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FERNANDO COLINA
De locos, dioses,
deseos y costumbres
Crónica del manicomio
AstraZeneca 4
Neurociencias
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© Fernando Colina 2007
D.L.: VA-177/07
ooeAo y MAQUFTACTÓN:
RQR Comunicación
IMPRESIÓN:
Gráficas Lafalpoo
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indefinido. Este libro, por supuesto, no es ajeno a la misma pretensión, a
permanecer en la memoria de los lectores por evocar la belleza y conme
morar el prodigio, satisfaciendo de ese modo su vocación de eternidad.
Han pasado cinco años desde que respondí afirmativamente al ofre
cimiento de animar una columna semanal. En aquel momento de euforia
me sentía capacitado para conseguirlo. Ahora lo dudo más, pero todavía
no lo suficiente para rendirme y dejar de perseverar. Desde luego carecía
de experiencia a la hora de dar a luz cada siete días a una vida nueva, aun
que estuviera destinada a una duración tan fugaz. Como es lógico, empecé
por consultar los ejemplos más conspicuos: Camba, Umbral, Gaziel, Bor
ges, González Ruano, Azorín, Pla ... Pronto aprendí de mis maestros que un
artículo escrito con regularidad es algo tan prosaico como una morcilla,
elaborada con una sola idea y bien atada por abajo y por arriba. A mí me
ha costado cumplir con estos requisitos, en especial a la hora de limitar la
reflexión. Al fin y al cabo, si estos muertos se resisten a su resurrección no
es sólo porque provengan de un medio de corta vida, sino también, y en
cierto modo, por saturación de ideas, porque tienden a consumir pensa
miento hasta la indigestión. En realidad, no he escrito artículos sino ensa
yos pequeños, diminutos, casi nimios.
En cualquier caso, quizá los verdaderos motivos que me han arras
trado a este compromiso provengan de las satisfacciones propias de un
ejercicio intelectual confuso y algo provocador. Pues lo que se muestra
en esta columna suele ser una idea, las más de las veces contradictoria,
si no descabellada, que he pasado por el corazón y la inteligencia hasta
que, bien manoseada, se ofrece ya con la suficiente consistencia como
para que cada lector haga con ella lo que le venga en gana. Y durante
los últimos años no he encontrado nada más entretenido, ni estímu
lo más avieso para permanecer alerta ante el mundo, que escuchar la
indiferencia, el silencio o los comentarios erráticos de los demás ante
estas crónicas del sinsentido, donde es absurdo preguntarse siquiera si
se han entendido cuando ni el autor tiene una idea forjada y cabal sobre
lo que ha escrito.
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Melancolía
Sin tiempo no somos concebibles. Tampoco lo somos sin deséo o sin pa
labra. Estos tres elementos conforman una trenza vital indisoluble. Sin el
lenguaje el deseo pierde su significadot y sin la plataforma del tiempo los
deseos y las palabras no saben unirse y sucederse. De la importancia que
damos al tiempo dan buena cuenta los sufrimientos que causa. Si el tiempo
se acelerat los deseos se desparraman y las palabras se disparatan de forma
alocada, pero si el tiempo se frena y enlentece, el aburrimiento entonces
nos vence y un sentimiento de melancolía y soledad aprisiona el habla.
Pero todos estos males parecen menores cuando alguien nos cuenta
la experiencia sobrecogedora de que el tiempo se ha detenido del todo en
su interior y no siente avanzar nada. Este sufrimiento sólo lo conocemos
por el testimonio de los esquizofrénicos. En principio es un dolor inexpli
cable y absurdo .. No proviene de ninguna causa. No hay enfermedad física;
no duele en ningún sitio. Tampoco hay pérdida de algo reseñable y conoci
do. Ningún ser querido está dañado; nadie nos ha despreciado ni se ha ido.
No tenemos delante una ilusión frustrada ni un proyecto atravesado que
no hemos conseguido. El dolor parece tan gratuito e inexplicable como lo
es la vida de los hombres cuando el deseo no viene a iluminarlat cuando
los engaños de la religión no acuden solícitos o cuando los argumentos
ordinarios de la razón resignada se tornan insuficientes.
Hace unos días vagaba por el hospital una paciente con signos de este
dolor indescriptible. Angustiadat encorvada y cabizbaja, recogida sobre sí
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misma, parecía sumida en una meditación colosal cuya única respuesta
era un vacío inverosímil e inespecífico. De vez en cuando nos buscaba y
mirándonos a la cara rompía a llorar desconsolada. Los minutos, según su
confesión, habían vuelto a detenerse y no pasaban.
Este ejemplo, descomunal y trágico, nos sirve para recordar lo que
sería nuestra vida si el tiempo no la fuera recortando. Una vida sin muerte
en el horizonte no es vividera para los humanos. Es cierto que la ilusión de
una vida eterna nunca desaparece del todo, y seguramente está en la raíz
más profunda de todas las religiones. Hasta los más agnósticos se dejan
vencer por esta confianza, tan estúpida como saludable, y dudan de si la
muerte es un sueño eterno, una pesadilla o el inicio cierto de la inmor
talidad del alma. Pero, bien pensado, el ejemplo de la esquizofrénica nos
recuerda que la vida indefinida, sin un tiempo que se vaya perdiendo de
forma dócil e irrecuperable, no es patrimonio de las personas tal y como
las conocemos. Visto lo visto, la finitud es un regalo del que hay que dar
gracias a Dios. Pues a la idea de Dios, si nos dejamos aconsejar por la expe
riencia psicótica, antes que empeñarnos en pedirle otra vida hay agrade
cerle la brevedad de ésta.
Si algo aprendemos de la esquizofrenia es a valorar el tiempo y agra
decerle la fugitiva presencia que nos ofrece. El que se marcha siempre dice
la verdad, sostenía Holderlin, y cuando lo dijo algo referente al tiempo de
bía ocupar aquella cabeza privilegiada que empezaba por entonces a tras
tornarse. La verdad sólo descansa en lo que se aleja y desaparece. Verdad
es lo que duele. Los hombres no conocemos la felicidad continua pero, en
cambio, sí podemos dar testimonio de un dolor permanente. No es cierto,
como sostienen los epicúreos, que el dolor fuerte dure poco y que el que
dura mucho sea fácilmente soportable. El dolor puede ser constante e in
combustible. Pero ningún dolor es comparable al que provoca el tiempo
cuando se detiene. La eternidad del presente es el dolor más poderoso que
nos amenaza y concierne.
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Sobre si uno nace o se hace se discute sin cesar. En cambio, sobre si uno
se hace pasiva mente, al son que van marcando los acontecimientos,
o se hace conforme a su propio plan, es cuestión sobre la que se ha
dejado de hablar. La idea de construirse según un diseño, de forjarse
paso a paso la personalidad y de esculpir la propia estatua, que fueron
modelos de conducta durante siglos, se ha difuminado poco a poco. Y
cuando resurge lo hace con torpeza y arrastra un aroma y un soniquete
religioso bastante molesto.
Hace tiempo que los ideales sobre el modo de diseñarse han ido lan
guideciendo. El cuidado de uno mismo se ha volcado en el aspecto físico,
tanto estético como de salubridad. Hablarle a alguien de que cuide su alma
resulta bastante ridículo y, además, ya no existe un lenguaje común para
entenderse sobre estos aspectos. Más bien no hay lenguaje. Si uno siente la
necesidad, porque le duele el espíritu o se nota víctima de un desequilibrio,
prefiere refugiarse en la religión, donde todo se lo dan hecho, o ponerse en
manos de un psicólogo, que va a orientarle y a decidir por él.
En la escuela ya sólo se aprenden saberes pero no te enseñan a ser.
Hoy en la calle uno aprende lo que quiere tener o a quien le gusta imitar,
pero poco que suene a lo que se debería hacer. El concepto de planificarse
conforme a un proyecto de dominio de sí, de rectificación de los errores,
de presencia de espíritu y de belleza moral, es una tarea lenta que, en este
ambiente de prisas, no tiene muchas posibilidades de prosperar.
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La vida, es cierto, empuja a cada quien de acá para allá siguiendo el
viento fatal de los genes y los azares de la realidad, pero conviene aprender
las reglas de navegación y conocer los recursos de la propia nave para no
perder el rumbo, para poder identificar los límites y prepararse de conti
nuo a rectificar. Meditar no es recogerse para pensar en Dios, rezar y es
perar lo mejor de la Gracia y la Providencia. ¡Que les aproveche a quienes
así lo crean! Meditar, más bien, es repetir una serie de preguntas y avanzar
alguna respuesta apropiada sobre qué he hecho, bajo qué ideales, con qué
repercusión social, qué secretas intenciones guardo, qué víctimas causé y
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Entre todos los temas que nos preocupan a veces olvidamos los que más
nos afectan. Por ejemplo, nos desinteresamos enseguida del estudio de lo
improductivo y parásito, sin atrevernos a reconocer que gran parte de lo
que llena el día carece de otra finalidad que colmar el vacío y hacernos pa
sar el tiempo de cualquier forma. Urge por lo tanto que nos ocupemos de
la psicopatología de lo que sobra, donde tan patológico puede resultar el
exceso de actividades innecesarias, como la falta de nimiedades, la ausen
cia de esos afanes gratuitos que tanto nos oxigenan.
Entre las malas hierbas hay una que, al menos por su nombre, nos
afecta de cerca. Me refiero a la avena loca, una gramínea conocida en
términos científicos como avena sterilis, o avena fatua, por su falta de fruto
y por su insolencia estética. Un yerbajo no exento de gracia y ligereza
pero que no sirve para nada, salvo para aparentar frondosidad o para
impedir el crecimiento de otras especies más generosas. Sin embargo,
abandonada a sí misma, como sucede con todo lo superfluo, hace gala de
una fecundidad invasora.
Este atropeUo que nos ofrece el mundo vegetal se da también con pro
fusión en el ámbito de los hombres. Pues todo lo humano está plagado de
exceso y plétora. Entre nosotros, lo nulo y vano suele ser lo más abundan
te, llenándonos con su exhuberancia de residuos y excedentes que cuando
son materiales nos cuesta desechar, y los esparcimos o almacenamos de
cualquier manera, pero que cuando son vitales nos resulta en cambio más
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sencillo eliminar, pues recurrimos con facilidad a un expediente brutal, al
herbicida sangriento de la guerra.
Sin embargo, es probable que lo sobrante juegue un papel importan
te en nuestra economía mental, y que la errática providencia haga de lo
infructífero un elemento imprescindible para la cordura. Buena prueba
de ello la encontramos -como siempre- entre los psicóticos, en esa raza
extrema de la humanidad que nos frecuenta en este apartado paraje. Pues
los psicóticos sufren de un doble mal que repercute en sendas formas dis
tintas de alimentar lo excedente. De una parte, derrochan lentitud y pasi
vidad, llenando el día con contemplaciones aparentemente estériles, o con
un ir y venir que no parece conducir a ningún lugar, consumiendo de este
modo el sentido de sus actos en el propio deambular. Y, por otra parte, dan
muestras continuas de tener la cabeza siempre ocupada, apelmazada con
un caudal de ideas que tampoco causan la impresión de poseer un desti
no particular, como si sólo vinieran a cubrir su incapacidad para dejar la
mente en blanco y permitirse, aunque fuera un relajante rato, la agradable
sensación de que se ha dejado de pensar.
El loco denuncia, con sus malas hierbas y su genio caricatura!, dos
aspectos que tienen mucho que ver con la avena loca de la modernidad: el
de la productividad ciega y el progreso compulsivo de la ciencia. Porque si
la estrategia del mercado se sostiene es a condición de no dejar de producir,
sea lo que sea, y de hacerlo cada vez en mayor cuantía y con más celeridad.
Mientras que, por su parte, el saber tecnológico está obligado a innovar sin
descanso si quiere cumplir con las exigencias de la competencia y con los
gustos que impone la publicidad. El loco, por contra, como exiliado de la
historia, acciona sin sentido productivo y piensa bajo la exclusiva necesi
dad de mantener en marcha la rosca del pensamiento, sin apuntar más allá.
No piensa para llegar con sus ideas a ninguna conclusión, sino para alzar
una barrera que le proteja de las voces interiores que sin cesar le insultan y
le vejan. Voces del tiempo que sólo el loco percibe, pero que protestan en
su oído por nuestra necia actividad.
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sas. El reto moral que nos ocupa viene a ser algo tan contradictorio como
lo es sospechar con confianza. Este es el gran ideal de trato y conocimiento
que tanto nos importuna con su difícil equilibrio, tal y como el paciente
ha formulado con escueta claridad. Si se angustia y sufre es precisamente
porque no le puede equilibrar y, pese a sus buenos propósitos, la sospecha
se le agiganta hasta desembocar en la suspicacia.
Es evidente que tendemos con facilidad al recelo, pero también a su
reacción contraria, la de idealizar en exceso a quienes en apariencia nos
sobrepasan. En una de sus Epístolas, Horado nos hace una recomendación
in1pagable a la hora de aclarar este asunto tan espinoso: «No idolatrar nada es
la única cosa, Numicio, la sola que puede hacerle y conservarle a uno feliz)).
Así las cosas, es evidente que para bajar a los ídolos de su cajetín no
hay nada como sospechar con constancia. Si hacemos caso a Horado, las
personas que nos sirven de modelo no tienen por qué estar subidas en un
pedestal. Empeñarse en elevarlas a todo trance no es nada más que una
muestra de nuestra secreta vanidad. Puede parecer sorprendente, pero
cuanto más creemos en gente soberana e incuestionable más nos cuesta
reconocer nuestros defectos con tranquilidad. Todo el que idolatra a otro
está muy lejos de convertirse en alguien sencillo. La modestia y la humildad
están reñidas con las grandes distancias. Cuanto más lejanos nos veamos
de los gigantes, más orgullosos estaremos de nuestra enana mezquindad.
Por esa razón es tan fácil el acopio de soberbia entre creyentes y súbditos.
Pues cuando uno cree vivir entre dioses y reyes tiende a sentirse por enci
ma de sus semejantes.
La sospecha, como vemos, nos acerca a los demás. Les desviste de ga
las y disfraces. Aceptar al otro en su mentira es el primer paso para descu
brir su verdad. Este es el respeto que debemos a la desconfianza. No hay
mejor llave que ésta de la sospecha para abrir el corazón de la gente y dar la
bienvenida a la cordialidad.
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Sin embargo, no está muy claro que haya que atribuir la inevitable
vejación a la condición impropia de los nombres. En todo intento de clasi
ficación hay algo inherente al mote y a la ofensa muy difícil de evitar. Uno
de los penetrantes aforismos de Karl Kraus dice que «Una enfermedad muy
difundida es el diagnóstico•. Y es cierto que existen momentos en los que
estamos menos enfermos por el mal que nos perturba que por la desairada
identidad que nos procura la diagnosis.
Poner nombres a las cosas es una actividad saludable, pero también
puede causar daño por la violencia simbólica con que significa. En los años
setenta, en la época de la antipsiquiatría, cuando el sentido crítico estaba
tan vigilante, Thomas Sasz denunció las clasificaciones psiquiátricas como
una estrategia de coerción social. Toda clasificación, desde ese punto de
vista, era opresiva, al margen de la alienación intrínseca de la palabra.
Por ese motivo, no es ninguna tontería combatir el estigma con otra
idea de la locura y no barajando los nombres al azar. Si damos más impor
tancia al diagnóstico del loco que al diálogo con él, el aspecto emancipador
de la psiquiatría se quiebra y eclipsa. Pero esto es precisamente lo que nos
exigen los nuevos modelos de la disciplina, los mismos que a la vez reac
cionan hipócritamente contra la discriminación que ejercen las palabras
que ellos mismos acuñan.
La situación es contradictoria. Etiquetar al loco puede llegar a ser otra
modalidad de encierro, en este caso lingüística, pero el diagnóstico es lo
primero que se nos exige por parte de todos, incluida la propia víctima.
«Oiga,.¿cómo se llama lo que tengo?», suele ser una petición precoz del en
fermo, a menudo tan insistente como lo es la exigencia administrativa para
rellenar unos protocolos epidemiológicos donde lo primero que se te pide
es que clasifiques y rotules a quien acabas de conocer y saludar. Las cosas,
como se ve, no son sencillas. No es raro que algunos psicóticos sientan ali
vio cuando les dices que son esquizofrénicos, como si con ello reforzaran
su identidad, pero para otros supone un sambenito que no saben cómo
quitarse de encima.
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En el fondo, el recurso a los buenos sentimientos es el anverso de lo
que sucedió con los locos hasta 1835, cuando un psiquiatra francés, Guis
lain, defendió la posibilidad de que existiera algún tipo de dolor moral en
los alienados. Hasta entonces, se pensaba que el loco vivía en un mundo de
fantasías acordes con sus preferencias o que subsistía animalizado. Por ello
el rito de visitar a los enfermos en su encierro, que tuvo su esplendor en el
siglo XVIII, no hay que enjuiciarle fácilmente como un signo de crueldad
ante el sufrimiento sino, más bien, como una curiosidad ante la extrañeza
del goce indiferente y continuado. Hoy, al contrario, se enfatiza demasiado
en el dolor de los psicóticos, cuando conviene mucho matizarle y ponerle
en solfa, como ellos a menudo lo hacen. Hay mucha satisfacción en la lo
cura, y su presencia e impudor suele ser siempre el mayor obstáculo para
la curación o la rectificación de la conducta.
Entre todos los sentimientos llamados nobles me parece, sin embar
go, que merece la pena poner uno a salvo: la simpatía. Porque la simpatía
surge espontáneamente, no tiene precio y no es muy consciente de sí mis
ma. Valores que, sin duda, la ennoblecen y nos animan a respaldarla. El
buen ánimo y el gusto de agradar son gratuitos y alegres, propios de quien
no se considera indispensable y se siente justamente tratado por Ja vida, al
margen de la realidad objetiva de su suerte. Por otra parte, la disposición
a la simpatía no impide la seriedad ni siquiera el temple taciturno. Pues
lo contrario de la simpatía es la antipatía, no lo serio y riguroso. Pero la
seriedad del simpático es una seriedad que se ofrece sin imposición y que
tiende a eliminar las jerarquías. En cambio, el antipático no lo es tanto por
su acritud sino porque establece distancias jerárquicas desmedidas que no
consiente rebajar en ningún caso. Ahora bien, tampoco hay que dejarse
arrastrar por la ingenuidad, pues no podemos olvidarnos de que también
hay simpatías interesadas, lelas y propensas a la santidad.
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justificar, ni ayudar eximir. El que la haga que la pague, desde luego. Pero
la clínica se permite, al mismo tiempo, muchas consideraciones extempo
ráneas sobre la maldad humana, el sadismo y el extrañamiento biográfico
que suelen ocupar la infancia del agresor, hasta llegar a hacer de él otra
víctima de distintas agresiones que él repite sobre los demás como quien
sigue fielmente un ejemplo.
No obstante, aún no hemos tocado el punto más delicado del asunto.
Lo peor aún está por llegar. Es ante nuestra visión de la denigrada cuando
las cosas se tuercen más y pueden resultar insoportables. Pues tras ayudar
y orientar a la ofendida, nos queda preguntarnos sobre si debemos dis
culpar o no su falta de decisión para huir tras el primer tortazo y acudir a
denunciar al violento. Pregunta que se mantiene en algunos casos incluso
después de valorar su lógico temor al agresor, el prejuicio machista de las
costumbres, su dependencia económica, la incierta soledad que la espera
o la protección a los hijos con que pretexta su humillación. Es en el paté
tico escenario que se oculta tras esas consideraciones donde puede estar
fustigando una incierta tendencia a sufrir castigo, una sumisión obediente
e incluso un victimismo dócil, revelando un territorio secreto que quizá
reclame más aliento que cualquier otro para despertar lo antes posible la
rebelión.
Estas consideraciones siempre corren el peligro de ultrajar dos veces
a la maltratada, pero tampoco deben orillarse si corresponden a la verdad
y no menguan nuestra disposición de ayuda y justicia. El masoquismo no
pone la mano sobre el otro, el sadismo a veces sí, y es delito si se hace sin
consentimiento erótico explícito. Diferencia radical que revela con clari
dad la identidad del culpable. Pese a todo, esta perspectiva desconcertante
para los demás y tan peligrosa, pues parece dar alas al agresor, también
desconcierta a quien la emite. Por ese motivo, nuestros maestros nos reco
mendaron insistentemente que no fuésemos clínicos de continuo.
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dir si no es a un especialista, bien dispuesto, eso sí, a aceptar como enfer
mos a simples penitentes ávidos de excusa.
Sin saberlo del todo, aunque secretamente lo presuman, las gentes
acuden a consulta buscando absolución antes que cura. Vienen a que les
traten, sin duda, pero sobre todo a que los eximan. Y para este fin nada es
tan eficaz como la confesión sacramental. Porque en su seno uno examina
la conciencia, propone la enmienda, cuenta lo que puede y se libera des
pués de Ja mórbida carga con una agridulce penitencia. Es decir, que pasada
su pequeña contrición, el pecador se puede marchar tranquilo, exento ya
de responsabilidad y dispuesto a seguir confesando la misma falta cuantas
veces la tentación le persiga. La clínica, por contra, no alcanza esta sublime
perfección, aunque lo intente con porfía. Con nosotros, estos consumido
res crónicos de comprensión y consejo también encuentran fácil discul
pa, dado que pueden atribuir sus males a algún defecto de aprend�zaje o a
cualquier hipótesis bioquímica. Igualmente, nuestras buenas palabras van
a intentar animarlos sin censura y hacerlos ver que los sufrimientos son
universales, que la depresión es producto del estrés social y que cualquiera
tiene malos días. Para penitencia, por lo demás, disponemos de halagüeños
ejercicios de autoayuda y, si es necesario, de alguna píldora. Pero debemos
desengañarnos. Ni podemos proteger el futuro como lo hace la religión ni
lavar la culpa como la confesión lo consigue.
A la vista de las circunstancias, lo más sensato será renunciar al poder
que la sociedad nos ha confiado y devolver a los confesores la dirección de
conciencia que a la chita callando les hemos usurpado. La confesión, que
durante siglos fue el instrumento más poderoso de control y normaliza
ción de la sociedad, debe volver por sus fueros, mientras nosotros pres
tamos de nuevo toda nuestra distraída atención a los psicóticos que, por
su parte, son auténticos maestros a la hora de despojarse de la culpa por
entero.
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Estas satisfacciones que nos suscitan los misterios y los territorios
limítrofes del conocimiento, vuelven semejantes y curiosamente análo
gas las respuestas de la religión y de la locura. Se muestran afines entre sí
porque ambas unen a menudo en sus comienzos una persecución y una
creencia religiosa. La pasión y resurrección que nos son tan conocidas, es
tán también presentes en la lógica interna de la locura. No hay loco que no
se sienta aludido o perseguido, como no le hay sin que en su fuero interno
se sienta redentor de un conflicto universal y encarnación del Uno que le
capacita para todo.
Esta proximidad, a mi manera de ver, no daña la imagen ni la esencia
de las religiones, sino que aporta seriedad y razón de ser a la locura. De la
locura de la fe, sin ir más lejos, hablaba Pascal con gran hondura. Al fin
y al cabo, la religión también tiene un fin curativo: nos cura de nuestra
humanidad, de las incertidumbres de la vida y de los límites de nuestro
conocimiento, incluso nos cura en cierto grado de la enfermedad psíquica.
Cuando el loco no resiste más su condición humana, esto es, la impotencia
de las palabras para representarse el mundo -insuficiencia que está en el
origen de todo enloquecer-, además de contar con su imaginación des
cabellada para salir del paso, cuenta con el recurso de la religión para dar
sentido a lo más ininteligible y absurdo que le amenaza. Otra cuestión es
que, por su trastorno, no consiga compartir con nadie esa ilusión, lo que le
aleja de la unión religiosa y le condena a la soledad.
Ahora bien, también hay una solución laica a estos asuntos del enig
ma de la vida que tanto nos ofuscan. Recuerdo, sin ir más lejos, una saluda
ble respuesta de Guido Ceronetti, un inclasificable ensayista italiano, que
en El silencio del cuerpo escribió un credo insuperable para dar cuenta de los
abismos sin necesidad de pensar en nada sobrehumano ni apelar a un de
lirio extremo: «Si buscando una mano en la oscuridad encuentras un culo,
piensa en la riqueza y en el misterio de la oscuridad».
11.3.06
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a muchos psiquiatras, legos en la materia y a menudo opuestos, se les pone
mala cara, como ahogada por el incienso. Y, en segundo lugar, porque el
psiquiatra se ve en la obligación de garantizar de continuo su condición
de médico. Sin el amparo científico de esa identidad social se siente en pe
ligro. Siempre le ha sucedido, y en estos tiempos lo experimenta con una
vehemencia hasta ahora desconocida, casi rayana en rabia. Así vive hoy
y siempre el alienista: en tierra de nadie. Hora con el tranquilizante en la
mano para no distanciarse de sus colegas galenos, aunque sea a través del
frágil vínculo de la farmacia, hora con el consejo en la boca, dando pábulo
a cierta exhortación pastoral que intenta medir y controlar para no acabar
en plática.
Por su parte, el sacerdote tiene también algo de psiquiatra contrariado.
Alcanzado por la secularización psicológica de la moral, no puede dejar de
pensar que un buen estudio de las perturbaciones de la mente habría de ser
un buen auxiliar a la hora de conducir el rebaño y gobernar las almas. Pero
pronto ve aparecer el fantasma de una laicización excesiva de su ministe
rio, a lo que añade un impedimento doctrinal. Pues, si entra decidido en
los mecanismos y trampas de la psicología, pronto tendrá que dar cuenta
de sus propias dificultades personales, asunto demasiado íntimo, profano
e incluso carnal como para poder sostenerse como ejemplo con la misma
soltura con que puede hacerlo reconociendo su inevitable condición de
pecador casto y su vocación de humildad. Además, la psicología resulta
a sus ojos demasiado material. Sus explicaciones, conductuales o incons
cientes, . alejan demasiado las verdades de la moral de las condiciones dic
tadas por la fe, el misterio y el escatológico más allá. Ahora bien, como el
pastor necesita entender a los hombres y conocer lo más posible las leyes
del deseo para mejor atraer a su grey, una y otra vez mira a la psiquiatría
con envidia y a la vez con incredulidad, aunque al final Dios reclame lo
suyo y deje al César la enfermedad.
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o su hospitalidad. Ese aspecto fundacional podría ser el que está dañado
en la locura, y quizá sus rastros son los que escrutan los compañeros con
disimulada avidez cuando ejercen de todopoderosos psiquiatras.
Ahora bien, puestos a prescindir de las palabras, yo había confiado
hasta ahora mucho más en los gestos de la boca que en los resplandores
que surgían entre las pestañas, pues me parecía que en la boca se refle
jaban las mentiras con una generosidad imprevista. Para saber si alguien
me largaba o no una buena patraña, seguía de cerca el movimiento de los
labios, bajo la seguridad de que nuestras falsedades siempre se dejan sor
prender con más claridad en torno a ese cerco último que el cuerpo pone
a las palabras. Como si a su paso les levantaran las faldas en el instante de
la despedida.
Pero desde este verano he vuelto a confiar en la mirada. Y puedo decir
por qué: por haber descubierto miradas tan sugerentes, visionarias y tras
lúcidas que pocas muestras del hombre pueden resultar más reveladoras
que ésta que cuento. El escenario de mi descubrimiento es el siguiente. Es
toy en Italia, en cualquier ciudad, a la puerta de no importa qué templo.
Allí un funcionario, un acólito ortodoxo, observa con atención el cuerpo
de todas las mujeres que llegan con intención de entrar. En silencio y dis
traídamente, distingue las morbideces, las evalúa y decide sobre los cen
tímetros de decencia o indecencia de cada una. Si el juicio es negativo, es
decir si el cuerpo resplandece por alguna rendija, se le impide el acceso y
se le pone en evidencia ante los demás, que nos volvemos ansiosos para
disfrutar de l a presumible provocación. Pero nada. Uno no encuentra otra
cosa que recato y feúra en la candidata. Y así una y otra vez. La decisión fue
ganando misterio hasta que me fijé en el observador. Y allí precisamente,
en aquel goce oculto del funcionario, recuperé la confianza en las bonda
des reveladoras de la mirada. Tantas, que a mí también me gustaría poseer
la misma voluptuosidad en los ojos, tan majestuosa lujuria, tamaña fuerza
en el deseo, semejante vigor en la censura.
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Ejercicios espirituales
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zan algunos remedios sanitarios, será precisamente porque participamos
de un lecho común. Se diga lo que se diga por parte del positivismo triun
fante, las enfermedades psíquicas son, además de biológicas, morales, y los
psiquiatras somos médicos del alma antes que del Sacyl.
Ahora bien, aunque estas semejanzas entre religión y psiquiatría sean
grandes, acaban ahí. Más que nada porque los religiosos se dirigen a los
presuntos fieles y nosotros a los presumibles locos, y el loco es poco obe
diente y manda mucho en su mundo, especialmente el esquizofrénico, que
ejerce de príncipe de todos ellos. Si los curas conducen a los feligreses ha
cia Dios, nosotros, en cambio, tenemos que limar de Dios a los psicóticos,
que suelen sufrir un atracón de divinidad. El mundo espiritual del esquizo
frénico está dominado por lo trascendental y por un inequívoco sentido
redentor. Tanta suele ser su divinización que nuestra dirección de concien
cia debe apuntar de nuevo al precepto délfico, pero no en el sentido de la
curiosidad sobre uno mismo, al modo actual, o como una interiorización
de la verdad, tan afín al cristianismo, sino al modo antiguo, como un sen
cillo recuerdo al hombre engreído para que no se crea un Dios. Algunos
han llegado a pensar, precisamente, que para tratar con esquizofrénicos
hay que creer poco en Dios porque ellos creen en exceso.
Este paso de minorar la ración de Dios para liberar la conciencia, pa
rece un poco reñido con lo religioso. Como también lo es, si volvemos al
cuerdo paisanaje, el que los ejercicios espirituales de hoy parezcan cojos
sin que un ejercicio sexual les complete. Y en este campo a la Iglesia se le
ha atrav.esado tradicionalmente, además del mesianismo de los locos, que
les da reparos por su proximidad a la herejía y el idolatrismo, el sexo de las
gentes, que a sus ojos es algo demasiado placentero y contagioso. Proba
blemente, su pastoral tendría más éxito si sus ministros atendieran algo
más a la profana psiquiatría y, por encima de todo, al discurso que circula
en el diván de los psicoanalistas. Pues bajo el modelo sexual del archiateo
Freud se esconde un pastor de almas que habla de saber, de paz y de afecto
para mejor conocer a los hombres y, por supuesto, a los creyentes.
21.6.03
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propia. Ese ideal fascinante de hacer coincidir la muerte natural y el sui
cidio, de alcanzarle alguien sólo lo hará un loco. No conviene privar a los
psicóticos a cualquier precio de sus ideales; hay que respetarles.
P. ¿Cuál es el papel de la prensa en el suicidio? ¿Hasta qué punto la
información provoca epidemias de suicidio?
R. La prensa en el mejor de los casos informa. En el peor, tergiversa
y culpa. La información no hace daño a nadie, el retorcimiento moral sí;
pero es un problema a tratar con la prensa no con el suicida. Mal asunto
si empiezas a callarte para no herir las conciencias. No creo mucho, por
otra parte, en eso de las epidemias. Lo único que me sugiere es que la gente
razona, y que de repente cae en la cuenta.
P. Se trabaja con el riesgo de que los pacientes se suiciden. ¿Cómo hay
que abordar la crisis que desencadena un suicidio entre los profesionales
·
de un equipo?
R. Siguiendo cada uno a lo suyo. El suicidio es un asunto privado, tan
íntimo que no hay que irle propalando obscenamente en grupo. El clínico
tiene algo de Caronte, de barquero de los infiernos, y no hay que asustarse
si remando en sus aguas pierdes algún pasajero. Cuando esto causa pavor
o crisis será por ausencia de sentido clínico. El psicótico necesita a menudo
un confidente, así que si uno se impresiona en exceso cuando le cuentan la
verdad, sobra el confidente. En cualquier caso, hay que expulsar del equipo
al meticón que venga con razonamientos o disculpas. Eso es indecente y
está reñido con el tratamiento de la locura.
P. .¿Qué moviliza en un profesional de la salud mental el suicidio de
un paciente?
R. La envidia, el deseo, la admiración. Muchas ganas de pensar. La año
ranza de unas palabras, de una despedida. Grandes dosis de fastidio, cierta
indiferencia, a veces como compasión casi sin saber por quién, como por
la vida más que por el muerto. Algo de odio contra el que se ha ido.
Poco después de estas palabras, con el gesto de quien se siente agobia
do por un secreto, Coleman Silk nos dio a entender que había concluido.
2.4.05
. ,,,.
a quien había hecho casar con un hijo, de modo que al copular con ella,
él copulaba con su hermana, su hija y su nuera, y que obligaba a su hijo a
copular con su hermana y su suegra. Ni es alguien dominado simplemente
por una pasión efeverscente tan poderosa que le exigía inventar escenas
donde las tropelías se acumulaban en sumas que superan toda imagina
ción, como cuando relata la historia de un libertino que, para reunir el in
cesto, el adulterio, la sodomía y el sacrilegio en un mismo acto, coloca una
hostia en el culo de su hija recién casada. Como digo, Sade no es sólo un
malvado insolente que se cree capaz de experimentar placeres nuevos e in
ventar vicios inéditos, sino que también es un precursor, alguien capaz de
descorrer escenas ocultas en el corazón y el pensamiento de los hombres.
La importancia de Sade como heraldo de la modernidad proviene de
haber inventado un discurso nuevo y radical, paradójico hasta los límites
de la coherencia y la provocación, como cuando afirma: «Dicen que usted
es rica, señora. Pues bien, en ese caso necesito pagarle: si usted fuera pobre
yo le robaría». De manera que a Sade se le han atribuido distintas innova
ciones que han tenido su peso en nuestro pensamiento. Una, desde luego,
introducir el desorden del deseo en un mundo dominado por el orden y
la clasificación. Otra, desnudar el deseo de prohibiciones externas para
dejarnos ver los códigos y limitaciones que posee en su propio interior,
sin necesidad de recurrir a proscripciones ajenas. Y una tercera porque al
redactar su obra en prisión, empujado por la sola necesidad interior de
escribir, se conviertió en el fundador de la literatura moderna.
A quien defendió que todo es bueno cuando es excesivo, le cuadra
bien el jugoso diagnóstico de «demencia libertina» que le asignaron duran
te su ingreso en el asilo de Charenton. Pues, si bien no descubrió ningún
placer ni vicio nuevo, dando la razón a la imposibilidad que ya sostuvo
Epicuro, al menos inventó una nueva forma de locura.
6.5.06
La Catedral
y secreta. Y hasta hace unos días, antes de que bajo la excusa del progreso el
impulso arboricida del castellano los arrancara de cuajo, crecían, en confusa
unión con los sillares, un conjunto bien desarrollado de pinos, magnolios,
ailantos y una hiedra espectacular. Todo un grupo escultórico vegetal que
elevaba el edificio a la categoría de ruina, por ser siempre las ruinas una en
crucijada indolente de la cultura y la naturaleza.
Cuando Leonardo Sciascia, el célebre escritor siciliano, pasó por Va
lladolid en su época de brigadista, se admiró de su belleza y la comparó
nada menos que con Siena, lo que nos hace pensar, si no dudamos del buen
gusto del autor de Las parroquias de Regalpetra, que el destrozo urbanístico
ha sido mayor de lo que suponemos. Y entre los recovecos de la ciudad,
Sciascia destacó por su sobrio esplendor el lado oeste de la Catedral, ese
que se continúa directamente con la protuberancia memorística que les
propongo admirar. Es de suponer que Sciascia, heroico miliciano, volun
tario internacional en la mejor de las causas, estaba atacado de nostalgia.
Y cuando uno quiere recordar y prefiere sufrir el doloroso placer de la
memoria, nada mejor que recurrir a esta visión privilegiada a orillas de la
Antigua, porque nos procura una alegoría inmejorable de la lucha deses
perada que se dirime entre el recuerdo y el olvido de la verdad.
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Agujeros
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ser buen conocedor de esta impronta, porque cuando fue interpelado por
haber suspendido sin examinar a un muchacho, habiéndole recriminado
la familia que si aprobaba o suspendía sólo con ver la cara de los alumnos,
contestó provocadoramente que sí, y que a menudo le bastaba con ver la
·
. ,..
tos temas, en la teoría psicoanalítica encaja bien la explicación del deseo
varonil pero se muestra especialmente torpe cuando quiere dar cuenta de
los conflictos edípicos de la mujer, y no digamos del homosexual cuando
renuncia a entenderle como un resultado patológico. Se ha llegado a pen
sar que esta desigualdad explicativa es un obstáculo inexpugnable, la neu
rosis del mundo, entendida no como un defecto sino como algo natural
que refleja la irreductible asimetría del problema. Un sexo no es el negativo
del otro ni su complemento perfecto.
En esta línea de trabajo, un grupo de estudios psicopatológicos recién
constituido bajo la dirección de Coliman Silk, ha venido a enriquecer lo ya
distinguido con un nuevo matiz. Sus miembros, fieles seguidores de las ex·
periencias de su promotor, sostienen con decoro la diferencia, simple pero
sólida, entre un orgasmo espástico y otro elástico. El primero, el constric·
tivo, responde a las leyes de la fisiología, está claramente localizado en
partes concretas del cuerpo y. pese a ser común a ambos sexos, su goce
identifica con más claridad al varón que a la mujer. Su espasticidad, por
otra parte, sugiere la soledad de lo que se contrae y vuelve a sí mismo. El
placer que genera, por lo tanto, es egoísta, finito, pasajero y solicita pronta
renovación. Por contra, el orgasmo elástico se indina del lado de la mujer,
se prolonga sin referencia anatómica y tiende al éxtasis intemporal. Ade
más, sólo sucede cuanto se intenta compartirlo con generosidad. Quien
lo experimenta goza de amor, enloquece transitoriamente y nunca es tan
ingenuo como para esperar la repetición de lo mismo.
Se. sabe que, desde que dejaron constancia de su indiscreto hallazgo,
los integrantes del colectivo y su adalid corren peligro. Como Tiresias del
presente esperan con fatalidad su pronto castigo. La psicosis, esa suerte de
ceguera contemporánea que amenaza a todos los visionarios, ha de ser sin
duda su cadalso y su presidio.
11.1.03
......
publicidad. Los objetos se han vuelto inconsistentes y huidizos, así que la
astuta histeria ha abandonado con gusto la clínica para enseñorearse por
todo el escenario social, demostrando una vez más su plasticidad y sus do
tes para identificarse con todo lo que le ponen delante.
Por otra parte, en las disputas ideológicas de la psiquiatría contem
poránea, donde se enfrentan los vectores cerebrales y deseantes, es decir,
donde combaten quienes quieren reducir lo psíquico a una expresión ce
rebral contra los que aspiran a hacer valer los conflictos del deseo como la
causa más importante de nuestros sufrimientos, la histeria ocupa un lugar ·
,..
permitido mañana puede quedar vedado, como lo sujeto a censura estos
días puede ser dentro de poco encomiado. Los valores cambian erráticos y
sin cesar en torno a un principio constante que define el liberalismo actual:
la coacción de desear sin descanso. «Desea libremente lo que quieras pero
no dejes de desear», podría ser el enunciado de la sustancia ética que en este
momento nos alimenta.
Ya nada es pecado salvo detenerse. Nada está prohibido mientras no
pares. Este es el perfil de lo que se ha llamado nihilismo. No es que no haya
nada sino que no te está permitido detenerte a saborearlo, pues como cedas
ante esa tentación vas a amanecer desanimado. Si te cansas y no te atrae
la incitación de lo nuevo, ese «anhelo moderno por la novedad a cualquier
precio» (Hannah Arendt), quedas inmediatamente excluido de los lances
de la vida, y tras el mutis del deseo aparecerás ante los demás como un
Las manos
senda una simple herramienta que poco nos dice sobre la profundidad
y nobleza de quien la gasta. Por su fulguración y fosforescencia expresiva
no podemos relegarlas, como sí lo hacemos en cambio con la legendaria
fealdad de Sócrates, que acertamos a pasar por encima de ella al ser aje
na al tesoro moral que esconde tras su imagen depravada. Porque la cara,
aunque se insista en que refleja como nada el secreto interior de cada uno,
responde también a otras coordenadas y puede acabar diciéndonos muy
poco sobre el fondo de la persona. Pero las manos son una transparencia
que lo dicen casi todo y que, además, constituyen las puertas de entrada
por donde hacemos pasar a quienes llaman. Quizá no sean suficientes para
revelar la entraña definitiva de nadie, pero sí son imprescindibles para ha
cernos una idea aproximada. Hay manos que al cogerlas prendes directa
mente el alma, cosa que no sucede siempre con la cara. Ellas tienen la llave
del corazón de los demás, pues quizá sea cierto que sin una mano sensible
los hombres sólo podamos aspirar a la soledad o a la barbarie. Al fin y al
cabo, su lenguaje no admite las trampas y mentiras del habla. Cuando se
da la mano, se cruza, se tiende o se estrecha, las palabras sobran durante
un buen rato. Un código exacto y matemático, que se establece entre los
dedos y las palmas, da cuenta precisa del temple, inteligencia y animalidad
de quien nos lo dice todo sin pronunciar nada.
Otro deseo
. ,,.
no podrían garantizar la convivencia humana. La unión de amor y deseo
puede ser tan explosiva que nos explicamos sin esfuerzo que, una tarde de
1910, anotase Gide en su diario este refulgente pensamiento: «Qué bello es
el placer sin amor; sin deseo qué noble es el amor. Qué desgraciado es el
hombre». De esta suerte pretendía salvar la pasión amorosa de los placeres
y desaires del deseo. Pero nunca nada resulta tan puro, y menos que nada
el presunto amor, por lo que pronto empiezan las trampas. Ahí comienza
la neurosis: la angustia, la represión, los engaños, las venganzas.
Pues bien, pocos testimonios de este problema pueden superar en be
lleza y drama al que nos cuenta Eloísa en sus cartas. Su opinión en este
sentido es tajante: «Cuando hay amor, le escribe a Abelardo, mejor amante
que esposa». La sabiduría y la tragedia del amor se encarnan con generosi
dad en la historia de estos personajes. Eloísa denuncia también, con cruel
elegancia, las figuras sociales del amor, que siempre traicionan las aspira
ciones sagradas de los que se aman: «El nombre de esposa parece ser más
santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga
y, si no te molesta, le dice, la de concubina o meretriz». Quizá nos cueste
ponernos en la piel de estos personajes del siglo XII que tanto se amaban,
pero su experiencia y su imposibilidad, si seguimos a Rougemont, son ple
namente actuales: «Mientras gozábamos de los placeres del amor, concluye
nuestra conventual heroína, la severidad divina nos perdonó, pero cuando
corregimos nuestros excesos y cubrimos con el honor del matrimonio la
torpeza de la fornicación, entonces la cólera del Señor hizo pesar su mano
fuertemente sobre nosotros». Eloísa, castigada sin piedad por el destino,
clama contra la ley, la moral y la institución. Pocos gritos pueden igualar
a los de esta mujer a favor del placer, el amor y la libertad. Tan elevado era
su grito, que ahora se nos vuelven más claras las palabras que Montaig
ne, cuatro siglos más tarde, dejó escritas distraídamente, como si no dijera
nada: «Amar a la esposa es cometer una especie de incesto». Meditemos
con calma.
n.10.03
Todas las confidencias nacen del capricho y la discordia, pero las confi
dencias exclusivas son doblemente sospechosas. De ser esto cierto, quizá
se deba a que también son terriblemente agradables y seductoras. Cuando
alguien se nos aproxima y nos brinda una realidad honda que no conoce
nadie, nuestra respuesta inmediata suele ser favorable. Sin embargo, pa
sada la primera impresión, uno se pregunta si no debería pedir autoriza
ción previa quien pretenda hacernos depositarios de algo tan probatorio
y personal. De repente, sentimos que hemos caído bajo las asechanzas de
la vanidad y que, al creernos elegidos por un secreto, se nos ha atado con
una deuda que quizá no nos proponíamos ni reconocer ni sufragar. Quien
nos confía lo más íntimo tiende a erigirse en acreedor de algo, lo que nos
pliega ante su voluntad y nos convierte en compradores de aquello que no
queríamos y ni siquiera habíamos imaginado. Al fin y al cabo, con la reve
lación nos suelen endosar un amargo regalo. Siempre que alguien viene
con ínfulas de sinceridad a contarnos lo que nunca ha contado, lo mejor
es salir pitando, porque con su hiriente intimidad y su abuso de confianza
seguro que pretende atarnos de un modo incondicional.
Cosa bien distinta, en cambio, es que alguien nos pida permiso para
contarnos aquello que le cuesta poner en palabras y que le alivia comuni
carlo, aunque para ello nos convirtamos sospechosamente en los únicos
depositarios. Este gesto, tan frecuente en nuestras consultas, admite una
recepción más abierta, pues, en general, sólo se busca el beneplácito de un
,,.
testigo o la ayuda desenvue1ta a unas palabras que se han quedado trunca
das o cortas.
Hay otras ocasiones, sin embargo, en que tamañas sinceridades re
sultan inocuas. Por ejemplo, cuando la dádiva del secreto anuncia una de
claración de amor inesperada. Pues, siempre que empezamos a amar, lo
primero que nos apremia es la necesidad de abrir y exponer el alma para
que el elegido la escrute y examine con calma. Aquí también hay un se
creto que se regala pero bajo unas condiciones más benévolas. Quien de
verdad ama, es decir, quien controla todo lo que puede los engaños que
nos unen a los demás, tiende a revelar las cosas que normalmente no cuen
ta a nadie, pero no se propone ni por asomo confiar una perla secreta y
bien guardada, como hace el confidente sospechoso. A lo sumo, descubre
en su interior secretos que revela con arrojo, pero lo hace bajo la misma
sorpresa con que él los encuentra cuando escarba. Entre dos que se aman,
lo que nunca se había dicho a nadie no es papel mojado que se quiere re
galar como obra exquisita del alma, sino algo nuevo que ni el mismo autor
conoce. Esto cambia mucho las cosas y dignifica los secretos auténticos.
Porque cuando el amante te empieza a decir que contigo siente lo que no
ha sentido con nadie, que te va a dar lo mejor de sí mismo y aquello que no
comparte con nadie, lo más indicado es ponerle de inmediato a raya.
El que te quiere de verdad no tiene nada que darte. La fulminante frase
de Lacan, acerca de que «amar es dar lo que no se tiene», aparte de que pueda
generar retóricas más o menos indecentes, es de una contundencia impla
cable. Si se ama en secreto, el amor suele ser muy bello -«amor divulgado,
pronto terminado», decía Stendhal-, pero si se hace con secretos, con secre
tos que no se han contado a nadie, el que ama ofrece demasiadas posesiones
como para que el amor sea verdadero. El yo es egoísta y quizá lo sea porque
pretende regalar lo que tiene para ir tejiendo dependencias en su entorno.
Quien da lo que no tiene, por contra, no se compromete a nada, ni se guía
por más moral que la provisional que venga al caso. Ama porque ama, por
simple oportunidad. Al margen de las reglas y las conveniencias humanas.
1 7.4.04
Dicen del amor que es un arco tendido entre el cuerpo y las palabras. Tam
bién dicen que es una música interpretada por dos tiranos, la carne y el
verbo. Dos intérpretes, por cierto, que raramente se avienen a tocar juntos.
Por eso convenimos con facilidad que el amor es infrecuente, aunque to
dos queramos participar en su concierto.
Del cuerpo se habla mucho, por ser un convidado exigente y dispues
to, pero del modo como las palabras deben acompañar el amor se habla
menos. Las palabras no están hechas probablemente para hablar de sí mis
mas y ante la exigencia de estos trances, de referirse con otras palabras a lo
que las palabras del amor dicen, en cuanto pueden se escabullen.
Para algunos, el amor no existe hasta que no se declara, es decir,
hasta que no interviene con decisión el habla. Antes de dar ese paso, se
entiende que aún es una nebulosa incómoda y ofuscada donde no se
distingue nada. A menudo, el amor sólo existe en ese grado primitivo,
y decimos entonces que estamos enamorados de alguien simplemente
porque el deseo nos abruma o confunde hasta que encontramos alguna
salida para descargar su ansia. Sin embargo, en esos casos, en cuanto
toca al cuerpo y se satisface entre resuellos y risas ahogadas, el amor se
consume sin fraguar en palabras. Estos amores que pierden inmediata
mente la palabra ni siquiera son amores breves o efímeros, tan sólo al
canzan la categoría de amores previos, amores que el cuerpo disuelve en
cuanto queda satisfecho.
,,.
imaginarnos. Y uno de sus pensamientos más profundos y escuálidos, que
leemos en su tratado sobre Filosofía en el tocador, reza lo que sigue: «Tan in
justo es poseer a una mujer en exclusiva como lo es poseer esclavos». La
idea goza de una densidad inesperada y no se la quita uno fácilmente de la
cabeza. Si intentas deshacerla te embrolla desde otro ángulo, y si quieres
representártela te obliga a unos desplazamientos sociales y morales difícil
mente soportables.
Diderot revela el lado ridículo de la abstinencia. Sugiere la curiosa im
potencia en la que se precipita el hombre cuando se enfrenta al cuerpo o
cuando le obedece a ciegas. Diderot encarna la aspiración ilustrada de llegar
a sustituir la lucha entre religión y deseo por un antagonismo más civilizado,
el de cultura y naturaleza. En vez de una abstinencia inhumana, propugna
una familia educativa y reproductora. Sade, en cambio, siempre resulta más
inactual. Es anacrónico en todas sus formas. Hagamos lo que hagamos nos
desborda y nos gana en modernidad. Cabe pensar que quizá nos venza por
que aún pensamos de modo tradicional: sentados cómodamente en los des
pachos, en vez de hacerlo en los cuartos de baño. Su objetivo es disolver el
matrimonio negando el derecho de disfrutar bajo monopolio de quien sea.
No nos propone librarnos de las cadenas conyugales mediante el adulterio,
sino recurriendo al reparto y la distribución de las mujeres. Frente a la con
tinencia prefiere la extenuación, frente a la posesión la propiedad general,
frente a lo particular la orgía anónima y multitudinaria. No quiere una mujer
sino disponer del derecho a todas. Como, a su juicio, tener una mujer equi
vale a esclavizarla, el único modo que encuentra para superar la posesión es
ofrecérsela a todos para que la compartan.
Diderot nos proporciona el discurso de la sensatez, donde podemos
reconocernos con facilidad en cuanto prescindamos de las ortopedias reli
giosas, pero Sade nos provee de un discurso nuevo y radical, recién inven
tado, tan extremadamente paradójico que inhibe las respuestas.
25.2.06
Hay frases tan lúcidas y lacerantes, tan lógicas y al mismo tiempo des-
concertantes, que leídas y releídas una y otra vez nos siguen pareciendo,
ora optimistas, si atendemos a la acción moral, ora pesimistas, si nos fi
jamos en su destino. Me refiero con este comentario a la que acaba de pa
sar por delante de mí: «La vida no tiene ningún sentido pero hay muchas
cosas que hacer». Como es lógico, dada la variedad pletórica de ideolo
gías, unos ven en este principio de conducta un rótulo escéptico que sólo
puede llevarnos a un nihilismo menesteroso y perverso, mientras que
otros, en cambio, no muchos, entre los que me encuentro -hoy, al me
nos-, reconocen en esta rúbrica el fundamento más cabal de la ética y de
la distribución de los afectos.
En realidad, este compromiso verbal encierra tantas contradicciones
como sabiduría. Bien pensado, lo que la frase deshecha son las grandes
ideas, las nociones mayúsculas y trascendentales: Dios, Amor, Gloria,
Promesa, Salvación. Porque entiende que, para conducirse por la existen
cia sin dañar al prójimo por encima de lo imprescindible, a los defensores
de esta falta de sentido tan diligente les son suficientes los motores más
prosaicos de la vida, sin tener que recurrir a los grandes nombres pese a
la reputación de indispensables que poseen. Les basta con nociones más
prosaicas y terrenales, como son el deseo y el deber. Con su luz tienen
bastante para iluminar las cosas aunque su sentido sea tenue y breve.
Cicerón dejó dicho que no conocía ninguna dificultad que impidiera a
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La venganza del progreso
1
La duración de los cuerpos resulta extravagante. Mientras el espíritu se va
apagando con el paso del tiempo, el cuerpo nos amenaza con una larga
� actividad gracias a los avances terapéuticos. Antes sólo había una raza de
ancianos pero ahora, merced al progreso, hay viejos y además hay demen
'
1 tes. Aquel equilibrio del ayer, que con la chochez regalaba al anciano la
1
Las costumbres que regulan nuestro trato con los momentos finales de la
vida, con novísimos y postrimerías, son muy sorprendentes. Sabemos, por
ejemplo, que durante pasados siglos las personas se arremolinaban con
gusto para asistir a la lenta agonía de los enfermos. Los hábitos exigían ha
cer compañía al moribundo para facilitar un tránsito que no era raro que
se prolongara durante largas jornadas de dolor y sufrimiento. En cambio,
se huía como de la peste de los nacimientos, porque la muerte, para nues
tra sorpresa, se sentía más presente ante un bebé que ante un muriente.
Hoy, por supuesto, sucede todo lo contrario. La muerte es un trámite buro
crático cuyos momentos últimos se intenta pasar sedados, solos y casi en
el anonimato, mientras que el nacimiento es una fiesta que procura cada
vez más invitados. Filmar un parto forma ya parte del recordatorio que
los papás conservan de sus hijos, pero a ver quién es el guapo que graba la
muerte de sus padres para avivar su recuerdo de cuando en cuando o para
festejarles con familiares y amigos en algún audaz cumpleaños.
Hasta hace muy poco tiempo se educaba a los cristianos en el temor de
los últimos instantes, bajo el convencimiento de que un arrepentimiento en
el postrer momento podía salvarnos de una vida entera de pecados. Por ese
motivo, Pascal insistía en que la muerte súbita era la única que debíamos te
mer, y en ese miedo a lo repentino encontraba, por otra parte, la razón para
que los confesores vivieran siempre invitados en casa de los grandes. Sin de
tenernos a comentar la astucia de los clérigos a la hora de atemorizar a los
•
¡Qué buena pareja!
Los ríos son una fogosa alegoría del deseo y la locura. Un río es un flujo de
agua con dos orillas. Así es de sencillo y misterioso. Por su corriente dis
curren las metáforas del tiempo, de la mutación de las cosas, de las sequías
de la vida, de los caudales incontinentes y, naturalmente, del curso ciego e
irreparable de la muerte. Un río, con sus dos brazos paralelos que nunca
se encuentran, además de una fuente poética, es un tajo donde el principio
de contradicción nos impone con su energúmena lógica la alternativa de
estar en la razón o en la locura, en una orilla o en la otra. Por ese motivo,
quien quiera vivir como sabio, esto es, a mitad de camino entre la razón y
la sinrazón, entre la duda y la certeza, tiene que dejar la placidez segura de
las márgenes y adentrarse en su cauce.
Los locos bajan con frecuencia al río, quizá en busca de todos los
símbolos que han perdido. Deambulan por una ribera anhelando el des
canso de la opuesta, o se dejan subyugar por el paso del agua esperando
que la fuerza perdida del deseo les vuelva. También confían en el río para
que el dulce olvido de aquel legendario Leteo, padre infernal de todos
los ríos, les ayude a soportar las penas. Algunos prefieren, en cambio,
sumergirse en las aguas para purificar todas las culpas, o con paciencia y
una caña quieren sentirse como faunos pescando la ninfa que nunca han
tenido. A veces es la muerte la que les tienta, esa garantía de que el agua
va a acabar con su agonía prometiéndoles otra fortuna, la hospitalidad
de la inexistencia.
Todos los días que puedo -casi a diario- suelto la barca en el río y me aga
rro a los remos con todas mis fuerzas. Un paseo remando, aparte de un
buen ejercicio, es la confrontac�n con esa alegoría perfecta de la vida que
componen una barca y el hombre que la lleva.
Deslizarse por el agua empujado por los propios brazos es una ima
gen paradójica de facilidad y fuerza que resulta impagable por su corres
pondencia con todas las funciones anímicas y biológicas. Es notorio que el
cuerpo funciona solo, como el alma sola se explicap pero también es cierto
que hay que aprender a animarlos, tanto al uno como a la otra, y no de
jarlos que se depriman o languidezcan. No hay mejor demostración para
comprobar el estado físico y moral de uno que esta prueba de esfuerzo, tan
particular como improductiva. Pues cuando el cuerpo está contrariado,
antes de sentarse en el banco y dar la primera remada, ya se siente un can
sancio inhumano que reclama pasar de largo. O bien, si el aviso corporal se
demora, una vez cruzado el primer puente surge la impresión de que todo
está perdido para el náufrago asténico y cariacontecido. Los brazos caen
impotentes, la barca se rebela e independiza, mientras se empieza a sentir
que la muerte es lo único que le espera al remero de vuelta a la orilla.
Y si el ánimo no anda boyante, peores son las señales de desagrado.
Nada hay más absurdo, cuando la tristeza y la falta de impulso e iniciativa
le ganan a uno, que bajar por un río en dirección a ninguna parte, sólo bajo
la necia ilusión de volver a remontarle enseguida. Esos días de abatimien-
...
to, sobre todo si el caudal ha crecido o desde el Puente Mayor sopla el mal
dito bóreas, vivir resulta una empresa despiadada que el peso de la barca
complica. En cambio, cuando el espíritu anda ágil y suelto, basta ajustar
el estrobo al tolete, despojarse de la ropa y acoplar los remos, para que la
alegría muscular y la felicidad respiratoria, tan ensalzadas por cierta escri
tora, cundan por el cuerpo del remero y le animen a arrastrar el bote por el
mismo recorrido que surca cada día, sin más beneficio que no dejarse ven
cer por la muerte ni la monotonía. Pues, en esos momentos, nada endulza
más el ánimo que saberse recorriendo siempre el mismo trayecto, sin otra
finalidad que el gusto repetitivo de hacerlo. Sintiendo que ante semejante
tarea sísifa se alcanza, como con ninguna otra, ese derecho supremo que
nadie está autorizado a coartar: el derecho a ser mejor y a perfeccionar la
vida con el esfuerzo.
Remar en barca es una metáfora del deseo fiel como ninguna. En rea
lidad, sólo se viene al mundo a remar y a morir. En una barca se rema mi
rando hacia atrás, persiguiendo el placer por el placer, sin más intención
que regresar indemne al embarcadero para sentir lo antes posible las ganas
de volver. Se rema para conquistar y poseer, luchando primero contra la
corriente para que, una vez vencida, podamos abrir los brazos y entregar
nos tranquilamente a la recompensa de dejarnos arrastrar y conducir. El
río es un cuerpo intangible, tumultuoso o sereno, díscolo o complaciente,
que unas veces nos reconoce y otras nos trata como a un invasor descon
siderado y cruento. Remar en barca es un gesto melancólico que avanza
de espaldas hacia un futuro que no ve, contentándose con ir recordando
la estela de vida que va dejando detrás de él. Pues el deseo tiene algo de na
vegante condenado a guiarse por los recuerdos que el paisaje de las horas
siembra por doquier. Remar es ir de este modo por la vida, empopado por
la memoria, cegado por el futuro y atontado por el esfuerzo. Es un intento
de resumir la vida en un solo gesto y de repetirle bajo un rito que sólo la
muerte es capaz de suspender.
31.12.05
Corfe por ahí la juvenil costumbre de beber los fines de semana al aire li
bre, sea en una plaza, bajo un puente o en un oculto callejón. Aunque muy
denostada, la moda no es ni mejor ni peor que otras muchas, si no fuera
por el remate de suciedad con que finaliza. Es sorprendente que aquellos
residuos que uno no tira en el pasillo de su casa porque es suya, se dejan en
la calle porque es de todos. Hay quien espera a cerrar la puerta para tirar
la colilla en la escalera y escupir en el ascensor. Curiosamente, la suma no
intensifica la higiene sino que actúa en proporción inversa, y cuantos más
sean los propietarios se exige menos limpieza. ¡Pobre Estado que es de tan
tos y pobre gobernación que es de muchos!
Pues bien, por la herramienta de la que maman, a ese uso sabatino y
guarro le dicen botellón.
Sin embargo, existe hoy en día otro hábito que, aunque aseado y escru
puloso, también induce a estudio. En este caso se dice del botellín, por opo
sición diminutiva al anterior. Llama la atención, en efecto, la mucha gente
que en la calle o en el trabajo se hace acompañar de un botellín de agua como
si fueran a ser asaltados repentinamente por una deshidratación. Beben a
cortos tragos y de continuo, por lo que uno piensa en principio que estén
dejando de fumar y hayan encontrado un sustitutivo, pero no. Tampoco
beben por sed, dicen, sino sencillamente para hidratarse, como si hubieran
olvidado que el cuerpo sano, salvo en condiciones extremas, conoce el agua
que tiene y sabe responder con ganas a lo que vaya necesitando.
....
dental, se convierte en el punto de apoyo de Coleman para sostener «otra•
explicación sobre los sucesos fisiológicos muy alejada de la convencional,
que consiste en negarles la involuntariedad. En definitiva, quien ronca,
quien suda o quien estornuda, es responsable de su conducta y de las mo
lestias que ha decidido propinar.
Se entiende, de este modo, ahora que sabemos que lo hacen adrede,
cómo algunas manifestaciones en apariencia banales pueden causar tanto
malestar en la convivencia de la gente. Porque es frecuente que lo que más
nos molesta de los demás no sean sus ideas, su conducta o su manera de
hablar, sino más bien su fisiología, todas esas reacciones de su cuerpo que,
en principio, parece que no puede controlar pero que en realidad son libres y
caprichosas. Nuestro cuerpo emite de continuo sonidos y acciona en mil pe
queños gestos que nosotros no percibimos pero que pueden ser una fuente
de incomodidades difíciles de soportar para quienes nos acompañan.
Un carraspeo maniático, el gesto de rascarse, unos sonidos guturales
apenas perceptibles pero que repetimos en las mismas situaciones, cierto
movimiento de las manos que nos identifica, una forma de bostezar o apo
yar los brazos, pueden constituir obstáculos para el trato humano que nos
separan de las personas queridas y acaban aislándonos. El Dr. Silk postula,
para completar su reflexión, que el erotismo no está vinculado en la es
pecie humana a la sexualidad reproductiva, sino al placer necesario entre
dos para que los mil ruidos del cuerpo del otro se amortigüen y no nos
molesten tanto. Es más, entiende que, cuando la atracción entre las parejas
disminuye, los cuerpos se vuelven como altavoces y aparatos de radio.
Todos los roncadores, por lo tanto, volviendo al sonido que nos con
voca, son egoístas, desabridos y secretamente violentos. Los ronquidos
no son automáticos ni reflejos sino expresiones voluntarias y cargadas
de intencionalidad. No representan un lenguaje propio del cuerpo que no
acertamos a controlar, sino un rechazo inconfesado que esconde su celo
fisiológico cerca de la nariz.
------- · - ··· -
La autoestima
En otros tiempos, se temían mucho más los excesos del orgullo y la va
nidad que sus desvanecimientos casuales. Todos los tratados antiguos de
ética están repletos de amonestaciones dirigidas a codiciosos, altaneros,
entrometidos, desvergonzados o vanidosos. La altivez y la jactancia eran
las piedras tradicionales donde el hombre tropezaba y donde volvía a caer
en cuanto el descuido le ganaba. Se hablaba, entonces, de la necesidad de
prudencia y mesura en la ponderación de cada uno. Mansedumbre, recti
tud y pudor intentaban contraponerse al exceso pasional que conducía por
todos los caminos a la soberbia. Tan seguro era el aprecio de uno mismo
que hasta los Profetas no encontraron otra medida de nuestro amor a Dios
que proponer su elevación hasta el nivel del amor que cada uno se profesa.
Ahora las cosas parecen muy distintas. Dice un proverbio árabe que
un hombre se parece más a su tiempo que a su padre, y hoy nos toca pa
recernos a un tiempo en el que se corrige más a los que se subestiman que
a los que se idolatran. Se pasa por alto la pompa de cualquier memo o el
divismo de quien farolea como un bajá, pero se acude corriendo a socorrer
a quien confiesa estar bajo de autoestima. Basta que uno reconozca -e in
cluso alardee- que tiene la autoestima por el piso, para que se le proponga
una escolta de psicólogos que le animen y abastezcan de merecimiento.
Conviene, sin embargo, que la mirada clínica se muestre de vez en
cuando algo severa con las cosas corrientes. Si no por responder a su vo
cación de aguafiestas de la cultura, al menos para dejarnos llevar por cierta
1
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La experiencia
Hasta no hace mucho los ancianos eran un ejemplo de vida. Un espejo don
de los hombres se miraban para encontrar su camino y regular el diseño de
esa obra maestra que es vivir. La experiencia ejercía de piloto y a todos nos
parecía conveniente atender a su imagen y a los comentarios de su sabidu
ría. Hoy, en cambio, desde hace relativamente poco, este modelo vacila y la
experiencia puede enjuiciarse como una carga, más que como una garantía.
Bajo ella, en vez de luz, creación y vigor, se observa fatiga, resignación, sin
sabor, torpeza. Ahora un hombre mayor, aunque conserve plenamente su
inteligencia y dé muestras de estar en la plenitud de su saber, puede resultar
un estorbo, un obstáculo ante el arrollador paso de lo nuevo. El cambio más
radical que se observa entre antiguos y modernos reside en esa inversión
del ejemplo. Ya no enseñan los viejos. Son los jóvenes con su insolencia los
propietarios de las ocurrencias, el placer y la prisa, los ingredientes hoy más
naturales para el pensamiento. Como dueños de la razón y del deseo llevan
el mundo a la carrera y sólo miran ante sí. Bien es verdad que la fuerza anti
gua de los ancianos residía quizá en que llegaban a viejos con cuentagotas,
mientras que hoy son el grueso de la población. Montaigne, a finales del
XVI, aún escribía que «morir de vejez constituye una muerte excepcional,
singular y extraordinaria y mucho menos natural que las otras».
Pero hoy las cosas son tan confusas y reversibles que el desdén por la
senectud pudiera ser un simple espejismo, algo que únicamente afecta a
la superficie de la sociedad. Pues quizá este desprecio por los sedimentos
Dice un viejo proverbio que la salud es un estado precario del hombre que
no promete nada bueno. La máxima, además de irónica, tiene miga pues la
salud, siendo tan deseada, no deja también de ser temida.
El caso es que no todo el mundo vive la salud de modo natural, sin
sentirla, ocupando ese lugar que sólo apreciamos cuando de repente se
ausenta, la echamos de menos y largamos aquello de «no sabía lo que te
nía». Sin embargo, este estado de supina indiferencia ante el propio bien
estar preocupa a los defensores de la profilaxis y la medicina preventiva,
quienes en su celo llegan a considerarla como una despreocupación ilusa.
Puede que lo hagan con más de una razón científica, pero su admonición
no pocas veces es aprovechada por quienes demuestran esa intolerancia
rufianesca y enconada que sienten muchos ante la felicidad ajena. Si algo
atenta de verdad contra la línea de flotación de la convivencia, aparte de las
tonterías de la religión, el delirio nacionalista y la ambición de riqueza, es
el sórdido rencor que puede llegar a despertar el placer de los que nos ro
dean. Los sentimientos más turbios y revueltos, las emociones de envidia
más ensoberbecida y ciega, construyen en este dominio su insólita finca de
intolerancia y fiereza.
Sin embargo, no son pocos los que, a diferencia del feliz distraído, viven
la salud como una preocupación candente antes que como una dicha sabro
sa. Esa población angustiada podemos subdividirla en dos tipos. El primero
está constituido por todos aquellos que cuidan de su salud como si consis-
La s1ncendad, mai que nos pese, es una amenaza repelente y vulgat Cuan
do aigún insolente acude hacia uno blandiendo la frase de marras, «te voy a
ser sincero•, lo primero que hay que hacer es ponerse en guardia. No obs
tante, como la fórmula mantiene su ascendiente, el ejercicio de esta sospe
cna merece detenerse en alguna explicación que nunca estará de más.
Los motivos para temer la agresión del súbito francote son varios.
Uno, eiegido entre los más evidentes, porque nos hace pensar que el su
puesto sincero se cree dueño de la verdad, y esa presunción no conviene
cedérsela a nadie. Sólo los muy ingenuos pueden aceptar con crédula cor
tesía a quienes vienen con ella por delante, emjpuñando la espada justiciera
dei «te voy a decir la verdad,.. Pues la verdad, aparte de imposible, está de
masiado bien repartida como para que unos cuantos puedan creer que la
poseen por encima de los demás .
.tn segundo lugar, es inevitable pensar, de quien repentinamente expre
sa tanta sinceridad, que hasra entonces no contaba con ella salvo para bur
laria. Y <lado que a ios hombres les medimos mejor por su vida entera que
por u11 momento, ei pasado en estos casos viene a oscurecer de tal modo la
trJnsparenc1a que nos prometen que se despierta pronto nuestro recelo.
Pcr otra parre, ei que acude a sincerarse viene a apoderarse de algo.
A robarJO. rai cuai. No lo duden. Los que se desnudan de los vestidos y
a�aricncias que aciornan y ocuitan lo que cada uno piensa, son asaltadores
de ia inumidaci, iaárones de guante bianco de las conciencias. Todo el que
El mundo se reparte entre los que odian la Navidad y los que creen amarla. La
Navidad es el síntoma cristiano de la úunilia. una tos de obl!�aciones y atectos
que se convierte pronto en la carraspera convaleciente de 1a Humamdad .
Cuando ll egan estas fochas se oye una misma queJa en las consuJtas:
•¡Y encima, estos días que llcganh·. No hay dolor que no tenga su raíz en la
familia o, en el mejor <le los casos, su represenraci on. Los dolores, cuando
son estructurales, es decir. de l:arácter casi consttt ucionai. se gestan lenta
mente en el crisol familiar. Y si son acctdcnrales. provenientes del mtorcu
nio, acaban escenificri ndose en el seno de las familias. donde dan rienda
suelta al odio y la rabia que acumulan.
las fuerzas que nos unen en famiha son tan fuertes co tno las que nos
dispersa n y nos llaman a la huida. El Uant.o que nos convoca al consuelo
familiar puede tam bién in clinarnos a salir d is parados lo más lejos posible
del latnento original. Unos encucn tr.in en tamiiia el mejor re1ncdio para
sus cuitas y soledades , nlientras que otros se espantan ante la p os ibi lidad
de que entre hermanos, uos y padres la tristeza se vuelva insoportable.
la familia es el yugo de la libertad. La rebeldía evangélica que nos invi
padre y la madre para segui r a quien nos pron1ete yust icia. vida
ta a dejar al
eterna y caridad, acaba indtándonos a adorar en el pesebre a una humilde
familia. Pero este can1ino de ida y vuelta. este retorno fara! impuesto al
hombre, no es sólo un inal de las rehR iones sino de toda doctrina cono ci
da. En su célebre Anti-Edipo, Ddeuze y Guanan nos a ni ma ban a huir del
niños, por no desilusionarlos, sin darse cuenta que con su gesto no consi
guen sino prolongar en la progenie la misma prisión que los reduye. o bien
lo hacen percatándose de la martingala pero aceptando que esa repetición
es, entre todas, la menos sangrienta de las ven?anzas.
Quizá no haya solución. Deconstruir la Navidad parece una tarea ti
tánica. Los más afortunados encogen los hombros y se van de vacacio
nes, reduciendo al mínimo su contribución a la perpetuación de la nada.
Otros, más torpes o más ingenuos. aceptan una, dos. tres. cuatro y hasta
cinco comidas perfectamente reguladas, llenas de códigos no escritos que
impone la ley oculta de las familias. Bajo su imperio intentan conjurar el
miedo, convencerse de la alegría y disponerse. sordos y ciegos. a la tarea
algo absurda de obedecer, rezar y felicitar las Pascuas.
24.12.05
En cuanto uno hace gala de que sus principios puedan ser laxos o ligera
mente acomodaticios, oirá voces recriminatorias de relativismo y ensegui
da será acusado de nihilismo o de cualquier otra forma de inmoralidad o
vacío. Todas las corrientes de pensamiento más conservadoras, así como
las tronantes morales eclesiásticas, hacen de este argumento su caballo
de batalla y lo usan como munición principal para alimentar la artillería
acusatoria. Sugerir que tal vez no existan principios absolutamente ina
movibles en los que fundamentar nuestros juicios, tanto cognoscitivos y
estéticos como morales, o apoyar que los principios a nuestra disposición
son siempre inciertos, es una invitación a ser acusado de oportunismo.
Sin embargo, estos reprobadores incandescentes no se las traen todas
consigo. Pues las verdades doctrinales nunca son evidentes en su enun
ciado y mucho menos en su servicio. Además, los llamados relativistas no
sostienen sin más el criterio de que todo valga, aunque pongan buena cara
al proverbio que anima a que donde fueres hagas lo que vieres o al dicho
de que todo es del color del cristal con que se mira. A lo sumo, y haciendo
uso de esta holgura, intentan salvarse del provincianismo, de sobrevalorar
las creencias caseras y de embotar la inteligencia en el caldo de las verdades
incontrovertibles. En realidad, la idea de que todo valga sólo identifica al
relativismo absoluto, que en el fondo se opone a la opinión de que cada
cosa vale sólo para un tiempo y para un sitio que defiende el relativismo
más civilizado. Puede que el pritnero sí que conduzca a cierto nihilismo, a
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
locos
Melancolía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • 15
Sin tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • • • • 17
La exactitud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Las palabras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
La sospecha es respetable . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Los estigmas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
La s1mpat·1a
.
,
. . . . . . • . . . . • . . . . • . . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Desc.oncertados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Madariaga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
Deformación profesional. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • • . 39
El manicomio .......... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . • . • 41
Dioses
Sacerdotes y psiquiatras . . . . 49
Los jesuitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
La mirada . . . . . . . . . . . . . . . . . • . . . . 53
Ejercicios espirituales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 .
Sade . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
La Catedral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. ... .
. . . . . . . . . . . . 63.
Deseos
Agujeros . . . . . . . . . . . . . . . . . • • 67
Amamos sin conocernos. . . 69
Amor imposible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
Compañías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
El beso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75
¿Elástico o espástico? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
Histeria . . . . . .79
La castidad . . . 81
La paciencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
La prontitud del deseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
Otro deseo . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Síntomas de aburrimiento . . . . . . ... .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
Eloísa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.• . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
Sólo lo sabes tú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
¡Y todo para acabar pareciéndome a mi padre!. . . . . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Palabras de amor . . . . . . . . . . . . . . . ... . . .. . . . . . . . . . . . . . ......
. . . . . . . . . . . . . . . . 99
Una, ninguna o todas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .... .
. . . . . . . 101
Costumbres
El Catarro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 1 9 .
El río . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . · · · · · . · 121
La barca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
El botellín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 2 5
¡Pues a mí me duele el cuello! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Roncadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129
El desencanto de la verdad . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . 131
Estrés hídrico . . . . ........
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
. . . . . . .
Fatuo. . . . . . . . . . . 137
La autoestima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
.
La experiencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
La puntualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
La salud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147
Navidades es familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 7
de, o sugeridos por los amigos, los temas disfrutan de una breve vida y mueren en
cualquier valor edificante, los argumentos se suceden sin llevar a ningún sitio, satis
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