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formulaba esta observación en una nota referida a su poema “Rosas”, incluido en Fervor de
Buenos Aires. El comentario, realizado en la segunda mitad de los años sesenta, no puede
naturalmente ser tomado por bueno sin más; sin embargo, permite volver a poner en discusión
algunos argumentos acerca del revisionismo histórico.
Este término, es sabido, ha sido utilizado para definir realidades muy diversas. Para Halpering
Donghi se trató de una "empresa a la vez historiográfica y política", cuyos primeros momentos
pueden ubicarse en la década abierta en 1930 y que hacia 1984 todavía demostraba un “vigor al
parecer inagotable”. Diana Quattrocchi parece preferir una perspectiva que lo vincula a la
instalación del debate sobre Rosas en la sociedad argentina, que fecha en los tiempos de la llegada
del radicalismo al gobierno; ya en los años treinta, el revisionismo terminaría constituyendo una
contrahistoria. De acuerdo con los planteos de Carlos Rama, en cambio, se trató de un fenómeno
latinoamericano, cuya característica central fue haber sido el resultado de la aplicación de un
enfoque nacionalista al estudio del pasado. Hacia 1974, a su vez, Ángel Rama lo concebía como
una de las “expresiones de las subculturas dominadas”, mientras que ese mismo año, Leonardo
Paso, historiador oficial del Partido Comunista argentino, sostenía que el revisionismo rosista era
una “gran expresión de nuestra oligarquía ganadera y latifundista”.
Al problema de los varios sentidos que se han otorgado al término, se añade la pregunta acerca de
qué es aquello que distingue una versión revisionista del pasado argentino de una que no lo es. La
exaltación de los gobiernos de Rosas no basta, dado que a lo largo de los años sesenta los
hombres de la llamada "izquierda nacional", que se autoproclamaban miembros del revisionismo
socialista y a quienes Halpering Donghi ubica entro los neorrevisionistas, tendían a preferir a los
caudillos del interior, llegando a proclamar que el "rosismo" y el "mitrismo" eran "dos alas del
mismo partido”. Por otra parte, tampoco los revisionistas más clásicos imaginaban de manera
homogénea las características de los gobiernos de Rosas: para Ibarguren, se trataba de un
“dictador” que había dominado para bien al gauchaje, garantizando el orden social en beneficio de
las clases propietarias, mientras que José María Rosa, a principios de los años cuarenta, lo
proponía como el ejecutor de una benéfica reforma agraria en favor de quienes trabajaban la
tierra.
Sin aspiración de cerrar estas cuestiones y mucho menos de esbozar una “definición” del
revisionismo, debemos señalar que el criterio que aquí empleamos, es el de considerarlo un grupo
de intelectuales que procuró intervenir en la amplia zona de encuentro entre el mundo cultural,
incluyendo en él a las instituciones historiográficas, y la política. En ese intento, el revisionismo se
dio unas herramientas muy similares a las construidas, ya desde el Centenario y con mayor
claridad desde los primeros años de posguerra, por otros grupos culturales y asociaciones
historiográficas: creó una institución reconocible y una revista, contó con editoriales vinculadas,
celebró reuniones y conferencias, tomó posición ante decisiones de las autoridades. Plantear una
perspectiva que se centre en el revisionismo como grupo intelectual significa asumir la opción por
examinar, las acciones que llevó adelante para instalarse como un nuevo actor entre las
instituciones dedicadas a la historia, a la actividad cultural en general, y por trazar lazos con el
estado estas actividades eran desarrolladas en función de esa otra gran tarea que se asignaba el
revisionismo: cambiar la que, sostenían, era la versión dominante del pasado argentino por otra,
convirtiéndose en una nueva historia oficial.
Sobre esos argumentos, José Carlos Chiaramonte ha insistido en que dos de los más conocidos
habían sido propuestos con anterioridad a los años treinta, destacando tanto la existencia de
reclamos de revisión de una historia que se entendía “de familia”, a cargo de varios estudiosos del
pasado en los años del Centenario, como el inicio de la reconsideración del papel del federalismo
en el proceso de organización nacional por parte de miembros de la “nueva escuela” Histórica, en
particular, por Emilio Ravignani. Efectivamente, uno de los reclamos de los historiadores de
comienzos del siglo XX al enfrentarse con la tradición historiográfica heredada fue el de la
necesidad de su revisión. En lo que hace a la reconsideración favorable del federalismo y de la
acción de Rosas, Emilio Ravignani sostenía hacia 1927, en su balance sobre “Los estudios históricos
en la República Argentina”, que la política unitaria había sido “un mal contra la democracia”, y que
“el ejercicio de los principios federales produjo la organización”. Era la política rosista, sostenía
Ravignani, la que había puesto los cimientos de la organización nacional.
Pocos años más tarde, Irazusta sostuvo que a principios de siglo “Ingenieros, Rojas y Lugones
dieron nuevo impulso al movimiento revisionista”, aunque luego volvía a diferenciar ese
movimiento del “nacimiento de una escuela específicamente llamada 'revisionista". A la hora de
inventarse una genealogía, los revisionistas solían filiarse con Quesada y aún con Saldías, con cuya
obra J. M. Rosa, por ejemplo, insistía en hacer comenzar la historia del grupo.
Desde otras perspectivas, Diana Quattrocchi ha planteado que al momento de la inauguración de
la república radical tuvo lugar un “movimiento de contramemoria” en el que aparecieron,
dispersos, elementos que se articularán para constituir una “contrahistoria” orgánica luego de
1934. La asociación que la autora realiza entre yrigoyenismo y rosismo parece poco verosímil, si
se atiende al complejo problema del pensamiento radical: entre los escasos motivos ideológicos
compartidos por el radicalismo que llegaba al poder en 1916, no se contaba la exaltación de Rosas.
Hubo dirigentes, no todos yrigoyenistas, que se inclinaban a echar una mirada favorable al
régimen caído en Caseros, y algunos formarían más adelante en el revisionismo. Ellos debían
convivir, sin embargo, con muchos más que se inscribían en la tradición opuesta. Hacia fines de los
años veinte, y durante buena parte de los treinta, los gobiernos rosistas constituyeron un efectivo
punto de referencia, utilizado mucho más a menudo por la oposición para el cotejo denigratorio
con las presidencias de Irigoyen que por el propio radicalismo, que en palabras del viejo
militante Alfredo Acosta, trazaba de este modo las líneas histórica que, creía, se
enfrentaban: “Brilla en la UCR la límpida mirada de Moreno. ilumina [a la oligarquía] el felino
fulgor de las pupilas de Facundo. El espíritu renovador de Rivadavia está en aquella. El espíritu
colonial de Rosas impulsa a la otra”. E. Tradatti reclama la filiación con un panteón similar,
sosteniendo que la esencia del radicalismo “arranca de los orígenes mismos de nuestra
nacionalidad. entroncando con la corriente que encabezan Moreno y Monteagudo y continúan
Echeverría y Rivadavia “
Tampoco en franjas del partido más claramente alineadas con Yrigoyen el rosismo parecía abrirse
paso con facilidad. En 1933, el Ateneo Radical Bernardino Rivadavia celebraba un acto para
reivindicar el “radicalismo americanista de Yrigoyen”; uno de los militantes evocaba en su
discurso las rebeliones radicales de esos años, destacando que una de ellas se había producido en
Entre Ríos, “cuna y madre de la gloria libertadora de 1852”, que había terminado con el gobierno
de Rosas. Arturo Jauretche instalaba su poema gauchesco El Paso de los Libres, que se refería a
una de las insurrecciones en la que había participado, en una línea claramente antirrosista desde
el título mismo. De esta manera, si bien que puede admitirse que ya desde los años veinte, y
quizás antes, el “tema” de Rosas estaba incorporado a la cultura argentina, es menos sencillo de
probar que ello fuera fruto o haya devenido en una contramemoria, que tal contramemoria
encontrara un correlato preciso en la producción de los intelectuales yrigoyenistas, y que ella haya
significado el “nacimiento” del revisionismo.
Retornando, podemos preguntarnos qué revisionismo era el que Borges sostenía no haber podido
presentir en 1922. Parece evidente que no se trata del que Carbia reclamaba en 1918, ni de la
visión favorable a Rosas que Ravignani, en 1927, ofrecía en una revista en la que compartía el
Consejo Directivo con Ibarguren y con Borges mismo. El revisionismo que en 1969 Borges decía no
haber previsto era el que, en la segunda mitad de la década de 1930, salió a buscar su lugar como
grupo en el mundo cultural argentino.
Primer etapa “Pero ¿qué éramos nosotros en realidad?”(Los años treinta). Hacia 1930, Carlos
Ibarguren publicaba y vendía con notable éxito su Juan Manuel de Rosas Su vida, su drama, su
tiempo; cuatro años más tarde, Julio y Rodolfo Irazusta presentaban Argentina y el imperialismo
británico, un estudio en el que el tramo dedicado a la historia era breve, pero que ofrecía algunas
de los enfoques que los revisionistas harían suyos.
En 1936, a su vez, Julio Irazusta publicaba, con el sello de la editorial Tor, su Ensayo sobre
Rosas; las instituciones revisionistas que serían las más duraderas se fundaron dos años después:
el Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas fue creado así en 1938, subsu-
miendo a un grupo santafecino similar. Poco después lanzaba su Revista. Una vez fundado el
Instituto, resultó sencillo identificar a sus miembros más notorios: Manuel Gálvez, Ramón Doll, los
hermanos Irazusta, Ernesto Palacio, Ricardo Font Escurra, entre otros. Menos simple es, en
cambio, detectar los rasgos comunes que presentaban sus interpretaciones: la reivindicación de los
gobiernos de Rosas era compartida, aunque como señalamos eran varias las imágenes de Rosas
que se proponían.
Y si bien los planteos que hacían del gobernador de Buenos Aires un defensor de la soberanía y
un forjador de la unidad nacional estaban muy extendidas, el propio Instituto, en el primer
número de su Revista, reconocía en un artículo de Ramón Doll la existencia de lo que llamaba una
“derecha rosista” y una “izquierda rosista”, e intentaba tomar distancia de ambas:
“Nadie puede asegurar que Rosas corporice tal o cual sistema político. La derecha rosista puede
decir que Rosas es el argumento para la instalación de un gobierno fuerte; sin embargo podría
contestársele que el argumento extraído de las mismas afirmaciones interesadas de los enemigos
de Rosas puede tener su misma inconsistencia y además su misma falta de probanzas. La izquierda
rosista puede afirmar que Rosas es una encarnación del sistema democrático, jefe de las masas
federales y taumaturgo demagógico de la negrada y el gauchaje; ¿qué valdría todo esto, si
efectivamente es cierto, para informar un credo político con el ejemplo de aquel César?”. En una
línea argumental similar, Manuel Gálvez sostenía en 1940, en el prólogo de la Vida de Don Juan
Manuel de Rosas: “considero gravemente equivocada la actitud del antirrosismo que, con el fin de
perjudicar a Rosas, pretende vincularlo con las actuales dictaduras europeas. Ambas citas
remiten a la dificultad del intento revisionista: sin abandonar el afán de instalarse en el terreno de
los historiadores, los revisionistas registraban la posibilidad de utilización más plenamente política
de sus planteos, y si en ocasiones la asumían y la alentaban, en otras tantas se inclinaban a
imponer una suerte de distancia académica con ella. Los revisionistas mantenían una posición
inestable entre aquellos dos polos, el de la producción historiográfica y el de la política. (Estos
historiadores reconocían la posibilidad de una utilización política plena de sus planteos
historiográficos' y si bien compartían con los demás historiadores como debía construirse el
conocimiento del pasado' hacían hincapié en la función social de la historia que era la afirmación
de la nacionalidad de esta forma el
enlace entre las dimensiones científicas y políticas del historiador eran consideradas naturales).
Mientras planteaba sus frentes de polémica, que como hemos indicado en el capítulo anterior,
fueron asumidos inicialmente por el resto de las instituciones historiográficas sin demasiado
escándalo, el revisionismo diseñaba un adversario. El ejemplo de la Historia de la Nación
Argentina dirigida por Levene, cuyos primeros tomos aparecieron en 1936 y que fue convertida
por el revisionismo en el monumento de la que llamaba la historia oficial, es evidente. Mientras
construía un adversario homogéneo, el revisionismo se daba unidad a sí mismo; así, la invención
y difusión de la imagen que planteaba la existencia de una lucha entre la “historia oficial”, un
bloque sin fisuras, y sus impugnadores, otro conjunto que se pretendía uniforme, fue quizás
el triunfo más importante del primer revisionismo.
Ernesto Palacio y Julio Irazusta escribieron en Sur, la revista de Victoria Ocampo, luego
transformada por el nacionalismo en el paradigma de los sectores intelectuales sometidos al
imperialismo. La trayectoria de Victoria Ocampo, que en 1934 viajaba a Italia invitada por las
instituciones culturales fascistas, también puede tomarse como ejemplo de lo confuso del
panorama. Irazusta participó, junto a Palacio y a Ramón Doll, del “Primer debate de Sur”,
celebrado en 1936, y publicó en la revista hasta 1938, avanzada ya la Guerra de España; su libro
Actores y espectadores fue publicado en 1937 por la editorial. Palacio traducía, por esas fechas,
los libros de André Gide que editaba Sur. Manuel Gálvez, por su parte, continuaba obteniendo
grandes éxitos de ventas, y era tratado con deferencia por hombres como Roberto Giusti. Carlos
Ibarguren, que no formó en el Instituto Rosas, era presiente de la Academia Argentina de Letras, e
integró la delegación argentina a la reunión de los Pen Clubs celebrada en Buenos Aires en 1936,
junto al propio Gálvez; su libro sobre Rosas había recibido el Premio Nacional de Literatura en
1930.
Poco antes de la fundación del Instituto Rosas, entonces, los futuros miembros del revisionismo
disponían de múltiples instrumentos de legitimación en el campo intelectual: participación previa,
reconocimiento de las instituciones, premios otorgados y recibidos, apellidos prestigiosos,
relaciones con el poder, éxitos de venta. Esos mecanismos funcionaron, al menos,
hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, sin que las críticas, que existieron, los
afectaran.
Si se atiende a estas circunstancias, queda fuertemente cuestionada la interpretación que hacía
del revisionismo un movimiento intelectual disruptivo y nacido en los márgenes de la cultura
argentina, o un frente de jóvenes rebeldes; alguno de ellos había sido sí parte del grupo
de jóvenes vanguardistas, pero a comienzos de los años veinte. Quince años más tarde, muchos
de ellos ocupaban lugares relativamente cómodos en el universo de los intelectuales. El
revisionismo, por el contrario, se organizó en torno de uno de los núcleos de la cultura admitida,
que desde hacía tiempo exhibía una muy clara vocación conservadora.
El revisionismo, por otra parte, sostenía relaciones con el mundo de la política, tanto con el estado
como con los partidos. En 1938, en ocasión del centenario de la defensa de la isla Martín García, el
Instituto Rosas organizó una ceremonia a la que concurrieron representaciones de los Ministerios
de Marina y de Ejército, de la Presidencia y de la Gobernación de Buenos Aires, así como
delegaciones del Círculo Militar y del Centro Naval. Un año más tarde, la Revista convertía en un
“verdadero acontecimiento pedagógico” la aprobación, por parte de las autoridades educativas
de la Provincia de Buenos Aires, de una guía didáctica que indicaba que Rosas había impuesto
orden interno, defendido la soberanía y consumado, de hecho, la unidad nacional. En el nivel
nacional, en esos mismos años, hombres del nacionalismo cercanos a los revisionistas ocupaban
también algunos cargos importantes: Octavio S. Pico, miembro del grupo de La Nueva
República, y luego de la católica Criterio, ministro de Uriburu, fue designado Presidente del
Consejo Nacional de Educación por Justo. A comienzos de los años cuarenta, el Secretario de
ese Consejo era Alfonso de La ferrere, también antiguo integrante de La Nueva República y jefe
de la Liga Republicana, hacia 1929. De todas maneras, el nacionalismo se fue apropiando de la
figura de Rosas sólo lentamente; en los primeros años de la década, gustaban en cambio hablar de
tres etapas libertadoras: Mayo, Caseros y Setiembre. Haciendo evidentes las cercanías con una
tradición que era también “liberal”, veían en su adversario Irigoyen a Rosas, y convertían a Uriburu
en el Lavalle de la hora, cuando no en San Martín.
El análisis de la empresa revisionista permite, de este modo, proponer algunas consideraciones
más amplias. Los varios frentes en que el revisionismo se lanzó a actuar –el de las instituciones de
historiográficas, el de la cultura, el de la política- no eran, en la segunda mitad de los años treinta,
mundos ordenados en los que prolijos adversarios chocaban alrededor de un enfrentamiento
central. Hemos señalado ya que no era éste el modo en que la historiografía funcionaba; tampoco
lo hacían así los demás escenarios en los que el revisionismo intervino. Las tradiciones ideológicas
y los bloques políticos no estaban tan claramente definidos como se ha supuesto con frecuencia;
abundaban en él las zonas grises, los cambios veloces de posición, las incertidumbres. La imagen
heredada planteaba un ajustad alineamiento entre tradiciones, visiones del pasado y formaciones
políticas: al liberalismo, conservador o democrático, le correspondería la “historia oficial”, al
nacionalismo, de elite o populista, el revisionismo. Radicales alvearistas, conservadores
progresistas, la izquierda en conjunto, formarían en el primer bando, mientras que forjistas y
nacionalistas en el segundo. Este esquema resulta insuficiente y no logra dar cuenta de
demasiadas circunstancias: el llamado liberalismo toleraba a los rosistas, la izquierda comunista
entendía en 1934 que Rosas, San Martín y Alberdi eran merecedores de la misma condena, los
futuros forjistas se filiaban con Urquiza