Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Literatura
mexicana hoy
Del 68 al ocaso
de la revolución
oo
PQ
7154 \7®D77m®[ptí
.L7762
1995
Kohut (ed.)
Frankfurt • Madrid
1995
PQ71SH <Li%z
Agradecimientos 7
Introducción 9
II Problemas de la novela
III El 68 en retrospectiva
IV Escritura femenina
El presente volumen reúne las actas del simposio que bajo el mismo título se
celebró en la Universidad Católica de Eichstatt, los días 23 al 26 de octubre
de 1989. El encuentro de autores mexicanos con críticos de diferentes países
fue hecho posible por el apoyo generoso del Consejo Alemán de Investigación
Científica (Deutsche Forschungsgemeinschaft). Por lo menos tan difícil como
conseguir los fondos necesarios fue la aproximación a la escena literaria me¬
xicana, imprescindible para la organización del evento. Fue Francisco Prieto,
autor, crítico y profesor de la Universidad Iberoamericana quien fue mi guía
en el mundo de las letras mexicanas y puso a mi disposición su vasto red de
contactos. Si este volumen no responde en todo a las expectativas, la culpa es
ciertamente mía, no suya. El rector de la Universidad Iberoamericana, Carlos
Escandón, apoyó el proyecto en todas las fases con lo que contribuyó en gran
manera al éxito final. Del mismo modo, pude contar con el apoyo del Director
general del Instituto Goethe en la Ciudad de México, Tilmann Waldraff, quien
ayudó a organizar un segundo encuentro que tuvo lugar a medio año del evento
de Eichstatt, el 10 de abril en el recinto de la Universidad Iberoamericana.
Aprecié la hospitalidad generosa de varios autores y críticos antes y después
del simposio, con muchos de ellos tuve largas charlas que para mí significaron
— aparte del ambiente amistoso — algo como una iniciación a las letras me¬
xicanas, de modo que confieso que el simposio significó para mí un gran paso
hacia una comprensión más honda e intima de la literatura mexicana. Margo
Glantz nos hizo el honor de dar la conferencia inaugural sobre “Las hijas de la
Malinche”, que en el presente volumen por razones de orden temático abre la
parte dedicada a la “escritura femenina”. A pesar de que Sara Sevchovich no
pudo participar en el simposio por causas de salud, me envió muy amablemente
su manuscrito. La labor necesaria e ingrata a la vez de preparar los textos para
la imprenta se compartieron Mercedes Figueras que redactó los textos e Iris
Wánke y Jutta Ostermeier que los escribieron en la computadora. A todos
ellos — todas ellas — mi más sincero agradecimiento.
https://archive.org/details/literaturamexica0000unse_f9u9
Introducción
Karl Kohut
De otro lado, son muchos los que siguen manteniendo la unidad de la literatura
hispanoamericana, y hasta incluyen la literatura de España. Una opción inter¬
media fue propuesta por el proyecto de una “Historia social de las literaturas
latinoamericanas” del malogrado profesor berlinés de origen argentino, Alejan¬
dro Losada. Uno de los continuadores de este proyecto, José Morales Saravia,
reconoce que los hechos sociales y literarios del continente llevan forzosamente
al concepto de la pluralidad de sociedades y literaturas latinoamericanas, en
vez de una sola sociedad y literatura. Hasta este punto, la argumentación es
análoga a la de Jean Franco. Sin embargo, José Morales Saravia prefiere el
término de región al de la nación, con el que denomina “formaciones sociales
que presentan características particulares comunes en sus momentos formativos
o constitutivos” (152). Son cinco estas unidades:
“boom” vs. ?
se caracteriza por la particularidad de que uno de los términos es una incógnita.
El problema ya empieza con el mismo término del “boom”, más publicitario
que literario. Existe una tendencia a reducir el término a la obra de Cortázar,
García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes, escrita hasta más o menos los años
setenta. Es evidente la problemática de esta reducción, ya que quedan ex¬
cluidas las obras posteriores de los mismos autores, sin hablar de los muchos
13
estos años nos induce a sobrepasar la antítesis de literatura vs. política por
otra, más amplia, y que sería la de
Obras citadas
Cortázar, Julio. 1969. Ultimo round. México: Siglo XXI editores, 2 vols.
Marcos, Juan Manuel. 1983. Roa Bastos, precursor del posi-boom. México:
Editorial Katún.
Morales Saravia, José. 1989. Mínimo marco teórico común para una historia
social de las literaturas latinoamericanas. En: Revista de Crítica Litera¬
ria Latinoamericana. 15: 141-182.
20
Sartre, Jean-Paul. 1948a. Ecrire pour son époque. En: Les Temps Modernes.
3: 2113-2121 (la publicación 1946).
Tendencias:
temas y estilos
De algunas características
de la literatura mexicana contemporánea
Carlos Monsiváis
Después del 68
Gracias a los sucesos del 68, diversos sectores en México (en particular los de la
clase media universitaria) conocen en forma detallada el sentido del autorita¬
rismo gobernante, la impunidad concedida a sus dirigentes, la impotencia que
le aguarda a quien desee ejercer sus derechos ciudadanos y la manipulación ex¬
trema de la información. Este conocimiento no es fácil de asimilar críticamente,
y suele conducir al oportunismo, la apatía, o, en el caso de una minoría belicosa,
al ultraizquierdismo de los años setentas que se filtra en centros universitarios,
desemboca muy parcialmente en la guerrilla, y conduce inexorablemente a la
frustración que es también ignorancia de los modos operativos de la realidad.
Ya mucho antes del 68 se extiende en México un proceso más cultural que
político. El régimen de la Revolución Mexicana sólo admite, en asuntos de la
democracia, una mínima libertad de expresión, pero, estimulados por la ne¬
cesidad de alternativas, decenas de miles intentan la ruptura mental con las
(numerosas) tradiciones cerradas del Estado y la sociedad. Se demanda la
incorporación plena a la cultura mundial, el fin de las imposiciones del chovi¬
nismo, la obtención de sensaciones ligadas a la vanguardia, la desaparición de
la censura que es la prueba no muy secreta de la alianza del Estado y la iglesia
católica... En este proceso intervienen diversos factores. Entre ellos:
— El auge relativo pero sostenido de las clases medias, con su creencia ad¬
junta: la movilidad cultural, acompañante o substituto posible de la mo¬
vilidad social (“Los conocimientos también impulsan en la vida”). De
aquí surge un público lo bastante amplio como para sostener los matices
de la industria cultural.
— El crecimiento de los centros de enseñanza media y superior, que responde
a necesidades de la diversificación nacional, y al culto casi místico al Pro¬
greso.
— La enseñanza (muy esquemática) del marxismo en muchos centros de
enseñanza media y superior, y la absorción de nociones y divulgacio¬
nes del freudismo y el postfreudismo. Es muy dogmática la divulgación
marxista, pero durante una etapa provee a los estudiantes de visiones
unificadas del mundo.
— La reproducción masiva de las obras de arte, que alcanza a Latinoamérica
a principios de los años sesenta con una oferta que parece superior a la
demanda visible. Los supermercados se inundan con reproducciones de
obras maestras de la pintura, la música y la literatura, mientras se redu¬
cen las distancias — antes insalvables — entre la alta cultura y la cultura
popular. En un plazo breve, el comercio consolida y diversifica el impulso
24
Algunos de estos libros (y sus fuentes, The Catcher in the Rye de Salinger,
por ejemplo), son leídos como manuales de comportamiento. Decenas de miles
de jóvenes asaltan el cielo del tradicionalismo con actitudes a la vez imitivativas
y originales, colonizadas y nacionalistas. Y gracias a estos libros, retornan
numerosos procedimientos de la picaresca. No puede ser de otro modo, si la
cultura del rock necesita demoler o esquivar prohibiciones y regaños moralistas.
La picaresca es un método de conocimiento, y el picaro (el antihéroe en la
sociedad corrupta, el alivianado entre la inercia de clases medias), le da a su
burla las dimensiones de un saqueo. Esto es De perfil o el relato “¿Cuál es la
onda?” de José Agustín, y esto también se percibe en escritores más jóvenes
como Juan Villoro.
Garibay logra en Acapulco y Las glorias del Gran Púas, algunos de los grandes
momentos de la prosa mexicana de estos años. En Las glorias del Gran Púas,
Garibay examina sin mitificación alguna la vida del boxeador Rubén Olivares,
el Púas, un hombre que sólo toma en serio el “desmadre”, y únicamente acepta
el exceso, siempre rodeado de amigos en pos de la borrachera, y el cigarrillo
de marihuana, enamorado de la obscenidad, matriz regenerativa. El Púas con¬
vierte su experiencia límite de macho, borracho, drogadicto, en un perpetuo
fluir de lenguaje, que todo lo desordena y a nada le concede importancia. Si
en el teatro y en sus primeras películas, Cantinflas hablaba para no decir, el
Púas habla para no jerarquizar.
No obstante sus logros considerables, el nuevo naturalismo es visto con cierto
menosprecio por la ciudad letrada. No se le perdonan la expresión directa, las
manifestaciones de rencor social, la abundancia de “escenas costumbristas”. Sin
embargo, no se trata de la resurrección del miserabilismo, ni hay autocompasión
alguna. En parte melodrama de la visceralidad, en parte expresión sincera
y jubilosa de la picaresca que es técnica de sobrevivencia, las novelas de la
barriada y el nuevo subgénero que aborda a los chavos banda, los gangs de la
violencia y la solidaridad, representan la ampliación del sentido literario.
Y la crónica registra el caos y la energía de las nuevas sociedades. Ricardo
Garibay en Acapulco y De lujo y hambre, Elena Poniatowska en La noche de
Tlatelolco, Fuerte es el silencio y Nada, nadie, José Joaquín Blanco en Función
de media noche y una veintena más de cronistas de excelente nivel ratifican el
desvanecimiento de las fronteras entre los géneros narrativos y la validez estética
de cierta literatura in a hurry.
Las nalgas
La mujer también tiene el trasero dividido en dos.
Pero es indudable que las nalgas de una mujer
son incomparablemente mejores que las de un hombre,
tienen más vida, más alegría, son pura imaginación;
son más importantes que el sol y dios juntos,
son un artículo de primera necesidad que no afecta la inflación,
un pastel de cumpleaños en tu cumpleaños,
una bendición de la naturaleza,
el origen de la poesía y del escándalo.
Con el tumbao que tienen los guayos al redactar.
36
Hugo Hiriart
de teatro (la mayoría de los cuales nunca se habían subido a un escenario) que es
en parte una adapatación a teatro del poema de Hans Magnus Enzensberger, El
hundimiento del Tilanic. En este poema el naufragio se utiliza como metáfora
para hablar de esa cosa tan espectacular que es el brusco cambio histórico,
la brusca mengua, o de plano desaparición de los ideales políticos de varias
generaciones. El fenómeno ha recibido distintos nombres, — el desencanto
de la izquierda, la evaporación del marxismo, — Ludolfo Paramio habla del
diluvio, etc. Los nombres no importan, la cosa está ahí, a la vista: la brújula de
nuestras utopías con sorprendente energía, salida de quién sabe dónde, cambió
de norte, y la gran serpiente histórica empezó, ante nuestros ojos asombrados,
a mudar de piel.
6. En el montaje de que hablaba, que llamé La noche del naufragio, hubo
naturalmente discusiones y problemas. Por ejemplo, por la actitud de un
compañero argentino que, cuando expliqué que en el momento mismo de irse
a pique el barco debía cantarse la Internacional mientras una muchacha hacía
tremolar una bandera roja, dijo - lacónicamente - que él abandonaba el trabajo.
Estaba muy contrariado. El ensayo se interrumpió. Se hizo un pesado silencio
expectante. Los treinta alumnos estaban congelados, viendo la escena:
No pude menos que observar que nuestra discusión producía gran interés entre
los actores y que, de una manera o de otra, empezaban a tomar partido. El
momento era delicado: como director del taller no podía permitir que el ensayo
degenerara hasta una tumultuosa asamblea política. Pero, hijo como soy del
68, tampoco quena ser ni autoritario ni represivo. Entonces se me ocurrió una
cosa.
7. Y así hicimos durante varios ensayos, hasta que el actor argentino no pudo
arreglarse con su conciencia y se retiró definitivamente del montaje (entonces
tuvimos que quitar la escena). Pero el episodio mostró que el tema del naufragio
estaba vivo, es decir, que todos, sabiéndolo o no, teníamos algo que decir sobre
él y que lo que podríamos decir nos picaba la emotividad y nos hacía fácilmente
expansivos, coléricos, discutidores. Como en los juegos de realidad de que
habló Bruce-Novoa a propósito de Elenita Poniatowska, el tema cobraba doble
realidad dentro de la obra, el Naufragio estaba a punto de naufragar. Y cómo
no iba a ser así si se trata de un asunto que engloba oscuramente a nuestra
generación, una generación significada por dos sílabas sobadas y resobadas,
mangoneadas, traídas y llevadas, pero inevitables, las dos sílabas que hacen la
palabra crisis.
8. Este es, creo, el tema de este encuentro: cómo se ha dado en las bellas
letras esta crisis. Y por crisis entiendo - no una cosa vaga, sino simple y
clara: que los procedimientos mentales y las acciones que durante mucho tiempo
probaron ser eficaces, reveladores, sugerentes, dejaron casi de pronto de serlo y
dejaron en su lugar un vacío de pensamiento y acción, una especie de pasmo,
de succión, de nada. Este acto de magia, esta prestidigitación histórica que
hizo desaparecer lo que antes estuvo vigente produce dos actitudes diferentes
y contrapuestas: algunos, digamos la mayoría, se alegran de la desaparición
y alegan que los ideales son siempre peligrosos, y recuerdan el horror de las
guerras ideológicas que ha padecido este violento siglo y las degeneraciones
grotescas en que, en la práctica, se cayó al intentar realizar los ideales. Otros
piensan o estiman que se ha perdido algo muy valioso con el derrumbe de
los ideales, a que un mundo sin horizonte utópico es pequeño, lamentable,
incompleto, casi asfixiante: ¿vamos a quedar como estamos, en esta deplorable
grisura? ¿Que el hombre no es perfectible? ¿Por dónde va a salir el sol de
nuevos ideales? ¿Ya no hay nada que hacer? Etcétera.
9. Estos dos grupos (que encarnan actitudes contrarias) son, como veremos,
la versión actual de un enfrentamiento, de una rivalidad siempre presente en la
vida literaria mexicana.
10. Están también los moderados y razonables, que casi siempre tienen la
razón, nadie les hace caso. La palabra misma, moderado, es ñoña y falta de
encanto, y no hay en ellos drama ni melodrama, sólo, tal vez, algo de verdad,
porque la verdad es la verdad aunque no sea asombrosa ni llamativa.
11. Recuerdo que a media discusión con el puntilloso, cuanto arcaizante,
actor argentino me vino a la cabeza, quién sabe por qué, el nombre de Douglas
Bravo (Douglas Bravo fue un guerrillero venezolano muy famoso a fines de los
cincuentas, principios de los sesentas). Y pensé “estos muchachos (la mayoría
de los que tomaban parte en el taller son jóvenes) no saben quién fue ni qué
quería Douglas Bravo”. Son de otra generación, y las cosas han cambiado
mucho. La verdad es que yo mismo no sé qué fue de él. Así se estructuraba
el lugar común (ojalá que de verdad lo sea y vaya aclarando): las cosas han
cambiado, ya no hay gente dispuesta a morirse por esas ideas, es más, ya no
importa que haya habido gente así, la nueva generación no los conoce (¿quién
40
hubiera pronosticado esto en 1962, por ejemplo?) y si los conoce, los repudia
(para nosotros eran héroes gigantescos, como los soldados republicanos de la
Guerra Civil Española), la generación emergente es muy distinta de la nuestra,
ellos no tienen algo que nosotros teníamos (nunca lo conocieron y, por lo tanto,
no lo extrañan), nosotros teníamos algo y lo perdimos (puede, entonces, en
nuestro caso, hablarse de una crisis). De esta manera el tema marca úna
separación de generaciones. Hay, pues, que hablar de generaciones.
12. La reflexión sobre las generaciones llegó hasta nosotros bajo el patroci¬
nio (como se dice en la tele) de Don José Ortega y Gasset. (Recientemente el
historiador Don Luis González y González exhumó el método aplicándolo a la
historia mexicana).
13. Cuando hablamos de generaciones hacemos uso de uno de los juguetes
más instructivos con que cuenta la mente humana: el que permite jugar el
juego de las clasificaciones. El arte de clasificar nos sirve para orientarnos en
el mundo: ¿Qué es? ¿Dónde lo ponemos o lo buscamos? ¿A qué se parece?
Hay que recordar que sin clasificar no entenderíamos lo que se llama nada, pero
también que el enemigo jurado de la clasificación es la arbitrariedad. Así, por
ejemplo, Ortega, y con él González y González, dice que las generaciones se dan
cada 15 años. ¿Por qué? Porque es la distancia entre el maestro y el alumno.
Pero la tradición dice que las generaciones se dan cada 30 años, es decir, la
distancia entre el padre y el hijo (esto es lo que dice el Magníficat cuando habla
de todas las generaciones). En realidad las cosas están así para la generación
anterior, los nacidos entre 1940 - 1969, que va alcanzando la madurez. No
quiero detenerme aquí, vamos a volver después sobre esto. Lo que quiero es
contrastar este estado de cosas con el que se enfrentó la generación anterior, es
decir, los abuelos, cuando llegó a la madurez.
Para cuando la generación anterior, los bisabuelos, llegó a la madurez, las cosas
eran, a su vez, muy diferentes.
17. Ahora bien, cada generación está escindida y vive una rivalidad in¬
terna, esa es su, por decirlo así, dialéctica. Generación quiere decir, también,
contienda.
La generación que despunta, los jóvenes, los hijos, los nacidos entre 1970 y
1999, nace cuando las cosas se presentan así:
Problemas de la novela
Una sola línea: la narrativa mexicana
Sara Sefchovich
Ellos dieron la tónica del pensamiento y así nacieron revistas, suplementos cul¬
turales, editoriales, galerías, cines, teatros. Fue la época del milagro donde lo
mexicano ya no agitaba banderas tricolores sino universalidad y obsesiva mo¬
dernización. La novela de la época tomó tres vertientes: la iniciada por Arreóla
de un mundo intensamente personal, de juego con la palabra y de preocupación
por el hecho mismo de crear, la de Rulfo que continuaba la tendencia que desde
el siglo XIX motivó a la narrativa mexicana que era la de retratar al pueblo,
a la vida fuera de la capital, con su sentido del tiempo, sus símbolos y sus
mitos y sin que sus preocupaciones pasaran por la modernidad, y la de Fuen¬
tes, ya obra urbana, que trataba al país con una concepción modernizada y
cosmopolita de afanes totalizadores y voluntad de convertirse en paradigma y
en síntesis de lo mexicano y lo universal y dando importancia al trabajo con
el lenguaje. Con estos autores, se produjo un salto, una ruptura en la prosa
mexicana y cada una de esas vertientes tuvo sus seguidores. Hacia mediados
de la década de los sesenta los tres caminos de la narrativa mexicana daban fe
de las contradicciones del proceso de modernización, pues al retratar un mismo
país, mostraban sus distintas caras: la de los ricos y sofisticados de la capital
y la del campo reseco y miserable o de los pueblos perdidos. ¿Es el mismo país
y son los mismos mexicanos los que viven la modernidad de los suburbios de
la ciudad de México y los que viven en el interior? ¿Es el mismo país triunfal
y optimista el que relata Luis Spota que el triste y pobre que relata Elena
Poniatowska? ¿Son los mismos mexicanos los que aparecen en las novelas de
indígenas de Castellanos que los de esas clases medias angustiadas de García
Ponce o los de esa provincia pesada y moralista de Galindo? La narrativa da
cuenta de lo histórico y de lo mágico, de lo mestizo y lo indígena, de lo rico
y lo pobre, de lo moderno y lo atávico. Los llamados “novelistas de la onda”
muestran la norteamericanización, urbanización y clasemediatización que su¬
cede en las ciudades, pero que se convierte en deseo y símbolo para todos. Sólo
la poesía dudó, fue crítica y política y nada complaciente con el proceso de
modernización. Montes de Oca, Lizalde, el grupo de La Espiga Amotinada
no creyeron en la ilusión del desarrollo. Es interesante observar que si en los
años cuarenta los poetas creyeron en la modernidad mientras los novelistas se
arrastraban en la tristeza y la desilusión, en los cincuenta y sesenta sucedió lo
contrario y fueron los narradores quienes creyeron y los poetas los que no. Se
compone así una línea que va de la poesía de Paz a la narrativa de Fuentes
y de la narrativa de Revueltas a la poesía de Lizalde como dos formas de ver
a un mismo país, dos conciencias estéticas y críticas, dos modos de vivir la
modernización y sus contradicciones.
A mediados de los años sesenta y durante los setenta, la narrativa mexicana
entró en una etapa única en su historia: el abandono del realismo y la entrada
— motivada por la modernidad en que se creía que ya vivía el país y por los mo¬
delos culturales del momento que iban desde el marxismo hasta el lacanianismo
y el estructuralismo y desde el nuevo cine y la nueva novela hasta el teatro de
vanguardia — a lo que se llama metaficcion o la creación literaria centrada en si
misma y en el acto de escribir. Fue esta una época de experimentación técnica
52
que dio lugar a un camino cerrado, hermético, que por un lado se oponía al
triunfalismo oficial, a la entrada de los medios de comunicación y a la sociedad
de masas en general con la cultura pasiva que fomentaban, pero que por otra
parte y desde otra perspectiva significó una cultura también de signo colonial,
que pretendía estar fuera de la historia. Elizondo, Fernández, Campos, son los
nombres más significativos de esta tendencia cuyo último representante ha sido
en la provincia mexicana — después de París, después de la capital de México
— Jesús Gardea.
Para fines de los años sesenta las distorsiones en el modelo de desarrollo
llevaron al país a un cuello de botella: no se producía lo que aquí se necesitaba
y en cambio sí muchos objetos de consumo para un mercado que no podía cre¬
cer debido a la aguda concentración del ingreso. Esto aunado a la dependencia
tecnológica y financiera y a la inquietud de vastos sectores de la población a
quienes no llegaban los beneficios del famoso “milagro” económico o las posi¬
bilidades de participación política, produjo una serie de movimientos sociales
importantes. Maestros, médicos, ferrocarrileros y en 1968 los estudiantes e
intelectuales salieron a la calle a protestar y fueron reprimidos.
El hecho de que el movimiento de los estudiantes estuviera compuesto pre¬
cisamente por gentes de las clases medias que estudiaban en las universidades
así como por intelectuales que tenían acceso a los medios de comunicación y a
las publicaciones, hizo que su importancia en términos ideológicos fuera mayor
que en términos sociales. Muchas novelas han aparecido en México que refie¬
ren de manera directa o como alusión e incluso como telón de fondo los sucesos
del sesenta y ocho así como sus consecuencias: Agustín, Ramos, Poniatowska,
Avilés Fabila, González de Alba, de la Torre, Campos, Sainz, Aguilar Mora,
Campbell, Arana, Martín del Campo, Mendoza, Spota, Azuela, del Paso, son
algunos de los autores. Se podría hacer un estudio estilístico y temático de
ellas y de su amplia diversidad — ya lo han intentado varios críticos — a fin
de responder al tema que se plantea en este Congreso. Sin embargo, lo que me
parece importante destacar es que el sesenta y ocho produjo un movimiento
intelectual en el que se volvió al interés por México, por estudiarlo y conocerlo,
el mismo que aún pervive y tiñe a las ciencias sociales y a la historia y también
por supuesto a la literatura. Pero en este punto es importante señalar — y así
adquiere sentido la larga revisión de la historia de la narrativa mexicana que
aquí se emprendió y que podría parecer fuera de tema — que en términos lite¬
rarios, el sesenta y ocho sirvió para abandonar la metaficción y continuar con
la tradición mexicana de hacer retratos críticos de la sociedad, de intentar la
representatividad histórica en la literatura y de asumir un compromiso social.
Si desde el punto de vista de la literatura podría decirse — como dijo Gide y
como se puede afirmar de la novela de la Revolución — que el sesenta y ocho
produjo mejores intenciones que novelas — con notables excepciones —, en
términos de una sociología de la literatura lo que encontramos es la repetición
de un fenómeno nacional: las clases medias que escriben sobre su país, con un
enorme dolor, con las ilusiones perdidas. La llamada novela del sesenta y ocho
es fenómeno que ocurre una vez más en la literatura mexicana, un conjunto
53
I. Antecedentes
Delgado y Heriberto Frías, fueron quienes mayor empeño pusieron para dar a
la novela mexicana algún matiz propio, un cierto sello personal; pero, por lo
demás, se siguió insistiendo en enquistarse en preceptos narrativos ajenos, en
moldes de otras latitudes.
Por otra parte, la novelística nacional parece haber recibido la consigna
de manifestarse mediante una suerte de bloques temáticos homogéneos y casi
siempre prolongados. Al hacer un recuento de, digamos, las cinco últimas
décadas del siglo pasado y la primera de éste, el principal foco de interés era el
espacio rural, campirano, que generó lo que conocemos por literatura indigenis¬
ta. Muchas de nuestras novelas se nutren de ello y sobreviene la consecuencia
obvia: el hartazgo por lo reiterativo, conducido además por fórmulas anqui¬
losadas consistentes en visiones turísticas, cuadros de costumbres, escenas de
los ambientes que habrían de trasladarse a los libros. Gran parte de la litera¬
tura indigenista es de una pobreza estética evidente. Además, quienes no se
dejaron embelesar por los encantos de los indígenas, se regodearon en el cos¬
mopolitismo, de manera que nos encontrábamos en medio de esos dos polos
limitantes, el localismo fervoroso y el acendrado sentido de lo extranjerizante.
Las dos vertientes temáticas anteriores sufrieron sin embargo una sacudida
espectacular con el advenimiento de la Revolución mexicana. Las prolongadas
y cruentas luchas que se dieron en todo el territorio nacional por sacudirse los
lastres de un sistema caduco sostenido en esencia por el porfiriato para instau¬
rar un nuevo modelo político y social, generaron una veta temática riquísima
que nuestros escritores no podían dejar de explotar. Y así fue: desde Frías y
Azuela se disparó lo que habría de conocerse como “literatura de la revolución”:
decenas de autores se entregaron a rastrear todos los ángulos del fenómeno re¬
volucionario, de explorarlos, mostrarlos, enjuiciarlos. Los lectores de novela
mexicana hallaron de este modo un respiro en el agotamiento provocado por
los gastados y repetidos asuntos indigenistas y/o cosmopolitas. La novela de la
revolución fue así un aire nuevo y fresco, una inyección de vigor para escritores
y lectores. No obstante, ese ciclo cayó en los mismos rumbos de sus antecesores:
la fatiga, la extenuación, el hartazgo. Sí, la literatura nutrida de la revolución,
que al principio fue renovadora y fértil, se convirtió en una fuente donde todo
mundo se veía en la necesidad de abrevar, y el resultado fue su propia especie
de mortaja donde privó el hilo de lo repetitivo.
Que la novela de este ciclo adquirió tanta magnitud, tanto poder de pe¬
netración entre creadores y público, se comprueba en el hecho de que su ex¬
pansión hizo que otro tipo de literatura que se hacía en forma paralela pasara
inadvertida. Por ejemplo las curiosas novelas cortas escritas por gente como
Martínez Sotomayor, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Jaime Torres Bodet
y mas tarde Leopoldo Zamora Plowes fueron apabulladas por el resplandor de
la novela de la revolución y cayeron en el limbo del olvido, siendo como eran
anuncios de lo que vendría a ser, años después, un impulso revitalizador de
nuestra literatura, porque en ellas estaba el germen, en muchos sentidos, de
lo que puede entenderse ya como una literatura mexicana con características
personales.
57
eran, por ejemplo, casi imberbes cuando ocurrieron los aciagos hechos de 1968,
y de algún modo percibieron con mayor claridad los acontecimientos del 10 de
julio de 1971 y, esencialmente, pudieron atestiguar la lucha clandestina de la
guerrilla rural y urbana, los pretendidos cambios políticos como una incipiente
y trucada apertura democrática, una falsa reforma electoral y los sacudimientos
económicos que el país ha padecido en por lo menos los tres últimos sexenios.
De esos hechos primero y de las confrontaciones cotidianas que ese dan entre
los distintos sectores de la sociedad, estos autores extraen los elementos que
configuran en sus novelas.
En 1968, año en el que habrían de efectuarse los Juegos Olímpicos en
México, grupos estudiantiles efectuaron severas protestas públicas contra las
autoridades del país, y pronto al movimiento estudiantil se sumaron otros sec¬
tores. Manifestaciones multitudinarias de inusitada frecuencia, pusieron en
entredicho al gobierno, que lejos de entablar un diálogo con aquéllos, optó por
la represión más sangrienta que haya ocurrido en México. Así, en octubre del
68 el ejército y la policía desencadenaron una masacre contra la multitud de
jóvenes manifestantes. El hecho sacudió la vida intestina del país y tuvo reper¬
cusiones internacionales. Ese sacudimiento trastocó mucho del orden social y
político de México, y ahora se considera que la matanza inició una nueva faceta
en el rumbo de la nación.
El suceso sacudió a la ciudadanía y no podía dejar de hacerlo con los escri¬
tores. De ese modo, hasta ahora, se calcula más de medio centenar de novelas
(los cuentos son aparte) que abordan el asunto desde diferentes ángulos. Sin
embargo, es significativo que la mayoría de los autores que asedian el tema
son los que publicaron sus primeros trabajos en las décadas de los setenta y
los ochenta, es decir son escritores que en aquellos días eran todavía niños o
adolescentes. Priva, en esas obras sobre el 68, un ímpetu desbordado de protes¬
ta, de reclamo por la actitud irracional del gobierno que supone muchas otras
irracionalidades, y se entiende que el acto represivo arrojó un resultado tal vez
nunca previsto por las autoridades: lejos de intimidar las conciencias, de ma¬
niatar las actitudes de protesta, el hecho suscitó antipatías profundas y a veces
rencorosas contra el gobierno, provocó una innegable conscientización política
y abrió nuevas vías a la disidencia ideológica que, en la novela, proliferó, como
se dijo, en forma espectacular. Casi no hay novelas mexicanas de los setentas
y los ochentas que no presenten cierto nivel de registro de los acontecimientos
del 68: así sea sólo tangencialmente, se realza el asunto, como en un intento
por instaurarlo en la memoria, para que no se olvide y sirva de acicate en otras
luchas.
Aunque por todos los medios se trató de ocultar su existencia, la verdad
es que en México, principalmente en los años setenta, se dio una desaforada
guerrilla en los ámbitos rural y urbano. Núcleos de opositores al gobierno se
entregaron a una lucha clandestina cuyos efectos, sin embargo, se hacían sentir
en la vida nacional. Asaltos, secuestros de funcionarios y hombres de negocios,
incursiones suicidas, etcétera, hicieron ver a las autoridades que aquello no era
un juego, y éstas emprendieron una feroz persecución de la guerrilla que reper-
61
y hacerlas oír. Creo entonces que ésa es la seña definitoria más importante
de nuestra novelística: la renovación permanente, la búsqueda infatigable, el
denodado esfuerzo por reanimar los modos de contar, lo que hay que contar, el
para qué contarlo.
Esas tentativas por sacudirse los esquemas, los corsés, tienen muchas vías,
y por eso y porque están en plena expansión, es aún difícil precisarlas. Pero
observo que la novelística nacional parece poco dispuesta a seguir los viejos
rumbos y en cambio parece disponerse a buscar otros nuevos y esperanzadores.
Uno de esos síntomas se percibe en la inquietud cada día más marcada de
los novelistas por abandonar la ciudad de México como centro temático pre¬
ponderante. Porque en las tres últimas décadas, la capital del país se apoderó
de la atención de nuestros escritores, ejerció sobre ellos un embrujo superior,
de manera que otras geografías, otras circunstancias, parecieron descuidarse
y hasta olvidarse. Ahora, es evidente una marcha en sentido opuesto, parece
que los narradores han coincidido en la necesidad de atisbar otros horizontes,
de ir con su literatura a otra parte. Dejando atrás el provincianismo artístico,
dueños ya de un afinado sentido escritural, vuelven a la provincia, dejan la urbe.
Autores como Jesús Gardea, Severino Salazar, Gerardo Cornejo, Luis Arturo
Ramos, Ricardo Elizondo, Daniel Sada, Emilio Valdés, Alejandro Hernández,
e incluso otros antes tan fieles a la ciudad, como Joaquín-Armando Chacón,
Eugenio Aguirre u Octavio Reyes, han vuelto la mirada a la vida del interior
del país, y enseñan a sus lectores toda la amplísima gama de posibilidades que
ese ámbito ofrece.
Otros autores, por su parte, al dejar la ciudad, enfocan su atención a regio¬
nes distantes, como el caso ya anotado de Ruy Sánchez. Como él, Héctor Man-
jarrez, María Luisa Puga, Alvaro Uribe, Roberto Vallarino, Raúl Hernández
Viveros, Marco Antonio Campos, Francisco Prieto, Daniel Leyva, etcétera, sa¬
len de México en busca de nuevos asuntos, pero debe aclararse de inmediato
que no se trata de caer en el viejo estilo de turistear, sino de descubrir en aque¬
llas experiencias posibilidades inéditas para su propia literatura y su visión del
mundo y, naturalmente, de la escena literaria a la que pertenecen.
En los últimos años, el país ha sufrido una serie de alteraciones y sacu¬
dimientos en muchos órdenes. Por ejemplo, se ha evidenciado una fragorosa
lucha política provocada por el descontento de la ciudadanía ante el sistema de
gobierno actual y que arrastra desde hace cincuenta años, por lo menos, y que
redunda en una conscientización política cuyos efectos se empiezan a manife¬
star en las contiendas electorales. Las desigualdades sociales, por otra parte,
se han recrudecido en los años recientes, y eso instaura nuevas formas de vida,
y nuevas reacciones ante esas formas de vida. De esos hechos y otros no menos
virulentos, aunque de otra naturaleza (como los terremotos que devastaron la
ciudad de México en 1985, y cuyos efectos y consecuencias aún no se perci¬
ben con absoluta claridad), los novelistas tendrán, forzosamente, que extraer
materiales riquísimos para seguir nutriendo sus obréis.
Para concluir este atisbo diría que en las décadas de los setenta y los ochenta,
la novelística nacional alcanzó niveles espectaculares cualitativa y cuantitativa-
65
mente, y aunque los libros más importantes del periodo fueron escritos por auto¬
res que tenían ya un prestigio consolidado (Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco,
Vicente Leñero, Sergio Pitol, Gustavo Sainz, Fernando del Paso...), junto a
ellos se manifestó un número destacado de narradores que publicaron libros
importantes, en sí, pero sobre todo prometedores, anunciadores del riquísimo
futuro que espera a nuestra novelística, futuro que se sustenta en el ya anotado
sentido de la renovación permanente en lo conceptual y en lo artístico. La
novela mexicana está en un momento de transición que es importante seguir
de cerca porque preludia, qué duda cabe, la culminación de un periodo y la
apertura hacia tantos otros como pueda ser posible. Señalar específicamente
cuáles serán las nuevas tendencias, las vías inéditas, sería imposible, porque los
mismos autores están todavía tratando de definirlas, pero en ese aliento tienen
el respaldo, el acicate de brillantes generaciones anteriores y, lo que es de mayor
importancia, el reto de dejarlas atrás en términos artísticos para instaurar los
suyos propios, acaso más valiosos.
El nuevo problema del realismo
en la novela “postlatelolco”
Vittoria Borsó
A manera de introducción
Hablando frente a 11 escritoras y escritores mexicanos y compartiendo el tema
del realismo con María Luisa Puga que iba a hablar antes de mí en su papel
de escritora, me pareció menester recordar los distintos papeles de escritor y
crítico y empecé mi conferencia con las siguientes palabras:
Me hice la pregunta real si puedo contar a Ustedes algo sobre el realismo
de su literatura. Pero sabía que Ustedes nunca iban a creer en la realidad
de mi pregunta porque saben que es buena retórica empezar con una captaiio
benevolentiae. Entonces me quedo sola con la realidad de mis dudas sobre el
realismo. Ya estamos en medias res. Real y realismo son cosas diferentes. El
objeto de mis dudas puede ser real, es decir auténtico, mi discurso participa
en un contexto retórico, al que nunca se le puede atribuir la calificación de
autenticidad. El discurso no es las cosas y lo real no es realista. En el primer
caso se trata del nivel de las cosas; el segundo es la manera de hablar de las
cosas. El realismo en literatura es un discurso de como están metidas las cosas
en los textos literarios. Es sobre el discurso y no sobre las cosas donde se ubican
mis siguientes reflexiones.
vale nada de Agustín Ramos (1982); Manifestación de silencios de Arturo Azuela (1972).
Para la manera compleja de regresar al tema de Tlatelolco en Palinuro de México (1977) de
Femando del Paso véase la ponencia de Robín Fiddian en este volumen.
3Brushwood 1984, 87. Novelas de evaluación crítica del movimiento estudiantil asociado
a la Onda son, por ej., Lapsus (1971) y Pasaban en silencio nuestros dioses (1987) de Héctor
Manjarrez.
4Por ej. el Terencio de la segunda novela de Gustavo Sainz Obsesivos dias circulares de
1969, novela a la que regresaremos más tarde.
5 La ambivalencia oblicua y la fuerza alusiva de la mirada han sido excelentemente re¬
presentadas por el propio Sainz en la novela arriba mencionanda (véase sobre este aspecto
también Glantz, 1971, 29).
6 Sería falso reducir la novelística importante de este período a la Onda. No solamente
hay escritores que, aunque personalmente comprometidos con Agustín y con el movimiento
estudiantil, no pertenecen al movimiento literario estricto, como por ej. René Avilés Fabila,
sino también es la época de grandes novelas, estilísticamente distintas de las de la Onda; entre
otras: Farabeuf de Salvador Elizondo (1965), Infierno de todos de Sergio Pitol (1965) José
Trigo de Femando del Paso (1966), Morirás lejos (1967) de José Emilio Pacheco, Cambio
de piel de Carlos Fuentes (1967) El garabato de Vicente Leñero (1967), El hipogeo secreto de
Salvador Elizondo (1968), La cabaña de Juan García Ponce (1969) etc. Mi decisión de enfocar
la Onda procede del hecho que este movimiento literario busca programáticamente mía nueva
relación hacia la realidad y, por lo tanto, se enfrenta con el problema del “realismo”.
7Véase por ej. Glantz 1971, 29; Teiclunann 1987, 15; Brushwood, por ej. 1984, 105;
Poniatowska 1985, 202 y 204 (“el 68 fue — al menos así lo demuestran los resultados —,
un cambio en la forma por ejemplo, de hacer historia. Por primera vez hay una versión
exhaustiva del pasado de México”, 204).
8Glantz habla explícitamente de un “nuevo realismo” (1971, 7 y 22), al que regresamos
más tarde. Poniatowska cita la siguiente opinión del crítico y escritor José Joaquín Blanco:
“José Agustín ayuda a los narradores mexicanos y no sólo a los menores de edad que él, a
descubrir el país urbano, el sexo de los sesenta y setenta, las calles y el país actual en que
se vive, en lugar de tanto realismo y/o esteticismo como se estilaba, pensando en un país
anterior a los cincuenta, y muchas veces hasta anterior al siglo XX” (1985, 177). Monsiváis
ve en la búsqueda de actualidad en las novelas de la onda una númesis contra el realismo
pequeñoburgués: “el desdén ante la cultura pequeñoburguesa se da mediante el uso de la
técnica que constituye, normativamente, a esa clase menospreciada; la mimesis como puerta
privilegiada al sentimiento de actualidad” (1986, 237). Para Juan Villoro “el lenguaje de
Agustín depende, más que de una voluntad de estilo, de la realidad que documenta” (1986,
32). Teiclunann habla de “una fuerte carga social en las novelas de José Agustín” (1987, 16).
9Giardinelli habla de un “sello de la época (los últimos veinte años de la narrativa me¬
xicana), ya casi como una marca éticoestética” y sigue: “(...) esto lo convierte en un
68
tópico, casi un lugar común, una de las formas visibles del contemporáneo naturalismo me¬
xicano” (1989, 23).
10Acerca de la Onda como contracultura véase el ensayo de Monsiváis (1986, 230).
11Véase también Glantz 1971, 18.
12Quiere decir hippy y azteca. Véase Monsiváis en mío de cuyos ensayos este término
aparece con ortografía castellana: “jipiteca".
13E1 paradigma contrario al “fresa” es el de lo “aliviano”.
14 Según Villoro “la recuperación de lo cotidiano” ya es mi rasgo dominante en Pacheco
ensayista, traductor, cuentista, novelista, periodista o guionista de cine (1986, 23). Sin
embargo la intención de efecto de lo actual en el lenguaje de la Onda es distinto.
15 La veneración de José Agustín (así como Gerardo de la Torre y Salvador Elizondo) para
Revueltas y su realismo radical (véase el artículo de la Torre en Excélsior, [México, D.F.], 5
de junio de 1973) es un síntoma de la búsqueda de modelos desensolemnizados (Poniatowska,
1985, 177), contra los “clásicos” y contra lo “bien escrito”. Glantz: “La preocupación de
'escribir bien’ tan propia de Martín Luis Guzmán o Salvador Novo tiene ahora una oposición:
la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios” (1971, 30).
16E1 impacto de la revalorización de lo actual, al que se refiere Monsiváis, es ideológicamente
importante pues representa una cierta ruptura con la obsesión de “lo mexicano” — especial¬
mente en los escritores canónicos como Paz (El laberinto de la soledad y su actualización por
Carlos Fuentes). Monsiváis lo subraya: “El concepto ‘México’ fue para los jipitecas cárcel
y castración. ¿De qué se quiso abstener la Onda? No de mía versión desde México de la
cultura occidental, sino de residuos chovinistas o Rutas de los Héroes o herencias y alegorías
de clase media. Para eliminar un legado sentimental y demagógico, la Onda necesitó traducir
— con el retraso y las deformaciones obligatorias — otros proyectos, otras soluciones” (236).
La desnacionalización y la “contemporaneidad” de la Onda han provocado la deconstrucción
de la hegemonía cultural asociada con el discurso de identidad y su proyección cultural.
“Tal hegemonía se surte, en términos generales, de la visión gubernamental de la Revolución
Mexicana y se concreta en el impulso nacionalista” (Monsiváis 1986, 235)). Véase también
Glantz 1979, 117.
69
17En Repeticiones, Glantz subraya la doble cara del lenguaje de la Onda: por un lado
transcripciones fonéticas, sucesiones silábicas, alteraciones y por el otro rupturas de los siste¬
mas semánticos, dislocaciones de sentido que había manejado la vanguardia (Joyce): “Lo que
hacen que el lenguaje parezca muy realista, muy inmediato, pero también que tenga mucha
relación con lo poético” (1979, 127s).
18Bartlies se refiere a Madame Bovary de Gustave Flaubert; una obra cumbre del realismo
francés.
19Es sabido que “nuevo”, en la estética de los formalistas rusos, quiere decir la ruptura
70
este principio: las obras que menos observan el código del discurso realista,
serían las más realistas por el hecho mismo de no trasmitir la ideología, sino
provocar la fenomenología de lo real.
Es bajo esta acepción que se puede hablar de ‘ nuevo realismo para no¬
velas que, propiamente por no observar las reglas del realismo tradicional
del siglo XIX, reflejan una cierta fenomenología de situaciones perceptivas y
existenciales20.
Creo que se puede hablar de una fenomenología de lo real en las novelas
de mediados de los años sesenta: Por ej. la carencia de héroes en el sujeto
adolescente de los textos de la Onda es el reflejo de una esencia de vida perci¬
bida como marginalizada. El personaje es anónimo; carece de atributos y de
descripciones, actúa con rapidez y sobre todo participa en un circuito de con¬
versación infinita, un diálogo interrumpido que encubre la acción” (Glantz,
1971, 22), en sí misma secundaria y banal. Este héroe joven y anónimo es una
acusación contra el modelo burgués del héroe; se inscribe en la tradición de
aventuras picarescas, con la diferencia que la encarnación de lo subversivo, en
estas noveléis, no está colocada en sujetos individuales, como son los picaros,
sino en una generación, la generación joven que hizo historia a mediados de los
años 60. Es así que, a diferencia del papel simbólico que el joven siempre había
jugado en la literatura21, el joven asume aquí una presencia histórica22.
En lo siguiente me refiero a De Perfil (1966) de José Agustín, visto en
sus rasgos más sobresalientes de una “fenomenología” de lo real. En esta no¬
vela el discurso es la cita evidente de discursos ajenos: discursos sicoanalíticos,
burgueses o hippy. Son citas que estilizan la palabra ajena23, confundiendo
diferentes registros culturales24 para afirmar el derecho de libertad y de un
lenguaje auténtico y libre25, mientras que reflejan la determinación del sujeto
burgués por discursos ajenos frente a la que surge del deseo de rebelión del
joven. El discurso refleja la presencia de los medios en la fenomenología de lo
real en el hecho de ser estructurado según impulsos “acústicos” con ritmo rock
y corresponde así a la estrategia de mensaje social, tomando como referencia
la percepción y el punto de vista26 del mundo joven, éste mismo ofrecido como
alternativa histórica a la alienación de la burguesía agringada. Así, las novelas
de la Onda son al mismo tiempo la mimesis de una situación psicológica y
modelos de un cambio. El modelo de vida alternativa es esencialmente repre¬
sentado por la libertad lingüística del sujeto a quien el narrador presta su voz
varias son las novelas en primera persona. Realismo sería en este caso no
efecto del plot sino del discurso mismo y de los juegos lingüísticos del narrador
en primera persona. El plot no existe sino como elemento discursivo: Las peri¬
pecias de los jóvenes así como de los padres son trozos de discursos, signos de
representaciones culturales que constituyen la realidad.
Si, por un lado, los textos critican la dominación de la vida por los discur¬
sos27, por otro lado, la discursividad, la coloquialidad23 y lo instantáneo del
discurso provocan la irrupción directa de energía vital en el libro29. El realismo
de este tipo no es por lo tanto el ajuste del lenguaje a un discurso realista, sino
el efecto paradojal de un lenguaje trabajado para volverlo tendencialmente al
estado de materia prima y de desorden puro; un espejo en el que se refleja la
vida a mediados de los años sesenta30. Se trata entonces de una discursividad
que casi transforma el lenguaje en un diafragma emitiendo sonidos, reflejando
así la fenomenología de los ritmos nuevos y del habla real. Margo Glantz habla
de que el referente de los juegos del lenguaje no es una visión polifónica del mundo (como
lo sería esencialmente en el dialogismo tradicional según Bajtín), sino el lenguaje mismo.
Monsiváis habla por ej. de la búsqueda de “un lenguaje a partir del lenguaje” (citado en
Poniatowska, 1985, 191).
26 Con el término “punto de vista” se entiende el lugar de observación del narrador. Esta
categoría que procede de la teoría de J. Lotman (relación entre el Sujeto estilístico o ideológico
y los elementos de la estructura narrativa) ha sido largamente comentada por Paola Pugliatti
([1985]1989) integrando críticamente los conceptos de “situación narrativa” de Stanzel así
como de “modo” y “voz” de G. Genette. Véase también la discusión de la teoría de Genette
en S. Reisz de Rivarola, 1983.
27 Se trata de mi realismo entendido como un espejo de la naturaleza mitopoética de los
discursos culturales; es mi aspecto que se encuentra, por. ej. en Vargas Llosa.
28 Glantz: “Son estas novelas especialmente dialogadas. Los personajes hablan para dejar
blancos en mía página e imitar la vida, donde el relato se diluye en aras de innumerables
conversaciones” (1971, 22).
29 Glantz habla de un “realismo enclavado en la sensación auditiva" (1971, 25) y de una
experiencia entregada al lector “en el nivel de la sensación inmediata”, lo que diferencia el
realismo de la Onda del “realismo simbólico” de Fuentes (estilo Balzaciano) que “recurre
al albur para explicar una experiencia, en tanto que la ilustra; (...) la Onda (al contrario)
intenta confundirse con ella” (1971, 21).
30 Según Monsiváis cuyo análisis no se Umita a la crítica de la colonización (norteamericana)
de la “contracultura” de la Onda, sino que enfoca también el impacto de los medios de
comunicación de masas sobre ella, la Uteratura de la Onda refleja la importancia de una
“¡ndustriaUzación de las fascinaciones” (1986, 244s) en una época en la que la realidad, como
“cúmulo de circunstancias y productos (teatrales, musicales, radiofónicos, fílmicos) que son
’lo más real’ ” (1989, 20), se puede únicamente entender como el resultado de una actividad
mitopoética de los medios. Glantz habla por ej. de la “cinetización de la mente” (1979, 127).
72
31 Dentro de la que todavía se inserta por ej. la introducción del lenguaje obrero en las
noveláis del naturalismo, por ej. en L’assommoir de Zola.
32Véase también la variedad de alusiones intertextuales analizadas por M. Glantz Í1979
124). V
A esta ambivalencia se añade otra: la retorica de lo contemporáneo contra el establis-
liment reafirma otro tipo de establislunent, identificando lo contemporáneo con lo nortea¬
mericano. Acerca del festival de Avandaro en el año 1971, Monsiváis subraya, por ej., la
asimilación de los jipitecas al proceso colonial que “ha ido de la admiración por la cultura
francesa o inglesa a la admiración multitudinaria por Norteamérica’’ (1986, 23).
34 Véase también Teiclunann 1987, 15s y Brusliwood 1984, 48.
73
‘Show me the way to the next whisky bar. And don’t ask why.
Show me the way to the next whisky bar. I tell you we must
die’. Bertolt Brecht y Kurt Weill según the Doors (273).
viaja (Glantz, 23), sin embargo sólo para moverse en “radiotaxi” de un hotel
a otro, sin meta, ni siquiera la meta de un encuentro sentimental, deseo pro¬
pulsor del Oliveira cortazariano41, o del amor sensual, tema y estrategia del
discurso de liberación. Las “aventuras” de la pareja sí son picarescas, pero no
para revolucionar, sino para volverse, como todo el plot, estructura non-sense
y ausencia total de valores, incluso la ausencia del valor de la escritura, tan
importante en Rayuela. La presencia de los medios se escucha en la manera de
hablar y de actuar de los personajes. Sin embargo, los medios que, en los textos
programáticos de la onda quieren ser un indicio realista del modelo “hippiteca”
mexicano, son desmitificados. El único sentido se encuentra en el hecho de
participar en el juego lingüístico del discurso narrativo: juego tal vez sí de libe¬
ración, pero seguramente no de reivindicación. Mientras que “reivindicación”
presupone una verdad situada en lo periférico, el libre juego no sitúa valores
en ningún sitio, ni en la realidad de los jóvenes, ni en la escritura entendida
como utopía. Los textos regresan al discurso como punto de referencia y no
como imagen acústica de la presencia directa de la vida en el libro. Consecuen¬
temente, el narrador intelectual no se oculta detrás de un yo inocente, sino al
contrario, interviene comentando su propio manejo del lenguaje:
las huellas de Yáñez), sino un mundo compuesto de barrios o colonias con características
de ‘mi tierra”’ (1985, 26). Se tendría que analizar el papel de la ciudad en novelas de los
Contemporáneos, como por ej. en El joven (1933) de Salvador Novo, en cuya visión de la
ciudad se advierten paralelos con la Onda (Ramírez nos remite, en efecto, a Salvador Novo,
“contemporáneo de todo tiempo” (14)).
45Por ej.: “De la Gloria cayó Tepito para santo y seña del arrabal, del peladito, del albur,
de la telenovelera realidad, mi cuais” (13).
46 “Barrio satanizado, santificado, leyendizado, percudizado, lenguaguisado. Aportador de
mitos urbanos. De leyendas sin gloria. Quebrantadores de la ley para inscribirse en la leyenda
hamponil” (14).
47Por ej. se parodia el discurso histórico: “En el origen de su nombre está cabalísticamente
su significado. Salvador Novo, como gran contemporáneo de todo tiempo, lo dice: ‘TEPITO’
quiere decir en náhuatl 'cosa pequeña’ o 'poca cosa’; TEPITOYOTL es pequeñez. En la
historia de la ciudad de México, es la pequeñez de un barrio indígena fuera de la 'traza’ en
que vivían los españoles en los primeros tiempos del Virreinato". “Lugar hecho de residuos,
lugar despreciado y nostalgizado... "(14s). Si la Onda había vuelto la mirada a la contempo¬
raneidad acabando con la preocupación en definir lo mexicano por el México viejo (Monsiváis
en Glantz 1979, 117), Ramírez, desde lo contemporáneo, mira con humorismo desmitificador
hacia los “grandes textos” de la identidad criolla desde las Crónicas o la obra de Sahagún
(17) hasta los escritores del siglo XX.
48 Son ¡ntertextos que aluden al tema de la búsqueda de identidad, un tema frecuente de
1968 en adelante; aquí, sin embargo, siempre con función de cita.
49Véase, por ej., su autodescripción: “Y es que todo se lo debo a mi mánager y a la
virgencita de Guadalupe, porque ella es la milagrosa y mi mánager es como si fuera mi padre,
señor periodista. Mi cuerpo es como un alfabeto donde las palabras se van conformando de
acuerdo con los golpes que da la vida (subrayado mío) (•..). El descontón y la cabeceada a
tiempo son mis armas favoritas porque si usted no lo sabe, yo hoy aquí, al mero mero, subo
al ring... (18s).
78
50Lo entiendo en el sentido de Foucault (véase, por ej. el estudio de Héctor Ceballos
Garibay, 1988). Ramírez se refiere explícitamente a Foucault, por ej. en el capítulo intitulado
“El infierno benigno” (115).
51 Todo tiene “puntos suspensivos” (título del último capítulo). Ya al comienzo el narrador,
con un juego de palabras, rehúsa tomar posición acerca de la función realista del libro: “Yo
les voy a platicar de aca, de a las de aca, donde si las da hasta acá, entonces arremeda. La
única diferencia entre el Arte y la Realidad es que la Realidad arremeda y el Arte hace gestos
como gestas estas arremedadas” (13).
Lo que es posible en novelas “realistas” en donde, tradicionalmente, el discurso apoya los
signos de facticidad del plot, o también en las primeras novelas de la Onda, donde el discurso
es “fotografía” del oído real y mantiene así mismo signos de facticidad.
53 Tepito deconstruye la acción mitopoética de la cultura y el peligro de confusión inocente
entre mitos (por ej. de mía propuesta alternativa de los jóvenes) y la cruda realidad política;
confusión que, según Paz, fue en parte responsable del fracaso de Tlatelolco (Prefacio a La
noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska (en El ogro filantrópico).
79
54Es por lo tanto una tesis de Glantz ya en 1971: “la persistencia que muestran ciertos
escritores, su intención de autocrítica evidente (...) revelan la existencia de mía narrativa
mexicana verdaderamente nueva” (7), idea a la que la escritora regresa en 1979 acerca de
Obsesivos dias circulares de Sainz (121).
55No solamente es difícil reconstruir la acción por via de “flashbacks” y de la ambivalencia
discursiva, sino la opacidad de la historia participa en la estructura misma: el voyerismo de
la primera parte, en la que Terencio tiene que fotografiar en secreto a las estudiantes de la
escuela para el propietario Papá la Oca y la confusión de Terencio en la segunda y tercera
parte hasta a la deriva final en el avión en ruta a Acapulco.
56 Ulysses de James Joyce es la obra maestra a partir de la cual Terencio busca una orga¬
nización del caos que le rodea. En vez de encontrar un orden, se le escapa progresivamente
el control sobre el lenguaje. Sin embargo la literatura permanece su “principio de realidad”.
Por miedo de que se acerque su fin al descender del avión sobre Acapulco, Terencio quiere
organizar su muerte en conformidad con los finales de novelas leídas (322).
57Pues “cultura” está entendida en un sentido plurah'stico, la fascinación así como la vio¬
lencia del mundo visto por la literatura se refieren a varios sistemas culturales, como por ej.
el cine — además de la fotografía —: Terencio imagina una película sobre su propia vida,
para escapar al miedo de acercarse a su fin (313s). También en la estructura de la obra se
han advertido paralelos con películas de Godard (Decker 1986, 355s), un director importante
para la Onda.
58Según Glantz la culminación de la autocrítica en la última frase de Obsesivos días cir-
80
V. Palabras de conclusión
He tomado las novelas de la Onda como síntoma de una postura del discurso
literario frente a la realidad y como momento en el que los eventos de Tlate-
lolco han dejado huellas importantes. La decepción de Tlatelolco devuelve a
los escritores de la Onda de un “nuevo” realismo comprometido y de la creen¬
cia inocente de un discurso alternativo a la literatura del establishment. En
algunas novelas, como los textos comentados más arriba, el “nuevo” realismo
implica un germen de autocrítica que, después de Tlatelolco, se desarrolla ha¬
sta distanciarse de las premisas de reflejar una realidad nueva. Remontando a
Tlatelolco, se evidencia con claridad el hecho de que, si por un lado la “retórica
del realismo nuevo” está destinada a desaparecer temprano09, por el otro la
falta de respeto por cualquiera proyección cultural60 ha llevado a una desa-
cralización del papel de la escritura61. Este aspecto es, a mi juicio, el más
importante: No solamente por el hecho de que del juego paródico sin límites
procedió una libertad de discurso que ha provocado el pluralismo y la multipli¬
cidad de temas, estilos así como variedades individuales62, sino también porque
con la libertad radical del juego paródico, la relación entre escritura y realidad
se ha liberado de la interposición63 del discurso realista. Con la distanciación
ciliares es una consecuencia implícita del automatismo con el que la Onda intenta reflejar
sonidos producidos por máquinas electrónicas — “música que (...) reitera ese ’strip tease’
mental que nos lleva hasta el sexo desnudo y epidérmico, donde el joven se oye vivir, pero
desde lejos” (355). De esta cercanía y distancia al mismo tiempo nace esa postura que lleva al
final de Obsesivos días circulares pasando, a opinión de Glantz, por experiencias de escritura
como la de El grafógrafo de Salvador Elizondo: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente
me veo escribir que escribo... ” (1979, 121)
59Es el juicio de varios escritores y críticos que ven en el hecho de que las novelas reflejen
un mundo pasajero y voluble la causa del destino transitorio de la Onda.
60Esta sería, según Monsiváis, la diferencia entre los movimientos de izquierda y los es¬
critores de la Onda: a diferencia de estos últimos “la izquierda tradicional en México ha
negado los excesos o la deformación de la Revolución Mexicana, pero respeta (devotamente)
su proyección cultural” (1986, 235s).
61 Monsiváis lo resume en su artículo sobre “Literatura latinoamericana e industria cultu¬
ral”: ya en los setenta, no opera el tono dictatorial de la ‘alta cultura’. Y los resultados de
este derrumbe son de toda índole: ya no hay que escribir de un modo ‘prestigioso’; ya no hay
requisitos estilísticos de consideración (1989, 20).
62 Véase María Luisa Puga en Teichmann (1987, 31); véase también Giardinelli (1989).
63Según mí parecer, la novela mexicana postlatelolco ha logrado definitivamente conspirar
contra el realismo tradicional, como lo quiso señalar Macedonio Fernández: “Todo realismo
en arte parece nacido de la causalidad de que en el mundo hay materias espejeantes; entonces,
a los dependientes de tienda se les ocurrió la Literatura, es decir confeccionar copias. Y lo
que se llama Arte, se introduce a las casas presionando a todos para que pongan su visión en
espejos, no en cosas (...) La obra de arte-espejo se dice realista e intercepta nuestra mirada
a la realidad interponiendo una copia" (subrayado mío); citado por Ruflinelli (1980, 125)
81
de una “mimesis seria” — aunque fuera una mimesis proyectada sobre el nivel
del discurso, como la mimesis de “lo actual” en los primeros textos de la Onda
los escritores pueden ahora regresar a mirar las cosas, sencillamente, como
lo ha postulado María Luisa Puga en la introducción a su propia escritura.
Bibliografía
Paz, Octavio. 1979. A cinco años después de Tlatelolco. En: El ogro fi¬
lantrópico. México: Joaquín Mortiz: 143-152.
Pugliatti, Paola. 1989. Lo sguardo nel racconto. Teorie e prassi del punto di
vista. Bologna: Zanichelli.
El 68 en retrospectiva
¿De qué estamos hablando cuando hablamos
de 68 y revolución (y literatura)?
Héctor Manjarrez
UNO
¿Qué es lo que provoca el nombre de este congreso? Ante todo — no por
ello supongo que sobre todo — yo opino que se nos provoca a interrogarnos
sobre conceptos que han disfrutado de una apabullante importancia durante
los últimos veinte años. Conceptos como El 68 y La Revolución.
Empecemos con El 68. En ese año tres ciudades, muy distintas entre sí,
experimentaron una llamarada de protesta, de protesta de los jóvenes, que
tanto los actores del poder cuanto los actores de la protesta — los protagonistas,
pues — experimentaron como Revolucionaria. Me refiero a Praga, a París y a
México, en orden cronológico. Estos tres movimientos acabaron mal; y luego
se hicieron parte de la cultura — memoria y deseo — de sus respectivos países,
e incluso de las culturas de otras naciones.
En Praga, los jóvenes apoyaban a la facción reformista del Partido Comunis¬
ta. Las tropas soviéticas arrasaron el experimento del “socialismo con rostro
humano”. Hasta el día de hoy — agosto de 1989 — , Checoslovaquia sigue
estando dirigida por la casta de aquellos que podemos llamar los Burócratas
del Sueño, los “Tiranos en nombre del Bien”, los déspotas ineptos y banalmente
malos (diría Hannah Arendt) y sin mayor ilustración.
En París, en mayo del 68, los estudiantes se quedaron esperando y esperando
a la clase obrera (que es la noción de “pueblo” que primero les venía a la mente).
En México, el gobierno (que es el Estado que es el Partido) hizo una ma¬
tanza de inocentes, mató a gente que no tenía más que “deseos confusos”,
bañó en sangre un movimiento estudiantil que gozaba de la simpatía pasiva de
muchísimos habitantes de la ciudad de México, pero de nada más.
Paradoja más, provocación menos...: hoy en día la “generación del 68”, en
México, es presumiblemente la generación de mayor peso en política, en arte y
tal vez en ciencia.
Antes de hablar de México, sin embargo, hay que hablar de otras cosas.
Lo primero que viene a la mente son los conceptos de Juventud y Revolución,
muy sesentaiocheros; y el de Ilusión y Desengaño, porque creo que también eso
quiere decir Del 68 al ocaso de la revolución.
1968 se concibe y se experimenta nada menos que como un Año Revolucio¬
nario, pero me parece que es más atinado ver ese año como una primavera, un
verano y un otoño en que se produjeron manifiestos y manifestaciones en favor
86
Canadá, Australia, Japón y Estados Unidos, que son los países precisamente
donde en estos años se ha producido la conjugación de mayor eficacia económica
y mayor libertad política. Pero en todo el resto del mundo las cosas son muy
diferentes. Las sociedades son más pobres, económicamente, y también mucho
más heterogéneas, más ricas culturalmente. Europa poco a poco se acerca a
una mayor y mayor homogeneidad; sin dejar de entender cuán profunda e im¬
portante es esta reconciliación entre Estados que hace apenas cuatro décadas
cumplían muchos siglos de detestarse y entrematarse, conviene decir que la des¬
aparición de las heterogeneidades es también, por otra parte, la desaparición
de las libertades imaginativas que lo heterogéneo procrea en los hombres.
El resto del mundo — la Mayoría del mundo — es tremendamente he-
teróclito: extraño, raro, caótico, incomprensible e inaceptable para los euro¬
peos. El resto del mundo es heterogéneo no sólo respecto de Europa y de su
antítesis, el Islam — sino respecto de sí mismo y dentro de sí mismo. Los países
de América Latina son profundamente diversos, entre sí y dentro de sí, aunque
es cierto que tienen la fortuna de expresarse en dos lenguas muy emparentadas,
el portugués y el español. En México hay decenas de idiomas indígenas, por
otra parte, que se hablan todos los días.
La Revolución — con ése y otro nombre — está a la orden del día en todo
el mundo, excepto tal vez en Europa Occidental, la parte del mundo que nos
dio los conceptos de Revolución, Ciencia y Razón. Hablar del “ocaso de la
Revolución” es ser europeo, es ser europeísta; es, una vez más, suponer que
sólo lo europeo es universal: que Lo Europeo es Lo Universal.
Pero ¿qué tal si por “ocaso de la Revolución” no se aludiera a una actualidad
europea y occidental?
¿Qué tal si, por ejemplo, se refiriera a la Revolución Cubana?
¿Y qué tal — ya que a fin de cuentas este congreso se quiere ocupar de la
literatura de México en estos veintiún años — si se refiriera a la Revolución
Mexicana?
En 1968, la Revolución Cubana aún parecía empeñada en la consecución
tanto de la justicia como de la libertad. El apoyo de Fidel a la invasión de
Checoslovaquia podía suponerse — con un poco de fe, esperanza y caridad —
táctico; los siete años de poder del mismo Fidel aún no angustiaban demasiado;
la prevalencia del sexismo, el burocratismo, el simplismo, el dogmatismo y el
influyentismo era sólo una prueba más de cuán necesarias e ingentes son siempre
las tareas de la Revolución. Hoy en día, 1989, el mismo Fidel va para treinta
años de poder, jura que siempre fue marxista-leninista (como el indio que finge
darse cuenta de que “siempre” fue cristiano, sólo que Fidel no finge), ha puesto
a su hermano Raúl (el Cacique Chico) en el papel de heredero del poder, fue
el primero o el único en felicitar al gobierno chino por la matanza de Tian An
Men.. .y Cuba no significa por ahora, en América Latina, una esperanza.
En 1968, la Revolución Mexicana parecía el más muerto y pestilente y
macabro y “atrasado” de los cadáveres. Hoy en día, el programa mínimo y a la
vez radical de todo proyecto popular (aquel que “beneficie a la mayoría de la
gente”) exige el acatamiento de la Constitución, es decir, de esa Declaración de
89
DOS
(Yo nunca conocí a mi abuelo paterno, Froylán C. Manjarrez, pues murió in¬
cluso antes de la Expropiación Petrolera, ni nunca, hasta la fecha, me he preo¬
cupado por su historia, aunque es interesante.
Mi abuelo Froylán murió de cáncer cuando dirigía el periódico El Nacional,
que era el órgano de propaganda y agitación y también-sociedad-civil de ese
fenómeno abigarrado ideologizado y determinante que fue el cardenismo. Antes
de eso, hasta donde yo sé, mi abuelo hizo cuanto pudo para congraciarse con
el general y presidente y jefe máximo Plutarco Elias Calles, pues antes de esto
vivió en el destierro — La Habana, París, Barcelona -— como consecuencia de
involucrarse, como gobernador de Puebla, en la fallida rebelión de Adolfo de la
Huerta.
Yo personalmente sostendría que mi abuelo paterno fue Revolucionario,
puesto que Lázaro Cárdenas le dio su contenido palpable a la Revolución Me¬
xicana, Plutarco E. Calles fue el Jefe Máximo de la Revolución, el levantamiento
político-militar del 24 se sigue llamando entre algunas gentes Revolución De-
lahuertista y — para dejarla de ese tamaño — mi abuelo Froylán en el año de
1917 falsificó su acta de nacimiento con el objeto de demostrar que ya contaba
veintiún años y así quedar en la historia como uno de los autores radicales de
la Constitución y el Más Joven de los constituyentes.
Mi abuela se quejaba de que cuando ella era la esposa del gobernador de
Puebla, los campesinos se sentaban en los hermosos y antiguos y caros sillones
franceses de la residencia.)
90
TRES
Hablemos de escribir, hablemos de literatura, lo que nos convoca aquí.
Cuando yo empecé a escribir como escritor como persona que se concibe
a sí misma ante todo como escritor, antes de cualquier otra cosa fue en el
año de 1963.
Yo estaba aquí, en Europa, entonces. La vanguardia lucía extremadamente
firme y lozana; era una joven irresistible. Norman Mailer escribía sus primeros
y excitantes artículos en Estados Unidos; en Francia bullían, conspiraban y
declamaban Ionesco, Beckett, Arrabal y los nouveaux romanciers con el
Siempre Revolucionario Sartre proyectado por la linterna mágica en el telón de
fondo —; en Alemania deslumbraba Grass (que en realidad no era vanguardista)
e intrigaban y escandalizaban Weiss y otros; en América Latina, Paz y Cortázar
y Borges (que quizá sí fue vanguardista, sin saberlo) parecían borrar de un
plumazo las viejas vertientes y reanudar los lazos con los escritores audaces de
los primeros veintitantos años del siglo.
Los surrealistas, los futuristas rusos, los dadaístas, el expresionismo alemán,
los modernistas latinoamericanos, más Huidobro y Vallejo, eran aún mitos vi¬
vos. Verdaderas leyendas.
Había que romper con las formas. Había que crear nuevos escritores y
nuevos lectores, nuevos artistas y nuevos seres humanos.
Aparte de uno o dos o tal vez tres cuentos, cuando yo empecé a escribir,
nunca escribí un relato sin pensar antes cuán extraño debía de ser en la forma.
Las historias de la gente, que son por regla general tan extrañas, no me interesa¬
ban sobremanera. Lo que me interesaba (y a los escritores, pintores, escultores,
cineastas y músicos que eran mis amigos) era crear formas raras en las cuales
vaciaría posteriormente el contenido.
¿Por qué mi primera idea de mí mismo como escritor es la idea de un creador
de formas extrañas y difíciles?
Echenle la culpa a James Joyce. (Y a Proust y Kafka y Malraux y Musil y
Svevo y Woolf y Witkiewicz y Faulkner, ninguno de los cuales, por lo demás,
se vio a sí mismo como “vanguardista”).
En esa época, cualquier persona que quisiera imaginarse como artista tenía
que hacer algo totalmente novedoso, extraño, en lo formal. Así eran las cosas;
la forma era el fondo.
Entonces, como ahora, aquello que me parecía más extraordinario y dis¬
putable de James Joyce era ese maravilloso ojo suyo sobre los seres humanos,
sus formas de hablar, de moverse, de pensar. Tal vez yo pensaba que ese tipo
de ojo sólo podía obtenerse, o recuperarse, a través de técnicas insólitas.
Sin embargo, no creo que lo haya pensado. En rigor de verdad, para los
años sesenta la vanguardia ya no pensaba mucho; en realidad — aparte de
la verborrea logocida del Situacionismo y el objetivismo de los abogados de la
Nueva Novela — ya no pensaba casi nada, se topaba con fascinantes obviedades
que aparecían como revelaciones.
En cierta forma, la Vanguardia era tan sólo la hija — la hija mimada —
91
orgullosa — de lo que “debe ser” la literatura mexicana. (Sin por ello querer
crear escuela, ojo.)
Luego de unos veinte años de que cada uno de nosotros hizo esto —- escritores
que hoy tienen de setentaitantos a veintitantos años, algunos que amaron a la
vanguardia y otros que la resistieron — me parece percibir en muchos escritores
de México un sentimiento de fuerza y de libertad.
Es como si desde 1948, con el “salto cualitativo” del 68, nos hubiéramos
dedicado a escribir todo lo que faltaba por escribir a fin de que la literatura
mexicana ya pudiera abarcar toda la vida de un lector interesado.
Esa obra ya está concluida, ese andamiaje ya se puso y ya se retiró. Cada
quien puede hacer tan sólo lo que quiera de ahora en adelante. De hecho hace
ya tiempo que sucede. Los escritores jóvenes son ahora tan raros — diría Darío
— como lo fueron los vanguardistas en sus mejores momentos; sólo que sin
argumentos ideológicos.
En 1968 la Revolución Mexicana había muerto. Sin embargo, como todavía su¬
cede hoy, en 1989, era invocada y el gobierno afirmaba respresentaria. El país
vivía de los grandes mitos acumulados por los sucesivos regímenes “revolucio¬
narios”. El artículo tercero constitucional, ia Reforma Agraria (por completo
sacralizada y convertida en una secretaría de Estado), el papel rector del go¬
bierno en la economía, el antiimperialismo no siempre de papel, etcétera, caían
como una tormenta sobre la población y las palabras de un puñado de críticos,
frecuentemente de izquierda, apenas si eran escuchadas. La arrogancia del po¬
der mexicano parecía tenei un sólido fundamento. De tal suerte que las llama¬
das de atención ocurridas en 1958 jamás fueron consideradas. Ferrocarrileros,
electricistas, maestros, telegrafistas, universitarios, trataban de recuperar las
plazas perdidas y darle nueva vida al sindicalismo, por completo en manos de
líderes corruptos y al servicio del Estado (Cf.México, un pueblo en la historia,
coordinación de Enrique Semo, volumen 6). Nada parecía romper la tranqui¬
lidad “revolucionaria”, la unidad bajo los maravillosos principios de 1910-17.
La Constitución, la democracia, la libertad, el pluralismo, no eran sino me¬
ras palabras dentro de un discurso gastado, intolerante y saturado de lugares
comunes.
1968 es para muchas partes del mundo un año difícil, en el que las inquietu¬
des aparecen básicamente entre los jóvenes. En París los estudiantes se lanzan
a un movimiento que tiene profundas implicaciones políticas y que apela a la
imaginación y al amor. Tampoco los muchachos estadounidenses permanecen
tranquilos; atrás han quedado la guerra fría y el anticomunismo ramplón del
senador McCarthy; se preocupan por la intensificación de la guerra en Vietnam
y la música y las drogas aparecen como una contracultura capaz de acabar con
la enajenación. Y mientras el Black Power, dirigido por Carmichael, Cleaver y
Hamilton, entre otros, con Angela Davis perseguida, lanza consignas violentas,
los hippies depositan en sus extravagancias, en el rock y en los ecos de Ginsberg,
Kerouac y Ferlinguetti las posibilidades de hallar la libertad. Cuba resiste el
bloqueo de Estados Unidos y prueba que el socialismo puede ser edificado a
unos cuantos kilómetros de su territorio. La rebeldía social, la antisolemnidad
y los deseos de transformaciones radicales se han acumulado y se manifiestan
desde diversas actitudes y luchas. Algunos filósofos suponen que los estudian¬
tes, ya no el proletariado, pueden ser los detonadores de una magna revolución
y proporcionan a estos un basamento teórico.
México lleva años de aparente tranquilidad, en efecto. Los gobiernos de la
Revolución desarrollan al país con lentitud exasperante y muchas contradic¬
ciones. Por último, son incapaces de evitar las desigualdades y las injusticias
94
país? Por otro lado, y sin pecar de severos, también otros funcionarios no sólo
avalaron la matanza y el encarcelamiento de cientos de mexicanos inocentes en
prisiones civiles y militares, sino que también - algunos como el gran novelis¬
ta Agustín Yánez, secretario de Educación Pública - apoyaron el atroz acto
con discursos y declaraciones. Dicho en otros términos, la responsabilidad del
crimen recae sobre todo un sistema y no únicamente en dos o tres personas.
El sistema siguió en pie. Jamás se tambaleó. No corría ningún peligro a
causa del movimiento estudiantil, salvo el de mejorar en algunos aspectos. Al
día siguiente de la masacre había cientos de hogares enlutados, llanto y mucho
temor. Pero el país estaba “tranquilo”, según partes militares, y Díaz Ordaz
se echaba a cuestas, en la Cámara de Diputados, esa incalificable responsabili¬
dad histórica en medio de la ovación atronadora de funcionarios y periodistas
serviles. Los Juegos Olímpicos tuvieron efecto y muchos records deportivos
fueron batidos ante el entusiasmo de una multitud despreocupada que parecía
no recordar que días atrás soldados y policías acribillaron a cientos de jóvenes
para enseguida apilar sus cadáveres y meterlos en un incinerador del Campo
Militar Número 1. El gobierno estaba al nivel de cualquier feroz dictadura lati¬
noamericana, cuya barbarie es proverbial. No obstante, hubo transformaciones
en México. La represión ha disminuido y sólo aparece en casos aislados. El
Estado ha tenido que modificar su conducta buscando, desde luego, su conser¬
vación, su perdurabilidad. Por tal razón, los presidentes que sucedieron a Díaz
Ordaz cambiaron. Uno, lanzó una política doméstica de apertura democrática
que, aunque se vio empañada por los sangrientos sucesos del jueves de Corpus
de 1971, fue más tolerante con la oposición. Otro, López Portillo, tuvo que
hacer una reforma política y dar los pasos necesarios para que la oposición de
izquierda estuviera representada dentro de la Cámara de Diputados. Como
sea, el Estado, por la presión de amplios grupos progresistas, ha tenido que ir
abriendo las puertas de acceso - a cuentagotas - del poder.
Si hoy en México tenemos mayor libertad y democracia se debe, entre otras
cosas, a esas grandes marchas de protesta que organizaron los estudiantes. La
libertad y la democracia nunca aparecen como un obsequio, son el producto
de las luchas de corte popular. Esos muchachos y los trabajadores urbanos y
campesinos que los apoyaron hicieron factible que ahora exista una prensa con
mayor independencia y que los escritores de izquierda manifiesten sin muchas
reservas sus posturas ideológicas.
En los últimos años ha venido avanzando el sindicalismo libre e indepen¬
diente. Primero fueron, como era natural, los sindicatos universitarios, luego
algunos de los obreros. En sus demandas están los ecos de las consignas del 68.
En efecto, el movimiento estudiantil no fue algo perfectamente organizado, con
una vanguardia de trabajadores o un partido al frente. Hubo que improvisar.
Eran estudiantes a veces sin ninguna experiencia política, sólo con deseos de
mejorar el estado de la nación. La mayoría de ellos provenía de estratos medios
y se politizaron bajo los severos golpes del gobierno. Mostraron que era posible
el que un sistema longevo, moralmente ruinoso, pero capaz de renovarse en lo
esencial, se tambaleara y no supiera hallar una solución adecuada al conflicto.
100
Roa Bastos, El recurso del método de Alejo Carpentier y El otoño del patriarca
de Gabriel García Márquez.
El gran solitario de Palacio lleva a la fecha doce ediciones y toda clase
de comentarios, desde quienes la han elogiado sin reservas hasta los que la
han desechado por completo. La mejor fortuna la ha tenido con los lectores y
con comentaristas extranjeros. A mí, en lo personal, me emociona recordar que
cuando llegó a México procedente de Argentina, según encuestas realizadas por
la revista ¡Siempre!, se mantuvo en primer lugar de ventas por varias semanas.
Nunca he podido repetir la hazaña, ni los tirajes del Solitario con otros libros
míos que considero superiores.
La novela ha sufrido algunas modificaciones. Cuando la escribí en París
era yo un expulsado del Partido Comunista Mexicano, injustamente acusado
de maoísta y hasta de trotsquista, militaba - quizás como resultado — en un
fragmento de la Cuarta Internacional, comandado por Michael Pablo. Con
esto, y notando el papel mínimo y torpe de los comunistas en el movimiento
estudiantil, me animé a escribir un par de capítulos ironizando al PC. Más
adelante, cuando apareció la edición mexicana definitiva, yo había vuelto a
tal organismo, bajo la presión moral del poeta español trasterrado Juan Re-
jano; Gerardo de la Torre me acompañaba en el regreso. Esta edición estaba
corregida, los capítulos de marras eliminados y por tal la consideré definitiva.
En rigor, nada aportaban al libro, ni siquiera políticamente y podían, en todo
caso, ser utilizados para lastimar a un partido que por años fue perseguido
y golpeado; tuvo grandes errores y magníficos aciertos, antes de desaparecer
víctima de su propia burocracia alrededor de 1981. La cuarta de forros llevaba
una frase de Borges hecha mía:
estética. Ambos tenían razón. Pero debo añadir que las quemas de libros eran
alegóricas dentro de la obra, más para afirmar su carácter satírico que para
dar un confiable testimonio. La literatura acepta cualquier clase de fantasía,
como el anexo de la novela, el momento en que imagino el futuro mexicano, con
métodos sofisticados de represión y tortura. El epílogo, debo añadir, Carajo,
qué soledad”, es la metáfora de la tragedia del individuo ante el Leviatán, ante
el monstruoso Estado que, cuando le viene en gana, lo devora con facilidad. Y
en el segundo caso se trataba de un riesgo que correr. Para mí resultaba más
importante la crítica, el que el lector, en un país desinformado encontrara ele¬
mentos políticos de cierta claridad. Es mi J’accuse. Creo que sobre los aspectos
sociales de la novela es lo que más me preguntan críticos y periodistas, a los
lectores parece no molestarles este compromiso, al contrario, como he podido
notar durante las presentaciones de la obra. Confieso que al redactarla pensaba
en la demolición del sistema que había permitido la matanza de Tlatelolco y
el que muchos de mis amigos y compañeros hubieran sufrido cárcel, entre ellos
alguien entrañable para mí, José Revueltas, quien me ayudara a dar los pasos
iniciales, los de militancia en especial. La realidad es otra: el Estado mexicano
se ha fortalecido al engullir, sin una grave indigestión, la literatura del 68. Y
no dejemos de lado que también aparecen libros favorables de muchas maneras
al gobierno, como Juegos de invierno del citado Rafael Solana (en donde por
cierto estoy mencionado, junto con María Luisa Mendoza y José Revueltas) y
La plaza de Luis Spota.
En más de un aspecto el 68 es un parteaguas. Nada fue igual después de ese
año trágico. Sin embargo, los mejores libros de este país nada tienen que ver
con el movimiento estudiantil: o son anteriores o bien lo omiten. Esto podría
llevarnos al inútil debate sobre literatura y compromiso político, inútil ahora
que las ideologías tradicionales de izquierda se desmoronan ante nuestros ojos.
No hace mucho tiempo, en la Universidad Iberoamericana, convocados por el
escritor Francisco Prieto, Gerardo de la Torre y yo tuvimos una larga reunión
con la profesora alemana Regina Richter. La intención era, en tal caso, hablar
de Muertes de Aurora y de El gran solitario de Palacio para una tesis doctoral.
La plática fue rica, estimulada por las preguntas incisivas de la maestra Richter.
El tema central era (y nunca quedó suficientemente discutido) el valor para el
Estado mexicano y para la nación de la literatura del 68. Esto es, la eficacia
de la obra literaria en el terreno político.
Nunca he creído que la literatura sea capaz de cambiar a la sociedad, pero
jamás he dudado de que se trata de una poderosa arma que prepara para
efectuar esas transformaciones que hacen los grandes políticos revolucionarios.
Quizás la revolución de Lenin no hubiera podido llevarse a cabo sin la presencia
benefactora de los libros de un escritor francamente subversivo: Dostoyevsky.
Pero en general los grandes cambios sobrevienen por razones más concretas y
menos abstractas: la miseria, las desigualdades, las humillaciones, las injusticias
sociales. En todo caso, la literatura del 68, como antes señalé, enjuició en el
campo moral al sistema que produjo la masacre. No obstante, a más de veinte
años de aquellos sucesos espantables, el mito ya no es la Revolución Mexicana,
105
la que ha sido por completo derrumbada y arrumbada durante los últimos años
del gobierno de Miguel de la Madrid y en el primer año del de Carlos Salinas
de Gortari, el mito es, por desgracia, el 68, al que le conferimos cualidades
mágicas al esgrimir la consigna Tlatelolco no se olvidará.
El sistema político mexicano es de una asombrosa flexibilidad. Hoy, con la
excepción de unos cuantos, la inmensa mayoría de los que llevaron a cabo la
hazaña son parte cabal del mismo estado de cosas que desearon eliminar. No
cabe duda. La generación de Woodstock, menos dramática y no por ello menos
importante, a distancia es vista con nostalgia; fue un momento de desenaje¬
nación, de una intensa búsqueda de la libertad, sólo que ahora aquellos hippies
y comuneros, los infatigables caminantes y consumidores de drogas y rock, usan
corbata y traje, son amables y bonachones padres de familia y trabajan en la
burocracia o en la bolsa. El establishment tiene una impresionante capacidad
de asimilación, es su fortaleza, y la utiliza para garantizar su sobrevivencia.
La del Estado mexicano no es la excepción y pese a todo no es suicida. Ha
consentido algunas de las demandas juveniles y una vez con el control de la
vida política, asumió el poder como tradicionalmente lo ha hecho, con todo el
autoritarismo posible y a veces hasta con un derroche de autoritarismo, como la
ha probado durante las pasadas elecciones presidenciales y más recientemente
con el proceso electoral de Michoac.án, en donde el neocardenismo sufrió un
robo escandaloso, castigo a la osadía que tuvo un pequeño grupo de priístas
al abandonar la casa materna y fortalecer a la oposición de izquierda a nivel
nacional.
No deja de ser sorprendente el que la historia, como repetidamente han
dicho los escritores, sea circular: la Revolución Mexicana es repudiada en 1968,
rechazados sus principios y sus resultados y hoy toda la oposición de izquierda,
incluidos los comunistas y socialistas y los trotsquistas, vuelven a esgrimirla
como punto de partida, cuando concluye el siglo XX, en tanto que los herederos
de ese movimiento de 1910 se esmeran por enterrarla en medio de una política
económica por completo ajena.
Concluyamos. Tal vez la literatura del 68 no adoleció de intensos momentos
estéticos, pero a cambio nos dio la pasión de quienes protestaron por la sinrazón
y la brutalidad. De lo que no existen dudas es del valor político que nos trajo
dicha literatura, aún en sus peores obras. Es probable que los escritores que
trabajamos con materiales derivados de esa etapa de la historia mexicana, al
contrario de los surrealistas, no nos hayamos propuesto transformar al mundo,
no obstante se consiguió dejar una honda huella que de alguna manera impulsó
cambios.
El movimiento estudiantil de 68 ha cumplido recientemente veintiún años,
como de costumbre, el Zócalo se llenó de personas que lo recordaron y al mismo
tiempo protestaron por la nueva irregular situación política y económica de la
nación. El gran solitario de Palacio, a su vez, cumplió dieciocho años. Esta¬
mos ante un México distinto, pero no mejor que el que quisieron los jóvenes.
Si hace veinte años el gobierno no requería del fraude electoral para asegurar
el control de la República, hoy es su arma favorita. El presidencialismo que
106
Francisco Prieto
* Empleo el término “generación del ’68” porque así se conoce, comúnmente, el grupo de
autores que, actualmente, en 1989, suelen contar entre 40 y 49 años, en otras palabras, se
encuentran iniciando su etapa de predominio en la vida literaria. En otras palabras, 1968
no tiene aquí ninguna implicación política. De beclio, y a la vuelta de los años, parece
que el movimiento estudiantil de entonces no deja mayor huella ni en la literatura ni en la
sensibilidad de la ¡inmensa mayoría de los integrantes de la generación.
108
que tan sólo si las circunstancias lo propiciasen darían rienda a los más bajos
instintos. Novela que, por cierto, conlleva un hondo parentesco espiritual con
aquella de Robert Musil Die Verwirrungen des Zoglings Tórless.
Pero la novela mexicana actual ha logrado, a juicio mío, algo muy impor¬
tante para nuestra literatura y que aún no valora la inmensa mayoría de nues¬
tros críticos, pues muchos de ellos ni siquiera lo perciben o lo quieren percibir.
Me refiero al sentimiento de autonomía del escritor para hacer lo que se le pegue
la gana sin otra finalidad que ésa, fundamental, de expresarse. Esta libertad de
escritura que encarnan y animan, por ejemplo, Hugo Hiriart, Ignacio Solares
y Alberto Ruy Sánchez significa, ni más ni menos, la conciencia de moverse
en un país que ha resuelto hace ya un buen tiempo sus problemas esenciales
de identidad. Entonces no siente ya el escritor la culpa por no hablar de los
pobres, de las contradicciones sociales, de la corrupción en política y los abusos
del poder económico; no se siente compelido a fabricar una mitología, hacer
novela insertada en eso que llaman lo real maravilloso, ni a darle, a fuerzas, voz
a los indios. Y todo esto imprime ciertas características a la novela mexicana
que la aleja, por una parte, de la que se hace en el cono sur del continente —
países de inmigrantes —, como la del resto, donde los problemas de integración
son ingentes.
Ahora bien, como soy un buen lector de Hiriart, de Solares y de Ruy, in¬
tentaré un diálogo con ellos a partir de mi propio trabajo.
Hiriart y Solares responden, en principio, a ser, según la terminología de
Boíl, católicos escritores para oponerlo a escritores católicos. Son, por tanto,
de la raza de Boíl, de Greene, de Mauriac.. .Participamos, pues, de una misma
familia. De Hugo Hiriart, me comentaba un amigo común a propósito de que
en algunos de sus libros la solapa lo presenta como que estudió Filosofía y prac¬
tica el periodismo, que ese texto debía invertirse, es decir, que Hiriart había
estudiado el Periodismo y practicaba la filosofía. Y si cuento esto es porque
he ahí una nota también ausente, habitualmente, en nuestras letras. Hugo
Hiriart, novelista pero, sobre todo, autor dramático, tiene una raigambre fi¬
losófica, concretamente fincada en la ética, que le confiere una densidad a su
trabajo bastante infrecuente a lo largo de nuestra literatura. Pero Hiriart po¬
see el sentido del humor que es resultado de la sabiduría, y la sabiduría en
un escritor suele provenir del establecimiento de un diálogo constante entre
las propias inclinaciones y la observación responsable del entorno; de esa dis¬
ciplina propia de los grandes autores que es buscar poner al otro en mí como
existente en sí. Un poeta, pues, que se ha obligado a la Filosofía. Y Hugo
Hiriart es, como consecuencia, un delicioso demoledor de lugares comunes, un
provocador al modo de los surrealistas cuyas obras, por otra parte, envuelven
al lector (al espectador) en una atmósfera poética que se desea luego parasitar.
Así, en Ginecomaquia, el profundo sentido de rebeldía frente a esas mujeres
enclaustradas en el manicomio del mundo, se da la mano con el sentimiento
más profundo aún de que la opresión de la mujer es también la del hombre,
que el grito del corazón va, finalmente, dirigido a Dios o ensordece en la Nada,
que la verdadera rebelión es metafísica; en Intimidad, presenciamos y vivimos
113
No puedo pasar por alto en esta revisión de la generación del ’68 a dos escritores
constructivistas, Jesús Gardea y Carlos Montemayor que se inscriben en la
tradición de Faulkner y de Rulfo, si bien más en la estructura narrativa y los
115
Si cuento todas esas cosas es, seguramente, por mi amor al verismo o, pura
y simplemente, mi compromiso con la búsqueda de la verdad, de ahí que mis
novelas y mis piezas teatrales, responden siempre, y en gran medida, a una
problemática ética. Decir a quién leemos, no a quién admiramos, ora por su
persona o sus hallazgos formales, es un modo de descubrirse. Si cuando escribo
resiento el impacto de una frase lograda, de una imagen que me deslumbra,
procuro que responda a la verdad del personaje o a la mía si es que, acaso, me
sitúo como narrador. Sensible a la forma, ésta, para mí, debe traducir el fondo
de las cosas.
Conclusiones:
Si se ha seguido este texto con atención, me parece claro que la novela me¬
xicana se inscribe, actualmente, en lo que puede (casi) llamarse ya la novela
universal. La carencia de un horizonte claro de valores auténticos y asumidos,
provoca en buena parte del mundo tendencias iconoclastas, anarquizantes, ni¬
hilistas; el saber que ya no hay una morada definitiva, impele a la necesidad
de poner en orden el pasado reciente para exorcizar el caos. Ambas tendencias
me parecen bastante expandidas. Las dos acaban por propiciar una tercera
que se identifica con los valores (o disvalores) del llamado posmodernismo. Las
literaturas nacionales, finalmente, me parece que constituyen un tópico que es
necesario empezar a abandonar. En esto los medios modernos de comunicación
y la interdependencia que impone el mundo moderno, aunados al flujo de in¬
migrantes que se da a lo largo y lo ancho del planeta, han jugado un papel
decisivo. En qué vaya a parar el mundo, es cosa que me rebasa y de la que no
pienso ocuparme. Considero, eso sí, que el escritor auténtico, el poeta, tiene
una misión, en México, como en Alemania, Australia, India o Senegal: animar
sus encuentros y desencuentros, sus dudas y sus sueños habida cuenta que je
est un aulre. Tout le reste est litlérature.
118
Bibliografía
Ruy Sánchez, Alberto. 1988. La Intensidad Literaria. En: Al filo de las hojas.
México: Plaza y Valdés: 63-65
Unamuno, Miguel de. (11905). 1968. Vida de Don Quijote y Sancho. Madrid:
Espasa-Calpe. 14a ed. (Col. Austral).
IV
Escritura femenina
.
Las hijas de la Malinche
Margo Glantz
Ñervo, pasando por Errnilo Abreu Gómez, Méndez Planearte, Ludwig Pfandl,
José Gaos, Sergio Fernández, Pascual Buxó, culminando con Octavio Paz se
produce una lógica fascinación y una extraña coincidencia se advierte en los
estudios: los autores se identifican intensa y plenamente con Sor Juana, a
tal punto que su presencia “recurrente, cíclica” (la llama Paz) logra, desde
ultratumbra y por obra y gracia de sus admiradores, representar — como en los
autos sacramentales — una alegoría, el personaje que simboliza (corporifica) en
su actuación el significado de la frase clásica explicada con elegancia y justeza
por Paz en El laberinto de la soledad, “Yo soy tu Padre”. Sor Juana es un
personaje fascinante y ajusto título (como otros de sus contemporáneos) forma
parte de una tradición literaria nacional, fundamentalmente masculina. Como
Madre-Padre Sor Juana adopta el género — indeterminado y perfecto — de
la androginia: le cuadra mucho mejor en su connotación alquímica que la no
comprobable de homosexualidad que suele imputársele, con la carga peyorativa
que la figura del lesbianismo suele conllevar. Convertida así en una especie de
Yo el Supremo literario, en Padre primordial, las mujeres se le acercan con
cautela y revisan el desafío tácito y hasta implícito en la polémica suscitada
acerca de su sexualidad. Así lo dice Rosario Castellanos en un breve ensayo
compilado postumamente en El uso de la palabra en 1982:
Sor Juana ha sido estudiada también por varias mujeres. Paz lo subraya:
Este retraso unido a la ambivalencia que el genio de Sor Juana produce hace
que en cierta medida Sor Juana no haya sido considerada como un antecedente
de la literatura femenina en nuestro país y que sólo en parte y tímidamente
pueda una escritora incluirla en su árbol genealógico. No hay texto femenino
con la precisa inserción genealógica de Muerte sin Fin de Gorostiza en Primer
Sueño de Sor Juana; y Sergio Fernández le ha dado a una de sus novelas el título
expreso de Segundo Sueño-, su linaje ha sido espacio primordial de ascendencia
masculina, de manera semejante a lo que en la tradición europea representó
la figura de Minerva, nacida, como todos sabemos de la cabeza de Zeus. Las
mujeres por malinchelo general escasamente saben latín y cuando lo saben —
de esta regla ni Sor Juana se escapa — son miradas con sospecha.
124
Abordar este tema a fondo sobrepasa por desgracia el ámbito de este tra¬
bajo; su importancia en cualquier intento por trazar la genealogía literaria de
la escritura femenina mexicana (en sentido positivo o negativo) no está a dis¬
cusión pero me conformo con mencionarlo y dejar para una ocasión posterior
un examen detenido de este problema. Me concentraré pues en la Malinche. Si,
según el pertinente ensayo de Octavio Paz, todos somos sus hijos, hasta las mu¬
jeres, ¿cómo pueden ellas compartir o discernir su porción de culpa? Además
de su doble condición de mujer histórica y mítica (que entenebrece también a
Sor Juana) la Malinche es el símbolo, la representación de la Chingada, la de
la perpetua herida, la rajada: por ello asumir al personaje es tener la espada
de Damocles sobre la cabeza. Quizá quien mejor se ha apoderado de ese mito
al grado de integrarlo a su vida cotidiana sea Elena Garro, como lo demues¬
tran su participación en los acontecimientos del 68, sus últimas novelas y la
comunicación escrita y verbal sostenida con sus amigos o sus declaraciones en
la prensa. En sus obras la figura de la Malinche — o el problema de la traición
que fundamenta la historia poscortesiana de México — es capital. Este tema
ha sido frecuentado en los últimos años por estudiosos de otros países: analiza
su significado histórico específico Georges Baudot, en Malinche l’Irreguliére, y
en Estados Unidos varias mujeres, entre ellas, Rachel Philips, Gabriela Mora y
sobre todo Jean Franco lo trabajan a partir casi siempre de la figura de Isabel
en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. La traición de Isabel, su fuga
y su amasiato con Francisco Rosas, el verdugo de Ixtepec durante la guerra
cristera, es la consumación vicaria de un incesto con el hermano y la única po¬
sibilidad de transgredir el orden patriarcal que la oprime; su historia se graba
en una piedra y forma parte de la memoria colectiva. De esa forma, piensa
Franco, la novela de Elena Garro señala un impasse: las mujeres no pueden
entrar a la historia sino a la leyenda, y la rebelión femenina aborta porque el
poder las seduce. A reserva de volver más adelante sobre este punto, quiero
señalar aquí que el poder no sólo se advierte en el relato mismo sino en las
raíces de la novela, los padres literarios de Elena Garro son en parte los no¬
velistas de la Revolución mexicana, Martín Luis Guzmán en especial por la
internalización de su discurso político convertido en narrativa; el Carpentier de
El remo de este mundo por la utilización del recurso mágico: una nube se lleva
a Felipe y a Julia, los amantes, oscurece al pueblo y detiene la temporalidad
para impedir que el tirano Rosas los persiga — y cuando se dibuja a Julia ella
es la única mujer sobre la que el poder no tiene influjo, como tampoco lo tiene
Pedro Páramo sobre Susana San Juan. Isabel y Julia son en realidad las dos
caras de la misma moneda: la imagen simbólica de la mujer para Elena Garro,
una imagen que se define con más precisión cuando utiliza el arquetipo de la
Malinche: La Malinche es la traidora, la infiel, insisto, los mexicanos la cono¬
cemos bien y de su infidelidad nace la desgracia definitiva, total, irreversible
de su pueblo. Más lejos va Elena Garro: su Malinche es de signo contrario,
mejor dicho, de otro color, tiene otra forma, su Malinche es de pelo rubio, con
los tobillos delgaditos, las piernas largas y esbeltas, los ojos amarillos como
las heroínas de varios de los cuentos de La semana de colores y hasta como la
125
Y en “El robo de Tixtla” la niña Eva, hermana de Leli y tan rubia como ella
traiciona a su familia por quedar bien con su criada:
con justeza: “El estado de gracia de la infancia debería durar el mayor tiempo
posible. El niño que alcanza su plenitud está destinado fatalmente a una de¬
crepitud llamada pubertad”. En esta definición convergen, es cierto, todas las
infancias, pero no todas las infancias son iguales: los vastos jardines y los en¬
cantamientos del pueblo mítico de Elena Garro contrastan con el hotel y la
casa donde transcurre la infancia de los personajes de Bárbara Jacobs. Entre
ellos o sus ellos - ellas narrativos no hay ningún intermediario, ninguna criada,
ningún idioma idealizado. En su casa se habla el inglés, y español es el segundo
idioma. No hay grandes espacios y la atmósfera es urbana: su urbanidad es di¬
stinta a la de Poniatowska, ceñida ésta a reglas estrictas de decoro, a jerarquías
aristocráticas. La familia vino del norte de Silvia Molina organiza una historia
de amor y una historia policiaca, pretende descifrar un secreto familiar en la
que se delinea a un abuelo héroe de la Revolución, hecho caduco, ya sin im¬
portancia histórica. Como agua para chocolate relata, entre recetas arcaicas de
cocina, previas al horno de microondas y a la licuadora, el camino de perfección
que emprende una niña tiranizada por su madre y rescatada por su cocinera
para acceder al camino heroico de la sexualidad. En su confección intervie¬
nen varios modelos sobrecocidos: el gran padre García Márquez, el gigantismo
de Botero, la sancochada humanidad de la más cotizada escritora latinoame¬
ricana, Isabel Allende, y el cuento de hadas, ingrediente fundamental de esta
cocina literaria y de alguna de las ya revisadas también. Nombro sin detenerme
en ellos porque no entran totalmente en el contexto de esta trama los libros
Arráncame la vida de Angeles Mastretta y La boca de la necesidad de Lucy
Fernández de Alba. Para finalizar este ya largo texto, tan lleno de mujeres,
me gustaría señalar dos novelas cortas de Carmen Boullosa, Mejor desaparece
y Antes. Boullosa representa una ruptura, tanto en el lenguaje como en la
concepción de la novela. En las dos obras el tema central es la muerte de la
madre y, también, la muerte de la niñez, la llegada de esa decrepitud llamada
pubertad. La exploración de las zonas devastadas de la infancia donde cual¬
quier experiencia se produce al margen del idioma lógico y en la coexistencia de
mundos imposibles de reproducir. En esta experiencia la concatenación lógica
de las palabras es inoperante: funcionan mejor las palabras-excrecencia, las pa¬
labras circunstanciales, por ejemplo: ¿por qué no antes?, ¿por qué no mejor?,
¿por qué no mejor desapareces? Y de eso se trata. Sin demasiada explicación
una de las hermanas de la protagonista, con nombre de flor, desaparece. La
angustia de los demás miembros de la familia se liquida en un acto burocrático,
en la simple anulación del acta de nacimiento, en la negación de un supuesto
suicidio. En la casa eso , quizá la muerte de la madre, se vuelve un objeto
viscoso, viciado, esencial. Antes, más coherente como texto, persigue visiones
extrañas, recorre ámbitos imprecisos, delimita espacios prohibidos y produce
actos violentos, inexplicables; por ellos se desliza una ligera sombra, la de Am¬
paro Dávila, quien publicó sus libros de cuentos a finales de la década de los
50. Pareciera como si en Boullosa, preocupada por encontrar una forma de
enunciar esas presencias inexplicables, no verbales que pugnan por encontrar
su expresión, el problema de sus antecesoras desapareciera. La lengua, adqui-
129
Erna Pfeiffer
De Elena Garro se tradujo Un hogar sólido y otras piezas en un acto y Los recuerdos
del porvenir, de Rosario Castellanos se tradujo Balún Canán; Elena Poniatowska tiene dos
títulos publicados en alemán: Hasta no verte Jesús mío y Fuerte es el silencio-, también ha
sido traducida al aleman la novela Arráncame la vida de Angeles Mastretta
2En Tristona, cap. 9.
3 Quisiera hacer constar que todo este discurso simbólico religioso no es de mi propia
cosedla, sino prestado por algunos proceres de la escena literaria mexicana de finales del
siglo pasado como Ignacio Altamirano, José María Vigil etc. (cf. Franco 1989, 93-95)
131
4 A continuación, se van a abreviar los nombres con sus iniciales, seguidas de las siglas c
(= cuestionario) o e (entrevista) para designar el lugar de donde fue tomada la cita. Aunque
las aquí escogidas son muy valiosas desde el punto de vista de calidad literaria, quisiera
hacer hincapié en la parcial extraliterariedad de mis criterios de selección. El hecho de que
otras hayan quedado fuera en esta ocasión se debe más bien a circunstancias exteriores como
la pérdida de documentos mandados por correo, el frecuente cambio de dirección de las
escritoras, viajes al extranjero o la simple no-coincidencia de horarios a la hora de fijar una
cita en el breve tiempo que quedó a nuestra disposición.
132
Teniendo en mente las metáforas empleadas por algunas escritoras para referirse
a sus obras como “hijos” (cf. infra), me dio la impresión de que esa insistencia
en la unicidad del texto, que se percibía como ente autónomo — con voluntad
y características propias — tenía que ver con una comparación inconsciente
de la escritura con el embarazo. Si sustituimos las palabras obra/texto/libro
por hijo y las expresiones trabajar o escritura por tratar/educar resp. ges¬
tación/crecimiento, las frases arriba mencionadas conservan un sentido per¬
fectamente inteligible, que recuerda opiniones frecuentes en boca de mujeres
como:
Algo parecido vale para las asociaciones que se me ocurren cuando las autoras
hablan del acto de escribir a mano. Escuchemos a Inés Arredondo:
IA Mhm. Tal vez sea por eso que yo no puedo escribir siquiera
a máquina, tiene que ser a mano.
Es una imagen un poco ambigua: por una parte, podría referirse al texto como
amante imaginario que la seduce, la rinde, hasta fundirse con ella en un solo ser
inseparable, pero por otra parte no se ajustaría con ello la noción de lentitud
e imperceptibilidad, implícita en la descripción de Carmen. Si concibiera el
texto como amante, tendría que percatarse del acto de amor, pero no es así.
Más bien se trata de algo que se forja primero en la oscuridad (¿del vientre?)
hasta apoderarse completamente del organismo huésped.
Esta sensación de guardar el texto dentro de una misma — o dentro de
otra concavidad, un cajón, un escritorio — se da con frecuencia. Aunque aquí
no son tan imperantes las connotaciones de gestación, sí se describen procesos
de incubación con las siguientes variantes y distintos grados de aproximación
a una insinuación directa del embarazo y/o parto:
En cambio, Julieta Campos ve la creación literaria más bien como una compen¬
sación de la reproducción física, creyendo por ende que es más alto el porcentaje
de mujeres escritoras que no tienen hijos propios:5
5Para quedamos en el plano de los hechos, hay que aclarar que con excepción de Gabriela
Rábago, todas las entrevistadas tienen hijos propios.
135
3. El momento de inspiración
Parece haber distintos grados de (in)certidumbre respecto al acto de fecun¬
dación literaria; para Inés Arredondo, todo está muy claro:
Parece que ellas entienden su función más bien como la de un médium que
transcribe algo que está más allá de su propia voluntad, de su facultad de
percepción y entendimiento, incluso a veces de su propio inconsciente. Elsa
Cross, quien dice haber encontrado un nuevo estado de estabilidad psíquica a
través de la meditación, es la que más detalladamente describe ese proceso:
dejar que saliera todo lo que tuviera que salir (EC/e), se da una
como partenogénesis, de autofecundación por entrar en contacto
con esos estratos más profundos del alma que no tienefn] sexo o
tienefn] ambos (JC/c).
Otras veces, incluso se recuerda el acto de fecundación como una vivencia muy
placentera. Hablando de su libro Bacantes, Elsa Cross cuenta:
4. El placer/dolor de la escritura
Una de las primeras cosas que me llamaron la atención al recibir las respuestas
a mi cuestionario, fue la franqueza con que las escritoras, independientemente
una de otra, y sin haber sido interrogadas al respecto, describieron las viven¬
cias placenteras y/o dolorosas que acompañan su acto de escribir. Parecía un
fenómeno tan fuertemente cargado de emociones positivas o negativas (o una
mezcla de ambas) que se imponía espontáneamente al abordar otros temas que
aparentemente nada tenían que ver con ello. Así p. ej., en la respuesta a la
pregunta B 10 (sobre la presunta composición del público lector), Margo Glantz
escribe:
Por citar también un ejemplo que exprese una mezcla de los dos aspectos,
volvamos al mismo párrafo redactado por Carmen:
Con excepción de Margo Glantz, quien parece vivir el placer y el dolor si¬
multáneamente8, lo doloroso está en primer lugar; es algo que se percibe en
una primera fase para ser superado después:
Pudo ser doloroso al principio, [...] pero veo que se transforma más
en un placer. (EC/e)
8 Cf. una cita de la entrevista: “Son momentos muy felices, pero muy angustiosos también”
(MG/e).
139
Y para Margo Glantz, el mismo placer se hace tan intenso, que lo llega a
experimentar como algo peligroso, alarmante, amenazador:
Esto me recordó lo que decía Julieta Campos sobre los motivos que la impul¬
saban a escribir. Explicaba ella que
hay algo en el mundo que es incompleto, uno siente que tiene que
añadirle algo [...] (JC/e)
y que los períodos “infértiles” en su vida de escritora eran aquéllos en los que
Una vez logrado llenar el vacío, se siente plena, muy satisfecha, y en un equili¬
brio profundo:
Yo creo que una vez que uno está escribiendo es muy placentero,
da una sensación de una gran integración, como que todo lo demás
desaparece y uno se siente como en acuerdo con el mundo, esto
es una sensación muy especial que sí da la escritura [...], entonces
uno se siente como tranquilo, contento, realizado, se estructura algo
dentro de uno, se articula, y se deja sentir esa como desarmonía
entre uno mismo y el mundo. Eso desaparece en el momento en
que se está escribiendo o inmediatamente después de escribir. Pero
vuelve a aparecer, de modo que constantemente hay que volvei a
escribir (se ríe). (JC/e)
Es como una droga - añade Julieta Campos - pero una droga real¬
mente muy buena, porque no desintegra, sino al contrario... (JC/e).
Y tengo que terminar aquí, ya que también se está acabando mi tiempo, pero
espero haberles infectado un poco con ese virus benigno de la bibliofilia o manía
de leer, con ese estupefaciente sin efectos secundarios peligrosos, que sería el
placer y/o dolor de la lectura, fenómeno que representa nada más que la otra
cara de lo que acabamos de estudiar: el placer o el dolor de la escritura9.
P. S.: Quisiera agradecer a todas las escritoras que se han prestado a
tomar parte en esta encuesta la impresionante franqueza con que contestaron
mis preguntas, a veces banales, a veces impertinentes, preguntas que en todo
caso exigían mucho tiempo para ser contestadas, cosa que siempre hacían con
mucha paciencia y sensibilidad y por lo visto sin temor a franquearse, hasta en
detalles harto íntimos, con una persona extranjera y totalmente desconocida
anteriormente.
Bibliografía
Castellanos, Rosario. 1962. Die neun Wáchter. (Trad.: Fritz Vogelgsang).
Frankfurt/Main: Insel [2 1983. Frankfurt/Main: Suhrkamp].
Garro, Elena. 1966. Ein festes Heim. 6 Einakter (Trad.: Konrad Schrógen-
dorfer). Wien: Universal Edition.
Miller, Beth. 1977. A Random Survey ot the Ratio of Female Poets to Male in
Anthologies: Less-than-Tokenism as a Mexican Tradition. En: Yvette E.
Miller/Charles M. Tatum (eds.): Latin American Women Wriiers: Ye-
sterday and Today. Pittsburgh: Latin American Literary Review: 11-17.
Poniatowska, Elena. 1982. AUem zum Trotz .. .Das Leben der Jesusa (Trad.:
Karin Schmidt). Bornheim-Merten: Lamuv.
9Cf. lo que dice María Luisa Puga al respecto en su novela Pánico o peligro: “Escribiendo
el primer cuaderno me di cuenta de que me gusta. Me gusta escribir. Es una manera de
recuperar la vida que uno va gastando casi sin sentir. A mí qué me importa si está bien o
mal escrita. No es por escribirla, sino para sentirla. Para dártela. Y se me ocurre que si a
mí no me aburre escribirla, a ti no te va a aburrir leerla” (58).
Cuando las mujeres cantan tango...
Para mí, como seguramente para otros lectores y lectoras, Angeles Mastretta es,
además de la persona que escribió Arráncame la vida y recibió en 1985 el premio
Mazatlán, la mujer atractiva y acicalada que mira con algo de displicencia desde
una foto que adorna su libro y que ha sido frecuentemente reproducida por la
prensa alemana. ¡Qué difícil me resulta no mezclar esa imagen con los rasgos
que puedo imaginarle a Catalina Ascencio! Difícil y quizás ocioso pues sospecho
que la escritora, con un grado de conciencia que solo ella podría precisar, incita
a la confusión y a la identificación del público — sobre todo del femenino —
con ella y con su personaje. La intensidad con que han reaccionado algunas
lectoras y críticas literarias de Europa y de Hispanoamérica y, sobre todo, la
afectividad de sus juicios, dan algún apoyo a mi hipótesis.
Dado que toda invitación a identificarse con alguien real o imaginario puede
generar una amplia gama de respuestas (que van desde la total empatia has¬
ta el más violento rechazo), las evaluaciones resultantes cubren casi todo ese
espectro: desde una rendida admiración por la belleza y el ingenio de la autora
y de su personaje, hasta la acusación — predominantemente hispanoamericana
— de narcisismo, superficialidad, falta de compromiso moral y político e incluso
torpeza estilística (Cf. Sefchovich 1987, 227 ss. y Bradu 1987).
Una de las más adversas notas periodísticas aparecidas en la República
Federal de Alemania — escrita por un hombre en el no muy cosmopolita diario
Rhein-Neckar Zeitung (Scheller 1988) — alude, con cierto retintín machista, a la
discordancia entre el atractivo visual de la foto de Mastretta y la falta de interés
143
Arráncame la vida
con el último beso de amor,
arráncala,
toma mi corazón.
Arráncame la vida
y si acaso te hiere el dolor
ha de ser de no verme
por que al fin tus ojos
me los llevo yo.
1 Mastretta incorpora fragmentariamente esta canción en la escena aludida del Cap. 16.
145
Volvemos, así, a algunos de los interrogantes que, como lo señalé más arriba,
pueden tener relevancia para juzgar una novela escrita por una mujer, prota¬
gonizada por una mujer y que, según creo, toca con cierta intensidad (incluso
de signo negativo) a un público de lectoras hispanoamericanas.
4 Sobre esta noción y sobre el valor del procedimiento en un relato autobiográfico (con
narrador “autodiegético”) cf. Genette 1972, y Reisz de Rivarola 1989, 227-249, esp. 236s
5Mi mamá lloraba. Me dio gusto porque le imponía algo de rito a la situación. Las rnarnás
Las niñas y yo subimos hasta la mesa con nuestras cajitas, las en¬
tregamos a la señora poniendo cara de heroínas. Para completar
el espectáculo, yo a la mera hora me conmoví de verdad y dejé
también las perlas que llevaba puestas (54).
demás. En muchos casos, las parodias quedan enmarcadas por una expresa
tematización de los aspectos formulísticos y manipulativos del lenguaje, como
en el siguiente comentario de Andrés Ascencio sobre un slogan utilizado por el
General Basilio Suárez para combatir al líder de izquierda Cordera:
Catalina se complace en burlarse de esos textos en los que nadie cree o en los
que la mayoría cree creer por un automatismo “pavloviano” pero, a la vez,
no se fía del todo en el texto que ella podría articular sobre la base de su
experiencia. Cuando se le pide su opinión sobre semejantes discursos ella suele
contraatacar con el reverso del mismo estereotipo. Así, a la parodia de elogio
de la maternidad contrapone una auto-parodia de denuesto:
Cuando Catalina trata de decir lo que siente o sintió alguna vez — o lo que
dijo haber sentido alguna vez — su oído alerta para detectar los libretos de la
feminidad y los contra-libretos de la resistencia al rol tradicional de la mujer,
sólo le deja como escapatoria el uso deliberado del lugar común y su enfatización
grotesca. Si el político discursea, ella “diserta”, si aquél exalta sublimidades
como “el inmenso regocijo de ser madre”, ella se divierte atronando con las
obligaciones espeluznantes de la maternidad”. Su propio discurso en torno a
los afectos el único que ella podría asumir como menos adulterador — queda
153
8 Para esta noción, que forma parte del Corpus teórico básico de la narratología de estas
Epílogo:
Cuando las mujeres cantan tango en el México de fines de los ochenta, las
quejas del arrabal pueden llegar hasta Eichstátt con una sinfonía de Mahler en
ritmo de bolero o de salsa. ..
156
Bibliografía
Araújo, Helena. 1984. ¿Crítica literaria feminista? En: Eco. No. 270, abril:
598-606.
Bradu, Fabienne. ¿Los nuevos realistas? (reseña de cuatro novelas, entre ellas
Arráncame la vida). En: Vuelta, 11, No. 129, agosto: 60-63.
Gomis, Anamari. 1985. Ella encarnaba boleros. En: Nexos 91, julio: 51s
(apud Anderson 1988). Texto reproducido fragmentariamente en trad.
alemana en: Buch aktuell (información de editoriales), 1988, Heft 1: 88.
Peri Rossi, Cristina. 1983. Literatura y mujer. En: Eco. No. 257, marzo:
498-506.
Reisz de Rivarola, Susana. 1989. Teoría y análisis del texto literario. Buenos
Aires: Hachette.
Sefchovich, Sara. 1987. México: País de ideas, país de novelas. Una sociología
de la literatura mexicana. México: Grijalbo.
Experiencias de la escritura
Mi experiencia literaria
Arturo Azuela
desafiar las demandas del mundo y renunciar a la vida regalada en favor del
ascetismo intelectual del matemático puro”; “Y Dios dijo: que exista Newton y
se hizo la luz...” A las frases célebres se sumaban las anécdotas y a las reflexiones
más intrincadas las fechas precisas y los descubrimientos insólitos. Iba de las
especulaciones de Arthur Koestler — durante un tiempo Los sonámbulos era
un libro favorito — a los textos de John D. Bernal, de Bertrand Russell, Alfred
North Whitehead, Norbert Wiener y Arturo Rosenblueth. Las lecturas clásicas
eran sustanciales, desde los presocráticos a las concepciones medievales o de
la Armonía del Mundo de Kepler a la Revolución de las Esferas Celestes de
Copérnico o del Discurso del Método de Descartes a los Principios Matemáticos
de la Filosofía Natural de Newton.
En un caos aparente, abrumado por las clases - enseñaba en Puebla, en
el Politécnico, en la Iberoamericana, en la Facultad de Ingeniería y en la Fa¬
cultad de Filosofía de la UNAM, con los desafíos periodísticos al tener que
entregar por lo menos veinticinco cuartillas a la semana, ya con mis dos hijas y
algunas escapadas a universidades de Chile, Perú y Argentina, después del 68,
entre la impotencia y las incertidumbres, pude escribir entonces dos textos que
fueron para mí sustanciales; el primero se titula: Los Preámbulos de la Cien¬
cia Moderna y el segundo, La Concepción Mecánica del Universo. Dirigido o
asesorado por Pedro Bosch Gimpera, por Edmundo O'Gorman y Wenceslao
Roces, terminé aquella tesis con la que pude ya vincularme — después de los
exámenes de rigor — al profesorado de carrera de la Facultad de Filosofía. Lo
he pensado varias veces, algún día rescataré esos dos textos y los transformaré
quizá en un conjunto de relatos o en una novela ambiciosa sobre la ciencia
renacentista. Muy atrás quedaban dos etapas de mi vida — la del violinista
frustrado y la del ingeniero en ciernes —; pero al fin y al cabo, dos mundos que
también me habían enriquecido y que me ayudarían, tarde o temprano, en mi
obra narrativa.
En 1970 tomé una decisión fundamental que forma parte de mi patología
hasta el día de hoy; he seguido con rigor, con capacidad de sacrificio y defen¬
diendo mis puntos de vista muchas veces hasta las últimas consecuencias, la
carrera de funcionario universitario. Ya no sé ni cuántos puestos he ocupado;
y creo que por ahí se me ha ido una buena parte de la vida. Para dar un
ejemplo; quise ser director de mi Facultad y, sin perder la mira, con paciencia,
con seguridad, me tardé ni más ni menos que doce años en llegar a serlo.
Para 1971 ya estaba preparado para las lides literarias. Sin embargo, ahí
estaba la presencia de don Mariano — el novelista, el abuelo, el patriarca, el
médico, el hombre honesto a carta cabal. Este es un problema que se me ha ido
complicando con los años; varias personalidades de Mariano Azuela me acechan
por todos lados; primero está el que viví, en aquella casona enfrentada de las
calles del Alamo de Santa María la Ribera, hasta mis 16 años; después está el
escritor que leí con entusiasmo cuando era yo estudiante preparatoriano, novelas
que me devoré por orden cronológico en unas vacaciones de 1954, desde María
Luisa hasta La Maldición. Sin embargo, el peso de la personalidad de mi abuelo
no era tan imporante como las confrontaciones que tuve con mi padre. En fin,
163
infierno me tranquilicé; aunque después le pregunté por alguna otra de mis no¬
velas que hubiese leído y, muy segura, me contestó que le había gustado mucho
La muerte de Artemio Cruz. Como ustedes pueden ver, voy progresando.
Entre 1971 y 1974 trabajé con entusiasmo desmedido en los borradores de
mi primera novela. Los argumentos y los personajes habían nacido varios años
atrás, a raiz de una anécdota familiar. La vida de un viejo aventurero, un
discípulo de Caco, salteador de caminos, crápula, hijo de la mala vida, sin¬
vergüenza de siete suelas, mujeriego y luciferino, un tal Jesús que se había
desaparecido a fines del siglo pasado y se había ido a luchar a la Sierra Maes¬
tra con los mambises y, al lado del gran José Martí, era el eje de todas las
historias. De una generación a otra se multiplicaban los espejos y la leyenda
adquiría nuevos perfiles. Sin prestar atención a voces distantes o cercanas, a las
más variadas influencias, escribí mi primera novela. Iba de Lagos de Moreno
a Santa María la Ribera y de los avatares del aventurero Jesús en tierras del
Caribe a las angustias de un médico de tropa en el cañón de Juchipila. Los
tiempos se entrecruzaban y los personajes entraban y salían en la búsqueda
de fidelidad de escenarios históricos y de lenguajes muy bien definidos. A la
presencia de los escritores jalisciences, se añadían los de la Revolución y los
de las últimas promociones de novelistas urbanos. El tamaño del Infierno -
larga saga familiar, la que primero se llamó Los tecolores del Olivo, después
Fachadas bajo el Diluvio, más tarde Crónica de Fariseos y, antes de la decisión
final, Purgatorio de Perros, imagínense cómo se hubieran sentido muchos de
mis familiares — El Tamaño del Infierno es un conjunto de murales narrativos
que me permitieron experimentar con muchas técnicas y con muchos lenguajes.
Nunca olvidé aquellas palabras sabias de Virginia Woolf: “La vida no es un
conjunto de lámparas simétricamente dispuestas; la vida es un halo luminoso,
una envoltura semitransparente que nos rodea desde el comienzo de nuestra
conciencia hasta el fin. ¿No es tarea del novelista transmitir este espíritu va¬
riable, desconocido e ilimitado, cualquiera que sea la aberración o complejidad
que pueda exponer, con tan poca mezcla de lo extraño y de lo externo como sea
posible? ...”. El verdadero novelista — así lo creo, lo vivo, lo reafirmo día tras
día — no es un observador, sino un creador de vida imaginada. Incluso con¬
funde, en cierto modo, pierde su propia personalidad en el tema de su creación
y lleva su identificación tan lejos, que en realidad se convierte en creación de sí
mismo. Además, he tenido presentes aquellas palabras de Chekhov: “Un artis¬
ta observa, selecciona, adivina, combina. Esto ya presupone en sí preguntas ...
Negar que la creación artística entraña problemas e intenciones sería admitir
que un artista crea sin premeditación, sin plan, como hechizado..
Así pues, con el deseo más profundo de encontrar mis mejores y más sa¬
tisfactorios caminos de expresión, de comunicación, de recreación terminé mi
primera novela; se publicó en febrero de 1974. Poco a poco, a medida que han
aparecido otros temas — que el 68 va y viene como un tema obligado y sus¬
tancial — la historia de la ciencia y las matemáticas se ha ido desvaneciendo.
En el presente, aquellas dos profesiones, así como la ingeniería, la música, el
periodismo, la política, son temas literarios. No me engaño; sé perfectamente
165
que tantas miles de cuartillas escritas estos años son como un prolegómeno, que
lo mejor y más importante está por delante; que se deben redoblar esfuerzos
y que es sustancial la capacidad de renovación y autocrítica constante que nos
señale los mejores rumbos.
Para terminar, sólo quiero agregar unas cuantas palabras sobre Manifesta¬
ción de Silencios, mi tercera novela, publicada hace diez años, en 1979. Este
texto, desde su elaboración ha seguido caminos imprevisibles. No me propuse
rescatar escenarios y situaciones de los meses trágicos del 68. Mi intención
inicial fue la descripción de un trazo continuo de varios años, de antecedentes
y consecuencias, de causas y efectos. Me considero amigo cercano de los más
importantes líderes del 68; he compartido con ellos experiencias de muy diversa
índole. A Roberto Escudero, a Gilberto Guevara Niebla, a Raúl Alvarez entre
otros, los he tratado desde casi treinta años. Ellos conocieron algunos capítulos
de Manifestación de Silencios antes de su publicación. Novela de acción y re¬
concentración, de recapitulaciones y de personajes en crisis permanente, creo
que causó extrañeza cuando fue publicada. Novela también de clave, describe
mundos enfermos, torturados, de protagonistas al filo de la navaja. Aunque su
parte central es el 68 — las marchas, las asambleas, la Manifestación del Silen¬
cio, el 2 de Octubre en Tlatelolco, las persecuciones, los encarcelamientos —
busca un recorrido más amplio, la historia de varios grupos políticos mexica¬
nos, enraizados en los graves problemas producidos por los sectarismos, las
divisiones, las consignas. Los escritores José Luis González y Vicente Leñero
también conocieron la novela antes de su publicación y la consideraron como
jurados de un concurso organizado por ellos, al otorgarle un reconocimiento,
expresión vital de una generación que protagonizó el acontecer histórico me¬
xicano de varios lustros. Como algunas veces pasa, después de los primeros
fogonazos, la novela fue marginada, ninguneada por sectores críticos importan¬
tes. Sin embargo, poco a poco, a ido ganando terreno. También su recorrido
editorial ha sido extraño. Ha sido publicada en España, México y Argentina,
por seis editoriales; ha llegado también a lectores distantes; no sé qué han pen¬
sado polacos, portugueses o búlgaros. En Estados Unidos y la Gran Bretaña,
una magnífica edición de la Universidad de Notre Dame y de la Oxford Press
de Londres, ha recibido críticas sugerentes, inteligentes y sorpresivas. Actual¬
mente, mi amigo Fran^ois del Prat, profesor de Nanterre, prepara una edición
para Actes de Sud en Francia. Manifestación de Silencios va de los intramuros
a los grandes espacios, a las alamedas, a las explanadas; representa la vida de
un México en transición, en la búsqueda de nuevos límites, del rompimiento
de fronteras y de los más variados atavismos. El 68 mexicano es una obsesión
permanente; no sólo es la parte esencial de Manifestacion de Silencios, aparece
al final de El Tamaño del Infierno, y en varios capítulos de La casa de las Mil
Vírgenes y en El don de la palabra se habla o se describen situaciones de aquel
parteaguas de la historia mexicana. Hasta en El Matemático aparecen algunas
reflexiones y algunas imágenes. El 68 no es un tema acabado; todavía tiene
muchísimas posibilidades. Muchas son las consecuencias de este año trágico,
afortunadamente, en el campo de la narrativa, los testimonos son de altísimo
166
No hay nada en este pueblo, salvo licor. Licor siempre hay, a cualquier hora
y en cualquier día. Y no son muchos los que lo venden, pero con esos tres o
cuatro basta y sobra.
Los fines de semana se acerca mucha gente de fuera. Se suben a una lancha
y se van al restorán de enfrente, el famoso. Pero también hay los que acampan
a la orilla del lago; los que se quedan en las cabañas que hay para alquilar;
los que invariablemente compran cerveza. Traen sus radios y gritan mucho.
No sabemos qué le hace el lago a la gente que la hace gritar mucho. Ver el
agua, a lo mejor. Porque por aquí la gente es callada, tristona, quieta. Van
a sus asuntos por las calles empedradas y pareciera que les cuesta un trabajo
enorme salirse de su casas. Se saludan unos a otros sin alegría. Se alejan
y es cuando nos damos cuenta de que viven dándose la espalda. Hay odio
entre ellos. Así serán todos los pueblos chicos de este país. Con su iglesiota
siempre más grande que cualquier otra construcción. Su plaza de cemento, fea.
Sus negocios pobres para pobres. Y los radios sonando permanentemente: el
micrófono de los anuncios, alguna casetera de alguien en alguna parte. Cuando
no hay boda o bautizo o quince años o entierro, porque entonces hay banda y
mucha tornadera, de invitados o no invitados. Pasado cierto número de tragos
todos se sienten el novio o la novia. O hasta el difunto. El homenajeado en
turno, pues.
Nuestra vida no es fácil, como podrá deducirse por el gran número de perros
muertos en todas partes, pero sobre todo en la carretera. Se diría que les gusta
apachurrarnos. A lo mejor entre los choferes es un deporte. Cuántos perros
se echan de aquí a Pátzcuaro o a Uruapan. Y nuestros cuerpos se quedan ahí
pudriéndose como carroña para los zopilotes. Somos muchos, por eso ni se nota
cuando desaparece alguno. Andamos en bola y procuramos no hacer ruido para
que no se fijen en nosotros. Niños o grandes se divierten dándonos de patadas,
arrojándonos piedras, lo que sea. Crecemos con esta gente, pero no nos ven. No
se acaban de dar cuenta de que también vivimos y, como ellos, sentimos dolor
y hambre. Pero lo importante es que no se dan cuenta de que lo vemos todo
de ellos. Por donde quiera andamos y lo sabemos de veras todo. ¿Que de qué
nos sirve si no vivimos mejor por eso? Por eso vivimos, no es poca cosa. Y en
cualquier caso, el sentido de la vida de un perro es distinto al de la vida de un
hombre y ni vale la pena hacer la comparación. Más bien hemos aprendido a
comparar entre las vidas de ellos. Y eso sin querer, porque a nosotros ni nos va
ni nos viene, es sólo que el estar aquí, siempre, el ser prácticamente invisibles,
nos ha permitido entender algunas cosas.
Donde quiera que uno se ponga, lo verá siempre echando esos reflejos hirien¬
tes, mordaces. Como vigilándonos. Quieto ahí, siempre igual, es decir, siempre
169
Detrás del mostrador se ve una estancia en donde hay una estufa. Es toda
una casa, pero lo que se ve desde la calle es eso. Sabina se suele sentar al lado
de esa estufa, o si no, en una de las banquitas que tiene a la entrada de la
tienda. Quieta, atenta a lo que pasa delante de su tienda, callada. Todos la
saludan y ella saluda a todos, aunque no es de mucho platicar. Le gusta estar
así: sentada; sola. Pensando a lo mejor en su vida. Nos gusta y nos inspira
confianza por eso. Está en su tiempo tranquilamente. Ve y escucha todo y
habla o se mueve cuando tiene que hacerlo. A veces mira el lago. Se recarga en
el quicio de la puerta y se queda mirando largamente con los brazos cruzados.
Nosotros andamos por ahí oyéndola respirar.
Sabina no es triste ni alegre, o es ambas cosas en sus distintos momentos.
Como si fueran los momentos los que cambian, no ella. En eso también es
como nosotros. Estamos. Vamos viviendo lo que va pasando. No hay rencilla
con nadie más que cuando la hay. Pero ella no parece, como los demás, llevar
un rencor antiguo a cuestas, enredado en el rebozo, amamantándolo casi. Ella,
para empezar, no usa rebozo. Necesito las manos libres, explicó en alguna
ocasión. Demasiadas cosas que hacer tiene una mujer sola.
Pero nos tiene a nosotros. A lo mejor no lo sabe, pero nosotros la cuidamos.
No está sola como un perro; está sola con nosotros.
Tiene dos hermanos, uno con cinco hijos, el otro borracho. A su padre lo
conoció apenas. Dejó a la madre poco después de que nació el último hijo.
Sabina tendría ocho o nueve años. Ese hermanito fue para ella su entreteni¬
miento principal. Su juguete. Su hijo. Es el que ahora tiene cinco niños. Vive
pegadito a la tienda de Sabina. El otro, el borracho, que es el mayor, vive con
ella.
El mundo visto desde el lago es sorprendente. En una ocasión nos llevaron
a dos de nosotros en una lancha. Fueron unos turistas que estuvieron tomando
cerveza y platicando largo rato con Sabina. Una pareja de mediana edad que,
según dijeron, andaban buscando terreno para construirse una casa frente al
lago. Les encantaba, dijeron. Querían salirse ya del D. F. Planeaban venirse a
vivir para acá, dijeron, y dedicarse a escribir. Sabina los escuchaba atenta y sin
delatar la más mínima reacción. Nosotros estábamos echados por ahí, dizque
dormidos. Y un día, dijeron, escribiremos sobre usted. Ah, Dios, y ¿sobre mí
por que? Porque usted ha vivido aquí toda su vida ¿no? Podrá platicarnos qué
se siente al vivir junto al lago.
Los perros no nos reímos. O sea, nuestra risa no se oye, como en la gente,
y ni siquiera la mayoría de nosotros puede sonreír. Algunos sí lo hacen, pero
son pocos. Y más bien parece una mueca accidental que una sonrisa.
No se siente nada dijo Sabina riéndose —, qué se va a sentir.
— Bueno, pues nos contará sus recuerdos de infancia — dijo el hombre.
Uy, señor, puras cosas tristes. Yo no tengo nada qué contar, pero nadita.
Y en este pueblo nunca pasa nada.
Pero ahí estaban ellos tomando su cerveza y platicando de lo más a gusto. Así
fue como se enteraron de que frente a nosotros, del otro lado del lago, había
un restorán fino, dijo Sabina, en donde podían comer. Del muelle salía una
171
lancha que los llevaría. Se entusiasmaron. Sólo que yo, advirtió Sabina con
una sonrisa maliciosa, me llevaría unos perros.
— ¿Por qué? — se sorprendieron ambos.
— Porque los perros son los primeros que sienten si la lancha se va a hundir.
— Aquí, nosotros paramos las orejas sin movernos un milímetro. ¿Cómo estuvo
eso?
Ellos se rieron y se mostraron incrédulos y además, dijeron, no habían traído
perros.
— Eso es lo de menos. Aquí sobran. Llévense esos dos que están ahí. Son
buenos.
Nosotros inmóviles. Más dormidos que nunca.
— ¿Son suyos?
— Pues... la verdad es que aquí los perros no son de nadie. Andan por ahí
todo el tiempo. Pero estos están siempre aquí. Y mírenlos, tienen su pelo
bonito, son fuertes, están sanos. Se los digo en serio. Si se van a subir a
la lancha, mejor llévenselos.
— Pero ni nos van a hacer caso, si no nos conocen. Y seguro que en el restorán
no nos dejarán entrar con ellos.
— Y les presto dos mecates para que los amarren a la entrada. A ver, chíflenles.
Lo hizo él y nosotros nos levantamos moviendo la cola. La señora nos acarició
la cabeza titubeante. El dudó y luego dijo:
— Bueno, a ver las cuerdas.
A nosotros nos da lo mismo. Ahí vamos con ellos. Nos palmeaban el lomo todo
el tiempo. Nos tenían un poco de miedo.
En la lancha nos sentamos hasta adelante. Veíamos los cerros rodeando
el lago. Oíamos el agua. No nos quisimos echar. Estábamos descubriendo el
cielo; el cielo sin pueblo, sin polvo, sin líos. Nos hubiéramos querido quedar
ahí, en medio del agua, mirando lentamente todo. Allá atrás el pueblo se
iba volviendo una mancha colorida y armoniosa. Naturalmente que la iglesia
sobresalía glotona y petulante, pero hasta ella se suavizaba. El muelle parecía
de juguete, bonito. Los tejados de las casas eran parejos, como si debajo de ellos
reinara la felicidad. Los árboles, sobre todo, nos resultaron nuevos. Conocíamos
sus troncos, no sus copas, sus tonos verdes, sus distintas frondosidades. Era
todo como un sueño de alguno de nuestros borrachos. No podíamos creerlo. El
lago. Otra cosa completamente.
Pronto empezamos a ir de uno a otro lado de la lancha porque no queríamos
perder detalle, pero el que conducía ordenó que nos amarraran. Amarren a
esos perros, dijo, y la pareja sostuvo el mecate de cada uno de nosotros. De no
haberlo hecho a lo mejor nos hubiéramos arrojado al agua para quedarnos ahí.
Para no regresar nunca.
172
A la vuelta veíamos con angustia como el pueblo precisaba sus líneas hasta
adquirir su rostro de siempre. El cielo volvía a desaparecer. Los árboles se
quedaban arriba, inalcanzables, igual que los tejados. Caminamos, todavía
amarrados, hasta la tienda de Sabina. Ahí nos soltaron.
— Estuvo fantástico — dijeron los señores.
Nosotros nos echamos ante la puerta.
***
Comenzar con un agradecimiento es sin duda un acto que por sí solo se impone
casi siempre en occisiones similares pero que, en ésta, tiene un significado mayor:
por una parte, se nos ha invitado a viajar de un continente a otro brindándonos
la oportunidad de conocer la excepcionalmente bella ciudad de Eichstátt, se
nos ha recibido con gran generosidad y, como si fuera poco, se nos ha pedido
que hablemos de nosotros. Esto último, en mi caso, tratándose de un escritor
“joven” que de ninguna manera tiene la obra y el renombre de los escritores
que llaman principalmente la atención del público europeo, es un privilegio
que asumo con alegría y agradecimiento. Así que agradezco a Karl Kohut y a
sus colaboradores esta distinción y esta hospitalidad, y no menos a Francisco
Prieto, quien generosamente puso mi obra en la mirada de mis nuevos amigos
alemanes. Con más razón aún se trata de una distinción, puesto que Karl Kohut
fue explícito en su pedido: te invito para que hables de ti como escritor y de lo
que pueda ser significativo en tu obra, no para hacer una síntesis crítica de la
literatura mexicana. Ese mismo día decidimos que el título de esta conversación
sería “La prosa de intensidades”, siempre y cuando al hablar de ella hablara
de mis libros.
Cada día confirmo que el uso de la primera persona en público, en la cultura
mexicana, tiene niveles de prohibición muy acentuados. Se da el caso de auto¬
biografías memorables, como la José Vasconcelos, que se presentó como novela
y que incluso en algunas bibliotecas está clasificado como “novela de la Revc*-
lución mexicana” cuando se trata simplemente de una autobiografía. El “yo”
está mal visto: es signo de vanidad, de egoísmo, de pedantería. Es costumbre
nuestra escondernos en “la historia”, “la sociedad”, o en acontecimientos como
“el movimiento del 68” para hablar de uno mismo y de lo que uno hace. Como
por mi parte no me identifico con esas máscaras (sin duda cada generación hace
las suyas y al decir esto tal vez elaboro en parte “las máscaras que ya vienen”);
como para mi “el 68”, aunque sea históricamente importante, es personalmente
insignificante y no tiene absolutamente ninguna huella en mi obra, acepto más
que gustoso la invitación de Kohut — que en parte es un amable dasafío —
para hablar en primera persona de mi trabajo, de lo que he escrito.
He utilizado el término “prosa de intensidades” para nombrar una prosa
intermedia entre la poesía y la prosa propiamente dichas, muy parecida en su
composición al poema extenso, en la cual están escritos mis libros y sobre todo
Los nombres del aire.
Mucho antes de publicar mi libro, pero después de haber escrito sus primeras
versiones, me preocupó lo desvalorizado de ese género y las pocas herramientas
conceptuales que había para pensarlo, describirlo y juzgarlo. Me di cuenta de
que, ni en mi generación cronológica, ni en la generación anterior, la prosa
de intensidades era frecuentada y apreciada. Remontando en las generaciones
177
que los mexicanos somos muy árabes y no tan sólo españoles e indios, y eso a
muchos incomoda, extraña.
3. El libro explora una sensibilidad femenina, como universo fascinante y
misterioso que invita a ser conocido; y describe además el deseo y el amor entre
mujeres.
4. El libro habla de una ciudad, pero a diferencia de otras novelas que
describen la dimensión social de ella, ésta describe la dimensión imaginaria.
Parte de la certeza de que lo que uno imagina es una realidad tan importante
como otras y se entreteje en la imaginación de los otros con quienes convivimos
determinando nuestras actitudes y muchas veces nuestros actos.
5. La historia que se cuenta, más que una historia de amor es una historia
de deseo. Más aún, es un libro que sitúa al deseo, en su sentido más amplio,
como motor de la vida. El deseo de hacer, de moverse, de ser alguien o algo
específico, de acercarse, de poseer al otro. El deseo también como motor de
toda imaginación; o dicho de otro modo, la imaginación como una planta aérea
cuyas raíces están en nuestros cuerpos.
Suma de extrañamientos, mi libro es lo que con pasión y sin sentir ninguna
obligación de “escribir como mexicano” o escribir sobre los problemas de México
he podido ir haciendo a lo largo de los años. Mogador sigue viviendo en mí
y mucho de lo que me sucede a diario: un encuentro afortunado, unos ojos
que miran con deseo, un cuadro que me impresiona, una mano que se levanta
posesiva, una frase misteriosa o simplemente significativa, uno de los gestos del
amor, eso y muchas otras cosas cotidianas, pasan en mi delirio de novelista a
formar parte de personajes y situaciones de Mogador. La literatura se alimenta
de la vida pero de muy diferentes maneras. En la prosa de intensidades la vida
está en filigrana, delgada y contorneada artísticamente, pero es de plata maciza.
Quiero terminar agradeciendo de nuevo a Karl Kohut esta invitación para
conocerlos a ustedes un poco y para ser un poco conocido de ustedes. Creo
sinceramente que una de las cosas que dan sentido a la vida, por lo menos ese
es mi punto de vista, es el encuentro con los otros. La búsqueda del otro, de
lo radicalmente otro que sin embargo se revela identificable, comprensible en
parte, lo otro que es el sexo, la nación, la lengua, otro cuerpo simplemente, otra
ciudad, otro clima, otra vegetación, otro palpitar de otra sangre al mismo ritmo
de uno, es para mí reto y aventura cotidiana. Es, tal vez, una noción erótica
de la vida: entrar en el otro, es decir, tratar de comprender lo que no se nos
muestra de forma evidente, y esto último puede ser una de las definiciones de la
hermenéutica cotidiana, del sentido de la vida: descifrar lo que no se nos ofrece
naturalmente, como otra lengua, por ejemplo (como nuestra lengua y nuestra
literatura para ustedes). Gracias por esta invitación a iniciarnos (nosotros) o
a continuar (ustedes) en un conocimiento del otro. Gracias por esta invitación
al mutuo desciframiento.
Madero en la historiografía de la Revolución
mexicana
Ignacio Solares
Toda atención es un pararrayos. Por eso no es de extrañar que, una vez en el ter¬
reno — ¿elegido hasta dónde conscientemente? —, converjan hacia uno fuerzas
aparentemente inconciliables, insospechadas, hiperbóreas. Lo más atractivo —
y divertido por supuesto — del acto de escribir, es ese concilio de elementos
extraños — ¿llegados de dónde? — a partir de una simple idea, una apuesta
— Drácula y Frankenstein, nada menos, surgieron de una apuesta literaria —,
un proyecto difuso, una línea, una imagen, un sueño. ¿Pero cómo, por qué,
tenía que ocurrírseme a mí esto? es, me parece, una pregunta más estimulante
que la pretenciosa afirmación: cuanto escribo se me ocurre a mí y nada más
que a mí, como si de veras fuéramos dueños de procesos que, como el sueño,
como la digestión, como en general la salud y la vida misma, se dan mejor sin
la intervención de nuestra voluntad. Nuestra voluntad. La verdad es que, buen
aficionado a la filosofía hindú, dudo de los resultados de una férrea voluntad y
prefiero creer que existo porque algo o alguien me piensa, más que por que yo
pienso. Podría hasta extenderlo a la escritura, ya que por donde van a pasar
los hechos pasan antes las palabras, y decir: algo o alguien me piensa, luego
escribo, en lugar del pienso luego escribo lo que es, así de entrada, meternos de
cabeza en el terreno que quiero tocar: el del Presidente Franciso I. Madero en
la historiografía y en la literatura mexicanas.
Lo primero que me atrajo de Madero fue su absoluta fe en que era poseído
por un espíritu al practicar la escritura automática: el espíritu de su hermano
Raúl, muerto a los cuatro años al meter la punta de un carrizo en la lámpara
del comedor de la hacienda en donde vivían y rociar sus ropas con el queroseno
ardiente. ¿Por qué aquel nino? ¿Por la pena infinita que le causó su muerte?
Madero era un hombre profundo, enfermizamente sentimental (lloraba casi por
cualquier motivo), y cada vez que lo recordaba, decía, se le estrujaba el corazón.
¿Hasta esa injusticia de la muerte prematura de su hermano quería remediar y
que su vida no vivida se realizara en él?
Por eso cuando descubrí que Madero era un médium escribiente y cifraba buena
parte de sus decisiones las fundamentales por lo menos — a los dictados de
181
los espíritus, me pareció que había encontrado a un personaje fascinante que en¬
riquecía mi mundo literario y resumía buena parte de mis obsesiones. Madero,
literalmente, se puso en manos de la escritura, se dejó llevar hasta la muerte,
hasta casi ir contra sí mismo, por las letras redondas y apretadas, en ocasiones
casi ilegibles, que plasmaba temblorosamente en unas libretas de hojas rayadas
y tapas duras y azules. Libretas que, como era de temerse, guardó celosamente
la familia durante años. Pero no sólo la familia, a sus historiadores también
les pareció que sus prácticas espiritistas demeritaban la imagen del Apóstol de
la Democracia. Así, se le convirtió en un héroe de piedra, inamovible, y lo
que es peor, mutilado. Porque la verdad es que a Madero no lo entendemos ni
política ni humanamente, sin su fe y su entrega a esos dictados. Echemos un
rápido vistazo a tan curiosa posesión. A fines del siglo pasado, a los veintisiete
años, Madero regresó de Europa y se instaló en una hacienda de su familia en
el norte del país, donde puso en práctica con particular éxito sus estudios de
agricultura. Tenía unas doscientas hectáreas sembradas de algodón y fruta¬
les y construyó una presa que irrigaba la mayor parte de sus tierras; además,
proyectaba otros negocios diversos de enorme remuneración económica, como
una compañía jabonera, una fábrica de hielo, acciones, terrenos, cría de ga¬
nado, etcétera. Sus peones tenían fama de ser los mejor tratados y pagados de
la región. Con su novia, Sara Pérez, había formalizado su relación. Fumaba,
bebía y se jactaba de ser un muy buen bailarín. De pronto, todo ese mundo
se desquebrajó cuando Madero se descubrió médium escribiente. Unos años
antes, en París, había asistido a sesiones espiritistas y leyó con avidez las obras
de Alian Kardec, pero una noche se transformó de mero espectador en actor al
practicar la escritura automática y descifrar su mensaje oculto. Los placeres
de esta tierra palidecían, disminuidos, como disminuida y pálida sería la luz de
un lámpara al recibir, de lleno, la luz de sol.
Así, a partir de 1901 empezó a visitarlo el espíritu de su hermano Raúl y
la vida de Madero cambió radicalmente. Lo instruyó sobre las cuestiones del
más allá: al descubrir su miedo porque su madre, que estaba enferma, pudiera
morir, le dice:
Y también lo instruyó sobre las cuestiones del más acá: dominar la materia,
privarlo aun de aquello que más gozaba. Esa fina capacidad de Madero para
paladear los buenos licores, de su olfato para distinguir un buen tabaco o un
buen perfume, y hasta de su tacto para palpar las buenas telas, la apago en
él. Logró que a la ropa la llamara, peyorativamente, la envoltura de la envol¬
tura; que abandonara el tabaco y que destruyera su cava de vinos. También
le recomendó — ¿o habría que decir ordenó?, porque en ocasiones el tono era
182
francamente recriminatorio —, que dedicara todos los días una hora por lo me¬
nos para examinar sus actos, sus pensamientos y sus deseos, cuidadosamente,
uno por uno; además de practicar con fervor creciente la oración y la medi¬
tación. En una carta de por aquellas fechas, Madero decía a un amigo que no
le alean aba el día para el perfeccionamiento interior por lo que dormía apenas
unas cuatro horas. Por otra parte, lo obligaba a una constante atención a los
trabajadores de su hacienda y los pobres que mantenía:
Las únicas riquezas que posees son tus buenas acciones, le J^e uud
ocasión el espíritu de Raúl. Si vas a Monterrey procura dejar a tus
pobres con lo necesario, pues es una crueldad que porque tu andas
paseándote y divirtiéndote vayan a sufrir algunos infelices todos los
horrores del hambre.
Y es que a esos pobres les abrió un albergue en su propia casa, en donde les
ofrecía cama y comida, los curaba si estaban enfermos y les regalaba dinero en
efectivo si se lo pedían. Hasta ese momento, a través de sus cartas y escritos,
Madero no da muestras de interesarse particularmente por la actuación política,
a la que veía hasta con desprecio. Se había vuelto vegetariano y tenía particular
rechazo por cualquier forma de violencia. Por eso es un golpe sorpresivo, para
él mismo, que en 1903 el espíritu que lo visita le cambie radicalmente el rumbo.
Todavía en septiembre de ese 1903 le decía:
Los espíritus superiores gozan sobre todo con sacar a algún pueblo
de la esclavitud, con ayudarlo a sacudirse el ignominioso yugo de la
tiranía.
El rumbo, decía, que se le dictaba hasta unos días antes, era el opuesto:
renuncia, recogimiento, oración, intenso trabajo pero apacible por sus humildes
pretensiones, sin más gloria que el perfeccionamiento interior y la de hacer
el bien en su reducida comunidad. El círculo se abrió de pronto en forma
desorbitada y lo abrumó. Por esas dudas, el espíritu de Raúl lo recriminará
en sus siguientes comunicados y lo alentará hablándole de “la estela luminosa
que dejan en su planeta los grandes hombres”. Y a pesar de que han sido
las más de las veces mártires “han aprendido a ver con desdén la muerte”. Y
hasta lo previene contra el odio y el rencor y lo obliga a reconocer que “fuera
de la caridad no hay salvación”. Hay también un párrafo que me impresiona
particularmente porque muestra en forma transparente la actitud de Madero
a partir de esos momentos y delinea ya a su sombra: Victoriano Huerta. “Los
hombres que como tú han tenido una misión así en el mundo han, finalmente,
compadecido a los fanáticos que los han martirizado y les han dado la muerte”.
Es el conocimiento de estos dictados — y hasta de sus gustos literarios; por
ejemplo, siempre eligió entre sus predilectos un cuento de Tolstoi en el que bajo
una tormenta de nieve, un hombre salva a otro cubriéndolo con su cuerpo y
muere a consecuencia de ello. En su comentario al cuento Madero escribió:
¿Qué le había quedado para entonces del pacifista, del vegetariano que anhe¬
laba reducirse a practicar el misticismo? Madero vivió siempre en esa eterna
contradicción entre el místico y el hombre de acción, entre el pacifista y el
político, el optimista que, sin embargo, “sabía” lo que iba a sucederle. Y por
ello es que resulta aún mas absurdo que otro de sus historiadores, Aguirre Bena-
vides, en su libro Madero el inmaculado, cuyo título es ya de lo más sugestivo,
afirme apenas en las primeras páginas: “Madero fue un hombre sin contradic¬
ciones, de una sola pieza”, lo que no sólo lo mutila, sino que lo priva de la
dimensión trágica que lo caracterizó, siempre apuntalada por su irremediable
ambivalencia. Todavía unos días antes de que se derrumbara su gobierno y él
mismo fuera sacrificado, parecía más preocupado por la traducción de un libro
de espiritismo de León Denis que por lo inminente que lo rodeaba. Y por esos
días también le envió una carta a un muy querido tío suyo — con el que pre¬
cisamente organizó sus primeras sesiones espiritistas en la que le recordaba,
asombrado, como en su vida todas las profecías que le habían enviado del más
allá se habían cumplido a pesar en ocasiones de su propia resistencia, muy espe¬
cialmente aquella de cuando era un adolescente en que la tabla ouija le dijo,
184
Habría que subrayar esta última frase: “Ni una sola palabra salió jamás de
sus labios condenando al nieto”. ¿Por qué extraña alquimia del autoengaño
pudo Vasconcelos afirmarlo? Porque debió conocer las cartas, los comentarios
públicos y hasta los desplegados periodísticos que el abuelo hizo en contra de
la campaña política del nieto. En una ocasión se refirió a Madero como a un
microbio que lucha contra un elefante, que en ese caso sería don Porfirio. Por
supuesto, don Evaristo no calculaba el poder mortífero de los microbios, pero
lo que nos importa aquí es el tono peyorativo del comentario. También, lo
consideraba incapaz de escribir un libro y por eso dudaba de que fuera el autor
de La sucesión presidencial: “Te diré la verdad le dice don Evaristo a su
nieto Francisco en una carta — no te considero capaz de escribir tal libro y
deseo saber quién te ayudó”. Y cuando por fin reconoció que era el autor, le
envió otra carta que culminaba así: “El resultado de todo esto es que, después
de ponerte en ridículo, expones el bienestar de tu padre .
Al saber que había sido electo candidato a la Presidencia de la República y
que había aceptado, le escribe: “Eres un atrevido e inconsciente”, y empieza,
al igual que sus demás parientes, a tildarlo de loco: “Cada vez que reflexiono
186
sobre tu conducta, temo que has perdido la razón”. Esto, además de enviar
cartas a los periódicos en las que decía:
De ahí que otro historiador de la revolución, José R. Castillo, aunque con mucho
menos prestigio que Vasconcelos, escribió:
Y Womack pone una nota al pie de página que dice: “Para esta leyenda,
véase por ejemplo, Bonilla...” ¿Por qué leyenda? En la reunión con Timo
teo Andrade estuvieron presentes Bonilla, entonces ministro de Fomento, el
mencionado Gonzáles Garza y García Pena, ministro de Guerra. Andrade
estaba seguro de que Zapata no le tenía rencor al Presidente Madero y lo ayu¬
daría” , dice Bonilla. ¿Es una de las afirmaciones por las que Womack tenía que
rechazar el pasaje? ¿Y la versión taquigráfica de la reunión con los senadores?
¿Mintió Madero al decir que Zapata le ofrecía dos mil hombres en el sur? ¿Y el
testimonio de González Garza? ¿A quién creerle y a quién no? Quizá, la ven¬
taja del novelista es que puede colocarse en un intervalo, como dice el poema
matafísico hindú Vijnana Bhairava:
con ese tipo de contradicciones en los textos históricos sobre el maderismo (con¬
tradicciones que resultan hasta divertidas a partir del intervalo). Por ejemplo,
se dice (Taracena, Sánchez Azcona, Urquizo. ..) que después del intento fru¬
strado de los primeros enviados de Huerta para aprehender a Madero en su
despacho de Palacio Nacional, éste salió a un balcón a arengar a grupos de
rurales reunidos en la calle de Acequia:
Apenas levantados los muertos, reunió Madero a los pocos que esta¬
ban con él y se asomó al balcón de Palacio intentando llamar al
pueblo en su auxilio. Afuera, las calles totalmente desiertas demo¬
straban el cuidado que había tenido Huerta de aislar a su prisionero.
Totalmente desiertas... ¿Qué hacer entonces? Escoger la versión que más con¬
venga a la novela, siempre desde ese intervalo en el que resplandece la realidad
y la imaginación. Y me pregunto si no será de veras lo imaginativo, a partir
de acumulada la suficiente información, lo que nos permitirá reconstruir la rea¬
lidad tal como fue.. .o como debió haber sido. El novelista cree siempre que
lo que importa es el halo que dejan los hechos, más que los hechos mismos.
Por eso a partir de ese Madero espiritista, contradictorio, sentimental, con una
entrega absoluta a la causa en la que creía, novelé en mi libro una reunión
que tuvo con el entonces Presidente Porfirio Díaz — cuando los dos eran can¬
didatos a la presidencia, uno por el partido antirreeleccionista y otro por el
reeleccionista y de la cual se sabe muy poco. Esa reunión cambió también
la vida de Madero. Por principio de cuentas, don Porfirio le debió de recordar
a su abuelo Evaristo: la apostura, la prepotencia y hasta el tono de burla con
que lo trató. Además, en relación con la publicación de su libro La sucesión
presidencial Madero había recibido dos años antes un comunicado del espíritu
de Benito Juárez, en el que se le vaticinaba:
George R. McMurray
*La realización de este estudio fue posible gracias al apoyo de Colorado State University.
194
2En su entrevista con José Anadón, Azuela afirma que los cuatro personajes de El tamaño
del infierno que están tomados enteramente de la vida real son: el tío Manuel (hijo mayor de
Mariano Azuela), el abuelo médico-escritor (Mariano Azuela), la abuela (viuda de Mariano
Azuela), y Luis Felipe (hijo soltero de Mariano Azuela) (Anadón, 74).
195
página del asesinato cometido por José Augusto pero no se entera de los detalles
hasta mucho más tarde.
Distintas son las analepsis de Un tal José Salomé y El matemático. La
acción de primer plano de Un tal José Salomé ocurre en dos días separados por
cuarenta años, el primero cuando el protagonista (José Salomé) tiene treinta
años y el segundo cuando tiene 70. Pero las numerosas analepsis, que forman
un montaje de voces y episodios del pasado, constituyen la mayor parte de la
obra y, debido a su contraste con la presente destrucción del pueblo El Rosedal
por la metrópoli, expresan la nostalgia de un mundo perdido, separado de sus
raíces. Sin embargo, como sugieren las últimas líneas de la obra, el alma de
El Rosedal perdura. En este lírico pasaje la vieja Josefina, quien representa
la conciencia del pueblo, toca con su bastón la corteza de un olmo que, según
la crítico Isis Quinteros, es una imagen telúrica del pasado mítico del pueblo
(1985, 212):
A ratos (yo) sentía que... Banderas (José Augusto) era una especie
de nuestra suma de demencias o quizá sólo mis aventuras inventadas
o mis complejos soterrados (329).
setenta. Así sucede, por ejemplo, siempre que su interlocutor Sergio le hace
preguntas acerca de La Casa. En estos instantes Aliba se aparta del tema, y
se convierte en un discutido cronista de toda la sociedad mexicana. Pero si sus
digresiones divierten al lector, la falta de objetividad en sus diatribas hacen de
él un narrador indigno de confianza. Por ejemplo, en varias ocasiones se refiere
a los presidentes Calles y Cárdenas en términos que contradicen tanto a los
historiadores como las opiniones populares del pueblo.
En Manifestación de silencios el narrador intradiegético principal es Ga¬
briel, periodista que vuelve a México después de varios años en el extranjero.
Es también narrador homodiegético porque participa en la acción de la obra,
y constantemente interrumpe al narrador extradiegético para contar aconteci¬
mientos del pasado. En las últimas páginas Gabriel, desilusionado y amargado,
sale de México con un manuscrito que parece ser una duplicación de la novela
que leemos, estrategia que los críticos franceses llaman la mise en abyme, y cuyo
propósito, según André Gide, es hacer expresar el tema por el personaje. Así,
al duplicar la novela con su manuscrito y al llevárselo cuando sale de México,
Gabriel expresa, creemos, la protesta del mismo autor contra las condiciones
políticas en su país5.
El tamaño del infierno es un excelente ejemplo de texto polifónico que,
según Bajtin, resulta de la yuxtaposición de diferentes voces y la integración
de varios discursos lingüísticos y culturales en un texto literario. El tío Jesús,
por ejemplo, asume proporciones míticas porque su historia la cuentan nume¬
rosos personajes, algunos familiares de él y otros antiguos conocidos suyos de
Lagunilla. Los diferentes narradores incluyen el extradiegético-heterodiegético,
que habla con objetividad; el tío Manuel (Pata de Palo), quien, como narrador
intradiegético, o narrador de segundo grado, presenta un retrato subjetivo de
niños impresionables y fascinados por el tío desconocido.
La segunda parte de El tamaño del infierno es narrada por Justiniano, un
tecolote que vive en casa de la viuda de Mariano Azuela. Al hacer uso de
un pájaro como narrador intradiegético-heterodiegético, el autor parece tener
varios propósitos: el tecolote observa la conducta de los Azuela con impavidez
irónica, actitud que crea distancia entre el lector y los personajes; al resumir
lo que ha ocurrido en la casa, el tecolote hace de cronista de la familia; y
este perspicaz y a veces poético observador anticipa, en uno de sus momentos
líricos, la reaparición del tío mítico: “De repente, el fantasma de Jesús recobra
su aliento, sacude las paredes y las musarañas, brinca en el aguamanil y golpea
la cerradura y el aldabón, la mano tiesa, de bronce y de un sonido seco que
inunda el zaguán y llega a las raíces de la palma y de la bugambilia” (173).
Al principio de la segunda parte de El tamaño del infierno, Justiniano in¬
forma que aunque muchos de la familia ya no viven en la colonia Santa María
la Ribera, se mantienen en contacto por teléfono. Cuando llega la carta de
Jesús comunicando que quiere volver a casa de la abuela, ésta y Luis Felipe, su
hijo soltero, deciden decirle a Evangelina, la hija de la más viva imaginación,
que Jesús viene de Kimberly, Sud Africa, para que ella suponga que su tío se
ha hecho rico trabajando en oro. Como anticiparon la abuela y Luis Felipe,
Evangelina llama por teléfono a sus hermanos, pasándoles la fabulosa noticia
que el tío Jesús todavía vive, que se ha hecho millonario, y que vuelve a México.
Llenas de ironía, modismos mexicanos, y sutilezas psicológicas, estas conversa¬
ciones telefónicas, que también pulsan las diferentes reacciones suscitadas por
la reaparición del tío, constituyen uno de los episodios más divertidos de toda
la obra de Azuela.
Como vemos a menudo en las novelas de nuestro autor, el narrador y el
focalizador son dos entidades diferentes; el narrador es la voz que habla y el
focalizador uno de los personajes. El discurso indirecto libre es una estrategia,
utilizada en todas las obras de Azuela, que combina la voz del narrador, quien
habla en tercera persona, con los pensamientos preverbales del personaje, quien
representa el centro de conciencia, o sea, el focalizador. El discurso indirecto
libre, entonces, se parece al monólogo interior indirecto, y como éste, se emplea
para desarrollar personajes y estructurar argumentos. Esta estrategia también
sirve a menudo para acercar al lector al personaje, pero, si el narrador asume
una postura irónica, puede crear más distancia entre ellos. En El don de la
palabra, cuando Ana María demora en revelar los problemas de su hija, el
discurso indirecto libre se utiliza por una razón retórica — para realzar la
tensión dramática y prolongar el interés del lector.
En El don de la palabra y El matemático el discurso indirecto libre es una
estrategia especialmente útil porque en cada una de estas novelas se filtra una
gran parte del mundo ficticio por la psiquis de un solo protagonista. Para el
matemático Philip Cunningham, por ejemplo, el cine, la radio, y la televisión
norteamericanos de los años treinta, cuarenta y cincuenta representan una grata
y estable época en su vida. Pero estos años contrastan con el ambiente caótico
que caracteriza tanto el fin del siglo como la vida presente de Cunningham:
Conclusiones
Tanto por sus ingeniosos argumentos, que envuelven al lector en mundos reales
y poéticos, como por sus estrategias narrativas manejadas con suma habilidad,
las obras de Arturo Azuela descuellan entre las mejores creaciones mexicanas
de las dos últimas décadas. Por su dramático tratamiento de la vida del inte¬
lectual en la sociedad mexicana de los años sesenta y setenta, Manifestación de
silencios es tal vez la novela más lograda de Azuela. Creemos que El tamaño
del infierno, por sus ingeniosas estrategias y sus bien desarrollados personajes,
tanto ficticios como reales, ocupa también un lugar elevado en la producción
de nuestro autor. El matemático, el más existencialista de los textos azuelanos,
es interesante por su retrato de un intelectual — tal vez el mismo autor
enfrentándose con un mundo cada vez más incomprensible.
Aunque Azuela retrata la vida mexicana del siglo veinte, con sus violen¬
tos trastornos políticos y sociales, sus obras adquieren dimensiones universales
porque sus personajes revelan, en el proceso creativo, lo más íntimo de su ser
— y así las características que comparten con toda la humanidad — mientras
anhelan un pasado mítico que, evocado en términos líricos, contrasta, sin ser
paraíso, con el presente. Arturo Azuela es un escritor imaginativo que domina
su oficio y un intelectual enterado de las más complejas realidades de la vida
moderna. Su futuro como creador de ficción en un país conocido por su rica
tradición literaria nos parece sumamente prometedor.
202
Bibliografía
Anadón, José. 1983. Entrevista con Arturo Azuela. En:Hispamérica. 11, 33:
61-78.
Quinteros, Isis. 1985. El mundo que parecía ser nuestro en Un tal José
Salomé. En: Cuadernos Americanos. 259, 2: 205-18. También en:
Texto Crítico. 12, (1986) 34-35: 105-17. Hemos consultado el ensayo
publicado en Cuadernos Americanos.
Ingeborg Nickel
1 Pensamos en los de Castilla en 1521, los de Paraguay en 1717-35 contra España y los de
4La crítica a la institución presidencial era una novedad. Daniel Casio Villegas p. ej. acusó
al presidente Echeverría en fonna muy directa con su libro El estilo personal de gobernar.
205
todo de la tercera constante, del cosmos, como sujeto equivalente en una conste¬
lación trinitaria. Establecemos diferencias entre mundos exteriores e interiores,
cuando en realidad deberíamos comprenderlos como parte de una trinidad, de
una unidad tripartita.
Incluso en los modelos trinitarios de la psicología freudiana (yo-ello-superyo)
y en la sociología de Margaret Mead (I-me-self) pensamos en el fondo en una
relación dialéctica de individuo y sociedad, una relación binaria, que es la
que en la actualidad goza de tanto éxito en la informática del siglo de las
computadoras.
Esta conciencia de una “unidad trinitaria” del condicionamiento (temporal)
a nivel individual, social y físico, la tenían evidentemente otras comunidades
humanas que se hallaban en otro nivel de síntesis. En lugares dedicados al
culto como Stonehenge (Inglaterra), los hombres rezaban a dioses que se les
aparecían por ejemplo bajo la forma del sol, al que veían surgir en los solsticios
justamente detrás del altar o piedra del sol. Es evidente que vinculaban el
solisticio, en tanto punto de viraje o cambio de dirección, con ellos mismos, en
el sentido de que la comunidad debía seguir una determinada dirección en sus
acciones. Interpretaban el mensaje del dios solar en un sentido egocéntrico o,
considerado en sus efectos sobre el grupo, desde una perspectiva sociocéntrica.
Estos seres humanos todavía no se habían distanciado de lo que adoraban, por
ejemplo para investigarlo científicamente. Aún no lo habían objetivado .
Seguimos en la actualidad como, en otros tiempos, sincronizando obser¬
vaciones que se repiten, para regular el ámbito social y orientarnos en él; y
ponemos de manifiesto esa conciencia a través de símbolos que la sociedad ha
estandartizado e incorporado, como son los templos dedicados al culto, o los
relojes (hoy en día digitales u atómicos) — o, para decirlo de un modo más
general, constructos para medir el tiempo.
Ellos han emitido y siguen emitiendo mensajes que el individuo y la sociedad
deben reconocer y aprender a descifrar. Se trata de un aprendizaje social que
no sirve tan sólo para la orientación, sino también y sobre todo para resolver
conflictos entre el individuo, la sociedad y el cosmos. Aprendemos así a encarar
presiones autógenas y exógenas, y sobre todo a determinar nuestra identidad a
través de las reacciones que siguen a la necesaria ponderación y a las decisiones
que tomamos.
Pero regresemos ahora, tras estas reflexiones fundamentales basadas en el
pensamiento de Norbert Elias, a Terra nostra. En una especie de procedimiento
analógico intentaré ver ahora si encontramos también en la novela de Carlos
Fuentes la determinación individuo — sociedad — cosmos natural, la puesta
en relación de acontecimientos que se repiten en distintos lugares o que se dan
sucesivamente en un mismo lugar, la transmisión de un mensaje y la pregunta
por la identidad en el contexto de presiones autoimpuestas. De ser asi, tratare
de mostrar cómo han sido articulados estos elementos en la novela.
Al final del primer capítulo, la joven Celestina pronuncia las siguientes
palabras: “Este es mi cuento. Deseo que oigas mi cuento. Oigas. Oigas.”
Y tras el punto final de esta secuencia, se produce un cambio de dirección,
208
Todo lo que se sabe no es, según esta cita, más que el recuerdo de lo que ya se
había visto. Ernst Bloch continúa:
Lo que para Carlos Fuentes son estrategias defensivas del hombre, eran para
Norbert Elias recursos para resolver los conflictos entre el individuo, la sociedad
y los procesos naturales cósmicos.
Quisiera terminar ahora con una breve digresión sobre este componente
cósmico apoyándome en algunas ideas de la física moderna. En los grandes cen¬
tros de investigación científica se busca actualmente probar la existencia de los
llamados “neutrinos”. Ello sustentaría aún más la teoría de la gran explosión.
Según esta última, el universo, pensado como una totalidad pulsante, surgió
de una contracción puntiforme de energía que se descargó, transformándose
en masa y energía. En un proceso constante de enfriamiento, ese cosmos va
dilatándose en el tiempo y en el espacio. También aquí tenemos la idea de un
punto de viraje, de un cambio que se produciría con la aparición de fuerzas con¬
trarias, como por ejemplo las fuerzas electrostáticas o la fuerza de gravedad. O
cuando, en sentido estadístico, se produzca un imprevisto y el universo vuelva
a moverse en sentido contrario, involucionando hacia su origen para recuperar
su forma de energía pura. Como según la regla en física la energía no se pierde,
sino que se transforma, seguiríamos existiendo, si bien en otro estado. Desde
este punto de vista, Terra riostra es una obra concebida desde una perspectiva
universal. Carlos Fuentes ‘lee el mundo’. En cada gran explosión originaria en¬
contramos la unidad y la simultaneidad perdida, o nuestra absoluta identidad,
que todo lo abarca. O para decirlo más poéticamente, en un contexto cósmico
y social-histórico encontramos esa misma idea, también en aquellos mitos me¬
xicanos, en los que Quetzalcóatl, al resucitar, es Venus. No obstante, la “Noche
de Tlatelolco” como tema parece en la literatura de Carlos Fuentes un ejemplo
más en la presentación del “caosmo” universal, relativizada por tantos otros su¬
blevamientos y revoluciones en el contexto europeo-mexicano. Diversos críticos
en México ya opinan que el autor explica a los europeos y norteamericanos la
mexicanidad y viceversa a los mexicanos lo que es el mundo7.
7
Anamari Gomis e Ignacio Osorio en una discusión en la UNAM en 1988.
213
Bibliografía
Bertau, Karl. 1979. Die Spur im Spiegel. Uber die Spiegelschrift des Leonardo
da Vinci. En: Huschenbett/Matzel/Steer/Wagner (Eds.): Ars mediae.
Festschrifi für Karl Ruh zum 75. Geburistag. Tübingen: Max Niemeyer,
1-13
Langer, Susanne. 1984. Philosophie auf neuem Wege. Das Symbol im Denken,
im Ritus und in der Kunst. Frankfurt/Main. [*1942. Philosophy in a New
Key. A Study in the Symbolism of Reason, Right and Art]
Sefchovich, Sara. 1987. México: país de ideas, país de novelas. Una sociología
de la literatura mexicana. México: Grijalbo.
Steger, Hans-Albert. 1990. Hornruf von der and eren Seite des Limes. München:
Eberhard-Verlag.
Robín Fiddian
1 Ibid. 160. Véanse también las declaraciones del autor a Maruja Echegoyen (Paso 1983,
32).
216
En otra fantasía que cristaliza hacia el final del capítulo, el Capitano Maldito
y Pantalone actúan, junto con personajes como el Burócrata, la Portera y el
Cartero, como los portavoces serviles del Estado:
[se asoman] a las ventanas del cielo, por las alcantarillas, las bam¬
balinas, los palcos y las plateas, echándole a gritos la culpa de todo
a los estudiantes, al Hambre, a los agentes del Vaticano [...], a los
Bolcheviques [■■■], a la Oposición, al Che [••■], a los Peces del PC,
a los estudiantes, a Los Agachados, a Cohn Bendit, al Tuerto de
Oro, a la Masonería, a los estudiantes, [etc.] (617s).
Entre otras cosas, esta fantasía capta la irracionalidad de la reacción del Estado
mexicano y la susceptibilidad de algunos ciudadanos a su propaganda exagerada
e histérica. .,
En el pasaje que acabo de citar, se ejemplifica la confusión de realidad y
fantasía que se da en “Palinuro en la escalera o el arte de la comedia”. Allí los
personajes que derivan de la realidad social, como la portera de la casa donde
vive Palinuro — una mujer algo falta de luces que le pregunta si apunto las
placas del tanque que lo quería atropellar —, un doctor bienintencionado pero
cobarde que recomienda a los estudiantes que se olviden de manifestaciones y
de huelgas, y el burócrata Justo Martínez, patriótico, severo, y defensor del
orden establecido, que reconviene a los estudiantes, prometiéndoles que
la realidad política del país, que La-Muerte se resiste a oír y comentar. Así,
Pierrot, “muy cortés”, empieza por preguntarle “qué opina del asesinato de
[Rubén] Jaramillo” — víctima de un asesinato político cometido durante el
sexenio de Adolfo López Mateos, y célebre trapo sucio de esa administración.
A continuación, Pierrot insiste en saber “qué opina de la masacre de Atoyac,
de que el 50 por ciento de la población mexicana habite en el campo, de que
tengamos el 37 por ciento de analfabetismo” (598), preguntas que el Estado
procura evitar, tapándose ora la boca, ora las orejas, ora los ojos (como los
tres monos del cuento infantil) en un sistemático intento de negar realidades y
evadir responsabilidades reclamadas por la opinión pública.
Al mismo tiempo que hace estas referencias a la vida política nacional,
Palinuro de México contiene otras que remiten al contexto internacional. El
texto recuerda los sucesos de la Revolución de Mayo en París, hace mención
de grupos revolucionarios como los tupamaros de Uruguay, e invoca repetida¬
mente el nombre del legendario Che Guevara. Y procede así porque da por
sentado el carácter internacional del movimiento revolucionario del momento,
y porque quiere participar, y de hecho participa, en corrientes de pensamiento
revolucionario en boga en los países occidentales en los años 60, que en algunos
casos inspiraban la praxis política de los grupos mencionados: corrientes que
se caracterizaban por su oposición al capitalismo, al imperialismo, al consu-
mismo y al puritanismo, y que encontraron su exégesis y expresión más fiel en
las obras de ensayistas como Herbert Marcuse. Dado el temperamento inte¬
lectual de Fernando del Paso, no nos sorprende descubrir en su obra huellas
de las ideas esenciales de Marcuse expuestas en El hombre unidimensional y
Eros y civilización (ambos libros publicados en versión española — dicho sea
de paso — por la editorial mexicana de Joaquín Mortiz en 1965). Para citar
las más obvias coincidencias, Fernando del Paso denuncia, como Marcuse, el
materialismo y la enajenación vigentes en la sociedad capitalista que vive bajo
los controles de un principio-de-la-realidad omnipresente y represivo. También
al igual que Marcuse, reivindica el principio del placer, planteando una libe¬
ración del instinto erótico, que se ensaya en varios capítulos de Palinuro de
México, y fomentando un sentido lúdico que influirá no solamente en el orden
de la conducta personal sino también en el uso de la lengua. Debido a la falta
de tiempo, no puedo dar ejemplos de estas tendencias, pero quienes conozcan
la novela sabrán que abundan a lo largo de la misma.
A la luz de estas observaciones, hechas en un momento histórico que está
experimentando un retorno de la música y la moda aunque no del fervor
revolucionario — de los sesentas, Palinuro de México se define claramente como
un producto sintomático de finales de esa década en México y París, Londres y
Berkeley—San Francisco. Con respecto a la motivación política de la novela, no
cabe duda de que Fernando del Paso supo cumplir con el propósito de ofrecer
un testimonio satírico — que no documental — de la crisis que sacudió el
régimen político y social mexicano en el verano de 1968. El contenido político
de Palinuro de México, sin embargo, no existe independientemente de otros
aspectos del texto, de carácter ideológico y formal, que también contribuyen
220
Bibliografía
Fiddian, Robin. 1982. Beyond the Unquiet Grave and the Cemetery of Words:
Myth and Archetype in Palinuro de México. En: Ibero-Amerikanisches
Archiv. N. S. 8, 3: 243-255.
Paso, Fernando del. 1980. Palinuro de México. México: Joaquín Mortiz (la
ed. 1977).
—. 1982b. Entrevista binaria con Fernando del Paso (Entrevista con Maruja
Echegoyen). En: Cuadernos de Marcha. Enero-abril, N° 17-18: 27.
Michael Róssner
Se podría parangonar este párrafo con las últimas páginas de El reino de este
mundo, de Alejo Carpentier, donde, con la misma naturalidad y sin maravillarse
en absoluto, el narrador cuenta las varias metamorfosis mágicas de Ti Noel.
Tal vez sea ésta la página de Noticias del Imperio que más se acerca a los
textos de la “nueva novela”, de lo “real-maravilloso” o del “realismo mágico”.
Sin embargo, el trasfondo esta vez no es el continente latinoamericano, donde
lo mágico, lo maravilloso — como pretende Carpentier — es verdaderamente
real, sino Europa, pero una Europa que no tiene nada que ver con el continente
del Racionalismo, del Imperialismo, de la Revolución Industrial, sino que se
presenta como un mundo que parece salir de un cuento de hadas: con aire
medieval, lleno de castillos, palacios y jardines encantados, un mundo poblado
de príncipes, artistas y damas de corte legendarios. Y esto lleva a mi segunda
tesis, lo real maravilloso europeo.
Otra vez partimos de los conceptos de Carpentier, quien habló de lo real
maravilloso americano. Sabemos hoy en día que el primer impulso para esta
teoría le llegó de la vanguardia europea y de sus tendencias exotistas que se
manifestaron, p.e., en la encuesta que Carpentier publicó en 1930 en su revista
Imán y que comentó de manera siguiente:
en este sentido los papeles están invertidos con respecto a novelas como Hom¬
bres de maíz o El reino de este mundo. Quiero decir con esto que Noticias del
Imperio en mi opinión marca una etapa decisiva en la descolonialización espiri¬
tual del continente. Leyendo p.e. las páginas dedicadas a Viena, a mi ciudad,
me he dado cuenta por primera vez de la impresión que deben haber tenido los
latinoamericanos cuando su mundo fue comercializado aquí en la manera que
acabo de señalar. Hay algunos detalles incorrectos, pero en general se cuentan
cosas verdaderas; sin embargo se cuentan con la óptica de alguien que las estu¬
dia desde fuera, que las mira con placer exótico y con ganas de abandonarse por
un momento a los sueños más bien estéticos de cafés, bailes, música, archidu¬
ques desnudos caminando por el hotel Sacher, etc.2. Desde esta perspectiva la
literatura latinoamericana se emancipa definitivamente de sus raíces europeas
y recupera la igualdad: como acabo de decir, la descolonialización ha llegado a
su último extremo, casi paradójico: la “colonización intelectual” de los antiguos
colonizadores3.
Y con esto ya nos encontramos con mi tercera tesis, un poco menos pro¬
vocativa y original: el autor quiere saldar, en cierta manera, las cuentas con
Europa. Fernando del Paso ha declarado en varias entrevistas (1986, 1988, etc.)
sus intenciones anticolonialistas, por lo que no es nada nuevo lo que digo; sin
embargo, la destrucción del mito sarmientino de la Europa civilizada me parece
aquí más fuerte y explícito que nunca, y eso se nota aun más por el contraste con
la Europa exótica y encantada presentada en otros pasajes. La famosa carta
del hermano francés que, prácticamente repitiendo y ampliando los argumentos
de Montaigne del siglo XVI4, prueba que la violencia no es una característica
latinoamericana, sino firmemente arraigada en Europa, forma parte del largo
proceso de la búsqueda de una identidad latinoamericana, y Fernando del Paso
se pone aquí otra vez al lado de la tradición liberal del continente: la identidad
del continente no se debería buscar en la violencia, la soledad o el indigenismo,
sino en las ideas ilustradas representadas, en este caso, por Benito Juárez. El
complejo de inferioridad de los latinoamericanos frente a Europa se superaría
no autoproclamándose “indios espirituales”, como lo hizo Asturias, sino ob¬
servando y analizando las crueldades y violencias europeas que son mayores y
menos justificadas que las cometidas por los latinoamericanos. En este caso los
mexicanos — aunque del Paso da también espacio a la autocrítica cuando hace
decir al otro hermano en una carta: “mientras más distinguido y culto es un
mexicano, menos mexicano es” y: “lo que les interesa es vivir como europeos
y que sus hijos se eduquen corno tales” (396). Es decir, con todas las tesis que
2 En la novela — es uno de los pocos errores del autor — el Archiduque Otto “se paseaba
desnudo por el Prater” (548) — me permití rectificar este detalle que de por si no tiene
importancia.
3 Hay que mencionar, sin embargo, que esta perspectiva colonial invertida peca de los
mismos defectos que la anterior: si el autor hace decir al simpático Benito Juárez que los
austríacos son alemanes, “no pueden dejar de serlo”, y que “los alemanes son un pueblo
alimentado por teorías peligrosas de superioridad y dominio del mundo” (157), eso equivale
a la posición de mi europeo que dice que todos los indios son iguales y además huelen mal.
4cf. el ensayo XXXI, “Les calímbales”.
228
hasta ahora les he presentado, la novela de Fernando del Paso no es una novela
dogmática, es un texto polifacético que trata de presentar la historia desde va¬
rios puntos de vista, aunque algunas veces se pueda notar claramente como el
autor (p.e. en el papel del “sabio mexicano”, informante del hermano francés)
interviene en las discusiones. Sin embargo, la decisión de hacer la intención
“anticolonialista” del libro más convincente, porque su principal portavoz no
es mexicano sino francés (Paso 1988, 137) refleja otra vez no la perspectiva eu¬
ropea, sino latinoamericana, ya que los europeos estamos acostumbrados, como
acabo de mostrar, a las ideas antieuropeas de europeos, por lo menos desde la
vanguardia de los años 20, mientras que para un mexicano la comparación de
las violencias europea y mexicana pueda sonar tal vez más convincente en la
boca de un europeo que en la de un compatriota.
Pero queda el hecho de la polifonía del texto: en una entrevista con Juan
José Barrientes, Fernando del Paso ha declarado que la idea base de la novela
era la de crear el monólogo de Carlota y que sólo después se dio cuenta de que
literatura de nuestro siglo; creo que en este caso es utilizado para desorientar
y al mismo tiempo estimular la reacción del lector que así no puede permane¬
cer exclusivamente en la posición de consumo a la Valéry y absorber un elixir
romántico-mágico de lo real maravilloso europeo-imperial.
En virtud de esta hipótesis llego finalmente a una conclusión provisoria: con
todos los defectos que una crítica más precisa, más indagadora pueda encontrar
en esta novela, el libro de Fernando del Paso se inserta en la tradición de la
nueva novela y de la novela histórica (especialmente de aquella mexicana que
tanta y tan grande tradición tiene) y al mismo tiempo es un libro innovador,
en el sentido descrito con anterioridad: la descolonialización no se limita a las
denuncias contenidas en la carta del francés, sino que es también una desco¬
lonialización en la relación obra-lector: el lector latinoamericano por primera
vez mira hacia lo exótico europeo, lo goza y al mismo tiempo puede y debe
reflexionar sobre ello.
Bibliografía
Carpentier, Alejo. 1931. América ante la joven literatura europea. En: Car¬
teles [La Habana], 28 de junio.
Juan Bruce-Novoa
La posición de la crítica
La crítica no solo se ha dado cuenta del deseo por parte de los autores de
incluir a ciertos sectores sociales excluidos, sino que, llevada por simpatías
liberales sinceras, ha querido ayudar en el esfuerzo entrando al juego como
participante y exagerando el éxito logrado por las obras. O sea, la crítica,
impulsada igualmente por el deseo de realizar la meta de abrir la escritura
a los reprimidos, ha atribuido a esta literatura valores que acreditan el logro
de las metas. En el caso de Poniatowska, por ejemplo, abundan los casos
en que Hasta no verte se ha incluido en cursos universitarios dedicados al
género de la autobiografía. El libro queda anotado en la recién publicada
Bibliography of Mexican Autobiography {Woods 1988, 129). Tamaña ingenuidad
231
Creo que dentro de mí debe haber una influencia por haber traba¬
jado un mes y medio con Oscar Lewis. Lo conocí antes de que él
fuera famoso por Los hijos de Sánchez. Le ayudé con otro libro que
se llama Pedro Martínez. Lo vi trabajar. Vi como él se daba a la
gente (García Pinto 1988, 181).
Poniatowska dejó de llevar grabadora, lo cual implica que tuvo que recrear
las conversaciones con Jesusa de memoria y de sus apuntes y según me
ha contado la autora, no siempre pudo anotar lo que decía Jesusa porque
ésta a menudo la tenía ocupada ayudándole con algún quehacer1. Ya con
eso entra el factor de la re-presentación, la distancia y la mediación por parte
de una escritora que se encuentra, por múltiples razones inevitables, alejada
del material. No sólo editó como Lewis, sino que trabajó sin tener acceso al
documento electrónico. No pudo haber sido una transcripción directa, sino una
transmutación y aun una traducción. De nuevo, Poniatowska ha confirmado
esta observación:
Quizás lo más que puedan afirmar los que quieren mantener una clasificación
de Iíasia no verie como testimonio es que pertenece a la tradición oral en que
la información se trasmite a través de un proceso continuo de recodificación
— el elaborar, coser, podar y remendar de que habla la autora — según las ne¬
cesidades de contexto inmediato. Cualquier versión actual siempre se distingue
de las del pasado aun en el mero esfuerzo de repetir la transmisión anterior,
que a su vez no repetía lo mismo por haber tenido otro acto como modelo y
origen. La oralidad permite el dinamismo del proceso, mientras la documen¬
tación en forma escrita o grabada lo cancela. Poniatowska necesariamente viola
el proceso y la esencia del rito oral inscribir el material en una forma fija, la
escritura, facilitándolo ahora a espectadores que no comparten el rito de la
transmisión oral — y desde la perspectiva de esa tradición, los lectores no me¬
recen el privilegio de recibir la información. Por un lado, la inscripción de la
información y la voz misma de Jesusa representa la meta de este proyecto — el
violar el espacio elitista de la escritura — pero por otro representa la violación
de la tradición oral. Se justifica porque como Jesusa misma dice, “no tengo
a nadie, lo único que tengo son muertos” (212). Si no habla con Poniatowska
su información morirá con ella. Bien, pero eso no quita que la inscripción, y
aun mas, la mediación de la autora, modifican radicalmente la información y
su contexto semántico. Poniatowska edita el material en función de la lectura,
dándole el marco y la estructura lineal de la narrativa.
Sin embargo, aun así la crítica y los lectores han preferido olvidarse de
las aclaraciones de Poniatowska y tratar el libro como el testimonio directo
quo — sino en algo mucho más radical: su proceso de invención que insiste en
llevarse a cabo a pesar de las restricciones del mimetismo realista y aún, apa¬
rentemente en contra del plan de la misma autora — aparentemente, porque,
como muestra la cita arriba, el inventar figura como el acto culminante de la
enumeración de intervenciones editoriales que constituye su proceso creativo.
Más que sus comentarios iconoclastas, es esta insistencia en no mantenerse
dentro de lo verídico o lo verificable o lo real que lo hace subversivo. Y a fin
de cuentas, es la novelización del texto — Bahktin diría la dialogización de
cualquier principio monologizante, como el realismo verídico —, a pesar de la
imposición de categorías de documentación mimética, que transforma este libro
en obra destacada. En contra de esta posibilidad, la crítica ha resaltado los
complementos “testimonial” o “documental” a costa del sustantivo “novela”,
convirtiéndolos en sustantivos, mientras novela se reduce a complemento des¬
preciado aunque quizás imprescindible. No obstante, Hasta no verte Jesús mió
es novela y para comprender su proceso y el mensaje implícito, hay que tratarla
como novela.
tituyó como tantas de sus compañeras, nos deja entender que no sólo le entró al
negocio sino que trabajó muchos años en un prostíbulo del cual quedó encargada
cuando la dueña se ausentó por una temporada. En el Capítulo 19 nos da a
entender que aprendió lo que sabe de las enfermedades venéreas al trabajar
como asistente de un médico, pero en el 28 nos enteramos que sufre de sífilis.
Insiste en que los hombres nunca le han importado, ni su padre ni su esposo.
De éste dice que sólo andaba con él porque la recogió y la llevó. Sin embargo,
cuando otro quiere casarse con ella, Jesusa responde que después de tener a un
hombre grande, no podría aceptar a otro más chico (266) — en términos de la
retórica de valores de Jesusa, esto equivale a la revolución de un sentimiento
profundo. Aunque protesta que no le importa que su padre la haya abandonado,
cuando los espiritistas ofrecen comunicarse con alguien de su familia, es a él a
quien nombra, en efecto, evocando su memoria y presencia. A fin de cuentas,
Jesusa es una narradora de poca confianza porque ironiza todo lo que cuenta.
Poniatowska misma practica la misma estrategia, no sólo porque recrea la
narración de Jesusa, con todos los subtextos irónicos, sino porque también crea
cierta relación entre ella y Jesusa y el texto que abren espacios de diálogos
con su popia dinámica y significado. Por ejemplo, lo que ha dicho de sus
intenciones para el texto no se verifica en la lectura. Ya hemos visto los dos
puntos claves en su afirmación, citada arriba: mató a los personajes que a
ella le sobraban y trató de eliminar cuanta sesión espiritualista pudo. Mas en
realidad están inextricablemente ligados. El espiritismo de Jesusa se relaciona
a la sobrevivencia de, como dice, “sus muertos”, que ya fueron eliminados de
su vida una vez por otra autoridad a quien le salían sobrando. Al asumir esa
autoridad, Poniatowska se asemeja tanto al narrador omnisciente tradicional
como a la posición del canon literario elitista dos sinécdoques de Dios. Aun
podemos decir que no dista mucho esta posición autoritaria de la que tomó
el gobierno mexicano en 1968 para con los estudiantes: el derecho de matar
gente y de reprimir funciones que consideraba superfluos. El conflicto entre las
preocupaciones de Jesusa y las supuestas intenciones de Poniatowska acerca del
texto, un conflicto entre el deseo dialogizante y la autoridad monologizante, es
el subtexto y para mí la verdadera trama de la novela.
En cuanto al espiritismo, la estructura del texto, que fue una decisión to¬
talmente bajo el control de Poniatowska, de hecho contradice la afirmación de
la autora. Si se busca disminuir la importancia de un elemento temático, no
se le da un lugar destacado en la estructura de la obra. El texto se abre y
se cierra con el tema del espiritualismo; la narración queda enmarcada dentro
de él. De ninguna manera puede tratarse de un tema menor. Sin embargo,
la crítica de nuevo parece haber seguido el juego de Poniatowska, cayendo en
la trampa irónica, porque no se ha estudiado bien lo que significa este hecho
fundamental — tanto para Jesusa como para el texto en sí.
Aparentemente el espiritismo es la última esperanza de Jesusa. Todos los
demás la han excluido o abandonado. Además, se siente la última en su línea
familiar, sin hijos propios. Por un lado el espiritismo explica las ambigüedades
de su testimonio mencionadas arriba. Tiene que convencernos de todo lo que ha
236
Digo yo que las cosas están escritas y que Dios las determina (315).
Son un montón de cristianos enfermos del alma que tengo que curar,
pero como no lo he hecho, seguimos sufriendo todos, ellos y yo (9);
237
hay una diferencia fundamental: mientras éstos creen que la literatura debe
reflejar la realidad exterior para que sea verdad, Jesusa cree que la palabra
escrita vuelve verdad lo que inscribe en la literatura.
A fin de cuentas, Poniatowska, como otros escritores de su generación
—Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Juan Vicente Meló, o Inés Arredon¬
do — juega con la mentira de la vida real y la real vida de la literatura. Hasta
no verte Jesús mío no es la vida real en un documento, sino otra documentación
de la realidad del espacio literario, donde todo es mentira y real.
Bibliografía
Bruce Novoa, Juan. 1983. Elena Poniatowska: The Feminist Origins of Com-
mitment. En: Women’s Studies International Forum, 6.5: 509-516.
Ong, Walter J. . 1982. Orality and Liieracy: The Technologizing of ihe World,
London: Methuen.
—. 1978. Hasto no verte Jesús mío. En: Vuelta, 2, 24, (noviembre): 10.
La literatura mexicana
en el contexto latinoamericano
Ficción de oralidad y cultura de la periferia
en la narrativa mexicana
e hispanoamericana actual*
Nelson Osorio T.
En 1964 se publica en México una novela breve que hoy lleva ya más de 10
ediciones. Se trata de La tumba, novela con la que su joven autor, José Agustín
Ramírez, que firma simplemente como José Agustín, hace su entrada en la
narrativa nacional. La obra llama en seguida la atención no sólo por la juventud
de su autor, que entonces tenía apenas 20 años, sino sobre todo por su especial
y novedoso tratamiento del mundo de los adolescentes urbanos.
Pero esta novela no era un hecho aislado. El año anterior se habían pu¬
blicado los seis relatos que integran la primera edición de El viento distante
de José Emilio Pacheco. Y al año siguiente, 1965, Gustavo Sainz da a conocer
también su primera novela: Gazapo, que con De perfil (1967), la segunda novela
de José Agustín, forman la dupla que renueva la visión del adolescente en la
narrativa mexicana.
Esto ocurre en México, pero en el extremo sur del continente vemos que
se dan en esos mismos años hechos equivalentes. En 1966 se publica en Chile
Cero a la izquierda de Poli Délano y al año siguiente los relatos de El entusias¬
mo, primer libro de Antonio Skármeta, obras ambas cuya temática también se
centra en los adolescentes urbanos.
Mencionamos estos libros en dos extremos geográficos de la América Latina
no sólo por la importancia que tienen hoy sus autores sino porque ofrecen una
muestra de algo que entonces tal vez no pudiera ser captado a primera vista:
la extraordinaria afinidad de perspectiva que se advierte en todas estas obras.
No se trata solo de la común preferencia temática (el mundo de los niños y
adolescentes urbanos) sino de un tratamiento muy similar de este espacio: no
hay idealización del mundo adolescente, pero tampoco se trata de mostrar su
mundo confuso, sino, en cierto modo de narrar desde el interior de esa misma
confusión. En estas obras los adolescentes no son el “objeto” de la mirada que
narra sino que de alguna manera son la mirada misma, son por así decirlo, el
“sujeto” de la enunciación poética.
Cuando se publican estas obras, en el decenio de los sesenta, el espacio
narrativo hispanoamericano está avasallado por la puesta en escena del llamado
“boom” de la novela hispanoamericana. Es el decenio de Cortázar, Fuentes,
Vargas Llosa, García Márquez, y también Donoso, Carpentier, Onetti, Viñas,
*E1 texto de esta ponencia fue redactado para su lectura ante los participantes del Simposio
Internacional sobre “Literatura Mexicana Hoy”. Aunque se le han hecho pequeños ajus¬
tes, precisiones y enmiendas, su tono general conserva el carácter de presentación oral que
entonces tuvo, lo que puede explicar muchos de sus giros sintácticos y algunas repeticiones
que de otro modo no se justificarían (N.O.T.).
244
Roa Bastos, Rulfo, Arguedas, Sábato. Los escritores a los que estamos re¬
firiéndonos son más jóvenes que éstos; en ese decenio recién se inician en las
letras, y su producción sólo podrá llegar a verse como parte de una propuesta in¬
tegral 15 o 20 años después. Con obras como las mencionadas de José Agustín,
Sainz, Skármeta o Délano empieza a despuntar lo que bien pudiéramos con¬
siderar como una promoción de relevo, el relevo de los que, precisamente en
esos años, impusieron firmemente las letras de nuestra América en la cultura
literaria mundial. Esta promoción de relevo es la que forma la actual narrativa.
Por eso podríamos decir que la narrativa actual corresponde a la promoción
de escritores que en los años 60, en los mismos años consagratorios de la na¬
rrativa latinoamericana (el llamado “boom”), están en proceso de formación y
se inician en el mundo de las letras. Son escritores que, nacidos más o menos a
partir de 1940, viven la experiencia de los 60 en su primera juventud e ingresan
en un mundo que en ese período cambia en forma global de fisonomía y deja
atrás definitivamente la segunda postguerra de este siglo.
Los años 60 tienen una importancia definitoria para el mundo actual. Son
los años de la llamada Revolución Científico-Técnica, de proyecciones análogas
a lo que había significado dos siglos antes el inicio de la llamada Revolución
Industrial, en cuanto ambas implican un sustancial cambio en la relación del
hombre con el mundo.
En los años 60 está desde luego, la transformación en las comunicaciones
(satélites artificiales, teléfonos directos, TV y transistores), pero también el
inicio de la época de las computadoras y de la informática. No se trata sólo del
cambio científico y tecnológico. También en ese decenio la vida, la fisonomía
política del mundo se transforma de un modo radical. Si el triunfo de la re¬
volución en Cuba inicia una nueva etapa en la vida política del continente, no
se puede tampoco dejar de tomar en cuenta que entre 1960 y 1968 cuarenta
y tres nuevos países recientemente independizados (en su mayoría de Africa
y el Caribe) ingresan a las Naciones Unidas. Y que el Concilio Vaticano II
(1962-1965) y la gestión del Papa Juan XXIII remozan viejas concepciones en
la Iglesia Católica mundial.
Por otra parte, una revolución menos cuantificable pero no menos profunda
se gestaba en la vida personal de los jóvenes con la incorporación rápidamente
extendida, en 1960, de la píldora anticonceptiva.
No es este momento para un recuento detallado de los hechos que ilustran
el enorme cambio que significó en América y en todo el mundo ese decenio. De
paso solamente podemos mencionar el proceso de luchas populares y guerrillas
en América Latina, la insurgencia estudiantil en todo el mundo, el movimiento
reivindicativo del pueblo negro en Estados Unidos, el feminismo y las luchas
por la liberación de la mujer. Y, por supuesto, la guerra de Vietnam.
Los jóvenes y adolescentes de esos años ingresan de modo activo en un
mundo cambiante y que cambia efectivamente en poco tiempo. Su formación
y sus valores, por consiguiente, responden a otra realidad. Y esto es un hecho
difícil de soslayar.
Lo que hoy ocurre en la literatura, por consiguiente, no puede ser compren-
245
2Algo semejante ocurre con la virtual exclusión del campo de la literatura narrativa de
obras que han sido encasilladas dentro del reportaje periodístico, como Reíalo de un náufrago
(1970) de Gabriel García Márquez y Operación masacre (1972) de Rodolfo Walsh.
250
(1980) de Ricardo Piglia o las novelas de Diamela Eltit (pienso sobre todo en
Lumpérica, 1983, y Por la patria, 1986)3.
La otra línea, que se ha estudiado menos como tal y que parece más produc¬
tiva como renovación, es la que busca incorporar al discurso literario el modelo
discursivo de la oralidad.
Esto de incorporar el modelo de la oralidad al discurso literario es casi
una aporía, ya que esta narrativa, la narrativa de la que estamos hablando, se
escribe, está grafematizada, no es oral. Se trata en realidad de una “ficción
de oralidad”, de una oralidad ficticia, de una oralidad poética, como la llamó
alguna vez con acierto Bryce-Echenique.
“Archiescritura” y “Ficción de oralidad” serían, por consiguiente, las dos
modalidades discursivas que en la narrativa actual buscan plasmar literaria¬
mente la perspectiva y los valores de la Periferia. Con ellas se busca desacralizar
y cuestionar el Centro tradicional de la emisión literaria.
En mi opinión, la oralidad ficticia que caracteriza el lenguaje narrativo de
gran parte de la actual narrativa está más en relación, más en consonancia
con los valores de este mundo de la Periferia que se busca expresar y hacer
trascender.
La manera más evidente —- y más obvia — en que se presenta esta “ficción
de oralidad” en la actual narrativa es a través del recurso de un narrador-
• personaje que pertenece a la Periferia (mujer, niño, adolescente, homosexual,
negro, etc.), que nos narra desde el interior de ese mundo y usando sus propios
valores como marco referencial. Pensemos en las obras de Miguel Barnet, en
Que viva la música (1977) de Andrés Caicedo, en La princesa del Palacio de
Hierro (1974) de Gustavo Sainz, en No pasó nada (1980) de Antonio Skármeta,
en Arráncame la vida (1985) de Angeles Mastretta, sólo a título de ejemplos.
Hay que advertir, sin embargo, que esta misma modalidad no es tan simple, y
a veces ofrece variables audaces, como la ficción de la grabadora de cassettes en
El vampiro de la Colonia Roma (1979) de Luis Zapata o la reflexión que hace
el personaje Sugi sobre los cuadernos en que registra su memoria en Noche de
califas (1982) de Armando Ramírez, o la mezcla de voz de oralidad y voz de
escritura en La revolución en bicicleta de Mempo Giardinelli.
Pero en todas estas novelas, más allá del hecho de que a través de un narra¬
dor personaje se resuelva la escritura como transcripción ficticia de su oralidad,
lo que resulta altamente significativo — y diferenciador — es la incorporación
de la cultura de la Periferia como sistema referencial básico, como marco orga¬
nizador de valores. Y que, en consecuencia, la cultura ilustrada pueda sentirse
en ellas como parte del mundo del otro.
Esto suele ser mas claro y evidente cuando se trata de novelas que no se
construyen desde un narrador personal, como El comandante Veneno (1979) de
Manuel Pereira, Ciudades desiertas (1982) de José Agustín, Celia Cruz: Reina
rumba (1981) de Umberto Valverde, La Linares (1976) de Iván Egüez, etc. En
estas obréis, como en otras análogas, puede advertirse que el registro narrativo
del enunciador básico se aproxima más al modelo sintáctico de la oralidad que
al de la escritura, en un intento por plasmar una perspectiva de enunciación
que asuma el mundo desde la Periferia.
Si tomamos en cuenta estos aspectos, la marcada recurrencia a los modelos
sintácticos de la oralidad que se observa en la narrativa no puede ser consi¬
derada simplemente como una moda. En nuestra opinión, nos encontramos en
presencia de una estrategia discursiva que se articula a una búsqueda de supe¬
ración del sistema narrativo y literario aún vigente; mediante esta “ficción de
oralidad” lo que se procura es adecuar el lenguaje narrativo a las necesidades
expresivas que surgen de la nueva y cambiante realidad de nuestros días. Por
ello, este “recurso” narrativo debe ser visto, más que como una simple prefe¬
rencia formal o una opción estilística, como parte de ese impulso desacralizador
de un sistema literario que se identifica con la cultura ilustrada. Su reiterado
empleo en la actual narrativa se articula a la desenfadada irrupción no sólo de
elementos temáticos sino de los valores del mundo de la periferia, todo lo cual
contribuye a minar y desmontar el territorio sagrado de la “escritura” como
modelo indiscutible del discurso literario.
Creemos que bajo la aparentemente heterogénea y anárquica variedad que
ofrecen a primera vista las manifestaciones concretas de la actual narrativa
— la que corresponde a los escritores formados en los años 60 — sería posible
encontrar una serie de elementos recurrentes, que si se ponen en relación permi¬
tirían diseñar el perfil de una especie de poética común que las interrelaciona.
Esta habría que entenderla como un proyecto implícito, todavía en proceso,
que va constituyendo una nueva propuesta estético-ideológica.
Por eso mismo, en tanto puedan considerarse expresiones de una propuesta
nueva en etapa de constitución y afirmación, los criterios para comprender y
valorar estas obras no deberían basarse en los valores consagrados por el modelo
anterior, ya que el proyecto de la narrativa actual no pretende prolongarlo ni
modificarlo sino sustituirlo, y construir sobre otras bases su propio espacio
narrativo.
Esto es muy importante de entender, ya que muchos de los problemas de re¬
cepción y valoración que actualmente tienen estas obras se originan en el hecho
de que el horizonte de espectativas del lector medio está regido por la tradición
ilustrada de la literatura inmediatamente anterior. El actual consumidor de li¬
teratura narrativa, sobre todo el que contribuye a la difusión y consagración
de ciertas obras (periodistas culturales, críticos, profesores, etc.), vive inmerso
y forma parte de un mundo de valores que corresponden fundamentalmente a
los del tradicional Centro hegemónico de la cultura ilustrada.
Por todo lo dicho, parece legítimo sostener que la actual narrativa, consi¬
derando como tal la que escriben autores formados en la nueva realidad que
empieza a vivirse a partir de los años 60, debiera verse como un conjunto cuya
poética implica una propuesta alternativa al sistema literario precedente. En
esta perspectiva, sus manifestaciones concretas no pueden cabalmente enten¬
derse si se las considera ya sea como prolongación o como modificación del
252
Gustav Siebenmann
Retrospectiva
Para situar y valorar la poesía de una nación, en esta ocasión la de México,
es imprescindible reconstruir primero los antecedentes y el contexto cultural, o
sea el panorama de su desarrollo, contrastándolos con la de otros países de la
región. Y esto se nos impone más aún desde Europa, porque a estas alturas
del fin de este siglo ciertamente es necesario recordar, en un contexto de lite¬
ratura comparada, los avatares que conoció el género poético en las literaturas
latinoamericanas desde el modernismo, aunque para los enterados lo que sigue
es una vuelta sobre lo andado. Los otros, aún siendo gente culta, muchas veces
ignoran que la poesía latinoamericana tiene un destino cada vez más e injusta¬
mente postergado a la brillantez de la narrativa. Efectivamente, el auge de la
novela logró, particularmente en las décadas desde 1950, obnublar la excelen-
254
Radiación internacional
Deseo hacer constar de antemano que el hecho de transcender un escritor las
propias fronteras y de llamar la atención de la crítica, de los editores y de los
lectores de fuera del propio ámbito cultural, no es, ni mucho menos, un criterio
valorativo de mayor envergadura que otros. Quiero decir que el hecho de co¬
nocer un autor una o muchas traducciones no debería ser un criterio decisivo
para su estimación. Existen razones respetables para que un autor que se ciñe,
en cuanto al éxito se refiere, a su propia cultura y que desempeña un papel
cultural eficaz en su autóctono lar, no debe ser postergado en importancia a
los cosmopolitas. Sin embargo, es innegable que en el contexto de la llamada
“Weltliteratur” — concepto lleno de equívocos eurocentristas3 la universa¬
lización de obras nacionales les confiere a éstas una especie de consagración.
En efecto, el hecho de ser un discurso literario lo suficientemente polisémico
y significativo para transmitir un mensaje y ofrecer una forma mediadora que
interese a lectores foráneos, representa sin duda un logro. La investigación
de los procesos de recepción entre culturas distintas aporta, por consiguiente,
uno (según ya dije: uno entre varios) de los criterios viables para la valoración
literaria.
Para dar una idea de cómo fueron recibidos internacionalmente los poetas
latinoamericanos — y entre ellos los mexicanos — a partir de 1915, hice, en
1988, una especie de cómputo tentativo, cuyos resultados se publicaron por
primera vez en 19894. En cuanto a la extensión geográfica de la investigación
observé los límites estrictamente subcontinentales, o sea de América Latina,
rebasando adrede el nivel nacional. El corpus de las 49 antologías consultadas
a tal fin (ver anejo) fue diversificado de la siguiente manera: dos antologías
universales (como muestras de lo que el ámbito cultural alemán considera poesía
universal); nueve antologías ibero-americanas (que abarcan a la vez la Península
y Latinoamérica); diez antologías latinoamericanas (incluyendo el Brasil y otros
países no hispanófonos); diecisiete antologías hispanoamericanas (sin el Brasil),
que forman la parte más importante del corpus; ocho antologías especiales (por
ejemplo de poesía negra, poesía religiosa, poesía femenina etc., pero siempre a
nivel subcontinental o internacional); y, por último, tres antologías regionales
(que abarcan varios países de América Latina). Como la suma de los poetas
que figuran en este corpus (1.176) es demasiado elevada para significar una
respresentatividad internacional en todos los casos, quedaron eliminados los
que figuran con un solo poema en el corpus entero (565) y también los que
han sido tomados en cuenta por un solo antologo (211). La lista final de los
300 poetas así seleccionados se reproduce por orden alfabético en la tabla No. 2
del artículo mencionado (30-38) y es el documento principal resultante de aquel
cómputo. Allí también señalo los límites y los defectos inevitables del método,
que son evidentes. Creo que el cómputo alcanza cierta validez a pesar de todo,
porque así conseguimos datos que informan sobre la irradiación internacional de
los poetas, datos reveladores de la recepción que difícilmente serían asequibles
de otra manera.
En el contexto de este ensayo actualizo las cifras publicadas en La Torre,
tomando en cuenta dos antologías más (ver más arriba) y reduzco las tablas
limitándome a Hispanoamérica (sin el Brasil). Para alcanzar cierta “masa es¬
tadística me atengo a los poetas cuyos poemas se incluyen con un mínimo
de tres en por lo menos dos antologías distintas. Además, ordeno esta vez los
poetas ya no por alfabeto, sino por el número de sus poemas incluidos en el
corpus. Así se descubre el grado de su representación cuantitativa. Reproduzco
aquí por primera vez esta tabla (reproducida of final).
Esta tabla merece algunos comentarios. En primer lugar se hace evidente
que las antologías son en principio conservadoras. Ello es verdad en el sentido
estricto de la palabra, puesto que conservan las voces que en el momento de
componerse la selección tenían o prometían cierta fama; y luego es cierto por-
*Siebemnann 1989. Se habían tenido en cuenta 47 antologías para este cómputo. En una
revisión posterior fueron incluidas dos más: La de Francesco Tentori Montalto (Milano 1987)
y la de Julio Ortega (México 1987). Las cifras que aquí figuran corresponden a la inclusión
de estas dos antologías igualmente importantes y difieren algo — aunque no en cuanto al
nivel cuantitativo se refiere — de las publicadas en dicho artículo.
257
que, con la longevidad del género, prorrogan durante años la valoración que
gobernaba en aquel momento. Este destino les corresponde incluso a las an¬
tologías de los “novísimos” de cada momento, que suelen ser nacionales, y no
internacionales. Como nuestro corpus de antologías fue constituido exclusi¬
vamente con selecciones supranacionales, el factor retardatario resulta ser aún
más vigente, dada la ambición y perspectiva “duradera” de este tipo. Las fechas
de publicación de las antologías que integran nuestro corpus varían entre 1930
(A. Guillen) y 1987 (J. Ortega y F. Tentori Montalto), con 7 antologías de los
años cincuenta, 17 de los sesenta, 13 de los setenta y 15 de los ochenta. Se
explica con ello la abundancia de poetas antologados ya fallecidos o entrados
en años, correlada con la escasez de los jóvenes. El recuento por año de naci¬
miento da por resultado, en este mismo grupo de 78 poetas, 39 nacidos antes
de 1910, 14 entre 1910 y 1919, 16 entre 1920 y 1929, 7 entre 1930 y 39, 2 (A.
Cisneros y J. G. Cobo Borda) entre 1940 y 1949. No dejan de ser significativos
la presencia de algunos jóvenes entre tantos poetas consagrados, ya clásicos, y
los a veces sorprendentes desplazamientos que se observan en la colocación de
éstos.
Además, la Tabla 1 revela que al lado de los “fundadores” arriba mencio¬
nados unos cuantos poetas conocieron una recepción por lo menos comparable.
Teniendo en cuenta la representación en las antologías internacionales habría
que equipararlos también a poetas como Gabriela Mistral, Jorge Carrera An-
drade, Carlos Pellicer — otro mexicano —, y Luis Palés Matos. El caso revela
claramente que al impacto estético, renovador en el sentido pronosticante, no
corresponde siempre el éxito cuantitativo y mucho menos aún inmediato. Por
otra parte observamos que la fama, una vez confirmada, es un factor que re¬
fuerza con cierta autodinámica la presencia en las antologías. Octavio Paz,
además de pertenecer a los “fundadores”, llegó a ser durante varias décadas
una figura puente para toda Hispanoamérica, acaso por ser el más innovador,
el más lúcido y el más variado entre todos. A pesar de ello resultaría difícil
postergarle, en cuanto a originalidad estética e intelectual se refiere, coetáneos
suyos como José Lezama Lima, Vinícius de Moráes, Nicanor Parra, Alí Chu-
macero (también mexicano) y Alberto Girri, todos igualmente renovadores a su
modo. Pero si nos fijamos en el lugar que les corresponde en nuestra estadística
de las antologías, constatamos que ninguno de éstos conoció la atención inter¬
nacional que le fue deparada a Paz, ahora corroborada por el Premio Nobel de
Literatura de 1990.
Entre los nacidos en los años 20 observamos en muchos casos una rela¬
tiva equiparación del éxito recepcional, y a la vez una disparidad poetológic.a
sorprendente, de lo cual se deduce que los favores pueden repartirse, en ese
compromiso inevitable que representa una antología, en una amplia gama de
discursos diferentes. Basta con comparar el lugar que les corresponde a poetas
más o menos coetáneos y tan distantes entre sí como Vitier (1921, nivel 9),
Cardenal (1925, nivel 12), Parra (1914, nivel 13), Belli (1927, nivel 14), Diego
(1920, nivel 16), Sologuren (1922, nivel 24), Lihn (1928, nivel 24), Mutis (1923,
nivel 27), el mexicano Sabines (1926, nivel 27), Fina García Marruz (1923, ni-
258
vel 31), Idea Vilariño, nivel 33), Juarroz (1925, nivel 33), Mejía Sánchez (1923,
nivel 35), Gaitán Durán (1924, nivel 35), Adoum (1923, nivel 37), Martínez
Rivas (1924, nivel 38), el mexicano Bonifaz Ñuño (1923, nivel 39), todos con
entre 21 y 54 poemas en el Corpus.
particularmente idóneo, acaso por distanciado del resto y por limítrofe al mundo
occidental.
Prosiguiendo con el mismo método y en las bases antes descritas reproduzco
aquí, en una segunda tabla, el recuento estadístico del cual se desprende la
presencia y ubicación de los poetas mexicanos.
De estas listas se desprende con clara evidencia que la radiación internacio¬
nal de la poesía mexicana es imponente. Prefiero abstenerme de comentar la
colocación en casos de determinados poetas y dejo al lector la libertad de opi¬
nar sobre ello, de comparar el resultado del cómputo, tal como consta en las
dos tablas, con sus apreciaciones individuales. Quisiera recordar sencillamente
que este recuento se hizo a base de un corpus de 49 antologías internacionales
publicadas entre 1930 (Alberto Guillen) y 1987 (Julio Ortega), con una re¬
partición cronológica que no pudo ser igual, puesto que obedece a la cadencia
fortuita en que se iban publicando los libros. Sin embargo, el fuerte del corpus
está centrado en los años 60 (15 antologías), 70 (13) y 80 (13). Esto implica
que los poetas que se manifestaron durante las dos décadas pasadas (años 70
y 80), quedan evidentemente desfavorecidos cuantitativamente, o sea que la
“consagración”, según se viene diciendo con un vocablo ampuloso, efectuada
por la graduación en los escalones de las tablas corresponde en parte a la edad
del poeta. Pero no únicamente, como lo prueba, por ejemplo, la comparación
entre Octavio Paz (1914, en el 1er escalón, con 94 poemas) y Miguel Angel
Asturias (1899, en el 5o escalón, con 11 poemas). Lo que se capta bien me¬
diante este cómputo es la permanencia de un poeta durante los últimos 75
años en el reconocimiento por los antólogos y, también, la recepción favorable,
sorprendente en ambos casos, de poetas jóvenes como Cisneros (1942) y Cobo
Borda (1948), con 26 y 20 poemas recogidos, respectivamente. Lo que, en cam¬
bio, se capta mal, es la poesía reciente. En México, según pudimos observar
los que asistimos al Congreso del Instituto Internacional de Literatura Ibero¬
americana, en agosto de 1988, los jóvenes tienen presente el pasado poético
inmediato y le confieren al género una presencia vivísima. Allí están y escriben
poesía mujeres como Carmen Alardían, Guadalupe Amor, Coral Bracho, Lucha
Corpi, Elsa Cross, Gloria Gervitz, Mónica Mansour, Miriam Moscona, Silvia
Tomasa Rivera y muchas otras más. Y atestiguan la confianza en el género
poético las voces, tan dispares, de Luis Miguel Aguilar, Antonio C astañeda,
Ricardo Castillo, David Huerta, Jaime Labastida y los demás de la “Espiga
amotinada”, Carlos Montemayor, Fabio Morábito, Manuel Ponce, Jaime Reyes,
José Luis Rivas, Eusebio Rubalcaba, Rafael Torres Sánchez, Manuel Ulacia, Ri¬
cardo Yáñez.. .Sin embargo, como aquí limito mi tema al aspecto recepcional,
no puedo aún pronunciarme sobre esta poesía reciente.
Guillermo Sheridan escribe, en su Presentación a la reedición de la histórica
Antología de Jorge Cuesta (1928), que “una buena antología debe desatar una
buena polémica o ser consecuencia de una anterior” (Cuesta, 28). Las antologías
internacionales, por lo común no suelen despertar polémicas, porque están con¬
denadas al compromiso y a los ejercicios de equilibrio, y tampoco suelen ser
consecuencia de una polémica anterior. Vale a decir que nunca podrán ser
260
Tabla 1
Poetas hispanoamericanos
con 2 o lás poemas en una y a la vez representados en dos de las 49
antologías (mínimo 3 poemas o sea 2+1 ó 1 + 1 + 1)
En el 5o escalón
con entre 10 y 19 poemas son 51 poetas
En el 6o escalón
con entre 3 y 9 poemas son 153 poetas
Tabla 2
Graduación:
jer
escalón: 50 y más poemas 14 poetas (2 mexicanos) 14,3 %
2er escalón: 40 a 49 poemas 12 poetas (3 mexicanos) 25 %
3er escalón: 30 a 39 poemas 17 poetas (4 mexicanos) 23,5 %
4er escalón: 20 a 29 poemas 35 poetas (6 mexicanos) 17,1 %
5er escalón: 10 a 19 poemas 51 poetas (7 mexicanos) 13,7 %
Representados con 10 o
más poemas 129 poetas (22 mexicanos) 17,1 %
Representados con entre 3 y 9 153 poetas (15 mexicanos) 9,8 %
poemas en por lo menos
2 antologías
Total con por lo menos 3
poemas en por lo menos 2
antologías 282 poetas (31 mexicanos) 13,7 %
Con 1 poema en no más
de 2 antologías 536 poetas (24 mexicanos) 4,5 %
Con poemas en 1 sola
antología 201 poetas (17 mexicanos) 8,5 %
Recuerdo que la lista entera con la nómina de los poetas se publicó en el número
mencionado de la revista puertorriqueña La Torre (cf. nota 4).
265
Bibliografía
A. ACTAS
1. Benecke; K. Kohut; G. Mertins; J. Schneider; A. Schrader (eds.):
Desarrollo demográfico, migraciones y urbanización en América Latina.
1986 (erschienen im F. Pustet-Verlag Regensburg ais Bd. 17 der
Eichstatter Beitrage)
2. Karl Kohut (Hrsg.): Die Metropolen in Lateinamerika — Hoffnung und
Bedrohung fiir den Menschen. 1986 (erschienen im F. Pustet-Verlag
Regensburg ais Bd. 18 der Eichstatter Beitrage)
3. Jürgen Wilke/Siegfried Quandt (Hrsg.): Deutschland und Lateinamerika.
Imagebildung und Informationslage. 1987
4. Karl Kohut/Albert Meyers (eds.): Religiosidad popular en América Latina.
1988
5. Karl Kohut (Hrsg.): Rasse, Klasse und Kultur in der Karibik. 1989
6. Karl Kohut/Andrea Pagni (eds.): Literatura argentina hoy. De la
dictadura a la democracia. 1989. 2a ed. 1993
7. Karl Kohut (Hrsg.) in Zusammenarbeit mit Jürgen Báhr, Ernesto Garzón
Valdés, Sabine Horl Groenewold und Horst Pietschmann: Der eroberte
Kontinent. Historische Realitat, Rechtfertigung und literarische
Darstellung der Kolonisation Amerikas. 1991
7a. Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Báhr, Ernesto Garzón
Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: De conquistadores
y conquistados. Realidad, justificación, representación. 1992
8. Karl Kohut (ed.): Palavra e poder. Os intelectuais na sociedade
brasileira. 1991
9. Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la
revolución. 1991. 2a ed. 1995
10. Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy II. Los de fin de siglo. 1993
11. Wilfried Floeck/Karl Kohut (Hrsg.): Das modeme Theater Lateinameri-
kas. 1993
12. Karl Kohut/Patrik von zur Mühlen (Hrsg.) Altemative Lateinamerika. Das
deutsche Exil in der Zeit des Nationalsozialismus. 1994
13. Karl Kohut (ed.): Literatura colombiana hoy. Imaginación y barbarie.
1994
14. Karl Kohut (ed.): Von der Weltkaríe zum Kuriositatenkabinett. Amerika im
deutschen Humanismus und Barock. 1995
C. TEXTOS
1. José Morales Saravia: La luna escarlata. Berlín Weddingplatz. 1991
2. Cari Richard: Briefe aus Columbien von einem hannoverischen Officier an
seine Freunde. Neu herausgegeben und kommentiert von Hans-Joachim
Konig. 1992
D. LYRIK
1. Emilio Adolpho Westphalen: Die "Abschaffung des Todes" und andere
frühe Gedichte. Hg. von José Morales Saravia. 1995.
aDuQQPtoama ©YZS^cst^Qmsúa
Publikationen des Zentralinstituts für Lateinamerika
Studien der Katholischen Universitát Eichstátt
Serie A: Kongrefiakten, 9