida de la conciencia humana, que no podemos captar
con ninguno de nuestro sentidos.
Para poner un ejemplo concreto: un hechicero que observa la luna nueva
a fin de indicar el momento adecuado para la siembra, organiza la percepción
y la experiencia de un lapso temporal prolongado — que abarca muchas lunas
nuevas —, y puede así transmitir su mensaje para regular la vida social, que
depende directamente de los fenómenos naturales. También puede relacionar
sus observaciones con el sol o con otros astros, y poco a poco ir estableciendo
su regularidad en un calendario. Con ayuda del calendario astral, el individuo
puede señalar el instante en que él mismo se ha incorporado al flujo de la
historia, o puede calcular la edad de su sociedad, o la del universo.
Las constantes en esa relación son pues el individuo, la sociedad y el cosmos
natural. A través de abstracciones cada vez mayores, casi siempre en forma de
números, de cifras, pero también mediante la separación dialéctica de sujeto
y objeto en la historia del pensamiento occidental, nos hemos olvidado sobre
207

todo de la tercera constante, del cosmos, como sujeto equivalente en una conste¬
lación trinitaria. Establecemos diferencias entre mundos exteriores e interiores,
cuando en realidad deberíamos comprenderlos como parte de una trinidad, de
una unidad tripartita.
Incluso en los modelos trinitarios de la psicología freudiana (yo-ello-superyo)
y en la sociología de Margaret Mead (I-me-self) pensamos en el fondo en una
relación dialéctica de individuo y sociedad, una relación binaria, que es la
que en la actualidad goza de tanto éxito en la informática del siglo de las
computadoras.
Esta conciencia de una “unidad trinitaria” del condicionamiento (temporal)
a nivel individual, social y físico, la tenían evidentemente otras comunidades
humanas que se hallaban en otro nivel de síntesis. En lugares dedicados al
culto como Stonehenge (Inglaterra), los hombres rezaban a dioses que se les
aparecían por ejemplo bajo la forma del sol, al que veían surgir en los solsticios
justamente detrás del altar o piedra del sol. Es evidente que vinculaban el
solisticio, en tanto punto de viraje o cambio de dirección, con ellos mismos, en
el sentido de que la comunidad debía seguir una determinada dirección en sus
acciones. Interpretaban el mensaje del dios solar en un sentido egocéntrico o,
considerado en sus efectos sobre el grupo, desde una perspectiva sociocéntrica.
Estos seres humanos todavía no se habían distanciado de lo que adoraban, por
ejemplo para investigarlo científicamente. Aún no lo habían objetivado .
Seguimos en la actualidad como, en otros tiempos, sincronizando obser¬
vaciones que se repiten, para regular el ámbito social y orientarnos en él; y
ponemos de manifiesto esa conciencia a través de símbolos que la sociedad ha
estandartizado e incorporado, como son los templos dedicados al culto, o los
relojes (hoy en día digitales u atómicos) — o, para decirlo de un modo más
general, constructos para medir el tiempo.
Ellos han emitido y siguen emitiendo mensajes que el individuo y la sociedad
deben reconocer y aprender a descifrar. Se trata de un aprendizaje social que
no sirve tan sólo para la orientación, sino también y sobre todo para resolver
conflictos entre el individuo, la sociedad y el cosmos. Aprendemos así a encarar
presiones autógenas y exógenas, y sobre todo a determinar nuestra identidad a
través de las reacciones que siguen a la necesaria ponderación y a las decisiones
que tomamos.
Pero regresemos ahora, tras estas reflexiones fundamentales basadas en el
pensamiento de Norbert Elias, a Terra nostra. En una especie de procedimiento
analógico intentaré ver ahora si encontramos también en la novela de Carlos
Fuentes la determinación individuo — sociedad — cosmos natural, la puesta
en relación de acontecimientos que se repiten en distintos lugares o que se dan
sucesivamente en un mismo lugar, la transmisión de un mensaje y la pregunta
por la identidad en el contexto de presiones autoimpuestas. De ser asi, tratare
de mostrar cómo han sido articulados estos elementos en la novela.
Al final del primer capítulo, la joven Celestina pronuncia las siguientes
palabras: “Este es mi cuento. Deseo que oigas mi cuento. Oigas. Oigas.”
Y tras el punto final de esta secuencia, se produce un cambio de dirección,
208

literalmente una inversión, que se manifiesta ópticamente en la escritura en


espejo. Recordando a Leonardo da Vinci y su uso obsesivo de este tipo de
escritura, el lector está sensibilizado para la metáfora del secreto detrás del
espejo o incluso más allá del conocimiento humano o por lo menos la metáfora
de las dos caras de una moneda (Bertau 1979).
Lo que constituye en realidad la parte principal de la novela, comienza a
continuación con la fórmula “Cuéntase”, y este verbo español — un tipo de
palabra que representa acción — se emplea tanto en el sentido de “relatar”
como en el de “numerar”. En el acto de contar numéricamente, establecemos
una relación, por ejemplo entre una cantidad mayor y otra menor, calculamos,
hacemos la cuenta y obtenemos un resultado parcial o final. Cada texto esta¬
blece un orden y en particular una novela como Terra riostra que quiere relatar
imágenes y hechos de una memoria colectivo-“caótica”.
En cuanto al mensaje, Celestina le había transmitido a Polo Febo mientras
este caía — el lector lo recordará — una botella que contenía un mensaje. No es
casual que el protagonista caiga a un río — al Sena —, imagen del transcurrir
en la corriente del tiempo.
“Cuéntase” puede leerse como una forma pasiva o como una forma imper¬
sonal. Pero también como una forma reflexiva. Entonces: ¿quién se cuenta?
Mi tesis: Polo Febo se cuenta en sus diversas metamorfosis históricas y li¬
terarias (como Cervantes, Kafka, Ezra Pound etc.) y como representante del
principio masculino; Celestina se cuenta en sus distantes transformaciones y
como representante del principio femenino; la humanidad se cuenta, en su con¬
dicionamiento a través de las cinco dimensiones, frente al lector; un lector que
participa en el proceso de comunicación, que tiene que transformar creativa¬
mente las imágenes lingüísticas para integrarlas como conocimiento mediante
abstracciones paulatinas a la manera de una espiral. El lector se encuentra en
un laberinto con diferentes niveles y grados de abstracción que parecen cada
vez más altos.
Comienzo con Polo Febo y su caracterización antes del verdadero comienzo
de la historia que se relata. Por su nombre, el rubio protagonista está directa¬
mente relacionado con Apolo, también llamado Febo, el dios solar, y además
con el Rey Sol del absolutismo francés, la personificación de una idea del estado
jerárquicamente organizado, síntesis mental llevada a cabo en la sociedad fran¬
cesa del siglo XVII. Ese modelo piramidal era celebrado en una ceremonia de
la corte francesa, que realmente duraba desde la salida hasta la puesta del sol,
concentrándose alrededor de la única persona que podía decir: “L’état c’est
moi.”
La primera mirada que echa el protagonista doblemente determinado por su
nombre desde la ventana de la buhardilla de una casa de alquiler, no lo acerca,
en aquella mañana del día de la fiesta nacional en Francia, ni al carro solar de su
antepasado divino, ni a la turbadora “corte de minuciosos perfumes callejeros”
de su otro antepasado real francés. Por el contrario, el cielo se oscurece con
“las nubes de humo negro que salían con un aliento de fuelle por las torres de
la iglesia” (Fuentes 1975b, 15) de Saint-Sulpice. La relación de esta iglesia con
209

el sol es de carácter sacro, si bien no en un contexto explícitamente cristiano.


El lector no se entera de que en los solsticios de invierno y en los equinoccios
cae en Saint-Sulpice un rayo de sol sobre la plaqueta de cobre de la cruz de una
ventana y sobre una marca en un obelisco de mármol respectivamente. Todavía
hoy encontramos esos dos puntos en la nave de Saint-Sulpice que está orientada
de norte a sur. También aquí nos encontramos evidentemente con la idea de
un mensaje sobre un cambio de dirección o un punto de viraje vinculado con
ciertos puntos de medición (Michelin 1972).
En un primer momento, Polo Febo permanece atrapado en la red de todos
estos mitos y símbolos, y procura explicarse racionalmente el acontecimiento
apocalíptico. El 14 de julio de 1999 el sol está oculto, o sea que falta el sistema
de relaciones, el orden ha desaparecido. En la imaginación de otras culturas
llamadas primitivas, el eclipse es considerado como momento de caos, de des¬
orden, de perdición. Desde el punto de vista de la astronomía, un eclipse se
produce siempre que la luna ocupa cierta posición ideal-típica entre el sol y
la tierra, o — en una perspectiva espacial — cuando ambos astros coinciden,
para el observador, en un mismo plano horizontal, de modo que el día y la
noche, fenómenos que normalmente sólo pueden ser observados excluyéndose
mutuamente, son percibidos como una unidad5 6. Caos y unidad se muestran
como las dos caras de una moneda.
En el primer capítulo de la novela somos, en momentos en que el sol ha desa¬
parecido, testigos de la última revolución. Basta recordar sólo algunas palabras-
clave dentro de la novela, como marcha sobre París, Marsellesa, asalto a la Bas¬
tilla. Desde el punto de vista sociopolítico, al producirse semejante subversión
de las estructuras sociales, el sistema de poder organizado jerárquicamente y
verticalmente es desestabilizado por otro movimiento opuesto, horizontal, pro¬
veniente del pueblo. Este último opone a la idea de un poder único, legitimado
por unos pocos o por un solo individuo, una especie de sabiduría originaria
que vincula a todos aquellos que tienen los mismos derechos, como aparece
formulada ya en el Simposio de Platón o en la idea del cristianismo primitivo.
Desde el punto de vista de la astronomía, un eclipse implica también que
la luna se coloca delante del sol, de modo tal que ambos pueden ser percibidos
como un único fenómeno. La ilusión óptica, lo irreal facilita otra mirada o
comprensión. En la imaginación mítica, el principio masculino y el femenino se
funden en una unidad indiferenciable, pero tienen que volver a separarse siem¬
pre de nuevo; en otras palabras, tienen que volver a nacer . No es necesario
recordar aquí el final de Terra nosira. Después de la unión, personalizada en
Celestina y Polo, aparece un sol frío. Comienza el primer día del nuevo milenio,
o el último día del viejo milenio llega a su fin. En el oxímoron frío sol articula
Fuentes el fenómeno de la unidad separada, después de haber citado las pala¬
bras: “El tiempo es la relación entre lo existente y lo inexistente” (1975b, 777).
Dentro de nuestro universo cultural, Celestina es identificada por definición

5 El próximo eclipse está realmente anunciado para 1999.


6La definición biológica de la vida es la separación permanente de las células.
210

con las potencias de la oscuridad, con las fases de la luna y el pensamiento


cíclico. En relación con la fórmula “cuéntase” en el sentido de “ella se cuenta’
— cosa que la protagonista hace con “los labios llagados” (ibid. 541)— se
impone una analogía con elementos de la mitología egipcia. Cito un ejemplo
que da Ernst Bloch en su Introducción a la filosofía de Tubinga:

Efectivamente existen cabezas de niños con un dedo sobre la boca;


esto quiere decir: con el dedo del ángel del embarazo, que durante
nueve meses ha guiado al fruto por los mundos del más allá. Y
ahora el niño nace, con el grito de alguien que cae, y es entonces
que el ángel le sella los labios, porque a lo largo de su vida deberá
ir recordando poco a poco lo que antes ha visto, hasta que el ángel
del embarazo vuelva a aparecérsele. Pero ahora como ángel de la
muerte. Y entonces el hombre reconoce todo lo que había olvidado
recordar, todo lo que, por lo tanto, había olvidado que sabía (Bloch
1982, 62).

Todo lo que se sabe no es, según esta cita, más que el recuerdo de lo que ya se
había visto. Ernst Bloch continúa:

Platón sitúa este antiguo mito justamente dentro de su teoría de la


anámnesis, que es, por antonomasia, recurrente. La consecuencia
es, que el alma no puede saber ni descubrir nada nuevo, salvo las
ideas eternas que había visto ya antes de su nacimiento, como via¬
jera en compañía de los dioses. Lo que ya fue, prima sobre lo que
será, el ser mismo se indentifica con lo ya sido. El origen, la arjé
aparece tan sólo como igualmente arcaica (ibid).

Esta estructura arcaica — en nuestro caso la estructura de una novela — es


pues la del comienzo que es al mismo tiempo el final; o la del “caosmo”, como
representación ordenada de una materia originaria amorfa.
“Cuéntase”, referido ahora en tercer lugar a la historia en el sentido de
“ello se cuenta”, puede implicar también dos posibilidades: recordar el pasado,
o recordar el futuro. Tradicionalmente eso puede ocurrir con ayuda de los cro¬
nistas, quienes han fijado los datos en el tiempo y el espacio, cronológicamente
y estableciendo una continuidad, según su propia arbitrariedad o la ajena, en
progresión directa hacia un futuro concebido escatológicamente, hacia la eter¬
nidad.
Pero la historia puede recuperarse también de manera asociativa, o sea no
cronológica, simultánea, sincrónica. Estas asociaciones directas se establecen
mediante símbolos regulativos y cognitivos, desarrollados por el hombre en
largos procesos de síntesis. El individuo y la comunidad tienen que conocer
esos símbolos, que Susanne Langer clasifica en representativos y discursivos
(1984,86 - 108).
Sólo entonces pueden transmitirse mensajes, pueden tener lugar procesos de
comunicación, que van transformándose paulatinamente en conocimiento. La
211

totalidad de esos símbolos, formados a partir de los múltiples destinos humanos,


constituye la intrahistoria de un pueblo, su historia interior, como la ha llamado
Octavio Paz.
El aparente caos de la novela se revela pues como un orden extremadamente
concentrado y complejo del saber acumulado en nuestra conciencia, en nuestro
subconsciente e inconsciente. La novela aparece como una visión de conjunto,
un entramado de relaciones entre las cosas que están delante y las que están
detrás del espejo, y que ya no se pueden separar en realidad y ficción. Pueden
ocurrir tanto en una continuidad temporal — cíclica o lineal -— como en una
discontinuidad temporal, de manera complementaria, contractiva o expansiva.
En el París del año de 1999, el tiempo se vuelve loco. Polo Febo observa en
el último capítulo:

La lucha ha sido entre el pasado y el presente, no entre la vida y la


muerte (Fuentes 1975b, 773);
¿Hemos sido trasladados a otro tiempo, o ha invadido otro tiempo
el nuestro? [...] Estás mirando un traslado del pasado histórico a
un futuro que carecerá de historia (ibid. 775);
No habrá más vida, la historia tuvo su segunda oportunidad, el
pasado de España revivió para escoger de nuevo, cambiaron algunos
lugares, algunos nombres, se fundieron tres personas en dos y dos
en una, pero eso fue todo (ibid. 779).

Visto así, la historia de México parece la prolongación de la de España. Todos


los acontecimientos serían nada más que una consecuencia y continuación de
la historia de Europa.
Pero en el “tiempo mexicano” confluyen las corrientes de conciencia de dos
contextos culturales. Así señala Carlos Fuentes en su colección de ensayos
homónima:

La premisa del escritor europeo es la unidad de un tiempo lineal,


que progresa hacia adelante dirigiendo, asimilando el pasado. Entre
nosotros en cambio, no hay un solo tiempo: todos los tiempos están
vivos, todos los pasados son presentes. Nuestro tiempo se nos pre¬
senta impuro, cargado de agonías resistentes (1971, 9).

Y el autor añade más tarde:

En vano se le atribuiría a la más profunda visión mexicana del


tiempo, también otro móvil. En México, la distancia insalvable
entre el deseo y la cosa deseada ha otorgado a ambos una pureza
incandescente, y los puentes tendidos de la orilla de la aspiración a la
orilla de la realización deben superar, por fuerza, toda contingencia
“realista”; no son las armas de ese deseo las de Smith, Comte,
Stalin o Lord Keynes, sino las de Tomás Moro, Marx, Rimbaud
y Bretón: no la mutilación y la atomización para fines parciales,
212

sino el cambio del mundo y del hombre para reencontrar la unidad


perdida y superar las contradicciones entre las partes del todo (ibid.
12).

Lo que para Carlos Fuentes son estrategias defensivas del hombre, eran para
Norbert Elias recursos para resolver los conflictos entre el individuo, la sociedad
y los procesos naturales cósmicos.
Quisiera terminar ahora con una breve digresión sobre este componente
cósmico apoyándome en algunas ideas de la física moderna. En los grandes cen¬
tros de investigación científica se busca actualmente probar la existencia de los
llamados “neutrinos”. Ello sustentaría aún más la teoría de la gran explosión.
Según esta última, el universo, pensado como una totalidad pulsante, surgió
de una contracción puntiforme de energía que se descargó, transformándose
en masa y energía. En un proceso constante de enfriamiento, ese cosmos va
dilatándose en el tiempo y en el espacio. También aquí tenemos la idea de un
punto de viraje, de un cambio que se produciría con la aparición de fuerzas con¬
trarias, como por ejemplo las fuerzas electrostáticas o la fuerza de gravedad. O
cuando, en sentido estadístico, se produzca un imprevisto y el universo vuelva
a moverse en sentido contrario, involucionando hacia su origen para recuperar
su forma de energía pura. Como según la regla en física la energía no se pierde,
sino que se transforma, seguiríamos existiendo, si bien en otro estado. Desde
este punto de vista, Terra riostra es una obra concebida desde una perspectiva
universal. Carlos Fuentes ‘lee el mundo’. En cada gran explosión originaria en¬
contramos la unidad y la simultaneidad perdida, o nuestra absoluta identidad,
que todo lo abarca. O para decirlo más poéticamente, en un contexto cósmico
y social-histórico encontramos esa misma idea, también en aquellos mitos me¬
xicanos, en los que Quetzalcóatl, al resucitar, es Venus. No obstante, la “Noche
de Tlatelolco” como tema parece en la literatura de Carlos Fuentes un ejemplo
más en la presentación del “caosmo” universal, relativizada por tantos otros su¬
blevamientos y revoluciones en el contexto europeo-mexicano. Diversos críticos
en México ya opinan que el autor explica a los europeos y norteamericanos la
mexicanidad y viceversa a los mexicanos lo que es el mundo7.

7
Anamari Gomis e Ignacio Osorio en una discusión en la UNAM en 1988.
213

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Zaid, Gabriel. 1975. Tres momentos de la cultura en México. En: Plural, N°


43, abril: 16.
“Palinuro de México”:
entre la protesta y el mito

Robín Fiddian

En un congreso dedicado al tema de ‘La literatura mexicana: del ’68 al ocaso


de la revolución’, Palinuro de México de Fernando del Paso se impone como un
texto de consulta imprescindible, por múltiples razones de fondo y referentes a
la circunstancia histórica. Ateniéndonos a estas últimas, recordemos, primero,
que Palinuro de México se inspiró directamente en los acontecimientos de los
meses del verano de 1968 en México, recogiendo lo que tenían de ofensa y
barbarie, sufrimiento y tragedia. Y segundo, que la composición de la novela
fue un proceso que se extendió más allá de la esfera inmediata del momento
histórico que fue su punto de origen, para ocupar un periodo de unos 7 años
al final de los que el autor pudo ver cómo Palinuro de México se enredaba en
las mismas marañas e intríngulis del mercado de consumo que él satirizara,
brillante e implacablemente, en el capítulo que recuenta el 'Viaje de Palinuro
por las Agencias de Publicidad y otras Islas Imaginarias’. En 1975 Palinuro
de México fue premiada como la mejor novela mexicana del año anterior, en
gran parte por la fidelidad de su recreación de los matices esenciales de un
revolución en formas de pensar, sentir y vivir que empezara en México casi una
década antes y alcanzaría su máximo impacto en 1968. Hasta qué punto la
suerte accidentada de la novela auguraba ya el ocaso de esa revolución es una
pregunta que invita a reflexión y que espero se considere apta para este congreso
que se propone relacionar la producción literaria mexicana de los últimos 21
años con las corrientes socio-políticas del mismo periodo. Al acudir a Eichstátt
en esta ocasión, agradezco profundamente la oportunidad que la Universidad
Católica me brinda de enfocar la novela de Fernando del Paso desde un punto
de vista que insiste en situar la literatura dentro del marco histórico en el que
nace y al que pertenece.
Una ojeada a la bibliografía sobre Palinuro de México nos revela entre otras
cosas la ausencia de un estudio sistemático del contenido político de la novela.
Ante esta falta, que se corrige a medias en un agudo ensayo de Jorge Ruffinelli
publicado, en inglés, en 1981, el fin primero de mi ponencia será indagar el
posible contenido revolucionario del libro, entendiendo por esa palabra una
postura de oposición a las instituciones políticas vigentes, en este caso, las
mexicanas, con sus valores y normas de conducta peculiares; también entrará
en consideración una actitud de denuncia de ciertos sectores de la sociedad
mexicana que transigieron con la represión de los estudiantes de su país en el
año de la Olimpiada en México.
Hablando con Ildefonso Alvarez en 1977, Fernando del Paso subrayó la
enorme importancia que para él tuvo el movimiento estudiantil, que él siguió
como testigo presencial y, en más de una ocasión, como protagonista de algu¬
nas manifestaciones (Alvarez, 15). Cinco años mas tarde, al recibir el Premio
215

Rómulo Gallegos en Caracas, se refirió a las acciones de

ese glorioso ejército de soldaditos salidos del pueblo que en 1968


eligieron el día de los Angeles Custodios [el 2 de octubre] y la Plaza
de las Tres Culturas para disparar contra el espejo y masacrar a sus
mellizos, cuates de la misma serpiente,

declaraciones que transparentan su indignación ante la política de violencia de


un estado deshonesto y represivo, y su disgusto por la falta de solidaridad de
una parte del pueblo con sus compatriotas (1982a, 157). Si podemos comprobar
que tales expresiones de protesta son frecuentes en un autor que repetidamente
se ha identificado en público con “todos aquellos pueblos latinoamericanos que
luchan por liberarse de sus tiranías locales o del imperialismo”1, un repaso de
algunos espisodios y pasajes en el texto de Palinuro de México corroborará la
índole de su temperamento político; al mismo tiempo, dejará constancia de una
deuda sustancial con ciertas corrientes de pensamiento anti-institucional que
tuvieron una amplia difusión en la década de los 60, especialmente las ideas de
Herbert Marcuse; y, ampliando el repertorio de destacados individuos alema¬
nes mencionados en la novela, veremos cómo Fernando del Paso no desconoce
nombres tan sonados como los de Rudi Dutschke y Daniel Cohn Bendit.
A pesar de la impresión que nós formaremos de un autor comprometido
con la realidad socio-política de su época, habrá que estar alerta a factores
literarios e ideológicos que entren en conflicto con la imagen de un Fernando
del Paso airado y contestatario, y que puedan limitar la eficacia de Palinuro
de México como libro revolucionario. Nuestra familiaridad con las ideas de
críticos como Terry Eagleton y Frederic Jameson previene contra la inocencia
dotrinal en materias de apreciación de los autores llamados “consagrados” (ver
Eagleton 1976 y Jameson 1981). Con esta advertencia no quiero descalificar
de antemano a Fernando del Paso como autor de una obra revolucionaria,
sino sencillamente evitar un planteamiento demasiado superficial de un tema
cargado de complejidad y posibilidades polémicas.
Hecho este esbozo del contenido y del enfoque de mi ponencia, conviene pro¬
ceder en seguida al análisis textual, centrando nuestra atención en el capítulo
24 de Palinuro de México. Titulado “Palinuro en la escalera o el arte de la co¬
media” , es apropiado como objeto de estudio por ser el capítulo que más íntima
conexión tiene con el entorno político mexicano del año 1968. Además, el autor
lo ha señalado como “un capítulo clave, que da forma y sostiene la novela, le
confiere su primer y último sentido” (1982b, 27). En resumen, Palinuro en la
escalera..narra la muerte de un estudiante de medicina, Palinuro, de las heri¬
das que recibe en un enfrentamiento entre 3000 estudiantes y las Fuerzas Vivas
de la nación, desplegadas por el Presidente de México en el Zócalo capitalino en
una noche de verano “del ano en que la ciudad de México se vistió de albercas
olímpicas y de palacios de cobre... el año en que el polvorín de la Revolución

1 Ibid. 160. Véanse también las declaraciones del autor a Maruja Echegoyen (Paso 1983,

32).
216

de Mayo de París cundió por el mundo como un río galvanoplástico” (552).


La muerte del joven Palinuro es un suceso lento y trágico que el autor repre¬
senta en forma teatral, adaptando personajes y procedimientos de una variada
tradición dramática que comprende, principalmente, la Commedia dell’Arte y
la pantomima, entrelazadas con elementos populares extraídos de historietas
cómicas y rimas infantiles.
La representación teatral así compuesta es de una complejidad notable, ya
que combina un discurso histórico, realista, con otro basado en la fantasía, “que
congela a la realidad, que la recrea, que se burla y se duele de ella y que la
imita o la prefigura”. “La realidad”, nos informa el texto escuetamente, “es
Palinuro golpeado, en la escalera [de su casa]” (548) después de un encuentro
— prefiguración fantástica del heroísmo televisado de un estudiante chino en
la Plaza de Tiananmen, Pekín, en mayo/junio de 1989 — con un tanque. Y la
realidad, cabe añadir, es el pre-texto de una empresa crítica que, en la mejor
tradición de la literatura satírica, no deja títere con cabeza, ni mentira oficial
sin descubrir.
En “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia”, entonces, los personajes
de la novela asumen papeles de la comedia renacentista, que el lector no tiene
mayor dificultad en reconocer. Primero entre ellos es Arlequín, en el papel de
Palinuro, que lleva “una máscara negra de diablo michoacano” y recibe una
fuerte paliza de sus enemigos. Le acompaña una simpática Colombina vestida
de paloma blanca en el papel de Estefanía, la prima-hermana de Palinuro, quien
le depara delicadas atenciones. Una importante función de Colombina es la de
anclar la acción de la obra en la realidad política nacional: habla, por ejemplo,
de un baile de disfraces al cual asistió en la Escuela de San Carlos, y constata la
presencia allí de “estudiantes disfrazados de Agentes de la Secreta... y Agentes
de la Secreta disfrazados de estudiantes... Maestros disfrazados de agentes de
la CIA.. .Y Agentes de la CIA disfrazados de obreros, disfrazados de vecinos y
vecinas, de bomberos, de curas y maestros” (556s). En el reparto al que estamos
pasando revista, no falta un Pierrot a la mexicana, que en realidad es Walter,
el primo de Palinuro y Estefanía; Pierrot llama la atención principalmente por
sus alardes retóricos y sus traducciones de “los lemas de los Muros Parlantes de
Nanterre [París]” (576). Y por último, entre los que podemos denominar “los
simpáticos” de la representación, figura un Scaramouche promotor de huelgas
estudiantiles e inventor de nuevos nombres para las aulas universitarias, como
los que aparecen en la siguiente exclamación suya:

¡Lo que vamos a hacer nosotros los estudiantes, para demostrarles


a esos hijos de puta que todavía estamos vivos, es organizar una
huelga general de todas las escuelas! ¡Nos apoderaremos de la Uni¬
versidad! ¡Cambiaremos los nombres de las aulas y de los labora¬
torios! [...] ¡Las llamaremos “Aula Che Guevara” y “Aula Camilo
Torres”! ¡“Laboratorio Camilo Cienfuegos”! (562)

El bando contrario de los comediantes se compone de aguafiestas, matones,


asesinos, y traidores, todos ajustados a las circunstancias de México en el *68.
217

Así, la obra presenta un Pantalone y un Capitano Maldito disfrazados de gra¬


naderos y armados cada uno con un garrote como el del rey de bastos, quienes
se caracterizan por un odio visceral y virulento hacia los estudiantes. En una
de las fantasías que se desarrollan en la obra, el Capitano Maldito se pone
furioso, aun dormido, al oír mencionar a los estudiantes, en una caricatura que
produce primero risas, y luego escalofríos, en los lectores/espectadores. Cito:

EL CAPITANO MALDITO (sin abrir los ojos):


¿Estudiantes? ¿Estudiantes? ¿Dónde hay estudiantes?
(Dormido todavía, se levanta, coge el garrote y empieza a golpear a
diestra y siniestra. Todos salen corriendo y gritando. El Capitano
Maldito encuentra la piñata [compuesta por el cuerpo de Arlequín
que está colgado del techo] y le da de golpes [...] Arlequín revienta
y se le sale todo el relleno) (571s).

En otra fantasía que cristaliza hacia el final del capítulo, el Capitano Maldito
y Pantalone actúan, junto con personajes como el Burócrata, la Portera y el
Cartero, como los portavoces serviles del Estado:

[se asoman] a las ventanas del cielo, por las alcantarillas, las bam¬
balinas, los palcos y las plateas, echándole a gritos la culpa de todo
a los estudiantes, al Hambre, a los agentes del Vaticano [...], a los
Bolcheviques [■■■], a la Oposición, al Che [••■], a los Peces del PC,
a los estudiantes, a Los Agachados, a Cohn Bendit, al Tuerto de
Oro, a la Masonería, a los estudiantes, [etc.] (617s).

Entre otras cosas, esta fantasía capta la irracionalidad de la reacción del Estado
mexicano y la susceptibilidad de algunos ciudadanos a su propaganda exagerada
e histérica. .,
En el pasaje que acabo de citar, se ejemplifica la confusión de realidad y
fantasía que se da en “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia”. Allí los
personajes que derivan de la realidad social, como la portera de la casa donde
vive Palinuro — una mujer algo falta de luces que le pregunta si apunto las
placas del tanque que lo quería atropellar —, un doctor bienintencionado pero
cobarde que recomienda a los estudiantes que se olviden de manifestaciones y
de huelgas, y el burócrata Justo Martínez, patriótico, severo, y defensor del
orden establecido, que reconviene a los estudiantes, prometiéndoles que

mañana haré honor a mi nombre, levantaré un acta y acusaré a


todos de disturbios a la Nación y al edificio, ataques a las vías
generales de comunicación, disolución social, etcétera (o93).

Al mismo tiempo, Arlequín y sus compañeros alternan con personajes alegóricos.


Uno de éstos, identificado como la Voz de la Patria, es especialmente con¬
movedor, y que expresa el amor dolorido de las madres que, “viudas de hi¬
jos, solicitaban los cadáveres de Juanito, dieciséis años, estudiante de ciencias
218

biológicas, o Manuel, dieciocho, chaparro y prieto bachiller de humanidades


y otros más” (542). Eco, en parte, de las súplicas y lamentos recogidos por
Elena Poniatowska para incluir en su antología La noche de Tlaielolco, la Voz
de la Patria es idéntica también a la de las madres argentinas y chilenas que
se concentrarán algunos años después en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y
acudirán a las comisarías y cárceles del Chile de Pinochet otra ilustración
de la relación íntima y misteriosa que existe entre el mundo de la ficción de
Fernando del Paso y el mundo de la historia, con el cual está conectado por lo
que parecerían ser vasos comunicantes.
Un segundo personaje alegórico, dotado de una gran riqueza semántica, es
“La-Muerte”. Presente a lo largo de la obra teatral, La-Muerte es un personaje
polimorfo que aparece primero bajo el disfraz de una ropavejera “arrastrando
una carreta llena de faldas, medias, sombreros, capas y otras prendas de ropa
y pedazos y miembros de maniquíes, lámparas y fierros viejos” y pregonando
“compro vidas usadas, vendo muertes nuevas” (549). En las escenas siguien¬
tes asume otras identidades, de las que la más notable, sin duda, es la de
La-Muerte-Presidente, personificación del Señor Presidente, Gustavo Díaz Or-
daz. Esta figura egotista y arrogante que detenta todos los altos cargos de la
nación, se va llenando de títulos y epítetos hasta convertirse en La-Muerte-
su-Alteza-Serenísima-el-Señor-Presidente quien da la orden de disparar contra
los estudiantes porque están alterando el orden público. También, algunas
semanas después invita a turistas y aficionados al atletismo a asistir “al lanz¬
amiento de la bala lacrimógena” y “al salto de bayoneta... sobre la espalda de
Arlequín” (589). Mediante esta grotesca caricatura de los Juegos Olímpicos,
Fernando del Paso achaca al Presidente Díaz Ordaz la responsabilidad oficial
de la muerte de cientos de estudiantes en los disturbios del verano del ’68, ela¬
borando una versión de los hechos históricos que se contrapone a la mentira
oficial y al olvido colectivo. Porque, en el fondo, a lo que aspira el autor en
este capítulo de su novela es a mantener viva la memoria de la tragedia sufrida
en carne propia por todos los Palinuros víctimas y mártires, quienes podrían
decir con el protagonista:

¿[Nosotros] masoquistas? ¿[Nosotros]? ¡Se trata de no olvidar, eso


es todo! [Queremos] alargar esta humillación y estos dolores por
horas, por días si es necesario, para no olvidarlos nunca... (558s).

Como demuestra mi análisis de “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia”,


la obra de Fernando del Paso está saturada de color local que comprende nom¬
bres, fechas y otros datos concretos de la historia contemporánea de México.
Un ejemplo elocuente de esta fidelidad a los hechos, y del uso imaginativo de
los mismos, sería la “Manifestación Silenciosa” que se incorpora en la obra y
adquiere la función de un intermedio entre el Tercer y el Cuarto acto — o
“Piso”, como los llama el autor. Reconociendo las posibilidades de pantomima
que contenía la Manifestación, Fernando del Paso confecciona un seudo-diálogo
entre Pierrot y Scararnouche y La-Muerte-Muda (que representa el Estado), en
el que los primeros introducen una seria de temas polémicos relacionados con
219

la realidad política del país, que La-Muerte se resiste a oír y comentar. Así,
Pierrot, “muy cortés”, empieza por preguntarle “qué opina del asesinato de
[Rubén] Jaramillo” — víctima de un asesinato político cometido durante el
sexenio de Adolfo López Mateos, y célebre trapo sucio de esa administración.
A continuación, Pierrot insiste en saber “qué opina de la masacre de Atoyac,
de que el 50 por ciento de la población mexicana habite en el campo, de que
tengamos el 37 por ciento de analfabetismo” (598), preguntas que el Estado
procura evitar, tapándose ora la boca, ora las orejas, ora los ojos (como los
tres monos del cuento infantil) en un sistemático intento de negar realidades y
evadir responsabilidades reclamadas por la opinión pública.
Al mismo tiempo que hace estas referencias a la vida política nacional,
Palinuro de México contiene otras que remiten al contexto internacional. El
texto recuerda los sucesos de la Revolución de Mayo en París, hace mención
de grupos revolucionarios como los tupamaros de Uruguay, e invoca repetida¬
mente el nombre del legendario Che Guevara. Y procede así porque da por
sentado el carácter internacional del movimiento revolucionario del momento,
y porque quiere participar, y de hecho participa, en corrientes de pensamiento
revolucionario en boga en los países occidentales en los años 60, que en algunos
casos inspiraban la praxis política de los grupos mencionados: corrientes que
se caracterizaban por su oposición al capitalismo, al imperialismo, al consu-
mismo y al puritanismo, y que encontraron su exégesis y expresión más fiel en
las obras de ensayistas como Herbert Marcuse. Dado el temperamento inte¬
lectual de Fernando del Paso, no nos sorprende descubrir en su obra huellas
de las ideas esenciales de Marcuse expuestas en El hombre unidimensional y
Eros y civilización (ambos libros publicados en versión española — dicho sea
de paso — por la editorial mexicana de Joaquín Mortiz en 1965). Para citar
las más obvias coincidencias, Fernando del Paso denuncia, como Marcuse, el
materialismo y la enajenación vigentes en la sociedad capitalista que vive bajo
los controles de un principio-de-la-realidad omnipresente y represivo. También
al igual que Marcuse, reivindica el principio del placer, planteando una libe¬
ración del instinto erótico, que se ensaya en varios capítulos de Palinuro de
México, y fomentando un sentido lúdico que influirá no solamente en el orden
de la conducta personal sino también en el uso de la lengua. Debido a la falta
de tiempo, no puedo dar ejemplos de estas tendencias, pero quienes conozcan
la novela sabrán que abundan a lo largo de la misma.
A la luz de estas observaciones, hechas en un momento histórico que está
experimentando un retorno de la música y la moda aunque no del fervor
revolucionario — de los sesentas, Palinuro de México se define claramente como
un producto sintomático de finales de esa década en México y París, Londres y
Berkeley—San Francisco. Con respecto a la motivación política de la novela, no
cabe duda de que Fernando del Paso supo cumplir con el propósito de ofrecer
un testimonio satírico — que no documental — de la crisis que sacudió el
régimen político y social mexicano en el verano de 1968. El contenido político
de Palinuro de México, sin embargo, no existe independientemente de otros
aspectos del texto, de carácter ideológico y formal, que también contribuyen
220

a su configuración. En el tiempo que me queda, quisiera considerar breve y


esquemáticamente la presencia de elementos míticos y arquetípicos en Palinuro
de México, y evaluar su repercusión en el presunto mensaje revolucionario de
la obra.
Para realizar esta tarea, basta con volver a mirar nuestro capítulo-modelo,
“Palinuro en la escalera o el arte de la comedia” que, además de los temas
y aspectos ya tratados, ostenta un número cuantioso de mitemas e imágenes
arquetípicas, derivados principalmente de la historia de Palinuro en la Eneida
de Virgilio. Como todos Uds. recordarán, el Palinurus clásico fue el piloto del
barco de Eneas que se duerme al timón y cae al mar. Arrastrado por las agüéis
del Mediterráneo, tiene la mala suerte de arribar a una costa cuyos habitantes
le asaltan y golpean a muerte. Todo esto se cuenta en el Libro V de la Eneida,
en unos versos muy bellos y sugestivos (concretamente, los versos 827-71). En
una sección no menos impresionante del Libro VI (versos 337-83), Eneas vuelve
a encontrarse con Palinuro en la entrada al infierno, donde el espectro descon¬
solado del piloto pide una sepultura decente, sin la que quedaría excluido del
infierno para siempre. Pues bien: la historia de “Palinuro en la escalera...”
sigue muy de cerca esta versión original. El Palinuro-Arlequín concebido por
Fernando del Paso se deja llevar/guiar por sus sueños de una mayor justicia
social, y llega a enfrentarse heroicamente con agentes del gobierno mexicano
que le golpean y matan bárbaramente. Víctima, en la misma medida que los
estudiantes cuyos cadáveres yacen en la Plaza del Zócalo “expósitos al viento y
a las eminencias solares” (612), su muerte es lamentada por El Doctor/“El Dot-
tore” quien sentencia en una solemne imitación del latín de Virgilio, “Palinurus
dignus erat meliore fato”.
Estas resonancias míticas y otras incluidas en el capítulo intensifican el
efecto estético de la narración, realizando la presentación de un personaje que
se perfila como un héroe y, en el momento de su muerte, como una víctima
arquetípica. Aun así, no disminuyen la autenticidad referencial de una historia
que se basa sobre unos acontecimientos reales, sobradamente conocidos, que
pertenecen al dominio de la memoria colectiva. Pero llaman la atención a
un posible desajuste entre la pretensión testimonial y política de Palinuro de
México y la incorporación al texto de una red de referencias míticeis que tiran
en otro sentido.
El desajuste a que me refiero se hace más visible cuando consideramos el
puesto que el capítulo XXIV ocupa en la estructura global de la obra. En¬
focando Palinuro de México en su totalidad, descubrimos que, en un sentido
literal, el capítulo XXIV no es — ni podría ser, como pretendiera el autor — el
que “con[firiera] su primer y último sentido” a la novela, por la sencilla razón
de que es su penúltimo capitulo. Ineludiblemente, el capítulo que determina
el último sentido de la novela es el capítulo XXV, que la cierra — y de una
manera bastante espectacular. Después de la fantasía satírica de “Palinuro
en la escalera o el arte de la comedia”, el capítulo XXV reemprende, inicial¬
mente, la narración retrospectiva de los episodios mas destacados en la vida
de Palinuro, para luego efectuar un cambio brusco en la voz y la perspectiva
221

narrativas. Faltando solamente cinco páginas para llegar al final de la novela,


la voz que hasta ahora se había encargado de la narración se sustituye inespera¬
damente por la del abuelo Francisco que se dirige a su yerno Palinuro desde un
espacio olímpico trascendental, instándole a renacer. A decir verdad, nosotros
suponíamos muerto al abuelo Francisco, pero, hénoslo aquí hablando, ejemplo
vivo — o para ser más exactos, “redivivo” — de una resurrección que invita a
Palinuro a compartir.
La invitación del abuelo Franciso proporciona una conclusión muy signifi¬
cativa al libro. A nivel de la forma, añade el toque de perfección a un esquema
narrativo, ahora plenamente reconocible, que presenta la trayectoria vital de
Palinuro de acuerdo con el patrón arquetípico de la vida del héroe, compren¬
diendo su iniciación en el mundo, su experiencia de desengaño y soledad, su
muerte heroica, y su resurrección (cf. Fiddian 1982). En lo temático, super¬
pone al lamento por la muerte de Palinuro escuchado en el capítulo anterior,
un mensaje idealista y esperanzador que se inspira en el humanismo y en el
mito de la resurrección.
Cabe añadir que desde su atalaya olímpica, el abuelo Franciso contempla
el México de Palinuro en abstracto, incorporando el país y sus ciudadanos a
una cosmovisión que abarca el universo entero. Dado el puesto estratégico que
ocupa en la estructura de la obra, se sigue que todo el contenido de la novela
de Fernando del Paso, incluido su mensaje político de protesta social, queda
inscrito en un marco formal que al mismo tiempo es un marco ideológico. Y aquí
entramos en un terreno donde las interpretaciones del libro estarán saturadas de
juicios de valor. Si para una crítica humanista el marco ideológico de Palinuro
de México encerraría una verdad esencial con respecto a la vida del ser humano
en el mundo en que vivimos, y los posibles medios de trascender la muerte
y el sufrimiento, para una critica radical ese mismo marco representaría una
tendencia mitificadora de la realidad de la experiencia y una traición a los
imperativos de la historia. En la discusión que seguirá a mi ponencia, estoy
seguro de que este tema dará que hablar. Por ahora y por mi parte, me limito
a hacer dos observaciones a modo de conclusión.
La primera se refiere al valor de Palinuro de México como ejemplo de los
mecanismos o procesos de composición literaria mediante los cuales distintas
y a veces opuestas aspiraciones pugnan por expresarse en la obra de un escri¬
tor. En este caso, se trata de la actitud de solidaridad política de Fernando
del Paso con la causa de los estudiantes en México en 1968, y su visión hu¬
manista que, al imponerse en las páginas finales de la novela, neutraliza al
parecer — la intención política que la motivara en un principio. La segunda
observación se relaciona más estrechamente con el tema de este congreso. Al
descubrir el carácter fundamental de los mitos que configuran el texto de Pa¬
linuro de México, quizá reconozcamos uno de los sellos más característicos del
movimiento juvenil de los sesentas, que incluía mitos idealistas y humanistas
en su repertorio espiritual. Y si miráramos el movimiento más de cerca, quizá
terminaríamos por ver en esos mitos su talón de Aquiles más comprometedor.
Si esta hipótesis es admisible, el texto de Fernando del Paso cobra un ínteres
222

histórico y una categoría de ejemplaridad, demostrando los límites de la pro¬


testa literaria en un momento histórico de crisis e incertidumbre. En último
término, las contradicciones, o tensiones-no-resueltas, de Palinuro de México
reflejarían las contradicciones en la ideología social de escritores, estudiantes,
políticos, y otros ciudadanos de México involucrados en los acontecimientos del
’68 y sus secuelas.

Bibliografía

Alvarez, Ildefonso. 1978. Fernando del Paso, de José Trigo a Palinuro de


México. En: La Estafeta Literaria. Io de enero, N° 627: 15.

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Anglebert. En: Latín American Literature and Aris Review. 28: 31-33.
Fernando del Paso: Realismo loco
o lo real maravilloso europeo.
Algunas observaciones a propósito de
“Noticias del Imperio”

Michael Róssner

Estas observaciones son obra de un “austríaco” — el nombre con el que se


suele designar en la novela de Fernando del Paso a Maximiliano de México; y
además, su composición me fue presentada como un “deber nacional” por el
editor de estas actas1. Sin embargo, y otra vez, como Maximiliano, me encuen¬
tro un poco despistado en un terreno que no es el mío: mis especialidades
no son ni México ni la literatura del post-boom, sino más bien el Cono Sur
y la literatura del pre-boom. Creo, sin embargo, que una mirada desde una
perspectiva latinoamericana en general y la comparación con los antecedentes
puede ser fructífera.
Analizando esta novela de composición reciente en comparación con el back-
ground de las categorías con las cuales se han presentado y fueron leídas en
Europa durante muchos años la mayoría de las obras latinoamericanas del lla¬
mado “boom” literario, se puede llegar a conclusiones sorprendentes. Por tanto
no quiero detenerme en referir el contenido, sino presentar algunas tesis provo¬
cadoras que pueden tal vez ayudar a situar esta novela en un punto decisivo,
de cambio radical del paradigma literario latinoamericano, siendo la primera el
realismo loco de esta novela.
Espero que esta creación (que se refiere a la espina dorsal de la novela, el
largo monólogo de la viuda loca de Maximiliano, Carlota) no tendrá tan larga
historia como el concepto de realismo mágico que, con todos sus defectos, sirvió
para más de una generación de críticos en la tarea de explicar la literatura del
boom. Pero, claro está, se basa en este concepto crítico. El realismo mágico
que siempre compite con la fórmula carpentieriana de lo “real maravilloso”
servía para denotar algo que se concebía como típicamente latinoamericano: la
unión estrecha entre un mundo racional, lógico, narrado y pintado con métodos
derivados del realismo clásico, por una parte, y una visión mágica, mítica, o de
sueño por la otra. En el caso de Asturias y de Carpentier, como he mostrado en
algunos ensayos (Róssner 1985, 54-64 y 1988, 23-38)), estos conceptos derivan
directamente de la estética surrealista con su tendencia a la unión de los contra¬
rios su búsqueda de una “sur-realidad” que logre unir los mundos del sueno y
de lo empírico-real, y con su ideal de lo mervetlleux, denunciado por Carpentier
como “maravilloso artificial”. Pero en este contexto, los surrealistas hablaban
de tres especies de seres privilegiados o, por decirlo así, surreahstasnaturales: el
primitivo (y esto dio lugar a la nueva valoración de lo indígena en los autores ci-
i Como buen ciudadano, naturalmente tuve que cumplir con este deber nacional y he
tenido además el honor de presentar estas observaciones en forma oral en un 26 de octubre,
la fiesta nacional de Austria — imposible imaginar más coincidencias.
224

tados), el niño y el loco. En el realismo mágico, para simplificar terriblemente,


nos encontramos con el “primitivo”: el indio que, como pretende Asturias, ve
el mundo sin separación entre lo soñado y lo real y que, en su “país surrealista”
como llama a Guatemala (cf. CoufFon 1970, 23), y a base de los textos sagrados
de las culturas precolombinas, sirve de óptica al narrador de la nueva novela
que así puede conciliar lo “americano” con la moda de París. Esta técnica fue
refinada y desarrollada por los autores del “boom”, pero en cierta manera (e
incluso en países tan poco “indígenas” como Argentina) el indio espiritual, la
visión mítico-mágica del mundo, constituye todavía hoy una de las fuentes más
importantes de la narrativa latinoamericana.
Con Fernando del Paso, y ésta sería mi primera tesis, nos encontramos con
una nueva variante de esta técnica que utiliza al segundo de los “surrealistas
naturales”: al loco, o mejor, a la loca pues se trata de la Emperatriz Carlota.
Claro que en el caso de la locura literaria no hay que recurrir a los surrealistas
en la búsqueda de una tradición: el mismo autor menciona a la Ofelia de
Shakespeare y se podrían citar muchos ejemplos más. Pero en el caso de México,
y hablando de la utilización literaria de la locura, hay también un surrealista
que cabría citar en seguida: Antonin Artaud, cuya aventura mexicana (un poco
parecida en lo irreal a la de Maximiliano) acabó directamente en la locura, pero
en una locura hasta cierto punto lúcida, que dio lugar a la creación de algunos
obras importantísimas en la historia de la vanguardia europea. No sé si Fer¬
nando del Paso al escribir su novela ha pensado en este reve du Mexique del gran
dramaturgo, pero su Carlota participa de algunas características de Artaud: la
enorme lucidez, la crítica acerba y a veces polémica de la sociedad europea
contemporánea, ciertas obsesiones sexuales y las propias ilusiones poéticas,
cuyas incongruencias y cuya distancia del mundo real se notan sólo en algunos
intervalos (cf. Róssner 1987).
Lo más importante para el “realismo loco”, sin embargo, no son las ideas ni
las asociaciones de la loca, sino las descripciones realistas y de ninguna manera
patéticas de sus aventuras mágicas en una Europa encantada, romántica, como
en el pasaje siguiente:

Pero yo tengo un espejo secreto que no me cuenta mentiras, y es


el espejo en donde me veo de cuerpo entero. El espejo es una pu¬
erta de aire invisible: pasé a través de ella y supe que estaba en el
corredor de Neuschwanstein que conduce a la recámara del rey loco
de Baviera, tu primo Luis. [...] En el fondo había una puerta. La
abrí. Me encontré en la Torre del Ratón, a la orilla del Rhin: Lo
supe porque vi el cuerpo del Obispo Hatto devorado por las ratas.
Me hice chiquita y entré por el agujero por donde salieron las ratas:
me vi de pronto en medio de la sala de fiestas más hermosa del
mundo, la Galería Enrique Segundo del Palacio de Compiégne. Me
volví entonces pájaro y salí por la ventana y volé por encima del
bosque sagrado de Bomarzo y entré por una chimenea del Palacio
Orsini y me consumí en las llamas para renacer de mis cenizas (408).
225

Se podría parangonar este párrafo con las últimas páginas de El reino de este
mundo, de Alejo Carpentier, donde, con la misma naturalidad y sin maravillarse
en absoluto, el narrador cuenta las varias metamorfosis mágicas de Ti Noel.
Tal vez sea ésta la página de Noticias del Imperio que más se acerca a los
textos de la “nueva novela”, de lo “real-maravilloso” o del “realismo mágico”.
Sin embargo, el trasfondo esta vez no es el continente latinoamericano, donde
lo mágico, lo maravilloso — como pretende Carpentier — es verdaderamente
real, sino Europa, pero una Europa que no tiene nada que ver con el continente
del Racionalismo, del Imperialismo, de la Revolución Industrial, sino que se
presenta como un mundo que parece salir de un cuento de hadas: con aire
medieval, lleno de castillos, palacios y jardines encantados, un mundo poblado
de príncipes, artistas y damas de corte legendarios. Y esto lleva a mi segunda
tesis, lo real maravilloso europeo.
Otra vez partimos de los conceptos de Carpentier, quien habló de lo real
maravilloso americano. Sabemos hoy en día que el primer impulso para esta
teoría le llegó de la vanguardia europea y de sus tendencias exotistas que se
manifestaron, p.e., en la encuesta que Carpentier publicó en 1930 en su revista
Imán y que comentó de manera siguiente:

Lo más curioso es que, una vez situados ante nuestro continente,


estos escritores adoptan, en su mayoría, una actitud francamente
antieuropea (Carpentier 1931).

Que este exotismo no se limita a la vanguardia en el sentido estricto, lo demues¬


tra el famoso juicio de Valéry acerca de Leyendas de Guatemala de Asturias,
en el que habla de un “sueño tropical”, de un “elixir guatemalteco”, de la
impresión de “absorber el jugo de plantas increíbles”. En cierta manera, este
exotismo europeo impulsó la creación de la nueva novela y fue también un
factor dominante de su recepción europea, al menos en Alemania, donde en una
primera fase se creó el mito de los indios y mestizos autóctonos que describían
directamente su mundo fascinante para el lector europeo. Claro que la nueva
novela no se ha limitado a ser únicamente eso; antes bien, partiendo de estas
ideas europeas de la vanguardia ha creado una estética muy original y que a su
vez ha influido en la literatura europea; pero la parte económica del boom
hasta cierto punto era eso: el anuncio de que con estos libros les llegaba a casa
a los europeos ávidos de sueños exóticos “otro mundo que al mismo tiempo
estaba tan ligado al suyo. El caso de México es un poco diferente, por el largo
proceso de “digestión” literaria de la Revolución Mexicana, pero aun en Carlos
Fuentes y en Juan Rulfo se pueden encontrar aspectos parecidos al fenómeno
que acabo de describir, y su recepción en Europa se ha concentrado en estos
aspectos.
Ahora bien, tengo la impresión de que con este libro de Fernando del Paso,
los polos se invierten: la Europa histórica aparece en perspectiva mexicana
como un reino casi mágico, fantástico, exótico, de pelucas y músicas, de bailes
226

y vajillas de oro, de cortesanas y príncipes sodomitas, de cafés y sueños de


invierno en palacios de hielo y nieve. Ya el mismo comienzo de la narración
(que se desarrolla en un plano diferente al de las visiones de Carlota) tiene algo
de un cuento de liadas:

En el año de gracia de 1861, México estaba gobernado por un indio


cetrino, Benito Juárez, huérfano de padre y madre desde que tenía
tres años de edad, y que a los once era sólo un pastor de ovejas
que trepaba a los árboles de la Laguna Encantada para tocar una
flauta de carrizo y hablar con las bestias y con los pájaros en el
único idioma que entonces conocía: el zapoteca.
Del otro lado del Atlántico reinaba en Francia Napoleón III (29).

Pero sobre todo el primer episodio contado, un baile de máscaras en un París


cubierto de nieve subraya esta impresión de una Europa encantada, exótica
que se puede consumir como “elixir” a la manera de Valéry o ironizar y juzgar
desde un punto de vista más moderno, latinoamericano:

Nevaba en Paris. Nevaba en el Puente D’Alma. Nevaba en la Rué


Rivoli por donde pasaba Cleopatra, recién bañada en champaña y
leche de burra.
“El Senado romano presenta sus respetos a la República de Vene-
cia”, dijo el senador romano de albeante toga blanca al noble vene¬
ciano de casaca con mangas doradas que casi llegaban al suelo.
“Ah, ¡Venecia, Venecia! Nada más fácil en este palacio que pre¬
sentarle su respeto a Venecia, mi querido Senador, porque aquí se
encontrará usted a Venecia, o por lo menos a su fantasma, por todas
partes, y sobre todo en el gabinete del emperador bajo el mapa del
nuevo Paris”.
Este era el París donde caía la nieve. En sus puentes, en sus
árboles, en las avenidas por las que pasaban las reinas de Saba (46).

En este Wintermárchen parisiense se manifiesta claramente la perspectiva del


autor y del lector implícito de este libro: ya es un lector latinoamericano que
mira a Europa no con la habitual admiración por el progreso y el desarrollo,
sino con el placer exotista de un mundo mágico-real que casi ha desaparecido.
Adopta, así, la perspectiva que ya en el Modernismo José Martí había propues¬
to: la de considerar a Europa y a los europeos en los términos que ellos habían
considerado antes a los latinoamericanos: como seres “exóticos” a los que se
opone lo autóctono. En esta novela, el lado europeo, representado sobre todo
por Maximiliano y su Corte, carece de sentido de la realidad, mientras que el
México republicano, en la persona de Juárez, tiene el papel normalmente reser¬
vado a los europeos: es pragmático, racionalista, y al final vencedor: también
227

en este sentido los papeles están invertidos con respecto a novelas como Hom¬
bres de maíz o El reino de este mundo. Quiero decir con esto que Noticias del
Imperio en mi opinión marca una etapa decisiva en la descolonialización espiri¬
tual del continente. Leyendo p.e. las páginas dedicadas a Viena, a mi ciudad,
me he dado cuenta por primera vez de la impresión que deben haber tenido los
latinoamericanos cuando su mundo fue comercializado aquí en la manera que
acabo de señalar. Hay algunos detalles incorrectos, pero en general se cuentan
cosas verdaderas; sin embargo se cuentan con la óptica de alguien que las estu¬
dia desde fuera, que las mira con placer exótico y con ganas de abandonarse por
un momento a los sueños más bien estéticos de cafés, bailes, música, archidu¬
ques desnudos caminando por el hotel Sacher, etc.2. Desde esta perspectiva la
literatura latinoamericana se emancipa definitivamente de sus raíces europeas
y recupera la igualdad: como acabo de decir, la descolonialización ha llegado a
su último extremo, casi paradójico: la “colonización intelectual” de los antiguos
colonizadores3.
Y con esto ya nos encontramos con mi tercera tesis, un poco menos pro¬
vocativa y original: el autor quiere saldar, en cierta manera, las cuentas con
Europa. Fernando del Paso ha declarado en varias entrevistas (1986, 1988, etc.)
sus intenciones anticolonialistas, por lo que no es nada nuevo lo que digo; sin
embargo, la destrucción del mito sarmientino de la Europa civilizada me parece
aquí más fuerte y explícito que nunca, y eso se nota aun más por el contraste con
la Europa exótica y encantada presentada en otros pasajes. La famosa carta
del hermano francés que, prácticamente repitiendo y ampliando los argumentos
de Montaigne del siglo XVI4, prueba que la violencia no es una característica
latinoamericana, sino firmemente arraigada en Europa, forma parte del largo
proceso de la búsqueda de una identidad latinoamericana, y Fernando del Paso
se pone aquí otra vez al lado de la tradición liberal del continente: la identidad
del continente no se debería buscar en la violencia, la soledad o el indigenismo,
sino en las ideas ilustradas representadas, en este caso, por Benito Juárez. El
complejo de inferioridad de los latinoamericanos frente a Europa se superaría
no autoproclamándose “indios espirituales”, como lo hizo Asturias, sino ob¬
servando y analizando las crueldades y violencias europeas que son mayores y
menos justificadas que las cometidas por los latinoamericanos. En este caso los
mexicanos — aunque del Paso da también espacio a la autocrítica cuando hace
decir al otro hermano en una carta: “mientras más distinguido y culto es un
mexicano, menos mexicano es” y: “lo que les interesa es vivir como europeos
y que sus hijos se eduquen corno tales” (396). Es decir, con todas las tesis que

2 En la novela — es uno de los pocos errores del autor — el Archiduque Otto “se paseaba
desnudo por el Prater” (548) — me permití rectificar este detalle que de por si no tiene
importancia.
3 Hay que mencionar, sin embargo, que esta perspectiva colonial invertida peca de los
mismos defectos que la anterior: si el autor hace decir al simpático Benito Juárez que los
austríacos son alemanes, “no pueden dejar de serlo”, y que “los alemanes son un pueblo
alimentado por teorías peligrosas de superioridad y dominio del mundo” (157), eso equivale
a la posición de mi europeo que dice que todos los indios son iguales y además huelen mal.
4cf. el ensayo XXXI, “Les calímbales”.
228

hasta ahora les he presentado, la novela de Fernando del Paso no es una novela
dogmática, es un texto polifacético que trata de presentar la historia desde va¬
rios puntos de vista, aunque algunas veces se pueda notar claramente como el
autor (p.e. en el papel del “sabio mexicano”, informante del hermano francés)
interviene en las discusiones. Sin embargo, la decisión de hacer la intención
“anticolonialista” del libro más convincente, porque su principal portavoz no
es mexicano sino francés (Paso 1988, 137) refleja otra vez no la perspectiva eu¬
ropea, sino latinoamericana, ya que los europeos estamos acostumbrados, como
acabo de mostrar, a las ideas antieuropeas de europeos, por lo menos desde la
vanguardia de los años 20, mientras que para un mexicano la comparación de
las violencias europea y mexicana pueda sonar tal vez más convincente en la
boca de un europeo que en la de un compatriota.
Pero queda el hecho de la polifonía del texto: en una entrevista con Juan
José Barrientes, Fernando del Paso ha declarado que la idea base de la novela
era la de crear el monólogo de Carlota y que sólo después se dio cuenta de que

por mucha belleza trágica que pudiera yo alcanzar a través de este


monólogo me hacía falta alternarlo con hechos históricos narrados
en una forma más directa (1986, 31).

Esta narración, el “contrapunto” del monólogo de Carlota, se caracteriza sobre


todo por un cambio permanente de la perspectiva: hay capítulos en los que ha¬
blan Juárez o Maximiliano, otros en los que hablan personajes secundarios, hay
narraciones en tercera persona o en primera, de gente culta y de semianalfa-
betos (que nos recuerdan famosos precursores hasta el Riobaldo de Guimaráes
Rosa); hay también textos/documentos intercalados, romances, corridos, trozos
del ceremonial de Corte; hay textos en los que falta en absoluto una perspectiva
cualquiera del narrador (como “Crónicas de la Corte”, XIV/1), porque hablan
muchas personas a la vez en una especie de música polifónica. Y, finalmente,
hay los textos pseudo-científicos: es una novela que, sobretodo en la segunda
mitad, se acerca — y con eso llego a mi cuarta y última tesis — a otro tipo de
textos no Acciónales, al ensayo o incluso al tratado de historia. Hay capítulos
(como XVI/3, XX/2, y sobre todo XXI1/2) que tanto en el estilo como en
la argumentación se parecen más a un libro de historia que a una novela: se
discute la opinión de otros historiadores, se citan fuentes históricas de variada
índole, se confiesa francamente que algunos detalles de la historia no se han
podido averiguar hasta la fecha. Al final, Fernando del Paso llega incluso a
discutir otras elaboraciones literarias de la historia de Maximiliano e inserta
asi un texto que normalmente suele encontrarse en el prólogo: una declaración
metaliteraria sobre las intenciones y posibilidades de la propia tarea. Lo que
allí se proclama en subjuntivo: “Ah, si pudiéramos inventar” (644) ya se ha
realizado a lo largo del libro o se realizará inmediatamente después. Así, el au¬
tor logra aún incluir una discusión teórica sobre un nuevo concepto de novela
histórica, el concepto ejemplificado en la misma novela, la posibilidad irreal (en
subjuntivo) al lado de su realización. Me parece que este cambio permanente
del género textual es también una de las características más importantes de la
229

literatura de nuestro siglo; creo que en este caso es utilizado para desorientar
y al mismo tiempo estimular la reacción del lector que así no puede permane¬
cer exclusivamente en la posición de consumo a la Valéry y absorber un elixir
romántico-mágico de lo real maravilloso europeo-imperial.
En virtud de esta hipótesis llego finalmente a una conclusión provisoria: con
todos los defectos que una crítica más precisa, más indagadora pueda encontrar
en esta novela, el libro de Fernando del Paso se inserta en la tradición de la
nueva novela y de la novela histórica (especialmente de aquella mexicana que
tanta y tan grande tradición tiene) y al mismo tiempo es un libro innovador,
en el sentido descrito con anterioridad: la descolonialización no se limita a las
denuncias contenidas en la carta del francés, sino que es también una desco¬
lonialización en la relación obra-lector: el lector latinoamericano por primera
vez mira hacia lo exótico europeo, lo goza y al mismo tiempo puede y debe
reflexionar sobre ello.

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Über die Konfrontation europáischer Paradiesprojektionen mit derri Selbst-
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Hólz. Literarische Vermittlungen: Geschichte und Identilát in der mexi-
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_. 1988. Europáische Avantgarde und Ethnologie im Kontext der Suche nach


nationaler Identitát: Gedanken zum frühen Asturias und zum frühen
Carpentier. En: Iberoamericana, 31/32: 23-38.
“Hasta no verte Jesús mío”:
novela documental

Juan Bruce-Novoa

Es verdad, estarnos aquí de a mentiras...


Jesusa Palancares Aguilar

Después de la crisis de 1968, la literatura mexicana viró fuertemente hacia una


nueva conciencia de la problemática sociopolítica nacional. Sobre todo, buscó
abrir la literatura a la pluralidad de voces que habían quedado silenciadas por
la represión oficial o ninguneadas a lo largo del proceso de la institucionali-
zación del poder del partido monolítico y las clases sociales que le servían o
se servían de él. La violenta represión del movimiento estudiantil produjo una
reacción que en parte se expresó como el deseo de introducir en los foros antes
reservados para la producción cultural elitista las opiniones de los sectores lla¬
mados populares y aun de la clase media urbana. Y aunque, como he mostrado
en otra ocasión (1983), Poniatowska, desde su perspectiva personal y feminis¬
ta, había venido trabajando un proyecto muy parecido desde su primera obra,
Lilus Kikus (1954), dos libros suyos han quedado tan vinculados a la crisis y el
cambio de enfoque que se suele atribuirles una relación causal mutua. Como
dos caras de una moneda de la documentación de la nueva apertura popular
por parte de los escritores mexicanos después de 1968, Hasta no verte Jesús
mío (1969) y La noche de Tlatelolco (1971) parecen ofrecer las voces del pueblo
en una forma directa, facilitando una comunicación estrecha entre esas voces
y los lectores. Por su capacidad de prestarse bien como modelos de lo que la
crítica quiere ver como unas de las características esenciales de la literatura
mexicana reciente, estos dos libros han quedado canonizados como claves para
el entendimiento de la literatura — y aun la sociedad en general — actual.
Aquí me dedicaré exclusivamente a Hasta no verte Jesús mío.

La posición de la crítica
La crítica no solo se ha dado cuenta del deseo por parte de los autores de
incluir a ciertos sectores sociales excluidos, sino que, llevada por simpatías
liberales sinceras, ha querido ayudar en el esfuerzo entrando al juego como
participante y exagerando el éxito logrado por las obras. O sea, la crítica,
impulsada igualmente por el deseo de realizar la meta de abrir la escritura
a los reprimidos, ha atribuido a esta literatura valores que acreditan el logro
de las metas. En el caso de Poniatowska, por ejemplo, abundan los casos
en que Hasta no verte se ha incluido en cursos universitarios dedicados al
género de la autobiografía. El libro queda anotado en la recién publicada
Bibliography of Mexican Autobiography {Woods 1988, 129). Tamaña ingenuidad
231

por parte de académicos y especialistas es difícil de explicar sin tomar en cuenta


el deseo de privilegiar el texto como lo que por un lado pretende ser, la voz
misma de Jesusa, y por extensión la del pueblo. Los que insisten en esta
clasificación mantienen una división entre la autenticidad o “la verdad” de
la autobiografía y la inautenticidad o falsedad de la novela, con la biografía
ocupando una posición demasiado ambigua entre ambos. Y para mantener la
separación prefieren sencillamente hacer caso omiso de Poniatowska, como si no
existiera. Voluntariamente aceptan la realidad del personaje que Poniatowska
ha venido creado para sí misma desde la década de los 50s cuando ejercía, más
que nada, el periodismo, el rol de la ingenua e inocente interlocutora pasiva,
capaz de desaparecer para dejar al entrevistado solo con los lectores.
Más explicable es la tendencia a tratar la obra como un testimonio, clasi¬
ficación ya sin conflictos genéricos. Se ha notado el parecido entre Hasta no
verte y el tipo de investigaciones publicadas por Oscar Lewis. Poniatowska
misma ha confirmado su relación con el famoso antropólogo:

Creo que dentro de mí debe haber una influencia por haber traba¬
jado un mes y medio con Oscar Lewis. Lo conocí antes de que él
fuera famoso por Los hijos de Sánchez. Le ayudé con otro libro que
se llama Pedro Martínez. Lo vi trabajar. Vi como él se daba a la
gente (García Pinto 1988, 181).

Los libros de Lewis también se enfocaban en personáis de las clases marginadas


y pretendían trasmitir fielmente tanto los pensamientos como el modo de ex¬
presarse de la gente. Tanto es así que no se habla de los “personajes” de Lewis,
sino de las “personas” a quienes entrevistó, como tampoco se detiene uno en
la estructura de la presentación de la información — que pertenece a Lewis ,
sino más bien en la estructura interna de la información, que se atribuye al
informante mismo. Sin embargo, ni Lewis escondía el hecho de que había te¬
nido que seleccionar y editar el material para presentarlo en una forma escrita,
aplicando una lógica sistemática para que se pudiera leer y apreciar como una
obra con estructura y unidad, lógica que a fin de cuentas acerca el producto
final a la narrativa. Eso, sin embargo, no ha prevenido que se consideren sus
textos transcripciones verídicas del testimonio oral.
Hay los que privilegian Hasta no verte del mismo modo. El problema es que
para unir a Lewis y a Poniatowska a través de la similitud de sus proyectos hay
que suprimir lo que la autora añade para trazar la diferencia entre su modo de
trabajar y la del antropólogo:

Lewis utilizaba grabadora porque tenía equipo norteamericano. Yo


para ver a Jesusa utilicé una grabadora prestada de unos impresores
que eran los únicos que sabía que tenían grabadora. Era un cajón
enorme. La primera vez que se la llevé a la Jesusa no dijo nada,
la segunda, me dijo “Llévese esa chingadera, quien va a pagar por
eso; esa luz que Ud. me está robando (porque no había pilas) quien
va a pagar por eso, ¿Ud. o yo?” Y yo trataba de calmarla y decirle
232

que yo me haría cargo de la cuenta. Y continuaba: “¿Y cómo voy


a calcular? No, eso aquí es nada más un estorbo.” (ibid., 181s)

Poniatowska dejó de llevar grabadora, lo cual implica que tuvo que recrear
las conversaciones con Jesusa de memoria y de sus apuntes y según me
ha contado la autora, no siempre pudo anotar lo que decía Jesusa porque
ésta a menudo la tenía ocupada ayudándole con algún quehacer1. Ya con
eso entra el factor de la re-presentación, la distancia y la mediación por parte
de una escritora que se encuentra, por múltiples razones inevitables, alejada
del material. No sólo editó como Lewis, sino que trabajó sin tener acceso al
documento electrónico. No pudo haber sido una transcripción directa, sino una
transmutación y aun una traducción. De nuevo, Poniatowska ha confirmado
esta observación:

Utilicé las anécdotas, las ideas y muchos de los modismos de Jesusa


Palaricares, pero no podría afirmar que el relato es una transcripción
directa de su vida porque ella misma lo rechazaría. Maté a los
personajes que me sobraban, eliminé cuanta sesión espiritualista
pude, elaboré donde me pareció necesario, podé, cosí, remendé,
inventé (1978, 10).

Quizás lo más que puedan afirmar los que quieren mantener una clasificación
de Iíasia no verie como testimonio es que pertenece a la tradición oral en que
la información se trasmite a través de un proceso continuo de recodificación
— el elaborar, coser, podar y remendar de que habla la autora — según las ne¬
cesidades de contexto inmediato. Cualquier versión actual siempre se distingue
de las del pasado aun en el mero esfuerzo de repetir la transmisión anterior,
que a su vez no repetía lo mismo por haber tenido otro acto como modelo y
origen. La oralidad permite el dinamismo del proceso, mientras la documen¬
tación en forma escrita o grabada lo cancela. Poniatowska necesariamente viola
el proceso y la esencia del rito oral inscribir el material en una forma fija, la
escritura, facilitándolo ahora a espectadores que no comparten el rito de la
transmisión oral — y desde la perspectiva de esa tradición, los lectores no me¬
recen el privilegio de recibir la información. Por un lado, la inscripción de la
información y la voz misma de Jesusa representa la meta de este proyecto — el
violar el espacio elitista de la escritura — pero por otro representa la violación
de la tradición oral. Se justifica porque como Jesusa misma dice, “no tengo
a nadie, lo único que tengo son muertos” (212). Si no habla con Poniatowska
su información morirá con ella. Bien, pero eso no quita que la inscripción, y
aun mas, la mediación de la autora, modifican radicalmente la información y
su contexto semántico. Poniatowska edita el material en función de la lectura,
dándole el marco y la estructura lineal de la narrativa.
Sin embargo, aun así la crítica y los lectores han preferido olvidarse de
las aclaraciones de Poniatowska y tratar el libro como el testimonio directo

1 Conversación del autor con Elena Poniatowska.


233

de Jesusa. Debemos considerar algunas implicaciones de esta actitud antes de


pasar al análisis de la obra como novela, porque explica la resistencia a aceptar
que sea eso, novela.
En las últimas décadas se ha visto por todo el occidente un resurgimiento
de las novelas más relacionadas al realismo, la histórica y la documental o pe¬
riodística. A pesar de la devaluación del ideal de la capacidad mimética de
la palabra y los continuos ataques al realismo anacrónico por parte de algu¬
nos académicos y artistas, la narrativa estilo decimonónica sigue gustando al
público. Quizás sea que en el contexto de la continua prueba de la vacuidad
de la realidad moderna, exacerbada por la descarada carnavalización del or¬
den que representa lo posmoderno, hay una nostalgia por un pasado cuando
supuestamente la literatura era fiel a la realidad material — la literatura como
espejo de la vida — y casi nadie dudaba de la sustancia real de la “realidad”.
Esta nostalgia explica la preferencia por textos que parecen prescindir de la
escritura a favor de la oralidad. Como han explicado sin número de críticos,
existe una tradicional dicotomía entre el signo escrito y la palabra hablada en
que aquélla se considera la representación de lo ausente mientras ésta se tiene
por la presencia de lo real. La fe en el valor testimonial de Hasta no verte
participa en esta nostalgia por la presencia, sobre todo por la presencia de los
marginalizados — a quienes se les atribuye una comunicación directa con la
realidad de la vida que los “centralizados” han perdido — en el texto centra¬
lizado que en realidad los distancia aun cuando los abarca. Esta fe permite
a los lectores sentirse verdaderamente en presencia de lo que por costumbre
mantienen alejado de su espacio social. Permite el voyeurismo liberal.
Aún más, esta fe en el realismo postula una relación estable verificable entre
el significado y el significante, lo cual hace factible la codificación estática de
los signos. O sea, el realismo implica orden, lo que a su vez implica control, aun
cuando el contenido cuenta lo opuesto. El control por parte del autor capaz de
ordenar todo el material dentro del marco de la estructura narrativa realista
— principio, desarrollo, final — es la metáfora, y aun quizás la sinécdoque, del
control político centralizado y, quién lo duda, de un supuesto cosmos divino.
Mientras por un lado la imprenta fomentó la revolución en contra del monopolio
intelectual y espiritual por parte de las autoridades religiosas y elitistas, por
otro lado produjo los medios de fijar como nunca antes los significados, textos
y cánones que privilegian ciertos idiomas sobre los otros que se van quedando
en la oralidad (Ong 1982, 106s). Al sentar como base de su estética la relación
natural y directa entre el significante y significado o sea, lo indudable de
la palabra impresa como verdad — la escritura realista, entonces, tiene un
parecido siniestro a los grupos dominantes en contra de los cuales la literatura
mexicana reciente pretende luchar.
Postulo que en vez de aumentar el valor de textos como Hasta no verte, la
imposición de la categoría de realismo mimético los rebaja a una posición en
el viejo código de literatura estática. Si queremos tenerla por revolucionaria
o subversiva, su valor no puede estar simplemente en la información supuesta¬
mente verídica — las enciclopedias son bancos de información para el estatus
234

quo — sino en algo mucho más radical: su proceso de invención que insiste en
llevarse a cabo a pesar de las restricciones del mimetismo realista y aún, apa¬
rentemente en contra del plan de la misma autora — aparentemente, porque,
como muestra la cita arriba, el inventar figura como el acto culminante de la
enumeración de intervenciones editoriales que constituye su proceso creativo.
Más que sus comentarios iconoclastas, es esta insistencia en no mantenerse
dentro de lo verídico o lo verificable o lo real que lo hace subversivo. Y a fin
de cuentas, es la novelización del texto — Bahktin diría la dialogización de
cualquier principio monologizante, como el realismo verídico —, a pesar de la
imposición de categorías de documentación mimética, que transforma este libro
en obra destacada. En contra de esta posibilidad, la crítica ha resaltado los
complementos “testimonial” o “documental” a costa del sustantivo “novela”,
convirtiéndolos en sustantivos, mientras novela se reduce a complemento des¬
preciado aunque quizás imprescindible. No obstante, Hasta no verte Jesús mió
es novela y para comprender su proceso y el mensaje implícito, hay que tratarla
como novela.

“Hasta no verte Jesús mío”: Novela.


El arma esencial del proyecto novelístico de Poniatowska es la ironía. La aplica
a todos los niveles. El más obvio es la desmistificación de los temas sagrados del
México posrevolucionario. La anécdota sobre el Presidente Lázaro Cárdenas es
el mejor ejemplo. Tanto el texto popular como el oficial de la cultura mexicana
tiene a Cárdenas como el santo patrón de los derechos del pueblo, sobre todo por
su valentía en la nacionalización del petróleo. Sin embargo, Cárdenas aparece
en el relato de Jesusa para expulsar a los pobres de sus casas. Su política se
reduce a pocas palabras: “Hay que sacar a estos elementos...” (265). Más tarde
el gobierno establece un colonia para los expulsados, pero este hecho también
se ironiza: Jesusa cuenta que primero muchos tuvieron que irse a trabajar en
los EE.UU. para poder construir las casas — o sea, produjo más dependencia
directa en los EE.UU. Además, los que se convirtieron en propietarios dejaron
de llevarse con los pobres. A fin de cuentas, en vez de fomentar la unión del
pueblo, Cárdenas aumenta su desintegración.
A nivel personal, Jesusa crea una distancia entre sus afirmaciones y lo que
se deja entender de sus acciones — la esencia de la ironía es exactamente esa
distancia. Por ejemplo, aunque dice que es mala, vemos que pocas veces comete
un acto de maldad contra otra persona. Se defiende cuando la provocan, sí,
pero no abusa de ni explota al prójimo. Más aun, siempre anda ayudando a sus
vecinos, recogiendo a niños y animales — coyotes, marranos, gallinas, perros.
Insiste en que nunca quiso tener familia, sin embargo, está el hecho de los niños
que recogió. Se combinan las dos actividades en la figura de Perico, un niño
con nombre de animal, huérfano de madre, a quien cría y educa. Que haya
tenido éxito se comprueba en que unas muchachas le traen regalos el día de las
madres — aunque Jesusa característicamente los rechaza.
Igualmente, cuando Jesusa insiste en que ha sido buena porque no se pros-
235

tituyó como tantas de sus compañeras, nos deja entender que no sólo le entró al
negocio sino que trabajó muchos años en un prostíbulo del cual quedó encargada
cuando la dueña se ausentó por una temporada. En el Capítulo 19 nos da a
entender que aprendió lo que sabe de las enfermedades venéreas al trabajar
como asistente de un médico, pero en el 28 nos enteramos que sufre de sífilis.
Insiste en que los hombres nunca le han importado, ni su padre ni su esposo.
De éste dice que sólo andaba con él porque la recogió y la llevó. Sin embargo,
cuando otro quiere casarse con ella, Jesusa responde que después de tener a un
hombre grande, no podría aceptar a otro más chico (266) — en términos de la
retórica de valores de Jesusa, esto equivale a la revolución de un sentimiento
profundo. Aunque protesta que no le importa que su padre la haya abandonado,
cuando los espiritistas ofrecen comunicarse con alguien de su familia, es a él a
quien nombra, en efecto, evocando su memoria y presencia. A fin de cuentas,
Jesusa es una narradora de poca confianza porque ironiza todo lo que cuenta.
Poniatowska misma practica la misma estrategia, no sólo porque recrea la
narración de Jesusa, con todos los subtextos irónicos, sino porque también crea
cierta relación entre ella y Jesusa y el texto que abren espacios de diálogos
con su popia dinámica y significado. Por ejemplo, lo que ha dicho de sus
intenciones para el texto no se verifica en la lectura. Ya hemos visto los dos
puntos claves en su afirmación, citada arriba: mató a los personajes que a
ella le sobraban y trató de eliminar cuanta sesión espiritualista pudo. Mas en
realidad están inextricablemente ligados. El espiritismo de Jesusa se relaciona
a la sobrevivencia de, como dice, “sus muertos”, que ya fueron eliminados de
su vida una vez por otra autoridad a quien le salían sobrando. Al asumir esa
autoridad, Poniatowska se asemeja tanto al narrador omnisciente tradicional
como a la posición del canon literario elitista dos sinécdoques de Dios. Aun
podemos decir que no dista mucho esta posición autoritaria de la que tomó
el gobierno mexicano en 1968 para con los estudiantes: el derecho de matar
gente y de reprimir funciones que consideraba superfluos. El conflicto entre las
preocupaciones de Jesusa y las supuestas intenciones de Poniatowska acerca del
texto, un conflicto entre el deseo dialogizante y la autoridad monologizante, es
el subtexto y para mí la verdadera trama de la novela.
En cuanto al espiritismo, la estructura del texto, que fue una decisión to¬
talmente bajo el control de Poniatowska, de hecho contradice la afirmación de
la autora. Si se busca disminuir la importancia de un elemento temático, no
se le da un lugar destacado en la estructura de la obra. El texto se abre y
se cierra con el tema del espiritualismo; la narración queda enmarcada dentro
de él. De ninguna manera puede tratarse de un tema menor. Sin embargo,
la crítica de nuevo parece haber seguido el juego de Poniatowska, cayendo en
la trampa irónica, porque no se ha estudiado bien lo que significa este hecho
fundamental — tanto para Jesusa como para el texto en sí.
Aparentemente el espiritismo es la última esperanza de Jesusa. Todos los
demás la han excluido o abandonado. Además, se siente la última en su línea
familiar, sin hijos propios. Por un lado el espiritismo explica las ambigüedades
de su testimonio mencionadas arriba. Tiene que convencernos de todo lo que ha
236

sufrido, porque el sufrimiento representa la purificación de pecados heredados


de las encarnaciones anteriores. Su supuesta maldad y sufrimiento confirman
que acepta que es un ser bajo que tiene que mejorar. Sin embargo, la rein¬
terpretación de su vida para afirmar su inocencia, sobre todo con respecto a
los pecados sexuales, pretende crear pruebas de que ha logrado purificarse en
cierto sentido y que merece una reencarnación mejor.
Pero ¿por qué habla con Poniatowskaen vez de con su comunidad en la Obra
Espiritual o directamente con Dios? Porque después de haber desarrollado su
fe nueva, ha descubierto que la Obra Espiritual es a su vez otro engaño donde
importa más el dinero que el espíritu: “la Obra la han tomado a negocio” (303).
Y donde el dinero reina no puede faltar la discriminación. Cuando llega su
momento de testificar en público como sacerdotisa, la hacen a un lado a favor
de una mujer “que tenía muchos bienes y una bata naylon y unas medias
blancas y zapato blanco de enfermera” (302). Además, Jesusa no quiso seguir
la fórmula codificada para el testimonio. Es un detalle en el cual se simboliza
la función dialógica de Jesusa:

Yo no trabajo sentada, sino parada porque las mismas facultades


del Oratorio me quitaron las ganas de sentarme (301).

La posición de Jesusa, tanto física como retórica, amenaza dialogizar la Obra


Espiritual; más por ser intransigentemente monológica, ésta la relega al margen
y al silencio. Entonces, cuando aparece Poniatowska, Jesusa se aprovecha de
su interés sincero para convertirla en el testigo de su testimonio.
Además de reemplazar a la comunidad espiritualista, Poniatowska repre¬
senta otra figura clave en la propuesta vital de Jesusa. Como escritora se
relaciona a Dios, quien, según Jesusa, es escritor. Varias veces ella lo define
como el autor del texto escrito que es la vida:

Digo yo que las cosas están escritas y que Dios las determina (315).

Lo escrito para ella es sinónimo de la verdad. Para enfatizar la veracidad


de lo que dice afirma que “está escrito” (258). Poniatowska le ofrece la opor¬
tunidad que la Obra Espiritual le ha negado: la de ofrecer su testimonio al
gran público y si la sinceridad de su relato logra convencer al escritor divino,
su vida, tal y como ella la re-presenta, pasará de lo oral a la escritura; o sea,
se transformará en la verdad, una forma de reencarnación trascendente dentro
de la permanencia de la escritura.
Sin embargo, Jesusa ha sufrido tantos desengaños que no confía totalmente
en Poniatowska. Sabe bien que ella, como los demás, la abandonará. Por eso,
antes de que se vaya, Jesusa tiene que relatarle todo lo que es, lo cual en este
momento es casi un puro pasado, pura historia, hecha de, repito, “sus muertos”.
No sólo dependen ellos de Jesusa para resucitar, sino que la existencia de ella
depende de la condición de ellos:

Son un montón de cristianos enfermos del alma que tengo que curar,
pero como no lo he hecho, seguimos sufriendo todos, ellos y yo (9);
237

y más tarde añade,

Son muchos los que están en las tinieblas de oscuridad y allí se


quedan soterrados hasta que un alma caritativa los llama (16).

Para sobrevivir en el texto escrito y divino, a fuerza tiene que resucitar a


sus muertos. Poniatowska, sin embargo, se reserva el derecho de matarlos si
le parecen superfluos. Jesusa tiene que manipular a Poniatowska, contándole
cosas “interesantes”, “valiosas”, para mantenerla seducida, porque si sólo habla
de lo que más le preocupa — su propia muerte y la desaparición de sus queridos
-— Poniatowska puede perder el interés. Entonces le cuenta la historia de
México a través de su experiencia. Pero poco a poco el texto degenera, deja de
ser historia nacional para convertirse en historia personal y, a fin de cuentas,
espiritual. Los personajes mueren, pero no porque Poniatowska los mata, sino
porque Jesusa ha sobrevivido a todos. Pero que nosotros sepamos que se han
muerto equivale a reconocer que vivieron. Eso lo logra Jesusa al nombrarlos en
su texto, evocándolos del silencio del olvido.
En realidad, Jesusa le impone a Poniatowska una especie de sesión espiri¬
tista en que Jesusa misma resucita del olvido en que todos la tienen, se reen¬
carna y logra trascender su condición de mujer abandonada convirtiéndose en
personaje de su texto. Además, sirve de mediunidad para “sus muertos . Po¬
niatowska la puede abandonar, como todos los seres perdidos que ha recogido
Jesusa la han abandonado, pero al final ya no importa — Jesusa le dice que se
vaya — porque Jesusa ya se ha servido de ella para insertarse en el texto de la
verdadera existencia. Ella ya existe al final de la lectura y ha logrado estable¬
cer la misma relación con Poniatowska que ella tiene con sus muertos . una
dependencia mutua. Poniatowska la tiene que recrear, evocándola del silencio
en que desaparece la tradición oral si no la repiten los herederos escogidos,
para ser ella la escritora que busca ser. Pero no será el texto monológico de la
Poniatowska autoritaria, sino el texto dialógico donde Jesusa ha intercalado lo
que más le importa. Como una Sherezada disfrazada de Celestina, Jesusa ha
logrado entretener — en todos los sentidos de la palabra al amo que pre¬
tende controlar su destino. Ha logrado imponer su signo al texto, a pesar de
los deseos del arrogante personaje de la redactora. ¿Quién despide a quién? Y
al cerrarse el texto — acto que coincide con el de dejar de hablar por parte de
Jesusa, ésta pasa a su última reencarnación como personaje literario, mientras
Poniatowska se convierte en la escritora, traicionando el rito oral para el bien
de ambas.
Pero a fin de cuentas, lo significante aquí, no es la realidad material de
Jesusa, ni tanto la historia que cuenta, sino una fe en un proceso ideal, espiri¬
tual, y específicamente escritural que es la esencia vital de su propuesta. Sin la
literatura, sin la posibilidad de inventar y reinventarse la vida en otro espacio
que es la novela, donde todo es posible y por eso pueda haber libertad para
escapar del destino que nos impone una sobreestimada realidad, Jesusa sería
nada más otra voz perdida en las tinieblas de la oscuridad. Y a pesar de todo,
logra convertirse en la protagonista narradora de su propia novela.
238

Epígrafe como conclusión


Poniatowska escogió un epígrafe para el texto que parece sencillo y directo, pero
que en efecto debiera servir de anuncio a la ironía que venirnos explorando:

Algún día que venga ya no me va a encontrar; se topará nomás con


el puro viento. Llegará ese día y cuando llegue, no habrá ni quien
le dé una razón. Y pensará que todo ha sido mentira. Es verdad,
estamos aquí de a mentiras; lo que cuentan en el radio son mentiras,
mentiras las que dicen los vecinos y mentira que me va a sentir. Si
ya no le sirvo para nada, ¿que carajos va a extrañar? Y en el taller
tampoco. ¿Quién quiere usted que me extrañe si ni adioses voy a
mandar? (8)

Se presta a las interpretaciones realistas. Lo más importante aquí parece ser


la salvación de la voz de Jesusa, aún en contra de su propio fatalismo. El
documento de su vida contradice su aserción de que todo es mentira, sobre
todo porque su vida se cuenta inmiscuida con la historia del país. La ilusión de
los realistas es que la incontrovertible realidad de la historia presta sustancia
a las vidas comunes y corrientes. Sin embargo, el epígrafe ofrece una riqueza
de subtextos irónicos que dialogan con el texto de la novela que introduce.
Primero, declara que Jesusa reconoce plenamente su victoria sobre Poniatows¬
ka. Jesusa se irá algún día, abandonando a Poniatowska, no ésta a aquélla.
Y ese día, según Jesusa, nadie la va a extrañar, porque a nadie le importa.
Ni mandará su adioses. Dentro del contexto de la novela, esto se reinterpreta
como la necesidad que sentirá Poniatowska de evocarla de la muerte, lo cual
sería ejercer la función que Jesusa le ha venido inculcando desde el principio:
la de mediunidad espiritista. El espíritu será la misma Jesusa. Es sumamente
significativo que diga que la vida aquí es una mentira y por eso al morirse se
convertirá en un puro viento, como el aliento de una palabra despegada del
cuerpo que le pudiera dar sonido. La respuesta sería reencarnar ese aliento
en la palabra escrita, la cual, según Jesusa, cobra permanencia en el mundo.
Este será el modo en que Poniatowska ejercerá su función, pero de nuevo, no
para ajustarla a una estructura y una lógica exterior. Por eso es significante
también que esta cita no venga de ninguna de las conversaciones incluidas en
el cuerpo del texto. Queda al margen, fuera pero cerca, como un enunciado
que ha escapado del marco pero que se dirige hacia el centro. Y desde afuera
critica el supuesto valor de los testimonios antropológicos — mentiras lo que
cuentan los vecinos la boga de elevar los medios populares de producción
cultural a una verdad significante — mentiras lo que cuentan en el radio — y
las protestas por parte de la autora de que Jesusa de veras le interesaba como
persona mentiras que me va a sentir. Sobre todo, niega que el valor del texto
sea su realidad , porque la vida misma es una pura mentira. Lo único que
merece la categoría de verdad es la escritura acerca de la vida, pero no como
fue, sino como se recrea y se inventa: la realidad transformada, reencarnada —
otra mentira. Aunque la posición de Jesusa se parezca a la de los realistas,
239

hay una diferencia fundamental: mientras éstos creen que la literatura debe
reflejar la realidad exterior para que sea verdad, Jesusa cree que la palabra
escrita vuelve verdad lo que inscribe en la literatura.
A fin de cuentas, Poniatowska, como otros escritores de su generación
—Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Vicente Meló, o Inés Arredon¬
do — juega con la mentira de la vida real y la real vida de la literatura. Hasta
no verte Jesús mío no es la vida real en un documento, sino otra documentación
de la realidad del espacio literario, donde todo es mentira y real.

Bibliografía

Bruce Novoa, Juan. 1983. Elena Poniatowska: The Feminist Origins of Com-
mitment. En: Women’s Studies International Forum, 6.5: 509-516.

García Pinto, Magdalena. 1988. Historias íntimas, conversaciones con diez


escritoras latinoamericanas, Hanover, New Hampshire: Ediciones del
Norte.

Ong, Walter J. . 1982. Orality and Liieracy: The Technologizing of ihe World,
London: Methuen.

Poniatowska, Elena. 1969. Hasta no verte Jesús mío. México: Ediciones


ERA.

—. 1978. Hasto no verte Jesús mío. En: Vuelta, 2, 24, (noviembre): 10.

Woods, Richard Donovan. 1988. Mexican Autobiography/La autobiografía


mexicana, An Annotated Bibliography/ Una bibliografía razonada. West-
port, Connecticut: Greenwood Press.
VII

La literatura mexicana
en el contexto latinoamericano
Ficción de oralidad y cultura de la periferia
en la narrativa mexicana
e hispanoamericana actual*

Nelson Osorio T.

En 1964 se publica en México una novela breve que hoy lleva ya más de 10
ediciones. Se trata de La tumba, novela con la que su joven autor, José Agustín
Ramírez, que firma simplemente como José Agustín, hace su entrada en la
narrativa nacional. La obra llama en seguida la atención no sólo por la juventud
de su autor, que entonces tenía apenas 20 años, sino sobre todo por su especial
y novedoso tratamiento del mundo de los adolescentes urbanos.
Pero esta novela no era un hecho aislado. El año anterior se habían pu¬
blicado los seis relatos que integran la primera edición de El viento distante
de José Emilio Pacheco. Y al año siguiente, 1965, Gustavo Sainz da a conocer
también su primera novela: Gazapo, que con De perfil (1967), la segunda novela
de José Agustín, forman la dupla que renueva la visión del adolescente en la
narrativa mexicana.
Esto ocurre en México, pero en el extremo sur del continente vemos que
se dan en esos mismos años hechos equivalentes. En 1966 se publica en Chile
Cero a la izquierda de Poli Délano y al año siguiente los relatos de El entusias¬
mo, primer libro de Antonio Skármeta, obras ambas cuya temática también se
centra en los adolescentes urbanos.
Mencionamos estos libros en dos extremos geográficos de la América Latina
no sólo por la importancia que tienen hoy sus autores sino porque ofrecen una
muestra de algo que entonces tal vez no pudiera ser captado a primera vista:
la extraordinaria afinidad de perspectiva que se advierte en todas estas obras.
No se trata solo de la común preferencia temática (el mundo de los niños y
adolescentes urbanos) sino de un tratamiento muy similar de este espacio: no
hay idealización del mundo adolescente, pero tampoco se trata de mostrar su
mundo confuso, sino, en cierto modo de narrar desde el interior de esa misma
confusión. En estas obras los adolescentes no son el “objeto” de la mirada que
narra sino que de alguna manera son la mirada misma, son por así decirlo, el
“sujeto” de la enunciación poética.
Cuando se publican estas obras, en el decenio de los sesenta, el espacio
narrativo hispanoamericano está avasallado por la puesta en escena del llamado
“boom” de la novela hispanoamericana. Es el decenio de Cortázar, Fuentes,
Vargas Llosa, García Márquez, y también Donoso, Carpentier, Onetti, Viñas,

*E1 texto de esta ponencia fue redactado para su lectura ante los participantes del Simposio
Internacional sobre “Literatura Mexicana Hoy”. Aunque se le han hecho pequeños ajus¬
tes, precisiones y enmiendas, su tono general conserva el carácter de presentación oral que
entonces tuvo, lo que puede explicar muchos de sus giros sintácticos y algunas repeticiones
que de otro modo no se justificarían (N.O.T.).
244

Roa Bastos, Rulfo, Arguedas, Sábato. Los escritores a los que estamos re¬
firiéndonos son más jóvenes que éstos; en ese decenio recién se inician en las
letras, y su producción sólo podrá llegar a verse como parte de una propuesta in¬
tegral 15 o 20 años después. Con obras como las mencionadas de José Agustín,
Sainz, Skármeta o Délano empieza a despuntar lo que bien pudiéramos con¬
siderar como una promoción de relevo, el relevo de los que, precisamente en
esos años, impusieron firmemente las letras de nuestra América en la cultura
literaria mundial. Esta promoción de relevo es la que forma la actual narrativa.
Por eso podríamos decir que la narrativa actual corresponde a la promoción
de escritores que en los años 60, en los mismos años consagratorios de la na¬
rrativa latinoamericana (el llamado “boom”), están en proceso de formación y
se inician en el mundo de las letras. Son escritores que, nacidos más o menos a
partir de 1940, viven la experiencia de los 60 en su primera juventud e ingresan
en un mundo que en ese período cambia en forma global de fisonomía y deja
atrás definitivamente la segunda postguerra de este siglo.
Los años 60 tienen una importancia definitoria para el mundo actual. Son
los años de la llamada Revolución Científico-Técnica, de proyecciones análogas
a lo que había significado dos siglos antes el inicio de la llamada Revolución
Industrial, en cuanto ambas implican un sustancial cambio en la relación del
hombre con el mundo.
En los años 60 está desde luego, la transformación en las comunicaciones
(satélites artificiales, teléfonos directos, TV y transistores), pero también el
inicio de la época de las computadoras y de la informática. No se trata sólo del
cambio científico y tecnológico. También en ese decenio la vida, la fisonomía
política del mundo se transforma de un modo radical. Si el triunfo de la re¬
volución en Cuba inicia una nueva etapa en la vida política del continente, no
se puede tampoco dejar de tomar en cuenta que entre 1960 y 1968 cuarenta
y tres nuevos países recientemente independizados (en su mayoría de Africa
y el Caribe) ingresan a las Naciones Unidas. Y que el Concilio Vaticano II
(1962-1965) y la gestión del Papa Juan XXIII remozan viejas concepciones en
la Iglesia Católica mundial.
Por otra parte, una revolución menos cuantificable pero no menos profunda
se gestaba en la vida personal de los jóvenes con la incorporación rápidamente
extendida, en 1960, de la píldora anticonceptiva.
No es este momento para un recuento detallado de los hechos que ilustran
el enorme cambio que significó en América y en todo el mundo ese decenio. De
paso solamente podemos mencionar el proceso de luchas populares y guerrillas
en América Latina, la insurgencia estudiantil en todo el mundo, el movimiento
reivindicativo del pueblo negro en Estados Unidos, el feminismo y las luchas
por la liberación de la mujer. Y, por supuesto, la guerra de Vietnam.
Los jóvenes y adolescentes de esos años ingresan de modo activo en un
mundo cambiante y que cambia efectivamente en poco tiempo. Su formación
y sus valores, por consiguiente, responden a otra realidad. Y esto es un hecho
difícil de soslayar.
Lo que hoy ocurre en la literatura, por consiguiente, no puede ser compren-
245

dido en su conjunto si no se toma en cuenta que autores como José Agustín,


Gustavo Sainz, Antonio Skármeta, Isabel Allende, Mempo Giardinelli, Luisa
Valenzuela, María Luisa Puga, Rafael Humberto Moreno Duran, Iván Egiiez,
Sergio Ramírez, Cristina Peri Rossi, Osvaldo Soriano (para nombrar al azar
sólo algunos novelistas), todos ellos forman parte de los adolescentes y jóvenes
de los años 60. Y todos, independientemente de su origen nacional, muestran
en conjunto una serie de rasgos comunes que permiten verlos como integrantes
de una promoción de narradores claramente diferenciada de la anterior, que
marca una etapa nueva, distinta en el proceso literario.
Para identificar este conjunto, y sin pactar con esquematismos generacio¬
nales, creo que es justo situarlos como autores que en términos generales nacen
a partir de 1940. Pero lo importante no es el año de nacimiento, sino la etapa
de su vida que se articula con los años 60, dada la incidencia capital de ese
momento en la configuración del mundo y la cultura de hoy.
Formados en la nueva realidad que surge e insurge en los años 60, su obra
registra este cambio, en la medida en que ofrece un testimonio de otros valores
y, sobre todo, de un cambio de perspectiva ante los valores y la realidad, ante
el mundo.
Los años 60, como hemos dicho, significan la vigorosa presencia de un con¬
junto de narradores que pasan a ocupar el primer plano de la escena literaria.
La eclosión de la narrativa de los 60 (el llamado periodísticamente “boom” de
la narrativa latinoamericana) produce una literatura que ennoblece la cultura
literaria; en ese momento, los grandes nombres que todos conocemos (Cortázar,
Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Rulfo, Donoso, Carpentier, Arguedas,
Roa Bastos, etc.) muestran, sin lugar a dudas, un dominio y un control pleno
de lo literario. Es un lenguaje que se impone por su dignidad y oficio, es una
literatura de lujo, y hasta podríamos decir suntuosa en algunos de sus mo¬
mentos, y en la cual el dominio que estos autores tienen de las potencialidades
artísticas del lenguaje literario suele prodigarse hasta la exacerbación. Con
todo, es una narrativa que se mantiene dentro del modelo básico de la cultura
literaria, de la cultura ilustrada.
En las grandes obras narrativas que ocupan la escena de los anos 60, la
literatura — lo literario — es incuestionablemente un valor y un paradigma.
Se escribe en la literatura con la literatura. El modelo, el paradigma de la
literatura escrita puede ser agredido, mortificado, cuestionado, superado, pero
todo esto desde la perspectiva ilustrada, cuyo programa implícito consiste en
superar la propia literatura, que sigue siendo el espacio en que se mueven, el
campo de batalla, el territorio a someter y dominar.
En estas condiciones, la emisión del mensaje narrativo busca situarse en
el núcleo mismo del sistema de valores ilustrados de la sociedad, asumiéndolo
como Una especie de “Centro”, de zona cultural desde la cual se produce el
hecho literario. Y este Centro emisor es el de la cultura ilustrada, cultura que
funciona en nuestra sociedad como una especie de paradigma internalizado,
en el cual no se la entiende como “cultura ilustrada” sino simplemente como
“la cultura”. Y en función de ella se establecen los valores (éticos, estéticos,
246

artísticos, etc.), valores que pueden ser criticados, agredidos, confrontados, o


simplemente expuestos, examinados.
Este Centro que establece la cultura ilustrada no sólo presenta valores que
pueden ser — y de hecho son — cuestionados y superados, sino que se modifica
en sí mismo y cambia internamente. Pero no deja por eso, por esa sustitución
interna, de seguir siendo un centro de valores ilustrados, otros tal vez, pero
que cumplen la misma función: ser el centro de una emisión cultural que puede
versar tanto sobre sí misma como sobre su “Periferia” (es decir, sobre un mundo
de valores que no se identifican con los del paradigma).
Si tuviera que caracterizar un poco brutal y sintéticamente los rasgos ideo-
lógico-culturales que asume este Centro, esta zona o espacio ideológico desde
el cual se organiza y genera la emisión literaria, habría que señalar, en primer
término, su carácter ilustrado, es decir, su consideración de lo que llamamos
la “cultura ilustrada” como eje axiológico en función del cual se valoran, com¬
prenden y jerarquizan las otras formas de producción cultural. Otro de los ejes
axiológicos implícitos se vincula a la incorporación inconsciente de lo masculino
(y heterosexual como modelo privilegiado de lo humano, a partir del cual otras
modalidades se pueden organizar y comprender como variantes (femenino) y
desviaciones (homosexual). A esto habría que agregar que este Centro asume la
condición de blanco (hombre blanco) como la forma no marcada de la humani¬
dad, en relación a la cual se conocen y comprenden las otras (es decir, mulato,
negro, amarillo, etc.). Y en forma análoga funciona la noción de lo urbano y
de la condición adulta, como formas plenas con respecto a sus variantes (rural,
campesino; o niño, adolescente, etc.).
En síntesis, el Centro de emisión cultural no es una ubicación física ni social,
sino un espacio ideológico definido por estos valores. Lo que llamamos el Centro
es una perspectiva semántica que se asume desde estos valores; y estos valores
ni siquiera son postulados, ni defendidos, sino que se los da por obviamente
establecidos como los valores.
Por ello es que decimos que todos estos elementos se encuentran implícitos
en la producción cultural: constituyen el paradigma básico en función del cual
se expresan, comprenden y jerarquizan todos los demás.
Y esto es independiente de la condición real de las personas concretas que
ejercen la actividad literaria. La marca, el sello de estos rasgos paradigmáticos
se encuentra imbricado en la escritura, y aun cuando los autores puedan y sue¬
lan asumir valores contestatarios o cuestionadores del sistema social y cultural,
estos mismos son generalmente expuestos en función de dicho paradigma.
Por supuesto, lo anterior no tiene ningún sentido peyorativo, como tampoco
lo tiene el tratar de diseñar y comprender los rasgos del paradigma implícito que
se anida en este Centro de emisión cultural. De lo que se trata es de construir
un modelo que nos permita ver cómo, en la medida en que se va perfilando
una nairativa surgida de la experiencia de un cambio en la realidad, se diseña
en la actualidad un proyecto alternativo al paradigma axiológico derivado del
Centro.
En la brevedad obligante de estas notas, solo podemos decir que la principal
247

característica de la actual narrativa (por lo menos de lo que consideramos su


sector más renovador) es la de buscar salirse del Centro de la emisión cultural
para asumir de una u otra manera la perspectiva de la Periferia.
Para evitar equívocos, quiero insistir en que empleo los términos de Centro
y Periferia en un sentido descriptivo, como elementos de un modelo episte¬
mológico. Por lo tanto, no estamos identificándolos necesariamente con estra¬
tos sociales o económicos. Por eso, deliberadamente no hablo de “centro”
y “marginalidad”, por ejemplo, porque no me refiero a la marginalidad ni a
los marginados sociales, sino a un mundo de valores periféricos, que si bien
puede articularse a sectores que se encuentran en la periferia social, comprende
también otros sectores que no provienen de dichos estratos. (Por otra parte,
dicho sea entre paréntesis, en la marginalidad social suelen predominar aliena-
doramente los valores del Centro). Se trata, por consiguiente, de la Periferia
en lo social, en lo cultural, en lo sexual, en lo radical, lo étnico, en todo.
El Centro habría que entenderlo más bien como el poder, como el territorio
simbólico del poder. Y ocurre que, en general, toda la literatura se “pro¬
duce” desde el Centro, ese Centro masculino, blanco, propietario, ilustrado
(para señalar solamente algunos de sus rasgos). En otras palabras, el centro
de emisión del discurso literario artístico y cultural en general, está formado
por una perspectiva que es básicamente masculina (independientemente de que
sean mujeres las que escriban), blanca, ilustrada, urbana y adulta. De alguna
manera es el modelo de la hegemonía social trasladado al sistema literario y
cultural.
La Periferia es todo lo contrario. En la periferia se encuentra el negro, el
homosexual, la mujer, el indio, el marginado social; allí están los jóvenes, los
niños, los locos... Y los pobres, por supuesto. Es decir, todo lo que no forma
parte de las jerarquías dominantes en lo social, lo cultural, lo moral. Lo que
no forma parte de lo establecido.
Lo que me interesa destacar es el hecho de que en las actuales promociones
de escritores, estos que se forman en los años 60, se observa una marcada ten¬
dencia a identificarse con la perspectiva de la Periferia. Se produce una especie
de desplazamiento del eje de la enunciación desde el Centro a la Periferia. No
me refiero a que se haga empíricamente, físicamente, o socialmente, no se trata
de que los que escriben ahora sean representantes reales de la periferia social,
sino que se empieza a asumir como perspectiva contestataria este mundo de
valores de la periferia. Y esto no solamente en un sentido metafórico sino que
empieza a utilizarse temática y lingüísticamente este espacio.
El Centro, en este sentido, es visto como el espacio del poder, y el poder
debe ser cuestionado, burlado, ironizado y, de alguna manera, rechazado. Pero
lo interesante y que merece mayor atención es que no se trata de levantar
una alternativa de poder, es decir, no hay un cuestionamiento estrictamente
político al poder para sustituirlo por otra forma de poder. Lo que hay es
un cuestionamiento al poder para que no haya poder, un cuestionamiento a
lo autoritario, a lo hegemónico, para que no haya hegemonía, para que no
haya autoritarismo. Empiezan a hacerse valer estas voces, estos valores de la
248

periferia pero no como expresión de un contrapoder, sino como una especie de


“a-poder”, si pudiera emplearse el término.
Llegados a este punto, convendría aclarar que el mundo de la periferia (el de
la cultura popular, de la mujer, el homosexual, el negro, el mulato, el indio, el
judío, el niño, el adolescente, etc.) no ha estado ausente de la tradición literaria,
menos aún en las grandes obras de los años 60. Pero en general su presencia ha
sido más bien como objeto temático y no como sujeto de la enunciación literaria.
Por eso, con mayor o menor simpatía, a veces con interés, e interés admirativo
incluso, este mundo de la Periferia era mostrado desde y en relación a lo que
pudiéramos considerar el Centro, tal como lo hemos tratado de diseñar.
Podemos recordar, a título de ejemplo, al fabuloso negro Filomeno de Con¬
cierto barroco, o a la idealizada e ideal Teresa de La ciudad y los perros, o a la
bretoniana Alejandra de Sobre héroes y tumbas, o la desconcertante Manuela
de El lugar sin limites, etc. Uno se siente tentado a pensar que el grado de
simpatía con que se integran en la perspectiva de enunciación estos personajes
de la periferia está marcado por el grado de idealización con que se les presenta
en la obra.
Por ello es que su presencia en la esfera de la cultura ilustrada suele darse
las más de las veces en calidad de objetos, objetos de simpatía, de interés y de
estudio, carne de antropólogos y sociólogos, de algún modo.
Pero el mundo de la Periferia (periferia con respecto al Centro ilustrado,
masculino, adulto, urbano, etc.) es un mundo que tiene sus propios códigos, sus
valores propios y sus canales específicos de comunicación. Es la otra cultura,
es decir, es la cultura del otro para el hombre ilustrado.
Los circuitos ilustrados apenas si funcionan en esta periferia, como funciona
apenas la escritura, ya que es un espacio de predominante oralidad. Porque la
cultura de la salsa, del tango, del bolero, de la ranchera, la cultura de la radio
y la telenovela, de los caballos, el fútbol y el béisbol, el mundo de las muje¬
res, los niños, los jóvenes, las putas y las empleadas domésticas (las “gatas”,
las “cachifas”, las “muchachas de servicio”), el mundo de la homosexualidad
(masculina y femenina), es en gran medida un mundo de oralidad y gesticu¬
lación. Por eso, a partir de los paradigmas de la cultura ilustrada eso “no
es cultura” (recordar la automática diferenciación asumida entre “lo culto” y
“lo popular”), y si se la considera es como una especie de “variable” con re¬
specto a la “invariante” básica, implícitamente referida al paradigma ilustrado,
masculino, adulto, heterosexual, blanco, etc. Los elementos de la Periferia son
una “diferencia” con respecto al modelo implícito determinado por la cultura
hegemónica tradicional.
Todo esto es lo que hace que un proyecto literario que busque asumir la
perspectiva de la periferia no pueda reducirse a un mero cambio en las prefe¬
rencias temáticas sino que tenga que plantearse como un cambio que proble-
matice también su propia manera de resolverse en discurso. Y esto implica una
necesaria desacralización de lo que constituye la esencia misma del territorio
sagrado de la cultura ilustrada: la escritura.
En el plano de los valores dominantes, la lengua escrita, la escritura para ser
249

leída, ha sido tradicionalmente la materia constructiva que ha dado el modelo


(pattern) básico de la producción literaria. Por ello es que la cultura y la
literatura del Centro se rigen fundamentalmente por el modelo de la palabra
escrita. En cambio la cultura de la periferia es el territorio de la oralidad. Y
ya en los últimos años hemos aprendido (recordemos, por ejemplo, las tesis de
Walter Ong) que oralidad (orality) y escritura (literacy) no pueden verse como
un continuum sino que constituyen dos modalidades plenas y diferenciadas que
tiene el hombre para organizar su relación con el mundo.
Por eso, en el plano de la literatura, una búsqueda consecuente que trate
de asumir la periferia desde sí misma como perspectiva y marco referencial de
valores sólo puede lograrse si se logra también romper y superar el principio de
la escritura como modelo básico y (con)sagrado del discurso literario.
La narrativa de los 60 (la llamada narrativa del “boom”) nos dio una li¬
teratura plenamente consciente, orgullosamente consciente de su condición de
escritura. Dentro de los parámetros del sistema cultural fue una gran literatura.
Por otra parte, también dentro de ese sistema cultural (la llamada cultura de
occidente), la oralidad, si pasaba a la escritura era — o fingía ser — trans¬
cripción fidedigna y testimonial, interesante como documento antropológico,
pero de ninguna manera literatura. En esta perspectiva, se relegaban al campo
antropológico o documental no sólo el Juan Pérez Jolote (1952) de Ricardo
Pozas o Los hijos de Sánchez (1966) de Oscar Lewis, sino también la Biografía
de un cimarrón (1966) de Miguel Barnet y Hasta no verte Jesús mío (1969) de
Elena Poniatowska, obras estas últimas que aun hoy suelen ser encasilladas no
como novelas sino como “narrativa testimonial”2.
La superación de un discurso literario que se rige por el modelo de la escri¬
tura es, de alguna manera, el desafío que se plantean los narradores que surgen
de los años 60. Y en gran medida esta necesidad de superar el modelo de la
escritura está consustanciada con la búsqueda de expresión de este mundo de
valores de la periferia, que se quiere proyectar desde sí mismo.
En todo caso, a esta altura del desarrollo de la nueva producción narrativa,
parece posible distinguir dos orientaciones dentro de este mismo proyecto que
tratamos de esbozar; dos orientaciones que a primera vista pudieran verse como
un dicotomía, pero que, en el fondo, obedecen al mismo impulso de negación y
superación del modelo básico de la escritura ilustrada, es decir, son modalidades
diferentes de una misma estrategia.
Una de las tentativas, una de las líneas que sigue este proyecto consiste en
la desacralización de la escritura desde sí misma, desnudándose a sí misma en
el acto de producirse. Temprano ya encontramos un alto ejemplo en México
en la novela Morirás lejos (1967) de José Emilio Pacheco. Se trata de una
especie de “archiescritura”, de exacerbación consciente de la artificialidad de la
escritura, que se vuelve sobre sí misma para desmitificarse. Mas recientemente,
dentro de esta línea se sitúan, por ejemplo, obras como Respiración artificial

2Algo semejante ocurre con la virtual exclusión del campo de la literatura narrativa de
obras que han sido encasilladas dentro del reportaje periodístico, como Reíalo de un náufrago
(1970) de Gabriel García Márquez y Operación masacre (1972) de Rodolfo Walsh.
250

(1980) de Ricardo Piglia o las novelas de Diamela Eltit (pienso sobre todo en
Lumpérica, 1983, y Por la patria, 1986)3.
La otra línea, que se ha estudiado menos como tal y que parece más produc¬
tiva como renovación, es la que busca incorporar al discurso literario el modelo
discursivo de la oralidad.
Esto de incorporar el modelo de la oralidad al discurso literario es casi
una aporía, ya que esta narrativa, la narrativa de la que estamos hablando, se
escribe, está grafematizada, no es oral. Se trata en realidad de una “ficción
de oralidad”, de una oralidad ficticia, de una oralidad poética, como la llamó
alguna vez con acierto Bryce-Echenique.
“Archiescritura” y “Ficción de oralidad” serían, por consiguiente, las dos
modalidades discursivas que en la narrativa actual buscan plasmar literaria¬
mente la perspectiva y los valores de la Periferia. Con ellas se busca desacralizar
y cuestionar el Centro tradicional de la emisión literaria.
En mi opinión, la oralidad ficticia que caracteriza el lenguaje narrativo de
gran parte de la actual narrativa está más en relación, más en consonancia
con los valores de este mundo de la Periferia que se busca expresar y hacer
trascender.
La manera más evidente —- y más obvia — en que se presenta esta “ficción
de oralidad” en la actual narrativa es a través del recurso de un narrador-
• personaje que pertenece a la Periferia (mujer, niño, adolescente, homosexual,
negro, etc.), que nos narra desde el interior de ese mundo y usando sus propios
valores como marco referencial. Pensemos en las obras de Miguel Barnet, en
Que viva la música (1977) de Andrés Caicedo, en La princesa del Palacio de
Hierro (1974) de Gustavo Sainz, en No pasó nada (1980) de Antonio Skármeta,
en Arráncame la vida (1985) de Angeles Mastretta, sólo a título de ejemplos.
Hay que advertir, sin embargo, que esta misma modalidad no es tan simple, y
a veces ofrece variables audaces, como la ficción de la grabadora de cassettes en
El vampiro de la Colonia Roma (1979) de Luis Zapata o la reflexión que hace
el personaje Sugi sobre los cuadernos en que registra su memoria en Noche de
califas (1982) de Armando Ramírez, o la mezcla de voz de oralidad y voz de
escritura en La revolución en bicicleta de Mempo Giardinelli.
Pero en todas estas novelas, más allá del hecho de que a través de un narra¬
dor personaje se resuelva la escritura como transcripción ficticia de su oralidad,
lo que resulta altamente significativo — y diferenciador — es la incorporación
de la cultura de la Periferia como sistema referencial básico, como marco orga¬
nizador de valores. Y que, en consecuencia, la cultura ilustrada pueda sentirse
en ellas como parte del mundo del otro.
Esto suele ser mas claro y evidente cuando se trata de novelas que no se
construyen desde un narrador personal, como El comandante Veneno (1979) de
Manuel Pereira, Ciudades desiertas (1982) de José Agustín, Celia Cruz: Reina
rumba (1981) de Umberto Valverde, La Linares (1976) de Iván Egüez, etc. En

3Esta línea correspondería a lo que John Brushwood, refiriéndose a la actual narrativa


mexicana, llama de la “metaficción” (La novela mexicana (1967-1982). México: Grijalbo,
251

estas obréis, como en otras análogas, puede advertirse que el registro narrativo
del enunciador básico se aproxima más al modelo sintáctico de la oralidad que
al de la escritura, en un intento por plasmar una perspectiva de enunciación
que asuma el mundo desde la Periferia.
Si tomamos en cuenta estos aspectos, la marcada recurrencia a los modelos
sintácticos de la oralidad que se observa en la narrativa no puede ser consi¬
derada simplemente como una moda. En nuestra opinión, nos encontramos en
presencia de una estrategia discursiva que se articula a una búsqueda de supe¬
ración del sistema narrativo y literario aún vigente; mediante esta “ficción de
oralidad” lo que se procura es adecuar el lenguaje narrativo a las necesidades
expresivas que surgen de la nueva y cambiante realidad de nuestros días. Por
ello, este “recurso” narrativo debe ser visto, más que como una simple prefe¬
rencia formal o una opción estilística, como parte de ese impulso desacralizador
de un sistema literario que se identifica con la cultura ilustrada. Su reiterado
empleo en la actual narrativa se articula a la desenfadada irrupción no sólo de
elementos temáticos sino de los valores del mundo de la periferia, todo lo cual
contribuye a minar y desmontar el territorio sagrado de la “escritura” como
modelo indiscutible del discurso literario.
Creemos que bajo la aparentemente heterogénea y anárquica variedad que
ofrecen a primera vista las manifestaciones concretas de la actual narrativa
— la que corresponde a los escritores formados en los años 60 — sería posible
encontrar una serie de elementos recurrentes, que si se ponen en relación permi¬
tirían diseñar el perfil de una especie de poética común que las interrelaciona.
Esta habría que entenderla como un proyecto implícito, todavía en proceso,
que va constituyendo una nueva propuesta estético-ideológica.
Por eso mismo, en tanto puedan considerarse expresiones de una propuesta
nueva en etapa de constitución y afirmación, los criterios para comprender y
valorar estas obras no deberían basarse en los valores consagrados por el modelo
anterior, ya que el proyecto de la narrativa actual no pretende prolongarlo ni
modificarlo sino sustituirlo, y construir sobre otras bases su propio espacio
narrativo.
Esto es muy importante de entender, ya que muchos de los problemas de re¬
cepción y valoración que actualmente tienen estas obras se originan en el hecho
de que el horizonte de espectativas del lector medio está regido por la tradición
ilustrada de la literatura inmediatamente anterior. El actual consumidor de li¬
teratura narrativa, sobre todo el que contribuye a la difusión y consagración
de ciertas obras (periodistas culturales, críticos, profesores, etc.), vive inmerso
y forma parte de un mundo de valores que corresponden fundamentalmente a
los del tradicional Centro hegemónico de la cultura ilustrada.
Por todo lo dicho, parece legítimo sostener que la actual narrativa, consi¬
derando como tal la que escriben autores formados en la nueva realidad que
empieza a vivirse a partir de los años 60, debiera verse como un conjunto cuya
poética implica una propuesta alternativa al sistema literario precedente. En
esta perspectiva, sus manifestaciones concretas no pueden cabalmente enten¬
derse si se las considera ya sea como prolongación o como modificación del
252

modelo narrativo inmediatamente anterior (a lo que contribuye la equívoca


denominación de “post-boom” con que a veces se la quiere englobar); por el
contrario, una comprensión adecuada de esta narrativa reclama más bien el con¬
siderarlas en su propia interrelación, como expresiones de un nuevo proyecto
estético-ideológico, todavía en proceso de afirmación y búsqueda, que busca
salirse de las premisas en que se basaba la narrativa anterior y construir su
propio espacio literario.
La recepción de los poetas mexicanos
contemporáneos comparada con la de
los hispanoamericanos en general

Gustav Siebenmann

La recepción de una determinada literatura nacional o continental fuera del


propio ámbito no es un proceso intencional o dirigible, y tampoco automático
o autónomo. Las actividades de extensión cultural hacia el extranjero, incluso
las fomentadas por instituciones gubernamentales, sólo influyen en medida muy
modesta. Cuando una literatura echa puentes hacia otro espacio cultural, éstos
empiezan a construirse por parte del país receptor, y sólo poco a poco la comu¬
nicación llega a ser bilateral. Lo dicho vale aún más para género literario tan
poco transferible entre distintas culturas como la poesía, añadiéndose a ello la
consabida dificultad de translación a otros idiomas.
Ahora bien, como el vehículo principal para que la poesía “viaje” son las
antologías, creo que un método practicable de investigación recepcional es el
análisis de los índices. Es cierto que así sólo registramos lo que los antólogos
consideran digno de ser recogido, y poco sabemos acerca de la aceptación por
parte de los receptores foráneos. Pero cuando nos atenemos como es el
caso aquí — a antologías supranacionales, el mismo antologo suele ser, por lo
menos parcialmente, un foráneo también, es decir un receptor que es testigo de
lecturas hechas desde fuera. La cumulación de un gran número de selecciones
antológicas internacionales y el recuento de los poemas incluidos podrá entonces
facilitar la evaluación — hasta cierto punto objetiva — del grado en que irradian
determinadas voces poéticas hacia otros países.
En este ensayo — que bien merece su designación por ensayarse aquí un
método, tentativamente — trato de averiguar la valoración internacional de los
poetas hispanoamericanos comparados entre sí, añadiendo luego la ubicación
de los poetas mexicanos en este panorama.

Retrospectiva
Para situar y valorar la poesía de una nación, en esta ocasión la de México,
es imprescindible reconstruir primero los antecedentes y el contexto cultural, o
sea el panorama de su desarrollo, contrastándolos con la de otros países de la
región. Y esto se nos impone más aún desde Europa, porque a estas alturas
del fin de este siglo ciertamente es necesario recordar, en un contexto de lite¬
ratura comparada, los avatares que conoció el género poético en las literaturas
latinoamericanas desde el modernismo, aunque para los enterados lo que sigue
es una vuelta sobre lo andado. Los otros, aún siendo gente culta, muchas veces
ignoran que la poesía latinoamericana tiene un destino cada vez más e injusta¬
mente postergado a la brillantez de la narrativa. Efectivamente, el auge de la
novela logró, particularmente en las décadas desde 1950, obnublar la excelen-
254

cia, la originalidad y la vitalidad de la poesía. Con sus impulsos renovadores,


en buena parte exógenos, la narrativa atrajo dominantemente y en un contexto
internacional, la atención de los editores, de los críticos y de los lectores. Es un
acontecer culturalmente inicuo, aunque explicable. Porque la poesía, a lo largo
de este siglo, no sólo llegó a sincronizarse con los momentos de las vanguardias
cosmopolitas, sino que en parte se anticipó a ellas.

En efecto, ya entre 1920, aproximadamente, y 1935, o sea mucho antes


de que las innovaciones se generalizaran en el género narrativo, podemos des¬
lindar un período en que se articulan en modo plural las nuevas voces de la
poesía hispanoamericana, esas voces que Saúl Yurkiévich llamó de “los fundado¬
res” (Yurkiévich 1973). Huidobro, Vallejo, Borges, Neruda, Girondo y Paz son
los nombres de esos hijos pródigos del modernismo que iniciaron la primera olea¬
da renovadora, después de Rubén Darío. Sincrónica o sucesivamente surgen los
“ismos” poéticos en Latinoamérica, los unos compartidos internacionalmente
— el creacionismo, el ultraísmo, las efímeras incursiones del futurismo, el su¬
rrealismo, el concretismo —, los otros regionales como el estridentismo, los con¬
temporáneos en México, los minoristas en Cuba, los piedracelistas en Colombia
y muchos otros movimientos de ruptura y disidencia que surgieron a partir de
1930. Y además, ya que estamos destacando las innovaciones autóctonas, cabe
recordar que en los países caribeños y en algunos suramericanos nació contem¬
poráneamente la poesía afroamericana, movimiento peculiar al Nuevo Mundo,
o sea sin equivalente en las literaturas europeas. Nicolás Guillén es segura¬
mente su representante mejor conocido. Esta breve reseña podrá bastar para
recordar que en las literaturas de Latinoamérica el género en que las fuerzas
innovadoras se manifestaron con la mayor pujanza fue precisamente el poético.
Obviamente, sería difícil encontrar otro signo común de la poesía posmo¬
dernista, publicada digamos a partir de 1915 (a la cual nos atendremos en lo
que sigue), que es precisamente el de la constante renovación. De entre los
fundadores mencionados, Huidobro y Vallejo fueron los primeros en llamar
la atención de la crítica por su audacia, pero tal primicia tuvo por efecto cierta
marginación recepcional1. Neruda, en cambio, llegó a ser el más popular y co¬
nocido, el más imitado también. Borges, a su vez, renegó pronto del ultraísmo
inicial y de cualquier actitud estéticamente rupturista, volviendo a la poesía
con modalidades en cierto modo clásicas, cuando ya sus ensayos y sus cuentos le
habían consagrado. Y la trayectoria de Girondo fue tan itinerante, su obra tan
exigua que el descubrimiento de su vanguardismo expresionista le fue reservado
a la posteridad. Octavio Paz, al contrario, el más joven de los “fundadores”,
acompañó su poesía — constantemente renovada — con tanta competencia
critica que conoció una recepción internacional prácticamente simultánea a su
creación.

‘Recientemente América Ferrari, coincidiendo con Jean Franco, afirma rotundamente


que si salimos [... ] de esta critica universitaria profesional, y fuera de los límites del mundo
hispánico, nuestro poeta es poco conocido, poco leído y muy mal distribuido y difundido En
comparación con Neruda, Borges y Paz es un ‘worstseller’”(Ferrari 1989, 715).
255

Como la generación que sucede a estos fundadores encontraba el fortín


del tradicionalismo con las brechas abiertas, puede considerarse como filial,
en el mejor de los sentidos. Heredan de las primeras vanguardias, las llamadas
históricas, todas las libertades imaginables y saben aprovecharlas en un sentido
cosmopolita, abriéndose a la rosa de los vientos que traían novedades de norte,
sur, este y oeste. Entre los que podríamos ya considerar como los nietos de
los “fundadores”, o sea los nacidos en los años 20, observamos acaso rupturas
aún más radicales. Algunos llegan, en ciertos casos, a la autodestrucción del
poema por exacerbación de lo contradictorio y ambiguo, al experimentalismo
concretista, mientras otros no excluyen la vuelta, a veces irónica, a formas
clásicas, tradicionales o populares. Las promociones siguientes (los nacidos
en los años 30 y 40) cuentan con poetas extremamente individualistas, pero
con menos amagos de innovaciones inéditas2. Sin embargo, ya no pudieron
repercutir en nuestra estadística por la aritmética razón de la cronología.
Cuando observamos las décadas a partir de 1915, el hecho de mayor con¬
tingencia general es la paulatina desaparición de escuelas o movimientos en
determinadas capitales o provincias, y eso a pesar de los innumerables talleres
de poesía. Las voces, los temas, los estilos y las poéticas que se desprenden del
siempre imponente coro poético del continente atestiguan una pluralidad nunca
vista, aunque es verdad que los cánticos suelen ser cada vez más críticos, los
himnos y los salmos tienden a ser lugares de denuncia, y el lirismo, si aparece,
se disfraza tras lo lúdico e irónico o lo sarcásticamente coloquial del tono, a no
ser que se refugie en el hermetismo astutamente cifrado.

Radiación internacional
Deseo hacer constar de antemano que el hecho de transcender un escritor las
propias fronteras y de llamar la atención de la crítica, de los editores y de los
lectores de fuera del propio ámbito cultural, no es, ni mucho menos, un criterio
valorativo de mayor envergadura que otros. Quiero decir que el hecho de co¬
nocer un autor una o muchas traducciones no debería ser un criterio decisivo
para su estimación. Existen razones respetables para que un autor que se ciñe,
en cuanto al éxito se refiere, a su propia cultura y que desempeña un papel
cultural eficaz en su autóctono lar, no debe ser postergado en importancia a
los cosmopolitas. Sin embargo, es innegable que en el contexto de la llamada
“Weltliteratur” — concepto lleno de equívocos eurocentristas3 la universa¬
lización de obras nacionales les confiere a éstas una especie de consagración.
En efecto, el hecho de ser un discurso literario lo suficientemente polisémico
y significativo para transmitir un mensaje y ofrecer una forma mediadora que
interese a lectores foráneos, representa sin duda un logro. La investigación
de los procesos de recepción entre culturas distintas aporta, por consiguiente,

2 Puedo anunciar aquí que en el inminente No. 34 (1991) de la revista Iberoromama


[Tübingen: Niemeyer] reúno una serie de ensayos centrados todos en la poesía reciente de la

Península y de Latinoamérica. . „ ...


3Cf. Siebenmann 1988, 11-34, particularmente “Sobre los infortunios de mi termino

alemán: Weltlileratu^', 18—23.


256

uno (según ya dije: uno entre varios) de los criterios viables para la valoración
literaria.
Para dar una idea de cómo fueron recibidos internacionalmente los poetas
latinoamericanos — y entre ellos los mexicanos — a partir de 1915, hice, en
1988, una especie de cómputo tentativo, cuyos resultados se publicaron por
primera vez en 19894. En cuanto a la extensión geográfica de la investigación
observé los límites estrictamente subcontinentales, o sea de América Latina,
rebasando adrede el nivel nacional. El corpus de las 49 antologías consultadas
a tal fin (ver anejo) fue diversificado de la siguiente manera: dos antologías
universales (como muestras de lo que el ámbito cultural alemán considera poesía
universal); nueve antologías ibero-americanas (que abarcan a la vez la Península
y Latinoamérica); diez antologías latinoamericanas (incluyendo el Brasil y otros
países no hispanófonos); diecisiete antologías hispanoamericanas (sin el Brasil),
que forman la parte más importante del corpus; ocho antologías especiales (por
ejemplo de poesía negra, poesía religiosa, poesía femenina etc., pero siempre a
nivel subcontinental o internacional); y, por último, tres antologías regionales
(que abarcan varios países de América Latina). Como la suma de los poetas
que figuran en este corpus (1.176) es demasiado elevada para significar una
respresentatividad internacional en todos los casos, quedaron eliminados los
que figuran con un solo poema en el corpus entero (565) y también los que
han sido tomados en cuenta por un solo antologo (211). La lista final de los
300 poetas así seleccionados se reproduce por orden alfabético en la tabla No. 2
del artículo mencionado (30-38) y es el documento principal resultante de aquel
cómputo. Allí también señalo los límites y los defectos inevitables del método,
que son evidentes. Creo que el cómputo alcanza cierta validez a pesar de todo,
porque así conseguimos datos que informan sobre la irradiación internacional de
los poetas, datos reveladores de la recepción que difícilmente serían asequibles
de otra manera.
En el contexto de este ensayo actualizo las cifras publicadas en La Torre,
tomando en cuenta dos antologías más (ver más arriba) y reduzco las tablas
limitándome a Hispanoamérica (sin el Brasil). Para alcanzar cierta “masa es¬
tadística me atengo a los poetas cuyos poemas se incluyen con un mínimo
de tres en por lo menos dos antologías distintas. Además, ordeno esta vez los
poetas ya no por alfabeto, sino por el número de sus poemas incluidos en el
corpus. Así se descubre el grado de su representación cuantitativa. Reproduzco
aquí por primera vez esta tabla (reproducida of final).
Esta tabla merece algunos comentarios. En primer lugar se hace evidente
que las antologías son en principio conservadoras. Ello es verdad en el sentido
estricto de la palabra, puesto que conservan las voces que en el momento de
componerse la selección tenían o prometían cierta fama; y luego es cierto por-

*Siebemnann 1989. Se habían tenido en cuenta 47 antologías para este cómputo. En una
revisión posterior fueron incluidas dos más: La de Francesco Tentori Montalto (Milano 1987)
y la de Julio Ortega (México 1987). Las cifras que aquí figuran corresponden a la inclusión
de estas dos antologías igualmente importantes y difieren algo — aunque no en cuanto al
nivel cuantitativo se refiere — de las publicadas en dicho artículo.
257

que, con la longevidad del género, prorrogan durante años la valoración que
gobernaba en aquel momento. Este destino les corresponde incluso a las an¬
tologías de los “novísimos” de cada momento, que suelen ser nacionales, y no
internacionales. Como nuestro corpus de antologías fue constituido exclusi¬
vamente con selecciones supranacionales, el factor retardatario resulta ser aún
más vigente, dada la ambición y perspectiva “duradera” de este tipo. Las fechas
de publicación de las antologías que integran nuestro corpus varían entre 1930
(A. Guillen) y 1987 (J. Ortega y F. Tentori Montalto), con 7 antologías de los
años cincuenta, 17 de los sesenta, 13 de los setenta y 15 de los ochenta. Se
explica con ello la abundancia de poetas antologados ya fallecidos o entrados
en años, correlada con la escasez de los jóvenes. El recuento por año de naci¬
miento da por resultado, en este mismo grupo de 78 poetas, 39 nacidos antes
de 1910, 14 entre 1910 y 1919, 16 entre 1920 y 1929, 7 entre 1930 y 39, 2 (A.
Cisneros y J. G. Cobo Borda) entre 1940 y 1949. No dejan de ser significativos
la presencia de algunos jóvenes entre tantos poetas consagrados, ya clásicos, y
los a veces sorprendentes desplazamientos que se observan en la colocación de
éstos.
Además, la Tabla 1 revela que al lado de los “fundadores” arriba mencio¬
nados unos cuantos poetas conocieron una recepción por lo menos comparable.
Teniendo en cuenta la representación en las antologías internacionales habría
que equipararlos también a poetas como Gabriela Mistral, Jorge Carrera An-
drade, Carlos Pellicer — otro mexicano —, y Luis Palés Matos. El caso revela
claramente que al impacto estético, renovador en el sentido pronosticante, no
corresponde siempre el éxito cuantitativo y mucho menos aún inmediato. Por
otra parte observamos que la fama, una vez confirmada, es un factor que re¬
fuerza con cierta autodinámica la presencia en las antologías. Octavio Paz,
además de pertenecer a los “fundadores”, llegó a ser durante varias décadas
una figura puente para toda Hispanoamérica, acaso por ser el más innovador,
el más lúcido y el más variado entre todos. A pesar de ello resultaría difícil
postergarle, en cuanto a originalidad estética e intelectual se refiere, coetáneos
suyos como José Lezama Lima, Vinícius de Moráes, Nicanor Parra, Alí Chu-
macero (también mexicano) y Alberto Girri, todos igualmente renovadores a su
modo. Pero si nos fijamos en el lugar que les corresponde en nuestra estadística
de las antologías, constatamos que ninguno de éstos conoció la atención inter¬
nacional que le fue deparada a Paz, ahora corroborada por el Premio Nobel de
Literatura de 1990.
Entre los nacidos en los años 20 observamos en muchos casos una rela¬
tiva equiparación del éxito recepcional, y a la vez una disparidad poetológic.a
sorprendente, de lo cual se deduce que los favores pueden repartirse, en ese
compromiso inevitable que representa una antología, en una amplia gama de
discursos diferentes. Basta con comparar el lugar que les corresponde a poetas
más o menos coetáneos y tan distantes entre sí como Vitier (1921, nivel 9),
Cardenal (1925, nivel 12), Parra (1914, nivel 13), Belli (1927, nivel 14), Diego
(1920, nivel 16), Sologuren (1922, nivel 24), Lihn (1928, nivel 24), Mutis (1923,
nivel 27), el mexicano Sabines (1926, nivel 27), Fina García Marruz (1923, ni-
258

vel 31), Idea Vilariño, nivel 33), Juarroz (1925, nivel 33), Mejía Sánchez (1923,
nivel 35), Gaitán Durán (1924, nivel 35), Adoum (1923, nivel 37), Martínez
Rivas (1924, nivel 38), el mexicano Bonifaz Ñuño (1923, nivel 39), todos con
entre 21 y 54 poemas en el Corpus.

El lugar de los poetas mexicanos


Ateniéndonos ahora al caso de México, quisiera adelantar una sorpresa de
índole temática. Mientras que los años entre 1920 y 1935, fueron los de ma¬
yor tensión política e intelectual en el México sacudido por su histórica Re¬
volución, los poetas mexicanos entonces prominentes escribían una poesía que
representaba, según las palabras de Cedomil Goic, un “ámbito propio mo¬
derado y afinado”(Goic, 76). Con ello se refiere a Gorostiza, Pellicer, Owen,
Novo, Villaurrutia, Ortiz de Montellano. Es notorio que la poesía nueva de
aquella generación se encontraba obsesionada por la ambición de efectuar, con
su renovación estética, la ruptura con el canon vigente, con la retórica, con
los recursos tradicionales, con los tabús temáticos, mientras la problemática de
la nación repercutía predominantemente en los corridos de la literatura oral
y en la narrativa. La poesía, en cambio, se había transformado en objeto de
sí misma, en metapoesía, y los mejores poetas coincidían en la procura de la
máxima divergencia frente a la lengua usual y los sistemas estéticos tradicio¬
nales. El divorcio entre historia y poesía quedó superado recién en 1968. Es
un hecho curioso para los que vivimos la imposición mayoritaria del traído y
llevado compromiso en la literatura, del “engagement” sartriano.
Recordemos de paso que para México las décadas poéticas de nuestro siglo,
tan importantes por innovadoras, se hallan significativamente representadas en
varias antologías nacionales, privilegio mexicano frente a las naciones herma¬
nas del continente: ante todo cabe señalar la titulada Laurel (1941), realizada
por Villaurrutia, Prados, Albert y Paz, y la igualmente famosa Poesía en movi¬
miento (1915—1966), seleccionada por Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis. Con
el brillante prólogo homónimo del mismo Octavio Paz, esta antología representa
el documento fundamental para medio siglo de poesía mexicana. Se agregan a
ellas las recopilaciones más reciente de Carlos Monsiváis (1966), Gabriel Zaid
(1971) y Andrew P. Debicki (1977), y otra vez de G. Zaid la Asamblea de poe¬
tas jóvenes de México, México: Siglo XXI, 1980, 3a edición de 1989. Para los
lectores alemanes Klaus Meyer-Minnemann publicó una antología bilingüe bien
documentada (1987). Nadie se sorprenderá de que el panorama divulgado por
estas antologías nacionales resulte ser bastante distinto del que se nos ofrece
a partir de la perspectiva internacional aquí observada. Sólo así se explica el
hecho curioso que un poeta de la envergadura de Efraín Huerta aparezca en el
corpus con sólo 15 poemas, y David Huerta con sólo 4.

En cuanto a la crítica, es interesante observar que entre los representantes


no sólo de su propio país sino de la poesía de toda la región, se distinguen
dos mexicanos: Octavio Paz y Ramón Xirau. Es como si la ubicación en
el extremo norte del subcontinente hubiese ofrecido un punto de observación
259

particularmente idóneo, acaso por distanciado del resto y por limítrofe al mundo
occidental.
Prosiguiendo con el mismo método y en las bases antes descritas reproduzco
aquí, en una segunda tabla, el recuento estadístico del cual se desprende la
presencia y ubicación de los poetas mexicanos.
De estas listas se desprende con clara evidencia que la radiación internacio¬
nal de la poesía mexicana es imponente. Prefiero abstenerme de comentar la
colocación en casos de determinados poetas y dejo al lector la libertad de opi¬
nar sobre ello, de comparar el resultado del cómputo, tal como consta en las
dos tablas, con sus apreciaciones individuales. Quisiera recordar sencillamente
que este recuento se hizo a base de un corpus de 49 antologías internacionales
publicadas entre 1930 (Alberto Guillen) y 1987 (Julio Ortega), con una re¬
partición cronológica que no pudo ser igual, puesto que obedece a la cadencia
fortuita en que se iban publicando los libros. Sin embargo, el fuerte del corpus
está centrado en los años 60 (15 antologías), 70 (13) y 80 (13). Esto implica
que los poetas que se manifestaron durante las dos décadas pasadas (años 70
y 80), quedan evidentemente desfavorecidos cuantitativamente, o sea que la
“consagración”, según se viene diciendo con un vocablo ampuloso, efectuada
por la graduación en los escalones de las tablas corresponde en parte a la edad
del poeta. Pero no únicamente, como lo prueba, por ejemplo, la comparación
entre Octavio Paz (1914, en el 1er escalón, con 94 poemas) y Miguel Angel
Asturias (1899, en el 5o escalón, con 11 poemas). Lo que se capta bien me¬
diante este cómputo es la permanencia de un poeta durante los últimos 75
años en el reconocimiento por los antólogos y, también, la recepción favorable,
sorprendente en ambos casos, de poetas jóvenes como Cisneros (1942) y Cobo
Borda (1948), con 26 y 20 poemas recogidos, respectivamente. Lo que, en cam¬
bio, se capta mal, es la poesía reciente. En México, según pudimos observar
los que asistimos al Congreso del Instituto Internacional de Literatura Ibero¬
americana, en agosto de 1988, los jóvenes tienen presente el pasado poético
inmediato y le confieren al género una presencia vivísima. Allí están y escriben
poesía mujeres como Carmen Alardían, Guadalupe Amor, Coral Bracho, Lucha
Corpi, Elsa Cross, Gloria Gervitz, Mónica Mansour, Miriam Moscona, Silvia
Tomasa Rivera y muchas otras más. Y atestiguan la confianza en el género
poético las voces, tan dispares, de Luis Miguel Aguilar, Antonio C astañeda,
Ricardo Castillo, David Huerta, Jaime Labastida y los demás de la “Espiga
amotinada”, Carlos Montemayor, Fabio Morábito, Manuel Ponce, Jaime Reyes,
José Luis Rivas, Eusebio Rubalcaba, Rafael Torres Sánchez, Manuel Ulacia, Ri¬
cardo Yáñez.. .Sin embargo, como aquí limito mi tema al aspecto recepcional,
no puedo aún pronunciarme sobre esta poesía reciente.
Guillermo Sheridan escribe, en su Presentación a la reedición de la histórica
Antología de Jorge Cuesta (1928), que “una buena antología debe desatar una
buena polémica o ser consecuencia de una anterior” (Cuesta, 28). Las antologías
internacionales, por lo común no suelen despertar polémicas, porque están con¬
denadas al compromiso y a los ejercicios de equilibrio, y tampoco suelen ser
consecuencia de una polémica anterior. Vale a decir que nunca podrán ser
260

“buenas”. A pesar de ello, sacando el promedio de las falsedades y distorsiones


cometidas por los antólogos (siempre criticables) es lícito esperar que los erro¬
res no se sumen, sino que más bien se nivelen y se corrijan mutuamente. Y si
no, que concluya el estimado lector como el mismo Sheridan, si no “será hora
de echar una bomba”.
261

Tabla 1

Poetas hispanoamericanos
con 2 o lás poemas en una y a la vez representados en dos de las 49
antologías (mínimo 3 poemas o sea 2+1 ó 1 + 1 + 1)

Ordenación Nivel País


cuantitativa

ler escalón: 1 César Vallejo (92-38) Per 209


con 50 y más 2 Pablo Neruda (04-73) Chi 197
poemas 3 Nicolás Guillen (02-89) Cub 132
4 Jorge Luis Borges (99-86) Arg 127
5 Gabriela Mistral (89-57) Chi 105
6 Jorge Carrera Andrade (03-78) Ecu 97
7 Octavio Paz (1914) Méx 94
8 Vicente Huidobro (93-48) Chi 77
9 Cintio Vitier (1921) Cub 54
10 Pablo Antonio Cuadra (1912) Nic 53
11 Carlos Pellicer (99-77) Méx 52
12 Rob. Fernández Retamar (1930) Cub 51
son 12 Ernesto Cardenal (1925) Nic 51
12 poetas 13 Nicanor Parra (1914) Chi 50

2o escalón: 14 Carlos Germán Belli (1927) Per 48


con entre 14 Ramón López Velarde (88-21) Méx 48
40 y 49 15 Leopoldo Lugones (74-38) Arg 46
poemas 16 Eliseo Diego (1920) Cub 45
16 José Emilio Pacheco (1939) Méx 45
17 Gonzalo Rojas (1917) Chi 44
18 Xavier Villaurrutia (03-50) Méx 43
19 Luis Palés Matos (98-59) PRi 42
20 Juana de Ibarbourou (95-79) Uru 41
21 Eugenio Florit (03-?) Cub 40
son 21 Oliverio Girondo (91-65) Arg 40
12 poetas 21 Ricardo E. Molinari (98-?) Arg 40

3er escalón: 22 Alfonsina Storni (92-38) Arg 29


con entre 23 José Ma Eguren (74-42) Per 38

30 y 39 23 José Lezama Lima (10-76) Cub 38


poemas 24 Enrique Lihn (28-88) Chi 36
24 Alejandra Pizarnik (36-72) Arg 36
262

24 Javier Sologuren (1922) Per 36


25 Manuel del Cabral (1907) RDo 35
25 Humberto Díaz Casanueva (1908) Chi 35
26 José Gorostiza (01-73) Méx 34
27 Alvaro Mutis (1923) Col 33
27 Jaime Sabines (1926) Méx 33
28 Delmira Agustini (90-14) Uru 32
28 José Juan Tablada (71-45) Méx 32
29 Heberto Padilla (1932) Cub 31
30 Manuel González Prada (48-18) Per 30
son 30 José A. Ramos Sucre (90-30) Ven 30
17 poetas 30 Jaime Torres Bodet (02-74) Méx 30

4o escalón: 31 Emilio Ballagas (10-54) Cub 29


con entre 31 Fina García Marruz (1923) Cub 29
20 y 29 31 Amado Ñervo (70-19) Méx 29
32 Joaquín Pasos (15-47) Nic 28
33 Vicente Gerbasi (1913) Ven 27
33 Enr. González Martínez (71-52) Méx 27
33 Roberto Juarroz (1925) Arg 27
33 Enrique Molina (1910) Arg 27
33 Idea Vilariño (1920) Uru 27
34 Franc. Luis Bernárdez (00-79) Arg 26
34 Antonio Cisneros (1942) Per 26
34 Roque Dalton (33-75) Salv 26
34 Ricardo Jaimes Freyre (68-33) Bol 26
35 Jorge Gaitán Durán (24-62) Col 25
35 Alberto Girri (1919) Arg 25
35 Leopoldo Marechal (00-70) Arg 25
35 Ernesto Mejía Sánchez (23-85) Nic 25
36 Eduardo Carranza (13-85) Col 24
36 Jac. Fombona Pachano (01-51) Ven 24
36 César Moro (03-56) Per 24
37 Jorge Enrique Adoum (1923) Ecu 23
37 Mariano Brull (91-56) Cub 23
37 León de Greiff (95-76) Col 23
37 Gabriel Zaid (1934) Méx 23
38 Juan Gelman (1930) Arg 22
38 Oscar Hahn (1938) Chi 22
38 Juan Liscano (1915) Ven 22
38 Carlos Martínez Rivas (1924) Nic 22
39 Rubén Bonifaz Ñuño (1923) Méx 21
39 Alfonso Cortés (93-69) Nic 21
39 Salvador Novo (04-74) Méx 21
263

39 Emilio Ad. Westphalen (1911) Per 21


40 Alí Chumacero (1918) Méx 20
son 40 Juan G. Cobo Borda (1948) Col 20
35 poetas 40 Baldomero F. Moreno (86-50) Arg 20

En el 5o escalón
con entre 10 y 19 poemas son 51 poetas

En el 6o escalón
con entre 3 y 9 poemas son 153 poetas

Total de los que figuran con


3 o más poemas y representados
en por lo menos 2 antologías 282 poetas
264

Tabla 2

Poetas hispanoamericanos y mexicanos antologados en el corpus:

— Poetas con 3 o más poemas


en por lo menos 2 antologías: 282
entre ellos mexicanos: 29
— Poetas representados con sólo
1 poema: 536
entre ellos mexicanos: 27
— Poetas representados en una
sola de las 49 antologías: 201
entre ellos mexicanos: 22
— Poetas hispanoamericanos en el corpus: 1019
De ellos son mexicanos: 78

Graduación:

jer
escalón: 50 y más poemas 14 poetas (2 mexicanos) 14,3 %
2er escalón: 40 a 49 poemas 12 poetas (3 mexicanos) 25 %
3er escalón: 30 a 39 poemas 17 poetas (4 mexicanos) 23,5 %
4er escalón: 20 a 29 poemas 35 poetas (6 mexicanos) 17,1 %
5er escalón: 10 a 19 poemas 51 poetas (7 mexicanos) 13,7 %

Representados con 10 o
más poemas 129 poetas (22 mexicanos) 17,1 %
Representados con entre 3 y 9 153 poetas (15 mexicanos) 9,8 %
poemas en por lo menos
2 antologías
Total con por lo menos 3
poemas en por lo menos 2
antologías 282 poetas (31 mexicanos) 13,7 %
Con 1 poema en no más
de 2 antologías 536 poetas (24 mexicanos) 4,5 %
Con poemas en 1 sola
antología 201 poetas (17 mexicanos) 8,5 %

Recuerdo que la lista entera con la nómina de los poetas se publicó en el número
mencionado de la revista puertorriqueña La Torre (cf. nota 4).
265

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kas. 1993
12. Karl Kohut/Patrik von zur Mühlen (Hrsg.) Altemative Lateinamerika. Das
deutsche Exil in der Zeit des Nationalsozialismus. 1994
13. Karl Kohut (ed.): Literatura colombiana hoy. Imaginación y barbarie.
1994
14. Karl Kohut (ed.): Von der Weltkaríe zum Kuriositatenkabinett. Amerika im
deutschen Humanismus und Barock. 1995

B. MONOGRAFIAS, ESTUDIOS, ENSAYOS


1. Karl Kohut: Un universo cargado de violencia. Presentación,
aproximación y documentación de la obra de Mempo Giardinelli. 1990
2. Jürgen Wilke (Hrsg.): Massenmedien in Lateinamerika. Erster Band:
Argentinien — Brasilien — Guatemala — Kolumbien — Mexiko. 1991
3. Ottmar Ette (ed.): La escritura de la memoria. Reinaldo Arenas: Textos,
estudios y documentación. 1992
4. José Morales Saravia (Hrsg.): Die schwierige Modemitat Lateinamerikas.
Beitrage der Berliner Gruppe zur Sozialgeschichte lateinamerikanischer
Literatur. 1993
5. Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Zweiter Band: Chile
— Costa Rica — Ecuador — Paraguay. 1994
6. Michael Riekenberg: Nationbildung, Sozialer Wandel und Geschichtsbe-
wufítsein am Rio de la Plata (1810-1916). 1995

C. TEXTOS
1. José Morales Saravia: La luna escarlata. Berlín Weddingplatz. 1991
2. Cari Richard: Briefe aus Columbien von einem hannoverischen Officier an
seine Freunde. Neu herausgegeben und kommentiert von Hans-Joachim
Konig. 1992

3. Sebastian Englert, OFMCap: Das erste christliche Jahrhundert der Oster-


inseln 1864-1964. Neu hg. v. Karl Kohut. 1995

D. LYRIK
1. Emilio Adolpho Westphalen: Die "Abschaffung des Todes" und andere
frühe Gedichte. Hg. von José Morales Saravia. 1995.
aDuQQPtoama ©YZS^cst^Qmsúa
Publikationen des Zentralinstituts für Lateinamerika
Studien der Katholischen Universitát Eichstátt
Serie A: Kongrefiakten, 9

Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos


de la Universidad Católica de Eichstátt
Serie A: Actas, 9

Publica9oes do Centro de Estudos Latino-Americanos


da Universidade Católica de Eichstátt
Série A: Actas, 9

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