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FERNANDO COLINA

De locos, dioses,
deseos y costumbres
Crónica del manicomio

AstraZeneca 4
Neurociencias

L
© Fernando Colina 2007

© para esta edición: AstraZcneca

D.L.: VA-177/07

© El Pasaje de )as Letras, 2007


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No se permite reproducir parte alguna de este libro.
cualquiera que sea el medio empleado.
sin el permiso del editor.
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Prólogo

He reunido en este libro una colección de muertos. Setenta para mayor


precisión. Todos provienen de un mismo sacrificio: de las páginas de El
Norte de Castilla. Todos fal1ecidos en sábado y a la misma hora, desde co­
mienzos de 2002 hasta la Nochevieja de 2006.
Supongo que uno de los motores que alientan este texto -y la escritu­
ra en general- es ayudar a las ideas a subsistir. Sin embargo, la expresión
periodística es la menos generosa con esta esperanza. El artículo de prensa
es efímero. Está destinado a su desaparición y a ser sustituido en veinti­
cuatro horas por otro que pronto caerá también en el olvido. Salvo para el
investigador, todo periódico es asesino convicto y reincidente del ejemplar
que le precede. No hay otra condición más frugal y trágica en el periodis­
mo que ésta que indico. Por ese motivo, la mayor trampa en la que puede
caer un autor vivo es recopilar sus artículos periodísticos. Puede ser una
falta tan grave como la de negarle a alguien la sepultura o la de traicionar la
memoria del fallecido. Lo destinado a perecer en el acto mismo de su pu­
blicación no puede amortajarse vanamente, como si se tratara de un texto
singular, entre las páginas inmortales de un libro.
Ahora bien, no trato de ocultar que hago todo lo posible por vencer al
tiempo con mi tesón. Me resisto a morir con mis muertos. Y digo muertos,
por lo tanto, cuando realmente ya pienso en redivivos, en resucitados de­
vueltos a la existencia de nuevo. El éxito de un libro descansa en su dimen­
sión intemporal, y todo autor sólo quiere para sus criaturas un presente

De locos, dioses, deseos y coslUmbres 9

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indefinido. Este libro, por supuesto, no es ajeno a la misma pretensión, a
permanecer en la memoria de los lectores por evocar la belleza y conme­
morar el prodigio, satisfaciendo de ese modo su vocación de eternidad.
Han pasado cinco años desde que respondí afirmativamente al ofre­
cimiento de animar una columna semanal. En aquel momento de euforia
me sentía capacitado para conseguirlo. Ahora lo dudo más, pero todavía
no lo suficiente para rendirme y dejar de perseverar. Desde luego carecía
de experiencia a la hora de dar a luz cada siete días a una vida nueva, aun­
que estuviera destinada a una duración tan fugaz. Como es lógico, empecé
por consultar los ejemplos más conspicuos: Camba, Umbral, Gaziel, Bor­
ges, González Ruano, Azorín, Pla ... Pronto aprendí de mis maestros que un
artículo escrito con regularidad es algo tan prosaico como una morcilla,
elaborada con una sola idea y bien atada por abajo y por arriba. A mí me
ha costado cumplir con estos requisitos, en especial a la hora de limitar la
reflexión. Al fin y al cabo, si estos muertos se resisten a su resurrección no
es sólo porque provengan de un medio de corta vida, sino también, y en
cierto modo, por saturación de ideas, porque tienden a consumir pensa­
miento hasta la indigestión. En realidad, no he escrito artículos sino ensa­
yos pequeños, diminutos, casi nimios.
En cualquier caso, quizá los verdaderos motivos que me han arras­
trado a este compromiso provengan de las satisfacciones propias de un
ejercicio intelectual confuso y algo provocador. Pues lo que se muestra
en esta columna suele ser una idea, las más de las veces contradictoria,
si no descabellada, que he pasado por el corazón y la inteligencia hasta
que, bien manoseada, se ofrece ya con la suficiente consistencia como
para que cada lector haga con ella lo que le venga en gana. Y durante
los últimos años no he encontrado nada más entretenido, ni estímu­
lo más avieso para permanecer alerta ante el mundo, que escuchar la
indiferencia, el silencio o los comentarios erráticos de los demás ante
estas crónicas del sinsentido, donde es absurdo preguntarse siquiera si
se han entendido cuando ni el autor tiene una idea forjada y cabal sobre
lo que ha escrito.

IO De locos. dioses. c.le�cos y costumbres


Al margen de estas circunstancias, supongo que también le vendrá
bien al lector conocer las fuentes de estas crónicas. El autor es un loque­
ro algo sesudo que ejerce de psiquiatra entre el manicomio y el centro de
salud. Su inspiración llega, en consecuencia, por tres caminos distintos.
Primero, de la lectura, del conocimiento que extrae de sus autores favori­
tos, que son los propietarios últimos de sus ideas. Después, de la calle, de
ese espacio que con razón se ha llamado escuela de la vida, ese conjunto de
lecciones que uno recibe en el kiosco, en los bares o en la frutería. Por últi­
mo, y por encima de todo, del manicomio, del hasta hace poco domicilio
público de la locura. ,
Un hospital psiquiátrico es un microcosmos que reúne todas las ex­
periencias humanas. Entre sus paredes se refleja una gama de sentimientos
y razones tan ampli3: que pocos lugares logran una densidad tan grande
de gestos generosos y actitudes mezquinas. Empezando por los propios
trabajadores, que damos ejemplo alternativamente de sensatez y de chifla­
dura, de entrega casi impensable como de ruindad y racanería. Luego por
los propios enfermos, artífices genuinos de cuanto aquí se ensalza y criti­
ca. La locura no sólo es el territorio de ímpetu, irracionalidad y dolor que
conocemos, sino que también es el agente indudable y sólido del arte y de
las manifestaciones más cabales y metafísicas. De la savia de ese tronco, ya
sea esquizofrénico o melancólico, se nutren estos escritos. Lo que se refleja
en ellos no es más que una aproximación, entre luminosa y raquítica, de
lo que he aprendido junto a los enfermos durante los treinta años que nos
hemos hecho compañía.

De locos, dioses, deseos y costumbres 11

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Melancolía

Como tantas otras cosas de noble pasado, el término melancolía ha des­


aparecido del discurso psiquiátrico. Así lo quiere el positivismo arrogante
e idolátrico que nos envuelve. Pero un concepto con cerca de veinticinco
siglos de antigüedad, y tan denso prestigio, resulta difícil de aparcar. Sacri­
ficado como sustantivo, extrañado de su amplio círculo de saberes, vive
ahora en nuestro vocabulario reducido a un adjetivo romántico y solícito
que adorna la tristeza con cierto tono literario.
Sin embargo, la melancolía posee un rictus de eternidad. Un gesto
indispensable, tan cercano a la sonrisa como al llanto, con el que des­
cuella por encima de todas las modas que engalanan a la ciencia y que
tan a menudo la sofocan. El concepto clásico de melancolía represen­
taba, sin duda, una enfermedad, pero entendida bajo un modelo tan
distinto al actual que admitía en su interior, donde ahora sólo cabe lo
fisiológico y bioquímico, las influencias de lo cósmico, lo antropológico
y lo moral. La melancolía fue bellamente definida como un testimonio
de la imperfección humana, siendo este tipo de aproximaciones retóri­
cas a la tristeza, de eco tan hondo y al mismo tiempo elevado, las que
quiere erradicar tajantemente el espíritu moderno cuando sólo se fía
de la causalidad. Se pretende que el organismo responda por nuestros
males psíquicos, como si en un taller de conductas o en una despensa de
fármacos se pudieran resolver nuestros caprichos, nuestras ambiciones
o nuestra deslealtad.

D<." locos. dioses. deseos y costumbres 15


La esperanza y la nostalgia son los dos tirantes que sujetan la me­
lancolía y es difícil que los hombres logremos soltarnos de ambos o que
consigamos hacerlos desaparecer bajo una pantalla fisiológica, pues son
ingredientes de nuestro deseo tan complicados de reducir como de des­
enmarañar. Más bien sucederá al revés, que el inusitado arrojo de la me­
lancolía recreará sus miserias y sus galas, mientras que el progreso y los
conocimientos fisiológicos harán de ella algo cada vez menos formalista y
prosaico, más parecido a la literatura o a las artes plásticas.
Lo que ahora se reclama, para nuestro atontamiento general, son en­
fermedades nuevas, efímeras y cambiantes, que nos permitan abordarlas
como epidemias repentinas susceptibles de un tratamiento de choque, y
que además vayan y vengan al azar sin cuestionar nuestras acciones. Las
enfermedades de hoy se conciben bajo el mismo modelo con que enca­
ramos una afrenta terrorista que conspira contra nosotros desde alguna
ce1ula que debe de ser inmediatamente destruida. Y esto no vale con la me­
lancolía. Ya lo intentó, por mor de la ciencia, la Psiquiatría a comienzos
del siglo XIX, justo cuando se constituía como disciplina, y fracasó pronto
en su proyecto. Y en el presente vuelve a intentarlo de nuevo bajo el mis­
mo aroma de derrota. El anodino término de depresión, que habla de todo
sin decir nada, o el ahora pujante «trastorno bipolar», quieren enterrar la
melancolía porque lo más importante para la nueva estrategia es truncar
las enfermedades de su historia y convertirlas a todas en nuevas, en males
modernos e inéditos que promete yugular con la ciencia.
El positivismo teme a la historia, y no hay nada más histórico en el
hombre que su tristeza. Por ello la melancolía, pese a los esfuerzos en con­
tra, volverá con todas sus preguntas y manifestaciones desde el profundo
pasado que sin cesar la engendra, y lo hará con su comitiva de dolores, su
séquito de interrogantes y su escolta de defensas. Mientras tanto, una cien­
cia sobrevalorada, como es la psicofarmacología, súbdita mercantil de la
economía, hará de verdugo transitorio de su permanencia.
12.6.04

16 De locos, dioses. deseos y costumbres


Sin tiempo

Sin tiempo no somos concebibles. Tampoco lo somos sin deséo o sin pa­
labra. Estos tres elementos conforman una trenza vital indisoluble. Sin el
lenguaje el deseo pierde su significadot y sin la plataforma del tiempo los
deseos y las palabras no saben unirse y sucederse. De la importancia que
damos al tiempo dan buena cuenta los sufrimientos que causa. Si el tiempo
se acelerat los deseos se desparraman y las palabras se disparatan de forma
alocada, pero si el tiempo se frena y enlentece, el aburrimiento entonces
nos vence y un sentimiento de melancolía y soledad aprisiona el habla.
Pero todos estos males parecen menores cuando alguien nos cuenta
la experiencia sobrecogedora de que el tiempo se ha detenido del todo en
su interior y no siente avanzar nada. Este sufrimiento sólo lo conocemos
por el testimonio de los esquizofrénicos. En principio es un dolor inexpli­
cable y absurdo .. No proviene de ninguna causa. No hay enfermedad física;
no duele en ningún sitio. Tampoco hay pérdida de algo reseñable y conoci­
do. Ningún ser querido está dañado; nadie nos ha despreciado ni se ha ido.
No tenemos delante una ilusión frustrada ni un proyecto atravesado que
no hemos conseguido. El dolor parece tan gratuito e inexplicable como lo
es la vida de los hombres cuando el deseo no viene a iluminarlat cuando
los engaños de la religión no acuden solícitos o cuando los argumentos
ordinarios de la razón resignada se tornan insuficientes.
Hace unos días vagaba por el hospital una paciente con signos de este
dolor indescriptible. Angustiadat encorvada y cabizbaja, recogida sobre sí

De locos, dio�es, deseos·v costumbres


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....
misma, parecía sumida en una meditación colosal cuya única respuesta
era un vacío inverosímil e inespecífico. De vez en cuando nos buscaba y
mirándonos a la cara rompía a llorar desconsolada. Los minutos, según su
confesión, habían vuelto a detenerse y no pasaban.
Este ejemplo, descomunal y trágico, nos sirve para recordar lo que
sería nuestra vida si el tiempo no la fuera recortando. Una vida sin muerte
en el horizonte no es vividera para los humanos. Es cierto que la ilusión de
una vida eterna nunca desaparece del todo, y seguramente está en la raíz
más profunda de todas las religiones. Hasta los más agnósticos se dejan
vencer por esta confianza, tan estúpida como saludable, y dudan de si la
muerte es un sueño eterno, una pesadilla o el inicio cierto de la inmor­
talidad del alma. Pero, bien pensado, el ejemplo de la esquizofrénica nos
recuerda que la vida indefinida, sin un tiempo que se vaya perdiendo de
forma dócil e irrecuperable, no es patrimonio de las personas tal y como
las conocemos. Visto lo visto, la finitud es un regalo del que hay que dar
gracias a Dios. Pues a la idea de Dios, si nos dejamos aconsejar por la expe­
riencia psicótica, antes que empeñarnos en pedirle otra vida hay agrade­
cerle la brevedad de ésta.
Si algo aprendemos de la esquizofrenia es a valorar el tiempo y agra­
decerle la fugitiva presencia que nos ofrece. El que se marcha siempre dice
la verdad, sostenía Holderlin, y cuando lo dijo algo referente al tiempo de­
bía ocupar aquella cabeza privilegiada que empezaba por entonces a tras­
tornarse. La verdad sólo descansa en lo que se aleja y desaparece. Verdad
es lo que duele. Los hombres no conocemos la felicidad continua pero, en
cambio, sí podemos dar testimonio de un dolor permanente. No es cierto,
como sostienen los epicúreos, que el dolor fuerte dure poco y que el que
dura mucho sea fácilmente soportable. El dolor puede ser constante e in­
combustible. Pero ningún dolor es comparable al que provoca el tiempo
cuando se detiene. La eternidad del presente es el dolor más poderoso que
nos amenaza y concierne.
4.2.06

r8 De locos, dio!ies, deseos y costumbres


Gente sin rumbo

Sobre si uno nace o se hace se discute sin cesar. En cambio, sobre si uno
se hace pasiva mente, al son que van marcando los acontecimientos,
o se hace conforme a su propio plan, es cuestión sobre la que se ha
dejado de hablar. La idea de construirse según un diseño, de forjarse
paso a paso la personalidad y de esculpir la propia estatua, que fueron
modelos de conducta durante siglos, se ha difuminado poco a poco. Y
cuando resurge lo hace con torpeza y arrastra un aroma y un soniquete
religioso bastante molesto.
Hace tiempo que los ideales sobre el modo de diseñarse han ido lan­
guideciendo. El cuidado de uno mismo se ha volcado en el aspecto físico,
tanto estético como de salubridad. Hablarle a alguien de que cuide su alma
resulta bastante ridículo y, además, ya no existe un lenguaje común para
entenderse sobre estos aspectos. Más bien no hay lenguaje. Si uno siente la
necesidad, porque le duele el espíritu o se nota víctima de un desequilibrio,
prefiere refugiarse en la religión, donde todo se lo dan hecho, o ponerse en
manos de un psicólogo, que va a orientarle y a decidir por él.
En la escuela ya sólo se aprenden saberes pero no te enseñan a ser.
Hoy en la calle uno aprende lo que quiere tener o a quien le gusta imitar,
pero poco que suene a lo que se debería hacer. El concepto de planificarse
conforme a un proyecto de dominio de sí, de rectificación de los errores,
de presencia de espíritu y de belleza moral, es una tarea lenta que, en este
ambiente de prisas, no tiene muchas posibilidades de prosperar.

De locos, dioses. de&1?os y ,.osrumbres 19

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La vida, es cierto, empuja a cada quien de acá para allá siguiendo el
viento fatal de los genes y los azares de la realidad, pero conviene aprender
las reglas de navegación y conocer los recursos de la propia nave para no
perder el rumbo, para poder identificar los límites y prepararse de conti­
nuo a rectificar. Meditar no es recogerse para pensar en Dios, rezar y es­
perar lo mejor de la Gracia y la Providencia. ¡Que les aproveche a quienes
así lo crean! Meditar, más bien, es repetir una serie de preguntas y avanzar
alguna respuesta apropiada sobre qué he hecho, bajo qué ideales, con qué
repercusión social, qué secretas intenciones guardo, qué víctimas causé y
·

de qué manera cuido el encanto personal.


Se ha dicho que el siglo pasado fue el siglo de la esquizofrenia. La
mente del hombre moderno, que no aguantó más las tensiones crecientes
entre el espíritu y la materia, entre la ciencia y la espiritualidad, se rompió
en dos, por lo que oyó voces extrañas en su interior y fraguó delirios más
veces de lo conveniente. Este siglo que nace anuncia males diferentes. Aca­
ba de empezar y ya se ha profetizado por algunos que las enfermedades
mentales van a variar. Los esquizofrénicos lo serán cada vez menos porque
nosotros, que ya nos vamos acostumbrando a la escisión personal, lo se­
remos cada vez más pero sin llegar del todo a enfermar. Por contra, se nos
advierte sobre la creciente patología de gentes sin rumbo, de personas que
han enfermado porque no saben de dónde vienen ni a dónde van, que han
perdido completamente la capacidad de meditar. Son sujetos impetuosos,
que se sienten siempre víctimas inocentes y les cuesta entender la palabra
responsabilidad, que carecen de recursos para disfrutar del goce de la len­
titud y de la lujuria de la austeridad, que siempre eligen mal a los amigos y
que no conciben proyectos ni someten el deseo a una dosis dulce de volun­
tad. A estos males los han llamado «trastornos límites», porque ni siquiera
como diagnóstico se atreven a ocupar un lugar. Viven en las fronteras de
todas las enfermedades y están llamados a ser los representantes genuinos
del destierro del hombre actual.
21.2.04

20 De locos, díoses. de�os y costumbres


La exactitud

No hace mucho, un entusiasta compañero, siempre atento a cualquier su­


gerencia de los psicóticos, irrumpió en una reunión para contarnos la ex­
plicación que acababa de oír a uno de sus pacientes: «Todo empezó cuando
las palabras se volvieron exactas», le había dicho de repente. Recuerdo que
nos quedamos todos en silencio saboreando el resplandor de la frase.
Es difícil transmitir fuera del manicomio el valor de esta imagen. Pero
juicios como el presente nos recuerdan la conveniencia de comparecer
ante el pensamiento de los enfermos para aprender modestamente de su
sabiduría, en vez de intentar someterles siempre a nuestras opiniones o
juzgarles desde nuestra razón, a menudo arrogante.
Además, en estos tiempos de tontería numérica, cuando la admira­
ción por la ciencia tiende a alelarnos, se vuelve inquietante que alguien nos
recuerde los males de la precisión e incluso que haga recaer sobre la exac­
titud el origen de su locura. Pero todo parece indicar que nuestro esquizo­
frénico sabe muy bien de lo que habla.
La esquizofrenia no es un mal que por sí mismo vuelva a los hom­
bres lerdos, incapaces de pensar con agudeza o que les someta sin más a
imaginaciones fantásticas. Casi al revés, los psicóticos pecan de exceso de
puntualidad y rigor en los términos. Más o menos, todos los profesionales
podríamos estar de acuerdo, al margen de la discusión sobre sus causas,
en que el escenario principal de la psicosis es el lenguaje. Y, más concreta­
mente, convendríamos con facilidad que el suceso principal que ha arreba-

De locos, dioses. deseos y costumbres 21


tado al loco de nuestra forma de pensar descansa en que las palabras han
perdido para él su ambigüedad, su prometedora imprecisión, su vaguedad
esencial, y se han vuelto, fuera de lugar, matemáticas.
Nuestro admirado enfermo localiza bien el origen del sufrimiento.
Percibe que las palabras han adquirido un peso irrazonable y ya no dicen
nada más que lo que dicen; siempre con una grave exactitud y una litera­
lidad que le mata. Para él ya no cuentan las sugerencias, medias palabras,
eufemismos, equívocos o frases que apuntan un sentido pero que nunca
le rematan. Es decir, que en su caso el lenguaje ha perdido la capacidad de
dialogar con ese interlocutor potencial que nos anima a seguir hablando
para entendernos mejor y que nos mantiene cuerdos en tanto nos repi­
te sus preguntas de siempre: «¿qué has querido decir?», «no sé si te he en­
tendido•, «¿por qué dices eso?•. Locuciones que revelan la incomprensión
siempre presente entre los hombres y esa necesidad de aclaración nunca
colmada pero que con su escasez nos salva de la locura. Pues bien, gracias
a esta torpeza intrínseca del lenguaje, las palabras siguen vivas para noso­
tros --como sigue vivo el deseo- y no han caído en esa mortífera precisión
que, siguiendo la huella de nuestro paciente, podemos decir que al volver­
las exactas las invalida.
No debe extrañarnos, entonces, que el psicótico para salir de su pri­
sión textual reclame ansiosamente su reencuentro literario con la prosa
del mundo y con la metáfora. Lástima que ya sólo lo logre cuando delira.
El delirio, esto es, las ideas de persecución, perjuicio o divinidad que en­
garza y sist�matiza con esfuerzo, son un último intento, casi poético, para
salvarse del abrazo matemático pero mortal con que ha empezado a es­
trecharle el pensamiento. Mientras delira y parece que sólo dice tontadas,
nos está llamando desde su soledad con una energía desesperada. Nos está
suplicando que, por nuestra cuenta, intentemos poner en las palabras la
soltura y libertad que las suyas le han confiscado desde que se volvieron
exactas.
22.3.03

22 De locos, dioses. de.seos y costumbre.o;


Las palabras

Hace unos días, un psicótico desconocido me interpeló en la calle y me pro­


puso que, si yo era ese tal Colina, me ocupara lo antes posible de escribir
sobre «las palabras». Como es de suyo, me comprometí de inmediato con el
curioso solicitante. Primero, por rigor profesional, porque hay que ser dili­
gente con las preguntas cruciales y escuetas de los enfermos. Pero también
por propio interés, por detenerme un rato a pensar en público sobre los mo­
tivos que pueden impulsar semejante petición a un esquizofrénico.
La solicitud no es sorprendente, pues desde distintos puntos de vista
se enjuicia al esquizofrénico como un cautivo del lenguaje. Al margen de
cuales sean las causas últimas de su enfermedad, se considera que el psi­
cótico acaba prisionero de las palabras, arrestado en un presidio de voces
y términos. Aunque para explicarnos este suceso se nos pide, antes que
nada, prescindir de todo tipo de ideas convencionales sobre el lenguaje,
pues el trato que el esquizofrénico mantiene con la lengua desplaza pro­
fundamente nuestro conocimiento académico.
El lenguaje esquizofrénico ha dejado de ser un medio con el que nos
comunicamos de modo espontáneo, sin apenas fijarnos en el instrumen­
to. De súbito, lo que antes era un utensilio más o menos transparente y
maquinal, se convierte en un objetivo en sí mismo que se desentiende del
resto. El esquizofrénico deja de hablar con las palabras y empieza a hacerlo
para las palabras, que desde ese momento se le imponen sin posibilidad de
corrección y sin capacidad para devolverlas a su dimensión automática.

De locos, dio�es, deseos y costumbres 23


De este modo, el lenguaje ya no es el mediador de la realidad, pues se trans­
forma antes que nada en el revelador de la entidad lingüística de las cosas.
Lo que en adelante importa, justo después de esta trágica metamorfosis,
no es tanto lo que sucede alrededor como las palabras que comporta. La
palabra misma se convierte en el interlocutor principal del esquizofrénico
que, si se ha vuelto indiferente a la realidad, es porque a cambio parece
haber absorbido la constitución lingüística del universo.
Quizá se entienda ahora mejor por qué mi intempestivo interlocutor
quiere saber de las palabras. Su interés no es el del lingüista o el del escritor,
es decir, el conocimiento y buen uso del lenguaje, sino que su petición es
puramente metafísica, aristocrática, matinal, formulada junto al altar y el
panteón de los dioses. Lo que le preocupa, como enseguida precisa cuando
se da la vuelta y vuelve a detenerme, es que hable del logos primordial, como
si antes no hubiera quedado suficientemente clara la sagacidad inquisitiva
de su pregunta.
Aunque el esquizofrénico es un hombre rodeado de palabras por sus
cuatro costados, éstas han perdido para él su imperfección constitutiva, esa
limitación que les permite ser útiles para nombrar y comunicarse mediante
frases finitas. Nada representa mejor las cuitas y dolores de un esquizofréni­
co que su lucha diaria con las voces, con esas palabras indómitas e indepen­
dientes que, en su rebelión, le insultan, le torturan y le persiguen sin tregua,
porque se han vuelto inmediatas, amenazantes, omnipotentes y vengativas ..
Puede que mi interlocutor, si llegara a leerme, se sienta ligeramente
comprendido, lo que me gustaría le produjera algún alivio en su ingrato
padecimiento y mejoría en su condición cívica. Pero también le digo que
no sabría cómo hacer, salvo confiando en algún tratamiento -si es que le
conviene y es de su agrado-, para que las palabras vuelvan a su necesaria
mudez, y para que esas voces que tanto le inquietan se reincorporen a la
lengua, de manera que todos recuperemos por igual el derecho a oírlas.
16.12.06

24 De locos, dioses, deseos y costumbres


Avena loca

Entre todos los temas que nos preocupan a veces olvidamos los que más
nos afectan. Por ejemplo, nos desinteresamos enseguida del estudio de lo
improductivo y parásito, sin atrevernos a reconocer que gran parte de lo
que llena el día carece de otra finalidad que colmar el vacío y hacernos pa­
sar el tiempo de cualquier forma. Urge por lo tanto que nos ocupemos de
la psicopatología de lo que sobra, donde tan patológico puede resultar el
exceso de actividades innecesarias, como la falta de nimiedades, la ausen­
cia de esos afanes gratuitos que tanto nos oxigenan.
Entre las malas hierbas hay una que, al menos por su nombre, nos
afecta de cerca. Me refiero a la avena loca, una gramínea conocida en
términos científicos como avena sterilis, o avena fatua, por su falta de fruto
y por su insolencia estética. Un yerbajo no exento de gracia y ligereza
pero que no sirve para nada, salvo para aparentar frondosidad o para
impedir el crecimiento de otras especies más generosas. Sin embargo,
abandonada a sí misma, como sucede con todo lo superfluo, hace gala de
una fecundidad invasora.
Este atropeUo que nos ofrece el mundo vegetal se da también con pro­
fusión en el ámbito de los hombres. Pues todo lo humano está plagado de
exceso y plétora. Entre nosotros, lo nulo y vano suele ser lo más abundan­
te, llenándonos con su exhuberancia de residuos y excedentes que cuando
son materiales nos cuesta desechar, y los esparcimos o almacenamos de
cualquier manera, pero que cuando son vitales nos resulta en cambio más

De locos, dioi>cs. deseos y costumbres 25

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-
sencillo eliminar, pues recurrimos con facilidad a un expediente brutal, al
herbicida sangriento de la guerra.
Sin embargo, es probable que lo sobrante juegue un papel importan­
te en nuestra economía mental, y que la errática providencia haga de lo
infructífero un elemento imprescindible para la cordura. Buena prueba
de ello la encontramos -como siempre- entre los psicóticos, en esa raza
extrema de la humanidad que nos frecuenta en este apartado paraje. Pues
los psicóticos sufren de un doble mal que repercute en sendas formas dis­
tintas de alimentar lo excedente. De una parte, derrochan lentitud y pasi­
vidad, llenando el día con contemplaciones aparentemente estériles, o con
un ir y venir que no parece conducir a ningún lugar, consumiendo de este
modo el sentido de sus actos en el propio deambular. Y, por otra parte, dan
muestras continuas de tener la cabeza siempre ocupada, apelmazada con
un caudal de ideas que tampoco causan la impresión de poseer un desti­
no particular, como si sólo vinieran a cubrir su incapacidad para dejar la
mente en blanco y permitirse, aunque fuera un relajante rato, la agradable
sensación de que se ha dejado de pensar.
El loco denuncia, con sus malas hierbas y su genio caricatura!, dos
aspectos que tienen mucho que ver con la avena loca de la modernidad: el
de la productividad ciega y el progreso compulsivo de la ciencia. Porque si
la estrategia del mercado se sostiene es a condición de no dejar de producir,
sea lo que sea, y de hacerlo cada vez en mayor cuantía y con más celeridad.
Mientras que, por su parte, el saber tecnológico está obligado a innovar sin
descanso si quiere cumplir con las exigencias de la competencia y con los
gustos que impone la publicidad. El loco, por contra, como exiliado de la
historia, acciona sin sentido productivo y piensa bajo la exclusiva necesi­
dad de mantener en marcha la rosca del pensamiento, sin apuntar más allá.
No piensa para llegar con sus ideas a ninguna conclusión, sino para alzar
una barrera que le proteja de las voces interiores que sin cesar le insultan y
le vejan. Voces del tiempo que sólo el loco percibe, pero que protestan en
su oído por nuestra necia actividad.
5.6.04

De locos, dioses, de/\cos y costumbre!\


El humo del secreto

Dar consejos es una práctica poco recomendable. Ni en la vida ni, aunque


parezca improcedente, en el ejercicio de nuestra profesión. Quizá haya un
caso, sin embargo, en el que podríamos inclinarnos a aconsejar sin riesgo
de error. El probable acierto reside en exhortar a un psicótico a que no
cuente todo, a que procure guardarse para sí algún secreto. En vez de Ja
esperada incitación a que nos refiera sinceramente lo que le preocupa, aquí
el ruego se invierte y solicita que no desembuche todo lo que le pase por el
pensamiento. Este extraño propósito, tan difícil si no imposible de ejecu­
tar, tiene su razón de ser.
El secreto es un ingrediente consustancial del desarrollo. Una necesi­
dad inicial de la que después, cada uno por su cuenta, podrá hacer vicio o
virtud. El hombre no fue hombre, para los cristianos, hasta que el pudor
le hizo ocultarse avergonzado en el Paraíso. Del mismo modo, el niño no
inicia su andadura humana propiamente dicha hasta que no es capaz de
ocultar sus propias ideas e inventar el secreto y la posibilidad de mentir. La
simulación o el silencio, como columnas del secreto, no son un defecto del
infante sino la hoja de parra mental que le va a ayudar a vivir con un míni­
mo de cordura. La locura, entonces, si buscamos una definición sumaria
al alcance de todos, no es otra cosa que el resultado de perder la capacidad
para el secreto. El psicótico sufre, precisamente, porque su pensamiento se
ha vuelto transparente. Una vez que ha enfermado, sus ideas se difunden
públicamente sin poder impedirlo o las de los demás le invaden sin que una

Or locos, dioses, deseos y cosrnmbn:s 27


membrana de intimidad natural, con la que todos contamos sin advertirla,
lo haga imposible. Con motivo entonces. los psicoanalistas han hablado de
la protomentira, de la mentira original sobre la que cristaliza nuestra identi­
dad, mientras que los sociólogos, con Georg Simmel a la cabeza, nos han
advertido que «el secreto constituye una de las grandes conquistas de la
humanidad».
Ahora podemos entender que los psicóticos, en cuanto pasan el pri­
mer susto, se pongan a delirar para que el delirio haga de barricada ante el
pensamiento de los demás. Igual que pueden hacerse los locos con la mis­
ma intención, o contar extravagancias para refugiarse en ese sucedáneo de
la opacidad perdida que es volverse incomprensible. No otra es la razón de
su proverbial aislamiento y, si se me apura, hasta de su gusto de fumar, tan
excesivo que, más que aprovecharse del efecto estimulante de la nicotina,
parece estar al servicio de la intención de ocultarse tras la humareda que
originan, como chimeneas en permanente actividad.
El consejo del secreto nos afecta a todos. Sin excepción se nos habrá
recomendado alguna vez la sabiduría de ser discretos, pasar desapercibidos
o actuar con tacto y reserva. Incluso uno de los mayores compromisos que
tenemos con los amigos consiste en guardarles los secretos, y les herimos
seriamente cuando profanamos su confianza. A la postre, el deseo habita y
crece en el secreto, mientras que la vida va dando pasos por el mismo sen­
dero. Gide reconoció, bajo los efectos de la edad, que «el número de cosas
que no hay que decir aumenta para mí cada día».
Aceptemos, por lo tanto, como un posible consejo dirigido a los psi­
cóticos, esta incitación a no contarlo todo, igual que nosotros nos obliga­
mos a no divulgar lo que pensamos. Y puestos a ser coherentes, hasta de
este tímido y casi aristocrático consejo podemos sustraernos, pues quizá,
como quiso advertirnos Kafka, todo consejo, en el fondo, es una traición,
y alguien puede ofenderse.
1.6.02

De locos, díoses. deseos y c.ostumbres


La sospecha es respetable

La afirmación de un paciente días pasados en la consulta tardó poco en


convencerme. «La angustia, me dijo, no es buena, pero la sospecha siempre
es respetable». Si esta suerte de aforismo improvisado fue capaz de ganar
enseguida mi conciencia, probablemente se deba a que yo andaba sobre
aviso. Me reconozco con facilidad bajo un pensamiento parecido, aunque
yo no lo hubiera sabido formular de forma tan elegante y proverbial.
El temor y el miedo, como vemos, no le sugerían ningún respeto al con­
sultante, pues sólo encontraba en ellos una fuente de errores y sufrimiento.
En cambio, a�artillar una sospecha tras la que refugiar la confianza, le pa­
recía una buena forma de enfrentarse a la vida con garantías de dosificar la
verdad y, sobre todo, de sobrevivir en un mundo sometido a guerras perso­
nales. Lo que no acababa de lograr, y de ahí su padecimiento, era la posibili­
dad de esgrimir la sospecha sin necesidad a su pesar de angustiarse.
Esta escena resume un reto humano al que, en general, no prestamos
la suficiente importancia. Pues, por un lado, debemos desconfiar y llegar
a creer que nos engañan como un estímulo necesario de concordia y ver­
dad, pero, por otro, esa sospecha no debe de ser tan paralizante que nos
suma en una angustia inconfortable. Hay que permanecer alerta sobre la
intención de los demás, que nunca es tan favorable como en apariencia se
presenta -y me refiero a la intención de todos aquellos que tenemos como
amigos e incluso como personas que nos adoran-, pero no podemos de­
jarnos llevar por la desconfianza hasta embadurnar con ella todas las co-

De locos, dio11es, deseos y cosrumbrcs 29

,.

bz
sas. El reto moral que nos ocupa viene a ser algo tan contradictorio como
lo es sospechar con confianza. Este es el gran ideal de trato y conocimiento
que tanto nos importuna con su difícil equilibrio, tal y como el paciente
ha formulado con escueta claridad. Si se angustia y sufre es precisamente
porque no le puede equilibrar y, pese a sus buenos propósitos, la sospecha
se le agiganta hasta desembocar en la suspicacia.
Es evidente que tendemos con facilidad al recelo, pero también a su
reacción contraria, la de idealizar en exceso a quienes en apariencia nos
sobrepasan. En una de sus Epístolas, Horado nos hace una recomendación
in1pagable a la hora de aclarar este asunto tan espinoso: «No idolatrar nada es
la única cosa, Numicio, la sola que puede hacerle y conservarle a uno feliz)).
Así las cosas, es evidente que para bajar a los ídolos de su cajetín no
hay nada como sospechar con constancia. Si hacemos caso a Horado, las
personas que nos sirven de modelo no tienen por qué estar subidas en un
pedestal. Empeñarse en elevarlas a todo trance no es nada más que una
muestra de nuestra secreta vanidad. Puede parecer sorprendente, pero
cuanto más creemos en gente soberana e incuestionable más nos cuesta
reconocer nuestros defectos con tranquilidad. Todo el que idolatra a otro
está muy lejos de convertirse en alguien sencillo. La modestia y la humildad
están reñidas con las grandes distancias. Cuanto más lejanos nos veamos
de los gigantes, más orgullosos estaremos de nuestra enana mezquindad.
Por esa razón es tan fácil el acopio de soberbia entre creyentes y súbditos.
Pues cuando uno cree vivir entre dioses y reyes tiende a sentirse por enci­
ma de sus semejantes.
La sospecha, como vemos, nos acerca a los demás. Les desviste de ga­
las y disfraces. Aceptar al otro en su mentira es el primer paso para descu­
brir su verdad. Este es el respeto que debemos a la desconfianza. No hay
mejor llave que ésta de la sospecha para abrir el corazón de la gente y dar la
bienvenida a la cordialidad.
25.6.05

30 De locos, dioses. deseos y costumbres


Los estigmas

Adán recibió de Dios la potestad de nombrar. Desde entonces somos la


única especie animal que titula las cosas. Lo hacemos, además, con una
diligencia admirable. Tanta capacidad demostramos que los nombres pue­
den convertirse en una amenaza insospechada. Por ejemplo, cuando iden­
tifican a personas defectuosas, pues el nombre enseguida se convierte en
un término ignominioso que sólo sirve para menospreciar.
Al empezar nuestros estudios de psiquiatría, nos llamaba la atención
que durante mucho tiempo se hubieran diagnosticado los problemas de dé­
ficit intelectual con palabras tan sonoras como imbecilidad o idiocia. Nos
parecía que incurrían en un insulto antes que precisar un diagnóstico. Pre­
feríamos entonces la alternativa de llamar a las cosas de una forma más téc­
nica y neutral: oligofrenia. Cuando este término, a su vez, se convirtió en
una afrenta, se recurrió al concepto de retraso o minusvalía psíquica. Y, en el
mismo orden de cosas, hace unas semanas se ha propuesto solemnemente
cambiar el artículo 49 de la Constitución porque en él se habla de disminui­
dos y no de discapacitados, voz que se propone ahora para acabar de una vez
con la discriminación que, según dicen, empieza por las palabras.
Esta fuga continua del vocablo, que huye avergonzado ante el uso so­
cial que le prestan, nos vuelve algo irónicos sobre el futuro que le espera
al término discapacidad. que pronto se convertirá, si atendemos a la lógica
de la historia, en algo despectivo, en un apodo que sin tardanza exigirá un
nuevo bautizo constitucional.

De locos, dioses, deseos y costumbres 31

,,.
Sin embargo, no está muy claro que haya que atribuir la inevitable
vejación a la condición impropia de los nombres. En todo intento de clasi­
ficación hay algo inherente al mote y a la ofensa muy difícil de evitar. Uno
de los penetrantes aforismos de Karl Kraus dice que «Una enfermedad muy
difundida es el diagnóstico•. Y es cierto que existen momentos en los que
estamos menos enfermos por el mal que nos perturba que por la desairada
identidad que nos procura la diagnosis.
Poner nombres a las cosas es una actividad saludable, pero también
puede causar daño por la violencia simbólica con que significa. En los años
setenta, en la época de la antipsiquiatría, cuando el sentido crítico estaba
tan vigilante, Thomas Sasz denunció las clasificaciones psiquiátricas como
una estrategia de coerción social. Toda clasificación, desde ese punto de
vista, era opresiva, al margen de la alienación intrínseca de la palabra.
Por ese motivo, no es ninguna tontería combatir el estigma con otra
idea de la locura y no barajando los nombres al azar. Si damos más impor­
tancia al diagnóstico del loco que al diálogo con él, el aspecto emancipador
de la psiquiatría se quiebra y eclipsa. Pero esto es precisamente lo que nos
exigen los nuevos modelos de la disciplina, los mismos que a la vez reac­
cionan hipócritamente contra la discriminación que ejercen las palabras
que ellos mismos acuñan.
La situación es contradictoria. Etiquetar al loco puede llegar a ser otra
modalidad de encierro, en este caso lingüística, pero el diagnóstico es lo
primero que se nos exige por parte de todos, incluida la propia víctima.
«Oiga,.¿cómo se llama lo que tengo?», suele ser una petición precoz del en­
fermo, a menudo tan insistente como lo es la exigencia administrativa para
rellenar unos protocolos epidemiológicos donde lo primero que se te pide
es que clasifiques y rotules a quien acabas de conocer y saludar. Las cosas,
como se ve, no son sencillas. No es raro que algunos psicóticos sientan ali­
vio cuando les dices que son esquizofrénicos, como si con ello reforzaran
su identidad, pero para otros supone un sambenito que no saben cómo
quitarse de encima.
4.3.06

32 De locos, dioses. <lest·os y costumbres


La simpatía

No es fácil ayudar. Nunca lo fue. Y cuando de locos se trata crece la difi­


cultad. Con la intención y los buenos sentimientos no basta. La intención
es débil ante los obstáculos, carece de recursos y corre-e] riesgo de aflo­
jarse enseguida ante el rechazo, la ingratitud o los primeros fracasos. Lo
mismo sucede con los sentimientos venerables y benévolos. Los buenos
sentimientos no sirven para tratar a los enfermos. En general no sirven
para nada. Son peligrosos. Poseen todos los peligros del sentimentalismo,
ese ánimo pobre que encuentra la solución de los problemas del mundo
en cosas tan retorcidas como la bondad, la esperanza, la abnegación, el
sacrificio y otras falsas virtudes. Todo demasiado complaciente como para
que el altruismo y la indulgencia que prometen no se conviertan enseguida
en exhibición de hidalguía y simple exaltación. Gide decía que .ces con los
buenos sentimientos con los que se hace mala literatura». Podemos decir
lo mismo de la clínica. Los buenos sentimientos son la peor ayuda para
el psicótico. Son afectos demasiado engreídos. A menudo son sólo ráfa­
gas egoístas de a]gún corazón destemplado. Quizá sean bien recibidos por
otro tipo de gentes, que se contentan con un gesto de atención y recono­
cimiento, que saborean melosamente las emociones que despiertan en los
demás y que disfrutan en cuanto consiguen que alguien llore por su causa.
Pero a los psicóticos les molestan las lágrimas y los gestos. Las lágrimas no
les dicen nada, pues su dolor está mucho más allá, y los gestos se les trans­
forman pronto en signos de violencia y turbia intencionalidad.

De locos, dh)�Cs, deseos y costumbres 33

,_.
En el fondo, el recurso a los buenos sentimientos es el anverso de lo
que sucedió con los locos hasta 1835, cuando un psiquiatra francés, Guis­
lain, defendió la posibilidad de que existiera algún tipo de dolor moral en
los alienados. Hasta entonces, se pensaba que el loco vivía en un mundo de
fantasías acordes con sus preferencias o que subsistía animalizado. Por ello
el rito de visitar a los enfermos en su encierro, que tuvo su esplendor en el
siglo XVIII, no hay que enjuiciarle fácilmente como un signo de crueldad
ante el sufrimiento sino, más bien, como una curiosidad ante la extrañeza
del goce indiferente y continuado. Hoy, al contrario, se enfatiza demasiado
en el dolor de los psicóticos, cuando conviene mucho matizarle y ponerle
en solfa, como ellos a menudo lo hacen. Hay mucha satisfacción en la lo­
cura, y su presencia e impudor suele ser siempre el mayor obstáculo para
la curación o la rectificación de la conducta.
Entre todos los sentimientos llamados nobles me parece, sin embar­
go, que merece la pena poner uno a salvo: la simpatía. Porque la simpatía
surge espontáneamente, no tiene precio y no es muy consciente de sí mis­
ma. Valores que, sin duda, la ennoblecen y nos animan a respaldarla. El
buen ánimo y el gusto de agradar son gratuitos y alegres, propios de quien
no se considera indispensable y se siente justamente tratado por Ja vida, al
margen de la realidad objetiva de su suerte. Por otra parte, la disposición
a la simpatía no impide la seriedad ni siquiera el temple taciturno. Pues
lo contrario de la simpatía es la antipatía, no lo serio y riguroso. Pero la
seriedad del simpático es una seriedad que se ofrece sin imposición y que
tiende a eliminar las jerarquías. En cambio, el antipático no lo es tanto por
su acritud sino porque establece distancias jerárquicas desmedidas que no
consiente rebajar en ningún caso. Ahora bien, tampoco hay que dejarse
arrastrar por la ingenuidad, pues no podemos olvidarnos de que también
hay simpatías interesadas, lelas y propensas a la santidad.

34 Oe locos, dioses. deseos v costumbres


'
Desconcertados

El ángulo clínico de las cosas genera desconciertos. Primero, porque abor­


da lo humano sin indulgencia, y, luego, porque aprieta su juicio en un lugar
donde sentimos que zozobra la lógica.
Traigamos a escena un ejemplo. Se invita a un psiquiatra a participar
en una mesa redonda sobre malos tratos a la mujer; a este relator, sin ir
más lejos. La opción de huir está descartada. Los usos sociales obligan.
Sólo queda Ja posibilidad de prepararse para lo peor, para ser malentendi­
do, peor considerado y, en el mejor de los casos, pasar desapercibido y que
las palabras caigan pronto en el olvido (cosa sencilla, por otra parte). Ante
un tema tan contundente, de agresión salvaje al más débil, todo el mundo
goza de pruebas evidentes y sólo duda en el modo de corregir tan execra­
bles hábitos. Todos quieren oír que el verdugo es enteramente verdugo y
debe ser castigado, y que la víctima es sólo víctima y debe ser protegida.
Pero la perspectiva clínica pasa a caballo sobre semejantes considera­
ciones. No comulga con la inclinación refleja ni con asentimientos cómo­
dos y espontáneos. Tiene el aire de un desatino desde el momento en que
se presenta intempestivamente en sociedad. Despojado temporalmente de
su hábito de ciudadano, el clínico tiene que mirar por el agresor tanto como
por la agredida. Y esta tarea empieza con la incómoda ocupación de expli­
car su violencia, comprender su paradójica debilidad y, a veces, también su
dolor y su sincero arrepentimiento que, para mayor inri, es perfectamente
compatible con la reincidencia duradera. Ahora bien, comprender no es

De locos, dioses. deseos y costumbres 35

. ,,,.

b
justificar, ni ayudar eximir. El que la haga que la pague, desde luego. Pero
la clínica se permite, al mismo tiempo, muchas consideraciones extempo­
ráneas sobre la maldad humana, el sadismo y el extrañamiento biográfico
que suelen ocupar la infancia del agresor, hasta llegar a hacer de él otra
víctima de distintas agresiones que él repite sobre los demás como quien
sigue fielmente un ejemplo.
No obstante, aún no hemos tocado el punto más delicado del asunto.
Lo peor aún está por llegar. Es ante nuestra visión de la denigrada cuando
las cosas se tuercen más y pueden resultar insoportables. Pues tras ayudar
y orientar a la ofendida, nos queda preguntarnos sobre si debemos dis­
culpar o no su falta de decisión para huir tras el primer tortazo y acudir a
denunciar al violento. Pregunta que se mantiene en algunos casos incluso
después de valorar su lógico temor al agresor, el prejuicio machista de las
costumbres, su dependencia económica, la incierta soledad que la espera
o la protección a los hijos con que pretexta su humillación. Es en el paté­
tico escenario que se oculta tras esas consideraciones donde puede estar
fustigando una incierta tendencia a sufrir castigo, una sumisión obediente
e incluso un victimismo dócil, revelando un territorio secreto que quizá
reclame más aliento que cualquier otro para despertar lo antes posible la
rebelión.
Estas consideraciones siempre corren el peligro de ultrajar dos veces
a la maltratada, pero tampoco deben orillarse si corresponden a la verdad
y no menguan nuestra disposición de ayuda y justicia. El masoquismo no
pone la mano sobre el otro, el sadismo a veces sí, y es delito si se hace sin
consentimiento erótico explícito. Diferencia radical que revela con clari­
dad la identidad del culpable. Pese a todo, esta perspectiva desconcertante
para los demás y tan peligrosa, pues parece dar alas al agresor, también
desconcierta a quien la emite. Por ese motivo, nuestros maestros nos reco­
mendaron insistentemente que no fuésemos clínicos de continuo.
11.5.02

36 De locos, dioses, deseos y co:,tumbr<.>s


Madariaga

A menudo, algunos curiosos se interesan por nuestro modo de ser, por la


índole personal de quienes nos dedicamos al mundo ancestral e inexorable
de };i locura. Unos creen que estamos algo tocados, otros nos consideran
un ejemplo de serenidad, la mayoría opta por ponerse a la defensiva por­
que se sienten transparentes ante supuestas dotes intelectivas.
Sin embargo, y como suele suceder, desde dentro las cosas nunca
están tan claras. Entre nosotros hay bastante desequilibrio e insensatez,
igual que en cualquier otro colectivo o agrupación humana, pero tam­
bién es verdad que abunda cierto ingenio que se opone al conformismo
e intenta verlo todo por la otra cara. Esto nos vuelve algo diferentes y
ayuda a distinguirnos en cualquier lugar. Bien porque usamos términos
arrogantes para referirnos a los fenómenos más simples de la vida coti­
diana, o porque nos empeñamos, con cerrado escepticismo, en oír más
allá de las palabras.
Ahora bien, dentro de este grupo monótono y de tonta afinidad, al­
guno de sus miembros puede llegar a ser muy distinto y a destacar por su
inclasificable personalidad. Yo trabajé con uno así. Le conocí en los años
setenta, cuando el marxismo, en el que creía a pies juntillas, aún era una
teoría imprescindible para enjuiciar las desigualdades sociales, antes que,
derrotado por la sombra del comunismo, se decidiera oficialmente que ya
no había explotación ni lucha de clases. Desde entonces, en décadas rápi­
das e ininterrumpidas, hemos sido compañeros hasta hace nada.

D<.• locos, dioses, deseos y <:ostumbres 37


No he conocido a nadie mejor dotado que él para las prácticas de la
psiquiatria. Nadie dueño de una capacidad tan parsimoniosa, natural y ge­
nuina. A su lado los conocimientos técnicos sobraban. Sabía mantenerlos
emboscados, dispuestos en una retaguardia continua, y sólo les convocaba
para salvar algunas coyunturas imposibles de la clínica. lo que a los demás
nos costaba mucho esfuerzo e ingratos momentos de tensión, en él aparecía
con una espontaneidad animal. Siempre sabía lo que había que decir o el cri­
terio que era conveniente adoptar. Del mismo modo que las fieras están sin
excepción en su sitio, sin necesidad de educarse o de reflexionar, él siempre
acertaba con el tono, la palabra o la presencia que la ocasión exigía.
No es gratuito pensar que su maestría estaba en íntima relación con
su encanto personal. Nunca oí hablar mal de él. Cualquier error se le per­
donaba en cuento se le oía. En los momentos más· confiictivos de la refor­
ma psiquiátrica, todos estábamos pendientes de conocer su opinión para
tratar de secundarla. Y si bien me es difícil definir qué es lo que se quiere
decir cuando hablamos de una persona con carisma, misterio o poderío,
no me cabe ninguna duda de que todos los ejemplos conocidos se refieren
a alguien parecido. Su sola presencia bastaba tanto para alegrar cualquier
cotarro, ayudado de su irrepetible humor e ironía, como para que cada
uno supiera hacia dónde se tenía que dirigir.
A veces he pensado que sus virtudes provenían del insólito equilibrio
que lograba dar a sus contradicciones personales. Es difícil entender que,
siendo un ferviente seguidor del esotérico Carlos Castaneda, tuviera tanto
sentido de la realidad. O que representando el vivo ejemplo de un hombre
desordenado, distraído y casi caótico, contagiara a su alrededor el gusto
por el deber y el rigor a la hora de actuar.
Le gustaba la vida, el placer y el trato con la locura. Detentaba la amis­
tad universal.
Era tierno, era uno de los nuestros y tenía aura. Hablo de Madariaga.
1.7.06

Oc locos, dioses, deseos v costumbres


,
Deformación profesional

No es de extrañar que después de treinta años de profesión unó vea mani­


comios en cualquier lugar. La última vez que me asaltó tan curiosa manía
fue precisamente visitando la redacción de este periódico, tan influyente y
acogedor. Viendo la amplia sala donde se desenvuelven los redactores me
dio un vuelco el corazón: «¡Vaya!, otro manicomio», me dije de repente.
La sala -más bien nave- es espaciosa y diáfana. En su interior una
treintena de personas se afanan entre teléfonos y monitores. Todos ven
a todos. Todos se oyen entre sí. La transparencia se ve acentuada por el
espejo indiscreto de las pantallas. En un lateral de la estancia, unos despa­
chos individuales que miran hacia fuera están ocupados por personas a las
que cabe suponer un rango superior. Desde dentro de cada uno se observa
todo el salón.
La impresión de entrar en un panóptico donde todo es visible y transpa­
rente es inevitable. Si Foucault, tan agudo a la hora de analizar las institucio­
nes totalitarias donde se promueve la visión global, como cárceles y asilos
psiquiátricos, hubiera conocido las redacciones actuales de los periódicos,
probablemente las habría incluido en su consideración inicial. Máxime te­
niendo en cuenta que las tres, cárceles, manicomios y redacciones, son insti­
tuciones de poder. De la prensa se afirma que es el cuarto en la escala social
y, por lo que observo a primera vista, lo ejerce primero en su propio interior,
mediante una tarea incesante de corrección por parte de jefes y subjefes. A
ellos les queda encomendado corregir el estilo y la ortografía, eliminar y ele-

De locos, dio�es. deseos y costumbre� 39


gir las noticias, decidir el orden titular. Supongo que lo hacen, entre otras
funciones más prácticas, por el gusto de ejercitar su poder, como los psiquia­
tras atan e inyectan para justificar con la fuerza su raquítico saber. El placer
de corregir y de inyectar es incomparable y casi celestial.
Sin embargo, los empleados aparentan estar satisfechos, como tam­
bién muchos locos parece que en su encierro lo están. Pero seguramente
disimulan. A primera vista no creo que trabajen en un ambiente muy salu­
dable. Los estudios, de hecho, confirman que arquitectos y periodistas son
profesiones con desequilibrios psíquicos frecuentes, quizá por su mezcla
inverosímil de arte y técnica, en su caso de literatura y realidad. También
de los psiquiatras se sostiene que, además de enloquecer cada poco, se sui­
cidan a menudo, pues les gusta salir de la vida, como decían los antiguos,
por su propia mano y voluntad.
Los intestinos de la casa son igualmente reveladores. Sintomáticos,
diríamos aquí respecto a la organización del hospital. En el corazón de la
nave hay una gran máquina que da vueltas de continuo al papel y las noti­
cias, tratando por repetición, como el delirio, de afianzar la verdad. La lla­
man rotativa. Otra que hay al lado, la más sospechosa, digiere -embucha
dicen ellos- todos los muñones de papel amputados durante el día. Algo
más allá, dos carteles aparentemente intrascendentes dan que pensar. En
uno se lee la indicación de trapos limpios y, en el de al lado, trapos sucios. No
pone más.
Todo puede ser producto de una manía, pero la imagen del manico­
mio me p�rece muy apropiada para esta sala hiperactiva. Cada redactor
vigila y es vigilado por los demás. Todos creen con convencimiento que
elaboran el discurso de la verdad. Ninguno se fía completamente del resto.
De manera que, si mi insensata experiencia sirve para algo, me atrevería a
recomendar el uso de unas mamparas en la redacción que permitieran más
intimidad. No es recomendable tanta transparencia para la salud mental,
sobre todo si se trata de infarmar.
3.6.06

40 De locos, dio�es, deseos y costumbres


El 1nanicomio

Dentro de pocos días culmina el proceso de transferencia de los Servicios


de Salud Mental, cuyo titular es la Diputación de Valladolid, a la Comu­
nidad de Castilla y León. Entre otras consecuencias, este procedimiento
pone fin a la existencia del Hospital Psiquiátrico. El establecimiento cam­
biará de rótulo y pasará a ser simplemente un centro de personas mayores,
como ya lo es en gran parte. De modo provisional, hasta su traslado al
nuevo hospital que se construye en Delicias, o a otras dependencias aún
sin definir, las sesenta y dos camas de psiquiatría ahora existentes perma­
necerán en el edificio pero dependerán, a todos los efectos, de la Gerencia
del Hospital del Río Hortega.
Desde este punto de vista, el grupo de técnicos que en el año 197 5 em­
pezó a trabajar en este psiquiátrico, y que son conocidos profesionalmen­
te como «Colectivo Villacián», puede celebrar el logro de los objetivos y
regodearse con las mieles del éxito. Pues en su intención primera, juvenil
y amotinada, no cabía otro horizonte que el cierre del manicomio como
objetivo final. El proceso ha sido lento, quizá hasta tibio y pelmazo, pero
finalmente ha resultado un triunfo.
No sabemos si las cosas a partir de ahora van a ir mejor de lo que están,
que ese es asunto a tratar en otra ocasión, pero el acontecimiento tiene un
vigor simbólico indudable. Los hospitales psiquiátricos han representado
siempre lugares de encierro y alienación pese a todas las reformas a que se
han sometido, por lo que debe darse la bienvenida a su desaparición definí-

De locos. dio�cs, deseos y costumbres 41


tiva. Lo cual no borra la sospecha de que estos presidios médicos puedan
volver pronto a aparecer bajo otro nombre, pues estos son tiempos de eufe­
mismos y cambios de imagen sorprendentes. Sobre todo si, como está suce­
diendo, no se disponen a tiempo las alternativas residenciales exigidas.
Para el que ha sido director de ese establecimiento durante casi veinte
años, su cese es motivo de orgullo y venidera fama. No es poca cosa ser el
último director de una institución con más de quinientos años de antigüedad,
pues la primitiva Casa de Orates u Hospital de Inocentes se fundó a finales del
siglo XV, emplazándose en la calle Frenería, hoy Cánovas del Castillo. Nada
puede adornar mejor su currículum que este curioso título, tan postrero
y paradójico que sólo enorgullece de lo que se ha sido cuando se consigue
dejar de serlo.
El hecho llega oportunamente, pues no se puede estar tanto tiempo al
frente de un establecimiento tan sospechoso sin sentirse justo merecedor
de la carta que Artaud dirigió a todos los directores de manicomios, acu­
sándoles de castigar con el internamiento las investigaciones que los locos
desarrollaban en el dominio del pensamiento. Permanecer tantos años sin
ser relevado sólo podía derivar, o de que a nadie Je preocupaba lo que se
hace en un manicomio, cosa bastante posible, o porque la cínica habilidad
del director para perpetuarse en el cargo había desplazado a otro lugar el
interés sagrado de cerrar el centro a cualquier precio. Todo hacía pensar
que, en su limitada escala, había hecho suyas las reflexiones políticas de)
sin par Giulio Andreotti o del mismísimo Mitterand. Pues si el segundo
sostuvo que la indiferencia es la mejor virtud del político, el primero no se
quedó corto cuando respondió que el poder desgasta a quien no lo tiene y
no a quien disfruta de su potestad.
En cualquier caso, bienvenida sea la hora de cerrar, salvo que pronto
se nos corte el aliento si el nuevo patrón no apoya con generosidad el resto
de los servicios que hoy funcionan correctamente, y convierte el fin del
manicomio en un caos general.
23.12.06

42 De locos, dioses. deseos r costumbre'!


-
Se confiesa poco en esta Autonomía

Una suposición frecuente sobre la tarea de los psiquiatras nos recuerda


nuestra disfrazada condición de confesores. Quien nos lo imputa, que
acompaña generalmente su atribución de cierta sonrisita, sabe bien que si
no acierta del todo tampoco dice ninguna tontería.
Si tomamos en serio este criterio popular, deberíamos detener de una
vez nuestras cábalas acerca de la multitudinaria concurrencia que satura
hoy las consultas. Pues estamos perdiendo el tiempo con conjeturas epide­
miológicas por no tener en cuenta el factor confesional que nos insinúan.
Si atendemos en cambio a la mordaz comparación, podremos ya dirigir­
nos al Gerente del recién estrenado Sacyl y decirle respetuosamente: «Don
Antonio María, sepa usted que no vamos a resolver los problemas de salud
mental mientras se confiese tan poco en esta Autonomía».
Resulta que muchos de nosotros nos hemos buscado la vida en una
profesión que nos parecía laica, e incluso provista de cierta dosis de anti­
clerecía, y hete aquí que acabamos convertidos en indulgentes confesores.
Porque buena parte de las consultas que recibimos, descartada la cada vez
más minoritaria presencia en nuestros dispensarios de la locura, la com­
ponen los problemas cotidianos con la culpa. Muchos malestares de los
ciudadanos, aunque comparezcan bajo la apariencia de depresiones, mie­
dos o angustias, son pequeñas indigestiones de culpa. Dispepsias morales
que antes se resolvían con una confesión rutinaria, o mediante confesión
general si la gravedad lo exigía, pero que actualmente no tienen dónde acu-

De locos, dioses, dese.os y costumbr�s 45

. "'
dir si no es a un especialista, bien dispuesto, eso sí, a aceptar como enfer­
mos a simples penitentes ávidos de excusa.
Sin saberlo del todo, aunque secretamente lo presuman, las gentes
acuden a consulta buscando absolución antes que cura. Vienen a que les
traten, sin duda, pero sobre todo a que los eximan. Y para este fin nada es
tan eficaz como la confesión sacramental. Porque en su seno uno examina
la conciencia, propone la enmienda, cuenta lo que puede y se libera des­
pués de Ja mórbida carga con una agridulce penitencia. Es decir, que pasada
su pequeña contrición, el pecador se puede marchar tranquilo, exento ya
de responsabilidad y dispuesto a seguir confesando la misma falta cuantas
veces la tentación le persiga. La clínica, por contra, no alcanza esta sublime
perfección, aunque lo intente con porfía. Con nosotros, estos consumido­
res crónicos de comprensión y consejo también encuentran fácil discul­
pa, dado que pueden atribuir sus males a algún defecto de aprend�zaje o a
cualquier hipótesis bioquímica. Igualmente, nuestras buenas palabras van
a intentar animarlos sin censura y hacerlos ver que los sufrimientos son
universales, que la depresión es producto del estrés social y que cualquiera
tiene malos días. Para penitencia, por lo demás, disponemos de halagüeños
ejercicios de autoayuda y, si es necesario, de alguna píldora. Pero debemos
desengañarnos. Ni podemos proteger el futuro como lo hace la religión ni
lavar la culpa como la confesión lo consigue.
A la vista de las circunstancias, lo más sensato será renunciar al poder
que la sociedad nos ha confiado y devolver a los confesores la dirección de
conciencia que a la chita callando les hemos usurpado. La confesión, que
durante siglos fue el instrumento más poderoso de control y normaliza­
ción de la sociedad, debe volver por sus fueros, mientras nosotros pres­
tamos de nuevo toda nuestra distraída atención a los psicóticos que, por
su parte, son auténticos maestros a la hora de despojarse de la culpa por
entero.

De locos. dioses, deseos y c.ostumbres


La idea de Dios

En una de las últimas lecciones de Coleman Silk, le oí tachar de delirio de gran­


deza a un pobre paisano por el simpl� hecho de creer en Dios. Ante nuestra
sorpresa, defendió con sutileza y tenacidad que la idea de Dios constituye el
centro de la psicopatología. Allí donde alguien saca a Dios a relucir, nos dijo,
es donde el psiquiatra deberla dirigir su mirada más severa y analítica.
A juicio de este célebre maestro de alienistas, el lugar más delicado y
frágil del pensamiento humano reside, lógicamente, en las fronteras del
saber. Pocas veces los hombres conseguimos resistir impávidos ante los
límites de nuestro conocimiento sin que en ese momento nos crezca una
idea demasiado fuerte y desproporcionada. En vez de contener el misterio
de lo incognoscible con ánimo sereno, en su humilde oscuridad, tendemos
fácilmente a las ideas grandiosas de confabulación, redención o sacrificio.
Loco, a su modo de ver, es todo aquel que cuando no entiende lo que
sucede, bien por las limitaciones de su razón o por lo abstruso de la rea­
lidad, recurre al pensamiento del complot, el perjuicio o la persecución.
Pero también, añadió, da muestras de impotencia y ruptura quien en las
mismas circunstancias solicita la ayuda ciega de la fe, la salvación redento­
ra o la creencia en un futuro feliz más allá del planeta. Como se ve, el con­
cepto de locura de Coleman puede parecer muy ancho y generoso, pero
también hay que reconocer que acaba siendo muy útil para contrarrestar
la despistada opinión de que la locura y la cordura se mantienen claramen­
te separadas.

De locos, dioses, deseos y costumbrc!i 47

.,.
Estas satisfacciones que nos suscitan los misterios y los territorios
limítrofes del conocimiento, vuelven semejantes y curiosamente análo­
gas las respuestas de la religión y de la locura. Se muestran afines entre sí
porque ambas unen a menudo en sus comienzos una persecución y una
creencia religiosa. La pasión y resurrección que nos son tan conocidas, es­
tán también presentes en la lógica interna de la locura. No hay loco que no
se sienta aludido o perseguido, como no le hay sin que en su fuero interno
se sienta redentor de un conflicto universal y encarnación del Uno que le
capacita para todo.
Esta proximidad, a mi manera de ver, no daña la imagen ni la esencia
de las religiones, sino que aporta seriedad y razón de ser a la locura. De la
locura de la fe, sin ir más lejos, hablaba Pascal con gran hondura. Al fin
y al cabo, la religión también tiene un fin curativo: nos cura de nuestra
humanidad, de las incertidumbres de la vida y de los límites de nuestro
conocimiento, incluso nos cura en cierto grado de la enfermedad psíquica.
Cuando el loco no resiste más su condición humana, esto es, la impotencia
de las palabras para representarse el mundo -insuficiencia que está en el
origen de todo enloquecer-, además de contar con su imaginación des­
cabellada para salir del paso, cuenta con el recurso de la religión para dar
sentido a lo más ininteligible y absurdo que le amenaza. Otra cuestión es
que, por su trastorno, no consiga compartir con nadie esa ilusión, lo que le
aleja de la unión religiosa y le condena a la soledad.
Ahora bien, también hay una solución laica a estos asuntos del enig­
ma de la vida que tanto nos ofuscan. Recuerdo, sin ir más lejos, una saluda­
ble respuesta de Guido Ceronetti, un inclasificable ensayista italiano, que
en El silencio del cuerpo escribió un credo insuperable para dar cuenta de los
abismos sin necesidad de pensar en nada sobrehumano ni apelar a un de­
lirio extremo: «Si buscando una mano en la oscuridad encuentras un culo,
piensa en la riqueza y en el misterio de la oscuridad».
11.3.06

De locos. dioses, deseos y costumbres


Sacerdotes y psiquiatras

Estas dos profesiones guardan una relación singular. Permanecen separa­


das, cuidadosamente distantes, pero no dejan de observarse e imitarse con
celo y curiosidad. La dirección de conciencia es el dominio común que une
al sacerdote con el psiquiatra. Ambos compiten en un mismo territorio
aunque los medios, las estrategias y los objetivos sean diferentes. Si mi­
ras por debajo de las batas blancas del psiquiatra enseguida surge el cura
que todos disfrazan, y si levantas las sotanas del ministro de dios aparece
raudo el médico de almas que ha encontrado en la fe y la confesión el me­
jor reconstituyente. Ya sea como médico o como pastor, los dos se dirigen
decididos a la conciencia de los demás donde penetran, unas veces para
componer y ordenar, y otras veces sencillamente para saquear.
Donde el psiquiatra puede ver un enfermo el sacerdote observa de
preferencia un descarriado. Uno le quiere conducir hacia la salud por la
vía de la sensatez y la tranquilidad de ánimo, mientras que el otro elige el
camino de la virtud y la liberación del pecado. Sin embargo, los dos cui­
dan con precaución, incluso con cierto horror, no inmiscuirse el uno en el
terreno del contrario. El psiquiatra, de hecho, siempre está amenazado por
su irrevocable tendencia a convertir las enfermedades mentales en simples
problemas morales. Y esta inclinación, en sí misma legítima y en general
acertada, puede vivirse como una alegría desamortizadora, pero también
como un peligro por dos razones principales. Primero, porque tiende a es­
capar del campo psicológico e invadir el terreno de lo trascendente, donde

De locos. dioses, deseos y costumbres 49

....
a muchos psiquiatras, legos en la materia y a menudo opuestos, se les pone
mala cara, como ahogada por el incienso. Y, en segundo lugar, porque el
psiquiatra se ve en la obligación de garantizar de continuo su condición
de médico. Sin el amparo científico de esa identidad social se siente en pe­
ligro. Siempre le ha sucedido, y en estos tiempos lo experimenta con una
vehemencia hasta ahora desconocida, casi rayana en rabia. Así vive hoy
y siempre el alienista: en tierra de nadie. Hora con el tranquilizante en la
mano para no distanciarse de sus colegas galenos, aunque sea a través del
frágil vínculo de la farmacia, hora con el consejo en la boca, dando pábulo
a cierta exhortación pastoral que intenta medir y controlar para no acabar
en plática.
Por su parte, el sacerdote tiene también algo de psiquiatra contrariado.
Alcanzado por la secularización psicológica de la moral, no puede dejar de
pensar que un buen estudio de las perturbaciones de la mente habría de ser
un buen auxiliar a la hora de conducir el rebaño y gobernar las almas. Pero
pronto ve aparecer el fantasma de una laicización excesiva de su ministe­
rio, a lo que añade un impedimento doctrinal. Pues, si entra decidido en
los mecanismos y trampas de la psicología, pronto tendrá que dar cuenta
de sus propias dificultades personales, asunto demasiado íntimo, profano
e incluso carnal como para poder sostenerse como ejemplo con la misma
soltura con que puede hacerlo reconociendo su inevitable condición de
pecador casto y su vocación de humildad. Además, la psicología resulta
a sus ojos demasiado material. Sus explicaciones, conductuales o incons­
cientes, . alejan demasiado las verdades de la moral de las condiciones dic­
tadas por la fe, el misterio y el escatológico más allá. Ahora bien, como el
pastor necesita entender a los hombres y conocer lo más posible las leyes
del deseo para mejor atraer a su grey, una y otra vez mira a la psiquiatría
con envidia y a la vez con incredulidad, aunque al final Dios reclame lo
suyo y deje al César la enfermedad.
8.10.05

50 De locos. dioses, deseos y co:,tumbres


Los jesuitas

Aunque no eran religiosos ni pudientes, mis padres me matricufaron en los


jesuitas pensando que allí recibiría una educación excelente. Por entonces,
en los colegios de la Compañía aún se educaba dividiendo a los alumnos
en dos grupos, de romanos y cartagineses, a los que se infundía un ánimo
de estricta rivalidad y un espíritu de lucha permanente. No bastaba con
estudiar y aprender las materias sino que luego había que saberlas blandir
en un torneo que representaba, como ningún otro ejemplo, la idea religio­
sa de la vida que se nos quería imponer. Todo allí resultaba jerarquizado y
agonista, competitivo y dual. Cada quince días se ordenaba la clase según
la puntuación obtenida por cada escolar. Se ensalzaba a los primeros y se
ridiculizaba a los últimos. Y para solemnizar más la gloria de la batalla, en
la entrada principal del colegio un cuadro de honor destacaba con letras de
oro el nombre de los triunfadores.
Las aulas de los jesuitas eran un modelo de división social que ha ins­
pirado la aparición de muchas conciencias marxistas entre sus alumnos.
Para comprender la lucha de clases no había mejor modelo, en aquella Es­
paña dictatorial, que un colegio de jesuitas. La propia orden empezaba por
establecer nítidas diferencias entre padres y hermanos, es decir, sacerdotes y
legos, ministros de Dios y siervos del mismo. Existía un modelo de rango y
autoridad que calaba pronto en la conciencias de los estudiantes, animán­
dolos enseguida a distinguir y reconocer grupos privilegiados en cualquier
lugar. Además, en el propio colegio se compartía el espacio con otro grupo

Oc loi.:os. dioses, deseos y costumbres 51


de estudiantes con Jos que, gracias a una refinada organización, nunca nos
llegábamos a cruzar, ni en patios ni en pasillos, como si aquellos fueran
ciudadanos de segunda fila que no estaban destinados a las altas misiones
que a nosotros se nos prometía en el futuro. Eran hijos de pobres, llevaban
un guardapolvo muy feo y no tenían derecho a lucir el uniforme con cor­
bata de los domingos. Se les conocía como los gratuitos.
Se dice que a los antiguos alumnos de los jesuitas se nos distingue por
un sello especial, y estoy en condiciones de admitir, jesuíticamente hablan­
do, que sea verdad. No es de extrañar. Me parece, además, que ese carácter
se resume en un trato con las cuestiones del poder muy particular. Algo
que tiene que ver con el genio de la ambigüedad y el arte del disimulo, va­
lores que heredamos de aquellos tiempos en que había que luchar por los
primeros puestos pero sin traicionar los buenos modos ni la camaradería
colegial. Había que vencer pero sin herir a los demás. Luchar por el triunfo
pero sin que las ambiciones llegaran a asomar.
Quizá sea este trato de poder a lo que se llama jesuitismo. Una suerte
de máscara que en el peor de los casos acaba en hipocresía y en el mejor se
eleva a cinismo. Gracián, uno de los más finos ignacianos, lo resumió con
una recomendación espectacular: «Que te conozcan todos pero que no te
comprenda ninguno».
Todo alumno de los jesuitas que respete sus orígenes es un hombre algo
barroco, cargado de contradicciones y generoso en los disfraces cuando se
relaciona con las cosas del poder y las estrategias de la sociedad. Por ese
motivo,. cuando le toca desenvolverse en el territorio profesional, resulta
siempre un sujeto de deseos retorcidos que no llega a expresar claramente
sus aspiraciones, aunque nunca se aleje del todo de los lugares donde cuaja
la oportunidad. S i a esta astucia enrevesada se le añade el gusto intelectual,
un elitismo inalterable y cierto racionalismo moral, tenemos más o menos
definido al antiguo soldado del escuadrón jesuítico.
29.10.05

52 De locos. dioses, deseos y costumbres


La mirada

Algunos compañeros de profesión diagnostican por la mirada. Por la pro-


pia visión, valiéndose menos de lo que oyen que de lo que ven, pero en
especial por la forma de mirar de los pacientes, a veces tan singular. No se
fían mucho de las palabras y prefieren atender al cuerpo, que nunca enga­
ña. Aunque si no miente, bien entendido, no es por santa bondad corporal
sino por incapacidad, por falta de astucia, por una franqueza que no hay
modo de ocultar. El c�erpo dice lo que dice al margen de nuestra voluntad,
con una desnudez imposible de cubrir.
Me temo, sin embargo, que sea una exageración confiar tanto en esos
espejos del alma que el buen dios colocó uno junto a otro en medio de la cara,
pero tampoco disponemos de nada más transparente que los ojos para co­
nocer a las personas. Al fin y al cabo, si son:ios quienes somos, tan idénticos
a nosotros mismos, con nuestro nombre y nuestra personalidad, es porque
en su momento fuimos mirados con afecto. Hay quien supone que entre las
dificultades iniciales de los psicóticos, tan pordioseros en cuanto a su identi­
dad, existe un problema en el mirarse durante la infancia. De tal modo, que
una falta de encuentro en el campo visual sería uno de las primeras causas de
la locura. El resto se nos daría, ya se sabe, por añadidura.
«Y el otro, como mirada, no es sino eso: mi trascendencia trascendida»,
escribe Sartre para destacar su importancia a la hora de salir al encuentro
de la gente. En el fondo, lo que buscamos siempre en la mirada del otro es
la prueba de piedad, indulgencia y pudor que pueda garantizarnos su amor

De l<.lcos. dioses, deseos y co�tumbres 53

....

-
o su hospitalidad. Ese aspecto fundacional podría ser el que está dañado
en la locura, y quizá sus rastros son los que escrutan los compañeros con
disimulada avidez cuando ejercen de todopoderosos psiquiatras.
Ahora bien, puestos a prescindir de las palabras, yo había confiado
hasta ahora mucho más en los gestos de la boca que en los resplandores
que surgían entre las pestañas, pues me parecía que en la boca se refle­
jaban las mentiras con una generosidad imprevista. Para saber si alguien
me largaba o no una buena patraña, seguía de cerca el movimiento de los
labios, bajo la seguridad de que nuestras falsedades siempre se dejan sor­
prender con más claridad en torno a ese cerco último que el cuerpo pone
a las palabras. Como si a su paso les levantaran las faldas en el instante de
la despedida.
Pero desde este verano he vuelto a confiar en la mirada. Y puedo decir
por qué: por haber descubierto miradas tan sugerentes, visionarias y tras­
lúcidas que pocas muestras del hombre pueden resultar más reveladoras
que ésta que cuento. El escenario de mi descubrimiento es el siguiente. Es­
toy en Italia, en cualquier ciudad, a la puerta de no importa qué templo.
Allí un funcionario, un acólito ortodoxo, observa con atención el cuerpo
de todas las mujeres que llegan con intención de entrar. En silencio y dis­
traídamente, distingue las morbideces, las evalúa y decide sobre los cen­
tímetros de decencia o indecencia de cada una. Si el juicio es negativo, es
decir si el cuerpo resplandece por alguna rendija, se le impide el acceso y
se le pone en evidencia ante los demás, que nos volvemos ansiosos para
disfrutar de l a presumible provocación. Pero nada. Uno no encuentra otra
cosa que recato y feúra en la candidata. Y así una y otra vez. La decisión fue
ganando misterio hasta que me fijé en el observador. Y allí precisamente,
en aquel goce oculto del funcionario, recuperé la confianza en las bonda­
des reveladoras de la mirada. Tantas, que a mí también me gustaría poseer
la misma voluptuosidad en los ojos, tan majestuosa lujuria, tamaña fuerza
en el deseo, semejante vigor en la censura.

54 De lo(os. dioses, deseos y costumbres J

J
Ejercicios espirituales

Si excluimos la ciencia moderna, todos los discursos racionales 6 filosóficos


se han hecho acompañar siempre de un modelo de conducta. La sabiduría
antigua, en especial, que tanto nos sorprende al ofrecernos por primera vez
una explicación racional del mundo, era antes que nada una receta de fe­
licidad, una disciplina de los deseos y una escuela de vida. Hoy en día, en
cambio, la ciencia nos ha acostumbrado a una reflexión chata y pragmática
que poco nos dice sobre cómo hay que vivir, pero que a la vez nos ha vuelto
inhábiles para la reflexión filosófica, que ha quedado como cosa destinada
a profesores y ensayistas. En cambio, algunas hebras que hoy quedan de la
psiquiatría y el psicoanálisis siguen siendo, a su modo, herederas de aquellos
ejercicios espirituales profanos y laicales que inauguraron nuestra cultura.
Cada época tiene su estilo y su marco de meditación, y la nuestra ha
elegido lo psicológico como herramienta principal para el cuidado de sí.
Pero en el fondo, cuando el terapeuta invita al paciente a que muestre su
alma para ser examinada, prolonga por otros medios el •conócete a ti mis­
mo», aquella máxima que coronaba en Delfos el templo de Apolo, del mis­
mo modo que actualiza a su manera la «Imitación de Cristo• de Kempis, da
continuidad a las «Meditaciones» de Descartes o revive los ejercicios del de
Loyola con que la Compañía forjó el carácter de nuestra generación en las
frías tardes de Villagarcía.
Si algunos sacerdotes sienten curiosidad por estas crónicas manico­
miales, donde se mete el bisturí en las miserias de la profesión y se ridiculi-

De loco�. dioses. deseos y coscumbrcs 55

. ,,,.
zan algunos remedios sanitarios, será precisamente porque participamos
de un lecho común. Se diga lo que se diga por parte del positivismo triun­
fante, las enfermedades psíquicas son, además de biológicas, morales, y los
psiquiatras somos médicos del alma antes que del Sacyl.
Ahora bien, aunque estas semejanzas entre religión y psiquiatría sean
grandes, acaban ahí. Más que nada porque los religiosos se dirigen a los
presuntos fieles y nosotros a los presumibles locos, y el loco es poco obe­
diente y manda mucho en su mundo, especialmente el esquizofrénico, que
ejerce de príncipe de todos ellos. Si los curas conducen a los feligreses ha­
cia Dios, nosotros, en cambio, tenemos que limar de Dios a los psicóticos,
que suelen sufrir un atracón de divinidad. El mundo espiritual del esquizo­
frénico está dominado por lo trascendental y por un inequívoco sentido
redentor. Tanta suele ser su divinización que nuestra dirección de concien­
cia debe apuntar de nuevo al precepto délfico, pero no en el sentido de la
curiosidad sobre uno mismo, al modo actual, o como una interiorización
de la verdad, tan afín al cristianismo, sino al modo antiguo, como un sen­
cillo recuerdo al hombre engreído para que no se crea un Dios. Algunos
han llegado a pensar, precisamente, que para tratar con esquizofrénicos
hay que creer poco en Dios porque ellos creen en exceso.
Este paso de minorar la ración de Dios para liberar la conciencia, pa­
rece un poco reñido con lo religioso. Como también lo es, si volvemos al
cuerdo paisanaje, el que los ejercicios espirituales de hoy parezcan cojos
sin que un ejercicio sexual les complete. Y en este campo a la Iglesia se le
ha atrav.esado tradicionalmente, además del mesianismo de los locos, que
les da reparos por su proximidad a la herejía y el idolatrismo, el sexo de las
gentes, que a sus ojos es algo demasiado placentero y contagioso. Proba­
blemente, su pastoral tendría más éxito si sus ministros atendieran algo
más a la profana psiquiatría y, por encima de todo, al discurso que circula
en el diván de los psicoanalistas. Pues bajo el modelo sexual del archiateo
Freud se esconde un pastor de almas que habla de saber, de paz y de afecto
para mejor conocer a los hombres y, por supuesto, a los creyentes.
21.6.03

De locos. dioses, deseos v costumbres


,
El profesor Coleman Silk habla del suicidio

No hace mucho que entrevistamos al célebre psiquiatra Coleman Silk tras


.
pronunciar una conferencia sobre el suicidio. Por su lucidez desgarrada y
sensual. algo desesperada ante la acidez de la vida, no nos parece estéril
recordar en este momento su audaz discurso.
P. ¿Considera el suicidio como una conducta patológica?
R. No siempre. A menudo parece una conducta más propia del sabio
que del enfermo, la decisión de alguien que se siente dueño de la ocasión y de
la libertad. «Muchas veces, leo en Cicerón, es conveniente para el sabio aban­
donar la vida aunque sea muy feliz, si puede hacerlo oportunamente». El sui­
cidio es irreductible a la oposición normal/patológico, pertenece, más bien,
a la dimensión del tiempo. No sé si es un remedio, pero tampoco tiene el aire
de algo irremediable: no lo distingo mucho de la vida, se me confunden.
P. ¿Hasta qué punto se puede prevenir el suicidio? Si se conoce el ries­
go de suicidio, ¿qué se puede hacer?
R. Hay algo capcioso en la pregunta. Presupone una necesidad y un
temor. No me gusta mucho la ambición de prevenir. Tiene sus excesos.
Prevenir para qué. Previenen los mismos que elaboran inútiles protocolos.
El protocolo es a la psiquiatría lo que las comisiones a la política: estrate­
gias dilatorias, elocuencia vacía. Si se conoce el riesgo habrá que dedicarle
la misma ceremonia y el mismo interés que a otros síntomas. Hay cosas
más definitivas que la muerte, como, por ejemplo, la inopia. Además, y a
menudo, el suicidio es la muerte natural del psicótico. Ya que no mueren
fácilmente de cáncer, al menos mueren espontáneamente, por decisión

De locos. dioses, deseos y costumbres 57

,..
propia. Ese ideal fascinante de hacer coincidir la muerte natural y el sui­
cidio, de alcanzarle alguien sólo lo hará un loco. No conviene privar a los
psicóticos a cualquier precio de sus ideales; hay que respetarles.
P. ¿Cuál es el papel de la prensa en el suicidio? ¿Hasta qué punto la
información provoca epidemias de suicidio?
R. La prensa en el mejor de los casos informa. En el peor, tergiversa
y culpa. La información no hace daño a nadie, el retorcimiento moral sí;
pero es un problema a tratar con la prensa no con el suicida. Mal asunto
si empiezas a callarte para no herir las conciencias. No creo mucho, por
otra parte, en eso de las epidemias. Lo único que me sugiere es que la gente
razona, y que de repente cae en la cuenta.
P. Se trabaja con el riesgo de que los pacientes se suiciden. ¿Cómo hay
que abordar la crisis que desencadena un suicidio entre los profesionales
·

de un equipo?
R. Siguiendo cada uno a lo suyo. El suicidio es un asunto privado, tan
íntimo que no hay que irle propalando obscenamente en grupo. El clínico
tiene algo de Caronte, de barquero de los infiernos, y no hay que asustarse
si remando en sus aguas pierdes algún pasajero. Cuando esto causa pavor
o crisis será por ausencia de sentido clínico. El psicótico necesita a menudo
un confidente, así que si uno se impresiona en exceso cuando le cuentan la
verdad, sobra el confidente. En cualquier caso, hay que expulsar del equipo
al meticón que venga con razonamientos o disculpas. Eso es indecente y
está reñido con el tratamiento de la locura.
P. .¿Qué moviliza en un profesional de la salud mental el suicidio de
un paciente?
R. La envidia, el deseo, la admiración. Muchas ganas de pensar. La año­
ranza de unas palabras, de una despedida. Grandes dosis de fastidio, cierta
indiferencia, a veces como compasión casi sin saber por quién, como por
la vida más que por el muerto. Algo de odio contra el que se ha ido.
Poco después de estas palabras, con el gesto de quien se siente agobia­
do por un secreto, Coleman Silk nos dio a entender que había concluido.
2.4.05

De locos. dioses, deseos y costumbres


Señal de progreso

Conociendo que los avances técnicos no se han acompañado nunca de nin­


gún avance moral, me pregunto cuál será el signo verdadero del progreso.
Pues, aunque sea cierto que estamos mejor organizados y que somos más
prósperos, seguimos siendo igual de bárbaros. Kant, que no encontraba
adelanto de la conciencia en ningún desarrollo material, se preguntaba sin
embargo si una prueba de su presencia no estaría en e] entusiasmo revolu­
cionario, en lo que llamaba «la simpatía de aspiración» del pueblo. Un simple
anhelo de cambio, una ilusión colectiva por lo mejor, una práctica rebelde
y transgresora, le parecían a este hombre de costumbres tan conservadoras
el mejor índice de perfeccionamiento. Así que, siguiendo su atrevida e in­
esperada sugerencia, podemos convenir que el ámbito en el que debemos
fijarnos para observar los adelantos no es otro que el deseo. En su campo es
donde podemos esperar que una nueva disposición de relaciones, poderes y
placeres nos conduzca a mejorar la condición moral de los ciudadanos.
Pensemos entonces en el debatido matrimonio entre homosexuales.
Cabe preguntarse si no será su promoción y legalización la más elevada
señal de progreso de que dispone Occidente. Con su gesto, un universo de
miedos y tiranías retrocede. Bajo su ley, supuestas anomalías pierden su
color patológico y se vuelven modelos de conducta ejemplares. Instintos
cuyo fin primordial era la generación de la especie quedan finalmente diri­
gidos al simple placer de los amantes. Podemos llegar a pensar que, gracias
a los nuevos cruces matrimoniales, el círculo de la ternura se agranda, las

Oe locos. dioses, <lest�os y cosrumbres 59


diferencias se civilizan, el deseo triunfa y la paz nos embarga por fin pro­
longadamente.
Con el matrimonio que se propone, la tnbada y el sodomita recobran la
virtud y abandonan definitivamente las estancias del vicio. Ya no hay pecado
en su relación sino un ejemplo de amor que hay que respetar y en el mejor de
los casos acabar copiando. Hay quien piensa que lo inquietante para la gen­
te, lo que despierta su agresividad contra los homosexuales, no es imaginar
si el acto sexual es conforme o no a la naturaleza sino comprobar que dos
personas del mismo sexo se amen. Surge entonces la incomodidad, porque
la burla o la condena se truncan, como la vejación y el insulto se quedan en el
aire, pues el amor torna injusta cualquier condena que se le enfrente.
Debemos admitir que el hombre se siente culpable cada vez que se
opone a la naturaleza. Pero en realidad no somos sólo naturaleza, también
somos pequeños dioses que nos rebelamos contra ella, e incluso hacemos
de ese encono lo más elevado de nuestra experiencia: el arte. Por lo tanto,
aun si fuera cierto que el matrimonio homosexual supera la naturaleza,
deberíamos aceptar en esa contrariedad un motivo suplementario para
apoyarle. Cultivar el campo natural, dar otro sentido a lo viril, crear rela­
ciones distintas, forjar placeres, trastocar las relaciones de poder, son los
objetivos más sublimes del deseo que nos comprometen. En el matrimo­
nio actual cabe de todo, desde el compromiso de amor más acendrado y
cumplido hasta los ejemplos de dominio y opresión más deleznables, así
que nada se pierde por incorporar a su institución a nuevos invitados que
quizá hasta la regeneren.
La ley del deseo establece que la vida se pierde en la muerte, el río en
el mar y lo conocido en lo desconocido. El matrimonio es una trampa que
regula los derechos y obligaciones de dos que se declaran, por lo que no
hay ninguna razón para que el derecho de los homosexuales a amarse no
se amplíe también a la posibilidad de equivocarse. Ignoramos hacia donde
caminamos con estos cambios conyugales, pero esa ignorancia es la única
señal de progreso que, después de Kant, se nos concede.
5.3.0 5

60 De locos. dioses, deseos y costumbres


Sade

En nuestros tiempos es frecuente alardear de carácter democrático, tole­


rancia y espíritu liberal, pero presumo que un personaje como el Marqués
de Sade sería hoy amordazado y perseguido con una saña más incandes­
cente y tenaz que la sufrida en su época (1740-1814). Probablemente, el ar­
tífice de una frase como la que sigue: «Me atrevo a asegurar que el incesto
debería ser la ley de todo gobierno cuyo fundamento descanse en la frater­
nidad», no encontraría medio de comunicación donde publicarla, y de ha­
cerlo a sus expensas o en algún blog a la deriva, correría más de un riesgo
personal. Quien propuso que •el más pequeño acto de religión por parte
de alguien, cualquiera que sea, debe ser castigado con la muerte•, desde
luego no tiene un hueco de voz en nuestra sociedad.
Sin duda, hay razones suficientes para considerar a Sade un bellaco, un
crápula capaz de reducir al hombre a una máquina de placer desechable. Sin
embargo, también es cierto que posee una grandeza innegable. ¿Difícil de
localizar?, sin duda, pero que acaso se esconda en una defensa desesperada
del absolutismo de la libertad frente al de la realidad, de los bienes del liber­
tinaje frente a los excesos de la autoridad. Una fuerza intensa, con vocación
de nobleza, que en un momento de tensión desesperada le permitió sostener
que «la idea de Dios es el único error que no le puedo perdonar al hombre».
Sade no es sólo el autor que ha dado nombre a una estrategia de pla­
cer singular, o el escritor capaz de imaginar a un hombre que copuló con
los tres hijos que tenía de su madre, entre los cuales había una muchacha

De locos . dioses, deseos y costumbres 61

. ,,,.
a quien había hecho casar con un hijo, de modo que al copular con ella,
él copulaba con su hermana, su hija y su nuera, y que obligaba a su hijo a
copular con su hermana y su suegra. Ni es alguien dominado simplemente
por una pasión efeverscente tan poderosa que le exigía inventar escenas
donde las tropelías se acumulaban en sumas que superan toda imagina­
ción, como cuando relata la historia de un libertino que, para reunir el in­
cesto, el adulterio, la sodomía y el sacrilegio en un mismo acto, coloca una
hostia en el culo de su hija recién casada. Como digo, Sade no es sólo un
malvado insolente que se cree capaz de experimentar placeres nuevos e in­
ventar vicios inéditos, sino que también es un precursor, alguien capaz de
descorrer escenas ocultas en el corazón y el pensamiento de los hombres.
La importancia de Sade como heraldo de la modernidad proviene de
haber inventado un discurso nuevo y radical, paradójico hasta los límites
de la coherencia y la provocación, como cuando afirma: «Dicen que usted
es rica, señora. Pues bien, en ese caso necesito pagarle: si usted fuera pobre
yo le robaría». De manera que a Sade se le han atribuido distintas innova­
ciones que han tenido su peso en nuestro pensamiento. Una, desde luego,
introducir el desorden del deseo en un mundo dominado por el orden y
la clasificación. Otra, desnudar el deseo de prohibiciones externas para
dejarnos ver los códigos y limitaciones que posee en su propio interior,
sin necesidad de recurrir a proscripciones ajenas. Y una tercera porque al
redactar su obra en prisión, empujado por la sola necesidad interior de
escribir, se conviertió en el fundador de la literatura moderna.
A quien defendió que todo es bueno cuando es excesivo, le cuadra
bien el jugoso diagnóstico de «demencia libertina» que le asignaron duran­
te su ingreso en el asilo de Charenton. Pues, si bien no descubrió ningún
placer ni vicio nuevo, dando la razón a la imposibilidad que ya sostuvo
Epicuro, al menos inventó una nueva forma de locura.
6.5.06

62 D� locos. dioses, deseos ycostumbt'e'S


r

La Catedral

Fieles al placer de contradecirnos, los laicos aprovechamos los templos para


rescatar un tiempo de silencio y poner a punto los músculos de la moral. Si
no nos molestan mucho las imágenes o el ruido fervoroso de los rezos, las
iglesias nos prestan un reducto incomparable de meditación y soledad.
Pues bien, si usted ha entrado en la Antigua en pos de su espíritu y,
tras darse buen un repaso de conciencia, se siente a gusto consigo mismo
y dispuesto a lograr el premio de una satisfacción estética que ponga la
guinda a su tranquilidad, haga lo que le digo: salga despacio, camine hacia
unos pinos que quedan a la derecha, pare bajo su sombra y dirija la vista a
la Catedral.
Pocas escenas son comparables a ésta que el pasado le ofrece gratuita­
mente. Pues, a espaldas de Ja fachada y de la nave principal, crece un com­
plejo arquitectónico irregular e insólito que nunca deja de asombrar. En
rigor, para observarle con justeza hay que empezar por olvidar. Olvidar la
imagen de la fachada, que está de sobra y poco tiene que decir ante lo que
acabamos de contemplar. Olvidar la irreverente torre octogonal y la apa­
ratosa escultura que la corona, que no es corazón de nada ni de nadie sino
una simple víscera de fealdad. Olvidar el horripilante edificio que queda
a su derecha, que puede llegarle a intimidar si no gira la cabeza un poco
hacia la izquierda, forzando el escorzo, para eludir su mueca visual. Si ha
alcanzado todos estos requisitos, vendrá hacia sus ojos, como sin querer, la
mejor imagen del recuerdo que ofrece la historia de la ciudad.

De locos. dioses, deseos y coswmbrc� 63


Todos los monumentos son un documento de la memoria y un testi­
monio del olvido, pero el de la catedral vallisoletana, al menos desde este
ángulo privilegiado que propongo, tiene las características de una explosión
mental. Los volúmenes de distintas épocas se superponen y acumulan como
luchando entre sí en busca de la luz y del reconocimiento de las viandantes
conciencias. Restos góticos, ventanas románicas, arcos intemporales que no
han llegado a definir el estilo, muros de piedra apenas desbastada entrevera­
dos con otros de ladrillo, balcones de hierro tras los que ha desaparecido la
puerta original, ventanales que iluminan alguna dependencia abandonada ·

y secreta. Y hasta hace unos días, antes de que bajo la excusa del progreso el
impulso arboricida del castellano los arrancara de cuajo, crecían, en confusa
unión con los sillares, un conjunto bien desarrollado de pinos, magnolios,
ailantos y una hiedra espectacular. Todo un grupo escultórico vegetal que
elevaba el edificio a la categoría de ruina, por ser siempre las ruinas una en­
crucijada indolente de la cultura y la naturaleza.
Cuando Leonardo Sciascia, el célebre escritor siciliano, pasó por Va­
lladolid en su época de brigadista, se admiró de su belleza y la comparó
nada menos que con Siena, lo que nos hace pensar, si no dudamos del buen
gusto del autor de Las parroquias de Regalpetra, que el destrozo urbanístico
ha sido mayor de lo que suponemos. Y entre los recovecos de la ciudad,
Sciascia destacó por su sobrio esplendor el lado oeste de la Catedral, ese
que se continúa directamente con la protuberancia memorística que les
propongo admirar. Es de suponer que Sciascia, heroico miliciano, volun­
tario internacional en la mejor de las causas, estaba atacado de nostalgia.
Y cuando uno quiere recordar y prefiere sufrir el doloroso placer de la
memoria, nada mejor que recurrir a esta visión privilegiada a orillas de la
Antigua, porque nos procura una alegoría inmejorable de la lucha deses­
perada que se dirime entre el recuerdo y el olvido de la verdad.

De locos. dioses, deseos y costumbres


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Agujeros

La vida ha sido definida como un recorrido que va de un agujero a otro, de


una oscuridad naciente a un tugurio de muerte y silencio. Nada sustancial
del hombre sucede sin referencia a un orificio por donde se va o se viene a
cada momento.
La esclavitud, la libertad, la nutrición, la excreción o el ejercicio de los
placeres, poseen una lógica de paso por distintos huecos. Entrar, salir, pe­
netrar o expulsar, son conceptos que rigen buena parte de nuestra conduc­
ta y que no son concebibles sin la existencia de esos círculos más o menos
perfectos que debemos traspasar cada cierto Úempo.
La identidad del hombre también se ha concebido como la de un ser
que sólo se constituye de verdad cuando abrimos un agujero. Un yo ce­
rrado y macizo, sin puertas ni ventanas, no es humano ni vividero. Es la
viva imagen de fa locura, de un núcleo hermético que no deja pasar a nadie
ni da muestras de ningún deseo. Una imagen compacta pero al tiempo
traslúcida representa bien la paradoja del esquizofrénico, la de un hombre
acerrojado y sin embargo diáfano y sin velos. Así nos imaginamos al esqui­
zofrénico, como un pez preso en un acuario que se siente visto y adivinado
por todos. Como un pez perseguido por fantasmas imaginarios que nos
mira con ojos secos y perplejos.
.
La especulación psicoanalítica sobre el origen de la vida psíquica sos­
tiene la apertura de un orificio interior por donde se pierde algo ignoto e
hipotético, pero tan valioso que nos vuelve sujetos de deseo. Algo escapó

De locos. dioses. deseos y costumbres


por ese agujero, algo irrecuperable e irreconocible que ya no dejaremos de
anhelar en el curso de nuestros días. Desde entonces, aunque con distin­
tas apariencias, ya sean amorosas, creativas, diferenciales o posesivas, el
anhelo persigue un deseo tras otro para evitar la esquizofrenia de sentirse
observado por dentro. O uno deja escapar parte de sí por el agujero, a la
búsqueda de aquello perdido que nunca llegamos a identificar del todo, o
nos convertimos en locos, en hombres desconcertados, confusos y con
el agudo sentimiento de estar con las ideas a la intemperie, sin capacidad
para esconderlas en secreto, precisamente porque no perdimos eso desco­
nocido que nos correspondía extraviar desde el comienzo.
Esta inscripción del deseo en los agujeros explica que todos los pla­
ceres del hombre se concentren en cada uno de los orificios del cuerpo.
Desde la gama de los placeres carnales a los más estéticos, todos frotan,
salen o penetran por alguna de sus ventanas. De esta suerte se entiende la
vinculación del hipotético agujero inicial con el deseo, y del placer con las
cerraduras y tragaluces del cuerpo. Es loco quien no sabe hacer buen uso
de esos ojales y cifra todo en la grosera fisiología, sin gusto ni contención,
o, al contrario, en el cultivo austero del pensamiento. El esquizofrénico
no sabe desear, por lo que abandona el cuerpo a sus necesidades y entrega
el espíritu a un pensamiento incesante que no le habla a nadie. «Mi única
obligación es pensar», dejó escrito Schreber, el más célebre loco que ha de­
jado testimonio escrito de su padecimiento. Mientras que, en buena lógica,
su gozo supremo era defecar.
En el conocido cuadro de El Bosco se representa la extracción de la
piedra de la locura en la cabeza del enajenado. Se trepana un agujero para
que el pequeño adoquín de la alienación salga fuera y deje un orificio abier­
to en el espíritu ya sano del enfermo. La piedra, en este caso, es ese objeto
originario que, al no llegar a perderse, ha dejado al individuo con la cabeza
apelmazada, enloquecido y denso. Por eso es lícito sostener, aunque parez­
ca un improperio, que sólo se libra de la locura quien abre sus agujeros y
hurga con pericia en ellos.
28.10.06

68 De locos. dioses. deseos y costumbres


Amamos sin conocernos

En general, sostenemos que a una persona sólo la conoce de verdad quien


la ama. Este es el criterio convencional y el que más confianza nos causa.
Siempre esperamos que el amor se convierta en saber y perspicacia. Nues­
tra credulidad nos ayuda a confiar en que el amor llegue a proporcionar
una luz de conocimiento que alumbre afortunadamente sobre los afectos.
No dudamos en que compartir una inteligencia afín es el mejor de los se­
cretos que junta a los amantes, la fuente de toda complicidad, la llave de la
ironía que corona un mismo saber cuando se comparte con ingenio. De
esta suerte, la razón se une al cuerpo para colmar la experiencia del amor
pasional, quizá la más sagrada que nos ha sido concedida.
Sin embargo, siempre es recomendable introducir la duda intempes­
tiva en el intersticio de los buenos sentimientos. Y en el caso del amor no
nos cuesta mucho hacerlo. Nos basta recordar las pesadillas de odio, gue­
rra y rencor que también asociamos con facilidad a su experiencia, que a
menudo se reduce a una suerte de fogueo desprotegido y truculento. Sos­
tenía Benjamín, en este sentido, que «a una persona sólo la conoce quien
la ama sin esperanza». El pensamiento de Benjamín es demoledor para los
ideales humanos, pero probablemente sea mucho más acertado de lo que
sospechamos, incluso puede que también lo resulte para quienes recibi­
mos su opinión con un espontáneo e irreflexivo aplauso.
Esto nos hace pensar, como resultado inicial, que a quien amamos en
el presente, en cualquier presente, sólo le conocemos de modo sumario.

De locos, din:ites, deseos y costumbres


Le disfrutamos y le compartimos, como hacemos en nuestro interior con
nuestro yo más íntimo, pero sólo coincidimos con él donde nos ignora­
mos, donde más y con mayor holgura nos desconocemos. Si entendemos
los síntomas psíquicos -la angustia, el miedo, la somatización, la melanco­
lía o el delirio- como expresión de la impericia con que nos entendemos,
ningún síntoma es más revelador en este dominio de la ignorancia que la
persona a la que amamos. Elegimos al otro desde un lugar oscuro cuyos
gustos e inclinaciones aparecen siempre velados. De hecho, la persona que
nos acompaña encarna y revela el diagnóstico más serio y afinado que nos
corresponde. Y lo es, curiosamente, porque la amamos sin conocerla, sin
saber en el fondo por qué la queremos ni el motivo que nos llevó a escogerla
o, mejor dicho, que nos llevó a dejarnos preferir por ella.
El amor es un síntoma que, como todos, nos defiende a la vez que
nos ciega. Amar es un ejercicio pasional que eleva el corazón, pero que
también nos domina y esclaviza con lo más oscuro y siniestro de la tie­
rra. La persona amada no es nada más que el tapón que ponemos a ese
mundo desconocido que tiende a absorbernos y que, si puede, no duda en
despedazarnos, psicotizarnos y enloquecernos. Se entiende, entonces, que
digamos desconocer a quien amamos, porque nuestra propia ignorancia
se refleja en su persona, que queda así oculta cuando comparece ante el
conocimiento.
De este modo, la frase de Benjamín alcanza plenamente el centro de
la razón y causa un alboroto interno. Pues al restar al amor toda esperanza
de logro; al ofrecerle como simple posibilidad de éxito su propia renuncia,
deja al otro visible, en cueros y al descubierto. Amándole sin esperanza le
conocemos. No le enmascaramos, ni le cubrimos de impostura o le adorna­
mos con la falsedad y el retorcimiento. Le conocemos tal y como es porque,
en este caso, nuestro amor le ilumina sin necesidad de oscurecerle con esa
unión pastosa y opaca que con frecuencia tiñe al amor cuando vence.
2.12.06

70 De locos. dioses. deseos y costumbres


Amor imposible

Si uno busca razones que justifiquen la imposibilidad de amárse, encon­


trará testimonios sobrados en el círculo de la literatura, de la historia, de
la filosofía o del psicoanálisis, los cuatro jinetes del apocalipsis humanista
que han puesto límites al corazón humano.
La hipótesis de la imposibilidad descansa en el principio, más o menos
evidente, de que el amor es el fracaso humano más crecido y rutilante. Una
ilusión inapelable pero renaciente que concluye en tragedia, en miedo o en
aburrimiento. Una fantasía que no necesita ni admite corrección, por ser
constitutiva de nuestra esencia. No somos concebibles sin esa equivocación.
«Entre amar y creer que se ama -comenta Gide-, ¿qué dios vería la diferen­
cia?». Entre el amor verdadero y el amor falso sólo un dios puede distinguir,
aunque nosotros lo intentemos de continuo y confesemos al amado que le
queremos en serio, por encima de todo y con el sello de lo verdadero.
El amor proviene del desamparo, de esa posibilidad de ser abandona­
dos con que venimos al mundo y que se prolonga, más o menos disfrazada,
hasta el momento de la muerte. No somos autosuficientes sino subordi­
nados, sujetos desde el principio a la decisión de los demás, que pueden
cuidarnos o no, querernos o despreciarnos. Tan anudados estamos al otro
desde el nacimiento, que cuando amamos lo hacemos para tratar de recu­
perarnos por completo de esa precariedad original. Algo de ese oculto an­
helo resuena en la definición del amor que nos cedió Lacan: «Amar es dar lo
que no se tiene». Se promete dar precisamente lo que se pide. Se declara el

Oc locos. dioses. deseos y rnstumbres 71


amor para conseguirlo de alguien. Paradoja muy próxima a la declaración,
aún más perfecta, que propone Margarita Duras: «No te amo, sin embargo
te amo, ¿me comprendes?». Quizá esta sublime fórmula encierre todo lo
que somos capaces de saber y ofrecer sobre el amor si queremos reducir el
engaño cuanto podamos. Y de lograrlo, no es merced a su coherencia sino
gracias a presentarse como algo absurdo e insoportable.
Ahora bien, a quien tenemos delante y le dirigimos nuestros más subli­
mes votos le sucede tres cuartos de lo mismo. Para subrayar ese obstáculo
desde la otra orilla, Levinas sostuvo que «el no estar del otro es la presencia
del otro en el amor». Nosotros damos lo que no tenemos, pero el otro, si
es que le amamos, se esfuma en el acto mismo de comparecer. Algo inase­
quible se instala entre dos corazones que se buscan y aguardan. Yo doy sin
tener, mientras que el otro se marcha siempre en cuanto amanece. «Es falso,
sostiene Pascal, que seamos dignos de que los otros nos amen. Es injusto que
lo pretendamos. Si naciéramos razonables e indiferentes y conociéndonos a
nosotros mismos y a los demás, no nos inclinaríamos a ello».
El amor es un malentendido que nos hace tan felices como infortu­
nados. No hay unos amores que triunfan y otros que fracasan, sino que el
mismo amor encierra los dos tiempos. Aunque unas veces se suceden en
un breve y efímero lapso, y decimos que nos equivocamos, y otras tardan
en encontrarse, por lo que preferimos afirmar que nos hemos habituado.
Sin embargo, nos damos por felices si no renunciamos a amarnos pese
a todos los obstáculos, si seguimos obstinados en perseguir una y otra vez
ese mirlo blanco que se nos escapa de las manos. «El amor es una flor de­
liciosa, pero que hay que tener el valor de ir a cortarla en los bordes de un
abismo», proclamó Stendhal bien alto. Y en esa tarea indefinida continua­
mos. Siempre al borde del hundimiento, entre el goce y la desesperación,
entre el ahorro prudente y el despilfarro.

72 De locos, dioses. deseos y<.·o�tumhres


Compañías

Según Maquiavelo, el primer juicio que nos formamos sobre la inteligencia


de alguien se funda en el juicio que nos merecen sus compañeros. Si hace­
mos caso a este sutil estratega, no hay nada mejor para conocer a cualquie­
ra que atender a su séquito de amigos. En realidad, la sabiduría popular ya
se expresó en el mismo tono sin necesitar ayuda del mal afamado Secre­
tario de Estado de Florencia. «Dime con quien andas y te diré quien eres»,
enuncia un dicho en el que depositamos una confianza absurda pero com­
pleta. Nadie duda de su diagnóstico ni de su puntería certera. De hecho,
todos sentimos una inquietud especial cuando alguien nos gusta pero sus
amigos nos fastidian y no nos llegan. Nos vence la inseguridad cuando ne­
cesitamos que se vayan sus amigos para estar holgados con quien sea, pues
algo nos dice, en ese caso, que en realidad sólo estamos con él a medias.
A los amigos no los elegimos con la voluntad sino con los secretos
de la conciencia. Si hay algo revelador de las oscuridades de cada uno es el
tipo de individuos que le rodean. Un mecanismo selectivo, influyente y de­
finitivo, opera en nuestro interior a la hora de escoger a sus acompañantes.
Allá donde vayamos funciona como un radar infalible. Nuestro síntoma
más enraizado es esa discriminación exacta con que vamos seleccionan­
do las compañías a nuestro alrededor. Nada parece estar más firmemente
determinado. Su modelo es un sello que no podemos apartar de nosotros,
presente con la misma intensidad y fuerza que la muesca moral que los
padres nos dejan marcada con sus deseos y su educación. Machado debía

De locos, dioses. deseos y cosrurnbres 73

,.
ser buen conocedor de esta impronta, porque cuando fue interpelado por
haber suspendido sin examinar a un muchacho, habiéndole recriminado
la familia que si aprobaba o suspendía sólo con ver la cara de los alumnos,
contestó provocadoramente que sí, y que a menudo le bastaba con ver la
·

cara de los padres.


El psicoanálisis ha elevado estos elementos de la sabiduría popular a
estatuto científico. Lo ha hecho mediante un término que se muestra bas­
tante prosaico y feo para aplicarlo a los hombres, pero que se ha conso­
lidado como un imprescindible concepto técnico. Lo llama «elección de
objeto». Por debajo de su árida comparación con las cosas materiales alu­
de, sin embargo, al modelo de relación que establecemos con las personas.
A Maquiavelo le atraía la inteligencia, pero los frcudianos se interesan an­
tes por otros elementos menos racionales. Piensan en Ja distancia que es­
tablecemos con los demás, en el estilo de seducción que empleamos, en el
intercambio de placeres que proponemos o en el rigor de las dependencias
jerárquicas que exigimos a los más próximos.
De este concepto de «relación de objeto» se vale el psicoanálisis para
entender a los hombres. En él hace descansar el motivo por el que nos re­
petimos con tanta regularidad a la hora de escoger a la gente. Suyo es el
guión indesplazable que seguimos en cada encuentro, y él es el respon­
sable del tipo de sujetos con quienes acabamos hablando, disputando o
durmiendo. En apariencia podemos ser muy contradictorios y complejos,
difíciles de entender y de prever, pero en el fondo nos sometemos dócil­
mente a.unas pocas constantes. Incluso esos personajes desgarrados y casi
incomprensibles que se manifiestan desde extremos opuestos, dotados de
la exquisita sabiduría de ser golfos de noche y sabios de día, resultan muy
sencillos cuando nos atenemos al juicio que nos despiertan sus compin­
ches de trabajo y correrías. Nos basta fijarnos en las compañías para redu­
cir de golpe todas las contradicciones y obtener la radiografía exacta de lo
que realmente les guía.

74 De locos. dioses. deseos y costumhn·s


El beso

Uno de los misterios indescifrables de la naturaleza reside en el estudio de las


relaciones del cuerpo y el alma, del espíritu y la materia. El tránsito que con­
vierte los intercambios neuronales en sensación, sentimiento o idea, desafía
toda explicación, y cuando el avance de la ciencia descubre algún paso inédito,
enseguida responde dando un paso a atrás y suscitando nuevos problemas.
Sin embargo, no cabe sorprenderse ante este retroceso. De hecho, el progreso
de la ciencia, de la más genuina y abierta, no se establece en última instancia
gracias a la generosidad de los métodos ni a la oportunidad de las respuestas,
sino merced a la garantía de que las preguntas miran más a lo lejos y se alejan.
Por otra parte, el enunciado de este enigma trenzado entre el cuerpo
y el conocimiento no se escenifica en laboratorios complejos ni necesita
pruebas experimentales específicas, pues se representa ante nuestros ojos
de forma continua. Basta mirarle a alguien a los labios para saber que en
esa pequeña superficie descansan y brotan todas las preguntas sobre las
raíces de la mente en el cuerpo y sobre la indisoluble unidad que consti­
tuyen. Porque los labios articulan un gesto, Jlamado beso, que está en el
origen de lo más insondable del universo.
El beso significa de todo. Desde la paz y la promesa, al amor y el ju­
ramento. No existe en el hombre ningún signo tan polisémico. Compone
una mezcla sutil e irremplazable de afecto, hambre, placer y anhelos meta­
físicos de existencia y reconocimiento. El beso no puede remplazar al len­
guaje cuando despliega sus majestuosas alas en el discurso, pero es capaz

De loc<.lS, dioses. deseos y coscumbres 75


de sustituir cómodamente a la palabra o de dotarla de un significado más
profundo e inefable. Todo cuanto podemos decir en voces o escribir me­
diante letras articuladas, puede ser resumido y a la vez desarrollado hasta
sus últimos sentidos por un simple beso. Pues los besos tienen su propio
lenguaje y son capaces de mantener sin dificultad una conversación pro­
longada sin romper apenas el silencio.
Para obtener este privilegio sabemos que los labios representan la ar­
ticulación visible de la palabra y el cuerpo. Con los labios hablamos pero
también comemos. Se puede vivir de besos y agua fresca, dice un prover­
bio francés bien ligero. Tanto el alimento espiritual como el material tie­
nen que pasar por ese arco sencillo pero ciclópeo, capaz de enlazar por su
puerta de un modo inextricable la materia y el pensamiento, como no lo
consiguen, pese a su prestigio, ni el corazón ni el cerebro.
En esos bordes que recubren la herida abierta en nuestra cara, cuna des­
garrada de los placeres y los anhelos, el alma encuentra su último observato­
rio corporal desde donde asomarse al mundo de los objetos. Por ello, en los
besos mamamos, recibimos, despedimos, amamos, conocemos, decimos la
verdad o, sencillamente, traicionamos y mentimos sin esfuerzo.
El beso es nuestro testimonio más sagrado de necesidad y deseo, la
prueba más intensa de que, en último extremo, lo que más nos importa es la
muerte y la soledad. Conque nada se opone tanto al beso como la altivez y el
fanatismo. El beso es la barrera más firme contra lo más fálico e inmodesto.
El poder, en resumidas cuentas, se derrumba cuando es alcanzado por un
beso oportuno y bien dirigido, independientemente de que se trate de un
beso más o menos escueto, taimado o preñado de embeleso. Lo cual inviste
al beso de otro poder no menos sospechoso. Pues, tal vez, cuando reduci­
mos el beso a un saludo no es nada más que para controlar su desatada po­
tencia y poner límites a una posible ambición sin comedimiento. Es el riesgo
de todos los fármacos, que por su abuso se conviertan en un veneno.
25.11.06

De locos. dioses. deseos y costumbres


¿Elástico o espástico?

Rebelde frente a todas las promesas de igualdad, la diferencia sexual se in­


miscuye de continuo. No hay rasgo, propiedad, carácter o palabra, donde
para bien o para mal no haya que distinguir el fi del fa, el doncel de la don­
cella, lo masculino de lo femenino. Uno de esos contrastes se ha fijado en
el campo del placer, tratando de establecer comparaciones entre las expe­
riencias de ella y de él. Ya en nuestras principales fuentes mitológicas, las
griegas, aparece este interés acompañado de un claro dictamen a favor de
ella y de cierta sensación de arcano peligro que desde entonces no ha aban­
donado a los interesados en la materia. Se cuenta al respecto de Tiresias,
el célebre adivino, que consultado por Zeus y Hera sobre quién de los dos
experimentaba mayor placer en el amor, afirmó que si el goce se componía
de diez partes, la mujer se quedaba con nueve y el hombre con una sola.
Considerado culpable por difundir una verdad encubierta y sagrada, Hera
le privó de la vista por haber revelado el secreto del goce femíneo.
Desde entonces, el misterio heterogéneo de los placeres no ha cesado
de nutrir nuestra imaginación, alimentando la atracción y el miedo con
que un sexo ha mirado al otro, en especial en lo que se refiere al varón,
espécimen aún dominante y por lo tanto muy temeroso del poder, en este
caso sexual, de su contrincante. Pero también en el terreno de la patolo­
gía psíquica las interpretaciones dispares sobre el deseo de la mujer y del
hombre constituyen un escenario huidizo pero irremplazable. De hecho,
si atendemos a la investigación freudiana, que descolla con holgura en es-

De locos. dio!>es, deseos y costumbres 77

. ,..
tos temas, en la teoría psicoanalítica encaja bien la explicación del deseo
varonil pero se muestra especialmente torpe cuando quiere dar cuenta de
los conflictos edípicos de la mujer, y no digamos del homosexual cuando
renuncia a entenderle como un resultado patológico. Se ha llegado a pen­
sar que esta desigualdad explicativa es un obstáculo inexpugnable, la neu­
rosis del mundo, entendida no como un defecto sino como algo natural
que refleja la irreductible asimetría del problema. Un sexo no es el negativo
del otro ni su complemento perfecto.
En esta línea de trabajo, un grupo de estudios psicopatológicos recién
constituido bajo la dirección de Coliman Silk, ha venido a enriquecer lo ya
distinguido con un nuevo matiz. Sus miembros, fieles seguidores de las ex·
periencias de su promotor, sostienen con decoro la diferencia, simple pero
sólida, entre un orgasmo espástico y otro elástico. El primero, el constric·
tivo, responde a las leyes de la fisiología, está claramente localizado en
partes concretas del cuerpo y. pese a ser común a ambos sexos, su goce
identifica con más claridad al varón que a la mujer. Su espasticidad, por
otra parte, sugiere la soledad de lo que se contrae y vuelve a sí mismo. El
placer que genera, por lo tanto, es egoísta, finito, pasajero y solicita pronta
renovación. Por contra, el orgasmo elástico se indina del lado de la mujer,
se prolonga sin referencia anatómica y tiende al éxtasis intemporal. Ade­
más, sólo sucede cuanto se intenta compartirlo con generosidad. Quien
lo experimenta goza de amor, enloquece transitoriamente y nunca es tan
ingenuo como para esperar la repetición de lo mismo.
Se. sabe que, desde que dejaron constancia de su indiscreto hallazgo,
los integrantes del colectivo y su adalid corren peligro. Como Tiresias del
presente esperan con fatalidad su pronto castigo. La psicosis, esa suerte de
ceguera contemporánea que amenaza a todos los visionarios, ha de ser sin
duda su cadalso y su presidio.
11.1.03

De locos. dioses. deseos y costumbres


H isteria

La histeria se ha escondido en algún lugar. Uno de los males más antiguos


de nuestra cultura, cuya primera noticia se hace remontar a un papiro
egipcio hallado en una cueva, ha perdido el rango de enfermedad. El que
fuera un diagnóstico consistente y rotundo, hoy se ha convertido en un
apelativo molesto y casi en un insulto.
Podemos pensar en varias causas para justificar este descrédito sobre­
venido. Por ejemplo, que la histeria fue siempre reputada como una enfer­
medad femenina, más que nada uterina, por lo que ahora, cuando estas
fuerzas de los sexos están mejor repartidas y los vapores histéricos ya em­
pañan los atributos masculinos, no es de extrañar que el poder dominante
se sienta comprometido y luche por hacérnosla olvidar. Por eso, la histe­
ria, declaradamente dócil a las imposiciones sociales, y tradicionalmente
conocida como el mal de las máscaras, habría optado por defenderse con
su más sabio disfraz: la invisibilidad. Si el célebre Galeno pudo afirmar que
la histeria es una pasión que posee un solo nombre pero innumerables
formas, hoy habría alcanzado de este modo la más eficaz. En este sentido,
su desaparición de las clasificaciones psiquiátricas, que estúpidamente la
han dejado de utilizar, es tan llamativa que su figura se vuelve más presente
que nunca. Ahora la encontramos allá donde miremos, en cualquiera de
las manifestaciones de la sociedad moderna, pues los flujos del deseo cir­
culan raudos, fluidos, livianos, sin mirar por su consecución, sólo atentos
a su capacidad para regenerarse y repetirse tras el señuelo inagotable de la

De Jo,os. dioses, deseos y costumbres 79

......
publicidad. Los objetos se han vuelto inconsistentes y huidizos, así que la
astuta histeria ha abandonado con gusto la clínica para enseñorearse por
todo el escenario social, demostrando una vez más su plasticidad y sus do­
tes para identificarse con todo lo que le ponen delante.
Por otra parte, en las disputas ideológicas de la psiquiatría contem­
poránea, donde se enfrentan los vectores cerebrales y deseantes, es decir,
donde combaten quienes quieren reducir lo psíquico a una expresión ce­
rebral contra los que aspiran a hacer valer los conflictos del deseo como la
causa más importante de nuestros sufrimientos, la histeria ocupa un lugar ·

central. Porque la histeria no sólo constituye la cortina más genuina del


deseo, por su capacidad para ocultar los motivos y los fines secretos, sino
que también representa la verdad. Pues la histeria es, en el fondo, la verdad
del deseo, el núcleo de su estrategia, la mejor garantía para que fluya sin
descanso haciendo que el placer y las ilusiones revivan de continuo.
Llegados a este lugar, es tentador concebir la verdad como un discurso
necesariamente histérico. Entenderla como un objetivo que no termina de
llegar, como un retroceso irreductible, como un desvelamiento que vela,
según la paradoja con que ha acabado identificándola la metafísica occi­
dental. La verdad, entonces, es ese paso atrás que da siempre la histeria
cuando, curiosamente, llega la hora de la verdad. Histérico, entonces, es
todo lo iniciador, lo que sólo seduce para darnos enseguida la espalda y
dejarnos -por fortuna- con las ganas; con las ganas de seguir deseando,
insatisfechos pero insistentes, en pos de lo verdadero.
�a verdad, en definitiva, es histérica en la medida en que huye del
dogma, de la convicción, del refugio obsesivo de lo repetitivo e igual, para
defender la simple verosimilitud, los cambios de opinión, la necesaria fri­
volidad que todo lo debilita y enriquece con su fragilidad. Entendemos
ahora que la verdad moderna sea hoy tan histérica que la ciencia, con su
soberbia, haya puesto todo su empeño en quererla ocultar.
6.11.04

80 De locos. dioses. deseos y c:ostumbres


La castidad

A principios de la era cristiana, en tiempos de San Agustín, se impuso el


convencimiento de que la naturaleza del pecado original residía en el sexo.
La gloriosa exaltación de los cuerpos que acompañó a la Antigüedad clá­
sica, se volvió por esta causa tristeza e incómodo. D e esta manera caímos
en la tentación de encontrar un culpable primitivo -nuestros Eva y Adán­
para explicarnos que el hombre es un ser deseante que precisa de riendas
y frenos, cuando el simple sabor de la moral nos debería de ofrecer ya el
gusto de controlarnos sin necesidad de culpabilizar a nadie ni de buscar en
el pasado un responsable para todo lo que no nos satisfaga. Pero Pelagio,
defensor de nuestra inocencia inicial, perdió la partida en Éfeso y fue con­
denado por cismático.
Por este motivo, pronto se impuso en nuestra cultura el ideal de la cas­
tidad, tan propenso al fanatismo y a las enajenaciones periódicas. Donde
antes las gentes de bien se contentaban con moderar los excesos, se propu­
so irracionalmente, con la misma sustancia irracional que la fe, el destino
de erradicar el deseo en su totalidad. De la domesticación tranquila se paso
a la desaparición fiera. La tarea resultó heroica e inhumana porque el deseo
nos constituye, y si bien disponemos de un relativo acceso a su templanza,
sólo los locos, los psicóticos, se aproximan algo a su eliminación radical.
más que nada por el temor incontenible que les despierta el deseo ajeno.
Un psicótico, en concreto, es quien se desconcierta tanto ante el deseo de
los demás, para él totalmente enigmático, que se siente disgregar cada vez

De locos. dioses, deseos y costumbres 81


que alguien le propone afecto personal. Por esa razón se retiran del mundo
como nuevos anacoretas. Se entiende, entonces, que el puritanismo y to­
dos los fanatismos castos no sean nada más que emulaciones de la locura.
Pero como no está loco quien quiere sino quien puede, los puros de espíri­
tu la emprenden pronto a sablazos contra todo el que forja el amor cuerpo
a cuerpo y disfruta de la carne más de lo que ellos consienten. La rabia fue
considerada por los antiguos como la principal forma de locura, por en­
cima incluso de la melancolía, y la rabia es lo que asociamos enseguida a
palabras como castidad, fe o altanería.
Epicuro, hombre contenido como pocos, pese a la imagen de diso­
luto que injustamente se propagó de él, sostuvo que «también en la mo­
deración hay un término medio, y quien no da con él es víctima de un
error parecido al de quien se excede por desenfreno. Y lo mismo abogó
Montaigne, amable lector del anterior: «Hoy me defiendo de la templanza
como otrora de la voluptuosidad, porque aquella me atrae en términos
rayanos con la estupidez,..
Pese al aparente hedonismo actual, debemos permanecer prevenidos
porque los puritanos permanecen agazapados y prestos a reaparecer. Vi­
ven semi ocultos en la creencia de que el olvido del cuerpo les ayuda a salvar
su alma y tanto más garantías tendrán, suponen por afiadidura, cuantas
más almas rescaten de los demás. Para manejar los hilos de las conciencias,
los impolutos recurren intencionadamente a confundir la indecencia con
lo carnal, pasando por alto que el pecado sexual ofrece más virtud que la
amenazante castidad. La virginidad, nos dijo san Ambrosio, casto obispo
de Milán, es lo único que nos diferencia de las bestias, sin advertirnos que
a veces nos vuelve peor que ellas. La continencia bien embridada quizá
nos acerque a Dios pero nos puede volver huraños y alejarnos de las per­
sonas. La renuncia radical al deseo no es buena señal, ni para la salud ni
para la piedad. Ni nos privilegia ni nos dispensa de nada, pues mientras se
desprecia el cuerpo quizá se desprecie, en nombre de lo eterno, a la díscola
Humanidad.
8.11.03

De locos. dioses. deseos y c.ostumhres


La paciencia

La paciencia es el tiempo de la melancolía. Un tiempo pausado, majestuo­


so, sereno, siempre sólido y decidido. La tristeza, por su parte, son las le­
gañas que de cuando en cuando tiznan la melancolía. Restos de languidez
y lentitud que conviene limpiar para no caer en una doble torpeza: la del
impaciente que no sabe esperar, y la del indolente que aplaza la decisión y
pierde el remate final. Preso entre la prisa y la galbana, el sabio melancólico
acierta a ajustar los tiempos y las distancias, evitando moverse con aires
de maníaco sin ir a ninguna parte o de retozar con pecaminosa pereza sin
encontrar el resorte de la voluntad.
Fabricarse la espera es una de nuestras grandes bazas de felicidad. El
deseo bien temperado debe de estar tan preparado para la excitación como
para hacer tiempo sin más. A veces nos resulta insoportable el pleno repo­
so, sin pasiones, preocupaciones o divertimentos, pero también se vuelve
en contra nuestra una vida que no ame más la tranquilidad que los apre­
mios. La paciencia es una degustación risueña de las cosas que acierta con
los plazos, los trámites y la oportunidad. La ocasión sólo se les revela a los
más pacientes, a aquellos que conservan la fuerza y en un momento deter­
minado saben sacudirse la pereza y olvidar la venganza, que es otro de las
grandes causas de una espera ciega. Llegar a tiempo es la llave de la felici­
dad, un obsequio que el azar regala sólo a quien se lo merece, que suele ser
quien tranquilamente se pone a la cola y aguarda con nostalgia lo que haya
de llegar. De Eros, divinidad amenazada y perseguida por la tristeza, se ha

De locos. dioses. deseos y co5tumbre!\


dicho que sólo existe si llega puntual. El amor, sin duda, es un ejercicio de
paciencia, pues sólo vive en el recuerdo o en la ilusión, en lo que fue y ya se
ha perdido o en lo que nunca ha de llegar.
La buena educación es un taller de paciencia. En la escuela romana la
primera tarea que se le recomendaba al alumno neófito era estar dos años
sin hablar. Plutarco decía que «para el joven un adorno seguro es el silen­
cio». Formarse, sea en lo que fuere, comienza por aprender a escuchar. Ni
siquiera le conviene a esa mudez preguntar, pues hacer preguntas no es
una tarea inicial, sino el grado más sutil y perfecto del conocimiento, el
privilegio final de quienes han sabido detenerse y tardar. No obstante, tam­
poco hay que extremar la espera. No hay que creer con excesivo optimis­
mo que el paso de los años nos vaya a mejorar. La vejez regenera y corrige
algunas cosas pero empeora muchas más. Montaigne no confiaba en que
las canas le dieran mayor crédito en sus tareas. Si juzgamos por la sabidu­
ría del francés, habría que aceptar que el hombre avanza por igual hacia su
crecimiento y decrecimiento, pues «la ancianidad nos pone más arrugas en
el alma que en el rostro y no se ven espíritus -o se ven muy pocos- que al
envejecer no huelan a moho y a ranciedad».
Kant afirmaba que la paciencia es femenina, y puede que lo hiciera
aceptando la idea tradicional de que la mujer posee mayor sabiduría a la
.
hora de desear. Quizá sea así, como él dijo. O quizá no. Pero, en cualquier
caso, no es insensato que haya diferencias en todo. Decir femenino, ade­
más, ya no descarta al varón, cuyo destino actual es feminizarse cuanto
pueda para educarse más y más. A la postre, buscar el equilibrio entre la
acción y la paciencia es lo mismo que mezclar con argucia lo masculino y
lo femenino. La diferencia de sexos es melancólica porque es irreversible
y nunca logra el entendimiento total, ni con uno mismo ni con los demás.
Abate el espíritu si abusando de las diferencias se tiñe de sexismo, que es
una suerte de nacionalismo sexual, pero también castiga con el agotamien­
to del deseo si se entrega al dogma impaciente de la igualdad.

De locos. dio.ses. deseos y C(n;tumbtts


La prontitud del deseo

Muchos de los inconvenientes que hoy llamamos depresiones no son más


que retenciones circunstanciales del deseo. El deseo, con su tirón y su por­
fía constantes, es el instrumento más competente para sentirnos anhelan­
tes y relativamente alegres. Así que, cuando se enlentece, aunque sólo sea
en comparación con Ja movilidad de los afanes ajenos, o cuando se agosta
y pierde continuidad, nos sentimos enseguida afligidos. Si hoy hay tantas
depresiones o hay tanta gente que confiesa sentirse sin ánimo, a la vez que
nos mostramos tan tolerantes y comprensivos con ellos, debemos buscar
la causa en las dificultades comunes que la aceleración del deseo nos pro­
voca. El depresivo, en este caso, es alguien que no ha podido más con tanto
requerimiento de estímulos, prisa y acontecimientos, mientras que e] con­
descendiente espectador que le consuela es alguien previsor que visto e]
rapado porvenir de los tristes echa a remojar sus pelos.
Lo que solemos llamar fortaleza de án�mo no es más que la posesión
de un deseo recio y consistente, preparado para la brega pero también para
el reposo y la indiferencia, amigo de la efervescencia pero sereno partícipe
al tiempo de la molicie y el desinterés. Hoy ese vigor dual pasa por prue­
bas implacables, pues todo conspira a favor de la brevedad y la rapidez.
La moral contemporánea ha retirado su severidad de los contenidos tradi­
cionales para depositar sus órdenes en este nuevo imperativo categórico:
¡desea sin parar! La obligación formal de desear ha suplido a los preceptos
tradicionales del bien y el mal. En nuestro mundo liberal lo que hoy está

De l<Kos. dioses, deseos y cosrumbres 85

,..
permitido mañana puede quedar vedado, como lo sujeto a censura estos
días puede ser dentro de poco encomiado. Los valores cambian erráticos y
sin cesar en torno a un principio constante que define el liberalismo actual:
la coacción de desear sin descanso. «Desea libremente lo que quieras pero
no dejes de desear», podría ser el enunciado de la sustancia ética que en este
momento nos alimenta.
Ya nada es pecado salvo detenerse. Nada está prohibido mientras no
pares. Este es el perfil de lo que se ha llamado nihilismo. No es que no haya
nada sino que no te está permitido detenerte a saborearlo, pues como cedas
ante esa tentación vas a amanecer desanimado. Si te cansas y no te atrae
la incitación de lo nuevo, ese «anhelo moderno por la novedad a cualquier
precio» (Hannah Arendt), quedas inmediatamente excluido de los lances
de la vida, y tras el mutis del deseo aparecerás ante los demás como un

chiquilicuatro, como alguien derrotado y desprovisto del imprescindible


vigor competitivo que se ha erigido en el núcleo de la dignidad.
Antes las cosas cambiaban tan poco o con tanta lentitud que la me­
lancolía llegaba en brazos del aburrimiento. Ahora, en cambio, todo va tan
deprisa que te aburres en cuanto levantas el pie del acelerador, y si frenas
bruscamente sales despedido a la cuneta del mundo, empujado por una
inercia centrífuga que te aleja de la concurrencia de los demás. Si no deseas
de continuo quedas excluido.
Hasta la publicidad se ha convertido en un elemento imprescindible,
en el brazo deseante de la producción y el mercado. La técnica no tendría
sentido si la publicidad no viniera a estimular nuestro deseo hacia sus pro­
ductos. El engaño de la publicidad, que todos damos por bueno, es una
fabricación de deseo que, visto lo visto, no podemos dejar de agradecer.
Gracias a ella, hasta lo mismo puede aparecer como algo nuevo y la rutina
vestirse cada vez con un modelo distinto. Una ráfaga de anuncios puede
llegar a ser, de este modo absurdo, la prevención más oportuna para los
depresivos.

86 De locos. dimes, deseos y costumbres


l
t
'
.

Las manos

Observando las manos de la madre del protagonista, ásperas, nudosas, ru­


das, consumidas, tan distintas de su primorosa cara, Elio Vittorini encuen­
tra el motivo de muchas de sus desgracias. El autor de Coloquio en Sicilia es
uno de los muchos que coinciden a la hora de considerar las manos como
un aparejo insustituible para expresar la sensibilidad. Sospecha que, por
muy noble y dulce que sea el corazón de quien ama, no llegará a conmover
a nadie ni a hacerse querer si la mano, basta y desmañada, sólo consigue
sobar, manosear o raspar, en vez de acariciar con suavidad y calma. De
confirmarse estas suposiciones, bueno sería entonces que para conocer
a las gentes, para medirlas, y sobre todo para amarlas, atendiéramos pri­
mero y antes que nada a la delicadeza de las manos para tener la mejor
información posible sobre el pelaje de quien tratamos o el alma de quien
nos ama. La belleza manual y el genio cutáneo son los rasgos que muchas
veces desmienten o confirman la verdad de las palabras, y legitiman o no
los gestos de ternura que aparentan dedicarnos. El corazón de las gentes,
de ser cierta esta tesis metacarpiana, se nos revelaría mejor por el diálogo
de los dedos que por otros lenguajes más elaborados.
Gide refiere en sus Diarios una experiencia semejante. Hacia 193 1, nos
cuenta que sufría indeciblemente cuando su mujer se deformaba las manos
voluntariamente -<< las manos más hermosas, más finas, que uno pudiese
ver»-, dedicándose a las tareas más groseras imaginables sólo por vengan­
za, por represalia contra sus incongruencias y traiciones. Madeleine no

D<.' locos, dioses. deseos ycoscumbres


encontraba otra manera de expresar su tristeza y rencor que despojarse de
lo que entendía era el mejor testimonio de su afecto. En este caso, sin em­
bargo, se pretende que las manos ratifiquen lo que el corazón ya ha negado
antes, mientras que en otros casos, en los más numerosos y desdichados,
estamos ante gentes de buena condición y de sentimientos nobles pero cu­
yas circunstancias de vida y trabajo han maltratado tanto sus manos que se
alzan como una barrera insalvable a la hora de trasmitir directamente sus
sentimientos más delicados.
Las manos no son un valor secundario. No cabe juzgar en su pre-
·

senda una simple herramienta que poco nos dice sobre la profundidad
y nobleza de quien la gasta. Por su fulguración y fosforescencia expresiva
no podemos relegarlas, como sí lo hacemos en cambio con la legendaria
fealdad de Sócrates, que acertamos a pasar por encima de ella al ser aje­
na al tesoro moral que esconde tras su imagen depravada. Porque la cara,
aunque se insista en que refleja como nada el secreto interior de cada uno,
responde también a otras coordenadas y puede acabar diciéndonos muy
poco sobre el fondo de la persona. Pero las manos son una transparencia
que lo dicen casi todo y que, además, constituyen las puertas de entrada
por donde hacemos pasar a quienes llaman. Quizá no sean suficientes para
revelar la entraña definitiva de nadie, pero sí son imprescindibles para ha­
cernos una idea aproximada. Hay manos que al cogerlas prendes directa­
mente el alma, cosa que no sucede siempre con la cara. Ellas tienen la llave
del corazón de los demás, pues quizá sea cierto que sin una mano sensible
los hombres sólo podamos aspirar a la soledad o a la barbarie. Al fin y al
cabo, su lenguaje no admite las trampas y mentiras del habla. Cuando se
da la mano, se cruza, se tiende o se estrecha, las palabras sobran durante
un buen rato. Un código exacto y matemático, que se establece entre los
dedos y las palmas, da cuenta precisa del temple, inteligencia y animalidad
de quien nos lo dice todo sin pronunciar nada.

88 De locos, diose�. deseos y costumbres


,

Otro deseo

Cuando Foucaul t observaba las cosas o analizaba los hechos históricos, la


primera medida que adoptaba era trastocar los ángulos de vista y enrarecer
lo que parecía más obvio. Donde le interesaba aplicar su conocimiento, por
encima de todo, era entre los pliegues de las ideas, en los puntos sensibles y
abiertos de los discursos o de las prácticas históricas. El primer empuje de
su inteligencia siempre era desconcertante y trasgresor, extremadamente
perspicaz ante l a arrogancia de todo lo que damos por supuesto.
Apenas cumplidos veinte años de su muerte, esa actitud irreverente y
rebelde, tan atenta ante todas las astucias que despliegan la razón y el poder
para imponer ideológicamente sus intereses, se h a esfumado de nuestro
alrededor. Una sociedad cada vez más cerrada y maniquea, más superfi­
cial y más convencida de la bondad del modelo que rige su convivencia, se
colapsa poco a poco sobre sí misma carente de alternativa. La entropía au­
menta mientras el principio de renovación, esto es, el esfuerzo por forjarse
siempre de nuevo, esa exigencia de pensar siempre de otro modo que resu­
mía la ética epistemológica de Foucault, se ausentan de nuestro horizonte
condenando a la juventud al desinterés y el conformismo.
En ese camino de innovación de sí mismo, de cambio y de progre­
so, Foucault prestó una atención particular a las expresiones del deseo.
Principalmente del deseo homosexual, que se le revelaba como un agen­
te de cambio y, a la vez, como un espacio de opresión singular. En este
sentido, se mostraba especialmente opuesto a todas las formas de análisis

De loc.:os, dioses. deseos y costumbres


que se basaban en la interpretación de la homosexualidad. A su juicio, la
homosexualidad no era un fenómeno que debiera revelar un secreto ínti­
mo, probablemente familiar, capaz de explicar en último término la elec­
ción sexual. En lugar de preguntarse por ese supuesto misterio, prefirió
hacerlo por las relaciones que se pueden establecer, inventar, multiplicar y
modular desde la homosexualidad. En cierta ocasión, concluyó de forma
contundente que «la homosexualidad no es una forma de deseo sino algo
deseable. Debemos insistir, por lo tanto, en llegar a ser homosexuales».
Esta estrategia, este gusto al mismo tiempo, suficiente para desviar
el pensamiento en una dirección inesperada pero que se revela de súbi­
to coherente y racional, resumen como ninguna otra función el genio de
Foucault. Con un simple volantazo deja atrás el pasado opresor que co­
menzó con una persecución de la homosexualidad y se prolongó con una
interpretación psicológica de la misma. Mediante un gesto que cambia la
dirección del deseo, toda una historia de imprecaciones, delitos, vicios,
pecados y, finalmente, conflictos íntimos, que han integrado el séquito va­
lorativo de la homosexualidad, quedan al desnudo y muestran su ridículo
sentido. Si la homosexualidad es cuestión de deseo, deseémoslo sin más,
viene a decir nuestro autor con un giro cargado de simplicidad. Frente a la
consideración de la homosexualidad como algo oneroso, morboso y per­
judicial, se alza de repente como un objetivo, casi como un ideal, al que no
sólo podemos sino que debemos aspirar.
Sabemos que, por un lado, el deseo repite pero que, por otro, no cesa
de proponernos algo inédito. La homosexualidad, desde este punto de vis­
ta, es una constante histórica que surca el tiempo desde el comienzo de los
siglos, pero también es una novedad envidiable que se ofrece a los hom­
bres con creciente firmeza. Además de una forma de deseo, resulta algo
deseable. Es difícil encontrar una fórmula mejor para promover la alegría
de la libertad y la paz entre los sexos.
3.12.05

90 l..)c lo�os. dioses. deseos y costumhrrs


Síntomas de aburrimiento

El aburrimiento es la espoleta del deseo. Pero el resorte a ve�es falla, y la


pólvora del hastío se acumula en la santabárbara del inconsciente presa­
giando algún estallido. Con razón, probablemente, algunas guerras ab­
surdas se han atribuido al aburrimiento, como si sólo se fraguaran para
proveer de entusiasmo a la gente desanimada. Y aunque absurdas, bien
entendido, lo sean todas, hay guerras que reclutan soldados con facciones
más estúpidas y alegres que otras. En este orden de cosas, del momento
actual cabe pensar algo más inquietante aún, cuando antes de movilizar
a los combatientes se alista desde la pantalla el consentimiento tedioso de
los espectadores.
Del aburrimiento también se ha dicho que es el agente oculto de la polí­
tica parlamentaria. Pues muchos de los cambios que suceden tras las ofertas
electorales no provienen de una mejor expectativa de gobierno sino de lo
aburridas que acaban resultando algunas caras. En un régimen tan mediáti­
co como el actual, donde las palabras se miden menos por la verdad que por
el efecto que causan, la promesa de que desaparezca la imagen de algunos
personajes se tiene como la mejor de las victorias, la más esperada.
Tampoco es muy insensata la idea de que todas las drogas se acoplan
al aburrimiento como la tuerca a una rosca sin fin. Debajo de cada adicto
hay un colchón de aburrición, sopor y fastidio. Cuando el deseo se rige
bajo la ley de sus oscilaciones naturales, no se necesita nada artificial que
lo despierte o que intente arrastrarlo a una cúspide insólita donde crea

De locos, dioses. deseos y wsrumbrcs 91


echar raíces. Pues el deseo, aunque caprichoso, posee una estrategia impo­
sible de rebasar: la que rige que los deseos se cansen, se consuman y tengan
que esperar a que una ilusión nueva venga a suplirlos. Si en el entreacto
nos sentimos agónicos y vacíos, entonces, en vez de confiarnos de nuevo
al discreto engaño de la vida, el motor se nos atora y buscaremos energías
inconvenientes en cualquier tipo de droga.
Leído desde el aburrimiento, el género humano se muestra muy va­
riado. Tanto nos encontramos con personas que dicen estar casi siempre
aburridas, como con otras que sostienen no aburrirse en ningún caso.
Las primeras languidecen en una indolencia sufriente porque el deseo
representa l?ara ellas la tarea estúpida de Sísifo. Cargar con un deseo se
les vuelve un esfuerzo tan titánico que deciden deprimirse para siempre.
No ascienden la montaña del placer por el gusto de subirla, pues les vence
anticipadamente el desengaño de que luego haya que volver cuesta aba­
jo. Conocemos otros, en cambio, que dicen no sentir nunca cansancio de
ánimo. Estos no se deprimen, lo cual es muy de agradecer y habla a favor
de su vigor y fortaleza moral, pero causan por su optimismo un oprobio
sospechoso y cierta incomodidad. De alguien que siempre encuentra con
qué entretenerse, también cabe pensar que o no sabe lo que quiere o que
oculta cierta dosis de inmodestia que le ayuda a ignorar.
Salvo para los psicóticos, que no le sienten, el aburrimiento es tan uni­
versal como el hipo del deseo que le causa. Y visto lo visto, cabe pensar que
la mejor arma para defendernos de él no sea la diversión sino la paciencia. A
veces los. deseos tardan y nuestra mejor cautela sea esperarlos. Los más im­
pacientes acuden enseguida a buscar sentido o un estímulo prestado ya sea
en nuestras consultas o en esos centros de ocio que hoy proliferan para ver,
comer, beber o comprar. En cambio, se acude poco a los centros de paciencia
porque no se anuncian y nadie te dice donde están. En su interior las cosas
repiten con gusto y el deseo premia con su lujuria a la paciente austeridad. La
paciencia no es síntoma de aburrimiento sino de voluptuosidad.
4.1.03

92 De locos. dioses. deseos y costumbres


Eloísa

Sostiene Denis de Rougemont que en todos los mitos europeos el conflicto


establecido entre el matrimonio y el amor se resuelve a favor del adulterio.
Alude naturalmente al amor pasional, cuyo canto y glorificación, a su jui­
cio, sólo se empieza a celebrar a partir del siglo XII.
Sin duda, sobre estas materias cada uno puede pensar lo que quiera,
a sabiendas de que, en general, lo que piensa no suele coincidir con lo que
dice y menos con lo que hace. Al fin y al cabo, la neurosis de cada uno se
define por las soluciones que vaya ofreciendo a ese cafarnaúm de verdad,
impostura y placer que rodea a lo que llamamos vida amorosa.
El amor, cuando cruje de pasión, presenta dos patas que con facilidad
se luxan, eso si no se quiebran o estallan. Una atañe a la verdad con la que
construimos nuestros compromisos, y la otra al entusiasmo del deseo que
nos embarga. Quien ama con locura, y admitamos que con sana enajena­
ción, cree servir a la verdad más pura que conoce, lo que probablemente
le acerca al delirio. Pero también aspira a sustituir los caprichos intermi­
tentes del deseo por un gozo perpetuo, lo que le aproxima al vicio, a la
transgresión y a la soledad.
Tan exigentes son estos requisitos transgresores de la pasión y tan in­
humanos se nos muestran, que pronto obligan a la justificación, a la hipo­
cresía y a la artimaña. Con oportuno acierto decían los antiguos que Apolo
castigaba el juramento falso de los hombres, pero que hacía una excep­
ción y perdonaba el perjurio de los amantes, pues de otro modo los dioses

De locos, dimes, deseos y costumbres 93

. ,,.
no podrían garantizar la convivencia humana. La unión de amor y deseo
puede ser tan explosiva que nos explicamos sin esfuerzo que, una tarde de
1910, anotase Gide en su diario este refulgente pensamiento: «Qué bello es
el placer sin amor; sin deseo qué noble es el amor. Qué desgraciado es el
hombre». De esta suerte pretendía salvar la pasión amorosa de los placeres
y desaires del deseo. Pero nunca nada resulta tan puro, y menos que nada
el presunto amor, por lo que pronto empiezan las trampas. Ahí comienza
la neurosis: la angustia, la represión, los engaños, las venganzas.
Pues bien, pocos testimonios de este problema pueden superar en be­
lleza y drama al que nos cuenta Eloísa en sus cartas. Su opinión en este
sentido es tajante: «Cuando hay amor, le escribe a Abelardo, mejor amante
que esposa». La sabiduría y la tragedia del amor se encarnan con generosi­
dad en la historia de estos personajes. Eloísa denuncia también, con cruel
elegancia, las figuras sociales del amor, que siempre traicionan las aspira­
ciones sagradas de los que se aman: «El nombre de esposa parece ser más
santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga
y, si no te molesta, le dice, la de concubina o meretriz». Quizá nos cueste
ponernos en la piel de estos personajes del siglo XII que tanto se amaban,
pero su experiencia y su imposibilidad, si seguimos a Rougemont, son ple­
namente actuales: «Mientras gozábamos de los placeres del amor, concluye
nuestra conventual heroína, la severidad divina nos perdonó, pero cuando
corregimos nuestros excesos y cubrimos con el honor del matrimonio la
torpeza de la fornicación, entonces la cólera del Señor hizo pesar su mano
fuertemente sobre nosotros». Eloísa, castigada sin piedad por el destino,
clama contra la ley, la moral y la institución. Pocos gritos pueden igualar
a los de esta mujer a favor del placer, el amor y la libertad. Tan elevado era
su grito, que ahora se nos vuelven más claras las palabras que Montaig­
ne, cuatro siglos más tarde, dejó escritas distraídamente, como si no dijera
nada: «Amar a la esposa es cometer una especie de incesto». Meditemos
con calma.
n.10.03

94 De locos. dioses. deseos y costumbres


Sólo lo sabes tú

Todas las confidencias nacen del capricho y la discordia, pero las confi­
dencias exclusivas son doblemente sospechosas. De ser esto cierto, quizá
se deba a que también son terriblemente agradables y seductoras. Cuando
alguien se nos aproxima y nos brinda una realidad honda que no conoce
nadie, nuestra respuesta inmediata suele ser favorable. Sin embargo, pa­
sada la primera impresión, uno se pregunta si no debería pedir autoriza­
ción previa quien pretenda hacernos depositarios de algo tan probatorio
y personal. De repente, sentimos que hemos caído bajo las asechanzas de
la vanidad y que, al creernos elegidos por un secreto, se nos ha atado con
una deuda que quizá no nos proponíamos ni reconocer ni sufragar. Quien
nos confía lo más íntimo tiende a erigirse en acreedor de algo, lo que nos
pliega ante su voluntad y nos convierte en compradores de aquello que no
queríamos y ni siquiera habíamos imaginado. Al fin y al cabo, con la reve­
lación nos suelen endosar un amargo regalo. Siempre que alguien viene
con ínfulas de sinceridad a contarnos lo que nunca ha contado, lo mejor
es salir pitando, porque con su hiriente intimidad y su abuso de confianza
seguro que pretende atarnos de un modo incondicional.
Cosa bien distinta, en cambio, es que alguien nos pida permiso para
contarnos aquello que le cuesta poner en palabras y que le alivia comuni­
carlo, aunque para ello nos convirtamos sospechosamente en los únicos
depositarios. Este gesto, tan frecuente en nuestras consultas, admite una
recepción más abierta, pues, en general, sólo se busca el beneplácito de un

De locos, dioses, deseos y coscumbres 95

,,.
testigo o la ayuda desenvue1ta a unas palabras que se han quedado trunca­
das o cortas.
Hay otras ocasiones, sin embargo, en que tamañas sinceridades re­
sultan inocuas. Por ejemplo, cuando la dádiva del secreto anuncia una de­
claración de amor inesperada. Pues, siempre que empezamos a amar, lo
primero que nos apremia es la necesidad de abrir y exponer el alma para
que el elegido la escrute y examine con calma. Aquí también hay un se­
creto que se regala pero bajo unas condiciones más benévolas. Quien de
verdad ama, es decir, quien controla todo lo que puede los engaños que
nos unen a los demás, tiende a revelar las cosas que normalmente no cuen­
ta a nadie, pero no se propone ni por asomo confiar una perla secreta y
bien guardada, como hace el confidente sospechoso. A lo sumo, descubre
en su interior secretos que revela con arrojo, pero lo hace bajo la misma
sorpresa con que él los encuentra cuando escarba. Entre dos que se aman,
lo que nunca se había dicho a nadie no es papel mojado que se quiere re­
galar como obra exquisita del alma, sino algo nuevo que ni el mismo autor
conoce. Esto cambia mucho las cosas y dignifica los secretos auténticos.
Porque cuando el amante te empieza a decir que contigo siente lo que no
ha sentido con nadie, que te va a dar lo mejor de sí mismo y aquello que no
comparte con nadie, lo más indicado es ponerle de inmediato a raya.
El que te quiere de verdad no tiene nada que darte. La fulminante frase
de Lacan, acerca de que «amar es dar lo que no se tiene», aparte de que pueda
generar retóricas más o menos indecentes, es de una contundencia impla­
cable. Si se ama en secreto, el amor suele ser muy bello -«amor divulgado,
pronto terminado», decía Stendhal-, pero si se hace con secretos, con secre­
tos que no se han contado a nadie, el que ama ofrece demasiadas posesiones
como para que el amor sea verdadero. El yo es egoísta y quizá lo sea porque
pretende regalar lo que tiene para ir tejiendo dependencias en su entorno.
Quien da lo que no tiene, por contra, no se compromete a nada, ni se guía
por más moral que la provisional que venga al caso. Ama porque ama, por
simple oportunidad. Al margen de las reglas y las conveniencias humanas.
1 7.4.04

De locos. dioses. deseos y costumbres


¡Y todo para acabar pareciéndome a mi padre!

Cuando alguien viene al mundo provoca en su entorno tres preguntas in-


evitables. Nada más ver a un recién nacido, poco después de las primeras
palabras de cortesía llamadas a ensalzar la belleza de la criatura, enseguida
se les formulan a los padres tres consultas urgentes: si es niño o niña, cómo
se llama y a quién sale. Las tres dan mucho que pensar, porque parecen pre­
guntas originales y todo lo primitivo sabemos que a la larga da muestras
de ser determinante. Su importancia, además, crece ante nuestros ojos al
reparar que brotan siguiendo una obligación interior que nos vence, como
si nos incitara desde dentro la curiosidad de un misterio insalvable.
Las tres, en efecto, son argollas trascendentes para la vida. La primera,
porque encauza el deseo a través de las diferencias sexuales. La segunda,
porque nos regala esa palabra inicial que nos anima a poner en marcha el
carrusel del lenguaje. Pero la tercera, por su parte, no es menos importante
que las anteriores, aunque la solemnidad primera de los anhelos y los dis­
cursos parezca estar por encima del resto de las cuestiones. Sin embargo,
los parecidos no son un asunto menor y reflejan con contundencia las de­
pendencias con que venimos al mundo.
Entre las cosas que nos esclavizan nada es comparable a estos tres
barrotes que involuntariamente nos ponen los padres. En principio no
somos otra cosa que la prolongación de sus deseos, y en torno a sus exi­
gencias nos forjamos los modos y estrategias con que saldremos a la calle a
expresar los nuestros. De ese yugo paterno nunca escapamos y allá donde

üe locos. dioses. deseos y costumbres 97


se nos ocurra ir lo hacemos con nuestras manías, inhibiciones y solivian­
tos a la hora de tratar a los semejantes. El lenguaje, a su vez, no sólo nos
limita por efecto del idioma natural, al que quedan fijadas las emociones
de un modo particular, sino que también nos marca con un estilo que de­
termina la agilidad de nuestro discurso, la profundidad de la conversación,
los temas donde nos sentimos competentes, las cosas que preferimos no
pronunciar.
Pero quizá sea la imagen exterior el sello de influencia más evidente.
Sobre todo porque es el que menos podemos ocultar. Pues los deseos y
las palabras, por ser carne de cañón para la mentira, los podemos disfra­
zar, mientras que esos ojos, esa boca, este modo de adelantar los labios o
aquellos gestos al andar que tanto nos recuerdan a quienes nos ayudaron
a dar los primeros pasos, ni los vemos claramente en nosotros mismos ni
somos capaces de cambiarlos por mucho que lo pretendamos.
Llevamos sobre nosotros la foto velada de nuestros progenitores. Y
lo más curioso y sobresaliente del hecho descansa en que los parecidos
aumentan con la edad. Así como nuestros gustos y palabreos podemos
rebozarlos hasta que su núcleo resulte irreconocible con el paso del tiem­
po, Ja imagen parece condenarnos a la mortal sorpresa de que el cuerpo
de nuestros padres, sin pedir permiso a nadie, empiece a asomar con los
años en el nuestro. Aquel parecido inicial con que los amigos de la familia
querían identificarnos a toda costa y atarnos al árbol generacional, resurge
ahora más intenso de nuestros propios huesos, sin necesidad de que nadie
lo sugiera. Tantos años de lucha amorosa para no asumir ciegamente la
moral paterna, tanta saludable rebelión para independizarnos de sus opi­
niones, tan dura escuela de nosotros mismos para librarnos pacíficamente
de sus huellas peores, y ahora quedamos desarmados ante las posturas,
los gestos y las facciones. Poco a poco la muerte nos va desnudando de
nosotros mismos y, por si habíamos olvidado su influjo, con el inevitable
parecido nos lo recuerda.
18.12.04

De locos. dioses. deseos y costumbres


Palabras de amor

Dicen del amor que es un arco tendido entre el cuerpo y las palabras. Tam ­
bién dicen que es una música interpretada por dos tiranos, la carne y el
verbo. Dos intérpretes, por cierto, que raramente se avienen a tocar juntos.
Por eso convenimos con facilidad que el amor es infrecuente, aunque to­
dos queramos participar en su concierto.
Del cuerpo se habla mucho, por ser un convidado exigente y dispues­
to, pero del modo como las palabras deben acompañar el amor se habla
menos. Las palabras no están hechas probablemente para hablar de sí mis­
mas y ante la exigencia de estos trances, de referirse con otras palabras a lo
que las palabras del amor dicen, en cuanto pueden se escabullen.
Para algunos, el amor no existe hasta que no se declara, es decir,
hasta que no interviene con decisión el habla. Antes de dar ese paso, se
entiende que aún es una nebulosa incómoda y ofuscada donde no se
distingue nada. A menudo, el amor sólo existe en ese grado primitivo,
y decimos entonces que estamos enamorados de alguien simplemente
porque el deseo nos abruma o confunde hasta que encontramos alguna
salida para descargar su ansia. Sin embargo, en esos casos, en cuanto
toca al cuerpo y se satisface entre resuellos y risas ahogadas, el amor se
consume sin fraguar en palabras. Estos amores que pierden inmediata­
mente la palabra ni siquiera son amores breves o efímeros, tan sólo al­
canzan la categoría de amores previos, amores que el cuerpo disuelve en
cuanto queda satisfecho.

De lo\'.OS, dioses. deseos y costumbres 99


Para otros, al contrario, el amor es silencioso y huye todo lo que pue­
de de las palabras. Contravienen de este modo el parecer de Sócrates, que
depositaba en el amor la matriz de los discursos más bellos. Sin embargo,
en una de las célebres pintadas de mayo del 68 se leía que «hablar del amor
le destruye». Hay algo callado y oculto en el amor que también parece obli­
garle al silencio. Desde luego para sí mismo, pero también ante los que
son ajenos. De esa tradición de silencio participaba el amor cortés del siglo
XII, ejemplo primero del amor pasional en Occidente, pues, junto a exigir
la abstinencia física y contentarse con los gestos, defendía también un ju­
ramentado secreto. Al margen de la prudencia que exigían unos amores
adúlteros, como eran los corteses, cabe subrayar el carácter de esa oculta­
ción como garantía en todos los tiempos para la pervivencia del sentimien­
to. «Y nuestro más querido amor, le escribe su amada Sussete a Holderlin,
sólo será conocido por nosotros y seguirá siendo un secreto sagrado•. Por
lo que se ve, el amor esconde un misterio cuya primera salvaguarda parece
confiarse al encubrimiento.
De esta suerte vive el amor, unas veces mudo y apocado, otras locuaz
y emprendedor. Sea como fuere, taciturno o charlatán, lo que no deja de
ser nunca el enamorado es un escritor. La escritura es el resultado más ge­
nuino del trato de las palabras con el amor. Nada impulsa tanto a escribir
como la pasión. El febril enamorado se lanza sobre el papel y la pluma
como mejor medio de aproximar y sostener al amado. El silencio locuaz de
la escritura convierte a la palabra escrita en la palabra propia del enamo­
rado. Ya sea por su consistencia material, por la discreción de su voz o por
su conservación más segura, lo escrito se proclama como el lenguaje más
afín al amor. Incluso la percepción del mundo se le muestra al enamorado
como un texto escrito antes que nada. Los que aman, en vez de observar la
realidad, la leen sin descanso. El enamorado, decía Barthes, es un semiólo­
go silvestre en estado puro, alguien que pasa el día leyendo signos. Si algo
tiene el amor es que además de reservados, habladores y escritores, nos
vuelve también intérpretes descabeilados.

100 De locos. dioses. deseos y costumbres


Una, ninguna o todas

El siglo XVIII fue un siglo levantisco, cargado de inversiones rocambolescas


y de propuestas furibundas. Viene al caso este comentario a la hora de recor­
dar el breve artículo que Denis Diderot dedicó al celibato en la Enciclopedia.
En ese contundente escrito, Diderot nos advierte, nada más empezar,
que el celibato es tan antiguo como el mundo, para contraponer, a renglón
seguido, las corrientes que le defendieron como un signo de santidad y pu­
reza frente a las que le enjuiciaron como un delito contra la naturaleza. Su
sardónica exposición, que bajo la máscara de la objetividad desvela un es­
píritu critico y subversivo, prosigue con la exposición de los motivos que
lo prohíben, lo toleran o incluso lo prescriben, para concluir por su parte
proponiendo el matrimonio de los sacerdotes nada menos que por nueve
ventajas, entre las que destaca la primera: «Si cuarenta mil curas tuvieran
en Francia ochenta mil hijos, como esos hijos estarían indiscutiblemente
mejor educados, el Estado ganaría sujetos y personas cultas, y la Iglesia
conseguiría más fieles».
Del irónico artículo de Diderot se puede colegir que el siglo XVIII fue
un siglo eminentemente racional y práctico. Pero, además, como demues­
tra el siguiente ejemplo de otro contemporáneo, fue un tiempo de espíritus
libres e igualitarios, independientes hasta lo más descarnado. Mi segundo
testigo es el Marqués de Sade, a quien identificamos enseguida con una
serie de novelas sexuales, crueles y repetitivas, olvidando que se trata tam­
bién de un pensador conspicuo, desconcertante hasta donde podamos

De locos. dioses, deseos y costumbres IOI

,,.
imaginarnos. Y uno de sus pensamientos más profundos y escuálidos, que
leemos en su tratado sobre Filosofía en el tocador, reza lo que sigue: «Tan in­
justo es poseer a una mujer en exclusiva como lo es poseer esclavos». La
idea goza de una densidad inesperada y no se la quita uno fácilmente de la
cabeza. Si intentas deshacerla te embrolla desde otro ángulo, y si quieres
representártela te obliga a unos desplazamientos sociales y morales difícil­
mente soportables.
Diderot revela el lado ridículo de la abstinencia. Sugiere la curiosa im­
potencia en la que se precipita el hombre cuando se enfrenta al cuerpo o
cuando le obedece a ciegas. Diderot encarna la aspiración ilustrada de llegar
a sustituir la lucha entre religión y deseo por un antagonismo más civilizado,
el de cultura y naturaleza. En vez de una abstinencia inhumana, propugna
una familia educativa y reproductora. Sade, en cambio, siempre resulta más
inactual. Es anacrónico en todas sus formas. Hagamos lo que hagamos nos
desborda y nos gana en modernidad. Cabe pensar que quizá nos venza por­
que aún pensamos de modo tradicional: sentados cómodamente en los des­
pachos, en vez de hacerlo en los cuartos de baño. Su objetivo es disolver el
matrimonio negando el derecho de disfrutar bajo monopolio de quien sea.
No nos propone librarnos de las cadenas conyugales mediante el adulterio,
sino recurriendo al reparto y la distribución de las mujeres. Frente a la con­
tinencia prefiere la extenuación, frente a la posesión la propiedad general,
frente a lo particular la orgía anónima y multitudinaria. No quiere una mujer
sino disponer del derecho a todas. Como, a su juicio, tener una mujer equi­
vale a esclavizarla, el único modo que encuentra para superar la posesión es
ofrecérsela a todos para que la compartan.
Diderot nos proporciona el discurso de la sensatez, donde podemos
reconocernos con facilidad en cuanto prescindamos de las ortopedias reli­
giosas, pero Sade nos provee de un discurso nuevo y radical, recién inven­
tado, tan extremadamente paradójico que inhibe las respuestas.
25.2.06

102 De locos. dioses, deseos y (·osturnhres


Mamporreros

La vida ufana y arrogante del varón se siente amenazada. Largos siglos de


dominación habían hecho de él un valor seguro que ahora flaquea. Los
rigores de la virilidad han acabado traicionándole. Obligarse a mantener
siempre el tipo es una exigencia envidiable, y puede que hasta moralmente
digna de admiración, pero acaba siendo agotadora. En cuanto que «aquel
que mea en pared» -según la bíblica imagen- se siente vacilante, la em­
prende enseguida a mamporrazos con quien dude de su fuerza. Esto es un
hombre: alguien obligado siempre a sostenerla y que, cuando no puede
más, insulta o guerrea. Este hábito o necesidad -pues resulta difícil saber
cuánto hay de biológico o de social en semejante tarea- están enraizados
en nosotros hasta el fondo. En todas las sociedades y en todos Jos tiem­
pos hay testimonios constantes de este bravío talante. Refiere por ejemplo
Lévi-Strauss en Tristes trópicos -memorable libro de viajes-, que entre las
bandas rivales de determinada región americana todas las amenazas se re­
ducen a gestos que hacen intervenir las partes sexuales: «Un nambiquara
testimonia su antipatía cogiendo su pene con las dos manos y apuntando
con él al adversario». La ostentación de las armas, como se ve, empieza
entre las piernas y entre ellas acaba. Armarse, apuntar y disparar configu­
ran el imaginario más noble del varón, que completa, finalmente, con la
.
energumena penetrac1on.
, ,

Como era de esperar, la sociedad diligente ha puesto en marcha to­


dos los medios a su alcance para evitar esta decadente contrariedad. Pase

De locos, dioses, deseos y costumbres 103


que el número y la calidad de los espermatozoides del macho occidental
estén a la baja, y que sean varios millones menos los que expulsa en cada
andanada, pero fracasar en la exaltación de las armas es algo difícil de to­
lerar. Los investigadores parecen haber dado con una solución provisional
o al menos con un negocio ascendente: unas simples pildoritas que a diez
euros cada una ayudan, según sus eufemísticas palabras, a «completar la
erección» y a combatir las alteraciones de la eufemista «función eréctil,..
El último hallazgo que se nos propone responde al sugerente nombre de
Levitra y promete en su exquisito lenguaje unas metas envidiables: rigidez,
potencia (selectiva, dice), rapidez (duradera, aclara) y fiabilidad. Una vez
garantizados estos elementos básicos es fácil deducir ya las consecuencias
que aspira a lograr: «alta calidad de erección» y «triplicar el índice de éxito
en el coito,..
Coleman Silk, siempre diligente para atender nuestras dudas sobre las
delicadas materias sexuales, especialmente cuando el progreso las com­
promete, se ha pronunciado al respecto con rotundidad. Desconfía, nos
confiesa, del recurso a mamporreros químicos para sostener lo insosteni­
ble de la virilidad, salvo lógicamente en los casos que afecten a enfermos.
Lo inquietante, a su juicio, es perseverar en la imagen de un varón en posi­
ción de firmes, permanentemente comprometido a mostrar sus armas en
ristre, las más de las veces de modo amenazante y en el mejor de los casos
bajo un gesto protector y condescendiente. Coleman apuesta por una idea
nueva de lo masculino, no tan sometido a las exigencias de demostrar sino
adaptado a la simple conformidad de ser. Pero pensar en un macho que no
se inquiete por los despliegues de su geometría parece, de momento, algo
inconcebible. Sin embargo, los objetivos del varón deberían reducirse a un
deseo menos miliciano, más disperso, menos extensible, sin pensar tanto
en disparos y misiles. Si ellas lo permiten, claro, pues a menudo les exigen
alzarse en armas y ponerse el uniforme.

104 De locos. dioses, deseos y costumbres


Sin sentido

Hay frases tan lúcidas y lacerantes, tan lógicas y al mismo tiempo des-
concertantes, que leídas y releídas una y otra vez nos siguen pareciendo,
ora optimistas, si atendemos a la acción moral, ora pesimistas, si nos fi­
jamos en su destino. Me refiero con este comentario a la que acaba de pa­
sar por delante de mí: «La vida no tiene ningún sentido pero hay muchas
cosas que hacer». Como es lógico, dada la variedad pletórica de ideolo­
gías, unos ven en este principio de conducta un rótulo escéptico que sólo
puede llevarnos a un nihilismo menesteroso y perverso, mientras que
otros, en cambio, no muchos, entre los que me encuentro -hoy, al me­
nos-, reconocen en esta rúbrica el fundamento más cabal de la ética y de
la distribución de los afectos.
En realidad, este compromiso verbal encierra tantas contradicciones
como sabiduría. Bien pensado, lo que la frase deshecha son las grandes
ideas, las nociones mayúsculas y trascendentales: Dios, Amor, Gloria,
Promesa, Salvación. Porque entiende que, para conducirse por la existen­
cia sin dañar al prójimo por encima de lo imprescindible, a los defensores
de esta falta de sentido tan diligente les son suficientes los motores más
prosaicos de la vida, sin tener que recurrir a los grandes nombres pese a
la reputación de indispensables que poseen. Les basta con nociones más
prosaicas y terrenales, como son el deseo y el deber. Con su luz tienen
bastante para iluminar las cosas aunque su sentido sea tenue y breve.
Cicerón dejó dicho que no conocía ninguna dificultad que impidiera a

De locos, dioses, deseos y costumbres 105


un hombre de carácter cumplir con su deber y, desde este punto de vista,
la falta de sentido de la vida no es más que una simple dificultad que no
paraliza nuestras obligaciones.
Los deseos se bastan solos para ejercer su invitación. No necesitan
ayuda suplementaria. Al fin y al cabo nos guían con mucha más compe­
"
tencia y autoridad que la que demostramos nosotros a la hora de dirigirlos.
Y lo mismo podemos afirmar de los deberes. Están ahí, y son suficientes
para alumbrarnos sin necesidad de recurrir a pruebas divinas ni de estu­
diar su génesis freudiana.
Los deseos y deberes son nuestros dueños soberanos pese a carecer de
solemnidad. Frente a ellos, a la única libertad a la que tenemos acceso es a
cierta rebeldía que nos permite ahormarlos, templarlos y proveerlos de un
color particular. Por ese motivo resulta tan jactanciosa la idea de mérito,
siempre vinculada, en el fondo, al engaño de la trascendencia y a la con­
vicción de que unos tienen más derechos que otros. Parece más legítimo
pensar que lo mejor de cada uno proviene de la buena suerte, de la fortuna
de haber venido al mundo bien dotado y en el seno de una familia no ex­
cesivamente dañina -que es lo mejor que puede aportar la familia- antes
que andar recurriendo a la apología de nuestra bondad. Porque pensar que
todo se lo debemos a nuestro esfuerzo y dedicación es lo mismo que acu­
sar a los que fracasan de no haber querido triunfar. Juzgar es lo mismo que
ser injusto. No conviene juzgar a los demás, aunque sí sea legítimo exigir­
les, pues ese gesto es de naturaleza muy distinta.
Sostenía Scott Fitzgerald que «Uno debería ser capaz de ver que las
cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean
de otro modo». Las obligaciones son trágicas porque están siempre por
encima de las garantías o los resultados. No necesitamos un gran sentido
para justificarnos, ni una verdad última, que nunca vamos a alcanzar, para
poder seguir pensando. Se puede vivir sabiéndose libres y justos sin apenas
creer en la verdad, del mismo modo que somos capaces de ambiciones y
empeños sin necesitar el estímulo del premio final.
28.I.06

106 De kKos. dioses. deseos y costumbre�


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La venganza del progreso

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La duración de los cuerpos resulta extravagante. Mientras el espíritu se va
apagando con el paso del tiempo, el cuerpo nos amenaza con una larga

� actividad gracias a los avances terapéuticos. Antes sólo había una raza de
ancianos pero ahora, merced al progreso, hay viejos y además hay demen­
'
1 tes. Aquel equilibrio del ayer, que con la chochez regalaba al anciano la
1

posibilidad de debilitarse parejamente en sus funciones físicas y mentales,


ha tomado caminos divergentes para los modernos. Las muertes del cuer­
po y de la mente ya no coinciden. El progreso ha logrado la venganza que
venía acariciando. Nos ha desincronizado. Porque el progreso, por mucho
que se diga, depende de la naturaleza antes que de nuestros inventos, y la
naturaleza, como se sabe desde Aristóteles, nunca da saltos. Lo que cono­
cemos como demencias, que ahora tontamente llamamos alzheimer, viene
a recordárnoslo. La civilización sigue un ritmo que la naturaleza no siem­
pre comparte.
Hoy los cuerpos duran más de lo necesario. Resisten tanto que con su
excesiva salud llegan a poner en aprietos el decoro y la elegancia de lo más
propio. Lo logran, antes que nada, bajo una intimidación estética, pues la
visión de los asilos con decenas de viejos arracimados sin vestigios de inte­
ligencia, daña la concepción artística sobre el destino del hombre y las mi­
serias de su final. Pero también puede tratarse de una pérdida de la dignidad
emocional, pues además de doloroso resulta una ignominia que los padres
no distingan a sus hijos, confundan sus nombres y permanezcan indiferen-

De locos, dioses. deseos y costumbrt-s 109


tes a sus llamadas y muestras de afecto. Que la mirada y la voz de la madre,
origen de nuestro propio reconocimiento, no sepa ni qué dice ni a quién
mira, convierte la última época de la vida en una erosión continua de nues­
tros mejores recuerdos. Y también constituye una prueba de dignidad ética,
pues los padres demenciados son un reto para las obligaciones morales de
los hijos. Baste recordar las profundas culpabilidades debidas a la irritabili­
dad que genera su estado, al deseo inquietante pero impaciente de un final
que no llega, a las discusiones que el reparto de la atención provoca entre los
hermanos, a la amarga comodidad de tenerles en una residencia donde con
creces se les paga su olvido con nuestro desprendimiento.
Ahora que sabemos prolongar nuestra vida animal no hemos descu­
bierto nada para ser más razonables ni damos muestras de ningún adelan­
to moral. La ciencia avanza por donde la moral tropieza. La venganza de la
ciencia, leída aquí como proliferación mordaz de las demencias, consiste
en devolvernos a los límites de la razón y, sobre todo, a recordarnos su
impotencia. La pérdida prematura de la inteligencia o su descompás evo­
lutivo respecto al cuerpo, aparte de alejarnos del ejemplo que fue durante
siglos la vejez, es un acontecimiento social que daña el gusto y comprome­
te más seriamente que antes la moral familiar.
El bien morir, que constituía unos de los fines del sabio y un cimiento
teórico importante de las principales escuelas éticas, ha quedado desaloja­
do hoy en día de los sistemas que regulan la virtud, debido a esta venganza
del progreso que analizamos. Pues quizá antes de morir llevemos bastan­
tes años. sin saber quiénes somos, ni por qué seguimos, ni para qué unos
empleados se esmeran en curarnos. Presos en cuerpos medicali �ados, se
nos valorará sólo por el consumo que hagamos de medicinas y cuidados,
sin tener en cuenta que, aunque vivos, viviremos sin alma, peor que en
galeras los forzados.

110 De locos. dioses. deseos y costumbres


Ante la vida y la muerte

Las costumbres que regulan nuestro trato con los momentos finales de la
vida, con novísimos y postrimerías, son muy sorprendentes. Sabemos, por
ejemplo, que durante pasados siglos las personas se arremolinaban con
gusto para asistir a la lenta agonía de los enfermos. Los hábitos exigían ha­
cer compañía al moribundo para facilitar un tránsito que no era raro que
se prolongara durante largas jornadas de dolor y sufrimiento. En cambio,
se huía como de la peste de los nacimientos, porque la muerte, para nues­
tra sorpresa, se sentía más presente ante un bebé que ante un muriente.
Hoy, por supuesto, sucede todo lo contrario. La muerte es un trámite buro­
crático cuyos momentos últimos se intenta pasar sedados, solos y casi en
el anonimato, mientras que el nacimiento es una fiesta que procura cada
vez más invitados. Filmar un parto forma ya parte del recordatorio que
los papás conservan de sus hijos, pero a ver quién es el guapo que graba la
muerte de sus padres para avivar su recuerdo de cuando en cuando o para
festejarles con familiares y amigos en algún audaz cumpleaños.
Hasta hace muy poco tiempo se educaba a los cristianos en el temor de
los últimos instantes, bajo el convencimiento de que un arrepentimiento en
el postrer momento podía salvarnos de una vida entera de pecados. Por ese
motivo, Pascal insistía en que la muerte súbita era la única que debíamos te­
mer, y en ese miedo a lo repentino encontraba, por otra parte, la razón para
que los confesores vivieran siempre invitados en casa de los grandes. Sin de­
tenernos a comentar la astucia de los clérigos a la hora de atemorizar a los

De locos, dioses, deseos v costumbres


I
111
pudientes y aprovechar sus comodidades, entendemos por lo demás, desde
este punto de vista, que Pascal criticara a Montaigne por pensar en morir có­
modamente. Pues Montaigne era muy moderno para la época y expresó con
claridad el escenario preferido de su muerte: lejos de los suyos, a caballo y de
repente. Tan sublime comentario echa toneladas de tierra sobre la cultura
del arrepentimiento final y deja las decisiones últimas fuera de la influencia
de quien a toda costa pretenda trazar unos signos de hechicería sobre un
cuerpo ajeno o aprovechar el último suspiro para sacramentarle a su pesar.
Pocos años más tarde, siguiendo el curso de estas ideas, Spinoza lanzó otra
carga memorable sobre el doble mal del contrito: «El arrepentimiento, dijo,
no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el arrepentido de lo que ha hecho
es dos veces miserable e impotente».
En consonancia con el temple de los tiempos, hoy la maña eclesial
ha trasladado su inquietud al momento inaugural de la vida, pues ya nada
puede contra la preferencia general de suplicar a la muerte para que llegue
fulminante y nos corte el pensamiento de un golpe. Lo que ahora se deba­
te, por el contrario, es el pecado que puede alojarse en el instante opuesto,
en el súbito aparecer en que de verdad nacemos. Bajo distintos supuestos,
se nos vapulea moralmente por nuestra ligereza a la hora de concebir el
inicio de la vida y la criminalidad con que algunos siegan el embarazo. Y en
esta materia se entra en discusiones portentosas sobre el momento cierto
de la concepción. Tan es así, que llevando las cosas al extremo, más allá de
la unión de los gametos o de la configuración de una forma humana reco­
nocible� hace unos años, bajo este papado, se acuñó un nuevo pecado que
respondía al nombre de «adulterio del corazón,.. Se entendía por tal, el en­
gaño que se procuran los cónyuges cuando yacen por placer sin propósito
de procrear. En ese acto, donde uno traiciona al otro aunque no sepamos
muy bien con quién, se quiso que un precoz derecho a la vida juzgara el
gozo de los esposos sin simiente.

ll2 Oc locos. dioses. deseos y costumbres


Culpa y transparencia

La transparencia es una virtud bastante dudosa. Pues, por un lado, la mo­


ral nos quiere limpios, asequibles, francos, exentos de disfraces. Pero, por
otro, bajo un precepto no menos exigente, nos propone discreción, opaci­
dad y reserva. Prueba de su ambigüedad es que los varones, para sacudirse
cómodamente el problema, atribuyen en cuanto pueden el aspecto mor­
boso de la ocultación a las féminas. El secreto, lo oscuro y lo enigmático,
son atributos que, como las máscaras, hemos encarnado en lo femenino,
unas veces con fruición y otras, las más, con temor reverencial. Pero tam­
bién se ha dicho que a Apolo le gusta ocultarse, y Apolo es un ejemplo de
virilidad que no se discute. Me temo, por lo tanto, que en este dominio,
como en tantos otros, se hayan espolvoreado las diferencias sexuales con
excesiva libertad.
La llave del asunto quizá la tenga la culpa, que es asexuada y no admite
esas diferencias. Pues la culpa es la contraventana que abre y cierra el paso
de luz a nuestro interior. Enseguida sentimos que la culpa nos transparen­
ta, pues no hay duda de que el culpable se siente adivinado y expuesto al
juicio de los demás en cuanto sale a la calle. La culpa, si cabe decirlo así, es
un sambenito insultante y luminoso que alguien nos ha colgado en la fren­
te para avergonzarnos ante las miradas de los demás. Siempre se pensó,
en este sentido, que con la conciencia tranquila uno se puede exponer sin
temor ante quien sea, dado que no tiene nada que ocultar ni de qué son­
rojarse, mientras que es inevitable que un hombre esquinado y solitario

De locos. diose�. dcst:os y costumbres 113


genere siempre suspicacias con su aislamiento exagerado. Sin embargo,
como siempre sucede al acercarse a la realidad, las cosas no son tan sim­
ples, pues hay conciencias pusilánimes que se sienten culpables por cual­
quier menudencia insignificante, como las hay tan anchas como estancias,
tan laxas que siempre se sienten inocentes hagan lo que hagan.
Y también existen, y es lo peor, culpas descaradas que en lugar de
amedrentar a su dueño le conceden un impudor lleno de mañas. Después
de todo, sobre quien alardea de culpas y penitencias siempre recomiendan
tensar la desconfianza. El narcisismo del culpable, que se impone por en­
cima de cualquier atrición, es llamativamente obtuso y egoísta, y más vale
prevenirnos de él cuando le veamos venir de frente. Quien reza demasiado
o carga sobre sí excesivo peso moral, en genera] incuba algo malo, o se
siente obscenamente legitimado para cualquier conducta. Los psicoana­
listas, tan amigos de examinar y pasar revista a los bajos de la gente, nos
advierten con una regla intempestiva sobre esta felonía de la culpa: «Si dice
que se siente culpable prepárate, porque va a hacer lo que le plazca». Así de
contundente es su doctrina.
Pero la culpa, además, es imprescindible. La salud surge bajo una do­
sis necesaria de culpa que nos ayuda a escondernos de la curiosidad ajena
y nos provee de ese grado inexcusable de secreto que necesita la vida en
sociedad. Sin ella no tenemos vida interior ni sentimos el trato de quie­
nes nos acompañan, ni apreciamos el agrado de redimir y reparar. Las in­
crustaciones de culpa nos enseñan a escondernos y a auxiliar, pues las dos
cosas van juntas: que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda,
se nos pide precisamente cuando se trata de ayudar. En uno de sus libros,
Kertész recuerda su reclamación de que no se le considerara inocente en el
momento de ser liberado del camp·o de exterminio. Y tan curiosa solicitud
forma parte probablemente, aparte de un rechazo de los desprecios de la
compasión, de un deseo de ocultar la vergonzosa transparencia que des­
pierta el sufrimiento inocente y gratuito.
9.7.05

114 De locos. dioses. deseos y costumbres


¡Qué buena pareja!

Las buenas parejas son estomagantes. O, al menos, es muy cargante el ideal


que nos hacemos de ellas. La naturaleza es perfecta pero ]as parejas nun­
ca lo son. Por ese motivo, los ideales, que aspiran también a la perfección
como si coincidieran llanamente con las cosas, acaban ocultando la reali­
dad de las parejas. Sin embargo, sobre cuestiones tan esenciales conviene
de vez en cuando, al menos los días que uno anda con fuerzas, aceptar el
chasco de frente y echar la ilusión por tierra. Toda buena pareja no es nada
más que una abstracción y por lo tanto una superchería cierta. He aquí un
principio irrebatible e incondicionado.
Los idealistas, los beatos, los pacatos, las almas fariseas que digieren
mal la decepción, ven siempre en los que hacemos profesión de este tipo de
crudezas -quizá algo arrogantes, hay que aceptarlo- un síntoma de mal­
dad, de ignorancia o de cinismo, es decir, de falsedad en segundo grado.
Ahora bien, la pregunta sobre si una pareja separada representa un amor
triunfante o uno fracasado, no tiene una respuesta evidente. No está nada
claro que eso que llamamos amor quepa en la cama de la pareja sin que
haya que cortarle, como a Procusto, los brazos o las piernas. Una pareja
estable, afectuosa, respetuosa, amorosa incluso, puede parecer un ejemplo
de salud, pero también será un testimonio de cobardía incurable. Esto es
inevitable, aunque nos reviente.
El río del desencanto recorre los bajos fondos de los ideales. El torren­
te del deseo está bastante reñido con la pareja feliz y sus aspiraciones de

De locos. dioses. deseos y costumbres 115


amor. «La felicidad me aburre», acaba confesando la Julia de Rousseau al
final de la novela de mayor éxito del XVIII. Dos siglos antes, Montaigne se
refería con escepticismo a «una unión languideciente como la conyugal».
El deseo es rebelde y caprichoso, aviniéndose mal con las satisfacciones
estables. Prefiere perseguir lo que no tiene que conservar para siempre lo
que ya se posee como propugna el amor aburrido y prudente. Amar lo ya
conocido y mantener lo que se atesora está reñido con el inconformismo
del deseo, que dirige su flujo y su traición en contra de los ideales.
Por ese motivo, no es infrecuente que el destino de las buenas pare­
jas, las que deambulan bajo una imagen impecable, pueda sorprendernos
finalmente con una atmósfera de silencio despectivo o con el rencoroso
espectáculo de las separaciones tardías y rastreras. A veces descubrimos
muy tarde que algunos, que vistos desde lejos parecían grandes amigos
de espíritu, eran también irreconciliables enemigos carnales. Dos que se
juntan encienden, en el mejor de los casos, una vela a dios y otra al diablo,
y mientras el fuego perdura ellos se mantienen unidos, pero si se apaga una
de las llamas, en especial la de Belcebú, todo se va al carajo. Por ello las pa­
rejas estables, tan admiradas, son también parejas de Lucifer, del egoísmo
y del desinterés pese a todo su disimulo. Quizá esta contradicción sea todo
lo que cabe esperar de ellas para que no concluyan separadas, como tantas
otras, o unidas por la agresión mutua, por ese odio que todo lo rompe
pero que también todo lo ensambla.
No hay buenas parejas. Sólo hay, a lo sumo, parejas lúcidas que se
burlan .de los ideales, que procuran evitar los proyectos comunes hasta
donde sean capaces y que refrenan como pueden la gran disculpa de la
convivencia, esa que reza: «Perdona, es que soy como soy,,. A la postre, sólo
hay parejas disueltas, parejas estomagantes y parejas cobardes. De todas
las maneras, esta idea extrema debe leerse sólo como un punto de vista
estrafalario sobre el destino de los que se juntan, y no como disparo de
escribiente en la nuca de los pusilánimes.
13.3.04

116 De locos. dioses. deseos y costumbres


De turista en tu ciudad

No es una actividad forzosamente veraniega. Cualquier estación es pro­


picia para esta experiencia singular. Tampoco es necesario reducirla a los
fines de semana. Vale un día cualquiera. Para satisfacerla basta con salir
una mañana a la calle tan campante pero con una mirada nueva, con una
forma de ver las cosas que normalmente sólo usas cuando paseas por Nue­
va York, por Barcelona o por Florencia, y que no empleas nunca si sales por
Valladolid a dar una vuelta.
Pero ese día lo intentas. Decides que tu ciudad merece la pena y quie­
res observarla desde una perspectiva distinta. De repente, te empiezas a
fijar en el orden de las calles, en la disposición de los edificios, en los ges­
tos de la gente, y los valoras como algo inhabitual e imprevisto. Y si pasas
.,.
junto a la casa donde naciste, intentas verla bajo una impresión de rareza,
forzando si es posible la aparición del chasco y el gusto por lo inaudito.
Con todo, esta actitud turística me recuerda en este momento que
el inconsciente funciona bajo la ley de la sorpresa, por lo que algo afín al
psicoanálisis tiene eso de salir de paseo como si fueras forastero en tu ciu­
dad para deleitarte con lo desapercibido. En realidad, el descubrimiento
de nuestro inconsciente no se produce porque una escena de nuestra vida,
hasta entonces desconocida, se nos revele cargada de intenciones nobles
o mezquinas tras un largo escrutinio, como quien proyecta una película
nueva que permanecía oculta en la cinemateca particular de la memoria.
Su revelación es más sencilla. Basta con sorprendernos por distintos mo-

De locos, dioses, deseos y costumbres 117


tivos: por un hábito bien conocido pero que súbitamente se nos muestra
irreductible, por el modo sistemático con que en ciertas circunstancias
recurrimos a la dejadez o la disciplina, por la lógica interna que gobierna
nuestras conquistas, por la rara puntualidad con que rompemos con los
amigos, por el recorrido confuso que obligamos a trazar a nuestros deseos.
Son este tipo de repeticiones, siempre coloreadas por un descubrimiento
inesperado y repentino, las que una vez descubiertas dan la medida del
inconsciente y nos ayudan a conocernos y a escapar algo de las trampas
que nos tendemos a nosotros mismos. Y a este tipo de revelaciones me
refiero cuando, viajero voluntario en tu municipio, descubres conexiones
insólitas en los rincones de la ciudad como lo haces a veces con algunos
secretos íntimos.
Ahora bien, si quieres cumplir correctamente con tu proyecto debes ser
riguroso y afrontar todas las consecuencias que se puedan despertar. Pues
salir de turista entre tus convecinos supone arriesgarse a no saludar a los
conocidos, aunque el posible desaire te cree consecuencias ingratas. No se te
olvide que en Vancouver no conoces a nadie, así que tampoco ese día debes
reconocer a ningún paseante si has decidido turistear por tu ciudad.
En estos casos no hay que perder el tipo, y aunque un amigo, un com­
pañero, un familiar, te grite o interpele, tú debes de seguir impávido, ajeno
a esas voces de la conciencia que han dejado momentáneamente de intere­
sarte. Sin embargo, si ya te sujetan y se encaran contigo, lo mejor entonces
es que cedas y digas, como quien súbitamente repara en la verdad, «SÍ, sí,
te había -visto, pero no he podido responderte porque he salido a viajar».
A partir de ese momento podrás analizar con detenimiento la incrédula
respuesta de quien te ha detenido, pues pocos momentos más reveladores
son comparables a éste para medir el lazo que te ata con los amigos.
Así que, si quieres conocerte bien a ti mismo y a los que dicen que­
rerte, no dejes de hacer de vez en cuando esta intrépida prueba de turista
indiferente.
23. 9 .06

118 De locos. dioses. deseos y costumbres


El Catarro

Hubo un tiempo en que la profesión de los hombres estaba perfectamente


entroncada en el discurrir de su vida. Una armonía feliz encajaba la ocu­
pación de cada uno en el molde de la persona como si formaran un todo
inseparable y afín. Apenas llegado alguien al mundo ya se sabía por parte
todos de qué iba a trabajar en el futuro, como si el oficio se heredase igual
que el color de los ojos o el garbo al andar.
Hubo otra época, de reciente final. donde los hombres elegían la pro­
fesión según su capacidad y sus gustos, siguiendo una preferencia que sólo
truncaba el azar y ese núcleo ignoto que el destino incorpora a toda bio­
grafía. Eran tiempos de elección vocacional.
Don Lucio Martín Rosón, «El Catarro», fue un testimonio ejemplar de
estos tiempos últimos que aún se guiaban por el impulso de la inclinación,
antes de que la deslocalización de las profesiones acompañara fielmente a la
huida de las empresas para buscar lejos el beneficio salvador. Pues, hoy en
día, nadie sabe de antemano de qué va a trabajar, ni si va a trabajar siempre
de lo mismo como hasta ahora era lo habitual. Las carreras y los estudios
se han convertido en una formación complementaria cuya aptitud reper­
cute poco en la actividad que cada uno acaba por desarrollar. Sólo los ar­
tistas parecen mantener vivo el privilegio de ocuparse exclusivamente en
aquello a que les obliga un secreto instinto. Sólo el pintor. el escritor o el
músico parecen conservar inscrita la profesión en lo más íntimo de su es­
trella y su hado fatal.

De locos, dioses. deseos y costumbres II9


«El Catarro» fue un hombre singular en muchos sentidos. No sólo por
lo particular de sus costumbres y su vocación, o por representar como po­
cos un período de la historia que acaba de cerrase detrás de nosotros, sino
también por identificar la profesión con un principio moral. Pocas personas
pueden lucir en su currículum la simple y grandiosa idea de ser un «hombre
de río», pero éste, y no otro, era el término con que prefería ser reconocido.
«El Catarro» nació bajo el designio de las aguas y ya no las abandonó
hasta el último suspiro. Desde este punto de vista fue un trabajador gre­
mial, pues toda su familia venfa dedicándose a lo mismo. Lo cual, por otra
parte, nos hace pensar que algo especial deban tener los ríos para sujetar
de este modo a las personas, cuando la corriente -no de las aguas sino de
las cosas- ya no discurría precisamente en ese sentido tan fiel y tradicional
con los oficios.
Lucio fue un servidor tenaz de los hombres y de la naturaleza. Amante
de todo cuanto ofrece la vida animal, pescó las mejores especies cuando la
contaminación era aún una lejana amenaza, y después, cuando ya era una
sucia realidad, repobló el curso urbano del río con todas las aves que pudo
encontrar. Pero también fue un mítico pescador de hombres, ya fuesen
muertos o vivos, cumpliendo de este modo la función que todas las mito­
logías reservan a los barqueros: que son figuras de tránsito entre el mundo
visible y el más allá. A unos les devolvió la vida, rescatándoles a tiempo de
la corriente, y a otros les entregó a sus deudos para que no salieran de este
mundo sin la compañía que los ritos deben procurar.
Pero lo más sorprendente era la síntesis moral bajo la que reunía todas
las secuencias de su conducta. En su presencia todo quedaba iluminado
por el rigor que sabía imponer a su condición de barquero y hombre de
río. Bastaba observarle remar, repasar una barca o, simplemente, contem­
plarle apoyado en un árbol mirando con intensidad algo que los demás no
acertábamos a adivinar, para que su gesto nos diera una lección sobre las
cosas que son realmente importantes y sobre la seriedad condescendiente
que debe acompañar a todas las acciones del hombre.

120 De locos. dioses, deseos y costumbres


El río

Los ríos son una fogosa alegoría del deseo y la locura. Un río es un flujo de
agua con dos orillas. Así es de sencillo y misterioso. Por su corriente dis­
curren las metáforas del tiempo, de la mutación de las cosas, de las sequías
de la vida, de los caudales incontinentes y, naturalmente, del curso ciego e
irreparable de la muerte. Un río, con sus dos brazos paralelos que nunca
se encuentran, además de una fuente poética, es un tajo donde el principio
de contradicción nos impone con su energúmena lógica la alternativa de
estar en la razón o en la locura, en una orilla o en la otra. Por ese motivo,
quien quiera vivir como sabio, esto es, a mitad de camino entre la razón y
la sinrazón, entre la duda y la certeza, tiene que dejar la placidez segura de
las márgenes y adentrarse en su cauce.
Los locos bajan con frecuencia al río, quizá en busca de todos los
símbolos que han perdido. Deambulan por una ribera anhelando el des­
canso de la opuesta, o se dejan subyugar por el paso del agua esperando
que la fuerza perdida del deseo les vuelva. También confían en el río para
que el dulce olvido de aquel legendario Leteo, padre infernal de todos
los ríos, les ayude a soportar las penas. Algunos prefieren, en cambio,
sumergirse en las aguas para purificar todas las culpas, o con paciencia y
una caña quieren sentirse como faunos pescando la ninfa que nunca han
tenido. A veces es la muerte la que les tienta, esa garantía de que el agua
va a acabar con su agonía prometiéndoles otra fortuna, la hospitalidad
de la inexistencia.

De locos, dioses, deseos y costumbres I2I


Todas las ciudades necesitan un río y todos los ríos un Caronte que
ayude a nuestras almas a cruzar los remolinos del Aqueronte cuando pro­
ceda. Todos necesitamos un barquero que nos espere para el último viaje
y nos lleve con sus remos al otro mundo por el módico precio de un óbolo
de cobre, como señala la leyenda.
La salud de las ciudades se mide por el estado de su río y por la humani­
dad del barquero que alquila sus barcas y navega. En mi ciudad hay un río, el
Pisuerga, y un barquero, Lucio, que le conoce, cuida y explora. Antes había
más barqueros, Gerardo y Oliva, pero les llegó la jubilación y sus barcas han
sufrido la codicia de algún mangante y el vandalismo sabático de jóvenes con
botellas. Hoy sólo nos queda Lucio, un hombre de río, es decir, un hombre
honrado y penetrante, con mirada franca y palabra tan acatarrada como se­
ria. Los ciudadanos deberían bajar más a menudo a conocer y saludar a este
Neptuno de las riberas, porque sólo nos queda él para ayudarnos a confiar
en la espera. Aunque sólo fuera en una ocasión a lo largo de su vida, todo el
mundo debería a subir a sus barcas para conocer algo de su oficio y aprender
a colocar los estrobos y a conocer las leyes de la boga. Remar ayuda al tránsi­
to de la vida y a bien morir, así que conviene estar entrenados por si a la hora
de la verdad nos quedamos solos y Lucio anda distraído en sus faenas, con
los patos, con los amigos o arreglando la caseta.
El manicomio le subieron arriba de la ciudad, lejos de las aguas del río,
en lo que entonces eran las afueras, casi como si a sus promotores les es­
pantara mezclar a los locos con la corriente de Ja existencia. Pero los locos,
que son de una terquedad inaprensible, bajan a dar un paseo y atraviesan
los puentes ensimismados, y les vuelven a cruzar de una orilla a la otra, de
la locura a la razón y vuelta. El camino que va del manicomio al río y del
río al manicomio es la senda más repetitiva que conozco. Si por mí fuera
no dejaría de recorrerla ni un solo día. Vaya donde vaya, busco enseguida
un río y un lugar manicomial para trazar entre ambos una línea imaginaria
que me sirva de ronda. Porque remar, antes que un esfuerzo físico, es un
ejercicio de paciencia.

122 De locos. dioses. deseos y costumbres


La barca

Todos los días que puedo -casi a diario- suelto la barca en el río y me aga­
rro a los remos con todas mis fuerzas. Un paseo remando, aparte de un
buen ejercicio, es la confrontac�n con esa alegoría perfecta de la vida que
componen una barca y el hombre que la lleva.
Deslizarse por el agua empujado por los propios brazos es una ima­
gen paradójica de facilidad y fuerza que resulta impagable por su corres­
pondencia con todas las funciones anímicas y biológicas. Es notorio que el
cuerpo funciona solo, como el alma sola se explicap pero también es cierto
que hay que aprender a animarlos, tanto al uno como a la otra, y no de­
jarlos que se depriman o languidezcan. No hay mejor demostración para
comprobar el estado físico y moral de uno que esta prueba de esfuerzo, tan
particular como improductiva. Pues cuando el cuerpo está contrariado,
antes de sentarse en el banco y dar la primera remada, ya se siente un can­
sancio inhumano que reclama pasar de largo. O bien, si el aviso corporal se
demora, una vez cruzado el primer puente surge la impresión de que todo
está perdido para el náufrago asténico y cariacontecido. Los brazos caen
impotentes, la barca se rebela e independiza, mientras se empieza a sentir
que la muerte es lo único que le espera al remero de vuelta a la orilla.
Y si el ánimo no anda boyante, peores son las señales de desagrado.
Nada hay más absurdo, cuando la tristeza y la falta de impulso e iniciativa
le ganan a uno, que bajar por un río en dirección a ninguna parte, sólo bajo
la necia ilusión de volver a remontarle enseguida. Esos días de abatimien-

De locos, dioses. deseos y costumbres 123

...
to, sobre todo si el caudal ha crecido o desde el Puente Mayor sopla el mal­
dito bóreas, vivir resulta una empresa despiadada que el peso de la barca
complica. En cambio, cuando el espíritu anda ágil y suelto, basta ajustar
el estrobo al tolete, despojarse de la ropa y acoplar los remos, para que la
alegría muscular y la felicidad respiratoria, tan ensalzadas por cierta escri­
tora, cundan por el cuerpo del remero y le animen a arrastrar el bote por el
mismo recorrido que surca cada día, sin más beneficio que no dejarse ven­
cer por la muerte ni la monotonía. Pues, en esos momentos, nada endulza
más el ánimo que saberse recorriendo siempre el mismo trayecto, sin otra
finalidad que el gusto repetitivo de hacerlo. Sintiendo que ante semejante
tarea sísifa se alcanza, como con ninguna otra, ese derecho supremo que
nadie está autorizado a coartar: el derecho a ser mejor y a perfeccionar la
vida con el esfuerzo.
Remar en barca es una metáfora del deseo fiel como ninguna. En rea­
lidad, sólo se viene al mundo a remar y a morir. En una barca se rema mi­
rando hacia atrás, persiguiendo el placer por el placer, sin más intención
que regresar indemne al embarcadero para sentir lo antes posible las ganas
de volver. Se rema para conquistar y poseer, luchando primero contra la
corriente para que, una vez vencida, podamos abrir los brazos y entregar­
nos tranquilamente a la recompensa de dejarnos arrastrar y conducir. El
río es un cuerpo intangible, tumultuoso o sereno, díscolo o complaciente,
que unas veces nos reconoce y otras nos trata como a un invasor descon­
siderado y cruento. Remar en barca es un gesto melancólico que avanza
de espaldas hacia un futuro que no ve, contentándose con ir recordando
la estela de vida que va dejando detrás de él. Pues el deseo tiene algo de na­
vegante condenado a guiarse por los recuerdos que el paisaje de las horas
siembra por doquier. Remar es ir de este modo por la vida, empopado por
la memoria, cegado por el futuro y atontado por el esfuerzo. Es un intento
de resumir la vida en un solo gesto y de repetirle bajo un rito que sólo la
muerte es capaz de suspender.
31.12.05

124 De locos. dioses. deseos y costumbres


El botellín

Corfe por ahí la juvenil costumbre de beber los fines de semana al aire li­
bre, sea en una plaza, bajo un puente o en un oculto callejón. Aunque muy
denostada, la moda no es ni mejor ni peor que otras muchas, si no fuera
por el remate de suciedad con que finaliza. Es sorprendente que aquellos
residuos que uno no tira en el pasillo de su casa porque es suya, se dejan en
la calle porque es de todos. Hay quien espera a cerrar la puerta para tirar
la colilla en la escalera y escupir en el ascensor. Curiosamente, la suma no
intensifica la higiene sino que actúa en proporción inversa, y cuantos más
sean los propietarios se exige menos limpieza. ¡Pobre Estado que es de tan­
tos y pobre gobernación que es de muchos!
Pues bien, por la herramienta de la que maman, a ese uso sabatino y
guarro le dicen botellón.
Sin embargo, existe hoy en día otro hábito que, aunque aseado y escru­
puloso, también induce a estudio. En este caso se dice del botellín, por opo­
sición diminutiva al anterior. Llama la atención, en efecto, la mucha gente
que en la calle o en el trabajo se hace acompañar de un botellín de agua como
si fueran a ser asaltados repentinamente por una deshidratación. Beben a
cortos tragos y de continuo, por lo que uno piensa en principio que estén
dejando de fumar y hayan encontrado un sustitutivo, pero no. Tampoco
beben por sed, dicen, sino sencillamente para hidratarse, como si hubieran
olvidado que el cuerpo sano, salvo en condiciones extremas, conoce el agua
que tiene y sabe responder con ganas a lo que vaya necesitando.

De locos. dioses, deseos y costumbres 125


Quizá esta profusión del botellín tenga mucho que ver con qué cosa
sea eso de las ganas en una sociedad avanzada. Pues uno de los peligros
que acarrea el progreso material es que perdan1os el sentido de la carencia
y estrangulemos el deseo. Si se nos da de todo, si llegamos a la conclusión
de que nuestro derecho a la felicidad pasa por atiborrarnos, beberemos
pensando en hidratarnos, en enriquecernos, cuando en realidad nos em­
papuzamos sin ton ni son. Dominados por este abuso de la abundancia,
corremos el peligro de perder poco a poco los signos de la apetencia y de
la saciedad. Comeremos, entonces, sin hambre y sin saber parar. O, por el
mismo motivo pero en sentido opuesto, nos sentiremos tan saturados que
rendiremos la voluntad a la inanición. La afluencia de anorexias sería, en
este caso, una consecuencia de la satisfacción empachada, como lo es el
problema de la obesidad, en especial en la infancia, donde se engorda a los
niños para que «los míos» tengan de todo y no les falte de nada.
Sin embargo, la salud del deseo necesita privación y frustraciones f
para ejercer su función. Sin eso que el psicoanálisis llama la falta, no nos
visita el placer. La naturaleza, siempre sabia, nos trae al mundo desvalidos,
para que nuestros gozos se sazonen siempre con palo y zanahoria en una
proporción conveniente. También la ética cristiana se hace preceder de un
pecado original, que si bien parece una engañosa fábula, nos permite, con
esa culpa ajena que se nos contagia, disponer de ideales y reproches con
que engalanar la moral.
Tener de todo arrastra a la depresión. Así somos de vulnerables y estúpi­
dos. Si ahora los hombres se deprimen tanto, algún papel jugará esa cobardía
de colmarnos hasta que no sintamos las señales de la sed ni el empalago de
la hartura. La depresión es una enfermedad del deseo, del juego de apetito y
plenitud. Saturno, precisamente, quiere decir saturación y opulencia, por lo
que los antiguos le elevaron a dios de la tristeza. Con una hoz castró a su pa­
dre mientras iba devorando a sus hijos a medida que nacían. Así que, en caso
de darle al botellín, conviene hacerlo más por ansia que por higiene o rutina,
no sea que, sin saberlo, sólo bebamos los jugos tiñosos de la melancolía.
14.12.02

126 De locos. dioses. {leseos y costumbres


¡Pues a mí me duele el cuello!

Algunos días, durante el verano, abrimos las ventanas de los cónsultorios


buscando el fresco. Oímos entonces a los peatones que se detienen en la
acera y charlan entre sí. ¿Y de qué hablan fuera? Curiosamente, de algo
similar a lo que nos cuentan dentro. A veces, por ese motivo y sin querer,
vivimos los males como en estéreo. «¡Pues a mí me duele el cuello!», Je oí
decir hace poco a un transeúnte como si rebatiera una opinión ajena o se
enfrentara a un contrincante belicoso.
Dado nuestro egotismo natural, la inclinación de los hombres a ha­
blar de sí mismos es comprensible, pero que lo hagan con tanta avidez y
precisamente sobre el monótono tema de sus enfermedades resulta llama­
tivo. Llamativo y tedioso, pues nada hay más desalentador que ver llegar de
lejos a un conocido de quien sabes a ciencia cierta que te va a parar para
hacerte partícipe, quieras o no, de su estado dolorido.
El que te habla por sistema de sus enfermedades es cuando menos un
egoísta ampuloso. Y debemos hablar claro de los asuntos de esta tribu por­
que con esas personas no hay que ser condescendiente. Los intoxicados
por el discurso de Ja enfermedad no es gente que escuche a los de alrededor,
pues están poseídos por un deseo irresistible de darse importancia. Cuan­
do nos encontramos con estos embriagados del cuerpo, aprovechan la
ocasión para demostrarle a cualquiera su ostentosa superioridad, aunque
sea bajo la insólita competencia de medir quién tiene más impedimentos.
Además, en realidad tampoco es gente que hable, pues estos personajes,

De locos. dimes, deseos y costumbres 127


esta plaga de calle para ser más preciso, si cuentan sus síntomas es precisa­
mente para no correr el riesgo de decir algo propio que resulte interesan­
te. Nunca hablamos más de nosotros mismos, sin llegar a decir nada, que
cuando hablamos de enfermedades.
Ante estos narradores del pólipo, el vértigo y la artrosis, la intem­
perancia del hipocondriaco, con todos sus temores imaginarios, resulta
un hermano menor, pues al menos a éste le basta recrearse para sí en la
posibilidad, mientras que aquel lo hace mortificando a los demás con sus
padecimientos reales. El ingrato encuentro al que me refiero no es con un
enfermo imaginario sino con un competidor de la enfermedad, con alguien
que sólo acepta no ser lo que quiere y como quiere al precio de ganarnos a
todos en taras y alifafes. Sin embargo, a ambos les hermana el narcisismo
y la vanidad. No hace mucho, leí un juicio de Hermann Broch muy opor­
tuno para esta perspectiva del sábado manicomial: «Ninguna vergüenza
por la enfermedad puede ser tan grande que no deje lugar todavía para la
vanidad por la enfermedad, para una exagerada vanidad de la víctima, que
cree haber llevado a cabo una obra meritoria».
En el mejor de los casos, podríamos pensar que el destajista de la en­
fermedlad lo es o por torpeza, ya que no acierta a comentar otra cosa, o por
superstición, pues cree garantizar la salud con su insistencia. Pero me incli­
no a pensar, mejor, que su repetición es un síntoma de codicia, la expresiva
pasión de una roñosería cuya secreta humillación le pasa desapercibida.
Tampoco parece que este sujeto, con su obsesión quejumbrosa, ande muy
lejos de la envidia, pues mientras callamos por ver si pasa el temporal, y
en cuanto nos dé pie hablarle de otra cosa, aunque sea de la selección de
fútbol para ver si pica, sentimos que remotamente desconfía. No teme se­
guramente que bajo nuestro silencio se esconda la cortesía o el libre deseo
de conversar, sino que ocultemos la afrenta de una gravísima enfermedad
que le ridiculiza.

128 De locos. dioses. deseos y costumbres


Roncadores

Quienes sostienen que Coleman Silk es el último psiquiatra sólido e indo­


mable, el testigo final de una profesión que desaparece tal y como la ha­
bíamos conocido, con su gusto por hablar y entender a Jos demás, quizá
lo hagan atraídos por su inclinación hacia las explicaciones en apariencia
descabe1ladas y chocantes. Coleman, haciendo honor a lo más arraigado
de la especialidad, es un hombre divergente.
En su último artículo, publicado en el Psyq uiatric fortune de este año,
defiende una tesis espectacular: la voluntariedad maliciosa de los ronca­
dores. Según su criterio, que hasta ahora no ha conseguido calar en la opi­
nión general, pero que está destinado a subvertir nuestra idea ·pasiva de las
funciones del cuerpo, quien ronca lo hace con alguna intención particular.
En general, Coleman concibe toda la fisiología desde ese punto de vista,
como un procedimiento voluntario y no como un automatismo orgánico
que uno no es capaz de dominar.
El punto de vista del psiquiatra americano tiene un arranque muy clá­
sico. Fiel seguidor de la «escuela del jardín», es decir, hedonista y a la vez
asceta de pies a cabeza, gusta asentar sus argumentos sobre una sabrosa
opinión que su maestro Epicuro desarrolla en la Epístola a Pitocles. Afirma
Epicuro en ese texto que es necio aferrarse a una sola explicación, pues
la imperturbabilidad, esto es, la sabiduría, proviene de la multiplicación
de las explicaciones. Este perspectivismo escéptico, que puede parecernos
moderno pero que, en realidad, es tan antiguo como nuestra cultura occi-

De locos. dioses, deseos y costumbres 1 29

....
dental, se convierte en el punto de apoyo de Coleman para sostener «otra•
explicación sobre los sucesos fisiológicos muy alejada de la convencional,
que consiste en negarles la involuntariedad. En definitiva, quien ronca,
quien suda o quien estornuda, es responsable de su conducta y de las mo­
lestias que ha decidido propinar.
Se entiende, de este modo, ahora que sabemos que lo hacen adrede,
cómo algunas manifestaciones en apariencia banales pueden causar tanto
malestar en la convivencia de la gente. Porque es frecuente que lo que más
nos molesta de los demás no sean sus ideas, su conducta o su manera de
hablar, sino más bien su fisiología, todas esas reacciones de su cuerpo que,
en principio, parece que no puede controlar pero que en realidad son libres y
caprichosas. Nuestro cuerpo emite de continuo sonidos y acciona en mil pe­
queños gestos que nosotros no percibimos pero que pueden ser una fuente
de incomodidades difíciles de soportar para quienes nos acompañan.
Un carraspeo maniático, el gesto de rascarse, unos sonidos guturales
apenas perceptibles pero que repetimos en las mismas situaciones, cierto
movimiento de las manos que nos identifica, una forma de bostezar o apo­
yar los brazos, pueden constituir obstáculos para el trato humano que nos
separan de las personas queridas y acaban aislándonos. El Dr. Silk postula,
para completar su reflexión, que el erotismo no está vinculado en la es­
pecie humana a la sexualidad reproductiva, sino al placer necesario entre
dos para que los mil ruidos del cuerpo del otro se amortigüen y no nos
molesten tanto. Es más, entiende que, cuando la atracción entre las parejas
disminuye, los cuerpos se vuelven como altavoces y aparatos de radio.
Todos los roncadores, por lo tanto, volviendo al sonido que nos con­
voca, son egoístas, desabridos y secretamente violentos. Los ronquidos
no son automáticos ni reflejos sino expresiones voluntarias y cargadas
de intencionalidad. No representan un lenguaje propio del cuerpo que no
acertamos a controlar, sino un rechazo inconfesado que esconde su celo
fisiológico cerca de la nariz.

130 De locos. diost>s, <.kscos y costumbres


El desencanto de la verdad

A primera vista confiamos mucho en la verdad. Depositamos en ella la garan­


tía sobre lo más serio y seguro de nuestra vida. Pero quizá nos engañemos, y
detrás de su ostentoso nombre no exista un apoyo firme que nos sostenga. En
realidad, si fuera tan digna de confianza, los creyentes no necesitarían la fe, ni la
justicia exigiría juramentarnos en su nombre, ni la ciencia se impondría la ta­
rea de investigarla sin descanso y con todo lujo de detalles. Si fuera tan consis­
tente como se supone, la verdad se valdría por sí misma sin requerir ayuda de la
convicción, ni promesas que la aseguren, ni investigáción que la exhume.
Durante siglos la verdad fue una dama hermosa y honesta de la que
nadie se atrevía a dudar. Ningún valor resultaba tan seguro cuando había
que jugarse la vida o apostar por la moral. Pero las cosas han cambiado
con el paso del tiempo. La verdad ya no nos redime de nada. En otras épo­
cas la verdad era la garantía de estar en el buen camino o, al menos, en
la senda más segura. Sin embargo, los modernos hemos descubierto que
la verdad incomoda y que nos conduce a una existencia truncada y llena
de riesgos. Dudamos de su existencia final y, lo que es aún más grave, de
su honestidad. La verdad se ha vuelto causa de angustia, incertidumbre
y sufrimiento. Conque, si hay que elegir entre la verdad y la publicidad,
no lo dudamos un momento, pues en la publicidad hacemos descansar
un engaño consentido que ya no nos puede traicionar, y que, además, nos
reposta suficientemente de deseos, mientras que la verdad nos convoca a
una existencia llena de dudas y sufrimientos.

De locos. dioses, deseos y costumbres 131


La verdad moderna está en entredicho. Lo está su versión conceptual
y abstracta, como también le sucede a su forma más empírica y práctica.
«La verdad es un medio. Pero no el único», sostuvo Valéry. Salvo la verdad
religiosa, que a quien le alcanza le llena el corazón, aunque no le entre por
la vía noble y natural de la cabeza sino como a traición y por la espalda,
el resto de sus fuentes naturales están amenazadas por una crisis cons­
tante que no todo el mundo está en condiciones de soportar. Pues, por
una parte, la verdad científica sólo promete una certeza en permanente
revisión y puesta a prueba, aunque a cambio ofrezca el progreso material
y la tranquilidad de no tener que meditar profundamente en nada. Pero,
además, la otra gran fuente de la verdad, la filosófica, tampoco nos ofrece
ningún lugar donde descansar. La filosofía contemporánea nos brinda una
alternativa descorazonadora: o bien nos revela que las verdades no son
nada más que ilusiones antiguas que han perdido su conciencia de serlo
-Nietzsche-, o bien la entiende como una evidencia que se va velando y
oscureciendo durante su propio descubrimiento -Heidegger-. La verdad
ya no coincide con las cosas sino con un proceso ininterrumpido de ocul­
tación y retroceso. El sinsentido se convierte fatalmente, según este desti­
no, en el desenlace de cada sentido posible. Observadas desde este ángulo
de imposibilidad, la ciencia y Ja metafísica confluyen en la persecución de
unos objetivos que nos dan lo mejor de sí mismos en la medida en que se
escapan. El conocimiento actual, más que consistir en un camino hacia el
conocimiento, se ha convertido en un acceso costoso a lo desconocido.
En otros tiempos no se podía ser impuro o inmoral y al mismo tiem­
po conocer la verdad. El rufián no alcanzaba ese conocimiento. Ahora, por
el contrario, cualquier golfo puede encarnar la sabiduría más acreditada. El
sujeto moral y el sujeto de saber han dejado de coincidir. Hoy hasta el más
canalla puede llegar a ser un sabio, un artista o un escritor de talento.
4.5.05

132 De locos. dioses. deseos y costumbres


Estrés hídrico

El cuerpo es agua casi en su totalidad. Esto nos lo enseñaban de oequeños


en el colegio, a veces con tanta insistencia que entraba miedo a evaporarse
o a escurrirse como caldo si sudábamos en el recreo. Tampoco era raro
imaginar que estábamos en riesgo de desaparecer cuando íbamos a mear.
Junto a esta fantasía infantil, a ese miedo a licuarse en cualquier cir­
cunstancia, se alza el temor adulto a enfermar por deshidratación al no
poder incorporar a tiempo la cantidad de líquido necesaria. Es notorio,
hoy en día, que frente a quienes ven en el problema energético el motivo
de los conflictos futuros, se alzan otros analistas que eligen el agua como
causa de las luchas que nos aguardan. Un sentimiento de falta de agua nos
embarga. Está presente en nosotros no sólo de modo ocasional, en tiem­
pos de sequía, cuando la necesidad se vuelve amenazante, sino que desde
hace algunos años lo hace en todo momento y circunstancia.
Buena prueba de ello es que, hasta en las épocas más lluviosas, no es
raro ver a las personas pasear con su botellita de agua, o disponerla en la
mesa de trabajo como si fuera un tintero mental que impidiera a las ideas
escampar. No se trata, con este gesto ya habitual, de coger la bota bien llena
cuando se va de verbena, ni la cantimplora cuando salimos de excursión
por caminos deshabitados. Es una suerte de necesidad nueva, innecesaria
y fóbica, que parece ser síntoma inequívoco de que el progreso tecnológico
va a ser capaz de proveernos de todo menos de lo más elemental.

De locos, dioses, deseos y costumbres 133


En mi reciente visita a una bodega de postín, me explicaron que todos
los días se mide el estrés hídrico de la planta. Se analiza la hoja para saber si
le falta agua y dársela gota a gota cuando, a juicio del viticultor, lo pide con
la savia requemada. Sin duda, este estrés hídrico ha llegado también a noso­
tros. Cómo, cuándo y cuánta agua hay que beber es ya una pregunta moral,
y no sólo higiénica, que incrementa su voz e intensidad mientras nos vamos
asustando con la idea de que el mundo se quema y reseca sin parar.
El desierto avanza, se nos dice, mientras los mares, paradójicamente
y de modo amenazador, crecen sin cesar. Sin embargo, no hay que olvidar
que provenimos del agua del mar, y quizá por ese motivo nos gusta tanto
contemplarle, sintiendo en su presencia una suerte de nostalgia, misterio y
tranquilidad. A quien dude de este origen, hay que recordarle algunas hue­
llas indelebles que ha dejado en nuestra naturaleza. Ferenczi, un célebre
psicoanalista húngaro de la primera generación freudiana, llegó a pensar
que a nuestra procedencia marina se debe que las reglas de las mujeres du­
ren lo mismo que los ciclos combinados de las mareas y la Luna. Y añadió
asimismo la idea, entre peregrina y reveladora de la higiene de la época,
que también a su elemento oceánico hay que atribuir el olor «Como a pes­
cado» que, según el olfato del autor, desprenden los órganos sexuales de
las féminas. El libro, que trata precisamente sobre los orígenes de la vida
sexual, se llama Thalasa, por si alguno siente curiosidad por estos temas.
Como quiera que sea, cada vez hay menos agua corriente y más agua
salada. No es de extrañar, por lo tanto, que surja el hábito de llevar con
nosotros. agua potable para evitar ese estrés hídrico que nos amenaza. A
no �er que, con esta moda, anticipemos inconscientemente un cambio de
mayor alcance, algo de lo que sólo nos percatamos por algunas costum­
bres innecesarias del tipo de la botellita que nos acompaña. Quizá, en el
fondo, asistimos al final de un proceso en la evolución de la especie y poco
a poco nos vamos preparando, como en tiempos remotos, para ser criatu­
ras acuáticas.
7.10.06

13 4 L>e lcxos. dioses, deseos y costumbres


Fascis1no

El fascismo no es un suceso que sobrevenga por casualidad o qué crezca de


la nada. Es algo potencial, implícito en cada uno de nosotros, agazapado
en el seno de toda sociedad.
Las tiranías son enfermedades de los pueblos no desarrollados, pero
el fascismo es la enfermedad política de la democracia. El fascismo se vota.
El fascismo consta de dos elementos principales: el voto y el silencio que
.
le acompaña. Primero se vota a favor de quien promete orden y autoridad;
sin saber muy bien por qué, en general por una secreta nostalgia que pro­
viene de lo más oscuro del alma. Después ya sólo hace falta mirar hacia
otro lado y callar: seguir yendo al médico, al cine, a pasear.
El fascismo es universal. No es propio de una raza o de un pueblo. Es algo
inherente al hombre y a las naciones. Es la mezcla explosiva de un sentimiento
turbio y la realidad de una nación. Por lo tanto, ya tenemos un tercer compo­
nente, un elemento más: necesitamos un voto, un silencio y una idea nacionai.
Cuando alguien se siente de una nación es porque se cree elegido. En
caso contrario le basta con sentirse de algún sitio. Pero no es nada fácil con­
tentarse con ser de cualquier lugar. Se ansía una raíz que calme el hambre
de superioridad. La nación es una idea muy cómoda para creerse alguien en
nombre del Estado, del municipio, del barrio o de la comunidad. Un alguien
suficiente para enfrentarnos con quien sea por una cuestión local.
Es muy difícil no sentirse de una nación, pero es algo demasiado fácil
de negar. Los nacionalismos son temibles, pero la ahrmación de no na-

De loco�. dioses, de.seos y costumbres 135


cionalismo también. A veces se es nacionalista sin saberlo. Por ello es tan
peligroso ser antinacionalista. Peligroso y sospechoso. Puede ser un sen­
timiento sincero, defensivo, necesario para contrarrestar la tontería más
peligrosa que existe, que es la nacional. Pero también puede ser la reacción
exasperada de quien Je ha venido muy bien no ser nacionalista mientras
nadie lo confesaba, o no se alentaba, o se prohibía serlo. No es muy preciso
decir que hay que tolerar el nacionalismo. Ni tampoco lo es la osadía de
combatirlo. Hay que aguantarlo y vigilarlo. Ahora y siempre. Es una tarea
inacabable, como la democracia o como el hombre.
El nacionalismo, igual que el fascismo, antes que enfermedades polí­
ticas son enfermedades del hombre. No son sólo dolencias políticas que se
combaten con programas políticos. Son afecciones del deseo de poder de
los hombres. El deseo es el cuarto elemento del delito: un voto, un silencio,
una nación, un deseo.
La estructura de la democracia formal ya no es suficiente para neutrali­
zar el fascismo, porque la democracia no apaga algunos deseos: como los de
vencer, medrar o ganar, por poner algunos ejemplos de dominio, distinción y
propiedad. Al revés, la democracia los incita. Los necesita para funcionar. El
antídoto más eficaz del fascismo seria, entonces, una educación de los deseos.
Pero el deseo es algo muy difícil de educar. Seria necesaria la Educación, esto
es, la imposibilidad. Algo que apagara los microfascismos que generamos a
nuestro alrededor y que expulsara al fascista que habita en nuestro interior.
Todos llevamos un fascista inscrito en el cuerpo. El cuerpo es poten­
cialmente fascista. Es un organismo con miedo. Posee un silencio muy
particular, pero cuando habla el resultado es aún peor. Es mal asunto que
hable el cuerpo, por su regusto de autoridad. Hay que hablar a través del
cuerpo, pasando las palabras por su filtro de razón, pero no hay que hablar
con el cuerpo.
El cuerpo es el quinto elemento. Un voto, un silencio, una nación, un
deseo y un cuerpo. Este es el Pentateuco moderno del totalitarismo. Los
cinco libros de la Verdad.

De locos, dio�es, deseos y costumbres


Fatuo

No puede olvidarse que a principios de siglo pasado aún se diagnosticaba


de fatuidad a algunos perturbados. Por desgracia, el positivismo ha acaba­
do con este tipo de diagnósticos tan literarios, que no entrañan en sí mis­
mos una enfermedad, al menos bajo el rígido sentido hoy en boga, pero que
reflejan perfectamente las aristas morales de la locura. No obstante, con­
vendría de cuando en cuando echar mano de esa vieja sabiduría de raíces
clásicas, fácilmente referible a los Caracteres de Teofrasto, para dar cuenta
de los desvaríos de nuestro entorno. No es impensable que, para desen­
volvernos clínicamente en ese manicomio común que es la calle, haya de
sernos más útil el contenido de ese libro escrito por un nativo de Lesbos,
en torno al año 350 antes de Cristo, que cualquier tratado de psiquiatría
más o menos sustancioso. Como prueba irrefutable de que la moral es un
valor que escapa a la noción de progreso, al menos si se mide el avance en
unidades temporales de dos mil trescientos cincuenta y tres años, basta
leer los capítulos dedicados por el polígrafo griego a la desvergüenza, la
altanería y la impertinencia.
Hay personas que son fatuas y otras que sufren ataques fortuitos de
fatuidad. Entre estas últimas, unas se recuperan de la crisis y otras, como
sucede con cualquier otra perturbación, no convalecen jamás. Esto se nos
alcanza a todos, pues quien más quien menos conoce a algunos sujetos
cuya jactanciosa vida se remonta a la infancia, y también sabe de otros,
en cambio, que sufrieron repentinamente un ascenso de ufanía del que

De locos, dioses, deseos y costumbres 1 37


o descendieron de nuevo o quedaron nimbados para siempre. Los goces
vanidosos producen a veces un éxtasis tan divino que quien le disfruta re­
nuncia en lo sucesivo a volver a codearse con la humanidad.
Sin embargo, el fatuo no es un simple engreído. Los engreídos son tan
sólo hijos de la cruel adulación de la niñez que todos sufrimos. Niños mi­
mosos que con cuatro perras creen ser dueños de los tesoros de Alí Babá,
o que, con más perras, olvidan que nunca conviene ser más listos de lo
necesario, pues la mucha estrategia y la suma listeza empachan la realidad.
Engreído es quien ignora que la fama y la gloria genuinas a veces llegan tras
la senda, simple y escueta, seguida por Montaigne: «Por mi parte, llevaré
siempre una vida apagada, oscura y muda».
La fatuidad, en cambio, es un agigantamiento del vacío. La dignidad
filosófica de los ideales transformada, por obra de cualquier petimetre, en
algo fofo, vacuo y deshabitado. Y como no hay nada dentro de esa pompa,
los fatuos se convierten en un peligro. Son delirantes sin delirio. Megalóma­
nos de la simple realidad, por lo que escapan fácilmente a la lógica de los
diagnósticos. El vacío les vuelve transparentes para la clínica, que o no los
detecta o si lo hace no posee términos al uso para describirlos. Una prueba
de peso sobre su escurridiza realidad es que cuando alguien nos pregunta
sobre qué le pasa a fulanito, que parece haberse vuelto loco, y no sabemos
dónde encasillarle en nuestro manual, seguramente acertemos si contesta­
mos que se trata o de un necio o de un fatuo. El tiempo nos dará casi siempre
la razón sobre uno de estos títulos, eso si no lo hace de los dos.
Fatuo es quien consigue rebajar la legitimidad de la apariencia a la ca­
tegoría de espectáculo. Y como hoy sólo es verdadero lo que limita con lo
espectacular, el fatuo ha encontrado el terreno perfecto y el momento his­
tórico más apropiado, así que no lo va a desaprovechar. Lo doloroso para
todos es que en el vacío no cabe nada salvo, con permiso de Leibniz y de
Epicuro, la sombra humeante del falo, la desvergüenza y el envilecimiento
de la verdad.

138 De locos. dioses. deseos y costumbres

------- · - ··· -
La autoestima

En otros tiempos, se temían mucho más los excesos del orgullo y la va­
nidad que sus desvanecimientos casuales. Todos los tratados antiguos de
ética están repletos de amonestaciones dirigidas a codiciosos, altaneros,
entrometidos, desvergonzados o vanidosos. La altivez y la jactancia eran
las piedras tradicionales donde el hombre tropezaba y donde volvía a caer
en cuanto el descuido le ganaba. Se hablaba, entonces, de la necesidad de
prudencia y mesura en la ponderación de cada uno. Mansedumbre, recti­
tud y pudor intentaban contraponerse al exceso pasional que conducía por
todos los caminos a la soberbia. Tan seguro era el aprecio de uno mismo
que hasta los Profetas no encontraron otra medida de nuestro amor a Dios
que proponer su elevación hasta el nivel del amor que cada uno se profesa.
Ahora las cosas parecen muy distintas. Dice un proverbio árabe que
un hombre se parece más a su tiempo que a su padre, y hoy nos toca pa­
recernos a un tiempo en el que se corrige más a los que se subestiman que
a los que se idolatran. Se pasa por alto la pompa de cualquier memo o el
divismo de quien farolea como un bajá, pero se acude corriendo a socorrer
a quien confiesa estar bajo de autoestima. Basta que uno reconozca -e in­
cluso alardee- que tiene la autoestima por el piso, para que se le proponga
una escolta de psicólogos que le animen y abastezcan de merecimiento.
Conviene, sin embargo, que la mirada clínica se muestre de vez en
cuando algo severa con las cosas corrientes. Si no por responder a su vo­
cación de aguafiestas de la cultura, al menos para dejarnos llevar por cierta

De locos, dioses. deseos y costumbres 139


nostalgia de la antigua bota paterna frente a la permisividad, el proteccio­
nismo y el infantilismo actual, que casi resultan irreverentes con el decoro
debido a los hombres. Y sin necesidad de volver del revés el proverbio ára­
be, conviene destacar también la semejanza de los tiempos con los padres.
Porque, qué es hoy un padre o una madre si temen causar todo tipo de trau­
mas irreversibles con sólo levantar la voz. Qué queda de un padre cuando
interfiere en la escuela, cuando acompaña al tenista, al torero oºal estudiante
en su profesión, o cuando propone asistencia psicológica si el hijo renuncia
a quererse un rato. Eso si no acaba, finalmente, promoviendo ese ridículo
que en esencia constituye una asociación de padres, institución que con
seguridad ha bajado un grado la dignidad de todos los ciudadanos.
Se ha vuelto habitual la estrategia algo hipócrita de vender falsas ne­
cesidades. La dispensa de ayuda estimatoria es a menudo una de ellas. De
seguir así, pronto exigiremos apoyo psicológico en los tanatorios, en las
oficinas de empleo, en los estadios los días de derrota o en los hoteles vera­
niegos si amanece nublado. De momento, ya es habitual que se entrometa
en las catástrofes para resaltar la buena respuesta de las administraciones,
sin saber qué diablos pueden hacer allí los psicólogos si no es dejar en paz
a los pobres afectados para que se recuperen sin llenarles de consejos y
afusiones.
Amor propio se hacía llamar antes lo que hoy nombramos autoes­
tima. Y por lo que se ve, las palabras no son banales. Porque en el amor
propio palpita el esfuerzo, la responsabilidad, la presencia de espíritu, el
sentimiento saludable de que cada uno es coautor de su propia vida, mien­
tras que en la susodicha autoestima todo suena a remilgo, derechos, alinea­
ción, halago y dejación de obligaciones. Así las cosas, no hay duda sobre
la conveniencia no ya de que la autoestima baje sino que desaparezca del
todo. Volvamos al amor propio antes de que la Naturaleza nos desestime
a nosotros.
12.10.02

140 De locos. dioses, deseos y costumbres


Manual de instrucciones

Me cuentan que en Calgary, capital de Alberta, los servicios de salud men­


tal han puesto en marcha un manual de instrucciones donde cualquiera
puede encontrar la solución a sus dolencias sentimentales. El programa
parece coherente. Dramáticamente oportuno, además, dadas las nuevas
formas que adopta la demanda psicológica. Porque, entre los usuarios de
nuestras consultas, cada vez se encuentran menos consultantes dignos
de ser llamados pacientes. La mayoría no padecen ninguna enfermedad
o equivalente psicológico, más bien se trata de gentes que se encuentran
desorientadas, desconcertadas ante las tareas más naturales de la vida.
Personas tan acostumbradas a encontrar todo indicado que necesitan ir al
médico o al psicólogo cuando surge algo no programado.
El gobierno canadiense ha estado atento y nos ha puesto en la pista
de una solución oportuna para acabar con las colas y la acumulación de
clientes, pero ha dado un paso que puede llevarnos por caminos insospe­
chados. De modo que, si antes de ir a la consulta, el usuario puede buscar
en un manual el lance que le aprieta y encontrar el consejo que anda bus­
cando, ahorrará sin duda mucho tiempo al sufrido experto -con frecuen­
cia tanto o más desorientado-, que se limitará a dar respuesta a los casos
más complejos y a atender, por fin, a los verdaderamente enfermos. Sin
embargo, también es probable que a la larga el método de Calgary incre­
mente nuestro aturullamiento, casi seguro que por reducir la persona a un
simple esquema y equivocar el modelo.

De locos, dioses, deseos y costumbres 141


Ya en su momento original, y para asumir su condición antropológi­
ca, el hombre perdió ese faro exacto de los instintos que gobierna con pre­
cisión la vida de los animales. Mientras que en el presente, para acceder a la
modernidad tardía que le convierte de ciudadano en simple consumidor,
está en trance de perder su capacidad de adaptación y el sentido común
que orientaba su conducta. Cada vez aprecia más los ejemplos fáciles que
le proporciona la televisión, con sus series llenas de caricaturas humanas y
personajes planos. Y, por si fuera poco, ahora va a disponer de una catálo­
go donde figurarán las pautas a seguir con amigos, compañeros y parien­
tes. Alguien, por fin, va a proporcionarle un vademécum fácil donde, bajo
el fulgor de lo unívoco, desaparezca la sustancial contradicción de la vida,
la aventura permanente en que consiste desear y distinguir. En lo sucesivo,
va a contar con un recetario que le facilitará las pautas necesarias para sa­
lir de todos los apuros y le proveerá de un glosario sencillo que le oriente
sobre los ajustes necesarios. Un manual que, en último extremo, incluya
una función de autodiagnóstico y una información, en las páginas finales,
sobre la corrección de los fallos más frecuentes.
No obstante, y por fortuna, aún existen personas que desprecian los
manuales de instrucciones y que cuentan por encima de todo con su intui­
ción para hacer funcionar el paradójico aparato de la vida que llamamos
personalidad. En ellos debemos confiar. Quizá mucho más que en los pro­
fesionales de la psiquiatría que, contagiados por el sentir general, dan cada
vez más credibilidad a infernales protocolos que les sirven de modelo de
actuación donde pretenden compendiar toda su tarea doctoral. Allí no se
les enseña a saber sino a reaccionar. En vez de sentarse cara a cara con sus
pacientes, en vez de animarles al gigantesco riesgo de hablar, para el que se
supone se preparan, se les ofrece un árbol de decisiones a cumplimentar.
Por esta inclinación común, a pacientes y médicos, no es gratuito sospe­
char que el hombre de Calgary será pronto el ejemplar más evolucionado de
la tribu mental.
21.1.06

142 De locos. dioses. deseos y costumbres

1

La experiencia

Hasta no hace mucho los ancianos eran un ejemplo de vida. Un espejo don­
de los hombres se miraban para encontrar su camino y regular el diseño de
esa obra maestra que es vivir. La experiencia ejercía de piloto y a todos nos
parecía conveniente atender a su imagen y a los comentarios de su sabidu­
ría. Hoy, en cambio, desde hace relativamente poco, este modelo vacila y la
experiencia puede enjuiciarse como una carga, más que como una garantía.
Bajo ella, en vez de luz, creación y vigor, se observa fatiga, resignación, sin­
sabor, torpeza. Ahora un hombre mayor, aunque conserve plenamente su
inteligencia y dé muestras de estar en la plenitud de su saber, puede resultar
un estorbo, un obstáculo ante el arrollador paso de lo nuevo. El cambio más
radical que se observa entre antiguos y modernos reside en esa inversión
del ejemplo. Ya no enseñan los viejos. Son los jóvenes con su insolencia los
propietarios de las ocurrencias, el placer y la prisa, los ingredientes hoy más
naturales para el pensamiento. Como dueños de la razón y del deseo llevan
el mundo a la carrera y sólo miran ante sí. Bien es verdad que la fuerza anti­
gua de los ancianos residía quizá en que llegaban a viejos con cuentagotas,
mientras que hoy son el grueso de la población. Montaigne, a finales del
XVI, aún escribía que «morir de vejez constituye una muerte excepcional,
singular y extraordinaria y mucho menos natural que las otras».
Pero hoy las cosas son tan confusas y reversibles que el desdén por la
senectud pudiera ser un simple espejismo, algo que únicamente afecta a
la superficie de la sociedad. Pues quizá este desprecio por los sedimentos

De lo,os, dioi;es, deseos y costumbres 143


de Ja experiencia sólo se aplique a los resquicios del sistema. Vemos, por
ejemplo, que allí donde descansa realmente el poder, en la dirección de los
grandes negocios bancarios, los vetustos personajes siguen siendo manda­
mases exclusivos que funcionan como un consejo de ancianos en la más
pura tradición, mientras que se reserva a un excitado joven la tarea menor
de afanarse en el parquet bursátil buscando inversiones con toda rapidez.
Por otra parte, tanto a jóvenes como a viejos se les ofrecen hoy en día
alternativas muy contradictorias y desconcertantes. Unas veces vemos, sin
ir más lejos, que en algunas profesiones se prolonga oficialmente la edad
de la jubilación hasta casi límites desaconsejables, mientras que en otras
se jubila a adultos en plena vitalidad y se los deposita ociosos en la calle.
Al mismo tiempo, y aunque se los rechaza por haber perdido la juventud,
único valor que hoy cotiza al alza, es frecuente que a los ancianos se les im­
buya el deseo de comportarse neciamente como jovenzuelos. No es raro
encontrar a grupos de ancianos sometidos a una actividad recreativa des­
medida, financiada incluso por la Administración y dirigida por un anima­
dor profesional que pretende emular la mocedad en todos sus actos. Casi
como si debieran divertirse a la fuerza olvidando las lógicas limitaciones
de los años. Resulta conveniente para la ocasión recordar un cometario
que Diderot, sin saber lo que se avecinaba, dirigió a su mujer en 1773: «Nada
hay de peor gusto que una vejez agitada. El alma del anciano ha de estar
sentada en su cuerpo como su cuerpo en su gran sillón. El alma, el cuerpo
y el gran sillón conforman entonces una máquina bella y unitaria».
9.11.02

144 De locos. dioses. deseos y costumbres


La puntualidad

La puntualidad de las personas no es signo sustancial de nada. 'En gene­


ral, agradecemos la puntualidad que la gente nos dispensa y la aceptamos
como un signo de respeto y consideración, pero no debemos confiar mu­
cho en ese gesto en apariencia conciliador. También cabe mucha violencia
en el detalle del interlocutor puntual, que puede esconder tanta agresión
como la que quizá exista en quien siempre se retrasa. De hecho, algunos
llegan rigurosamente a la hora por razones que tienen más que ver con su
egolatría que con ningún miramiento. Llegan en punto más que nada por­
que parecen quedar con ellos mismos antes que con otro.
No es infrecuente encontrar mucha rabia y exigencia en quien nos
castiga con su puntualidad. Máxime, si se trata de los que llegan puntual­
mente retrasados, siempre con la misma dilación, exhibiendo con su juego
una provocativa exactitud que nos irrita y desconcierta. Las gentes forma­
les, exactas y convenientes suelen resultar muy adustas. Bajo su oficiosi­
dad ocultan a menudo una reprimenda muda e impotente que nos hace
odiarles casi sin razón. O quizá con buenas razones, porqt.Je intuimos que
bajo su celo hay más desprecio y desaire que segura lealtad.
Si este asunto de la puntualidad nos compromete es porque todos los
encuentros están sujetos a una baza temporal. Se sostienen bajo dos posi­
bilidades cronológicas: la cita y el azar. Al azar, en principio, le confiamos
buena parte de los sucesos agradables que nos suceden. Los amantes, por
ejemplo, siempre se refieren a algo ocasional, a una coincidencia que pro-

De locos. díoses, deseos y costumbres 145


vidcncialmente les reúne, y que a veces les destroza, claro está. En cambio,
las citas no nos remiten al presente sino a la dimensión longitudinal del
tiempo, donde ya interviene la espera y con ella la esperanza, la desilusión
y la rivalidad. Bien parece que, mientras vivimos en un presente intenso,
lo más gozoso viene hacia nosotros de una forma gratuita, en tanto que
el resto de los favores de la vida se muestran atados al pasado y al futuro,
es decir, a la lógica del esfuerzo. Ahora bien, en realiélad no hay que creer
mucho en el azar, porque el presente estricto no nos pertenece. La flecha
del deseo, que nos ensarta en su dardo desde que nacemos, nos tensa entre
la firmeza del recuerdo y el imprevisible porvenir, haciendo del presente
un sombrajo de vida que se nos escapa. El delirio es, precisamente, el pre­
cio que el hombre tiene que pagar por un presente perfecto. En realidad,
.sólo los psicóticos son dueños del instante. Entrampados en el gozo, como
ningún ser humano lo está, los psicóticos viven armonizando la dicha de
lo inmediato con la desesperación de la soledad. pues excluidos del tiempo
del deseo no pueden encontrarse con nadie, ni citándose ni por casualidad.
En la psicosis todo es exacto pero nunca puntual, dado que la puntualidad
sólo se da con alguien a quien a veces hay que esperar. En el psicótico ni
hay espera ni coincidencia ni aburrimiento, a lo más existen presentes que
se suceden al margen de cualquier anudamiento temporal.
Los menos locos, entretanto, tenemos que quedar entre nosotros y
pujar por una cita que corrija el abandono, disponiéndonos así para ser
recibidos o desalojados por el tiempo del otro. De este modo, quedamos
tan expuestos a su retraso como a su puntualidad, pues ambos, indistinta­
mente, pueden ser tan afectuosos como desdeñosos. La puntualidad, mal
que les pese a los que se sienten serios y sinceros, no es signo de nada. La
paciencia, por el contrario, es signo de casi todo. Si fuera cierto, como dijo
Kafka, que la paciencia es la clave de cualquier situación, tan pacientes ha­
bría que ser con los que llegan puntuales como con los que tardan.

De locos. dioses, deseos y costumbres


La salud

Dice un viejo proverbio que la salud es un estado precario del hombre que
no promete nada bueno. La máxima, además de irónica, tiene miga pues la
salud, siendo tan deseada, no deja también de ser temida.
El caso es que no todo el mundo vive la salud de modo natural, sin
sentirla, ocupando ese lugar que sólo apreciamos cuando de repente se
ausenta, la echamos de menos y largamos aquello de «no sabía lo que te­
nía». Sin embargo, este estado de supina indiferencia ante el propio bien­
estar preocupa a los defensores de la profilaxis y la medicina preventiva,
quienes en su celo llegan a considerarla como una despreocupación ilusa.
Puede que lo hagan con más de una razón científica, pero su admonición
no pocas veces es aprovechada por quienes demuestran esa intolerancia
rufianesca y enconada que sienten muchos ante la felicidad ajena. Si algo
atenta de verdad contra la línea de flotación de la convivencia, aparte de las
tonterías de la religión, el delirio nacionalista y la ambición de riqueza, es
el sórdido rencor que puede llegar a despertar el placer de los que nos ro­
dean. Los sentimientos más turbios y revueltos, las emociones de envidia
más ensoberbecida y ciega, construyen en este dominio su insólita finca de
intolerancia y fiereza.
Sin embargo, no son pocos los que, a diferencia del feliz distraído, viven
la salud como una preocupación candente antes que como una dicha sabro­
sa. Esa población angustiada podemos subdividirla en dos tipos. El primero
está constituido por todos aquellos que cuidan de su salud como si consis-

De locos. dios�·),, des�os y costumbres 147


tiera realmente en un malestar, y en vez de aprovecharla con generosidad la
protegen sin tregua, más preocupados por la posibilidad de perderla que de
disfrutarla. Este grupo de higienistas de sí mismos, que rozan el puritanismo
físico, se ha convertido en un batallón de consumidores de mil productos
que les prometen una salud sostenible. Tan exagerado mimo, por otra parte,
viene a ser fiel reflejo de todos aquellos que, con ánimo CO!ltrario, viven el
cuerpo con desprecio, sin cuidado, despilfarrando su lozánía.
El segundo tipo de angustiados es más delicado. Lo constituye un sin­
número de personas que prefieren sentirse enfermos imaginarios antes
que sujetos sanos, o que aprovechan cualquier síntoma como una excusa
providencial para sacar provecho a su situación. Y se lo proponen ya sea
para buscar compasión o para alardear estúpidamente de su dolor, demos­
trando de esta suerte que a la hora de vanagloriarse uno puede hacerlo has­
ta con lo peor. Así las cosas, bien parece que algunos prefieren convivir con
una falsa enfermedad, como si la exorcizaran a fuerza de representársela
sin descanso, o como si por sentirse enfermos lograran un salvoconduc­
to de incipiente eternidad. Mientras que, los otros, menos imaginativos,
aprovechan cualquier alifafe, fútil pero real. para ocupar su vida con mil
preocupaciones sobre el origen de su molestia, hasta hacer del discurso un
monólogo de males con el que se revisten de una insólita aristocracia que
emana de la enfermedad.
Es sorprendente, y forma parte de las cosas más curiosas que nos
acontecen, que las enfermedades nos procuren reconocimiento y un pro­
tagonismo gratuito. Quizá suceda como anticipo de las honras fúnebres
que a todos, sin distinción, nos concede la muerte cuando ya difuntos los
deudos nos otorgan esa breve celebridad. Sin embargo, el hecho es tan lla­
mativo como universal. Algunas tribus del Congo -lo cuenta Gide en el
relato de su viaje- al salir de una grave dolencia cambian inmediatamente
de nombre, como si hubieran agotado la anterior personalidad.
18.11.06

De locos. díoses, deseos v costumbres


,
Los políticos y las políticas

De un tiempo a esta parte, algunos agentes sociales han propuesto epo­


peyas de igualdad tan absurdas como incomparables. Sin ir más lejos, esa
tan en boga que sugiere normas para corregir la supuesta falta de repre­
sentación verbal de las mujeres. Bajo la denuncia de un uso androcéntrico
del lenguaje, sostienen que utilizar el masculino plural para referirse a los
dos sexos deja a la mujer en segundo lugar aunque gramaticalmente sea
correcto. Aboga, entonces, por emplear a la vez el masculino y el femeni­
no, cuando se represente a grupos mixtos, para evitar hábitos excluyentes,
en el convencimiento de que decir sistemáticamente hombres y mujeres,
ciudadanos y ciudadanas, niños y niñas, padres y madres, no incurre en
duplicidad ni repetición pues designa cosas tan distintas como cuando de­
cimos azul y verde.
La idea es curiosa y en principio plausible, pero enseguida nos asaltan
varias dudas impertinentes. La primera sobre si no resultaría más conve­
niente inventar palabras nuevas allí donde no exista el genérico salvífico y
previsor, ese divino término que como en el caso del vecindario, el alum­
nado o el profesorado, supera el discriminador uso del plural masculino,
los vecinos, Jos alumnos o los profesores, giros que al parecer de algunos
subordinan en una ultrajante dependencia lingüística a las mujeres. Esto
insinuado tan sólo con el ánimo de no alargar en exceso las frases, pues
la brevedad suele ser más precisa y la precisión, como quiso Pessoa, es la
•lujuria del pensamiento». Algo muy agradable de sentir en la cabeza.

De locos, dioses, deseos y costumbres 1 49


Lógicamente, el sustantivo hombre es uno de los más atacados en esta
cruzada de la simetría y la equidistancia, pues a su juicio esa palabra nunca
puede representar a una mujer, así venga disfrazada en un plural contem­
porizador. Por otra parte, forjar una nueva palabra, como decía, no está al
alcance de cualquiera y las soluciones neutras no son de momento apli­
cables: los hombros no nos sirve pues ya está ocupado, y algo así como los
mujeros nos resulta aún malsonante. De hecho, los más convencidos de la
necesidad emplean persona o humano, apelando al genérico, pero aún deben
andar algo confundidos si atendemos a la frecuencia con que redundan
en lo de «persona humana», una repetición aún menos lujuriosa que la de
«ciudadanos y ciudadanas».
Otra duda descansa en la sospecha de que el exceso de celo en resol­
ver una asimetría puede introducir otra más sutil. Este es el caso de un
eslogan de la última campaña electoral que repetía aburridamente aquello
tan ingenioso de «todos y todas», colando subrepticiamente un orden je­
rárquico muy molesto, pues algunos y algunas podríamos haber preferido
otra disposición, la de «todas y todos», aun a riesgo de haber caído en una
despectiva galantería. Hasta hace unos años, antes de preocuparnos por
estas pamplinas, sólo el conferenciante se permitía iniciar su discurso con
la cortés duplicación de «señoras y señores», pero, eso sí, anteponiendo el
femenino en su fórmula caballeresca.
No puede olvidarse que las lenguas no se dejan programar ni domesti­
car. Por sí mismas, son perversas, rebeldes, inventivas, gozosas. Antes que
nada, son libres. De hecho, las Academias aprueban unos usos, no los pro­
ponen. Empezar la casa de la igualdad por las palabras del tejado no parece
el camino más correcto. Las palabras no son exactas y su sentido también
proviene del contexto. Cuando realmente se logre la igualdad social entre
los sexos, las palabras apropiadas vendrán solas sin necesidad de progra­
marlas. Sin políticos ni políticas. Sin proyectos.
14.6.03

150 De kKOS. dioses. deseos r costumbres


No tengo tiempo

Pocas expresiones ganan en violencia a ésta en apariencia tan sencilla y


sincera. Pocas son capaces de mostrar tan descarnadamente tanto poder
de exclusión. Cuando alguien al que pedimos algo nos contesta que no tie­
ne tiempo, no nos está diciendo sin más que tengamos paciencia porque
está ocupado, sino que nos anuncia, con sintaxis fría y neutra, que nunca
perderá el tiempo por nuestra causa. La frase no promete una espera ni
anuncia mejor ocasión. No dice «ahora no puedo» o « has elegido el peor
momento». Dice algo más fatal y definitivo, dice que ni cabemos en su de­
seo ni tiene ningún interés en hacernos un hueco. Sostiene lo más tene­
broso que nos amenaza, pues nos aleja, en definitiva, de la temporalidad
de los demás, que es la única morada acogedora a la que el hombre puede
aspirar. Si el otro no nos entreteje en su tiempo poco nos cabe esperar,
salvo el peor de los castigos, el exilio interno, una forma de destierro que
no deporta a un lugar solitario y alejado del mundo sino a la soledad en
compañía de quienes nos rodean. Probablemente. este destino sea el más
inhumano de todos, el dolor que empalidece el resto de los sufrimientos.
Una herida incurable abierta en el corazón de eso que, con exceso de pala­
bra, llamamos amistad o amor.
La frase tiene muchos más usos pero todos parecen igualmente diabó­
licos. O, al menos, tramposos. Porque esta fórmula también es muy usual
en el diálogo que uno mantiene consigo mismo. Hay gente que siempre se
está quejando de que no tiene tiempo, ya sea para ocuparse de su persona o

De locos, dioses, deseos y costumbres 151


para llevar a cabo lo que supuestamente le atrae. Sin duda, el personaje nos
es muy familiar y a lo largo del día cualquiera de nosotros podría reunir un
buen grupo de estos presuntos abnegados en no se sabe bien qué otra ocu­
pación. Cuando alguien dice que no tiene tiempo para nada o que no dispo­
ne de tiempo para sí, da la impresión de que se está tratando con la misma
desconsideración con que lo hacía esa persona imaginaria que le negaba
antes su tiempo a la petición. Pues igual que la exclusión que nos dedicaba
con su fatídica frase era peor que un «no quiero», es decir, que la simple pero
hospitalaria negación, también la queja de falta de tiempo arrastra en este
caso mucho autodesprecio. Quien no hace lo que quiere porque no puede,
merece nuestro respeto, pero quien no lo hace por supuesta falta de tiem­
po, nos hace desconfiar de su esfuerzo. Alguna trampa se está haciendo.
Pero también nos incomoda porque la repleta indolencia que demuestra
en el trato para sí se volverá pronto en contra nuestra. Pues, en verdad, en
ese momento quizá empezamos a darnos cuenta de que muchas gentes no
quieren lo que desean y viven sometidas a una profunda incongruencia,
a un germen de infelicidad que cultiva bastante desprecio. Pese a la mala
fama de quienes hacen lo que les da la gana, no cabe esperar nada bueno
de alguien que no hace lo que le apetece. Más vale uno de esos egoístas que
sólo buscan lo que les conviene, que aquellos que nunca coinciden con lo
que quieren, esos mismos que no están dispuestos a cargar ni con el fardo
moral de sus ambiciones ni con la carga material de sus deseos.
Seguramente, esa decisión de no tener tiempo constituye la forma más
pusilánim.e de vivir y es el ala del avestruz que admite cualquier estúpida
justificación. Quien dice no tener tiempo para algo, desea ese algo pero no
está dispuesto a hacer nada por alcanzarlo. Por esa razón, pronto veremos
que se lo exigirá destempladamente a la sociedad, como si tuviera derecho
a un continuo desagravio por emplear su vida a destiempo y volverse tan
reñido con la oportunidad.

152 D e locos. dioses. deseos y costumbres


Te voy a ser sincero

La s1ncendad, mai que nos pese, es una amenaza repelente y vulgat Cuan­
do aigún insolente acude hacia uno blandiendo la frase de marras, «te voy a
ser sincero•, lo primero que hay que hacer es ponerse en guardia. No obs­
tante, como la fórmula mantiene su ascendiente, el ejercicio de esta sospe­
cna merece detenerse en alguna explicación que nunca estará de más.
Los motivos para temer la agresión del súbito francote son varios.
Uno, eiegido entre los más evidentes, porque nos hace pensar que el su­
puesto sincero se cree dueño de la verdad, y esa presunción no conviene
cedérsela a nadie. Sólo los muy ingenuos pueden aceptar con crédula cor­
tesía a quienes vienen con ella por delante, emjpuñando la espada justiciera
dei «te voy a decir la verdad,.. Pues la verdad, aparte de imposible, está de­
masiado bien repartida como para que unos cuantos puedan creer que la
poseen por encima de los demás .
.tn segundo lugar, es inevitable pensar, de quien repentinamente expre­
sa tanta sinceridad, que hasra entonces no contaba con ella salvo para bur­
laria. Y <lado que a ios hombres les medimos mejor por su vida entera que
por u11 momento, ei pasado en estos casos viene a oscurecer de tal modo la
trJnsparenc1a que nos prometen que se despierta pronto nuestro recelo.
Pcr otra parre, ei que acude a sincerarse viene a apoderarse de algo.
A robarJO. rai cuai. No lo duden. Los que se desnudan de los vestidos y
a�aricncias que aciornan y ocuitan lo que cada uno piensa, son asaltadores
de ia inumidaci, iaárones de guante bianco de las conciencias. Todo el que

De locos, dio�s. deseos y costumbres 1 53


se sincera quiere convencerte de algo, adoctrinarte, dirigir tu espíritu. Esta
ecuación es inevitable. Opinando sobre la inocencia, Kierkegaard comen­
taba que no es una perfección que pueda echarse de menos, pues tan pron­
to como se desea ya la hemos perdido. Y algo parecido podemos pensar
de la sinceridad, que cuando se confiesa es porque ya no somos capaces
de contar con ella. Al fin y al cabo, nuestra sinceridad I� juzga el prójimo y
resulta irrelevante el juicio de uno mismo.
De un cínico, en cambio, siempre me fío. Los cínicos tienen mal cartel
desde la Antigüedad, y han sufrido los mismos ataques que los epicúreos.
Estos por defender una moral que, aunque muy severa, ofrecía el placer
como supremo bien, y aquellos por intentar con su desfachatez escapar de
las trampas de la sinceridad. El cínico moderno. en cambio, cree que no
hay otra desnudez más verdadera que la que no se dice, y en caso de que se
cuele en el discurso confía antes en la mitad que en el todo, como sostenía
Gracián. Para e] cínico, la verdad a medias es más sabrosa porque es más
verdadera y no posee tanta vocación de nobleza.
Hoy en día, por poner un ejemplo casi definitivo. no hay promesa ma­
yor de sinceridad que la que emana de los políticos, y todo el mundo con­
viene, incluidos ellos mismos. que Ja política es el terreno por excelencia
de la ocultación, la impostura y. por supuesto, de la crueldad. Los malos
políticos parecen haber perdido la virtud del cinismo y pretenden hacer­
nos comulgar con la moral de los sinceros. Propuesta equivocada porque
en política no conviene ni mentir ni decir la verdad. Sócrates comentó en
su día que .«de existir un Estado de bien se desataría una lucha por no gober­
nar, tal y como la hay ahora por gobernar». Y de vivir hoy entre nosotros,
convendría que el Estado de bien, el del bienestar, sólo podría provenir de
una lucha entre quienes hagan gala de verdades a medias, partidas por la
mitad, sin amedrentar a nadie bajo la amenaza de sinceridad.
6.12.03

1 54 De locos. dioses. deseos y costumbres


Vamos a hablar

Al diálogo le confiamos muchos de nuestros éxitos. Los problemas se re­


suelven hablando, sojemos decir con mucho énfasis y aire circunspecto.
Cuando un obstáculo se interfiere en nuestra convivencia tendemos a pen­
sar que lo mejor es habiarlo y iiegar a algún cipo de acuerdo.
Sin embargo, hablar es n1uy engañoso. En parte porque nos obliga a
escuchar más de lo que estamos dispuestos, pero también porque las pala­
bras son insuficientes y los lenguajes demasiado estrechos para que quepa
en ellos toda la gt!nte. La confusión de lenguajes es una condición del ha­
bla, presente desde nuestras 1nás primitivas y babélicas narraciones. Re­
cordernos que, por su ambición desmedida, Dios condenó a los hombres
a dispersarse y a confundir las lenguas en su destierro. Desde entonces
nunca acertamos enteramente a decir las cosas como queremos y mucho
menos como son. Y peor puede resultar la tortura de escribir, que exige
otra cortesía con la palabra y un equilibrio casi expiatorio de placeres y
dolores. Al fin y al cabo, se sigue macando por defender una lengua o por
itnponerla a Jos demás, confirmándonos que pocas cosas sustanciales han
cambiado desde que se forn1uiara aquel miro intemporal. Las disputas de
la lengua siguen siendo noticia de primera página durante este año exul­
tante de modernidad.
Por otra parte, entre nosotros siempre hay cuestiones de principio que
no estamos dispuestos a discutir ni a cambiar. Ni se llega a hablar exacto,
como dijimos, ni se puede hablar de codo, como ahora reconocemos. Pero

De locos. dioses. deseos y costumbres 155


esto no es debido a la discreción. al respeto a1eno o al deseo de preservar
nuestra intimidad. sino a la exigencia de los límites mudos que imponen la
fe. las idcologlas o los dogmas. Más allá de una raya. que nos define y nos
retrata co1no níngun otro rasgo. no estamos dispuestos a se.guir hablando
de nuestras convicciones más personales. l:.n riRor. hablar es dudar. por lo
que en materia de certezas preterimos perorar o discurs<;ar. que son figuras
que disfrazan bien el silencio, antes que dialo.gar. Traspasada esa línea pre­
forilnos, n1e1or que convivfr. despreciar. Hay cosas en las que se cree y de
las que no se habla casi nunca. salvo con los que cie.gamente las secundan.
y si se discute de ellas es para blandir la espada enseguida. En este aspecto,
las �entes de buen tr&ito son aqueilas que por su habilidad localizan pronto
las zonas de silencio de los de1nás y las respetan sin fastidiar. Somos bue­
nos amigos de aquellos con quienes compartirnos más espacios hablados,
y precisan1ente les perdemos o nos distanciamos de ellos cuando las bur­
bujas de reserva van creciendo.
Ahora bien, quizá la peor experiencia en nuestras conversaciones la
tenga1nos con quien llega nluy seguro y nos propone sin contemplaciones
un cvamos a hablar>, terso y escueto. Pues tamaña reclamación de diálo­
go proviene las más de las veces de sujetos. tan convencidos de sus ideas,
que acuden más dispuestos a convencer que a ceder la parte que les co­
rresponde. Estamos, en estos casos. ante personas tan satisfechas de sí y
tan seguras de su moral y sus afectos que dan por hecho que todo diálogo
concluirá dandoles la razón. Esta experiencia la sufrimos. a menudo con
personas muy religiosas o mu�r dogmáticas. que usan su profesión de fe
para justificar cuanto hacen en nombre de la verdad. Aunque también esta
agreste tórmula forma parte del discurso inten1pestivo y doctrinario de los
más próximos cuando están dispuestos a todo para convencernos de su
realidad. Si hay alguna ocasión en que merece la pena no decir nada quizá
sea ésta la más clara, cuando algún c.'spíritu engreído nos incita a callarnos
con su «vamos a hablar» un poco melifluo y un mucho pretencioso.
23.10.04

De locos. dioses. de.seos y costumbres


Navid ades en ta1nilia

El mundo se reparte entre los que odian la Navidad y los que creen amarla. La
Navidad es el síntoma cristiano de la úunilia. una tos de obl!�aciones y atectos
que se convierte pronto en la carraspera convaleciente de 1a Humamdad .

Cuando ll egan estas fochas se oye una misma queJa en las consuJtas:
•¡Y encima, estos días que llcganh·. No hay dolor que no tenga su raíz en la
familia o, en el mejor <le los casos, su represenraci on. Los dolores, cuando
son estructurales, es decir. de l:arácter casi consttt ucionai. se gestan lenta­
mente en el crisol familiar. Y si son acctdcnrales. provenientes del mtorcu­
nio, acaban escenificri ndose en el seno de las familias. donde dan rienda
suelta al odio y la rabia que acumulan.
las fuerzas que nos unen en famiha son tan fuertes co tno las que nos
dispersa n y nos llaman a la huida. El Uant.o que nos convoca al consuelo
familiar puede tam bién in clinarnos a salir d is parados lo más lejos posible
del latnento original. Unos encucn tr.in en tamiiia el mejor re1ncdio para
sus cuitas y soledades , nlientras que otros se espantan ante la p os ibi lidad
de que entre hermanos, uos y padres la tristeza se vuelva insoportable.
la familia es el yugo de la libertad. La rebeldía evangélica que nos invi­
padre y la madre para segui r a quien nos pron1ete yust icia. vida
ta a dejar al
eterna y caridad, acaba indtándonos a adorar en el pesebre a una humilde
familia. Pero este can1ino de ida y vuelta. este retorno fara! impuesto al
hombre, no es sólo un inal de las rehR iones sino de toda doctrina cono ci ­
da. En su célebre Anti-Edipo, Ddeuze y Guanan nos a ni ma ban a huir del

Dt>. locos, Jin!>e!\, <lcsrn!) ':' costumbres 15 7


psicoanálisis porque esconde la impostura de re-familiarizarnos de modo
continuo, de devolvernos una y otra vez con su interpretación a las can­
dilejas familiares. A la postre, todas las curaciones pasan por estas horcas
caudinas de la familia. Por muy lejos que vayamos a cambiar de aires y
a curarnos de la disnea paterna, las nuevas relaciones que establecemos
tienen siempre como corolario algún tipo de reconcilia�ión. paz, olvido o
ajuste con los progenitores que nos tutelaron.
Pasar las Navidades en familia es como internarse en una clínica emo­
cional donde la religión y las costumbres, siempre inseguras, nos quieren
dar un repaso de fraternidad. Y, como sucede con todos los tratamientos
psicológicos, hay quien los acepta de buen grado. convencido de que esta
apoteosis anual de la parentela es el mejor camino para la felicidad, pero
otros, más lúcidos o más desdichados, huyen de estas terapéuticas como
gato escaldado.
Para muchos la familia suele tener el sabor de los jarabes y los pur­
gantes, así que a duras penas resisten la curación que promete levantarles
la cabeza. Los más resistentes se consuelan diciendo aue lo hacen oor los
. :

niños, por no desilusionarlos, sin darse cuenta que con su gesto no consi­
guen sino prolongar en la progenie la misma prisión que los reduye. o bien
lo hacen percatándose de la martingala pero aceptando que esa repetición
es, entre todas, la menos sangrienta de las ven?anzas.
Quizá no haya solución. Deconstruir la Navidad parece una tarea ti­
tánica. Los más afortunados encogen los hombros y se van de vacacio­
nes, reduciendo al mínimo su contribución a la perpetuación de la nada.
Otros, más torpes o más ingenuos. aceptan una, dos. tres. cuatro y hasta
cinco comidas perfectamente reguladas, llenas de códigos no escritos que
impone la ley oculta de las familias. Bajo su imperio intentan conjurar el
miedo, convencerse de la alegría y disponerse. sordos y ciegos. a la tarea
algo absurda de obedecer, rezar y felicitar las Pascuas.
24.12.05

1 >e lows. (.iíoses. deseos r costumbres


Cuestión de principios

En cuanto uno hace gala de que sus principios puedan ser laxos o ligera­
mente acomodaticios, oirá voces recriminatorias de relativismo y ensegui­
da será acusado de nihilismo o de cualquier otra forma de inmoralidad o
vacío. Todas las corrientes de pensamiento más conservadoras, así como
las tronantes morales eclesiásticas, hacen de este argumento su caballo
de batalla y lo usan como munición principal para alimentar la artillería
acusatoria. Sugerir que tal vez no existan principios absolutamente ina­
movibles en los que fundamentar nuestros juicios, tanto cognoscitivos y
estéticos como morales, o apoyar que los principios a nuestra disposición
son siempre inciertos, es una invitación a ser acusado de oportunismo.
Sin embargo, estos reprobadores incandescentes no se las traen todas
consigo. Pues las verdades doctrinales nunca son evidentes en su enun­
ciado y mucho menos en su servicio. Además, los llamados relativistas no
sostienen sin más el criterio de que todo valga, aunque pongan buena cara
al proverbio que anima a que donde fueres hagas lo que vieres o al dicho
de que todo es del color del cristal con que se mira. A lo sumo, y haciendo
uso de esta holgura, intentan salvarse del provincianismo, de sobrevalorar
las creencias caseras y de embotar la inteligencia en el caldo de las verdades
incontrovertibles. En realidad, la idea de que todo valga sólo identifica al
relativismo absoluto, que en el fondo se opone a la opinión de que cada
cosa vale sólo para un tiempo y para un sitio que defiende el relativismo
más civilizado. Puede que el pritnero sí que conduzca a cierto nihilismo, a

De locos. dioi,es, deseo� y costumbres 15 9


una suerte de entropía espiritual donde la moral muere de muerte térmica
por perder el calor de las diferencias, pues defiende cualquier cosa en todos
los sitios. En cambio, los simpatizantes del relativismo moderado suelen
ser muy firmes y severos en sus principios ocasionales, pero nunca genera­
lizan ni emigran con ellos a otro lugar sin renovarles en lo que sea exigible.
Todo vale, pero cada cosa en su momento y lugar, pod �amos decir frente
al relativismo dogmático.
De este modo, cuando alguien nos pregunta buenamente por nuestros
principios, los más escépticos y relativistas nos vemos ante un molesto com­
promiso. Al carecer de fe y de esos mandatos que evocan el fuefJO, nuestra
conducta carece de fundamento rígido y sólo acierta a guiarse por la respues­
ta que inducimos en el resto. Si los demás no recelan y esperan de nosotros
lo correcto, porque así ha sido lo habitual incluso cuando los compromisos
se volvían más contradictorios y exigentes, la confianza alivia la incertidum­
bre y nos hace pensar que podemos llegar a la verdad moral sin el auxilio de
la religión, ayudados sólo por el ejemplo, la educación y el pensamiento. En
caso contrario, si los demás desconfían, nos descomponemos.
La fortaleza moral no necesita de principios absolutos para mostrar
su solidez. La flaqueza ética no proviene de esa ausencia de principios que
a Jos incrédulos nos induce a flotar entre los hombres sin conocer a ciencia
cierta lo que en cada circunstancia es más correcto. Al revés. ser un hom­
bre de principios firmes pero variables resulta lo más consecuente y serio
para quienes responden de sus decisiones pero cuestionan toda moral es­
crita, sobre .todo cuando cohíbe en forma de mandamientos. Ciudadanos
ajenos a toda moral que aspire a trascender la cultura o la singularidad
social y cambiante de cada sujeto. Politeístas por lo tanto de la vida que.
para evitar la razón paranoica del monoteísmo. eligen cada día un dios
distinto a quien dirigir sus rezos, convencidos de que todos los dioses son
verdaderos.

160 De loco s . dioses, deseos y costumbres


Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

locos

Melancolía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • 15
Sin tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • • • • 17

Gente sin run1bo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . 19

La exactitud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Las palabras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

Avena loca . . . . . . . . . . . . . . .. • . ............ ........... .......... ........ . . 25

El humt> del secreto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

La sospecha es respetable . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

Los estigmas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

La s1mpat·1a
.
,

. . . . . . • . . . . • . . . . • . . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

Desc.oncertados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

Madariaga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

Deformación profesional. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • • . 39

El manicomio .......... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • . • 41
Dioses

Se confiesa poco en esta Autonomía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .45 .

La idea de Dios . . . . . . . . . . . . . . . .47

Sacerdotes y psiquiatras . . . . 49

Los jesuitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

La mirada . . . . . . . . . . . . . . . . . • . . . . 53

Ejercicios espirituales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 .

El profesor Coleman Silk habla del suicidio . .57

Señal de progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .59

Sade . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

La Catedral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. ... .
. . . . . . . . . . . . 63.

Deseos

Agujeros . . . . . . . . . . . . . . . . . • • 67
Amamos sin conocernos. . . 69
Amor imposible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71

Compañías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
El beso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

¿Elástico o espástico? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
Histeria . . . . . .79

La castidad . . . 81

La paciencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
La prontitud del deseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85

Las manos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

Otro deseo . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Síntomas de aburrimiento . . . . . . ... .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91

Eloísa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.• . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . 93

Sólo lo sabes tú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
¡Y todo para acabar pareciéndome a mi padre!. . . . . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Palabras de amor . . . . . . . . . . . . . . . ... . . .. . . . . . . . . . . . . . ......
. . . . . . . . . . . . . . . . 99
Una, ninguna o todas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .... .
. . . . . . . 101

Mamporreros . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . 103

Sin sentido . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. ... ..


. . . . . . 105

Costumbres

La venganza del progreso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109

Ante la vida y la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I JI


Culpa y transparencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
·Que' b uena pareJa 1. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1 .
115

De turista en tu ciudad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

El Catarro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 1 9 .

El río . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . · · · · · . · 121

La barca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
El botellín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 2 5
¡Pues a mí me duele el cuello! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127

Roncadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

El desencanto de la verdad . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . 131
Estrés hídrico . . . . ........
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
. . . . . . .

Fascismo . . . . . . ... . . . ...


. . . . . ...
. . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . 13 5
.

Fatuo. . . . . . . . . . . 137

La autoestima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
.

Manual de instrucciones • • 141

La experiencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
La puntualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
La salud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147

Los políticos y las políticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .... . . . . . .. . .


. . . . . . . .... . . . 149

No tengo tiempo . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . .. .. . . . . . . ... . . ... ....... . . . . . 151

Te voy a ser sincero . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . ...


. . . . . . . . . . . .. .
. . . . . . . . . . . 153

Vamos a hablar . . . . 155

Navidades es familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 7

Cuestión de principios . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159


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Este libro reúne setenta artículos seleccionados por el autor. Todos proceden de

su colaboración semanal en El Norte de Castilla. Desde hace cinco años, bajo el


epígrafe de «Crónica del manicomio», Fernando Colina anima un estudio sobre
los juegos equidistantes de la razón y la sinrazón. Un espacio donde alternan,

aglutinados bajo forma de contrapunto, los efectos provenientes de la lectura, las

costumbres de la vida y la enseñanza de los alienados. Surgidos de no se sabe dón­

de, o sugeridos por los amigos, los temas disfrutan de una breve vida y mueren en

plena explicación sin proponer ningún consuelo ni inducir al descanso. Despojados de

cualquier valor edificante, los argumentos se suceden sin llevar a ningún sitio, satis­

fechos con su propia brega y con su incursión en un territorio inexpugnable.

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